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La cocina mantuana

La cocina mantuana, históricamente, no existe en ningún


documento ni publicación, cualquiera sea su naturaleza.
Simplemente no se menciona, no hay registro probatorio de su
ejecución y todo lo que se ha escrito acerca de ella, no son más
que suposiciones pues no hay recetas documentadas de su
existencia, solo interpretaciones antojadizas heredadas de la
colonia

n el Diccionario de alimentación y gastronomía, de Rafael Cartay y Elvira


Ablan, publicado en 1997 no aparece reseñada ni la cocina ni la palabra
mantuana. Cabe preguntarse entonces: ¿existió realmente una cocina
mantuana?

El término mantuana, según Ángel Rosenblat, se emplea por primera vez


en 1752, en Caracas, derivado de “manto”, prenda que solo las mujeres
de los grandes propietarios y nobles de la Colonia podían portar en la
iglesia. Con ella se identificaba a no más de un centenar de familias,
estrechamente ligadas entre sí, cuya fortuna provenía de las haciendas
de cacao que constituían la mayor riqueza exportadora del país colonial,
generalmente enfrentadas a los funcionarios reales que administraban
las posesiones de la Corona y a los blancos peninsulares llegados en
busca de fortuna y posición social.

Los mantuanos no eran siquiera, entre las clases privilegiadas, los más
poderosos dentro del complejo entramado político de la Colonia. El
control administrativo lo ejercían siempre funcionarios españoles,
manejando una sociedad para nada democrática que se diferenciaba por
el color de su piel: blancos, indios, negros libres o esclavos, y luego
mulatos, zambos, mestizos agrupados como pardos. A pesar de no ser
mayoría, los blancos tampoco eran tan iguales entre sí, no todos tenían
las mismas prerrogativas y muchas veces debían mostrar su “pureza de
sangre” para exigir sus derechos.

Se calcula que a finales del régimen colonial, la población de la Capitanía


General de Venezuela era de 800.000 habitantes, de los cuales unos
200.000 eran españoles americanos o criollos y, de ellos no más de 1.200
(0,15%) podían ser considerados mantuanos.

Es aventurado entonces asignarle a tan minúsculo grupo un régimen


alimentario diferente que el resto de los integrantes de su propia clase y
menos de todo el país. Tenían privilegios obviamente, como también lo
tenían comerciantes, banqueros, funcionarios y gente de fortuna lícita o
ilícita, quienes de alguna manera accedían a productos importados, más
allá de los ingredientes habituales del conuco para montar la olla diaria
sin que eso se reflejara en una cocina conceptual y gustativamente
unificada. Sus cocinas no eran más que el reflejo de las profundas
diferencias sociales de la época.

Más que cocina mantuana deberíamos hablar de la manera de comer de


un minúsculo grupo social privilegiado, cuya influencia mermó a
comienzos del siglo XIX cuando el cacao dejó de ser la principal
explotación agrícola y prácticamente desapareció cuando la guerra de
independencia y las revueltas federales destruyeron la economía de la
naciente república.
¿Por qué no hay recetas de esa cocina? Por la sencilla razón de que las
damas mantuanas no cocinaban y las mujeres que cocinaban para ellas en
sus hogares no sabían leer ni escribir porque eran esclavas o indígenas que
seguían vagas instrucciones de sus amos que, felizmente, no hacían mucho
caso de ellas y se aferraban a lo que habían aprendido de sus ancestros. Las
indígenas no abandonaron el maíz ni la yuca ni el picante y las cocineras
que llegaron de España no renunciaron a la sazón mora que durante siete
siglos dominó parte de la península ibérica. Esta cocina de élite no se
impuso sobre la cocina popular campestre de las grandes mayorías, más
bien ocurrió lo contrario, la cocina campestre se enriqueció con el aporte
exógeno que llegó transformado en aceitunas, pasas, almendras,
alcaparras, vinos, especias para condimentar y conservar la comida,
frituras, dulces, repostería, etcétera.
La única referencia escrita de cocina entre los siglo XVII y XVIII, llegó en
algunos libros españoles y franceses cuyas recetas trataron de imitar las
primeras amas de casa, acomodándose a ingredientes locales, añorando
componentes importados, enseñando a sus cocineras la manera de
prepararlas. Esta cocina no era exclusividad de los mantuanos, también las
otras castas dominantes las interpretaban a su manera, siempre con un
carácter clasista en busca de diferenciación social, alejado de trabajadores,
esclavos e indígenas. Muchos de esos platos que hoy llamamos criollos,
parten de las recetas de esos libros europeos.
Molesta encontrar escritos, en periódicos y revistas, especialmente en
portales de Internet, donde se dice que la cocina mantuana es la “esencia de
la cocina venezolana” o “es la cocina venezolana por tradición”. ¿Cómo
puede atribuirse la identidad de una cocina a un grupo de solo cien
familias? Obviamente la presencia en nuestra cocina de alimentos
procesados o importados procedentes de otras culturas desempeñaron
un papel de sustitución y complementariedad importante, pero atribuir a
un grupo social la representación alimentaria de todo un pueblo que
originalmente eran muchos pueblos, es simplemente una exageración.
Ignorancia crasa.

El término mantuana, según Ángel Rosenblat, se emplea por primera vez


en 1752, en Caracas, derivado de “manto”, prenda que solo las mujeres
de los grandes propietarios y nobles de la Colonia podían portar en la
iglesia. Con ella se identificaba a no más de un centenar de familias,
estrechamente ligadas entre sí, cuya fortuna provenía de las haciendas
de cacao que constituían la mayor riqueza exportadora del país colonial,
generalmente enfrentadas a los funcionarios reales que administraban
las posesiones de la Corona y a los blancos peninsulares llegados en
busca de fortuna y posición social.

Los mantuanos no eran siquiera, entre las clases privilegiadas, los más
poderosos dentro del complejo entramado político de la Colonia. El
control administrativo lo ejercían siempre funcionarios españoles,
manejando una sociedad para nada democrática que se diferenciaba por
el color de su piel: blancos, indios, negros libres o esclavos, y luego
mulatos, zambos, mestizos agrupados como pardos. A pesar de no ser
mayoría, los blancos tampoco eran tan iguales entre sí, no todos tenían
las mismas prerrogativas y muchas veces debían mostrar su “pureza de
sangre” para exigir sus derechos.

Se calcula que a finales del régimen colonial, la población de la Capitanía


General de Venezuela era de 800.000 habitantes, de los cuales unos
200.000 eran españoles americanos o criollos y, de ellos no más de 1.200
(0,15%) podían ser considerados mantuanos.

Es aventurado entonces asignarle a tan minúsculo grupo un régimen


alimentario diferente que el resto de los integrantes de su propia clase y
menos de todo el país. Tenían privilegios obviamente, como también lo
tenían comerciantes, banqueros, funcionarios y gente de fortuna lícita o
ilícita, quienes de alguna manera accedían a productos importados, más
allá de los ingredientes habituales del conuco para montar la olla diaria
sin que eso se reflejara en una cocina conceptual y gustativamente
unificada. Sus cocinas no eran más que el reflejo de las profundas
diferencias sociales de la época.
Más que cocina mantuana deberíamos hablar de la manera de comer de
un minúsculo grupo social privilegiado, cuya influencia mermó a
comienzos del siglo XIX cuando el cacao dejó de ser la principal
explotación agrícola y prácticamente desapareció cuando la guerra de
independencia y las revueltas federales destruyeron la economía de la
naciente república.
¿Por qué no hay recetas de esa cocina? Por la sencilla razón de que las
damas mantuanas no cocinaban y las mujeres que cocinaban para ellas en
sus hogares no sabían leer ni escribir porque eran esclavas o indígenas que
seguían vagas instrucciones de sus amos que, felizmente, no hacían mucho
caso de ellas y se aferraban a lo que habían aprendido de sus ancestros. Las
indígenas no abandonaron el maíz ni la yuca ni el picante y las cocineras
que llegaron de España no renunciaron a la sazón mora que durante siete
siglos dominó parte de la península ibérica. Esta cocina de élite no se
impuso sobre la cocina popular campestre de las grandes mayorías, más
bien ocurrió lo contrario, la cocina campestre se enriqueció con el aporte
exógeno que llegó transformado en aceitunas, pasas, almendras,
alcaparras, vinos, especias para condimentar y conservar la comida,
frituras, dulces, repostería, etcétera.
La única referencia escrita de cocina entre los siglo XVII y XVIII, llegó en
algunos libros españoles y franceses cuyas recetas trataron de imitar las
primeras amas de casa, acomodándose a ingredientes locales, añorando
componentes importados, enseñando a sus cocineras la manera de
prepararlas. Esta cocina no era exclusividad de los mantuanos, también las
otras castas dominantes las interpretaban a su manera, siempre con un
carácter clasista en busca de diferenciación social, alejado de trabajadores,
esclavos e indígenas. Muchos de esos platos que hoy llamamos criollos,
parten de las recetas de esos libros europeos.
Molesta encontrar escritos, en periódicos y revistas, especialmente en
portales de Internet, donde se dice que la cocina mantuana es la “esencia de
la cocina venezolana” o “es la cocina venezolana por tradición”. ¿Cómo
puede atribuirse la identidad de una cocina a un grupo de solo cien
familias? Obviamente la presencia en nuestra cocina de alimentos
procesados o importados procedentes de otras culturas desempeñaron
un papel de sustitución y complementariedad importante, pero atribuir a
un grupo social la representación alimentaria de todo un pueblo que
originalmente eran muchos pueblos, es simplemente una exageración.
Ignorancia crasa.
Tampoco la olleta es mantuana, cuya primera receta aparece en 1861 en
los escritos de J.A. Díaz, con componentes absolutamente autárquicos,
como el aprovechamiento del agua en que se cuece el maíz pilado, yare,
papelón, etcétera, donde lo único exógeno es el vinagre, aunque existía en
Guayana la costumbre de obtener vinagre a partir del cambur maduro,
como lo cuenta Felipe Salvador Gilij: “se toman los plátanos llamados
guineos cuando están maduros, y junto con la cáscara se ponen en un
cedazo ralo de palma encima de un tendedero de madera. Después de
uno o dos días (necesitan este tiempo para fermentar) comienza a
escurrir un líquido semejante al vino, que se recibe en un recipiente
puesto debajo y que poco a poco se va embotellando. Todo sale
espontáneamente en pocos días. Pero si no queda nada, se aprieta con la
mano, se pasa por un cedazo más cerrado, y se tiene luego al sol hasta
que se separan las partículas más gruesas. Este vinagre, que cuanto más
se envejece se torna más ácido, es tan semejante al nuestro tanto en el
color, como en la fuerza del sabor, que se confunde fácilmente”. Las
alcaparras, especias, vinos y otros componentes importados fueron por
siglos elementos ajenos a la cocina popular.

Nadie niega que los mantuanos o grandes cacaos comieran de manera


diferente, imitando las cocinas europeas, pero afirmar que desarrollaron
una cocina propia y que esa cocina es la esencia de nuestra cultura
gastronómica es, simplemente, una exageración no demostrable
históricamente.

2 de agosto de 2016 fecha de redaccion

Les tengo una mala noticia: la cocina mantuana no existe. Sí, como lo leen. No existe ni nunca existió, a pesar
de lo que han leído por ahí en la web o en la nube. El término mantuana, según Ángel Rosenblat, se emplea
por primera vez en 1752, en Caracas, derivado de “manto”, prenda que sólo las mujeres de los grandes
propietarios y nobles de la Colonia, cuya fortuna provenía de las haciendas de cacao que constituían la mayor
riqueza exportadora del país colonial, podían portar en la iglesia.
A finales del régimen colonial, la población de la Capitanía General de Venezuela era de 800.000 habitantes,
de los cuales unos 200.000 eran españoles americanos o criollos y, de ellos, no más de 1.200 (0,15%), podían
ser considerados mantuanos. Es aventurado entonces asignarle a tan minúsculo grupo un régimen alimentario
dominante por sobre el resto de los integrantes de su propia clase y, menos, de todo el país. Tenían privilegios
obviamente, como también lo tenían comerciantes, banqueros, funcionarios y gente de fortuna lícita o ilícita,
quienes de alguna manera accedían a los mismos ingredientes para montar la olla. sin que eso se reflejara en
una cocina conceptual y gustativamente unificada.
Más que cocina mantuana deberíamos hablar de la manera de comer de un minúsculo grupo social
privilegiado, cuya influencia mermó a comienzos del siglo XIX cuando el cacao dejó de ser la principal
explotación agrícola y prácticamente desapareció cuando la guerra de independencia y las revueltas federales
destruyeron la economía de la naciente república.
No hay registro de recetas ni documentos que hablen de cocina mantuana en su época. ¿Por qué? Por la
sencilla razón de que las damas mantuanas no cocinaban y las mujeres que cocinaban para ellas no sabían leer
ni escribir porque eran esclavas o indígenas que seguían vagas instrucciones de sus amos y, felizmente, no
hacían mucho caso de ellas y se aferraban a lo que habían aprendido de sus ancestros. Las indígenas no
abandonaron el maíz ni la yuca ni el picante y las cocineras que llegaron de España no renunciaron a la sazón
mora que durante siete siglos dominó parte de la península ibérica.
Esta cocina de élite no se impuso sobre la cocina popular campestre de las grandes mayorías, más bien ocurrió
lo contrario, la cocina campestre se enriqueció con el aporte exógeno que llegó transformado en aceitunas,
pasas, almendras, alcaparras, vinos, especias para condimentar y conservar la comida, frituras, dulces,
repostería, etcétera.
La única referencia escrita de cocina entre los siglos XVII y XVIII llegó en libros españoles y franceses cuyas
recetas trataron de imitar las primeras amas de casa, acomodándose a ingredientes locales, añorando
componentes importados, enseñando a sus cocineras la manera de prepararlas. Muchos de esos platos que hoy
llamamos criollos parten de las recetas de esos libros europeos.
Molesta encontrar escritos donde se dice que la cocina mantuana es la “esencia de la cocina venezolana” o “es
la cocina venezolana por tradición”. ¿Cómo puede atribuirse la identidad de una cocina a un grupo de sólo
cien familias? Obviamente la presencia en nuestra cocina de alimentos procesados o importados procedentes
de otras culturas desempeñaron un papel de sustitución y complementariedad importante, pero atribuir a un
grupo social la representación alimentaria de todo un pueblo que originalmente eran muchos pueblos, es
simplemente una exageración. Ignorancia crasa.

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