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AA. VV.
ePub r1.1
mnemosine 14.06.2019
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AA. VV., 1967
Editor digital: mnemosine
Primer editor: Thalassa
ePub base r2.1
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PREFACIO
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LAS CADENAS
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Primero fueron los últimos estertores de la noche en aquella noche más negra
todavía. Luego, como un polvo de oro que se desparrama por los orificios de una
bolsa mal cerrada, fueron cayendo sobre la lobreguez infinitos rayos de luz que al
romper sobre los techos y las paredes dieron luz a mil trasgos pavorosos, a mil
contornos apenas silueteados que abrían sus ojos desmesuradamente, como si el sol
los hubiese sorprendido en sus féretros.
Finalmente, una claridad lechosa hizo visibles los contornos al fundirse en una
urdimbre de vibraciones luminosas los chorros de luz que se habían precipitado entre
las Grietas. Prom se frotó los ojos y se acercó cauteloso a los tizones ya apagados de
su horno de granito. Su sombra se movía como un gigantesco oso al acecho sobre el
farallón más lejano que empezaba a devolver los ecos del Pueblo.
Cada vez la luz vencía con más facilidad los vapores sombríos de las
Profundidades. Ahora era fácil distinguir una pequeña sala que se abría en el fondo a
otra mucho más amplia. En las paredes se alineaban varias repisas de tosca factura,
en la que mil objetos extraños habían sido desgastados por varias generaciones de
proms: trozos de magnetita, minerales arrancados de las entrañas de la Gran Caverna
o en las orillas del Lago Verde, plumas de aves ya fosilizadas, coleópteros que aún
conservaban toda la policromía de sus hélitros, herramientas variadísimas de hierro o
de bronce fundido, etc. Y allí, en las paredes, los signos de una escritura que sólo los
proms sabían descifrar y en las que los conocimientos de las generaciones se iban
transmitiendo como una onda líquida con las estrías apenas desgastadas por la
humedad perenne en que vivía el Pueblo, relucían aún los caracteres del último de los
proms, un hombre ya maduro, pero cuyos iris no presentaban ese color lechoso, que
convertía en cadavérica la mirada de otros hombres y mujeres de cierta edad.
Un día el Gran Consejo le había conducido allí, después de dar honrosa sepultura
a su antecesor. Lo merecía, puesto que fue el descubridor de una cerbatana,
construida con fémures de cordero. Gracias a ello el Pueblo pudo vencer a la tribu de
los Caras Verdes en una lucha sangrienta.
A partir de entonces, el inventor se había negado a comer y un día le habían
encontrado muerto en el fondo de esa misma gruta que ahora habitaba Prom.
Gan también se había desperezado. Llegaba desde arriba ya, filtrado por capas
innumerables de granito el clamor de los dioses. Era sólo un momento, porque el
pueblo de los hombres también comenzaba su algarabía matinal. Eran los balidos de
unas ovejas de lana lacia y de ojos descoloridos que iban siendo conducidas a los
pastizales de líquenes; eran también los pastores que se dirigían al Lago Verde para
pescar anguilas y salamandras de piel blanquecina; eran las mujeres, que comenzaban
sus faenas domésticas en los pequeños cubículos o en las grandes grutas del mundo
subterráneo. Pero todo ello multiplicado por cien, por mil, por un millón, al hacer
cada gruta de resonador y de fabricante de ecos de los ruidos y de las voces que
procedían de las restantes. Aquel otro sonido, el que procedía de los dioses, y que
sólo Gan y unos pocos le escuchaban todas las mañanas, era mucho más suave que
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una zambullida en las aguas del Lago Verde; era como la caricia de una mujer que
nunca podrá ser nuestra. Los ojos viejos de Gan se llenaron una vez más de lágrimas.
Gan era el compañero de Prom. También un día el Gran Consejo le había
conducido allí, pero fue mucho antes de que Prom llegara. En realidad, había visto
morir a dos de sus antecesores, y sobre todo había sido testigo de sus muchas
zozobras por mejorar el cuerpo y el espíritu del Pueblo. Ambos habían añadido unos
renglones más al inmenso jeroglífico que manchaba como las diminutas huellas de un
pájaro el libro parduzco de las rocas.
—Un día más —afirmó Gan—, como si sus oídos no hubiesen escuchado los
chasquidos del sílex de Prom, que intentaba encender los tizones de su horno.
—Debe haberse mojado. Sin duda ha llovido —musitó Prom, mientras su mirada
se dirigía inquisitiva hacia las Grietas. ¿Por qué ocurría esto con cierta frecuencia?
Uno de los proms había dejado grabada en la roca la teoría de que en el cielo existía
otro Lago cuyas aguas se desbordaban. Pero a renglón seguido, su sucesor le rebatía
con la hipótesis de que eran los vapores del Lago Verde los que se condensaban en
alguna zona inmediata del cielo para volver a precipitarse otra vez por las Grietas.
Prom arrugó el entrecejo y se puso con más fuerza a activar la combustión. De
todas formas, pronto lo sabría. Sus ojos taladraron como un dardo el techo en el que
el hollín de muchas hogueras había dibujado contornos fantásticos que Gan gustaba
metamorfosear en una gimnasia desinteresada de su fantasía cuando sus ojos aún
penetraban con fuerza la semipenumbra de la gruta.
Una lengua de fuego restalló debajo de la marmita de piedra. Las retinas
deterioradas de Gan pudieron todavía discernir una mancha roja que iba adoptando
las formas más bizarras allá en el fondo de esa noche sobreañadida a la noche en que
vivía el anciano.
—¿Sigues intentando descubrir esa tierra mágica que nos va a permitir conocer a
los dioses? —preguntó Gan.
—Sí. He observado que hay una tierra blanca que hace más viva la llama de la
madera. Ayer me han traído un cántaro lleno hasta los bordes de ella. Ha mandado
recogerla el Príncipe en todos los lugares de la Gran Caverna.
—¿Y crees tú que esa tierra que tú buscas va a redimir a los hombres de sus
miserias?
—Si no creyera en tal cosa no estaría intentando su descubrimiento. El carbón de
madera es la naturaleza humana imperfecta; la tierra blanca es una mensajera de los
dioses, que lleva al carbón la luz y el calor de los Cielos. Por eso cuando se une con
él, éste arde con más fuerza para escapar por las Grietas. Yo quisiera, sin embargo,
encontrar un tercer elemento, una tierra «ligadora» que haga que esta conversión de
materia en luz sea mucho más rápida, tan rápida que funda esa roca que ha pesado
durante infinitos eones sobre nosotros.
—Pero los hombres no han mejorado desde que los proms existen. Sigue
reinando el mal entre ellos, como en los primeros tiempos; cuando la única luz y el
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único calor con que contaban era el que las regalaban los dioses a través de las
Grietas. Ahora, gracias a los proms, se matan con más facilidad.
—Pero eso no es culpa de mis antepasados. Cuando yo logre ver lo que hay más
allá de ese techo, el Mal quedará abandonado en el Mundo subterráneo, como una
piedra que un niño tira en el Lago Verde. ¡Seremos iguales a los dioses!
Pero un clamor ahogó sus palabras. Era ya la hora del Primer Almuerzo. El Gran
Sacerdote, seguido por varios de sus acólitos, iba repartiendo, gruta por gruta, las
raciones. Éstas consistían en tajadas de carne y de queso, orzas de leche y pelotas de
liquen fermentado. Los acólitos mantenían a la multitud a distancia valiéndose de
largas correas de cuero que restallaban como truenos sobre las paredes. Todos los días
se repetía esta escena. Porque estaba escrito desde hacía varias generaciones que sólo
el Gran Hechicero podía ser el intermediario entre los dones de los dioses y el
Pueblo. Sólo que cuando estos dones eran demasiado directos (algún pájaro o
murciélago que se extraviaban en el Mundo Subterráneo y esas extrañas formas
animales que aparecían de vez en cuando en el Lago Verde), el Gran Hechicero se los
reservaba para su mesa, aunque la prudencia le impulsaba a compartirla con el
Príncipe y los miembros más influyentes del Consejo de Ancianos.
La primera oveja había sido también un regalo de los dioses: contaba la leyenda
que uno de ellos había descendido, hacía ya innumerables generaciones, a una de las
cavernas. Aquel lugar había sido sagrado desde entonces y todos los años se
organizaban peregrinaciones y actos religiosos en aquel recinto santificado por la
presencia de un dios que había traído consigo una pareja de corderos. En cuanto a la
forma de aquella deidad, las leyendas discrepaban en los datos concretos, pero
coincidían en lo esencial: era una gran serpiente o una gran salamandra, o un gigante
que tenía que recorrer los pasadizos con los hombros encorvados. Sólo los proms
sostenían sacrílegamente que, por una causa desconocida, un macho y una hembra
del único animal grande que convivía con los hombres, proporcionándoles su carne,
su leche y su lana, habían caído por una de las innumerables Grietas del Mundo
Subterráneo. Pero a más de un prom estas declaraciones les había costado la vida al
ser linchados por la muchedumbre.
El Gran Hechicero se dirigía ahora hacia la gruta de los proms. Era la última que
visitaba, lo que suponía un retraso de más de un sexto de vigilia. Con un inmenso
resonar de cencerros, de jaculatorias mágicas y de gritos, avanzaba el Gran Hechicero
y su cortejo. Era una manifestación imponente: las luces producían culebreos
fantasmagóricos en las cadenas de todos los presentes. Pero más espectacular era el
delirio de algunos hombres y mujeres que se posternaban ante los sacerdotes
gimiendo como posesos y suplicando un pedazo más de carne o una pequeña ración
suplementaria de leche. Los látigos restallaban inmisericordes sobre sus espaldas, con
una cadencia mágica que iba acompañada de una oración pronunciada por los
acólitos en un lenguaje ininteligible para los profanos. A ello había que añadir el
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rechinar de las cadenas y el roce de los borceguíes de cuero sobre la piedra
resbaladiza.
El Gran Hechicero se irguió entre sus acompañantes. Era un hombre de una
estatura gigantesca y de una complexión maciza. Debía pesar más de cinco corderos.
Su túnica, teñida de hematites, caía hasta el suelo, y debajo de ella brotaba como una
serpiente la cadena más hermosa de toda la Gran Caverna, a excepción de la del
Príncipe. Porque todos los moradores de la Gran Caverna y de las restantes Cavernas,
a excepción de los proms y de algún loco como Gan, portaban cadenas de hierro. Era
una tradición que se remontaba al descubrimiento de aquel metal. Ni el pescador más
despreciable hubiera renunciado a llevarla, porque el prestigio de una persona se
medía por el peso de su cadena. La del Sacerdote, la del Príncipe y la de los
miembros del Consejo, eran tan grandes que necesitaban la ayuda de criados o
guardias de la escolta para que su poseedor pudiera caminar. Los proms habían
renunciado a este privilegio, pero es que se les permitía todo, puesto que,
prácticamente, no pertenecían al Pueblo. Hasta los chiquillos se mofaban de ellos, las
pocas veces que se atrevían a recorrer las restantes cavernas.
—¿Sigues obcecado en romper las fronteras del Mundo?
—Preguntó con una mezcla de mofa y de indignación el Gran Hechicero, que
mantenía una prudente distancia entre su robusta anatomía y la hoguera de Prom.
Todos sus acólitos prorrumpieron en una estruendosa carcajada, que fue
rebotando como una esquirla de roca, de caverna en caverna. Aquellas carcajadas
eran las compañeras obligadas de los proms, desde que los había habido en el Mundo
Subterráneo. Hasta en sueños les perseguían. Prom se encaró desafiante al Gran
Hechicero.
—Siempre os ha preocupado a los Grandes Hechiceros lo que tramaban los
proms. No es, pues, lástima la que os inspiramos. Por eso, cuando alguno de nosotros
hemos estado a punto de demostrar al Pueblo vuestras falacias, habéis lanzado a
vuestros creyentes contra nosotros, para que nos achicharraran en el mismo fuego que
los proms inventaron.
La faz de Thor, el Gran Hechicero, palideció intensamente. Su puño apretó con
más fuerza el látigo. En realidad le hubiese despellejado la piel, como hubiera hecho
con cualquier otro por menor motivo, pero la protección de los Príncipes se extendía
sobre todos los proms.
—No puedo tomar en consideración las palabras de un loco. Pero quiero
advertirte que tus trabajos no podrán pasar de cierto límite. Hasta los niños saben que
más allá de las Grietas está la morada de los dioses y de los demonios. Por una locura
tuya no voy a permitir que todos nosotros perezcamos.
—No se lo permitas —gritaron a una los restantes Hechiceros y el numeroso
acompañamiento de seglares.
Varios de ellos habían comenzado a tirar piedras sobre la vasija de cuarzo, en la
que se cocía una mezcla de minerales. Algunos de los acompañantes inmediatos de
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Thor levantaban ya el látigo amenazadores. Pero un estruendo de tambores y de
gongs paralizó las manos y enmudeció las lenguas: el Príncipe se acercaba. Casi
todos los días, en su recorrido por la parte habitable de la Gran Caverna, no dejaba de
desviarse unos centenares de brazos para visitar a Prom. Pronto la rojiza escultura del
Gran Hechicero tuvo como oponente la del Príncipe, rodeada de hombres de aspecto
sombrío, armados de espadas de hierro y de agudas saetas. Iban medio desnudos y
sólo los tatuajes cubrían su poderosa musculatura. A su vista los pastores, los
pescadores y hasta el pequeño grupo de consejeros y de artesanos temblaban de
espanto. Nadie hubiera podido aproximarse al Príncipe impunemente y los miembros
más ambiciosos del Gran Consejo lo sabían.
—¿Qué es lo que os ocurre, que siempre estáis vociferando como ovejas en trance
de parto? —bramó el Príncipe.
—Señor: este hombre ha blasfemado, como acostumbra su raza maldita.
—Pero este agravio no lo tiene que castigar tus propias manos, sino las mías, que
son las que hacen justicia.
Thor enrojeció de vergüenza. Sólo el Príncipe le podía hablar así, sin que él se
atreviera a rechistar. No hubiera ocurrido eso veinte generaciones atrás, cuando los
Grandes Hechiceros tenían en jaque a unos Príncipes débiles. Hasta se había dado el
caso de Grandes Hechiceros que eran a su vez Príncipes. Pero la Casa de los Dioses
había sido profanada por militares sin escrúpulos que se habían interpuesto entre los
dioses y sus emisarios. Los proms tenían en parte la culpa de ello por haber
convencido a los Príncipes de que el poder tenía su origen en las puntas de las
espadas, no en la gracia del Cielo. Mas, ¿quién sabe? Thor volvió a acariciar como a
un corderillo la idea de siempre: la de restaurar el esplendor de sus antepasados. ¡Si
los creyentes manejaran las armas con tanto arrojo como los soldados del Príncipe!
—El Pueblo desea que se respete la Casa de los Dioses.
—Fue lo único que se atrevió a decir.
Y acto seguido todo su cortejo desapareció empujándose y tropezando por uno de
los dos pasadizos que ponían en comunicación la gruta de los proms con el resto del
Mundo Subterráneo. Durante unos minutos nada se pudo oír, sino el chirrido de las
cadenas y la monotonía sonora de las jaculatorias piadosas. Ahora estaban frente a
frente el Príncipe y Prom. En cuanto a Gan, se había vuelto a sumergir en su sueño
metafísico. También le odiaba Thor, pero no se preocupaba de su existencia: ¡era sólo
un viejo loco!
El Príncipe hizo una seña y el círculo de hierro de su escolta se abrió lo suficiente
para que el dictador se acercase a Prom. De todas formas, a cualquier gesto hostil de
Prom se hubiesen lanzado sobre él, despedazándolo, ya que eran sólo máquinas
dispuestas a sembrar la muerte en aquel mundo en donde la misma muerte no
necesitaba la ayuda de los hombres para ser la única señora.
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Pero el Príncipe no temía a Prom. Le consideraba como un chiquillo travieso al
que había que consentir ciertas travesuras inofensivas que sólo a Thor y a sus
esbirros, ¡aquellos hombres y mujeres tan suspicaces!, les llenaban de irritación y de
congoja. ¿Cómo temer a un hombre de tan débil musculatura y tan ingenuo que no
era capaz de engañar al más tonto del Mundo Subterráneo? Además, ¡los proms
habían sido tan útiles al Principado!
El Príncipe había escapado al área de audición de sus guardias. Se trataba de un
secreto de Estado. Sólo Prom y los miembros del Consejo podían verle tan de cerca.
—¿Han prosperado mucho tus investigaciones?
Había en la voz del Príncipe un deje de complicidad.
—He recibido ayer una orza de sal blanca. Parece que el carbón de leña arde con
más fuerza, pero no con suficiente para derretir la piedra.
—Es de urgencia que lo consigas. Los de la Tercera Gruta han taponado con roca
todas las entradas de su país.
—Pero tú sabes, señor, que el propósito de mis trabajos es otro.
—Bueno, no me vuelvas a repetir lo de siempre. Sigue trabajando, que yo te
proporcionaré todo lo que necesites, aparte de mi protección. ¿Qué es lo que das
vueltas en las manos?
—Es un cristalito de un mineral que encontré el otro día a pocos brazos del Lago
Verde. Yo te agradecería que ordenases que me trajesen más.
—Tiene un bonito color amarillo. ¿Para qué puede servir?
Prom acercó un tizón al pequeño cristal que espejeaba en todas sus aristas los
resplandores rojos de la hoguera y la luz cenital que se filtraba por las grietas. Se
produjo una llama azulada y un humo denso que hizo estornudar al Príncipe y a
algunos de sus guardias más cercanos. El dictador se apartó instintivamente, y los
soldados echaron rápidamente mano a sus espadas.
—¡Quietos todos! —rugió el Príncipe, y luego comenzó a reír estrepitosamente
—. Creo que les va a gustar mucho a nuestros enemigos cuando les arrojemos esta
cosa amarilla con un trozo de leña en medio. Van a estar estornudando toda su
vida…, la que nosotros queramos concederles. Te traeremos más. ¡Te felicito, Prom!
Luego, los gongs y los tambores comenzaron a ensordecer los oídos y el pequeño
ejército se deslizó ordenadamente, con el mismo estrépito de cadenas, por donde se
habían atropellado las turbas de Thor. Lo último en salir fue la larga cadena del
Príncipe, cuyos eslabones retumbaban como truenos.
Habían vuelto a temblar las paredes del Mundo Subterráneo a la hora del Segundo
Almuerzo y ya sólo se escuchaban algunas voces dispersas de los trasnochadores que
jugaban a las tabas con un buen cántaro de leche fermentada delante. Las tinieblas
volvían a hacerse dueñas de la Gran Caverna. Era la hora de las consejas y de las
apariciones. Las leyendas afirmaban que durante la noche los demonios se filtraban a
través de las Grietas para sorprender a los solitarios y arrojar su cuerpo descoyuntado
en el centro del Lago Verde, allí donde nadie había tocado aún el fondo.
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Prom y Gan no dormían. Una claridad rojiza, la de los carbones medio extintos,
bañaba sus rostros, dándole reflejos sangrientos. Para el Pueblo aquellas horas
pertenecían a los demonios del mundo de más arriba, pero para Prom era el momento
indicado para espiar los secretos del Cielo. Nadie le había sorprendido hasta entonces
en esa actividad, porque el ruido de las cadenas denunciaba inmediatamente a los
espías que Thor enviaba con excesiva frecuencia a ese apartado rincón del Mundo
Subterráneo donde Gan fraguaba sus sueños y Prom luchaba por la salvación del
Pueblo.
El observatorio de Prom era la única rendija directamente accesible del Mundo
Subterráneo. Los sucesivos moradores de aquella Gruta habían esculpido unos
diminutos escalones convenientemente camuflados por el liquen y el musgo. Era
también el lugar por donde los dioses enviaban más «donativos»: mariposas de alas
multicolores, ratoncillos de piel de seda y, algunas veces, la atravesaban algunos
vellones de oveja más blancos que los de cualquiera de los ejemplares del exiguo
ganado del Mundo Subterráneo, pero que en cambio se deshacían entre las manos
dejando unas gotas de agua.
Prom comenzó a ascender trabajosamente por los escalones. Cualquier paso en
falso suponía una caída peligrosa.
—Llévame contigo, creo que aún mis ojos pueden ver el resplandor de la Gran
Diosa —suplicó Gan.
Era peligroso transportar al anciano hasta la pequeña plataforma sobre la que
daba aquella pequeña rendija, la hermana menor de todas las Grietas de la Gran
Caverna, que Prom utilizaba para atisbar los secretos de los dioses. Pero desde allí
sólo se veía el Cielo y unas rocas que se recortaban como buriles. Prom llevaba, sin
embargo, debajo de su zamarra un ingenioso dispositivo que se podía ajustar
perfectamente a la rendija. Consistía en un fémur de cordero, convenientemente
recortado y ahuecado. En uno de los extremos giraba un trozo de plata bruñida que
reflejaba los rayos transmitidos a través de la oquedad del hueso. Variando el ángulo
de inclinación del artefacto y el del espejo, Prom había logrado lo que ninguno de sus
antecesores alcanzara: descubrir que las rocas continuaban hacia más abajo, hasta una
línea en donde, a juzgar por las distancias, unos musgos gigantescos se alzaban
desafiantes, como queriendo apuñalar a los dioses. Prom los había bautizado con el
nombre de «árboles».
Algunas mañanas, cuando el frío hacía tiritar al Pueblo, él había visto un
fenómeno que le había dejado asombrado: aquellas rocas y aquellos «árboles»
cambiaban su coloración natural por la de esos vellones gélidos que caían a millares,
enviados por una Fuerza desconocida. Finalmente, había descubierto cómo esos
pájaros que a veces se extraviaban por las Ventanas del Mundo Subterráneo,
planeaban con elegancia sobre un fondo azul que llenaba de alborozo el corazón de
Prom.
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Pero hasta ahora no había visto a ninguno de los dioses. ¿Es que acaso no
existían? ¿Eran los hombres del Mundo Subterráneo, los de esas dos tribus que ahora
se aprestaban a la guerra, los únicos seres inteligentes del Universo? Una vez más,
Prom iría a violar la ley más terrible de todas las promulgadas por los Grandes
Hechiceros: la de atisbar por las Grietas el Mundo de los Dioses. Más de un Prom
había sido castigado a la espantosa condena: fenecer de sed con las cuencas de los
ojos vacías. Era necesario que muriesen los sacrílegos, puesto que de lo contrario la
ira de los dioses se habría cernido sobre las mujeres, los hombres y los niños del
pueblo, y hasta las inocentes ovejas habrían expiado con su muerte la cólera celestial.
Tan imbuido se hallaba este principio en la mente de todos los hombres, que salvo
esas excepciones (sólo los proms se atrevían a desafiar a los dioses) a nadie se le
hubiera pasado por la imaginación contravenir el precepto que el mismo Cielo había
revelado a sus emisarios.
—Hoy veremos a la Gran Diosa —exclamó con pasión Prom, que a duras penas
había conseguido arrastrar al anciano Gan hasta el pequeño rellano. Diez metros más
abajo brillaban los puntitos rojos de la hoguera.
Los Anales cuyos datos a este respecto habían sido comprobados
escrupulosamente por Prom, afirmaban que la Gran Diosa pasaría aquella misma
noche en frente de la pequeña rendija. No se mostraría a ningún otro miembro del
Pueblo por la especial disposición de las restantes Grietas. Y en efecto, unos instantes
después la Gruta era inundada por un polvillo lácteo que imprimía un color azulado a
los objetos. La Gran Diosa se acercaba. Prom no podía girar a derecha o a izquierda,
sino hacia arriba y hacia abajo, el fémur de carnero. Era, pues, necesario esperar. Pero
la espera fue muy corta: un disco de color blanco como el hierro al rojo vivo, obligó a
los párpados de Prom a cerrarse, a pesar de que las pupilas estaban acostumbradas al
chisporroteo del fuego o a los fulgores cárdenos de los metales derretidos o
incandescentes.
—Está delante de nosotros —tartamudeó Prom, mientras anotaba mentalmente
una vez más las características que iba descubriendo en aquella bandeja inmensa de
plata bruñida. Sí, bruñida, aunque desde el primer encuentro con la Celeste Viajera,
Prom hubiese descubierto en aquel rostro zonas más sombrías y puntos más brillantes
que parecían furúnculos divinos. Su poder debía ser, de todas formas, inmenso,
puesto que hacía palidecer a los pequeños dioses que salpicaban como corazones
jadeantes en la región de los Bienaventurados, allí donde sólo eran recibidas las
almas de los Grandes Hechiceros, de los Príncipes y algunos de los Consejeros más
distinguidos. Porque el resto del Pueblo, incluyendo los proms, estaban destinados a
las profundidades del Lago Verde, hasta la próxima reencarnación.
Hizo que Gan se aproximara a la Grieta.
—Veo como un gran fuego blanco. ¡Es la Gran Diosa!
—Exclamó el anciano delirante. Pero su cuerpo decrépito no le permitía
mantenerse en esa posición incómoda y fue Prom el que continuó con la frente
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pegada en el duro almohadillado de la roca hasta que los últimos eslabones de la
cadena de plata de la diosa desfilaron por delante del observatorio, hasta que volvió a
reinar la lúgubre negrura en los Cielos, con algún que otro punto de luz clavado como
un grano de oro en el pecho inmenso de la Noche. Pero a cambio, de aquellos
instantes valía la pena perder la luz de los ojos y la humedad de las fauces.
Habían pasado algunos días y los carbones del horno de Prom seguían
encendiéndose y apagándose con un ritmo ininterrumpido. Más de una vez la
marmita se había quebrado, teniendo que ser sustituida por otra cada vez más
perfecta. Finalmente, había logrado de los artesanos del Príncipe un modelo de
cuarzo con una tapadera que se ajustaba herméticamente al recipiente. Con ella había
empezado una nueva serie de experimentos.
Cierto día hablaban Prom y Gan en los siguientes términos:
—Sigues buscando la salvación, pero la buscas a través de las Grietas, no de ti
mismo —objetaba Gan.
—¿Qué otra salida puede existir para los hombres? Cuando derritamos estos
muros que nos aprisionan nadie querrá ya llevar cadenas, ni habrá un Gran Hechicero
que tiranice al Pueblo.
—Pero te olvidas de otra salida…
—¿Cuál? Como no sea la del fondo del Lago Verde. A veces creo que también Él
se comunica con la morada de los dioses. Hay, en efecto, días en que las aguas suben
y amenazan inundar otras cavernas y cuando esto ocurre yo mismo he recogido restos
de musgos extrañísimos, parecidos a los que yo puedo ver desde mi observatorio…
Pero nadie podría llegar al fondo, a menos que estuviera muerto.
—Yo me refiero a las profundidades de tu alma. También por allí tú y los demás
hombres y mujeres podrán escapar del Mundo Subterráneo.
—Vuelves a referirte a tus éxtasis místicos. Yo sólo creo en lo que descubre la
Razón.
—Pues yo he visto en mis sueños cosas que ni tú ni tu fémur de cordero ha
podido siquiera barruntar: lagos mucho más extensos que el que encierran estas
paredes de roca, lagos en cuyas orillas las aguas rugían como hombres encolerizados,
deshaciéndose en una espuma blanca. He visto también ríos y cascadas tan anchos
como todo el Mundo Subterráneo y rocas inmensas de las que salían llamaradas de
fuego…
—¿Y has visto a los dioses?
—No. Pero creo que algún día los veré. Lo que sí he visto son hombres como tú y
como yo, pero que vivían más felices que nosotros, allá en unas regiones rodeadas de
luz y con una especie de roca verdosa sobre sus cabezas que dejaba filtrar los rayos
de la Gran Hoguera que nunca veremos desde aquí. Sí, una gran hoguera que al caer
el día tiñe de sangre los Cielos, como los carbones de tu horno…
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—Pero lo que tú has visto dentro de ti lo he deducido yo mediante sólidos
razonamientos apoyados en las observaciones realizadas por mí y por mis
antecesores, los proms. Es un motivo para que intentemos escapar del Mundo
Subterráneo lo antes posible.
—Yo también quisiera escapar porque sé que allá fuera es más fácil conocer a los
dioses, pero sé que con tus tierras y tus minerales no lo vas a conseguir…
La voz quedó muerta en la boca de Gan: un alegre tintineo se escuchaba en el
fondo del corredor de la derecha. Era, sin duda alguna, una mujer la que se acercaba,
porque sólo las mujeres llevaban cadenas pequeñas y, entre las familias más
distinguidas, siempre de oro o de plata. El corazón dio un vuelco en el pecho de
Prom: era Cali la que se acercaba.
Prom recordó, al ver su fina silueta recortarse sobre una de las paredes del fondo,
iluminada levemente por los últimos tizones que aún ardían, aquella mañana en que
la había visto por primera vez. Las Grietas lanzaban menos dardos de luz sobre las
estalagmitas y estalactitas, sobre las paredes con venas azuladas y cárdenas, sobre la
superficie del Lago que parecía una esmeralda recién bruñida. Se había tendido a la
orilla, entretenido con el débil chapoteo de las aguas. Arriba rugían los dioses. Él ya
había visto en qué consistía su cólera: puñaladas de hierro al rojo blanco, que herían
las entrañas de las rocas e incendiaban a veces sus faldas produciendo resplandores
como de infierno. Por eso, no temía la «Ira Divina»: él mismo había creado a escala
humana una diminuta tormenta frotando con fuerza con una piel una bola de vidrio y
acercándola a una aguzada punta de cobre. El descubrimiento había quedado
registrado en los Anales, pero aun así, se sentía impresionado por el aullido del aire al
penetrar en las lengüetas de las fisuras rocosas y rizar las superficies del Lago Verde,
y también por el retumbar de las bóvedas, que parecían desplomarse. Cada trueno era
el sucesor de una fosforescencia azul que hacía transparente el fondo del Lago. Y
Prom experimentaba, sin poder disimular, una sacudida nerviosa por cada Flecha
divina.
El Gran Hechicero había convocado al Pueblo a la Casa de los Dioses. Se oían a
lo lejos los gritos desgarradores de los hombres y de las mujeres que imploraban la
clemencia divina dirigidos por el Pontífice y sus auxiliares. Cada tormenta
significaba para la Casa de los Dioses un aumento del número de cabezas de ganado,
pero Prom no estaba obligado a asistir a los cultos religiosos y por eso se hallaba
solo, terriblemente solo ante la superficie pulida de un lago que se extendía muchos
miles de brazas delante de él, hasta perderse de vista y vaciarse por pequeños
riachuelos excavados en la roca que conducían hacia el Reino de los
Bienaventurados.
Y entonces descubrió a Cali. Se asía desesperadamente a los restos de un esquife,
construido como todos ellos por una piel y una armadura de huesos de cordero. Pero
estas embarcaciones eran muy frágiles. ¡Si Prom hubiese podido utilizar la sustancia
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de esos grandes musgos que él veía desde su observatorio! Cualquier movimiento
brusco las hacía zozobrar, lo que requería un gran dominio por parte de sus
tripulantes. Se conoce que la joven se había asustado sin duda alguna, mientras
paseaba por el Lago recogiendo moluscos con una larga pértiga de bronce que le
servía al mismo tiempo de propulsor. Había caído en una zona en donde no hacía pie,
e intentaba inútilmente enderezar la barquilla. Lo único que había conseguido era
acercarse más a la orilla y ponerse a la vista de Prom, que había tenido hasta entonces
cubierta su visión por una inmensa estalactita.
Ahora bien, Prom era uno de los pocos miembros del Pueblo que sabía nadar.
Sólo los pescadores más pobres lo sabían hacer, porque su cadena era demasiado
pequeña para servirles de lastre. Por eso se lanzó resueltamente hacia la muchacha.
Era tabú tocar a una mujer y aun siquiera mirarla fuera de ciertas ocasiones señaladas.
Sólo el Gran Hechicero estaba exento de este tabú, porque sus manos infundían la
gracia de los dioses y su mirada hacía fecunda a la mujer más estéril. Pero Prom era
un impío que no hacía caso de las órdenes emanadas del Gran Hechicero.
Por eso tomó en sus brazos a Cali y la condujo lentamente hacia la orilla. Cada
relámpago era como una sacudida eléctrica para la muchacha, pero Prom procuraba
tranquilizarla quitándole la fe en los demonios que durante las tormentas se
aprovechan para estrangular a los míseros pecadores del Pueblo que no acuden en
esos momentos a la Casa de los Dioses. Luego la depositó sobre el suelo y escurrió su
ropa empapada con el agua del Lago Verde. Estaban en una pequeña gruta atravesada
del techo al suelo por esbeltas estalactitas y estalagmitas que parecían mechones de
sebo a medio derretir. En el centro de la cúpula una fisura circular mostraba un cielo
de color gris en los intervalos en que no caía un chorro de agua que ellos dejaron
deslizarse sobre sus frentes, riéndose a carcajadas.
—¡Vamos ahora a beber de ella! Dicen que el agua de los dioses nos hace
inmortales —propuso la joven, y Prom pudo ver, bajo el rayo de luz que se diluía en
el agua celeste, su cabello de color de musgo quemado, los iris de sus ojos todavía no
desteñidos por la oscuridad del Mundo Subterráneo y unos labios gordezuelos que
sorbían el agua con fruición. Debajo de la zamarra de color malaquita pudo apreciar
también el nacimiento de dos pechos blancos y firmes como el queso bien cuajado. Y
Prom había descubierto aquella mañana que la razón no lo era todo en la vida de un
prom, de que la mayor injusticia que se había cometido contra ellos era la de
condenarles al más riguroso de los celibatos, sin la compensación de una muchacha
como aquella, que ofreciese su pecho de almohada en las largas noches de invierno,
cuando el calor de los carbones no basta para sentirse solo y desnudo bajo la mirada
implacable de los dioses que atisban por las Grietas.
Pero aquella mañana no la había hecho suya. Se había limitado a beber en su boca
las lágrimas de los dioses que resbalaban por la pequeña grieta del pecho. Luego, se
habían perseguido mutuamente entre los pináculos blanquecinos, verdosos y rosados,
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hasta que al terminar la tormenta tuvieron que separarse. Y Cali volvió a la gruta de
su familia.
Al día siguiente había ido a pedir la mano de Cali, pero sus padres le habían
arrojado a latigazos. ¿Qué podía ofrecer un prom, que no contaba ni con una sola
cabeza de ganado, ni con una cadena de hierro? Los proms eran una raza de locos
protegida por los Príncipes. Había acudido entonces al Dictador, pero éste había
reaccionado riéndose con una carcajada coreada por todos los miembros del Consejo
y hasta por esos guardias que parecían estalagmitas de músculos, sin un brillo
inteligente en la mirada.
Pero unos días después volvió a ver a Cali. Esta vez había aprovechado la
presencia de todos los varones del Pueblo en un campamento de pugilismo, en la
orilla de más allá del Lago. Habían acudido los gladiadores más destacados de los
Caras Verdes. La competición consistía en que dos contendientes se enfrentaban con
una barra de hierro en la mano y un escudo de bronce. Se proclamaba campeón al que
abriese antes el cráneo al contrario, y su premio consistía en diez corderos y el
permiso para añadir un eslabón más a su cadena, con lo que aumentaba un grado más
su status en la jerarquía social del Mundo Subterráneo. Luego se organizaba una orgía
colectiva en la que era obligatorio el emborracharse con leche fermentada y atropellar
a todas las mujeres que se interpusiesen en su camino, sin respetar siquiera a las
esposas del Príncipe. En ese momento todos los tabúes sexuales desaparecían y nadie
se sentía ofendido por la promiscuidad erótica.
Esta vez, también Prom paseaba por los bordes de uno de los tres ríos de aguas
verdosas que desembocaban en el Lago Verde. Tenía que apoyarse en la pared para
no caer en las aguas que se precipitaban retumbando sobre un lecho marmóreo. Había
mil extrañas fosforescencias en las orillas, como de gusanos luminosos, y en las
pequeñas cascadas los rayos de luz dibujaban arco iris de una belleza inefable.
Prom se introdujo por debajo de la pared líquida de uno de los saltos de agua.
Detrás de ella se ocultaba una gruta minúscula en la que flotaba una claridad de
ensueño. Le gustaba refugiarse en ese sitio cuando los chiquillos del pueblo no le
perseguían a pedradas, burlándose de él. Sabía, además, que de haber sido
sorprendido allí por alguno de los esbirros del Gran Hechicero hubiese sido
apuñalado y nadie encontraría su cadáver. Pero ahora estaba solo. Al menos así creía,
en un principio, porque cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la semipenumbra
de la gruta vio una frágil figura de mujer que se estremecía de espanto en un rincón.
—No, por piedad —oyó gritar a Cali, que, sin duda alguna, le había confundido
con alguno de los asistentes al bárbaro espectáculo. Se había refugiado allí para huir
de la orgía final, como hacían algunas pocas muchachas que odiaban aquel rapto
físico sin amor. Prom tranquilizó a la joven: mientras él estuviera con ella nadie la
ofendería, y al decir esto sus manos se apretaban en torno a un frasquito de oro que
contenía un líquido cuya fórmula secreta le había proporcionado uno de los
antecesores prom por medio del Gran Libro de Piedra.
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Sus manos se enlazaron en la semioscuridad. Delante de ellos flotaba, como una
mariposa, un arco iris que parecía la sonrisa de los dioses, y la rítmica cadencia de las
aguas no dejaba llegar hasta ellos el griterío de la muchedumbre, lanzado de gruta en
gruta, amplificado por las bóvedas ciclópeas y transmitido por los pasadizos tortuosos
en cuyas esquinas los demonios acechaban. Y por primera vez en su vida, Prom se
sintió niño y al mismo tiempo hombre.
—Desde que mis padres te arrojaron del hogar no he hecho otra cosa más que
pensar en ti, y al decir esto, Cali apretaba la mano de Prom con más fuerza.
Esto era, sin duda alguna, lo que las muchachas de todas las generaciones pasadas
habrían dicho a sus enamorados en circunstancias similares, pero la frase fulgía para
Prom como un canto pulimentado por las aguas; y milagrosamente original. Nada le
había enseñado a este respecto los Anales de la roca, ni una sola línea habían
dedicado sus antecesores a explicar los misterios del amor y por eso ahora se sentía
infinitamente más sabio que ellos. ¡Era el primer prom humano que miles de eones
habían producido! He ahí la señal de que la hora de la liberación se estaba
aproximando con paso rápido.
Luego, sus bocas se volvieron a entrelazar bajo la cortina de agua helada que caía
con estrépito. Más de una vez estuvieron a punto de perder el equilibrio, y esto sirvió
para que sus cuerpos entraran en contacto. Finalmente, el instinto les dio luces para
perpetuar el misterio de la vida, y Prom sintió en esos momentos que no era necesario
ascender al Cielo de los Dioses para conocer la dicha. Y comenzó a dar la razón a
Gan.
El agotamiento de la pasión y la suave cadencia de las aguas hicieron que una
dulce modorra les invadiera. Allá a un lado brillaba con fulgores mágicos la cadenita
de plata de Cali. Prom la había desprendido de su débil tobillo y ahora yacía como
una sanguijuela repleta, una vez apartada de su víctima.
De repente, el chirrido de una cadena les hizo despertar sobresaltados. Un hombre
se acercaba hacia la gruta. Sin duda alguna, la orgía había comenzado y los varones
del pueblo buscaban a las mujeres escondidas en los recovecos del Mundo
Subterráneo. Una figura gigantesca se proyectó sobre la cortina opalescente del agua.
Avanzaba tambaleándose bajo el peso de su embriaguez y de su gruesa cadena. Era
un soldado del Príncipe.
—Tú ya has gozado de la muchacha, déjame ahora a mí —tartamudeó con una
voz que profanaba la santidad del lugar, el gigantesco guardián del Dictador.
—Márchate de aquí. Esta mujer me pertenece —exclamó Prom con una voz que
le pareció extraña a él mismo.
El beodo midió con la vista la musculatura de Prom. Felizmente, no le había
reconocido. Además, no tendría ocasión de revelar nada al Príncipe, porque al ir a
empuñar la espada, un líquido humeante cayó sobre sus ojos, vomitado por la botella
de oro que Prom había sacado de la bolsa.
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Al contacto con el rostro mojado, se produjo un restallido y una débil claridad
azulada envolvió la cabeza del soldado, dándole apariencias demoníacas. Un grito de
dolor retumbó al mismo tiempo en la caverna, haciendo caer desfallecida a Cali.
Luego, intentando desesperadamente con las manos apagar las llamas que iban
royendo la carne de su cabeza, el soldado dio un traspiés y cayó de espaldas en el río,
cuyas aguas ahogaron demasiado tarde el fuego. Prom pudo ver, a la débil claridad de
las grietas y de los átomos fosforescentes, cómo el cadáver iba siendo rebotado por
las aguas verdes del río en dirección al fondo inalcanzable del Lago, en donde las
almas eran recogidas por los demonios y presentadas al tribunal de los dioses. Las
aguas de la pequeña cascada seguían cayendo con el mismo ritmo, como si no
hubiera ocurrido nada.
Desde entonces no había vuelto a ver a la muchacha, a pesar de los intentos, por
parte de ambos, para encontrarse. Tenían que esperar a que un nuevo combate de
gladiadores o una tormenta les permitiera encontrarse, sin testigos enojosos. Mucha
era, pues, la audacia de Cali para atreverse a burlar la vigilancia de sus familiares y,
venciendo los terrores de la noche, sin más luces que las hachas de sebo y las fogatas
medio apagadas, palpar su camino hasta la caverna de Prom.
Cali se aproximó a la fogata y extendió sus manos hacia ella. La humedad de la
noche las había entumecido. Pero fueron las manos de Prom, quemadas por los
reactivos y endurecidas por el uso de los instrumentos de su laboratorio, las que
terminaron de calentarlas.
—Voy a decirte algo muy importante —pronunció entrecortadamente Cali—. Me
he enterado de que el Gran Hechicero está conspirando contra ti para quitarte la vida.
Había un gran terror en la voz de la joven.
—Bien, eso ya no es nada nuevo para mí. Desde hace centenares de generaciones,
los Grandes Hechiceros han deseado asesinarnos, y algunas veces lo han conseguido.
Si no existieran Príncipes, hace mucho tiempo que esta caverna habría quedado
deshabitada, sin que ninguna mano de prom continuase redactando los Anales.
—Pero ahora se trata de un peligro inminente. Saben que estás muy cerca de
descubrir una materia que rompa estos muros. El Gran Hechicero teme que la
Doctrina quedaría también destruida y con ello su poder sobre los hombres.
—Pero yo tengo que continuar hacia adelante. Y más aún después de haberte
conocido.
—Precisamente por eso mismo debes interrumpir tus investigaciones… si es que
de verdad me amas.
—¿Por qué?
La joven palideció intensamente y bajó la vista avergonzada.
—Es que voy a tener un hijo de ti.
Prom bajó también la vista: aquello no estaba escrito en los Anales. Cogió, pues,
el buril y comenzó a escribir sus impresiones en la gran roca, pero no pudo terminar
la frase, porque una fuerza superior a la de la razón le arrojó en brazos de Cali y
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juntos permanecieron un buen rato, mientras el buril rodaba con un clic metálico, de
roca en roca. Los ojos de Gan permanecían fijos en el fuego moribundo.
Hacía ya algún tiempo que los demonios ululaban por las rendijas del Mundo
Subterráneo. Una brisa húmeda, pesada como las aguas profundas del Lago Verde,
recorría los múltiples pasadizos, jugando al escondite entre las estalactitas y
estalagmitas, rizando las aguas de los ríos y del mar interior, persiguiendo a los
hombres y a las mujeres que se encerraban tiritando de miedo y de frío, tras las
pesadas pieles de sus cubículos. Se oían a lo lejos las esquilas de las ovejas que
también temblaban en sus rediles. Pero la hoguera de Prom permanecía abierta y sus
temblores no eran los de un ser perseguido por los espíritus maléficos, sino los latidos
exultantes de la idea que se alzaba como un titán intentando perforar los techos
macizos de las rocas y de la Superstición. Las proyecciones sobre las paredes de las
llamaradas parecían girar en un loco torbellino; los espíritus del fuego se
empequeñecían y se agigantaban, como queriendo saltar hacia la morada de los
Dioses. Y su ritmo era el de la esperanza, el de la próxima liberación, en busca de ese
Principio Vital que había originado en los comienzos del Mundo Subterráneo la
energía calorífica, por encima y por debajo de aquella losa de piedra que ya pesaba
excesivamente sobre ellos.
Ahora se calentaba en la marmita de Prom una mezcla de polvo amarillo y de sal
blanca. La mezcla comenzaba a fundirse y Prom tenía que apagar con una pesada
tapadera de cuarzo las llamas azuladas que intentaban unirse a la danza frenética de
sus hermanas, que brotaban de las entrañas del carbón. Y entonces ocurrió lo
imprevisto: una parte de la mezcla rebasó el borde del matraz, y cayó sobre los trozos
de carbón incandescentes. Brotó, como el espíritu de un dios, una llama cegadora que
dejó trazas de estrellas y de soles en las retinas de Prom y que perforó hasta la misma
noche de los ojos de Gan, que dormitaba acurrucado en uno de los rincones de la
gruta, un relámpago arropado en una nube blanquecina, un chasquido de rayo sin
trueno que desvaneció por un instante la lobreguez de la caverna. Luego permaneció
flotando en el aire un olor acre que obligaba a Prom a estornudar y a restregarse los
ojos. Estos vapores se deslizaban por los dos pasillos, como queriendo comunicar la
buena nueva a todos los miembros del Pueblo.
La razón había vencido una vez más a las tinieblas. El mediodía de aquella raza
de proms escarnecida y sacrificada, había llegado. Prom escribió el último renglón de
los Anales. El segundo tomo de aquel libro se escribiría fuera del Mundo
Subterráneo, bajo la mirada de los dioses.
Pero Prom meditaba. Su espíritu era ahora el de todos los proms que habían sido
perseguidos, que habían luchado entre aquellas mismas paredes. Sentía la terrible
fuerza expansiva de aquella mezcla de carbón, polvo amarillo y sal blanca, pero
fallaba que el ariete se aplicase directamente contra los muros. Un puñado de aquella
sustancia explosiva había crecido en una fracción brevísima, hasta convertirse en un
gran cuerpo blanco que aún se sentía constreñido y mandaba jirones de su carne fofa
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hacia las restantes grutas y corredores. ¿Qué ocurriría si se la encerraba dentro de la
misma roca?; era seguro que rompería colérica el estrecho borceguí de granito. Había
ahora que fabricar el borceguí y esto fue lo que Prom comenzó a ejecutar.
Precisamente el buril de Prom había descubierto una especie de cavidad oculta
debajo de la Grieta del observatorio. No se había atrevido ni él ni ninguno de sus
sucesores a poner al descubierto esa cavidad, puesto que los Grandes Hechiceros
hubiesen lanzado un anatema fulminante contra ellos (estaba prohibido tocar siquiera
las grietas, ventanas sagradas por donde los dioses asomaban al Mundo Subterráneo).
Pero ya estas prohibiciones no pesaban sobre el espíritu de Prom.
Toda la noche se dedicó, pues, a alcanzar con un punzón de hierro la pequeña
bolsa pétrea. Luego, a través del pequeño orificio practicado, vertió el contenido de
dos marmitas llenas de sal blanca, polvo amarillo y carbón reducido a un polvo casi
impalpable. Antes, y con suma precaución, había desecado a fuego lento la mezcla
para alejar la humedad que mata al fuego y apesadumbra los espíritus. El polvo gris
quedó oculto como un absceso enquistado en las rocas. Finalmente, introdujo en la
masa una tira de lana que asomaba medio brazo como un segmento de nervio,
dispuesto a transmitir el impulso que haría latir al corazón de gigante oculto bajo los
músculos de granito.
Luego el Alba se filtró por las paredes de la gruta como un curioso que viene a
presenciar un experimento decisivo. Las llamas dormían ahora en paz, tras tantos
eones de pesadillas. Prom no sabía que aquellos carbones habían conocido en otros
tiempos la Gran Hoguera que les había regalado una chispa de fuego, antes de que
ellos se encerraran en las profundidades sombrías del Mundo Subterráneo. Pero
durante años incontables habían guardado aquel recuerdo, arropando aquella llamita
en sus entrañas, como una madre amorosa guarda a su feto hasta el momento de
lanzarlo al exterior. Miles de eones después, un cataclismo había encerrado a la
primera pareja del Pueblo en aquella mazmorra de granito. Los carbones recibieron la
avalancha en sus tendones azabaches, y unos meses después habían oído también el
primer vagido de un niño. Así, hasta que un prom los había arrancado de sus lechos
para forzarles a soltar aquella chispita de la Gran Hoguera que era su alma y su
recuerdo más sagrado.
Un terremoto de cadenas chirriantes y de voces llegó hasta los oídos de Prom.
Pronto la gruta se vio invadida por una multitud vociferante, dirigida por el Gran
Hechicero y apenas contenida por el Príncipe y sus guardias, cuyas espadas de hierro
vaticinaban la sangre a la luz carmesí de la aurora.
El Gran Hechicero se había acercado a Prom. Parecía un demonio sediento de
muerte.
—Tu hora ha llegado, Prom. Ni el mismo Príncipe podrá librarte de nuestras
manos.
Se oyeron voces de «¡mátale!», y cien puños se alzaron amenazadores. Algunas
de las manos se crispaban en torno a afilados pedernales, que apuntaban a las carnes
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de Prom.
—Vas a entregar al Pueblo —continuó el Gran Hechicero— a los demonios que
pululan allá fuera. Pero nosotros te lo impediremos.
Prom se limitaba a mirar, con una sonrisa en los labios, a las turbas gesticulantes,
pero no había perdido el tiempo. Un hilillo de luz corría por la larga tira de lana en
dirección a la mezcla explosiva. Ahora el Príncipe se había interpuesto. Sus guardias
formaban un cerco de hierro en torno a Prom. La muchedumbre los increpaba, y
aquella muralla mortífera estaba a punto de derrumbarse, porque, al fin y al cabo, los
guardias eran parte del Pueblo y desde muy niños se les había enseñado a temer a los
monstruos que habitaban en el reino de los Dioses. Ahora el Gran Hechicero hablaba
al Dictador:
—¡Príncipe, estás contra tu Pueblo! Si no nos entregas a Prom, tus mismos
soldados te destronarán.
El Príncipe vacilaba porque sabía que Prom era inocente. Además, odiaba al Gran
Hechicero y a sus secuaces. Faltaba muy poco para que el fuego recorriese la pequeña
distancia que aun le separaba en la mecha de aquella fuerza terrible que yacía
agazapada bajo la epidermis de la roca.
—Dentro de unos instantes vais a ser liberados. Podréis hablar directamente con
los dioses —exclamó por fin Prom, y al decir esto señalaba la débil chispa que
trepaba por el granito con pasos saltarines. Una lluvia de piedras se abatió sobre él.
Mientras, los guardias permanecían mudos de espanto en sus puestos. Las agudas
aristas le rasgaban las carnes y le llenaban los ojos de tinieblas. Nadie pudo oír el
débil gemido de una mujer que se abalanzó sobre Prom cubriéndole con su cuerpo y
que pronto mezcló su sangre con la suya. Gan también estaba herido de muerte: el
Gran Hechicero, antes de escalar los travesaños de piedra que ascendían hacia la
mecha, había descargado su odio de muchos años propinándole en la cabeza un golpe
de su cayado.
Ahora tenía el Gran Hechicero la mecha entre sus manos e intentaba apagar la
llamita con su bastón. Pero ésta, como un ratón, había corrido a refugiarse en el
orificio que servía de respiradero a la carga. Un trueno, mil veces más potente que
cualquiera de los truenos con que habían expresado hasta ahora su cólera los dioses,
fundió los tímpanos del Pueblo. Casi todos recibieron sobre sus caras la sangre y los
restos del Gran Hechicero, que se esparció como una nube rosada sobre las paredes
de la Gruta. Y los trozos de roca, al saltar en todas las direcciones, hundieron pechos
y arrancaron cabezas y miembros. Nadie hubiera podido distinguir entre el olor de la
sangre y el de aquel humo denso, demoníaco, que se expandía como un huracán fuera
y dentro del Mundo Subterráneo.
Aquello duró unos instantes, porque la niebla mortífera se dispersó como
empujada por las manos de un gigante, y allá al fondo apareció algo que sólo la
imaginación calenturienta de Gan había intuido: el Mundo de los Dioses. Se había
derrumbado, en efecto, toda la pared anterior de la Gruta; un paisaje de árboles y
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montañas encuadraban en primer plano a un gran lago de agua azul que se divisaba
en la lejanía. Sólo los lamentos de los heridos y de los moribundos impedía escuchar
la voz de aquella masa líquida que se deshacía en espuma al escalar las orillas.
La figura gigantesca del Príncipe se destacó sobre la gran ventana. Su zamarra
estaba ennegrecida y un hilillo de sangre brotaba de uno de sus ojos. Pero su mano
derecha empuñaba la espada, como queriendo ensartar a todos los demonios y
dragones de una tradición multisecular.
—¡Todo esto es mío! ¡Es mío! —vociferaba como un poseso. Y seguido de los
soldados supervivientes avanzaba ahora desafiante hacia el gran lago azul.
—¡No hay demonios!, ¡no hay dioses! —exclamaba con furia.
—¡Insensato! —Aún tuvo Gran fuerzas para hablar—. ¡Nunca has sabido que los
dioses están presentes por doquier!
El Pueblo irrumpía ahora en tropel por la abertura, pisoteando los muertos y los
restos humanos. Jadeaban de júbilo.
Felizmente, Prom y Cali habían caído en el lugar más apartado de la explosión.
Además, los cuerpos de la muchedumbre enfurecida por el odio amortiguaron los
efectos de la onda explosiva. Todos se habían olvidado de su salvador, malherido,
pero dotado aún de toda su vitalidad.
Reinaba ahora una gran tranquilidad en el Mundo Subterráneo. Sólo el restallido
de las olas, allá en la lejanía, y los gritos de las aves alcanzaban las grutas envueltos
en un hálito de brisa marina. Cali restañaba las heridas de Prom.
—¡Espero que viva lo suficiente para enseñar a nuestro hijo a leer los Anales! —
La voz de Prom parecía un hilillo de agua al deslizarse entre las rocas—. Tenía razón
Gan: ahora habrá que enseñar a los hombres a caminar sin cadenas.
Y ya bullían en su mente nuevos proyectos y nuevas ideas. Era no el término, sino
el principio de la Liberación.
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EL HIJO DE LA CIENCIA
¿Quién mejor que alguien con contacto directo con otros planetas para escribir
ciencia ficción? Es Alicia Araujo Fernández, nacida en Madrid en 1921 en el seno de
una familia protestante —su abuelo, padre y hermano fueron pastores de esta
confesión— de quien hablamos. Sus estudios en el Instituto Británico de Madrid le
permitieron alcanzar un alto nivel de inglés, gracias al que accedió a un puesto de
trabajo en la embajada de Estados Unidos de la capital española. Pero a ella le
interesa la evolución humana y es seguidora de Teilhard de Chardin, así como
miembro destacado del club «La Ballena Alegre», que se reúne en el café Lion de
Madrid con el objetivo de difundir la existencia del planeta Ummo. Alicia afirma que
ha recibido varias cartas enviadas por ummitas, entre las que destaca «Bases
biogenéticas de los seres vivos que pueblan Waam (Cosmos)», de 1967. En ella se
detallan posibles modificaciones biogenéticas para impulsar la evolución de los
humanos a partir de los conocimientos científicos de estos extraterrestres. La
información quizá sea la fuente de inspiración para su relato «El hijo de la ciencia»,
el único texto escrito por una mujer que aparece en esta Antología Española de
Ciencia Ficción.
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I
Eva, la muchacha que se ocupaba de la limpieza del laboratorio, se detuvo
asustada: de nuevo se habían encerrado los doctores en la pequeña sala que daba a la
amplia habitación en la que se encontraban los aparatos especiales. Sin duda, otra vez
estarían en conferencia… y ella sabía que todos aquellos cambios de impresiones,
todas aquellas discusiones, acaloradas algunas veces, como había podido deducir por
el aspecto y por la actitud de los científicos cuando abandonaban el laboratorio,
estaban relacionadas con la suerte que esperaba a aquel pequeño ser que dormitaba en
un gigantesco tubo de ensayo. Sí… y su clara intuición le advertía que aquella
criatura corría peligro.
Sacó de su bolsillo una llave y abrió la puerta que daba a la antecámara: aquellas
habitaciones, a las cuales tenía acceso, constituían una de las partes más secretas de
los laboratorios de investigaciones biológicas que se encontraban junto a un pequeño
bosque, a algunos kilómetros de la ciudad. El personal que tenía acceso a aquellos
edificios en donde se exploraban los misterios de la vida y de la muerte era
rigurosamente seleccionado, aun aquel llamado a ocupar posiciones modestas en los
modernísimos laboratorios; ella, Eva, lo había sido también entre otras candidatas,
cinco años antes, poco después de que muriera su hijito. La directora de la institución
donde Eva se había educado la recomendó para que ocupara la vacante que había
surgido en el laboratorio; la muchacha pasaba entonces por una gran depresión tras la
pérdida del niño. Después de que se llevaron a cabo las investigaciones de rigor, Eva
fue elegida, y la muchacha se adaptó rápidamente a su trabajo. Los doctores e
investigadores con los que tenía contacto aprendieron a confiar en ella, y le fueron
encomendando pequeñas tareas que requerían un cuidado y atención especiales.
Además de la limpieza de las habitaciones que le habían sido asignadas, Eva tenía a
su cargo el manejo de algunos instrumentos sencillos y la realización de algunos
pequeños cometidos para facilitar las investigaciones de los científicos. Aquellos
hombres y mujeres en los que ella admiraba los conocimientos, y la inteligencia, se
acostumbraron a su callada presencia en los laboratorios y a apreciar su trabajo, pero
no se fijaron mucho más en ella. Algunos —los más amables— le sonreían al pasar, o
le decían algún cumplido cuando ella se arreglaba con más cuidado, los días en que
iba a la ciudad después de terminar sus horas de servicio en el laboratorio. Pero era lo
suficientemente tímida y falta de relieve social para atraer demasiado la atención de
sus superiores.
Eva se sentía a gusto en el laboratorio: a pesar de su falta de conocimientos, la
ciencia la fascinaba; para ella, aquellos hombres y mujeres que podían desvelar en
parte los misterios de la materia y de la vida tenían algo de dioses; se sentía dichosa
de colaborar con ellos, aunque fuera en una escala ínfima; y amaba también aquellas
claras y amplias habitaciones, llenas de aparatos y de instrumentos que para ella
tenían una indudable belleza; aquellas silenciosas salas en las que durante muchas
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horas del día sólo se oía el suave zumbido de algún aparato y el tictac de los
cronómetros. Además, desde las ventanas podía ver el bosque que se extendía en la
falda de las colinas cercanas; y Eva amaba la naturaleza; le gustaba ver cómo
florecían al llegar la primavera los grandes árboles cuyas ramas podía tocar desde la
terraza; en el otoño, iba observando, día a día, cómo cambiaba el color de las hojas
hasta que los árboles aparecían completamente desnudos después de las primeras
ventiscas que anunciaban ya el invierno. A veces veía saltar a las ardillas, que se
acercaban hasta la explanada; sus juegos le hacían pensar en su niño, que murió
cuando no tenía más que dos meses, una tibia mañana de invierno en que ya podía
olerse en el aire el soplo vivificante de la primavera que se acercaba.
Hacía algunos meses, tuvo lugar un acontecimiento que Eva sabía era importante,
aunque a ella nada le dijeran. Recordaba bien el principio de aquella operación
ultrasecreta; no se trataba de un cultivo de tejidos: había visto muchos, y sabía que
esta vez era algo distinto. Al principio, durante algunas semanas, aquella cosa
permaneció en la oscuridad, en un recipiente al que tenían acceso varios tubos muy
finos, y que no dejaba pasar la luz. Eva debía operar dos veces al día unos
mecanismos que introducían cambios en este recipiente, modificando su temperatura
y su presión, y haciendo entrar en él gases y líquidos cuya composición ignoraba. Los
doctores pasaban muchas horas en el laboratorio, manipulando instrumentos que Eva
no había visto antes y haciendo múltiples anotaciones; algunas veces la joven podía
ver en una gran pantalla una traducción en cifras de los misteriosos procesos que se
estaban desarrollando en aquel gran tubo de ensayo, rodeado de muchos y complejos
aparatos. Eva, siempre discreta, se alejaba cuando su presencia no era requerida, pero
experimentaba una viva curiosidad y hubiera deseado conocer de qué se trataba.
Pasadas las primeras semanas, el misterioso ocupante del gran tubo de ensayo salió a
la luz; Eva pudo observar a través del nuevo recipiente donde ahora se hallaba
sumergido su figura extraña, pero que ya exhibía una gran semejanza con la figura
humana; la cabeza, enorme, estaba inclinada sobre el pecho y bajo la piel rosada de
los párpados cerrados Eva percibía los grandes y abultados ojos. La muchacha se
sintió fuertemente atraída hacia aquella criatura; con amoroso cuidado manejaba el
mecanismo que cambiaba el líquido que la cubría por completo; y a veces extendía
suavemente los dedos para tocar el vidrio del recipiente, en ademán de acariciar a
aquel pequeño ser que iba formándose día a día ante sus ojos atónitos.
En las últimas semanas, los doctores sometieron a aquella criatura a la luz del
láser, filtrada mediante un aparato que Eva desconocía; y ella comprendió, por lo que
les oyó decir, que las reacciones que estudiaron en el extraño bebé eran de
extraordinaria importancia e interés… y algunos días después oyó algo que la alarmó.
El doctor Brent, uno de los científicos que habían intervenido en aquella operación,
parecía muy excitado, y llegó a enfadarse con la doctora Embid, a la que trataba de
convencer, al parecer inútilmente, de que existía alguna clase de peligro.
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Eva intuía que aquel bebé que se estaba desarrollando en el laboratorio tenía una
vida extraña, más fuerte, en cierto sentido, que la de los seres humanos corrientes; y
sentía que la invadía una oleada de ternura y de compasión cuando lo veía casi
inmóvil, salvo por ligeros movimientos, cerrados los ojos, mudo… y completamente
indefenso ante aquellos médicos e investigadores que tenían el poder de decidir si
podía vivir o no.
Eva tembló por la criatura; estaba segura de que algo marchaba mal, o al menos
que no iba según los cálculos de los investigadores; y la observaba con mayor
cuidado, cumpliendo su trabajo con escrupulosa exactitud, tratando de adivinar qué
era lo que ocurría en aquel cuerpo, qué era lo que constituía un peligro en su
desarrollo. Algunas veces, el «bebé», como Eva lo llamaba siempre en su interior, se
agitaba ligeramente y movía los miembros y la cabeza… Y Eva creía adivinar que
tras aquellos movimientos apuntaban ya una voluntad y una conciencia. Un día le
pareció observar que en aquel rostro enigmático se dibujaba una leve sonrisa.
Pocos días después, ocurrió aquello. Eva había terminado su trabajo; nadie, salvo
ella, se encontraba en el laboratorio; había estado observando a las ardillas, sonriendo
ante sus graciosos saltos. De pronto, sintió algo extraño; algo como si de pronto
hubiera captado una misteriosa e inaudible emisora de radio; pero no eran palabras lo
que percibía, sino imágenes y sensaciones, aunque en forma muy confusa;
experimentó un gran cansancio y se sentó en una silla, cerca del tubo de ensayo
donde el bebé se encontraba; la sensación se fue haciendo más clara y más fuerte y de
pronto captó el temor de alguna criatura y percibió algo que parecía la agitación y el
movimiento de una lucha, una lucha en la que los contendientes no eran humanos…
luego comenzó a percibir algunos sonidos, muy apagados… gritos… el roce de algo
que se movía… ¿qué era aquello? Eva seguía inmóvil, incapaz de levantarse, pálidas
las mejillas y los ojos semicerrados. De alguna manera sabía que de los abismos del
tiempo y del espacio le llegaban los confusos ecos de un mundo ya desaparecido
hacía millones de años; su sensibilidad se había puesto en contacto con una escena
del pasado remoto, cuando los grandes reptiles, poco después de emerger de los
océanos, luchaban sobre una tierra juvenil, rodeados de una extraña y lujuriante
vegetación.
Poco a poco volvió Eva a su estado normal; sentía frío; la luz del día se había
apagado casi por completo. Con un estremecimiento, se acercó a la terraza; el jardín
estaba tranquilo y solitario y un viento suave mecía las copas de los árboles; el
laboratorio estaba silencioso, muy silencioso. Encendió la luz y se acercó al
recipiente del bebé: la extraña criatura tenía los ojos muy abiertos, como nunca antes
los viera la joven; y la expresión de su rostro era más enigmática que nunca. La
sensibilidad de Eva captó inmediatamente algo que emanaba de él, como si le fuera
dado participar en cierta medida de la oculta vida que latía en aquel pequeño ser, al
parecer tan débil, acurrucado en un tubo de ensayo, y la muchacha se dio cuenta de
que la experiencia por la que acababa de pasar estaba relacionada con él.
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Pensó Eva hablar con alguno de los doctores, aunque experimentaba cierto temor;
pero no llegó a hacerlo, porque unos días después oyó una acalorada discusión entre
la doctora Embid y uno de sus colegas, que para Eva fue como una súbita revelación.
—Le digo que es peligroso, y que más adelante nos puede ser muy difícil
controlar las fuerzas que seguramente operarán en él… —decía el doctor Hernando
—. En los genes de este monstruo está entera, con una claridad que usted no puede
ahora medir, toda la historia seguida por la evolución humana; podría producirse un
salto hacia atrás, muy hacia atrás, hasta los dinosaurios… pero en un ser con un
cerebro de tipo humano, pero casi con toda seguridad incapaz de aceptar valores y
normas humanas…, ¿cuál sería la clase de monstruo que usted desea que alcance
pleno desarrollo?
—También —dijo fríamente la doctora Embid— existe la otra posibilidad, no lo
olvide… que el salto sea hacia adelante, y habremos creado entonces al
superhombre… y debe recordar que sería entonces muy superior en inteligencia y en
capacidad de cálculo y previsión a los cerebros electrónicos de los que tantos
científicos como usted se sienten tan orgullosos.
—Es posible —contestó el doctor Hernando—, pero los calculadores electrónicos
que tanto desprecia usted, son dóciles a los propósitos de los hombres que los crean…
pero, ¿quién podría controlar las reacciones de ese espantoso ser?
—Amigo mío —dijo la doctora Embid—, debió haberse dedicado por completo a
la electrónica, en lugar de hacerlo a la genética: en nuestro campo, la
experimentación es mucho más fascinante, pero presenta riesgos, debo admitirlo, y se
precisa por lo tanto más valor para llevarla a cabo.
—Está bien —dijo el doctor Hernando que había enrojecido al escuchar las
últimas palabras de su interlocutora—, pero no olvide que ese ser puede crear a su
alrededor campos de influencia que afectarían a otros… un ser humano podría verse
afectado por ellos… y la experiencia podría no ser muy agradable… los campos
magnéticos y las influencias sutiles parapsicológicas no son su especialidad, doctora
Embid.
Eva se sobresaltó: estaba segura de que ella había experimentado una de aquellas
misteriosas influencias de que hablara el doctor Hernando… ¡y eso cuando todavía el
bebé estaba en estado de feto! Decidió no decir nada, ni siquiera a la doctora Embid,
a pesar de que había defendido la existencia del bebé; podrían presentarse
complicaciones y ella temía todo lo que pudiera significar una amenaza para la vida
que vigilaba con tan amoroso cuidado.
En Eva se agitaban sentimientos y emociones muy diferentes: por una parte,
hablaba su instinto maternal, al que no pudo dar nunca plena realización por la
temprana muerte de su propio hijo; y por otra parte, latía en ella una inmensa e
ingenua curiosidad… ¿qué sería aquel ser extraño y solitario, formado en un tubo de
ensayo, cuyo código genético llevaba la clave de toda la historia seguida por la
evolución, hasta llegar al hombre, y se abría también al futuro en una gigantesca
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interrogante? ¿A qué clase de ser daría lugar aquella criatura, con aspecto humano y
fantásticas fuerzas encerradas en su misterioso cerebro? El doctor Hernando tenía
razón; no era probable ni que aquella criatura se sometiera a sus creadores ni tampoco
que su conducta pudiera regirse por normas y valores humanos.
Con el transcurso de las semanas, el bebé fue adquiriendo una forma cada vez
más perfecta. Las facciones del rostro se fueron suavizando y las manos adquirieron
rara belleza; Eva observó fascinada que ya las movía con frecuencia, lo mismo que el
cuerpo. Y un día sorprendió otra vez la misteriosa mirada de los ojos del bebé,
completamente abiertos; y tras aquella mirada, volvió a percibir una poderosa fuerza,
pujante y extraña, que parecía hundir sus raíces y tomar su savia en las ocultas
fuentes de la vida misma.
Durante algunos días aumentó la actividad en el laboratorio; la doctora Embid
pasaba en él largas horas, con dos de sus ayudantes más distinguidos; los otros
médicos y científicos lo visitaban también muy a menudo. Una fría tarde de abril, en
la que la lluvia había caído sin cesar, la doctora llamó a Eva para que la ayudara.
Estaban solas las dos mujeres en el laboratorio. Entre las dos, sacaron
cuidadosamente a la criatura y la colocaron en una especie de incubadora, fuera de la
sustancia líquida que la había bañado hasta entonces. El bebé tenía una forma
humana perfecta y la doctora, con orgullo, llamó la atención de Eva sobre la belleza
de sus miembros y la gracia de su cuerpo.
Colocaron al bebé en una especie de incubadora, pero mucho más complicada de
lo que Eva había visto hasta entonces.
—Aquí —explicó la doctora a Eva— el niño recibirá oxígeno en cantidades
mayores que las que generalmente consume el organismo humano, y será también
sometido a potentes radiaciones… y cuando «nazca» lo hará en condiciones muy
superiores a las de los demás niños; y es natural que así sea, porque se trata del hijo
de la Ciencia.
II
La calma, al menos aparente en la que durante las últimas semanas había
transcurrido la vida en el laboratorio, fue interrumpida bruscamente.
Una mañana, uno de los científicos del laboratorio, entró en la sala de
conferencias rojo de indignación arrojando sobre una silla un periódico abierto; en
una de sus páginas estaba la noticia: se daba a conocer al gran público la existencia
del misterioso bebé. Los científicos sabían lo que esto significaba: aunque la mayoría
de la gente no haría sin duda mucho caso, mostrándose incluso escéptica en admitir
esta existencia, la noticia transcendería inmediatamente al exterior, atrayendo la
atención de muchos biólogos extranjeros que trabajaban en laboratorios secretos o
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semisecretos, muy similares a aquel en el que latía ya una vida de tipo humano pero
en la que la Ciencia había intervenido para abrir nuevas posibilidades a la evolución.
Y no serían sólo los biólogos: en los círculos políticos tomarían inmediatamente
medidas para averiguar cuanto fuera posible de aquella operación secreta, que había
sido, al parecer, coronada por el éxito, y cuyas tremendas implicaciones no podían ni
siquiera preverse.
—¡Esos imbéciles! —Se indignaba el doctor X, uno de los biólogos más
distinguidos del laboratorio, que había acumulado durante los 40 años que llevaba
dedicado a la genética un asombroso caudal de conocimientos—, ¡se meten en todo y,
naturalmente no entienden de nada! —decía refiriéndose a los periodistas—. Están
para servir los morbosos deseos de un público tan imbécil como ellos y en su total
irresponsabilidad no vacilan en estorbar los caminos de la ciencia o en comprometer
la seguridad nacional.
Se procuró echar tierra al asunto y el público se olvidó pronto del bebé, salvo
unas pocas personas a quienes la noticia dio mucho que pensar. Pero los científicos
no lo olvidaron con tanta facilidad, y los responsables del proyecto lo sabían. Todo
esto contribuyó a crear un ambiente de tensión junto a la incubadora de la que no
había salido aún aquel niño, el hijo de la Ciencia, como lo había llamado la doctora
Embid, y que ya antes de nacer parecía irradiar tremendas fuerzas y provocar
reacciones imprevisibles. Las mentes creadoras de los más brillantes hombres de
ciencia habían aunado sus esfuerzos para que pudiera vivir aquel ser enigmático, de
cuyo futuro muy poco podía predecirse, excepto que sería extraordinario. Las fuerzas
de los pensamientos de los que habían intervenido en su formación parecían haber
creado en él un campo de fuerza tremendo y desconocido, dando lugar a algo como
nunca antes lo diera la Ciencia, algo que era un producto humano y que sin embargo,
sería, con toda seguridad, más que humano.
La tensión alcanzaba a los mismos que habían colaborado para llevar a cabo el
atrevido proyecto. Y entre ellos se produjeron dudas, sospechas y recelos. Son muy
pocos los científicos que son en sus motivaciones esencialmente distintos de los
demás hombres. La mayoría se dejan guiar por sus prejuicios, por sus simpatías y por
sus fobias, militan en uno o en otro campo político y anhelan grandezas y honores
para ellos mismos o para su patria o tiemblan ante las implicaciones racistas o
políticas que podría suponer una mutación genética de una parte de la humanidad.
Entre ellos hubo vivas polémicas sobre las consecuencias que sobre el futuro podría
acarrear la existencia de aquel niño, cuya vida se abría como una gigantesca
interrogante que podía afectar a toda la especie humana.
Algunas voces se dejaron oír decididas: no, aquel niño no debía vivir. Y el
Gobierno, que había dado un amplio margen de libertad a los responsables del
proyecto y que sólo se había interesado en él de manera un poco rutinaria —
reclamaban por entonces su atención y gran parte de las cantidades de los
presupuestos para el fomento de las ciencias y las investigaciones otros proyectos al
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parecer mucho más importantes— mostró de pronto un gran interés en el curso de
aquella misteriosa operación. Varios representantes oficiales visitaron los laboratorios
e hicieron muchas preguntas sobre cuestiones que antes no parecían haberles
preocupado.
Los encargados de los trabajos de investigación de los laboratorios comenzaron a
sentirse incómodos, y algunos llegaron a sentir miedo cuando un alto funcionario del
Gobierno, en el curso de una visita oficial, expresó su confianza, con una suave
sonrisa que no ocultaba un tono amenazador, de que no habría entre ellos ningún
traidor o cobarde que con su oposición quisiera estorbar el éxito de un proyecto en el
que el país había invertido tanto dinero y puesto tantas esperanzas.
Pero el doctor Hernando no tenía miedo; es decir, sí lo tenía: pero no a ellos, a los
que detentaban el poder y la autoridad. Se lo tenía a aquel monstruo, como él lo
llamaba. A aquel hermoso niño que todavía dormitaba en su incubadora, al parecer
ajeno a toda la tensión que su vida, antes de empezar como una vida individualizada e
independiente, estaba ya provocando. Ellos no comprendían, pensaba amargamente el
doctor Hernando: por una parte, los científicos, con una buena dosis de orgullo
personal ante el éxito de semejante proyecto, ante la inaudita hazaña de sentirse
responsables de la evolución de la vida, de tener poder para dirigir su misterioso
ascenso hacia metas desconocidas; este orgullo, junto con una especie de frenesí por
la Ciencia, los hacía ciegos y sordos a todo peligro futuro, a la amenaza que al final
podría representar entre los hombres una mutación genética provocada, pero cuyos
resultados serían con toda seguridad incontrolables. Y por otra parte estaban los
políticos y los responsables de los destinos del país, llenos también de orgullo
nacional y ávidos de nuevos logros y realizaciones que exhibir ante los demás países
en una época en la que la ciencia gozaba del máximo prestigio, a pesar de que nunca
antes había sido tan inaccesible para la masa del pueblo ni había estado tan alejada de
la comprensión de las personas que no se dedicaban a ella por completo.
El doctor Hernando era un brillante hombre de ciencia, de fama internacional. Su
impecable lógica y su visión de las implicaciones que una teoría o una hipótesis
podrían tener para la marcha del conocimiento y para su repercusión en la sociedad,
habían sido sin duda factores decisivos en las valiosas aportaciones que la ciencia le
debía, sobre todo en el campo de las matemáticas y de las estadísticas. Pero, como le
había dicho la doctora Embid, sobresalía más en otras disciplinas que en la genética.
La aventura y la experimentación en la genética pueden conducir a resultados que
revolucionen todo el concepto del hombre y que afecten a los mismos cimientos
sobre los que se han levantado la moral y la sociedad humanas. La ciencia de la vida
es mucho más compleja que las ciencias físicas y los que se dedican a ella han de
tener una audacia y una independencia de criterio que no necesitan tener sus colegas
en el campo de la física y de la astronomía. La biología y la genética son ciencias más
jóvenes que éstas, y una de las razones es sin duda porque son mucho más
complicadas. Y quizá para dedicarse plenamente a ellas, sin inhibiciones ni temor a
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intentarlo todo, hace falta ser un poco diferente del resto de los seres humanos, haber
experimentado, en cierto sentido, una especie de mutación y sentir el frenesí de la
búsqueda del conocimiento como una función esencial e inevitable del sistema
nervioso y del cerebro humanos, como un imperativo categórico que es imposible
silenciar. Para las personas corrientes, sean o no científicos, apegadas a sus prejuicios
particulares —sanos o no sanos—, que se aferran a un determinado orden de cosas y
que anteponen a la Ciencia una moral y unos valores tradicionales, la actitud de estos
investigadores que son capaces de sacrificarlo todo a la Ciencia misma, tiene algo de
temible y hasta de diabólico algunas veces.
En más de una ocasión se habían producido violentas discusiones entre el doctor
Hernando y otros doctores que bien por pertenecer a esta clase de científicos, o por
razones más personales o políticas, deseaban llevar a cabo la operación sin escatimar
los más audaces procedimientos. Para el doctor Hernando, esta operación había
llegado a ser una obsesión; había estudiado cuidadosamente todos los factores del
problema, tal como él lo veía, pero muchas veces, las grandes catástrofes de la
historia o los inesperados descubrimientos o realizaciones científicos que cambian el
curso de las cosas se deben a esos pequeños detalles que nadie advirtió, y que suelen
achacarse a la casualidad… pero, ¿qué hay detrás de esta palabra? Muchas veces no
la empleamos más que como algo que oculta nuestra incapacidad para ver todos los
factores, todas las causas de algo que estamos tratando de prever o anticipar. Muchas
veces, esa palabra, si pudiéramos expresarnos en un lenguaje puramente científico, no
sería más que la expresión de un factor desconocido, o de una circunstancia que
hemos valorado erróneamente. Ese factor pasado por alto, o al cual hemos
considerado demasiado insignificante, adquiere de pronto decisiva importancia y
quedamos asombrados por los inesperados resultados; el doctor Hernando creía que
había pensado en todo; había previsto las reacciones de los políticos nacionales y
extranjeros; había anticipado las reacciones de sus colegas; había pensado en el ser
que podría ser en el futuro aquel misterioso niño, en las posibles consecuencias de
una mutación provocada… pero no pensó en Eva. En ella, no; pero parece que hay
una fuerza misteriosa que guía la historia y que muchas veces, dadas las situaciones
que los hombres plantean, tuviera que aprovechar sus descuidos u olvidos para llegar
al fin que debe alcanzar, y al cual los hombres colaboran inconscientemente o
intentan, vanamente, evitar… Esta fuerza, cuando está misteriosamente sintonizada
con el sentir colectivo de las masas o de las naciones, las mueve y las guía hacia ese
fin, del que ellas, sin embargo, no tienen idea, ya que en su oscura conciencia suelen
tener otro objetivo distinto y mucho más inmediato generalmente; pero también
utiliza en otras ocasiones los sentimientos buenos o malos de los seres pequeños y
humildes, y cuando el destino señala a éstos con su dedo poderoso y los aparta, estas
emociones son entonces capaces de cambiar el curso de la historia. Eva era uno de
estos seres; ella también estaba obsesionada, y la fuerza que dirige el destino iba a
utilizar esa obsesión. Nada de esto había advertido el doctor Hernando, pese a que
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veía casi diariamente a la muchacha durante sus frecuentes visitas al laboratorio. La
obsesión de Eva era salvar la vida del bebé, porque cada vez estaba más convencida
de que el niño corría un gran peligro. Y sabía también lo bastante para darse cuenta
de que era precisamente el doctor Hernando el que encarnaba ese peligro.
III
En las últimas semanas, Eva se había hecho más sensitiva, como si hubiera
surgido en ella un misterioso órgano de percepción, una clara intuición que la hacía
reaccionar con asombrosa rapidez, como si conociera de antemano el curso que iban
a tomar los acontecimientos. Y en los últimos días, Eva espiaba al doctor Hernando.
Lo seguía con mirada inquisitiva, sin que él se diera cuenta, cada vez que se
aproximaba a la incubadora donde estaba el bebé. Una noche, en la que Eva había
terminado su trabajo antes que de costumbre, sintió una extraña opresión; dio un
corto paseo, pensando que un poco de aire fresco le haría bien, pero regresó pronto al
laboratorio, temiendo abandonarlo por mucho tiempo. Dentro de unos días, el bebé
iba a comenzar su vida como un niño recién nacido, fuera ya de la incubadora,
aunque sometido, naturalmente, a tratamientos de los que Eva tenía solamente una
vaga idea; algo le había insinuado la doctora Embid, que confiaba en la muchacha y
apreciaba su devoción al bebé. Incluso le había prometido que ella sería una de las
personas a las que se confiaría el cuidado del niño cuando «naciera». Aquella noche
Eva no abandonó el laboratorio. Conforme iba pasando el tiempo, iba adquiriendo la
certeza de que algo estaba a punto de ocurrir. Echó un último vistazo al laboratorio y
penetró en la salita donde solía descansar, junto a la habitación donde estaba la
incubadora. Se echó en un sofá y se quedó atenta, como si esperara algo. Debió de
quedarse dormida, porque de pronto se incorporó, como si saliera de un sueño y en la
esfera luminosa de su reloj pudo ver que eran ya las doce menos veinte. Todo parecía
estar sumido en la oscuridad y en el silencio, pero ella estaba segura de que algo la
había despertado. Se levantó rápidamente y se mantuvo en estado de alerta: no se oía
ningún ruido; únicamente, en el silencio, un oído muy fino hubiera podido percibir el
suave susurro de las ramas de los árboles agitadas por la brisa en el jardín. No,
ningún sonido la había despertado; de la gran sala donde estaba la incubadora,
entraba por la puerta entreabierta una tenue claridad que esparcía la lucecita de la
pequeña linterna que permanecía allí encendida durante toda la noche. Pero «algo» la
había despertado, de eso estaba segura. Permaneció quieta durante unos segundos y
percibió entonces claramente de dónde venía la llamada: era del bebé. Experimentó
de nuevo la misteriosa comunicación con la mente del niño y tuvo la clara sensación
de que algo estaba a punto de ocurrir. Sin embargo, todo permaneció tranquilo; pero
ella continuaba percibiendo claramente, cada vez más claramente, la señal de alarma;
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y esperó, dispuesta a todo. Pasaron más de dos minutos hasta que oyó suaves pisadas
que se aproximaban por el corredor y luego el sonido de una llave en la cerradura; la
puerta se abrió lentamente y Eva, cuyos ojos se habían acostumbrado ya a la escasa
claridad que venía del laboratorio, reconoció inmediatamente al doctor Hernando,
quien se detuvo un instante en el umbral, como si escuchara. Y cuando el hombre se
encaminó hacia la incubadora, de la que le separaban solamente algunos pasos, Eva,
con gran rapidez, le golpeó la cabeza con un gran tubo de ensayo que se encontraba
sobre una mesa, junto a la puerta de la sala desde donde la joven le había visto entrar.
El doctor Hernando, completamente desprevenido para el rápido ataque, se desplomó
en el suelo, lanzando un ahogado gemido. Eva permaneció quieta unos instantes y
después se dirigió hacia la incubadora; el bebé estaba tranquilo, como sumido en un
profundo sueño; pero cuando la muchacha miró su carita, vio que tenía los ojos muy
abiertos; y la expresión de su rostro era más enigmática y misteriosa que nunca;
parecía venir de muy lejos; Eva lo contempló maravillada y se dirigió hacia él, sin
detenerse para mirar al hombre que yacía en el suelo. El rostro del doctor Hernando
estaba extraordinariamente pálido; también él tenía los ojos abiertos, aunque ya no
podían ver; la expresión de su cara era de angustia y de infinita sorpresa… se había
enfrentado con el misterio, que no pudo comprender ni aceptar y quiso destruirlo en
su terror, pero el destino le había vencido. A partir de entonces el camino de la
humanidad seguiría rumbos insospechados. Sobre la pequeña mesa de la cual Eva
había tomado el tubo de ensayo, un cronómetro seguía midiendo el tiempo que
acercaba el futuro inexorablemente.
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K U K L O S
Juan Atienza
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Correo Ordinario
Querido Carlos:
Mi primera carta desde Venus habrá de parecerte necesariamente caótica y
embarullada. Perdóname. Son tantas cosas nuevas y tantas experiencias
desconocidas, que uno no sabe ya ni por dónde empezar, ni qué será más importante
para que te puedas hacer una idea siquiera aproximada de lo que es esta nueva vida.
Probablemente, a muchos de los que vinieron conmigo les habrá parecido brutal
el trato que hemos recibido. Mientras nos hacían bajar del carguero como ganado, a
golpes y bofetones, para montarnos en el monorriel que nos tendría que conducir a la
región minera, hubo algunos que exhibieron sus contratos de trabajo y pidieron a
gritos que les tratasen como a seres humanos. Los pioneros se reían y arreciaban en
sus golpes, hasta que nos tuvieron a todos metidos en aquella especie de vagones de
mercancías, expuestos sin ninguna protección a la velocidad del convoy y a la
pesantez de aquella atmósfera enrarecida a la que no estábamos acostumbrados.
También a ti, contado así, puede parecerte brutal el trato con que nos recibieron
en Venus. Sin embargo, para que comprendas mi punto de vista y no me tomes por un
tipo de esos que son capaces de pasar por todo con tal de abandonar el régimen de
hambre que estábamos sufriendo en la Tierra, te diré que hay que tratar de ponerse
también en la situación de los pioneros. Imagínate que son los descendientes directos
de los primeros hombres que se arriesgaron a abandonar el planeta madre y que,
arrostrando todos los peligros de un viaje estelar como éste, plantaron sus reales en la
nueva tierra y lucharon a brazo partido contra todos los elementos hostiles, hasta
hacer de Venus la tierra habitable que es hoy. Ellos fueron los primeros y todo el
mérito les corresponde. Ahora, con la llegada de las expediciones de obreros, es
lógico que quieran demostrar que son los verdaderos amos y que nos hagan ver y
sentir claramente que nosotros no somos más que unos asalariados a los que se nos
concede el favor de trabajar en condiciones económicas que nunca —te das cuenta,
¡nunca!— habríamos logrado en la Tierra. Para ellos somos advenedizos y es lógico
que nos manden a los trabajos más duros, a aquellos trabajos que ni siquiera pueden
realizar los delicados mecanismos electrónicos de sus robots.
Por mi parte, las incomodidades de la atmósfera y la dureza del trabajo y del trato
están compensadas por tantas cosas, que lo doy todo por bien empleado. Fíjate,
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Carlos, y deja que se te pongan los dientes largos: comemos carne una vez a la
semana, nada menos. Y patatas auténticas tres veces al mes.
¿Cuándo recuerdas tú la última vez que probaste la carne de verdad? Por
supuesto, hay predominio de comida sintética, pero nunca en la proporción brutal a
que estábamos acostumbrados en la Tierra, donde los alimentos naturales nos son ya
tan desconocidos que hemos olvidado la mayor parte de sus sabores. Asómbrate: ¡aún
no nos han dado de comer ni una sola vez salchichas de algas! ¿No te da envidia?
De todos modos, te aconsejo que esperes un poco antes de firmar contrato de
trabajo para Venus. No es que crea que no debes firmarlo. Sólo pienso que mejor será
que esperes algún tiempo, hasta que yo pueda darte noticias más exactas sobre la
situación de aquí y, de ese modo, puedas venir sin haber firmado a ciegas, como hice
yo, impulsado por el hambre y la imposibilidad de medrar en nuestra vieja Tierra. Te
tendré al corriente de todo y, de ese modo, podrás decidirle a venir con entero
conocimiento de causa.
Iba a escribirle también a mi madre, pero pienso que será mejor que vayas tú a
verla y que le digas que has tenido noticias mías. De ese modo, no hay necesidad de
que le cuentes las deficiencias del trato que recibimos. No tienen ninguna
importancia, desde luego, pero ya sabes cómo son las mujeres. Creería que se nos
trata como a esclavos, sin tener en cuenta la situación especial de este mundo tan
distinto al nuestro. Dile que estoy bien y contento y que cualquier día de estos le
pongo unas letras.
Saludos a los amigos y un abrazo muy fuerte para ti de
Luis.
Venusstadt, 14 de junio.
Decididamente, hay que reconocer que los pioneros de Venus saben hacer las
cosas de tal modo que todo supone ventajas para ellos. Ya recordarás que, cuando yo
firmé, lo hice confiando en la traducción que me hizo de palabra un miembro de la
legación comercial venusina en Gran Madrid, porque el contrato estaba escrito en
bengalí. Yo lo atribuí, como me dijeron, a la escasez de contratos en español, que
había hecho que se agotasen en muy poco tiempo, en vista de las demandas de
trabajo.
Sin embargo, ahora he ido viendo que esas anomalías se han dado en todos los
países donde las legaciones diplomáticas y comerciales venusinas han solicitado
mano de obra para los campos de trabajo de su planeta. He visto que los rusos tienen
los contratos escritos en holandés y que los ingleses y norteamericanos han firmado
contratos en lengua maorí. Los contratos en español están en manos de los
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trabajadores tibetanos y, por la amistad que he hecho con uno de ellos, he conseguido
estudiar las condiciones. Resulta que hay una cláusula según la cual nosotros no
podemos rescindir nuestro contrato bajo ninguna condición. La rescisión se la
reservan únicamente los pioneros, como contratantes, en caso de enfermedad
incurable o ineptitud nuestra para el trabajo.
El sueldo lo recibimos en bonos del Estado venusino federado, que, como sabes,
no tienen validez fuera del planeta, de modo que todo el dinero que ganamos lo
tenemos que gastar aquí, en las condiciones que ellos impongan y aceptando los
precios que quieran poner. Ya puedes imaginarte que lo que en la Tierra nos parecía
una cantidad importante, se ha convertido aquí en un sueldo de hambre, porque todos
los artículos tienen en Venus un valor cinco veces más grande que en la Tierra,
debido a las necesidades imperiosas de la importación y a las cargas aduaneras
impuestas por el Gobierno venusino federado.
Sé de algunos que decidieron presentarse en las oficinas de la Unión
Gubernamental Minera, para poner en claro estas cosas tan extrañas. Pero a ninguno
le hicieron caso. Es decir, parece que se lo hicieron a un danés llamado Hanssen, que
era de los más exaltados en la hipotética defensa de nuestros derechos humanos. Un
día no acudió al trabajo. Estaba en mi cuadrilla y pregunté por él al capataz-robot. La
máquina me dijo que Hanssen había rescindido el contrato y que debía de estar
camino de la Tierra a esas horas. Del modo como eludió la respuesta concreta me dio
mala espina, pero, ¿qué quieres? No hay peor espina que estar metido quince horas en
el fondo de la mina, sacando mineral de uranio. No traté de preguntarle más a la
máquina que, a todas luces, ignoraba cualquier cosa que no le hubieran metido en los
circuitos.
De todos modos, me gustaría que escribieras a Hanssen y a su familia, aunque
fuera simplemente para darle recuerdos de su compañero de cuadrilla. Puedes hacerlo
al apartado postal número 500. 759 de Copenhage III. Ésa era la dirección que él
ponía siempre en sus cartas. Ya me darás noticias suyas.
Le escribí días atrás a mi madre. Le dije simplemente que me encontraba bien y
que no se preocupase por mí. No la asustes tú con las noticias que vas recibiendo
mías. Dile que estoy contento y que ya le mandaré dinero en cuanto pueda.
¡Pobrecilla! También a mí me gustaría saber cuándo será ese día. Pero me temo que
va a tardar más de lo que yo me proponía.
Me preguntas en tu carta cómo es Venus. ¿Querrás creer que no lo sé aún?
Vivimos hacinados en galpones de metal prefabricados, en un área de muchos
kilómetros, y no podemos salir nunca del recinto de vallas electrificadas. A lo lejos se
distinguen unos montes que me recuerdan a los Andes que conocimos por fotografía
en los libros del colegio. No vemos el sol, a pesar de que estamos mucho más cerca
de él que en la Tierra. Aparte de que pasamos quince horas seguidas en el interior de
la mina, las pocas veces que salimos a la superficie el cielo está cubierto por una capa
de nubes tan espesa que nos parece vivir en un perpetuo anochecer. Nos estamos
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volviendo todos tan pálidos como los propios pioneros, que han adquirido un color
marfileño en la piel que les distinguiría fácilmente de nosotros, como si pertenecieran
a otra raza. Yo creo que esas características de tipo físico influyen también en su
carácter y en su desprecio hacia todos nosotros. No se puede negar que son distintos.
La mayor parte de ellos han nacido ya en este planeta y sus rasgos se han adaptado a
las condiciones de vida de aquí. Del mismo modo que su piel ha adquirido una
coloración marfil, su estatura es más pequeña que la nuestra ya que se han tenido que
adaptar a una presión atmosférica muy superior a la que tenemos en la Tierra y que
compensa ampliamente la falta relativa de gravedad en Venus. Por otra parte, el cruce
de eslavos y anglosajones, que fueron los primeros en decidirse a vivir aquí, ha
producido un tipo humano inconfundible. Los hombres son realmente bellos, a pesar
de su escasa estatura y, a través de como son ellos, me imagino cómo serán las
mujeres. Pero no he visto ninguna, porque no hay mujeres en el recinto de la Unión
Gubernamental Minera. Según dicen los más descontentos, es para evitar cruces
raciales, por si alguna de las venusinas tuviera la malísima idea de enamorarse de un
estúpido terrícola como nosotros.
Observarás que mis entusiasmos de recién llegado se están perdiendo. No te
extrañe: las cosas no son tan rosadas como nos las pintamos a nosotros mismos
cuando tenemos esperanza.
Un fuerte abrazo y ojalá pueda darte mejores noticias en mi próxima carta.
Luis.
Venusstadt, 18 de diciembre.
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alcohol y esa bebida que han descubierto los venusinos, el hifza, parece que cumple
con creces sus deseos de olvidar.
Bien, Carlos, ahora las noticias. Debo aprovechar esta ocasión que no se presenta
todos los días. Vosotros, en la Tierra, estaréis probablemente bastante despistados en
cuanto a la realidad de lo que está ocurriendo aquí. Y es lógico, porque el mismo
Gobierno Central Terrestre trata de echar un capote a sus pioneros de Venus. ¿Y sabes
por qué? Porque el Gobierno Central está malviviendo gracias a las importaciones de
Venus. Y porque, por cada trabajador terrícola que desembarca aquí, el Gobierno
Central percibe su peso en uranio 235, ese mismo uranio que sacamos de las minas y
que acorta nuestra vida hasta el punto de que, de los que llegamos hace siete meses,
ha muerto ya el veinticinco por ciento víctima de la radiactividad. Probablemente
sería fácil evitar el peligro, pero los pioneros no consideran necesario cubrirnos con
trajes aislantes mientras estamos en el interior de las galerías. Se conforman con
enviarnos, de tiempo en tiempo, una fuerte corriente de aire fresco para que podamos
seguir hincando los picos eléctricos en la roca. Sin esa corriente —que, por lo demás,
debe de ser bastante barata— habríamos muerto todos. Porque si la temperatura
media de la superficie del planeta es de 50.º centígrados, ahí abajo llegamos a los 60.º
y aun a los 65.º. Claro que a todo se acostumbra uno, incluso a temperaturas que en la
Tierra habríamos considerado mortales.
Pero te decía que iba a contarte los acontecimientos de estos meses. Tengo que
contártelos porque, gracias a ellos, puedo ahora escribirte. Resulta que, antes de
ejercerse la estricta censura postal que hay ahora, algunas de las cartas de
descontentos llegaron hasta cierto organismo gubernamental terrestre. Debió estar la
situación bastante cerca del escándalo, porque hacia los primeros días de julio se
anunció la llegada de una comisión investigadora del Gobierno Central. De la noche a
la mañana nos vimos equipados con trajes aislantes contra la radiactividad y la
comida —de la que había desaparecido la carne fresca— mejoró considerablemente.
De los tres a cinco muertos diarios por malos tratos, la cifra bajó a cero.
Llegó la comisión, compuesta por el senador Lerreuil, los inspectores Woleschek
y M’Benga y la delegada ministerial para asuntos interplanetarios, Bruce. Miraron y
remiraron tranquila y someramente todas nuestras instalaciones, probaron nuestra
comida y entraron —apenas kilómetro y medio, es cierto— en el interior de las
minas. Les vimos sonrientes junto a los altos funcionarios venusinos, que les miraban
un poco por encima del hombro, sin poder ocultar su desprecio. Yo creo que fue eso
lo que les molestó de veras a los de la comisión. No el ver que estábamos sometidos a
condiciones infrahumanas, ni el comprobar que los trajes aislantes estaban tan nuevos
que no podían haber sido usados más de dos días, ni el corroborar la horrenda lista de
muertos que era imposible de ocultar. Fue lo otro, te lo juro; el desprecio hacia ellos
que vieron en las miradas de los que les acompañaban.
La inspección terminó con un informe que no creo que los periódicos ni las
emisoras de la Tierra hayan querido reproducir. Circuló en copias clandestinas entre
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nosotros y, por él, supimos que se hacía principal hincapié en nuestra condición de
seres humanos, en nuestra igualdad racial y en no sé qué derechos que fueron
proclamados en una revolución que hubo en Francia hace ya quinientos años. En
resumen, Carlos, palabras más o menos grandilocuentes.
Nuestra situación cambió. Fíjate que digo cambió, no mejoró. Ya no estábamos
obligados a permanecer constantemente dentro del recinto minero de Venusstadt. En
teoría éramos —y somos— hombres libres que pueden ir por donde quieran siempre
que hayan cumplido sus horarios laborales.
La primera noche que entró en vigor esta autorización, apenas terminó el trabajo,
fuimos todos al pueblo, como una especie de tromba desbordada. No nos cansaron los
quince kilómetros de distancia desde la zona minera, ni siquiera por el hecho de que
tuviéramos que cubrirlos a pie. Nuestros pulmones ya estaban más o menos
acostumbrados a la atmósfera de Venus y, sobre todo, ¡éramos libres!
Pero, ¿libres de qué y para qué?, podríamos habernos preguntado, en cuanto
entramos en el pueblo. Por supuesto, ya nos esperaban. Los bares habían instalado a
la entrada puestos de hifza para que bebiéramos sin necesidad de entrar en los
recintos, todos los cuales estaban ya provistos de un cartel bien visible y
significativo: «Reservado el derecho de admisión». Los camareros-robot nos
sirvieron cuanto quisimos… en la puerta, naturalmente. Y, aparte de ellos y algún
camarero venusino en los bares demasiado humildes para tener robots a su servicio,
parecía que el pueblo estuviera desierto. Había luces en las ventanas y se adivinaba
vida en el interior de las casas. Pero los pioneros cuidaron bien de mantenernos
alejados de sus personas.
Hubo algunos compañeros —yo diría que la mayor parte— que necesitaban más
de la compañía de una mujer que de los tragos ardientes de hifza. Preguntaron a los
camareros y los camareros parecieron volverse mudos. Sólo uno de ellos dijo algo de
que si se esperaba una expedición de mujeres de la Tierra, especialmente reservada
para nosotros.
—Bueno, pero, mientras tanto… ¡habrá algún prostíbulo en el pueblo!, ¿no?… —
gritó alguien.
Era un sudafricano, Van Dalen, cuya vitalidad desbordante no había logrado
calmar el licor venusino. El camarero —un hombre de poco más de uno cincuenta de
altura— le miró como podría haber mirado a un orangután en el zoológico.
—Sí hay, muchacho… pero no para ti. ¡Nuestras mujeres no soportarían tu olor a
terrícola!…
No sé si fueron las palabras o la risa de conejo que las acompañó. Pero lo cierto
es que el sudafricano se abalanzó sobre el camarero venusino y lo habría destrozado a
no ser porque, de no sé todavía dónde, comenzaron a salir agentes uniformados de la
Seguridad Federal para separarlos. Van Dalen fue llevado detenido, a pesar de que
todos atestiguamos que el camarero le había ofendido. Por lo visto, según una ley
planetaria puesta en vigor pocos días antes, el delito lo perpetraba quien primero
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infligía daños físicos, sin que los daños morales contasen para nada en la culpabilidad
de nadie. Estaba claro que la ley había sido promulgada especialmente para nosotros.
Ahora, recordando lo que ocurrió aquella noche, querría que todo hubiera sido
como aquello. Pero, desde entonces, las cosas han ido mucho peor, aunque pueda
parecerte mentira. La situación es la siguiente: somos hombres libres; trabajadores
que, por el solo hecho de serlo, gozamos oficialmente de todos los derechos del
ciudadano de la Federación Interplanetaria. Pero todo eso son palabras, aunque se
trate de palabras importantes, apoyadas por la ley. Sí, no son más que palabras huecas
desde que apareció Kuklos.
El nombre de Kuklos te sonará extraño. Bueno, yo no sé tampoco lo que significa,
sólo sé que el miedo nos invade a todos en cuanto se pronuncia esta palabra. De
Kuklos no sabemos ni el origen ni la naturaleza. Conocemos únicamente el resultado
de sus actos. Yo mismo, al escribirlo, me estremezco, porque lo que sé de eso, por
poco que sea, es suficiente para ponerle a uno los pelos de punta y la carne de gallina.
Apareció por primera vez hace tres meses, aproximadamente en los últimos días
de septiembre. Ya sabes que aquí las estaciones son un poco diversas a las de la
Tierra. En esos días de fines de septiembre comienza la estación de las lluvias
calientes, que dura aproximadamente un mes y provoca, con sus precipitaciones de
50.º, la descomposición de toda la materia orgánica de la superficie de los campos, la
cual, al pudrirse, sirve de abono a la nueva vegetación que nacerá en febrero. La
gente apenas sale de casa y las escasas zonas de cultivos artificiales son protegidas de
la lluvia destructora por medio de revestimientos plásticos que convierten los campos
en invernaderos de verano, aunque la comparación puede parecer absurda.
Pues bien, por aquellos días, otro compañero nuestro, un norteamericano llamado
Davis, que por su escasa estatura y su palidez casi marfileña podría haber pasado casi
por un venusino, conoció a una chica del pueblo. Quiero decir, una prostituta, tú ya
me entiendes. Pero el caso es que la muchacha hizo caso a Davis, olvidando su
condición de venusina, sólo porque Davis tenía ahorrados unos cuantos bonos de su
sueldo, que le permitían cultivar la amistad de ella, al menos una vez por semana.
Todos le envidiábamos, palabra: era el único que podía estar con una chica, porque
aquella hipotética expedición de mujeres terrestres de que habíamos oído hablar no
pasó de ser un rumor. Davis nos reunía a unos cuantos, cada vez que volvía de verla
y, muy en voz baja, nos contaba cosas.
Una noche, en medio del continuo chapoteo de la lluvia caliente, en el exterior de
los pabellones, oímos un rumor como de lucha, unos gritos y el zumbido de la
corriente eléctrica en las vallas del recinto minero. Y, a la mañana siguiente, al formar
para dirigirnos al trabajo, pudimos ver el cuerpo carbonizado de Davis, crucificado
sobre los alambres de la valla y apenas reconocible. Su piel marfileña se había vuelto
negra y sus miembros retorcidos contenían aún su último espasmo. Sobre la camisa
chamuscada, a la altura del pecho, tenía un letrero impreso sobre plástico y lo
bastante grande para que todos lo pudiéramos leer:
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KUKLOS NO PERDONA A LOS VIOLADORES
Luis.
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Venusstadt, 13 de marzo.
Los meses se han hecho terriblemente largos hasta el regreso del carguero. Me ha
costado cien bonos conseguir que el radiotelegrafista me entregase tu carta. Quiere
cobrar a la ida y a la vuelta. Pero la necesitaba de tal modo que no he dudado en
entregárselos, aunque esto me va a costar un ayuno de tres días. No importa.
Ni importa tampoco que no hayas conseguido el dinero para mi pasaje de regreso.
En realidad, no tenía demasiadas esperanzas de que lo lograses. Ya conozco la
situación de todos nosotros en la Tierra. Somos un planeta envejecido y el porvenir
está en manos de los pioneros, sean los de Venus o los de Marte o los que están
estableciendo las primeras colonias en Júpiter. Ésa es la razón por la que el Gobierno
Central les ha permitido seguir en la situación que te planteé en mi otra carta y que
subsiste hoy, corregida y aumentada.
Kuklos se ha convertido en el terror absoluto entre nosotros. Se filtra en nuestras
conversaciones más íntimas y actúa con toda bestialidad al mínimo motivo. En la
noche son apaleados hasta la muerte los compañeros que han osado hablar —fíjate,
sólo hablar— contra nuestra situación. Si alguien se rebela contra las órdenes de los
pioneros —y hay desesperados que no consiguen aguantarse más— esa rebelión
significa la muerte contra las alambradas y un parte escueto de «fallecimiento por
desgraciado accidente». No sirve que nos apoyemos los unos en los otros, guardando
absoluto silencio de cuanto nos decimos: Kuklos se entera y actúa. Y su actuación
significa siempre la muerte.
Nos hemos acostumbrado ya a callar y aguantar, porque la rebelión no sirve
contra lo desconocido. Y Kuklos, no sabemos qué es, aunque nos sospechamos que
oculta a Venus entera contra nuestra condición de hombres.
Un día, al amanecer, encontramos a Trumi, un malayo joven y tímido que trabaja
en las carretillas, medio muerto a palos en la entrada de la mina. Probablemente, la
intención de Kuklos había sido dejarle allí muerto, pero Trumi, no sé por qué ni
cómo, había sobrevivido y tuvo todavía fuerzas para decir cómo le habían atacado. Su
delito había sido trasponer ¡con un solo pie! una de las casas venusinas del pueblo,
buscando a alguien, no sé a quién. Huyó ante los gritos de los que estaban dentro pero
esa noche, según dijo, una extraña fuerza desconocida le hizo salir del galpón donde
dormía. No sé a qué fuerza se refería, pero parecía indicar que se trataba de una orden
telepática. Al llegar al exterior parece que vio a unos hombres provistos de cascos
blancos. Trumi estaba demasiado agotado para poder decirlo, pero me imagino que
esos cascos de que hablaba serían del tipo de los transmisores telepáticos que usan los
pilotos exploradores en los viajes siderales, cuando ya la transmisión por ondas de
radio resulta imposible. Con la potencia de aquellos cascos, debieron influir en su
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mente y le ordenaron salir del galpón, donde le tuvieron a su merced sin necesidad de
entrar a buscarle. Lo que siguió, Trumi pudo contarlo entre estertores de agonía. Le
llevaron a rastras hasta la entrada de la mina, donde nosotros pudiéramos encontrarle
al día siguiente, y le molieron a palos con barras de aluminio. Trumi estaba a punto
de decirnos algo más, pero llegaron los agentes de la Seguridad Federal y se lo
llevaron rápidamente al hospital, antes de que el malayo pudiera decirnos lo que
quería. No obstante, nos imaginamos que había podido reconocer a alguno de los
atacantes y quería decirnos su nombre. Los agentes lo impidieron y, a la vuelta del
trabajo, se nos dijo que Trumi había muerto en el hospital y que se practicaban
diligencias para esclarecer quién le había atacado.
Ocurrió como siempre hasta ahora. Dos días de insólita actividad de los agentes,
que más parecen querer demostrar que están allí que actuar con eficacia. Luego, el
mismo terror hasta la próxima víctima, que podría haber sido cualquiera de nosotros.
Estamos cercados por Kuklos y no podemos hacer nada más que esperar. Nos
domina a todos el terror más absoluto y Kuklos parece gozarse de ese pánico,
haciendo acto de presencia invisible aun en las noches en que no provoca ninguna
víctima. Nos rodean constantemente sus llamadas telepáticas llenas de amenazas,
unas llamadas que actúan directamente sobre nuestras mentes con el aviso inexorable
de que puede llegarnos el turno en cualquier momento. Y a veces también, en medio
de la noche, podemos ver a través de las ventanas de los galpones las hogueras en
forma de círculo que los miembros de Kuklos encienden en los montes vecinos y que
pueden ser vistas desde enormes distancias.
Kuklos, lo he sabido por fin por un profesor de lenguas muertas que trabaja en las
refinerías de uranio anejas a la mina, es una palabra muy antigua de origen griego que
significa precisamente círculo. Y parece como si hubieran elegido ese nombre con la
intención de hacernos sentir más aún el cerco infranqueable en que estamos metidos,
sin posibilidad humana de salir de él y condenados a una extinción total.
Carlos, ahora quiero pedirte un nuevo favor. No se trata ya de dinero, que sé que
es imposible de conseguir. Sólo quiero que intentes por todos los medios llegar hasta
alguien honrado del Gobierno Central. No sé a quién, naturalmente. Sé que todos, o
casi todos, tratarán de hacer como que ignoran lo que está ocurriendo aquí. El
Gobierno tendría mucho que perder y poco que ganar si actuase contra esta situación.
Pero creo que todo consistiría en que alguien les empujase a la acción. Cómo, no lo
sé, y ojalá lo supiera. ¡Pero tiene que haber una persona en el Gobierno que piense
más en nosotros que en la seguridad económica que significa nuestra ausencia!… ¿O
es que los seres humanos hemos de ser menos importantes que un cargamento de
uranio 235?
Busca a alguien, Carlos, enséñale mis cartas y dile quién soy yo, que soy incapaz
de imaginar cosas que no existen. Dile que Kuklos ha empezado por nosotros, pero
que terminará con la dominación del hombre sobre la tierra cuando nosotros hayamos
desaparecido. Dile, si puedes, que no se trata de una amenaza local; que es la
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amenaza de una nueva raza contra el resto de la estirpe humana. Y que acabarán con
ella cuando hayan terminado con todos nosotros. Diles que son poderosos, porque su
fanatismo les lleva a vencer todos los obstáculos, mientras que nuestra necesidad nos
impulsa a tolerarlos y a hacernos los ciegos ante lo que queremos considerar como un
mal menor sin importancia. ¡Diles que sí es importante!… ¡Que la vida del hombre
sobre el universo está en juego!…
Di… Bueno, di todo lo que puedas decir, Carlos. No me siento capaz de
aconsejarte. Tú sabrás ver las cosas con más objetividad desde la Tierra. Yo, desde
aquí, sólo tengo miedo.
Luis.
Encontrarás que las páginas anteriores están arrugadas y sucias. Tuve intención de
romperlas y volverte a escribir, pero me temo que no haya demasiado tiempo. Por eso
prefiero añadirte estas cuartillas a las anteriores y rogar por que puedan llegarte esta
vez.
Cuando me dirigí al espaciopuerto con la carta y me encaminé al lugar escondido
donde me había citado con el radiotelegrafista que nos sirvió de mensajero
anteriormente, me extrañó no encontrarle. Pensé que estaría borracho, y le esperé más
de dos horas con la esperanza de verle, aunque estuviera repleto de hifza. Le gusta la
hifza más que las mujeres, pero yo sabía que, para beberla le hacían falta bonos y que
el que tenía que proporcionárselos había de ser yo, a cambio de llevar mi carta.
Me inquietó que transcurriera el tiempo y que el hombre no diera señales de vida.
Y me inquietó más aún cuando sentí que las hierbas altas que había en torno mío y
que rodeaban como un bosque todo el espaciopuerto parecían querer hablarme. Yo
sabía que las hierbas no hablan, ni siquiera en Venus. Pero era precisamente de allí de
donde parecía partir una especie de llamada confusa que estaba actuando tenuemente
sobre la mente.
De pronto me di cuenta. Me di cuenta y me estremecí con un horror como nunca
más lo sentiré en mi vida, creo. Era Kuklos. Los hombres de Kuklos, que estaban
tratando de captar mi mente desde algún lugar. El telegrafista borracho debió de
hablar más de la cuenta y probablemente me había mencionado, o había mencionado
los bonos que tenía que darle alguien. Kuklos sabía que un terrícola esperaba a aquel
borracho para darle bonos con que seguir bebiendo. Lo más seguro es que no
supieran que se trataba de mí, porque si lo hubieran sabido, habrían conocido
exactamente mi frecuencia telepática, consignada en los archivos de la Compañía
minera desde el día que sufrimos todos el examen psicofisiológico, a nuestra llegada.
Y, conociendo esta frecuencia, habrían podido entrar directamente en contacto
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conmigo y me habrían podido localizar con un error menor de un centímetro, como
antes habían localizado a Trumi, a Davis y a tantos otros.
No me quedaba otra solución que huir de allí. Aunque vagamente y con error
considerable, me habían localizado y pensé que sólo en el galpón, entre todos mis
otros compañeros, podría sentirme seguro. Busqué el modo de alcanzar la carretera
que conducía desde el pueblo hasta el recinto minero y llegué a ella cuando algunos
otros obreros regresaban de su diaria excursión al pueblo. Me mezclé con ellos,
procurando no hablar con nadie y, al llegar al galpón, me eché en el camastro
procurando no pensar absolutamente nada, para que ningún resquicio de mi mente
quedase abierto a la búsqueda de Kuklos.
Lo mismo hice al día siguiente en la mina. Me dediqué al trabajo con un afán que
no sentía y, en los breves instantes que duró el descanso de la comida, pude darme
cuenta de que todos mis compañeros estaban afectados por el mismo terror que me
invadía a mí, por la misma llamada confusa que yo sentía y que, al no poder
localizarse en mí, se expandía a todos los demás, con la esperanza de que alguna de
aquellas mentes se delatara. Vi en mis compañeros un horror que les nacía de dentro,
como a mí. Vi en sus ojos huidizos una inquietud que yo conocía muy bien: un deseo
inexpresado de que tampoco sus pensamientos fueran excesivamente claros, para no
ser localizados por Kuklos. Vi que la inquietud hacía que cada uno sospechase de su
vecino y vi también que, si cualquiera de ellos hubiera sabido a quién buscaba Kuklos
aquella vez, no habría dudado en delatarle, siquiera para librarse del miedo que le
atenazaba el pecho. Y vi finalmente que yo mismo, si hubiera podido, habría
desviado también las sospechas sobre cualquiera de mis compañeros, con tal de
librarme de aquel asedio confuso e inexorable.
¿Te das cuenta de lo que esto significa, Carlos? La amenaza de Kuklos y de los
pioneros de Venus no sería nada o, al menos, sería mucho menos peligrosa de lo que
es, si el resto de los humanos estuviéramos unidos. Pero cada cual —y yo el primero
— trata de encontrar su propia seguridad y de salvar su piel, sin tener en cuenta que
una vida humana vale realmente muy poco, ¡nada!, en comparación con lo que
debería significar la supervivencia del Hombre sobre la Tierra o en los nuevos
mundos que se van conquistando.
En la noche, desde hace tres días, las hogueras circulares de Kuklos lucen
amedrentadoras en torno al recinto del campamento. Las voces telepáticas nos
amenazan constantemente y nos impiden salir de los galpones porque el miedo de
todos achica cobardemente el miedo individual. Y nadie quiere encontrarse solo y
cada cual escruta el rostro del vecino, tratando de descubrir en él la culpabilidad que
le librará de la amenaza confusa de muerte.
Ahora, mientras te estoy escribiendo, escucho la confusa llamada telepática de
Kuklos. Pero ahora sé que me van a encontrar, porque yo quiero que me encuentren.
Estoy cansado, Carlos, mucho más cansado que mis compañeros. Porque, si ellos
ignoran a quién buscan estas llamadas, yo sé que me buscan a mí y que, tarde o
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temprano, tendrían que encontrarme, porque mi mente no puede estar alerta día y
noche evitando que se escape el mínimo pensamiento delator. Un día habría de
ocurrirme y me sucedería precisamente cuando menos lo esperase. Así será mejor.
Tengo frente a mí, haciendo como que duerme, a Miklos Papacki. Es rumano y
tiene familia en la Tierra. Tiene miedo, tanto como yo he tenido, porque él no ha
perdido aún la esperanza de regresar algún día a la Tierra, aunque no sepa cuándo.
Papacki me cae simpático, tal vez porque sea un poco más pobre hombre que los
demás. Puede ser que un día caiga en manos de Kuklos y siga la misma suerte que
voy a correr yo. Pero voy a darle la ocasión de salvarse o, al menos, de apartar de él
las sospechas de Kuklos, dirigiéndolas sobre mí.
Por supuesto, le pediré un precio. Tendrá que entregar esta carta para que, tú al
menos, sepas lo que me habrá ocurrido cuando la recibas. Le diré que soborne a
alguien con el dinero que me queda. Sé que cumplirá su promesa, porque es cristiano.
¿Lo sabías? Aún quedan cristianos en el mundo. Aunque no son lo bastante devotos
como para dejar de hacer lo que Papacki hará conmigo. Supongo que se limitará a
rezar un poco, cuando escuche mis gritos afuera, cuando me lleven a carbonizar en la
valla electrificada.
Buena suerte, Carlos. No le digas a mi madre el final verdadero de mi historia.
Déjala que crea cualquier otra cosa. En cuanto a ti, creo que no será ya necesario
aconsejarte que desistas de tu idea de enrolarte con un contrato laboral en Venus.
No sé si te será posible cumplir el encargo que te hacía en la parte de mi carta
escrita hace días. Ahora, cuando siento que se acerca el final, creo que fui demasiado
optimista al pensar que podrías encontrar a alguien que te escuche, o que me escuche
a mí a través tuyo. Déjalo. O mejor, lo dejo a tus posibilidades.
Adiós, amigo, esto se termina.
Luis.
De nuestra consideración:
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Sentimos transmitir a usted la noticia del desgraciado fallecimiento de su hijo,
Luis Cristián, víctima de un accidente laboral en el recinto de la Unión Minera
Venusina.
El importe del seguro firmado con el contrato asciende a bonos 5000 del Estado
Federado Venusino, que podrá usted recoger en las oficinas de esta Unión Minera en
Venusstadt (Venus) cualquier día laborable, entre las 7 y las 26 horas. Unidos
sinceramente a su dolor, quedamos de usted attos.
(Firma ilegible.)
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ASFALTO
Carlos Buiza
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Para María-José Pita
El intenso brillo del sol reverberaba en las calles y en las blancas fachadas de las
casas; el hombre deambulaba, sudando, bajo el calor del verano.
—¡Dios, debe hacer mil grados!
Debía andar, sin embargo; el médico le había dicho que cinco o seis kilómetros
diarios, por lo menos. Era, quizá, la primera vez que lamentara la corta distancia entre
su casa y el trabajo. Veía de vez en cuando algunas personas apresuradas que huían
del calor de la calle, visiones fugaces que desaparecían por cualquier esquina. La
goma del bastón y la guarda metálica de su pierna derecha, escayolada, establecían un
ritmo de percusión, lleno también de calor y abotargamiento. El sombrero de esterilla
le protegía, pero hacía bajar por su frente gotas de sudor que él enjugaba de vez en
cuando, deteniéndose.
«Es un día agobiante…, un día de infierno», pensaba el hombre.
Después de haber recorrido algunas manzanas procurando mantenerse siempre al
resguardo de la sombra, emprendió, como todos los días, el regreso a su casa.
Un perro sin collar, vulgar y feo, le asustó al salir inesperadamente de una
esquina. Alargó el bastón para ahuyentarle, y el perro cambió de dirección, cruzando
la calle. A su vez, el hombre se dispuso a cruzarla. Miró a ambos lados, inútilmente,
pues no pasaba ningún vehículo. Apoyó el bastón en el caliente asfalto y adelantó una
pierna; pero el bastón permaneció rígido en el mismo punto y casi le hizo perder el
equilibrio. El hombre juró entre dientes. Tiró de él. Estaba bien fijo en el
reblandecido alquitrán. Bajó de la acera, sintiendo cómo la guarda metálica de la
pierna se hundía también en la pastosa mezcla.
—¡Maldita sea, debo ser imbécil! —dijo en voz alta.
Apoyándose en su pierna sana hizo presión con el pie. Pero el hierro se había
clavado rígidamente y parecía no querer salir de allí. Se ayudó con las manos, tirando
de la escayola y, a cada intento, la cara se le ponía más colorada; después se dio
cuenta que el zapato también se había hundido un poco, privando a la pierna sana de
movimiento.
Comprendió que se había clavado en el asfalto, sin posibilidad de salir, a no ser
que recibiese ayuda.
Miró a ambos lados de la calle, pero no pasaba nadie.
—Tendré que esperar…
Había transcurrido una hora y el hombre continuaba en su prisión. La calle seguía
solitaria. En una ocasión creyó ver a alguien; después comprobó que se trataba del
perro que él mismo había espantado momentos antes.
Había hecho algunos intentos para desasirse de la negra pasta, sin resultados.
Ahora esperaba, simplemente. «Esto, pensaba, me pasa por estúpido; ¿quién me
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manda pasear a estas horas?… Aunque la culpa no es mía…, el alquitrán no debería
derretirse por mucho calor que haga. Por lo menos no de esta forma.» Pero, fuese
como fuese, estaba allí encerrado y tenía que salir.
Miró hacia sus pies. La guarda de hierro se había hundido más y la escayola
rozaba el asfalto. La otra pierna también había descendido; el zapato comenzaba a
desaparecer. El calor continuaba siendo insoportable y el sol brillaba con una
intensidad aterradora. El hombre miraba de vez en cuando hacia las ventanas situadas
a su alrededor, intentando ver a alguien que pudiera ayudarle. Pero las ventanas
estaban cerradas. Descubrió nuevamente al perro, no muy lejos de él. El hombre silbó
y el perro se detuvo, interesado; el hombre fijó sus ojos en los almendrados ojos del
animal, que le observaban atentos.
—Hola…
El perro, inesperadamente, dejó de prestarle atención y emprendiendo un corto
trote desapareció, definitivamente, detrás de una esquina.
Eran las cuatro de la tarde. El asfalto pasaba seguramente por el momento de
mayor recalentamiento. Los pies del hombre se habían hundido más y estaban casi
enterrados. Por fin, después de otra media hora, vio a un hombre que se dirigía hacia
él. Al descubrirlo lo llamó con todas sus fuerzas.
—¡Venga, por favor, venga! —Le hizo señas con la mano—; ¡estoy prisionero en
el asfalto, ayúdeme a salir, por favor!…
El otro se acercó despacio, mirando extrañado, como si no entendiese lo que le
decían. Cuando estuvo más cerca, el hombre comprobó que se trataba de un viejo de
unos setenta años, con el pelo gris y una barbita del mismo color. Sus ropas eran
blancas y estaban muy usadas.
—¡Mire, mire lo que me ha pasado! ¡Me he quedado pegado en el alquitrán y no
puedo moverme!… ¿Sería tan amable de echarme una mano?
—¿Una mano? Sí…, por supuesto. Pero no sé si podré. Estoy bastante débil,
¿sabe?… Pero, ¿por qué no?
Se acercó a él y se colocó a su lado.
—¡Cuidado, no haga eso!… ¡Se pegará también!
—¿Pegarme? —contestó el viejo—; oh, no, no se preocupe, yo peso muy poco.
Debía pesar muy poco, efectivamente; los huesos de la espalda se le clavaban en
la chaqueta y sus pómulos sobresalían, rodeados de tirante pellejo.
—Vamos a ver… ¡ah!, tiene una pierna escayolada. ¿Qué le parece si intento tirar
de ella? Me parece que será la mejor forma.
Los dos tiraron del yeso. El cuerpo del anciano temblaba por el esfuerzo y la cara
del hombre volvió a ponerse roja, pero la pierna no se elevó ni un milímetro.
—No…, no me parece que sea la mejor forma… —el viejo jadeaba—. ¿Sabe qué
voy a hacer?… Voy a ir a mi casa, y con la ayuda de mi nieto y una cuerda,
probaremos de nuevo. Yo…, ya soy viejo… ¡Vivo aquí al lado y no tardaré ni cinco
minutos!
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El viejo se alejó con pasos apresurados.
«Qué tonto he sido en dejarle partir», pensó el hombre; «he debido decirle que
avisase a casa.»
Pasó el tiempo y el viejo no aparecía. El hombre pensó si se habría olvidado o si
viviría más lejos. Desconfiaba que volviese cuando, a lo lejos, creyó verlo. Sí,
debería ser él… Pero mucho antes de llegar, se dio cuenta que el viejo había
marchado en dirección contraria.
Las piernas, ahora, se le habían dormido y las plantas de los pies estaban llenas de
hormigas.
¡Es horrible estar aquí…, esperando a alguien que no pasa!… Fue en este
momento cuando vio lo absurdo de su situación. ¡Clavado en el asfalto!… Era
ridículo, una ridícula tontería. Muy bien pudiera llamarme Mickey, Gooffy o Tom…
El guardia apareció inopinadamente y el hombre lo vio, alto y fornido. Cuando
estuvo a su lado comprobó que era bajo y no muy gallardo, con la cara en forma de
pera y cicatrices de alguna enfermedad antigua. Le contó su caso atropelladamente y
su necesidad de salir.
—A lo mejor si llamamos a los bomberos, lo sacarán en seguida —le dijo el
guardia—. Está demasiado hundido en el asfalto para tirar de usted… Se rompería,
¿comprende? Creo que deberán recortar a su alrededor y extraerlo con todo el bloque
y después quitárselo poco a poco…, o algo así. ¡Sí, señor!, voy a por los bomberos,
¿le parece?
—¡Sí…, sí! ¡Es una estupenda idea! Pero por favor, dese prisa… Estoy molido…
—No se preocupe, no se preocupe. Estaré de vuelta en cinco minutos.
¡Cinco minutos! El mismo tiempo que el viejo… Claro, que un guardia no es un
viejo cualquiera y los bomberos no se andan con chiquitas cuando se trata de salvar a
alguien.
Pronto sonarían las sirenas…
Vio a los niños. Mantenía los ojos cerrados, agobiado por tanto calor y tanta
espera. Al enterrarse los tobillos, los pantalones habían descubierto parte de la pierna
y parte de la escayola. Los niños le miraban. Eran tres y se escondían; volvían a
aparecer; le miraban fijamente, parados. Cuchicheaban entre ellos.
—¡Niños, venid!…
La niña desapareció para volver al momento con tres niñas más. El hombre oyó
risitas contenidas y una exclamación de silencio. ¿Qué estarían haciendo?
Ciertamente, el espectáculo de un hombre clavado en el asfalto, al lado de un bastón
como una antena, no se veía todos los días. Pero los niños parecían mantener cierta
precaución.
Uno de ellos, una niñita de cinco o seis años, vestía sólo unas braguitas azules y
la piel de todo su cuerpo estaba morena de sol. Era como un pequeño insecto marrón,
con un lunar azul.
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Por fin se paró. Todos se pararon. Habían llegado a un acuerdo con respecto al
hombre.
En fila india se le acercaron, pegados a las casas, y se detuvieron a cierta
distancia. Las palabras no le hicieron daño. En realidad no sintió rabia por su
impotencia ni odio contra los niños. Fue un desgarro interior que nunca había
conocido.
—¡Estás-ahí-pegado-por-cabrón!
—¡Estás-ahí-pegado-por-cabrón!
—¡Estás-ahí-pegado!…
El hombre chilló.
—¡Fuera! ¡Fueraaaaaa!…
El grito le salió sin proponérselo. Fue una especie de alarido con el que se
produjo una catarsis liberadora que le tranquilizó. Incluso el sol ya no calentaba tanto
y tampoco se dio cuenta que se había hundido varios centímetros más.
Eran dos jóvenes de unos veinte años. Uno con una guitarra, el otro con unos
libros.
El hombre los vio llegar hacia él. A unos quince metros lo descubrieron y se le
acercaron.
—Señores, por favor… Vienen oportunamente. ¡Miren, miren qué me ha pasado!
¡Ayúdenme…, no puedo salir por mis propios medios! Podrían… ¿Podrían
ayudarme?
Los dos jóvenes se miraron y volvieron a mirar al hombre.
—¿Queda muy lejos el circo? —dijo el de la guitarra.
El otro rió la broma, como una rata.
—No…, no me han entendido: estoy prisionero, ¡prisionero del asfalto! Se ha
reblandecido por el calor y no puedo salir. ¿Querrían ayudarme?… Por favor,
señores…
—Seguramente a Louis Armstrong o Duke Ellington se les ocurriría algo. ¿Por
qué no pruebas?
—¡Sí!… ¿por qué no?
—No se trata de ningún circo, de ninguna prueba; es la verdad. ¡No puedo
moverme!… Dejen la guitarra, amigos, y ayúdenme…
—Deja los libros, tú.
El otro dejó los libros sobre el asfalto. El hombre, mecánicamente, leyó los
títulos: El Hombre Ilustrado, El Jardín de Epicuro, Pensamientos, de Pascal, Un
Mundo Feliz…
El de la guitarra apoyó un pie en el libro de arriba y rasgueó las cuerdas. Un
acorde en tono menor y, después, una séptima disminuida, que puso el contrapunto.
La mano derecha estableció el ritmo. Un ritmo sincopado, duro. La mano izquierda
recorría el mástil de la guitarra lentamente, con seguridad, introduciendo un prólogo
machacante y repetido.
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—No… no me han entendido…
—Cállate, imbécil; ¿no ves que está tocando?
Los acordes eran ahora declamatorios, iniciadores de la improvisación. El joven
cantó con voz de barítono:
En el mundo no hay justicia: este hombre se pegó…
… Oh, oh, oh, y se quedará pegado.
Si alguien pasa por su lado de su facha se reirá… ah, ah, ah, y en asfalto morirá…
… Ah, ah, ah.
¡Pobre hombre desgraciado!…
—¡Pero, pero!…
—¡Calla, estúpido!
¿Por qué no se acerca nadie?
¿Por qué nadie le hace caso?
¿No veis su cara implorante?…
La melodía crecía en ritmo, insistente, pesada. El joven tocaba y cantaba, con los
ojos cerrados. Su compañero sonreía, admirado, sin mirar al hombre, como en
éxtasis.
… Se está muriendo.
Sólo reclama una ayuda…;
pero su color es negro.
—¡Bravo, bravo…, bravo!
La música terminó con un gorgoteo agónico. Los jóvenes respiraron hondo.
Recogieron los libros. El compositor recibió las felicitaciones del otro.
—¡Eres fenomenal!… Termínala y preséntala a un concurso. ¡Qué jazz, qué
registro, qué patetismo!
Se alejaban.
El hombre les chilló.
—¡No…, no; no se vayan! ¡Esperen un momento!…
—Señor…, señor… ¿está bien?
Era una vieja, pero el hombre no podía oírla ni verla: se había quedado dormido.
La vieja se acercó y le tocó en un brazo.
—¿Está bien, señor?
El hombre dio un respingo, despertando bruscamente. Miró fijamente a la vieja,
sin un gesto en el sudoroso rostro, quieto. La vieja retrocedió, tropezando con el
bordillo de la acera y estuvo a punto de caer. Huyó asustada.
No sabía cuánto tiempo había pasado antes que se durmiera, ni tampoco le
interesaba. El asfalto le llegaba hasta las rodillas. En esta posición soportaba mucho
mejor el peso de su propio cuerpo. Su lecho no estaba caliente, como era de esperar:
el asfalto envolvía sus piernas suavemente, como una manta.
El gran coche negro se paró a su lado. El sol se estrellaba en la brillante carrocería
y una polícroma bandera se alzaba orgullosamente en la aleta derecha. Dentro iba un
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ministro, el cual preguntó al hombre y al cual el hombre contestó.
—¡No puede ser! ¡Es increíble! El presupuesto para vías municipales fue
suficientemente holgado como para que… como para que ocurran estas cosas…
¡Insólito, es insólito! Qué materiales… ¡Qué materiales habrán empleado!… ¡La Ley,
señor mío, es la Ley!… Pero me van a oír, sí. ¡Me van a oír!
—¡Sí, excelentísimo señor!
—¡Desde luego que sí! ¡Vámonos!… Y usted no se preocupe. En seguida lo
sacarán… lo sacará alguien… no se preocupe. Adiós.
Y el ministro, su coche y su chófer, se alejaron a gran velocidad, —¡pero cómo
quiere que lo saque si está enterrado hasta la cintura! ¡Ni que fuese una levantadora
de pesos!
—¡Pero puede llamar a alguien, avisar a alguien!… Tal vez a su marido.
—A mi marido… ¡ja! No digas gansadas, hombre; ¿es que tengo pinta de tener
marido? ¡Y no pongas esa cara!, ni que te fueses a morir… Esto…, ¿quieres que te
encienda un pitillo?
—No, gracias, es muy amable.
—Bueno, pichón, como quieras. Tú te lo pierdes. Adiós.
El hombre estaba llorando. Mantenía la barbilla hundida en el pecho y las
lágrimas abrían limpios surcos en su rostro, ennegrecido por el sudor y el polvo.
Lloraba mansamente, casi en silencio. Su cuerpo se movía como el dé un monigote.
Los cabellos le caían hacia adelante y estaban pegados a la frente.
Cuando advirtió las sombras y alzó los ojos, un chico y una chica le miraban, algo
asustados. Ella tendría dieciséis años, el pelo rubio, los ojos inocentes; él no le
llevaría mucha edad. Iban de la mano.
Los ojos del hombre pasaban de uno a otro, silenciosamente.
Los chicos miraban esos ojos tristes, sin comprenderlos bien, y se interrogaban a
su vez. Pero no ignoraban la angustia del hombre, su imagen era bien expresiva.
—¿Podemos?… Tenemos prisa…
—Sí, podéis. Sólo…, solamente quiero salir de aquí. Llevo más de seis horas
enterrado y nadie… Quiero salir, ¿entendéis? ¡Salir!
El chico miró a su acompañante. Ésta afirmó con la cabeza.
Extendió un brazo al hombre. El hombre aproximó su mano. Cuando las dos
manos iban a encontrarse, la muchacha le hizo retroceder y cuchicheó a su oído.
—No le toques… Tiene las manos sucias… todo él está sucio. Te manchará.
—Pero…
—No, que vamos a llegar tarde.
El muchacho miró nuevamente al hombre, que mantenía aún su brazo extendido.
Su expresión era desolada, increíble.
Ella tiraba de él y él no dejaba de mirar al hombre.
—Tenemos prisa, ¿sabe? Vamos a un guateque y…
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El hombre bajó los ojos y hundió nuevamente la barbilla en el pecho. Pero ya no
lloraba. Ya no esperaba nada.
La calle estaba cada vez más transitada. La tarde había refrescado y se llevó el
calor del día. El hombre estaba hundido hasta las axilas. Casi todos le miraban al
pasar por su lado, con mayor o menor intensidad, desde la rápida mirada hasta el
gesto cómico de la risa contenida. El hombre no los veía, no veía a nadie: eran
visiones calidoscópicas. Sólo sentía el asfalto, el asfalto que estaba terminando de
engullirle. Estaba dentro de un pequeño cerco formado por sillas de madera de un bar
vecino; un agente de circulación las había puesto preventivamente.
—Pasarán muchos coches después, ¿sabe? —le había dicho—; y algunos van sin
ver. Podrían… Bueno, usted ya me entiende.
El mutismo del hombre no se vio roto para responder las preguntas que le dirigían
algunos transeúntes:
—¿Qué le ha pasado? ¿Es una apuesta? ¿Se va a estar muchas horas? ¿Por qué
está ahí? ¿Eres un enano? ¿Me deja que le haga una foto? ¡Talidomídico! ¡Estos
pobres ya no saben qué hacer para inspirar lástima! ¿Es alguna protesta política?
¡Qué tío imbécil! ¿Le hace gracia llamar la atención? ¿Quiere agua? ¿Quiere vino?
¡Mira, un gamberro!
Una vez murmuró:
—¡Me encuentro solo… solo!… ¡Sáquenme, por favor!…
Pero nadie pudo comprenderle, nadie se le acercaba.
Y al día siguiente unos hombres quitaron las sillas y repararon el suelo, poniendo
una nueva capa de asfalto.
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SOSÍAS
P.G.M. Calín
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Siempre me gustó leer historias. De las lecturas había llegado a la conclusión de
que para protagonizar una de ellas se tenía que poseer un determinado número de
aptitudes, tales como valor, arrojo, audacia, fuerza, etc., que jamás se dieron ni se
darían en mí; habría que ser un tipo fuerte y atlético como Raúl Conway, o algo así.
Por eso jamás pudo ocurrírseme que fuera a sucederme algo insólito y fuera de la
rutina de mi trabajo en la sección de estadística del Centro de Promoción Psicosocial.
Yo consagraba mi tiempo a tratar de suscitar en Paula algún sentimiento de
admiración que evitara que Conway, tan apuesto, desenvuelto y fuerte, terminara por
arrebatármela, y a prepararme para el concurso de televisión «Acontecimientos de un
año», que era la única forma de ganar el dinero suficiente, de golpe, como para poder
decirle a Paula que ya nos podíamos casar.
En el sorteo previo del concurso me habían correspondido los sucesos
periodísticos del año último, y como mi «hobby» era la mnemotecnia, y yo era un
pobre sujeto que jamás prosperaría económicamente en el Centro, no veía otra forma
de solución a mis problemas que ganando la popularidad y el dinero en aquel
concurso, y de rechazo una chica tan preciosa como Paula.
Como digo, estaba convencido de ser la perfecta negación del héroe de una buena
aventura, y como en el fondo tenía vocación de ello, aprovechaba la menor ocasión
para evadirme leyendo novelas bien emocionantes, en las que me identificaba
espiritualmente con el protagonista.
Precisamente cuando, aprovechando la soledad de mi despacho y que el tubo
neumático llevaba un rato sin transportarme trabajo, me había puesto a leer un relato
estupendo, los acontecimientos se precipitaron sobre mí como una catarata
anonadante.
Había llegado al pasaje en que el protagonista de un viaje estelar se ve atacado
por unos monstruos del espacio dueños de una civilización muy adelantada, cuando
algo relampagueó delante de mí, y unas manos fuertes se apoyaron en mis brazos.
¿Aventura?
Traté de debatirme, sin éxito. Eran más fuertes que yo. Eran más fuertes que yo,
quienes quiera que fueran los que me atacaban. Me hicieron caer en el sillón del que
me había levantado a medias, mientras relampagueaba otra vez la luz heridora que
me impedía ver lo que sucedía en el despacho. Dejé escapar un gemido. Luego
escuché unas voces que no eran amenazadoras, que hablaban mi propio idioma, pero
que aumentaban mi confusión.
—¡Sonría, Suárez!
—¡Enhorabuena, Suárez!
—Diga con sinceridad a nuestra escucha, señor Suárez: ¿esperaba ser usted
elegido para el «Proyecto Cooperación»?
—¡Por favor, señor Suárez! ¡Mire hacia mi mano! ¡Así! Ahora, sin dejar de
mirarla, explique a los telespectadores lo que siente al saber que será el primero de
nuestros compatriotas que saltará al espacio.
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—Yo… yo… —era lo único que acertaba a articular.
Raúl Conway, jefe del departamento de Detección de Iniciativas, me hizo un
discursito irónico, con las mandíbulas crispadas por la envidia que sentía, y por lo
que suponía que mi elección podía pesar en el ánimo de Paula: ¿Quería significar que
yo estaba enterado de que aquel día era cuando la Máquina emitiría veredicto para
proporcionar el viajero ideal para el vuelo orbital hispano-aliado? ¿Trataba de
hacerme el modesto, cuando la simple elección significaba la fortuna y el paso de mi
nombre a la Historia? ¿Intentaba hacer creer que yo, como cada español comprendido
entre los veinte y cuarenta y cinco años, cuyas fichas de idiosincrasia estaban en el
interior de la Máquina, no había pasado la noche en blanco, soñando con ser elegido?
Desde luego, estaba enterado de lo del veredicto, porque a la última consulta
introducida en la Máquina se le dio una publicidad enorme, ya que se trataba de una
designación histórica; y no trataba tampoco de hacerme el modesto. Lo que ocurría es
que yo no pasé la noche sin pegar ojo pensando en la posibilidad de ser elegido,
porque estaba seguro de que si alguien no podría ser elegido nunca, ése era yo.
—Debe tratarse de una equivocación… —dije.
Un periodista radiofónico inició en alguna parte del despacho, delante de su
micrófono, un trepidante panegírico sobre la modestia del hombre designado por la
Máquina, con ese tono de retransmisión deportiva que dan los cronistas radiofónicos
a todas sus cosas.
Otro inquirió en tono bromista:
—¿Significa, señor Suárez, que duda usted de la eficacia de la Máquina?
Nadie en su sano juicio podía poner en duda la eficiencia de las Máquinas
pensantes, distribuidas por los principales países aliados de los cinco continentes. Si
una Máquina decía que lo blanco era negro, señal de que uno padecía algún defecto
ocular, porque al final, lo blanco resultaría negro.
Ahora la Máquina había tenido que decidir quién sería el hombre más adecuado
para tripular la primera nave del programa de investigación espacial hispano-aliado,
nave de perfección asombrosa, ultimada por los técnicos norteamericanos, y para la
cual el viajero no precisaba entrenamiento alguno, pues todo en ella estaba hecho,
sino simplemente reunir unas determinadas condiciones de idoneidad. En la Máquina
se habían introducido los datos del «Proyecto Cooperación», y los veinte millones de
fichas de hombres en edad de realizar el viaje. Y la Máquina seleccionaba a un tipo
tan vulgar y desdibujado como yo.
—En nombre de mi departamento, felicidades —me estrechó la mano un militar,
que luego supe era el coronel Mendiola, adjunto al servicio de robótica—. Nuestra
máquina ha reconocido en usted unas virtudes intrínsecas que como militar admiro, y
como hombre envidio.
Hubo aplausos para el redondo parrafito y para nuestro apretón de manos,
mientras las cámaras portátiles de TV seguían con sus rápidas tomas.
—¡Peste de Máquina! —juró a mi lado Conway, tan por lo bajo que sólo yo le oí.
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Salí adelante como pude ante el alud de preguntas, y a continuación,
aprovechando el permiso indefinido que me concedía mi condición de viajero
seleccionado para el «Proyecto Cooperación», corrí a mi apartamiento para sentarme
delante de una bebida y poner en orden mis emociones.
¡Seleccionado para el vuelo orbital!
¿Por qué me elegía la Máquina? Porque, seguramente, lo que se necesitaba para el
vuelo era un estúpido. Y eso era yo.
No es que yo, por aquel entonces, tuviera un concepto pobre de mí,
entendámonos. Es que todo en mí era pobre. Ese concepto lo compartía Paula (con la
que hacía trece meses que me hallaba comprometido), lo compartían todos los del
Centro, que me hacían víctima de pesadas bromas a las que por no saber replicar en el
momento de ser perpetradas (soy de los que descubren la conducta adecuada dos
horas después del hecho) no hacía otra cosa que oponer una sonrisa de dientes para
afuera; y lo compartía el apolo musculoso de Raúl Conway, que al descubrir a Paula
se dijo que yo era muy poco para ella, y se propuso arrebatármela, cosa que podía
suceder de un momento a otro, vistas las espectaculares cualidades de Raúl y el
simplismo que se ocultaba bajo la estrepitosa belleza de mi prometida.
El único que no opinó así fue el doctor Barrios. Antes él, y ahora la Máquina. El
doctor Barrios, eminencia en catálisis psíquica, y el padre de Paula, prematuramente
desaparecido en un accidente el año anterior.
Yo pensaba que el aprecio del doctor había obedecido, más que a una realidad
concreta, a una corriente de simpatía, pues jamás soñó en encontrar cobaya más dócil
para sus experimentos que Adolfo Suárez. Me sometía gustoso a cuantos sondeos y
catálisis se empeñaba en realizar sobre material humano, porque gracias a ello podía
visitar a Paula, a la que en otras condiciones me habría resultado imposible
acercarme.
El doctor Barrios se entusiasmaba con los gráficos que sus aparatos arrojaban al
someterme al sondeo, y aunque todavía no estaba en condiciones de interpretar
totalmente aquellos garabatos tetradimensionales, aseguraba que el «potencial de
éxito» contenido en mí era suficiente como para pensar que influiría decisivamente
en algún momento dado en la historia de la humanidad.
Aproveché esta circunstancia a mi favor, declarándome a Paula y corriendo al
doctor antes de que ella pudiera darme una negativa. La maniobra fue hábil, y el
doctor, a quien Paula adoraba, puso en juego su influencia y bien que a regañadientes
nos prometimos.
En los meses siguientes comprobé que el entusiasmo que Paula provocaba en mí,
con sus labios jugosos, su voz de caricia, y su figura tan suavemente redondeada y
esbelta, no era mutuo. A Paula le gustan los tipos vehementes y dominadores, fogosos
y apasionados, y yo soy más bien torpe, tímido, y de los que se achican cuando
alguien les planta cara. La única solución que me quedaba para salvar el desastre que
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se avecinaba era obtener dinero rápido, y casarme con ella antes de que se hiciera el
ánimo de mandarme a paseo.
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Verdaderamente deprimido, me dejé arrastrar hasta el Conquistador.
La gente me aclamaba, aunque yo no la oía. Luego, cuando la puerta de la nave se
cerró tras de mí, fue como si me hundiese en un bloque de silencio. Paseé la mirada
por el interior del artefacto, que en nada respondía al concepto vulgar de nave
espacial; más que otra cosa parecía el cómodo bar de un bungalow de lujo. Después
fui hacia uno de los miradores para saludar a la gente, según me habían recomendado
las autoridades del proyecto. Vi parpadear el reflector de avisos… y bruscamente el
astropuerto desapareció de delante de mí, siendo sustituido por una mancha
movediza, que se alejaba vertiginosamente.
Acababa de ser lanzado.
—«¿Todo bien, Suárez?» —preguntó el coronel Mendiola a través de algún
altavoz.
—Perfectamente, señor —me volví hacia allá, sabiendo que al hacerlo facilitaba
las tomas a las invisibles cámaras de tele sensación de vuelo. Parece un cómodo viaje
en trasatlántico.
Di dos o tres pasos por la habitación-cabina. Queriendo demostrar serenidad, fui a
sacar un cigarrillo, pero se me escapó de los dedos todavía envarados por el miedo.
Me agaché a recogerlo.
Y de pronto, sucedió.
Siempre he sido torpe, y supongo que en aquel momento mi cabeza tropezó con
algo, con alguna parte vital de la estructura que no debía rozarse. El caso es que tuve
la impresión de que la nave se disolvía, y yo quedaba en un vacío sin color y sin
forma, precipitándome hacia algo tubular y vertiginoso.
Grité, sin escuchar mi propia voz. Quise debatirme, sin lograr mover una
articulación. Giré y giré.
—«¡Está cayendo, Suárez!», chilló un micrófono.
—¿Qué… ocurre?
—«El fallo de desequilibrio que usted señalaba» —dijo con cierta incongruencia
la voz de Mendiola—. «Serenidad. Conocemos su valor. Inmediatamente entra en
juego el sistema de amortiguación que usted ha indicado.»
Apreté las manos en torno a los brazos del sillón. Porque la nave seguía
existiendo, y me encontraba trémulamente sentado, aguardando el topetazo.
El Conquistador caía. Sarcásticamente pensé que si en la historia de la
astronáutica los norteamericanos al principio habían cosechado muchos fracasos, en
esta ocasión el fracaso se debería a mí. A mí, y a la Máquina. Porque, ¿por qué
diablos me habría elegido?
Me iba a romper la crisma. La idea no me preocupaba demasiado, porque casi
prefería rompérmela rodeado de una atmósfera heroica, que el que me la rompiera
Conway al bajar, y que además la cosa la televisara en directo aquel entrometido
reportero.
Mas el choque que aguardaba con los dientes apretados no llegó.
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El Conquistador se posó blandamente sobre el suelo del astropuerto. Luego, la
puerta automática se descorrió, y antes de que pudiera salir me encontré con una
Paula increíble en los brazos, una Paula que vertía lágrimas de felicidad y alegría, y
que me cubría de besos. Paula me besaba.
—Gracias a Dios, querido, que has demostrado lina serenidad pasmosa.
—¿Serenidad? —dije, más estúpidamente que de costumbre.
Mendiola estaba bastante contrito.
—Tenía usted razón, Suárez. Existía un punto de desequilibrio que los técnicos
ignoraban. Un aficionado como usted nos ha dado una lección. El aumento de
aceleración era excesivo.
Algo no encajaba con la realidad. Pregunté:
—¿De qué me está hablando, coronel?
—Del defecto que nos señaló la semana pasada, al revisar las órbitas, y apuntar el
sistema de amortiguación.
—¿Que yo?… —empecé.
Me callé, al ver a Conway.
Ya que tenía que caer, decidí no caer como un ratón. Además, Paula se había
vuelto súbitamente deliciosa, sin duda por la emoción sufrida al fallar el vuelo, y yo
le debía por lo menos el ofrecer una pequeña lucha en los pocos segundos que
necesitara mi rival para hacerme puré. Avancé hacia Raúl, cerrando los puños y los
ojos.
Siguieron sucediendo cosas insólitas.
Raúl dio un paso atrás, extendiendo los brazos para protegerse.
—¡No! ¡No me pegues! —chilló en forma ridícula—. ¡Con lo de anoche tuve
suficiente!
Descubrí entonces que llevaba un pómulo amoratado, cosa que no sucedía unos
minutos antes, cuando el Conquistador saltó al espacio. Me quedé como quien ve
visiones.
—¿Me… perdonas? —dijo humildemente el apolo.
Sin hablar le estreché la mano, y él, que aparentemente no esperaba salir tan bien
librado, me dio servilmente las gracias, marchándose a escape.
Paula me apretó el brazo, del que se colgaba con un afecto que nunca antes me
había demostrado, mientras me miraba con agradecida intensidad.
—Has sido muy gentil al escucharme y no darle la paliza de que hablabas hace un
instante, ante la televisión, antes de partir.
Tragué saliva y guardé silencio, porque en una situación así era lo más prudente.
Una escolta nos protegió del público hasta el coche oficial, y allí Mendiola se
sentó con Paula y conmigo. Las sirenas de los motoristas que nos precedían aullaron
para abrir camino.
—En marcha —dijo Paula, con su cuerpo maravilloso pegado contra mi costado.
—¿A dónde? —inquirí.
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—A casa, naturalmente —sonrió Paula.
Y luego añadió esta frase, que me hizo el efecto de una bomba:
—A ver a papá, que estará deseando abrazarte.
Todos hemos oído eso de que los locos nunca se dan cuenta de que lo están.
Mi caso, al pisar de nuevo el suelo firme, no era exactamente ése. Yo sabía que
estaba perfectamente cuerdo, y pese a toda la falta de personalidad de que he hablado,
me enfrenté bastante bien con don Manuel Barrios, doctor en Psicología Mecánica,
fallecido tal día como aquél, pero hacía exactamente un año. El 12 de noviembre, a
las 21. 50, cuando había salido después de unos días de gripe, acompañado por Paula,
por su amigo el escritor Lucas Flórez y por mí, a tomar un poco de aire a su jardín.
Un camión cuya dirección se rompió se precipitó sobre la casa, destrozó la valla,
aplastó al doctor, rompió una pierna a Flórez, y nos dejó milagrosamente indemnes a
Paula y a mí.
Después del fallido vuelo del Conquistador fui a casa de Paula, me despedí de
Mendiola y me enfrenté con un Manuel Barrios perfectamente sólido, sonriente… y
vivo. Y no me desmayé, aunque, eso sí, a pesar de ir prevenido, perdí el habla.
—He seguido tu viaje por la TV, muchacho —dijo el doctor con cordialidad—, y
he pasado un mal momento cuando te has agachado para demostrar tu teoría.
—Yo no he tratado de demostrar… —empecé; y repentinamente volví a
enmudecer. Una idea acababa de cruzar por mi cabeza.
¡Sosias!
Algo de las lecturas a que tan aficionado soy llevaba un buen rato pugnando por
revelárseme.
¡Sosias! ¡Universos paralelos!
¿Demasiado fantástico? Me lo parecía, en efecto, pero como los que disfrutamos
con las lecturas de fantasía tenemos predisposición a aceptar lo fantástico para seguir
el juego que plantea el autor, acepté mucho más rápidamente que otra persona esta
suposición.
Sonreí con hipocresía.
—Perdone, doctor. El vuelo me ha afectado algo. ¿Por qué no me ha acompañado
al astropuerto?
—Sabes que convalezco de una gripe pasajera —dijo con extrañeza.
—Sí, por supuesto. Gripe… —me mordí el labio superior—. ¿Qué día es hoy?
Paula vino con solícita inquietud, una inquietud totalmente increíble en la Paula
que yo conocía.
—¿Te encuentras bien, querido?
—Sí, Paula. Diga, doctor. Estamos…
—A 12 de noviembre.
—Desde luego, ya lo sabía. —Y en seguida disparé—: ¿De qué año?
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—Pero Adolfo…
—¿De qué año, doctor?
—Del 2002, Adolfo. Por supuesto.
Me tambaleé. Porque yo había partido el 12 de noviembre… del 2003. Luego
traté de hacerles olvidar las preguntas que se Ies debían antojar alarmantes, y me
llevé a aquella Paula tan distinta a dar una vuelta de tórtolos por las calles
flanqueadas de chalets.
Si el coronel Mendiola no hubiera hablado de un Adolfo Suárez aficionado a la
astronáutica, si Raúl Conway no hubiera revelado un respetuoso temor por los puños
de Adolfo Suárez, y si Paula hubiese continuado siendo una mujer helada y
despectiva, tal vez habría teorizado sobre un hipotético retroceso en el tiempo. Mas
como ni la Paula que yo conocía era exacta a la que ahora llevaba junto a mí, ni yo
respondía exactamente al Adolfo Suárez que ellos habían visto partir en el navío del
«Proyecto Cooperación», me hallé más dispuesto a aceptar que un accidente
inexplicable me acababa de introducir en un planeta sosia, como algún escritor de
fantasía exaltada había descrito en alguna parte, enorgulleciéndose a lo mejor de su
invención. ¿Invención? ¡Puah! ¿Es que se podía inventar algo, o todo lo que existía
en la imaginación no era más que reflejo de una realidad, existente en algún punto del
espacio?
A la nueva Paula parecía encantarle el nuevo Adolfo. Era dulce sin reticencias, y
así, antes de confesarle mi sospecha, la sonsaqué sobre mí mismo. Y cuando supe lo
que Adolfo Suárez II había sido, decidí callar.
Mi sosias era un sujeto bastante odioso: petulante, engreído, sabelotodo, judoka
hábil y bastante autoritario, a la pobre Paula se la había metido en el bolsillo a base
de despreciar su inteligencia, demostrándole que su belleza no era nada.
Reprimí un escalofrío. Si esta Paula no la encontraba inteligente… ¡Dios mío, si
ahora estaba con la que yo conocía!
En cuanto a Conway, se le había ocurrido flirtear con ella, y mi sosia le atizó una
paliza sensacional la víspera del viaje, anunciando que cuando bajase del
Conquistador terminaría de hacerle papilla.
Paseamos un rato por el campo próximo, informándome de mi doble. Supe que
era una especie del reverso de la medalla que yo soy.
Nuestro único punto de coincidencia estaba en la cuenta corriente. Así como en
Tierra I (llamémosla así) yo nunca pude tener un céntimo porque era poca cosa para
ganarlo, en Tierra II mi sosia tampoco lo tenía, porque se jugaba cuanto ganaba en las
máquinas electrónicas.
Y Paula (bueno, Paula II), tampoco se parecía mucho a mi Paula. En lo físico eran
como dos gotas de agua: la misma cabellera de cobre peinada a mechas, los mismos
ojos oscuros y boca jugosa, aquellas piernas largas y soberbias, que me producían un
entusiasmo delirante… A Paula II no se le había subido la hermosura a la cabeza, tal
vez porque el cretino del otro Suárez no se lo permitió. Y tenía toda la dulzura, la
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cordialidad y buen sentido que le faltaban a la otra Paula para convertirla en la mujer
ideal de la Tierra… I.
Lo delicioso era que el sujeto un tanto titubeante que soy parecía sorprender y
encantar a Paula II.
Decidí callar todo lo que estaba pensando. Me hallaba en Tierra II, con un año por
delante; un año que ya había vivido, y del cual conocía los acontecimientos que se
iban a producir, al dedillo, porque los había preparado para el concurso de sucesos de
televisión.
Paula me mordió cariñosamente el lóbulo de una oreja.
Yo le besé la punta de la nariz.
Empecé a flotar.
No me hallaba ya en Tierra II. Estaba en el Paraíso.
—¿Qué hora es, querido?…
—Las 9. 40.
—Aún podemos…
—¡Las 9. 40! —grité, bajando de las nubes—. ¡Tu padre está a punto de sufrir un
accidente! ¡Corramos!
Salí volando. Los tacones de Paula repiqueteaban detrás de mí.
9.47…
Llegué jadeante al jardincillo, para encontrar, tal y conforme esperaba, al doctor
fumando tranquilamente su pipa, en amigable charla con el sosia de Lucas Flórez.
—¡Hola, Adolfo! —me saludó el escritor—. La multitud no me ha dejado acercar
a ti en el astropuerto…
9. 48…
—¡Apártense de ahí! ¡Métanse en casa! —grité.
Paula, con la respiración entrecortada por la carrera, acababa de alcanzarme.
—¿Qué te ocurre, muchacho? —dijo el doctor, escrutadoramente.
9. 49…
Me pareció oír doblar a un camión el recodo del otro extremo de la calle. Me
abalancé sobre el padre de Paula y tiré de él, y aunque se defendía le metí de un
empellón en la casa. Luego me proyecté contra el cuerpo de Flórez, lo mismo que los
héroes de las películas.
¡9. 50!
El claxon de un camión acababa de romper a sonar poderosamente, con ribetes de
alarma. Crujió la valla del jardín al ser alcanzada por la pesada mole.
Sucedió punto por punto como sabía que sucedería, sólo que el doctor, en Tierra
II, no murió. A Lucas Flórez le saqué con el empellón de las ruedas del mastodonte
desmandado, pero lo gracioso fue que en la caída se quebró una pierna.
Todavía me está profundamente agradecido, y eso que yo siempre le quito
importancia, puesto que, al fin y al cabo, quedó igual que el «doble» que yo le
conozco…
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Tras el fallido vuelo del «Proyecto Cooperación» be vivido un año fantástico,
convirtiéndome en un héroe nacional. Hasta un hombre tímido y no demasiado
enérgico puede ser héroe… si conoce previamente lo que va a suceder en el mundo,
como lo conocía yo.
Los días siguientes al aterrizaje del Conquistador anduve sometido a una serie de
exámenes de especialistas que querían saber si el viaje me había producido alguna
alteración. No descubrieron nada, y los únicos que notaron la diferencia entre los dos
Adolfo Suárez fueron Paula y su padre, aunque éstos lo atribuían a alguna influencia
de tipo cósmico o así, y como con el cambio todos nos sentíamos más felices, no
hablamos demasiado de ello.
Yo callaba, porque tenía mi plan.
Me había despedido del Centro, y me mantenía con un contrato de publicidad,
posando para anuncios, bastante estrechamente, porque al fallar el vuelo todas las
gabelas de astronauta se me esfumaron. Sin embargo, la cosa no me importaba
demasiado, porque el 7 de diciembre estaba próximo, y los días pasaban
maravillosamente breves al lado de mi nueva Paula.
Cuando se aproximaba el sorteo de la lotería nacional, le pedí a Lucas Flórez que
publicara en la Prensa unas declaraciones mías que aseguraban que estaba
razonablemente seguro de vaticinar el futuro ya que después del viaje en el
Conquistador me sentía algo distinto; contó cómo tuve la premonición del accidente
en que él y el doctor Barrios salvaron la vida, y terminó vaticinando los tres premios
mayores de la lotería, según mi «corazonada».
Bueno. Todo lo que se habían reído de mí los bromistas del Centro en «mi Tierra
de origen» desde que me conocían, fue algo despreciable en comparación con la
carcajada nacional que desató esta pretensión.
Paula estaba muy apenada, y las ironías llovían sobre mí.
Y yo, el día del sorteo me convertí en multimillonario, porque había procurado
antes comprar los tres números que sabía iban a salir.
Si el artículo de Flórez provocó una carcajada nacional, mi «pleno» desencadenó
una histeria universal. Todo el mundo quería acercárseme, todo el mundo quería
examinarme, todo el mundo quería preguntarme. El doctor Barrios tampoco entendía
maldita la cosa, pero sonreía satisfechísimo porque el «potencial de éxito» que
auguraban los gráficos de su sondeador y catalizador no podía cumplirse más
exactamente.
La policía montó un servicio de protección especial para mí, y entonces fue
cuando pronostiqué los tres atentados del 7 de diciembre. En Tierra I el 7 de
diciembre del 2002 se conocía con el nombre del «Día del crimen», porque fue
cuando en Estados Unidos el Kux Klux Klan ametralló al senador Anson cuando éste
se dirigía a almorzar con los delegados negros; cuando en el avión en que viajaba el
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laborista Adams estalló una bomba, acabando con todos los pasajeros; y cuando,
también el mismo día, un comando revolucionario acabó con granadas de mano con
el presidente Álvarez, en Perú. Era el día más sangriento de los últimos siglos de
agitación política, y de existir un paralelismo retardado, aquí habían de repetirse. Así
que se lo dije al jefe de policía del distrito.
En otras circunstancias me habrían recluido en un sanatorio. En las presentes se
habló con el ministro de Defensa, el ministro me llamó a su lado, yo le di detalles, el
Gobierno se puso en contacto con la Casa Blanca, Londres y Lima… y el 7 de
diciembre los servicios de seguridad cayeron sobre unos terroristas asombradísimos,
que no se explicaban cómo podían haber sido descubiertas unas conspiraciones tan
perfectamente tramadas. Y yo recibí muestras de agradecimiento personal del
presidente, del senador y del «premier» británico. Y lo que era más importante, una
muestra de amor de Paula, como ni en sueños pude pensar en alcanzar jamás.
Paula y yo nos casamos en enero, justo dos días después que se hubiera salvado
toda la población de Teherán, al avisarles del terremoto que se produciría a las 11 de
la noche del 21.
Nuestro Gobierno empezó a establecer provechosísimas alianzas gracias a los
avisos salvadores, cuya realidad siempre quedaba probada.
Diversos organismos científicos quisieron someterme a nuevos ensayos y
exámenes, a los que me negué, amenazando con no realizar una predicción más.
Hubo un par de atentados frustrados contra mí (no previstos, pero sí previsibles), que
afortunadamente la policía desbarató, dirigidos por organizaciones criminales que
temían que frustrase sus manejos, como así sucedió porque estaban dentro del
capítulo de sucesos que tan magníficamente tenía preparado para mi intervención en
«Acontecimientos de un año».
Así, una semana tras otra fui el héroe mundial que ora evitaba el crac de la Bolsa,
ora avisaba de una catástrofe aérea, ora anunciaba la invasión planeada por un país
belicista, demostrando que la Máquina, en Tierra I, visto el «Proyecto Cooperación»
y los veinte millones de fichas sometidas a su examen, no tuvo otra solución que
elegir la mía.
Y así se consumaron los doce meses de los cuales poseía tan estupenda
información.
Ahora en Tierra II estamos en el año 2004, pero ¿creen que me he hundido o que
mi estrella se ha apagado? Nada de eso.
Ocupo un espléndido despacho en el Ministerio de Defensa. Vengo a ser una
especie de oráculo universal, ya que nadie ha descubierto mi pequeño secreto.
Los numerosos aliados del país me piden consejo, y yo doy el más lógico. Como
obedecen ciegamente a la lógica que les planteo (¿quién no lo va a hacer, después de
que casi día a día les demostré durante un año que sabía lo que iba a suceder?), nada
sale mal y las relaciones mundiales semejan una balsa de aceite. Hasta la
criminalidad, convencida de que no tenía nada que hacer, ha desaparecido.
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Paula me ha dado una niña preciosa. Somos la pareja más feliz de la Tierra, y
desde luego la más divertida. Y supongo que lo seremos todavía durante mucho
tiempo, porque yo jamás subiré a una nave que pueda devolverme al universo de al
lado.
Lo único que lamento es no saber qué tal le ha ido a mi sosia…
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LA OTRA LUNA
Jorge Campos
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El brillante aparato metálico se balanceó sobre un punto de la superficie lunar,
antes de dejarse caer. Luego hizo salir unas aceradas mandíbulas que se abrieron y
cerraron, arrancando un pedazo de suelo. Se ocultó de nuevo aquel conjunto de
dientes y articulaciones metálicas. Vibró con irritada arritmia. Se elevó otra vez y
emprendió el viaje de regreso. Los técnicos y periodistas que habían presenciado el
lanzamiento desde nuestro planeta pudieron ya revelar el nuevo triunfo en la
conquista del espacio, el paso inmediato del traslado del hombre al satélite de la
tierra: la extracción de un fragmento de la corteza lunar, para poder estudiar su
composición.
Todo el mundo vivió la sacudida de la noticia. La prensa, la radio, las cadenas de
televisión, las conversaciones en la calle o los lugares de trabajo no tuvieron otro eje
durante una temporada, que parecía no acabar. Mientras los científicos sometían a
toda clase de análisis unos fragmentos separados de la gran muestra, se colocó el
trozo de luna en un parque público, al lado del aparato que lo había desprendido y
transportado. Ante la multitud y junto al maravilloso pedrusco se dieron conferencias
divulgadoras y se exaltó el porvenir del hombre en el Universo. A cualquier hora del
día la muchedumbre cubría el despejado espacio que se había abierto en los jardines.
Los macizos próximos se habían convertido en un erial bajo los pies que no
respetaban jardinillos ni platabandas. Llegaban turistas de países lejanos. El trozo de
Luna era la noticia más noticia de la historia del mundo para los periódicos
norteamericanos, el mayor desafío del hombre a la llamada ordenación del Cosmos,
para otros pueblos; hasta un desacato a la voluntad de los dioses para algunas
mínimas y oscuras religiones del mundo culturalmente subdesarrollado. Todos los
problemas pequeños, de atmósfera para abajo, quedaron olvidados ante el
acontecimiento.
Los jardineros del parque fueron los primeros en observarlo. Pero como su
concepto de las cosas es más bien limitado, y su influencia escasa, no tuvo
trascendencia su preocupación. Era el caso que la extensión de tierra baldía
aumentaba a pesar de que el círculo de visitantes no crecía, e incluso había
comenzado a disminuir. El intento de repoblar los macizos chocó con una fuerza
extraña que agostaba los planteles al día siguiente. Entre ellos —el pueblo inculto es
muy dado a las supersticiones, regidas por oscuros atavismos— empezaron a pensar
si no tendría algo que ver con el asunto la piedra aquella. Después observaron que la
tierra que rodeaba el pedestal se había agrisado y que la sucia mancha que se extendía
a sus pies cada vez era mayor, como una ceniza que los pasos de los visitantes
extendían y mezclaban con la arena de los senderos.
Las observaciones de los jardineros podrían haber llegado hasta los hombres de
ciencia, pero no dio tiempo. No tardaron éstos en apreciar un efecto destructor que
emanaba de los fragmentos recogidos hacia cuanto los rodeaba. Primero fueron las
paredes de los laboratorios que se cubrían de verrugas y descascarillaban, como
sometidas a una inmersión en agua y luego a un fuerte calor. Después, la madera de
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los muebles, que se corroía, resecaba y astillaba como atacada por termitas o
carcomas. Uno de los científicos recordó un aspecto semejante en las tablas
procedentes de un enterramiento egipcio. El metal se oxidaba y pulverizaba. Todo,
los vidrios, la goma, los materiales plásticos, se iba convirtiendo en polvo, en un
proceso impalpable, pero incontenible y rápido, cada vez más rápido. También
advirtieron que los líquidos de matraces y tubos de ensayo se desecaban
vertiginosamente y apenas dejaban un poso gris en su fondo. Un polvo ceniciento que
la destrucción mezclaría al propio polvo en que no tardaría en convertirse la vasija.
La alarma, aguda y conturbadora, no salió de los medios científicos y se guardó
como un secreto de Estado. Se tomaron medidas tajantes e inmediatas. El fragmento
de luna se retiró del parque para continuar realizando importantes estudios, según se
dijo; los jardineros fueron trasladados a otra ciudad y un crucero realizó una secreta
operación: la de arrojar al centro del océano el trozo de luna, mientras laboratorios
blindados iniciaban investigaciones en un nuevo sentido: el que llevaba a localizar y
dominar las radiaciones que emanaban de los minúsculos fragmentos conservados.
La epidemia convirtió en secundarias las noticias relativas al fragmento lunar y
hasta hizo que se le olvidara. En una ciudad; en otra alejada miles de kilómetros, en
otra más próxima… morían individuos aislados, de un mal que la Medicina no podía
emparentar con ninguno de los conocidos anteriormente. Era una consunción sin
fiebre, sin proceso infeccioso, sin dolores, con veloz disminución de peso, de toda
actividad viva y, finalmente, del ritmo circulatorio. Se hubiera pensado en cáncer, en
leucemia, si no fuera característica una resecación de todos los tejidos, y entre ellos el
sanguíneo. De hecho, la muerte se producía en muchos casos por la solidificación de
la escasa sangre que iba quedando en las venas y arterias del enfermo. Como en un
terreno asolado por la sequía concluía la vida cuando desaparecía la última sombra de
humedad.
El terror comenzó a cundir y envolver el mundo, sobre todo en las capas altas de
la sociedad, en los medios científicos, diplomáticos o de gobierno a que pertenecían
muchos de los primeros afectados. Las gentes se espiaban los rostros temerosos de
ver aparecer un matiz grisáceo en el color de la piel, que se tenía por uno de los
primeros síntomas.
Sólo el país que lograra el gran triunfo de recoger el fragmento de luna estaba
invadido de modo total. En los demás se trataba de brotes individuales que producían,
si era posible, aún más pavor. Por esa razón lo relacionaron algunos con la muestra
del satélite, pero la asociación de hechos era demasiado rudimentaria y no faltaron los
ejemplos de atacados que no se habían acercado a ella. El abisal terror brotaba de lo
desconocido de la enfermedad y la inevitabilidad del contagio. Un contagio
inexorable para cuantos se habían acercado al enfermo, que amenazaba con volver a
los peores espantos de la Edad Media en un mundo niquelado, plastificado,
esterilizado.
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Alguien logró un éxito al bautizar la epidemia de «mal de la luna» por el aspecto
entre grisáceo y azulenco y la rugosa piel cubierta de cráteres, como de pequeñas
viruelas que mostraban los cadáveres. Quizá faltó poco para que se llegara a la
evidencia de que el nombre era exacto y la epidemia había venido con la roca lunar.
Pero tampoco dio tiempo.
No lo dio porque se produjeron nuevos hechos, lejanos y fuera de la preocupación
que envolvía al mundo. En las playas de algunas islas del Pacífico las limpias arenas
se ensuciaron hasta convertirse en algo parecido a polvo de lava. Los corales y peñas
se transformaban en unas rocas porosas semejantes a la piedra pómez. Si se hubiera
dibujado en un mapa el contorno de las cosas afectadas por el cambio se vería que
rodeaban el punto marino en que había sido arrojado el pedazo de Luna. Pero no
cesaba en el litoral la extraña modificación del suelo. Las arenas negruzcas
avanzaban hacia el interior, retrocedía la vegetación y desaparecía toda señal de vida.
Fue lástima que no se pudiera estudiar este nuevo fenómeno. También fue lástima
que tampoco pudieran estudiarse los sucesivos mapas que fue dibujando el descenso
del nivel del mar, que empezó pausado para ganar progresivamente en rapidez.
Comenzaron a surgir islas. A descubrirse un maravilloso paisaje de corales y pólipos
ennegrecidos. A unirse los continentes y a quedar reducidos los océanos a mares
interiores que se desecaban humeantes por la velocidad de la evaporación. Apenas si
nadie pudo poner atención en ello. No dio tiempo. En pocos días la Tierra era una
esfera gris y arrugada como la piel de cualquiera de los cadáveres que se convertían
en polvo tendidos sobre ella. Había desaparecido toda vida de la careada y cenicienta
superficie.
Así fue como dos lunas, satélite la una de la otra, siguieron girando en torno al
Sol.
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LOS VISIONARIOS
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A mis padres
En medio del tenebroso vacío espacial, con aquel fondo de rutilantes luceros, la
minúscula nave flotaba como una micela, pequeña, ridícula. A pesar de hacer cinco
años que vivía casi por completo en el Espacio, Juan no se cansaba nunca de
contemplar aquella maravilla. Era un espectáculo que le fascinaba siempre, y ello
pese a ver constantemente el mismo cielo. Pensaba que el día en que el hombre
consiguiese evadirse a las estrellas todavía sería mejor. Otras perspectivas, otras
constelaciones, en definitiva otro firmamento, sería lo que podrían contemplar sus
maravillados ojos. Pero, desgraciadamente, ese día estaba demasiado lejos en el
Tiempo para que él pudiera verlo. En la pasada centuria el progreso tecnológico había
sido constante y a un ritmo cada vez más acelerado, y ese ritmo se había mantenido
hasta el momento presente. Pero aun así todavía tardaría mucho en disponerse de los
medios adecuados para tan colosal empresa. ¿Cuánto? Nadie podía predecirlo con
exactitud, pero en todo caso sería mucho. Siglos quizá.
Dejó sus pensamientos de lado y se dispuso a verificar los parámetros de la órbita
descrita por el Iberia. Era un cálculo matemático relativamente sencillo, y que el
cerebro electrónico de a bordo resolvía en décimas de segundo. No obstante, la
operación era en extremo delicada, tanto que de ella dependía la suerte de la nave. Un
dato suministrado equívocamente al computador electrónico hubiera representado un
desastre casi seguro. Por eso, los datos empleados como base del nuevo cálculo
debían ser repasados con una escrupulosidad casi religiosa.
Rebuscó en el armario-depósito hasta encontrar la cinta magnética con los
parámetros de la última observación, y la colocó en el lector. En la pantalla
fluorescente iban apareciendo los guarismos, que él verificaba en la tablilla piloto.
Cuando hubo terminado llamó por el interfono.
—Carlos, preparaos para dar un tercio de la potencia total.
—¿Es correcto el rumbo? —quiso saber el oficial mantenedor.
—Por ahora los parámetros coinciden. Bien, cuando te avise pon en marcha el
reactor.
—De acuerdo.
En la cámara del reactor de la pequeña nave, Carlos Finestres, en compañía de
Antonio Echegorría, un muchachote vasco alto como una torre, comprobó una vez
más los datos suministrados por los indicadores del motor. Todo estaba en orden. La
intensidad de las líneas de fuerza en la botella magnética que encerraba el plasma era
la precisa. Los relés de todos los servomotores se hallaban en circuito y la
temperatura en los diversos órganos de la complicada máquina estaba muy por debajo
del nivel crítico. En el puesto de pilotaje, Juan García dio una última ojeada a las
cifras que aparecían en el lector del computador electrónico. «Todo en regla», pensó.
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Iba a dar la orden de puesta en marcha, cuando súbitamente el radar tridimensional se
puso en funcionamiento. La pantalla fluorescente se había encendido, pero en ella no
aparecía ningún punto. Tampoco el lector del radar facilitaba coordenada alguna.
Aquello indicaba que el cuerpo causante del disparo automático del detector se
hallaba aún a tal distancia que no era posible concretar su posición en el Espacio. Ese
imprevisto obligaba al comandante del Iberia a demorar el ajuste de órbita. No podía
aventurarse a llevarlo a cabo sin antes conocer la trayectoria de aquel cuerpo extraño.
Ello implicaba un riesgo innecesario. Juan se inclinó sobre el micro.
—Tenéis que esperar un poco, muchachos. El radar ha entrado en acción.
—¿Una astronave? —preguntó Carlos.
—No sé, pero debemos obrar con precaución. Podría muy bien tratarse de un
aerolito.
Con la mirada fija en el indicador, aguardó impaciente. Transcurrieron algunos
minutos sin que en la pantalla verde apareciese ninguna señal, ni que el lector
radárico facilitase los ejes de coordenadas espaciales. Por lo visto el movimiento
relativo del objeto con respecto a ellos era bastante lento; de otro modo no se
explicaba aquella tardanza en conocer su situación. Por fin se dibujó un puntito y en
el lector fueron apareciendo cifras, que indicaban la posición del cuerpo cada vez con
mayor exactitud. La trayectoria era parabólica y normal a la descrita por ellos.
«Debe ser un meteorito», se dijo García. Mas de improviso el móvil varió el
rumbo de tal modo que hacía imposible esa hipótesis. Sólo podía tratarse de una cosa:
un aparato gobernado por una inteligencia superior.
—¡Es una astronave! —gritó Juan, excitado, por el interfono.
En la sala de máquinas se miraron asombrados.
—¡Pero eso es casi imposible! —exclamó Carlos—. ¡Debería llevar un rumbo
paralelo al nuestro!
—¡Ya lo sé! ¡Pronto —agregó—, avisad a Jorge!
Echegorría, el mecánico, salió corriendo hacia el camarote de Jorge Beltrán, el
segundo oficial de derrota, mientras los demás trataban de dar una explicación a
aquel hecho inaudito, aunque dicha explicación saltaba a la vista. Aquella nave no
procedía de la Tierra. Eso era evidente, puesto que los hombres únicamente habían
llegado hasta Venus y Marte, aparte la Luna. Las astronaves que pululaban entre esos
planetas disponían del combustible justo para efectuar la travesía, y esa travesía tenía
lugar siempre por los mismos derroteros. Por tanto era absurdo pensar que una nave
que los abordaba con una órbita perpendicular a la suya pudiese pertenecer a los
hombres terrestres.
Antonio interrumpió sin miramientos el beatífico sueño del segundo.
—¡Señor Beltrán! ¡Tenemos una astronave desconocida en el radar!
—¿Eh?
Jorge Beltrán era un muchacho de contextura atlética, decidido y amante de las
emociones fuertes. Por un momento creyó hallarse soñando: ¡Una astronave
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desconocida en el radar!
—Oye, está bien que tengáis buen humor, pero la verdad…
—Le aseguro que es cierto. Eso ha dicho el capitán. Es él quien me ha mandado a
buscarle.
Jorge saltó con agilidad de su litera, y calándose la gorra del uniforme se dirigió
con paso vivo hacia el puesto de pilotaje. Aquello era increíble. Hacía ya mucho
tiempo que se habían acabado aquellas absurdas patrañas de objetos no identificados.
Largos años de investigación demostraron que todo había sido ilusión de la gente, ya
que en definitiva nunca pudo establecerse contacto real con las hipotéticas
astronaves. Haciendo esta y mil cábalas llegó al puesto de mando. Juan estaba de
espaldas a la escotilla de acceso y el fulgor verdoso de la pantalla fluorescente creaba
en derredor suyo una aureola de aspecto irreal. Al oír a su amigo y compañero volvió
la cabeza. Su semblante denotaba una honda preocupación.
—Fíjate en esto —dijo señalando el aparato de radar.
Carlos observó con curiosidad el puntito que a intervalos regulares variaba su
intensidad luminosa.
—Ha cambiado cuatro veces de rumbo —agregó Juan— y ha abordado nuestra
órbita perpendicularmente. Eso, dada nuestra posición, hace imposible que proceda
de la Tierra o cualquiera de los otros planetas colonizados.
—¿Entonces…?
—No cabe la menor duda de que nos encontramos frente a un aparato de origen
extraterrestre.
—Pero esas historias hace ya muchísimo tiempo que fueron desechadas; se
demostró que todo eran paparruchas de unos cuantos visionarios.
—Yo no sé lo que ocurriría entonces, pero, sí veo lo que tenemos enfrente, y
desde luego no se trata de ninguna paparrucha.
—¿No será el…?
—No, no es el radar, lo he comprobado.
—En ese caso creo que debemos comunicar inmediatamente con la Tierra.
—Esperaba que lo vieses tú mismo para hacerlo.
Jorge tomó asiento ante la emisora de a bordo y empezó a operar. Al cabo de
cinco minutos se levantó con una expresión extraña.
—Es imposible. No consigo establecer contacto.
—¿Qué dices? —exclamó Juan sobresaltado.
—Está bien claro: No se puede comunicar, por la sencilla razón de que alguien
nos interfiere.
Los dos hombres se miraron en silencio. Después, al unísono, volvieron la vista a
la pantalla verde. El puntito seguía en el mismo lugar, en inmovilidad absoluta con
respecto a ellos. De pronto se puso en marcha. Las cifras del lector radárico fueron
cambiando sucesivamente, dando las nuevas coordenadas del móvil con intervalos de
diez segundos.
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—¡Se dirige hacia nosotros!
Juan conectó de nuevo el interfono con la cámara del reactor.
—Escuchadme, ese trasto viene hacia nosotros. Estad dispuestos a disparar el
cohete en cuanto os lo diga.
—De acuerdo —contestó la voz de Finestres, ronca por la tensión del momento.
Ávidamente, los dos astronavegantes oteaban la negrura estigia del Cosmos con
la esperanza de descubrir a simple vista el artefacto que se encaminaba a su
encuentro. El giro del Iberia sobre su eje longitudinal, con el fin de crear una
gravedad artificial, les permitía barrer todos los puntos del Espacio con la mirada. De
pronto, en uno de los ángulos de la escotilla translúcida apareció un globo de aspecto
lechoso, que con lentitud fue colocándose bajo el campo visual de Juan y su
compañero. En todo su conjunto parecía emitir con la misma intensidad luminosa, y
no se apreciaba irregularidad alguna en su superficie. Era una esfera perfecta.
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—Una astronave desconocida.
Knohol consultó el detector.
—Sí. Parece de un tipo muy primitivo. Se dirige del cuarto planeta al tercero,
dentro del sistema.
—¿Estará habitado el tercer planeta?
—Debemos averiguarlo inmediatamente: Tiene gran importancia para nosotros,
puesto que parece un mundo adecuado para albergar a nuestra especie.
—¿Te has fijado en las ondas que emite esa astronave?
—Sí, deben proceder de su detector. Un modelo muy arcaico que debe poseer un
radio de acción sumamente restringido. Creo que debemos aproximamos a ellos.
Obedeciendo a la orden telepática de Knohol, la nave esférica se situó junto al
anticuado vehículo terrícola.
—Es una raza primitiva. Acaban de iniciar su navegación por el Espacio. Si todas
las astronaves que poseen son como ésa, es imposible que hayan visitado ni siquiera
los planetas de su propio sistema.
—Es curioso, incluso para crearse una pseudogravedad recurren al primitivo
procedimiento de imprimir un movimiento de giro a su vehículo.
—Un momento… He captado una señal telepática procedente del exterior. Sí, son
ellos. Uno de los tripulantes de ese ingenio es emisor telepático, posiblemente sin
saberlo siquiera. Dudo mucho que hayan llevado su evolución hasta ese punto.
—Eso es interesante. Procura no perder el contacto para ver cuáles son sus
reacciones.
Los dos extraterrestres permanecían inmóviles en sus puestos de pilotaje. Sólo de
vez en cuando, un estremecimiento recorría sus enormes cerebros. Al cabo de varios
minutos, Knohol, que era el que había establecido el contacto telepático, habló de
nuevo.
—Es fantástico. Tienen su encéfalo limitado por un receptáculo duro de un tejido
desconocido para nosotros. Son seres inferiores, de evolución limitada. El emisor se
hace llamar Juan García y es el jefe de la nave. ¡Qué ideas más primitivas brotan de
esa mente! ¡Ahora capto un sentimiento de miedo!
—¿Miedo? Así, todavía no han conseguido eliminar el factor emotivo de sus
mentes. Hace millones de unidades de tiempo que nosotros superamos esa etapa de
nuestra evolución.
—Posiblemente ellos no lo conseguirán nunca.
—¿Qué hacemos con su nave?
—La dejaremos proseguir. Con su emisor de ondas electromagnéticas interferido
no podrán relatar su encuentro con nosotros hasta que hayan llegado a su planeta, y
para entonces ya habremos completado el estudio de ese cuerpo celeste. Además es
muy posible que ni sus propios superiores les presten crédito. Son tan estúpidos que
incluso desconfían de los miembros de su colectividad.
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Knohol y Zrhyll interrumpieron su conversación telepática y se dedicaron a
constatar los datos que el selector espectrográfico les iba facilitando. Aquello
marchaba bien. La atmósfera tenía fugas imperceptibles, y era rica en los elementos
que les eran necesarios para la subsistencia.
De pronto, el selector les indicó la presencia del elemento de su tabla periódica
marcado con el número tres mil seiscientos veinte, el que los habitantes del tercer
planeta conocían con el nombre de gas kriptón, y que para los zurmanenses era letal.
Una de las circunvoluciones cerebrales de Knohol tuvo un ligero cambio de
coloración, quizá la reminiscencia de un sentimiento.
—No es necesario que prosigamos el análisis de ese cuerpo. Su atmósfera
contiene el elemento tres mil seiscientos veinte.
—Es una lástima, porque las demás condiciones bióticas son inmejorables.
Cumpliendo la nueva orden telepática de Knohol, la nave esférica pasó al
Hiperespacio súbitamente.
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maraña de parásitos.
—Nos hemos encontrado con una nave de origen desconocido —dijo Beltrán.
—¿Una nave de origen desconocido? —repitió el otro, con incredulidad.
Bueno…, ya informarán de ello cuando lleguen a la base. Corto ahora.
Se oyó un chasquido, y una maraña de ruidos sustituyó a la voz del operador.
Beltrán se volvió con un gesto de hastío.
—¿Qué…? —preguntó Juan.
—Me han dicho que ya haremos un informe a nuestra llegada, y han cortado la
comunicación sin darme tiempo a que contestara.
García sonrió pensativamente.
—Me parece —dijo— que no nos van a tomar en serio. Bueno —agregó por el
micro— sujetaros los cinturones de seguridad, porque vamos a cambiar de órbita.
Los hombres ocuparon su lugar correspondiente, y el comandante del Iberia dio la
orden.
—¡Ahora!
Carlos actuó sobre la manecilla del servo y un rugido atronador conmovió el
interior de la nave. Afuera el silencio era absoluto, pero brotaron llamaradas
gigantescas por las toberas del reactor termonuclear. Los tripulantes del aparato se
vieron sometidos a los siempre desagradables efectos de la aceleración. En el instante
preciso, los motores cesaron de funcionar y la calma más absoluta renació dentro del
navío cósmico. Ahora se encontraban en la órbita definitiva, la que los llevaría
directamente hacia la atmósfera de la madre Tierra. Solamente un día de viaje los
separaba del planeta, la centésima parte del tiempo que se invertía en el trayecto
Tierra-Marte.
Y así, al cabo de veinticuatro horas medidas en tiempo terrestre, la pequeña
astronave de carga penetraba la atmósfera del tercer planeta para encaminarse hacia el
continente del que antaño había surgido todo lo que la civilización terrestre
representaba ahora. Es decir, Europa.
Trazando un arco de plata en el cielo azul del Mediterráneo, el Iberia sobrevoló
Barcelona, y planeando llegó hasta el astropuerto. Con un trueno que hacía vibrar la
caldeada atmósfera estival, el aparato se posó en la pista que le había sido asignada,
distribuyendo lengüetazos de fuego en todas direcciones. Cuando sus tripulantes
descendieron en el ascensor adaptable, un grupo de militares les aguardaba al pie del
artefacto. Un joven teniente de las patrullas espaciales se adelantó al grupo.
—¿El capitán Juan García, por favor?
—Yo soy —contestó el aludido—. ¿Qué desean?
—Hagan el favor de acompañarnos —repuso el patrullero, dirigiéndose también a
sus acompañantes.
En compañía del oficial, subieron a un vehículo que los llevó hacia las pistas
reservadas a los aparatos de combate.
—¿Qué quieren de nosotros? —quiso saber Juan.
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—El comandante Gonzalo desea hablar con ustedes.
El silencio no se rompió hasta que el automóvil se detuvo frente a un barracón de
aspecto metálico. En su interior les recibió el comandante Gonzalo Álvarez, un
hombre que pasaba la cincuentena, bajo y rechoncho, con un negro mostacho. Sin
muchos preámbulos les hizo tomar asiento y pasó directamente a tratar la cuestión
que le interesaba.
—Así que ustedes afirman haberse encontrado con una astronave no identificada
—dijo, chanceándose—. Bien, veamos su versión.
Y se hizo narrar todo lo ocurrido. El hombre escuchaba el relato con atención,
pero al finalizar éste la sonrisa afloró de nuevo a sus labios.
—Bien, si es como ustedes dicen, esa nave, por rápida que haya sido, estará
todavía al alcance de nuestros más poderosos detectores.
—Ya le he dicho que el aparato se esfumó prácticamente es el Espacio, y que
nuestro radar no fue capaz de captarlo —repitió Juan.
—Ni el nuestro tampoco, pues deben saber que apenas recibida su noticia lo
orientamos hacia allá, y aparte de su nave y las demás que se hallan en ruta, no
apareció ninguna otra cosa. De todos modos podemos repetir el experimento. Por
veloz que sea esa nave no ha podido rehuir el campo de acción de nuestro radar en
sólo veinticuatro horas.
Descolgó un teléfono.
—Sondeen el Espacio en busca de una astronave no identificada —ordenó con
cierta ironía—. Y comuníquenme el resultado en cuanto lo conozcan —agregó.
Carlos miró significativamente a Juan y Antonio. Transcurrieron unos diez
minutos, al cabo de los cuales repicó el timbre del teléfono.
—¿Sí? —Escuchó unos momentos—. Bien, gracias.
El oficial colgó el aparato y miró a los cuatro hombres del Espacio con evidente
mofa.
—Lo siento señores, pero su famosa astronave no aparece por parte alguna.
—¡Pero nosotros la hemos visto con nuestros propios ojos!
—Exclamó Carlos fuera de sí.
—En ocasiones es preferible no confiar en lo que nuestros sentidos nos revelan —
repuso el militar—. Lo que les ha ocurrido está bien claro: han sufrido una
alucinación colectiva. A pesar de que les parezca imposible, así ha sido. No crean que
es el primer caso de este tipo que se nos presenta. En fin —agregó, con aire de
fastidio—; lo siento, pero tendrán que someterse a un reconocimiento médico. Ya
saben, en todo lo referente al Espacio las órdenes son tajantes. Vayan al pabellón
cuatro y presenten sus cartillas de navegación al capitán Ros.
Dicho esto se puso en pie, dando así por terminada la entrevista. Los cuatro
hombres salieron lentamente del despacho.
—Acabaré creyendo que soy un psicópata —dijo Carlos.
—No, amigo —repuso Juan—. Lo que vimos era real, estaba allí.
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Callaron de nuevo, y continuaron hacia el barracón número cuatro.
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LOS TRÍPTIS
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A Waldo de los Ríos,
sobre quien indudablemente
ha debido influir la cultura trípit.
No, desde el punto de vista humano la nave no era muy grande. Parecía un
triángulo de metal, de un metal opaco, verdoso. Hubiera cabido holgadamente en
cualquier granero, en cualquier caballeriza. No, desde el punto de vista humano la
nave no era muy grande. Desde el punto de vista humano, pero… los humanos no la
veían. Casi un siglo llevaba girando alrededor de la tierra y los humanos no la veían.
Tal vez no la descubrieron a causa de su increíble velocidad, o tal vez por ser
demasiado pequeña… para los humanos, claro, no para los trípits, para ellos la nave
era inmensa. Más de cincuenta trípits la tripulaban. Más de cincuenta trípits
procedentes de la nebulosa tripartita situada en la constelación de Sagitario giraban y
giraban alrededor de la tierra desde hacía casi un siglo, observando, observando…
En la sala de conferencias de la nave se habían reunido una vez más los nueve
trípits que comandaban la expedición de expansión cultural interplanetaria, y allí,
discutían, discutían…
—El notable atraso de la raza que puebla este planeta se debe sin duda alguna, a
su tamaño. Son demasiado grandes, demasiado toscos…
—¡No, querido Trúlop, no!
—¿Cómo que no? Seres tan bastos difícilmente podrían alcanzar…
—Perdóneme que le interrumpa, pero la totalidad de las notas y observaciones
que hemos hecho sobre esta triste raza, indica bien a las claras el motivo por el cual
su cultura no ha podido desarrollarse satisfactoriamente: sus apéndices prensiles, sus
«dedos» como ellos les llaman. Ésa es la causa, la única causa de su retraso. Estas
deformes criaturas poseen dos miembros superiores con cinco apéndices prensiles en
cada extremo, diez en total. Y ahí está el fallo, el porqué de su estancamiento
cultural… En los albores de su civilización esta raza para contar utilizó sus dedos…
¿Y cuál fue la consecuencia? Al transcurrir el tiempo, basaron sus matemáticas, su
cultura, en un sistema métrico absurdo que toma como base el número diez.
Un siseo aprobatorio vibró en las antenillas de los trípits presentes. Trópens el
miembro más respetado del comando, continuó exponiendo sus conclusiones:
—Así es. Nosotros comenzamos igual. Para contar usábamos nuestros apéndices
prensiles, pero como afortunadamente la naturaleza nos ha dotado de un solo
tentáculo superior, terminado en tres ventosillas succionantes, fue en el número tres,
en el que basamos nuestro sistema métrico.
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Varios de los allí reunidos contemplaron pensativos sus tres ventosillas violáceas,
húmedas y redondas, señal inconfundible de sus espíritus sensitivos y artísticos.
—¿Y qué ocurrió? —Continuó transmitiendo telepáticamente Trópens—. Pues
que en el tres se basaron nuestras matemáticas, nuestra arquitectura, nuestro sentido
estético. ¿Cómo son las ventanas, las puertas de nuestras moradas? ¡Triangulares!
¿Sobre cuántos rodillos se asientan nuestros vehículos de superficie? ¡Sobre tres!
¿Qué forma tienen nuestras naves espaciales? ¡Triangular! Y por último analicemos
nuestro propio cuerpo síntesis de la estética universal. ¿Cuántas cabezas poseemos?
¡Tres! Una pensante, otra visualizante y la tercera olfativa. ¿Con cuántos muelles
cartilaginosos contamos para saltar libremente de aquí para allá? ¡Con tres! ¿Cuántos
sexos posee cada uno de nosotros? ¡Tres! Siempre tres. Por lo tanto caballeros, si
queremos dar un final exitoso a nuestra misión de culturizar este atrasado planeta,
debemos inculcar nuestra tritomía, nuestro innato sentido de la división por tres a los
terráqueos.
Terminada su alocución, Trópens recobró su postura horizontal, mientras cada
uno de los presentes entrechocaba con fervor sus tres cabezas en señal de aprobación
y entusiasmo. Acto seguido pasaron a discutir la mejor forma de implantar entre los
humanos el sistema trimétrico. Trúpsi, perito en psicología de razas no-trípits, expuso
su parecer:
—Desde luego, la campaña de difusión de la tritomía no podremos hacerla
personalmente. En otra ocasión convinimos que los humanos no deben vernos, ni
siquiera deben saber que existimos, ya que ni su pobre cultura, ni su atrofiado sentido
estético se hallan lo suficientemente preparados como para apreciar lo bello de
nuestras formas.
—Además —intervino uno de los conferenciantes—. Es peligroso descender a la
superficie del planeta. Recordad si no a nuestro pobre Trisín, el místico, que
intentando convertir a los humanos a nuestra fe, murió devorado por uno de esos
horribles monstruos a los que los terráqueos llaman «gatos».
—Sí, es verdad. —Asintió el venerable Trópens, mientras un cascabeleo de
tristeza resonaba en su testa pensante.
—¡Pues hay que exponerse! —dijo resuelto el perito psicólogo—. Uno de
nosotros debe descender al planeta.
—¿Y mostrarse abiertamente ante los terráqueos? —preguntó un joven
comandante, mientras cerraba de asombro sus tres prismas visuales.
—¡No! —contestó Trúpsi—. Uno de nosotros debe descender al planeta,
introducirse sin ser visto en una de esas construcciones que los terráqueos destinan a
viviendas, y allí…
—¿Allí…? —preguntaron expectantes tres de los trípits presentes.
—Allí inculcar telepáticamente en un humano, no del todo desarrollado, nuestras
bases trimétricas. ¿Comprendéis? Así haremos que sea un terráqueo el que saque a
sus congéneres del atraso en que se hallan sumidos, sin tener necesidad de darle a
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conocer nuestra existencia. Será un humano el que propale el nuevo sistema, un
afortunado terrestre que gracias a nosotros alcanzará gloria y fama, sin sospechar
jamás que fue en nuestros cerebros y no en el suyo, donde floreció la idea
revolucionaria.
La nave triangular se detuvo una noche sobre una de las capitales más pobladas
del planeta Tierra. Tril, un trípit joven y valiente, había sido encargado de la misión.
Al amparo de las sombras se deslizó por las calles de la ciudad. Se introdujo en varios
edificios sin encontrar lo que buscaba, hasta que por fin lo halló. En la buhardilla de
un caserón de tres plantas, dormía un espécimen humano de unos dieciséis años
terrestres. Fuerte, según pudo colegir por su desarrollo muscular, y estudiante, según
indicaban los muchos libros apilados sobre un escritorio.
—¡Bien! ¡Bien! —Se autotransmitió Tril—. Éste será el humano sobre el que
actuaré.
Y así lo hizo. Tril se instaló en el dormitorio del joven terráqueo. Durante el día
se ocultaba en la caja de un viejo reloj de péndulo y por las noches, en cuanto el
muchacho se dormía, dejaba su escondrijo y daba comienzo a su trabajo. Noche, tras
noche, el trípit, recostado en la misma almohada donde reposaba la cabeza del joven
humano, transmitía telepáticamente:
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Al inconsciente, debe inundar.
Al subconsciente atosigar.
Para que un día pueda aflorar
Hasta el consciente, esta verdad:
Un, dos, tres. Un, dos, tres.
Pasaron varias decenas de años terrestres y los trípits decidieron que ya era hora
de recoger a su compañero y averiguar si el astuto plan ideado por el perito psicólogo
de razas no-trípits había dado fruto.
Tril, una vez a bordo de la nave, presentaba su informe a los nueve comandantes.
—Ha sido un fracaso, un terrible fracaso… Están locos, todos los terráqueos están
locos.
—Pero lograste inculcar telepáticamente nuestro sistema trimétrico, ¿sí o no? —
preguntó angustiado el venerado Trópens.
—¡Sí, claro que sí! —contestó Tril—. Todo fue realizándose tal como se planeó.
Yo inculqué en el humano nuestra teoría. El humano creció hasta desarrollarse
totalmente, un buen día a su consciente afloró la idea inculcada por mí y…
—¿Y…?
—Y desde entonces trató de imponerla en todo el mundo.
—¿Y fracasó?
—¡No! Triunfó ampliamente. La impuso; el mundo entero la acogió con
entusiasmo y él, tal y como pronosticásemos, alcanzó gloria y fama internacional.
—Pero entonces, ¿cómo dices que nuestro plan fracasó?
—Preguntó desconcertado el perito psicólogo.
—Pues sí, fracasó… —contestó compungido Tril—. Fracasó porque los humanos
están locos. Son una raza de locos… El joven espécimen hizo que nuestro sistema se
difundiese por el planeta, pero…
—¿Pero qué?
—Pero los terráqueos no lo han utilizado ni para edificar ni para trazar un nuevo
sistema matemático, ni para nada útil…
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—¿Entonces?
—Entonces venid y comprobadlo vosotros mismos.
Tril se dirigió hacia la parte de la nave donde estaban instaladas las pantallas
visualizadoras y comenzó a manipularlas hasta captar la imagen que buscaba…
—¿Veis? Ahí está el joven espécimen, bueno, según el concepto humano ya no es
tan joven, pues han pasado muchos decenios terrestres desde que me dejasteis sobre
la superficie del planeta.
Los trípits contemplaban la imagen de una inmensa explanada llena de
terráqueos; al fondo de la misma, se levantaba un gran edificio. Tril, haciendo girar la
pequeña pirámide que controlaba las distancias de captación del visualizador, hizo
que éste reflejase la escena más en detalle.
—¿Veis? Ése, ése que está asomado a lo que los terráqueos llaman balcón, es mi
joven espécimen.
—Y ese otro que está a su lado, ése de la cara cubierta de pelambre blancuzca…
¿Quién es?
—Es la suprema autoridad del país. ¿Veis?, ambos saludan ahora a la
muchedumbre que los aclama.
Tril hizo que el visualizador captase nuevamente la escena en su totalidad.
—¡Qué curioso!… ¡Fijaos cómo los humanos corren ahora a unirse por parejas!
—Sí, cada uno con otro del sexo opuesto.
—¿Qué se propondrán hacer?… ¿Procrear?…
—¡No! —contestó indignado Tril—. Van a poner en práctica nuestro sistema.
Ésa, ésa es la única aplicación que le han encontrado. ¡Mirad, mirad a mi espécimen
particular como por gestos les transmite lo que yo le inculqué!… ¡Un, dos, tres. Un,
dos, tres! Caballeros, lo dicho. La humana es una raza de deficientes mentales, a los
que es inútil tratar de culturizar. ¿No veis?… ¡Ahora han comenzado a girar y a girar!
… Son locos, creedme. Locos incurables.
Los trípits, con sus tres cabezas gachas por el fracaso sufrido, decidieron
abandonar ese planeta absurdo.
Mientras tanto, en la capital de uno de los mayores imperios terrestres, una
verdadera muchedumbre se congregaba frente a palacio. Una muchedumbre
desgranada en cientos de parejas que giraban, giraban…
Asomado a uno de los balcones, Su Alteza Imperial sonreía, y al hacerlo, sus
pobladas patillas ponían blancos paréntesis a su sonrisa. A su lado el joven espécimen
particular de Tril, ahora convertido en un dulce anciano, venerado y aplaudido por el
mundo entero, lloraba de alegría al ver el triunfo que conquistase su obsesión.
—¡Eso es! —decía por lo bajo, mientras agitaba sus brazos con un vigor no
acorde a sus años—. ¡Un, dos, tres. Un, dos, tres!… ¡Vamos…, más brío!… ¡Más
fuerza!… ¡Así…, así! ¡Un, dos, tres. Un, dos, tres!… ¡Eso!… ¡Muy bien!…
Nunca Viena estaba más alegre. Nunca el vals se bailaba mejor y nunca sonaba
con mayor brillantez la gran banda imperial, que cuando era dirigida por Johan
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Strauss.
Sí, tal vez por eso, por hallarse girando y girando, felices, dichosos, borrachos de
vals, ningún humano advirtió el pequeño reflejo de sol, que la diminuta nave
triangular lanzase a la tierra, antes de perderse en el espacio.
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EL PASTOR Y EL HOMBRE DEL ESPACIO
Eugenio Luque
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El bólido interestelar perforó las nubes y trazando círculos sobre la desértica
meseta se dispuso a aterrizar.
Ikles, el piloto de la nave, llevaba una misión concreta: informar a la base de
contactos de su mundo —el planeta Uplon— sobre el índice de inteligencia de los
hombres de la Tierra.
Para establecer puntos de referencia, se le había ordenado entrevistarse con dos
hombres determinados: Martín Romero, pastor de la planicie del Duero, junto a Soria,
y Herman Ruff, prestigioso financiero internacional, propietario de grandes trusts y
plantas industriales; presidente de los consejos de administración de poderosas
empresas y principal accionista de innumerables entidades bancarias.
Con ayuda de los instrumentos de la nave, Ikles localizó rápidamente la majada
de Martín. Desde ella, hacía ya sus buenos diez minutos que el pastor seguía con la
vista las evoluciones del platillo.
Las ovejas se agruparon asustadas y el perro comenzó a ladrar.
—Calla, Sultán. No pasa nada —dijo Martín, tranquilizando al animal.
La nave se posó suavemente. Ikles avistó a Martín sentado ante una somera
cabaña de ramas. Se cubría las espaldas con una gastada manta y, para defenderse
mejor del frío, atizaba unas brasas.
El hombre del espacio se sorprendió ante la impasibilidad del pastor. Había
esperado verle reaccionar con temor o con admiración. Martín se limitaba a contener
a Sultan que, ahora, ladraba agresivamente.
—Buenas noches —saludó Ikles.
—Buenas las tenga usted. Acérquese al fuego y siéntese. Hace frío.
El piloto obedeció, perplejo. «Debe ser tonto», pensó, y luego, en alta voz, dijo:
—¿Sabes de dónde vengo?
—Supongo que de muy lejos.
—No te equivocas. —Señaló el cielo, al tiempo que agregaba—: ¿Ves aquella
estrella? Pues bien, de más lejos todavía.
Martín se rascó la barba de varios días y respondió:
—Siempre imaginé que habría gente por ahí arriba.
—¿Y por qué lo imaginabas?
—Un pastor tiene mucho tiempo para pensar.
—¿Piensas a menudo? —preguntó Ikles, dejando traslucir un punto de ironía en
el tono de su voz.
—Sí. Los días son largos y aburridos; hay que matar el tiempo.
—¿Podrías decirme alguno de tus pensamientos?
—Verá: invento juegos.
Con pequeños guijarros comenzó a construir sobre el suelo la silueta de un
cuadrado, que luego dividió en dos triángulos iguales.
Ikles seguía interesado las manipulaciones de Martín. Frunció las cejas cuando le
vio dividir los rectángulos con diagonales. Aquel hombre estaba exponiendo el
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teorema de Pitágoras. Cuando concluyó miró a Ikles y dijo sonriente:
—Es bonito, porque esos cuadros —señaló los dos pequeños— son iguales de
grandes que éste. —E indicó el apoyado sobre la hipotenusa del segundo.
El piloto del cosmos aspiró una buena bocanada de aire antes de exclamar:
—¿Has estudiado alguna vez geometría?
Martín volvió a rascarse las barbas.
—¿Geometría? No sé qué es eso. De chico me llevaron a la escuela. Sé leer,
escribir y algo de cuentas.
Ikles no acababa de creer lo que veía. Aquel hombre sabio había resuelto por sí
mismo, sin conocimientos previos, un teorema conocido con el nombre de su
descubridor.
El pastor ofreció al piloto un pedazo de pan y algo de queso. Ikles aceptó los
alimentos y volvió a preguntar:
—¿Qué otros juegos haces para distraer tu soledad?
Martín empezó de nuevo a colocar cantos en el suelo, ahora en larga sucesión.
Con sencillez, pero atinadamente, expuso, a su manera, una síntesis del principio de
la teoría de la relatividad. Terminó con estas palabras:
—No sólo hay alto, largo y ancho… Hay otra medida diferente… y quizás otras
muchas más.
Ikles no salía de su asombro.
—¿Has oído alguna vez hablar de Einstein?
—No, señor. No sé quién pueda ser.
Al piloto no le cabía duda: aquel hombre, capaz de conocer intuitivamente las
matemáticas superiores, era un genio.
La voz de Martín interrogó a su vez:
—¿Es la primera vez que baja de ahí arriba?
—Sí, es la primera vez; pero otros lo hicieron antes.
—¿Y dónde se metieron que no los vimos nunca?
—Llegaron hace más de treinta millones de años. Crearon una civilización cuyos
restos pueden aún encontrarse. En la altiplanicie de una cordillera que llamáis los
Andes, entre las naciones que denomináis Perú y Bolivia, construyeron inmensas
obras. Aún se conserva en la llanura de Nazca una gigantesca pista de aterrizaje de la
que partían y a la que llegaban las naves cósmicas. Aquellos seres, mis antepasados,
levantaron una ciudad a la que se llegaba por un puente de luz, de materia ionizada,
que aparecía y desaparecía a voluntad, y que les permitía franquear un profundo
desfiladero. Por fin regresaron a Uplon —mi mundo— dejando tras de sí muchos
vestigios de su permanencia. En ciertas regiones de un desierto llamado Gobi se
pueden ver las vitrificaciones producidas por las explosiones atómicas que llevaron a
cabo. Es fácil encontrar aún parte de sus calendarios, sus mapas, sus mediciones, que
tus semejantes no son capaces de interpretar.
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—Y usted, ¿a qué ha venido ahora? —respondió Martín al largo discurso del
piloto.
—A conoceros, a saber cómo sois. Todavía he de ir a visitar a otro habitante de la
Tierra: Herman Ruff.
—Herman Ruff, Herman Ruff…
El pastor amusgó los ojos. Aquel nombre le sonaba, y agregó:
—Ah, sí… Leí algo de él en un periódico que encontré una vez. Es un gran
hombre.
—¿Inteligente?
—Ya lo creo que sí.
—¿Más que tú?
—¡Menuda diferencia!… Yo soy un pobre pastor. Ni tengo instrucción ni nada.
Ikles tomó mentalmente una decisión: regresar de inmediato a su planeta. Si aquel
hombre —uno de los más ínfimos, intelectualmente hablando— poseía un cerebro tan
portentoso, ¡cuál no sería el talento de un Herman Ruff!
Así, pues, se despidió del pastor y volvió a la nave. Dos minutos después, Martín
la vio perderse en la oscura inmensidad de la noche.
A la misma hora el fabuloso Herman Ruff tomaba whisky en su elegante club.
Durante toda la jornada su cerebro no había segregado una sola idea, por la sencilla
razón de que era totalmente incapaz de ello. Sus actividades de aquel día se habían
limitado a una sesión de sauna, peluquería, manicura, desayuno. Un corto paseo en
coche, seguido del aperitivo; almuerzo en un restaurante de moda. Por la tarde,
carrera de caballos, y una representación teatral que le aburrió mortalmente; y, por
último, una amable reunión en la que tuvo ocasiones de decir una buena sarta de
vaciedades y lugares comunes, además de repetir algunas frases sobre política
internacional, leídas en una revista.
Herman Ruff era un perfecto majadero. Ingenieros, técnicos, especialistas,
profesionales de las más diversas ramas, llevaban sus negocios y fábricas,
haciéndolas funcionar casi automáticamente. Su influencia, su prestigio, su fama,
procedían de su dinero, ganado a pulso por su bisabuelo, en no muy honradas
especulaciones.
Ikles se llevaba, pues, una idea muy errónea de los hombres de la Tierra, ya que
ignoraba lo que dijo un filósofo de este mismo planeta: «Yo soy yo y mi
circunstancia».
Martín Romero era un genio al que una ancestral circunstancia mantenía junto a
su perro y sus borregos.
A su vez Herman Ruff, era también un ser determinado por otra circunstancia. La
atroz, la terrible, la implacable circunstancia, había hecho del primero un simple
pastor; del segundo un fabuloso personaje.
Ikles, en la base de contactos, informó: La tierra está poblada por seres de colosal
talento. Tanto es así, que aquellos que tan sólo alcanzan el nivel mental del genio, se
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les destina a guardar rebaños.
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ELLOS, LOS MARCIANOS…
(De las crónicas de un periodista del siglo XXI)
Marius Lleget
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—Ni Fobos ni Deimos sirven para eso.
Quien se había pronunciado tan categóricamente era el mayor Donald McKey.
El mayor McKey, desde el año 2003, era la máxima autoridad de la Tierra en
asuntos marcianos. Por dicha razón, Peter Filby y Antoni Puig dejaron de defender la
candidatura de Fobos y Deimos.
Pero antes debo explicar de qué se trataba…
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podemos hacer es esperar cuál será el resultado de nuestra entrevista antes de hacer
nada.
—Conforme —recuerdo que dije finalmente a mi admirado amigo—, pero me
figuro que el mayor McKey no es el amo de la Interplanetary Travel Society. Y
además, ¿quién asegura que Fobos y Deimos no son satélites artificiales? Yossif
Shklovsky había dicho…
—Seguro que McKey no es el amo —me interrumpió Antoni Puig— pero
también es cierto que es el director. En otras palabras: es el mayor quien da el visto
bueno a todos los proyectos de exploración que se realizan. Tú no ignoras que la ITS
es una entidad muy poderosa, tal vez la primera de la Tierra en su especialidad, y
McKey es en ella el hombre de confianza. Sólo él es capaz de arrancar los millones
que se precisan a los ceñudos capitalistas que la administran. En cuanto a las teorías
de Shklovsky… En fin, McKey controla todo lo referente a viajes más allá de los
límites de los servicios regulares. Y desde el día que el mayor vio triunfar su idea de
construir un satélite para iniciar la conquista de la Luna, casi no puede proyectarse
nada sin su aprobación. ¿Comprendido?
Y nos fuimos a Londres, ya que no quedaba otra solución.
Londres, Astropuerto Central. Hace media hora que hemos salido de Mallorca,
donde Filby y Puig se dieron el lujo de unas cortas vacaciones. A pesar del calor, en
el Astropuerto se observa un movimiento extraordinario. En las grandes pantallas
ultravisoras del edificio destinado a los pasajeros de la Trans-Spacial Lunar Ship,
pueden admirarse las imágenes constantemente enviadas desde la Luna. Moon City
n.º 1, en menos de un segundo y un tercio, transmite a la Tierra escenas de la vida de
los hombres destacados en Selene. Esos hombres envían constantemente imágenes y
hablan sin descanso a los terrestres, y viceversa, en un contacto ininterrumpido,
interesantísimo, incluso para quienes ya estamos acostumbrados a ello. Pero nosotros
hemos venido aquí por asuntos de mucha mayor envergadura, porque no es ninguna
boutade añadir que ahora se trata de emprender un viaje 150 veces más largo, y…
(pero no tuve tiempo de terminar mis reflexiones).
—¡Hallow! Hace quince minutos que estoy esperando su llegada. ¿Por fin han
aterrizado, hijos?
La voz autoritaria pero simpática del dinámico codirector de la Interplanetary
Travel Society se dejó oír desde bastante lejos, antes de que su corpulenta silueta se
perfilara, finalmente, junto al aerotaxi.
—Sí, mayor —le decía Antoni Puig, haciendo alardes de su inglés impecable—,
venimos… los tres.
—¿Cómo se entiende los tres? —contestó sorprendido el mayor, lanzándose
materialmente al interior del aerotaxi.
Y luego, reponiéndose:
A pesar de tener una mano amoratada, me di buena prisa en redactar las siguientes
notas, tan pronto como la conferencia atacó el orden del día:
—Fobos y Deimos no sirven para nuestro propósito —naturalmente, tenía la
palabra el impetuoso McKey—, porque Fobos sólo tiene una gravedad de una
dosmilésima parte de la nuestra, y Deimos se halla demasiado lejos del planeta…
—Pero, ¿y la ayuda de los telescopios no puede ser útil?
—Le interrumpió Filby.
—Imaginen que Marte sea un mundo vivo —prosiguió el Mayor—, pero no sólo
con plantas, sino que el telescopio revela la existencia de seres superiores, es decir, de
unas construcciones sintomáticas levantadas en el planeta y en Fobos y Deimos. ¿Qué
harían entonces? Es natural que pensemos en construir nuestra propia base, para
iniciar una exploración con todas las garantías.
Antoni Puig abrió la boca, sin duda para decir algo, pero todo quedó en un simple
simulacro de bostezo. McKey seguía hablando:
—Hijos, no podemos entretenernos en teorías. Si los marcianos existen, ya lo
veremos. Lo que importa sobremanera ahora es que actuemos con cautela.
—Yo me pregunto —continuó— de qué nos serviría una base sin gravedad como
Fobos, o una estación como Deimos, que además de no poseer tampoco la gravedad
suficiente para nosotros se encuentra demasiado lejos del planeta. Debemos estudiar
Marte, desde luego, pero sin ser vistos… y con absoluta comodidad. Quiero decir en
condiciones que nos recuerden, en la medida de lo posible, las de la Tierra.
—Todo esto presupone que en Marte pueden existir seres inteligentes, ¿tal vez
hombres semejantes a nosotros?
12 de enero de 2007. — El tráfico que hemos observado hasta ahora sobre Marte
es todo por vía aérea. Se trata de aparatos que recuerdan vagamente a nuestros
primeros autogiros, pero con la diferencia de que, debido a la tenuidad del medio
ambiente marciano, se mueven por aspas a reacción. Otra curiosa particularidad de
dichos aparatos es que no dejan trazas de condensación a su paso, pudiendo tratarse
de haces luminosos y no de gases, el medio empleado para su locomoción.
15 de enero del 2007. — Dentro de pocos días podré comunicar nuevos detalles,
cuando entremos en contacto con los marcianos de la misteriosa ciudad del Lago
Moeris, la más importante del planeta. La segunda se encuentra en la costa nordeste
de Lybia, y la tercera, junto al meridiano cero, se levanta en un extremo del Sinus
Furcosus, en la región del Deucalión ya lindante con el ecuador del planeta.
La «Operación Gran Syrte» acaba de abrir un nuevo horizonte a nuestra
humanidad. Una especie inteligente marciana, mejor o peor que nosotros, que nuestra
especie terrestre, será visitada de un momento a otro por hombres de la Tierra.
Durante milenios hemos estado esperando ese contacto, y ahora queremos hacerles
saber que han sido pacíficamente espiados desde el espacio —desde el mismo
espacio donde ellos sin duda ya se iniciaron al vuelo interplanetario— mientras ellos
continuaban luchando denodadamente contra un medio cada vez más hostil…
La historia apasionante de los países de Marte, de sus costumbres, de sus idiomas,
de sus sentimientos, de su arte, de su ciencia, de sus epopeyas —si también las tienen,
como suponemos—, no tardará en iniciar un emotivo intercambio con el legado
espiritual de los hombres de la Tierra, que nos toca a nosotros el honor de representar.
¿Cuál será su fe? ¿Cuáles sus verdaderas preocupaciones actuales? Vamos a
enfrentarnos —y quién sabe si será para siempre— con un misterio formidable. Nadie
nos asegura que los marcianos hablen, escriban y piensen de un modo inteligente para
nosotros. Pueden, incluso, no hablar, no tener necesidad de hacerlo, ni de escribir:
pueden ser tan distintos, espiritualmente, como semejantes en lo físico. Acaso los
hombres del Lago Moeris están trabajando en reparar la gran catástrofe observada
desde la Tierra en el año 2003, cuando en nuestro mundo su mortífera inundación
levantó, precisamente, un clamor de esperanza. Nosotros habíamos creído que
aquello era una demostración de vitalidad, y no una catástrofe casi irreparable. Este
simple ejemplo ya demuestra cuán difíciles han de ser las relaciones entre dos
S. Martín Subirats
Día 23 de noviembre
Estoy convencido de que el mundo se está dando cuenta de lo que ocurre.
Hemos intentado mantenerlo, de común acuerdo, en secreto, pero no
podremos ocultar por mucho tiempo más la verdad. Algunos periódicos han
publicado ya artículos haciendo referencia al gran número de abortos que se
han producido de un tiempo a esta parte, y al gran número de seres deformes
nacidos en toda la Tierra. Las predicciones del Congreso han sido ciertas
hasta un extremo realmente inimaginable. Creo que pronto cundirá el pánico.
Sin embargo, debemos esperar. Tal vez lo único que nos quede sea confiar en
Dios…
Día 27 de noviembre
Hace unos días que evito hablar con Inés. Ella parece temer algo. Los
rumores se extienden, y no hay forma de controlar un rumor que no es más
que una manifestación de la verdad. Creo que será preferible afrontar la
Día 15 de enero
El Congreso ha resultado completamente negativo. Varios doctores han
presentado toda clase de probables soluciones, que han resultado inútiles.
Nada puede hacerse. El doctor Mills, la mayor autoridad mundial en
ginecología, ha hablado en representación de todo el mundo.
—Estimados colegas —ha dicho—, ciudadanos de este desgraciado
planeta. Parece como si Dios quiera terminar así con nosotros, y no tenemos
derecho a quejarnos, pues hemos sido nosotros mismos los causantes de
nuestra suerte. Ya sé que es duro, pues no será la nuestra una muerte violenta,
un fin trágico. Moriremos lentamente; y moriremos solos, solos con nosotros
mismos, condenados a contemplar nuestros propios rostros como en un espejo,
tanto o más avejentados que los de nuestro prójimo. Y moriremos, y esto es lo
más horrible, sin volver a contemplar los alegres juegos de un niño a nuestro
paso. Va a ser duro, pero en nuestro propio pecado vamos a encontrar nuestra
expiación. Nosotros, los médicos, vamos a ser los encargados de transmitir un
poco de entereza al resto de la humanidad. Jamás volveremos a oír la risa de
un niño.
Y ahora es precisamente cuando acuden a mí aquellas palabras de Cristo
en el Evangelio: “En verdad, en verdad os digo, que quien no se hiciere como
esos pequeñuelos no entrará en el Reino de los Cielos…”
El doctor Mills no ha podido terminar; la voz le temblaba. Cuando Albert
y yo hemos abandonado el edificio del Congreso comenzaba a lloviznar.
Hemos caminado mucho rato el uno junto al otro, sin decir una palabra.
Día 18 de enero
Todo es un caos. La gente sabe ya la noticia, y muchos no han podido
resistirlo. A veces es demasiado espantoso darnos cuenta de la inmensa
soledad que puede llegar a rodearnos. Hay una verdadera epidemia de
suicidios…, sobre todo entre las mujeres que se encuentran encinta, entre las
mujeres que han dado a luz, entre los padres de esas criaturas nacidas para la
muerte. Es algo espantoso.
Albert ha venido a verme hoy. Viene muy a menudo, de un tiempo a esta
parte. Me ha preguntado por Inés. Ella ha leído ya los periódicos, y sabe. Sin
embargo, no me ha dicho aún una sola palabra. Los órganos oficiales del
mundo han publicado ya, de una manera clara, la situación. No podían
ocultarlo por más tiempo. Hace cinco meses que no ha nacido ningún niño
normal, que no ha nacido ningún niño que haya sobrevivido más de cuarenta y
ocho horas. Y esto en todo el mundo.
Se han formado comunidades de ancianos que han ido a morir a las
montañas, a los desiertos, lejos de las recién construidas ciudades. Quieren
pasar los últimos días de su vida de una forma digna. Éste es un invierno
largo, van a ser muy largos todos los inviernos que aún nos quedan. Es
extraño, pero Albert y yo seguimos confiando en un milagro. No puede ser que
esto siga ocurriendo, que la humanidad muera de esa forma. Quizá se trate
sólo de una prueba. Sí, eso es: una prueba. Tal vez mañana veamos brillar en
el cielo la misma estrella que brillara hace muchos años, allá en Belén. Sin
saber por qué, miro ahora a menudo, fervorosamente, hacia el cielo,
esperando ver algo allá, algún signo que me revele el perdón.
Y en medio del silencio, con los ojos cerrados y las manos unidas sobre el
pecho, con una gran angustia en mi corazón, rezo…
Y al fin llegó el día. Inés fue traída al quirófano. Sin saber cómo, me encontré
temblando. Un sudor frío inundaba todo mi cuerpo. Debía hacerlo, debía ser fuerte y
hacerlo, como lo había hecho otras tantas veces. Pero eran demasiados casos vividos,
demasiadas sensaciones que me aturdían. Y esta vez se trataba de Inés. Y de mi hijo
también.
Albert vino en mi ayuda. Nunca podré agradecerle aquellos momentos de
ansiedad pasados junto a mí. Recuerdo que me puso una mano sobre el hombro, y me
Antonio Mingote
Antonio Ribera
Tomás Salvador
Uno de los más conocidos entre los escritores españoles del momento. Tiene
publicados diecisiete libros, entre novelas y volúmenes de narraciones, y sus
artículos aparecen diariamente en periódicos y revistas. Ha obtenido premios tan
importantes como son el «Ciudad de Barcelona» de novela, el «Planeta» y el
«Nacional de Literatura». Apasionado de la literatura de fantasía científica, que
considera el género más actual dentro de nuestro tiempo, le ha dedicado tres de sus
libros y varios relatos cortos.
Domingo Santos
Otro de los pioneros de la moderna fantasía científica española, y uno de sus más
jóvenes, combativos y entusiastas cultivadores. Ha publicado ocho novelas, y gran
cantidad de cuentos dispersos, así como artículos de divulgación. Es asesor ejecutivo
de una de las colecciones que se publican en castellano del género, y dirige asimismo
la primera revista de fantasía científica que se publica en España. Sus avanzadas
ideas respecto a la ciencia-ficción lo han colocado entre los primeros planos del
género en España, siendo considerado, hoy en día, uno de sus maestros indiscutibles.
Y de pronto, una idea fugaz cruzó brevemente su cerebro. Hacía mucho tiempo,
muchísimo tiempo de ello. Era una idea casi olvidada, apenas el bosquejo de una
conversación. Eran los labios resecos de un marinero del espacio, el rostro de un
marinero, surcado por las profundas arrugas del infinito. Eran unos labios que iban
desgranando una extraña historia allá, en algún remoto lugar, en algún remoto tiempo
que quizá nunca llegó a existir. Una historia extrañamente maravillosa.
—El destino del hombre es el infinito. Estamos atados a la Tierra por nuestro
cuerpo, pero llegará un día en que nos libraremos definitivamente de ella, y el espacio
será entonces nuestro reino. Pero para conseguirlo necesitaremos pasar antes una gran
prueba.
—¿Una prueba?
Eduardo Texeira
II
La base lunar del Cuerpo Especial, en guarnición en las cercanías de la Esfera,
nunca se había distinguido entre todas las de la Luna y la Tierra como lugar
apropiado para la diversión. Pero últimamente su seriedad y disciplina espartana
habíanse superado, implantándose en las diversas dependencias, aún más si cabía,
III
Los cuatro pares de ruedas irregulares hacían avanzar al mal llamado coche-oruga
por la quebrada llanura cercana al cráter de Alfonso, dirigiéndose a la elevada
cordillera del lindante circo de Tolomeo, en cuya base se levantaba, al cobijo de los
elevados picachos, la reluciente Esfera, coronada por los tubos de salida de los
proyectiles.
A bordo del vehículo iba un solo hombre, enfundado en el grueso traje espacial,
tocado por un casco de fibra de vidrio endurecido y de plástico la visera azulada que
protegía sus ojos del resplandor cegador de la superficie lunar.
A pesar de la perfecta aclimatación del traje y del funcionamiento del equipo
eliminador de sudor, el tripulante sentía —o al menos le parecía— que su frente y
manos, enfundadas en suaves pero espesos guantes de nylon, estaban empapadas en
sudor. Sobre el otro asiento vacío que había en la reducida cabina del vehículo tenía
un sobre protegido por una funda de goma y una pequeña maleta de misterioso
contenido.
Toda su atención parecía prestarla a la inspección del terreno que le ofrecía la
pequeña pantalla de televisión colocada ante sus ojos, sobre los simples mandos del
coche. No hacía el menor caso al ininterrumpido parpadeo de la radio de a bordo que
desde hacía tres kilómetros insistía en establecer comunicación con él. Por el
contrario, procuraba desviar su mirada de la temblorosa luz roja.
A medida que avanzaba, la Esfera, que al comienzo del viaje se le antojaba tan
pequeña como una pelota de tenis, iba adquiriendo proporciones aterradoras. Ahora
estaba cruzando por entre las instalaciones de radar, observando cómo las pantallas
giraban siguiéndole en su camino. Cludio debía estar vigilándole por medio de los
visores cómo su renqueante oruga iba terminando de recorrer los últimos quinientos
metros.
IV
F. Valverde Torné
Uno de los pioneros de la actual fantasía científica en España, junto con Antonio
Ribera y Domingo Santos. Ha publicado cuatro novelas, dos libros de divulgación y
multitud de artículos de índole científica en diversos periódicos y revistas nacionales.
En su obra se trasluce su constante inquietud por profundizar cada vez más en ese
Desconocido que es el Hombre, cuyo misterio tratar de penetrar en todos sus relatos.
El Hombre se incorporó.
Era extraño. No notaba nada. Era una obra perfecta, se dijo. Tenía noción de sí
mismo. Se reconocía. Recordaba. Pero había algo olvidado, algo muy importante…
Algo que antes le había dado mucho qué pensar. Y lo había olvidado.
Tal vez el dolor… No, lo recordaba perfectamente, aunque ya no sufría. Jamás
volvería a sufrir.
El doctor y el científico le miraban a cierta distancia. Cuando quiso acercarse a
ellos tropezó con un muro infranqueable e invisible de energía concentrada sin
alcanzar el nivel de la materia. Eran unas densas radiaciones que sólo se proyectaban
en un plano vertical, desde el techo hasta el suelo.
El Hombre se supo encerrado, pero no le importaba. Sabía que podía liberarse de
aquella cárcel de energía, aunque de momento ignoraba cómo. Un ser inmortal puede
esperar. No importaba.
¿Qué era lo que había olvidado? No, desde luego no era la necesidad de matar.
Esta idea ocupaba precisamente todos sus poderes mentales, como si fuera el único
objetivo de su futuro.
—¿Me oyes, Hombre?
Era la voz del doctor, clara, pero temblorosa. Indudablemente tenía que hacer un
esfuerzo para vencer al miedo.
—Sí, le oigo.
—¿Qué sientes?
—Nada.
—¿Sabes que estás prisionero?
—Sí.