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Recopilación

de relatos de Ciencia Ficción escritos por Alfonso Álvarez Villar, Alicia


Araujo, Ángel Torres Quesada, Antonio Mingote, Antonio Ribera Jordá, Carlos
Buiza, Domingo Santos, Eduardo Texeira, Eugenio Luque, Federico García Llauradó,
Francisco Valverde Torné, Jorge Campos, Juan G. Atienza, Marius Lleget, Narciso
Ibáñez Serrador, P. G. M. Calín, Santiago Martín Subirats y Tomás Salvador.

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AA. VV.

Antología Española de Ciencia


Ficción
Recopilación de Domingo Santos
Nebulae - Primera Época - 141

ePub r1.1
mnemosine 14.06.2019

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AA. VV., 1967

Editor digital: mnemosine
Primer editor: Thalassa
ePub base r2.1

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PREFACIO

Nuestra época ha visto la aparición de un género nuevo de literatura, que responde a


la mentalidad dominante entre amplios sectores del público lector: la Science Fiction,
así llamada en los países anglosajones y en Francia; Fantascienza en Italia; Ciencia
Ficción en la América Hispana (donde se adaptan con presteza los vocablos de origen
norteamericano), y Ficción o Fantasía Científica en España, denominación esta
última, con la de Literatura de anticipación, que parece la más correcta.
Este género pasará a la historia de la Literatura Universal como fenómeno muy
representativo de nuestra época tecnológica. Hasta cierto punto, cumple en ella una
misión parecida a la que cumplieron en la Edad Media las novelas de caballerías.
Algunos críticos literarios, sin embargo, suelen mostrar una típica actitud de
suficiencia benévola ante la Fantasía Científica, que en el fondo no revela más que el
desconocimiento que de ella tienen. Así, suelen principiar sus críticas con la alusión
obligada a Julio Verne (pese a que éste escribió, en realidad, novelas de aventuras
científicas); los más enterados citan además a H. G. Wells, y en este caso ya están
más en lo cierto, aunque a este nombre habría que añadir sin duda el del
norteamericano Hugo Gernsback, uno de los auténticos «padres» de esta literatura tan
prolífica. Sonda lanzada hacia el futuro, hacia otras dimensiones, hacia el
microcosmos y hacia el macrocosmos, nada más —y nada menos— es la Fantasía
Científica.
Y como no podría por menos de suceder, distintos cultivadores del nuevo género,
ya sean norteamericanos, franceses, rusos o ingleses, le han impreso sus peculiares
características nacionales. Así, hoy ya podemos hablar de distintas escuelas dentro de
la Fantasía Científica. Y, entre ellas, de una naciente escuela española, bastante
parecida a la inglesa (Wells, Wyndham, Aldiss, etc.), por su realismo, y que se refleja
en las obras de los escasos cultivadores españoles de este género, a los que precedió
Cervantes, ya en el Quijote, con la fábula del inmortal Clavileño.
Hoy son muchas las realidades técnicas que literalmente nos predijeron los
cultivadores de la literatura de Fantasía Científica y para un futuro no muy lejano,
hemos de ver convertidas en certeras las predicciones de las conquistas espaciales, de
la robótica, y de tantos avances que no podemos considerar seriamente en la
actualidad.
En este mundo de visión del mañana, presentamos en la presente Antología a un
grupo de significados escritores, verdaderos pioneros de Fantasía Científica de habla
hispana, seguros de que su lectura ha de merecer la acogida más entusiasta por parte
de los lectores, por el desarrollo de cada uno de los temas en el que cada autor ha
puesto su mejor deseo para conseguir despertar el interés a esta subyugante literatura.

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LAS CADENAS

Alfonso Álvarez Villar

Doctor en Filosofía y en Medicina, profesor adjunto de la Universidad de Madrid


y profesor vicesecretario de la Escuela de Psicología, jefe del Departamento de
Psicología del Instituto de la Opinión Pública (Ministerio de Información y Turismo),
ha realizado varios trabajos de investigación científica y es autor de textos
psicológicos y de numerosos artículos literarios y culturales en casi todos los diarios
y revistas de España. Ha publicado algunos cuentos de ciencia-ficción en revistas y
en el diario Ya.

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Primero fueron los últimos estertores de la noche en aquella noche más negra
todavía. Luego, como un polvo de oro que se desparrama por los orificios de una
bolsa mal cerrada, fueron cayendo sobre la lobreguez infinitos rayos de luz que al
romper sobre los techos y las paredes dieron luz a mil trasgos pavorosos, a mil
contornos apenas silueteados que abrían sus ojos desmesuradamente, como si el sol
los hubiese sorprendido en sus féretros.
Finalmente, una claridad lechosa hizo visibles los contornos al fundirse en una
urdimbre de vibraciones luminosas los chorros de luz que se habían precipitado entre
las Grietas. Prom se frotó los ojos y se acercó cauteloso a los tizones ya apagados de
su horno de granito. Su sombra se movía como un gigantesco oso al acecho sobre el
farallón más lejano que empezaba a devolver los ecos del Pueblo.
Cada vez la luz vencía con más facilidad los vapores sombríos de las
Profundidades. Ahora era fácil distinguir una pequeña sala que se abría en el fondo a
otra mucho más amplia. En las paredes se alineaban varias repisas de tosca factura,
en la que mil objetos extraños habían sido desgastados por varias generaciones de
proms: trozos de magnetita, minerales arrancados de las entrañas de la Gran Caverna
o en las orillas del Lago Verde, plumas de aves ya fosilizadas, coleópteros que aún
conservaban toda la policromía de sus hélitros, herramientas variadísimas de hierro o
de bronce fundido, etc. Y allí, en las paredes, los signos de una escritura que sólo los
proms sabían descifrar y en las que los conocimientos de las generaciones se iban
transmitiendo como una onda líquida con las estrías apenas desgastadas por la
humedad perenne en que vivía el Pueblo, relucían aún los caracteres del último de los
proms, un hombre ya maduro, pero cuyos iris no presentaban ese color lechoso, que
convertía en cadavérica la mirada de otros hombres y mujeres de cierta edad.
Un día el Gran Consejo le había conducido allí, después de dar honrosa sepultura
a su antecesor. Lo merecía, puesto que fue el descubridor de una cerbatana,
construida con fémures de cordero. Gracias a ello el Pueblo pudo vencer a la tribu de
los Caras Verdes en una lucha sangrienta.
A partir de entonces, el inventor se había negado a comer y un día le habían
encontrado muerto en el fondo de esa misma gruta que ahora habitaba Prom.
Gan también se había desperezado. Llegaba desde arriba ya, filtrado por capas
innumerables de granito el clamor de los dioses. Era sólo un momento, porque el
pueblo de los hombres también comenzaba su algarabía matinal. Eran los balidos de
unas ovejas de lana lacia y de ojos descoloridos que iban siendo conducidas a los
pastizales de líquenes; eran también los pastores que se dirigían al Lago Verde para
pescar anguilas y salamandras de piel blanquecina; eran las mujeres, que comenzaban
sus faenas domésticas en los pequeños cubículos o en las grandes grutas del mundo
subterráneo. Pero todo ello multiplicado por cien, por mil, por un millón, al hacer
cada gruta de resonador y de fabricante de ecos de los ruidos y de las voces que
procedían de las restantes. Aquel otro sonido, el que procedía de los dioses, y que
sólo Gan y unos pocos le escuchaban todas las mañanas, era mucho más suave que

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una zambullida en las aguas del Lago Verde; era como la caricia de una mujer que
nunca podrá ser nuestra. Los ojos viejos de Gan se llenaron una vez más de lágrimas.
Gan era el compañero de Prom. También un día el Gran Consejo le había
conducido allí, pero fue mucho antes de que Prom llegara. En realidad, había visto
morir a dos de sus antecesores, y sobre todo había sido testigo de sus muchas
zozobras por mejorar el cuerpo y el espíritu del Pueblo. Ambos habían añadido unos
renglones más al inmenso jeroglífico que manchaba como las diminutas huellas de un
pájaro el libro parduzco de las rocas.
—Un día más —afirmó Gan—, como si sus oídos no hubiesen escuchado los
chasquidos del sílex de Prom, que intentaba encender los tizones de su horno.
—Debe haberse mojado. Sin duda ha llovido —musitó Prom, mientras su mirada
se dirigía inquisitiva hacia las Grietas. ¿Por qué ocurría esto con cierta frecuencia?
Uno de los proms había dejado grabada en la roca la teoría de que en el cielo existía
otro Lago cuyas aguas se desbordaban. Pero a renglón seguido, su sucesor le rebatía
con la hipótesis de que eran los vapores del Lago Verde los que se condensaban en
alguna zona inmediata del cielo para volver a precipitarse otra vez por las Grietas.
Prom arrugó el entrecejo y se puso con más fuerza a activar la combustión. De
todas formas, pronto lo sabría. Sus ojos taladraron como un dardo el techo en el que
el hollín de muchas hogueras había dibujado contornos fantásticos que Gan gustaba
metamorfosear en una gimnasia desinteresada de su fantasía cuando sus ojos aún
penetraban con fuerza la semipenumbra de la gruta.
Una lengua de fuego restalló debajo de la marmita de piedra. Las retinas
deterioradas de Gan pudieron todavía discernir una mancha roja que iba adoptando
las formas más bizarras allá en el fondo de esa noche sobreañadida a la noche en que
vivía el anciano.
—¿Sigues intentando descubrir esa tierra mágica que nos va a permitir conocer a
los dioses? —preguntó Gan.
—Sí. He observado que hay una tierra blanca que hace más viva la llama de la
madera. Ayer me han traído un cántaro lleno hasta los bordes de ella. Ha mandado
recogerla el Príncipe en todos los lugares de la Gran Caverna.
—¿Y crees tú que esa tierra que tú buscas va a redimir a los hombres de sus
miserias?
—Si no creyera en tal cosa no estaría intentando su descubrimiento. El carbón de
madera es la naturaleza humana imperfecta; la tierra blanca es una mensajera de los
dioses, que lleva al carbón la luz y el calor de los Cielos. Por eso cuando se une con
él, éste arde con más fuerza para escapar por las Grietas. Yo quisiera, sin embargo,
encontrar un tercer elemento, una tierra «ligadora» que haga que esta conversión de
materia en luz sea mucho más rápida, tan rápida que funda esa roca que ha pesado
durante infinitos eones sobre nosotros.
—Pero los hombres no han mejorado desde que los proms existen. Sigue
reinando el mal entre ellos, como en los primeros tiempos; cuando la única luz y el

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único calor con que contaban era el que las regalaban los dioses a través de las
Grietas. Ahora, gracias a los proms, se matan con más facilidad.
—Pero eso no es culpa de mis antepasados. Cuando yo logre ver lo que hay más
allá de ese techo, el Mal quedará abandonado en el Mundo subterráneo, como una
piedra que un niño tira en el Lago Verde. ¡Seremos iguales a los dioses!
Pero un clamor ahogó sus palabras. Era ya la hora del Primer Almuerzo. El Gran
Sacerdote, seguido por varios de sus acólitos, iba repartiendo, gruta por gruta, las
raciones. Éstas consistían en tajadas de carne y de queso, orzas de leche y pelotas de
liquen fermentado. Los acólitos mantenían a la multitud a distancia valiéndose de
largas correas de cuero que restallaban como truenos sobre las paredes. Todos los días
se repetía esta escena. Porque estaba escrito desde hacía varias generaciones que sólo
el Gran Hechicero podía ser el intermediario entre los dones de los dioses y el
Pueblo. Sólo que cuando estos dones eran demasiado directos (algún pájaro o
murciélago que se extraviaban en el Mundo Subterráneo y esas extrañas formas
animales que aparecían de vez en cuando en el Lago Verde), el Gran Hechicero se los
reservaba para su mesa, aunque la prudencia le impulsaba a compartirla con el
Príncipe y los miembros más influyentes del Consejo de Ancianos.
La primera oveja había sido también un regalo de los dioses: contaba la leyenda
que uno de ellos había descendido, hacía ya innumerables generaciones, a una de las
cavernas. Aquel lugar había sido sagrado desde entonces y todos los años se
organizaban peregrinaciones y actos religiosos en aquel recinto santificado por la
presencia de un dios que había traído consigo una pareja de corderos. En cuanto a la
forma de aquella deidad, las leyendas discrepaban en los datos concretos, pero
coincidían en lo esencial: era una gran serpiente o una gran salamandra, o un gigante
que tenía que recorrer los pasadizos con los hombros encorvados. Sólo los proms
sostenían sacrílegamente que, por una causa desconocida, un macho y una hembra
del único animal grande que convivía con los hombres, proporcionándoles su carne,
su leche y su lana, habían caído por una de las innumerables Grietas del Mundo
Subterráneo. Pero a más de un prom estas declaraciones les había costado la vida al
ser linchados por la muchedumbre.
El Gran Hechicero se dirigía ahora hacia la gruta de los proms. Era la última que
visitaba, lo que suponía un retraso de más de un sexto de vigilia. Con un inmenso
resonar de cencerros, de jaculatorias mágicas y de gritos, avanzaba el Gran Hechicero
y su cortejo. Era una manifestación imponente: las luces producían culebreos
fantasmagóricos en las cadenas de todos los presentes. Pero más espectacular era el
delirio de algunos hombres y mujeres que se posternaban ante los sacerdotes
gimiendo como posesos y suplicando un pedazo más de carne o una pequeña ración
suplementaria de leche. Los látigos restallaban inmisericordes sobre sus espaldas, con
una cadencia mágica que iba acompañada de una oración pronunciada por los
acólitos en un lenguaje ininteligible para los profanos. A ello había que añadir el

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rechinar de las cadenas y el roce de los borceguíes de cuero sobre la piedra
resbaladiza.
El Gran Hechicero se irguió entre sus acompañantes. Era un hombre de una
estatura gigantesca y de una complexión maciza. Debía pesar más de cinco corderos.
Su túnica, teñida de hematites, caía hasta el suelo, y debajo de ella brotaba como una
serpiente la cadena más hermosa de toda la Gran Caverna, a excepción de la del
Príncipe. Porque todos los moradores de la Gran Caverna y de las restantes Cavernas,
a excepción de los proms y de algún loco como Gan, portaban cadenas de hierro. Era
una tradición que se remontaba al descubrimiento de aquel metal. Ni el pescador más
despreciable hubiera renunciado a llevarla, porque el prestigio de una persona se
medía por el peso de su cadena. La del Sacerdote, la del Príncipe y la de los
miembros del Consejo, eran tan grandes que necesitaban la ayuda de criados o
guardias de la escolta para que su poseedor pudiera caminar. Los proms habían
renunciado a este privilegio, pero es que se les permitía todo, puesto que,
prácticamente, no pertenecían al Pueblo. Hasta los chiquillos se mofaban de ellos, las
pocas veces que se atrevían a recorrer las restantes cavernas.
—¿Sigues obcecado en romper las fronteras del Mundo?
—Preguntó con una mezcla de mofa y de indignación el Gran Hechicero, que
mantenía una prudente distancia entre su robusta anatomía y la hoguera de Prom.
Todos sus acólitos prorrumpieron en una estruendosa carcajada, que fue
rebotando como una esquirla de roca, de caverna en caverna. Aquellas carcajadas
eran las compañeras obligadas de los proms, desde que los había habido en el Mundo
Subterráneo. Hasta en sueños les perseguían. Prom se encaró desafiante al Gran
Hechicero.
—Siempre os ha preocupado a los Grandes Hechiceros lo que tramaban los
proms. No es, pues, lástima la que os inspiramos. Por eso, cuando alguno de nosotros
hemos estado a punto de demostrar al Pueblo vuestras falacias, habéis lanzado a
vuestros creyentes contra nosotros, para que nos achicharraran en el mismo fuego que
los proms inventaron.
La faz de Thor, el Gran Hechicero, palideció intensamente. Su puño apretó con
más fuerza el látigo. En realidad le hubiese despellejado la piel, como hubiera hecho
con cualquier otro por menor motivo, pero la protección de los Príncipes se extendía
sobre todos los proms.
—No puedo tomar en consideración las palabras de un loco. Pero quiero
advertirte que tus trabajos no podrán pasar de cierto límite. Hasta los niños saben que
más allá de las Grietas está la morada de los dioses y de los demonios. Por una locura
tuya no voy a permitir que todos nosotros perezcamos.
—No se lo permitas —gritaron a una los restantes Hechiceros y el numeroso
acompañamiento de seglares.
Varios de ellos habían comenzado a tirar piedras sobre la vasija de cuarzo, en la
que se cocía una mezcla de minerales. Algunos de los acompañantes inmediatos de

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Thor levantaban ya el látigo amenazadores. Pero un estruendo de tambores y de
gongs paralizó las manos y enmudeció las lenguas: el Príncipe se acercaba. Casi
todos los días, en su recorrido por la parte habitable de la Gran Caverna, no dejaba de
desviarse unos centenares de brazos para visitar a Prom. Pronto la rojiza escultura del
Gran Hechicero tuvo como oponente la del Príncipe, rodeada de hombres de aspecto
sombrío, armados de espadas de hierro y de agudas saetas. Iban medio desnudos y
sólo los tatuajes cubrían su poderosa musculatura. A su vista los pastores, los
pescadores y hasta el pequeño grupo de consejeros y de artesanos temblaban de
espanto. Nadie hubiera podido aproximarse al Príncipe impunemente y los miembros
más ambiciosos del Gran Consejo lo sabían.
—¿Qué es lo que os ocurre, que siempre estáis vociferando como ovejas en trance
de parto? —bramó el Príncipe.
—Señor: este hombre ha blasfemado, como acostumbra su raza maldita.
—Pero este agravio no lo tiene que castigar tus propias manos, sino las mías, que
son las que hacen justicia.

Thor enrojeció de vergüenza. Sólo el Príncipe le podía hablar así, sin que él se
atreviera a rechistar. No hubiera ocurrido eso veinte generaciones atrás, cuando los
Grandes Hechiceros tenían en jaque a unos Príncipes débiles. Hasta se había dado el
caso de Grandes Hechiceros que eran a su vez Príncipes. Pero la Casa de los Dioses
había sido profanada por militares sin escrúpulos que se habían interpuesto entre los
dioses y sus emisarios. Los proms tenían en parte la culpa de ello por haber
convencido a los Príncipes de que el poder tenía su origen en las puntas de las
espadas, no en la gracia del Cielo. Mas, ¿quién sabe? Thor volvió a acariciar como a
un corderillo la idea de siempre: la de restaurar el esplendor de sus antepasados. ¡Si
los creyentes manejaran las armas con tanto arrojo como los soldados del Príncipe!
—El Pueblo desea que se respete la Casa de los Dioses.
—Fue lo único que se atrevió a decir.
Y acto seguido todo su cortejo desapareció empujándose y tropezando por uno de
los dos pasadizos que ponían en comunicación la gruta de los proms con el resto del
Mundo Subterráneo. Durante unos minutos nada se pudo oír, sino el chirrido de las
cadenas y la monotonía sonora de las jaculatorias piadosas. Ahora estaban frente a
frente el Príncipe y Prom. En cuanto a Gan, se había vuelto a sumergir en su sueño
metafísico. También le odiaba Thor, pero no se preocupaba de su existencia: ¡era sólo
un viejo loco!
El Príncipe hizo una seña y el círculo de hierro de su escolta se abrió lo suficiente
para que el dictador se acercase a Prom. De todas formas, a cualquier gesto hostil de
Prom se hubiesen lanzado sobre él, despedazándolo, ya que eran sólo máquinas
dispuestas a sembrar la muerte en aquel mundo en donde la misma muerte no
necesitaba la ayuda de los hombres para ser la única señora.

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Pero el Príncipe no temía a Prom. Le consideraba como un chiquillo travieso al
que había que consentir ciertas travesuras inofensivas que sólo a Thor y a sus
esbirros, ¡aquellos hombres y mujeres tan suspicaces!, les llenaban de irritación y de
congoja. ¿Cómo temer a un hombre de tan débil musculatura y tan ingenuo que no
era capaz de engañar al más tonto del Mundo Subterráneo? Además, ¡los proms
habían sido tan útiles al Principado!
El Príncipe había escapado al área de audición de sus guardias. Se trataba de un
secreto de Estado. Sólo Prom y los miembros del Consejo podían verle tan de cerca.
—¿Han prosperado mucho tus investigaciones?
Había en la voz del Príncipe un deje de complicidad.
—He recibido ayer una orza de sal blanca. Parece que el carbón de leña arde con
más fuerza, pero no con suficiente para derretir la piedra.
—Es de urgencia que lo consigas. Los de la Tercera Gruta han taponado con roca
todas las entradas de su país.
—Pero tú sabes, señor, que el propósito de mis trabajos es otro.
—Bueno, no me vuelvas a repetir lo de siempre. Sigue trabajando, que yo te
proporcionaré todo lo que necesites, aparte de mi protección. ¿Qué es lo que das
vueltas en las manos?
—Es un cristalito de un mineral que encontré el otro día a pocos brazos del Lago
Verde. Yo te agradecería que ordenases que me trajesen más.
—Tiene un bonito color amarillo. ¿Para qué puede servir?
Prom acercó un tizón al pequeño cristal que espejeaba en todas sus aristas los
resplandores rojos de la hoguera y la luz cenital que se filtraba por las grietas. Se
produjo una llama azulada y un humo denso que hizo estornudar al Príncipe y a
algunos de sus guardias más cercanos. El dictador se apartó instintivamente, y los
soldados echaron rápidamente mano a sus espadas.
—¡Quietos todos! —rugió el Príncipe, y luego comenzó a reír estrepitosamente
—. Creo que les va a gustar mucho a nuestros enemigos cuando les arrojemos esta
cosa amarilla con un trozo de leña en medio. Van a estar estornudando toda su
vida…, la que nosotros queramos concederles. Te traeremos más. ¡Te felicito, Prom!
Luego, los gongs y los tambores comenzaron a ensordecer los oídos y el pequeño
ejército se deslizó ordenadamente, con el mismo estrépito de cadenas, por donde se
habían atropellado las turbas de Thor. Lo último en salir fue la larga cadena del
Príncipe, cuyos eslabones retumbaban como truenos.
Habían vuelto a temblar las paredes del Mundo Subterráneo a la hora del Segundo
Almuerzo y ya sólo se escuchaban algunas voces dispersas de los trasnochadores que
jugaban a las tabas con un buen cántaro de leche fermentada delante. Las tinieblas
volvían a hacerse dueñas de la Gran Caverna. Era la hora de las consejas y de las
apariciones. Las leyendas afirmaban que durante la noche los demonios se filtraban a
través de las Grietas para sorprender a los solitarios y arrojar su cuerpo descoyuntado
en el centro del Lago Verde, allí donde nadie había tocado aún el fondo.

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Prom y Gan no dormían. Una claridad rojiza, la de los carbones medio extintos,
bañaba sus rostros, dándole reflejos sangrientos. Para el Pueblo aquellas horas
pertenecían a los demonios del mundo de más arriba, pero para Prom era el momento
indicado para espiar los secretos del Cielo. Nadie le había sorprendido hasta entonces
en esa actividad, porque el ruido de las cadenas denunciaba inmediatamente a los
espías que Thor enviaba con excesiva frecuencia a ese apartado rincón del Mundo
Subterráneo donde Gan fraguaba sus sueños y Prom luchaba por la salvación del
Pueblo.
El observatorio de Prom era la única rendija directamente accesible del Mundo
Subterráneo. Los sucesivos moradores de aquella Gruta habían esculpido unos
diminutos escalones convenientemente camuflados por el liquen y el musgo. Era
también el lugar por donde los dioses enviaban más «donativos»: mariposas de alas
multicolores, ratoncillos de piel de seda y, algunas veces, la atravesaban algunos
vellones de oveja más blancos que los de cualquiera de los ejemplares del exiguo
ganado del Mundo Subterráneo, pero que en cambio se deshacían entre las manos
dejando unas gotas de agua.
Prom comenzó a ascender trabajosamente por los escalones. Cualquier paso en
falso suponía una caída peligrosa.
—Llévame contigo, creo que aún mis ojos pueden ver el resplandor de la Gran
Diosa —suplicó Gan.
Era peligroso transportar al anciano hasta la pequeña plataforma sobre la que
daba aquella pequeña rendija, la hermana menor de todas las Grietas de la Gran
Caverna, que Prom utilizaba para atisbar los secretos de los dioses. Pero desde allí
sólo se veía el Cielo y unas rocas que se recortaban como buriles. Prom llevaba, sin
embargo, debajo de su zamarra un ingenioso dispositivo que se podía ajustar
perfectamente a la rendija. Consistía en un fémur de cordero, convenientemente
recortado y ahuecado. En uno de los extremos giraba un trozo de plata bruñida que
reflejaba los rayos transmitidos a través de la oquedad del hueso. Variando el ángulo
de inclinación del artefacto y el del espejo, Prom había logrado lo que ninguno de sus
antecesores alcanzara: descubrir que las rocas continuaban hacia más abajo, hasta una
línea en donde, a juzgar por las distancias, unos musgos gigantescos se alzaban
desafiantes, como queriendo apuñalar a los dioses. Prom los había bautizado con el
nombre de «árboles».
Algunas mañanas, cuando el frío hacía tiritar al Pueblo, él había visto un
fenómeno que le había dejado asombrado: aquellas rocas y aquellos «árboles»
cambiaban su coloración natural por la de esos vellones gélidos que caían a millares,
enviados por una Fuerza desconocida. Finalmente, había descubierto cómo esos
pájaros que a veces se extraviaban por las Ventanas del Mundo Subterráneo,
planeaban con elegancia sobre un fondo azul que llenaba de alborozo el corazón de
Prom.

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Pero hasta ahora no había visto a ninguno de los dioses. ¿Es que acaso no
existían? ¿Eran los hombres del Mundo Subterráneo, los de esas dos tribus que ahora
se aprestaban a la guerra, los únicos seres inteligentes del Universo? Una vez más,
Prom iría a violar la ley más terrible de todas las promulgadas por los Grandes
Hechiceros: la de atisbar por las Grietas el Mundo de los Dioses. Más de un Prom
había sido castigado a la espantosa condena: fenecer de sed con las cuencas de los
ojos vacías. Era necesario que muriesen los sacrílegos, puesto que de lo contrario la
ira de los dioses se habría cernido sobre las mujeres, los hombres y los niños del
pueblo, y hasta las inocentes ovejas habrían expiado con su muerte la cólera celestial.
Tan imbuido se hallaba este principio en la mente de todos los hombres, que salvo
esas excepciones (sólo los proms se atrevían a desafiar a los dioses) a nadie se le
hubiera pasado por la imaginación contravenir el precepto que el mismo Cielo había
revelado a sus emisarios.
—Hoy veremos a la Gran Diosa —exclamó con pasión Prom, que a duras penas
había conseguido arrastrar al anciano Gan hasta el pequeño rellano. Diez metros más
abajo brillaban los puntitos rojos de la hoguera.
Los Anales cuyos datos a este respecto habían sido comprobados
escrupulosamente por Prom, afirmaban que la Gran Diosa pasaría aquella misma
noche en frente de la pequeña rendija. No se mostraría a ningún otro miembro del
Pueblo por la especial disposición de las restantes Grietas. Y en efecto, unos instantes
después la Gruta era inundada por un polvillo lácteo que imprimía un color azulado a
los objetos. La Gran Diosa se acercaba. Prom no podía girar a derecha o a izquierda,
sino hacia arriba y hacia abajo, el fémur de carnero. Era, pues, necesario esperar. Pero
la espera fue muy corta: un disco de color blanco como el hierro al rojo vivo, obligó a
los párpados de Prom a cerrarse, a pesar de que las pupilas estaban acostumbradas al
chisporroteo del fuego o a los fulgores cárdenos de los metales derretidos o
incandescentes.
—Está delante de nosotros —tartamudeó Prom, mientras anotaba mentalmente
una vez más las características que iba descubriendo en aquella bandeja inmensa de
plata bruñida. Sí, bruñida, aunque desde el primer encuentro con la Celeste Viajera,
Prom hubiese descubierto en aquel rostro zonas más sombrías y puntos más brillantes
que parecían furúnculos divinos. Su poder debía ser, de todas formas, inmenso,
puesto que hacía palidecer a los pequeños dioses que salpicaban como corazones
jadeantes en la región de los Bienaventurados, allí donde sólo eran recibidas las
almas de los Grandes Hechiceros, de los Príncipes y algunos de los Consejeros más
distinguidos. Porque el resto del Pueblo, incluyendo los proms, estaban destinados a
las profundidades del Lago Verde, hasta la próxima reencarnación.
Hizo que Gan se aproximara a la Grieta.
—Veo como un gran fuego blanco. ¡Es la Gran Diosa!
—Exclamó el anciano delirante. Pero su cuerpo decrépito no le permitía
mantenerse en esa posición incómoda y fue Prom el que continuó con la frente

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pegada en el duro almohadillado de la roca hasta que los últimos eslabones de la
cadena de plata de la diosa desfilaron por delante del observatorio, hasta que volvió a
reinar la lúgubre negrura en los Cielos, con algún que otro punto de luz clavado como
un grano de oro en el pecho inmenso de la Noche. Pero a cambio, de aquellos
instantes valía la pena perder la luz de los ojos y la humedad de las fauces.
Habían pasado algunos días y los carbones del horno de Prom seguían
encendiéndose y apagándose con un ritmo ininterrumpido. Más de una vez la
marmita se había quebrado, teniendo que ser sustituida por otra cada vez más
perfecta. Finalmente, había logrado de los artesanos del Príncipe un modelo de
cuarzo con una tapadera que se ajustaba herméticamente al recipiente. Con ella había
empezado una nueva serie de experimentos.
Cierto día hablaban Prom y Gan en los siguientes términos:
—Sigues buscando la salvación, pero la buscas a través de las Grietas, no de ti
mismo —objetaba Gan.
—¿Qué otra salida puede existir para los hombres? Cuando derritamos estos
muros que nos aprisionan nadie querrá ya llevar cadenas, ni habrá un Gran Hechicero
que tiranice al Pueblo.
—Pero te olvidas de otra salida…
—¿Cuál? Como no sea la del fondo del Lago Verde. A veces creo que también Él
se comunica con la morada de los dioses. Hay, en efecto, días en que las aguas suben
y amenazan inundar otras cavernas y cuando esto ocurre yo mismo he recogido restos
de musgos extrañísimos, parecidos a los que yo puedo ver desde mi observatorio…
Pero nadie podría llegar al fondo, a menos que estuviera muerto.
—Yo me refiero a las profundidades de tu alma. También por allí tú y los demás
hombres y mujeres podrán escapar del Mundo Subterráneo.
—Vuelves a referirte a tus éxtasis místicos. Yo sólo creo en lo que descubre la
Razón.
—Pues yo he visto en mis sueños cosas que ni tú ni tu fémur de cordero ha
podido siquiera barruntar: lagos mucho más extensos que el que encierran estas
paredes de roca, lagos en cuyas orillas las aguas rugían como hombres encolerizados,
deshaciéndose en una espuma blanca. He visto también ríos y cascadas tan anchos
como todo el Mundo Subterráneo y rocas inmensas de las que salían llamaradas de
fuego…
—¿Y has visto a los dioses?
—No. Pero creo que algún día los veré. Lo que sí he visto son hombres como tú y
como yo, pero que vivían más felices que nosotros, allá en unas regiones rodeadas de
luz y con una especie de roca verdosa sobre sus cabezas que dejaba filtrar los rayos
de la Gran Hoguera que nunca veremos desde aquí. Sí, una gran hoguera que al caer
el día tiñe de sangre los Cielos, como los carbones de tu horno…

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—Pero lo que tú has visto dentro de ti lo he deducido yo mediante sólidos
razonamientos apoyados en las observaciones realizadas por mí y por mis
antecesores, los proms. Es un motivo para que intentemos escapar del Mundo
Subterráneo lo antes posible.
—Yo también quisiera escapar porque sé que allá fuera es más fácil conocer a los
dioses, pero sé que con tus tierras y tus minerales no lo vas a conseguir…
La voz quedó muerta en la boca de Gan: un alegre tintineo se escuchaba en el
fondo del corredor de la derecha. Era, sin duda alguna, una mujer la que se acercaba,
porque sólo las mujeres llevaban cadenas pequeñas y, entre las familias más
distinguidas, siempre de oro o de plata. El corazón dio un vuelco en el pecho de
Prom: era Cali la que se acercaba.
Prom recordó, al ver su fina silueta recortarse sobre una de las paredes del fondo,
iluminada levemente por los últimos tizones que aún ardían, aquella mañana en que
la había visto por primera vez. Las Grietas lanzaban menos dardos de luz sobre las
estalagmitas y estalactitas, sobre las paredes con venas azuladas y cárdenas, sobre la
superficie del Lago que parecía una esmeralda recién bruñida. Se había tendido a la
orilla, entretenido con el débil chapoteo de las aguas. Arriba rugían los dioses. Él ya
había visto en qué consistía su cólera: puñaladas de hierro al rojo blanco, que herían
las entrañas de las rocas e incendiaban a veces sus faldas produciendo resplandores
como de infierno. Por eso, no temía la «Ira Divina»: él mismo había creado a escala
humana una diminuta tormenta frotando con fuerza con una piel una bola de vidrio y
acercándola a una aguzada punta de cobre. El descubrimiento había quedado
registrado en los Anales, pero aun así, se sentía impresionado por el aullido del aire al
penetrar en las lengüetas de las fisuras rocosas y rizar las superficies del Lago Verde,
y también por el retumbar de las bóvedas, que parecían desplomarse. Cada trueno era
el sucesor de una fosforescencia azul que hacía transparente el fondo del Lago. Y
Prom experimentaba, sin poder disimular, una sacudida nerviosa por cada Flecha
divina.
El Gran Hechicero había convocado al Pueblo a la Casa de los Dioses. Se oían a
lo lejos los gritos desgarradores de los hombres y de las mujeres que imploraban la
clemencia divina dirigidos por el Pontífice y sus auxiliares. Cada tormenta
significaba para la Casa de los Dioses un aumento del número de cabezas de ganado,
pero Prom no estaba obligado a asistir a los cultos religiosos y por eso se hallaba
solo, terriblemente solo ante la superficie pulida de un lago que se extendía muchos
miles de brazas delante de él, hasta perderse de vista y vaciarse por pequeños
riachuelos excavados en la roca que conducían hacia el Reino de los
Bienaventurados.
Y entonces descubrió a Cali. Se asía desesperadamente a los restos de un esquife,
construido como todos ellos por una piel y una armadura de huesos de cordero. Pero
estas embarcaciones eran muy frágiles. ¡Si Prom hubiese podido utilizar la sustancia

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de esos grandes musgos que él veía desde su observatorio! Cualquier movimiento
brusco las hacía zozobrar, lo que requería un gran dominio por parte de sus
tripulantes. Se conoce que la joven se había asustado sin duda alguna, mientras
paseaba por el Lago recogiendo moluscos con una larga pértiga de bronce que le
servía al mismo tiempo de propulsor. Había caído en una zona en donde no hacía pie,
e intentaba inútilmente enderezar la barquilla. Lo único que había conseguido era
acercarse más a la orilla y ponerse a la vista de Prom, que había tenido hasta entonces
cubierta su visión por una inmensa estalactita.
Ahora bien, Prom era uno de los pocos miembros del Pueblo que sabía nadar.
Sólo los pescadores más pobres lo sabían hacer, porque su cadena era demasiado
pequeña para servirles de lastre. Por eso se lanzó resueltamente hacia la muchacha.
Era tabú tocar a una mujer y aun siquiera mirarla fuera de ciertas ocasiones señaladas.
Sólo el Gran Hechicero estaba exento de este tabú, porque sus manos infundían la
gracia de los dioses y su mirada hacía fecunda a la mujer más estéril. Pero Prom era
un impío que no hacía caso de las órdenes emanadas del Gran Hechicero.
Por eso tomó en sus brazos a Cali y la condujo lentamente hacia la orilla. Cada
relámpago era como una sacudida eléctrica para la muchacha, pero Prom procuraba
tranquilizarla quitándole la fe en los demonios que durante las tormentas se
aprovechan para estrangular a los míseros pecadores del Pueblo que no acuden en
esos momentos a la Casa de los Dioses. Luego la depositó sobre el suelo y escurrió su
ropa empapada con el agua del Lago Verde. Estaban en una pequeña gruta atravesada
del techo al suelo por esbeltas estalactitas y estalagmitas que parecían mechones de
sebo a medio derretir. En el centro de la cúpula una fisura circular mostraba un cielo
de color gris en los intervalos en que no caía un chorro de agua que ellos dejaron
deslizarse sobre sus frentes, riéndose a carcajadas.
—¡Vamos ahora a beber de ella! Dicen que el agua de los dioses nos hace
inmortales —propuso la joven, y Prom pudo ver, bajo el rayo de luz que se diluía en
el agua celeste, su cabello de color de musgo quemado, los iris de sus ojos todavía no
desteñidos por la oscuridad del Mundo Subterráneo y unos labios gordezuelos que
sorbían el agua con fruición. Debajo de la zamarra de color malaquita pudo apreciar
también el nacimiento de dos pechos blancos y firmes como el queso bien cuajado. Y
Prom había descubierto aquella mañana que la razón no lo era todo en la vida de un
prom, de que la mayor injusticia que se había cometido contra ellos era la de
condenarles al más riguroso de los celibatos, sin la compensación de una muchacha
como aquella, que ofreciese su pecho de almohada en las largas noches de invierno,
cuando el calor de los carbones no basta para sentirse solo y desnudo bajo la mirada
implacable de los dioses que atisban por las Grietas.
Pero aquella mañana no la había hecho suya. Se había limitado a beber en su boca
las lágrimas de los dioses que resbalaban por la pequeña grieta del pecho. Luego, se
habían perseguido mutuamente entre los pináculos blanquecinos, verdosos y rosados,

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hasta que al terminar la tormenta tuvieron que separarse. Y Cali volvió a la gruta de
su familia.
Al día siguiente había ido a pedir la mano de Cali, pero sus padres le habían
arrojado a latigazos. ¿Qué podía ofrecer un prom, que no contaba ni con una sola
cabeza de ganado, ni con una cadena de hierro? Los proms eran una raza de locos
protegida por los Príncipes. Había acudido entonces al Dictador, pero éste había
reaccionado riéndose con una carcajada coreada por todos los miembros del Consejo
y hasta por esos guardias que parecían estalagmitas de músculos, sin un brillo
inteligente en la mirada.
Pero unos días después volvió a ver a Cali. Esta vez había aprovechado la
presencia de todos los varones del Pueblo en un campamento de pugilismo, en la
orilla de más allá del Lago. Habían acudido los gladiadores más destacados de los
Caras Verdes. La competición consistía en que dos contendientes se enfrentaban con
una barra de hierro en la mano y un escudo de bronce. Se proclamaba campeón al que
abriese antes el cráneo al contrario, y su premio consistía en diez corderos y el
permiso para añadir un eslabón más a su cadena, con lo que aumentaba un grado más
su status en la jerarquía social del Mundo Subterráneo. Luego se organizaba una orgía
colectiva en la que era obligatorio el emborracharse con leche fermentada y atropellar
a todas las mujeres que se interpusiesen en su camino, sin respetar siquiera a las
esposas del Príncipe. En ese momento todos los tabúes sexuales desaparecían y nadie
se sentía ofendido por la promiscuidad erótica.
Esta vez, también Prom paseaba por los bordes de uno de los tres ríos de aguas
verdosas que desembocaban en el Lago Verde. Tenía que apoyarse en la pared para
no caer en las aguas que se precipitaban retumbando sobre un lecho marmóreo. Había
mil extrañas fosforescencias en las orillas, como de gusanos luminosos, y en las
pequeñas cascadas los rayos de luz dibujaban arco iris de una belleza inefable.
Prom se introdujo por debajo de la pared líquida de uno de los saltos de agua.
Detrás de ella se ocultaba una gruta minúscula en la que flotaba una claridad de
ensueño. Le gustaba refugiarse en ese sitio cuando los chiquillos del pueblo no le
perseguían a pedradas, burlándose de él. Sabía, además, que de haber sido
sorprendido allí por alguno de los esbirros del Gran Hechicero hubiese sido
apuñalado y nadie encontraría su cadáver. Pero ahora estaba solo. Al menos así creía,
en un principio, porque cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la semipenumbra
de la gruta vio una frágil figura de mujer que se estremecía de espanto en un rincón.
—No, por piedad —oyó gritar a Cali, que, sin duda alguna, le había confundido
con alguno de los asistentes al bárbaro espectáculo. Se había refugiado allí para huir
de la orgía final, como hacían algunas pocas muchachas que odiaban aquel rapto
físico sin amor. Prom tranquilizó a la joven: mientras él estuviera con ella nadie la
ofendería, y al decir esto sus manos se apretaban en torno a un frasquito de oro que
contenía un líquido cuya fórmula secreta le había proporcionado uno de los
antecesores prom por medio del Gran Libro de Piedra.

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Sus manos se enlazaron en la semioscuridad. Delante de ellos flotaba, como una
mariposa, un arco iris que parecía la sonrisa de los dioses, y la rítmica cadencia de las
aguas no dejaba llegar hasta ellos el griterío de la muchedumbre, lanzado de gruta en
gruta, amplificado por las bóvedas ciclópeas y transmitido por los pasadizos tortuosos
en cuyas esquinas los demonios acechaban. Y por primera vez en su vida, Prom se
sintió niño y al mismo tiempo hombre.
—Desde que mis padres te arrojaron del hogar no he hecho otra cosa más que
pensar en ti, y al decir esto, Cali apretaba la mano de Prom con más fuerza.
Esto era, sin duda alguna, lo que las muchachas de todas las generaciones pasadas
habrían dicho a sus enamorados en circunstancias similares, pero la frase fulgía para
Prom como un canto pulimentado por las aguas; y milagrosamente original. Nada le
había enseñado a este respecto los Anales de la roca, ni una sola línea habían
dedicado sus antecesores a explicar los misterios del amor y por eso ahora se sentía
infinitamente más sabio que ellos. ¡Era el primer prom humano que miles de eones
habían producido! He ahí la señal de que la hora de la liberación se estaba
aproximando con paso rápido.
Luego, sus bocas se volvieron a entrelazar bajo la cortina de agua helada que caía
con estrépito. Más de una vez estuvieron a punto de perder el equilibrio, y esto sirvió
para que sus cuerpos entraran en contacto. Finalmente, el instinto les dio luces para
perpetuar el misterio de la vida, y Prom sintió en esos momentos que no era necesario
ascender al Cielo de los Dioses para conocer la dicha. Y comenzó a dar la razón a
Gan.
El agotamiento de la pasión y la suave cadencia de las aguas hicieron que una
dulce modorra les invadiera. Allá a un lado brillaba con fulgores mágicos la cadenita
de plata de Cali. Prom la había desprendido de su débil tobillo y ahora yacía como
una sanguijuela repleta, una vez apartada de su víctima.
De repente, el chirrido de una cadena les hizo despertar sobresaltados. Un hombre
se acercaba hacia la gruta. Sin duda alguna, la orgía había comenzado y los varones
del pueblo buscaban a las mujeres escondidas en los recovecos del Mundo
Subterráneo. Una figura gigantesca se proyectó sobre la cortina opalescente del agua.
Avanzaba tambaleándose bajo el peso de su embriaguez y de su gruesa cadena. Era
un soldado del Príncipe.
—Tú ya has gozado de la muchacha, déjame ahora a mí —tartamudeó con una
voz que profanaba la santidad del lugar, el gigantesco guardián del Dictador.
—Márchate de aquí. Esta mujer me pertenece —exclamó Prom con una voz que
le pareció extraña a él mismo.
El beodo midió con la vista la musculatura de Prom. Felizmente, no le había
reconocido. Además, no tendría ocasión de revelar nada al Príncipe, porque al ir a
empuñar la espada, un líquido humeante cayó sobre sus ojos, vomitado por la botella
de oro que Prom había sacado de la bolsa.

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Al contacto con el rostro mojado, se produjo un restallido y una débil claridad
azulada envolvió la cabeza del soldado, dándole apariencias demoníacas. Un grito de
dolor retumbó al mismo tiempo en la caverna, haciendo caer desfallecida a Cali.
Luego, intentando desesperadamente con las manos apagar las llamas que iban
royendo la carne de su cabeza, el soldado dio un traspiés y cayó de espaldas en el río,
cuyas aguas ahogaron demasiado tarde el fuego. Prom pudo ver, a la débil claridad de
las grietas y de los átomos fosforescentes, cómo el cadáver iba siendo rebotado por
las aguas verdes del río en dirección al fondo inalcanzable del Lago, en donde las
almas eran recogidas por los demonios y presentadas al tribunal de los dioses. Las
aguas de la pequeña cascada seguían cayendo con el mismo ritmo, como si no
hubiera ocurrido nada.
Desde entonces no había vuelto a ver a la muchacha, a pesar de los intentos, por
parte de ambos, para encontrarse. Tenían que esperar a que un nuevo combate de
gladiadores o una tormenta les permitiera encontrarse, sin testigos enojosos. Mucha
era, pues, la audacia de Cali para atreverse a burlar la vigilancia de sus familiares y,
venciendo los terrores de la noche, sin más luces que las hachas de sebo y las fogatas
medio apagadas, palpar su camino hasta la caverna de Prom.
Cali se aproximó a la fogata y extendió sus manos hacia ella. La humedad de la
noche las había entumecido. Pero fueron las manos de Prom, quemadas por los
reactivos y endurecidas por el uso de los instrumentos de su laboratorio, las que
terminaron de calentarlas.
—Voy a decirte algo muy importante —pronunció entrecortadamente Cali—. Me
he enterado de que el Gran Hechicero está conspirando contra ti para quitarte la vida.
Había un gran terror en la voz de la joven.
—Bien, eso ya no es nada nuevo para mí. Desde hace centenares de generaciones,
los Grandes Hechiceros han deseado asesinarnos, y algunas veces lo han conseguido.
Si no existieran Príncipes, hace mucho tiempo que esta caverna habría quedado
deshabitada, sin que ninguna mano de prom continuase redactando los Anales.
—Pero ahora se trata de un peligro inminente. Saben que estás muy cerca de
descubrir una materia que rompa estos muros. El Gran Hechicero teme que la
Doctrina quedaría también destruida y con ello su poder sobre los hombres.
—Pero yo tengo que continuar hacia adelante. Y más aún después de haberte
conocido.
—Precisamente por eso mismo debes interrumpir tus investigaciones… si es que
de verdad me amas.
—¿Por qué?
La joven palideció intensamente y bajó la vista avergonzada.
—Es que voy a tener un hijo de ti.
Prom bajó también la vista: aquello no estaba escrito en los Anales. Cogió, pues,
el buril y comenzó a escribir sus impresiones en la gran roca, pero no pudo terminar
la frase, porque una fuerza superior a la de la razón le arrojó en brazos de Cali y

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juntos permanecieron un buen rato, mientras el buril rodaba con un clic metálico, de
roca en roca. Los ojos de Gan permanecían fijos en el fuego moribundo.
Hacía ya algún tiempo que los demonios ululaban por las rendijas del Mundo
Subterráneo. Una brisa húmeda, pesada como las aguas profundas del Lago Verde,
recorría los múltiples pasadizos, jugando al escondite entre las estalactitas y
estalagmitas, rizando las aguas de los ríos y del mar interior, persiguiendo a los
hombres y a las mujeres que se encerraban tiritando de miedo y de frío, tras las
pesadas pieles de sus cubículos. Se oían a lo lejos las esquilas de las ovejas que
también temblaban en sus rediles. Pero la hoguera de Prom permanecía abierta y sus
temblores no eran los de un ser perseguido por los espíritus maléficos, sino los latidos
exultantes de la idea que se alzaba como un titán intentando perforar los techos
macizos de las rocas y de la Superstición. Las proyecciones sobre las paredes de las
llamaradas parecían girar en un loco torbellino; los espíritus del fuego se
empequeñecían y se agigantaban, como queriendo saltar hacia la morada de los
Dioses. Y su ritmo era el de la esperanza, el de la próxima liberación, en busca de ese
Principio Vital que había originado en los comienzos del Mundo Subterráneo la
energía calorífica, por encima y por debajo de aquella losa de piedra que ya pesaba
excesivamente sobre ellos.
Ahora se calentaba en la marmita de Prom una mezcla de polvo amarillo y de sal
blanca. La mezcla comenzaba a fundirse y Prom tenía que apagar con una pesada
tapadera de cuarzo las llamas azuladas que intentaban unirse a la danza frenética de
sus hermanas, que brotaban de las entrañas del carbón. Y entonces ocurrió lo
imprevisto: una parte de la mezcla rebasó el borde del matraz, y cayó sobre los trozos
de carbón incandescentes. Brotó, como el espíritu de un dios, una llama cegadora que
dejó trazas de estrellas y de soles en las retinas de Prom y que perforó hasta la misma
noche de los ojos de Gan, que dormitaba acurrucado en uno de los rincones de la
gruta, un relámpago arropado en una nube blanquecina, un chasquido de rayo sin
trueno que desvaneció por un instante la lobreguez de la caverna. Luego permaneció
flotando en el aire un olor acre que obligaba a Prom a estornudar y a restregarse los
ojos. Estos vapores se deslizaban por los dos pasillos, como queriendo comunicar la
buena nueva a todos los miembros del Pueblo.
La razón había vencido una vez más a las tinieblas. El mediodía de aquella raza
de proms escarnecida y sacrificada, había llegado. Prom escribió el último renglón de
los Anales. El segundo tomo de aquel libro se escribiría fuera del Mundo
Subterráneo, bajo la mirada de los dioses.
Pero Prom meditaba. Su espíritu era ahora el de todos los proms que habían sido
perseguidos, que habían luchado entre aquellas mismas paredes. Sentía la terrible
fuerza expansiva de aquella mezcla de carbón, polvo amarillo y sal blanca, pero
fallaba que el ariete se aplicase directamente contra los muros. Un puñado de aquella
sustancia explosiva había crecido en una fracción brevísima, hasta convertirse en un
gran cuerpo blanco que aún se sentía constreñido y mandaba jirones de su carne fofa

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hacia las restantes grutas y corredores. ¿Qué ocurriría si se la encerraba dentro de la
misma roca?; era seguro que rompería colérica el estrecho borceguí de granito. Había
ahora que fabricar el borceguí y esto fue lo que Prom comenzó a ejecutar.
Precisamente el buril de Prom había descubierto una especie de cavidad oculta
debajo de la Grieta del observatorio. No se había atrevido ni él ni ninguno de sus
sucesores a poner al descubierto esa cavidad, puesto que los Grandes Hechiceros
hubiesen lanzado un anatema fulminante contra ellos (estaba prohibido tocar siquiera
las grietas, ventanas sagradas por donde los dioses asomaban al Mundo Subterráneo).
Pero ya estas prohibiciones no pesaban sobre el espíritu de Prom.
Toda la noche se dedicó, pues, a alcanzar con un punzón de hierro la pequeña
bolsa pétrea. Luego, a través del pequeño orificio practicado, vertió el contenido de
dos marmitas llenas de sal blanca, polvo amarillo y carbón reducido a un polvo casi
impalpable. Antes, y con suma precaución, había desecado a fuego lento la mezcla
para alejar la humedad que mata al fuego y apesadumbra los espíritus. El polvo gris
quedó oculto como un absceso enquistado en las rocas. Finalmente, introdujo en la
masa una tira de lana que asomaba medio brazo como un segmento de nervio,
dispuesto a transmitir el impulso que haría latir al corazón de gigante oculto bajo los
músculos de granito.
Luego el Alba se filtró por las paredes de la gruta como un curioso que viene a
presenciar un experimento decisivo. Las llamas dormían ahora en paz, tras tantos
eones de pesadillas. Prom no sabía que aquellos carbones habían conocido en otros
tiempos la Gran Hoguera que les había regalado una chispa de fuego, antes de que
ellos se encerraran en las profundidades sombrías del Mundo Subterráneo. Pero
durante años incontables habían guardado aquel recuerdo, arropando aquella llamita
en sus entrañas, como una madre amorosa guarda a su feto hasta el momento de
lanzarlo al exterior. Miles de eones después, un cataclismo había encerrado a la
primera pareja del Pueblo en aquella mazmorra de granito. Los carbones recibieron la
avalancha en sus tendones azabaches, y unos meses después habían oído también el
primer vagido de un niño. Así, hasta que un prom los había arrancado de sus lechos
para forzarles a soltar aquella chispita de la Gran Hoguera que era su alma y su
recuerdo más sagrado.
Un terremoto de cadenas chirriantes y de voces llegó hasta los oídos de Prom.
Pronto la gruta se vio invadida por una multitud vociferante, dirigida por el Gran
Hechicero y apenas contenida por el Príncipe y sus guardias, cuyas espadas de hierro
vaticinaban la sangre a la luz carmesí de la aurora.
El Gran Hechicero se había acercado a Prom. Parecía un demonio sediento de
muerte.
—Tu hora ha llegado, Prom. Ni el mismo Príncipe podrá librarte de nuestras
manos.
Se oyeron voces de «¡mátale!», y cien puños se alzaron amenazadores. Algunas
de las manos se crispaban en torno a afilados pedernales, que apuntaban a las carnes

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de Prom.
—Vas a entregar al Pueblo —continuó el Gran Hechicero— a los demonios que
pululan allá fuera. Pero nosotros te lo impediremos.
Prom se limitaba a mirar, con una sonrisa en los labios, a las turbas gesticulantes,
pero no había perdido el tiempo. Un hilillo de luz corría por la larga tira de lana en
dirección a la mezcla explosiva. Ahora el Príncipe se había interpuesto. Sus guardias
formaban un cerco de hierro en torno a Prom. La muchedumbre los increpaba, y
aquella muralla mortífera estaba a punto de derrumbarse, porque, al fin y al cabo, los
guardias eran parte del Pueblo y desde muy niños se les había enseñado a temer a los
monstruos que habitaban en el reino de los Dioses. Ahora el Gran Hechicero hablaba
al Dictador:
—¡Príncipe, estás contra tu Pueblo! Si no nos entregas a Prom, tus mismos
soldados te destronarán.
El Príncipe vacilaba porque sabía que Prom era inocente. Además, odiaba al Gran
Hechicero y a sus secuaces. Faltaba muy poco para que el fuego recorriese la pequeña
distancia que aun le separaba en la mecha de aquella fuerza terrible que yacía
agazapada bajo la epidermis de la roca.
—Dentro de unos instantes vais a ser liberados. Podréis hablar directamente con
los dioses —exclamó por fin Prom, y al decir esto señalaba la débil chispa que
trepaba por el granito con pasos saltarines. Una lluvia de piedras se abatió sobre él.
Mientras, los guardias permanecían mudos de espanto en sus puestos. Las agudas
aristas le rasgaban las carnes y le llenaban los ojos de tinieblas. Nadie pudo oír el
débil gemido de una mujer que se abalanzó sobre Prom cubriéndole con su cuerpo y
que pronto mezcló su sangre con la suya. Gan también estaba herido de muerte: el
Gran Hechicero, antes de escalar los travesaños de piedra que ascendían hacia la
mecha, había descargado su odio de muchos años propinándole en la cabeza un golpe
de su cayado.
Ahora tenía el Gran Hechicero la mecha entre sus manos e intentaba apagar la
llamita con su bastón. Pero ésta, como un ratón, había corrido a refugiarse en el
orificio que servía de respiradero a la carga. Un trueno, mil veces más potente que
cualquiera de los truenos con que habían expresado hasta ahora su cólera los dioses,
fundió los tímpanos del Pueblo. Casi todos recibieron sobre sus caras la sangre y los
restos del Gran Hechicero, que se esparció como una nube rosada sobre las paredes
de la Gruta. Y los trozos de roca, al saltar en todas las direcciones, hundieron pechos
y arrancaron cabezas y miembros. Nadie hubiera podido distinguir entre el olor de la
sangre y el de aquel humo denso, demoníaco, que se expandía como un huracán fuera
y dentro del Mundo Subterráneo.
Aquello duró unos instantes, porque la niebla mortífera se dispersó como
empujada por las manos de un gigante, y allá al fondo apareció algo que sólo la
imaginación calenturienta de Gan había intuido: el Mundo de los Dioses. Se había
derrumbado, en efecto, toda la pared anterior de la Gruta; un paisaje de árboles y

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montañas encuadraban en primer plano a un gran lago de agua azul que se divisaba
en la lejanía. Sólo los lamentos de los heridos y de los moribundos impedía escuchar
la voz de aquella masa líquida que se deshacía en espuma al escalar las orillas.
La figura gigantesca del Príncipe se destacó sobre la gran ventana. Su zamarra
estaba ennegrecida y un hilillo de sangre brotaba de uno de sus ojos. Pero su mano
derecha empuñaba la espada, como queriendo ensartar a todos los demonios y
dragones de una tradición multisecular.
—¡Todo esto es mío! ¡Es mío! —vociferaba como un poseso. Y seguido de los
soldados supervivientes avanzaba ahora desafiante hacia el gran lago azul.
—¡No hay demonios!, ¡no hay dioses! —exclamaba con furia.
—¡Insensato! —Aún tuvo Gran fuerzas para hablar—. ¡Nunca has sabido que los
dioses están presentes por doquier!
El Pueblo irrumpía ahora en tropel por la abertura, pisoteando los muertos y los
restos humanos. Jadeaban de júbilo.
Felizmente, Prom y Cali habían caído en el lugar más apartado de la explosión.
Además, los cuerpos de la muchedumbre enfurecida por el odio amortiguaron los
efectos de la onda explosiva. Todos se habían olvidado de su salvador, malherido,
pero dotado aún de toda su vitalidad.
Reinaba ahora una gran tranquilidad en el Mundo Subterráneo. Sólo el restallido
de las olas, allá en la lejanía, y los gritos de las aves alcanzaban las grutas envueltos
en un hálito de brisa marina. Cali restañaba las heridas de Prom.
—¡Espero que viva lo suficiente para enseñar a nuestro hijo a leer los Anales! —
La voz de Prom parecía un hilillo de agua al deslizarse entre las rocas—. Tenía razón
Gan: ahora habrá que enseñar a los hombres a caminar sin cadenas.
Y ya bullían en su mente nuevos proyectos y nuevas ideas. Era no el término, sino
el principio de la Liberación.

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EL HIJO DE LA CIENCIA

Alicia Araujo Fernández

¿Quién mejor que alguien con contacto directo con otros planetas para escribir
ciencia ficción? Es Alicia Araujo Fernández, nacida en Madrid en 1921 en el seno de
una familia protestante —su abuelo, padre y hermano fueron pastores de esta
confesión— de quien hablamos. Sus estudios en el Instituto Británico de Madrid le
permitieron alcanzar un alto nivel de inglés, gracias al que accedió a un puesto de
trabajo en la embajada de Estados Unidos de la capital española. Pero a ella le
interesa la evolución humana y es seguidora de Teilhard de Chardin, así como
miembro destacado del club «La Ballena Alegre», que se reúne en el café Lion de
Madrid con el objetivo de difundir la existencia del planeta Ummo. Alicia afirma que
ha recibido varias cartas enviadas por ummitas, entre las que destaca «Bases
biogenéticas de los seres vivos que pueblan Waam (Cosmos)», de 1967. En ella se
detallan posibles modificaciones biogenéticas para impulsar la evolución de los
humanos a partir de los conocimientos científicos de estos extraterrestres. La
información quizá sea la fuente de inspiración para su relato «El hijo de la ciencia»,
el único texto escrito por una mujer que aparece en esta Antología Española de
Ciencia Ficción.

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I
Eva, la muchacha que se ocupaba de la limpieza del laboratorio, se detuvo
asustada: de nuevo se habían encerrado los doctores en la pequeña sala que daba a la
amplia habitación en la que se encontraban los aparatos especiales. Sin duda, otra vez
estarían en conferencia… y ella sabía que todos aquellos cambios de impresiones,
todas aquellas discusiones, acaloradas algunas veces, como había podido deducir por
el aspecto y por la actitud de los científicos cuando abandonaban el laboratorio,
estaban relacionadas con la suerte que esperaba a aquel pequeño ser que dormitaba en
un gigantesco tubo de ensayo. Sí… y su clara intuición le advertía que aquella
criatura corría peligro.
Sacó de su bolsillo una llave y abrió la puerta que daba a la antecámara: aquellas
habitaciones, a las cuales tenía acceso, constituían una de las partes más secretas de
los laboratorios de investigaciones biológicas que se encontraban junto a un pequeño
bosque, a algunos kilómetros de la ciudad. El personal que tenía acceso a aquellos
edificios en donde se exploraban los misterios de la vida y de la muerte era
rigurosamente seleccionado, aun aquel llamado a ocupar posiciones modestas en los
modernísimos laboratorios; ella, Eva, lo había sido también entre otras candidatas,
cinco años antes, poco después de que muriera su hijito. La directora de la institución
donde Eva se había educado la recomendó para que ocupara la vacante que había
surgido en el laboratorio; la muchacha pasaba entonces por una gran depresión tras la
pérdida del niño. Después de que se llevaron a cabo las investigaciones de rigor, Eva
fue elegida, y la muchacha se adaptó rápidamente a su trabajo. Los doctores e
investigadores con los que tenía contacto aprendieron a confiar en ella, y le fueron
encomendando pequeñas tareas que requerían un cuidado y atención especiales.
Además de la limpieza de las habitaciones que le habían sido asignadas, Eva tenía a
su cargo el manejo de algunos instrumentos sencillos y la realización de algunos
pequeños cometidos para facilitar las investigaciones de los científicos. Aquellos
hombres y mujeres en los que ella admiraba los conocimientos, y la inteligencia, se
acostumbraron a su callada presencia en los laboratorios y a apreciar su trabajo, pero
no se fijaron mucho más en ella. Algunos —los más amables— le sonreían al pasar, o
le decían algún cumplido cuando ella se arreglaba con más cuidado, los días en que
iba a la ciudad después de terminar sus horas de servicio en el laboratorio. Pero era lo
suficientemente tímida y falta de relieve social para atraer demasiado la atención de
sus superiores.
Eva se sentía a gusto en el laboratorio: a pesar de su falta de conocimientos, la
ciencia la fascinaba; para ella, aquellos hombres y mujeres que podían desvelar en
parte los misterios de la materia y de la vida tenían algo de dioses; se sentía dichosa
de colaborar con ellos, aunque fuera en una escala ínfima; y amaba también aquellas
claras y amplias habitaciones, llenas de aparatos y de instrumentos que para ella
tenían una indudable belleza; aquellas silenciosas salas en las que durante muchas

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horas del día sólo se oía el suave zumbido de algún aparato y el tictac de los
cronómetros. Además, desde las ventanas podía ver el bosque que se extendía en la
falda de las colinas cercanas; y Eva amaba la naturaleza; le gustaba ver cómo
florecían al llegar la primavera los grandes árboles cuyas ramas podía tocar desde la
terraza; en el otoño, iba observando, día a día, cómo cambiaba el color de las hojas
hasta que los árboles aparecían completamente desnudos después de las primeras
ventiscas que anunciaban ya el invierno. A veces veía saltar a las ardillas, que se
acercaban hasta la explanada; sus juegos le hacían pensar en su niño, que murió
cuando no tenía más que dos meses, una tibia mañana de invierno en que ya podía
olerse en el aire el soplo vivificante de la primavera que se acercaba.
Hacía algunos meses, tuvo lugar un acontecimiento que Eva sabía era importante,
aunque a ella nada le dijeran. Recordaba bien el principio de aquella operación
ultrasecreta; no se trataba de un cultivo de tejidos: había visto muchos, y sabía que
esta vez era algo distinto. Al principio, durante algunas semanas, aquella cosa
permaneció en la oscuridad, en un recipiente al que tenían acceso varios tubos muy
finos, y que no dejaba pasar la luz. Eva debía operar dos veces al día unos
mecanismos que introducían cambios en este recipiente, modificando su temperatura
y su presión, y haciendo entrar en él gases y líquidos cuya composición ignoraba. Los
doctores pasaban muchas horas en el laboratorio, manipulando instrumentos que Eva
no había visto antes y haciendo múltiples anotaciones; algunas veces la joven podía
ver en una gran pantalla una traducción en cifras de los misteriosos procesos que se
estaban desarrollando en aquel gran tubo de ensayo, rodeado de muchos y complejos
aparatos. Eva, siempre discreta, se alejaba cuando su presencia no era requerida, pero
experimentaba una viva curiosidad y hubiera deseado conocer de qué se trataba.
Pasadas las primeras semanas, el misterioso ocupante del gran tubo de ensayo salió a
la luz; Eva pudo observar a través del nuevo recipiente donde ahora se hallaba
sumergido su figura extraña, pero que ya exhibía una gran semejanza con la figura
humana; la cabeza, enorme, estaba inclinada sobre el pecho y bajo la piel rosada de
los párpados cerrados Eva percibía los grandes y abultados ojos. La muchacha se
sintió fuertemente atraída hacia aquella criatura; con amoroso cuidado manejaba el
mecanismo que cambiaba el líquido que la cubría por completo; y a veces extendía
suavemente los dedos para tocar el vidrio del recipiente, en ademán de acariciar a
aquel pequeño ser que iba formándose día a día ante sus ojos atónitos.
En las últimas semanas, los doctores sometieron a aquella criatura a la luz del
láser, filtrada mediante un aparato que Eva desconocía; y ella comprendió, por lo que
les oyó decir, que las reacciones que estudiaron en el extraño bebé eran de
extraordinaria importancia e interés… y algunos días después oyó algo que la alarmó.
El doctor Brent, uno de los científicos que habían intervenido en aquella operación,
parecía muy excitado, y llegó a enfadarse con la doctora Embid, a la que trataba de
convencer, al parecer inútilmente, de que existía alguna clase de peligro.

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Eva intuía que aquel bebé que se estaba desarrollando en el laboratorio tenía una
vida extraña, más fuerte, en cierto sentido, que la de los seres humanos corrientes; y
sentía que la invadía una oleada de ternura y de compasión cuando lo veía casi
inmóvil, salvo por ligeros movimientos, cerrados los ojos, mudo… y completamente
indefenso ante aquellos médicos e investigadores que tenían el poder de decidir si
podía vivir o no.
Eva tembló por la criatura; estaba segura de que algo marchaba mal, o al menos
que no iba según los cálculos de los investigadores; y la observaba con mayor
cuidado, cumpliendo su trabajo con escrupulosa exactitud, tratando de adivinar qué
era lo que ocurría en aquel cuerpo, qué era lo que constituía un peligro en su
desarrollo. Algunas veces, el «bebé», como Eva lo llamaba siempre en su interior, se
agitaba ligeramente y movía los miembros y la cabeza… Y Eva creía adivinar que
tras aquellos movimientos apuntaban ya una voluntad y una conciencia. Un día le
pareció observar que en aquel rostro enigmático se dibujaba una leve sonrisa.
Pocos días después, ocurrió aquello. Eva había terminado su trabajo; nadie, salvo
ella, se encontraba en el laboratorio; había estado observando a las ardillas, sonriendo
ante sus graciosos saltos. De pronto, sintió algo extraño; algo como si de pronto
hubiera captado una misteriosa e inaudible emisora de radio; pero no eran palabras lo
que percibía, sino imágenes y sensaciones, aunque en forma muy confusa;
experimentó un gran cansancio y se sentó en una silla, cerca del tubo de ensayo
donde el bebé se encontraba; la sensación se fue haciendo más clara y más fuerte y de
pronto captó el temor de alguna criatura y percibió algo que parecía la agitación y el
movimiento de una lucha, una lucha en la que los contendientes no eran humanos…
luego comenzó a percibir algunos sonidos, muy apagados… gritos… el roce de algo
que se movía… ¿qué era aquello? Eva seguía inmóvil, incapaz de levantarse, pálidas
las mejillas y los ojos semicerrados. De alguna manera sabía que de los abismos del
tiempo y del espacio le llegaban los confusos ecos de un mundo ya desaparecido
hacía millones de años; su sensibilidad se había puesto en contacto con una escena
del pasado remoto, cuando los grandes reptiles, poco después de emerger de los
océanos, luchaban sobre una tierra juvenil, rodeados de una extraña y lujuriante
vegetación.
Poco a poco volvió Eva a su estado normal; sentía frío; la luz del día se había
apagado casi por completo. Con un estremecimiento, se acercó a la terraza; el jardín
estaba tranquilo y solitario y un viento suave mecía las copas de los árboles; el
laboratorio estaba silencioso, muy silencioso. Encendió la luz y se acercó al
recipiente del bebé: la extraña criatura tenía los ojos muy abiertos, como nunca antes
los viera la joven; y la expresión de su rostro era más enigmática que nunca. La
sensibilidad de Eva captó inmediatamente algo que emanaba de él, como si le fuera
dado participar en cierta medida de la oculta vida que latía en aquel pequeño ser, al
parecer tan débil, acurrucado en un tubo de ensayo, y la muchacha se dio cuenta de
que la experiencia por la que acababa de pasar estaba relacionada con él.

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Pensó Eva hablar con alguno de los doctores, aunque experimentaba cierto temor;
pero no llegó a hacerlo, porque unos días después oyó una acalorada discusión entre
la doctora Embid y uno de sus colegas, que para Eva fue como una súbita revelación.
—Le digo que es peligroso, y que más adelante nos puede ser muy difícil
controlar las fuerzas que seguramente operarán en él… —decía el doctor Hernando
—. En los genes de este monstruo está entera, con una claridad que usted no puede
ahora medir, toda la historia seguida por la evolución humana; podría producirse un
salto hacia atrás, muy hacia atrás, hasta los dinosaurios… pero en un ser con un
cerebro de tipo humano, pero casi con toda seguridad incapaz de aceptar valores y
normas humanas…, ¿cuál sería la clase de monstruo que usted desea que alcance
pleno desarrollo?
—También —dijo fríamente la doctora Embid— existe la otra posibilidad, no lo
olvide… que el salto sea hacia adelante, y habremos creado entonces al
superhombre… y debe recordar que sería entonces muy superior en inteligencia y en
capacidad de cálculo y previsión a los cerebros electrónicos de los que tantos
científicos como usted se sienten tan orgullosos.
—Es posible —contestó el doctor Hernando—, pero los calculadores electrónicos
que tanto desprecia usted, son dóciles a los propósitos de los hombres que los crean…
pero, ¿quién podría controlar las reacciones de ese espantoso ser?
—Amigo mío —dijo la doctora Embid—, debió haberse dedicado por completo a
la electrónica, en lugar de hacerlo a la genética: en nuestro campo, la
experimentación es mucho más fascinante, pero presenta riesgos, debo admitirlo, y se
precisa por lo tanto más valor para llevarla a cabo.
—Está bien —dijo el doctor Hernando que había enrojecido al escuchar las
últimas palabras de su interlocutora—, pero no olvide que ese ser puede crear a su
alrededor campos de influencia que afectarían a otros… un ser humano podría verse
afectado por ellos… y la experiencia podría no ser muy agradable… los campos
magnéticos y las influencias sutiles parapsicológicas no son su especialidad, doctora
Embid.
Eva se sobresaltó: estaba segura de que ella había experimentado una de aquellas
misteriosas influencias de que hablara el doctor Hernando… ¡y eso cuando todavía el
bebé estaba en estado de feto! Decidió no decir nada, ni siquiera a la doctora Embid,
a pesar de que había defendido la existencia del bebé; podrían presentarse
complicaciones y ella temía todo lo que pudiera significar una amenaza para la vida
que vigilaba con tan amoroso cuidado.
En Eva se agitaban sentimientos y emociones muy diferentes: por una parte,
hablaba su instinto maternal, al que no pudo dar nunca plena realización por la
temprana muerte de su propio hijo; y por otra parte, latía en ella una inmensa e
ingenua curiosidad… ¿qué sería aquel ser extraño y solitario, formado en un tubo de
ensayo, cuyo código genético llevaba la clave de toda la historia seguida por la
evolución, hasta llegar al hombre, y se abría también al futuro en una gigantesca

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interrogante? ¿A qué clase de ser daría lugar aquella criatura, con aspecto humano y
fantásticas fuerzas encerradas en su misterioso cerebro? El doctor Hernando tenía
razón; no era probable ni que aquella criatura se sometiera a sus creadores ni tampoco
que su conducta pudiera regirse por normas y valores humanos.
Con el transcurso de las semanas, el bebé fue adquiriendo una forma cada vez
más perfecta. Las facciones del rostro se fueron suavizando y las manos adquirieron
rara belleza; Eva observó fascinada que ya las movía con frecuencia, lo mismo que el
cuerpo. Y un día sorprendió otra vez la misteriosa mirada de los ojos del bebé,
completamente abiertos; y tras aquella mirada, volvió a percibir una poderosa fuerza,
pujante y extraña, que parecía hundir sus raíces y tomar su savia en las ocultas
fuentes de la vida misma.
Durante algunos días aumentó la actividad en el laboratorio; la doctora Embid
pasaba en él largas horas, con dos de sus ayudantes más distinguidos; los otros
médicos y científicos lo visitaban también muy a menudo. Una fría tarde de abril, en
la que la lluvia había caído sin cesar, la doctora llamó a Eva para que la ayudara.
Estaban solas las dos mujeres en el laboratorio. Entre las dos, sacaron
cuidadosamente a la criatura y la colocaron en una especie de incubadora, fuera de la
sustancia líquida que la había bañado hasta entonces. El bebé tenía una forma
humana perfecta y la doctora, con orgullo, llamó la atención de Eva sobre la belleza
de sus miembros y la gracia de su cuerpo.
Colocaron al bebé en una especie de incubadora, pero mucho más complicada de
lo que Eva había visto hasta entonces.
—Aquí —explicó la doctora a Eva— el niño recibirá oxígeno en cantidades
mayores que las que generalmente consume el organismo humano, y será también
sometido a potentes radiaciones… y cuando «nazca» lo hará en condiciones muy
superiores a las de los demás niños; y es natural que así sea, porque se trata del hijo
de la Ciencia.

II
La calma, al menos aparente en la que durante las últimas semanas había
transcurrido la vida en el laboratorio, fue interrumpida bruscamente.
Una mañana, uno de los científicos del laboratorio, entró en la sala de
conferencias rojo de indignación arrojando sobre una silla un periódico abierto; en
una de sus páginas estaba la noticia: se daba a conocer al gran público la existencia
del misterioso bebé. Los científicos sabían lo que esto significaba: aunque la mayoría
de la gente no haría sin duda mucho caso, mostrándose incluso escéptica en admitir
esta existencia, la noticia transcendería inmediatamente al exterior, atrayendo la
atención de muchos biólogos extranjeros que trabajaban en laboratorios secretos o

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semisecretos, muy similares a aquel en el que latía ya una vida de tipo humano pero
en la que la Ciencia había intervenido para abrir nuevas posibilidades a la evolución.
Y no serían sólo los biólogos: en los círculos políticos tomarían inmediatamente
medidas para averiguar cuanto fuera posible de aquella operación secreta, que había
sido, al parecer, coronada por el éxito, y cuyas tremendas implicaciones no podían ni
siquiera preverse.
—¡Esos imbéciles! —Se indignaba el doctor X, uno de los biólogos más
distinguidos del laboratorio, que había acumulado durante los 40 años que llevaba
dedicado a la genética un asombroso caudal de conocimientos—, ¡se meten en todo y,
naturalmente no entienden de nada! —decía refiriéndose a los periodistas—. Están
para servir los morbosos deseos de un público tan imbécil como ellos y en su total
irresponsabilidad no vacilan en estorbar los caminos de la ciencia o en comprometer
la seguridad nacional.
Se procuró echar tierra al asunto y el público se olvidó pronto del bebé, salvo
unas pocas personas a quienes la noticia dio mucho que pensar. Pero los científicos
no lo olvidaron con tanta facilidad, y los responsables del proyecto lo sabían. Todo
esto contribuyó a crear un ambiente de tensión junto a la incubadora de la que no
había salido aún aquel niño, el hijo de la Ciencia, como lo había llamado la doctora
Embid, y que ya antes de nacer parecía irradiar tremendas fuerzas y provocar
reacciones imprevisibles. Las mentes creadoras de los más brillantes hombres de
ciencia habían aunado sus esfuerzos para que pudiera vivir aquel ser enigmático, de
cuyo futuro muy poco podía predecirse, excepto que sería extraordinario. Las fuerzas
de los pensamientos de los que habían intervenido en su formación parecían haber
creado en él un campo de fuerza tremendo y desconocido, dando lugar a algo como
nunca antes lo diera la Ciencia, algo que era un producto humano y que sin embargo,
sería, con toda seguridad, más que humano.
La tensión alcanzaba a los mismos que habían colaborado para llevar a cabo el
atrevido proyecto. Y entre ellos se produjeron dudas, sospechas y recelos. Son muy
pocos los científicos que son en sus motivaciones esencialmente distintos de los
demás hombres. La mayoría se dejan guiar por sus prejuicios, por sus simpatías y por
sus fobias, militan en uno o en otro campo político y anhelan grandezas y honores
para ellos mismos o para su patria o tiemblan ante las implicaciones racistas o
políticas que podría suponer una mutación genética de una parte de la humanidad.
Entre ellos hubo vivas polémicas sobre las consecuencias que sobre el futuro podría
acarrear la existencia de aquel niño, cuya vida se abría como una gigantesca
interrogante que podía afectar a toda la especie humana.
Algunas voces se dejaron oír decididas: no, aquel niño no debía vivir. Y el
Gobierno, que había dado un amplio margen de libertad a los responsables del
proyecto y que sólo se había interesado en él de manera un poco rutinaria —
reclamaban por entonces su atención y gran parte de las cantidades de los
presupuestos para el fomento de las ciencias y las investigaciones otros proyectos al

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parecer mucho más importantes— mostró de pronto un gran interés en el curso de
aquella misteriosa operación. Varios representantes oficiales visitaron los laboratorios
e hicieron muchas preguntas sobre cuestiones que antes no parecían haberles
preocupado.
Los encargados de los trabajos de investigación de los laboratorios comenzaron a
sentirse incómodos, y algunos llegaron a sentir miedo cuando un alto funcionario del
Gobierno, en el curso de una visita oficial, expresó su confianza, con una suave
sonrisa que no ocultaba un tono amenazador, de que no habría entre ellos ningún
traidor o cobarde que con su oposición quisiera estorbar el éxito de un proyecto en el
que el país había invertido tanto dinero y puesto tantas esperanzas.
Pero el doctor Hernando no tenía miedo; es decir, sí lo tenía: pero no a ellos, a los
que detentaban el poder y la autoridad. Se lo tenía a aquel monstruo, como él lo
llamaba. A aquel hermoso niño que todavía dormitaba en su incubadora, al parecer
ajeno a toda la tensión que su vida, antes de empezar como una vida individualizada e
independiente, estaba ya provocando. Ellos no comprendían, pensaba amargamente el
doctor Hernando: por una parte, los científicos, con una buena dosis de orgullo
personal ante el éxito de semejante proyecto, ante la inaudita hazaña de sentirse
responsables de la evolución de la vida, de tener poder para dirigir su misterioso
ascenso hacia metas desconocidas; este orgullo, junto con una especie de frenesí por
la Ciencia, los hacía ciegos y sordos a todo peligro futuro, a la amenaza que al final
podría representar entre los hombres una mutación genética provocada, pero cuyos
resultados serían con toda seguridad incontrolables. Y por otra parte estaban los
políticos y los responsables de los destinos del país, llenos también de orgullo
nacional y ávidos de nuevos logros y realizaciones que exhibir ante los demás países
en una época en la que la ciencia gozaba del máximo prestigio, a pesar de que nunca
antes había sido tan inaccesible para la masa del pueblo ni había estado tan alejada de
la comprensión de las personas que no se dedicaban a ella por completo.
El doctor Hernando era un brillante hombre de ciencia, de fama internacional. Su
impecable lógica y su visión de las implicaciones que una teoría o una hipótesis
podrían tener para la marcha del conocimiento y para su repercusión en la sociedad,
habían sido sin duda factores decisivos en las valiosas aportaciones que la ciencia le
debía, sobre todo en el campo de las matemáticas y de las estadísticas. Pero, como le
había dicho la doctora Embid, sobresalía más en otras disciplinas que en la genética.
La aventura y la experimentación en la genética pueden conducir a resultados que
revolucionen todo el concepto del hombre y que afecten a los mismos cimientos
sobre los que se han levantado la moral y la sociedad humanas. La ciencia de la vida
es mucho más compleja que las ciencias físicas y los que se dedican a ella han de
tener una audacia y una independencia de criterio que no necesitan tener sus colegas
en el campo de la física y de la astronomía. La biología y la genética son ciencias más
jóvenes que éstas, y una de las razones es sin duda porque son mucho más
complicadas. Y quizá para dedicarse plenamente a ellas, sin inhibiciones ni temor a

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intentarlo todo, hace falta ser un poco diferente del resto de los seres humanos, haber
experimentado, en cierto sentido, una especie de mutación y sentir el frenesí de la
búsqueda del conocimiento como una función esencial e inevitable del sistema
nervioso y del cerebro humanos, como un imperativo categórico que es imposible
silenciar. Para las personas corrientes, sean o no científicos, apegadas a sus prejuicios
particulares —sanos o no sanos—, que se aferran a un determinado orden de cosas y
que anteponen a la Ciencia una moral y unos valores tradicionales, la actitud de estos
investigadores que son capaces de sacrificarlo todo a la Ciencia misma, tiene algo de
temible y hasta de diabólico algunas veces.
En más de una ocasión se habían producido violentas discusiones entre el doctor
Hernando y otros doctores que bien por pertenecer a esta clase de científicos, o por
razones más personales o políticas, deseaban llevar a cabo la operación sin escatimar
los más audaces procedimientos. Para el doctor Hernando, esta operación había
llegado a ser una obsesión; había estudiado cuidadosamente todos los factores del
problema, tal como él lo veía, pero muchas veces, las grandes catástrofes de la
historia o los inesperados descubrimientos o realizaciones científicos que cambian el
curso de las cosas se deben a esos pequeños detalles que nadie advirtió, y que suelen
achacarse a la casualidad… pero, ¿qué hay detrás de esta palabra? Muchas veces no
la empleamos más que como algo que oculta nuestra incapacidad para ver todos los
factores, todas las causas de algo que estamos tratando de prever o anticipar. Muchas
veces, esa palabra, si pudiéramos expresarnos en un lenguaje puramente científico, no
sería más que la expresión de un factor desconocido, o de una circunstancia que
hemos valorado erróneamente. Ese factor pasado por alto, o al cual hemos
considerado demasiado insignificante, adquiere de pronto decisiva importancia y
quedamos asombrados por los inesperados resultados; el doctor Hernando creía que
había pensado en todo; había previsto las reacciones de los políticos nacionales y
extranjeros; había anticipado las reacciones de sus colegas; había pensado en el ser
que podría ser en el futuro aquel misterioso niño, en las posibles consecuencias de
una mutación provocada… pero no pensó en Eva. En ella, no; pero parece que hay
una fuerza misteriosa que guía la historia y que muchas veces, dadas las situaciones
que los hombres plantean, tuviera que aprovechar sus descuidos u olvidos para llegar
al fin que debe alcanzar, y al cual los hombres colaboran inconscientemente o
intentan, vanamente, evitar… Esta fuerza, cuando está misteriosamente sintonizada
con el sentir colectivo de las masas o de las naciones, las mueve y las guía hacia ese
fin, del que ellas, sin embargo, no tienen idea, ya que en su oscura conciencia suelen
tener otro objetivo distinto y mucho más inmediato generalmente; pero también
utiliza en otras ocasiones los sentimientos buenos o malos de los seres pequeños y
humildes, y cuando el destino señala a éstos con su dedo poderoso y los aparta, estas
emociones son entonces capaces de cambiar el curso de la historia. Eva era uno de
estos seres; ella también estaba obsesionada, y la fuerza que dirige el destino iba a
utilizar esa obsesión. Nada de esto había advertido el doctor Hernando, pese a que

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veía casi diariamente a la muchacha durante sus frecuentes visitas al laboratorio. La
obsesión de Eva era salvar la vida del bebé, porque cada vez estaba más convencida
de que el niño corría un gran peligro. Y sabía también lo bastante para darse cuenta
de que era precisamente el doctor Hernando el que encarnaba ese peligro.

III
En las últimas semanas, Eva se había hecho más sensitiva, como si hubiera
surgido en ella un misterioso órgano de percepción, una clara intuición que la hacía
reaccionar con asombrosa rapidez, como si conociera de antemano el curso que iban
a tomar los acontecimientos. Y en los últimos días, Eva espiaba al doctor Hernando.
Lo seguía con mirada inquisitiva, sin que él se diera cuenta, cada vez que se
aproximaba a la incubadora donde estaba el bebé. Una noche, en la que Eva había
terminado su trabajo antes que de costumbre, sintió una extraña opresión; dio un
corto paseo, pensando que un poco de aire fresco le haría bien, pero regresó pronto al
laboratorio, temiendo abandonarlo por mucho tiempo. Dentro de unos días, el bebé
iba a comenzar su vida como un niño recién nacido, fuera ya de la incubadora,
aunque sometido, naturalmente, a tratamientos de los que Eva tenía solamente una
vaga idea; algo le había insinuado la doctora Embid, que confiaba en la muchacha y
apreciaba su devoción al bebé. Incluso le había prometido que ella sería una de las
personas a las que se confiaría el cuidado del niño cuando «naciera». Aquella noche
Eva no abandonó el laboratorio. Conforme iba pasando el tiempo, iba adquiriendo la
certeza de que algo estaba a punto de ocurrir. Echó un último vistazo al laboratorio y
penetró en la salita donde solía descansar, junto a la habitación donde estaba la
incubadora. Se echó en un sofá y se quedó atenta, como si esperara algo. Debió de
quedarse dormida, porque de pronto se incorporó, como si saliera de un sueño y en la
esfera luminosa de su reloj pudo ver que eran ya las doce menos veinte. Todo parecía
estar sumido en la oscuridad y en el silencio, pero ella estaba segura de que algo la
había despertado. Se levantó rápidamente y se mantuvo en estado de alerta: no se oía
ningún ruido; únicamente, en el silencio, un oído muy fino hubiera podido percibir el
suave susurro de las ramas de los árboles agitadas por la brisa en el jardín. No,
ningún sonido la había despertado; de la gran sala donde estaba la incubadora,
entraba por la puerta entreabierta una tenue claridad que esparcía la lucecita de la
pequeña linterna que permanecía allí encendida durante toda la noche. Pero «algo» la
había despertado, de eso estaba segura. Permaneció quieta durante unos segundos y
percibió entonces claramente de dónde venía la llamada: era del bebé. Experimentó
de nuevo la misteriosa comunicación con la mente del niño y tuvo la clara sensación
de que algo estaba a punto de ocurrir. Sin embargo, todo permaneció tranquilo; pero
ella continuaba percibiendo claramente, cada vez más claramente, la señal de alarma;

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y esperó, dispuesta a todo. Pasaron más de dos minutos hasta que oyó suaves pisadas
que se aproximaban por el corredor y luego el sonido de una llave en la cerradura; la
puerta se abrió lentamente y Eva, cuyos ojos se habían acostumbrado ya a la escasa
claridad que venía del laboratorio, reconoció inmediatamente al doctor Hernando,
quien se detuvo un instante en el umbral, como si escuchara. Y cuando el hombre se
encaminó hacia la incubadora, de la que le separaban solamente algunos pasos, Eva,
con gran rapidez, le golpeó la cabeza con un gran tubo de ensayo que se encontraba
sobre una mesa, junto a la puerta de la sala desde donde la joven le había visto entrar.
El doctor Hernando, completamente desprevenido para el rápido ataque, se desplomó
en el suelo, lanzando un ahogado gemido. Eva permaneció quieta unos instantes y
después se dirigió hacia la incubadora; el bebé estaba tranquilo, como sumido en un
profundo sueño; pero cuando la muchacha miró su carita, vio que tenía los ojos muy
abiertos; y la expresión de su rostro era más enigmática y misteriosa que nunca;
parecía venir de muy lejos; Eva lo contempló maravillada y se dirigió hacia él, sin
detenerse para mirar al hombre que yacía en el suelo. El rostro del doctor Hernando
estaba extraordinariamente pálido; también él tenía los ojos abiertos, aunque ya no
podían ver; la expresión de su cara era de angustia y de infinita sorpresa… se había
enfrentado con el misterio, que no pudo comprender ni aceptar y quiso destruirlo en
su terror, pero el destino le había vencido. A partir de entonces el camino de la
humanidad seguiría rumbos insospechados. Sobre la pequeña mesa de la cual Eva
había tomado el tubo de ensayo, un cronómetro seguía midiendo el tiempo que
acercaba el futuro inexorablemente.

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K U K L O S

Juan Atienza

Licenciado en Filosofía y Letras. Durante varios años ha ejercido la crítica


cinematográfica en diversas revistas especializadas, pasando luego a ayudante de
dirección, guionista y, finalmente, director cinematográfico. Hace poco tiempo
descubrió la fantasía científica, en la que —según sus propias manifestaciones— ha
encontrado un nuevo medio de expresión para desarrollar las ideas que le inquietan.
Tiene escritas varias obras de este género. Una de estas obras va a ser llevada al
cine y constituirá probablemente el primer intento serio del género de anticipación
en la cinematografía española.

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Correo Ordinario

A don Carlos Méndez


San Calixto, 8. 967.
Distrito 625.
Gran Madrid.
España Tierra.
Venusstadt, 25 de mayo.

Querido Carlos:
Mi primera carta desde Venus habrá de parecerte necesariamente caótica y
embarullada. Perdóname. Son tantas cosas nuevas y tantas experiencias
desconocidas, que uno no sabe ya ni por dónde empezar, ni qué será más importante
para que te puedas hacer una idea siquiera aproximada de lo que es esta nueva vida.
Probablemente, a muchos de los que vinieron conmigo les habrá parecido brutal
el trato que hemos recibido. Mientras nos hacían bajar del carguero como ganado, a
golpes y bofetones, para montarnos en el monorriel que nos tendría que conducir a la
región minera, hubo algunos que exhibieron sus contratos de trabajo y pidieron a
gritos que les tratasen como a seres humanos. Los pioneros se reían y arreciaban en
sus golpes, hasta que nos tuvieron a todos metidos en aquella especie de vagones de
mercancías, expuestos sin ninguna protección a la velocidad del convoy y a la
pesantez de aquella atmósfera enrarecida a la que no estábamos acostumbrados.
También a ti, contado así, puede parecerte brutal el trato con que nos recibieron
en Venus. Sin embargo, para que comprendas mi punto de vista y no me tomes por un
tipo de esos que son capaces de pasar por todo con tal de abandonar el régimen de
hambre que estábamos sufriendo en la Tierra, te diré que hay que tratar de ponerse
también en la situación de los pioneros. Imagínate que son los descendientes directos
de los primeros hombres que se arriesgaron a abandonar el planeta madre y que,
arrostrando todos los peligros de un viaje estelar como éste, plantaron sus reales en la
nueva tierra y lucharon a brazo partido contra todos los elementos hostiles, hasta
hacer de Venus la tierra habitable que es hoy. Ellos fueron los primeros y todo el
mérito les corresponde. Ahora, con la llegada de las expediciones de obreros, es
lógico que quieran demostrar que son los verdaderos amos y que nos hagan ver y
sentir claramente que nosotros no somos más que unos asalariados a los que se nos
concede el favor de trabajar en condiciones económicas que nunca —te das cuenta,
¡nunca!— habríamos logrado en la Tierra. Para ellos somos advenedizos y es lógico
que nos manden a los trabajos más duros, a aquellos trabajos que ni siquiera pueden
realizar los delicados mecanismos electrónicos de sus robots.
Por mi parte, las incomodidades de la atmósfera y la dureza del trabajo y del trato
están compensadas por tantas cosas, que lo doy todo por bien empleado. Fíjate,

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Carlos, y deja que se te pongan los dientes largos: comemos carne una vez a la
semana, nada menos. Y patatas auténticas tres veces al mes.
¿Cuándo recuerdas tú la última vez que probaste la carne de verdad? Por
supuesto, hay predominio de comida sintética, pero nunca en la proporción brutal a
que estábamos acostumbrados en la Tierra, donde los alimentos naturales nos son ya
tan desconocidos que hemos olvidado la mayor parte de sus sabores. Asómbrate: ¡aún
no nos han dado de comer ni una sola vez salchichas de algas! ¿No te da envidia?
De todos modos, te aconsejo que esperes un poco antes de firmar contrato de
trabajo para Venus. No es que crea que no debes firmarlo. Sólo pienso que mejor será
que esperes algún tiempo, hasta que yo pueda darte noticias más exactas sobre la
situación de aquí y, de ese modo, puedas venir sin haber firmado a ciegas, como hice
yo, impulsado por el hambre y la imposibilidad de medrar en nuestra vieja Tierra. Te
tendré al corriente de todo y, de ese modo, podrás decidirle a venir con entero
conocimiento de causa.
Iba a escribirle también a mi madre, pero pienso que será mejor que vayas tú a
verla y que le digas que has tenido noticias mías. De ese modo, no hay necesidad de
que le cuentes las deficiencias del trato que recibimos. No tienen ninguna
importancia, desde luego, pero ya sabes cómo son las mujeres. Creería que se nos
trata como a esclavos, sin tener en cuenta la situación especial de este mundo tan
distinto al nuestro. Dile que estoy bien y contento y que cualquier día de estos le
pongo unas letras.
Saludos a los amigos y un abrazo muy fuerte para ti de

Luis.

Venusstadt, 14 de junio.

Decididamente, hay que reconocer que los pioneros de Venus saben hacer las
cosas de tal modo que todo supone ventajas para ellos. Ya recordarás que, cuando yo
firmé, lo hice confiando en la traducción que me hizo de palabra un miembro de la
legación comercial venusina en Gran Madrid, porque el contrato estaba escrito en
bengalí. Yo lo atribuí, como me dijeron, a la escasez de contratos en español, que
había hecho que se agotasen en muy poco tiempo, en vista de las demandas de
trabajo.
Sin embargo, ahora he ido viendo que esas anomalías se han dado en todos los
países donde las legaciones diplomáticas y comerciales venusinas han solicitado
mano de obra para los campos de trabajo de su planeta. He visto que los rusos tienen
los contratos escritos en holandés y que los ingleses y norteamericanos han firmado
contratos en lengua maorí. Los contratos en español están en manos de los

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trabajadores tibetanos y, por la amistad que he hecho con uno de ellos, he conseguido
estudiar las condiciones. Resulta que hay una cláusula según la cual nosotros no
podemos rescindir nuestro contrato bajo ninguna condición. La rescisión se la
reservan únicamente los pioneros, como contratantes, en caso de enfermedad
incurable o ineptitud nuestra para el trabajo.
El sueldo lo recibimos en bonos del Estado venusino federado, que, como sabes,
no tienen validez fuera del planeta, de modo que todo el dinero que ganamos lo
tenemos que gastar aquí, en las condiciones que ellos impongan y aceptando los
precios que quieran poner. Ya puedes imaginarte que lo que en la Tierra nos parecía
una cantidad importante, se ha convertido aquí en un sueldo de hambre, porque todos
los artículos tienen en Venus un valor cinco veces más grande que en la Tierra,
debido a las necesidades imperiosas de la importación y a las cargas aduaneras
impuestas por el Gobierno venusino federado.
Sé de algunos que decidieron presentarse en las oficinas de la Unión
Gubernamental Minera, para poner en claro estas cosas tan extrañas. Pero a ninguno
le hicieron caso. Es decir, parece que se lo hicieron a un danés llamado Hanssen, que
era de los más exaltados en la hipotética defensa de nuestros derechos humanos. Un
día no acudió al trabajo. Estaba en mi cuadrilla y pregunté por él al capataz-robot. La
máquina me dijo que Hanssen había rescindido el contrato y que debía de estar
camino de la Tierra a esas horas. Del modo como eludió la respuesta concreta me dio
mala espina, pero, ¿qué quieres? No hay peor espina que estar metido quince horas en
el fondo de la mina, sacando mineral de uranio. No traté de preguntarle más a la
máquina que, a todas luces, ignoraba cualquier cosa que no le hubieran metido en los
circuitos.
De todos modos, me gustaría que escribieras a Hanssen y a su familia, aunque
fuera simplemente para darle recuerdos de su compañero de cuadrilla. Puedes hacerlo
al apartado postal número 500. 759 de Copenhage III. Ésa era la dirección que él
ponía siempre en sus cartas. Ya me darás noticias suyas.
Le escribí días atrás a mi madre. Le dije simplemente que me encontraba bien y
que no se preocupase por mí. No la asustes tú con las noticias que vas recibiendo
mías. Dile que estoy contento y que ya le mandaré dinero en cuanto pueda.
¡Pobrecilla! También a mí me gustaría saber cuándo será ese día. Pero me temo que
va a tardar más de lo que yo me proponía.
Me preguntas en tu carta cómo es Venus. ¿Querrás creer que no lo sé aún?
Vivimos hacinados en galpones de metal prefabricados, en un área de muchos
kilómetros, y no podemos salir nunca del recinto de vallas electrificadas. A lo lejos se
distinguen unos montes que me recuerdan a los Andes que conocimos por fotografía
en los libros del colegio. No vemos el sol, a pesar de que estamos mucho más cerca
de él que en la Tierra. Aparte de que pasamos quince horas seguidas en el interior de
la mina, las pocas veces que salimos a la superficie el cielo está cubierto por una capa
de nubes tan espesa que nos parece vivir en un perpetuo anochecer. Nos estamos

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volviendo todos tan pálidos como los propios pioneros, que han adquirido un color
marfileño en la piel que les distinguiría fácilmente de nosotros, como si pertenecieran
a otra raza. Yo creo que esas características de tipo físico influyen también en su
carácter y en su desprecio hacia todos nosotros. No se puede negar que son distintos.
La mayor parte de ellos han nacido ya en este planeta y sus rasgos se han adaptado a
las condiciones de vida de aquí. Del mismo modo que su piel ha adquirido una
coloración marfil, su estatura es más pequeña que la nuestra ya que se han tenido que
adaptar a una presión atmosférica muy superior a la que tenemos en la Tierra y que
compensa ampliamente la falta relativa de gravedad en Venus. Por otra parte, el cruce
de eslavos y anglosajones, que fueron los primeros en decidirse a vivir aquí, ha
producido un tipo humano inconfundible. Los hombres son realmente bellos, a pesar
de su escasa estatura y, a través de como son ellos, me imagino cómo serán las
mujeres. Pero no he visto ninguna, porque no hay mujeres en el recinto de la Unión
Gubernamental Minera. Según dicen los más descontentos, es para evitar cruces
raciales, por si alguna de las venusinas tuviera la malísima idea de enamorarse de un
estúpido terrícola como nosotros.
Observarás que mis entusiasmos de recién llegado se están perdiendo. No te
extrañe: las cosas no son tan rosadas como nos las pintamos a nosotros mismos
cuando tenemos esperanza.
Un fuerte abrazo y ojalá pueda darte mejores noticias en mi próxima carta.

Luis.

Venusstadt, 18 de diciembre.

Comenzaron a extrañarme tus repetidas cartas en las que me decías que no


recibías noticias mías. Creo haberte escrito al menos cinco veces desde junio. Pero
después de haber preguntado a algunos de mis compañeros de más confianza me doy
cuenta de que no has sido tú el único en no recibir noticias de Venus. Las cartas son
censuradas extraoficialmente y llegan sólo aquellas que escriben los imbéciles o los
que, absurdamente, quieren aún conservar la amistad de los pioneros, como si eso
fuera aún posible. Hoy aprovecho la próxima salida de un carguero para escribirte.
He comprado al radiotelegrafista a cambio de unos cuantos bonos de mi sueldo, con
los que podrá emborracharse a sus anchas antes de la partida. Estos chicos de los
cargueros son fáciles de sobornar. Los viajes entre Venus y la Tierra no son aún tan
cómodos y yo sé que cualquiera de la tripulación daría lo que fuera por cambiar de
oficio, si en otro lugar les ofrecieran las condiciones económicas que disfrutan a
bordo de los navíos interplanetarios. Su miedo al espacio vacío sólo se ahoga en

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alcohol y esa bebida que han descubierto los venusinos, el hifza, parece que cumple
con creces sus deseos de olvidar.
Bien, Carlos, ahora las noticias. Debo aprovechar esta ocasión que no se presenta
todos los días. Vosotros, en la Tierra, estaréis probablemente bastante despistados en
cuanto a la realidad de lo que está ocurriendo aquí. Y es lógico, porque el mismo
Gobierno Central Terrestre trata de echar un capote a sus pioneros de Venus. ¿Y sabes
por qué? Porque el Gobierno Central está malviviendo gracias a las importaciones de
Venus. Y porque, por cada trabajador terrícola que desembarca aquí, el Gobierno
Central percibe su peso en uranio 235, ese mismo uranio que sacamos de las minas y
que acorta nuestra vida hasta el punto de que, de los que llegamos hace siete meses,
ha muerto ya el veinticinco por ciento víctima de la radiactividad. Probablemente
sería fácil evitar el peligro, pero los pioneros no consideran necesario cubrirnos con
trajes aislantes mientras estamos en el interior de las galerías. Se conforman con
enviarnos, de tiempo en tiempo, una fuerte corriente de aire fresco para que podamos
seguir hincando los picos eléctricos en la roca. Sin esa corriente —que, por lo demás,
debe de ser bastante barata— habríamos muerto todos. Porque si la temperatura
media de la superficie del planeta es de 50.º centígrados, ahí abajo llegamos a los 60.º
y aun a los 65.º. Claro que a todo se acostumbra uno, incluso a temperaturas que en la
Tierra habríamos considerado mortales.
Pero te decía que iba a contarte los acontecimientos de estos meses. Tengo que
contártelos porque, gracias a ellos, puedo ahora escribirte. Resulta que, antes de
ejercerse la estricta censura postal que hay ahora, algunas de las cartas de
descontentos llegaron hasta cierto organismo gubernamental terrestre. Debió estar la
situación bastante cerca del escándalo, porque hacia los primeros días de julio se
anunció la llegada de una comisión investigadora del Gobierno Central. De la noche a
la mañana nos vimos equipados con trajes aislantes contra la radiactividad y la
comida —de la que había desaparecido la carne fresca— mejoró considerablemente.
De los tres a cinco muertos diarios por malos tratos, la cifra bajó a cero.
Llegó la comisión, compuesta por el senador Lerreuil, los inspectores Woleschek
y M’Benga y la delegada ministerial para asuntos interplanetarios, Bruce. Miraron y
remiraron tranquila y someramente todas nuestras instalaciones, probaron nuestra
comida y entraron —apenas kilómetro y medio, es cierto— en el interior de las
minas. Les vimos sonrientes junto a los altos funcionarios venusinos, que les miraban
un poco por encima del hombro, sin poder ocultar su desprecio. Yo creo que fue eso
lo que les molestó de veras a los de la comisión. No el ver que estábamos sometidos a
condiciones infrahumanas, ni el comprobar que los trajes aislantes estaban tan nuevos
que no podían haber sido usados más de dos días, ni el corroborar la horrenda lista de
muertos que era imposible de ocultar. Fue lo otro, te lo juro; el desprecio hacia ellos
que vieron en las miradas de los que les acompañaban.
La inspección terminó con un informe que no creo que los periódicos ni las
emisoras de la Tierra hayan querido reproducir. Circuló en copias clandestinas entre

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nosotros y, por él, supimos que se hacía principal hincapié en nuestra condición de
seres humanos, en nuestra igualdad racial y en no sé qué derechos que fueron
proclamados en una revolución que hubo en Francia hace ya quinientos años. En
resumen, Carlos, palabras más o menos grandilocuentes.
Nuestra situación cambió. Fíjate que digo cambió, no mejoró. Ya no estábamos
obligados a permanecer constantemente dentro del recinto minero de Venusstadt. En
teoría éramos —y somos— hombres libres que pueden ir por donde quieran siempre
que hayan cumplido sus horarios laborales.
La primera noche que entró en vigor esta autorización, apenas terminó el trabajo,
fuimos todos al pueblo, como una especie de tromba desbordada. No nos cansaron los
quince kilómetros de distancia desde la zona minera, ni siquiera por el hecho de que
tuviéramos que cubrirlos a pie. Nuestros pulmones ya estaban más o menos
acostumbrados a la atmósfera de Venus y, sobre todo, ¡éramos libres!
Pero, ¿libres de qué y para qué?, podríamos habernos preguntado, en cuanto
entramos en el pueblo. Por supuesto, ya nos esperaban. Los bares habían instalado a
la entrada puestos de hifza para que bebiéramos sin necesidad de entrar en los
recintos, todos los cuales estaban ya provistos de un cartel bien visible y
significativo: «Reservado el derecho de admisión». Los camareros-robot nos
sirvieron cuanto quisimos… en la puerta, naturalmente. Y, aparte de ellos y algún
camarero venusino en los bares demasiado humildes para tener robots a su servicio,
parecía que el pueblo estuviera desierto. Había luces en las ventanas y se adivinaba
vida en el interior de las casas. Pero los pioneros cuidaron bien de mantenernos
alejados de sus personas.
Hubo algunos compañeros —yo diría que la mayor parte— que necesitaban más
de la compañía de una mujer que de los tragos ardientes de hifza. Preguntaron a los
camareros y los camareros parecieron volverse mudos. Sólo uno de ellos dijo algo de
que si se esperaba una expedición de mujeres de la Tierra, especialmente reservada
para nosotros.
—Bueno, pero, mientras tanto… ¡habrá algún prostíbulo en el pueblo!, ¿no?… —
gritó alguien.
Era un sudafricano, Van Dalen, cuya vitalidad desbordante no había logrado
calmar el licor venusino. El camarero —un hombre de poco más de uno cincuenta de
altura— le miró como podría haber mirado a un orangután en el zoológico.
—Sí hay, muchacho… pero no para ti. ¡Nuestras mujeres no soportarían tu olor a
terrícola!…
No sé si fueron las palabras o la risa de conejo que las acompañó. Pero lo cierto
es que el sudafricano se abalanzó sobre el camarero venusino y lo habría destrozado a
no ser porque, de no sé todavía dónde, comenzaron a salir agentes uniformados de la
Seguridad Federal para separarlos. Van Dalen fue llevado detenido, a pesar de que
todos atestiguamos que el camarero le había ofendido. Por lo visto, según una ley
planetaria puesta en vigor pocos días antes, el delito lo perpetraba quien primero

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infligía daños físicos, sin que los daños morales contasen para nada en la culpabilidad
de nadie. Estaba claro que la ley había sido promulgada especialmente para nosotros.
Ahora, recordando lo que ocurrió aquella noche, querría que todo hubiera sido
como aquello. Pero, desde entonces, las cosas han ido mucho peor, aunque pueda
parecerte mentira. La situación es la siguiente: somos hombres libres; trabajadores
que, por el solo hecho de serlo, gozamos oficialmente de todos los derechos del
ciudadano de la Federación Interplanetaria. Pero todo eso son palabras, aunque se
trate de palabras importantes, apoyadas por la ley. Sí, no son más que palabras huecas
desde que apareció Kuklos.
El nombre de Kuklos te sonará extraño. Bueno, yo no sé tampoco lo que significa,
sólo sé que el miedo nos invade a todos en cuanto se pronuncia esta palabra. De
Kuklos no sabemos ni el origen ni la naturaleza. Conocemos únicamente el resultado
de sus actos. Yo mismo, al escribirlo, me estremezco, porque lo que sé de eso, por
poco que sea, es suficiente para ponerle a uno los pelos de punta y la carne de gallina.
Apareció por primera vez hace tres meses, aproximadamente en los últimos días
de septiembre. Ya sabes que aquí las estaciones son un poco diversas a las de la
Tierra. En esos días de fines de septiembre comienza la estación de las lluvias
calientes, que dura aproximadamente un mes y provoca, con sus precipitaciones de
50.º, la descomposición de toda la materia orgánica de la superficie de los campos, la
cual, al pudrirse, sirve de abono a la nueva vegetación que nacerá en febrero. La
gente apenas sale de casa y las escasas zonas de cultivos artificiales son protegidas de
la lluvia destructora por medio de revestimientos plásticos que convierten los campos
en invernaderos de verano, aunque la comparación puede parecer absurda.
Pues bien, por aquellos días, otro compañero nuestro, un norteamericano llamado
Davis, que por su escasa estatura y su palidez casi marfileña podría haber pasado casi
por un venusino, conoció a una chica del pueblo. Quiero decir, una prostituta, tú ya
me entiendes. Pero el caso es que la muchacha hizo caso a Davis, olvidando su
condición de venusina, sólo porque Davis tenía ahorrados unos cuantos bonos de su
sueldo, que le permitían cultivar la amistad de ella, al menos una vez por semana.
Todos le envidiábamos, palabra: era el único que podía estar con una chica, porque
aquella hipotética expedición de mujeres terrestres de que habíamos oído hablar no
pasó de ser un rumor. Davis nos reunía a unos cuantos, cada vez que volvía de verla
y, muy en voz baja, nos contaba cosas.
Una noche, en medio del continuo chapoteo de la lluvia caliente, en el exterior de
los pabellones, oímos un rumor como de lucha, unos gritos y el zumbido de la
corriente eléctrica en las vallas del recinto minero. Y, a la mañana siguiente, al formar
para dirigirnos al trabajo, pudimos ver el cuerpo carbonizado de Davis, crucificado
sobre los alambres de la valla y apenas reconocible. Su piel marfileña se había vuelto
negra y sus miembros retorcidos contenían aún su último espasmo. Sobre la camisa
chamuscada, a la altura del pecho, tenía un letrero impreso sobre plástico y lo
bastante grande para que todos lo pudiéramos leer:

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KUKLOS NO PERDONA A LOS VIOLADORES

Yo no podría asegurártelo, pero tengo la impresión de que la fuerza de Seguridad


Federal que vino a investigar la muerte de Davis —ya que se trataba a todas luces de
un asesinato— dejó deliberadamente el cuerpo donde había sido encontrado, para que
todos fuéramos testigos de aquel castigo horrendo.
Desde aquel día, Kuklos ha estado apareciendo misteriosamente entre nosotros,
cada vez que un asqueroso terrícola ha osado trasgredir las leyes no escritas que los
venusinos nos han dictado. Kuklos, quienquiera que sea, ha dado una muerte
horrenda a quien ha intentado entrar, borracho o no, en una taberna venusina, a quien
se ha atrevido a gritar un poco más fuerte contra la discriminación a que se nos tiene
sometidos, a quien ha mirado con ojos un poquito codiciosos a cualquier muchacha
venusina que se haya cruzado en su camino.
Ante Kuklos no nos queda otro remedio que agachar la cabeza y aguantar.
Intentamos averiguar algo de él a través de las autoridades mineras, pero el inspector
que nos recibió se limitó a decir que ignoraba qué significaba aquello, que ignoraba
que aquella organización secreta tuviera existencia fuera de nuestra imaginación
demenciada.
Me dirás que por qué no abandonamos el trabajo en las minas y volvemos a la
Tierra. Ojalá. Yo desearía volver y sé que todos mis compañeros lo harían si tuvieran
ocasión. Pero, con nuestra aparente libertad, estamos más prisioneros en Venus de lo
que podríamos estar en una cárcel. Porque la compañía minera, como todas las
compañías que han contratado trabajadores terrícolas, sigue pagando nuestros salarios
en bonos del Estado, que no son admitidos en ninguna nave interplanetaria como
pago de un pasaje. Y, para solicitar el cambio en créditos, hay que presentar en los
bancos un justificante de que el contrato de trabajo ha sido rescindido.
Carlos, amigo mío, para terminar esta carta no me queda más que pedirte un
favor: necesito dinero; dinero de verdad para volver a la Tierra. Ya sé que es difícil,
pero permanecer más tiempo aquí podría significar la muerte. Nadie de nosotros está
seguro. El viaje, en las bodegas de un carguero, podría costar unos treinta mil
créditos. Es el pasaje más barato que existe. Habla con los amigos, no sé… Enséñales
esta carta, diles que yo les pagaré en cuanto regrese, que encontraré dinero, aunque
sea entrampándome para siempre. Todo, cualquier cosa con tal de poder escapar de
aquí.
No me olvides, por favor. Y ponte de acuerdo con el radiotelegrafista —su
dirección irá en el sobre, la pondrá él mismo en cuanto desembarque en el
espaciopuerto de Calcutta— para contestar a mi carta. Será el único modo de que
podamos comunicarnos sin que intercepten la correspondencia.

Luis.

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Venusstadt, 13 de marzo.

Los meses se han hecho terriblemente largos hasta el regreso del carguero. Me ha
costado cien bonos conseguir que el radiotelegrafista me entregase tu carta. Quiere
cobrar a la ida y a la vuelta. Pero la necesitaba de tal modo que no he dudado en
entregárselos, aunque esto me va a costar un ayuno de tres días. No importa.
Ni importa tampoco que no hayas conseguido el dinero para mi pasaje de regreso.
En realidad, no tenía demasiadas esperanzas de que lo lograses. Ya conozco la
situación de todos nosotros en la Tierra. Somos un planeta envejecido y el porvenir
está en manos de los pioneros, sean los de Venus o los de Marte o los que están
estableciendo las primeras colonias en Júpiter. Ésa es la razón por la que el Gobierno
Central les ha permitido seguir en la situación que te planteé en mi otra carta y que
subsiste hoy, corregida y aumentada.
Kuklos se ha convertido en el terror absoluto entre nosotros. Se filtra en nuestras
conversaciones más íntimas y actúa con toda bestialidad al mínimo motivo. En la
noche son apaleados hasta la muerte los compañeros que han osado hablar —fíjate,
sólo hablar— contra nuestra situación. Si alguien se rebela contra las órdenes de los
pioneros —y hay desesperados que no consiguen aguantarse más— esa rebelión
significa la muerte contra las alambradas y un parte escueto de «fallecimiento por
desgraciado accidente». No sirve que nos apoyemos los unos en los otros, guardando
absoluto silencio de cuanto nos decimos: Kuklos se entera y actúa. Y su actuación
significa siempre la muerte.
Nos hemos acostumbrado ya a callar y aguantar, porque la rebelión no sirve
contra lo desconocido. Y Kuklos, no sabemos qué es, aunque nos sospechamos que
oculta a Venus entera contra nuestra condición de hombres.
Un día, al amanecer, encontramos a Trumi, un malayo joven y tímido que trabaja
en las carretillas, medio muerto a palos en la entrada de la mina. Probablemente, la
intención de Kuklos había sido dejarle allí muerto, pero Trumi, no sé por qué ni
cómo, había sobrevivido y tuvo todavía fuerzas para decir cómo le habían atacado. Su
delito había sido trasponer ¡con un solo pie! una de las casas venusinas del pueblo,
buscando a alguien, no sé a quién. Huyó ante los gritos de los que estaban dentro pero
esa noche, según dijo, una extraña fuerza desconocida le hizo salir del galpón donde
dormía. No sé a qué fuerza se refería, pero parecía indicar que se trataba de una orden
telepática. Al llegar al exterior parece que vio a unos hombres provistos de cascos
blancos. Trumi estaba demasiado agotado para poder decirlo, pero me imagino que
esos cascos de que hablaba serían del tipo de los transmisores telepáticos que usan los
pilotos exploradores en los viajes siderales, cuando ya la transmisión por ondas de
radio resulta imposible. Con la potencia de aquellos cascos, debieron influir en su

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mente y le ordenaron salir del galpón, donde le tuvieron a su merced sin necesidad de
entrar a buscarle. Lo que siguió, Trumi pudo contarlo entre estertores de agonía. Le
llevaron a rastras hasta la entrada de la mina, donde nosotros pudiéramos encontrarle
al día siguiente, y le molieron a palos con barras de aluminio. Trumi estaba a punto
de decirnos algo más, pero llegaron los agentes de la Seguridad Federal y se lo
llevaron rápidamente al hospital, antes de que el malayo pudiera decirnos lo que
quería. No obstante, nos imaginamos que había podido reconocer a alguno de los
atacantes y quería decirnos su nombre. Los agentes lo impidieron y, a la vuelta del
trabajo, se nos dijo que Trumi había muerto en el hospital y que se practicaban
diligencias para esclarecer quién le había atacado.
Ocurrió como siempre hasta ahora. Dos días de insólita actividad de los agentes,
que más parecen querer demostrar que están allí que actuar con eficacia. Luego, el
mismo terror hasta la próxima víctima, que podría haber sido cualquiera de nosotros.
Estamos cercados por Kuklos y no podemos hacer nada más que esperar. Nos
domina a todos el terror más absoluto y Kuklos parece gozarse de ese pánico,
haciendo acto de presencia invisible aun en las noches en que no provoca ninguna
víctima. Nos rodean constantemente sus llamadas telepáticas llenas de amenazas,
unas llamadas que actúan directamente sobre nuestras mentes con el aviso inexorable
de que puede llegarnos el turno en cualquier momento. Y a veces también, en medio
de la noche, podemos ver a través de las ventanas de los galpones las hogueras en
forma de círculo que los miembros de Kuklos encienden en los montes vecinos y que
pueden ser vistas desde enormes distancias.
Kuklos, lo he sabido por fin por un profesor de lenguas muertas que trabaja en las
refinerías de uranio anejas a la mina, es una palabra muy antigua de origen griego que
significa precisamente círculo. Y parece como si hubieran elegido ese nombre con la
intención de hacernos sentir más aún el cerco infranqueable en que estamos metidos,
sin posibilidad humana de salir de él y condenados a una extinción total.
Carlos, ahora quiero pedirte un nuevo favor. No se trata ya de dinero, que sé que
es imposible de conseguir. Sólo quiero que intentes por todos los medios llegar hasta
alguien honrado del Gobierno Central. No sé a quién, naturalmente. Sé que todos, o
casi todos, tratarán de hacer como que ignoran lo que está ocurriendo aquí. El
Gobierno tendría mucho que perder y poco que ganar si actuase contra esta situación.
Pero creo que todo consistiría en que alguien les empujase a la acción. Cómo, no lo
sé, y ojalá lo supiera. ¡Pero tiene que haber una persona en el Gobierno que piense
más en nosotros que en la seguridad económica que significa nuestra ausencia!… ¿O
es que los seres humanos hemos de ser menos importantes que un cargamento de
uranio 235?
Busca a alguien, Carlos, enséñale mis cartas y dile quién soy yo, que soy incapaz
de imaginar cosas que no existen. Dile que Kuklos ha empezado por nosotros, pero
que terminará con la dominación del hombre sobre la tierra cuando nosotros hayamos
desaparecido. Dile, si puedes, que no se trata de una amenaza local; que es la

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amenaza de una nueva raza contra el resto de la estirpe humana. Y que acabarán con
ella cuando hayan terminado con todos nosotros. Diles que son poderosos, porque su
fanatismo les lleva a vencer todos los obstáculos, mientras que nuestra necesidad nos
impulsa a tolerarlos y a hacernos los ciegos ante lo que queremos considerar como un
mal menor sin importancia. ¡Diles que sí es importante!… ¡Que la vida del hombre
sobre el universo está en juego!…
Di… Bueno, di todo lo que puedas decir, Carlos. No me siento capaz de
aconsejarte. Tú sabrás ver las cosas con más objetividad desde la Tierra. Yo, desde
aquí, sólo tengo miedo.

Luis.

Encontrarás que las páginas anteriores están arrugadas y sucias. Tuve intención de
romperlas y volverte a escribir, pero me temo que no haya demasiado tiempo. Por eso
prefiero añadirte estas cuartillas a las anteriores y rogar por que puedan llegarte esta
vez.
Cuando me dirigí al espaciopuerto con la carta y me encaminé al lugar escondido
donde me había citado con el radiotelegrafista que nos sirvió de mensajero
anteriormente, me extrañó no encontrarle. Pensé que estaría borracho, y le esperé más
de dos horas con la esperanza de verle, aunque estuviera repleto de hifza. Le gusta la
hifza más que las mujeres, pero yo sabía que, para beberla le hacían falta bonos y que
el que tenía que proporcionárselos había de ser yo, a cambio de llevar mi carta.
Me inquietó que transcurriera el tiempo y que el hombre no diera señales de vida.
Y me inquietó más aún cuando sentí que las hierbas altas que había en torno mío y
que rodeaban como un bosque todo el espaciopuerto parecían querer hablarme. Yo
sabía que las hierbas no hablan, ni siquiera en Venus. Pero era precisamente de allí de
donde parecía partir una especie de llamada confusa que estaba actuando tenuemente
sobre la mente.
De pronto me di cuenta. Me di cuenta y me estremecí con un horror como nunca
más lo sentiré en mi vida, creo. Era Kuklos. Los hombres de Kuklos, que estaban
tratando de captar mi mente desde algún lugar. El telegrafista borracho debió de
hablar más de la cuenta y probablemente me había mencionado, o había mencionado
los bonos que tenía que darle alguien. Kuklos sabía que un terrícola esperaba a aquel
borracho para darle bonos con que seguir bebiendo. Lo más seguro es que no
supieran que se trataba de mí, porque si lo hubieran sabido, habrían conocido
exactamente mi frecuencia telepática, consignada en los archivos de la Compañía
minera desde el día que sufrimos todos el examen psicofisiológico, a nuestra llegada.
Y, conociendo esta frecuencia, habrían podido entrar directamente en contacto

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conmigo y me habrían podido localizar con un error menor de un centímetro, como
antes habían localizado a Trumi, a Davis y a tantos otros.
No me quedaba otra solución que huir de allí. Aunque vagamente y con error
considerable, me habían localizado y pensé que sólo en el galpón, entre todos mis
otros compañeros, podría sentirme seguro. Busqué el modo de alcanzar la carretera
que conducía desde el pueblo hasta el recinto minero y llegué a ella cuando algunos
otros obreros regresaban de su diaria excursión al pueblo. Me mezclé con ellos,
procurando no hablar con nadie y, al llegar al galpón, me eché en el camastro
procurando no pensar absolutamente nada, para que ningún resquicio de mi mente
quedase abierto a la búsqueda de Kuklos.
Lo mismo hice al día siguiente en la mina. Me dediqué al trabajo con un afán que
no sentía y, en los breves instantes que duró el descanso de la comida, pude darme
cuenta de que todos mis compañeros estaban afectados por el mismo terror que me
invadía a mí, por la misma llamada confusa que yo sentía y que, al no poder
localizarse en mí, se expandía a todos los demás, con la esperanza de que alguna de
aquellas mentes se delatara. Vi en mis compañeros un horror que les nacía de dentro,
como a mí. Vi en sus ojos huidizos una inquietud que yo conocía muy bien: un deseo
inexpresado de que tampoco sus pensamientos fueran excesivamente claros, para no
ser localizados por Kuklos. Vi que la inquietud hacía que cada uno sospechase de su
vecino y vi también que, si cualquiera de ellos hubiera sabido a quién buscaba Kuklos
aquella vez, no habría dudado en delatarle, siquiera para librarse del miedo que le
atenazaba el pecho. Y vi finalmente que yo mismo, si hubiera podido, habría
desviado también las sospechas sobre cualquiera de mis compañeros, con tal de
librarme de aquel asedio confuso e inexorable.
¿Te das cuenta de lo que esto significa, Carlos? La amenaza de Kuklos y de los
pioneros de Venus no sería nada o, al menos, sería mucho menos peligrosa de lo que
es, si el resto de los humanos estuviéramos unidos. Pero cada cual —y yo el primero
— trata de encontrar su propia seguridad y de salvar su piel, sin tener en cuenta que
una vida humana vale realmente muy poco, ¡nada!, en comparación con lo que
debería significar la supervivencia del Hombre sobre la Tierra o en los nuevos
mundos que se van conquistando.
En la noche, desde hace tres días, las hogueras circulares de Kuklos lucen
amedrentadoras en torno al recinto del campamento. Las voces telepáticas nos
amenazan constantemente y nos impiden salir de los galpones porque el miedo de
todos achica cobardemente el miedo individual. Y nadie quiere encontrarse solo y
cada cual escruta el rostro del vecino, tratando de descubrir en él la culpabilidad que
le librará de la amenaza confusa de muerte.
Ahora, mientras te estoy escribiendo, escucho la confusa llamada telepática de
Kuklos. Pero ahora sé que me van a encontrar, porque yo quiero que me encuentren.
Estoy cansado, Carlos, mucho más cansado que mis compañeros. Porque, si ellos
ignoran a quién buscan estas llamadas, yo sé que me buscan a mí y que, tarde o

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temprano, tendrían que encontrarme, porque mi mente no puede estar alerta día y
noche evitando que se escape el mínimo pensamiento delator. Un día habría de
ocurrirme y me sucedería precisamente cuando menos lo esperase. Así será mejor.
Tengo frente a mí, haciendo como que duerme, a Miklos Papacki. Es rumano y
tiene familia en la Tierra. Tiene miedo, tanto como yo he tenido, porque él no ha
perdido aún la esperanza de regresar algún día a la Tierra, aunque no sepa cuándo.
Papacki me cae simpático, tal vez porque sea un poco más pobre hombre que los
demás. Puede ser que un día caiga en manos de Kuklos y siga la misma suerte que
voy a correr yo. Pero voy a darle la ocasión de salvarse o, al menos, de apartar de él
las sospechas de Kuklos, dirigiéndolas sobre mí.
Por supuesto, le pediré un precio. Tendrá que entregar esta carta para que, tú al
menos, sepas lo que me habrá ocurrido cuando la recibas. Le diré que soborne a
alguien con el dinero que me queda. Sé que cumplirá su promesa, porque es cristiano.
¿Lo sabías? Aún quedan cristianos en el mundo. Aunque no son lo bastante devotos
como para dejar de hacer lo que Papacki hará conmigo. Supongo que se limitará a
rezar un poco, cuando escuche mis gritos afuera, cuando me lleven a carbonizar en la
valla electrificada.
Buena suerte, Carlos. No le digas a mi madre el final verdadero de mi historia.
Déjala que crea cualquier otra cosa. En cuanto a ti, creo que no será ya necesario
aconsejarte que desistas de tu idea de enrolarte con un contrato laboral en Venus.
No sé si te será posible cumplir el encargo que te hacía en la parte de mi carta
escrita hace días. Ahora, cuando siento que se acerca el final, creo que fui demasiado
optimista al pensar que podrías encontrar a alguien que te escuche, o que me escuche
a mí a través tuyo. Déjalo. O mejor, lo dejo a tus posibilidades.
Adiós, amigo, esto se termina.

Luis.

Correo especial de Urgencia


Sra. Paula Cristián.
Residencia Geriátrica.
Ensanche 5, calle 327, n. º 4634.
Gran Madrid.
España.
Tierra.
Venusstadt, 20 de marzo.

De nuestra consideración:

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Sentimos transmitir a usted la noticia del desgraciado fallecimiento de su hijo,
Luis Cristián, víctima de un accidente laboral en el recinto de la Unión Minera
Venusina.
El importe del seguro firmado con el contrato asciende a bonos 5000 del Estado
Federado Venusino, que podrá usted recoger en las oficinas de esta Unión Minera en
Venusstadt (Venus) cualquier día laborable, entre las 7 y las 26 horas. Unidos
sinceramente a su dolor, quedamos de usted attos.

(Firma ilegible.)

ebookelo.com - Página 50
ASFALTO

Carlos Buiza

Estudiante de Filosofía y Derecho. Es el más joven autor español de ciencia-


ficción. En sus relatos, tan humanos como tristes, se observa una clara preocupación
por el hombre. «El homo sapiens puede o no puede ser el centro del Universo; pero
en lo que se convierte, la mayoría de las veces, es en el centro de la aberración
universal.»
Ha publicado sus relatos en revistas universitarias y literarias y, en la actualidad,
prepara su primera novela.
El presente relato fue llevado a la pequeña pantalla, y televisado el 24 de junio
de 1966.
Asfalto fue galardonado en Montecarlo con dos premios: la «Ninfa de Oro»,
máximo galardón del certamen, y la «Paloma de Plata», premio especial de la U. N.
D. A., cuyo Presidente, el conde de Zrozi, declaró al entregar dicho trofeo que había
sido concedido por «Su tesis de reivindicación del valor, fundamentalmente humano,
del amor al prójimo, representado en este caso por una cruel alegoría de un mundo
en el cual la solidaridad y la ayuda mutua entre los hombres parecen haber sido
sustituidas por la indiferencia y el egocentrismo».

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Para María-José Pita

El intenso brillo del sol reverberaba en las calles y en las blancas fachadas de las
casas; el hombre deambulaba, sudando, bajo el calor del verano.
—¡Dios, debe hacer mil grados!
Debía andar, sin embargo; el médico le había dicho que cinco o seis kilómetros
diarios, por lo menos. Era, quizá, la primera vez que lamentara la corta distancia entre
su casa y el trabajo. Veía de vez en cuando algunas personas apresuradas que huían
del calor de la calle, visiones fugaces que desaparecían por cualquier esquina. La
goma del bastón y la guarda metálica de su pierna derecha, escayolada, establecían un
ritmo de percusión, lleno también de calor y abotargamiento. El sombrero de esterilla
le protegía, pero hacía bajar por su frente gotas de sudor que él enjugaba de vez en
cuando, deteniéndose.
«Es un día agobiante…, un día de infierno», pensaba el hombre.
Después de haber recorrido algunas manzanas procurando mantenerse siempre al
resguardo de la sombra, emprendió, como todos los días, el regreso a su casa.
Un perro sin collar, vulgar y feo, le asustó al salir inesperadamente de una
esquina. Alargó el bastón para ahuyentarle, y el perro cambió de dirección, cruzando
la calle. A su vez, el hombre se dispuso a cruzarla. Miró a ambos lados, inútilmente,
pues no pasaba ningún vehículo. Apoyó el bastón en el caliente asfalto y adelantó una
pierna; pero el bastón permaneció rígido en el mismo punto y casi le hizo perder el
equilibrio. El hombre juró entre dientes. Tiró de él. Estaba bien fijo en el
reblandecido alquitrán. Bajó de la acera, sintiendo cómo la guarda metálica de la
pierna se hundía también en la pastosa mezcla.
—¡Maldita sea, debo ser imbécil! —dijo en voz alta.
Apoyándose en su pierna sana hizo presión con el pie. Pero el hierro se había
clavado rígidamente y parecía no querer salir de allí. Se ayudó con las manos, tirando
de la escayola y, a cada intento, la cara se le ponía más colorada; después se dio
cuenta que el zapato también se había hundido un poco, privando a la pierna sana de
movimiento.
Comprendió que se había clavado en el asfalto, sin posibilidad de salir, a no ser
que recibiese ayuda.
Miró a ambos lados de la calle, pero no pasaba nadie.
—Tendré que esperar…
Había transcurrido una hora y el hombre continuaba en su prisión. La calle seguía
solitaria. En una ocasión creyó ver a alguien; después comprobó que se trataba del
perro que él mismo había espantado momentos antes.
Había hecho algunos intentos para desasirse de la negra pasta, sin resultados.
Ahora esperaba, simplemente. «Esto, pensaba, me pasa por estúpido; ¿quién me

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manda pasear a estas horas?… Aunque la culpa no es mía…, el alquitrán no debería
derretirse por mucho calor que haga. Por lo menos no de esta forma.» Pero, fuese
como fuese, estaba allí encerrado y tenía que salir.
Miró hacia sus pies. La guarda de hierro se había hundido más y la escayola
rozaba el asfalto. La otra pierna también había descendido; el zapato comenzaba a
desaparecer. El calor continuaba siendo insoportable y el sol brillaba con una
intensidad aterradora. El hombre miraba de vez en cuando hacia las ventanas situadas
a su alrededor, intentando ver a alguien que pudiera ayudarle. Pero las ventanas
estaban cerradas. Descubrió nuevamente al perro, no muy lejos de él. El hombre silbó
y el perro se detuvo, interesado; el hombre fijó sus ojos en los almendrados ojos del
animal, que le observaban atentos.
—Hola…
El perro, inesperadamente, dejó de prestarle atención y emprendiendo un corto
trote desapareció, definitivamente, detrás de una esquina.
Eran las cuatro de la tarde. El asfalto pasaba seguramente por el momento de
mayor recalentamiento. Los pies del hombre se habían hundido más y estaban casi
enterrados. Por fin, después de otra media hora, vio a un hombre que se dirigía hacia
él. Al descubrirlo lo llamó con todas sus fuerzas.
—¡Venga, por favor, venga! —Le hizo señas con la mano—; ¡estoy prisionero en
el asfalto, ayúdeme a salir, por favor!…
El otro se acercó despacio, mirando extrañado, como si no entendiese lo que le
decían. Cuando estuvo más cerca, el hombre comprobó que se trataba de un viejo de
unos setenta años, con el pelo gris y una barbita del mismo color. Sus ropas eran
blancas y estaban muy usadas.
—¡Mire, mire lo que me ha pasado! ¡Me he quedado pegado en el alquitrán y no
puedo moverme!… ¿Sería tan amable de echarme una mano?
—¿Una mano? Sí…, por supuesto. Pero no sé si podré. Estoy bastante débil,
¿sabe?… Pero, ¿por qué no?
Se acercó a él y se colocó a su lado.
—¡Cuidado, no haga eso!… ¡Se pegará también!
—¿Pegarme? —contestó el viejo—; oh, no, no se preocupe, yo peso muy poco.
Debía pesar muy poco, efectivamente; los huesos de la espalda se le clavaban en
la chaqueta y sus pómulos sobresalían, rodeados de tirante pellejo.
—Vamos a ver… ¡ah!, tiene una pierna escayolada. ¿Qué le parece si intento tirar
de ella? Me parece que será la mejor forma.
Los dos tiraron del yeso. El cuerpo del anciano temblaba por el esfuerzo y la cara
del hombre volvió a ponerse roja, pero la pierna no se elevó ni un milímetro.
—No…, no me parece que sea la mejor forma… —el viejo jadeaba—. ¿Sabe qué
voy a hacer?… Voy a ir a mi casa, y con la ayuda de mi nieto y una cuerda,
probaremos de nuevo. Yo…, ya soy viejo… ¡Vivo aquí al lado y no tardaré ni cinco
minutos!

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El viejo se alejó con pasos apresurados.
«Qué tonto he sido en dejarle partir», pensó el hombre; «he debido decirle que
avisase a casa.»
Pasó el tiempo y el viejo no aparecía. El hombre pensó si se habría olvidado o si
viviría más lejos. Desconfiaba que volviese cuando, a lo lejos, creyó verlo. Sí,
debería ser él… Pero mucho antes de llegar, se dio cuenta que el viejo había
marchado en dirección contraria.
Las piernas, ahora, se le habían dormido y las plantas de los pies estaban llenas de
hormigas.
¡Es horrible estar aquí…, esperando a alguien que no pasa!… Fue en este
momento cuando vio lo absurdo de su situación. ¡Clavado en el asfalto!… Era
ridículo, una ridícula tontería. Muy bien pudiera llamarme Mickey, Gooffy o Tom…
El guardia apareció inopinadamente y el hombre lo vio, alto y fornido. Cuando
estuvo a su lado comprobó que era bajo y no muy gallardo, con la cara en forma de
pera y cicatrices de alguna enfermedad antigua. Le contó su caso atropelladamente y
su necesidad de salir.
—A lo mejor si llamamos a los bomberos, lo sacarán en seguida —le dijo el
guardia—. Está demasiado hundido en el asfalto para tirar de usted… Se rompería,
¿comprende? Creo que deberán recortar a su alrededor y extraerlo con todo el bloque
y después quitárselo poco a poco…, o algo así. ¡Sí, señor!, voy a por los bomberos,
¿le parece?
—¡Sí…, sí! ¡Es una estupenda idea! Pero por favor, dese prisa… Estoy molido…
—No se preocupe, no se preocupe. Estaré de vuelta en cinco minutos.
¡Cinco minutos! El mismo tiempo que el viejo… Claro, que un guardia no es un
viejo cualquiera y los bomberos no se andan con chiquitas cuando se trata de salvar a
alguien.
Pronto sonarían las sirenas…
Vio a los niños. Mantenía los ojos cerrados, agobiado por tanto calor y tanta
espera. Al enterrarse los tobillos, los pantalones habían descubierto parte de la pierna
y parte de la escayola. Los niños le miraban. Eran tres y se escondían; volvían a
aparecer; le miraban fijamente, parados. Cuchicheaban entre ellos.
—¡Niños, venid!…
La niña desapareció para volver al momento con tres niñas más. El hombre oyó
risitas contenidas y una exclamación de silencio. ¿Qué estarían haciendo?
Ciertamente, el espectáculo de un hombre clavado en el asfalto, al lado de un bastón
como una antena, no se veía todos los días. Pero los niños parecían mantener cierta
precaución.
Uno de ellos, una niñita de cinco o seis años, vestía sólo unas braguitas azules y
la piel de todo su cuerpo estaba morena de sol. Era como un pequeño insecto marrón,
con un lunar azul.

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Por fin se paró. Todos se pararon. Habían llegado a un acuerdo con respecto al
hombre.
En fila india se le acercaron, pegados a las casas, y se detuvieron a cierta
distancia. Las palabras no le hicieron daño. En realidad no sintió rabia por su
impotencia ni odio contra los niños. Fue un desgarro interior que nunca había
conocido.
—¡Estás-ahí-pegado-por-cabrón!
—¡Estás-ahí-pegado-por-cabrón!
—¡Estás-ahí-pegado!…
El hombre chilló.
—¡Fuera! ¡Fueraaaaaa!…
El grito le salió sin proponérselo. Fue una especie de alarido con el que se
produjo una catarsis liberadora que le tranquilizó. Incluso el sol ya no calentaba tanto
y tampoco se dio cuenta que se había hundido varios centímetros más.
Eran dos jóvenes de unos veinte años. Uno con una guitarra, el otro con unos
libros.
El hombre los vio llegar hacia él. A unos quince metros lo descubrieron y se le
acercaron.
—Señores, por favor… Vienen oportunamente. ¡Miren, miren qué me ha pasado!
¡Ayúdenme…, no puedo salir por mis propios medios! Podrían… ¿Podrían
ayudarme?
Los dos jóvenes se miraron y volvieron a mirar al hombre.
—¿Queda muy lejos el circo? —dijo el de la guitarra.
El otro rió la broma, como una rata.
—No…, no me han entendido: estoy prisionero, ¡prisionero del asfalto! Se ha
reblandecido por el calor y no puedo salir. ¿Querrían ayudarme?… Por favor,
señores…
—Seguramente a Louis Armstrong o Duke Ellington se les ocurriría algo. ¿Por
qué no pruebas?
—¡Sí!… ¿por qué no?
—No se trata de ningún circo, de ninguna prueba; es la verdad. ¡No puedo
moverme!… Dejen la guitarra, amigos, y ayúdenme…
—Deja los libros, tú.
El otro dejó los libros sobre el asfalto. El hombre, mecánicamente, leyó los
títulos: El Hombre Ilustrado, El Jardín de Epicuro, Pensamientos, de Pascal, Un
Mundo Feliz…
El de la guitarra apoyó un pie en el libro de arriba y rasgueó las cuerdas. Un
acorde en tono menor y, después, una séptima disminuida, que puso el contrapunto.
La mano derecha estableció el ritmo. Un ritmo sincopado, duro. La mano izquierda
recorría el mástil de la guitarra lentamente, con seguridad, introduciendo un prólogo
machacante y repetido.

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—No… no me han entendido…
—Cállate, imbécil; ¿no ves que está tocando?
Los acordes eran ahora declamatorios, iniciadores de la improvisación. El joven
cantó con voz de barítono:
En el mundo no hay justicia: este hombre se pegó…
… Oh, oh, oh, y se quedará pegado.
Si alguien pasa por su lado de su facha se reirá… ah, ah, ah, y en asfalto morirá…
… Ah, ah, ah.
¡Pobre hombre desgraciado!…
—¡Pero, pero!…
—¡Calla, estúpido!
¿Por qué no se acerca nadie?
¿Por qué nadie le hace caso?
¿No veis su cara implorante?…
La melodía crecía en ritmo, insistente, pesada. El joven tocaba y cantaba, con los
ojos cerrados. Su compañero sonreía, admirado, sin mirar al hombre, como en
éxtasis.
… Se está muriendo.
Sólo reclama una ayuda…;
pero su color es negro.
—¡Bravo, bravo…, bravo!
La música terminó con un gorgoteo agónico. Los jóvenes respiraron hondo.
Recogieron los libros. El compositor recibió las felicitaciones del otro.
—¡Eres fenomenal!… Termínala y preséntala a un concurso. ¡Qué jazz, qué
registro, qué patetismo!
Se alejaban.
El hombre les chilló.
—¡No…, no; no se vayan! ¡Esperen un momento!…
—Señor…, señor… ¿está bien?
Era una vieja, pero el hombre no podía oírla ni verla: se había quedado dormido.
La vieja se acercó y le tocó en un brazo.
—¿Está bien, señor?
El hombre dio un respingo, despertando bruscamente. Miró fijamente a la vieja,
sin un gesto en el sudoroso rostro, quieto. La vieja retrocedió, tropezando con el
bordillo de la acera y estuvo a punto de caer. Huyó asustada.
No sabía cuánto tiempo había pasado antes que se durmiera, ni tampoco le
interesaba. El asfalto le llegaba hasta las rodillas. En esta posición soportaba mucho
mejor el peso de su propio cuerpo. Su lecho no estaba caliente, como era de esperar:
el asfalto envolvía sus piernas suavemente, como una manta.
El gran coche negro se paró a su lado. El sol se estrellaba en la brillante carrocería
y una polícroma bandera se alzaba orgullosamente en la aleta derecha. Dentro iba un

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ministro, el cual preguntó al hombre y al cual el hombre contestó.
—¡No puede ser! ¡Es increíble! El presupuesto para vías municipales fue
suficientemente holgado como para que… como para que ocurran estas cosas…
¡Insólito, es insólito! Qué materiales… ¡Qué materiales habrán empleado!… ¡La Ley,
señor mío, es la Ley!… Pero me van a oír, sí. ¡Me van a oír!
—¡Sí, excelentísimo señor!
—¡Desde luego que sí! ¡Vámonos!… Y usted no se preocupe. En seguida lo
sacarán… lo sacará alguien… no se preocupe. Adiós.
Y el ministro, su coche y su chófer, se alejaron a gran velocidad, —¡pero cómo
quiere que lo saque si está enterrado hasta la cintura! ¡Ni que fuese una levantadora
de pesos!
—¡Pero puede llamar a alguien, avisar a alguien!… Tal vez a su marido.
—A mi marido… ¡ja! No digas gansadas, hombre; ¿es que tengo pinta de tener
marido? ¡Y no pongas esa cara!, ni que te fueses a morir… Esto…, ¿quieres que te
encienda un pitillo?
—No, gracias, es muy amable.
—Bueno, pichón, como quieras. Tú te lo pierdes. Adiós.
El hombre estaba llorando. Mantenía la barbilla hundida en el pecho y las
lágrimas abrían limpios surcos en su rostro, ennegrecido por el sudor y el polvo.
Lloraba mansamente, casi en silencio. Su cuerpo se movía como el dé un monigote.
Los cabellos le caían hacia adelante y estaban pegados a la frente.
Cuando advirtió las sombras y alzó los ojos, un chico y una chica le miraban, algo
asustados. Ella tendría dieciséis años, el pelo rubio, los ojos inocentes; él no le
llevaría mucha edad. Iban de la mano.
Los ojos del hombre pasaban de uno a otro, silenciosamente.
Los chicos miraban esos ojos tristes, sin comprenderlos bien, y se interrogaban a
su vez. Pero no ignoraban la angustia del hombre, su imagen era bien expresiva.
—¿Podemos?… Tenemos prisa…
—Sí, podéis. Sólo…, solamente quiero salir de aquí. Llevo más de seis horas
enterrado y nadie… Quiero salir, ¿entendéis? ¡Salir!
El chico miró a su acompañante. Ésta afirmó con la cabeza.
Extendió un brazo al hombre. El hombre aproximó su mano. Cuando las dos
manos iban a encontrarse, la muchacha le hizo retroceder y cuchicheó a su oído.
—No le toques… Tiene las manos sucias… todo él está sucio. Te manchará.
—Pero…
—No, que vamos a llegar tarde.
El muchacho miró nuevamente al hombre, que mantenía aún su brazo extendido.
Su expresión era desolada, increíble.
Ella tiraba de él y él no dejaba de mirar al hombre.
—Tenemos prisa, ¿sabe? Vamos a un guateque y…

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El hombre bajó los ojos y hundió nuevamente la barbilla en el pecho. Pero ya no
lloraba. Ya no esperaba nada.
La calle estaba cada vez más transitada. La tarde había refrescado y se llevó el
calor del día. El hombre estaba hundido hasta las axilas. Casi todos le miraban al
pasar por su lado, con mayor o menor intensidad, desde la rápida mirada hasta el
gesto cómico de la risa contenida. El hombre no los veía, no veía a nadie: eran
visiones calidoscópicas. Sólo sentía el asfalto, el asfalto que estaba terminando de
engullirle. Estaba dentro de un pequeño cerco formado por sillas de madera de un bar
vecino; un agente de circulación las había puesto preventivamente.
—Pasarán muchos coches después, ¿sabe? —le había dicho—; y algunos van sin
ver. Podrían… Bueno, usted ya me entiende.
El mutismo del hombre no se vio roto para responder las preguntas que le dirigían
algunos transeúntes:
—¿Qué le ha pasado? ¿Es una apuesta? ¿Se va a estar muchas horas? ¿Por qué
está ahí? ¿Eres un enano? ¿Me deja que le haga una foto? ¡Talidomídico! ¡Estos
pobres ya no saben qué hacer para inspirar lástima! ¿Es alguna protesta política?
¡Qué tío imbécil! ¿Le hace gracia llamar la atención? ¿Quiere agua? ¿Quiere vino?
¡Mira, un gamberro!
Una vez murmuró:
—¡Me encuentro solo… solo!… ¡Sáquenme, por favor!…
Pero nadie pudo comprenderle, nadie se le acercaba.
Y al día siguiente unos hombres quitaron las sillas y repararon el suelo, poniendo
una nueva capa de asfalto.

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SOSÍAS

P.G.M. Calín

Nombre literario —Calín es uno de los apellidos de su rama paterna— del


famoso humorista español P García. Tiene publicados cinco libros, dos de ellos de
fantasía científica, y dos comedias; escribe con regularidad artículos para una
cadena de veinte periódicos, ha pronunciado más de doscientas conferencias,
organiza y dirige coloquios… En sus relatos de fantasía científica sabe mezclar
muchas veces, junto con su peculiar sentido del humor, temas de un hondo
dramatismo, lo que les confiere un especial atractivo.

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Siempre me gustó leer historias. De las lecturas había llegado a la conclusión de
que para protagonizar una de ellas se tenía que poseer un determinado número de
aptitudes, tales como valor, arrojo, audacia, fuerza, etc., que jamás se dieron ni se
darían en mí; habría que ser un tipo fuerte y atlético como Raúl Conway, o algo así.
Por eso jamás pudo ocurrírseme que fuera a sucederme algo insólito y fuera de la
rutina de mi trabajo en la sección de estadística del Centro de Promoción Psicosocial.
Yo consagraba mi tiempo a tratar de suscitar en Paula algún sentimiento de
admiración que evitara que Conway, tan apuesto, desenvuelto y fuerte, terminara por
arrebatármela, y a prepararme para el concurso de televisión «Acontecimientos de un
año», que era la única forma de ganar el dinero suficiente, de golpe, como para poder
decirle a Paula que ya nos podíamos casar.
En el sorteo previo del concurso me habían correspondido los sucesos
periodísticos del año último, y como mi «hobby» era la mnemotecnia, y yo era un
pobre sujeto que jamás prosperaría económicamente en el Centro, no veía otra forma
de solución a mis problemas que ganando la popularidad y el dinero en aquel
concurso, y de rechazo una chica tan preciosa como Paula.
Como digo, estaba convencido de ser la perfecta negación del héroe de una buena
aventura, y como en el fondo tenía vocación de ello, aprovechaba la menor ocasión
para evadirme leyendo novelas bien emocionantes, en las que me identificaba
espiritualmente con el protagonista.
Precisamente cuando, aprovechando la soledad de mi despacho y que el tubo
neumático llevaba un rato sin transportarme trabajo, me había puesto a leer un relato
estupendo, los acontecimientos se precipitaron sobre mí como una catarata
anonadante.
Había llegado al pasaje en que el protagonista de un viaje estelar se ve atacado
por unos monstruos del espacio dueños de una civilización muy adelantada, cuando
algo relampagueó delante de mí, y unas manos fuertes se apoyaron en mis brazos.
¿Aventura?
Traté de debatirme, sin éxito. Eran más fuertes que yo. Eran más fuertes que yo,
quienes quiera que fueran los que me atacaban. Me hicieron caer en el sillón del que
me había levantado a medias, mientras relampagueaba otra vez la luz heridora que
me impedía ver lo que sucedía en el despacho. Dejé escapar un gemido. Luego
escuché unas voces que no eran amenazadoras, que hablaban mi propio idioma, pero
que aumentaban mi confusión.
—¡Sonría, Suárez!
—¡Enhorabuena, Suárez!
—Diga con sinceridad a nuestra escucha, señor Suárez: ¿esperaba ser usted
elegido para el «Proyecto Cooperación»?
—¡Por favor, señor Suárez! ¡Mire hacia mi mano! ¡Así! Ahora, sin dejar de
mirarla, explique a los telespectadores lo que siente al saber que será el primero de
nuestros compatriotas que saltará al espacio.

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—Yo… yo… —era lo único que acertaba a articular.
Raúl Conway, jefe del departamento de Detección de Iniciativas, me hizo un
discursito irónico, con las mandíbulas crispadas por la envidia que sentía, y por lo
que suponía que mi elección podía pesar en el ánimo de Paula: ¿Quería significar que
yo estaba enterado de que aquel día era cuando la Máquina emitiría veredicto para
proporcionar el viajero ideal para el vuelo orbital hispano-aliado? ¿Trataba de
hacerme el modesto, cuando la simple elección significaba la fortuna y el paso de mi
nombre a la Historia? ¿Intentaba hacer creer que yo, como cada español comprendido
entre los veinte y cuarenta y cinco años, cuyas fichas de idiosincrasia estaban en el
interior de la Máquina, no había pasado la noche en blanco, soñando con ser elegido?
Desde luego, estaba enterado de lo del veredicto, porque a la última consulta
introducida en la Máquina se le dio una publicidad enorme, ya que se trataba de una
designación histórica; y no trataba tampoco de hacerme el modesto. Lo que ocurría es
que yo no pasé la noche sin pegar ojo pensando en la posibilidad de ser elegido,
porque estaba seguro de que si alguien no podría ser elegido nunca, ése era yo.
—Debe tratarse de una equivocación… —dije.
Un periodista radiofónico inició en alguna parte del despacho, delante de su
micrófono, un trepidante panegírico sobre la modestia del hombre designado por la
Máquina, con ese tono de retransmisión deportiva que dan los cronistas radiofónicos
a todas sus cosas.
Otro inquirió en tono bromista:
—¿Significa, señor Suárez, que duda usted de la eficacia de la Máquina?
Nadie en su sano juicio podía poner en duda la eficiencia de las Máquinas
pensantes, distribuidas por los principales países aliados de los cinco continentes. Si
una Máquina decía que lo blanco era negro, señal de que uno padecía algún defecto
ocular, porque al final, lo blanco resultaría negro.
Ahora la Máquina había tenido que decidir quién sería el hombre más adecuado
para tripular la primera nave del programa de investigación espacial hispano-aliado,
nave de perfección asombrosa, ultimada por los técnicos norteamericanos, y para la
cual el viajero no precisaba entrenamiento alguno, pues todo en ella estaba hecho,
sino simplemente reunir unas determinadas condiciones de idoneidad. En la Máquina
se habían introducido los datos del «Proyecto Cooperación», y los veinte millones de
fichas de hombres en edad de realizar el viaje. Y la Máquina seleccionaba a un tipo
tan vulgar y desdibujado como yo.
—En nombre de mi departamento, felicidades —me estrechó la mano un militar,
que luego supe era el coronel Mendiola, adjunto al servicio de robótica—. Nuestra
máquina ha reconocido en usted unas virtudes intrínsecas que como militar admiro, y
como hombre envidio.
Hubo aplausos para el redondo parrafito y para nuestro apretón de manos,
mientras las cámaras portátiles de TV seguían con sus rápidas tomas.
—¡Peste de Máquina! —juró a mi lado Conway, tan por lo bajo que sólo yo le oí.

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Salí adelante como pude ante el alud de preguntas, y a continuación,
aprovechando el permiso indefinido que me concedía mi condición de viajero
seleccionado para el «Proyecto Cooperación», corrí a mi apartamiento para sentarme
delante de una bebida y poner en orden mis emociones.
¡Seleccionado para el vuelo orbital!
¿Por qué me elegía la Máquina? Porque, seguramente, lo que se necesitaba para el
vuelo era un estúpido. Y eso era yo.
No es que yo, por aquel entonces, tuviera un concepto pobre de mí,
entendámonos. Es que todo en mí era pobre. Ese concepto lo compartía Paula (con la
que hacía trece meses que me hallaba comprometido), lo compartían todos los del
Centro, que me hacían víctima de pesadas bromas a las que por no saber replicar en el
momento de ser perpetradas (soy de los que descubren la conducta adecuada dos
horas después del hecho) no hacía otra cosa que oponer una sonrisa de dientes para
afuera; y lo compartía el apolo musculoso de Raúl Conway, que al descubrir a Paula
se dijo que yo era muy poco para ella, y se propuso arrebatármela, cosa que podía
suceder de un momento a otro, vistas las espectaculares cualidades de Raúl y el
simplismo que se ocultaba bajo la estrepitosa belleza de mi prometida.
El único que no opinó así fue el doctor Barrios. Antes él, y ahora la Máquina. El
doctor Barrios, eminencia en catálisis psíquica, y el padre de Paula, prematuramente
desaparecido en un accidente el año anterior.
Yo pensaba que el aprecio del doctor había obedecido, más que a una realidad
concreta, a una corriente de simpatía, pues jamás soñó en encontrar cobaya más dócil
para sus experimentos que Adolfo Suárez. Me sometía gustoso a cuantos sondeos y
catálisis se empeñaba en realizar sobre material humano, porque gracias a ello podía
visitar a Paula, a la que en otras condiciones me habría resultado imposible
acercarme.
El doctor Barrios se entusiasmaba con los gráficos que sus aparatos arrojaban al
someterme al sondeo, y aunque todavía no estaba en condiciones de interpretar
totalmente aquellos garabatos tetradimensionales, aseguraba que el «potencial de
éxito» contenido en mí era suficiente como para pensar que influiría decisivamente
en algún momento dado en la historia de la humanidad.
Aproveché esta circunstancia a mi favor, declarándome a Paula y corriendo al
doctor antes de que ella pudiera darme una negativa. La maniobra fue hábil, y el
doctor, a quien Paula adoraba, puso en juego su influencia y bien que a regañadientes
nos prometimos.
En los meses siguientes comprobé que el entusiasmo que Paula provocaba en mí,
con sus labios jugosos, su voz de caricia, y su figura tan suavemente redondeada y
esbelta, no era mutuo. A Paula le gustan los tipos vehementes y dominadores, fogosos
y apasionados, y yo soy más bien torpe, tímido, y de los que se achican cuando
alguien les planta cara. La única solución que me quedaba para salvar el desastre que

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se avecinaba era obtener dinero rápido, y casarme con ella antes de que se hiciera el
ánimo de mandarme a paseo.

Y como en el Centro jamás haría carrera, se me había ocurrido lo del concurso de


televisión, aprovechando que siempre he gozado de una buena memoria.
Inmediatamente después de llegar a casa, tras la notificación de mi designación
por la Máquina, pensé que tal vez no hiciera falta concurso, pues los contratos
publicitarios, concesión de relatos exclusivos del viaje para prensa, y todo lo demás,
me aseguraba un buen montón de dinero.
Bebí un buen trago, empezando a sonreír.
Tal vez evitaría todavía que el guapo de Conway me arrebatara a Paula.
Animado en partes iguales por estos pensamientos y por las libaciones con que
celebraba mi elección, me dirigí al fonovisor a comunicar a mi chica la sensacional
nueva.

El momento había llegado.


Lucía un sol magnífico, que hacía destellar como una joya al Conquistador, mi
nave para el vuelo orbital.
La multitud se apiñaba en el astropuerto, expectante.
—Ya sabe —me dijo amistosamente el coronel Mendiola, que era una especie de
padrino en aquel asunto—, que usted no se ha de preocupar más que de estarse ahí
dentro, asomándose al mirador para ver el panorama. No hay mandos que deba
manejar; todo es automático. Recuerde hasta la menor de sus impresiones, para
relatárnoslas después.
Paula no me besó. Jamás me besaba. Se limitó a tenderme las puntas de los dedos,
mientras se apoyaba en el fuerte brazo de Conway, y a decirme:
—Aunque sea por una sola vez, procura no hacer el ridículo.
Como ven, algo verdaderamente estimulante…
Raúl, por su parte, me apretó la mano hasta casi hacerme gritar.
—Cuando bajes —me dijo— te partiré los dientes delante de todo el público.
Creí que iba a desmayarme. Conway me lleva media cabeza, más de quince kilos,
y yo, ni armado con una maza puedo soñar en tener una oportunidad contra él. Para
colmo de desdichas, alguien de la televisión nos estaba captando con cámara y
micrófono.
—¿Qué es eso, señor Conway? ¿Un desafío? —preguntó con refocilamiento.
—Hay una cuestión de faldas entre el señor Suárez y yo —lució su espléndida
dentadura Conway, para todas las telespectadoras, aprovechando su oportunidad—.
La zanjaremos cuando aterrice.
—¡Oh, Raúl! —dijo, con mimo gatuno, Paula.
Vi que aquello iba a ser el final. Un final en la clínica, además.

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Verdaderamente deprimido, me dejé arrastrar hasta el Conquistador.
La gente me aclamaba, aunque yo no la oía. Luego, cuando la puerta de la nave se
cerró tras de mí, fue como si me hundiese en un bloque de silencio. Paseé la mirada
por el interior del artefacto, que en nada respondía al concepto vulgar de nave
espacial; más que otra cosa parecía el cómodo bar de un bungalow de lujo. Después
fui hacia uno de los miradores para saludar a la gente, según me habían recomendado
las autoridades del proyecto. Vi parpadear el reflector de avisos… y bruscamente el
astropuerto desapareció de delante de mí, siendo sustituido por una mancha
movediza, que se alejaba vertiginosamente.
Acababa de ser lanzado.
—«¿Todo bien, Suárez?» —preguntó el coronel Mendiola a través de algún
altavoz.
—Perfectamente, señor —me volví hacia allá, sabiendo que al hacerlo facilitaba
las tomas a las invisibles cámaras de tele sensación de vuelo. Parece un cómodo viaje
en trasatlántico.
Di dos o tres pasos por la habitación-cabina. Queriendo demostrar serenidad, fui a
sacar un cigarrillo, pero se me escapó de los dedos todavía envarados por el miedo.
Me agaché a recogerlo.
Y de pronto, sucedió.
Siempre he sido torpe, y supongo que en aquel momento mi cabeza tropezó con
algo, con alguna parte vital de la estructura que no debía rozarse. El caso es que tuve
la impresión de que la nave se disolvía, y yo quedaba en un vacío sin color y sin
forma, precipitándome hacia algo tubular y vertiginoso.
Grité, sin escuchar mi propia voz. Quise debatirme, sin lograr mover una
articulación. Giré y giré.
—«¡Está cayendo, Suárez!», chilló un micrófono.
—¿Qué… ocurre?
—«El fallo de desequilibrio que usted señalaba» —dijo con cierta incongruencia
la voz de Mendiola—. «Serenidad. Conocemos su valor. Inmediatamente entra en
juego el sistema de amortiguación que usted ha indicado.»
Apreté las manos en torno a los brazos del sillón. Porque la nave seguía
existiendo, y me encontraba trémulamente sentado, aguardando el topetazo.
El Conquistador caía. Sarcásticamente pensé que si en la historia de la
astronáutica los norteamericanos al principio habían cosechado muchos fracasos, en
esta ocasión el fracaso se debería a mí. A mí, y a la Máquina. Porque, ¿por qué
diablos me habría elegido?
Me iba a romper la crisma. La idea no me preocupaba demasiado, porque casi
prefería rompérmela rodeado de una atmósfera heroica, que el que me la rompiera
Conway al bajar, y que además la cosa la televisara en directo aquel entrometido
reportero.
Mas el choque que aguardaba con los dientes apretados no llegó.

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El Conquistador se posó blandamente sobre el suelo del astropuerto. Luego, la
puerta automática se descorrió, y antes de que pudiera salir me encontré con una
Paula increíble en los brazos, una Paula que vertía lágrimas de felicidad y alegría, y
que me cubría de besos. Paula me besaba.
—Gracias a Dios, querido, que has demostrado lina serenidad pasmosa.
—¿Serenidad? —dije, más estúpidamente que de costumbre.
Mendiola estaba bastante contrito.
—Tenía usted razón, Suárez. Existía un punto de desequilibrio que los técnicos
ignoraban. Un aficionado como usted nos ha dado una lección. El aumento de
aceleración era excesivo.
Algo no encajaba con la realidad. Pregunté:
—¿De qué me está hablando, coronel?
—Del defecto que nos señaló la semana pasada, al revisar las órbitas, y apuntar el
sistema de amortiguación.
—¿Que yo?… —empecé.
Me callé, al ver a Conway.
Ya que tenía que caer, decidí no caer como un ratón. Además, Paula se había
vuelto súbitamente deliciosa, sin duda por la emoción sufrida al fallar el vuelo, y yo
le debía por lo menos el ofrecer una pequeña lucha en los pocos segundos que
necesitara mi rival para hacerme puré. Avancé hacia Raúl, cerrando los puños y los
ojos.
Siguieron sucediendo cosas insólitas.
Raúl dio un paso atrás, extendiendo los brazos para protegerse.
—¡No! ¡No me pegues! —chilló en forma ridícula—. ¡Con lo de anoche tuve
suficiente!
Descubrí entonces que llevaba un pómulo amoratado, cosa que no sucedía unos
minutos antes, cuando el Conquistador saltó al espacio. Me quedé como quien ve
visiones.
—¿Me… perdonas? —dijo humildemente el apolo.
Sin hablar le estreché la mano, y él, que aparentemente no esperaba salir tan bien
librado, me dio servilmente las gracias, marchándose a escape.
Paula me apretó el brazo, del que se colgaba con un afecto que nunca antes me
había demostrado, mientras me miraba con agradecida intensidad.
—Has sido muy gentil al escucharme y no darle la paliza de que hablabas hace un
instante, ante la televisión, antes de partir.
Tragué saliva y guardé silencio, porque en una situación así era lo más prudente.
Una escolta nos protegió del público hasta el coche oficial, y allí Mendiola se
sentó con Paula y conmigo. Las sirenas de los motoristas que nos precedían aullaron
para abrir camino.
—En marcha —dijo Paula, con su cuerpo maravilloso pegado contra mi costado.
—¿A dónde? —inquirí.

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—A casa, naturalmente —sonrió Paula.
Y luego añadió esta frase, que me hizo el efecto de una bomba:
—A ver a papá, que estará deseando abrazarte.

Todos hemos oído eso de que los locos nunca se dan cuenta de que lo están.
Mi caso, al pisar de nuevo el suelo firme, no era exactamente ése. Yo sabía que
estaba perfectamente cuerdo, y pese a toda la falta de personalidad de que he hablado,
me enfrenté bastante bien con don Manuel Barrios, doctor en Psicología Mecánica,
fallecido tal día como aquél, pero hacía exactamente un año. El 12 de noviembre, a
las 21. 50, cuando había salido después de unos días de gripe, acompañado por Paula,
por su amigo el escritor Lucas Flórez y por mí, a tomar un poco de aire a su jardín.
Un camión cuya dirección se rompió se precipitó sobre la casa, destrozó la valla,
aplastó al doctor, rompió una pierna a Flórez, y nos dejó milagrosamente indemnes a
Paula y a mí.
Después del fallido vuelo del Conquistador fui a casa de Paula, me despedí de
Mendiola y me enfrenté con un Manuel Barrios perfectamente sólido, sonriente… y
vivo. Y no me desmayé, aunque, eso sí, a pesar de ir prevenido, perdí el habla.
—He seguido tu viaje por la TV, muchacho —dijo el doctor con cordialidad—, y
he pasado un mal momento cuando te has agachado para demostrar tu teoría.
—Yo no he tratado de demostrar… —empecé; y repentinamente volví a
enmudecer. Una idea acababa de cruzar por mi cabeza.
¡Sosias!
Algo de las lecturas a que tan aficionado soy llevaba un buen rato pugnando por
revelárseme.
¡Sosias! ¡Universos paralelos!
¿Demasiado fantástico? Me lo parecía, en efecto, pero como los que disfrutamos
con las lecturas de fantasía tenemos predisposición a aceptar lo fantástico para seguir
el juego que plantea el autor, acepté mucho más rápidamente que otra persona esta
suposición.
Sonreí con hipocresía.
—Perdone, doctor. El vuelo me ha afectado algo. ¿Por qué no me ha acompañado
al astropuerto?
—Sabes que convalezco de una gripe pasajera —dijo con extrañeza.
—Sí, por supuesto. Gripe… —me mordí el labio superior—. ¿Qué día es hoy?
Paula vino con solícita inquietud, una inquietud totalmente increíble en la Paula
que yo conocía.
—¿Te encuentras bien, querido?
—Sí, Paula. Diga, doctor. Estamos…
—A 12 de noviembre.
—Desde luego, ya lo sabía. —Y en seguida disparé—: ¿De qué año?

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—Pero Adolfo…
—¿De qué año, doctor?
—Del 2002, Adolfo. Por supuesto.
Me tambaleé. Porque yo había partido el 12 de noviembre… del 2003. Luego
traté de hacerles olvidar las preguntas que se Ies debían antojar alarmantes, y me
llevé a aquella Paula tan distinta a dar una vuelta de tórtolos por las calles
flanqueadas de chalets.
Si el coronel Mendiola no hubiera hablado de un Adolfo Suárez aficionado a la
astronáutica, si Raúl Conway no hubiera revelado un respetuoso temor por los puños
de Adolfo Suárez, y si Paula hubiese continuado siendo una mujer helada y
despectiva, tal vez habría teorizado sobre un hipotético retroceso en el tiempo. Mas
como ni la Paula que yo conocía era exacta a la que ahora llevaba junto a mí, ni yo
respondía exactamente al Adolfo Suárez que ellos habían visto partir en el navío del
«Proyecto Cooperación», me hallé más dispuesto a aceptar que un accidente
inexplicable me acababa de introducir en un planeta sosia, como algún escritor de
fantasía exaltada había descrito en alguna parte, enorgulleciéndose a lo mejor de su
invención. ¿Invención? ¡Puah! ¿Es que se podía inventar algo, o todo lo que existía
en la imaginación no era más que reflejo de una realidad, existente en algún punto del
espacio?
A la nueva Paula parecía encantarle el nuevo Adolfo. Era dulce sin reticencias, y
así, antes de confesarle mi sospecha, la sonsaqué sobre mí mismo. Y cuando supe lo
que Adolfo Suárez II había sido, decidí callar.
Mi sosias era un sujeto bastante odioso: petulante, engreído, sabelotodo, judoka
hábil y bastante autoritario, a la pobre Paula se la había metido en el bolsillo a base
de despreciar su inteligencia, demostrándole que su belleza no era nada.
Reprimí un escalofrío. Si esta Paula no la encontraba inteligente… ¡Dios mío, si
ahora estaba con la que yo conocía!
En cuanto a Conway, se le había ocurrido flirtear con ella, y mi sosia le atizó una
paliza sensacional la víspera del viaje, anunciando que cuando bajase del
Conquistador terminaría de hacerle papilla.
Paseamos un rato por el campo próximo, informándome de mi doble. Supe que
era una especie del reverso de la medalla que yo soy.
Nuestro único punto de coincidencia estaba en la cuenta corriente. Así como en
Tierra I (llamémosla así) yo nunca pude tener un céntimo porque era poca cosa para
ganarlo, en Tierra II mi sosia tampoco lo tenía, porque se jugaba cuanto ganaba en las
máquinas electrónicas.
Y Paula (bueno, Paula II), tampoco se parecía mucho a mi Paula. En lo físico eran
como dos gotas de agua: la misma cabellera de cobre peinada a mechas, los mismos
ojos oscuros y boca jugosa, aquellas piernas largas y soberbias, que me producían un
entusiasmo delirante… A Paula II no se le había subido la hermosura a la cabeza, tal
vez porque el cretino del otro Suárez no se lo permitió. Y tenía toda la dulzura, la

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cordialidad y buen sentido que le faltaban a la otra Paula para convertirla en la mujer
ideal de la Tierra… I.
Lo delicioso era que el sujeto un tanto titubeante que soy parecía sorprender y
encantar a Paula II.
Decidí callar todo lo que estaba pensando. Me hallaba en Tierra II, con un año por
delante; un año que ya había vivido, y del cual conocía los acontecimientos que se
iban a producir, al dedillo, porque los había preparado para el concurso de sucesos de
televisión.
Paula me mordió cariñosamente el lóbulo de una oreja.
Yo le besé la punta de la nariz.
Empecé a flotar.
No me hallaba ya en Tierra II. Estaba en el Paraíso.
—¿Qué hora es, querido?…
—Las 9. 40.
—Aún podemos…
—¡Las 9. 40! —grité, bajando de las nubes—. ¡Tu padre está a punto de sufrir un
accidente! ¡Corramos!
Salí volando. Los tacones de Paula repiqueteaban detrás de mí.
9.47…
Llegué jadeante al jardincillo, para encontrar, tal y conforme esperaba, al doctor
fumando tranquilamente su pipa, en amigable charla con el sosia de Lucas Flórez.
—¡Hola, Adolfo! —me saludó el escritor—. La multitud no me ha dejado acercar
a ti en el astropuerto…
9. 48…
—¡Apártense de ahí! ¡Métanse en casa! —grité.
Paula, con la respiración entrecortada por la carrera, acababa de alcanzarme.
—¿Qué te ocurre, muchacho? —dijo el doctor, escrutadoramente.
9. 49…
Me pareció oír doblar a un camión el recodo del otro extremo de la calle. Me
abalancé sobre el padre de Paula y tiré de él, y aunque se defendía le metí de un
empellón en la casa. Luego me proyecté contra el cuerpo de Flórez, lo mismo que los
héroes de las películas.
¡9. 50!
El claxon de un camión acababa de romper a sonar poderosamente, con ribetes de
alarma. Crujió la valla del jardín al ser alcanzada por la pesada mole.
Sucedió punto por punto como sabía que sucedería, sólo que el doctor, en Tierra
II, no murió. A Lucas Flórez le saqué con el empellón de las ruedas del mastodonte
desmandado, pero lo gracioso fue que en la caída se quebró una pierna.
Todavía me está profundamente agradecido, y eso que yo siempre le quito
importancia, puesto que, al fin y al cabo, quedó igual que el «doble» que yo le
conozco…

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Tras el fallido vuelo del «Proyecto Cooperación» be vivido un año fantástico,
convirtiéndome en un héroe nacional. Hasta un hombre tímido y no demasiado
enérgico puede ser héroe… si conoce previamente lo que va a suceder en el mundo,
como lo conocía yo.
Los días siguientes al aterrizaje del Conquistador anduve sometido a una serie de
exámenes de especialistas que querían saber si el viaje me había producido alguna
alteración. No descubrieron nada, y los únicos que notaron la diferencia entre los dos
Adolfo Suárez fueron Paula y su padre, aunque éstos lo atribuían a alguna influencia
de tipo cósmico o así, y como con el cambio todos nos sentíamos más felices, no
hablamos demasiado de ello.
Yo callaba, porque tenía mi plan.
Me había despedido del Centro, y me mantenía con un contrato de publicidad,
posando para anuncios, bastante estrechamente, porque al fallar el vuelo todas las
gabelas de astronauta se me esfumaron. Sin embargo, la cosa no me importaba
demasiado, porque el 7 de diciembre estaba próximo, y los días pasaban
maravillosamente breves al lado de mi nueva Paula.
Cuando se aproximaba el sorteo de la lotería nacional, le pedí a Lucas Flórez que
publicara en la Prensa unas declaraciones mías que aseguraban que estaba
razonablemente seguro de vaticinar el futuro ya que después del viaje en el
Conquistador me sentía algo distinto; contó cómo tuve la premonición del accidente
en que él y el doctor Barrios salvaron la vida, y terminó vaticinando los tres premios
mayores de la lotería, según mi «corazonada».
Bueno. Todo lo que se habían reído de mí los bromistas del Centro en «mi Tierra
de origen» desde que me conocían, fue algo despreciable en comparación con la
carcajada nacional que desató esta pretensión.
Paula estaba muy apenada, y las ironías llovían sobre mí.
Y yo, el día del sorteo me convertí en multimillonario, porque había procurado
antes comprar los tres números que sabía iban a salir.
Si el artículo de Flórez provocó una carcajada nacional, mi «pleno» desencadenó
una histeria universal. Todo el mundo quería acercárseme, todo el mundo quería
examinarme, todo el mundo quería preguntarme. El doctor Barrios tampoco entendía
maldita la cosa, pero sonreía satisfechísimo porque el «potencial de éxito» que
auguraban los gráficos de su sondeador y catalizador no podía cumplirse más
exactamente.
La policía montó un servicio de protección especial para mí, y entonces fue
cuando pronostiqué los tres atentados del 7 de diciembre. En Tierra I el 7 de
diciembre del 2002 se conocía con el nombre del «Día del crimen», porque fue
cuando en Estados Unidos el Kux Klux Klan ametralló al senador Anson cuando éste
se dirigía a almorzar con los delegados negros; cuando en el avión en que viajaba el

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laborista Adams estalló una bomba, acabando con todos los pasajeros; y cuando,
también el mismo día, un comando revolucionario acabó con granadas de mano con
el presidente Álvarez, en Perú. Era el día más sangriento de los últimos siglos de
agitación política, y de existir un paralelismo retardado, aquí habían de repetirse. Así
que se lo dije al jefe de policía del distrito.
En otras circunstancias me habrían recluido en un sanatorio. En las presentes se
habló con el ministro de Defensa, el ministro me llamó a su lado, yo le di detalles, el
Gobierno se puso en contacto con la Casa Blanca, Londres y Lima… y el 7 de
diciembre los servicios de seguridad cayeron sobre unos terroristas asombradísimos,
que no se explicaban cómo podían haber sido descubiertas unas conspiraciones tan
perfectamente tramadas. Y yo recibí muestras de agradecimiento personal del
presidente, del senador y del «premier» británico. Y lo que era más importante, una
muestra de amor de Paula, como ni en sueños pude pensar en alcanzar jamás.
Paula y yo nos casamos en enero, justo dos días después que se hubiera salvado
toda la población de Teherán, al avisarles del terremoto que se produciría a las 11 de
la noche del 21.
Nuestro Gobierno empezó a establecer provechosísimas alianzas gracias a los
avisos salvadores, cuya realidad siempre quedaba probada.
Diversos organismos científicos quisieron someterme a nuevos ensayos y
exámenes, a los que me negué, amenazando con no realizar una predicción más.
Hubo un par de atentados frustrados contra mí (no previstos, pero sí previsibles), que
afortunadamente la policía desbarató, dirigidos por organizaciones criminales que
temían que frustrase sus manejos, como así sucedió porque estaban dentro del
capítulo de sucesos que tan magníficamente tenía preparado para mi intervención en
«Acontecimientos de un año».
Así, una semana tras otra fui el héroe mundial que ora evitaba el crac de la Bolsa,
ora avisaba de una catástrofe aérea, ora anunciaba la invasión planeada por un país
belicista, demostrando que la Máquina, en Tierra I, visto el «Proyecto Cooperación»
y los veinte millones de fichas sometidas a su examen, no tuvo otra solución que
elegir la mía.
Y así se consumaron los doce meses de los cuales poseía tan estupenda
información.
Ahora en Tierra II estamos en el año 2004, pero ¿creen que me he hundido o que
mi estrella se ha apagado? Nada de eso.
Ocupo un espléndido despacho en el Ministerio de Defensa. Vengo a ser una
especie de oráculo universal, ya que nadie ha descubierto mi pequeño secreto.
Los numerosos aliados del país me piden consejo, y yo doy el más lógico. Como
obedecen ciegamente a la lógica que les planteo (¿quién no lo va a hacer, después de
que casi día a día les demostré durante un año que sabía lo que iba a suceder?), nada
sale mal y las relaciones mundiales semejan una balsa de aceite. Hasta la
criminalidad, convencida de que no tenía nada que hacer, ha desaparecido.

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Paula me ha dado una niña preciosa. Somos la pareja más feliz de la Tierra, y
desde luego la más divertida. Y supongo que lo seremos todavía durante mucho
tiempo, porque yo jamás subiré a una nave que pueda devolverme al universo de al
lado.
Lo único que lamento es no saber qué tal le ha ido a mi sosia…

Noviembre, 12, 2003, a las 18.30


(Al margen del relato de Adolfo Suárez 1)
Todos vieron por las pantallas gigantes de televisión cómo la cabeza de Suárez, al
golpear torpemente contra un panel, provocaba un desequilibrio en el Conquistador.
Durante unos instantes se esfumó la imagen, y se esfumó la nave en el cielo; durante
unos instantes tan breves como un parpadeo. Luego vieron como el Conquistador
empezaba a caer.
Tan pronto el aeronavío se hubo posado en el suelo, Raúl Conway corrió hacia
allá, y detrás suyo el periodista de televisión que había asistido al desafío
recogiéndolo con la cámara portátil.
Se abrió la compuerta. Apareció Suárez. Sus ojos grises destellaron
peligrosamente al descubrir a Conway. Raúl se cercioró de que Paula estaba mirando,
y cerrando los puños cargó contra el sosia del Adolfo Suárez que conocía.
Recibió una patada en la boca del estómago, un directo en la oreja y, finalmente,
fue proyectado limpiamente contra el duro suelo.
Paula se restregó los ojos, y después de convencerse de que aquello había
sucedido realmente, trató de acercarse a su prometido.
—Luego, muñeca —la apartó fríamente Suárez. Y enfrentándose con el
atribulado Mendiola, dijo—: Ahora les enseñaré a usted y a sus amigos
norteamericanos, cómo se calcula el vuelo equilibrado de una nave, en función de la
aceleración progresiva.
A su manera, en el año 2004, en Tierra I, Adolfo Suárez también llegó a hacerse
el amo.

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LA OTRA LUNA

Jorge Campos

Licenciado en Historia. Es autor de importantes obras de historia literaria y,


como narrador, ha publicado numerosos volúmenes de cuentos, uno de los cuales,
Tiempo pasado obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1955. En varias de sus
narraciones aparece apuntado, desde hace muchos años, el género de literatura de
anticipación, tratado siempre con un estilo personal en el que lo poético alterna
brillantemente con una exaltación de los más puros valores humanos.

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El brillante aparato metálico se balanceó sobre un punto de la superficie lunar,
antes de dejarse caer. Luego hizo salir unas aceradas mandíbulas que se abrieron y
cerraron, arrancando un pedazo de suelo. Se ocultó de nuevo aquel conjunto de
dientes y articulaciones metálicas. Vibró con irritada arritmia. Se elevó otra vez y
emprendió el viaje de regreso. Los técnicos y periodistas que habían presenciado el
lanzamiento desde nuestro planeta pudieron ya revelar el nuevo triunfo en la
conquista del espacio, el paso inmediato del traslado del hombre al satélite de la
tierra: la extracción de un fragmento de la corteza lunar, para poder estudiar su
composición.
Todo el mundo vivió la sacudida de la noticia. La prensa, la radio, las cadenas de
televisión, las conversaciones en la calle o los lugares de trabajo no tuvieron otro eje
durante una temporada, que parecía no acabar. Mientras los científicos sometían a
toda clase de análisis unos fragmentos separados de la gran muestra, se colocó el
trozo de luna en un parque público, al lado del aparato que lo había desprendido y
transportado. Ante la multitud y junto al maravilloso pedrusco se dieron conferencias
divulgadoras y se exaltó el porvenir del hombre en el Universo. A cualquier hora del
día la muchedumbre cubría el despejado espacio que se había abierto en los jardines.
Los macizos próximos se habían convertido en un erial bajo los pies que no
respetaban jardinillos ni platabandas. Llegaban turistas de países lejanos. El trozo de
Luna era la noticia más noticia de la historia del mundo para los periódicos
norteamericanos, el mayor desafío del hombre a la llamada ordenación del Cosmos,
para otros pueblos; hasta un desacato a la voluntad de los dioses para algunas
mínimas y oscuras religiones del mundo culturalmente subdesarrollado. Todos los
problemas pequeños, de atmósfera para abajo, quedaron olvidados ante el
acontecimiento.
Los jardineros del parque fueron los primeros en observarlo. Pero como su
concepto de las cosas es más bien limitado, y su influencia escasa, no tuvo
trascendencia su preocupación. Era el caso que la extensión de tierra baldía
aumentaba a pesar de que el círculo de visitantes no crecía, e incluso había
comenzado a disminuir. El intento de repoblar los macizos chocó con una fuerza
extraña que agostaba los planteles al día siguiente. Entre ellos —el pueblo inculto es
muy dado a las supersticiones, regidas por oscuros atavismos— empezaron a pensar
si no tendría algo que ver con el asunto la piedra aquella. Después observaron que la
tierra que rodeaba el pedestal se había agrisado y que la sucia mancha que se extendía
a sus pies cada vez era mayor, como una ceniza que los pasos de los visitantes
extendían y mezclaban con la arena de los senderos.
Las observaciones de los jardineros podrían haber llegado hasta los hombres de
ciencia, pero no dio tiempo. No tardaron éstos en apreciar un efecto destructor que
emanaba de los fragmentos recogidos hacia cuanto los rodeaba. Primero fueron las
paredes de los laboratorios que se cubrían de verrugas y descascarillaban, como
sometidas a una inmersión en agua y luego a un fuerte calor. Después, la madera de

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los muebles, que se corroía, resecaba y astillaba como atacada por termitas o
carcomas. Uno de los científicos recordó un aspecto semejante en las tablas
procedentes de un enterramiento egipcio. El metal se oxidaba y pulverizaba. Todo,
los vidrios, la goma, los materiales plásticos, se iba convirtiendo en polvo, en un
proceso impalpable, pero incontenible y rápido, cada vez más rápido. También
advirtieron que los líquidos de matraces y tubos de ensayo se desecaban
vertiginosamente y apenas dejaban un poso gris en su fondo. Un polvo ceniciento que
la destrucción mezclaría al propio polvo en que no tardaría en convertirse la vasija.
La alarma, aguda y conturbadora, no salió de los medios científicos y se guardó
como un secreto de Estado. Se tomaron medidas tajantes e inmediatas. El fragmento
de luna se retiró del parque para continuar realizando importantes estudios, según se
dijo; los jardineros fueron trasladados a otra ciudad y un crucero realizó una secreta
operación: la de arrojar al centro del océano el trozo de luna, mientras laboratorios
blindados iniciaban investigaciones en un nuevo sentido: el que llevaba a localizar y
dominar las radiaciones que emanaban de los minúsculos fragmentos conservados.
La epidemia convirtió en secundarias las noticias relativas al fragmento lunar y
hasta hizo que se le olvidara. En una ciudad; en otra alejada miles de kilómetros, en
otra más próxima… morían individuos aislados, de un mal que la Medicina no podía
emparentar con ninguno de los conocidos anteriormente. Era una consunción sin
fiebre, sin proceso infeccioso, sin dolores, con veloz disminución de peso, de toda
actividad viva y, finalmente, del ritmo circulatorio. Se hubiera pensado en cáncer, en
leucemia, si no fuera característica una resecación de todos los tejidos, y entre ellos el
sanguíneo. De hecho, la muerte se producía en muchos casos por la solidificación de
la escasa sangre que iba quedando en las venas y arterias del enfermo. Como en un
terreno asolado por la sequía concluía la vida cuando desaparecía la última sombra de
humedad.
El terror comenzó a cundir y envolver el mundo, sobre todo en las capas altas de
la sociedad, en los medios científicos, diplomáticos o de gobierno a que pertenecían
muchos de los primeros afectados. Las gentes se espiaban los rostros temerosos de
ver aparecer un matiz grisáceo en el color de la piel, que se tenía por uno de los
primeros síntomas.
Sólo el país que lograra el gran triunfo de recoger el fragmento de luna estaba
invadido de modo total. En los demás se trataba de brotes individuales que producían,
si era posible, aún más pavor. Por esa razón lo relacionaron algunos con la muestra
del satélite, pero la asociación de hechos era demasiado rudimentaria y no faltaron los
ejemplos de atacados que no se habían acercado a ella. El abisal terror brotaba de lo
desconocido de la enfermedad y la inevitabilidad del contagio. Un contagio
inexorable para cuantos se habían acercado al enfermo, que amenazaba con volver a
los peores espantos de la Edad Media en un mundo niquelado, plastificado,
esterilizado.

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Alguien logró un éxito al bautizar la epidemia de «mal de la luna» por el aspecto
entre grisáceo y azulenco y la rugosa piel cubierta de cráteres, como de pequeñas
viruelas que mostraban los cadáveres. Quizá faltó poco para que se llegara a la
evidencia de que el nombre era exacto y la epidemia había venido con la roca lunar.
Pero tampoco dio tiempo.
No lo dio porque se produjeron nuevos hechos, lejanos y fuera de la preocupación
que envolvía al mundo. En las playas de algunas islas del Pacífico las limpias arenas
se ensuciaron hasta convertirse en algo parecido a polvo de lava. Los corales y peñas
se transformaban en unas rocas porosas semejantes a la piedra pómez. Si se hubiera
dibujado en un mapa el contorno de las cosas afectadas por el cambio se vería que
rodeaban el punto marino en que había sido arrojado el pedazo de Luna. Pero no
cesaba en el litoral la extraña modificación del suelo. Las arenas negruzcas
avanzaban hacia el interior, retrocedía la vegetación y desaparecía toda señal de vida.
Fue lástima que no se pudiera estudiar este nuevo fenómeno. También fue lástima
que tampoco pudieran estudiarse los sucesivos mapas que fue dibujando el descenso
del nivel del mar, que empezó pausado para ganar progresivamente en rapidez.
Comenzaron a surgir islas. A descubrirse un maravilloso paisaje de corales y pólipos
ennegrecidos. A unirse los continentes y a quedar reducidos los océanos a mares
interiores que se desecaban humeantes por la velocidad de la evaporación. Apenas si
nadie pudo poner atención en ello. No dio tiempo. En pocos días la Tierra era una
esfera gris y arrugada como la piel de cualquiera de los cadáveres que se convertían
en polvo tendidos sobre ella. Había desaparecido toda vida de la careada y cenicienta
superficie.
Así fue como dos lunas, satélite la una de la otra, siguieron girando en torno al
Sol.

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LOS VISIONARIOS

Federico García Llauradó

Uno de los más jóvenes representantes de la literatura española actual. Está


terminando sus estudios como oficial de la Marina mercante. Su preparación
científica le permite escribir con regularidad artículos de divulgación y actualidades
científicas en varios periódicos y revistas, habiéndose especializado en la
investigación y el estudio de los OVNIs. Prepara una novela y varios cuentos de
anticipación. Éste es el primer relato que publica sobre dicho género.

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A mis padres

En medio del tenebroso vacío espacial, con aquel fondo de rutilantes luceros, la
minúscula nave flotaba como una micela, pequeña, ridícula. A pesar de hacer cinco
años que vivía casi por completo en el Espacio, Juan no se cansaba nunca de
contemplar aquella maravilla. Era un espectáculo que le fascinaba siempre, y ello
pese a ver constantemente el mismo cielo. Pensaba que el día en que el hombre
consiguiese evadirse a las estrellas todavía sería mejor. Otras perspectivas, otras
constelaciones, en definitiva otro firmamento, sería lo que podrían contemplar sus
maravillados ojos. Pero, desgraciadamente, ese día estaba demasiado lejos en el
Tiempo para que él pudiera verlo. En la pasada centuria el progreso tecnológico había
sido constante y a un ritmo cada vez más acelerado, y ese ritmo se había mantenido
hasta el momento presente. Pero aun así todavía tardaría mucho en disponerse de los
medios adecuados para tan colosal empresa. ¿Cuánto? Nadie podía predecirlo con
exactitud, pero en todo caso sería mucho. Siglos quizá.
Dejó sus pensamientos de lado y se dispuso a verificar los parámetros de la órbita
descrita por el Iberia. Era un cálculo matemático relativamente sencillo, y que el
cerebro electrónico de a bordo resolvía en décimas de segundo. No obstante, la
operación era en extremo delicada, tanto que de ella dependía la suerte de la nave. Un
dato suministrado equívocamente al computador electrónico hubiera representado un
desastre casi seguro. Por eso, los datos empleados como base del nuevo cálculo
debían ser repasados con una escrupulosidad casi religiosa.
Rebuscó en el armario-depósito hasta encontrar la cinta magnética con los
parámetros de la última observación, y la colocó en el lector. En la pantalla
fluorescente iban apareciendo los guarismos, que él verificaba en la tablilla piloto.
Cuando hubo terminado llamó por el interfono.
—Carlos, preparaos para dar un tercio de la potencia total.
—¿Es correcto el rumbo? —quiso saber el oficial mantenedor.
—Por ahora los parámetros coinciden. Bien, cuando te avise pon en marcha el
reactor.
—De acuerdo.
En la cámara del reactor de la pequeña nave, Carlos Finestres, en compañía de
Antonio Echegorría, un muchachote vasco alto como una torre, comprobó una vez
más los datos suministrados por los indicadores del motor. Todo estaba en orden. La
intensidad de las líneas de fuerza en la botella magnética que encerraba el plasma era
la precisa. Los relés de todos los servomotores se hallaban en circuito y la
temperatura en los diversos órganos de la complicada máquina estaba muy por debajo
del nivel crítico. En el puesto de pilotaje, Juan García dio una última ojeada a las
cifras que aparecían en el lector del computador electrónico. «Todo en regla», pensó.

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Iba a dar la orden de puesta en marcha, cuando súbitamente el radar tridimensional se
puso en funcionamiento. La pantalla fluorescente se había encendido, pero en ella no
aparecía ningún punto. Tampoco el lector del radar facilitaba coordenada alguna.
Aquello indicaba que el cuerpo causante del disparo automático del detector se
hallaba aún a tal distancia que no era posible concretar su posición en el Espacio. Ese
imprevisto obligaba al comandante del Iberia a demorar el ajuste de órbita. No podía
aventurarse a llevarlo a cabo sin antes conocer la trayectoria de aquel cuerpo extraño.
Ello implicaba un riesgo innecesario. Juan se inclinó sobre el micro.
—Tenéis que esperar un poco, muchachos. El radar ha entrado en acción.
—¿Una astronave? —preguntó Carlos.
—No sé, pero debemos obrar con precaución. Podría muy bien tratarse de un
aerolito.
Con la mirada fija en el indicador, aguardó impaciente. Transcurrieron algunos
minutos sin que en la pantalla verde apareciese ninguna señal, ni que el lector
radárico facilitase los ejes de coordenadas espaciales. Por lo visto el movimiento
relativo del objeto con respecto a ellos era bastante lento; de otro modo no se
explicaba aquella tardanza en conocer su situación. Por fin se dibujó un puntito y en
el lector fueron apareciendo cifras, que indicaban la posición del cuerpo cada vez con
mayor exactitud. La trayectoria era parabólica y normal a la descrita por ellos.
«Debe ser un meteorito», se dijo García. Mas de improviso el móvil varió el
rumbo de tal modo que hacía imposible esa hipótesis. Sólo podía tratarse de una cosa:
un aparato gobernado por una inteligencia superior.
—¡Es una astronave! —gritó Juan, excitado, por el interfono.
En la sala de máquinas se miraron asombrados.
—¡Pero eso es casi imposible! —exclamó Carlos—. ¡Debería llevar un rumbo
paralelo al nuestro!
—¡Ya lo sé! ¡Pronto —agregó—, avisad a Jorge!
Echegorría, el mecánico, salió corriendo hacia el camarote de Jorge Beltrán, el
segundo oficial de derrota, mientras los demás trataban de dar una explicación a
aquel hecho inaudito, aunque dicha explicación saltaba a la vista. Aquella nave no
procedía de la Tierra. Eso era evidente, puesto que los hombres únicamente habían
llegado hasta Venus y Marte, aparte la Luna. Las astronaves que pululaban entre esos
planetas disponían del combustible justo para efectuar la travesía, y esa travesía tenía
lugar siempre por los mismos derroteros. Por tanto era absurdo pensar que una nave
que los abordaba con una órbita perpendicular a la suya pudiese pertenecer a los
hombres terrestres.
Antonio interrumpió sin miramientos el beatífico sueño del segundo.
—¡Señor Beltrán! ¡Tenemos una astronave desconocida en el radar!
—¿Eh?
Jorge Beltrán era un muchacho de contextura atlética, decidido y amante de las
emociones fuertes. Por un momento creyó hallarse soñando: ¡Una astronave

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desconocida en el radar!
—Oye, está bien que tengáis buen humor, pero la verdad…
—Le aseguro que es cierto. Eso ha dicho el capitán. Es él quien me ha mandado a
buscarle.
Jorge saltó con agilidad de su litera, y calándose la gorra del uniforme se dirigió
con paso vivo hacia el puesto de pilotaje. Aquello era increíble. Hacía ya mucho
tiempo que se habían acabado aquellas absurdas patrañas de objetos no identificados.
Largos años de investigación demostraron que todo había sido ilusión de la gente, ya
que en definitiva nunca pudo establecerse contacto real con las hipotéticas
astronaves. Haciendo esta y mil cábalas llegó al puesto de mando. Juan estaba de
espaldas a la escotilla de acceso y el fulgor verdoso de la pantalla fluorescente creaba
en derredor suyo una aureola de aspecto irreal. Al oír a su amigo y compañero volvió
la cabeza. Su semblante denotaba una honda preocupación.
—Fíjate en esto —dijo señalando el aparato de radar.
Carlos observó con curiosidad el puntito que a intervalos regulares variaba su
intensidad luminosa.
—Ha cambiado cuatro veces de rumbo —agregó Juan— y ha abordado nuestra
órbita perpendicularmente. Eso, dada nuestra posición, hace imposible que proceda
de la Tierra o cualquiera de los otros planetas colonizados.
—¿Entonces…?
—No cabe la menor duda de que nos encontramos frente a un aparato de origen
extraterrestre.
—Pero esas historias hace ya muchísimo tiempo que fueron desechadas; se
demostró que todo eran paparruchas de unos cuantos visionarios.
—Yo no sé lo que ocurriría entonces, pero, sí veo lo que tenemos enfrente, y
desde luego no se trata de ninguna paparrucha.
—¿No será el…?
—No, no es el radar, lo he comprobado.
—En ese caso creo que debemos comunicar inmediatamente con la Tierra.
—Esperaba que lo vieses tú mismo para hacerlo.
Jorge tomó asiento ante la emisora de a bordo y empezó a operar. Al cabo de
cinco minutos se levantó con una expresión extraña.
—Es imposible. No consigo establecer contacto.
—¿Qué dices? —exclamó Juan sobresaltado.
—Está bien claro: No se puede comunicar, por la sencilla razón de que alguien
nos interfiere.
Los dos hombres se miraron en silencio. Después, al unísono, volvieron la vista a
la pantalla verde. El puntito seguía en el mismo lugar, en inmovilidad absoluta con
respecto a ellos. De pronto se puso en marcha. Las cifras del lector radárico fueron
cambiando sucesivamente, dando las nuevas coordenadas del móvil con intervalos de
diez segundos.

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—¡Se dirige hacia nosotros!
Juan conectó de nuevo el interfono con la cámara del reactor.
—Escuchadme, ese trasto viene hacia nosotros. Estad dispuestos a disparar el
cohete en cuanto os lo diga.
—De acuerdo —contestó la voz de Finestres, ronca por la tensión del momento.
Ávidamente, los dos astronavegantes oteaban la negrura estigia del Cosmos con
la esperanza de descubrir a simple vista el artefacto que se encaminaba a su
encuentro. El giro del Iberia sobre su eje longitudinal, con el fin de crear una
gravedad artificial, les permitía barrer todos los puntos del Espacio con la mirada. De
pronto, en uno de los ángulos de la escotilla translúcida apareció un globo de aspecto
lechoso, que con lentitud fue colocándose bajo el campo visual de Juan y su
compañero. En todo su conjunto parecía emitir con la misma intensidad luminosa, y
no se apreciaba irregularidad alguna en su superficie. Era una esfera perfecta.

Knohol y Zrhyll continuaban como de costumbre en sus puestos de pilotaje,


analizando los datos que sus complejos instrumentos medidores les iban facilitando.
Hacía muchas, muchas unidades de tiempo que viajaban por el Cosmos.
Exactamente, dos mil ciento veintiocho. Habían sido elegidos por el Gran Consejo
para el desempeño de una delicada misión: La de encontrar un cuerpo celeste que
permitiera la supervivencia de su milenaria raza. Su mundo estaba agotado, exhausto.
Para colmo de males, el campo gravitatorio no era lo necesariamente intenso para
retener a las moléculas gaseosas que constituían la atmósfera del planeta. La
aceleración de dicho campo era insuficiente para neutralizar la energía cinético-
molecular de ciertos gases, y éstos escapaban al Espacio. De eso hacía mucho que se
habían dado cuenta los científicos de Zurmanah, pero no había remedio. En su tiempo
fracasó el proyecto de incrementar la intensidad de campo por medios artificiales; tal
idea había sido desechada como inútil tras ímprobos esfuerzos, y los sabios
zurmanenses habían predicho el instante en que la atmósfera se haría irrespirable, y
por consiguiente imposible la vida. La única solución, de la que dependía la suerte de
la raza, era hallar otro mundo de características tales que permitiese a los
zurmanenses su adaptación en él. Pero ese mundo no se encontraba en su galaxia, y
los pilotos de Zurmanah tuvieron que buscarlo en otra parte. Para ello habían tenido
que viajar a través del Hiperespacio, a través del Tiempo y la distancia. Por fin, dos
de ellos, Knohol y Zrhyll, habían encontrado un planeta interesante.
Las circunvoluciones cerebrales de sus enormes encéfalos palpitaban bajo la luz
lechosa de la cabina, y contenidos en aquellos receptáculos artificiales que los
protegían, hubieran hecho estremecer a un terrestre. Hubo un impulso nervioso en su
compleja red dentrítica, y de un rincón de la voluminosa masa encefálica brotó la
onda telepática. Sin transición en el Tiempo, el pensamiento de Zrhyll resonó, como
si allí mismo hubiese sido generado, en la mente de Knohol.

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—Una astronave desconocida.
Knohol consultó el detector.
—Sí. Parece de un tipo muy primitivo. Se dirige del cuarto planeta al tercero,
dentro del sistema.
—¿Estará habitado el tercer planeta?
—Debemos averiguarlo inmediatamente: Tiene gran importancia para nosotros,
puesto que parece un mundo adecuado para albergar a nuestra especie.
—¿Te has fijado en las ondas que emite esa astronave?
—Sí, deben proceder de su detector. Un modelo muy arcaico que debe poseer un
radio de acción sumamente restringido. Creo que debemos aproximamos a ellos.
Obedeciendo a la orden telepática de Knohol, la nave esférica se situó junto al
anticuado vehículo terrícola.
—Es una raza primitiva. Acaban de iniciar su navegación por el Espacio. Si todas
las astronaves que poseen son como ésa, es imposible que hayan visitado ni siquiera
los planetas de su propio sistema.
—Es curioso, incluso para crearse una pseudogravedad recurren al primitivo
procedimiento de imprimir un movimiento de giro a su vehículo.
—Un momento… He captado una señal telepática procedente del exterior. Sí, son
ellos. Uno de los tripulantes de ese ingenio es emisor telepático, posiblemente sin
saberlo siquiera. Dudo mucho que hayan llevado su evolución hasta ese punto.
—Eso es interesante. Procura no perder el contacto para ver cuáles son sus
reacciones.
Los dos extraterrestres permanecían inmóviles en sus puestos de pilotaje. Sólo de
vez en cuando, un estremecimiento recorría sus enormes cerebros. Al cabo de varios
minutos, Knohol, que era el que había establecido el contacto telepático, habló de
nuevo.
—Es fantástico. Tienen su encéfalo limitado por un receptáculo duro de un tejido
desconocido para nosotros. Son seres inferiores, de evolución limitada. El emisor se
hace llamar Juan García y es el jefe de la nave. ¡Qué ideas más primitivas brotan de
esa mente! ¡Ahora capto un sentimiento de miedo!
—¿Miedo? Así, todavía no han conseguido eliminar el factor emotivo de sus
mentes. Hace millones de unidades de tiempo que nosotros superamos esa etapa de
nuestra evolución.
—Posiblemente ellos no lo conseguirán nunca.
—¿Qué hacemos con su nave?
—La dejaremos proseguir. Con su emisor de ondas electromagnéticas interferido
no podrán relatar su encuentro con nosotros hasta que hayan llegado a su planeta, y
para entonces ya habremos completado el estudio de ese cuerpo celeste. Además es
muy posible que ni sus propios superiores les presten crédito. Son tan estúpidos que
incluso desconfían de los miembros de su colectividad.

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Knohol y Zrhyll interrumpieron su conversación telepática y se dedicaron a
constatar los datos que el selector espectrográfico les iba facilitando. Aquello
marchaba bien. La atmósfera tenía fugas imperceptibles, y era rica en los elementos
que les eran necesarios para la subsistencia.
De pronto, el selector les indicó la presencia del elemento de su tabla periódica
marcado con el número tres mil seiscientos veinte, el que los habitantes del tercer
planeta conocían con el nombre de gas kriptón, y que para los zurmanenses era letal.
Una de las circunvoluciones cerebrales de Knohol tuvo un ligero cambio de
coloración, quizá la reminiscencia de un sentimiento.
—No es necesario que prosigamos el análisis de ese cuerpo. Su atmósfera
contiene el elemento tres mil seiscientos veinte.
—Es una lástima, porque las demás condiciones bióticas son inmejorables.
Cumpliendo la nueva orden telepática de Knohol, la nave esférica pasó al
Hiperespacio súbitamente.

—¡Ha desaparecido! —exclamó Juan.


Carlos se restregó los ojos como quien ve visiones.
—¡Dios mío! ¿Estaré volviéndome loco? —Y se abalanzó sobre la pantalla de
radar.
—¡No es posible! ¡El radar no lo señala!
—¡Pero qué velocidad habrá sido necesaria para que esto…! No, no puede ser…
Sin embargo, tú también lo has visto… Estaba ahí enfrente, y en un principio ha sido
el radar el que lo ha detectado. No, no hemos sufrido ninguna alucinación. Lo que
hemos visto era real.
La excitada voz de Carlos Finestres resonó en el altavoz de la cabina.
—¿Qué diablos ocurre ahora? ¡Vamos, decir qué es lo que está pasando!
—Nada —repuso Juan—. Sencillamente, que se ha ido.
—¿Qué se ha ido? —repitió el otro, incrédulo.
—Sí, se ha esfumado en el Espacio, y ni siquiera el radar lo capta.
Por el altavoz se escachó una exclamación muy poco académica, y luego…
—¡Estáis locos…! ¿Tú sabes lo que eso significa?
—Naturalmente, que esa nave era superlumínica…
—O que ha viajado a través del Hiperespacio —atajó Beltrán.
Los hombres quedaron pensativos, inmóviles. Juan volvió de pronto a la realidad,
una realidad que estaba tomando un feo matiz.
—Tenemos que efectuar la corrección de rumbo inmediatamente o de lo contrario
lo pasaremos mal. Tú entretanto prueba a llamar a la Tierra. Es posible que ahora no
tengas dificultades en comunicar.
Se puso a verificar de nuevo los datos, mientras Jorge repetía su llamada a la base
Espacial de Barcelona. Esta vez la voz del técnico de la base respondió entre una

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maraña de parásitos.
—Nos hemos encontrado con una nave de origen desconocido —dijo Beltrán.
—¿Una nave de origen desconocido? —repitió el otro, con incredulidad.
Bueno…, ya informarán de ello cuando lleguen a la base. Corto ahora.
Se oyó un chasquido, y una maraña de ruidos sustituyó a la voz del operador.
Beltrán se volvió con un gesto de hastío.
—¿Qué…? —preguntó Juan.
—Me han dicho que ya haremos un informe a nuestra llegada, y han cortado la
comunicación sin darme tiempo a que contestara.
García sonrió pensativamente.
—Me parece —dijo— que no nos van a tomar en serio. Bueno —agregó por el
micro— sujetaros los cinturones de seguridad, porque vamos a cambiar de órbita.
Los hombres ocuparon su lugar correspondiente, y el comandante del Iberia dio la
orden.
—¡Ahora!
Carlos actuó sobre la manecilla del servo y un rugido atronador conmovió el
interior de la nave. Afuera el silencio era absoluto, pero brotaron llamaradas
gigantescas por las toberas del reactor termonuclear. Los tripulantes del aparato se
vieron sometidos a los siempre desagradables efectos de la aceleración. En el instante
preciso, los motores cesaron de funcionar y la calma más absoluta renació dentro del
navío cósmico. Ahora se encontraban en la órbita definitiva, la que los llevaría
directamente hacia la atmósfera de la madre Tierra. Solamente un día de viaje los
separaba del planeta, la centésima parte del tiempo que se invertía en el trayecto
Tierra-Marte.
Y así, al cabo de veinticuatro horas medidas en tiempo terrestre, la pequeña
astronave de carga penetraba la atmósfera del tercer planeta para encaminarse hacia el
continente del que antaño había surgido todo lo que la civilización terrestre
representaba ahora. Es decir, Europa.
Trazando un arco de plata en el cielo azul del Mediterráneo, el Iberia sobrevoló
Barcelona, y planeando llegó hasta el astropuerto. Con un trueno que hacía vibrar la
caldeada atmósfera estival, el aparato se posó en la pista que le había sido asignada,
distribuyendo lengüetazos de fuego en todas direcciones. Cuando sus tripulantes
descendieron en el ascensor adaptable, un grupo de militares les aguardaba al pie del
artefacto. Un joven teniente de las patrullas espaciales se adelantó al grupo.
—¿El capitán Juan García, por favor?
—Yo soy —contestó el aludido—. ¿Qué desean?
—Hagan el favor de acompañarnos —repuso el patrullero, dirigiéndose también a
sus acompañantes.
En compañía del oficial, subieron a un vehículo que los llevó hacia las pistas
reservadas a los aparatos de combate.
—¿Qué quieren de nosotros? —quiso saber Juan.

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—El comandante Gonzalo desea hablar con ustedes.
El silencio no se rompió hasta que el automóvil se detuvo frente a un barracón de
aspecto metálico. En su interior les recibió el comandante Gonzalo Álvarez, un
hombre que pasaba la cincuentena, bajo y rechoncho, con un negro mostacho. Sin
muchos preámbulos les hizo tomar asiento y pasó directamente a tratar la cuestión
que le interesaba.
—Así que ustedes afirman haberse encontrado con una astronave no identificada
—dijo, chanceándose—. Bien, veamos su versión.
Y se hizo narrar todo lo ocurrido. El hombre escuchaba el relato con atención,
pero al finalizar éste la sonrisa afloró de nuevo a sus labios.
—Bien, si es como ustedes dicen, esa nave, por rápida que haya sido, estará
todavía al alcance de nuestros más poderosos detectores.
—Ya le he dicho que el aparato se esfumó prácticamente es el Espacio, y que
nuestro radar no fue capaz de captarlo —repitió Juan.
—Ni el nuestro tampoco, pues deben saber que apenas recibida su noticia lo
orientamos hacia allá, y aparte de su nave y las demás que se hallan en ruta, no
apareció ninguna otra cosa. De todos modos podemos repetir el experimento. Por
veloz que sea esa nave no ha podido rehuir el campo de acción de nuestro radar en
sólo veinticuatro horas.
Descolgó un teléfono.
—Sondeen el Espacio en busca de una astronave no identificada —ordenó con
cierta ironía—. Y comuníquenme el resultado en cuanto lo conozcan —agregó.
Carlos miró significativamente a Juan y Antonio. Transcurrieron unos diez
minutos, al cabo de los cuales repicó el timbre del teléfono.
—¿Sí? —Escuchó unos momentos—. Bien, gracias.
El oficial colgó el aparato y miró a los cuatro hombres del Espacio con evidente
mofa.
—Lo siento señores, pero su famosa astronave no aparece por parte alguna.
—¡Pero nosotros la hemos visto con nuestros propios ojos!
—Exclamó Carlos fuera de sí.
—En ocasiones es preferible no confiar en lo que nuestros sentidos nos revelan —
repuso el militar—. Lo que les ha ocurrido está bien claro: han sufrido una
alucinación colectiva. A pesar de que les parezca imposible, así ha sido. No crean que
es el primer caso de este tipo que se nos presenta. En fin —agregó, con aire de
fastidio—; lo siento, pero tendrán que someterse a un reconocimiento médico. Ya
saben, en todo lo referente al Espacio las órdenes son tajantes. Vayan al pabellón
cuatro y presenten sus cartillas de navegación al capitán Ros.
Dicho esto se puso en pie, dando así por terminada la entrevista. Los cuatro
hombres salieron lentamente del despacho.
—Acabaré creyendo que soy un psicópata —dijo Carlos.
—No, amigo —repuso Juan—. Lo que vimos era real, estaba allí.

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Callaron de nuevo, y continuaron hacia el barracón número cuatro.

En un punto del Cosmos, la nave esférica se había inmovilizado.


—Esta vez no hay duda —dijo Knohol tras repasar varias veces los datos
facilitados por el selector espectrográfico—. Este planeta es idóneo para cobijar a
nuestra raza. Podemos regresar a Zurmanah.
Una vez más, la astronave desapareció como volatilizada, se esfumó de aquel
rincón del Espacio, un Espacio que ningún terrestre hubiera sabido reconocer.

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LOS TRÍPTIS

Narciso Ibáñez Serrador

De nacionalidad uruguaya, aunque descendiente de padre español. Es actor y


director teatral, director, actor y realizador de televisión, guionista… Cuando escribe
firma como «Luis Peñafiel», pues según sus propias afirmaciones no le gusta ver
demasiadas veces su nombre en un mismo programa. Es un entusiasta de la fantasía
científica, y su entusiasmo le ha llevado a crear, primero en Argentina y más tarde en
España, el primer programa de televisión de habla castellana de fantasía científica:
«Mañana puede ser verdad». Ha escrito varias obras teatrales, numerosos relatos
cortos y prepara un par de libros…

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A Waldo de los Ríos,
sobre quien indudablemente
ha debido influir la cultura trípit.

No, desde el punto de vista humano la nave no era muy grande. Parecía un
triángulo de metal, de un metal opaco, verdoso. Hubiera cabido holgadamente en
cualquier granero, en cualquier caballeriza. No, desde el punto de vista humano la
nave no era muy grande. Desde el punto de vista humano, pero… los humanos no la
veían. Casi un siglo llevaba girando alrededor de la tierra y los humanos no la veían.
Tal vez no la descubrieron a causa de su increíble velocidad, o tal vez por ser
demasiado pequeña… para los humanos, claro, no para los trípits, para ellos la nave
era inmensa. Más de cincuenta trípits la tripulaban. Más de cincuenta trípits
procedentes de la nebulosa tripartita situada en la constelación de Sagitario giraban y
giraban alrededor de la tierra desde hacía casi un siglo, observando, observando…

En la sala de conferencias de la nave se habían reunido una vez más los nueve
trípits que comandaban la expedición de expansión cultural interplanetaria, y allí,
discutían, discutían…
—El notable atraso de la raza que puebla este planeta se debe sin duda alguna, a
su tamaño. Son demasiado grandes, demasiado toscos…
—¡No, querido Trúlop, no!
—¿Cómo que no? Seres tan bastos difícilmente podrían alcanzar…
—Perdóneme que le interrumpa, pero la totalidad de las notas y observaciones
que hemos hecho sobre esta triste raza, indica bien a las claras el motivo por el cual
su cultura no ha podido desarrollarse satisfactoriamente: sus apéndices prensiles, sus
«dedos» como ellos les llaman. Ésa es la causa, la única causa de su retraso. Estas
deformes criaturas poseen dos miembros superiores con cinco apéndices prensiles en
cada extremo, diez en total. Y ahí está el fallo, el porqué de su estancamiento
cultural… En los albores de su civilización esta raza para contar utilizó sus dedos…
¿Y cuál fue la consecuencia? Al transcurrir el tiempo, basaron sus matemáticas, su
cultura, en un sistema métrico absurdo que toma como base el número diez.
Un siseo aprobatorio vibró en las antenillas de los trípits presentes. Trópens el
miembro más respetado del comando, continuó exponiendo sus conclusiones:
—Así es. Nosotros comenzamos igual. Para contar usábamos nuestros apéndices
prensiles, pero como afortunadamente la naturaleza nos ha dotado de un solo
tentáculo superior, terminado en tres ventosillas succionantes, fue en el número tres,
en el que basamos nuestro sistema métrico.

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Varios de los allí reunidos contemplaron pensativos sus tres ventosillas violáceas,
húmedas y redondas, señal inconfundible de sus espíritus sensitivos y artísticos.
—¿Y qué ocurrió? —Continuó transmitiendo telepáticamente Trópens—. Pues
que en el tres se basaron nuestras matemáticas, nuestra arquitectura, nuestro sentido
estético. ¿Cómo son las ventanas, las puertas de nuestras moradas? ¡Triangulares!
¿Sobre cuántos rodillos se asientan nuestros vehículos de superficie? ¡Sobre tres!
¿Qué forma tienen nuestras naves espaciales? ¡Triangular! Y por último analicemos
nuestro propio cuerpo síntesis de la estética universal. ¿Cuántas cabezas poseemos?
¡Tres! Una pensante, otra visualizante y la tercera olfativa. ¿Con cuántos muelles
cartilaginosos contamos para saltar libremente de aquí para allá? ¡Con tres! ¿Cuántos
sexos posee cada uno de nosotros? ¡Tres! Siempre tres. Por lo tanto caballeros, si
queremos dar un final exitoso a nuestra misión de culturizar este atrasado planeta,
debemos inculcar nuestra tritomía, nuestro innato sentido de la división por tres a los
terráqueos.
Terminada su alocución, Trópens recobró su postura horizontal, mientras cada
uno de los presentes entrechocaba con fervor sus tres cabezas en señal de aprobación
y entusiasmo. Acto seguido pasaron a discutir la mejor forma de implantar entre los
humanos el sistema trimétrico. Trúpsi, perito en psicología de razas no-trípits, expuso
su parecer:
—Desde luego, la campaña de difusión de la tritomía no podremos hacerla
personalmente. En otra ocasión convinimos que los humanos no deben vernos, ni
siquiera deben saber que existimos, ya que ni su pobre cultura, ni su atrofiado sentido
estético se hallan lo suficientemente preparados como para apreciar lo bello de
nuestras formas.
—Además —intervino uno de los conferenciantes—. Es peligroso descender a la
superficie del planeta. Recordad si no a nuestro pobre Trisín, el místico, que
intentando convertir a los humanos a nuestra fe, murió devorado por uno de esos
horribles monstruos a los que los terráqueos llaman «gatos».
—Sí, es verdad. —Asintió el venerable Trópens, mientras un cascabeleo de
tristeza resonaba en su testa pensante.
—¡Pues hay que exponerse! —dijo resuelto el perito psicólogo—. Uno de
nosotros debe descender al planeta.
—¿Y mostrarse abiertamente ante los terráqueos? —preguntó un joven
comandante, mientras cerraba de asombro sus tres prismas visuales.
—¡No! —contestó Trúpsi—. Uno de nosotros debe descender al planeta,
introducirse sin ser visto en una de esas construcciones que los terráqueos destinan a
viviendas, y allí…
—¿Allí…? —preguntaron expectantes tres de los trípits presentes.
—Allí inculcar telepáticamente en un humano, no del todo desarrollado, nuestras
bases trimétricas. ¿Comprendéis? Así haremos que sea un terráqueo el que saque a
sus congéneres del atraso en que se hallan sumidos, sin tener necesidad de darle a

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conocer nuestra existencia. Será un humano el que propale el nuevo sistema, un
afortunado terrestre que gracias a nosotros alcanzará gloria y fama, sin sospechar
jamás que fue en nuestros cerebros y no en el suyo, donde floreció la idea
revolucionaria.

La nave triangular se detuvo una noche sobre una de las capitales más pobladas
del planeta Tierra. Tril, un trípit joven y valiente, había sido encargado de la misión.
Al amparo de las sombras se deslizó por las calles de la ciudad. Se introdujo en varios
edificios sin encontrar lo que buscaba, hasta que por fin lo halló. En la buhardilla de
un caserón de tres plantas, dormía un espécimen humano de unos dieciséis años
terrestres. Fuerte, según pudo colegir por su desarrollo muscular, y estudiante, según
indicaban los muchos libros apilados sobre un escritorio.
—¡Bien! ¡Bien! —Se autotransmitió Tril—. Éste será el humano sobre el que
actuaré.
Y así lo hizo. Tril se instaló en el dormitorio del joven terráqueo. Durante el día
se ocultaba en la caja de un viejo reloj de péndulo y por las noches, en cuanto el
muchacho se dormía, dejaba su escondrijo y daba comienzo a su trabajo. Noche, tras
noche, el trípit, recostado en la misma almohada donde reposaba la cabeza del joven
humano, transmitía telepáticamente:

Un, dos, tres. Un, dos, tres.


Si tú en el mundo quieres triunfar,
sólo una cosa has de recordar:
Un, dos, tres. Un, dos, tres.
Es algo básico, elemental,
pondrá a tus plantas la humanidad:
Un, dos, tres. Un, dos, tres.

Pasó una semana y otra, y Tril seguía con su cantinela.

Es algo simple, justo y cabal.


Si lo recuerdas, gloria tendrás:
Un, dos, tres. Un, dos, tres.

Pasó un mes y otro… y Tril, infatigable, continuaba:

En tu cerebro debes clavar, y así en tu vida no olvidarás:


Un, dos, tres. Un, dos, tres.

Pasó un año y otro, y Tril insistía, insistía…

Un, dos, tres. Un, dos, tres.

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Al inconsciente, debe inundar.
Al subconsciente atosigar.
Para que un día pueda aflorar
Hasta el consciente, esta verdad:
Un, dos, tres. Un, dos, tres.

Y Tril, lo logró. Una mañana, el joven espécimen humano despertó, y en su


cerebro brotó la chispa de una idea. Una idea nueva genial y simple: «Un, dos, tres».
—¡Es maravilloso! —se dijo—. ¡Es único!… ¡Un, dos, tres. Un, dos, tres!… —
cuanto más lo analizaba, mayor era su entusiasmo.
—¡Un, dos, tres!… ¡Revolucionará al mundo!… ¡Un, dos tres!… ¡Sí… ya lo
tengo!… ¡Ése será mi grito de guerra, mi meta, mi por qué en la vida!… ¡Un, dos,
tres!… ¡Es aún más importante que la invención de la rueda, o del motor a vapor!…
¡Y tan simple!… Sí… ¡A esta fórmula dedicaré mi existencia!
Y así lo hizo.

Pasaron varias decenas de años terrestres y los trípits decidieron que ya era hora
de recoger a su compañero y averiguar si el astuto plan ideado por el perito psicólogo
de razas no-trípits había dado fruto.
Tril, una vez a bordo de la nave, presentaba su informe a los nueve comandantes.
—Ha sido un fracaso, un terrible fracaso… Están locos, todos los terráqueos están
locos.
—Pero lograste inculcar telepáticamente nuestro sistema trimétrico, ¿sí o no? —
preguntó angustiado el venerado Trópens.
—¡Sí, claro que sí! —contestó Tril—. Todo fue realizándose tal como se planeó.
Yo inculqué en el humano nuestra teoría. El humano creció hasta desarrollarse
totalmente, un buen día a su consciente afloró la idea inculcada por mí y…
—¿Y…?
—Y desde entonces trató de imponerla en todo el mundo.
—¿Y fracasó?
—¡No! Triunfó ampliamente. La impuso; el mundo entero la acogió con
entusiasmo y él, tal y como pronosticásemos, alcanzó gloria y fama internacional.
—Pero entonces, ¿cómo dices que nuestro plan fracasó?
—Preguntó desconcertado el perito psicólogo.
—Pues sí, fracasó… —contestó compungido Tril—. Fracasó porque los humanos
están locos. Son una raza de locos… El joven espécimen hizo que nuestro sistema se
difundiese por el planeta, pero…
—¿Pero qué?
—Pero los terráqueos no lo han utilizado ni para edificar ni para trazar un nuevo
sistema matemático, ni para nada útil…

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—¿Entonces?
—Entonces venid y comprobadlo vosotros mismos.
Tril se dirigió hacia la parte de la nave donde estaban instaladas las pantallas
visualizadoras y comenzó a manipularlas hasta captar la imagen que buscaba…
—¿Veis? Ahí está el joven espécimen, bueno, según el concepto humano ya no es
tan joven, pues han pasado muchos decenios terrestres desde que me dejasteis sobre
la superficie del planeta.
Los trípits contemplaban la imagen de una inmensa explanada llena de
terráqueos; al fondo de la misma, se levantaba un gran edificio. Tril, haciendo girar la
pequeña pirámide que controlaba las distancias de captación del visualizador, hizo
que éste reflejase la escena más en detalle.
—¿Veis? Ése, ése que está asomado a lo que los terráqueos llaman balcón, es mi
joven espécimen.
—Y ese otro que está a su lado, ése de la cara cubierta de pelambre blancuzca…
¿Quién es?
—Es la suprema autoridad del país. ¿Veis?, ambos saludan ahora a la
muchedumbre que los aclama.
Tril hizo que el visualizador captase nuevamente la escena en su totalidad.
—¡Qué curioso!… ¡Fijaos cómo los humanos corren ahora a unirse por parejas!
—Sí, cada uno con otro del sexo opuesto.
—¿Qué se propondrán hacer?… ¿Procrear?…
—¡No! —contestó indignado Tril—. Van a poner en práctica nuestro sistema.
Ésa, ésa es la única aplicación que le han encontrado. ¡Mirad, mirad a mi espécimen
particular como por gestos les transmite lo que yo le inculqué!… ¡Un, dos, tres. Un,
dos, tres! Caballeros, lo dicho. La humana es una raza de deficientes mentales, a los
que es inútil tratar de culturizar. ¿No veis?… ¡Ahora han comenzado a girar y a girar!
… Son locos, creedme. Locos incurables.
Los trípits, con sus tres cabezas gachas por el fracaso sufrido, decidieron
abandonar ese planeta absurdo.
Mientras tanto, en la capital de uno de los mayores imperios terrestres, una
verdadera muchedumbre se congregaba frente a palacio. Una muchedumbre
desgranada en cientos de parejas que giraban, giraban…
Asomado a uno de los balcones, Su Alteza Imperial sonreía, y al hacerlo, sus
pobladas patillas ponían blancos paréntesis a su sonrisa. A su lado el joven espécimen
particular de Tril, ahora convertido en un dulce anciano, venerado y aplaudido por el
mundo entero, lloraba de alegría al ver el triunfo que conquistase su obsesión.
—¡Eso es! —decía por lo bajo, mientras agitaba sus brazos con un vigor no
acorde a sus años—. ¡Un, dos, tres. Un, dos, tres!… ¡Vamos…, más brío!… ¡Más
fuerza!… ¡Así…, así! ¡Un, dos, tres. Un, dos, tres!… ¡Eso!… ¡Muy bien!…
Nunca Viena estaba más alegre. Nunca el vals se bailaba mejor y nunca sonaba
con mayor brillantez la gran banda imperial, que cuando era dirigida por Johan

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Strauss.
Sí, tal vez por eso, por hallarse girando y girando, felices, dichosos, borrachos de
vals, ningún humano advirtió el pequeño reflejo de sol, que la diminuta nave
triangular lanzase a la tierra, antes de perderse en el espacio.

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EL PASTOR Y EL HOMBRE DEL ESPACIO

Eugenio Luque

Seudónimo usado por el periodista Manuel R. Cuevillas. Redactor y guionista de


Radio Nacional de España, publica además, periódicamente, artículos y reportajes
en el periódico Levante, en donde, semanalmente, inserta un relato de fantasía
científica, breve, conciso, casi telegráfico, pero también lleno de humor, ternura y
poesía. Ha estrenado varias obras teatrales, y ha publicado también algunos libros.
Cuenta en su haber con el premio «Valencia» de literatura.

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El bólido interestelar perforó las nubes y trazando círculos sobre la desértica
meseta se dispuso a aterrizar.
Ikles, el piloto de la nave, llevaba una misión concreta: informar a la base de
contactos de su mundo —el planeta Uplon— sobre el índice de inteligencia de los
hombres de la Tierra.
Para establecer puntos de referencia, se le había ordenado entrevistarse con dos
hombres determinados: Martín Romero, pastor de la planicie del Duero, junto a Soria,
y Herman Ruff, prestigioso financiero internacional, propietario de grandes trusts y
plantas industriales; presidente de los consejos de administración de poderosas
empresas y principal accionista de innumerables entidades bancarias.
Con ayuda de los instrumentos de la nave, Ikles localizó rápidamente la majada
de Martín. Desde ella, hacía ya sus buenos diez minutos que el pastor seguía con la
vista las evoluciones del platillo.
Las ovejas se agruparon asustadas y el perro comenzó a ladrar.
—Calla, Sultán. No pasa nada —dijo Martín, tranquilizando al animal.
La nave se posó suavemente. Ikles avistó a Martín sentado ante una somera
cabaña de ramas. Se cubría las espaldas con una gastada manta y, para defenderse
mejor del frío, atizaba unas brasas.
El hombre del espacio se sorprendió ante la impasibilidad del pastor. Había
esperado verle reaccionar con temor o con admiración. Martín se limitaba a contener
a Sultan que, ahora, ladraba agresivamente.
—Buenas noches —saludó Ikles.
—Buenas las tenga usted. Acérquese al fuego y siéntese. Hace frío.
El piloto obedeció, perplejo. «Debe ser tonto», pensó, y luego, en alta voz, dijo:
—¿Sabes de dónde vengo?
—Supongo que de muy lejos.
—No te equivocas. —Señaló el cielo, al tiempo que agregaba—: ¿Ves aquella
estrella? Pues bien, de más lejos todavía.
Martín se rascó la barba de varios días y respondió:
—Siempre imaginé que habría gente por ahí arriba.
—¿Y por qué lo imaginabas?
—Un pastor tiene mucho tiempo para pensar.
—¿Piensas a menudo? —preguntó Ikles, dejando traslucir un punto de ironía en
el tono de su voz.
—Sí. Los días son largos y aburridos; hay que matar el tiempo.
—¿Podrías decirme alguno de tus pensamientos?
—Verá: invento juegos.
Con pequeños guijarros comenzó a construir sobre el suelo la silueta de un
cuadrado, que luego dividió en dos triángulos iguales.
Ikles seguía interesado las manipulaciones de Martín. Frunció las cejas cuando le
vio dividir los rectángulos con diagonales. Aquel hombre estaba exponiendo el

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teorema de Pitágoras. Cuando concluyó miró a Ikles y dijo sonriente:
—Es bonito, porque esos cuadros —señaló los dos pequeños— son iguales de
grandes que éste. —E indicó el apoyado sobre la hipotenusa del segundo.
El piloto del cosmos aspiró una buena bocanada de aire antes de exclamar:
—¿Has estudiado alguna vez geometría?
Martín volvió a rascarse las barbas.
—¿Geometría? No sé qué es eso. De chico me llevaron a la escuela. Sé leer,
escribir y algo de cuentas.
Ikles no acababa de creer lo que veía. Aquel hombre sabio había resuelto por sí
mismo, sin conocimientos previos, un teorema conocido con el nombre de su
descubridor.
El pastor ofreció al piloto un pedazo de pan y algo de queso. Ikles aceptó los
alimentos y volvió a preguntar:
—¿Qué otros juegos haces para distraer tu soledad?
Martín empezó de nuevo a colocar cantos en el suelo, ahora en larga sucesión.
Con sencillez, pero atinadamente, expuso, a su manera, una síntesis del principio de
la teoría de la relatividad. Terminó con estas palabras:
—No sólo hay alto, largo y ancho… Hay otra medida diferente… y quizás otras
muchas más.
Ikles no salía de su asombro.
—¿Has oído alguna vez hablar de Einstein?
—No, señor. No sé quién pueda ser.
Al piloto no le cabía duda: aquel hombre, capaz de conocer intuitivamente las
matemáticas superiores, era un genio.
La voz de Martín interrogó a su vez:
—¿Es la primera vez que baja de ahí arriba?
—Sí, es la primera vez; pero otros lo hicieron antes.
—¿Y dónde se metieron que no los vimos nunca?
—Llegaron hace más de treinta millones de años. Crearon una civilización cuyos
restos pueden aún encontrarse. En la altiplanicie de una cordillera que llamáis los
Andes, entre las naciones que denomináis Perú y Bolivia, construyeron inmensas
obras. Aún se conserva en la llanura de Nazca una gigantesca pista de aterrizaje de la
que partían y a la que llegaban las naves cósmicas. Aquellos seres, mis antepasados,
levantaron una ciudad a la que se llegaba por un puente de luz, de materia ionizada,
que aparecía y desaparecía a voluntad, y que les permitía franquear un profundo
desfiladero. Por fin regresaron a Uplon —mi mundo— dejando tras de sí muchos
vestigios de su permanencia. En ciertas regiones de un desierto llamado Gobi se
pueden ver las vitrificaciones producidas por las explosiones atómicas que llevaron a
cabo. Es fácil encontrar aún parte de sus calendarios, sus mapas, sus mediciones, que
tus semejantes no son capaces de interpretar.

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—Y usted, ¿a qué ha venido ahora? —respondió Martín al largo discurso del
piloto.
—A conoceros, a saber cómo sois. Todavía he de ir a visitar a otro habitante de la
Tierra: Herman Ruff.
—Herman Ruff, Herman Ruff…
El pastor amusgó los ojos. Aquel nombre le sonaba, y agregó:
—Ah, sí… Leí algo de él en un periódico que encontré una vez. Es un gran
hombre.
—¿Inteligente?
—Ya lo creo que sí.
—¿Más que tú?
—¡Menuda diferencia!… Yo soy un pobre pastor. Ni tengo instrucción ni nada.
Ikles tomó mentalmente una decisión: regresar de inmediato a su planeta. Si aquel
hombre —uno de los más ínfimos, intelectualmente hablando— poseía un cerebro tan
portentoso, ¡cuál no sería el talento de un Herman Ruff!
Así, pues, se despidió del pastor y volvió a la nave. Dos minutos después, Martín
la vio perderse en la oscura inmensidad de la noche.
A la misma hora el fabuloso Herman Ruff tomaba whisky en su elegante club.
Durante toda la jornada su cerebro no había segregado una sola idea, por la sencilla
razón de que era totalmente incapaz de ello. Sus actividades de aquel día se habían
limitado a una sesión de sauna, peluquería, manicura, desayuno. Un corto paseo en
coche, seguido del aperitivo; almuerzo en un restaurante de moda. Por la tarde,
carrera de caballos, y una representación teatral que le aburrió mortalmente; y, por
último, una amable reunión en la que tuvo ocasiones de decir una buena sarta de
vaciedades y lugares comunes, además de repetir algunas frases sobre política
internacional, leídas en una revista.
Herman Ruff era un perfecto majadero. Ingenieros, técnicos, especialistas,
profesionales de las más diversas ramas, llevaban sus negocios y fábricas,
haciéndolas funcionar casi automáticamente. Su influencia, su prestigio, su fama,
procedían de su dinero, ganado a pulso por su bisabuelo, en no muy honradas
especulaciones.
Ikles se llevaba, pues, una idea muy errónea de los hombres de la Tierra, ya que
ignoraba lo que dijo un filósofo de este mismo planeta: «Yo soy yo y mi
circunstancia».
Martín Romero era un genio al que una ancestral circunstancia mantenía junto a
su perro y sus borregos.
A su vez Herman Ruff, era también un ser determinado por otra circunstancia. La
atroz, la terrible, la implacable circunstancia, había hecho del primero un simple
pastor; del segundo un fabuloso personaje.
Ikles, en la base de contactos, informó: La tierra está poblada por seres de colosal
talento. Tanto es así, que aquellos que tan sólo alcanzan el nivel mental del genio, se

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les destina a guardar rebaños.

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ELLOS, LOS MARCIANOS…
(De las crónicas de un periodista del siglo XXI)

Marius Lleget

Uno de los mejores y más conocidos divulgadores de temas científicos en España.


Ha publicado más de cinco mil artículos en toda la prensa y revistas nacionales, así
como doce libros de divulgación, además de colaborar en la redacción de varias
obras enciclopédicas. Ha pronunciado más de doscientas conferencias, y ha sido el
alma de varios cursillos de iniciación a la era espacial, que han alcanzado un
memorable éxito. Ha traducido al castellano y catalán varias obras técnicas, de
divulgación y literarias. Tiene publicados más de dos docenas de relatos de fantasía
científica, de cuyo género es un gran apasionado.

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—Ni Fobos ni Deimos sirven para eso.
Quien se había pronunciado tan categóricamente era el mayor Donald McKey.
El mayor McKey, desde el año 2003, era la máxima autoridad de la Tierra en
asuntos marcianos. Por dicha razón, Peter Filby y Antoni Puig dejaron de defender la
candidatura de Fobos y Deimos.
Pero antes debo explicar de qué se trataba…

Después de la última gran oposición del planeta Marte, acaecida precisamente el


año 2003, los hombres de ciencia destacados en las bases del espacio habían hecho
descubrimientos sensacionales.
Muchos años atrás —creo que fue en Lamont-Hussey y durante la oposición de
1954— el astrónomo E. C. Slipher, del Observatorio de Monte Palomar, creyó
demostrar de modo inequívoco la existencia de una vida vegetal de tipo primario en
el vecino planeta. Pocos años después, su colega, W. Sinton, corroboraba la
existencia de dicha vegetación con su descubrimiento de un tipo específico de plantas
marcianas, es decir, que sólo podían darse en Marte. Pero en nuestros días ya no nos
servimos de la luz polarizada para investigar estos detalles planetarios. Desde que se
construyeron las primeras estaciones del espacio y los científicos pudieron ocuparlas,
los instrumentos electrónicos nos suministran datos mucho más precisos. Lo malo del
caso es que estos datos no siempre coinciden, de modo que el enigma marciano
deberá resolverse in situ, en la misma superficie del planeta. Y a este propósito es
sorprendente que hayan fracasado todos los intentos por desvelar semejante misterio:
ni las sondas planetarias han podido resolverlo, ni la primera ciudad lunar, la famosa
Moon City n.º 1, parece que permitirá ampliar nuestros todavía escasos
conocimientos en biología marciana. Pero el hombre, conquistada la Luna, tiene prisa
por saber qué hay realmente sobre la vieja superficie del planeta rojo.
Fue por esto que Donald McKey convocó a los dos mejores aerógrafos del
mundo, Antoni Puig y Peter Filby, para cambiar impresiones antes de emprender la
todavía secreta «Operación Gran Syrte». Pero a un periodista del año 2005 es difícil
que se le escape un hecho tan importante, por lo que me fui a Londres, lugar elegido
para celebrar la secreta conferencia de los tres técnicos, aprovechándome de la
amistad que me une con mi compatriota Antoni Puig.
—¿Qué te parece a ti? —me había preguntado hacía cuarenta y cinco minutos,
camino del astropuerto de Palma, sección de aviones terrestres—; dime: ¿Crees
lógico colocar un satélite artificial alrededor de Marte?
Y sin esperar mi respuesta, añadió:
—Teniendo en cuenta que tanto Fobos como Deimos son dos pequeñas lunas lo
bastante próximas al planeta, yo no veo que para estudiar aquel mundo sea necesario
que fabriquemos otro satélite. Pero el mayor McKey tiene otras ideas, y lo mejor que

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podemos hacer es esperar cuál será el resultado de nuestra entrevista antes de hacer
nada.
—Conforme —recuerdo que dije finalmente a mi admirado amigo—, pero me
figuro que el mayor McKey no es el amo de la Interplanetary Travel Society. Y
además, ¿quién asegura que Fobos y Deimos no son satélites artificiales? Yossif
Shklovsky había dicho…
—Seguro que McKey no es el amo —me interrumpió Antoni Puig— pero
también es cierto que es el director. En otras palabras: es el mayor quien da el visto
bueno a todos los proyectos de exploración que se realizan. Tú no ignoras que la ITS
es una entidad muy poderosa, tal vez la primera de la Tierra en su especialidad, y
McKey es en ella el hombre de confianza. Sólo él es capaz de arrancar los millones
que se precisan a los ceñudos capitalistas que la administran. En cuanto a las teorías
de Shklovsky… En fin, McKey controla todo lo referente a viajes más allá de los
límites de los servicios regulares. Y desde el día que el mayor vio triunfar su idea de
construir un satélite para iniciar la conquista de la Luna, casi no puede proyectarse
nada sin su aprobación. ¿Comprendido?
Y nos fuimos a Londres, ya que no quedaba otra solución.

Londres, Astropuerto Central. Hace media hora que hemos salido de Mallorca,
donde Filby y Puig se dieron el lujo de unas cortas vacaciones. A pesar del calor, en
el Astropuerto se observa un movimiento extraordinario. En las grandes pantallas
ultravisoras del edificio destinado a los pasajeros de la Trans-Spacial Lunar Ship,
pueden admirarse las imágenes constantemente enviadas desde la Luna. Moon City
n.º 1, en menos de un segundo y un tercio, transmite a la Tierra escenas de la vida de
los hombres destacados en Selene. Esos hombres envían constantemente imágenes y
hablan sin descanso a los terrestres, y viceversa, en un contacto ininterrumpido,
interesantísimo, incluso para quienes ya estamos acostumbrados a ello. Pero nosotros
hemos venido aquí por asuntos de mucha mayor envergadura, porque no es ninguna
boutade añadir que ahora se trata de emprender un viaje 150 veces más largo, y…
(pero no tuve tiempo de terminar mis reflexiones).
—¡Hallow! Hace quince minutos que estoy esperando su llegada. ¿Por fin han
aterrizado, hijos?
La voz autoritaria pero simpática del dinámico codirector de la Interplanetary
Travel Society se dejó oír desde bastante lejos, antes de que su corpulenta silueta se
perfilara, finalmente, junto al aerotaxi.
—Sí, mayor —le decía Antoni Puig, haciendo alardes de su inglés impecable—,
venimos… los tres.
—¿Cómo se entiende los tres? —contestó sorprendido el mayor, lanzándose
materialmente al interior del aerotaxi.
Y luego, reponiéndose:

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—Ignoraba que usted y Filby, vaya, valiesen tanto. Hijos, les felicito —añadió en
tono festivo, mientras golpeaba cariñosamente la espalda de mis compañeros.
McKey, con sus habituales prisas, no había reparado en mi presencia. Y cuando
fui presentado al mayor como el tercer hombre, o sea en calidad de secretario de la
entrevista secreta, el codirector y jefe de exploraciones de la ITS me dijo, mientras
me estrechaba la mano con una efusión algo más que amistosa, hasta que se quejaron,
doloridas, las falanges de mis dedos:
—Espero que seremos muy buenos amigos…, señor… ¡cuán difícil es pronunciar
su nombre señor… Bell-so-lell!
Enarcando las cejas para corresponder debidamente a la amable acogida que me
dispensó el mayor, sólo tuve aliento para contestar con un lacónico O.K, que más
debió parecerle a él un K.O. Y, no sé por qué, tuve la extraña sensación de haber
representado una escena «vieja escuela» de la época del cinemascope.
Y así, de ese modo tan original, entré a formar parte de la secreta conferencia de
los tres, conocida por «Operación Gran Syrte».

A pesar de tener una mano amoratada, me di buena prisa en redactar las siguientes
notas, tan pronto como la conferencia atacó el orden del día:
—Fobos y Deimos no sirven para nuestro propósito —naturalmente, tenía la
palabra el impetuoso McKey—, porque Fobos sólo tiene una gravedad de una
dosmilésima parte de la nuestra, y Deimos se halla demasiado lejos del planeta…
—Pero, ¿y la ayuda de los telescopios no puede ser útil?
—Le interrumpió Filby.
—Imaginen que Marte sea un mundo vivo —prosiguió el Mayor—, pero no sólo
con plantas, sino que el telescopio revela la existencia de seres superiores, es decir, de
unas construcciones sintomáticas levantadas en el planeta y en Fobos y Deimos. ¿Qué
harían entonces? Es natural que pensemos en construir nuestra propia base, para
iniciar una exploración con todas las garantías.
Antoni Puig abrió la boca, sin duda para decir algo, pero todo quedó en un simple
simulacro de bostezo. McKey seguía hablando:
—Hijos, no podemos entretenernos en teorías. Si los marcianos existen, ya lo
veremos. Lo que importa sobremanera ahora es que actuemos con cautela.
—Yo me pregunto —continuó— de qué nos serviría una base sin gravedad como
Fobos, o una estación como Deimos, que además de no poseer tampoco la gravedad
suficiente para nosotros se encuentra demasiado lejos del planeta. Debemos estudiar
Marte, desde luego, pero sin ser vistos… y con absoluta comodidad. Quiero decir en
condiciones que nos recuerden, en la medida de lo posible, las de la Tierra.
—Todo esto presupone que en Marte pueden existir seres inteligentes, ¿tal vez
hombres semejantes a nosotros?

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—Sí, Filby. Hemos de comenzar por admitir esta hipótesis. Si luego resalta falsa,
ya lo sabremos dentro de unos meses. No olvide que toda expedición que se precie de
seria tiene que partir siempre de un axioma.
—También podríamos regresar rápidamente a la Tierra, una vez comprobada la
existencia de los marcianos, y preparar con tiempo una expedición definitiva —
comentó Antoni Puig.
—¡Esto jamás! —contraatacó McKey—. Interesa estudiar largo tiempo el planeta,
y no se trata en modo alguno de ir allá para hacer las veces de espía y regresar sin
otros datos que los de una primera impresión. Además, la ITS no está dispuesta a
financiar la «Operación Gran Syrte» como si se tratara de hacer turismo
interplanetario. Esto no es ir a la Luna.
Y Donald McKey se explicó por fin, haciéndonos copartícipes de sus inquietudes:
—En resumidas cuentas —dijo—, ir a Marte y regresar cuesta muchos millones:
lo que se dice toda una fortuna, ¿comprenden, hijos? ¿Han pensado en el factor
tiempo? ¿Es que no han tenido en cuenta que es preciso viajar a través de un arco de
varios centenares de millones de kilómetros, para ir al encuentro del planeta? Y
todavía es preciso esperar que las condiciones de regreso sean favorables, es decir,
que la Tierra se coloque, soi disant, en situación de tiro, al final de una nueva elipse
de transferencia de, tal vez, otros quinientos millones de kilómetros.
McKey se había disparado. Se tomó un breve respiro, y añadió:
—Sí, esto no es ir a la Luna. Y teniendo en cuenta que el tiempo también es
capitalizable, y que necesitamos como mínimo dos buenas astronaves de
avituallamiento, si lo consideramos a fondo, será preferible llevar otros dos navíos de
carga… para construir una luna artificial a dos mil kilómetros del planeta, o sea a una
tercera parte de la distancia que separa Fobos de Marte. Mi criterio es que siempre
será preferible enviar este equipo a una órbita nuestra, donde instalar inmediatamente
una base espacial dotada de su correspondiente observatorio, y además con una
gravedad de 0, 37, igual a la marciana, y que servirá para acostumbrarnos a
evolucionar sobre el planeta. De otro modo, tendríamos que ir y venir como unos
locos, o esperar demasiado tiempo. Piensen que Marte tenía que ser visitado por el
hombre en 1971… Finalmente, estas idas y venidas nos costarían un ojo de la cara y
no nos servirían de mucho, a pesar de ello. ¿Verdad que me comprenden, hijos?
El mayor hablaba con entusiasmo. Nadie habría dicho que ya era un hombre que
frisaba la cincuentena. Su pasión por Marte le rejuvenecía. Sin contar que, gracias a
determinado tratamiento con rayos gamma suavizados en el gammetrón, su atlética
presencia le daba el aspecto de un muchacho de veinticinco años. Decididamente, el
promedio de longevidad había aumentado desde el año 1974, pero desde 1990 era un
hecho que la juventud podía prolongarse casi tanto como la propia vida.
Y Donald McKey, ante nuestra aprobación —pues tenía la virtud de convencer a
cualquiera con su entusiasmo—, dijo la última palabra:—… Deben tener muy en
cuenta que papá Donald no está dispuesto a emprender este largo crucero por el

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espacio para ir a posarse finalmente sobre una minúscula luna, donde a duras penas
pesaríamos todos los aquí presentes una miserable libra. Prescindiendo de las teorías
de Shklovsky, y por mucho que personalmente me interesen los marcianos, tanto
Fobos como Deimos constituyen sendos obstáculos, en vez de puntos de apoyo. Se
trata de algo que la ITS ha comprendido antes y mejor que ustedes. ¿No es cierto,
hijo míos?
Dijimos que sí. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? McKey había hablado. ¡Magister
dixit!
Así pues, como no podía ser de otro modo, se impuso totalmente el criterio de
McKey. Él era el técnico número uno, y además era el indiscutido director de
Proyectos Avanzados, o sea de las exploraciones más allá de la Luna. Al mayor
también se le debía la primera expedición, con astronaves controladas por cerebros
electrónicos, hasta los mismos valles de Venus. Esto le dio mucha fama, pero es lo
cierto que su criterio era también el más acertado.
Por otra parte, desde hacía un par de años, Marte volvía a interesar a los hombres
de la Tierra como en los ya lejanos días de Lowell y Schiaparelli. Concretamente,
desde el año 2003 se volvía a tratar apasionadamente de los canales. Últimamente se
había demostrado, en efecto, que la temperatura del planeta era, en el ecuador y a
mediodía, bastante benigna, y, además, los enigmáticos canales hacían resucitar el
antiguo sueño de los marcianos bombeando el agua de sus polos. Las fotografías
habían demostrado sin discusión alguna los famosos desdoblamientos, ya insinuados
por las cámaras fotográficas del centro de altura de Pic du Midi, en 1941. En Marte
ocurría algo, tenía lugar alguna novedad —lo era al menos para el hombre terrestre—
que merecía dedicarle nuestra máxima atención. La región de la Gran Syrte y de los
canales Toth-Nepenthes eran nuestro punto de mira. Y todos nos acordábamos de
aquella antigua experiencia de Audouin Dollfus, astrónomo de Pic du Midi, quien, un
hermoso día del año 1954, tuvo la feliz idea de subir a un globo hasta 7000 metros de
altura para demostrar espectroscópicamente que en Marte había oxígeno. «Por lo
menos —había dicho Dollfus— en una proporción semejante a la que existe en
nuestro planeta a 6. 500 metros de altura…».
El año 2003, los canales Toth-Nepenthes y la Sirtis Maior se mancharon de un
azul oscuro y, desde el observatorio especializado de Martian Hill, en el África del
Sur, y sobre todo desde Moon City número 2, se comprobó que dichas manchas
podían resolverse en agua. Y ahora, mientras los sabios de toda la Tierra discutían
este importante extremo e intercambiaban datos con los astrónomos ya instalados en
la Luna, el proyecto secreto del mayor McKey, si bien resultaba un poco caro, era el
que tenía más probabilidades de cortar la bizantina discusión en que iban a enzarzarse
los científicos, resolviendo de una vez para siempre, in situ, el ya enojoso problema.
«A fin de cuentas —acordamos los tres, o sea los cuatro, puesto que también
contaban conmigo, reunidos en el despacho del mayor, en la undécima planta del
Departamento “Across Unexplored Frontier” del Astropuerto Central de Londres—,

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si en Marte todavía existe “alguien”, quizá las dos lunas del planeta no serían un
lugar demasiado seguro para iniciar nuestra exploración».
La influencia del mayor McKey había sido decisiva, y pronto vimos por qué.

… Ahora escribo con destino a los hombres de la Tierra, esperando el momento


en que estas líneas, una vez tecleadas en mi inseparable «Starr», sean transmitidas a
través del espacio por los teletipos interplanetarios, vía lunar…
2 de enero del 2007. — Voy a narrarles un pequeño capítulo ignorado de nuestra
incipiente historia interplanetaria. La «Operación Gran Syrte» está en vísperas de ser
revelada, pero lo que ahora importa destacar son nuestros primeros resultados.
Después de casi treinta meses de travesía normal, por fin acabamos de instalarnos en
la cabina de observación del «Marte-1», el flamante satélite prefabricado,
recientemente construido a sólo dos mil kilómetros del planeta rojo.
Hace dos horas que el «Marte-1» ha sido instalado en su órbita estable. Visto
desde el espacio, después de meses y meses de navegación sideral, y de una buena
semana transcurrida en el montaje de la base junto a las astronaves de carga (que
también nos sirven de vivienda, mientras la astronave de retorno se halla estacionada
en una órbita vecina), el «Marte-1», moviéndose en equilibrio gravitacional, es una
hermosa visión. Sólo han pasado dos horas —decía— que mientras los vehículos-
grúa se hallaban ocupados en recoger las piezas sobrantes, el satélite brillaba, visto de
lejos, como una pequeña y luminosa estrella. Yo he sido el último en acercarme a él,
avanzando poco a poco, como en un sueño, a bordo de mi pequeño vehículo-
escafandra de propulsión individual, que tanto me recordaba aquel “taxi de las
profundidades” creado por el célebre Capitán Nemo del siglo XX, el genial
comandante Jacques-Yves Cousteau. Pero mi vehículo-escafandra me producía
sensaciones todavía más maravillosas que las que Cousteau describía en su obra Par
600 métres de fonds.
Mientras me acercaba al «Marte-1», debo confesarlo, tenía la extraña sensación
de ser un ángel con escafandra, un ser imponderable, libre de la gravedad, flotando
entre los mundos del sistema planetario que brillaban sobre el telón de fondo,
incomparable, de la Vía Láctea. ¡Qué bellísimo tapiz incrustado de miles de
diamantes encendidos por una mano invisible! Vista desde el espacio libre, la Vía
Láctea no puede describirse más que como un fantástico reflejo que cruza con trazo
fulgurante el seno de la noche infinita. Su luminosidad es de un tono casi metálico,
intensamente concentrada, limpia, recortada, angulosa, como creada súbitamente en
medio de las tinieblas para albergar la chispa de la vida…
A dos mil kilómetros de nosotros, desde el «Marte-1», se ve el gran disco rojizo
—desde aquí es amarillento— manchado aquí y allá por las franjas verdes, azules y
grises, discontinuas casi siempre, del misterioso planeta. Es un disco inmenso, que

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inmediatamente solicita la atención, manteniendo el ánimo en una especie de
sobreexcitación muy difícil de dominar.
Estas franjas verdes, azules y grises son los famosos canales. Líneas irregulares,
caprichosas, ultramatizadas. Nuestra atención se concentra en seguida sobre la Gran
Syrte y las formaciones del Toth y el Nepenthes, mientras Marte parece como un gran
ojo monstruoso que está espiando nuestros preparativos.
El equipo televisor del telescopio electrónico acaba de entrar en funciones, y las
regiones del planeta comienzan a brillar tentadoramente en las pantallas. Es preciso
que les diga que el equipo del «Marte-1» se compone de tres pantallas
estereoscópicas, que nos permiten ampliar considerablemente el diámetro y el relieve
de la imagen, mientras los otros aparatos secundarios nos colocan a Fobos y Deimos,
como quien dice, en la palma de la mano. También he de decirles que el mayor
McKey se ha equivocado en un detalle, por lo menos en esta ocasión: los dos
minúsculos satélites de Marte no dan señales de vida. En sus bruñidas superficies no
hay nadie, pero algunas extrañas estructuras parecen evocar el paso de una especie
inteligente. En Marte, en cambio… ¡qué agradable sorpresa! No es sin gran emoción
que hemos comprobado que no estamos solos, y que Marte es un mundo vivo, un
astro viviente. Es… un planeta tan vivo como nuestra Tierra.
Cuando todo el secreto de nuestra operación pueda revelarse, el mundo entero se
estremecerá. Ahora, mientras escribo estas líneas, ante la mirada —mejor dicho, ante
los ojos abiertos hasta saltarle de las órbitas— del mayor McKey, de Antoni Puig, de
Peter Filby y, naturalmente, los míos propios, pasa el meridiano cero de Marte. Y el
momento histórico en que la «Operación Gran Syrte» está a punto de ser revelada
como un éxito sin precedentes, quedará registrado en los Anales del Espacio con esta
espontánea exclamación del digno representante de la ITS:
—Gran Dios, ¡he aquí, finalmente, a los puercos de los marcianos!
Doy la cita textual, o sea que, imitando a los escritores del siglo XX, después de
esta curiosa expresión soltada por el estupefacto mayor, podría añadir aquel curioso
sic que empleaban en semejantes ocasiones los Papini, los Sartre, los Pardellans y los
Maugham, según me enseñaron en la secundaria de Gerona. Pero dejémonos de sic y
de otras disquisiciones. Lo que importa destacar es que ya podemos ir a Marte… a
estrechar la mano de otros hombres. Unos «hombres» que ignoramos si serán como
acaba de proferir el impetuoso McKey, y que sólo sabemos que se parecen en algo a
nosotros. Tal vez sean algo más bajos y más pálidos que nosotros, pero son muy
semejantes, es decir, lo serían si no fuera porque… porque diríase que están en los
inicios de una curva decante…
Recuerdo que cuando McKey exclamó su famoso «Gran Dios, ¡he aquí,
finalmente, a los puercos de los marcianos!», Filby le atajó rápido:
—¿Desde cuándo, amigo McKey, los puercos andan erectos y visten túnica?
—Puercos significa —se apresuró a aclarar McKey— que estos tipos vivían bien
escondidos…

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—¡Ah, vaya! Esto ya es otra cosa —intervino con cierta ironía el amigo Toni.
—¡Menos palabras y vamos a tomar notas! —cortó súbitamente McKey,
recobrando su dominio, mientras la Tierra brillaba al Oeste, lejana, como una gran
estrella azulada de magnitud-2.
La emoción del momento nos mantenía en vilo, pero McKey había superado ya el
primer impacto.
—Aquellos de allá abajo —dijo, señalando la Tierra con un dedo tembloroso aún
— saltarán de la sorpresa cuando nuestro «plumífero» les comunique por microonda
el resumen de nuestros primeros descubrimientos. De modo que, ¡a trabajar!
Y trabajamos de lo lindo. Yo tomé, entretanto, las siguientes notas:
Escribe Antoni Puig, especialista en exobiología: «Los marcianos han de tener
unos pulmones capaces de asimilar el poco oxígeno atmosférico del planeta, en una
proporción que no resulta fácil imaginar, pero que puede ser muy parecida a la
calculada por Dollfus en 1954. Su sangre no es como la nuestra, y esto puede explicar
el color tan pálido de su piel. Claro está que a pesar de los cincuenta mil aumentos de
las pantallas televisoras, vemos a los marcianos del Nilosyrtis y de la Deucalionis
Reggio a veinticinco metros de distancia, suficiente para dificultar la apreciación de
pequeños detalles. Todavía no podemos asegurar cómo tienen la nariz, por ejemplo,
pero ya me los estoy imaginando bastante Cyranos, que buena falta les hará…»
«Su piel blanca refleja la luz solar como una pared encalada, y los telémetros nos
dan una talla media para el que podríamos llamar “marciano de la calle”, no más alta
de un metro cincuenta. Para mí, el gran enigma reside en imaginar cómo han podido
sobrevivir en un mundo tan prematuramente envejecido como es su decadente
planeta…»
El mayor McKey, homo technologicus por excelencia, se interesó inmediatamente
por la misteriosa ciudad que pasó ante nuestra vista, durante nuestra segunda
revolución en torno a Marte, situada en la confluencia del canal Nepenthes y el lago
Moeris. «Tal vez tendrá medio millón de habitantes —murmuró— a juzgar por su
pequeño radio. ¡He aquí la capital de Marte! —añadió saludándola con el brazo—
que Percival Lowell había buscado inútilmente en el Solis Lacus».
Y se perdió, técnicas aparte, en una intrincada selva de extrañas divagaciones
poéticas…

12 de enero de 2007. — El tráfico que hemos observado hasta ahora sobre Marte
es todo por vía aérea. Se trata de aparatos que recuerdan vagamente a nuestros
primeros autogiros, pero con la diferencia de que, debido a la tenuidad del medio
ambiente marciano, se mueven por aspas a reacción. Otra curiosa particularidad de
dichos aparatos es que no dejan trazas de condensación a su paso, pudiendo tratarse
de haces luminosos y no de gases, el medio empleado para su locomoción.

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Filby cree que la civilización marciana se halla poco más o menos a nuestro nivel,
salvando diferencias de detalle, pero que anteriormente pudo haber llegado mucho
más lejos. «No nos consta que nos hayan visitado —me dijo—, pero teniendo en
cuenta aquellas llamémosles ruinas de Deimos, podemos admitir que los marcianos
iniciaron sus viajes interplanetarios antes que nosotros, de donde se desprende que en
la actualidad comienzan a batirse en retirada. Es —concluyo Filby— como si se
vieran presionados por un medio ambiente hostil, viviendo ante todo y en
primerísimo lugar preocupados por el problema de la supervivencia».
¿Técnica contra un mundo hostil? Pienso a menudo en las palabras de mi amigo,
mientras el «Marte-1» sigue girando en torno del planeta, y creo que la opinión de
Filby será merecedora de un estudio a fondo. Nosotros, por ahora, sólo hemos
captado algunas imágenes de las regiones del Nilosyrtis, de los canales Toth-
Nepenthes, del Lago Moeris, de la región del Deucalión, de Lybia y Aeria… Pero
aquella «inundación» observada el año 2003 puede explicar muchas cosas… Pudo
tratarse, por ejemplo, de una considerable pérdida de agua en el hipotético canal-
pantano situado en la confluencia del Toth-Nepenthes. De una pérdida acaso
irreparable, porque dicha región ahora parece como abandonada. ¿Dónde están
aquellos quinientos mil kilómetros cuadrados de vegetación, vistos por Slipher en
1954 desde Monte Palomar?
Es posible que la «inundación» observada en el año 2003 significara una gran
catástrofe, y que de ella arrancara la grave situación actual de Marte, y quién sabe si
también el abandono de sus hipotéticas bases en Deimos. Incluso aquellos
misteriosos «platillos volantes», que tanto dieron que hablar años atrás, podrían
ayudarnos a comprender esta prematura suspensión de las exploraciones marcianas
del espacio.
En Marte, desde hace tiempo, ocurre algo grave e importante. De ser así, es muy
posible que cierto tiempo atrás, en esta exuberante región del Nilosyrtis y de los
canales vecinos, todavía se concentrase el mayor porcentaje líquido de que disponía
el planeta. Agua extrañamente canalizada desde los polos hacia las regiones
montañosas (es decir, salvándolas) para llegar a las zonas habitadas… que es lo que
ya había dicho Lowell, que tal vez resulte tener razón después de muerto, como suele
ocurrir tan a menudo.
En fin, es una verdadera pena, pero o nosotros hemos nacido algo tarde, o ellos,
los marcianos, nacieron demasiado pronto… La diferencia no es, para el caso, de
muchos años; parece que a lo sumo se trata de varias décadas, y esperamos que
nuestro contacto —cuando el mayor lo ordene y yo pueda mandar después estas
líneas por microonda— podré decir que ha sido pacífico. Llegará el día que la
«Operación Gran Syrte» será conocida con todo detalle, y entonces se televisarán en
directo nuestros pasos por Marte. Pero por ahora, limitándome a tomar nota pensando
en la comunicación por microonda, vía Luna, sólo puedo añadir que hemos decidido
poner nuestros conocimientos científicos —desde el átomo a la astronave— al

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servicio de esas bravas gentes de tez muy blanca, que visten oscuras túnicas de
curioso corte antiguo. Pensamos que esa indumentaria tal vez les permite absorber
más calor de su medio atmosférico, pero cuando de vez en cuando brazos y piernas
sobresalen por entre los pliegues de las largas túnicas, las extremidades de los
marcianos refulgen y casi dañan la vista de tan blancas como son.
Por la noche en Marte todo es oscuro. Sólo a duras penas nos vamos
acostumbrando a adivinar, más que ver, sus tenues iluminaciones. Son unas extrañas
fosforescencias, sin duda de otro origen que nuestra electricidad —incluso la
electricidad fría—, que denuncian el enclave de sus ciudades. De día, unos pocos
campos, en medio de los oasis verdes que circundan los núcleos habitados, es todo lo
que da señales de vida, si exceptuamos el vuelo incesante de sus curiosos
helicópteros. Son pequeñas parcelas vegetales, contenidas en el interior de cúpulas
transparentes, probablemente mantenidas bajo un clima artificial, igual que hacemos
nosotros en las instalaciones hidropónicas de la Luna. Esa especie de invernaderos
contienen, en ocasiones, pequeños bosques, junto al trazado de líneas de color de lo
que deben ser las hortalizas marcianas, o tal vez, las exóticas flores del planeta. Digo
flores, porque hemos observado ya gran variedad de coloridos…
Creemos que no pueden existir gran número de marcianos. Tal vez sólo hayan en
el planeta actual dos o tres millones de supervivientes, o quizás éste es el mayor
censo que han conocido los marcianos a través de su desconocida historia. No hemos
visto animales, o algo que nos hiciera pensar que pudieran serlo, pero no es
improbable que los marcianos domestiquen a los seres inferiores, si los hay, en su
planeta. Por lo demás, los canales, a excepción de lo que queda de los ya citados,
recuerdan sobremanera el cauce seco de antiguos ríos, salpicado aquí y allá por obras
de ingeniería en estado ruinoso y de abandono. Dichos ríos atraviesan valles y
barrancos irregulares, cruzando de parte a parte los extensos arenales marcianos, de
un color amarillo pálido y moteados de manchas grises y rojas cuando se les observa
de cerca.
No hemos visto ni puentes, ni carreteras, ni mares, ni lagos. Sólo el hielo de los
polos y la poca agua de las regiones vecinas a la Gran Syrte. En Marte, las
comunicaciones deben hacerse exclusivamente por vía aérea, con objeto de superar
más fácilmente el obstáculo de sus grandes desiertos. El paisaje predominante son las
inmensas llanuras de amarillenta arena, mezclada con silicatos, óxidos y otros
vestigios de mejores tiempos. Son llanuras prácticamente interminables, con ligeras
ondulaciones del terreno que, de vez en cuando, se elevan, como antiguas cumbres
erosionadas. La mayor cordillera marciana no sobrepasa los mil metros de altura. A
menudo, enormes «simunes» levantan grandes nubes amarillo-grisáceas hasta alturas
de diez kilómetros. Las tempestades de arena deben ser muy temibles para el viajero
en medio del gran desierto marciano.
A veces, los pequeños «taxis aéreos» de las ciudades se ven sobrevolar los
amplios desiertos, a millares de kilómetros de las poblaciones que hemos localizado.

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¿Se trata de raids de exploración en busca de agua? Pero, ¿no podría ser, también, que
los marcianos explotasen invisibles corrientes subterráneas, llevando el precioso y al
parecer escaso líquido hasta el mismo corazón de sus últimos oasis?
Resumiendo: El planeta Marte nos evoca, a Antoni Puig y a mí, hasta cierto
punto, el sitio del castillo de Cardona durante la guerra de Secesión del 1714. En
pleno sitio, los habitantes de Cardona se alimentaban de los peces del río Cardoner,
maravillando con su resistencia a las tropas de Felipe V, que no podían comprender
cómo no se morían de hambre. Pues bien, los marcianos de nuestros días, sitiados por
un medio cada día más hostil a la vida, deben de vivir de modo semejante, arrancando
desesperadamente el agua y los demás recursos vitales de su subsuelo, sobreviviendo
a la naturaleza desatada de un modo que ignoramos en absoluto.
¿O tal vez poseen una técnica que nos maravillará dentro de poco?…

15 de enero del 2007. — Dentro de pocos días podré comunicar nuevos detalles,
cuando entremos en contacto con los marcianos de la misteriosa ciudad del Lago
Moeris, la más importante del planeta. La segunda se encuentra en la costa nordeste
de Lybia, y la tercera, junto al meridiano cero, se levanta en un extremo del Sinus
Furcosus, en la región del Deucalión ya lindante con el ecuador del planeta.
La «Operación Gran Syrte» acaba de abrir un nuevo horizonte a nuestra
humanidad. Una especie inteligente marciana, mejor o peor que nosotros, que nuestra
especie terrestre, será visitada de un momento a otro por hombres de la Tierra.
Durante milenios hemos estado esperando ese contacto, y ahora queremos hacerles
saber que han sido pacíficamente espiados desde el espacio —desde el mismo
espacio donde ellos sin duda ya se iniciaron al vuelo interplanetario— mientras ellos
continuaban luchando denodadamente contra un medio cada vez más hostil…
La historia apasionante de los países de Marte, de sus costumbres, de sus idiomas,
de sus sentimientos, de su arte, de su ciencia, de sus epopeyas —si también las tienen,
como suponemos—, no tardará en iniciar un emotivo intercambio con el legado
espiritual de los hombres de la Tierra, que nos toca a nosotros el honor de representar.
¿Cuál será su fe? ¿Cuáles sus verdaderas preocupaciones actuales? Vamos a
enfrentarnos —y quién sabe si será para siempre— con un misterio formidable. Nadie
nos asegura que los marcianos hablen, escriban y piensen de un modo inteligente para
nosotros. Pueden, incluso, no hablar, no tener necesidad de hacerlo, ni de escribir:
pueden ser tan distintos, espiritualmente, como semejantes en lo físico. Acaso los
hombres del Lago Moeris están trabajando en reparar la gran catástrofe observada
desde la Tierra en el año 2003, cuando en nuestro mundo su mortífera inundación
levantó, precisamente, un clamor de esperanza. Nosotros habíamos creído que
aquello era una demostración de vitalidad, y no una catástrofe casi irreparable. Este
simple ejemplo ya demuestra cuán difíciles han de ser las relaciones entre dos

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planetas. Pero nosotros estamos aquí, a bordo del «Marte-1», para intentar cruzar el
puente. Ellos y nosotros somos inteligentes; ergo, esperamos que nos entenderemos.
Nuestra época es la más revolucionaria de todas. Por esto, y mientras pido perdón
por el obligado suspense (porque la ITS impone también su censura) me remito a una
frase de Ilna Ehrenburg, que traduce exactamente mi actual estado de ánimo: «Un
escritor —dijo— no es un taquígrafo; debe recogerse, meditar, alejarse algunos pasos
(o varios años) de lo que quiere escribir». Yo me he alejado de la Tierra para escribir
la primera crónica sobre Marte. Pero deberé esperar algún tiempo para obtener el
permiso de revelar nuestro encuentro con los marcianos. Ésos son los pasos que ahora
vamos a dar. McKey me obligará a meditar, a recogerme. Y cuanto pueda escribir en
su día tendrá, por lo menos, la virtud de ser una exclusiva sobre la verdad de Marte…

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LA SONRISA DE UN NIÑO

S. Martín Subirats

Puede considerársele como uno de los exponentes más representativos de la


joven literatura española. Ha traducido diversas obras al castellano y catalán, y
tiene en su haber una abundante producción radiofónica. Su obra literaria es más
bien escasa, reduciéndose a algunos relatos cortos, la mayoría de ellos en lengua
catalana, y algunos ensayos de obras teatrales. Éste es su segundo relato de fantasía
científica.

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Voy a morir; sé que voy a morir. Soy ya demasiado viejo y estoy demasiado
cansado para seguir viviendo. Dentro de unos días, mañana, hoy mismo quizá… No
me importa. Durante muchos años he estado luchando, y ahora pienso muchas veces
que esta lucha ha sido totalmente estéril. Miro a mi alrededor, y os veo. A todos
vosotros. Febriles, activos, construyendo un nuevo mundo. ¿Por qué? ¿Para qué?
Estáis creando a vuestro alrededor una nueva Babel, y no puedo comprender los
motivos.
Voy a morir. Y sin embargo, antes, siento deseos de legaros algo. Un recuerdo, un
testamento, no sé. Algo que os ayude a formaros mejor. Habéis olvidado algo, una
cosa que pasó, no hace mucho tiempo, y que deberíais tener siempre metida en
vuestros corazones. Quizá sea necesario recordárosla otra vez.
Y éste es el deseo que noto bullir dentro de mí.
Voy a morir. Y sin embargo, ahora, me siento ante mi mesa, y escribo…

Mi nombre es Raúl Tobas de La Maza, aunque esto no importa demasiado. Nací


en una pequeña aldea argentina, el 27 de marzo de 1984; es decir, veintiocho años
antes de la Gran Guerra. Tengo ahora ciento cuatro años, y cada día he rezado a Dios
para que tenga a bien llevarme muy pronto consigo. Estamos viviendo un frenético y
extraño siglo XXI, en el que nada proveniente del hombre puede extrañar ya a nadie.
Recuerdo que antes de cumplir yo los catorce años todo el mundo temía ya a este
siglo que vivimos, porque veía en él un casi seguro y aplastante fin de la Humanidad.
Los adelantos científicos estaban llegando de tal manera a su cénit que se temía por la
integridad de nuestro pequeño planeta. Y la gente esperaba el desastre…
Era el miedo al fin del mundo, semejante al temido ya en el año 1000, en aquella
supersticiosa Edad Media. Sin embargo, no llegaba a palparse. La gente hablaba de
él, pero no sabía hacer más que escribir artículos y comentarios, iniciar polémicas,
discusiones… y fomentar los odios. Unos odios inútiles, innecesarios, pero crecientes
y poderosos en demasía, de forma que aplastaban cualquier muestra de amor.
Amor… suena extraña, hoy, esa palabra. Hace ya tanto tiempo que el amor se ha
secado en nuestros corazones…
Los hombres de mi siglo supieron encubrir bien las palabras. Llamaron estrategia
a una forma despiadada de lucha, y disfrazaron su miedo con la palabra diplomacia,
que creían que tal vez les disculpaba. Recuerdo aún la verdadera diplomacia del
flemático insultante, del elegante canalla que sabía disfrazar con gran alarde de tacto
un acontecimiento político convirtiéndolo en una simple disputa de salón. Había
desaparecido la sinceridad, si es que alguna vez la había habido, y en su lugar
campeaba una nueva palabra: la hipocresía. Y, sobre todo ello, la Ciencia. La divina y
omnipotente Ciencia.
Sé que os asombraréis, pues tenéis el firme convencimiento de que el hombre no
es nada sin la Ciencia. Sin embargo, es la Ciencia la que no es nada si no tiene al

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hombre para dominar. La máquina facilita el trabajo, pero, ¿quién no es esclavo de
esa propia máquina que le facilita el trabajo? Hubo un tiempo en que existieron
manos encallecidas, musculosas, manos duras y cansadas por el golpear del martillo
sobre el ardiente hierro, en el yunque. Manos divinas, manos sublimes, embravecidas
por la lucha. Hoy ya no existen; la Ciencia las ha destruido. Miraos las vuestras;
mirad vuestra piel suave, que se rompe al menor esfuerzo. La Ciencia ha destruido lo
único que convertía al hombre un poco en dios: su creación minúscula, única,
personal, su trabajo, en el que aquellas manos cantaban un himno de esperanza al
rudo compás del martillo que resonaba rítmicamente sobre el hierro retorcido.
Éste fue mi siglo, y éste fue mi mundo también. Nací en un pequeño rancho,
donde mi padre era capataz. Allí, el día entero transcurría en un trabajo manual, duro,
pero asombrosamente bello. Y durante las noches, en torno a las hogueras, bajo la
débil luz de las estrellas, los hombres hablaban, y cantaban también. Era un galopar
constante por las llanuras, la inmensa pampa, en pleno contacto con la naturaleza.
Aire, sol, rudeza, y también poesía. La poesía de la hierba movida por el viento, el
mugir del ganado, el sordo golpear de los cascos de los caballos contra la blanda
tierra, la naturaleza misma que cantaba constantemente su himno al cielo. Era un
mundo distinto, y por eso, vosotros, no lo sabréis nunca comprender.
Luego, vino para mí el otro mundo: el vuestro. Mi padre quiso que yo fuera a
estudiar. Fue una promesa que le hizo a mi madre, poco antes de morir ella. «No
quiero que Raúl sea como nosotros; quiero que aprenda a leer y a escribir, que vuelva
convertido en un hombre sabio. Prométeme que lo harás. ”Sí, Marta. Te lo prometo”.
Y yo partí hacia Europa, hacia vuestro mundo, ese extraño mundo que iba a
sumergirme, muy pronto, en su vorágine.
¡Qué extraño mundo me pareció el vuestro, la primera noche que pasé en él!
Acostumbrado a dormir y soñar bajo las estrellas, vuestras ciudades, hundidas por los
altos edificios, me parecieron grandes pozos a través de los cuales apenas se veía el
cielo. Ya no existía el mugir de los animales, ni el grito del eco traído por el viento;
sólo el ronquido aerodinámico de los reactores-automóviles y los gritos apresurados
de la gente. Ya no existía tampoco el olor del heno fresco y de los animales libres por
la llanura, sino tan sólo el olor a sudor, a gente apretujada, a productos químicos y
desinfectantes, a materias combustibles. Era todo como un conjunto extraño, irreal,
híbrido, de sorprendentes máquinas que roncaban, de gritos humanos, de carreras, de
empujones. Y yo recordaba mi inmenso techo de estrellas de la gran pampa, y sentía
una extraña angustia en mi corazón.
Y conocí a Inés. Inés fue en aquellos momentos como el bálsamo aplicado
suavemente sobre una herida. La conocí de una manera vulgar, y seguramente no
hubiéramos vuelto a vernos de no haber comprendido ambos que el otro tenía algo de
lo que a él le había faltado siempre. Ella me ayudó mucho en aquellos primeros
tiempos de desconcierto. Ella supo comprenderme, y supo guiarme también por el
interior de aquella Babel. Juntos fuimos a la Universidad, y con su estímulo conseguí

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superar los obstáculos de la difícil carrera que había escogido: la de médico. Ella me
ayudó a aprender el difícil idioma, y me ayudó a comprender también las extrañas
costumbres que me rodeaban ahora. Londres se fue abriendo para mí. Empecé a
entender al hombre del nuevo mundo y lo que le rodeaba.
Y aquello me ligó aún más a ella.
Así llegó el día en que terminé la carrera con el título de doctor bajo el brazo. Era
ya médico; mi sueño de consagrar la vida al dolor ajeno estaba cumplido. Sólo
entonces me atreví a pedirle a Inés que fuera mi esposa. Ella aceptó. Y escribí
rápidamente a mi padre, diciéndole que dentro de poco iríamos, Inés y yo, ya
convertidos en marido y mujer, a verle. Y que nos quedaríamos para siempre allí.
Porque, a pesar de todo, la pampa argentina no había desaparecido de mi corazón, y
quería volver a ella para quedarme.
Sin embargo, mi sueño no se cumplió. Mi padre jamás vio a Inés, ni yo he vuelto
a ver nunca mi tierra, ni nunca tampoco la volveré a ver. ¿Veis esta bolsita que llevo
colgada del cuello? Está llena de tierra de allá, de la querida tierra argentina. Me la
colgó mi padre al cuello, antes de irme a Londres, como un recuerdo y una promesa.
Ahora es lo único que me queda de mi tierra, lo único que queda en el mundo de lo
que en otro tiempo fue Argentina. Porque todo aquello ha desaparecido ya. Para
siempre.
—Cuando llores, Raúl —me dijo un día mi padre—, llora en silencio. No
permitas jamás que nadie pueda oírte, o ver una sola lágrima en tu mejilla. Es una
cuestión de orgullo. Pero no retengas tampoco tu llanto, porque todo el mundo puede
llorar, y debe hacerlo. Hazlo, aunque hazlo a solas. Porque sólo los hombres debemos
avergonzarnos de nuestras propias lágrimas.
Ahora estoy solo… y lloro. Lloro por todo lo perdido: por mi padre, por mi patria,
por la libertad y la paz. 15 de febrero del 2012. Aquel día empezó para el mundo la
Gran Guerra. Fueron tres larguísimos años de continua destrucción: tres continentes
quedaron destruidos y diezmados, y los otros dos desaparecieron por completo bajo
las aguas. Piedra sobre piedra, ciudad sobre ciudad, naciones, civilizaciones enteras,
continentes, desaparecieron de la faz de la tierra; sólo quedaron hierros retorcidos,
ruinas, maderas resquebrajadas y sangre. Sangre, sangre, sangre…
Y al fin, todo terminó. Tras la larga angustia, los supervivientes levantaron la
cabeza. El cielo existía aún. La locura había pasado; quizá se pudiera volver a
comenzar.
Y entonces empezó esa historia que quiero relataros…
Vosotros, para los que escribo estas páginas; vosotros, los que me rodeáis, sois en
cierta forma parte de una obra truncada que pudo volver a renacer. Estáis forjados de
esperanzas, habéis sido engendrados por ilusiones…, pero os olvidáis de vuestro
pasado. Creáis un nuevo mundo idéntico al anterior, y no recordáis nada de él. No
recordáis aquellos días que nunca debisteis olvidar, aquellos días de angustia,

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incertidumbre y dolor. La historia ha desaparecido para vosotros. ¿Por qué os
obstináis en no mirar atrás?
Yo sí recuerdo, y esos recuerdos me producen dolor. He visto niños caminar
errantes por las calles, removiendo las basuras, entre las ruinas, buscando
afanosamente alguna escoria con que saciar su pobre hambre, su sucia hambre, su
inútil hambre, su sangrienta hambre… He visto a madres que, pasada la vorágine
destructora, vendían a sus hijas vírgenes por conseguir un pedazo de pan, un cobijo al
frío del invierno… Y he visto, también, el trabajo de siglos ser destruido en una hora,
en unos minutos. He visto derrumbarse estrepitosamente los imponentes museos de
Europa, que tantas bellezas y tantas obras de arte albergaron en sus paredes y en sus
salas. He visto derrumbarse monumentos centenarios, mostrando entre las ruinas la
tristeza de sus entrañas, la miseria de su antiguo esplendor. He visto montones de
cadáveres ensangrentados, tendidos en el suelo boca arriba, con los ojos
desmesuradamente abiertos, como si la muerte los hubiera sorprendido así, mirando
al cielo, en una plegaria o en una imprecación. He visto a la gente preguntar
frenéticamente por qué, como exigiendo una clara y convincente explicación a todo
aquello, a aquel horror, a aquella agonía. Y he visto también a la misma gente alzarse
de hombros, sin nada que poder responder…
Pasada la guerra, las miserias humanas surgieron a la faz del mundo con tal horror
que parecía que todo lo bueno que hubiera podido haber en nuestro mundo había
desaparecido por completo. Surgió el odio, la ambición, la rapiña, el egoísmo, la ira,
la violencia, la lujuria… Parecía como si, bajo los rostros doloridos de todas las
víctimas, hubiera quedado enterrado todo lo bello que aún había conservado el
mundo: el amor, la amistad, la abnegación… Sólo quedaba una faz horrible y
demacrada, la faz del mismo mundo, conservando aún la mueca del último horror.
Sin embargo, el ser humano es un cauce por el que transcurren las cosas buenas y
malas sin hacer más mella en su alma que la alegría o el dolor de un recuerdo lejano.
Y la esperanza, la sublime esperanza de los que confiamos en Dios, fue renaciendo en
todos los corazones. Miramos este mundo devastado, y en nuestro interior
empezamos ya a crear otro completamente nuevo, libre de las infecciones que habían
destruido al otro. Era una fe maravillosa, que inundaba nuestros corazones. Éramos
pocos, pero no importaba. Nos pusimos a trabajar…
Todos confiábamos en las nuevas generaciones que habían de poblar el mundo.
Eran nuestro único tesoro, nuestra única fuente de vigor para seguir adelante en
aquella lucha que se presentaba ardua y extremadamente dura, una lucha cuyo
máximo fin era volver a dar vida a todo lo que la propia vida había destruido.
Aquellas esperanzas, aquellas ilusiones de volver a ver nuestro mundo rehecho otra
vez. ¡Qué importaba el que dos continentes se hubieran hundido; qué importaba que
nuestro hogar se hubiera perdido para siempre! Ahora nuestra patria sería la propia
tierra, todo el mundo. Para vivir es necesario un ideal, y el ideal que poseíamos no
podía ser más hermoso. Entregar lo poco que aún nos quedaba de nosotros mismos

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para la concepción de un mundo mejor; un mundo donde el odio fuera amor, y en el
que el amor se convirtiera en una flor diaria dentro de nuestros actos, siempre fresca,
siempre distinta.
Empezamos a construir nuevamente nuestro destino. Fue una tarea difícil, pero
nuestra voluntad era grande. Y teníamos una gran esperanza: nuestros hijos. Nosotros
haríamos el gran esfuerzo; ellos continuarían nuestra obra.
Y sin embargo…
Recuerdo claramente el día; lo recuerdo como si fuera hoy mismo, porque aquel
día marcó un hito en nuestra aún vacilante historia. Era uno de esos días grises en los
que el cielo parece que no haya conocido jamás el sol, en los que el hombre se siente
encogido en sí mismo, retraído, como si la naturaleza se volcara sobre él,
aplastándolo con su tristeza. Yo estaba trabajando en mi despacho, en uno de los
barrios recién construidos del Nuevo Londres, cuando recibí la visita de Albert
Colbert. Albert Colbert había sido uno de mis mejores amigos en la Universidad, en
los lejanos tiempos anteriores a la Gran Guerra, y juntos habíamos colaborado
también en la gran tarea de la reconstrucción, después del desastre. Recuerdo que
entró en el despacho, y fue a sentarse directamente en uno de los sillones. Su mirada
estaba opaca, vacía casi. No intercambiamos ningún formulismo de los que eran
habituales en nosotros. Me miró fijamente y me dijo:
—Siento que las circunstancias que me traen hoy aquí sean muy graves, Raúl.
¿Por qué no fuiste ayer al Congreso Mundial de Medicina?
Sin saber por qué, había sentido una extraña impresión ante su visita. Le dije que
prefería cuidar a mis enfermos que discutir en una sala cerrada los posibles medios de
curar una enfermedad. Pero comprendí inmediatamente que no era sólo esto lo que se
había discutido el día anterior. Albert me miraba fijamente.
—Escucha, Raúl —me dijo—; al principio, por extraños motivos que todos
ignoramos, el Congreso se celebró secretamente. Luego comprendimos el porqué.
Está ocurriendo algo espantoso… y todos nosotros debemos luchar para combatirlo.
Es nuestro deber.
—¿De qué se trata?
Albert se humedeció los labios. Sus ojos estaban acuosos.
—Escucha bien, Raúl. Nunca más, de ahora en adelante, ninguna mujer podrá
tener un hijo en condiciones normales. Han empezado a ocurrir casos ya. Al principio
se achacó a las radiaciones de una determinada zona, a mil causas distintas. Pero no
es eso. Está ocurriendo en todo el mundo, sin excepción. Algunos médicos han
investigado ya el fenómeno: las radiaciones atómicas han perturbado las condiciones
atmosféricas de toda la Tierra, y esas radiaciones están atacando los cromosomas
humanos. Según los cálculos de algunos especialistas, el mal es incurable ya. No es
tan sólo una predicción, sino una completa certeza: todos los niños nacerán, en el
futuro, muertos… o convertidos en monstruos. ¿Sabes lo que significa esto?

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No recuerdo bien mi reacción en aquellos momentos. El rostro de Albert estaba
pálido, y flotaba ante mí. Cromosomas, genes… radiación. No era posible. No podía
ser que, por un capricho de la naturaleza, la humanidad estuviera condenada a
extinguirse. Niños muertos, deformes; una raza de viejos.
—La raza humana ha pasado por muchos períodos de readaptación —me decía
Albert—. Continuamente cambiamos de forma física y espiritual Pero este cambio,
esta metamorfosis de nuestro organismo, no es instantánea, sino que se produce de
una forma muy lenta: en siglos incluso. Hace ya muchos años que las pruebas
nucleares han llenado nuestra atmósfera de radiaciones atómicas. Gracias a ellas,
nosotros mismos hemos adquirido una cierta inmunidad. Pero nuestros cromosomas
son delicados, y de una pequeñísima variación en ellos depende toda nuestra
herencia. El feto se forma, pero sus condiciones no son normales. Las leyes de la
herencia han sido destruidas. ¿Comprendes lo que eso significa?
Sí, comprendía. Era un nuevo mundo ante mí, un mundo horrible. Y para eso
tanto afanarse, tanto luchar, en busca de una proyección al futuro. Un mundo de
viejos, carcomidos por su frustración. ¿En eso íbamos a convertirnos?
—Yo tuve un hijo, ¿recuerdas, Raúl? —me dijo Albert—. Nació hermoso, como
el mismo sol. Era un niño maravilloso. Cada día gustaba, el llegar a mi casa por la
noche, y encontrar a mi esposa y al niño impacientes, esperándome. Les veía sonreír
a los dos, felices. Sobre todo al pequeño. Se reía ruidosamente, mientras apretaba mis
dedos con sus pequeñas manitas intentando hacer fuerza. Tú sabes que aquel niño fue
una víctima más de la Gran Guerra. Pero yo soy prácticamente joven tengo aún una
vida entera por delante, y puedo intentar vivirla feliz. Sin embargo, cuando llego
ahora a mi casa siento, a veces, una gran nostalgia, una inexplicable tristeza. Hace
poco descubrí el porqué. Faltaba allí una sonrisa, una tierna sonrisa infantil; el leve
rictus de unos labios en la boca de un niño.
Y desde entonces no me he sentido feliz. Créeme, Raúl. El mundo vive ahora en
la esperanza de forjar nuevos horizonte» nuevas vidas. Necesita de un gran apoyo
moral para terminar su vida sabiendo que han trabajado por algo y por alguien.
¿Crees que podemos decirles que morirán todos viejos, rodea dos de viejos, y con la
conciencia de haber efectuado un trabajo estéril? ¿Crees que podemos decirles que,
cuando lleguen a su casa, sólo encontrarán el silencio, que no oirán las risas infantiles
de sus pequeños, ni sus cantos, ni verán sus labios entreabrirse en una sonrisa? Es
algo demasiado amargo. Tal vez sería mejor callar, y dejarles morir en paz…
Ésa fue la noticia. De repente, cuando todo parecía resurgir, cuando el mundo
empezaba a levantarse, las radiaciones empezaron a surgir agresivamente, a
convertirse en un enemigo que no podíamos combatir. Y nos atacaba donde más daño
podía hacernos; no en nosotros mismos, en los seres tristes y caducos que éramos, en
los culpables de lo ocurrido, sino en lo único limpio que aún podía quedar en
nosotros: en la esperanza de un mañana, en el porvenir que habíamos deseado. En
unos niños que morirían, la mayor parte de ellos, aun antes de nacer.

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Aquella tarde no tuve ánimos para trabajar. Fueron llegándome más noticias de
distintas fuentes: de compañeros, médicos como yo; de amigos… A última hora, una
comunicación del Congreso, hecha apresuradamente. Conclusiones negativas. El
mundo estaba perdido.
Regresé abatido a casa aquella noche. Inés me esperaba, y su alegría contrastó
con mi gran apatía general. Apenas verme me abrazó y me besó. Tenía algo
importante que decirme. Primero me pidió perdón por haber hecho, por primera vez
en su vida, una consulta médica a otro doctor que no fuera yo. Luego me reveló la
gran noticia. Y, de repente, sentí que todo el mundo se hundía bajo mis pies. En otro
tiempo hubiera sido aquella la noticia más feliz de mi vida, pero en las circunstancias
por las que atravesábamos era la más aterradora de las noticias que pudieran darme
nunca. Íbamos a tener un hijo…
Cuando recuerdo aquellos días, siento deseos de abandonar la pluma y hundirme
definitivamente en el olvido, como vosotros lo habéis hecho también. Cuando
recuerdo el primer caso que se me presentó; cuando revivo la escena de aquel niño
pequeño, de cuerpo enfermizo, en el que lo único que destacaba era una gran cabeza,
una enorme bola, lisa, uniforme, en la que no se distinguían apenas los ojos, ni la
nariz, ni la boca; cuando revivo los momentos en que el padre contempló aquella
horrible masa de carne que pronto iba a morir, que se estaba muriendo ya entre mis
manos; y cuando oigo aún en mi cabeza aquel grito estridente, horrible…
No, no puedo seguir recordando. Por eso he preferido coger mi diario, este diario
que llevé día a día durante aquellos angustiosos momentos, y buscar algunos
párrafos, esos párrafos escritos casi con frialdad científica, pero que revelan, más que
todas las horribles sensaciones que aún me poseen, toda la angustia de aquellos
tiempos de pesadilla. Ahí están:

Día 23 de noviembre
Estoy convencido de que el mundo se está dando cuenta de lo que ocurre.
Hemos intentado mantenerlo, de común acuerdo, en secreto, pero no
podremos ocultar por mucho tiempo más la verdad. Algunos periódicos han
publicado ya artículos haciendo referencia al gran número de abortos que se
han producido de un tiempo a esta parte, y al gran número de seres deformes
nacidos en toda la Tierra. Las predicciones del Congreso han sido ciertas
hasta un extremo realmente inimaginable. Creo que pronto cundirá el pánico.
Sin embargo, debemos esperar. Tal vez lo único que nos quede sea confiar en
Dios…

Día 27 de noviembre
Hace unos días que evito hablar con Inés. Ella parece temer algo. Los
rumores se extienden, y no hay forma de controlar un rumor que no es más
que una manifestación de la verdad. Creo que será preferible afrontar la

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realidad frente a frente; tal vez sea mejor que esté avisada. Debo decirle
claramente que su hijo va a nacer convertido en un monstruo, que vivirá
apenas unas horas, que morirá como todos los demás que han nacido hasta
hoy. Pero, Dios mío…, ¿cómo decírselo? Es ahora tan feliz… Hoy la he
encontrado, al llegar a casa, contemplando la cunita de color azul moteada de
dibujos infantiles que le ha comprado. Esta sonriente, acariciando la pequeña
camita. Al entrar yo en la habitación, me ha mirado fijamente, sin perder su
sonrisa, y me ha dicho:
—Soy muy feliz, Raúl. Esto era lo único que le había pedido a Dios. Y Él
me ha escuchado…

Primero de enero (Año Nuevo)


Ha comenzado el nuevo año. El mundo se ha dado cuenta ya de lo que
ocurre, y el pánico empieza a cundir. Va a celebrarse un nuevo Congreso
Mundial de Médicos; hoy ha venido Albert a decírmelo. Esta vez asistiré.
Debe estudiarse una última solución, antes de que sea demasiado tarde. Hay
que aferrarse a cualquier cabo que la Providencia quiera echarnos…

Día 15 de enero
El Congreso ha resultado completamente negativo. Varios doctores han
presentado toda clase de probables soluciones, que han resultado inútiles.
Nada puede hacerse. El doctor Mills, la mayor autoridad mundial en
ginecología, ha hablado en representación de todo el mundo.
—Estimados colegas —ha dicho—, ciudadanos de este desgraciado
planeta. Parece como si Dios quiera terminar así con nosotros, y no tenemos
derecho a quejarnos, pues hemos sido nosotros mismos los causantes de
nuestra suerte. Ya sé que es duro, pues no será la nuestra una muerte violenta,
un fin trágico. Moriremos lentamente; y moriremos solos, solos con nosotros
mismos, condenados a contemplar nuestros propios rostros como en un espejo,
tanto o más avejentados que los de nuestro prójimo. Y moriremos, y esto es lo
más horrible, sin volver a contemplar los alegres juegos de un niño a nuestro
paso. Va a ser duro, pero en nuestro propio pecado vamos a encontrar nuestra
expiación. Nosotros, los médicos, vamos a ser los encargados de transmitir un
poco de entereza al resto de la humanidad. Jamás volveremos a oír la risa de
un niño.
Y ahora es precisamente cuando acuden a mí aquellas palabras de Cristo
en el Evangelio: “En verdad, en verdad os digo, que quien no se hiciere como
esos pequeñuelos no entrará en el Reino de los Cielos…”
El doctor Mills no ha podido terminar; la voz le temblaba. Cuando Albert
y yo hemos abandonado el edificio del Congreso comenzaba a lloviznar.
Hemos caminado mucho rato el uno junto al otro, sin decir una palabra.

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Luego nos hemos despedido. Sentíamos deseos de estar a solas con nosotros
mismos. Yo he pensado en mi hijo, en este hijo que nunca nacerá como yo lo
he soñado. He pensado en el hijo que desea Inés, ese hijo de cabello negro y
ojos grises. Cuando he llegado a casa mis mejillas estaban húmedas. Ignoro si
eran lágrimas; tal vez gotas de lluvia…

Día 18 de enero
Todo es un caos. La gente sabe ya la noticia, y muchos no han podido
resistirlo. A veces es demasiado espantoso darnos cuenta de la inmensa
soledad que puede llegar a rodearnos. Hay una verdadera epidemia de
suicidios…, sobre todo entre las mujeres que se encuentran encinta, entre las
mujeres que han dado a luz, entre los padres de esas criaturas nacidas para la
muerte. Es algo espantoso.
Albert ha venido a verme hoy. Viene muy a menudo, de un tiempo a esta
parte. Me ha preguntado por Inés. Ella ha leído ya los periódicos, y sabe. Sin
embargo, no me ha dicho aún una sola palabra. Los órganos oficiales del
mundo han publicado ya, de una manera clara, la situación. No podían
ocultarlo por más tiempo. Hace cinco meses que no ha nacido ningún niño
normal, que no ha nacido ningún niño que haya sobrevivido más de cuarenta y
ocho horas. Y esto en todo el mundo.
Se han formado comunidades de ancianos que han ido a morir a las
montañas, a los desiertos, lejos de las recién construidas ciudades. Quieren
pasar los últimos días de su vida de una forma digna. Éste es un invierno
largo, van a ser muy largos todos los inviernos que aún nos quedan. Es
extraño, pero Albert y yo seguimos confiando en un milagro. No puede ser que
esto siga ocurriendo, que la humanidad muera de esa forma. Quizá se trate
sólo de una prueba. Sí, eso es: una prueba. Tal vez mañana veamos brillar en
el cielo la misma estrella que brillara hace muchos años, allá en Belén. Sin
saber por qué, miro ahora a menudo, fervorosamente, hacia el cielo,
esperando ver algo allá, algún signo que me revele el perdón.
Y en medio del silencio, con los ojos cerrados y las manos unidas sobre el
pecho, con una gran angustia en mi corazón, rezo…

Y al fin llegó el día. Inés fue traída al quirófano. Sin saber cómo, me encontré
temblando. Un sudor frío inundaba todo mi cuerpo. Debía hacerlo, debía ser fuerte y
hacerlo, como lo había hecho otras tantas veces. Pero eran demasiados casos vividos,
demasiadas sensaciones que me aturdían. Y esta vez se trataba de Inés. Y de mi hijo
también.
Albert vino en mi ayuda. Nunca podré agradecerle aquellos momentos de
ansiedad pasados junto a mí. Recuerdo que me puso una mano sobre el hombro, y me

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miró como miraría un padre a su hijo en un trance difícil. Su sonrisa quería darme
ánimos, pero nada ya sobre el mundo podía desvanecer mi angustia.
—No estás en condiciones de atender a tu esposa —me dijo—. Yo ocuparé tu
lugar. No te preocupes; todo saldrá bien.
Quise darle las gracias, pero mi voz se negaba a salir. Caminamos por los
silenciosos pasillos de la clínica. Nuestros pasos, largos y desacompasados,
resonaban fuertemente en el suelo, y en el silencio de los largos corredores me
parecían enormes cañonazos retronando en mis oídos. Todo lo ocurrido a partir de
aquel momento es ya como una bruma para mí. No era un caso más, era mi caso. Era
Inés quien estaba tendida en la camilla; era Inés quien me miraba fijamente, con una
sonrisa triste en sus labios, entre las muecas de sus dolores. Era Inés quien me dijo,
en voz muy baja:
—Sé que el niño no nacerá, Raúl. Y si nace, ¿qué importa? Morirá igualmente, a
las dos, a las tres, a las cuatro horas. Es inútil todo cuanto hagamos nosotros.
Era Inés quien estrechaba mi mano fuertemente, convulsivamente. Era Inés quien,
en un hilo de voz, me susurró:
—Sólo quiero pedirte un favor, Raúl. Si nace con vida… no me lo muestres, por
favor. Quiero recordarlo tal como lo imagino ahora, con los ojos grises y profundos,
con los cabellos intensamente negros, como la propia noche…
Después, sólo recuerdo una larga espera, en el vestíbulo, mientras Albert
permanecía en el quirófano. Luego, una puerta que se abre, y una figura que aparece
en el umbral, con un bulto pequeño entre las manos. Raúl se acercó a mí, riendo,
llorando, gritando.
—Es un niño, Raúl; un niño precioso. Fíjate, nacido en perfectas condiciones, sin
la menor deformidad, repleto de vida. Fíjate cómo llora, Raúl; parece como si todo el
mundo llorara con él. ¡Es un milagro, Raúl!, ¿no lo entiendes? ¡Es un milagro!
Comenzaban a llegar enfermeras que querían tomar el niño entre sus brazos y
besarlo. Yo sentía que todo giraba a mi alrededor, el pasillo, las blancas paredes,
Albert, las enfermeras, el niño que lloraba… Era como un inmenso vértigo. Grité:
—¿Y Inés? ¿Cómo está Inés?
Albert no contestó. Y un presentimiento extraño penetró en mi corazón. Sin saber
cómo, penetré en el quirófano. Todo estaba silencioso y vacío allá. Sobre la mesa de
operaciones se encontraba Inés. Fría, inerte. Una de sus manos colgaba blandamente
a un lado, rozando el suelo. Me acerqué, como si aquello fuera una reliquia. Mis ideas
eran aún confusas, pero comprendía. Inés había muerto, pero era necesario así. Ella
debía morir para salvar al resto del mundo, para traerles un mensaje de vida y de
esperanza, un mensaje que les ayudara a soportar su dolor. Me arrodillé a su lado, y
llené su mano yerta de besos y de lágrimas.
No sé cuánto tiempo estuve allí. Fuera, en algún lugar, se oía un llanto, el llanto
de mi hijo. Alcé la vista, y vi el pálido rostro de Inés. Parecía que me mirara y me
sonriera, o tal vez era sólo una alucinación. Pero no; Inés había sido sorprendida por

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la muerte con una sonrisa entre los labios. Moría feliz… y así el milagro se había
realizado.
Entonces vi en el suelo mi bolsita de tierra, desparramada por la habitación.
Nunca he sabido cómo pudo caer de mi cuello y romperse; tal vez por la excitación
del momento. Pero entonces, para mí, aquello fue un símbolo. Comprendí que aquel
puñado de tierra y mi hijo eran el principio de un nuevo mundo que recobraba la
esperanza. Un niño y un puñado de tierra de un lugar ya desaparecido. Recordé las
palabras de San Juan, en el Apocalipsis: «… y vi un nuevo cielo y una nueva tierra,
porque el primer cielo y la primera tierra han pasado ya, y el mar no existe…»
Bien, ésta es mi historia. Otros niños normales fueron naciendo después del mío.
Primero espaciadamente, en casos aislados, luego con mayor abundancia. Los
médicos intentamos explicarnos el fenómeno diciendo que las radiaciones habían
disminuido, que los cromosomas habían elaborado unas nuevas defensas, que todo
volvía a su cauce normal. Pero tal vez fue algo distinto: quizás un milagro…
La gente recobró la esperanza, y las sonrisas volvieron a renacer. Ahora, poco a
poco, todo ha recobrado su ritmo normal. Se produce aún algún que otro nacimiento
irregular, pero en alguna parte van cediendo, lentamente. La incertidumbre pasada se
ha ido olvidando, como se han olvidado otras tantas incertidumbres de la humanidad.
Y vosotros, ahora, estáis construyendo otra vez un nuevo mundo. Sois vosotros,
nuestros hijos, la generación posterior a lo que acabo de escribir aquí. Sois fuertes,
ambiciosos, y sentís deseos de luchar. Por ello, es encomiable vuestro trabajo. Pero
parecéis olvidar algo, a pesar de todo. Nunca os habéis detenido a mirar hacia atrás,
ni habéis intentado buscar una enseñanza en los hechos pasados. ¿Y hacéis bien con
esto?
Soy ya un pobre viejo, que quizá cuando salga de nuevo el sol habrá muerto ya.
Pero de repente he sentido el deseo de escribiros estas páginas, antes de que mis
recuerdos mueran también conmigo. Porque quiero advertiros de algo. Vosotros sois
la esperanza de un mundo que se cimentó por unos momentos tan sólo en una fe, en
una gran fe en Dios. Es maravilloso este nuevo mundo que habéis forjado, es
realmente encomiable vuestro trabajo, vuestro enorme y magnífico trabajo. Pero
tened cuidado. Todo puede ser destruido en unos segundos, como lo estuvo a punto
de ser ya una vez. Puede faltaros una valiosa ayuda en vuestro trabajo. Tal vez sea tan
sólo una sonrisa; sí, quizá simplemente una sonrisa. La sonrisa de un niño en vuestros
corazones…

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NICOLÁS

Antonio Mingote

Dibujante y escritor. En su primera faceta publica diariamente chistes en varios


periódicos importantes, colabora en diversos semanarios, ha realizado exposiciones.
Durante un tiempo dirigió una famosa revista de humor. En su segunda faceta,
escribe artículos para periódicos y revistas, hace publicidad, publica cuentos. Es
mundialmente famosa su Historia de la gente, una verdadera obra de arte dentro del
humor y de la sátira. Ha escrito varios relatos de fantasía científica, en los que su
especial vena irónica deja paso también a una gran ternura, una enorme
comprensión, hacia este pequeño ser que es el hombre considerado como individuo.

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Desde lo alto del torreón en ruinas, Nicolás vio a las dos mujeres que subían por
el camino del castillo. Una era Margarita; Nicolás la hubiera reconocido desde mucho
más lejos. La otra era la señora forastera que pasaba el verano en el pueblo.
A Margarita, tan femenina, le asustaban las lagartijas. De modo que Nicolás
despejó de lagartijas el camino. Eran apenas trescientos metros, y él podía gobernar a
los bichos en un radio de quinientos. No es que le divirtiera hacerlo, pero tratándose
de Margarita, Nicolás no vacilaba en volver a aquellos juegos tontos de su infancia.
Primero fueron los gatos. Apenas tenía un año Nicolás cuando su madre
comprendió que podía dejar jugar al niño con los gatos sin ningún cuidado.
Cualquiera hubiera pensado que los gatos le obedecían. Y era que le obedecían.
No en todo, naturalmente. Podía conseguir que hicieran equilibrios en la cuerda
de tender la ropa (este juego le aburrió en seguida) y que saltaran uno sobre otro hasta
hacer una torre de cinco gatos. Tampoco encontró dificultad en que Chipi manejara
los diales del receptor hasta sintonizar Radio Madrid para que su dueño escuchara la
Hora Sinfónica. Bastó con que Nicolás pusiera en la mente del gato la imagen de la
longitud de onda, dato más seguro que la vibrante y amanerada voz del locutor, tan
parecida a las voces amaneradas y vibrantes de los otros locutores. Sin embargo, no
pudo conseguir que el gato llenara de leche el biberón de Nicolás cuando éste lo
había ya consumido. Rompió tres botellas antes de que el chico comprendiera que la
Naturaleza podía poner barreras que ni la denodada obediencia de los gatos lograba
franquear.
Parecidos obstáculos encontró en la educación de Negro. Aunque el caniche,
atendiendo una inicial sugerencia mental de Nicolás, ladraba muy rítmicamente «una
copita de ojén» siempre que veía a doña Soledad —la virtuosa dama identificó al
perro como una encarnación del mismo diablo, que le insinuaba no sabía qué oscuros
contubernios—, en cambio se negó rotundamente a nadar de espaldas en la balsa del
huerto. Nicolás no tardó en comprender que la disposición de los miembros del perro
le vedaba tal ejercicio.
Estos fracasos desalentaron al chico, que pronto olvidó aquellos juegos tan
limitados. Solamente en una ocasión, cuando ya tenía quince años, hizo que el
caballo de su tío Ramón se arrodillara para él poder montarlo con comodidad.
Aquella gentileza que el caballo repitió dos o tres veces —siempre que Nicolás se le
acercaba— sorprendió mucho al tío Ramón, sobre todo teniendo en cuenta que el
chico no había tocado al caballo ni le había dirigido la palabra.
Nicolás temió parecer demasiado raro si repetía aquellos contactos amistosos. Sus
relaciones con los animales de cualquier especie fueron, desde entonces, puramente
formales.
Sin embargo, su tío Ramón y los restantes siete mil vecinos del pueblo habían ya
empezado a encontrar raro a Nicolás. Aunque mucho menos raro de lo que era en
realidad.

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Semioculto por la higuera que crecía en lo alto del torreón, donde nadie había
podido subir desde el día —siglo y medio antes— en que la escalera se arruinara
definitivamente, Nicolás seguía con la mirada la mancha blanca de la blusa de
Margarita.
Entre la minuciosa hojarasca de seda de aquella blusa, producto de la proverbial
habilidad manual de la madre de Nicolás, se escondía, bordada a realce, la fórmula de
la antigravedad. Ilegible por el momento, la fórmula era un delicado homenaje de
Nicolás a la única mujer que le había enternecido.
Una viuda sin medios económicos puede desenvolverse bien si tiene habilidad
para hacer los bordados que han dado fama a la región. Los bordados de Luisa eran,
en un país de bordadores, particularmente apreciados. Claro que hubo de trabajar
mucho al principio. Horas y horas inclinada sobre el bastidor.
La situación mejoró notablemente cuando Nicolás, que ya tenía doce años por
entonces, construyó la primera máquina de bordar. Carecía de los engranajes,
palancas y cadenas de transmisión que pueden esperarse en una máquina normal.
Pero aunque de acuerdo con los peculiares principios en que se basaba la mecánica de
Nicolás, aquello era un artefacto rudimentario, podía bordar una mantelería de doce
servilletas en menos de media hora, sin más trabajo por parte de Luisa que el de
cortar las piezas de tela y colocarlas en la posición correcta.
Nadie conoció la máquina, naturalmente, porque Luisa no deseaba que la gente se
ocupara demasiado de su hijo. Por otra parte, tal vez los bordados perderían valor si
se sabía que podían hacerse con tan poco esfuerzo.
—¿Cómo tiene usted tiempo para bordar tanto? —le preguntaban en la Gran
Mercería Ruiz-Peris, donde le encargaban con frecuencia trabajos importantes y
delicados.
Y Luisa sonreía.
—Pues, verá… A veces me ayuda Nicolás.
—Buen chico, buen chico… Ayuda a su madre en las faenas de la casa para que
ella pueda bordar más tiempo sin preocupaciones.
Al año siguiente Nicolás perfeccionó su invento. Bastaba entonces con introducir
el dibujo del futuro bordado por una ranura, y la máquina se encargaba de todo lo
demás.
Fue por aquel entonces cuando descubrió el principio de la antigravedad. No es
que se ocupara en buscarlo. Las tareas científicas le divertían menos que pasear al
sol. Puede decirse que dio con él por casualidad.
—Cuida de nuestras cosas, Nicolás —le habían dicho unos muchachos que en
lugar de entrar en clase habían preferido ir a robar manzanas—. Y avísanos si se
acerca alguien.
Nicolás se quedó de guardia al pie de la tapia, junto a un montón de carteras,
bufandas y libros de texto. Leyó cuatro o cinco de aquellos libros en veinte minutos,

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sin llegar a interesarse por ninguno. Hasta que abrió el Tratado de Física, Segundo
Curso.
Quedó estupefacto.
No es que el libro estuviera equivocado. Simplemente parecía escrito por un
paralítico que quisiera describir unos juegos olímpicos que no había visto. ¡Cuánta
ingenuidad y qué burdas suposiciones!
Pero a él le sirvió. Había una o dos cosas en las que nunca había parado a pensar.
Y sobre todo, le hizo intuir el Método, muy necesario para su indisciplina.
Aquella tarde, en su casa, construyó lo que habría podido llamarse la máquina de
la antigravedad… si aquello hubiera tenido algún aspecto de máquina.
Por el momento, Nicolás no acertó a encontrarle una aplicación a su invento.
Hasta dos días más tarde, en que tras unos ligeros ajustes y alguna nueva conexión,
pudo trasladarse flotando en el aire hasta su alcoba. Una vez allí, sus ropas se le
deslizaron del cuerpo para ir a colgarse correctamente en la percha. Y cuando, ya con
el pijama puesto por la misma diligente energía, se posó en la cama, las sábanas
plegadas a los pies subieron a cubrirlo blandamente.
Luisa y Nicolás encontraban aquella máquina muy útil y también muy divertida.
El chico imaginó una broma que consistía en hacer salir a su madre por la ventana,
dejarla suspendida sobre la calle y hacerla entrar después por donde había salido. La
primera vez Luisa llegó a asustarse, pero al poco tiempo los dos celebraban esta
repetida broma con grandes risotadas.
Siempre lo hacían de noche, cuando en la calle no había nadie que pudiera verlos.
Temían que los juzgaran mal.
Las dos amigas se acercaban hablando muy animadamente. Margarita parecía
estar alegre, con la ruidosa alegría que le gustaba a Nicolás. Tenía una especial
debilidad por aquella rubia exuberante. La veía tan blanca, tan apretada de carnes, tan
rudimentaria… Su cerebro funcionaba casi igual que el de Morronga, la perra del
párroco de San Andrés. Sí, era como una perra. Y al pensarlo, Nicolás no cargaba la
palabra de ningún sentido peyorativo. Una perra es una perra, como aquel es un
notario, y no hay por qué buscar en las palabras ocultos significados que no tienen.
Nicolás empezó a comprender que él era distinto de los demás, y no simplemente
que se ocupaba de otras cosas, cuando advirtió que podía entrar en los cerebros
ajenos y participar de sus pensamientos.
Sucedió el día en que vio acercársele a Juanito Solices con la intención de pegarle
una patada en el trasero. Nicolás vio formarse la idea de la patada en el cerebro del
otro, desde que sólo era la insinuación de una divertida posibilidad hasta que se
convirtió en el firme propósito de pegarla.
Juanito llegó a su lado sonriendo, siniestro, levantó el pie… De ahí no pasó.
Sintió su pie como calzado por una pesadísima bota de plomo. Lo puso en el suelo
cuidadosamente, miró a Nicolás con un gesto entre dolorido y asombrado y se alejó
despacio, moviendo la pierna con visible esfuerzo.

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Por aquel entonces ya tenía Nicolás quince años. Fue aquel verano cuando don
Felipe Cardoso, el alcalde, se rompió un tobillo al intentar saltar con los pies juntos
por encima de la señora del registrador de la Propiedad, que se había agachado a
recoger un abanico. Este grotesco incidente motivó la repulsa general de las personas
más respetables del pueblo. Años después, ya en el ostracismo político, don Felipe se
desvelaba intentando comprender cómo se le pudo ocurrir semejante tontería. Nicolás
ya había advertido entre tanto que sus ideas no eran siempre adecuadas para los
cerebros ajenos. No repitió el experimento.
Es decir, sólo lo repitió una vez, y porque Margarita lo necesitaba. No vaciló en
prestarle aquel servicio a la que ya entonces era la más espectacular muchacha del
pueblo.
Había descubierto Nicolás en el cerebro de Jaime Escriche, que acababa de
regresar de la Universidad con su flamante licenciatura de Medicina, un torbellino de
dulces pensamientos girando en torno de la esplendorosa imagen de Margarita. Jaime
Escriche se había enamorado. Pero era tímido, sabía que Perico Ruiz-Peris
acompañaba con asiduidad a la chica, y no quería interponerse.
Nicolás decidió intervenir en el asunto. Margarita se merecía lo mejor.
«Escucha… Jaime Escriche está enamorado de ti. Es un gran chico. Será un
marido excelente…”Nicolás iba poniendo las ideas en el cerebro de Margarita
mientras ella paseaba con sus amigas un domingo por la mañana, a la salida de misa”.
Jaime Escriche hará una gran carrera como médico. Ya está planeando un estudio
sobre la irrigación miocárdica, la presión sanguínea y la frecuencia cardíaca en
relación con las nuevas sustancias vasodilatadoras, que tendrá mucho éxito en los
medios científicos. Piensa abrir una clínica en la capital y tú puedes ayudarle en su
carrera. Él sueña con tenerte a su lado, luchar por ti, ofrecerte su esfuerzo…»
Margarita captó todas las ideas. Cuando Nicolás cortó la conexión mental, vio
que ella sonreía dulcemente. Era una chica juiciosa y llena de bondad, de modo que
aquella misma tarde dio su palabra de casamiento a Perico Ruiz-Peris, propietario de
la Gran Mercería Ruiz-Peris. Con lo cual, además de librar a Jaime Escriche de la
inquietud y el desasosiego y dejarlo libre para que pudiera ocuparse sin penosas
interferencias sentimentales de la gran carrera para la que estaba, al parecer,
destinado, Margarita se vio premiada con una sólida posición económica y social. Su
boda coincidió con la apertura al público del segundo piso de la Gran Mercería Ruiz-
Peris, ampliación que convertía el establecimiento en al primero de su clase en el
pueblo. (Había otros dos.)
Margarita y su amiga estaban ya cerca del castillo, y Nicolás decidió abandonar el
torreón. Era necesario ocultar su taller, por si a las señoras se les ocurría entrar a
visitar las ruinas. Si se acercaban a los aparatos y por casualidad provocaban alguna
interferencia, podían encontrarse de pronto en la cima del Mont Blanc o en un islote
del Pacífico, y eso les iba a alarmar.

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La primera vez que logró trasladar (¿o sería más correcto decir transferir?) un
objeto a distancia, sorprendió a su madre, que apenas se sorprendía ya de nada. Luisa
vio aparecer de pronto, sobre la mesa, la taza de café y las tostadas. Nicolás se había
limitado a ponerlo todo en la pequeña plataforma de su nueva máquina, en la cocina,
y girar la clavija.
El trasladarse a sí mismo le supuso algún trabajo. Las primeras veces sólo
conseguía quedarse desnudo dentro de su máquina (más grande ahora) mientras sus
ropas aparecían inopinadamente en el despacho del Gobernador Civil de Pamplona.
Necesitaba más espacio. Montó un nuevo taller en el patio de armas del castillo
en ruinas, protegido por un cobertizo. Allí perfeccionó la máquina y afinó la
dirección. Pudo trasladarse adonde quiso. De ese modo, presenció las corridas de San
Fermín y los Seis Días Ciclistas de Madrid, cosas que le divirtieron mucho. Ahora
preparaba el viaje, más difícil, con su madre, a la playa de Torremolinos, de la que
había leído grandes elogios en un periódico.
Apenas un gesto le bastó para hacer desaparecer la máquina y el cobertizo. En su
lugar se erguían ahora los familiares jaramagos. Margarita y su amiga lo vieron
sentado en el suelo, deshaciendo espliego entre sus manos. Las dos señoras cesaron
en su animada charla.
—Buenas tardes, Nicolás —dijo la señora de Ruiz-Peris con la sonrisa que a él le
enternecía.
—Margarita… —contestó Nicolás.
Era su manera de decirle que era hermosa y que le gustaba verla.
—¿Tomando el sol, Nicolás?
—Margarita…
Le decía que sí, que estaba tomando el sol. Nunca había podido aceptar que la
gente necesitara escuchar todas las palabras, que sólo captara el rudimentario vibrar
del aire. No acababa de comprender que para los demás su lenguaje era insuficiente.
—Margarita, Margarita… —repetía una y otra vez, llena la palabra de sutilezas.
—Hasta luego, Nicolás.
—Adiós —dijo la señora forastera.
Mientras se alejaban, Margarita tomó del brazo a su amiga.
—Éste es Nicolás —le dijo confidencialmente.
—¿Nicolás?
—Sí. Es el tonto del pueblo.
—Pobre cabezota…
Nicolás seguía a las mujeres con su mirada inexpresiva.
—Margarita… —murmuró, escarbándose los dientes con una ramita de espliego.

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PROYECTO MARTE

Antonio Ribera

Uno de los pioneros de la fantasía científica española. Domina cinco idiomas. Ha


traducido más de un centenar de volúmenes, en su mayor parte libros técnicos, de
divulgación, y obras literarias de gran renombre, muchas de ellas clásicas. Tiene
publicados veinticinco libros, entre novelas y libros de divulgación, principalmente
divulgación submarina. Ha escrito cinco obras de fantasía científica, y una decena
de relatos cortos. Es el más destacado ufólogo español, sobre cuyo tema ha
publicado un valioso documento, único en su género en lengua hispana.
Últimamente, han adquirido los derechos de algunos de sus relatos para publicarlos
en lengua inglesa.

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—Éste es el hombre —dijo Farrell, el jefe del FBI, a McCormick, uno de los
directores de la NASA.
Ambos se hallaban en el despacho del primero, instalado en una de las innúmeras
dependencias gubernamentales de Washington, D.C. Era un despacho de gusto
severo, muy británico, con entrepaños de roble hasta media pared, butacones de cuero
marrón oscuro y lustrosa mesa de caoba, tras la cual se alzaba una bandera
norteamericana con los pliegues cuidadosamente arreglados. Sobre la mesa, Farrell
tenía muy pocas cosas: una carpeta de cuero repujado, un pisapapeles de acero
inoxidable, un cenicero del mismo metal y un archivador abierto, del que había
sacado la ficha que en aquel momento tendía a su visitante.
El despacho olía a cuero y a tabaco rubio. «Olores masculinos», pensó
McCormick. De ascendencia irlandesa, el director de la NASA era un gigante
pelirrojo y pecoso de rostro aniñado, que contrastaba con el menudo y nervioso
Farrell, que, a pesar de sus cincuenta y cinco años cumplidos, parecía en realidad
mucho más joven. Era un hombre moreno y enérgico de aspecto más bien latino, a
pesar de que sus antepasados llegaron a Norteamérica en el Mayflower. Por su
sangre, pues, estaba entroncado con los más rancios puritanos de Nueva Inglaterra.
Llevaba con mano firme el FBI y había implantado en aquel organismo una política
absolutamente integracionista, fruto de sus severos principios religiosos de raíz
evangélica.
—Sí, éste es el hombre —repitió, viendo cómo McCormick tomaba en su manaza
velluda, pecosa y rojiza la ficha con dos fotografías, una de frente y otra de perfil, y
la media filiación del delincuente.
McCormick leyó en voz baja, más para sí mismo que para su compañero:
«Johnny V. Rettaliata, de veinticinco años de edad, hijo de Francesco y de María,
nacido en Nueva York, distrito del Bronx, de profesión tornero mecánico, condenado
a muerte en la cámara de gas el 12/7/65 por asalto a mano armada a un banco y
muerte de un cajero; espera cumplimiento de sentencia en el penal de Sing-Sing.»
McCormick hizo una pausa, y siguió leyendo:
«Señas personales: talla, 5 pies 3 pulgadas; peso, 155 libras; cabello, castaño
oscuro; color de los ojos, ídem; tiene una cicatriz muy visible en el dorso de la mano
izquierda, en forma sesgada.»
El director de la NASA dejó de leer y miró a Farrell.
—¿Por qué tiene que ser éste? —le preguntó.
—Por varias razones —repuso Farrell—. En primer lugar, cumple la condición
indispensable: ser un condenado a muerte. Luego, goza de una perfecta salud física y
mental; todos los médicos que lo han reconocido concuerdan en ello. Por último,
siente una gran afición por la Astronáutica y sus conocimientos en esta materia son
más que medianos. Pertenecía a un club juvenil de aficionados al Espacio: los
«Young Rocketeers» o algo por el estilo, donde fue uno de los miembros más activos
durante los últimos cinco o seis años… antes de enredarse con la banda de Valenti.

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—¿Cómo ocurrió? —preguntó McCormick.
—Parece ser que los «Rocketeers» necesitaban dinero para sus «experimentos
espaciales» —dijo el jefe del FBI con una leve sonrisa burlona— y a Rettaliata no se
le ocurrió nada mejor que ponerse en relación con Valenti, que es su tío materno por
más señas, quien se aprovechó de la falta de dinero del chico para proponerle la
participación en uno de sus «golpes», con el espejuelo de una buena recompensa. Y
así Johnny se vio metido en el atraco a la sucursal urbana del «Bank of America» en
el Bronx.
—¿Y no tuvo en cuenta el jurado esas circunstancias atenuantes?… la chiquillada
que representaba su deseo de obtener dinero para esos pretendidos… «experimentos
espaciales». A propósito: ¿en qué consistían?
—En el lanzamiento de un cohete de combustible líquido hasta dos millas de
altura, desde un solar del Bronx —repuso Farrell, moviendo la cabeza—. Pero el
jurado estimó que Johnny, a sus veinticinco años cumplidos, era ya un hombre
consciente y responsable de sus actos, y que disparó a sangre fría y a quemarropa
sobre el cajero, que trató de oponérsele en cumplimiento de su deber.
—¿Y de veras fue así? —preguntó McCormick.
—Más o menos. El cajero trató de arrebatar a Johnny la metralleta que éste
empuñaba para cubrir a Valenti y a otros dos gangsters, que recogían las pilas de
billetes puestas sobre el mostrador del banco, mientras otros dos encañonaban a los
escasos clientes que se hallaban en la sucursal, obligándoles a ponerse de cara a una
pared con las manos en alto. Tenga usted en cuenta que eran las nueve de la
mañana… Pero el cajero, antes de caer, pudo pulsar el timbre de alarma; las puertas
se cerraron automáticamente y a los dos minutos estaba allí la policía. Hubo un
tiroteo de cinco minutos, Valenti y su segundo perecieron en la refriega, junto con un
policía, y los demás fueron detenidos. Ahora bien, Johnny alegó en su descargo que
la metralleta se le disparó y que él no tenía intención de matar al cajero, pero esto no
le fue tenido en cuenta. El cajero deja viuda y cuatro hijos, y ya sabe usted cómo
suelen reaccionar los jurados en tales casos.
—Sí, claro —asintió McCormick—. ¿Y cómo se ha tomado Johnny la
proposición?
—Con entusiasmo. No creo que haya nadie más idóneo que él.
McCormick suspiró.
—Bien, pues será Johnny.
Se levantó y tendió la mano a Farrell.
—Muchas gracias, Mr. Farrell. Ahora debo irme. Dígame: ¿cuándo podré ver a
Johnny?
—Le espero mañana a esta hora. Johnny estará aquí, conmigo. Lo haré traer de
Sing-Sing. A partir de mañana, suyo será. Se lo traspaso… con todos los honores…
pero bien custodiado.
Y estrechó la mano que le ofrecía McCormick, quien dijo:

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—Gracias a su cooperación, el Proyecto Marte dará un salto de quince años…
que no les gustará nada a los rusos —añadió sonriendo—. El primer viaje humano a
Marte no estaba previsto hasta 1980, pero entonces, con la vuelta asegurada. Ahora,
en cambio, será sólo de ida…

Canopus. Sí, Canopus seguía en el centro matemático de la pantalla. Sólo tuvo


que accionar una vez los cohetes laterales de corrección, cuando Canopus se desvió
ligeramente a la derecha. Aquello era mucho mejor que con los antiguos «Mariners»
y «Zsonds». Aquí estaba el hombre, para hacerlo todo, y no se tenía que confiar en
unos lejanísimos impulsos electrónicos enviados desde Cabo Kennedy o Baikonur.
Por esto le eligieron a él, Johnny V. Rettaliata, un joven norteamericano de
ascendencia italiana, un entusiasta de la navegación sideral, que se había leído y
releído de cabo a rabo todos los clásicos… Ziolkowsky, Oberth, Goddard, Von
Braun… que había seguido, vivido y sufrido todos y cada uno de los lanzamientos
espaciales rusos y americanos… que había esperado con el ánimo en vilo la
publicación de las primeras fotografías lunares mandadas por los «Rangers», que
había brincado de alborozo cuando el coronel Leonov salió de la «Vosjod» para dar
su histórico paseo espacial… que se había estremecido ante la posibilidad de que el
primer vehículo de la serie «Surveyor» fotografiase directamente el suelo lunar… y
que ahora se hallaba encerrado en el «Manspace I», el primer vehículo tripulado
lanzado en dirección a Marte, formando parte del «Project Mars» y sobre la ruta de
los antiguos «Mariners»… para no regresar.
Para no regresar. ¿Quién escribió una obra titulada Viaje sin retorno? No lo
recordaba. Pero sí recordaba el entrenamiento, el largo y fatigoso entrenamiento: las
incontables vueltas en la centrifugadora, las horas pasadas en el interior de la cápsula,
familiarizándose con el tablero de instrumentos y escuchando las detalladas
explicaciones de McCormick, sus largas conversaciones con los astronautas del
«Proyecto Mercury»… con el gran Glenn, aquel hombre sencillo y cordial; con el
taciturno Grissom, que con él se esforzaba por un ser un poco más locuaz que de
costumbre, con el sonriente Carpenter, con el afable Schirra… todos los cuales le
ayudaban con su experiencia, con sus consejos, con su amistad… Pero todos ellos,
cuando creían que él no los observaba, le dirigían aquellas miradas de lástima, de
conmiseración, de piedad… ¿Por que? Porque, de todos modos, seguía siendo un
condenado a muerte, con la sola diferencia de que en vez de sentarse en la cámara de
gas, se sentaría en la cabina hermética de una cápsula espacial, para emprender el
viaje más grandioso jamás soñado por los hombres. No regresaría, de acuerdo; pero
casi aseguraría que a más de uno, tal vez a Glenn, a Schirra o a Carpenter no les
importaría cambiar su lugar por el suyo… Sería el primer hombre que se posaría en
Marte… y aun subsistía una remota esperanza de salvación, en el caso de que la

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atmósfera del planeta rojo fuese respirable. Ésta era la esperanza que, como una débil
lucecita, los hombres de la NASA habían dejado encendida en su cerebro…
Pero le daba igual. Con atmósfera respirable o sin ella. Vivo o muerto. La
cuestión era ser el primer hombre que llegaría a Marte, al misterioso planeta de los
canales y las leyendas… Él sería el primer hombre que sabría, que por fin lo sabría
todo. Lo de haberse convertido, de la noche a la mañana, de un criminal condenado a
la última pena en un héroe de toda la Humanidad, le tenía también sin cuidado. Él
sólo quería saber. Conocer de cerca, ver el planeta de sus sueños de niñez y
adolescencia… el planeta de sus lecturas apasionadas, de sus noches en vela… Ver,
ver y tocar.
Para el largo viaje de varios meses se había utilizado una cápsula del proyecto
«Apolo», originalmente concebida para tres astronautas. Esto quiere decir que Johnny
disponía de bastante espacio en su interior. Todos los «días» hacía ejercicios
gimnásticos por la «mañana» al despertarse, después ingería un frugal desayuno de
pastas vitamínicas y luego leía (sus compañeros del proyecto «Mercury» le habían
regalado una edición de las obras completas de Julio Verne) o hacía observaciones
por la portilla óptica. La cápsula disponía de un perfeccionadísimo sistema de
regeneración de aire, mediante algas Clorelia y la descomposición de cloratos por
metales pulverizados, que proporcionaba el oxígeno necesario. Este procedimiento se
basaba en el empleado por Narciso Monturiol, hacía más de un siglo, en el Ictíneo, su
maravilloso barco submarino… Los productos de desecho orgánico eran
aprovechados y purificados mediante un sistema a circuito cerrado, lo que aseguraba
las reservas de agua de manera casi indefinida… El C02 residual se fijaba mediante
cal sodada.
Un potente cohete «Saturno», de 110 metros de altura y un empuje de muchos
miles de kilogramos, lanzó la cápsula al espacio, con Johnny en su interior, a más de
40 000 km por hora, en dirección al rojo planeta… Todo el mundo siguió el
lanzamiento en las pantallas de la televisión… incluso los rusos, que también
rindieron homenaje al ser humano que se lanzaba solo a la conquista de los espacios
ignotos… para morir en ellos. Las voces amigas de los astronautas americanos, cada
vez más debilitadas después de franquear el abismo que los separaba de Johnny y que
se ensanchaba sin cesar, llegaban a los oídos del navegante solitario del Cosmos, en
frases de aliento y amistad. A Johnny le gustaba hablar con ellos… especialmente con
Glenn… les contaba los sobrecogedores espectáculos que contemplaba, jamás vistos
por ojos humanos… la azulada Tierra, suspendida como una gota de rocío en el negro
aterciopelado del espacio sideral… las estrellas rojas y blancas, inmóviles esferitas
que no parpadeaban… el inmenso vacío cósmico, en el que la cápsula «Manspace I»
parecía flotar inmóvil… Entre una observación y otra, Johnny, ingrávido, se
desplazaba por el interior de la astronave, empujándose con levísimos movimientos,
que había aprendido a controlar perfectamente. Allí reinaba una temperatura muy
agradable: 22 grados centígrados, pero Johnny, con shorts y una camisa de manga

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corta, se sentía a veces sobrecogido por el tremendo silencio de los espacios
interplanetarios, cuyo frío absoluto parecía penetrar a través de las paredes de su
pequeña morada, motita de polvo perdida en la inmensidad del Universo, y entonces,
involuntariamente, se estremecía. Pero pronto las voces de sus compañeros o la
música que colocaba en el tocadiscos le proporcionaban una engañosa sensación de
compañía.
Johnny estaba experimentando un curioso cambio. Suspendido allí, entre la Tierra
y Marte, todo le parecía un sueño: su vida pasada, su empresa quimérica, todo. A
veces miraba hacia el disco de Marte, cada vez mayor en la pantalla de la televisión,
y le parecía la boca roja de un horno cósmico que se abría para recibirlo. Otras, el
color rojo del planeta le recordaba el coral… el coral que sus antepasados trabajaban
en Torre del Greco, cerca de Nápoles… el rojo coral que su padre aún trabajó en su
juventud, antes de emigrar a América a hacer fortuna… E rosso come il corallo,
Babbo, dijo una vez por radio a su padre. Giovanni, ragazzo!, contestó la voz cascada
del viejo, con una nota temblorosa e implorante. Figlio, tutti pensiamo a te! Las
conversaciones con su padre —su madre, arrasada en llanto, era incapaz de hablar—
siempre dejaban a Johnny inquieto y nervioso.
Y Johnny (Giovanni), solo en la cápsula, solo y acompañado de la atención
trémula y expectante de toda la Humanidad, de blancos, negros, amarillos y mestizos,
a todos los cuales representaba porque eran hombres como él, por debajo del color de
su tez, Johnny (Giovanni) se puso a pensar… a recordar.
Recordó sus días de niño en el Bronx, con la pandilla de pequeños judíos, negros
y portorriqueños… Recordó el día en que apalearon y dejaron medio muerto a un
policía, y luego anduvieron escondidos durante varios días… Recordó a Yolanda, la
joven polaca que fue su primer amor y que Rocky, el jefe de la pandilla, le birló
después de darle un palizón… Quizás aquel desengaño le convirtió, a sus trece años,
en un chico introvertido, amigo de libros y de «cosas raras», como decían los demás
muchachos del barrio. Su novia, a partir de entonces, fue la Astronáutica. A ella
dedicaba sus noches, al volver del taller mecánico de Giuseppe, el primo de su padre.
Recordaba el día en que tío Luigi (Luigi Valenti, el gángster del que se susurraba que
trabajaba para la «Cosa Nostra») le miró durante un rato, cuando él le expuso los
problemas económicos de la joven sociedad de astronáutica que había fundado con
dos amigos, y le dijo con voz suave: «Esto no ofrece ningún problema, Johnny…
Absolutamente ninguno. ¿Quieres dinero? Lo tendrás.» Y aquello estuvo a punto de
llevarle a la cámara de gas; pero… en cambio, lo llevó al espacio interplanetario. El
empujón que le dio tío Luigi, desde luego, fue extraordinario… Y pensar que ellos
sólo querían disparar un pequeño cohete a dos millas de altura… Si tío Luigi lo llega
a pensar…
Así pasaron los días, las semanas, los meses, según el engañoso cómputo de los
hombres… que en el espacio sideral no parecía tener sentido. Allí el Tiempo se había
detenido, y Johnny con él. Allí no había Pasado ni Futuro: sólo un inmóvil Presente,

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en cuyo centro se hallaba suspendida la astronave. Sin embargo, aquel disco rojizo
crecía, imperceptiblemente, pero crecía. Con sobresalto, Johnny comprobó que ya
llenaba más de media pantalla. ¿Cómo era posible, si la astronave no se movía?
¿También él se había dejado engañar? Con un esfuerzo, trató de comprender. Caía
hacia Marte. Se hallaba ya dentro del campo gravitatorio del planeta. Según las
instrucciones recibidas, tenía que accionar ya los cohetes laterales para efectuar la
maniobra de vuelta de la cápsula, colocándola con los retrocohetes dirigidos hacia el
planeta… Con dedo tembloroso, Johnny pulsó el botón correspondiente. La cápsula
inició su lento giro, y pronto se colocó en posición inversa. No tardaría en comenzar
la larga elipse que lo colocaría en órbita en torno a Marte y luego, a velocidad cada
vez menor, penetraría en las capas superiores de la atmósfera marciana, para caer
luego suspendida de sus paracaídas hacia… ¿hacia dónde? ¡Hacia el misterio!
Por la portilla óptica del suelo, situada entre sus pies, Johnny ya veía una inmensa
superficie roja, que parecía alzarse por los bordes como una colosal caldera, surcada
por veteaduras y líneas rectas… ¿Canales? Cuando se encontró a veinte kilómetros de
altura sobre el planeta, pulsó el botón que abría los paracaídas ocultos en la parte
superior de la cápsula. No experimentó ninguna sacudida. Mirando por la portilla
superior, vio un cielo violeta oscuro sobre su cabeza, en el que brillaban las estrellas.
¿Dónde estaba el paracaídas? ¡El paracaídas no había salido! ¡La maniobra había
fallado, y Johnny supo que se estrellaría irremisiblemente contra la superficie de
Marte!
La cápsula caía, caía, con velocidad uniformemente acelerada. Su exterior se puso
incandescente por el roce con la tenue atmósfera marciana, y la temperatura se elevó
de manera sensible en el interior. Johny sudaba, mirando con los ojos muy abiertos y
la garganta reseca por la portilla que tenía a sus pies. ¡Y finalmente, tres segundos
antes de estrellarse, Johnny… SUPO!

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LA NECESIDAD DE MORIR

Tomás Salvador

Uno de los más conocidos entre los escritores españoles del momento. Tiene
publicados diecisiete libros, entre novelas y volúmenes de narraciones, y sus
artículos aparecen diariamente en periódicos y revistas. Ha obtenido premios tan
importantes como son el «Ciudad de Barcelona» de novela, el «Planeta» y el
«Nacional de Literatura». Apasionado de la literatura de fantasía científica, que
considera el género más actual dentro de nuestro tiempo, le ha dedicado tres de sus
libros y varios relatos cortos.

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La ley que estaba a punto de firmar el presidente Ramsoe era, sin duda alguna, la
más rufianesca, extravagante y regresiva de las leyes que se habían firmado en la
Tierra. Ni las pirámides de cabezas que iba dejando detrás de sí la «Horda Dorada»,
ni el proceso de los Templarios, ni la represión contra el levantamiento de los
campesinos húngaros en 1514, ni la esclavitud, ni la vieja prostitución reglamentada,
ni los hornos de gas, ni las mareas sangrientas de la revolución podían superarla.
Suponía, o poco menos, volver a las promiscuidades de las viejas ciudades hacinadas
tras sus murallas en la Edad Media, cuando el horror, la suciedad y la angustia eran
una forma de vivir.
¿Qué podía hacer? Allí, en la antesala, tenía la última de las muchas comisiones
que había llamado a consulta: sabios, políticos, militares, religiosos, hombres de la
calle. No cabía siquiera la propaganda. La situación era tan grotesca que debiera
hacer reír a todo el mundo, el mismo mundo condenado a desaparecer. Ramsoe
renegó y maldijo con toda la fuerza que su acondicionamiento psíquico le permitía.
Un poco calmado, llamó a su secretario. El pálido hombrecillo se detuvo a dos pasos
del presidente.
—No es posible, Durban. Diga a esos… idiotas que sigan trabajando.
Durban, joven de sesenta años estaba más enterado que el propio presidente de la
Confederación Mundial y no por ello se sentía más feliz. Al presidente llegaban
únicamente los informes extractados; el presidente rara vez escuchaba en su propia
salsa a los «idiotas» que se habían cogido en su propia trampa; el presidente, en fin,
se libraba de las salpicaduras, lo cual no era poco. Durban, obligado a resumir, a
escuchar de todo un poco, encima debía callarse.
—No puedo firmar esto gritó el presidente. —¡No puedo!
—No lo haga —comentó Durban.
Un poco avergonzado, Ramsoe se disculpó con un gesto, abandonó la trinchera de
su mesa y se acercó a los amplios ventanales. La ciudad capital, nueva de unas
decenas de años, se extendía en derredor. Durban veía, como el presidente, una
fórmula mágica sobre las azoteas. Asombroso y pueril. Alguien había dicho, hacía
siglos, que el libro mataría la fe; el presidente diría ahora: «La ciencia mata la vida».
Nunca hubo una mayor incongruencia entre la causa y los efectos.
—La ciencia matando la vida —dijo el presidente, como era de rigor—. Cuatro
letras y un número: DMTC-3.
DMTC-3… DMTC-3… La sencilla rotulación la tenían todos grabada en el
cerebro como estampada al fuego. Estampada al fuego, como en los tiempos
antiguos, cuando se marcaban así a las reses. Ramsoe, descendiente de un ranchero
presumía a veces de arcaico.
—¿Tiene a alguien esperando? —preguntó el presidente, vuelto a su puesto.
—Siempre —contestó Durban, lacónicamente.
—Que pasen, que me expliquen, que me aturdan… Haga el favor.

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Los hombres de ciencia se inclinaron ante el poderoso político. Aguardaban sus
palabras.
—¡No es posible! ¿No pueden ustedes aconsejarme otra cosa?
—Nosotros no hemos propuesto nada, señor presidente.
—Durban —requirió, cansado, míster Ramsoe.
—Señor, los científicos sólo han estructurado una parte del informe DMTC-3.
Contiene otros factores, otras consultas.
—Perdonen, señores. La impresión general, y la mía, es que ustedes tienen la
culpa de todo y que están en el fondo de todo, incluso de las soluciones. ¿No es así?
—Posiblemente, señor.
—Usted tiene la Enseña de Servicios Distinguidos, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Se la concedí yo mismo, ¿no es así?
—Ciertamente.
—¿A causa del DMTC-3?
—Así lo creo.
—Bien; los dos somos estúpidos. Mi estulticia es inofensiva. La suya…
—¡Señor presidente!
—Bien, perdón otra vez. Explíqueme, por favor otra vez, lo que usted descubrió.
El científico, sudando, hubiera renunciado a la condecoración, hubiera renunciado
incluso al haber nacido.
—No lo descubrí yo, señor presidente.
—Al grano; el tiempo vuela.
El bacteriólogo, con aire cansado, recitó por enésima vez su letanía:
—El DMTC-3 es un bactericida de largo alcance, o bien de gran espectro. Los
investigadores del siglo XX lo aislaron perfectamente y los bacteriólogos del siglo
siguiente continuaron un paso más.
—Entonces, ustedes sabían…
—Sí, señor. Nos avisaron que era un arma de dos filos.
—¿Entonces…?
—La ciencia, señor presidente, no se puede detener. La ciencia del siglo XX era
inferior a la nuestra.
—La ciencia de aquel tiempo, señor Parmi era mejor. Y lo era porque estaba más
cerca del dolor humano, más cerca del enfermo que sufría y tenía miedo. Admitía el
dolor, quizá porque lo consideraba necesario. Parte de su diagnóstico era el «me
duele aquí». Ustedes suprimieron eso, suprimieron hasta la causa del dolor. Un sabio
de aquellos tiempos sabía perfectamente que una gota de agua contenía millones de
gérmenes; pero sabía también que el agua… sucia, había calmado la sed de
incontables generaciones…
—Perdón, señor; el agua sucia contiene muchas enfermedades. La poliomielitis,
ese gran azote…

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—Bien, perdone una vez más. Continúe.
—El DMTC-3, derivado de los antibióticos del grupo tetraciclínico fue aislado
hace dos siglos. Mejor dicho, fue aislado un bactericida que por aproximación
suponemos igual. El actual DMTC-3 es infinitamente más potente. Los llamamos
igual por respeto. Las iniciales corresponden a un proceso químico que si hubiéramos
de escribir entero ocuparía varias páginas de un libro.
—Por favor, todo eso lo sé. Dígame cómo hemos podido llegar al «impasse»
actual.
—Genésicamente, el organismo humano es el producto de dos microorganismos:
las bacterias y los virus. Las bacterias dieron vida al moho, al fungoide, a la espora.
Los virus dieron movimiento a la vida. Fue un proceso de millones de años. Crearon
la vida y se quedaron en ella. Eran salud y muerte, cuando se destruía su propio
equilibrio. Los investigadores, al cabo del tiempo, descubrieron que el predominio de
ciertas bacterias, causaba ciertas enfermedades. Aprendieron a conocer los bacilos de
la tisis, la sífilis, la lepra, etc. Y descubrieron que algunos compuestos o vacunas
podían destruirlos; es decir, destruir el exceso que causaba el desequilibrio. Llamaron
a estos compuestos antibióticos, o sea: antivida. Pero si bien dominaron todas o casi
todas las bacterias, no consiguieron dominar los virus porque en ellos estaba el
movimiento y afectaban a los centros nerviosos. La lucha de la ciencia fue enorme,
tratando de vencer al virus maligno sin destruir la vida humana.
—No entiendo bien.
—Es sencillo, señor. Los antibióticos antiguos, del grupo penicilina, terramicina y
tetramicina destruían, efectivamente, las bacterias acumuladas en el organismo. Pero
dado que las bacterias seguían existiendo, era cosa de tiempo que volvieran de nuevo,
cada vez más resistentes. Llegó un punto en que los germinicidas eran inofensivos
para las bacterias. Los investigadores tenían la obligación de encontrar cada vez
bactericidas más potentes. Encontraron el DMTC-3, un tetramicina que diluido en la
corriente sanguínea permanecía más tiempo que los anteriores, siendo más eficaz.
Pero se descubrió que afectaba a otros anticuerpos y como no era posible prever sus
reacciones fue suspendida su aplicación.
—Pero no su investigación, ¿verdad?
El doctor Permi se inclinó, asintiendo.
—Cierto, seguimos trabajando. La posibilidad de dominar a un bactericida tan
potente era un señuelo demasiado brillante. Podía ser la conquista más importante de
la Medicina. Era llegar a la vida, al origen; era como llegar a Dios.
El presidente, con las manos a la espalda, se acercó otra vez a los ventanales.
Volvió un minuto después, sosegado:
—Ya comprendo —dijo—. Fue la soberbia de Luzbel: creadores de vida,
modificadores de la materia, anuladores del dolor.
—Señor presidente, los médicos nunca han olvidado a Dios en su trabajo, se lo
puedo asegurar. Saben que junto al «soma» hay una «psique». Y que si el cuerpo

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sufre, el alma también padece. La religión admitió la anulación del dolor. Pecamos de
soberbia, pero…
El presidente cortó la disculpa con un gesto nervioso.
—Ya acabo, señor presidente. Se hizo necesario seguir buscando el antibiótico
necesario. Desaparecieron enfermedades antiguas, pero brotaron otras nuevas
afectando a los centros nerviosos: formas inquietantes del cáncer medular, la llamada
afasia bucal, la parálisis y otras varias. El horror y la gravedad de estas enfermedades
en una humanidad limpia y longeva promovió a reconsiderar el problema del DMTC.
Desechado el primero, el número 2 acabó con el cáncer, la leucemia y las formas
rebeldes de la germinación arterial. Y el número 3.
—DMTC-3 —repitió el presidente.
—Cierto. El DMTC-3 acabó con todo.
—¿No lo pudieron prever?
—Creímos haber salvado los anticuerpos necesarios. Nos equivocamos. La
vacuna obligatoria DMTC-3 ha anulado todos los gérmenes patógenos.
—Empero, seguimos viviendo…
—El problema no es vivir, sino morir. Tenemos la sangre esterilizada,
químicamente pura. El corazón la bombea y la mantiene. Pero muy escasos alimentos
pueden ser asimilados. El DMTC-3 mata a todo germen de putrefacción. Ése es el
problema, señor. Se están atrofiando las glándulas gonosómicas. Nos debilitamos,
estando llenos de salud. El DMTC-3 es tan potente que ni siquiera los cadáveres se
pudren.
—Pero no todos los humanos se han vacunado.
—No. Hubo rebeldes. Y hay pueblos subdesarrollados, enfermos, como decíamos
antes nosotros. En ellos está la esperanza.
El presidente sabía que habían llegado al punto crítico. Ahora le pedían a él que
colocara los pueblos más civilizados en una situación paralela a la Edad Media…
—¿Por qué…? ¿Por qué…? —gritó, rebelde una vez más.
Le dejaron con su dolor. El silencio duró unos minutos. Al cabo del temeroso,
suave tiempo, el profesor Permi habló de una forma completamente diferente, entre la
humildad y la esperanza.
—Confiemos en Dios. Volvamos al dolor, la suciedad, y la tristeza del hombre
abandonado a sus fuerzas, a sus instintos. Empecemos de nuevo, volviendo al punto
que un germen contaminaba el agua. Nos hemos pasado de listos, señor; hemos
calzado los zapatos de Xenócrates. Bien, pues, retrocedamos. Yo creo en el dolor,
señor. Y creo en esta increíble raza humana. Podríamos inocular directamente la
muerte y la putrefacción; pero sería matar y nos lo prohíbe nuestro código. Podemos,
en cambio, pedirle que nos suprima a nosotros. Dejemos que la Medicina empiece de
nuevo. Volvamos a los hacinamientos, a la suciedad, a los curanderos. Las bacterias y
los virus siguen existiendo. Mueren cuando entran en nosotros; pero si nos
abandonamos, si volvemos a la Naturaleza el moho hervirá de nuevo, el fuego

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crecerá, la espora portará la vida o la muerte. Éste es, señor, el mensaje de los sabios
vencidos, de la Ciencia humillada. Nada podemos hacer, salvo seguir adelante. Y es
preciso retroceder. Desaparezca lo que representamos. Desaparezca todo, menos el
hombre, inerme, angustiado, abandonado. ¡No!; abandonado no, porque allá en lo
alto está un Ser superior y una estrella llamada Sol, que pudrirá de nuevo las aguas,
quemará los cuerpos y cambiará el color de las cosas. Y cuando el hombre haya
encontrado en la Naturaleza la solución divina, hagamos que encuentre un mensaje
contra la Soberbia. Hay que destruir la segunda torre de Babel.
Apagado ya el sol, la estancia en tinieblas, el señor presidente, Douglas G.
Ramsoe, dormía el sueño del agotamiento. Bajo su frente yacían algunos papeles
arrugados. No los había firmado todavía. Suponían la muerte de la ciencia médica, el
salto atrás que los mismos sabios pedían. Durban observó a su jefe y luego cerró
nuevamente la puerta. No lo despertaría. Tenía tiempo. La noche apenas había
empezado.

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LA CANCIÓN DEL INFINITO

Domingo Santos

Otro de los pioneros de la moderna fantasía científica española, y uno de sus más
jóvenes, combativos y entusiastas cultivadores. Ha publicado ocho novelas, y gran
cantidad de cuentos dispersos, así como artículos de divulgación. Es asesor ejecutivo
de una de las colecciones que se publican en castellano del género, y dirige asimismo
la primera revista de fantasía científica que se publica en España. Sus avanzadas
ideas respecto a la ciencia-ficción lo han colocado entre los primeros planos del
género en España, siendo considerado, hoy en día, uno de sus maestros indiscutibles.

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Al coronel Alexei Leonov, el primer hombre en la Tierra que, tal vez, esté en
condiciones de entender el verdadero significado de esta historia.
La canción del infinito es tristeza y alegría, es dolor, soledad, lágrimas, rezos.
Nos hundirá en los más profundos abismos de la nada, y nos levantará también
hasta las cimas más sublimes…
Era sólo un cuerpo flotando en el vacío. Un cuerpo minúsculo, apenas perceptible
entre los insondables abismos de negrura. Llevaba mucho tiempo allí. Horas, días,
meses…, no importaba el tiempo. En el espacio el tiempo no existe. Sólo existía
aquel cuerpo… y la soledad.
Estoy solo. Sé que estoy solo en el Universo. A mi alrededor todo es oscuridad,
vacío, silencio. No importan las estrellas, no importan esas pequeñas y distantes
lucecitas que me miran indiferentemente. Ellas no son nada. Se limitan a mirarme,
pero no comprenden mi soledad.
Estoy solo, terriblemente solo. Y nadie podrá aliviar nunca esa inmensa soledad
que me domina.
Giraba sobre sí mismo. Quizá llevaba girando así desde un principio, pero hasta
aquel momento no se había dado cuenta. Era un giro lento, muy lento. Las estrellas
parecían inmóviles a su alrededor, pero de pronto se dio cuenta de que no lo estaban,
que poco a poco, con gran lentitud, iban corriéndose hacia su izquierda. Al principio
imaginó que debían ser ellas, aunque aquel pensamiento era absurdo. Giraba sobre sí
mismo. Pero, ¿qué importaba aquello en medio del vacío y la soledad que le
rodeaban?
¿Por qué no os disteis cuenta en un principio? Os llamé, os llamé muchas veces a
través de la radio. Os grité hasta que mi cabeza quedó llena de sonido y mi garganta
sin voz. Pero vosotros no me oíais, y os fuisteis alejando poco a poco de mí, de una
manera inexorable. Hasta que os perdisteis allá a lo lejos, y pronto no pude ni
distinguiros siquiera como un punto luminoso más entre los miles de puntos
luminosos que nos rodeaban. Me dejasteis solo en medio de este aterrador vacío que
me envuelve.
¡Oh, Dios!, ¿por qué no os disteis cuenta en un principio?
Fue un accidente estúpido. Había salido de la nave para reparar uno de los tubos
de alimentación de combustible, deteriorado por el impacto de un meteorito. El
trompo de trabajo, aquella especie de peonza que servía de minúsculo vehículo para
realizar cualquier operación fuera de la nave, iba asegurado por su extremo superior
con un cable de seguridad. Pero en una de sus evoluciones el cable se enredó, se
tensó demasiado, y se rompió. Y él quedó flotando libre en el espacio, desligado por
completo de la nave madre.
Aquel fue el inicio de todo.
Al principio no me di cuenta de nada, ¿sabéis? Seguí trabajando sin preocuparme,
ajeno por completo a lo que iba ocurriendo a mi alrededor. Fue cuando intenté
regresar que me di cuenta de lo sucedido. Me asusté, y no supe reaccionar como

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debía. Fue culpa mía, lo sé. Me impulsé incontroladamente, y me puse a girar como
una peonza. Luego, cuando logré recobrar la estabilidad, era demasiado tarde. Lenta
pero inexorablemente os ibais alejando de mí, cuando vuestro campo gravitatorio me
arrastraba aún débilmente. Intenté acercarme de nuevo, pero el reactor del trompo no
tenía bastante potencia para recuperar la velocidad que había perdido. Os llamé por la
radio, pero no me oísteis. Me asaltó el vértigo del espacio…
Y os vi alejaros así, lenta, muy lentamente, en un progresivo distanciamiento que
erizó todos mis cabellos. Hasta que os confundisteis con el infinito. Y yo quedé aquí,
abandonado a mi suerte, perdido en el espacio… solo.
Como una mota insignificante en el universo. Como un pedrusco, como una
ínfima partícula de materia en el infinito. Como una mota de polvo, como una
molécula de aire, como una gota de mar. Perdido en la inmensidad del espacio. Solo,
solo, solo, solo.

¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?


Parece que hayan sido siglos enteros. Esa soledad y ese silencio, ese enorme
vacío que me rodea… pesan sobre mí como la losa de un inmenso sepulcro. Los
instrumentos me indican que tengo aún aire para otras cuarenta y dos horas, aunque
esto no es ya nada. Ignoro las vueltas que hayan dado las manecillas sobre la esfera
graduada de mi reloj. Una, diez, cien… Aquí no existe el tiempo. Segundos, siglos…
Dios, ¿por qué no termina todo de una vez?
Al principio tuvo alguna esperanza. Pronto se darían cuenta de su ausencia,
advertirían que el cable de seguridad se había roto, y acudirían en su busca. Pero
pronto desechó aquella idea. A pesar de su aparente inmovilidad, se movía en el
espacio a una velocidad sólo algo menor a la de la nave, y el desligamiento
progresivo de las dos fuerzas de gravedad, unido a sus propios impulsos
incontrolados, le habrían hecho adoptar una deriva arbitraria, en un ángulo cualquiera
y en cualquier dirección. Ahora, su distancia con respecto a la ruta seguida por la
nave podía ser de cientos, miles, millones de kilómetros. Era imposible que le
encontraran. Estaba condenado a morir allí, dentro de aquel trompo de trabajo, sujeto
a una exigua ración de oxígeno y a unas reservas de calor supeditadas a las pequeñas
baterías que pronto se agotarían. Sin alimentos, sin agua. Moriría allí,
irremediablemente, perdido en el espacio, lejos de todo ser humano. Condenado a
vagar dentro de aquel sepulcro hermético del trompo de trabajo, solo, por toda una
eternidad. Hasta el fin de los tiempos.
Nunca, nunca, nunca, nunca. No podrán hallarme nunca.
Sé que estoy perdido para siempre en el espacio, sé que estoy inmerso para
siempre en ese silencio. Nadie acudirá nunca a rescatarme, y vagaré dentro de este
trompo por toda la eternidad, cruzando silenciosamente el espacio a través de ese
inmenso vacío que me rodea. Quizá se agotarán primero las baterías, o tal vez el

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oxígeno, no importa. Voy a morir aquí. Mi cuerpo se irá endureciendo lentamente,
helándose a medida que me falte el calor. Me convertiré en una estatua de cristal, en
una masa de carne cristalizada que reproducirá mi último gesto de terror. Y algún día
quizá me hallará alguna nave, en algún remoto futuro, en cualquier rincón del
espacio. Entonces dirán: «Éste es el hombre que se perdió de la nave “Proción”, por
allá el año tres mil ciento…» Y llevarán mi cuerpo congelado a la Tierra, y me
rendirán tal vez honores fúnebres.
Aunque lo más probable es que nunca me encuentren. Y entonces mi cuerpo
helado vagará a través del espacio por toda una eternidad. Dios mío, por toda una
eternidad. Eternidad. Eternidad.
Y de pronto tuvo miedo. Él no quería morir allí, en medio del espacio. Deseaba
volver a la Tierra, volver, aunque sólo fuera para morir. Ser enterrado en la húmeda y
blanda tierra que le vio nacer, sentir su cuerpo pudrirse lentamente, hasta convertirse
de nuevo con el tiempo en el polvo de donde salió. ¿Por qué seguía allí? ¿Por qué
estaba tan lejos?
¿Dónde estás, Tierra? Te he buscado a mi alrededor; quisiera encontrar el sol que
te da vida, pero no puedo hallarlo. He buscado entre todas las estrellas, entre esos
innúmeros puntos de luz que están ante mí allá a lo lejos, tan juntos y a la vez tan
distantes. Parece como si todas se hubieran alejado de mí, como si huyeran, para
hacerme comprender de la manera más clara posible mi absoluta soledad.
¿Dónde estás, Tierra? ¿Dónde estás, Dios mío? ¿Dónde estás?
Quizá fuera aquel punto brillante que destacaba entre todos los demás. Sí, aquello
debía ser el sol. Luego, la Tierra estaría cerca de él, aunque no pudiera verla. Hubiera
querido impulsarse hacia allá, cruzar aquella enorme distancia que los separaba.
Millones de kilómetros. ¿Por qué estarían tan lejos las estrellas? ¿Por qué querrían
huir de él?
Tengo frío, cielos. Siento que algo helado va penetrando en mi interior, y me
transforma. Ni todo el calor que puedan generar los calefactores del trompo es
suficiente para contrarrestar esa sensación. No es miedo, no… Es la soledad. La
soledad y el silencio que me rodean. Que me rodearán siempre… por toda la
eternidad.
Por toda la eternidad…
Ignoraba ya el tiempo que llevaba allí, girando en el espacio. Quizá años enteros.
Aunque no, los indicadores de oxígeno señalaban que los tanques de gas estaban aún
medio llenos. Luego, sólo habían sido horas.
Pero, ¿cómo podía tener un tiempo tan corto una dimensión tan enorme? ¿Cómo
podían convertirse las horas en años, y prolongarse lejos, tan lejos, hasta rozar la
eternidad?
Os he estado observando, estrellas. Sois solamente meros puntos en el espacio,
amarillos, rojos, azules, blancos. Parecéis como manchitas de luz pintadas por una
mano invisible en un negro telón de fondo que me rodeara completamente, en todas

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direcciones, en todos los sentidos: arriba, abajo, delante, detrás… Pienso que en
realidad sois enormes hornos, que en vuestro interior se producen fragores
horrísonos, inmensas turbulencias, sonidos apocalípticos. Sin embargo, para mí, sólo
sois opacos puntos de luz, inmóviles, silenciosos… muertos. ¿Por qué no gritáis?
¿Por qué no rompéis de una vez ese odioso silencio de tumba?
Una tumba; eso era el espacio para él. Se agitó dentro del trompo, presa de una
súbita agitación. Sintió de pronto deseos de cerrar las espitas de entrega de oxígeno,
de romper los cables de los calefactores y terminar de una vez. Pero no tenía bastante
valor para ello. Era cobarde, y debía esperar. Tenía mucho tiempo para esperar.
Y, en aquel mismo momento, cuando menos lo esperaba, ocurrió algo…

¿Qué ha sido eso?


El repentino sonido lo sobresaltó. En el inmenso silencio que le rodeaba, aquel
leve susurro había sonado como un pistoletazo. Había sido algo inconcreto, apenas
percibido, pero…
Quizás esté soñando, pero me ha parecido oír como una voz. Una voz extraña que
me llamaba por mi nombre. Ha sido una voz débil, muy débil, como si me llegara de
muy lejos. No puedo haberme equivocado. ¿Me estarán llamando desde la nave? Pero
la «Proción» está ya quién sabe dónde. No puede ser. Y sin embargo…
Sí, era una voz. Y luego otra, y otra, y otra más. Eran muchas las voces que le
llamaban desde lejos, por su nombre. Suavemente, muy suavemente. Desde todas
partes.
Sintió de pronto una extraña sensación. El silencio infinito se había roto, y algo
ascendía hacia él, iba ascendiendo hacia él. Era como un rumor de fondo, como el
leve oleaje del mar. Parecían las olas al lamer incesantemente las arenas de una playa,
una y otra vez. Las arenas de su querida y lejana playa, allá en la Tierra. Y en aquel
constante rumor que iba creciendo, que iba subiendo hasta él, unas extrañas voces
desconocidas, como el eco de un coro lejano que entonara el cántico de alguna
olvidada obra wagneriana, iban pronunciando su nombre. Una, y otra, y otra vez…
Es el silencio que me engaña. Es el silencio que me hace oír voces, donde no
existe nada más que el absoluto vacío. He oído muchas historias de hombres perdidos
en el espacio, que han creído oír voces también. Todos se han vuelto locos, si no han
sido hallados muertos ya. Todos ellos.
El hombre no puede permanecer abandonado en el espacio tanto tiempo, solo,
aislado consigo mismo. El silencio se convierte entonces en ruido, y los ruidos se
transforman en voces, y esas voces van adueñándose del cerebro de uno. Suben,
suben, y suben, hasta llegar al fondo mismo de su ser. Y entonces se rompe todo.
Y las voces subían, subían, subían…
¡Callaos! ¡Oh, Dios, callaos de una vez!
Y el sonido cesó.

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El sonido cesó, y las voces apagaron su llamada. De nuevo volvió a reinar el
silencio, un silencio espantoso, total. Un silencio infinito, un silencio que iba más allá
de las lejanas estrellas, más allá del fondo negro que se extendía tras ellas y que era el
infinito mismo. Un silencio de tumba.
Y el silencio se hizo dolor. Sintió deseos de gritar, de aturdirse con su propia voz,
pero los sonidos no llegaban a su garganta. Y las estrellas le seguían mirando desde
lejos, inmóviles, como estudiándolo.
Sí, me estáis mirando. Lo sé.
Me doy cuenta ahora. Sois como enormes ojos, como grandes ojos redondos que
me contemplan sin parpadear. No queréis perderos mi agonía, y por eso os habéis ido
tan lejos a contemplar el espectáculo, dejando ese profundo vacío a mi alrededor.
Estáis al acecho, permanecéis atentas a mi sufrir. Sois cobardes. Quisiera gritároslo a
la cara, pero sé que no me oiréis.
¿Por qué permanecéis calladas? ¡Hablad! ¡Hablad, os lo ordeno!
Si al menos estuviera la nave cerca de él. Si al menos pudiera verla, aunque fuera
a lo lejos. La «Proción» le daría una cierta seguridad, una sensación de amparo, de
compañía. Aunque fuera una sensación engañosa, ya no estaría solo.
Porque ahora estoy solo, y vosotras lo sabéis. Soy el único hombre que queda en
el Universo, y por eso contempláis mi agonía. Estáis esperando el final.
¿Por qué os habéis callado? ¡Hablad, hablad de nuevo! ¡Dejadme escuchar de
nuevo vuestra voz!
Y el rumor volvió a empezar. El rumor de las olas, el canto de las sirenas. Vino,
como la otra vez, desde muy lejos, y fue subiendo, subiendo, subiendo. Lo invadió
todo con su sonido, y aquello era agradable. Muy agradable.
El canto de las sirenas. ¿Me oyes, Ulises? ¿Qué harías tú ahora, en mi lugar? ¿Es
éste el canto de las sirenas que tú oíste desde tu nave, atado al mástil para no acudir a
sus ruegos? Dime, ¿qué sucedía a los marinos que acudían a su llamada? ¿Morían
acaso, o iban hacia otro destino mayor o más glorioso?
De repente, una extraña leyenda del espacio había acudido a su memoria. La
había oído en quien sabe qué taberna, hacía mucho tiempo. Un hombre, con un vaso
de cerveza en la mano, hablaba de que las estrellas llamaban a los hombres que salían
al exterior de sus naves, e intentaban atraparlos con sus engañosas llamadas. Luego
otro se había echado a reír, diciendo que las estrellas no eran más que inmensos
hornos atómicos de hidrógeno y helio. El hombre del vaso de cerveza había afirmado
que lo que decía era cierto, que las estrellas tenían voz, y que atrapaban a los hombres
que salían de sus naves para que les sirvieran de alimento. Los demás se habían reído
de él…
Las estrellas no tenían voz, era verdad; las estrellas eran sólo inmensos hornos de
hidrógeno y helio. Sin embargo, ahora, las estrellas le llamaban, le querían atraer
hacia sí. Y él se sentía feliz ante aquella llamada.

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Por que ahora ya no estoy tan solo. Ahora os tengo a vosotras, Tengo vuestra voz,
vuestra presencia. Empiezo a comprenderos. Y me siento identificado con vuestra
esencia.
Las voces subían lentamente de tono, e iban pronunciando su nombre, una, y otra,
y otra vez. Cada vez más alto, cada vez más fuerte. La soledad se iba alejando de su
lado, y ya no se sentía abandonado de todos. Ya no era el único ser existente en el
Universo. Porque las estrellas eran ya sus compañeras.
¿Qué queréis de mí? ¿Queréis devorarme acaso? No me importa, puesto que
también he de morir. No me importa ya nada si os tengo a mi lado. Lo que no quiero
es morir solo. Junto a vosotras no me asusta ya la muerte. No me asusta desaparecer.
Las voces se habían convertido en el retumbar de un trueno en su interior. Los
instrumentos de medición indicaban que el oxígeno se iba agotando, pero no
importaba. No importaba porque ya no se sentía solo. Nunca más volvería a estar
solo.
Siento frío, pero vosotras me daréis vuestro calor. Veo que os vais acercando
lentamente a mí, cada vez más. Ya no estáis lejanas e inalcanzables como antes.
Habéis perdido vuestro temor, y venís hacia mí. No sois puntos fríos y silenciosos.
Me habláis. Queréis que me una a vosotras.
¡Esperad! ¡Acercaos más! ¡Inundadme con vuestro sonido y vuestra luz! ¡Quiero
que me ceguéis, que me ensordezcáis! ¡Quiero que hagáis de mí parte de vosotras
mismas! ¡Llevadme hasta vuestro reino!
Sentía escalofríos. Las baterías se agotaban, el oxígeno se agotaba también.
Aquello le dio unos momentos de lucidez. Iba a morir. Pero aquella idea, en vez de
producirle dolor, era un éxtasis.
Es la borrachera del espacio, lo sé. Ahora voy a morir. Después de vagar solo en
el espacio, solo con mis pensamientos, voy a morir. Me estoy volviendo loco. ¡Pero
Dios, es tan hermosa esta locura!

Y de pronto, una idea fugaz cruzó brevemente su cerebro. Hacía mucho tiempo,
muchísimo tiempo de ello. Era una idea casi olvidada, apenas el bosquejo de una
conversación. Eran los labios resecos de un marinero del espacio, el rostro de un
marinero, surcado por las profundas arrugas del infinito. Eran unos labios que iban
desgranando una extraña historia allá, en algún remoto lugar, en algún remoto tiempo
que quizá nunca llegó a existir. Una historia extrañamente maravillosa.
—El destino del hombre es el infinito. Estamos atados a la Tierra por nuestro
cuerpo, pero llegará un día en que nos libraremos definitivamente de ella, y el espacio
será entonces nuestro reino. Pero para conseguirlo necesitaremos pasar antes una gran
prueba.
—¿Una prueba?

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—Sí. Una prueba de dolor, una purificación. Deberemos librarnos antes de todo el
barro que llevamos encima, deberemos purificarnos de todas las miserias que inundan
nuestro cuerpo. Sólo entonces seremos aptos.
—¿Y dónde será esa purificación?
—Allá… en el espacio. En la soledad y en el silencio, donde el hombre pueda
encontrarse por primera vez solo consigo mismo, con su miseria y su grandeza, y
sepa comprender lo que le rodea. Entre las tinieblas, circundado por las lejanas
estrellas. Solo en el infinito… allá.
Y de repente se dio cuenta de que ya no sentía frío. Las estrellas se acercaban a él,
se hacían cada vez más grandes a sus ojos, y le quemaban por dentro con su fuego. Le
quemaban para limpiarle del barro que llevaba en su interior, para purificarle de toda
la podredumbre y toda la miseria de la Tierra. Lo transformaban. Lo convertían en
algo superior.
Es la locura del espacio. Me estoy volviendo loco, y yo mismo lo sé. Las estrellas
se acercan y me hablan, el Universo entero ha cobrado repentina vida ante mí.
Sirenas, purificación… Es todo producto de mi propia mente, una locura de mi
cerebro.
¡Pero Dios, es tan sublime esta locura!
Las baterías estaban agotadas, el indicador de oxígeno descendía rápidamente a
cero. El fin se aproximaba. Habían sido muchas horas solo en el espacio, muchos
días, muchos años quizás. Toda una eternidad vagando en el vacío. Veía visiones
extrañas, pero no importaba. Escuchaba cantos estelares, pero no importaba tampoco.
No importaba que estuviera loco de soledad y de silencio. Las voces de las estrellas
eran un grito a su alrededor, y su luz le cegaba. Iba a morir, pero, ¿qué es en realidad
la muerte? ¿Acaso alguien podía decirle qué es lo que hay más allá del no existir?
No me importa morir. Ahora, tras esa hermosa agonía, no me importa morir.
Quizá todo esto no sea más que una gran locura, pero es una locura sublime. Tras lo
que antes era la soledad ahora hay la vida. Todo el Universo está conmigo. Bendita
locura que me hace veros así, estrellas. Bendita locura que me hace morir
acompañado de este gran cortejo universal. Bendita locura.
La soledad, el silencio, pueden volver loco al hombre. Pero existen muchas clases
de locura. El espacio ya no existía a su alrededor: las estrellas se habían juntado las
unas a las otras, y todo era una radiante luz. No existía ya el silencio: las voces
ocupaban todo su interior. Ven, ven, ven… Y él, inmerso en aquella Nada magnífica,
girando en aquella vorágine, flotaba libremente, ebrio de luz y de sonido, dejándose
arrastrar.
El oxígeno se estaba agotando, cada vez le costaba más esfuerzo respirar. El calor
de las estrellas le quemaba las entrañas. ¿O sería acaso el frío del espacio? Pero se
sentía inconmensurablemente tranquilo. Era un gran éxtasis; el éxtasis de la muerte
quizá; pero un magnífico éxtasis. Después del gran vacío que lo había envuelto, era
una liberación.

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Locura, desvarío. Sirenas, hadas, estrellas. Purificación. No importa nada ya. Me
acerco a la meta. Voy a morir, y éste será el fin.
Las voces entonaban un canto triunfal, todo era un raudal de luz a su alrededor. Se
había vuelto loco, se estaba muriendo. Todo giraba, giraba, giraba. Se acercaba el fin.
Pero, ¿es éste realmente el fin?

Sucedió muchos, muchos siglos después.


Una nave de transporte que hacía el servicio regular entre Alfa de Centauro y el
Sol, descubrió en uno de sus viajes un viejo trompo de trabajo flotando a la deriva en
el espacio. Más tarde, aquel trompo sería identificado como el que, muchos siglos
atrás, perdiera en uno de sus viajes la nave «Proción», cuando el hombre que lo
tripulaba salió al exterior a reparar un conducto de alimentación de combustible, al
romperse el cable de seguridad que lo unía a la nave nodriza.
Un examen detenido reveló que tanto el trompo de trabajo como el traje espacial
que contenía en su interior estaban intactos. Sin embargo, ante la sorpresa general, no
se encontró ningún cadáver, ningún cuerpo humano. Tanto el trompo de trabajo como
el traje espacial estaban completamente vacíos.

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EL TIOVIVO Y EL ROBOT

Eduardo Texeira

Empezó a escribir fantasía científica cuando aún en España se consideraba la


fantasía científica como un experimento. Ha publicado más de media docena de
libros, ha editado y dirigido varias revistas, ha escrito reportajes, artículos y relatos
cortos en periódicos y revistas. Colabora como dibujante humorístico, dirige
publicidad en prensa… Últimamente ha permanecido algo apartado del ambiente
literario, al que vuelve en esta antología. Todos sus relatos tienen un toque
fantástico, y su tema favorita es la fantasía científica, en la que —según sus propias
palabras— cabe todo lo demás. Incluso, como en este relato, el más puro
costumbrismo español.

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Aquella tarde sólo hallé en casa un par de avisos. Y es que éramos muchos
practicantes, casi tantos como enfermos, que ya es decir, y las gentes, por muchas
inyecciones que se hicieran poner, solían acudir a los consagrados. Como en todo.
—Bueno, vieja —me despedí de mi madre—. No tardaré, por si hay alguna cosa
más.
La primera visita, por orden de marcha, la hice a un anciano. Se trataba de una
inyección endovenosa, para un caso casi fósil de reumatismo. El pobre paciente creía
que así, a fuerza de pinchazos, podría llegar a mover libremente y sin dolor sus
miembros anquilosados.
La visita segunda prometía ser mucho más interesante. Como que era en la feria
que a la sazón, por tradicionales ordenanzas municipales, se celebraba en la ciudad.
«Héteme aquí, “doctorcillo Juan”, en la feria», me dije, penetrando en la babel de
sirenas y trompeteos, y risas y charangas.
¿Quién podría solicitar un lancetazo en la epidermis, en tal bullanguería alegre?
¿Quién demonios sería, quién, en la vorágine de la feria, que precisaba un centímetro
cúbico de farmacopea? Uno que no estaría allí por su gusto, a todas luces.
Releí el pedacito de papel escrito a lápiz. «Carricoche del tío Zamudio. Barrio
chino de la feria». El llamado “barrio chino” era una larga serie de tenderetes
formando calle, perpendicular al paseo principal en el que se hallaban las atracciones
lujosas y las casetas de fiesta montadas por entidades oficiales. El barrio chino era, en
suma, un apéndice de la grotesca y efímera arquitectura de la feria. Allí, por ejemplo,
una copa de anís costaba una peseta en vez de diez y los industriales pagaban,
asimismo, un canon poco más reducido que en el real. Muchas personas remilgadas
no osaban pisar esta zona por el qué dirán, o bien se internaban en ella protegidas por
una estudiada máscara de desdén. Pero por lo demás era lo mismo. Cosas de la feria,
y de la gran feria de la vida, también.
Bueno pues, como iba diciendo, y utilizando a guisa de brújula particular los
informes de un hombrecillo que vendía globos, hallé mi norte en aquel mar de
artilugios ruidosos.
—¿Es éste el carricoche del tío Zamudio? —inquirí, abriéndome paso por entre
una turba de chiquillería que rodeaba apretadamente la breve empalizada roja de un
tiovivo.
—Sí —dijo alguien.
Los rígidos caballitos de madera y los cerdos que semejaban toneles cesaron de
dar vueltas en torno a las grotescas caricaturas y los colorines que decoraban el
interior de la rueda. El estrepitoso altavoz interrumpió su musiquilla de circo y atronó
el espacio proclamando las excelencias de un paseo en tiovivo sólo por dos
miserables reales. Un tropel de niños pequeños, muchos de ellos acompañados por
resignadas y complacientes personas mayores, tomó al asalto la temblorosa
plataforma circular. Los rígidos caballitos de madera y los cerdos que semejaban

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toneles, impasibles, soportaron los apretones y golpes y abrazos de aquella
enardecida grey infantil.
Yo me dirigí, sorteando con trabajo a los vociferantes jinetes, a donde un hombre
sudoroso y ya entrado en años daba órdenes como un capitán en el puente de mando
de su navío.
El tío Zamudio vigilaba a un muchacho que recaudaba de la clientela el precio de
las vueltas, y, tocando una campana, avisó para que las gentes de a pie retornaran a la
empalizada roja. La ensordecedora musiquilla de circo adueñose de nuevo del altavoz
y el capitán del tiovivo penetró por la especie de biombo cilíndrico, agarró una gran
manivela chirriante y comenzó a darle vueltas. Sin mover sus patas estiradas, los
caballos y los cerdos se pusieron en marcha, llevando sobre el lomo a la delirante
chiquillería.
Y entonces fue cuando el tío Zamudio reparó en mí, y entonces fue cuando yo
descubrí en su rostro curtido y arrugado y en sus ojos negros y duros una infinita
expresión de cansancio. Pero ello sólo fue durante un momento fugaz. Sin dejar de
hacer girar la pesada manivela, me preguntó si era yo el practicante a quien hizo
avisar.
—Sí, señor.
—¡José! —llamó con un vozarrón al joven cobrador del tiovivo—. Acompaña a
este caballero a la casa, rápido.
El muchacho, tras asentir, subió de un salto a la plataforma giratoria; y como yo
titubeara en seguirlo por el mismo camino, que además era el único, el tío Zamudio
interrumpió la marcha del artilugio. Un griterío de protesta elevose de los jinetes.
—¡Ahora mismo sigue, rediablos! —tronó la voz del capitán, según se me había
antojado a mí el tío Zamudio.
Salté tras el guía, que me aguardaba ya en un callejoncillo que formaba la
baranda, y los caballos y los cerdos prosiguieron su ruta sin fin.
—Por aquí, señor.
Una escalera de madera con tres peldaños. Una puerta estrecha pintada de
amarillo, en la trasera de un carro con techo y chimenea. Aquella era la casa del tío
Zamudio, una casa con ruedas.
¡Qué ilusión había tenido yo siempre, de pequeño, por vivir en una casa así!
¡Cómo había envidiado a las gentes que en las ferias y los circos había visto trajinar
tras las ventanitas con flores de aquellos carromatos-viviendas! Debía de ser
maravilloso vivir en una casa que cada día está en un sitio diferente, acostarse
mirando un paisaje campestre y levantarse y ver desde la cama la calle de cualquier
ciudad, o una carretera o una montaña. ¿De pequeño, dije? Pues… ¿y ahora? ¿Por
ventura ahora, al franquear el umbral de una casa con ruedas y ventanitas, no siento
una suave y profunda emoción, un leve y tierno placer, cual si hubiera alcanzado un
viejo anhelo que dormitaba, olvidado, como tantos otros que, nacidos en la niñez,
poco a poco se van atrofiando y muriendo?

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La mujer pálida que en un rincón atendía la marcha de un gramófono donde
estaba improvisada la instalación del altavoz, me señaló en un extremo un par de
literas. En la más pequeña yacía, muy arropada, con los ojos abiertos y sudando
copiosamente, una niña de revuelta cabellera dorada. Me acerqué, le toqué la frente.
La enfermita exhaló un gemido y sacó los brazos morenos y gordezuelos fuera del
embozo.
—Tiene fiebre. ¿No hay un termómetro? —pregunté.
—No, señor, no tenemos.
—¿La vio un médico?
—Sí, esta mañana le avisamos muy temprano.
—¿Dijo cuál es la enfermedad que padece la niña?
La mujer pareció sorprenderse un poco y se llevó las manos a las sienes.
Evidentemente, recordar el diagnóstico del médico era ya un esfuerzo superior a sus
energías.
—No, no lo dijo. Ordenó que no se moviera de la cama y habló de algo de…
como de catarro… ¡Oh! —exclamó de pronto—: ¿Se pondrá buena, señor? Mire, el
doctor le ha recetado esto…
Me tendió una caja de inyectables y se quedó un instante aguardando, pero de
súbito corrió al gramófono y colocó la aguja en el principio del mismo disco. La
musiquilla de circo prosiguió.
—¿Es eso bueno, señor? ¿Se curará pronto mi pequeña Rosita?
—Sí, esto es bueno —murmuré.
Era uno de esos productos lujosísimamente presentados y que aseguran curar
cuantas enfermedades puedan aquejar al aparato respiratorio de un mortal, desde el
resfriado menos grave hasta la más feroz tuberculosis. Como después se verá, lo que
padecía la hijita del tío Zamudio era tifus.
Entonces, tras inyectarle una ampolla y aconsejar que libertaran a la enfermita de
buena parte de sus ropas de abrigo, salí de la casa con ruedas. Con cierto deleite,
pensé que mis visitas al hogar vagabundo no habían hecho más que empezar. A la
feria le quedaban todavía muchos días de vida, cosa que por vez primera creo me
alegró el corazón y los sentidos. Además, tenía que hacer algo por la chiquilla que
deliraba en la litera, y no precisamente acribillarle a pinchazos sus bracitos suaves y
gordezuelos.
—¿Sabe que tendrá que volver, señor? —me preguntó el tío Zamudio, anhelante
—. Dígame ahora qué le debo.
—Ya me pagará, al final. Quizá vendré mañana al mediodía o antes, en vez de por
la noche.
—Cuando quiera, caballero. Mi casa no está nunca cerrada.
Las necesidades del negocio del tío Zamudio no permitían dilaciones. Le había
caído bulla al tiovivo, aquel anochecer. Era en la feria la hora de los niños, y en la
industria del capitán la de ganar unos cuartos.

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—¡Buenas noches! —grité, para hacerme oír a través de la chillona musiquilla del
altavoz y de la algarabía de los chiquillos, que buscaban su aventura a lomos de los
rígidos caballitos de madera y los cerdos que semejaban toneles.
Poco más arriba, a la vista ya de las casetas de baile espléndidamente iluminadas
y donde los miembros de las orquestas comenzaban a ensayar sus instrumentos
dignos de mejor música, me topé con una barraca gigantesca. Su maderamen era
nuevo y recién pintado; lanzaban reflejos, de puro limpios, los aditamentos de metal;
un acertado juego de luces prestaba alegría y atractivo a la instalación, y toda ella, en
suma, desentonaba de los humildes y descoloridos tenderetes que a su alrededor
estaban. Los cartelones de propaganda, muy bien confeccionados, anunciaban al
público una atracción sensacional.
Y en verdad que debía de serlo. A poco crédito que se le dispensara a los anuncios
—ya sabemos cómo suelen darla con queso los anuncios de las casetas de feria—,
aquel, espectáculo prometía ser interesante y original, siempre que no resultara una
engañifa. Tratábase, nada menos, que de la exhibición de un robot, con todas las
garantías científicas de una pléyade de sabios y técnicos que más que ganar dinero, al
decir de la propaganda, deseaban dar a conocer de un modo popular el resultado
maravilloso de muchos años de estudios y experimentos.
¡Fritz Gamma, el artilugio-hombre cuyo cerebro electrónico era más rápido y
seguro que cualquiera de los humanos!
Prometime no dejar de hacer una visita a «Fritz». Siempre picaron mi curiosidad
las noticias que de tales ingenios ofrecían los periódicos y revistas, y aparte cierta
reserva muy lógica, ansiaba toparme con alguno de estos sabios compuestos de cables
y tornillos. Había que ir con la época, qué diablos.
Faltaban dos horas a la fijada para el comienzo de la representación. Yo no podía
esperar tanto, y, además, me sería bastante incómodo volver luego.
—Quédese para mañana —me dije.
Pero con todo, el recuerdo de la niñita enferma en su casa con ruedas pudo más.
Al siguiente día, muy temprano, acudí a la casa de mí amigo Ferraz. Agustín
Ferraz era médico. A duras penas consiguió su padre, humilde granjero de las afueras,
dar una costosa y distinguida carrera a su hijo. Y ahora el joven doctor Ferraz tenía su
flamante diploma en un cuadro, una placa de cristal negro con letras doradas a la
puerta de la modesta casa donde instaló su consulta y una vocación profesional
admirable. Pero de clientes, nada.
—Chico, voy a tener que inventar una sociedad de seguros o hacerme médico de
la Beneficencia —solía decirme.
—Ven conmigo, has de ver a un enfermo —le pedí yo aquella mañana—. Anda,
esperaré a que te vistas. El desayuno lo tomaremos en la calle.
—¿Un enfermo? ¿Es rico?
Me sonreí. Él también, y sólo me hizo aguardar cinco minutos. Nuestra menguada
clientela era casi la misma y de sobra conocida por ambos. Para un paciente que

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pagara bien y lo justo, había diez que sólo nos colmaban de bendiciones y de
molestias. Mas a ninguno podíamos abandonar, a trueque de romper con la
conciencia.
Caminamos hacia la feria a la hora en que los comercios abren sus puertas y los
horteras y chupatintas trotan para no llegar tarde a sus obligaciones. Era una linda
mañana de sol, cosa que suele suceder cuando tantos y tantos han de encerrarse en
oscuras tiendas, en frías oficinas o en destartalados almacenes.
—¿Me llevas a la feria? —inquirió, sorprendido, Agustín.
—Sí.
La feria, a esa hora luminosa de la mañana, parece una grotesca y tranquila
ciudad casi deshabitada. Las atracciones permanecen quietas, en silencio,
descansando bajo enormes y parcheados toldos. La multitud ha huido para
concederse un respiro y la feria aprovecha esta oportunidad para reparar en el sueño
sus fuerzas maltrechas. Los hombres que en otro momento se nos antojan personajes
deslumbrantes, ahora hacen café y fríen salchichas, leen el periódico, dan martillazos
en los tableros polícromos, ajustan tuercas o cambian las bombillas de colores.
Ése era también el aspecto del tiovivo del tío Zamudio. De la chimenea de la casa
vagabunda se elevaba una columnita de humo azul. Llamamos a la puerta entornada.
La mujer pálida salió, con unos cacharros de loza en las manos y los ojos enrojecidos,
como de haber pasado la noche en vela.
—Buenos días. ¿Podemos ver a la niña? Este señor es médico y desea examinarla.
La mujer nos miró, confusa, y de pronto pareció sentir la necesidad ineludible de
hacer y decir muchas cosas al mismo tiempo. Pero no hizo nada, sino apartarse para
que Agustín y yo pasásemos.
Dormía la enfermita y hubimos de despertarla. En cuanto me vio comenzó a
llorar.
—No, chiquita, si no he venido a ponerte inyecciones ahora —la consolé.
Agustín la hizo incorporar y entregose de lleno a su labor. Me gustaba verlo en
tales lances, grave y callado, consciente de su enorme responsabilidad, atento a
cualquier muda manifestación que sólo él podía desentrañar. Le envidiaba entonces.
Crecía, a mis ojos, hasta parecerme un superhombre; y no, precisamente, por su
ciencia aprendida, sino por el espíritu vocacional que animaba al nobilísimo y
humanitario deber que había escogido. Y me consolaba el pensar que,
afortunadamente, hay muchos médicos así.
—Respira. Más hondo. Así. Sujétate ahí. Así —iba diciendo. La niña lo obedecía
sin chistar, y mientras la madre aguardaba con ansiedad el término de la investigación
sin decidirse a intervenir, yo recorría con la vista los pobres y limpios utensilios y
adornos de la casita errante. No faltaban comodidades ni detalles al pequeño y
acogedor hogar del tío Zamudio, ni siquiera esos tradicionales retratos amarillentos
de remotos parientes con chalina y tufo.
—Juan, es conveniente hacer unos análisis —dijo al fin mi amigo.

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Ahora me tocó a mí trabajar. Mi labor resultaba mucho más ingrata que la del
doctor. Debía parecerle yo, de seguro, un malvado ogro a la enfermita; pero todo sea
por el éxito de la misión impuesta. En sendos tubitos de cristal quedaron sangre,
heces y orina de la criatura, y nos dispusimos a marchar.
El rapazuelo que la noche anterior viera actuar como cobrador en el tiovivo hizo
su aparición, portando un gran jarro de leche caliente y un canastillo con tomates.
—Avisa a padre en seguida —le ordenó la mujer. Y dirigiose a mí, con timidez—:
Señor, si quieren aguardar un momento a que llegue mi marido…
—Ya le veremos, señora —dijo Agustín—. Ahora tenemos prisa.
Al rodear la barandilla roja, vimos al tío Zamudio avanzar hacia el tiovivo. Venía
ceñudo, estrujando unas hojas de periódicos entre sus manazas. El chico trotaba a su
lado.
—Perdónenme, caballeros, pero… ¡Es que ese maldito muñeco de hierro! —Fue
su saludo y la justificación de su ausencia. Traía todavía prendida la atención en
algún otro hecho, y excusándose torpemente, nos solicitó nuevas del estado de la
niña.
—No sabemos aún, se le van a hacer unos análisis. Pero no teman por ella.
El tío Zamudio se rascó la barbilla, y, aparte, trató de exponerme algo acerca de
los honorarios del doctor. Yo lo tranquilicé a este respecto, y, cambiando de
conversación, le pregunté:
—¿A qué muñeco de hierro se refería?
Una chispa de cólera volvió a centellear en sus ojillos negros y brillantes.
—¿Pero no lo sabe usted? ¿No ha estado en la caseta del robot…? ¡Mal rayo la
parta!…
Díjele que no y le confesé mis deseos de asistir a una representación de las
facultades del autómata, que decían ser muchas y prodigiosas.
—Pues ahora mismo puede verlo. Están experimentando, como dicen. Y usted
también, señor doctor, venga, si quiere.
Disculpose Agustín, anteponiendo sus obligaciones y, sobre todo, la necesidad de
contar a la mayor brevedad posible con el resultado de los análisis.
—Ve tú, Juan —me dijo—. De todas formas habríamos de separarnos en el
puente.
—Está bien, a la tarde pasaré a verte.
Mi gran amigo hizo un gesto con la mano y se alejó. Yo no podía desaprovechar
la magnífica ocasión que se me presentaba de examinar de cerca el sensacional
ingenio de la era atómica, según lo llamaban. Y así, dejando para luego deberes
fácilmente eludibles a pesar mío, acompañé al tío Zamudio a la lujosa barraca de
«Fritz Gamma», el artilugio-hombre.

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—¿Sabe usted? —me informó el tío Zamudio—. Uno de los empleados del suizo
que ha traído el muñeco, Gaspar, es primo de mi mujer. Por mor suya he hecho
amistad con sus compañeros, y a ratos charlamos por los codos. Porque todo no va a
ser dar vueltas a la rueda del carricoche, ¿sabe? Pues eso, como uno lee los periódicos
y está un poco al tanto de lo que pasa por el mundo, me dijeron: «Ven, Zamudio, mira
el invento de estos alemanes; sabemos que te interesará». ¡Y por todos los demonios
del infierno, caballero, que el muñeco se las trae! Uno no es un patán, aunque haya de
trabajar como una mula, pero… ya verá usted, ya verá. Y a ver si está conmigo.
—En qué, ¿es que hay diversidad de opiniones?
—¿Opiniones? Que uno tiene su alma en su armario, caballero, y su sesera y su
corazón. Y uno cree que los sabios, si lo son de verdad, no deberían hacer muchas
cosas que hacen.
La desatada lengua del tío Zamudio retornó a la calma, porque penetrábamos en
la enorme y reluciente barraca de «Fritz». El interior semejaba el de un circo. Había
una pequeña pista circular a cuyo alrededor alineábanse hasta diez o doce filas de
cómodos sillones. A un lado, un grupo de hombres en traje de faena conversaban
animadamente. En la pista, otros dos maniobraban con aparatos eléctricos
desconocidos para mí.
Y otro más, subido en un cajón, como si fuera un extraño peluquero, hacía algo en
la cabeza de un monstruoso muñeco metálico que se hallaba inmóvil, sentado en una
grande y destartalada silla de madera pintada de gris.
El tío Zamudio echó una recelosa mirada al robot y se dirigió al grupo de
espectadores. Me presentó a Gaspar, y éste a los demás acompañantes. Los hombres
que trabajaban en la pista continuaron en su misteriosa labor, sin enterarse de nuestra
llegada.
—Pues yo digo que ahí hay truco. No sé cómo, pero hay truco —afirmó en voz
baja, pero que no admitía réplica, un viejecillo desdentado.
—Sí, dígaselo al suizo —rióse Gaspar.
—No tendrá truco, sino ciencia —intervino Zamudio— pero que me lo dejen a
mí. ¡Cojo un hacha, y no dejo tornillo sano! ¡Habrase visto. Señor, gastar el talento en
estas cosas!
—Al tío Zamudio lo saca de quicio el robot. ¿Por qué viene tanto a verlo? ¿Por
qué no discutió usted esas cosas ayer, con esos señores que vinieron en «haiga», y le
sacaron «fotos» y hasta aseguraron que iban a escribir un libro hablando de él?
El tío Zamudio soltó un taco, nos volvió las espaldas y desapareció. El hombre
que hurgaba en la cabezota de «Fritz» nos miró y siseó, imponiendo silencio. Bajóse
del cajón, lo apartó, y hablando en alemán unas palabras a sus ayudantes, se puso a
maniobrar entre los botones y lucecitas rojas y azules del aparato mayor. El autómata
pareció estremecerse. Después, como si un soplo vital lo animara, afianzó sus pies en
el suelo y se levantó. En verdad, resultaba imponente la enorme figura de metal.
Hasta un par de metros mediría de altura, y la corpulencia del tronco y los

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movimientos regulares de sus miembros articulados dábanle a «Fritz» una apariencia
que forzosamente habría de despertar sentimientos desagradables en quien con él no
estuviese familiarizado. La cabeza la tenía cuadrada y no muy grande, pero el rostro,
donde su constructor se había esforzado por imitar las facciones humanas, daba a
cualquiera la sensación de hallarse ante una criatura diabólica, extraña, temible casi.
—Y cuando vea lo que es capaz de hacer… —musitó Gaspar.
Los minutos, las horas, pasaron como un torbellino. Cuando me vi a la luz del sol
y en mis oídos cesaron los rumores de motores invisibles, los chasquidos de pequeños
interruptores, los chirridos de «Fritz» y el resonar de sus pasos lentos y firmes,
hálleme como si hubiera salido de un sueño. ¡Con qué placer contemplé las
nubecillas blancas que en lontananza, allá sobre los montes lejanos, colgaban en el
azul del cielo como penachos inmensos de algodón!
Ya había visto el robot y no me había gustado. Era admirable, parecía cosa de
magia. Así se lo dije a uno de sus orgullosos creadores, al suizo dueño de la
instalación. Quizá si el muñeco se hubiera mostrado como una cosa burda, torpe,
rudimentaria y llamada al fracaso técnico lo hubiera aplaudido. Pero era demasiado
perfecto, demasiado parecido a un ser racional. Incluso en muchas cosas hasta lo
aventajaba, y eso era lo que yo, como asimismo el tío Zamudio, no le podía perdonar.
Respondí con el desdén al desdén del inventor, y fuime de nuevo al tiovivo de los
rígidos caballitos de madera y los cerdos que semejaban toneles. Aquellos animalitos
despintados y con el lomo bruñido por el roce de millares de posaderas infantiles
eran, a mi entender, mucho más humanos que todos los robot del mundo. Así se lo
dije, también, a su orgulloso propietario. «Fritz Gamma» podría resolver ecuaciones
con dos incógnitas, hallar de carretilla la raíz cúbica de un número cualquiera, jugar
una partida de damas. No le sería difícil andar por entre huevos esparcidos en el suelo
sin pisar ninguno, elegir entre papeles de colores uno determinado, reconocer a su
dueño entre veinte hombres puestos en corro. Llevaría el pulso al más fornido gañán,
bailaría un raro «ballet», sabría distinguir un flaco, un gordo, una mujer o un perro, e
indudablemente sería capaz de otras mil maravillas. Pero jamás, jamás haría, como el
más humilde caballito del tío Zamudio, la felicidad de un niño pequeñín. Al
contrario, lo asustaría. Infundiría en su almita virgen el temor, el mismo temor que en
el tío Zamudio se traducía en justa cólera y en inútil pataleo.
—Porque he sabido por la prensa —decía el capitán de los caballos y los cerditos
de madera—, que en América, en un concurso de belleza, una máquina era la
encargada de señalar a las muchachas más hermosas y bonitas. No me acaba de entrar
eso en la cabeza. ¡Pero si eso es verdad…! Si es verdad…, ¿«pa» qué diablos
servimos ya los hombres? ¿Dónde vamos a ir a parar…?
Y se arrancó de un manotazo la mugrienta gorra y arrojola con fuerza terrible
contra el suelo polvoriento.
Sí, yo también había leído eso…

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Por la noche, ya tarde, volví a la entrañable casa con ruedas, después de haber
estado con Agustín. La hijita del tío Zamudio tenía tifus. Transmití las severas
órdenes del médico para que la familia del tiovivo observara las medidas profilácticas
pertinentes al caso, y de productos de muestras gratuitas de laboratorios llevé un
tratamiento casi completo para intentar salvar a la niña.
—¿Cómo la encuentra usted? —me gritó al verme salir el tío Zamudio desde su
covachuela de colorines, sin cesar de dar vueltas al manubrio del tiovivo.
—La enfermedad sigue su curso, pero no se preocupe. Dentro de unos días estará
la chica mucho mejor.
—Dios le oiga —murmuró, y creo que a Dios aquellas tres palabras le habrían de
caer más hondo que una sarta de oraciones.
Un vientecillo leve agitaba las banderolas de los tenderetes y mantenía en alto el
polvo levantado por muchos pies. En aquella hora había disminuido sensiblemente la
bullanguera clientela habitual del tío Zamudio. Los niños cedían la feria a los
mayores, quienes con más cuartos en los bolsillos y más refinamiento en su sed de
diversiones, daban de lado a los humildes caballitos y a los gordos cerdos de ojos
saltones. Sin embargo, el tío Zamudio apuraba sus fuerzas para extraer unas pesetas
más a los contados caprichosos que decidían subir a la crujiente plataforma circular.
—¿Por qué no da de mano? —le insinué, en un alto de su trabajo. No sé por qué
razón permanecía clavado allí, observando en su arrugado rostro el cansancio del
cuerpo y del espíritu. La vida debía de ser muy dura para el tío Zamudio. Tan dura,
que a veces le flaqueaban las energías y sus ojos duros traicionaban el falso gesto
feroz en que prefería escudarse.
—Descanse, es tarde y ya sólo pueden venir algunos borrachos. Eso no le sacará
de apuros.
La musiquilla del altavoz hacía rato que había dejado de sonar. El hijo del capitán
dormitaba, echado en la barandilla de tablas rojas.
—Usted no sabe… Hay que pagar la prórroga del permiso municipal, la luz,
mandar algo a Paquillo, ahora esa maldita enfermedad de la niña…
—¿Quién es Paquillo?
—Mi hijo mayor. Está en el servicio militar, en Zaragoza. Lo han hecho cabo,
¿sabe? —terminó, irguiendo la cabeza hasta entonces gacha.
Sonreí, agradablemente sorprendido por el rápido giro del diálogo. Y de súbito,
las voces de un hombre que venía corriendo hacia nosotros abortó el inminente relato
del historial de armas de Paquillo.
—¡Zamudio! ¡Zamudio!
Era Gaspar, el hombre que trabajaba en la caseta del robot. Llegaba jadeante por
la galopada y la excitación y, a duras penas, logró hacerse entender. Y en verdad, que

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la noticia que traía podía calificarse de sensacional. Por lo menos, al tío Zamudio le
cayó como una bomba.
¡Se proponía dar un paseo en tiovivo nada menos que «Fritz Gamma», el
artilugio-hombre!
—Tú estás loco de remate —aseguró con desprecio el tío Zamudio.
Gaspar juró por todos sus ascendientes y descendientes directos, y señaló al fondo
de la calle de tenderetes casi vacíos. Los recalcitrantes asistentes al barrio chino se
iban aglomerando con expectación para ver una comitiva todavía lejana. Ya no hubo
lugar a dudas. Por encima de las cabezas de la multitud sobresalía la cuadrada
cabezota del robot, que se aproximaba por sus propios medios, andando, al tiovivo
del tío Zamudio.
La cosa no resultaba tan fantástica, según se desprendía de las informaciones del
charlatán Gaspar. Los sabios inventores del robot estaban contentos. El éxito de
«Fritz» en todas las esferas había sido enorme. Ahora iba a ser llevado con todos los
honores a Madrid, donde no hacía mucho tiempo la exposición de una ballena muerta
había rebasado en mucho los halagüeños cálculos de sus propietarios. Y una ballena
apenas podía llegar a la altura de los tornillos de los pies de «Fritz». «Fritz» no era un
invento maravilloso, «Fritz» era un símbolo. Un símbolo de la ciencia de la segunda
mitad del siglo XX. Pero aquella noche de verano en una feria provinciana, «Fritz», o
sea, sus sesudos creadores, se sintieron retozones y con ganas de reír. ¡Ellos tan
serios! Quizá tomara alguna parte en la juerga de los sabios el vino español con que
los señorones de ciertas sociedades científicas y culturales los habían obsequiado.
Gaspar no estaba muy seguro. Sólo sabía que el suizo, tan ufano con su muñeco
mágico, se acordó de pronto de cómo lo combatía y odiaba el «viejo gitano del
tiovivo». Refirió el curioso caso a sus colegas y admiradores, y entonces alguien le
inspiró la extraña idea de que fuera «Fritz» a pasearse en los caballitos de madera.
Sería una buena lección para el ignorante detractor del invento y, además, una
divertida y valiosa experiencia de las ilimitadas facultades del autómata. Dicho y
hecho.
—Tío Zamudio, esto supone para usted una propaganda como una casa, de
grande —acabó, ahogándose, el oficioso Gaspar.
Pero el tío Zamudio no echó al vuelo, como a muchos parecería bien, las
campanas de su corazón. Estaba pálido, apretados los labios y temblorosas las
comisuras, mirando fría y fijamente al gigantesco visitante de hierro, que se
aproximaba.
Gaspar se hizo a un lado, boquiabierto. El niño, sacudida la modorra, espió muy
serio la escena y partió como una flecha hacia la casa vagabunda. Los niños suelen
tener a veces una rara intuición de las cosas. Yo, instintivamente, me puse al lado del
capitán de los rígidos caballitos de madera y de los cerdos que semejaban toneles.
«Fritz» se detuvo y sus horribles ojos parpadearon. El suizo, con una especie de
caja cerrada llena de lucecitas y conmutadores entre las manos, se dirigió riendo al

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dueño del tiovivo, que con su corpachón cerraba el paso de la breve empalizada
bermeja.
—Buenas noches —dijeron por encima del clamor de las gentes algunos de los
recién llegados.
—Nos sentimos niños, señor Zamudio, y venimos a pasear en sus caballos. Eso,
«Fritz» se siente niño —dijo el suizo, en su castellano tan particular.
—Pues yo me siento hombre, señor franchute.
La réplica del tío Zamudio fue tajante, aunque escapara al pronto a la
comprensión de los alegres sabios. Ningún miembro del séquito de «Fritz» intentó
franquear la entrada, pero era porque concedían al autómata las usuales fórmulas de
cortesía. Allí, el personaje más importante era el robot.
—¿Qué quiere decir? —inquirió de sus acompañantes el suizo, a los cuales ahorró
la respuesta el agresivo Zamudio.
—Que este muñeco maldito no sube al tiovivo.
Un señor orondo y mofletudo intervino, conciliador.
—No tema, buen hombre. «Fritz» no pesa más de trescientos kilos, apenas como
cuatro o cinco personas.
—No es por eso, caballero, mi carricoche puede con mucho más.
—¿Entonces?
—Es que no me da la gana de pasear eso. ¿Entienden ustedes? ¡No quiero
pasearlo!
Risas y murmullos burlones respondieron al capitán de los caballos de madera. El
suizo puso la caja que portaba en las manos de uno de sus ayudantes y extrajo de una
cartera de piel un billete de banco de cien pesetas.
El tío Zamudio tragó saliva para deshacer un nudo que se le formaba en la
garganta.
—Guárdeselo —dijo. Y una mano blanca apoyose por detrás en su brazo
izquierdo. Era la mujer, la madre de la enfermita, cuyos hombros enlazaba, protector,
el niño. La mujer no dijo nada. Sólo miró, implorante, a los ojos del marido.
—¡He dicho que no!
«Quedan quijotes, gracias a Dios», pensé para mi caletre.
El dueño del robot detuvo con un gesto a los admiradores furibundos que se
disponían a vencer de cualquier modo la resistencia del testarudo feriante, y abrió
ante «Fritz» la cartera por uno de sus repletos compartimientos. «Fritz» levantó la
mano derecha, movió como unas pinzas dos de sus dedos, tomó un flamante billete
de quinientas pesetas, anduvo un paso y se lo tendió al tío Zamudio.
Un sordo clamor se elevó del nutrido grupo. Hasta palmoteo algún que otro
espectador papanatas, aunque no faltara quien empezaba a interesarse en la actitud
del propietario del tiovivo. Al pobre Zamudio comenzó a correrle por las sienes y el
cuello un sudor frío, y, carraspeando, le volvió la espalda al muñeco.
—Zamudio… —le suplicó la mujer.

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—¡No! —contestó él, roncamente.
Y ya no pude por menos que intervenir. Hay situaciones en este mundo nuestro de
hoy que requieren una especial flexibilidad de carácter, una a modo de adaptación,
aun a trueque de reventar viejos y altísimos principios. La vida hoy no es fácil si se la
quiere vivir con sencillez. La hemos complicado tanto…
—No sea así, señor Zamudio, tómelo como un juego. Después de todo, son
quinientas pesetas, cinco «billetes»… ¿Cuándo iba a ganar tanto, por unas vueltas?
El tío Zamudio se manoseó con furia la frente y el mentón y los ojos, hizo un
guiño, una mueca que quería ser una sonrisa, escupió un taco e irguiose cuan alto era
ante «Friz».
—¿Me pagarás aparte, de la misma cartera, los desperfectos que se puedan causar
al carricoche?
—¡Oh, sí, sí! —respondió el suizo, cuando le fueron traducidas las palabras del
capitán.
—Estamos de acuerdo, no hace falta firmas. El pacto ha sido hecho entre
caballeros —exclamó con cómica solemnidad uno de los asistentes.
El señor orondo y mofletudo, muy serio, dijo:
—Todos somos testigos.
Y dio comienzo el regocijo. Fue invadida la redonda plata forma por el tropel de
gentes, en su mayoría noctámbulos de la feria. Muchos de los que con el inventor del
robot habían venido prefirieron gozar del grotesco espectáculo de pie, al otro lado de
la barandilla. El suizo y sus ayudantes izaron a «Fritz» al tiovivo y lo condujeron a un
caballo, y allí hubieron de entregarse a complicados trabajos. «Fritz» no podía montar
a horcajadas. Quedó instalado tan cómodamente como podía estarlo un autómata, en
un carrito del que figuraban tirar tres sucios corceles.
—¡Por todos los diablos, no suban tantos! —rogó Zamudio.
Nadie le hizo caso. El pequeño tiovivo estaba repleto de alegres y vociferantes
zagalones, señorones encopetados y curiosos de toda laya.
—Cóbrales, muchacho —dije al hijo de Zamudio—. Dobla el precio.
El chaval, que debía de ser listo como una ardilla, puso manos a la obra. La madre
permaneció a un lado, expectante.
—¿Duerme la niña?
—Sí, señor —me respondió. Y desapareció en la casa con ruedas y, a poco, surgió
del altavoz la musiquilla de circo.
El tiovivo comenzó a girar pesadamente. La boina la tenía ya el chaval llena de
pesetas y duros. No parecía que fuera a dar mal fruto la capitulación del tío Zamudio,
pero, ¡cómo sudaba el pobre! En cada vuelta de manubrio se le iban todas sus fuerzas,
y para la siguiente había de sacar otras del fondo de sus músculos duros y viejos. Me
estaba mirando. Con una sonrisa intenté animarlo y creo que lo conseguí. «Por dinero
baila el perro y por pan, si se lo dan.» Era triste el espectáculo; triste, pareciendo tan
alegre.

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«Fritz Gamma», el artilugio-hombre creado por la ciencia, estaba siendo
agasajado como un personaje-niño insigne. ¿Adónde iría a llegar, Dios, la estúpida
soberbia de los humanos? ¿Por ventura no ocurría igual, aunque sin tiovivos ni tíos
Zamudio, en lo ancho del mundo? Nada importaba la felicidad ni los sentimientos de
los humildes, nada el albedrío de los sencillos de corazón. El que valiéndose de un
dinero maldito y de una ciencia mal entendida creaba monstruosidades, había de ser
coreado y aplaudido.
Y cavilando de tal guisa, me consoló mucho percibir que algunos de los graves
caballeros que de pie habían quedado comentaban idénticos puntos de vista.
—¿A cuántos miles de hogares llevaría la felicidad el dinero gastado en una sola
bomba atómica? —decía el señor orondo y mofletudo.
No me dio tiempo de seguir oyendo sus palabras, ni a él de seguir
pronunciándolas. Un crujido terrible quebró con estridencia la barahúnda de la feria,
y toda la armazón del tiovivo se inclinó hasta quedar la gran rueda apoyada por un
punto en el suelo, como una peonza que ha cesado de girar.
Durante unos momentos fue enorme la confusión. Los jinetes salieron despedidos
en montón por entre las patas de los caballitos y de los cerdos, y cada cual gritaba a
más y mejor. Algunos se pusieron de pie rápidamente. Otros quedaron echados,
palpándose las partes doloridas. El tío Zamudio, mirando el árbol partido de su
tiovivo, juraba como un condenado.
—Ya lo sabía yo, Dios mío, ya lo sabía —lloriqueaba la mujer, abrazada al
muchacho, que apretaba contra su pecho la boina repleta de monedas y billetes—.
¿Qué será ahora de nosotros?…
Nadie se ocupó de ella. Todos, sanos y aporreados, contemplaban con estupor a
«Fritz». El muñeco había dejado de ser maravilloso. Yacía roto e inmóvil debajo
mismo de la inclinada plataforma, con el tórax hendido y la cabezota abollada, sobre
una colección de tornillos y piezas esparcidas. Un amasijo de cables y botones se
alcanzaba a ver dentro de las cavidades informes del brillante corpachón metálico. A
su lado permanecía arrodillado el suizo, boquiabierto, con la destrozada caja de
control en las manos temblorosas y los ojos arrasados en lágrimas.
Unas manos rudas se apoyaron con suavidad en sus hombros. Era el tío Zamudio.
—No me debe usted nada. Estamos en paz.
Lo miró el suizo y asintió, sin hablar. Muchos de los presentes y otros que habían
acudido les rodearon. Fuime yo al lado del caballero mofletudo, que resultó ser
médico, y juntos auxiliamos a una docena de víctimas del accidente. Contusiones y
descalabraduras. Cuando volví con el tío Zamudio lo hallé tranquilo, casi jovial.
—Hemos sacado bastante para arreglar esto —me dijo—. No habrá para Paquillo,
ni para la niña ni para la contribución. Pero estoy contento, amigo. El tiovivo le ha
«ganao» por la mano al robot. Le digo que el buen Dios está en esto, caballero.
¡Pobre franchute!

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Por el camino de mi casa me fui pensando que, por desgracia, todos los robot no
se dedican a pasear en los rígidos caballitos de madera y en los cerdos de ojos
saltones de un tiovivo. Y acaso sería mejor así, porque siempre no iban éstos a salir
ganando. Agustín y yo habríamos de seguir atendiendo a la hijita de Zamudio al igual
que al resto de nuestros pacientes, sin apenas cobrar en total un par de facturas a la
semana. Pero ¿qué remedio?… Y es que, a nuestro entender, para esto debe servir la
ciencia y no para echar al mundo muñecos infernales. ¡Qué dirán los amantes del
Progreso! Estaba yo deseando hacer partícipe a Agustín de éstas mis aventuras y
divagaciones, pues sé que él, con más autoridad que yo, les espetaría a los
admiradores de los robot: «De los engendros científicos de este tiempo, ¿cuántos han
servido para reportar un beneficio genuino a la Humanidad? Seguro que el tío
Zamudio los podría contar con los dedos de sus nobles manos callosas».
Tenía el relente un leve aroma de los pinares cercanos. Era muy tarde. Miré a la
luna, que parecía correr con bastante prisa por entre grandes nubes plateadas. Yo
aligeré también. Estaba cansado y para el siguiente día contaba con mucho trabajo en
perspectiva. Me aguardaba Agustín para… Pero bueno, ésa es ya otra historia. Aquí
termina la del tiovivo y el robot, que era la que yo quería relatar.

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EL HOMBRE DE LA ESFERA

Ángel Torres Quesada

Entusiasta de la Astronomía y la Astronáutica, se sintió atraído por la ciencia-


ficción cuando apenas se conocía en España.
Comenzó a escribir novelas policíacas y bélicas que publicó con distintos
seudónimos, y cuentos de terror para diversas revistas, apareciendo su primera obra
de ciencia-ficción en 1962. Actualmente, además de guiones para revistas ilustradas
juveniles, escribe casi exclusivamente cuentos y novelas de fantasía científica.

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I
Geron alzó la botella y con matemática precisión repartió entre las dos copas
vacías las pocas gotas de ginebra que quedaban, sin derramar una sola sobre la mesa.
—Todo se acaba —murmuró su compañero, el sargento Clost.
—Sí, pero me hubiese gustado que la botella durase tanto como nosotros. No creo
que podamos conseguir otra. —Geron levantó su copa y paladeó su contenido,
pensando que quizá ya nunca volvería a tomar ginebra.
Sacó un arrugado paquete de cigarrillos y extrajo uno, que se encendió al
ponérselo entre los labios. Después de lanzar al aire varias y densas nubes de humo
escarlata, comentó:
—Quien sabe si en estos momentos la muerte cabalga hacia la Tierra y no tendré
tiempo de acabar el cigarrillo. El Vigilante Cludio puede tener mal su reloj.
Eribert Clost, sargento de primera del Cuerpo Especial, miró con entornados ojos
a su superior, el capitán Geron Garla, jurándose para sí que nadie en la base
conservaba una serenidad, al menos aparente, como Geron. Desde hacía tres semanas
los mandos y tropas, junto con los técnicos militarizados y el resto del Grupo de
Vigilantes, vivían una existencia altamente tensa. Varios habían sido los ataques de
histeria, incluso en los hombres más calificados en sus hojas de servicio.
En medio de la severa disciplina de la base, en contra de todas las ordenanzas
establecidas, Geron y Eribert habían seguido cultivando la amistad que iniciaron en la
Tierra, en el seminario establecido para la formación de los miembros del Cuerpo
Especial. Cuando se encontraban a solas ambos abandonaban sus respectivas
graduaciones y se convertían en dos amigos corrientes. Pero la mutua confianza no
entorpecía sus obligaciones cuando el caso lo requería.
Estaban sentados frente a frente, separados por una pequeña mesa sobre la cual
había dos copas, una botella y un tablero de damas. La partida estaba por finalizar y,
como casi siempre, favorable a Geron.
En la base los juegos de azar permitidos eran muy usados para matar las
insoportables horas de ocio y entre sus adictos había verdaderos maestros de ajedrez,
póker y otros. Geron era mediocre en todos, excepto jugando a damas. Todavía nadie
podía ufanarse de haberle ganado dos partidas seguidas, menos Clost.
Geron retornó su atención al tablero y en su mente se formaron las jugadas
necesarias que debía realizar para acabar pronto con la partida.
En contra de lo que pudiera creer Eribert, estaba deseando buscar una excusa para
marcharse e ir a hablar con el general. Su estado de ánimo no era mejor que el de
otros y, aunque el pánico no había llegado a él todavía, sabía que de un momento a
otro podía sobrevenirle una peligrosa crisis. No de histeria, por supuesto, sino de
irritación contra los causantes indirectos de aquel estado de cosas que hoy cumplía
tres semanas justas, finalizando el plazo dado por el Vigilante Cludio a la Tierra.

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Movió Eribert una de sus fichas, apartándose de una de las damas de Geron, sin
percatarse de que colocaba a sus reducidas fuerzas en posición ideal para que Geron
moviendo otra de sus damas, le bloqueara toda salida. El siguiente movimiento de
Eribert fue forzado, teniendo que entregar el resto de sus fichas para que Geron, en
jugadas sucesivas, las fuera eliminando.
Eribert se encogió de hombros. Estaba acostumbrado a perder con Geron, aunque
albergaba la esperanza de poderle ganar algún día con más continuidad. Si es que iba
a existir otro día después del presente…
El capitán Geron permanecía sentado, esperando el momento oportuno para
despedirse de su amigo sin que éste se sintiera ofendido. Era aquel el momento que
ambos aprovechaban para charlar, jugar y comentar los pocos hechos de valor que
acontecían en la base lunar, aunque hacía tres semanas que sólo un tema de interés
existía para ellos. Y ninguno de los dos tenía ya nada que decir al respecto, tan
manoseado había quedado después de veintiún días de explotarlo.
A través de la tronera de grueso cristal que los aislaba del vacío lunar, se podía
ver, a siete kilómetros de distancia, la enorme esfera silícea, cuya soberbia
construcción era la preocupación, remordimiento y pánico de los miles de hombres
que vivían en la Luna y de los cuatro mil millones que poblaban la Tierra y que
tenían constantemente clavados sus ojos en el satélite, como si temieran que éste se
les pudiera caer encima, golpeando al planeta madre como un martillo a un yunque,
con la única diferencia que la Tierra no soportaría el golpe como lo podía hacer el
yunque.
Sin poderse contener, a pesar que se había jurado que no pondría en sus labios sus
temerosos pensamientos, Eribert, mirando su reloj, comentó:
—Quedan cuatro horas y trece minutos.
Geron levantó la mirada, aunque permaneció en silencio.
Encendieron cigarrillos y Clost volvió a decir:
—¿Crees que ya se ha recibido la contestación al ultimátum?
Geron asintió.
—Desde hace dos semanas obra en poder del general. Siento no habértelo dicho
antes. La verdad es que no podía —dijo—. Ordenaron silencio.
—Lo comprendo —respondió el sargento. Geron pertenecía al grupo de oficiales
que integraban el Estado Mayor del general y tenía que estar al corriente de los
acontecimientos más importantes. Comprendía que ni a él le podía contar un secreto
de tal calibre. Pero no comprendía por qué se lo comunicaba ahora, en aquel preciso
momento, a tan sólo cuatro horas de conocer la Humanidad el desenlace de la
aventura más horrible por ella padecida.
Geron manoteó con sus cigarrillos. Los dejó sobre la mesa y empezó a juguetear
con las fichas negras que él había utilizado. Parecía encontrar en ellas algo que hasta
entonces no había descubierto.
Eribert, de improviso, dijo:

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—Si tuviéramos una sola copa para beber podíamos jugárnosla en otra partida. La
verdad es que sin interés no tengo deseos de jugar más.
El capitán asintió, sonriendo levemente.
—De haberlo pensado antes hubiéramos podido establecer nuevas normas. Por
ejemplo, bebemos tantas copas como fichas del contrario eliminásemos…
—Entonces el ganador hubiese cogido una buena borrachera —rió el sargento un
tanto forzadamente. Su mirada se deslizaba muy a menudo hacia su reloj—. Estoy
seguro que tú hubieras sido el beodo, ¿no?
Esperó vanamente a que Geron riera con él, deseando aligerar la tensión que
suavemente, como infiltrándose el agua por una rejilla, había empezado a adueñarse
de ellos. Pero Geron estaba más serio y pensativo que nunca, mientras seguía
contemplando las fichas negras en sus manos.
—Dime, Eribert, ¿qué piensas del tipo que gobierna la Esfera?
—¿Cómo?
—Haré otra pregunta. ¿Qué supones que pasaría si la contestación de la Tierra a
las amenazas de Cludio es negativa?
—Eso es muy sencillo —abrió las manos, adornando sus palabras con
significativo gesto—. Todos volaríamos. Cuando la Tierra supiera que los proyectiles
iban en camino enviarían los suyos para que, por lo menos, ese loco no pudiera ver su
obra terminada, aunque nosotros cayéramos con él.
—¿Y si la respuesta es afirmativa?
El sargento entornó sus huidizos ojos.
—Eso es más difícil de responder —dijo en voz baja—. Pero estoy seguro que, a
la larga, el desenlace sería idéntico.
Geron asintió. Parecía haber estado esperando una respuesta semejante.
—¿Por qué?
Eribert se rascó la barbilla. No tenía una mente tan clara como el capitán, pero
comprendía las cosas desde un punto de vista no carente de aplastante lógica.
—El Vigilante Cludio no puede sacar provecho material de su triunfo… si lo
obtiene. Tarde o temprano se dará cuenta y sólo tendrá dos alternativas.
—¿Cuáles?
—Suicidarse o liberar los proyectiles. Los quinientos proyectiles que estarían
partiendo de la Esfera durante veinticuatro horas, arrasando cada palmo de terreno de
la Tierra, a medida que ésta fuera girando alrededor de su eje.
—¿Por qué hipótesis te inclinas tú, Eri?
El sargento se tomó unos segundos para responder:
—Por la segunda, desde luego.
—Entonces sólo tenemos dos caminos sobre los cuales decidir. El primero es
claudicar y esperar con paciencia a que el Vigilante Cludio se muera o suicide, tu
primera sugerencia. El segundo es aprovechar las cuatro horas escasas que nos
quedan para dejarle incapacitado a continuar ejerciendo su dominio sobre los

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proyectiles y juzgarle por la muerte de sus compañeros, si es que podemos evitar
tenerle que matar.
—Opino que el primer camino será el que se adoptará. El segundo es irrealizable
a todas luces porque, técnicamente, todos sabemos que es imposible destruir,
bloquear o forzar la Esfera. Ya se han quebrado la cabeza los científicos de la Tierra
lo suficiente para que ahora nosotros nos preocupemos por el problema. La única
solución práctica sería podernos trasladar a Marte o Venus antes de que empiece la
lluvia de «pepinos calientes», si esto fuera factible.
Geron dio un par de últimas chupadas a su cigarrillo y lo lanzó a un rincón de la
reducida estancia, cayendo por el boquete de los desperdicios.
—Bien has dicho que todo se ha intentado bajo el punto de vista técnico,
científico y militar. Pero todavía nos queda otro campo tan bueno o más que esos
otros. Que yo sepa nadie en la base, y seguramente tampoco en la Tierra, se ha
molestado en estudiar el informe psiquico-clínico de Cludio.
—¿Para qué?
Geron se encogió de hombros, sonriendo enigmáticamente.
—Quizá en él se encuentre la solución a todo este enredo.
—¿Eso que dices lo tenías pensado desde hacía mucho tiempo? ¿Cómo que has
esperado tanto, hasta este momento, para decirlo? ¡Demonios que no sé a qué te
refieres, pero algo grande tratas de insinuar!
—No, no. Se me ha ocurrido ahora mismo, mirando estas fichas —e hizo saltar
sobre sus manos los discos negros—. Ocurre nada más, que nunca había pasado por
mi mente que, además de eliminarse las fichas jugando, «comerse», como decimos
nosotros, también se pueden «beber».
Y Geron ya no esperó más. Se levantó y dirigiose a la puerta, seguido por la
mirada sorprendida de su amigo y subordinado. A Geron le hubiera gustado haber
sido más explícito, contarle a Eribert lo que en un instante había forjado su mente.
Pero el temor de que el sargento, con toda su buena intención, le entorpeciera su
cometido, le aconsejó dejarle sin cruzar con él unas frases que posiblemente serían
las últimas entre ellos.
Cerró la puerta tras sí sin saber, aunque presintiéndolo, que nunca más volvería a
verle.

II
La base lunar del Cuerpo Especial, en guarnición en las cercanías de la Esfera,
nunca se había distinguido entre todas las de la Luna y la Tierra como lugar
apropiado para la diversión. Pero últimamente su seriedad y disciplina espartana
habíanse superado, implantándose en las diversas dependencias, aún más si cabía,

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una rígida ley marcial que todavía hacía a los soldados y técnicos más insoportable la
existencia allí.
Geron, a pesar de llevar sobre el pecho de su guerrera el distintivo del Estado
Mayor que le hacía ostentar simbólicamente un grado más que el que le pertenecía,
encontró serias dificultades para regresar a la sede del general en horas fuera, de su
servicio. La vigilancia por tropas armadas en aquel recinto enclavado en lo más
profundo de la base subterránea o sublunar, para mejor distinguir aquel suelo del de
la Tierra, era abrumadora. Al cabo, después de buscar una excusa lo bastante
razonable para justificar su intención de ver personalmente al general, le fue dejado
libre el camino.
Mientras recorría los interminables corredores que unían los diversos
compartimientos, iba pensando en la mejor de las maneras para convencer al general.
Iba a costarle trabajo meter en la dura mollera del viejo sus criterios tan poco
castrenses. Lo que más le inquietaba era tener que desembarazarse de sus compañeros
de Estado Mayor, los cuales, a buen seguro, se opondrían con todas sus fuerzas a su
plan. Uno de los mayores obstáculos era la presencia en la caja fuerte del general de
las órdenes selladas de la Tierra que se debían ejecutar media hora antes de cumplirse
el plazo dado por Cludio, las cuales él todavía desconocía, al igual que todos los
oficiales, excepto el general.
Sabía que era muy peligroso lo que tenía proyectado, contraviniendo las
instrucciones de la Tierra y desatendiendo las rigurosas órdenes selladas. Pero se dijo
que si todo salía mal y Cludio precipitaba los acontecimientos, no quedaría nadie
vivo para castigar a los militares de la base lunar, acusándolos de indisciplina ante un
tribunal encargado de juzgarles sumarísimamente.
Era realmente asombroso cómo la situación había cambiado de forma tan radical
en menos de un mes.
La Humanidad estaba amenazada por un peligro enorme, diabólico. Pero lo más
doloroso era que ella misma, directa o indirectamente, lo había creado por querer
reservarse de sus propios conflictos.
Con el curso de los acontecimientos se probó debidamente que la labor de las
Naciones Unidas no era todo lo eficaz que se deseara. Los intereses de los países y la
potencialidad abrumadora de algunos se notaba demasiado en el organismo
internacional. En la ONU los poderosos seguían siendo poderosos, mientras que los
que eran avasallados en sus propios territorios continuaban siéndolo en Nueva York.
En un momento crucial de la tensión mundial algunas naciones débiles, con el
apoyo de otras grandes potencias que no pudieron negarse a ello, propusieron la
creación de una base lunar —se había llegado a la Luna una década antes en
expediciones combinadas ruso-americanas— que estuviera capacitada para atacar a
cualquier nación que iniciara un conflicto armado declarado a su vecino.
La base estaría regida por hombres sabios, probados por su imparcialidad y buen
criterio. La base no dependería de ninguna nación ni de todas, sino que tendría

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autonomía propia, dependiendo sólo de la ONU cuando la decisión de sus miembros
fuese absoluta. Se creó el Cuerpo Especial y el de Vigilantes, encargados de tomar las
decisiones oportunas antes de poner en marcha el dispositivo de los proyectiles.
Durante nueve años el temor a la Esfera había adormecido las discordias
internacionales. Muchas naciones rumiaban y deseaban ardientemente que aquella
construcción inviolable e indestructible fuese desmantelada por la votación
mayoritaria de los miembros de la ONU.
Pero la Esfera continuaba vigilante, atenta a las noticias de la Tierra y dispuesta a
arrasar cualquier país, con sus millones de habitantes, que amenazara seriamente la
paz mundial.
En cierta ocasión se hizo una prueba de la eficacia de la Esfera contra una isla
desierta del Pacífico. Era conveniente una demostración para acabar de convencer a
los más incrédulos. El solitario proyectil partió de la Luna a la hora fijada y también
en el tiempo previsto la isla desapareció del océano en medio de un enorme hongo
atómico. La caída del proyectil había sido tan matemática que más bien parecía haber
sido soltado por un avión que lanzado desde cuatrocientos mil kilómetros.
El mundo se convenció que había que tenerle respeto a la Esfera.
Los Vigilantes, los encargados de la Esfera, eran personas de probada solvencia y
de elevado intelecto. Siempre había cinco de aquellos hombres al cuidado de la
Esfera haciendo guardias de veinticuatro horas, atentos a los instrumentos y a los
quinientos proyectiles almacenados en el subsuelo.
Todo marchaba estupendamente hasta que el Vigilante Cludio, un silencioso
intelectual polinésico, después de asesinar a sus cuatro compañeros, lanzó el trágico
ultimátum a los gobiernos de la Tierra.
Cludio reclamaba para sí el mando absoluto de toda la Tierra, erigiéndose
dictador, emperador, presidente, jefe de estado y rey de todas las naciones. Dio
veintiún días para que el planeta decidiese su futuro. Si sus demandas no eran
aceptadas estaría durante veinticuatro horas lanzando proyectiles sobre los cinco
continentes hasta que ni un metro de terreno quedase sin ser arrasado por los
proyectiles atómicos.
La base con las fuerzas del Cuerpo Especial, situada a siete kilómetros de la
Esfera, con los Vigilantes de reserva, sería la encargada de comunicar a Cludio la
determinación de la Tierra antes de finalizar el plazo fijado por él.
Técnicamente era imposible destruir la Esfera sin riesgo. El colosal edificio
estaba dotado de sensitivos aparatos de detección que comunicarían a su solitario
ocupante con tiempo suficiente la aproximación de cualquier objeto ofensivo o
pacífico. Se pensó en hacer volar la comarca donde estaba situada la Esfera
practicando un túnel bajo ella. Esa idea también fue desechada porque las
trepidaciones serían captadas por los registros de la Esfera de igual forma.
Tratar de interceptar los proyectiles más veloces construidos nunca en pleno
espacio, cuando hubieran partido con su mortal carga rumbo a la Tierra, era tarea tan

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ardua que prácticamente era una quimera.
Resumiendo: La Tierra estaba, en teoría, en manos de aquel loco homicida.
Geron no sabía a ciencia cierta a quién culpar de aquella drástica situación. Por
una parte los encargados de formar a los aspirantes a Vigilantes eran culpables de
fallar en sus cálculos. No debieron dejar pasar por sus manos a una persona de
inestabilidad mental tan manifiesta como la de Cludio.
El capitán Geron tenía conocimiento de que las manifestaciones contra las
Naciones Unidas habían sido en Nueva York muy violentas, registrándose centenares
de muertos y miles de heridos. La gente acusaba al Organismo Internacional,
echándole más culpas de las que en realidad tenía. En el resto del mundo las
multitudes se habían enfrentado contra cualquiera que a sus ojos aparecía como
víctima propiciatoria para satisfacer sus rencores.
Ya era hora de parar tal cúmulo de tragedias provocadas por un demente.
Porque Geron tenía la certeza de cómo vencer a Cludio.
Algo que sabía que tan sólo él podía hacer. Pero para eso necesitaba la
colaboración del general.
Había llegado Geron ante la puerta del despacho privado del general. Allí tuvo
que hablar durante un buen rato con el ayudante. Después de entregarle sus
documentos todavía se vio obligado a esperar durante unos diez minutos. Al fin le
dijeron:
—El general le concede entrevista, capitán; pero le ruega que sea breve.
Comprenderá que el momento no es el más apropiado para hacerle perder el tiempo.
—Eso lo comprendo perfectamente —asintió el capitán Geron franqueando la
puerta que le abría el ayudante.
Encontró al general sentado tras su larga mesa llena de papeles y aparatos de
comunicación, acompañado por el coronel Jaral y el mayor Robert Goulart. Geron
avanzó hasta el centro de la habitación y se cuadró ante la mesa, saludando al jefe de
la base con las rituales palabras.
—Por la paz mundial.
—Que sea perdurable; capitán —respondió el general—. Tome asiento, Geron.
Ignoro el motivo de su visita, pero le aconsejo que éste sea lo suficientemente bueno
para que no me enoje. ¿Sabe que nos quedan cuatro horas escasas para que el
mensaje de la Tierra sea entregado por el mayor Goulart a Cludio?
—Sí, señor, lo sé. Precisamente he venido para hablarle de dichos documentos.
Geron sabía que el hecho de que el general estuviera acompañado por sus más
íntimos consejeros no le ayudaba nada en absoluto. Tanto el coronel como el mayor
no tardarían mucho en poner objeciones cuando él comenzara a hablar de sus
proyectos, destruyéndole el momento emocional en el que pensaba poner al general.
Sus argumentos no serían tan convincentes si era frecuentemente interrumpido en sus
charlas por Jaral y Goulart. Pero de todas formas no tenía más remedio que seguir
adelante. El plazo era a cada minuto menor y la esfera no estaba a la vuelta de la

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esquina, a pesar de que podía ser vista en el horizonte. La topografía lunar en aquella
región era muy abrupta y como mínimo tardaría cerca de cincuenta minutos en llegar
hasta ella en un coche-oruga. ¡Pero necesitaba consentimiento del general para sacar
uno de aquellos cacharros de los almacenes!
El general arrugó el ceño, visiblemente contrariado por la presencia del capitán, al
parecer.
—No sé qué puede usted contarme al respecto.
—Estoy seguro de vencer a Cludio y acabar con la amenaza que se cierne sobre la
Tierra.
El general miró a sus consejeros. Aunque Geron pertenecía a su Estado Mayor,
normalmente el jefe de la Base se limitaba a consultar sus problemas con aquellos
dos personajes nada más.
El coronel Jaral, con patente malhumor, dijo:
—Todas las soluciones pensadas por humanos no son realizables y los mejores
cerebros electrónicos afirman que la Esfera es invencible. Lo que usted dice es una
solemne tontería. ¿Cómo puede vencer a Cludio?
Geron carraspeó antes de hablar. Sabía que a partir de entonces tenía que
seleccionar sus palabras con sumo cuidado si quería tener la más mínima
probabilidad de salir triunfante de su aquel primer round.
—General, sé que usted guarda la respuesta que la Tierra piensa dar a Cludio;
pero lo que ignoro es su contenido.
El capitán recibió tres miradas glaciales.
—¿Se considera capacitado o con derecho a conocer los Altos Secretos? —
preguntó con más sorna que irritación el mayor Goulart.
—En realidad no me afecta la contestación al ultimátum de Cludio. Soy de la
opinión que nuestra rendición daría un resultado idéntico a la larga que si ahora
decidiésemos morir antes que rendirnos.
Nuevamente los jefes de Geron se miraron entre sí. En cada uno de ellos brillaba
una luz distinta en sus ojos. Pero la del general parecía querer decir algo más que los
otros, al menos así lo entendió Geron, mientras esperaba con ansiedad conocer el
curso de aquella entrevista.
—Resumamos. ¿Qué desea de mí? —preguntó el general escrutando al capitán.
—Su autorización para salir de la base con un coche-oruga para ir a ver a Cludio
en la Esfera. El resto correrá de mi cuenta.
Hubo un silencio largo y pesado en la habitación. Geron empezó a notar calor a
pesar del clima acondicionado de la habitación.
—Quiero conocer ese resto —exigió el general.
—He ideado un ardid para inutilizar a Cludio —respondió evasivamente.
—¿Cómo? —intervino Jaral.
—Me he tomado la molestia de estudiar el informe clínico-psíquico de Cludio.
No hace más de una hora que me ha venido a la mente la manera de librarnos de él

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sin que por un momento la Tierra corra mayor peligro que el actual.
—¿Cree que Cludio le permitiría entrar en la Esfera? —inquirió socarronamente
el mayor.
—Si le comunican previamente por radio que yo le llevaré la respuesta escrita de
la Tierra, ¿supone usted que se negaría?
—Ignoro su reacción. Él ya sabe que irá el mayor Goulart. Apenas tuve tiempo de
conocer a Cludio. Sabe perfectamente que nosotros, los militares, nos mezclamos
poco con los científicos y aún menos con los Vigilantes —dijo el general—. ¿Quiere
decirme de una vez qué es lo que se propone hacer?
—No puedo, señor. Tan sólo le pido que tenga confianza en mí. Debe entregarme
los documentos con las órdenes de la Tierra y comunicar por radio con la Esfera
anunciando mi llegada. Le aseguro que la amenaza quedará así controlada.
El general se echó hacia atrás. Su enfado iba en aumento.
—No me basta su palabra. No tengo por qué arriesgarme a comparecer ante un
tribunal militar haciéndole caso a usted, sobre todo teniendo órdenes concretas de
entregar la respuesta acordada en la Tierra hace dos semanas.
—No correría usted ningún riesgo, señor. Si mi actitud ante Cludio empezara a
hacerse sospechosa para que él comprendiera que la Humanidad corría peligro por mi
causa siempre tendría tiempo de entregarle los documentos. Yo sería el único que
perdería la vida en todo caso…
—Petición denegada —respondió el general con rapidez ante la mirada
aprobadora de sus consejeros.
Geron se envaró en su asiento. No le sorprendía oír aquello; por el contrario,
quizá le hubiera extrañado más verse apoyado por sus superiores. Sin embargo, no les
censuraba su actitud. Pero todavía estaba dispuesto a luchar.
—Señor, si algo existe que no pueda comprender es cómo la respuesta al
ultimátum ha sido enviada cuando todavía quedaban tantos días. ¿Por qué? Estoy
seguro que nos rendimos incondicionalmente a Cludio. ¿Acaso piensan que Cludio se
conformará con gobernar ficticiamente la Tierra desde su encierro? Están
enfrentándose con un loco lleno de prejuicios que cree que podrá hacer y deshacer a
su antojo lo que quiera contando con la amenaza de los proyectiles de la Esfera. No
tardará mucho tiempo en darse cuenta de su error, de sus tremendos fallos y entonces
se sumirá en una crisis tan grande que terminará apretando los mandos que pongan en
marcha los cohetes. No habremos conseguido sino seguir viviendo unos meses,
semanas o días.
—¿Es usted psicólogo? —quiso saber cada vez más enfurecido el coronel.
—No; tan sólo siento afición por esa ciencia, pero…
—Ya basta —le interrumpió el general con un gesto—. Agradezco su intención,
aunque equivocada, e interés por la situación. Pero la solución ya ha sido tomada por
la Tierra. A nosotros sólo nos resta permanecer a la expectativa y cumplir las órdenes.
—Señor…

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—Silencio, capitán —la mirada del general se dulcificó por unos segundos—.
Comprenda, Geron. No es de su incumbencia tratar de arreglar las cosas a su modo.
Su ímpetu no podrá hacer más que el razonamiento metódico y frío de los Altos
Mandos de las Naciones Unidas. Puede retirarse. Confíe en nosotros, se lo ruego.
Geron comprendió que nada obtendría permaneciendo allí. No servirían de nada
sus argumentaciones. Y, mucho menos, detallar su plan. Aun, dada la hostilidad con
que fue tratado, se le haría menos caso y quizá fuese custodiado durante las próximas
horas para que no intentase nada por su cuenta.
Se levantó rechinando los dientes, saludó dando un fuerte taconazo y dijo antes de
dirigirse hacia la salida:
—Por la paz mundial.

III
Los cuatro pares de ruedas irregulares hacían avanzar al mal llamado coche-oruga
por la quebrada llanura cercana al cráter de Alfonso, dirigiéndose a la elevada
cordillera del lindante circo de Tolomeo, en cuya base se levantaba, al cobijo de los
elevados picachos, la reluciente Esfera, coronada por los tubos de salida de los
proyectiles.
A bordo del vehículo iba un solo hombre, enfundado en el grueso traje espacial,
tocado por un casco de fibra de vidrio endurecido y de plástico la visera azulada que
protegía sus ojos del resplandor cegador de la superficie lunar.
A pesar de la perfecta aclimatación del traje y del funcionamiento del equipo
eliminador de sudor, el tripulante sentía —o al menos le parecía— que su frente y
manos, enfundadas en suaves pero espesos guantes de nylon, estaban empapadas en
sudor. Sobre el otro asiento vacío que había en la reducida cabina del vehículo tenía
un sobre protegido por una funda de goma y una pequeña maleta de misterioso
contenido.
Toda su atención parecía prestarla a la inspección del terreno que le ofrecía la
pequeña pantalla de televisión colocada ante sus ojos, sobre los simples mandos del
coche. No hacía el menor caso al ininterrumpido parpadeo de la radio de a bordo que
desde hacía tres kilómetros insistía en establecer comunicación con él. Por el
contrario, procuraba desviar su mirada de la temblorosa luz roja.
A medida que avanzaba, la Esfera, que al comienzo del viaje se le antojaba tan
pequeña como una pelota de tenis, iba adquiriendo proporciones aterradoras. Ahora
estaba cruzando por entre las instalaciones de radar, observando cómo las pantallas
giraban siguiéndole en su camino. Cludio debía estar vigilándole por medio de los
visores cómo su renqueante oruga iba terminando de recorrer los últimos quinientos
metros.

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Después de una lenta marcha y agotador maniobraje, el conductor consiguió
colocar el coche-oruga, haciéndolo ascender por una rampa, ante una de las cuatro
puertas de la Esfera.
El hombre enfundado en el grueso traje estaba, en contra de sus esfuerzos,
visiblemente nervioso. El momento y las circunstancias no eran para menos. Iba a ser
testigo de uno de los hechos más trágicos de la historia de la Humanidad.
Los minutos que tuvo que aguardar hasta que la compuerta se abrió como una flor
le parecieron siglos. Casi necesitó hacer un esfuerzo para salir de su letargo y volver
a poner en marcha el motor.
Cuando hubo introducido el vehículo dentro de la cabina a presión, la circular
puerta se cerró. Esperó unos minutos para que la presión interior recobrase su
normalidad. Al encenderse la luz verde la segunda puerta le franqueó el paso.
Condujo el coche hasta una especie de aparcadero desierto. Pensó que los vehículos
de la Esfera estarían en el sector norte. Las instrucciones de Cludio para recibir al
portador de los documentos indicaban que debía entrar por el Sur. Dios sabría a qué
se debía tal precaución.
Al detener la marcha del motor notó molesto el silencio reinante. Tomó los
documentos y la valija. Abrió la puerta de la cabina y saltó al exterior.
La difusa luz carmesí lo bañó con un tono extraño, fantasmagórico. Caminó
decidido hacia la salida del aparcamiento, a pesar de estar cerrada. Sabía que al
acercarse a ella le sería abierta por control remoto. Cludio debía estar vigilándole,
estudiando todos sus pasos y movimientos desde un punto ideal de la Esfera.
Nunca había estado allí, aunque en ciertas ocasiones pudo estudiar los planos de
la construcción que ahora no lograba recordar como quisiera.
Tal como lo pensó, la puerta se abrió en silencio. A medida que avanzaba las
luces que le precedían aumentaban de fuerza, indicándole el camino de forma sutil,
silenciosa y nada tranquilizadora para sus nervios en tensión.
Apenas tenía tiempo de fijarse en los detalles de las instalaciones. Cuanto más se
internaba por los corredores mayor era su firmeza de creer escuchar un suave rumor a
motores.
Al cabo de casi diez minutos de mesurado caminar, siempre guiado por las luces
y puertas que se abrían a su paso, llegó a lo que parecía la sala de control de la Esfera,
el alma de la más poderosa arma construida por la Tierra para conservar la Paz.
La figura vestida con el traje espacial se hallaba en el centro de una gran sala
circular cuyos mamparos estaban cubiertos por completo de maquinarias, aparatos de
televisión y contadores, además de mil mecanismos desconocidos. Unos sillones
montados sobre rieles, mirando hacia los mandos permanecían vacíos, estáticos. La
luz allí era amarillenta, intensa, opacando los destellos multicolores de los registros.
—Bienvenido a la Esfera, mayor Goulart.
La figura, empequeñecida por las enormes dimensiones de la estancia, giró sobre
sus talones, intentando descubrir al dueño de la voz que le había hablado.

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Una risita corta, pero diabólica, resonó en la estancia como secos golpes.
—No puede verme, mayor; al menos por ahora —volvió a decir la voz alterada
por los altavoces—. Quítese el traje, por favor. Se sentirá más cómodo.
El hombre dejó sobre el brillante suelo los objetos que hasta entonces había
llevado en las manos y procedió a desprenderse del brillante traje del espacio.
Cuando éste cayó a sus pies, siguiendo al casco y los depósitos de oxígeno, la oculta
voz volvió a dejarse oír.
—Así estará mejor, mayor Goulart, ¿o debo llamarle capitán Geron?
El oficial se estremeció al oír su nombre, pero permaneció callado.
—¿Sorprendido de que conozca su identidad? —inquirió el desconocido al
parecer bastante divertido por la situación, para agregar a continuación—: He estado
interceptando las órdenes que le daban desde la base del Cuerpo Especial instándole a
regresar; pero usted se hizo el sordo. ¿Por qué?
Geron continuaba sin hablar. La voz le advirtió:
—Puede responderme. La sala está capacitada para que yo reciba sus palabras.
Transcurrieron unos largos segundos antes que Geron hablase.
—Traigo la contestación escrita de la Tierra, pero vengo a proponerle algo mejor
que esto, Vigilante Cludio. Ha matado a sus cuatro compañeros sin permitir que ellos
se defendieran. Sé que lo ha hecho no porque no quería correr riesgos en su persona,
sino porque temía por su empresa. Ahora le ofrezco algo más seductor para probar su
valentía, de la cual duda todo el mundo.
—¿Quiere decir que ha suplantado al mayor Goulart sólo para venir aquí y
ofrecerme algo que estima sugestivo para mí?
—Eso es.
—Explíquese.
—Sería mejor que se dejara ver, Cludio.
La voz no respondió.
—Si tiene miedo le diré, que no vengo armado —argumentó Geron separando los
brazos del cuerpo.
—Lo sé. Mientras recorría la Esfera los registros me informaron que no porta
ningún arma en su cuerpo, pero ignoro lo que trae en esa maleta…
Geron se arrodilló, mostrando el contenido de la maleta, mientras se preguntaba
mentalmente qué impresión causaría en Cludio al conocerlo.
—¿Un juego de damas? —dijo la voz—. ¿Para qué es eso?
—Pensé que estaría tan solo y aburrido que no le vendría mal jugar una partida
conmigo.
Pasaron unos instantes de tenso silencio, sólo quebrado en parte por el suave
runruneo de ocultos motores, hasta que Cludio, desde su desconocido escondite,
afirmó:
—No tengo ningún interés en ello. Me aburren los juegos de azar. Siempre actúo
sin fiarme de los imponderables. No me gustan.

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Geron se incorporó señalando el tablero y dijo:
—Nunca en su vida habrá jugado una partida como la que le propongo, Cludio.
Será a vida o muerte. Sé, a pesar que digas lo contrario, eres un experto en este juego.
Así lo afirman tus antiguos compañeros, los Vigilantes.
—Ésos son unos cretinos. Usaban el corazón para jugar, no el cerebro. ¿Por qué
dice que la partida será a vida o muerte?
—Muy sencillo —Geron tomó una de las fichas de la caja y la alzó sobre su
cabeza, confiando en que Cludio la pudiera ver perfectamente—. Como puede
observar esta ficha es un poco diferente a las demás. Las que yo traigo son mayores.
En realidad son pequeños recipientes que contienen licor. Una ficha de cada color
tiene, además del licor, un veneno ultrarrápido. —Calló un momento e, intentando
dar a sus palabras un tono solemne, añadió—: Le invito a jugar una partida singular.
Nosotros no sabremos cuál de las fichas contiene el veneno. Ninguna tiene marca,
como podrá comprobar. Morirá quien pierda la ficha envenenada. Cada una que sea
eliminada será bebida por su propietario al instante. El efecto del veneno es
instantáneo. ¿Qué contesta?
—Me sorprende tanta estupidez por su parte, capitán, al suponer que yo aceptaría.
¿Qué puedo ganar? Simplemente, nada.
—No, Cludio. Usted busca emociones. Yo se las ofrezco. ¿Qué juego puede
proporcionarle más atractivos que éste? Los momentos en los que bebamos el
contenido de las fichas serán inquietantes. El que beba rogará que la suerte le haya
sido propicia, mientras que el otro anhelará que el veneno esté destruyendo el
organismo de su contrario. Ahí, en el suelo, está la respuesta de la Tierra a sus
pretensiones. Yo la desconozco. Puede verla después de la partida si es que sigue
viviendo.
—Sé que no miente al afirmar que desconoce la naturaleza de la contestación de
la Tierra, pero no comprendo por qué arriesga su vida así. ¿Tanta seguridad tiene de
salir triunfante?
—Desde luego. Soy mejor jugador que usted y no tan cobarde, porque yo sé que
todo su valor es sólo fachada. Si resulta vencedor se habrá probado que es todo un
hombre, digno de ser el amo de la Tierra. Si sale derrotado sólo perderá su vida. Y un
hombre que se cree con valor suficiente para enfrentarse contra toda la Humanidad no
debe importarle.
Geron esperó pacientemente a que Cludio le respondiera. Si sus cálculos no
fallaban, el ex Vigilante debía decir…
—Acepto, pero impondré mis condiciones, además de adoptar las naturales
medidas de seguridad.

IV

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Geron esperó con verdadera ansiedad a que Claudio abandonara su escondite e
hiciese acto de presencia. No le conocía personalmente. Tan sólo había visto algunas
fotografías suyas.
Estuvo tratando de imaginarse qué precauciones adoptaría el siniestro Vigilante
para estar seguro que nada intentaría contra él. Al menos Cludio podía estar seguro
que Geron no estaba armado ni con un cortaplumas. Se alegró de haber pensado que
la esfera debía estar dotada con detectores muy sensibles para descubrir armas de
fuego o blancas. Aquello daría confianza a Cludio.
Transcurrieron más de quince minutos hasta que la puerta de la sala circular se
abrió y una figura alta y delgada apareció en el dintel, avanzando hacia Geron muy
lentamente.
—¿Cludio? —inquirió Geron cuando el recién llegado se hubo detenido a cinco
metros de él.
El interrogado soltó una divertida risita. Como era de suponer, Cludio llevaba en
su diestra una pistola de calor con el seguro quitado, dispuesto a disparar al menor
movimiento agresivo de Geron.
—¿Cree que puede haber alguna otra persona «viva» en la Esfera aparte de usted
y de mí? Cierto que estamos acompañados por mis cuatro pobres compañeros, pero
éstos reposan en su sueño eterno en una cámara frigorífica. No he tenido ganas de
llevar sus cuerpos al exterior —dijo Cludio.
—¿Podemos empezar?
—¡Qué prisa tiene, capitán! ¿Por qué no? —rio Cludio. Geron notó, a pesar de no
ser un experto, los síntomas de locura en el ex Vigilante—. Coja una de esas mesas
plegables y dos sillas del armario que hay en su derecha y móntela junto al panel de
mandos número tres.
Geron obedeció mansamente, estimando innecesaria la pistola en la diestra de
Cludio, puesto que no entraba en sus planes la agresión.
Colocó la mesa y las sillas en el lugar indicado por Cludio y se sentó en una de
ellas sin esperar a que le invitara, aparentando gran tranquilidad. Después de extender
sobre la mesa el tablero y las fichas, aunque sin colocar estas últimas en sus
correspondientes cuadros, quedóse mirando a su futuro contrincante.
—Bien —dijo Cludio sin moverse de su sitio—. Explíqueme cómo se hará todo.
—Primero sortearemos el color. No quiero que piense que sólo una de un color
está envenenada y yo se la dejaré a usted para que se la beba.
—Precisamente eso le iba a advertir —sonrió Cludio—. Estoy empezando a creer
que está dispuesto a jugar limpio. No habrá sorteo. Elijo las negras.
Sin inmutarse, Geron empezó a colocar las fichas, quedándose con las blancas. Se
preguntaba qué cosa haría Cludio para asegurarse que él nada intentaría contra su
persona mientras durase el juego.
Sin dejar de sonreír, Cludio avanzó hacia la mesa. Con la mano izquierda sacó de
su túnica otra especie de pistola y apuntó con ella a Geron.

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—No se alarme —advirtió al tiempo que apretaba el gatillo y una luz roja bañó
las piernas del capitán.
Geron dejó de sentir las piernas. Supo que le había lanzado una descarga
paralizante a baja presión que le inutilizaría de andar, incluso de enderezarse, durante
una hora al menos.
—Teniendo la pistola de calor cerca y sabiendo que usted no puede levantarse
jugaremos más tranquilos…, sobre todo yo —comentó Cludio sentándose frente a
Geron. La amplitud de la mesa no permitía a Geron tocar a Cludio con las manos,
aunque podía mover las fichas con holgura.
—En un hombre de su clase no me extrañan tantas previsiones —murmuró
Geron.
—Nunca dejo un cabo suelto, capitán. Comprenderá que si lo hiciera ahora no
tendría en mis manos el futuro de la Humanidad. —Cludio tomó una ficha de cada
color y las agitó en sus manos. Luego ofreció a Geron sus puños, diciendo—:
¿Izquierda o derecha?
—Derecha y negra.
—Perdió. —Cludio abrió la mano indicada y mostró una ficha blanca. Reintegró
ambas al tablero y comenzó el juego saliendo por un lateral—. Es curioso. Si hace
unas horas me hubieran asegurado que apostaría mi vida en un juego tan simple como
éste seguro que me hubiera muerto de risa. ¿No cree?
—Cierto —contestó Geron saliendo por la banda contraria—. ¿Por qué aceptó?
Yo tenía muy pocas esperanzas de que lo hiciera.
—Faltan exactamente veinticinco minutos para que expire el plazo. Calculo que
para entonces el juego habrá acabado. Sí resulto vencedor tomaré el sobre que ha
traído y leeré la respuesta de la Tierra. Si es de rendición empezaré mi mandato.
Estoy seguro que se arreglarán muchas cosas que siempre han marchado mal. Si, por
el contrario, me toca perder, usted se convertirá en un héroe tan muerto como lo
estarán sus admiradores.
Geron se quedó tenso, interrogando con la mirada.
—Sí, capitán —siguió hablando Cludio—. ¿Cree que no sé que existe veneno
que, por muy rápido que actúe me impida disparar contra usted? Incluso tendría
tiempo de poner en marcha los proyectiles —señaló una palanca roja situada en el
panel de mandos cercano a él— si me muevo con rapidez. Entonces usted no podría
ni ser héroe muerto porque no existiría nada para venerarle ni levantarle bellos
monumentos.
—Lo ha pensado todo —murmuró Geron viendo como Cludio movía una de sus
fichas, colocándola casi torpemente delante de las suyas. Geron no vaciló y la
eliminó.
Sonriente, casi divertido, Cludio tomó la ficha, desenroscó la tapa y bebió de un
trago el contenido.
—Buen licor —afirmó—. Es obvio suponer que el veneno es insípido e inodoro.

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—Desde luego —respondió Geron muy pálido.
—Continuemos. ¿Decía, capitán Geron?
—¡Oh, nada! Me preguntaba cuáles han podido ser las causas que le han
impulsado a querer dominar la Tierra.
Una ficha de Geron fue eliminada y éste bebió el licor sin inmutarse. Nada
ocurrió.
—Deseo ajustar las cuentas de muchos tipos.
—¿Cree que actuando de supuesto tirano de la Tierra hará lo que le plazca? —
preguntó irónico Geron.
—¿Qué quiere decir? —saltó casi de la silla Cludio, aferrando su pistola con
fuerza.
—¡Qué impulsivo es usted! Por favor, beba de esta ficha.
—Cuando, mecánicamente, lo hubo hecho Cludio, Geron le explicó: —
Simplemente trato de hacerle comprender que nunca podrá usted dominar la Tierra.
—¿No? ¡Harán lo que yo les ordene porque saben que puedo hacer desaparecer
los cinco continentes, además de esa estúpida base del Cuerpo Especial! Mis órdenes
serán cumplidas a rajatabla. Incluso si yo deseo que se ejecute a mil personas, lo
harán, por temor a mi ira.
De habérselo permitido sus piernas, Geron casi no hubiera podido contenerse y
hubiese saltado de alegría al ver cómo Cludio iba perdiendo poco a poco la serenidad
y confianza en sí mismo. Alborozado, continuó hiriéndole en su amor propio.
—¿Cómo sabría usted que esas mil personas serían ejecutadas?
Cludio jugaba mecánicamente. Geron había bebido dos fichas más y Cludio tres.
—Por las noticias del video, por supuesto —contestó el ex Vigilante.
—¿No pensó que esas noticias pueden ser amañadas para usted exclusivamente?
Los sentenciados suyos, mientras tanto se morirían…, pero de risa a su costa.
—Siempre sabría lo que de verdad ocurría en la Tierra…
—Balbució Cludio. —No todos los miles de emisoras iban a estar confabuladas…
—¿Por qué no? Además no sería necesario, puesto que la Tierra posee medios
para hacer llegar a la Luna lo que a ella le interese sólo que llegue.
Cludio parecía querer fulminar a Geron con la mirada, olvidándose que le hubiese
costado menos trabajo hacerlo con la pistola y que hubiera sido mucho más eficaz. La
partida continuaba sin demostrar que ambos contendientes se jugaban la vida, puesto
que las jugadas, motivadas por el estado de ánimo, eran absurdas, como si estuviesen
aburridos los contendientes.
—Además, está solo. Se morirá de hastío. Ha hecho usted un disparate al actuar
solo, Cludio. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué mató a los demás Vigilantes?
—No me fío de nadie. No quise colaboradores. Luego hubiera tenido que
matarlos… —alguna idea pareció acudir a la mente de Cludio, pues se apresuró a
decir—: Pero puedo exigir de la Tierra que me envíen servidores, esclavos. Antiguos

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presidiarios serían ideales. Estarían gozosos de actuar bajo mis órdenes y me mirarían
como a un dios.
Geron no pudo reprimir una insolente risa.
—La Tierra le enviaría agentes suyos disfrazados como presidiarios y le matarían
a usted en el primer descuido.
—No. Tomaría mis precauciones. Antes les mataría yo a ellos.
—Pero entonces no se atrevería a solicitar más «esclavos» y seguiría estando
solo. ¿Pediría también muchachas para que le distrajeran?
Cludio esbozó una sonrisa sádica.
—¿Por qué no? Pediría a las más bellas, a las que…
—Tampoco podría estar tranquilo con ellas. Siempre se puede reclutar entre las
más bonitas terrestres alguna con corazón de mártir que se arriesgara a escupirle a
usted un veneno cuando la estuviera besando.
—¡Basta ya, capitán! Puedo olvidarme de mis principios, de que le prometí
acabar la partida y quemarle —gritó Cludio—. Ya tomaré mis medidas para que la
Tierra haga lo que me plazca. Siempre habrá gente que se arrastre ante mí, dispuesta
a delatar a sus compatriotas para que les dé favores y privilegios.
Siguió un molesto momento de silencio. En el tablero sólo quedaban seis fichas
negras por siete blancas de Geron. Ambos contrincantes empezaban a mirarse
mutuamente cuando el otro tenía que beber el licor que le tocaba en suerte. Muy
tenue, casi insignificante, era la sonrisa que parecía flotar en los labios de Geron. Ésta
iba en aumento en proporción al avance de la partida.
—¿Cómo es que fue usted seleccionado para ingresar en el Cuerpo de Vigilantes,
Cludio? —preguntó Geron distraído.
—¡Oh, eso fue muy difícil para mí! En realidad he estado planeando todo esto
desde hace muchos años, casi a partir de cuando se construyó la Esfera. Estudié sus
planos y no le encontré ningún defecto. Por eso supe que, apoderándome de ella, nada
ni nadie podría contra mí. No existe arma capaz de destruirla sin darme tiempo de
poner en marcha los quinientos cohetes que poseo.
—¿Cómo logró introducir aquí las armas? Está terminantemente prohibido. Los
detectores le hubieran descubierto…
—Tardé más de diez servicios en meter las piezas y luego las armé, sin que mis
compañeros sospechasen nada.
Geron miraba a los ojos de Cludio. Su voz era dura cuando dijo:
—Usted siempre ha sido despreciado por todos, Cludio. Por eso mismo siente
odio contra la Humanidad; pero no se atreve a admitirlo ni para sí mismo. Desea
justificarse para arrasarla, esperando que la Tierra no acepte la capitulación. Está
ansioso por mover esa palanca roja, por enviar la muerte al planeta. ¿Qué le ha hecho
desear tal cosa? ¿El no poder ingresar en la Academia Espacial? ¿Su fracaso en la
política? ¿O acaso porque se sentía humillado ante la gente cuando perdió la pierna

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después de aquel accidente en el que no tuvo la menor culpa? Nadie sabía en la base
que usted usaba una pierna ortopédica, ¿no es cierto?
—Sabe usted muchas cosas, capitán Geron —silabeó Cludio.
Pero Geron pareció no oírle.
—Es usted, lo ha sido siempre, un amargado, un descontento. Fracasó en todo. En
las armas, en las ciencias, en la política y en el amor, porque su mujer, cansada de
usted, pidió el divorcio unos años antes de que ingresara en el seminario de los
Vigilantes. Decidió tomarse venganza para satisfacer su ego, que le exigía algo
grande, que le inmortalizara como lo hizo el destructor del templo de Diana. Pero ¿no
ha caído en la cuenta de que nadie le recordará a usted después de su «portentosa
hazaña»? Eso es lo que le tiene confundido, desorientado. Quizás ése fue el motivo
por el que aceptó jugar conmigo, apostando la vida. Encontró en mi propuesta un
camino que no se le ofrecía fácilmente. Su subconsciente anhelaba morir recordado,
odiado incluso, por sus semejantes, pero inmortalizado como el hombre que durante
unas semanas tuvo el destino de la Tierra en sus manos. Para su vanidad esto sería
suficiente, pero no para su mente rencorosa por todas las desventuras que a lo largo
de su vida llena de fracasos ha soportado…
—¡Cállese! —gritó Cludio golpeando la mesa con furia—. Cállese o no respondo
de mis actos. Bébase esa ficha que le acabo de eliminar.
Geron bebió el licor de la ficha, para luego realizar otro movimiento y eliminar
dos de las negras con una de las damas que había conseguido. Volvía a tener la
ventaja numérica.
Sin abandonar la pistola, con movimientos bruscos, Cludio cumplió con las reglas
y apuró el contenido de sus dos perdidas fichas, sonriendo a los pocos segundos
pletórico de satisfacción.
—La suerte me sigue acompañando a pesar de todo, capitán. Me quedan tres
fichas por cuatro de las suyas, pero ahora me toca a mí matarle ésta…
Geron tomó el cubilete y se lo llevó a los labios, pero se detuvo y dijo:
—Él desenlace está a punto de producirse. ¿Le importaría confesarme su
desilusión ante lo negro que se le presenta el porvenir? Estoy seguro que está
convencido, aunque mantenga sobre la Tierra una espada de Damocles, que nunca
podrá sentirse satisfecho de ese ilusorio poder.
—Beba —graznó Cludio, alzando la pistola.
Geron obedeció. Antes de que terminara de apurar el licor sus manos se abrieron
y la ficha cayó al suelo, rodando hasta un rincón. Su rostro había palidecido y tuvo
que agarrarse a la mesa para no caer.
—Ahora no me importa hablar, capitán —rió Cludio—. Puedo hablar hasta que el
veneno que se ha tomado le permita escucharme. ¡He vencido! —Volvió a reír hasta
que su cara se puso roja y las lágrimas le saltaron. Se serenó un poco y dijo—: No me
importa ya confesar que la rendición de la Tierra no me hubiera quitado de la cabeza
mi deseo de destruirla, de aniquilar a las hormigas que sobre ella pululan, a las que

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aborrezco como tales. Usted tenía toda la razón; mi poder sería ficticio. Todo eso lo
pensé después de dar el ultimátum, pero ya no podía volverme atrás. No podía
permitirme un nuevo fracaso. Ésta ha sido mi mayor empresa, en la que he confiado
más. No hubiera resistido tener que declararme vencido otra vez… porque…
La mirada de Cludio se nubló. Parpadeó y la mano que sostenía la pistola tembló
visiblemente.
—¿Qué me ocurre? —Estudió a Geron y le preguntó—: ¿Por qué no se muere de
una vez? Voy a disparar los proyectiles ya, para acabar de una vez, pronto…
—¿No le interesa conocer antes la respuesta de la Tierra?
—Recomendó Geron con quebrada voz, haciendo un sobrehumano esfuerzo, pero
sonriendo satisfecho.
—Sí, ¿por qué no enterarme de las súplicas y ruegos de esos cretinos? —musitó
Cludio con ojos vidriosos.
El ex Vigilante, al levantarse para dirigirse al sitio donde Geron dejara el sobre,
vaciló sobre sus pies, cayendo a pocos metros de los documentos.
—Siento como si mis entrañas ardieran —aulló Cludio revolcándose, intentando
levantarse—. ¿Por qué no se muere, Geron? ¿No dijo que los efectos del veneno eran
instantáneos?
Desde su silla, inmovilizadas sus piernas, Geron rió con todas las pocas fuerzas
que le quedaban, sintiendo a cada carcajada como el veneno iba destruyendo su
organismo. Pero fue la risa que había tenido más a gusto, a pesar del dolor que le
proporcionaba.
—Le he mentido, Cludio. El veneno no era ni rápido ni estaba en una sola ficha
de cada color, sino en todas. Desde la primera a la última. Hemos estado bebiendo un
veneno corrosivo, de acción retardada, desde el principio… —boqueó y agregó con
una espantosa mueca de dolor—: No podía arriesgarme en nada…
Aquellas palabras parecieron actuar en Cludio como un lacerante látigo que le
estimuló a levantarse y empezar, bamboleante, a regresar junto al panel de mandos
donde estaba la palanca roja.
—No se saldrá con la suya, no… Antes enviaré a la Tierra la muerte transformada
en quinientos proyectiles…
Cludio había llegado junto a la mesa, apoyándose en ella jadeante. Levantaba la
mano lentamente, rozando con los dedos la palanca, cuando Geron, haciendo un
inaudito esfuerzo, empujó con su propio cuerpo la mesa haciendo perder el equilibrio
al ex Vigilante.
Sumiéndose en la inconsciencia de la muerte, Geron tuvo su último pensamiento
temiendo que Cludio hubiera podido arrastrar la palanca en su caída.

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—Gracias, mayor —dijo el general a Goulart cuando éste terminó de darle el
informe verbal de lo que había ocurrido en la Esfera—. Puede retirarse.
—Perdón, general…
—¿Diga, mayor?
—¿El informe se enviará a la Tierra por radio? Allí estarán ansiosos por conocer
lo sucedido. Hace ya más de ocho horas que se cumplió el plazo.
El general se tomó unos instantes para responder:
—Dentro de dos horas partirá el enlace con la estación «B» Intermedia. Yo
mismo redactaré el informe. Mientras, para que se tranquilicen, puede radiar
cualquier cosa, lo que crea más adecuado, pero sin mencionar detalles. Omítalos. Los
reservo para mi manuscrito.
—A la orden, señor —saludó el mayor antes de retirarse.
El general, con el ceño fruncido, tomó uno de los papeles especiales con su
nombre encabezándolo. Entonces recordó que había otra persona en su despacho.
Alzó la mirada y vio frente a su mesa a un sargento en posición de firmes.
—Perdón, sargento. ¿Qué deseaba usted?
—Había solicitado audiencia, señor; pero si lo considera oportuno puedo
retirarme.
—¿Es usted el sargento de primera Eribert Clost?
—Sí, señor.
—¿Es usted quien tenía tanta amistad con el capitán Geron, no es cierto?
—Me honraba con ella, general.
El general abatió su enorme cabeza coronada de cabellos blancos.
—El capitán Geron, pese a las ordenanzas, cultivaba la amistad con un suboficial.
Geron gustaba mucho de incumplir con su obligación, ¿no le parece?
—Reconozco que es así —admitió Eribert.
El general suspiró.
—Pero esa indisciplina suya le llevó a realizar una misión que él mismo se
encomendó, desoyendo las órdenes, atentando contra el mayor Goulart, robando un
coche-oruga y los documentos y haciendo caso omiso a mis órdenes de regreso
cuando marchaba hacia la Esfera. ¿Qué hubiese ocurrido de ser Geron un soldado
disciplinado? Nadie puede saberlo ya, puesto que el sobre con la contestación de la
Tierra a Cludio me ha sido devuelto sin abrir. Cludio no tuvo tiempo para ello, ni para
mover la palanca roja, porque Geron pudo impedirlo en un postrer esfuerzo.
Calló y los dos hombres permanecieron en silencio largo rato.
—Y bien —dijo el general—. ¿Qué desea pedirme, sargento?
—Participar en todos los turnos de escolta que acompañará al cuerpo del capitán
Geron a la Tierra, señor.
—Concedido, sargento. Puede sentirse orgulloso de haber sido amigo del hombre
que ha salvado a la Humanidad.
—Gracias, señor —respondió el sargento emocionado.

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Cuando se hubo marchado, el general trató de pensar tan sólo en la tarea de tener
que redactar a mano el informe de lo ocurrido. Las circunstancias así lo requerían.
El Cuerpo Especial había perdido a un oficia vulgar, anodino; pero la Tierra había
ganado un héroe. Pero el general, y como él un reducido grupo de personajes en la
Tierra, sabía que Geron era un héroe engañado, un hombre que se había lanzado a los
brazos de la muerte para salvar a la Humanidad del peligro de perecer a manos de un
loco. Pero tal peligro nunca había existido.
Los proyectiles que poseía la Esfera no eran mortíferos. Eran simples cohetes sin
más poder ofensivo que su mole de acero y aluminio. La Tierra nunca había estado
amenazada, pero había sido necesario que todo el mundo lo creyera para que no se
supiera que durante años había sido engañada por el Cuerpo Especial.
Un engaño colosal para mantener la paz en un planeta lleno de hombres colosales,
tanto por sus virtudes como defectos.
A pesar de las muertes, de los suicidios, del pánico de las multitudes, el Cuerpo
Especial se había visto obligado a seguir manteniendo el engaño, para que más tarde
la Esfera, una vez recuperada, volviera a convertirse en el baluarte al cual todos
temían y confiaban su seguridad.
Los proyectiles nunca hubieran llegado a la Tierra porque carecían de fuerza para
ello. Pero todos creían que contenían la más poderosa fuerza que las mentes más
sobresalientes de la Tierra pudieran construir, capaces de destruir una isla de veinte
kilómetros cuadrados. Aquello se había conseguido mediante la estrecha
colaboración de las secciones del Cuerpo de la Tierra y la Luna, para convencer a los
incrédulos mediante una hábil maniobra.
Ahora todo había concluido satisfactoriamente. La Esfera seguiría manteniendo
una paz, aunque forzada, necesaria para la civilización. Y un hombre, al morir, haría
más sólida la leyenda de la tremenda fuerza veladora de la Libertad en la Luna.

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ANTIHOMBRE

F. Valverde Torné

Uno de los pioneros de la actual fantasía científica en España, junto con Antonio
Ribera y Domingo Santos. Ha publicado cuatro novelas, dos libros de divulgación y
multitud de artículos de índole científica en diversos periódicos y revistas nacionales.
En su obra se trasluce su constante inquietud por profundizar cada vez más en ese
Desconocido que es el Hombre, cuyo misterio tratar de penetrar en todos sus relatos.

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Afortunadamente, la memoria le era fiel. Era lo único que perduraba íntegramente
en su naturaleza, si naturaleza podía llamarse «aquello» que tenía por cuerpo. Y
resultaba curioso que pudiera recordar, ¡porque era tan larga su historia…!
Igual que una sombra que volviera del más remoto pasado, a veces las imágenes
de su infancia recobraban una nitidez asombrosa en su cerebro. Y entonces, aquellas
células grises, llenas de sabiduría hasta la saturación, buscaban el descanso y el
olvido del presente en el dulce sueño de unos días que fueron.
Y no es que el Hombre fuera un sentimental. El Hombre no podía tener
sentimientos. Su víscera cardíaca permanecía insensible dentro de un frasco lleno de
formol. Desde luego sabía que todas las inquietudes de índole sentimental atribuidas
al corazón no habían pasado de ser meros ideales poéticos. Pero al perderlo había
sentido la sensación de que se le había arrancado lo más íntimamente suyo, de que ya
jamás podría volver a amar, ni a odiar. Así había sido. De pronto había dejado de
sentir atracción o repulsión por todas las cosas, y precisamente por esto había perdido
también la capacidad de lamentarlo.
Pero pensaba a menudo en su niñez, cuando comenzó su tragedia, porque en su
cerebro se habían alojado, junto con los recuerdos, ciertas primitivas sensaciones,
antes ocultas, que tai vez podían interpretarse como sentimientos inferiores y
rudimentarios. Algo así como el sexto sentido de los ciegos, que él no había tenido
tiempo de desarrollar.
Era lógico que, teniendo aún un cerebro, se hubiera preguntado muchas veces:
«¿Quién soy?».
«¿Qué es un hombre? ¿Un cerebro? ¿Un corazón? ¿Un complejo cuerpo que
puede experimentar el dolor? ¿El conjunto de todo esto? ¿O acaso nada relacionado
con la materia?»
Quizás él, por no ser nada, estaba más cerca de la respuesta. Pero no había
llegado a ella.
¿Era un hombre o una máquina?
Éste era el dilema que atormentaba a todo cuanto quedaba de él: su cerebro.
Un cerebro que regía un cuerpo de robot, un robot construido pieza a pieza sobre
la armadura de un organismo humano, hasta que también la misma armadura había
terminado por desaparecer.
Posiblemente no fuera más que eso, un robot. Pero tenía una voluntad humana, un
propio conocimiento y, en cierto modo, algo que podía definirse como conciencia.
Pero, ¿qué clase de conciencia? Sólo podía pensar, pero no «sentir».
Solamente deseaba morir. Morir después de haber vencido tantas veces a la
muerte, hasta que sus victorias, es decir, las de la Ciencia sobre su propia miseria, le
habían convertido en… «aquello»: una derrota viviente a la que se había negado el
supremo y postrer bien.
Aunque incapaz de experimentar la fatiga física, permanecía sentado frente al
doctor que, entornando sus menudos ojos color de mar, le observaba atento. El doctor

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siempre le miraba de aquel modo, a veces sin parpadear durante varios minutos,
como si quisiera penetrar en los secretos interiores del mecanismo del Hombre, ya
que no podía hablarse de su alma. En cualquier ser humano aquella penetrante mirada
habría surtido efecto. Pero el Hombre no tenía nervios.
El Hombre había visto envejecer al doctor año tras año, sin que sus ojos hubieran
sufrido el menor cambio. Parecían aquellos ojos la misma voluntad donde su vida se
aferraba aún milagrosamente.
En cambio, el Hombre tenía toda la apariencia de un joven. Sus proporciones
anatómicas tal vez recordaran vagamente las de su antiguo cuerpo humano, pero
todas las personas que le habían conocido cuando aún tenía algo suyo, hacía tiempo
que habían pasado a mejor vida. El Hombre las recordaba con cierta envidia. Era
curioso que algunos sentimientos pudieran experimentarse íntegramente con el
cerebro.
—Sólo deseo morir —confesó con la fría entonación de su voz metálica—. Es lo
único que puedo ver ante mí.
El doctor sonrió beatíficamente, como si se encontrara frente a un enfermo al que
fuera posible infundir ánimos.
—No me engañará con esa expresión de bondad, doctor.
Pero la expresión del doctor no sufrió ningún cambio.
—Cuando te extirpemos el cerebro —dijo— habrás dejado de existir.
—No estoy seguro.
—¿Por qué no? Ya no quedará en ese cuerpo mecánico nada tuyo. «No serás tú.»
—¿Y quién cree que soy ahora?
—El misterio de tu personalidad está oculto. Pero todavía piensas como el
Hombre que siempre fuiste. Ahora eres aún capaz de preocuparte. ¿Puedes expresar
el dolor que sientes?
—No puedo decir que me duele la cabeza. Sólo soy un cerebro y, por tanto, mi
dolor es infinito. Ahora recuerdo mi vida, despedazada poco a poco, arrancada de mí
trozo a trozo. Todo empezó con aquel diente de acero inoxidable que aún conservo,
con los demás, aunque de nada me sirven, porque mi alimento orgánico es inyectado
al cerebro directamente. ¡Un diente de acero! Si pudiera, me reiría. Recuerdo que
aquello me divirtió. Se lo mostraba con orgullo a todos mis amigos del colegio. Tal
vez alguno de sus tatarabuelos fuera entonces uno de aquellos condiscípulos míos. No
soy más que una serie de baterías eléctricas, doctor. Podrían arrancarme este corazón
mecánico, que ya no tiene que impulsar sangre. Pero ustedes están más tranquilos al
pensar que poseo uno, aunque sea una caja metálica cuadrada, porque así les parece
que aún conservo algo de mi humanidad perdida.
La voz del Hombre, sin inflexiones, hizo una pausa mientras sus pensamientos se
ordenaban por orden cronológico.
—Luego, aquella pierna que perdí en la Tercera Guerra Mundial —siguió—.
Poco a poco iba dejando de ser yo mismo. Y pasaron los años. La Ciencia seguía

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haciendo progresos. A la pierna izquierda siguió la otra, después los brazos, el
estómago, los pulmones, los riñones, el corazón… Cada nueva pérdida era una
victoria sobre la muerte, o al menos lo creían. Ahora veo que no. Cuando dejé de ser
un ejemplar masculino, más o menos entero, de la especie, comprendí que todo
cuanto tenía de humano acababa de perderlo. Fue muy desagradable. Me
contemplaba a mí mismo y comencé a preguntarme quién era, mejor dicho, «qué
era». Entonces me pegué un tiro y la piadosa Ciencia vino de nuevo a salvarme la
vida, aunque quedé ciego. ¡Ah, pero había también unos ojos para mí! Y así, no pude
hallar la paz de la oscuridad y del silencio, porque también mis aparatos auditivos
tenían recambio. A cambio de renunciar a mi derecho noble y humano de morir, he
ido acumulando experiencia, amontonando conocimientos en el saco sin fondo del
saber. Entonces comenzaron ustedes a considerarme un tipo curioso, más que eso, un
auténtico milagro. ¡Pero si habían llegado a construir el hombre mecánico, el robot
perfecto! Ningún ser humano había llegado tan lejos como yo. Y esperaron a que mi
cerebro cansado envejeciera y muriese… ¡Entonces harían el definitivo experimento!
¿Seguiré viviendo después con un cerebro electrónico? ¡Ah, qué apasionante
misterio! Es un cerebro perfecto, que han estado construyendo durante años. Bien, ya
ha llegado el momento. El tumor de mi masa gris es mortal. Me acerco al fin, renace
la esperanza del descanso, y siento miedo. ¿Conservaré mis recuerdos? En su
implacable crueldad, ustedes acarician la idea de que así sea. Han construido el
cerebro utilizando el mío como molde, donde están grabadas todas las sinuosidades
que constituyen mi propio yo. ¿Se han preguntado lo que están haciendo? ¿No cree
que hayan llegado esta vez a los límites de lo humano para profanar lo divino? Claro
que no. Ya veo que esta idea no le inquieta lo más mínimo. La Ciencia les ha
envenenado a todos. Ya no son ustedes más humanos que yo mismo. Porque, al igual
que yo, sólo tienen cerebro. ¡Pero terminemos cuanto antes! Si conservan todavía
cierta conciencia, quizá piensen que van a asesinarme. No lo piensen, hace tiempo
que estoy muerto. Su mayor crueldad, doctor, ha sido la de mantenerme mentalmente
vivo después que dejé de ser humano. Pero voy a advertirle una cosa, aunque ya sé
que ello no les hará retroceder: si luego sigo conservando algo de lo que soy ahora, si
puedo recordar estas palabras, si le reconozco… ¡le mataré, doctor!
El doctor no pudo evitar un estremecimiento. Por un momento creyó haber
escuchado la advertencia de un enviado divino. Le aterrorizó su propia obra. Pero,
como había dicho el Hombre, no podía retroceder. El ser humano no retrocede jamás
cuando está labrando su propia ruina.
—Todo eso no lo he hecho yo sólo —se defendió—, aunque yo sea el afortunado
que dé, el toque final a esta tremenda experiencia. Eres la obra de centenares de
inteligencias que sólo pensaban en el bien humano. ¿Cómo puedes reprochárselo?
Ellos amaron en ti a todos los hombres, y llegaste a ser el símbolo del triunfo de la
Ciencia sobre el Dolor y la Muerte.
—Ésa no es la idea que le guía a usted.

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—Cierto, pero mi caso es distinto. Nada me importa ahora tu sufrimiento.
Simplemente morirás, pero tu cuerpo será regido por otro cerebro gemelo al tuyo.
—Un cerebro sin alma.
—¿Puedes asegurar, acaso, que la conservas?
—No lo sé. Quizá la perdí, pero ¿cuándo? ¿Cuándo dejé de ser un hombre para
ser sólo una inteligencia?
—Los problemas del más allá siguen estando ocultos y los respeto. No pretendo
meterme en los dominios de Dios.
—¡Dios! ¿Cómo es posible que recuerde su nombre? Ya no quiere preguntarse a
sí mismo si obra bien o mal.
—¿Conservas tú esos conceptos?
—¡Ah, siempre la curiosidad científica! Sí, creo que sí los conservo, aunque sólo
en lo que se refiere a mí exclusivamente. Es un extraño egoísmo. No distingo entre
los atributos divinos que disfruta el ser humano y los propios instintos. He dicho que
le mataré, pero eso no significa que le odie. Sólo pienso que tendré que hacerlo, por
un motivo parecido al que le guía a usted. Piénselo, doctor. Después será tarde.
—No renunciaré a terminar la obra de toda mi vida.
—La obra de toda una vida puede ser un error. Cuando el fracaso está disfrazado
de triunfo, ciega al hombre.
—Te has vuelto un filósofo.
—Sí.

El doctor y su ayudante, el científico, estaban terminando los últimos


preparativos.
En la soledad de sus laboratorios habían trabajado durante años hasta llegar al
final de su experimento. Y ahora que se acercaba el momento definitivo, parecía
como si una mano vengadora blandiera una espada de fuego sobre sus cabezas. Pero
sólo el doctor sentía su contacto.
El doctor no tenía miedo. Sólo una angustia interior que hacía flaquear su
voluntad.
Hacía tiempo, mucho tiempo, que el hombre había vuelto a caer en el paganismo:
el paganismo más feroz, más irracional; el que reconocía como única divinidad a la
Ciencia. Unos cuantos siglos más y se le levantarían templos. Entonces la Ciencia,
como toda deidad, exigiría víctimas y devoraría al hombre. Pero esta idea sólo pasaba
por el pensamiento del doctor como una ráfaga de temor sin fundamento, que
fácilmente era rechazada y olvidada.
El científico, más joven, no reconocía otro poder que el de la voluntad humana.
Era un ente saturado de leyes y fórmulas. Por eso era menos culpable. La libertad de
buscar la sabiduría por distintos caminos ni siquiera le había sido infundida como una
posibilidad. Solamente vivía en una dirección, y por eso era un esclavo más, un

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hombre superior en el que todos los esfuerzos convergían en el mismo fin. He aquí
por qué se mantenía firme, mientras que el doctor acusaba el cansancio.
El viejo doctor se sentó, exhalando un suspiro. Sus penetrantes ojos habían
perdido su peculiar vida, oscurecidos tras un velo inmaterial de incertidumbre.
—He hablado con él —murmuró—. Y me ha dicho cosas inquietantes. ¿Crees
que obramos bien?
El Científico, a pesar de no comprender la pregunta de su maestro, se asombró al
oírla.
—Va a morir —dijo—. Usted sabe tan bien como yo que su tumor cerebral es
incurable.
—Sí, debe sufrir horriblemente. ¿Por qué no le dejamos morir en paz?
—Nuestro deber es salvarle, doctor.
—La cuestión está en saber lo que vamos a salvar. Usted mismo acaba de decir
que su enfermedad es mortal. Ya ve que no es su vida lo que realmente nos importa.
Nos estamos engañando a nosotros mismos. Ambos sabemos que el Hombre morirá.
No es más que un cerebro fatalmente condenado. Todo lo demás es diabólico. Un
hombre puede seguir siendo un hombre, aunque gran parte de su cuerpo sea
mecánico. Hay millones de hombres por el mundo que viven con órganos artificiales.
Yo mismo poseo un ojo artificial, con el que veo perfectamente. Pero, ¿cuándo deja
un ser humano de serlo? ¿Dónde acaba la humanidad de cada uno? ¿En qué consiste?
Lo único que podemos saber es que en algún momento el Hombre sobrepasó ese
límite y dejó de ser el Hombre. Un cerebro sólo no es un hombre, aunque sufra. Es un
monstruo, precisamente porque aún puede pensar y sufrir. Al cambiarle el cerebro no
quedará nada de su original ego.
—No entiendo nada, doctor.
—Sí, lo sé. Por eso la Ciencia no le asusta. Aunque posiblemente no sea ella la
culpable, sino nosotros mismos que la creamos como esclava y la hemos convertido
en nuestra diosa omnipotente.
El doctor se levantó y se dirigió al otro extremo de la habitación. Allí, aislado del
ambiente exterior, dentro de una campana herméticamente cerrada, esperaba
pacientemente su obra maestra: un cerebro artificial, una potencia mental ambigua
entre el ser y el no ser, entre la vida y la nada, un monstruo que palpitaba
estremecedor, como si cada uno de los átomos que componían su materia inerte
hubiera despertado de un letargo a una conciencia mecánica. No era mayor que un
cerebro humano, pero no se le parecía. En cierto modo, podía decirse que «vivía».
Generaba su propia energía, con la que podía asimilar conocimientos y almacenar
recuerdos. «Pensaba». Sólo necesitaba un instrumento con el que poder manifestarse.
Y ese instrumento sería el cuerpo robótico del Hombre.
—Tal vez sería mejor destruirlo —pensó el doctor en voz alta—. Me produce
terror.

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El científico reaccionó como si hubiera oído una blasfemia. Para él aquello sería
tanto como destruir al mundo.
—¿Qué dice, doctor? ¿Piensa en serio destruir esa maravilla? No sabe lo que dice.
Es la gran conquista de nuestro tiempo, tal vez la cumbre de nuestra Ciencia.
Presiento que puede ser superior al hombre mismo.
—Eso es lo que me aterra. Nos destruirá él a nosotros.
—¿Y qué importa? ¡Es la inmortalidad la que hemos logrado!
—La inmortalidad… ¿Para quién?
El Científico no comprendía esto.
—Será mejor que empecemos ya, doctor. En todo caso, sólo después sabremos lo
que hemos hecho.
—Es verdad.
Ya nada podía detener al doctor. Olvidó sus vacilaciones y sus temores. Aún no
sabía… y tenía que saber…
Siempre el hombre había tenido que saber… saber… saber…

El Hombre se incorporó.
Era extraño. No notaba nada. Era una obra perfecta, se dijo. Tenía noción de sí
mismo. Se reconocía. Recordaba. Pero había algo olvidado, algo muy importante…
Algo que antes le había dado mucho qué pensar. Y lo había olvidado.
Tal vez el dolor… No, lo recordaba perfectamente, aunque ya no sufría. Jamás
volvería a sufrir.
El doctor y el científico le miraban a cierta distancia. Cuando quiso acercarse a
ellos tropezó con un muro infranqueable e invisible de energía concentrada sin
alcanzar el nivel de la materia. Eran unas densas radiaciones que sólo se proyectaban
en un plano vertical, desde el techo hasta el suelo.
El Hombre se supo encerrado, pero no le importaba. Sabía que podía liberarse de
aquella cárcel de energía, aunque de momento ignoraba cómo. Un ser inmortal puede
esperar. No importaba.
¿Qué era lo que había olvidado? No, desde luego no era la necesidad de matar.
Esta idea ocupaba precisamente todos sus poderes mentales, como si fuera el único
objetivo de su futuro.
—¿Me oyes, Hombre?
Era la voz del doctor, clara, pero temblorosa. Indudablemente tenía que hacer un
esfuerzo para vencer al miedo.
—Sí, le oigo.
—¿Qué sientes?
—Nada.
—¿Sabes que estás prisionero?
—Sí.

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—¿Quieres salir? ¿Deseas ser libre?
—Soy libre. Soy inmortal. Pero no me importaría no serlo.
—¿Sufres?
—No.
—¿Eres feliz?
—No soy humano.
—¿Qué ocurre con tu alma?
Ahora el Hombre guardó silencio.
—¿De dónde vienes?
—Sólo sé que he hallado el reposo en algún lugar muy lejano —respondió el
Hombre después de una larga pausa, con una nueva y asombrosa entonación que
casi… casi le hacía más humano.
—¿Como si… como si vivieras en dos sitios a la vez?
—No.
—¿Cómo puedo entenderte?
—Ya sé que no puede.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—Cumplir mi destino.
—¿Tu destino? ¿Puede hablarse de destino cuando no existe la muerte?
—Sí existe para usted, doctor.
El doctor dio un paso atrás.
—Ya sé que no soy inmortal —dijo.
—No, no lo es.
—¿Por qué me odias?
—No puedo experimentar esos sentimientos. Sólo sé que debo matarle.
El Doctor dio un paso atrás.
—¡Destrúyalo! —ordenó al científico.
—¡No lo haré!
—Entonces, lo destruiré yo…
El doctor avanzó hacia la palanca que regulaba la energía del cerebro electrónico.
Consiguió accionarla. Pero no ocurrió nada. El Hombre seguía viviendo.
Y, sin embargo, su infernal cerebro debía haber estallado.
—¡Dios! ¿Qué hemos hecho?
La energía mental del Hombre, con su nuevo estímulo, absorbió la barrera de
radiaciones que le separaba de sus creadores.
Ambos le contemplaban de espaldas al tablero de control, sin poder retroceder
más. El doctor temblaba de pies a cabeza. El científico miraba al Hombre casi en un
éxtasis místico.
Así su vida se apagó entre las manos de acero del Hombre. Al derrumbarse ya
cadáver sus ojos saltados aún parecían iluminados, como si la asfixia no hubiera
conseguido apagar la visión.

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Los ojos del doctor, en cambio, sólo expresaban un terror infrahumano. Expiró
sin resistencia, inmovilizado por el miedo, un miedo tan intenso que ya le había
matado cuando las manos del Hombre se acercaron a su garganta.
Entonces el Hombre salió al exterior.
Las nubes se rasgaban a impulsos de un viento misterioso que no movía las hojas
de los árboles.
Durante largo tiempo permaneció mirando aquel cielo, hasta que se tiñó de rojo.
Recordaba… Sí, ya recordaba aquella inquietante idea que había sido su obsesión,
pero que ahora se le manifestaba diáfana y clara, como una luz que guiara sus
pasos…
Aquel día cumplía 666 años.

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