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DOMINGO, 5 DE JUNIO DE 2011

fresco y batato
Mito del under de los ’80, tercio de la trinidad en tacos altos que conformó con Alejandro
Urdapilleta y Humberto Tortonese cuando todavía taconeaban las botas militares, clown,
performer, improvisador, cada una de sus interpretaciones es legendaria sin que nadie
pueda explicar muy bien lo que hacía. En sus últimos meses, consciente de su muerte,
colaboró con su amigo Peter Pank en la elaboración de material filmado para una futura
película sobre él. A veinte años de su muerte, finalmente se estrena La peli de Batato.
María Moreno reconstruye la época y la trastienda de aquellos años en que se forjó la
leyenda que hoy se puede ver en pantalla.

 Por Maria Moreno

El sabía, sabía porque era clarividente como yo que soy gato de metal, 8 en La Cábala y Jod el
alquimista, sabía que vendría un harén de flashes después de que él muriera, una película y
otra y otra porque él abría todas las puertas –a Peter Pank, a Seedy González Paz, a Tino
Tinto–, no a mí que estaba con él en el mismo convoy de diosas, de las divines y celebrities de
la época, porque él era yo (o como si te dijera él y yo éramos Viñas-Castelnuovo) y sabía que
habría una biografía y otra como la que yo le prometí e hice porque tenía un pacto con Batato –
después Nené me robó el título y escribió Un pacto con Batato.

Fernando Noy debe ser la única persona en el mundo capaz de escribir hablando por teléfono,
con subordinadas y todo. Quiere bendecir La peli de Batato y todas las biografías que vendrán,
formato libro, dvd, estampitas encadenadas. El, que es biógrafo hiperautorizado de Barea,
autor de Te lo juro por Batato, quiere ser un Max Brod al infinito, capaz no sólo de no quemar la
obra sino de hacerla resonar y resonar llevada en andas por otras voces, otras cámaras hasta
que ya ni exista la misma calle Corrientes dragada por los tacos filosos del Gran Muerto.

La peli de Batato, de Peter Pank y Goyo Anchou, es un documental y, cuando pasen los años,
la prueba de vida de un mito como cuando en YouTube se ve la cara de monito de Nijinsky, su
salto acelerado de cine mudo. Entrevistas, collages, superposiciones –conmovedora la de
Alejandro Urdapilleta cantando Erase una vez una mariposa blanca mientras Tino Tinto cuenta
el fin de Batato– enmarcan una larga entrevista de Peter Pank realizada en 1991 (podría
titularse Memorias de un comedor de polen): el rostro pálido, la boquita Theda Bara, los ojos de
pestañas rubias que los dejan como desvestidos, la cabellera seca de muñeca arman ya una
imagen penúltima.
Cuando Peter Pank vio a Batato y empezó a filmarlo sabía quién era Batato pero no quién
sería: si la experiencia se vuelve un valor superior suele despreciarse el registro del
acontecimiento –“si no hay futuro, ¿cómo puede haber video?”, podría haber sido la divisa de
unos años ’80 que se estiraban–, el cálculo, la previsión, considerarse cosas de ahorristas.
Esos VHS olvidados, ejercicios de un estudiante de cine que es también un fan y cumpa de la
noche, son ahora, en La peli, de una frescura y un encanto únicos, quizá porque Batato no
cambió nunca en su luz pública pero sobre todo porque irradian una intimidad llena de matices.
La peli, como la biografía, eligen la pose del testigo; una no copia a la otra aunque los
entrevistados se repitan; ninguna propone llegar a un punto final: ¡que siga el mantra!

Te lo juro por Batato, editado por el Centro Cultural Ricardo Rojas, es una ofrenda sacrificial en
donde Noy, celebridad callejera dotada del “oro verbal de vena manirrota”, sorjuanezco,
transcribe, borda y edita un testimonio en abanico de todos los que conocieron a Batato y lo
hace casi de puntillas, borrándose como Centro Solar y dejando un texto que otra que la noche
de Tlatelolco de Elena Poniatowska (Noy llama “B” a Batato).

Foto: Carlos San Martin. Material cedido por S. Gonzalez Paz. Museo

Batato

CORPUS BATATUS

Batato se la chupa a un chongo tirado en una cama con ese ligero desplazamiento entre
genitales y labios propio de porno soft donde el “activo” literalmente cabalga sobre el ombligo
del partenaire o le lame con frenesí la ingle. El chongo lee una revista, cuando Batato
enloquece su ritmo, se apresura a buscar otras en la mesita de luz, con velocidad y
preocupación, como un mago que, a punto de salir a escena, no encuentra la galera. ¿Cuál es
la imagen más caliente para ilustrar su excitación (que no se ve)? Lo que se ve es una tarántula
de bucles yendo de arriba abajo y abajo arriba por una musculosa arremangada sobre un cierre
levemente deslizado –es apenas un signo de Bragueta abierta–. Batato le dice a Antonio
Gasalla que estar enamorado de uno mismo no es atroz, ya que es imposible la competencia
de los rivales y que, el que quiere celeste, que mezcle azul y blanco. Batato tiene una mueca
en la cara que no es de payaso y habla de sus tetas como algo que hay que bancarse, como si
hubieran sido una visita inesperada, como el sida, y no una elección de siliconas industriales.
Batato lee un bando con su voz sorda pero enfática: “En mis venas llenas de carne solamente
hay carne y cuando anochece y me siento en un sillón del living room y en la tele aparece Raúl
Portal y Nelly Trenti y Mirtha Legrand o Canela con sus consejos, con sus verdades... los
dientes apretados y los puños apretados como aprendí en las clases de gimnasia molecular...
los recuerdos no valen nada y esta existencia alocada, trémula, loca, loca, loca y este vértigo...
este maremágnum de cosas... supe ganarle a la vida y sorberla, sobarla y mamarla... será para
tanta extraña carcajada... porque dentro de mi corazón hay sangre y dentro de mi sangre hay
cosméticos”.

Las imágenes son de video hecho en un sótano o de un súper 8 arañado como si fuera una
película de los hermanos Lumière o un tape con lluvia y fantasmas del viejo Canal 7. Mejor así:
quien no vio actuar a Batato, se lleva la impresión de un documento invalorable como ese corto
de Roberto Rossellini que el coleccionista Harabeth Alakrán encontró en una cámara olvidada
en un negocio de San Telmo; igual se queda sin saber qué hacía Batato, como tampoco lo
sabe quien lo vio. El es la mujer de la voz ronca de Cesare Pavese, pero también Pepe Biondi y
Juan Globo: la angustia de definir lo que hacía Batato hace agarrarse compulsivamente de la
comparación. Como Noy, que enumera: “Cuando se enojaba caminaba como Ingrid Bergman,
pero era más Katherine Hepburn, un poco Massina también”.

Pero Noy no se refugia en la comparación, más bien larga nombres como quien pone exvotos
en un altar, velitas a su Difunta pecosa alias Billy Boedo, Sandra Opaco, Batatísima de los
sótanos.

Hay junto a Batato una fraternidad de transición democrática de la que forma parte Noy mismo
y La Ocaña filmada por Ventura Pons (en los papeles el pintor, performer y militante gay José
Pérez Ocaña), esa manola con forma de huso, de interminables parlamentos lorquianos, que
iba en culo por las ramblas de Barcelona del bracete de Nazario (el dibujante homo de El
víbora), gloria del generalato del destape y que se desnudó en un acto de la CNT mientras
taconeaba furiosamente –se diría que sobre el cadáver de Franco– y murió de hepatitis luego
de haberse quemado en su propio nylon pero en su pueblo, Cantillana.

Como si el fin de una dictadura fuera menos un retorno de los derechos y juicio a los culpables
que una tarantela colectiva de pulsiones chapuceras y liberadas por inocentes que lejos de
aprovechar, una vez caída la censura, para ser ellos mismos, corren a ponerse cualquier careta
para hacer sus gracias más entrañables, preferentemente bajo tierra o como si lo estuvieran –
eso fueron el Parakultural, Cemento, la Sosa Pujato del Rojas–. Y como si en el mismo instante
en que los taconeos de las botas comenzaban a ensordecerse, el taconeo de las locas –dos,
tres, cien locas al igual que dos, tres, cien Vietnam– hiciera tronar el escarmiento. O como si a
la búsqueda de los desaparecidos se le adelantara un énfasis de cuerpos subrayados o
gritados, no para sustituirlos sino para guiarlos a esa materia capaz de desmentir el aforismo
videlista: “Los desaparecidos no están ni vivos ni muertos”.
Poco tiempo después de que en la ESMA los objetos de uso cotidiano se pervirtieran para el
suplicio –las capuchas eran llevadas por las víctimas y no por los verdugos, los anteojos
estaban pintados de negro–, los artistas del underground al que Noy llamaba “engrudo” hacían
de un guante de goma, un plumero, una silla tijera, un objet d’art (Claudia Char hacía del
guante un pene en erección mientras Batato levantaba el de los espectadores con un plumero
y, poniendo la silla tijera en medio del escenario, permitía imaginar la playa del Lido de
Venecia). Pero todo estaba al borde de fallar o fallaba: los equipos de sonido lanzaban un pitido
de vigilante, la cortina se desmoronaba como la del baño (y a lo mejor era la del baño), se
descosía una cola de rumbera, podía volar tanto una peluca como una nariz o alguien
demoraba su número –que casi nunca tenía guión– y entonces, entre bambalinas, se
escuchaban las puteadas del siguiente. Y encima la etiqueta de la época exigía contemplar
todo empinado tras enormes columnas, sudando fernet y papas fritas, los pies encogidos ante
el peligro de un stiletto travesti. La democracia no podía tener cuadrículas, ejercicios,
entrenamiento. Era el match de improvisación antes de que Mosquito Sancinetto se probara el
nombre.

Consulto a Daniel Molina, que dirigía y dirige el Area de Letras del Rojas y le abrió la puerta a
un Batato Barea que puso Alfonsina y el mal y Un puré para Alejandra.

Me acuerdo de una escena increíble que está en la película. Llevaba un sombrero


enorme que era como un puff y de pronto le abría un cierre y sacaba un caracol enorme,
lo acariciaba. Era poesía pero fallida, porque siempre tardaba mucho en abrir el cierre.

–Pero justamente la poesía estaba en que fallaba. Porque él estaba muy lejos de la parodia, no
era el actor que hace la travesti fea, era una estrella de barrio. Entonces todo lo que hacía
estaba pegado con alambre.

También me gusta ese video hecho mierda con el Clú del Claun, donde hace de
Margarita Gautier, en camisón, la nariz de payaso y bucles. En un momento dice con una
gran sonrisa: “¡Ay, pero qué mal me siento!”. Ahí hace una curva de Charcot con el
cuerpo, tenía cierta técnica.

–No te estoy diciendo que era paralítica. Pero tampoco que podía actuar en el Cirque du Soleil.

¿El cuerpo ochentoso –cada década, cuando pasa, se adjetiva con desprecio– era pulsional,
expresivo, incapaz de moverse sin que fuera como la primera vez?

En una charla que tuvimos cuando en Proa se mostraba Escenas de los ochenta, primeros
años, Omar Chabán rescataba lo que no veía: la técnica. Hoy ese archivo con la voz de
Chabán es la síntesis, si no de una época, de una época desde alrededores de Corrientes y
Callao hasta San Telmo:
–La gente habla mucho del cuerpo y todavía no sabe laburar con él y en los ‘80 tampoco era
tan claro. Yo creo solamente en la formación corporal. En los ‘80 el cuerpo reaparece pero
como grotesco. Y cuando el grotesco renace está desactualizado. Es como una estructura
post-milicos que ya funcionaba en la época de los milicos. A lo grotesco no me lo banco,
porque si te basás en lo real, se termina en la mala palabra y el “che loco”. Yo hice danza. La
danza es muy formal por más que sea danza contemporánea. ¿Por qué hay que estirar la
patita así? ¿Por qué siempre tiene que haber un eje? ¿Por qué tanto equilibrio, por qué no el
cuerpo roto? ¿Por qué todos los movimientos son para minas? Hasta que apareció Pina
Bausch y todo el mundo con Pina Bausch. Al primer sketch sexual sacado de esa época en la
Argentina lo hice yo, que estaba con el rictus cristiano social. Hacía una hora y media de “a vos
no te entra en la cabeza, a vos no te entra en la cabeza, a vos no te entra en la cabeza”. Con la
línea de no sentir y no actuar. O: “me corto la pija, me corto la pija, me corto la pija”. Cuando se
volvió banal eso de te la meto o te la chupo, me propuse hacer otra cosa, donde hacía subir a
alguien del público, le hablaba, le hablaba y le hablaba mientras le decía “relajate, relajate” y
después decía “meame guacha” o “cagame guacha”. Después a eso lo denigré más y ya me
tiraba dulce de leche onda ’60. Sin estructura autocrítica, pero empezó a funcionar y en algún
momento me metía entre el público y me acercaba a un tipo y le pedía que me metiera el dedo
en el orto. Y le decía “olé”, “olé”.

Para que Batato fuera posible había un contexto, porque el under era una formación mutua con
mucho de teatro de comedor y fiesta de egresados; también en clave cristiano social Omar
Chabán actuaba en bolas pasándose una afeitadora por el cuerpo que sonaba como una
picana eléctrica, Emeterio Cerro hacía teatro francolusitano que sonaba como “plúrimo bolo
tose, pérgola colo sose, pámpano cojo rose”, Roberto Jacoby llamaba a un concurso de body
art con la consigna “sea famoso durante quince minutos” y Jorge Gumier Maier, para recitar
con las piernas al aire un texto del general Mansilla, se travestía como Brunilda Bayer
proclamándose la hija de Osvaldo.
Foto: Marcos Zimmermann

SANDRA OPACO LLAME YA

En las mil caras de Batato de La peli se lee la voluntad hacendosa de una profesora de
actividades prácticas, el pudor del chongo piel roja (“Ah, esas pecas que cuando uno las veía te
inyectaban un clima de Van Gogh”, dice Noy), el cansancio del que se muere en arte, la tristeza
por las tetas que no se reconocen porque a veces un deseo cumplido se vuelve un cuerpo
extraño. Daniel Molina dice que las vio, las tocó, se pronunció:

–¿Qué te parecen, eh? –me preguntó. La verdad, Batato, es como si el Ancho Peuchele se
pusiera tetas, le contesté.

Mirá que sos bestia.

–Sí, pero qué querías que le dijera. ¿Qué estaba igual a Cochinelle?

Lo mismo. ¡Qué bestia!

–Sí, un poco me di cuenta y le dije: “No importa, Batato, los gustos hay que dárselos en vida”. Y
él me contestó: “Sí, los gustos hay que dárselos en vida”, como subrayando, porque ya estaba
cerca de la muerte.

Nadie lo recuerda como taxi boy o se calla, pero muchos se acostaron con Sandra Opaco, esa
pelirroja del Once que usaba bolsas hippies para comprar las verduras en el mercado y recoger
desechos textiles en los containers (una vez un ciruja lo encaró y le dijo, cómplice: “Viste, loco,
ya nadie tira nada”).
Jorge Gumier Maier, otro artista cartonero exiliado en las islas del Delta, a quien el río lo exime
de revolver containers, fue su couturier en el concurso de body art de Jacoby. Batato le había
llevado a su casa de la calle Mansilla metros y metros de papel plisado sacado de la basura. El
lo hizo “ponible”; el diseño era de Batato, que se lo armó encima sin esperar el caminito de
alfileres (se llamó El papelón). Batato y Gumier fueron amigos y vecinos.

–No sé si contarte, después me hacés quedar como un tarado (Maier es tan de la época que
me reprocha el haberle arreglado una declaración, no para hacerlo quedar mal sino para
atemperarlo. Era en una nota sobre Pablo Suárez, él había dicho “me calientan los chongos de
Suárez” y yo puse “eran figuras excitantes”, entonces quiere, contrariamente a la mayoría de
los entrevistados, que no mida sus palabras). Me acuerdo que cuando yiraba ponía avisos en la
revistas o repartía volantes que decían “Sandra Opaco”, alguna otra cosa, no me acuerdo, y el
teléfono. Cuando vivíamos a tres cuadras me hacía acompañarlo a volantear. Calle San Luis,
Valentín Gómez, Anchorena, era zona de gomerías. El se paraba delante de alguna y tiraba los
papeles como maripositas. Los chongos salían cuando lo veían venir de lejos pero después se
acercaba y veían que, con esos palazzos, cartera con flecos, sandalias, no era un travesti
común. Igual lo llamaban. Era perverso, le gustaba que yo le viera los amantes. Por ahí venía
uno a las cinco y media, entonces me hacía ir a las cinco, tomábamos un té y cuando el tipo
tocaba el portero eléctrico, yo bajaba para irme y me lo cruzaba. Tenía a un taxista que era de
una belleza espectacular y al señor Abraham, un monstruo más grande que yo, con una barba
de cuarenta metros, sobretodo negro hasta el piso, bucles, un judío ortodoxo. Los recibía a
todos con una copita de licor de mandarina hecho por él mismo.

No era muy drogón, ¿no? Raro en esa época.

–Yo no lo recuerdo tomando nada. Una vez Omar (el pintor Omar Schirillo, entonces pareja de
Gumier), por error, se llevó mis llaves junto con las de él y me quedé encerrado en casa.
Entonces lo llamé a Batato para pedirle que me trajera cigarrillos y me los pasara por el buzón
de la puerta. Me los pasó envueltos en papel de diario. Se los había hecho envolver al
almacenero. “Es que no quiero ni tocar tabaco”, me gritaba detrás de la puerta. Yo no sé si fue
un circo o qué.

Siempre sostuve que al periodismo hay que encararlo no yendo a investigar a los lugares
pertinentes, sino preguntando a cualquiera. Mientras escribía esta nota, me interrumpió el
teléfono. Era un amigo. “Te llamo después, ahora estoy escribiendo sobre La peli de Batato,
estoy a mil”, le digo.

–Yo me acosté con Batato.

¿Y?
–Era La amada inmóvil de Nervo.

No hay que subestimar a los cronistas anónimos, pero tampoco tomarlos como única fuente.
De Batato no se sabía qué hacía aunque se lo estuviera viendo. Ronnie Arias yiró con él, soñó
con él o, mejo dicho, codo a codo con él, cuando todavía era Walter Barea, un marinerito de
Cocteau, no de Fassbinder.

–Primero tuvimos un amante común en la calle Alvear. Un día el chongo baja con Batato en el
ascensor. “Walter-Ronnie, Ronnie-Walter.” Yo llegaba y él se iba. Después nos encontramos
yirando. Nos bajábamos los dos en la estación Villa del Parque y yirábamos por Santa Fe. Las
dos queríamos ser famosas. Mi sueño entonces era hacer fonomímica de Violeta Rivas,
entonces él me pedía que cantara El Cardenal. Quería ser actor. Eramos muy chicos. Después
yo trabajaba en una revista que se llamaba Venus y firmaba Ivana Trampa. Ibamos a ver
espectáculos y criticábamos. Después yo escribía.

Nunca estuvieron juntos en un escenario.

–Una vez que hicimos algo todos los Yoli. Pero él, cuando él sale de Peinado Yoli, entra Divina
Gloria y yo entro después. El cerebro era Doris Night, que ahora trabaja en el Departamento de
Policía.

Eso no lo puedo poner.

–Pero, ¿cómo la van a identificar? ¿Como Dorita Noche?

La última vez que lo vi fuimos a ver La familia Argentina, las dos nos mirábamos y hacíamos
arcadas. Ya tenía tetas. Después lo vi alejarse por Esmeralda. Se tambaleaba, con los tacos
torcidos, una camiseta de red rota que le transparentaba las tetas y dos colitas con poco pelo.
Tristísimo.

SU PALIDO FINAL

Yo también vi a Batato cuando era Walter Barea. Gorra de chofer, camiseta de marinero, como
la que usaba en la publicidad de Echo en el balde: podía haber sido un personaje de Roberto
Cossa. Hacía un largo monólogo de peripecias-cono-urbano. Decía que se había caído de un
piso 17. Ahí venía un relato de peregrinación por hospitales, de pesadillas burocráticas,
humillaciones. No se diferenciaba mucho de una denuncia en Canal 9 pronunciada con rostro
impertérrito. Se suponía que estaba hecho pedazos. Hacia el final, se acercaba al borde del
escenario, hacía un silencio que congelaba las risas. Entonces preguntaba: “¿Puede alguien
acercarse y ayudarme a bajar? (no eran las palabras exactas). Yo no puedo”. Entonces la
angustia se expandía por la sala y el silencio se hacía insoportable ante esa figura desolada
que se inclinaba hacia adelante. Nunca la línea del escenario fue tan radical, como si la rodeara
un alambre de púas, daba miedo. Hasta que alguno que corría con alguna ventaja o mayor
responsabilidad por ser el más cercano, en la primera fila, le tendía la mano.

Ronnie Arias dice que era un genio, así nomás, y un hombre con tetas, no una travesti.

Se puso tetas porque era un revolucionario, como cuando comía cebollas en escena. Nadie
entendía entonces lo que hacía, pero no podían dejar de mirarlo. ¿Viste que en teatro se dice
“nunca actúes ni con un animal ni con un niño”? Batato era un niño. La Tortonese hacía una
escena con un perro –se llevaba un perro– y hasta el perro se quedaba mirando a Batato.

“Vida, vos que me negaste estar vivo, no podrás negarme esta herencia que es mi cuerpo. Me
lo llevo con la muerte...”, escribió Batato en un poema que le dejó a Peter Pank para que lo
guarde y está en La peli, pero el final es con Batato anunciando la libertad de amar y de desear
más allá de la calle Corrientes, San Telmo, Recoleta; traza un mapa de ciudad conquistada y,
por contraste, de la inmensa Pampa urbana donde con la paleta de placeres aún “no pasó
nada”. Es una Rosa Luxemburgo sentada como la mujer de Copi, las manos quietas y
aburridas, que sugiere que hay que seguir la lucha con un tono de pedir, como en uno de sus
monólogos, “cien de mortadela y una leche cultivada”.

En el primer capítulo de Mi filosofía de A a B y de B a A, Andy Warhol habla por teléfono con su


vecin@ B. Discuten distintos métodos para desembarazarse de un chocolate relleno con
cerezas al que se ha pisado.

“Me arrastro hasta el lavabo porque no puedo bailotear, dar vueltas ni andar de puntillas con
una chocolatina rellena de cereza entre los dedos de los pies. Me acerco al lavabo. Levanto
lentamente el cuerpo y apoyo los brazos en el estante.”

“Yo no hago eso”, dice B. “Sostengo entre los dedos la chocolatina rellena de cereza y,
entonces, me siento en una posición de yoga y trato de meterme el pie en la boca para chupar
el chocolate que envuelve la cereza. Luego, voy saltando hasta el baño para no tirar más
chocolatinas rellenas de cereza por el suelo. Una vez allí, tengo que levantar la pierna hasta el
lavabo y lavarme el pie.”

Ese podría ser un número de Batato. B, ¿es Batato? Warhol, ¿su profeta?

“Si se hace otra película, ¿quién será el Terence Stamp que haga de Batato?”, remata Noy.

La peli de Batato se proyecta los viernes de junio y el 1º de julio en el Malba

(Av. Figueroa Alcorta 3415), a las 22.


Hoy, domingo 5, se puede ver en la Casa Brandon una proyección en VHS original de Lo
mejor y peor de 3 mujeres descontroladas (76 minutos), una presentación de Batato con
Tortonese y Urdapilleta, filmado en el Centro Cultural Rojas en noviembre de 1990.

A las 19.30. Luis María Drago 236 (a dos cuadras de Scalabrini Ortiz y Corrientes).
Entrada: $ 20.

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Imagen: Marcos Zimmermann


 

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