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Comentario del capítulo de Dr.

Who

Hace muchos años, leí esto en el blog de un joven español que estudiaba cine: «Si
tiene el suficiente valor dramático, por supuesto que puedes meter un velocirraptor en la
trama. Faltaría más». Y creo que esta broma del estudiante es perfecta para comentar el
capítulo de Dr. Who sobre Van Gogh, pues la fantasía va desde viajes en el tiempo con
máquinas que parecen fabricadas por los teletubbies, hasta imaginar a un veloci-pollo
invisible que sólo puede ver el pintor holandés y al cual el Dr. Who medio entiende en su
idioma alienígena. Es decir, hay un exceso de fantasía, y recuerdo haber oído a un famoso
escritor del género fantástico hablar sobre cómo el exceso de un recurso imaginario rompe
por completo la trama, hasta hacerla inverosímil y ridícula, lo que en nuestro español local
denominados «ficty»: esto es malo porque es ficty. Por esta razón, hacer una tabla
discerniendo lo que es fiel a la realidad y lo que no, es innecesario, pues todo es exceso. Lo
único con base histórica serían algunos pequeños detalles, como la mención del Museo de
Orsay, los cuadros de Van Gogh que se muestran, la mala fama y la pobreza del pintor en
Orlán, su inestabilidad mental y otros pequeños datos en los que no se profundiza
demasiado, nada demasiado específico.
Sin embargo, obviando al veloci-pollo asesino y la infantilización de Van Gogh hasta
convertirlo en un niño berrinchudo, el capítulo presenta dos elementos muy interesantes al
final. Uno de ellos es la conmovedora, realmente conmovedora, posibilidad ficcional de
permitirle al artista saber aquello que en vida nunca pudo, es decir, el mérito y
reconocimiento social de su propio trabajo. ¿Cuántos artistas y demás personajes ilustres no
han muerto sin ser lo más mínimo conscientes de su relevancia histórica, a lo Kafka o a lo
Van Gogh? Imaginar la posibilidad de ese «encuentro», la del hombre con su legado y el
valor de ese legado, es una conmovedora manera de resarcir, a través de la fantasía, esa
tragedia de la realidad. Un bello gesto de gratitud.
El otro elemento interesante es el de la fatalidad que ilustra el capítulo, el cual cobra
mayor fuerza después de conocer el elemento anterior, pues a pesar de la alegría y aventura
que llevaron el doctor y Amy a la vida del artista, y de que él mismo pudiera saber
anticipadamente la importancia que tendría para la humanidad, nada de eso cambiaría su
destino: el terrible suicidio al que lo llevó la desesperación y la pesadilla. De ahí la gran
congoja de Amy al enterarse de todo, pues a pesar de que dejó huella en Van Gogh y lo
imaginó volviendo entusiasmado a su época, descubriría que todo sigue igual en la
actualidad, no hubo ni un solo cuadro más, tan solo una mención en el florero de Los
Girasoles: todos sus esfuerzos sólo lograron el complemento de una dedicatoria.
La noción de la fatalidad es casi indisociable del recurso de los viajes en el tiempo,
como en la película La máquina del tiempo, inspirada en la obra de Wells, donde un
hombre intenta salvar a su esposa viajando al pasado, pero el hado encuentra siempre la
manera de hacer cumplir su voluntad. O como en Predestination, protagonizada por Ethan
Hawke, donde él mismo es todos los personajes y donde «todas sus épocas» cumplen el
destino que no quieren cumplir. Incluso podría nombrarse la película Irreversible, cuyo
motivo central es también la fatalidad del curso del tiempo, acentuando esa sensación de la
inexorabilidad a través del recurso de contar una historia al revés, empezando desde el
desenlace y retrocediendo hasta el inicio, mostrando la gran ofensa de la vida de manera
anticipada. En últimas, toda obra es una fatalidad, pues todos los personajes están
condenados a reproducir sus finales humanos cada vez que se le da play a la historia, como
si fueran Sísifos, y por eso al revisualizar una tragedia, aunque anhelamos que «en esta
ocasión se esquive el carruaje o evite la puñalada o la violación», todo sigue amargamente
su único ciclo posible, por eso nada encarna más intensamente la fatalidad que el volver a
ver lo visto, recorrer lo ya vivido. Muy agudamente reflexiona Sartre en la Náusea al
considerar que la deriva de un personaje por la calle nunca va a percibirse como un efectivo
deambular sin sentido, pues en el fondo todos reconocemos que ya esos personajes tienen
marcado un derrotero del que nunca se podrán desligar, del que es imposible desarraigarlos,
aunque ese derrotero sea la misma confusión. Nosotros, en cambio, no sabemos eso de
nosotros mismos, no sabemos ni siquiera si no vamos para ningún lado, y por lo tanto esa
percepción humana no puede ser recogida en ninguna obra y en ningún libro, la de saberse
perdido de manera Kafkiana:
«Él se habría conformado con una cárcel. Llegar al final estando preso —eso sí
sería una meta de su vida—. Pero era una jaula de barrotes. Indiferente, imperativo, como
si estuviera en su propia casa, el ruido del mundo entraba y salía a oleadas por entre los
barrotes, el preso en realidad estaba libre, podía participar en todo, no se le escapaba
nada de lo de fuera, incluso habría podido abandonar la jaula, los barrotes estaban a
muchos metros unos de otros, él ni siquiera estaba preso [Diarios, 13 de enero de 1920]».

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