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MANUEL REBOLLO PUIG

DIEGO J. VERA JURADO


(Directores)

DERECHO
ADMINISTRATIVO
TOMO III

MODOS Y MEDIOS DE LA ACTIVIDAD


ADMINISTRATIVA
MARIANO LÓPEZ BENÍTEZ
MANUEL IZQUIERDO CARRASCO
(Coordinadores)

AUTORES
ANTONIO BUENO ARMIJO
Profesor Titular de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
JOSÉ CUESTA REVILLA
Profesor Titular de Derecho Administrativo. Universidad de Jaén
MANUEL IZQUIERDO CARRASCO
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
MARIANO LÓPEZ BENÍTEZ
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
LOURDES YOLANDA MONTAÑÉS CASTILLO
Profesora Contratada Doctora. Universidad de Jaén
MANUEL REBOLLO PUIG
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
LOURDES DE LA TORRE MARTÍNEZ
Profesora Contratada Doctora. Universidad de Jaén
M.ª REMEDIOS ZAMORA ROSELLÓ
Profesora Contratada Doctora. Universidad de Málaga

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LECCIÓN 4

ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO


PÚBLICO: CONCEPTO Y CARACTERES
GENERALES*

Siguiendo con el estudio de los modos de actividad administrativa, que expusi-


mos en el Tomo I, lección 2 (epígrafe IV), nos ocuparemos ahora de la de servicio
público. Pero advirtamos que también haremos aquí algunas alusiones a la que en
aquel mismo lugar llamamos actividad puramente empresarial de la Administración.
Este tratamiento simultáneo conviene para la comprensión de una y otra modalidad.

I. CONCEPTO DE SERVICIO PÚBLICO

1. DEFINICIÓN

Por actividad administrativa de servicio público entenderemos aquí aqué-


lla en la que la Administración suministra prestaciones a los ciudadanos para
garantizar la satisfacción de las necesidades de estos.

Ejemplos clásicos y claros que permiten hacerse una primera idea son los
servicios públicos de la sanidad, la educación o el abastecimiento de agua.
Desbrocemos ahora la definición que hemos dado. Pero empecemos por destacar que hemos
dicho, no lo que son los servicios públicos, sino lo que aquí enteremos por tales. Quiere decirse
que hay muchos conceptos distintos de servicios públicos y que no son en sí mismos erróneos.
Simplemente optamos por un concepto que entendemos que sirve mejor para explicar la realidad
jurídica española, sin por eso descalificar como equivocados otros.

2. SERVICIO PÚBLICO EN SENTIDO AMPLÍSIMO FRENTE AL CONCEPTO


AQUÍ ACOGIDO

Con frecuencia se habla de servicio público en un sentido mucho más amplio, prácticamente
como sinónimo de actividad administrativa de interés general lo cual, a su vez, comprende casi

* Por Manuel REBOLLO PUIG (epígrafes I a VI; Grupo de Investigación de la Junta de


Andalucía SEJ-196. PGC-2018-093760, M.º Ciencia, Innovación y Universidades/fEDER, UE) y
M.ª Remedios Zamora Roselló (epígrafe VII).

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toda la actividad administrativa. En ese sentido amplísimo no se circunscribe a la que ofrece


prestaciones a los ciudadanos y no cabe contraponerla a actividad de limitación y de fomento.
Como vimos en la lección 1 del Tomo I (epígrafe II.1), ese concepto amplísimo de servicio
público fue acogido por parte de la doctrina (la justamente llamada «Escuela del servicio públi-
co») con la finalidad, entre otras, de explicar el objeto y el ámbito del Derecho Administrativo.

La misma legislación española usa a veces la expresión servicio público en ese sentido. P. ej.,
cuando se ocupa de la responsabilidad patrimonial de la Administración habla, como sabemos,
de los daños causados por el «funcionamiento de los servicios públicos» y en ese contexto es
seguro que está comprendiendo los daños que cause la Administración en cualquiera de sus
actividades de interés general, incluida la de policía. Igualmente, cuando se distingue, dentro
de los bienes públicos, entre los demaniales y los patrimoniales, se dice que los primeros son
los afectos a un servicio público y de nuevo, en ese contexto, se comprende que las oficinas
de la policía son bienes demaniales. O, para citar un ejemplo más concreto, la Ley 23/2015 de
la Inspección de Trabajo y Seguridad Social define a ésta como «un servicio público al que
corresponde la vigilancia del cumplimiento de las normas de orden social y exigir las respon-
sabilidades pertinentes…».

No es que ese sentido amplísimo de servicio público sea equivocado. Es correcto y útil a
ciertos efectos. Más bien hay que aceptar que el término de servicio público es anfibológico y
que, frente a ese concepto tan amplio, existe otro más restringido que es el que ahora empleamos.

Para evitar equívocos, a veces se opta por llamar a la concreta modalidad que ahora nos
ocupa «actividad prestacional» que es, entonces, la que se contrapone a actividad de limitación,
fomento y empresarial. Preferimos, sin embargo, con estas aclaraciones, mantener el término
de actividad de servicio público que, pese a todo, es más expresivo.

3. SERVICIO PÚBLICO COMO ACTIVIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN. SERVICIOS


PÚBLICOS CON Y SIN RESERVA AL SECTOR PÚBLICO

Es una actividad de la Administración, por lo que quedan fuera las activi-


dades de otros poderes públicos y de sujetos privados realizadas en ejercicio de
sus libertades.
Así que excluimos, por lo pronto, a la actividad de la Justicia, o sea, de los Tribunales. En
cierto sentido se puede decir —y se dice a veces— que la Justicia es un servicio público. Incluso
lo hacen las leyes. P. ej., en la Exposición de Motivos de LO 8/2012 se habla de la Administración
de Justicia como «servicio público». Así se quiere poner de relieve que los Tribunales no son
sólo un poder sobre los ciudadanos sino que están a su servicio, que su actividad también debe
ser vista como una prestación en favor de los ciudadanos. Pero aunque ello tenga un significa-
do político y pedagógico que refuerza la posición de los ciudadanos ante los jueces, en sentido
propio la Justicia no es un servicio público y su régimen, por supuesto, poco o nada tiene que
ver con lo que aquí se expondrá.

Y excluimos también las actividades realizadas motu proprio por ciertos particulares aunque
colaboren en la consecución de los intereses generales y hasta si lo hacen mediante prestaciones
idénticas a las de los servicios públicos. Quedan fuera del concepto incluso aunque esos particu-
lares actúen sin ánimo de lucro. Piénsese sobre todo en las llamadas entidades del «tercer sector»,
en las ONGs a las que ya aludimos en el epígrafe VI de la lección 2 del Tomo I: incluso aunque
desplieguen una actividad materialmente idéntica a la de un servicio público, no realizan servicio
público. Y quedan también fuera de nuestro concepto las actividades de ciertos particulares que
realizan servicios de interés económico general en los términos que se verá en la lección siguiente.

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 129

Ahora bien, aunque la actividad de servicio público es una actividad de la


Administración, hemos de hacer dos observaciones importantes:

Primera. Puede que la Administración decida hacerla por medio de sujetos


privados a los que confía la gestión material del servicio. Estaremos en tal caso
ante la denominada gestión indirecta de servicios públicos. Pero, aunque con ges-
tión indirecta por sujetos privados, la actividad sigue siendo de servicio público y
la Administración conserva la titularidad de la actividad así como las potestades
que ello entraña, incluida como regla general la de optar por la gestión directa.

Segunda. Puede que la actividad administrativa considerada servicio público


coexista con una actividad privada que realiza las mismas o similares prestacio-
nes y que emprenden los particulares como fruto de su libre iniciativa y no como
gestores indirectos de servicios públicos. Desde luego, cabe también la opción
contraria, esto es, que se suprima la iniciativa privada en todo el género de acti-
vidad declarada servicio público, que la Administración la asuma de manera
exclusiva y excluyente. Lo permite, como luego veremos, el art. 128.2 CE. En tal
caso, los particulares sólo podrían acometer la actividad, si acaso, como meros
gestores indirectos del servicio público.

Ejemplo de esto último es el caso, al menos en la mayoría de los municipios, del abaste-
cimiento de aguas o del transporte urbano colectivo de viajeros. Pero hay numerosos casos
de la primera opción, es decir, de la actividad de servicio público en concurrencia con puras
actividades privadas. P. ej.:

— Junto con el servicio público de asistencia sanitaria hay también asistencia sanitaria que
prestan médicos, hospitales o compañías de seguros completamente privados en virtud, sin más,
de su libertad de profesión o de su libertad de empresa.
— Asimismo hay colegios privados no concertados que realizan actividades educativas
iguales a las de servicio público. Es más, estos no pueden suprimirse porque el art. 27.6 CE
reconoce «la libertad de creación de centros docentes». Pero, aunque impartan las mismas ense-
ñanzas y sus calificaciones tengan validez oficial, no realizan servicio público. De hecho, dice
la LO 2/2006 de Educación que «la prestación del servicio público de la educación se realizará
a través de los centros públicos y privados concertados» (art. 108.4), no, pues, a través de los
centros privados no concertados.

Para algunos autores, sólo hay propiamente servicio público si se excluye por completo la
iniciativa privada para realizar el mismo tipo de actividad. Es cierto que, si tal sucede, el servicio
público presenta sus caracteres más intensos. Pero acogemos aquí un concepto algo más amplio
que incluye no sólo esos supuestos de reserva a la Administración de todo el género de activi-
dad sino otros en los que no se da tal monopolio porque, entendemos, que también estos otros
responden, con algunas adaptaciones, a los principios y reglas esenciales del servicio público.

En los casos en los que, junto a la actividad de servicio público, concurre otra igual reali-
zada por sujetos privados en virtud de su libre iniciativa, lo que habrá sobre ésta será actividad
administrativa de limitación. Con todo, puede que se trate de una actividad de limitación espe-
cialmente intensa como la que se produce sobre hospitales y colegios privados no concertados.
Incluso no ha sido extraño que en los casos en los que las leyes prevén un extenso servicio
público y una responsabilidad general de la Administración para asegurar las prestaciones a
todos los ciudadanos, las mismas leyes den a la Administración una potestad de planificación

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para asegurar una utilización eficiente de los recursos y capaz de afectar a la creación de nuevos
centros privados. Pero esto no es consustancial a la idea de servicio público y más bien hay que
observarlo con reticencia en tanto que supone una restricción a la libertad de empresa que no
deriva necesariamente del servicio público.

Por otra parte, debe destacarse que, incluso cuando subsista la pura actividad privada, ésta
se ve profundamente afectada por la coexistencia de servicios públicos con los que concurre en
el mercado y con los que, sin embargo, no estará en condiciones de igualdad, como veremos
en el epígrafe III.

4. SERVICIO PÚBLICO Y PRESTACIONES A LOS CIUDADANOS

Hemos dicho que esta actividad administrativa suministra prestaciones a


los ciudadanos. Prestaciones que pueden ser de lo más variado (de transporte,
de sanidad, de educación, culturales, de alimentación, de albergue, culturales,
mortuorias, etc.).

Se suele distinguir entre prestaciones uti singuli, esto es, las que se dan individua-
lizadamente a cada persona y procuran una utilidad específica a cada ciudadano
determinado que usa el servicio (el transporte de una persona, la asistencia sanitaria
de un paciente, etc.); y prestaciones uti universi, en las que el ciudadano no recibe una
prestación individual sino que disfruta de ella sólo como miembro de una colectivi-
dad, de un grupo determinado o indeterminado de ciudadanos (p. ej., el alumbrado
público, la limpieza viaria, la predicción e información meteorológica).

Los servicios públicos prototípicos son los que ofrecen prestaciones uti sin-
guli. Pero, aunque con peculiaridades, también hay algunos servicios públicos
con prestaciones uti universi.
Hay que reconocer que la admisión de servicios públicos con prestaciones uti universi com-
porta una ampliación del concepto de servicio público que lo hace de contornos imprecisos.
Así, puede llegar a incluirse entre los servicios públicos, p. ej., a la protección civil o al que se
realiza con las carreteras o con las calles. De hecho, lo hacen las leyes:

— Ley 17/2015 de la protección civil: «La protección civil… es el servicio público que pro-
tege a las personas y bienes garantizando una respuesta adecuada ante los distintos tipos de
emergencias y catástrofes…».

— Ley 37/2015 de Carreteras. Habla en su Preámbulo de «la clásica consideración de la


carretera en su triple aspecto, como dominio público, como obra pública y como soporte para
la prestación de un servicio público». Y después explica que «se ha considerado conveniente
introducir en la Ley el concepto de servicio público viario» y que las reformas obedecen a la
necesidad de «la adecuada prestación del servicio público viario», concepto que, en efecto, se
emplea reiteradamente en el articulado. Por eso, incluso, en esa Ley las carreteras se conside-
ran demaniales no por estar afectas al uso público sino «al servicio público viario». Y si eso se
dice de las carreteras, no parece que deba haber inconveniente en decir lo mismo en el ámbito
urbano de las calles, plazas, parques, etc. No es una idea novedosa ni, desde luego, errada. En la
misma línea, el art. 26 LRBRL incluye entre los servicios municipales obligatorios el «acceso a
los núcleos de población» o el «parque público». Hasta puede decirse que estos bienes son en sí
mismos un servicio público con prestaciones, aunque no sean uti singuli y aunque consistan en

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 131
el mismo uso por todos. Se trata de un servicio público tan clásico y tan anterior al surgimiento
de este concepto que no se repara en que lo es; pero en el fondo presenta la justificación, los
principios y el régimen de los servicios públicos.

Como se ve, al incluir a las prestaciones uti universi existe el peligro de acoger un concepto
demasiado amplio de servicio público (podría por esta vía llegar a considerarse servicio público a
la defensa nacional), un concepto casi como el que antes hemos aludido de sinónimo a cualquier
actividad de interés general. Por eso, parte de la doctrina sólo habla de servicio público en caso
de prestaciones uti singuli. Aun así, con cierta contención, creemos que es preferible incluir entre
los servicios públicos a los que ofrecen prestaciones uti universi si, aunque con destinatarios
amplios e indeterminados, hay verdaderas prestaciones.

Como regla general, las prestaciones son de uso voluntario. Pero excepcio-
nalmente pueden declararse obligatorias.

El caso más destacado es el de la enseñanza básica. Existe entonces un deber legal (de esco-
larización y de asistencia) cuyo cumplimiento será controlado y exigido por la Administración
con lo que, en cierto modo, existe una actividad administrativa de limitación. Pero eso no quita
para que las prestaciones educativas, incluidas las de ese nivel básico, sean las de un servicio
público. En principio, sólo una ley puede declarar obligatorio el uso de un servicio público. Pero
también aquí se dejan sentir las singularidades de la policía y por ello se flexibiliza la exigencia
de ley y se habilita ampliamente a la Administración para declarar esa obligatoriedad con el fin
de mantener el orden público. Así, tanto el art. 34 RSCL como el art. 32.4 LAULA permiten
que los reglamentos declaren obligatorio el uso de servicios públicos cuando sea necesario para
garantizar la tranquilidad, seguridad o salubridad públicas.

5. PRESTACIONES PARA GARANTIZAR LAS NECESIDADES DE LOS CIUDADANOS.


DIFERENCIACIÓN DE LA ACTIVIDAD PURAMENTE EMPRESARIAL
Y DE LOS MONOPOLIOS FISCALES

Pero para que haya actividad de servicio público no basta que haya prestacio-
nes a los ciudadanos. Hemos dicho en la definición que esas prestaciones se realizan
precisamente para garantizar la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos.
No sólo son prestaciones a los ciudadanos sino en favor de ellos. Si toda actividad
administrativa tiene por fin servir a los intereses generales (art. 103.1 CE), aquí el
interés general consiste en asegurar las prestaciones o, si se prefiere, en satisfa-
cer ciertas necesidades de los individuos mediante prestaciones; satisfacer esas
necesidades de los individuos es lo que se considera de interés general; es el fin
de la actividad; y es la justificación esencial de la creación del servicio público.
El servicio público tiene por objetivo exactamente dar y garantizar prestaciones
a los ciudadanos y ello para satisfacer las necesidades de estos.

En esto se diferencia la actividad de servicio público de otras actividades


aunque eventualmente también realicen prestaciones a los ciudadanos.

Así, hay prestaciones a los individuos en los tratamientos médicos obligatorios cuyo fin
primero y predominante no es satisfacer la necesidad del paciente sino evitar epidemias y son,
más bien, como sabemos, manifestación de la actividad de limitación. Incluso puede decirse

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que las prisiones dan prestaciones a los internos, pero sólo en un sentido amplio puede decirse
que sean servicio público.

Sobre todo, en eso se diferencia de la actividad de la Administración pura-


mente empresarial aunque también ésta muchas veces ofrece prestaciones a los
sujetos privados.
Si, p. ej., la Administración decide tener un hotel (como tiene la red de Paradores Nacio-
nales), también realizará prestaciones a los clientes. Pero esa no es su finalidad esencial (no se
crea para garantizar a los ciudadanos las prestaciones de hostelería) sino promover el turismo,
explotar recursos turísticos, crear riqueza y empleo, etc., de manera similar a lo que sucederá
si decide tener una fábrica.

También por esta razón la actividad de servicio público se diferencia de los


monopolios fiscales, como los que antaño se establecieron sobre la sal y, ya hasta
más recientemente, sobre el tabaco, las cerillas o la lotería. Estos monopolios
no se implantan para garantizar a los ciudadanos el suministro de los produc-
tos afectados sino con la finalidad de allegar ciertos ingresos; ingresos, a veces
tributarios (impuestos que gravan a esos productos) y a veces no tributarios
(sobreprecios que dan origen a beneficios, canon que ha de satisfacer la empresa
privada a la que se concede la explotación del monopolio, etc.).
Estos monopólicos fiscales, que otrora desempeñaron un papel capital en el conjunto de la
Hacienda pública, son hoy prácticamente inexistentes. Incluso se duda de su constitucionalidad.

Es ilustrativo aludir a la reciente evolución del monopolio del tabaco. La Ley 13/1988
suprimió el tradicional monopolio de fabricación, de importación y del comercio al por mayor
del tabaco para, según explica su E. de M., aplicar a este sector la libertad de empresa del art. 38
CE dado que no subsisten razones que justifiquen la aplicación del art. 128.2 CE. Sin embargo
se mantiene el monopolio de la venta al por menor «que continúa revistiendo el carácter de
servicio público (¡sic!), constituye un instrumento fundamental e irrenunciable del Estado para
el control de un producto estancado como es el tabaco, con notable repercusión aduanera y
tributaria». Esto último será cierto y por eso puede seguir hablándose de un monopolio fiscal,
aunque se presta a través de sujetos privados concesionarios de los estancos. Pero calificar a esta
actividad como servicio público, al mismo tiempo que el propio Estado condena el consumo de
tabaco por ser perjudicial para la salud, es burlesco. La misma ley canta las alabanzas de la Red
de Expendedurías de Tabaco y Timbre (los estancos) y destaca que «asegura la venta de efectos
timbrados y signos de franqueo (los sellos de correos) en todo el territorio nacional y propicia
una más amplia vinculación con la red de establecimientos de Loterías, Apuestas y Juegos del
Estado». Acaso sea esto realmente lo único que justifique la pervivencia de este monopolio.

Hay otros monopolios que, aunque no fiscales, tampoco pueden considerarse


servicio público. P. ej., en algunos países existe un monopolio estatal sobre el
comercio de bebidas alcohólicas con el propósito de controlar y restringir su
consumo. Por tanto, su fin es casi el contrario de un servicio público que lo que
persigue es asegurar la prestación a los ciudadanos.

Por último hay (o hubo) monopolios que más bien responden a los caracteres
de una actividad puramente empresarial de la Administración si bien con exclu-
sión de la actividad privada, lo que frecuentemente respondía a la finalidad de

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 133

expulsar de un sector estratégico a las empresas extranjeras. Esto, sin embargo,


resulta ahora contrario a la Constitución y al Derecho de la Unión Europea. En
cualquier caso, su fin no es asegurar prestaciones a los ciudadanos.

A veces la finalidad de los monopolios es mixta y discutible. Es el caso muy sugerente del
monopolio del petróleo que se instauró en España en 1927 (aunque se prestase a través de la
Compañía Arrendataria del Monopolio del Petróleo, CAMPSA) y que pervivió hasta tiempos
recientes. Desde luego, cumplió un fin fiscal pero, sobre todo, pretendió la nacionalización del
sector que estaba en manos de unas pocas empresas extranjeras. Algunos autores lo considera-
ban un servicio público. No creo, sin embargo, que pudiera propiamente calificarse como tal.

Por tanto, insistamos, lo que define a la actividad de servicio público no es


sólo que consista en prestaciones sino que su finalidad esencial, o al menos pre-
dominante, es la satisfacción de las necesidades de los individuos.

Con este concepto que hemos acogido y explicado, podemos completar los
ejemplos que inicialmente dimos (sanidad, educación, abastecimiento de agua) y
los que luego hemos añadido. También son servicios públicos los de extinción de
incendios, los de transporte urbano colectivo regular, los de transporte interur-
bano colectivo de viajeros por carretera, los de la asistencia jurídica gratuita,
los de recogida de basuras, los de cementerio, los de las bibliotecas públicas,
los de los museos públicos, los de teatros o cines públicos, los de las orquestas
públicas, los de polideportivos o gimnasios públicos, los de residencia públicas o
centros de día para mayores, los de los centros públicos de asistencia a mujeres
maltratadas, los de atención a drogadictos o ludópatas, los de aparcamientos
públicos, los de un palacio de congresos, los de alquiler de bicicletas, los de
oficinas públicas de información a los consumidores o de asesoramiento para
adopciones o para la orientación laboral o para la creación de empresas, los de
un comedor universitario, etc.

II. SERVICIO PÚBLICO Y POTESTADES ADMINISTRATIVAS.


EL SERVICIO PÚBLICO COMO fUNDAMENTO
DE POTESTADES

1. SERVICIO PÚBLICO, ACTIVIDAD MATERIAL Y POTESTADES ADMINISTRATIVAS

La esencia del servicio público, a diferencia de lo que sucede con la actividad


de limitación, no es el ejercicio de poder, sino el suministro de prestaciones para
lo que sobre todo se realiza por la Administración (o por el gestor privado del
servicio) una actividad material o técnica (o, como también se ha dicho, una
actividad profesional).

Una actividad material o técnica o profesional como la del médico, la del profesor, la del
conductor del autobús o la del bombero… Si lo característico en la actividad de limitación es
que ordena imperativamente las actuaciones de los particulares, lo que en suma entraña ejer-
cicio de poder, en la actividad de servicio público, por el contrario, lo característico y lo que

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primeramente salta a la vista es que la Administración ofrece prestaciones a los ciudadanos.


Así, en principio, en la actividad de servicio público la Administración muestra un rostro más
amable que con su actividad de limitación.

Pero el servicio público también entraña una nueva legitimación para la


actuación administrativa y ejercicio de poder como medio para suministrar pres-
taciones y de organizar todo lo necesario para asegurarlas. Podrá decirse que
en la actividad de servicio público el ejercicio del poder no es lo esencial, que no
consiste precisamente en ejercicio del poder; pero también supone ejercicio de
poder como un medio para garantizar las prestaciones. Esto es consustancial a
la idea de servicio público. Incluso cabe decir que una actividad se declaraba —y
se declara— servicio público justamente para contar con la posibilidad de ejercer
un amplio poder público sobre la actividad en que consiste, o sea, para dar a la
Administración nuevos campos de actuación y un extenso poder de intervención.

En ese sentido dijo Hauriou: «El día que los servicios no representen ya un poder de policía,
sino únicamente una función profesional, no serán servicios públicos y no habrá administración
pública, sino sólo servicios privados y administración privada análoga a las agencias privadas,
pues la diferencia entre las organizaciones públicas y las organizaciones privadas es simplemente
la diferencia entre organizaciones que disponen de un poder de policía y de coacción y aquéllas
que no disponen de él». Su alusión a «poder de policía» no coincide con lo que en esta obra
entendemos por tal. Pero la afirmación de Hauriou pone de relieve hasta qué punto es inherente
a la noción de servicio público el ejercicio de potestades administrativas de imperio.

2. EL SERVICIO PÚBLICO COMO TÍTULO DE POTESTADES ADMINISTRATIVAS

La declaración de una actividad como servicio público entraña que pasa a


estar asumida, regida y dirigida por la Administración, lo que arrastra una serie
de potestades en favor de la Administración que le permiten efectivamente impo-
ner su voluntad en los aspectos esenciales del servicio. Son potestades consustan-
ciales a la declaración de una actividad como servicio público, a la titularidad
administrativa del servicio. Es un caso paradigmático de lo que en su momento
llamamos potestades inherentes (Tomo I, lección 5): no es necesario que las leyes
las confieran expresa y detalladamente sino que se derivan de la configuración de
la actividad como servicio público y de su consecuente titularidad administrativa.

Naturalmente, si se declara todo un género de actividad servicio público con exclusión de


la iniciativa privada (p. ej., abastecimiento de agua), esa dirección administrativa es más pene-
trante. Y si no hay tal exclusión de la iniciativa privada (p. ej., sanidad, educación), las potes-
tades de dirección de la Administración se circunscriben a lo que es propiamente la actividad
de servicio público, es decir, a la asumida por la Administración, no a la que siguen realizando
sujetos privados en ejercicio de su libertad.

Así que calificar a una actividad como servicio público comporta someterla
intensamente a la Administración. Será ésta la que decidirá las prestaciones
concretas que ofrezca el servicio (su contenido, su extensión, su calidad…), la
organización, los lugares y horarios, las personas que podrán realizarlas o cola-

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 135

borar, el precio (o su gratuidad), los cambios que haya que introducir… Y ello
tanto opte la Administración por la gestión directa como por la gestión indirecta.

O sea, que esas potestades administrativas no se pierden por el hecho de que la Adminis-
tración decida que el servicio público lo preste un sujeto privado. Refiriéndose a la concesión,
lo expresaba así el art. 126.1 RSCL: «En la ordenación jurídica de la concesión se tendrá como
principio básico que el servicio concedido seguirá ostentando en todo momento la calificación
de servicio público de la Corporación local a cuya competencia estuviere atribuido». O sea, que
la Administración conserva íntegras sus potestades sobre el servicio aunque haya encomendado
a sujetos privados su gestión material.

Vistas las cosas desde esta perspectiva, se comprende que la actividad de


servicio público supone un poder público más intenso que el de la actividad
administrativa de limitación. Y por eso se ha dicho con razón que el servicio
público es un formidable título de potestades administrativas. Potestades sobre
quienes pretendan realizar esa actividad de servicio público (que pueden quedar
incluso excluidos o, en cualquier caso, sometidos a incisivas intervenciones de la
Administración) y potestades sobre los usuarios del servicio público.

En todos los casos de actividad de servicio público surge una actividad que
pasa a ser de titularidad administrativa.
Ello es claro en los casos en que todo el género de actividad se ha reservado al sector público.
Pero incluso sin esa reserva puede hablarse de titularidad administrativa de la parte asumida
por la Administración. Así, hay titularidad administrativa de la actividad de abastecimiento
de aguas (típico servicio público en monopolio, o sea, reservado al sector público) y la hay
también, p. ej., en las actividades de los servicios públicos de sanidad y de educación (por usar
dos típicos ejemplos ya citados de servicios públicos sin monopolio, esto es, sin reserva al sector
público). En este segundo caso, no es de titularidad administrativa cualquier actividad sanitaria
o educativa, de modo que los sujetos privados pueden realizarla en ejercicio de su libertad. Pero
sí es de titularidad administrativa la parte asumida por la Administración como servicio público:
en ella la Administración tendrá las potestades de servicio público y sólo podrán participar los
empresarios privados en la medida en que lo quiera la Administración. Así que también en estos
casos puede y debe hablarse de una titularidad administrativa (titularidad administrativa del
servicio público, aunque no de todo el género de actividad; p. ej., de todo el servicio público de
sanidad o de educación; no de toda actividad sanitaria o educativa).

En esa titularidad administrativa se fundamentan todas las potestades de


servicio público.

De este modo, en los casos de declaración de una actividad como servicio público (aunque
sea sin monopolio y más todavía si se ha convertido toda la actividad en servicio público con
exclusión de la iniciativa privada) se da el «salto dialéctico» al que se refirieron García de Ente-
rría y fernández Rodríguez, un salto dialéctico que «da la vuelta al problema de una interven-
ción concreta, eliminando el dato básico de una actividad privada inicialmente libre». Así, la
Administración, a diferencia de lo que sucede con su actividad de limitación, «no se encuentra
con situaciones jurídicas previas» sino que, en su caso, «las crea, las configura, las delimita».
Y así podrá decidir si da entrada o no a sujetos privados en la gestión de su servicio, elegir a
esos sujetos, tasar las facultades que les transfiere, imponer su ejercicio de manera forzosa y
reservarse la posibilidad de extinguirlas; todo ello «en virtud de una titularidad remanente y
última que permanece en la Administración, desde la cual se efectúa y se apoya todo el proceso

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interventor descrito». Como dijo la STS de 3 de marzo de 1981 (Ar. 1170), incluso cuando el
servicio se preste por gestor privado, éste tiene el «modesto papel de intermediario entre la
Administración y el público, de forma tal que su actuación se reduce a colaborar con la primera
de quien depende en absoluto y a quien todo lo debe… sin que el concesionario pueda presentar
ninguna facultad previa u originaria».

Un lego puede ver lo mismo ante los poderes de la Administración sobre, p. ej., una empre-
sa privada dedicada a la producción de alimentos o a la organización de espectáculos y, p. ej.,
otra empresa privada que presta el servicio público de abastecimiento de aguas o de diálisis a
los pacientes del servicio nacional de salud. Aquellas están sometidas a las potestades admi-
nistrativas de limitación (y, por cierto, en los dos ejemplos elegidos, son extensas e intensas) y
éstas a las potestades administrativas de servicio público. Aparentemente la situación puede
ser similar. Pero desde el punto de vista jurídico la situación es por completo distinta. Aquellos
particulares que se dedican a actividades alimentarias o de espectáculos parten de la libertad de
empresa de sus titulares y sólo estarán sometidas a las potestades administrativas consagradas
por el ordenamiento (fundamentalmente en leyes) y únicamente en la medida que permita el
principio de proporcionalidad, según sabemos. Y por muy amplias que sean esas potestades
nunca significarán en su conjunto que la Administración dirija positivamente la actividad de
esas empresas. De hecho, esas empresas podrán decidir a su antojo si cesan en su actividad.
Por el contrario, en el supuesto de la empresa privada que gestiona el abastecimiento de agua
o el tratamiento de diálisis no se parte de su libertad sino de la titularidad administrativa del
servicio público, titularidad de la que surgen toda una serie de potestades administrativas
capaces en su conjunto de dirigir la actuación de tal empresa o, más aún, capaz de suprimir
su actividad para pasar a la gestión directa. No hay diferencias cuantitativas o de grado sino
cualitativas y esenciales.

3. LAS PRINCIPALES POTESTADES QUE ENTRAÑA EL SERVICIO PÚBLICO

A) Potestad de reglamentación del servicio

Ya hemos dicho que declarar una actividad como servicio público arrastra
una serie de potestades para la Administración que le permiten determinar su
organización y contenido hasta asumir la dirección y la responsabilidad general
sobre su gestión y funcionamiento. Y esto se canaliza mediante la emanación
de órdenes e instrucciones pero también y fundamentalmente a través de una
amplia potestad de reglamentación del servicio; esto es, de una extensa potestad
reglamentaria con la que la Administración titular del servicio regulará todos
sus aspectos fundamentales: en qué consisten las prestaciones que se darán (y
las que no se darán), su extensión, su calidad, los horarios, los lugares en que
se prestarán, los derechos y deberes de los ciudadanos, la organización interna
del servicio, etc.; también si se opta por la prestación directa o por la indirecta
y por cuál concreta de las formas de gestión directa o indirecta y, en su caso, los
derechos y deberes del gestor privado indirecto.

El RSCL lo refleja bien. Dice su art. 33:

Las Corporaciones locales determinarán en la reglamentación de todo servicio que esta-


blezcan las modalidades de prestación, situación, deberes y derechos de los usuarios y (en caso
de gestión indirecta) de quien asumiere la prestación en lugar de la Administración.

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 137
En la misma línea es ilustrativo el art. 30.3 LAULA y, para todas las Administraciones,
los arts. 284.2 y 312.a) LCSP.

Así que, p. ej., si un municipio cuenta con una biblioteca tiene una amplia potestad reglamen-
taria para decidir el lugar, los horarios, el personal con el que contará, las condiciones de acceso
y de préstamos de libros, etc. Y lo mismo cabrá decir respecto al servicio de transporte colectivo
urbano en el que el Ayuntamiento decidirá reglamentariamente las líneas que establezca, las
paradas, las frecuencias, las condiciones de los vehículos… Igualmente, la Administración del
Estado o las autonómicas tienen igual potestad respecto a los servicios de los que sean titulares.

Se trata de una de las prototípicas materias administrativas en las que, como explicamos en
la lección 8 del Tomo I, encuentra su campo más natural la potestad reglamentaria basada en
las cláusulas generales [como la del art. 98 CE o la del art. 4.1.a) LRBRL] sin necesidad de una
específica habilitación legal ni de desarrollar una previa ley. Cabrán, pues, lo que allí llamamos
reglamentos espontáneos y materialmente independientes. Ni siquiera hay vinculación positiva
a la ley puesto que no se trata de imponer límites a la libertad genérica de los ciudadanos ni de
atribuir a la Administración potestades para imponerlos. Es, incluso, un terreno propicio para
la potestad reglamentaria de Ministros y Consejeros autonómicos. A veces, hasta se confiere
cierta potestad de ordenación de aspectos secundarios del servicio a los organismos a los que
corresponde su gestión. Es el caso, sobre todo, de las Universidades públicas. Pero, en menor
medida, puede serlo de otros organismos públicos. Más modesta, pero significativamente, el
art. 288.b) LCSP admite que el gestor indirecto privado pueda «dictar las oportunas instruc-
ciones» para «cuidar del buen orden del servicio».

En algunos casos de gestión indirecta lo que realmente es la reglamentación del servicio


público aparece formalmente como si fuera parte del contrato que une a la Administración con
el empresario privado. Pese a ello hay que afirmar que la potestad de reglamentación del servicio
público es exclusiva de la Administración y que, aunque aparezca en el contrato, es ejercicio de la
potestad reglamentaria, no de un pacto. Sucede, pues, que en los contratos, junto con cláusulas
verdaderamente pactadas (que son las que se refieren a las concretas obligaciones y derechos de las
partes entre sí), se recogen preceptos reglamentarios. Justamente por eso pueden ser modificados
unilateralmente por la Administración, como ahora veremos. Y por eso también de esos preceptos
nacen derechos para los ciudadanos que podrán invocarlos, aunque no son parte del contrato.

Claro está, no obstante, que esa amplia potestad reglamentaria que recono-
cemos como punto de partida puede venir limitada y condicionada por lo que
establezcan las leyes.
O sea, que en principio todos esos elementos de los servicios públicos pueden ser objeto de
la potestad reglamentaria con gran amplitud y extensa discrecionalidad. Pero recuérdese que
no hay en nuestro ordenamiento ninguna materia reservada a los reglamentos, es decir, que no
hay materia vedada a la regulación por ley. Tampoco ésta de los servicios públicos. Y lo cierto
es que cada vez con más frecuencia e intensidad las leyes entran a regular diversos aspectos de
los servicios públicos, sobre todo de los más importantes. P. ej., las leyes regulan en parte el
contenido de las prestaciones del servicio público sanitario o los derechos de los usuarios de
ese servicio o establecen algunas reglas más concretas sobre la forma de gestión del servicio. Y
no sólo pueden hacerlo sino que es muy conveniente que lo hagan para reforzar la situación
jurídica de los ciudadanos en aspectos que les resultan vitales. Así las cosas, esa amplia potestad
de reglamentación del servicio de la que partimos se puede ir viendo reducida por lo que vayan
estableciendo las leyes. Y lo cierto, en consecuencia, es que la mayoría de los servicios públicos
tienen en parte una regulación legal y en parte una regulación reglamentaria. Con todo, la
situación sigue siendo distinta de la actividad de limitación: en ésta la potestad reglamentaria
se apoyará normalmente en una base legal mientras que en la de servicio público la ley se pre-
sentará más bien como un límite negativo.

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138 DERECHO ADMINISTRATIVO (III)

B) Potestad tarifaria

Esencial es también a la titularidad del servicio público la potestad tarifaria,


esto es, la de establecer lo que el gestor del servicio (sea la propia Administración o
un gestor privado) puede exigir a los usuarios como contraprestación económica.

Hablamos aquí de tarifa en un sentido amplio para referirnos a cualquier


contraprestación del usuario por cada prestación del servicio (con independencia
de que su naturaleza jurídica sea la de precio o la de un tributo, en concreto, la
de una tasa).

La potestad tarifaria se ostenta por la simple titularidad del servicio, es inherente a ella. Y
en ese sentido se ha dicho que es una potestad sobre algo propio, sobre un ámbito interno o
doméstico que, por ello, no necesita de una expresa consagración legal. Con todo, esta última
afirmación hay que matizarla para conciliarla con la reserva de ley tributaria.

Hay servicios públicos de disfrute gratuito para los usuarios que, por tanto,
no tienen tarifa y se financian íntegramente con cargo a los presupuestos gene-
rales de la entidad titular del servicio (p. ej. la enseñanza obligatoria y gratuita).
Pueden ser gratuitos incluso aunque se presten por empresario privado: en tales
casos, éste recibirá toda su retribución de la Administración (caso de los colegios
concertados). En el extremo opuesto, hay servicios financiados íntegramente por
los usuarios, es decir, servicios que aspiran a autofinanciarse: en tal caso, las tari-
fas cubrirán todo el coste del servicio e incluso, en su caso, un cierto beneficio. Y
hay finalmente situaciones intermedias en las que los usuarios satisfacen sólo una
parte del coste del servicio (p. ej., enseñanza universitaria). Se habla entonces de
precios políticos, de copago y similares. En los dos últimos casos (autofinanciación
y situaciones intermedias) hay tarifas. En gran medida, esto está decidido o con-
dicionado por las leyes. Pero queda un margen discrecional a la Administración
titular del servicio dentro del que se mueve su potestad tarifaria (p. ej., el billete de
los autobuses puede ser mayor o menor según la Administración titular del servicio
lo decida y esté dispuesta a asumir mayor o menor parte del coste con cargo a sus
presupuestos). Evidente resulta la relevancia política de estas opciones.

Piénsese que la gratuidad total —o, lo que es lo mismo, la financiación completa con cargo
a los presupuestos generales— hace más efectiva la solidaridad social y la igualdad, además de
que garantiza más efectivamente el acceso de todos a las prestaciones públicas. Pero repárese
también en que la gratuidad total puede llevar a los ciudadanos a no tener conciencia del gasto,
a su uso abusivo, a costes desmesurados, a una elevación insoportable o inconveniente de la
presión fiscal… Infinidad de estudios abordan estos temas con distintos enfoques y conclusiones
que, además, no pueden aplicarse simplistamente a todos los servicios públicos por igual. Todo
esto escapa a la perspectiva estrictamente jurídica de esta obra y a nuestros conocimientos. Baste
apuntarlo aquí para atisbar el trasfondo político de gran calado que hay en estas decisiones y
que se muestra con especial crudeza en servicios como los de sanidad (incluidas las prestaciones
farmacéuticas) o los de enseñanza superior.

En cualquier caso, lo que es seguro y lo que quiere resaltarse es que el gestor


privado del servicio público no decide por sí mismo lo que puede cobrar a los

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 139

usuarios. Se elimina por completo su facultad de decidir la contraprestación de


los usuarios que también queda totalmente al margen de las reglas del mercado
sobre la formación de precios.

Dejamos para el estudio del Derecho financiero el análisis de cuándo las tarifas tienen natu-
raleza tributaria de tasas y cuándo la de precios (públicos o incluso privados); en qué medida
se trata de ingresos fiscales o no; cuándo se incorporan a la Hacienda general o a la caja de un
concreto ente institucional o al patrimonio del gestor privado, etc. Son aspectos capitales que
condicionan por completo su régimen jurídico, empezando por su inclusión o no en la reserva
de ley del art. 31.3 CE. Pero son aspectos que se podrán comprender mejor en el marco de los
principios y conceptos fundamentales del Derecho financiero.

Conviene aclarar que, aunque los servicios públicos entrañan la potestad administrativa
tarifaria, no siempre que hay esta potestad se trata de un servicio público. Conste que puede
haber al margen del servicio público potestades administrativas para determinar precios de
actividades que no son propiamente servicio público. Esto es más bien manifestación de la
actividad administrativa de limitación. En otros tiempos fue una potestad amplia que afectaba
a los precios de muchos productos y servicios básicos. Ahora, la regla contraria se establece en
los arts. 13 de la Ley de Ordenación del Comercio Minorista y 17.1 de la Ley de Competencia
Desleal. Pero hay excepciones. Se da en los servicios de interés económico general sin naturaleza
de servicio público, en los taxis, en los medicamentos… Tienen en cada caso una consagración
legal: no es una potestad interna o doméstica.

C) Potestad de modificación

Esencial también a la potestad de dirección del servicio público es el llamado


ius variandi de la Administración titular del servicio o principio de mutabilidad.

Ante servicios públicos gestionados por un particular en virtud de contrato y cuando se


trataba de adaptar las prestaciones al progreso técnico, se hablaba concretamente de «cláusula
de progreso».

Significa que el régimen de un servicio público puede ser adaptado, cada


vez que sea necesario, a la evolución de las exigencias del interés general. Así,
la Administración podrá imponer nuevas calidades, cambiar la frecuencia, los
horarios… También, en su caso, las tarifas. Incluso se admiten los cambios más
drásticos como alterar la forma de gestión o hasta la misma supresión del servicio
(salvo que la ley imponga obligatoriamente su prestación).

Niega, por tanto, la existencia de impedimentos jurídicos a esta posibilidad


de cambios, ya se trate de basar esos impedimentos en contratos o en hipotéticos
derechos adquiridos derivados de actos administrativos. Y los niega tanto para
el empresario privado gestor indirecto del servicio como para los usuarios.

Ahora bien, que sea posible imponer esos cambios no significa que puedan
acordarse sin seguir un procedimiento o sin suficiente causa ni que no tenga
consecuencias jurídicas y económicas. Así, si el servicio se presta por gestión indi-
recta, puede suceder que las modificaciones sean de tal importancia que haya que

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140 DERECHO ADMINISTRATIVO (III)

resolver el contrato y celebrar otro nuevo. O, aun sin llegar a ello, será normal
que las modificaciones hayan de llevar aparejada alguna forma de compensación
al gestor privado. Todo esto, para los casos de prestación mediante contrato de
concesión de servicios, está ahora regulado en el art. 290 LCSP.

D) Potestades de fiscalización

Refleja bien estas potestades el art. 127.1 RSCL: «La Corporación conce-
dente ostentará (…) las potestades siguientes: (…) 2.ª fiscalizar la gestión del
concesionario, a cuyo efecto podrá inspeccionar el servicio, sus obras, instala-
ciones y locales y la documentación relacionada con el objeto de la concesión y
dictar las órdenes para mantener o restablecer la debida prestación». El mismo
sentido tienen los arts. 287.2 y 312.e) LCSP según los cuales la Administración
conservará «los poderes de policía» necesarios para asegurar la buena marcha
de los servicios de que se trate. La expresión «poderes de policía» es impropia
pero puede identificarse con esas potestades de fiscalizar y dar órdenes de las
que, con más tino, habla el art. 127.1 RSCL.

E) Límites a estas potestades

En estas potestades (sobre todo, en la de reglamentar el servicio y la de modificarlo) hay


amplios márgenes de discrecionalidad. Pero como en todos los casos de discrecionalidad no
sólo hay límites derivados de expresas previsiones legales sino todos los generales que ya cono-
cemos (Tomo I, lección 5, epígrafes IX y X). Muy especialmente hay que destacar el del fin,
que aquí comporta que deben ejercerse para conseguir el mejor o más eficiente funcionamiento
del servicio, y el del sometimiento a los principios generales del Derecho. Y a este respecto
conviene añadir que, sin embargo, el principio general de la proporcionalidad de los límites a
las actuaciones privadas no es aquí de aplicación.

En este contexto, no tiene sentido aplicar el principio de proporcionalidad, que preside la


actividad de limitación. Si acaso, la proporcionalidad debió ser tenida en cuenta para decidir
la creación del servicio público, como luego se dirá; pero no una vez acordada ésta. Desde ese
momento ya no se trata de limitar la libertad de los sujetos privados (sobre todo, la libertad
de empresa y de profesión u oficio), que ha quedado laminada por la previa declaración del
servicio público, sino de, pese a ello, dar algún contenido positivo a las facultades de los sujetos
privados como colaboradores de la Administración.

III. SERVICIO PÚBLICO Y RÉGIMEN EXORBITANTE:


NO SE RESPETAN LAS REGLAS DEL MERCADO
Y LA LIBRE COMPETENCIA

Originariamente se consideró que era consustancial al servicio público el


que tuviera un régimen jurídico con prerrogativas o exorbitancias; es decir, un

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 141

régimen distinto del de los sujetos privados, del Derecho privado: un régimen
de Derecho Administrativo.

Dijo Jèze: «La expresión de servicio público debe reservarse a los casos en los que, para la
satisfacción de una necesidad de interés general los agentes públicos pueden recurrir a reglas
exorbitantes». Es más, como sabemos, la noción de servicio público (aunque en su concepto
más amplio) se utilizó como criterio para definir al Derecho Administrativo y para delimitar
su ámbito de aplicación (Tomo I, lección 1, epígrafe II.1).

Con posterioridad, eso se negó al aparecer servicios públicos prestados en


régimen de Derecho privado (p. ej., cuando es prestado por sociedades mercan-
tiles de titularidad pública) o al comprobar cómo, en ocasiones, el gestor del
servicio y el usuario se relacionan mediante un contrato de Derecho privado
(p. ej., entre el prestador de un servicio público de transportes y el viajero hay un
contrato privado de transporte). Habría, pues, servicios públicos con régimen de
Derecho Administrativo y servicios públicos con régimen de Derecho privado.

Más moderadamente, algunos autores explicaron que no es que haya servicios públicos
en régimen de Derecho Administrativo y servicios públicos en régimen de Derecho privado,
sino que la mayoría tienen un régimen mixto y que siempre, en alguna medida, hay elementos
de Derecho Administrativo, un núcleo irreductible de Derecho Administrativo que les da un
fondo homogéneo. Este planteamiento es más correcto pero, según creo, todavía incompleto.
Hay que dar un paso más.

Lo correcto es afirmar que todos los servicios públicos tienen un régimen de


Derecho Administrativo en el que se entreveran en dosis variables sus normas
originales y sus normas iguales a las de Derecho privado y que ese sometimiento
al Derecho Administrativo les da una profunda homogeneidad.

En todos los servicios públicos hay un desplazamiento de principios y reglas esenciales del
Derecho privado; en ningún servicio público la Administración se comporta como un sujeto
privado ni en condiciones de igualdad con los sujetos privados; en todo caso el servicio público
se rige por Derecho Administrativo. Basta comprender que, como ya sabemos, la Administra-
ción siempre rige y dirige la actividad de servicios públicos y que ésta siempre entraña un potente
título de potestades (reglamentaria, tarifaria, de modificación, de fiscalización) o que, como de
inmediato veremos, presiden esta actividad los principios de continuidad y de igualdad: todo
esto evidencia la presencia irreductible del Derecho Administrativo.

Lo que sucede, como ya explicamos en la lección 1 del Tomo I, es que el Derecho Admi-
nistrativo no se compone sólo de reglas originales, de reglas distintas de las de Derecho pri-
vado. Tampoco es siempre así cuando regula los servicios públicos. Por el contrario, también
en este caso el Derecho Administrativo incorpora en parte normas iguales a las de Derecho
privado dependiendo de que se consideren adecuadas para la tarea de la Administración. Pero
en todo caso esas normas se aplicarán en un contexto diferente, mezcladas con normas origi-
nales y con un trasfondo singular distinto del propio del Derecho privado. Si eso es siempre
así (porque, según mantuvimos, siempre que aparece la Administración el conjunto cambia),
es especialmente cierto cuando se trata de los servicios públicos, que justifican más amplia y
fácilmente la existencia de normas originales de Derecho Administrativo. El Derecho privado
—decíamos en aquella lección— es el que regula a los sujetos privados que son libres e iguales
entre sí, y si ya entonces advertíamos que la Administración no es nunca ni libre ni igual a
los sujetos privados, esto se muestra palmariamente cuando se trata de servicios públicos.

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142 DERECHO ADMINISTRATIVO (III)

P. ej., los bienes afectos a la prestación del servicio serán demaniales con lo que ello entraña
de régimen especial y potestades administrativas; si de implantar un servicio público se trata
podrá servirse de su potestad expropiatoria; sus contratos relativos a servicios públicos serán
contratos administrativos con las potestades que ello comporta, etc. Así que en todo caso,
cuando se está ante servicios públicos, la Administración puede recurrir (aunque no siempre
lo haga) a sus potestades exorbitantes.

Sobre todo, y esto es de capital importancia, si de un servicio público se trata,


la Administración no tiene que concurrir en el mercado con los sujetos privados
en condiciones de igualdad ni respetar las reglas de la libre competencia.

Eso es evidente cuando el servicio público se hace con reserva al sector público de todo
el género de actividad puesto que en tal caso excluye por completo la libre iniciativa privada.
Se comprende que, tras ello, decir que el servicio se presta en régimen de Derecho privado
por el hecho de que algunas relaciones (p. ej., las que hay entre el gestor y los usuarios o
entre aquél y sus suministradores) se rigen por normas iguales a las de Derecho privado es
una simpleza y una falacia.

Pero incluso en los casos en los que el servicio público no lo es con reserva
de todo el tipo de actividad a la Administración, el sector deja de ser el simple
resultado de la iniciativa privada y del mercado. No sólo es que, como acabamos
de ver, también en esta hipótesis la Administración podrá usar de sus prerro-
gativas (potestad expropiatoria, potestades de protección de los bienes afectos
al servicio, etc.). Es que, sobre todo, podrá financiar total o parcialmente el
servicio con cargo a los presupuestos con lo que ello entraña de desigualdad con
los competidores.

Hay hospitales privados que ofrecen las mismas prestaciones que el servicio público de
sanidad; hay colegios privados que ofrecen las mismas prestaciones que el servicio público
educativo; hay gimnasios privados que ofrecen las mismas prestaciones que un servicio público
deportivo… Pero todos los particulares titulares de esos hospitales, colegios o gimnasios priva-
dos tienen que soportar que la actividad de servicio público se financie con fondos públicos y
que, por tanto, no concurran en condiciones de igualdad ni se respeten las reglas básicas de la
libre competencia. En estos casos, Ortega Bernardo habla de «concurrencia sin competencia».
Veremos luego que, con matices, esta posibilidad la respeta el Derecho de la Unión Europea.

En esto se diferencia la actividad de servicio público de la actividad pura-


mente empresarial de la Administración.

En efecto, la situación es muy distinta para la actividad puramente empresarial de la Admi-


nistración. En ese otro caso la Administración deberá actuar en el mercado en condiciones de
igualdad con los sujetos privados que realicen la misma actividad, sin prerrogativas de ningún
género y sin financiación pública alguna. Esto lo ha reforzado el Derecho de la Unión, como se
verá después. Es cierto que, ni aun así, la Administración se libra del Derecho Administrativo
y que quedará sometida a muchas de sus reglas originales. Pero sí que quedan excluidos sus
privilegios que la pongan en una situación de ventaja respecto a los competidores privados.
Si se trata de un servicio público no es así: sí que puede tener multitud de privilegios que la
ponen en ventaja respecto a los particulares que realizan la misma actividad en ejercicio de su
iniciativa privada.

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 143

Así que el servicio público es siempre, aunque no vaya acompañado de reser-


va de toda la actividad al sector público, un límite al mercado y a la libre compe-
tencia. Esto es congénito, intrínseco, a la idea de servicio público. Aunque sólo
fuese por esto, ya supone de por sí un régimen peculiar, exorbitante, distinto del
de los particulares realizando actividades privadas.

IV. LOS PRINCIPIOS DE CONTINUIDAD Y DE IGUALDAD


DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS

Aun reconociendo que cada servicio público tiene su régimen específico y


distinto del de los otros (la sanidad pública tiene un régimen distinto de la edu-
cación y ambos diferentes del de abastecimiento de aguas, etc.), se suelen señalar
algunos principios comunes a todos ellos. Sobre todo, los principios de conti-
nuidad y de igualdad.

Basta su enunciación para comprender que estos principios no son específicos


de los servicios públicos sino de toda la actividad administrativa. Si se prefiere
decir así, son principios de los servicios públicos en el sentido amplísimo del que
antes hemos hablado, no principios específicos de los servicios públicos en un
sentido más reducido, como el aquí acogido.

Por eso, en la misma lección 1 del Tomo I ya nos referimos al principio de continuidad y allí
explicábamos que justificaba en gran medida la originalidad de las normas de Derecho Adminis-
trativo. Pero naturalmente no nos referíamos sólo a los servicios públicos en sentido estricto: igual
que hay que mantener la continuidad de la sanidad o de la educación o de los transportes públicos
hay que mantenerla de la policía, del ejército, de la inspección de consumo... Y ni que decir tiene
que el principio de igualdad ha de presidir toda la actividad administrativa (art. 14 CE), no sólo
la de servicio público en sentido estricto. Por tanto, en suma, estos principios de continuidad y
de igualdad no son específicos de la actividad de servicio público sino que su radio de acción es
mucho más extenso y cubre la inmensa mayoría de la actividad administrativa.

Pero su proclamación aquí no es superflua: lo que se destaca con ello es


una diferencia con las actividades privadas fruto de la simple libertad de los
particulares. Y por tanto se destaca también que al convertir una actividad en
servicio público, en vez de dejarla al libre juego de las iniciativas privadas y a la
autonomía de su voluntad, se garantiza la continuidad y el trato igualitario a los
usuarios o potenciales usuarios. Una tienda, una fábrica, un hotel, un despacho
profesional… puede dejar de funcionar cuando quiera su titular y puede tener
horarios tan reducidos como le plazca. Además, aunque con algunas limitaciones
legales, esos sujetos privados que actúan en el mercado pueden tratar de forma
desigual a sus clientes o potenciales clientes: pueden establecer precios distintos
para unos y otros o pueden incluso atender a unos y no a otros… Y ello en fun-
ción de criterios de rentabilidad, marketing o de cualesquiera que se le antojen
o hasta de su puro capricho.

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144 DERECHO ADMINISTRATIVO (III)

Al menos, esas son las reglas generales, aunque las leyes pueden establecer limitaciones.
P. ej., la Ley 29/2006 sobre medicamentos, aunque no declare ningún servicio público, esta-
blece que «los responsables de la producción, distribución, venta y dispensación de medica-
mentos y productos sanitarios deberán respetar el principio de continuidad en la prestación
del servicio a la comunidad» [art. 2.2.; véanse también sus arts. 64.1.c) y 70.1.c)]. Sobre todo,
con acierto, cada vez hay más reglas que prohíben a los particulares que ofrecen bienes y
servicios en el mercado comportamientos discriminatorios. Ello hasta el punto de que esos
comportamientos discriminatorios pueden constituir infracción administrativa [art. 49.1,
apartados k) y m) TRDCU] o hasta delito (art. 512 CP). Pero, incluso así, eso son excepciones
y puede seguir afirmándose como regla general que los empresarios y profesionales privados
ni tienen un deber de continuidad ni de tratar con igualdad a sus clientes.

Al convertir una actividad en servicio público eso desaparece por completo


y se impone el deber de continuidad e igualdad. Desde este punto de vista, con-
tinuidad e igualdad sí son señas de identidad del servicio público que marcan su
diferencia con las actividades privadas.

El principio de continuidad exige el funcionamiento regular del servicio sin


más interrupciones que las previstas legal o reglamentariamente o las que obe-
dezcan a fuerza mayor. No entraña una producción o prestación incesante sino
de acuerdo con lo establecido por la regulación del servicio concreto de que se
trate, regulación que establecerá los momentos y las frecuencias. Por eso, más
exactamente, se le denomina también principio de regularidad del servicio. Y es
importante notar que no sólo afecta a la Administración sino también al parti-
cular al que se haya encargado la gestión indirecta del servicio.

La prestación continua o regular del servicio es siempre la primera y funda-


mental obligación del gestor indirecto —aunque le suponga pérdidas— y la inte-
rrupción es su infracción más grave. Pero, además, este principio de continuidad
o regularidad ha justificado diversas reglas, como ya apuntamos en la lección 1
del Tomo I y que ahora conviene recordar.

Decíamos allí que el principio de continuidad de los servicios públicos era el tradicionalmen-
te invocado como justificación del régimen peculiar de los bienes demaniales y destacadamente
de su inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad. Digamos ahora que también
eso se ha trasladado parcialmente a ciertos bienes de los concesionarios de servicios públicos
precisamente con la finalidad de garantizar la continuidad del servicio que presten. Incluso
eventualmente han tenido un régimen especial de quiebras y suspensiones de pagos con la misma
finalidad de garantizar la continuidad del servicio.

Decíamos también que este principio era el que había justificado la tradicional prohibición
de huelgas al personal de la Administración y de los concesionarios en tanto que la huelga,
como es obvio, comporta la interrupción del servicio. Hoy no hay una prohibición radical
pero sí límites al derecho de huelga de tales trabajadores. Ello encuentra fundamento en los
arts. 28.2 y 37.2 CE aunque hablan de «servicios esenciales para la comunidad» lo que no cabe
identificar plenamente con los servicios públicos: hay servicios esenciales para la comunidad
que no estén configurados propiamente como servicios público e incluso, a la inversa, puede
haber servicios públicos que no sean esenciales a estos efectos. Con todo, en la norma que
todavía regula el derecho de huelga (Decreto-ley 17/1977) subsisten algunas referencias espe-
cíficas a las empresas encargadas de la prestación de servicios públicos: el preaviso con más

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 145
anterioridad (art. 4) y la posibilidad de que la Administración acuerde medidas para asegurar
el funcionamiento del servicio (art. 10). Además, las huelgas ilegales en servicios públicos
tienen una específica represión penal (art. 409 CP). Sobre todo esto, que se abordará en Dere-
cho del Trabajo, se volverá también en el Tomo IV de esta obra al estudiar el estatuto de los
empleados públicos. Aquí basta con poner de relieve que ese régimen de la huelga es trasunto
del principio de continuidad.

Y decíamos finalmente que el principio de continuidad justificaba parte del régimen de los
contratos administrativos. En concreto, importa recordar aquí la teoría del riesgo imprevisible
que ya se expuso en la lección 11 del Tomo II y que precisamente se formuló y tiene su más
clara proyección en los contratos para la gestión de los servicios públicos. Esa teoría lleva a
que la Administración deba acudir en ayuda del concesionario de servicios públicos cuando en
su ejecución sufra pérdidas debidas a causas imprevisibles que puedan arruinarlo y, en fin, al
cese de su actividad.

También ha supuesto tradicionalmente algún privilegio para los prestadores de servicios


públicos en cuya virtud sus incumplimientos contractuales no permiten a la otra parte resolver
el contrato si con ello se impide el funcionamiento del servicio. P. ej., la STS de 4 de noviembre
de 1998 (Ar. 10237) confirmó que la compañía eléctrica no podía cortar el suministro a un
Ayuntamiento que no pagaba la electricidad porque ello rompería la continuidad del servicio
público. La STS de 21 de mayo de 1999 pese a que la incumplidora era una empresa privada
concesionaria del servicio de abastecimiento, aplicó la misma idea: dado que la finalidad es
asegurar la continuidad de los servicios públicos, debe también aplicarse. La STS de 19 de julio
de 1999 recuerda la misma doctrina en un caso en que la morosa era RENfE; pero no la aplica
porque el corte afectó a una estación que ya no funcionaba como tal.

El principio de igualdad aplicado a los servicios públicos impone a quienes lo


presten el deber de permitir el acceso y tratar a los usuarios sin discriminación,
deber que, como se ha dicho, no es esencial para quienes realizan actividades
privadas. Por tanto, al convertir una actividad en servicio público se garantiza
la igualdad en un nivel que de ningún modo asegura el mercado.
Es fácil garantizar la igualdad cuando la situación de los usuarios viene establecida por
completo en leyes y reglamentos. Pero las dificultades son mayores cuando los derechos y obli-
gaciones de los usuarios se establecen en contratos individuales. Aun así, hay que proclamar
que no es lícito introducir tratos discriminatorios a través de los diversos contratos celebrados
entre el prestador y cada usuario.

En cualquier caso, el principio no prohíbe, ni aquí ni en ningún otro ámbito,


cualquier desigualdad sino las discriminatorias. Por tanto, caben y son frecuentes
tratos diferenciados en función de criterios objetivos y racionales, así como la
llamada discriminación positiva.
P. ej., no es extraño que se prevea que los usuarios paguen unos u otros precios (o nin-
guno) en función de su situación económica y social (así, los pensionistas o los estudiantes
o los miembros de familias numerosas no pagan o pagan menos los autobuses urbanos o
la entrada a los museos). Asimismo existen servicios públicos que sólo dan prestaciones a
determinados colectivos de personas (los de renta inferior a determinado umbral, los dis-
capacitados, etc.). Y si el principio de igualdad comporta que cuando el servicio no tiene
capacidad para admitir (o para admitir y atender inmediatamente) a todos los usuarios
haya de seguirse normalmente el «régimen de cola» (esto es, el orden en que se produce la
demanda), la matización que exponemos permite y hasta aconseja que se tengan en cuenta

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146 DERECHO ADMINISTRATIVO (III)

otros criterios: el de la mayor o menor necesidad del potencial usuario, el de sus méritos
(piénsese en el acceso a los centros universitarios públicos en función de las notas de la
«selectividad»), etc. Los que de ninguna forma cabrán son criterios discriminatorios como
los enunciados en el art. 14 CE ni otros basados simplemente en la rentabilidad económica
o en la conveniencia del prestador del servicio, lo que sí sería admisible ante una actividad
puramente privada.

Importa destacar que esta igualdad se impone tanto a la Administración


como a los particulares gestores indirectos de servicios públicos.

Esto encuentra incluso respaldo en el CP. Así, su art. 511.1 tipifica la conducta del «par-
ticular encargado de un servicio público que deniegue a una persona una prestación a la que
tenga derecho por razón de su ideología, religión o creencias, su pertenencia a una etnia o
raza, su origen nacional, su sexo, orientación sexual, situación familiar, por razones de género,
enfermedad o discapacidad».

V. ¿POR QUÉ SE DECLARA UNA ACTIVIDAD SERVICIO PÚBLICO?

Son los poderes públicos los que deciden qué actividades se convierten en
servicio público. Es una opción política, variable y contingente. No hay, pues,
servicios públicos por naturaleza.

Si acaso, cabe decir que ciertas actividades son públicas por naturaleza cuando consisten
esencialmente en el ejercicio del poder. Pero, tales actividades no son servicios públicos en el
sentido en el que aquí estamos utilizando la expresión.

Con frecuencia los poderes públicos no expresan formalmente que una acti-
vidad es servicio público sino que hay que deducir su intención del contexto de
la regulación.

Ahora bien, ¿por qué los poderes públicos deciden convertir una actividad
en servicio público? Por lo pronto, porque se piensa que hay ciertas prestaciones
que es importante garantizar a los ciudadanos.

Y ello ya sea porque se parte de la dignidad de las personas a las que, por ello, se les quiere
asegurar unas prestaciones que se consideran imprescindibles para que lleve una vida digna;
ya sea porque se considera que es conveniente para la sociedad que los ciudadanos las reciban.
No es lo mismo. P. ej., en el siglo XIX a veces se justificaron los servicios públicos de alumbrado
o de mercados o hasta los de beneficencia o educación como medios para garantizar el orden
público. Asimismo se podría pensar hoy que los servicios educativos y sanitarios, más que al
desarrollo de las personas, son útiles para la sociedad y el sistema productivo. Sin entrar en
ello, aceptemos que muchas veces, incluso prestaciones uti singuli que benefician a las personas
concretas y a su dignidad, también son positivas para el bien común.

Pero eso no basta. P. ej., no hay en la actualidad (sí lo hubo en otros momen-
tos) un servicio público para garantizar la alimentación aunque nadie dude de
que es una prestación capital para los ciudadanos. Y no lo hay porque se entiende
que tal prestación está bien cubierta por la libre iniciativa privada de quienes

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 147

producen y comercializan alimentos. O sea, que el mercado, con su juego de la


oferta y la demanda y con la libre competencia, satisface bien esa necesidad. Si
una actividad se declara servicio público es porque se considera que no quedará
bien cubierta por la pura actividad de los particulares, por la libre iniciativa
privada. O, lo que es casi lo mismo, que no quedará adecuadamente satisfecha
por el mercado. O, más exactamente, que quedará mejor satisfecha si la asume
la Administración.

Que no quede bien cubierta por la iniciativa privada no quiere decir siempre que no pueda
ofrecerla de ningún modo (incluso eficientemente) sino que se piensa que no lo hará de forma
que asegure su regularidad, suficiencia y calidad para todos o que lo hará con desigualdades
que se juzgan inaceptables o con disfunciones… O simplemente se piensa que su asunción por la
Administración como servicio público garantizará mejor la accesibilidad universal, la equidad
o la justicia social, la solidaridad y la cohesión territorial. Y, claro está, ese juicio estará teñido
en gran medida por las concepciones e ideologías políticas. Y por ciertos mitos (el de la bon-
dad de los servicios públicos en unas épocas o el de la fe en el mercado en otras). Pero también
por otros factores que pueden ser, y han sido muchas veces, determinantes: desde económicos
(empezando por la simple posibilidad o imposibilidad de financiación pública) a puramente
técnicos. P. ej., importantes servicios públicos surgieron en el siglo XIX por la aparición de los
ferrocarriles o de la utilización de la electricidad o, en sentido contrario, la reciente evolución
de la tecnología de las telecomunicaciones ha hecho que lo que antes se creyó que sólo podía
prestarse por un operador y que, por ello, era mejor convertir en servicio público, pueda pres-
tarse por varios con una competencia suficiente entre ellos. También ha influido la idea de que
los servicios públicos contribuyen a la redistribución de la renta y a reducir las desigualdades
sociales o que, incluso, son un factor de democratización en tanto que ponen en manos de la
colectividad lo que de otro modo sería decidido por las empresas privadas.

En cualquier caso, conviene notar que la opción no está entre dejar una actividad a la libérri-
ma iniciativa privada o convertirla en servicio público. Porque, como bien sabemos, la actividad
privada puede estar sometida a una intensa actividad de limitación o ser objeto de la actividad
de fomento. Así que más bien se trata de optar entre convertir una actividad en servicio público
o dejarla como actividad privada pero condicionada más o menos intensamente por actividad de
limitación o de fomento. De hecho, buena parte del reciente repliegue de los servicios públicos
se ha hecho convirtiendo esas mismas actividades en privadas pero sometidas a una intensa
limitación administrativa, a la que se llama «regulación» (como se verá en la lección siguiente).
También en parte se ha replegado la actividad de servicio público favoreciendo la actuación de
ONGs y el llamado «Tercer sector» mediante diversas técnicas de fomento.

Dicho lo anterior se comprende que la actividad de servicio público es más


o menos amplia (o sea, que hay más o menos servicios públicos) y cubre unos u
otros sectores según épocas.

Ya en el Tomo I (lección 2, epígrafe V) pusimos de relieve la relativamente reducida activi-


dad administrativa del Estado liberal lo que se reflejaba, sobre todo, en la existencia de pocos
servicios públicos; la posterior y progresiva expansión de esa actividad que culmina con la
consagración del Estado social (y su proclamación de los llamados «derechos sociales») que
comporta, entre otras cosas pero fundamentalmente, la aparición de numerosos y capitales
servicios públicos; y la reciente reducción de la actividad administrativa con la consecuente
disminución de los servicios públicos. Aquella evolución no puede perderse de vista ahora.

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148 DERECHO ADMINISTRATIVO (III)

VI. ¿A QUIÉN Y EN QUÉ CONDICIONES CORRESPONDE CREAR


UN SERVICIO PÚBLICO?

Hemos dicho que una actividad se convierte en servicio público por una deci-
sión de los poderes públicos. Pero ¿qué poderes públicos?, ¿la misma Administra-
ción?, ¿es necesaria una ley? El punto de partida para la respuesta se encuentra
en el art. 128.2 CE pese a que, en realidad, no aborda todo lo que aquí nos
preguntamos ni sólo lo que nos preguntamos.

1. LA INICIATIVA PÚBLICA ECONÓMICA


Comienza por afirmar el art. 128.2 CE: «Se reconoce la iniciativa pública en
la actividad económica».

Este lacónico reconocimiento está cargado de contenido: a) Entraña una


habilitación constitucional directa —es decir, sin necesidad de ley— para que
las Administraciones desarrollen actividades económicas. b) Se refiere sólo a
actividades económicas públicas sin monopolio, esto es, sin excluir la iniciativa
privada para realizar la misma actividad, o sea, sin reserva al sector público.
c) Supone el completo abandono del principio liberal que partía de la incapaci-
dad del Estado (de sus Administraciones) para acometer y realizar actividades
económicas. d) También supone el abandono del llamado principio de subsi-
diariedad en cuya virtud sólo se admitía la iniciativa económica pública cuando
quedase acreditada la insuficiencia de la iniciativa privada. Aquí no hay restos
de tal principio de subsidiariedad.

Aunque esto último es a veces discutido por algunos autores, la desaparición del principio
de subsidiariedad —que al menos formalmente regía en España antes de la Constitución— es
confirmada por el TS (Sentencia de 10 de octubre de 1989, Ar. 7352).

Lo que el precepto transcrito permite no es crear servicios públicos. Al menos,


según sostengo, no es ése su significado primero y esencial. Permite realizar
pura actividad empresarial sin el carácter de servicio público: crear y gestionar
una fábrica, un banco, un hotel… Es decir, realizar actividades industriales,
comerciales, agrarias y de servicios sin la finalidad de asegurar prestaciones a
los ciudadanos y sin privilegios respecto a los sujetos privados que realicen las
mismas actividades (en particular, sin financiación pública); es decir, que lo que
permite a la Administración es realizar actividades empresariales en condiciones
de igualdad y libre competencia con empresarios privados.

Esta iniciativa pública económica es como una especie de sucedáneo de la libertad de empre-
sa consagrada en el art. 38 CE. De la libertad de empresa, como del resto de derechos funda-
mentales, son titulares los sujetos privados, no, en principio, ningún poder público. Tampoco las
Administraciones. Así que, aunque aparentemente la iniciativa pública económica que reconoce
este art. 128.2 CE coloca a la Administración en una situación similar a los sujetos privados con

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 149
libertad de empresa, tiene un significado político y jurídico bien distinto: no es un derecho, sino
una potestad. Y de ahí se deducen muchas diferencias; al menos destaquemos dos:

Primera. Esa iniciativa pública económica tiene que estar enderezada a la consecución del
interés general (art. 103.1 CE), lo que no es propio de la libertad de empresa de los particulares.
Ahora bien, ese interés general es muy variado. Normalmente obedece a razones de política
económica o social (potenciar la explotación de recursos, desarrollar sectores económicos estra-
tégicos, favorecer a zonas deprimidas, aumentar el empleo, etc.). Pero, en contra de lo que a
veces se ha sostenido, no cabe descartar que tenga por fin obtener ingresos públicos. Al menos
me parece indudable cuando se trata de explotar bienes patrimoniales de la Administración. Y
así se deduce de la LPAP.

Segunda. Esa iniciativa pública económica es más moldeable por el legislador que la libertad
de empresa que, p. ej., puede dársela a unas Administraciones y no a otras o circunscribirla
dentro de ciertos ámbitos o someterla a condiciones distintas de la libertad de empresa. Incluso
cabría que el legislador por su cuenta estableciera el principio de subsidiariedad.

2. LA RESERVA AL SECTOR PÚBLICO DE SERVICIOS ESENCIALES

Sigue diciendo el art. 128.2 CE:

«Mediante ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esen-


ciales, especialmente en caso de monopolio…».

Este precepto no es de interpretación fácil. Obsérvese, por lo pronto, que no


se refiere sólo a servicios sino también a recursos (p. ej., las minas, las aguas).
Pero centrados en lo que aquí nos incumbe, proclama que para reservar al sector
público un determinado servicio —es decir, para declarar un monopolio público
y la correlativa exclusión de la iniciativa privada en todo un sector o tipo de acti-
vidad— ese servicio ha de ser esencial y es necesaria una ley. En la apreciación de
esa «esencialidad» el legislador tiene un amplio margen de valoración política y
sólo excepcionalmente cabría que el TC considerase inconstitucional una ley por
entender que se ha hecho una reserva sobre un servicio no esencial. La alusión
final a que esa reserva cabe «especialmente en caso de monopolio» parece que
hay que entenderla en el sentido de que refuerza esa posibilidad en los casos en
los que se parte de una situación de hecho de monopolio privado. Lo que late ahí
sería, pues, la idea de que si hay un monopolio privado de un servicio esencial,
mejor que se convierta en un monopolio público. Por lo demás, este segundo
inciso del art. 128.2 CE exige inequívocamente una ley.

Esta necesidad de ley ya se deduce de los arts. 38 y 53.1 CE porque la reserva al sector
público de un género de servicios constituye un límite radical a la libertad de empresa que
simplemente queda eliminada en ese sector. Pero, en cualquier caso, para mayor claridad el
art. 128.2 CE proclama terminantemente que sólo la ley puede acordar tal reserva al sector
público; ley que podrá ser estatal pero que también podría ser autonómica si la competencia
sobre el sector concreto de que se trata es de las Comunidades Autónomas.

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150 DERECHO ADMINISTRATIVO (III)

Es frecuente en España llamar a esta reserva al sector público «publicatio». Este término,
sin embargo, como otros con los que está emparentado (nacionalización municipalización…),
es equívoco. Volveremos sobre esto en la siguiente lección.

3. CREACIÓN DE SERVICIOS PÚBLICOS SIN RESERVA AL SECTOR PÚBLICO

Tenemos, pues, de una parte, una habilitación constitucional directa que


permite a las Administraciones emprender puras actividades empresariales sin
monopolio y en condiciones de igualdad y libre competencia con los empresarios
privados que realicen el mismo género de actividad. Y tenemos, de otra parte,
que para realizar servicios públicos con exclusión completa de la iniciativa pri-
vada es necesaria una ley. Pero entre esos dos extremos queda un amplio campo:
el de los servicios públicos sin monopolio pero con posibilidad de privilegios y
financiación pública; esto es, el de los servicios públicos en concurrencia pero
no en competencia ¿Para estos servicios públicos es necesaria una ley o puede
acometerlos la Administración por su sola decisión? La respuesta no se deduce
directamente del art. 128.2 CE y es difícil.

Pese a las dudas creo que, conforme al art. 38 CE y dado que esos servicios
públicos, aun sin monopolio, afectan severamente a la libertad de empresa y a
la economía de mercado, la respuesta debe ser que no basta la sola voluntad de la
Administración y que, por tanto, en general, es necesaria una ley que establezca o
permita a la Administración establecer un determinado servicio público.

Refuerza esta idea, según creo, el capital art. 4 de la Ley de Defensa de la


Competencia:

«1. … las prohibiciones del presente capítulo (o se la de las actuaciones contrarias


a la competencia) no se aplicarán a las conductas que resulten de la aplicación de una ley.
2. Las prohibiciones del presente capítulo se aplicarán a las situaciones de res-
tricción de competencia que se deriven del ejercicio de otras potestades administrativas
o sean causadas por la actuación de los poderes públicos o las empresas públicas sin
dicho amparo legal.»

De este artículo se infiere que sólo la ley puede introducir excepciones a las reglas de la libre
competencia y que sin ello todas las potestades o actuaciones administrativas que restrinjan la
competencia son ilegales. En tanto que la idea de servicio público comporta privilegios para el
gestor del servicio (sobre todo, en su financiación) que rompen la igualdad con los empresarios
privados competidores, ha de tener un «amparo legal», esto es, una habilitación legal. Así que,
aunque esta exigencia de ley no se dedujera directamente de la Constitución, se deduciría de la
legislación vigente.

La necesidad de ley tiene, sin embargo, mantengo, las excepciones que se des-
prenden de ciertos preceptos constitucionales que contienen ya una habilitación
directa a la Administración para constituir servicios públicos en algunos sectores.

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 151
P. ej., del art. 27 CE (sobre todo, cuando proclama que «todos tienen derecho a la educa-
ción» y que «la enseñanza básica es obligatoria y gratuita») se deduce ya una habilitación directa
para el servicio público de educación. Otro ejemplo suministra el art. 41 cuando establece que
«los poderes públicos mantendrán un régimen público de Seguridad Social para todos los ciuda-
danos que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad,
especialmente en caso de desempleo». Lo mismo cabe deducir del art. 43, sobre todo, al decir
que «compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de (…) las
prestaciones y servicios necesarios». Asimismo da sustento directo a servicios públicos el art. 49:
«Los poderes públicos realizarán una política de (…) tratamiento, rehabilitación e integración
de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos a los que prestarán la atención especializada
que requieran…». También el art. 50: «Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones
adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la
tercera edad. Asimismo (…) promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales
que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio». Acaso el art. 119
pueda cumplir igual función respecto a la asistencia jurídica gratuita.

La respuesta enunciada (necesidad de ley salvo en sectores para los que la CE contiene
habilitaciones que permiten directamente crear servicios públicos en ciertos sectores) no es
aceptada por todos. Además, es discutible que la legislación de régimen local se acomode a
ella, como luego se verá.

4. DEBER DE CREAR Y MANTENER SERVICIOS PÚBLICOS

Conforme a lo dicho, el legislador puede decidir la creación de servicios


públicos concretos. Además, la Administración puede crear ciertos servicios
públicos en virtud de habilitaciones constitucionales directas o de habilitaciones
legales. Pero puede haber más que eso: ya no sólo una habilitación sino un deber
para la Administración de crear y mantener un determinado servicio público.
Y correlativamente puede haber un derecho subjetivo —o, al menos, un interés
legítimo— de los ciudadanos que les permita exigirlo.

Tradicionalmente se sostenía que la creación o supresión de un servicio público era una


decisión discrecional de la Administración y que, por tanto, el ciudadano no podía exigir su
instauración ni su mantenimiento. Es más, la facultad de eliminar un servicio ya existente se
consideraba incluida en la potestad administrativa de modificación.

Ahora lo que hay que afirmar es que la respuesta dependerá de lo que en


cada caso hayan establecido la Constitución y las leyes: salvo previsión consti-
tucional o legal, la Administración tendrá discrecionalidad para crear o no un
servicio público o para suprimir el ya creado; pero la Constitución o las leyes
pueden haber establecido ellas mismas el servicio público o haber impuesto a la
Administración su creación en ciertas condiciones. Entonces se habrá eliminado
la discrecionalidad administrativa y correlativamente podrá afirmarse que los
ciudadanos tienen un derecho subjetivo —o, al menos, un interés legítimo— que
les permite exigirlo.

Así las cosas, la primera cuestión que surge es si la CE contiene algún man-
dato que imponga la creación y mantenimiento de ciertos servicios públicos,

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152 DERECHO ADMINISTRATIVO (III)

mandato que obligaría no sólo a la Administración sino al propio legislador. La


respuesta, en general, es negativa.

Se trata de analizar si los mismos preceptos constitucionales que antes nos han servicio
para afirmar una habilitación directa para la creación de servicios públicos (arts. 27, 41, 43…)
expresan, además, un deber de instaurarlos y mantenerlos y si permiten deducir un derecho de
los ciudadanos a exigirlo. Y creo que, en general, no es así por varias razones. Por lo pronto,
porque la mayoría de esos preceptos no tienen una concreción suficiente para derivar de ellos
que precisamente obligan a crear servicios públicos y no a utilizar otros medios para conse-
guir los fines que imponen. Y en segundo lugar porque la mayoría se encuentran, no entre los
derechos constitucionales, sino entre los «principios rectores de política social y económica»
de los que el art. 53.3 CE dice que, aunque deben informar la legislación positiva, la práctica
judicial y la actuación de los poderes públicos, «sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción
ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollan». Acaso, del art. 27 CE
y de algún otro sí pueda deducirse un deber de crear ciertos servicios públicos pero, en general,
no es así. Desde luego, esa situación podría cambiar y acaso sea conveniente que cambie. De
hecho, algunas de las propuestas de reforma constitucional van en esa dirección de reforzar los
llamados derechos sociales con la consecuencia de imponer directamente desde la Constitución y
con fuerza vinculante para el propio legislador la existencia de determinados servicios públicos.

Aunque la CE no lo imponga ella misma, cabe, en segundo lugar, que sean


las leyes las que decidan ellas mismas la existencia de servicios públicos. Cabe
y, de hecho, existen tales leyes. En esos casos, los ciudadanos podrán exigir su
implantación.

P. ej., es claro que las leyes de sanidad, de educación, de servicios sociales… no sólo permiten
a la Administración crear tales servicios sino que se lo imponen. Otro ejemplo está en los llama-
dos servicios municipales obligatorios de los que luego hablaremos. Además, esta imposición
pueden hacerla tanto leyes estatales como autonómicas.

En suma, la Administración sólo está obligada a establecer servicios públicos


en los casos y ámbitos en que se lo imponga una ley. Pero la ley es libre de impo-
nerlos o no; y puede dar marcha atrás. Así, a la postre, los servicios públicos que
haya dependen de lo que decida el legislador o, en su defecto, de lo que decida
la Administración. Y por tanto será posible, incluso, que atendiendo a diversos
criterios (entre ellos, la insuficiencia de recursos públicos) se eliminen servicios
públicos ya existentes; o, desde luego, que se supriman parte de sus prestaciones
o se rebaje su calidad. ¿Es satisfactoria esta situación? Para muchos no lo es. Y se
proponen ciertas reformas que, en parte, ya han encontrado alguna plasmación.

Como los servicios públicos son medio para hacer efectivos los derechos
sociales, lo que se quiere es, según se dice, «blindar los derechos sociales»; o
consagrar la «irreversibilidad de los derechos sociales» ya alcanzados. En esa
dirección se han propuesto reformas de la CE que refuercen el contenido de algu-
nos de los principales derechos sociales de manera que vinculen más al legislador,
que le dejen menos margen para decidir sobre los servicios públicos esenciales.
Y en ese mismo sentido, más modestamente, algunos de los modernos Estatutos
de Autonomía han dado algunos pasos.

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 153
Así, el EAA al hablar de educación se refiere concretamente a «un sistema educativo públi-
co» (art. 21); cuando se ocupa del derecho a la salud proclama que se hará «mediante un sistema
sanitario público de carácter universal» (art. 22); asimismo «se garantiza el derecho de todos a
acceder en condiciones de igualdad a las prestaciones de un sistema público de servicios sociales»
(art. 23), etc. Y de todos estos derechos se dice que «el Parlamento aprobará las correspondientes
leyes de desarrollo, que respetarán, en todo caso, el contenido de los mismos establecido por el
Estatuto, y determinarán las prestaciones y servicios vinculados, en su caso, al ejercicio de tales
derechos» (art. 38) y que serán objeto de protección «ante la jurisdicción correspondiente, de
acuerdo con los procedimientos que establezcan las leyes del Estado» (art. 39).

Dada la posición ordinamental de los Estatutos de Autonomía, estos preceptos no sólo


vinculan a la Administración correspondiente sino al respectivo legislador autonómico.

Pese a todo, siempre se tratará de «derechos financieramente condicionados», sometidos a


los vaivenes de la situación económica como, por cierto, se ha evidenciado con la última crisis.
El art. 135 CE, con su principio de estabilidad presupuestaria y sus límites a los déficits públicos,
lo justifica plenamente.

5. PROPORCIONALIDAD EN LA CREACIÓN DE UN SERVICIO PÚBLICO


En tanto que, según se ha explicado, la creación de un servicio público depende normalmen-
te de lo que decida la ley o la Administración de acuerdo con una habilitación legal, se plantea
si esa decisión legal o administrativa está condicionada por el principio de proporcionalidad;
esto es, si la ley o la Administración sólo debe crear un servicio público —y, en su caso, sólo lo
puede configurar con reserva al sector público— en tanto que sea una medida congruente con
la finalidad perseguida y la menos restrictiva de la libertad de entre las que pueden alcanzar esa
finalidad. La respuesta es positiva.

El principio de proporcionalidad ha de tomarse en consideración a la hora de


decidir si una actividad se convierte en servicio público; más todavía, para optar
por su conversión en servicio público en monopolio. Ello porque toda declara-
ción de servicio público (más aún si es con reserva completa al sector público)
afecta severamente a la libertad de empresa del art. 38 CE y porque todos los
límites a los derechos fundamentales deben ser proporcionados.
Antes hemos dicho que en el desarrollo de la actividad de servicio público no tiene sentido
aplicar el principio de proporcionalidad (epígrafe II.2). No hay contradicción con lo que ahora
afirmamos: una vez que una actividad se declara servicio público, las potestades administrativas
del servicio no están sometidas a las exigencias de proporcionalidad. Pero en el paso previo,
esto es, para decidir si una actividad se convierte en servicio público, sí se debe tener en cuenta
el principio de proporcionalidad. De modo que la ley que así lo decida —o la decisión admi-
nistrativa que así lo acuerde en ejercicio de lo previsto en una ley— sí que debe ser idónea para
la finalidad perseguida y la menos restrictiva de la libertad de las que puedan alcanzar ese fin.

La exigencia de proporcionalidad para la decisión de abordar una actividad de servicio


público, que puede ya deducirse del art. 38 CE, encuentra ahora reflejo y potenciación en el
art. 5 LGUM. Desde luego, ese art. 5 tiene mucho más amplio ámbito de aplicación y es capaz
de incidir sobre otras muchas actuaciones públicas restrictivas de las actividades económicas
(así, sobre actividades de limitación). Pero, según creo, entre otras cosas, condiciona también
las decisiones sobre la conversión de una actividad en servicio público y más todavía sobre su
completa reserva al sector público. Téngase en cuenta, además, que ese art. 5 LGUM no sólo

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154 DERECHO ADMINISTRATIVO (III)

impone la proporcionalidad sino que además reduce las finalidades públicas que puedan per-
seguirse a las llamadas «razones imperiosas de interés general».

6. LAS CONCRECIONES DE LA LEGISLACIÓN DE RÉGIMEN LOCAL

Las previsiones del art. 128.2 CE no tienen un desarrollo legislativo general.


Pero en la legislación de régimen local sí que hay concreciones sugerentes. Dicen
los dos primeros apartados del art. 86 LRBRL lo siguiente:

«1. Las Entidades Locales podrán ejercer la iniciativa pública para el desarrollo
de actividades económicas…

Corresponde al pleno de la respectiva Corporación local la aprobación del expe-


diente, que determinará la forma concreta de gestión del servicio.

2. Se declara la reserva en favor de las Entidades Locales de las siguientes acti-


vidades o servicios esenciales: abastecimiento domiciliario y depuración de aguas;
recogida, tratamiento y aprovechamiento de residuos, y transporte público de viaje-
ros, de conformidad con lo previsto en la legislación sectorial aplicable. El Estado y
las Comunidades Autónomas, en el ámbito de sus respectivas competencias, podrán
establecer, mediante Ley, idéntica reserva para otras actividades y servicios.

La efectiva ejecución de estas actividades en régimen de monopolio requiere, ade-


más del acuerdo de aprobación del pleno de la correspondiente Corporación local, la
aprobación por el órgano competente de la Comunidad Autónoma».

Está claro que el art. 86.2 cumple la misión que el inciso segundo del art. 128.2
CE atribuye a la ley. Es decir, que es una de las leyes permitidas por ese precepto
constitucional para reservar servicios esenciales al sector público.

Prevé la reserva al sector público de tres servicios locales tradicionales e importantes. Ade-
más, permite que otras leyes estatales o autonómicas establezcan servicios públicos en mono-
polio en favor de las Administraciones locales sobre otras actividades. Con todo, la efectividad
de la reserva en cada ente local requiere la tramitación de un procedimiento con aprobación del
pleno respectivo y de la Administración autonómica. En la misma dirección, art. 32.3 LAULA.
Téngase en cuenta que si la actividad ya la venían realizando empresas privadas en ejercicio de
su libertad, la reserva a las entidades locales comportará la expropiación y el pago del corres-
pondiente justiprecio.

Está claro igualmente que el art. 86.1 se refiere, al menos, a la simple iniciativa
económica pública por parte de las Administraciones locales; o sea, que concreta
lo establecido en el primer inciso del art. 128.2 CE y que da lugar sencillamente
a una pura actividad empresarial por parte de un municipio, provincia o isla.

Pero es discutible si ese art. 86.1 se refiere también a la creación de servicios


públicos locales sin reserva (y, por tanto, permitiendo existencia de empresas
privadas que realicen la misma actividad), con lo que ello entraña de posibilidad
de privilegios y de financiación pública, es decir, de concurrencia con sujetos

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 155

privados pero sin competir en condiciones de igualdad. La alusión final a «la


forma concreta de gestión del servicio» orienta en esa dirección. Aceptemos aquí,
aunque es dudoso y problemático, que, en efecto, el art. 86.1 LRBRL comprende
también la posibilidad de crear servicios públicos.

Con esas premisas, el art. 86.1 LRBRL comporta que no es necesaria ninguna
ley específica adicional ni para que los entes locales acometan actividades pura-
mente empresariales ni para que asuman actividades como servicio público sin
monopolio; o sea, que basta este mismo art. 86.1 LRBRL para que municipios,
provincias e islas acometan estas actividades.

O sea, se parte de que, sin necesidad de ninguna otra ley, municipios y provincias pueden
constituir nuevos servicios públicos sin monopolio. Y esto, a su vez, puede entenderse como
contrario a lo que antes hemos dicho sobre la necesidad de ley para crear nuevos servicios
públicos salvo que tengan base constitucional; o puede entenderse en el sentido de que la ley
necesaria es ya el art. 86.1 LRBRL. Pero es discutible si una habilitación tan genérica y abierta
que permite crear cualquier servicio público local sin indicar en qué pueda consistir satisface la
necesidad de ley que antes hemos preconizado.

La LAULA reconoce, de un lado, la iniciativa pública económica local (art. 45) y, de otro,
la posibilidad de creación de servicios públicos locales sin monopolio: «Las entidades locales
acordarán, por medio de ordenanza, la creación (…) de cada servicio público local» (art. 30).
Es decir, que en concordancia con lo que aquí hemos deducido del art. 86.1 LRBRL, acepta
claramente que tanto una cosa como la otra la pueden hacer los entes locales sin necesidad de
ninguna otra ley que les habilite más concretamente.

Todo lo anterior tiene que completarse con lo establecido en el art. 26 LRBRL.


Está en él un supuesto paradigmático, y ya con tradición en nuestro Derecho,
de deber legal de crear y mantener ciertos servicios públicos. Son los usualmente
denominados servicios municipales mínimos u obligatorios. Dice su apartado 1:

«Los Municipios deberán prestar, en todo caso, los servicios siguientes:

a) En todos los Municipios: alumbrado público, cementerio, recogida de resi-


duos, limpieza viaria, abastecimiento domiciliario de agua potable, alcantarillado,
acceso a los núcleos de población y pavimentación de las vías públicas.

b) En los Municipios con población superior a 5.000 habitantes, además: parque


público, biblioteca pública y tratamiento de residuos.

c) En los Municipios con población superior a 20.000 habitantes, además: pro-


tección civil, evaluación e información de situaciones de necesidad social y la atención
inmediata a personas en situación o riesgo de exclusión social, prevención y extinción
de incendios e instalaciones deportivas de uso público.

d) En los Municipios con población superior a 50.000 habitantes, además: trans-


porte colectivo urbano de viajeros y medio ambiente urbano».

En la LAULA hay también una específica previsión de servicios municipales obligatorios


(art. 31).

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156 DERECHO ADMINISTRATIVO (III)

Siendo legalmente obligatorios estos servicios, desaparece la discrecionali-


dad administrativa para decidir prestarlos o no. Y así cobra pleno sentido el
art. 18.1.g) de la misma Ley que otorga a los vecinos el derecho a «exigir la
prestación y, en su caso, el establecimiento del correspondiente servicio públi-
co, en el supuesto de constituir una competencia municipal propia de carácter
obligatorio».

VII. SITUACIÓN JURÍDICA DE LOS USUARIOS


DE SERVICIOS PÚBLICOS

1. ACCESO AL SERVICIO

Los ciudadanos tendrán derecho a acceder al servicio y a las prestaciones


propias del servicio en tanto que reúnan las condiciones previstas por las leyes y
reglamentos. Si antes decíamos que sólo a veces el ciudadano tiene derecho a que
se instaure un servicio, ahora añadimos que una vez creado y en funcionamiento
sí que tiene derecho a su uso y disfrute, esto es, a sus prestaciones siempre que
cumpla las exigencias establecidas por las leyes y los reglamentos; o, si el servicio
no tiene capacidad para atender a todos los ciudadanos, a que en la selección
se respete escrupulosamente el principio de igualdad. Así que la decisión de
admitir a un ciudadano y de prestarle el servicio no es nunca dependiente de la
autonomía de la voluntad de la Administración o del gestor indirecto (como sí
sucede con los servicios privados) ni es discrecional. Se trata sólo de proyectar
en este aspecto los principios de legalidad e igualdad.

2. SITUACIÓN LEGAL Y REGLAMENTARIA JURÍDICO-ADMINISTRATIVA

La situación jurídica de los usuarios de un servicio público es la que se esta-


blezca en el régimen del respectivo servicio. Es por eso, se dice, una situación
legal y reglamentaria. Accede a ella en virtud de su petición y de la decisión de
aceptación del gestor (aunque muchas veces la solicitud y la aceptación sean
tácitas). Y la relación que se establece es jurídico-administrativa. No es necesario
ni hay, por tanto, como regla general, un contrato entre la Administración o el
gestor indirecto del servicio y el usuario ni los derechos y obligaciones de aquellos
y de estos derivan de un contrato sino de normas de Derecho Administrativo.
P. ej., entre la Universidad y el estudiante no hay ningún contrato, como no lo
hay entre el paciente y el servicio público de salud. No obstante, hay servicios
públicos en los que sí es habitual la existencia de un contrato; p. ej., en el de abas-
tecimiento de agua o en el de transporte colectivo terrestre de viajeros (contrato
que se entiende perfeccionado con la expedición del billete). Pero incluso en
esos casos el contrato suele ser un mero instrumento de acceso al servicio (que,
además, es obligado para el gestor que tiene que contratar con quien pida el
servicio) y, en general, la situación del usuario sigue siendo predominantemente

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 157

legal y reglamentaria y estando teñida por elementos jurídico-administrativos.


Por eso, porque su situación no es nunca enteramente contractual sino en parte
reglamentaria, es por lo que el usuario queda sometido a la potestad adminis-
trativa de modificación del servicio.

3. CALIDAD DEL SERVICIO

También son las leyes y los reglamentos reguladores de cada servicio público
los que, en su caso, concretan el contenido exacto de las prestaciones a las que
tengan derecho los usuarios y los niveles mínimos de calidad. Entre estos puede
quedar incluido el tiempo máximo de espera, lo que es capital en algunos servi-
cios como los sanitarios, y los derechos del usuario en caso de que se superen.
Eventualmente de esa regulación podrá deducirse un derecho del usuario a un
cierto nivel de calidad de las prestaciones.

Recuérdese lo que antes se dijo sobre la naturaleza reglamentaria de algunas de las cláusulas
incluidas en los contratos que unen a la Administración titular del servicio y al empresario pri-
vado gestor indirecto. Por ello también de esas cláusulas pueden nacer derechos —o, al menos,
intereses legítimos— de los usuarios a un determinado nivel de calidad de las prestaciones.

Tradicionalmente mereció escasa atención este aspecto de la calidad de los


servicios públicos que se prestaban según se decidiera en cada momento por
autoridades de bajo nivel o hasta por los propios empleados públicos en función
de los recursos de que se dispusiera y de su mejor o peor voluntad, casi siempre
de manera informal y poco o nada transparente. Casi cabría decir que muchos
servicios se prestaban como buenamente se podía sin que el ciudadano pudiera
saber de antemano qué se le ofrecía y con qué estándares de calidad. Poco a poco
se fue mejorando esta situación, y los reglamentos, o incluso las leyes, fueron
concretando el contenido de las prestaciones y su calidad. Así, claro está, se ha
venido reforzando la situación jurídica de los usuarios.

Pero a este respecto los distintos servicios públicos tienen regímenes muy
diferentes y han avanzado en esa línea muy variablemente y por caminos diver-
sos. En esta evolución y con carácter más general deben citarse las llamadas
cartas de servicios que son buena expresión de los intentos de avance y de sus
comedidos logros.

En el Estado están previstas en el RD 951/2005, de 29 de julio, por el que se establece el


marco general para la mejora de la calidad en la Administración General del Estado. En Anda-
lucía, el art. 137 EAA se refiere a las cartas de derechos de los ciudadanos respecto a los distintos
servicios públicos y el Decreto 317/2003, de 18 de noviembre, regula las Cartas de Servicios.

En realidad, al menos en España y por ahora, las cartas de servicios no son vinculantes
para la Administración ni, en consecuencia, derivan de ellas plenos derechos subjetivos de los
ciudadanos. Son más bien documentos elaborados por la propia Administración que expresan
lo que se considera correcto en la prestación de cada servicio y el nivel de calidad que se aspira a
lograr. Incluyen un propósito y un compromiso de lograrlo. No alcanzarlo, aunque no suponga

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exactamente una ilegalidad, pondrá de relieve un mal funcionamiento del servicio. De ahí que,
en caso de daños causados por un servicio público, estas cartas sean relevantes para decidir si ha
habido un mal funcionamiento y para, en consecuencia, declarar la responsabilidad de la Admi-
nistración. Pero, al margen de ello, sirven para orientar sobre el estándar de calidad adecuado
y para corregir las desviaciones que se detecten. Por ello mismo, cobran también importancia
los sistemas de evaluación (autoevaluación y a veces evaluación externa) de la calidad de los
servicios. A ellos se refiere el art. 138 EAA.

Se comprende con lo expuesto que lo que realmente supone un avance y una garantía de
los ciudadanos es que las leyes concreten en lo posible las prestaciones que da cada servicio
y el estándar de calidad de cada prestación. En menor medida, esto se logra con reglamentos
pues, claro está, pueden ser modificados por la misma Administración; a cambio, suelen ser
mucho más detallados y expresar más claramente aquello a lo que se tiene derecho. Las car-
tas de servicios y otros instrumentos similares de soft law, aunque un paso, son sólo un muy
modesto remedo.

4. DISCIPLINA DEL SERVICIO

El usuario queda sometido a la disciplina especial del servicio con una serie de
deberes (o simples cargas para disfrutar de las prestaciones) para cuya efectividad
se confieren potestades a la Administración titular del servicio (ocasionalmente
ejercitables por el gestor indirecto), incluso la sancionadora, aunque de ordinario
con sanciones que sólo afectan a sus derechos como usuario y no a los generales
como ciudadano.

A veces, el usuario puede llegar a quedar en situación de sujeción especial


respecto a la Administración. Pero eso no es característico de todos los servicios
públicos.

Por el contrario, como ya se explicó en el Tomo I, la relación de sujeción especial sólo surge
en los casos en los que el usuario, para disfrutar de las prestaciones, se incorpora duraderamente
a la estructura organizativa de la Administración, especialmente en caso de establecimientos
cerrados (hospitales, residencias de la tercera edad…) o en otros en los que igualmente hay una
relación inmediata y prolongada (p. ej., un colegio o un centro universitario).

5. PARTICIPACIÓN DE LOS USUARIOS

Dice el art. 129.1 CE: «La ley establecerá las formas de participación de los interesados en
la Seguridad Social y en la actividad de los organismos públicos cuya función afecte directa-
mente a la calidad de vida o al bienestar general». De este modo, el principio de participación
ciudadana que tan insistentemente refleja la Constitución (Tomo I, lección 7.VII), encuentra
una concreción reforzada respecto a la gestión de los servicios públicos. Una concreción acer-
tada porque es justamente en este ámbito donde la participación ciudadana tiene más sentido
y donde puede dar sus mejores frutos. Tanto que, en realidad, por esta vía se puede asegurar
mejor que por otras la calidad de las prestaciones y que, sobre todo, se detecten sus defectos y
las preocupaciones y aspiraciones reales de los usuarios en un terreno, éste sí, que conocen bien.

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LECCIÓN 4: ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA DE SERVICIO PÚBLICO… 159

6. APLICACIÓN DE LA LEGISLACIÓN GENERAL DE CONSUMIDORES Y USUARIOS

Cuando el art. 51 CE ordena a los poderes públicos que garanticen la defen-


sa de los consumidores y usuarios protegiendo su salud, seguridad e intereses
económicos, así como asegurando su información y audiencia, está pensando
prioritariamente en sus relaciones con empresarios privados. Sin embargo, nada
permite excluir de ese mandato a la protección de los usuarios de los servicios
públicos. Ese mandato, por tanto, tiene que hacerse efectivo también en la regu-
lación de cada servicio público. Pero la cuestión relevante es si la legislación
general de defensa de los consumidores es también aplicable en el ámbito de los
servicios públicos (sanidad, educación en todos los niveles, servicios sociales,
recogida de residuos, etc.).

Del TRDCU parece deducirse una respuesta positiva cuando establece en


su art. 4 el concepto de empresario a sus efectos: es toda persona «privada o
pública».

Si empresarios son también las personas públicas, incluidas las Administraciones, es que la
protección al consumidor que otorga el TRDCU es también protección frente a esas personas.
Además, este TR se refiere a veces concretamente a la Administración o a los servicios públi-
cos. P. ej., su art. 39 TRDCU declara preceptiva la audiencia del Consejo de Consumidores y
Usuarios en relación con los «precios y tarifas de servicios, en cuanto afecten directamente a los
consumidores o usuarios, y se encuentren legalmente sujetos a control de las Administraciones
públicas»; el art. 80, relativo a las cláusulas contractuales no negociadas individualmente, inclu-
ye a los contratos que «promuevan las Administraciones públicas y las entidades y empresas
de ellas dependientes»; el art. 81.3 habla de «las cláusulas, condiciones o estipulaciones que
utilicen las empresas públicas o concesionarias de servicios públicos». Incluso sin estas previ-
siones específicas, la regla general debe ser la aplicación de la legislación general de defensa de
los consumidores y usuarios a los servicios públicos.

No obstante, aun aceptando ese punto de partida, cabe admitir excepciones,


esto es, preceptos de la legislación de consumidores y usuarios que no son apli-
cables a los servicios públicos o a algunos servicios públicos.

Una justificación general podría basarse en el mismo art. 4 TRDCU que acaba constriñen-
do su concepto de empresario a las personas que actúen «con un propósito relacionado con
su actividad comercial, empresarial, oficio o profesión» y esto encaja mal con la mayoría de
las actividades de servicio público que no se acometen por la Administración con ninguno de
esos «propósitos». Así, sin contradecir ese art. 4 y su inclusión de las personas públicas entre
los empresarios, podría sostenerse que la Administración sólo queda plenamente sometida a la
legislación de protección de los consumidores y usuarios cuando realiza actividades puramente
empresariales (así, debe ser puesto que al realizar ese género de actividad debe actuar en las
mismas condiciones que cualquier empresario privado competidor) pero no necesariamente
cuando realiza actividad de servicio público.

Así, deben aceptarse excepciones cuando esa legislación general de consumo no sea compa-
tible con la específica del servicio público o no sea conforme con su naturaleza. Habrá que pro-
ceder a un análisis pormenorizado porque seguramente no puede resolverse de la misma forma
la aplicación de las normas del TRDCU a los servicios públicos de transporte por carretera y a
los servicios sociales o a los de educación. Ni tampoco la respuesta puede ser idéntica en cuanto

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a la aplicación de las normas generales sobre defensa de los consumidores y usuarios relativas
a protección de la salud y seguridad que las que conciernen a contratos, prácticas comerciales
desleales o responsabilidad contractual o extracontractual. A este último respecto es revelador,
p. ej., el Código de Consumo de Cataluña que, cuando se ocupa de la responsabilidad, termina
por decir: «Los daños derivados de la prestación de un servicio público están sometidos a las
reglas aplicables sobre responsabilidad patrimonial de la Administración» (art. 124.I.3); no,
pues, a las que rigen los daños causados a los consumidores o usuarios por empresarios privados.
Por otra parte, si, como hemos dicho, normalmente no hay un contrato entre el prestador del
servicio público y el usuario, no tiene sentido aplicar mecánicamente las normas contractuales
del TRDCU.

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