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DERECHO
ADMINISTRATIVO
TOMO III
AUTORES
ANTONIO BUENO ARMIJO
Profesor Titular de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
JOSÉ CUESTA REVILLA
Profesor Titular de Derecho Administrativo. Universidad de Jaén
MANUEL IZQUIERDO CARRASCO
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
MARIANO LÓPEZ BENÍTEZ
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
LOURDES YOLANDA MONTAÑÉS CASTILLO
Profesora Contratada Doctora. Universidad de Jaén
MANUEL REBOLLO PUIG
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba
LOURDES DE LA TORRE MARTÍNEZ
Profesora Contratada Doctora. Universidad de Jaén
M.ª REMEDIOS ZAMORA ROSELLÓ
Profesora Contratada Doctora. Universidad de Málaga
1. DEFINICIÓN
Ejemplos clásicos y claros que permiten hacerse una primera idea son los
servicios públicos de la sanidad, la educación o el abastecimiento de agua.
Desbrocemos ahora la definición que hemos dado. Pero empecemos por destacar que hemos
dicho, no lo que son los servicios públicos, sino lo que aquí enteremos por tales. Quiere decirse
que hay muchos conceptos distintos de servicios públicos y que no son en sí mismos erróneos.
Simplemente optamos por un concepto que entendemos que sirve mejor para explicar la realidad
jurídica española, sin por eso descalificar como equivocados otros.
Con frecuencia se habla de servicio público en un sentido mucho más amplio, prácticamente
como sinónimo de actividad administrativa de interés general lo cual, a su vez, comprende casi
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La misma legislación española usa a veces la expresión servicio público en ese sentido. P. ej.,
cuando se ocupa de la responsabilidad patrimonial de la Administración habla, como sabemos,
de los daños causados por el «funcionamiento de los servicios públicos» y en ese contexto es
seguro que está comprendiendo los daños que cause la Administración en cualquiera de sus
actividades de interés general, incluida la de policía. Igualmente, cuando se distingue, dentro
de los bienes públicos, entre los demaniales y los patrimoniales, se dice que los primeros son
los afectos a un servicio público y de nuevo, en ese contexto, se comprende que las oficinas
de la policía son bienes demaniales. O, para citar un ejemplo más concreto, la Ley 23/2015 de
la Inspección de Trabajo y Seguridad Social define a ésta como «un servicio público al que
corresponde la vigilancia del cumplimiento de las normas de orden social y exigir las respon-
sabilidades pertinentes…».
No es que ese sentido amplísimo de servicio público sea equivocado. Es correcto y útil a
ciertos efectos. Más bien hay que aceptar que el término de servicio público es anfibológico y
que, frente a ese concepto tan amplio, existe otro más restringido que es el que ahora empleamos.
Para evitar equívocos, a veces se opta por llamar a la concreta modalidad que ahora nos
ocupa «actividad prestacional» que es, entonces, la que se contrapone a actividad de limitación,
fomento y empresarial. Preferimos, sin embargo, con estas aclaraciones, mantener el término
de actividad de servicio público que, pese a todo, es más expresivo.
Y excluimos también las actividades realizadas motu proprio por ciertos particulares aunque
colaboren en la consecución de los intereses generales y hasta si lo hacen mediante prestaciones
idénticas a las de los servicios públicos. Quedan fuera del concepto incluso aunque esos particu-
lares actúen sin ánimo de lucro. Piénsese sobre todo en las llamadas entidades del «tercer sector»,
en las ONGs a las que ya aludimos en el epígrafe VI de la lección 2 del Tomo I: incluso aunque
desplieguen una actividad materialmente idéntica a la de un servicio público, no realizan servicio
público. Y quedan también fuera de nuestro concepto las actividades de ciertos particulares que
realizan servicios de interés económico general en los términos que se verá en la lección siguiente.
Ejemplo de esto último es el caso, al menos en la mayoría de los municipios, del abaste-
cimiento de aguas o del transporte urbano colectivo de viajeros. Pero hay numerosos casos
de la primera opción, es decir, de la actividad de servicio público en concurrencia con puras
actividades privadas. P. ej.:
— Junto con el servicio público de asistencia sanitaria hay también asistencia sanitaria que
prestan médicos, hospitales o compañías de seguros completamente privados en virtud, sin más,
de su libertad de profesión o de su libertad de empresa.
— Asimismo hay colegios privados no concertados que realizan actividades educativas
iguales a las de servicio público. Es más, estos no pueden suprimirse porque el art. 27.6 CE
reconoce «la libertad de creación de centros docentes». Pero, aunque impartan las mismas ense-
ñanzas y sus calificaciones tengan validez oficial, no realizan servicio público. De hecho, dice
la LO 2/2006 de Educación que «la prestación del servicio público de la educación se realizará
a través de los centros públicos y privados concertados» (art. 108.4), no, pues, a través de los
centros privados no concertados.
Para algunos autores, sólo hay propiamente servicio público si se excluye por completo la
iniciativa privada para realizar el mismo tipo de actividad. Es cierto que, si tal sucede, el servicio
público presenta sus caracteres más intensos. Pero acogemos aquí un concepto algo más amplio
que incluye no sólo esos supuestos de reserva a la Administración de todo el género de activi-
dad sino otros en los que no se da tal monopolio porque, entendemos, que también estos otros
responden, con algunas adaptaciones, a los principios y reglas esenciales del servicio público.
En los casos en los que, junto a la actividad de servicio público, concurre otra igual reali-
zada por sujetos privados en virtud de su libre iniciativa, lo que habrá sobre ésta será actividad
administrativa de limitación. Con todo, puede que se trate de una actividad de limitación espe-
cialmente intensa como la que se produce sobre hospitales y colegios privados no concertados.
Incluso no ha sido extraño que en los casos en los que las leyes prevén un extenso servicio
público y una responsabilidad general de la Administración para asegurar las prestaciones a
todos los ciudadanos, las mismas leyes den a la Administración una potestad de planificación
para asegurar una utilización eficiente de los recursos y capaz de afectar a la creación de nuevos
centros privados. Pero esto no es consustancial a la idea de servicio público y más bien hay que
observarlo con reticencia en tanto que supone una restricción a la libertad de empresa que no
deriva necesariamente del servicio público.
Por otra parte, debe destacarse que, incluso cuando subsista la pura actividad privada, ésta
se ve profundamente afectada por la coexistencia de servicios públicos con los que concurre en
el mercado y con los que, sin embargo, no estará en condiciones de igualdad, como veremos
en el epígrafe III.
Se suele distinguir entre prestaciones uti singuli, esto es, las que se dan individua-
lizadamente a cada persona y procuran una utilidad específica a cada ciudadano
determinado que usa el servicio (el transporte de una persona, la asistencia sanitaria
de un paciente, etc.); y prestaciones uti universi, en las que el ciudadano no recibe una
prestación individual sino que disfruta de ella sólo como miembro de una colectivi-
dad, de un grupo determinado o indeterminado de ciudadanos (p. ej., el alumbrado
público, la limpieza viaria, la predicción e información meteorológica).
Los servicios públicos prototípicos son los que ofrecen prestaciones uti sin-
guli. Pero, aunque con peculiaridades, también hay algunos servicios públicos
con prestaciones uti universi.
Hay que reconocer que la admisión de servicios públicos con prestaciones uti universi com-
porta una ampliación del concepto de servicio público que lo hace de contornos imprecisos.
Así, puede llegar a incluirse entre los servicios públicos, p. ej., a la protección civil o al que se
realiza con las carreteras o con las calles. De hecho, lo hacen las leyes:
— Ley 17/2015 de la protección civil: «La protección civil… es el servicio público que pro-
tege a las personas y bienes garantizando una respuesta adecuada ante los distintos tipos de
emergencias y catástrofes…».
Como se ve, al incluir a las prestaciones uti universi existe el peligro de acoger un concepto
demasiado amplio de servicio público (podría por esta vía llegar a considerarse servicio público a
la defensa nacional), un concepto casi como el que antes hemos aludido de sinónimo a cualquier
actividad de interés general. Por eso, parte de la doctrina sólo habla de servicio público en caso
de prestaciones uti singuli. Aun así, con cierta contención, creemos que es preferible incluir entre
los servicios públicos a los que ofrecen prestaciones uti universi si, aunque con destinatarios
amplios e indeterminados, hay verdaderas prestaciones.
Como regla general, las prestaciones son de uso voluntario. Pero excepcio-
nalmente pueden declararse obligatorias.
El caso más destacado es el de la enseñanza básica. Existe entonces un deber legal (de esco-
larización y de asistencia) cuyo cumplimiento será controlado y exigido por la Administración
con lo que, en cierto modo, existe una actividad administrativa de limitación. Pero eso no quita
para que las prestaciones educativas, incluidas las de ese nivel básico, sean las de un servicio
público. En principio, sólo una ley puede declarar obligatorio el uso de un servicio público. Pero
también aquí se dejan sentir las singularidades de la policía y por ello se flexibiliza la exigencia
de ley y se habilita ampliamente a la Administración para declarar esa obligatoriedad con el fin
de mantener el orden público. Así, tanto el art. 34 RSCL como el art. 32.4 LAULA permiten
que los reglamentos declaren obligatorio el uso de servicios públicos cuando sea necesario para
garantizar la tranquilidad, seguridad o salubridad públicas.
Pero para que haya actividad de servicio público no basta que haya prestacio-
nes a los ciudadanos. Hemos dicho en la definición que esas prestaciones se realizan
precisamente para garantizar la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos.
No sólo son prestaciones a los ciudadanos sino en favor de ellos. Si toda actividad
administrativa tiene por fin servir a los intereses generales (art. 103.1 CE), aquí el
interés general consiste en asegurar las prestaciones o, si se prefiere, en satisfa-
cer ciertas necesidades de los individuos mediante prestaciones; satisfacer esas
necesidades de los individuos es lo que se considera de interés general; es el fin
de la actividad; y es la justificación esencial de la creación del servicio público.
El servicio público tiene por objetivo exactamente dar y garantizar prestaciones
a los ciudadanos y ello para satisfacer las necesidades de estos.
Así, hay prestaciones a los individuos en los tratamientos médicos obligatorios cuyo fin
primero y predominante no es satisfacer la necesidad del paciente sino evitar epidemias y son,
más bien, como sabemos, manifestación de la actividad de limitación. Incluso puede decirse
que las prisiones dan prestaciones a los internos, pero sólo en un sentido amplio puede decirse
que sean servicio público.
Es ilustrativo aludir a la reciente evolución del monopolio del tabaco. La Ley 13/1988
suprimió el tradicional monopolio de fabricación, de importación y del comercio al por mayor
del tabaco para, según explica su E. de M., aplicar a este sector la libertad de empresa del art. 38
CE dado que no subsisten razones que justifiquen la aplicación del art. 128.2 CE. Sin embargo
se mantiene el monopolio de la venta al por menor «que continúa revistiendo el carácter de
servicio público (¡sic!), constituye un instrumento fundamental e irrenunciable del Estado para
el control de un producto estancado como es el tabaco, con notable repercusión aduanera y
tributaria». Esto último será cierto y por eso puede seguir hablándose de un monopolio fiscal,
aunque se presta a través de sujetos privados concesionarios de los estancos. Pero calificar a esta
actividad como servicio público, al mismo tiempo que el propio Estado condena el consumo de
tabaco por ser perjudicial para la salud, es burlesco. La misma ley canta las alabanzas de la Red
de Expendedurías de Tabaco y Timbre (los estancos) y destaca que «asegura la venta de efectos
timbrados y signos de franqueo (los sellos de correos) en todo el territorio nacional y propicia
una más amplia vinculación con la red de establecimientos de Loterías, Apuestas y Juegos del
Estado». Acaso sea esto realmente lo único que justifique la pervivencia de este monopolio.
Por último hay (o hubo) monopolios que más bien responden a los caracteres
de una actividad puramente empresarial de la Administración si bien con exclu-
sión de la actividad privada, lo que frecuentemente respondía a la finalidad de
A veces la finalidad de los monopolios es mixta y discutible. Es el caso muy sugerente del
monopolio del petróleo que se instauró en España en 1927 (aunque se prestase a través de la
Compañía Arrendataria del Monopolio del Petróleo, CAMPSA) y que pervivió hasta tiempos
recientes. Desde luego, cumplió un fin fiscal pero, sobre todo, pretendió la nacionalización del
sector que estaba en manos de unas pocas empresas extranjeras. Algunos autores lo considera-
ban un servicio público. No creo, sin embargo, que pudiera propiamente calificarse como tal.
Con este concepto que hemos acogido y explicado, podemos completar los
ejemplos que inicialmente dimos (sanidad, educación, abastecimiento de agua) y
los que luego hemos añadido. También son servicios públicos los de extinción de
incendios, los de transporte urbano colectivo regular, los de transporte interur-
bano colectivo de viajeros por carretera, los de la asistencia jurídica gratuita,
los de recogida de basuras, los de cementerio, los de las bibliotecas públicas,
los de los museos públicos, los de teatros o cines públicos, los de las orquestas
públicas, los de polideportivos o gimnasios públicos, los de residencia públicas o
centros de día para mayores, los de los centros públicos de asistencia a mujeres
maltratadas, los de atención a drogadictos o ludópatas, los de aparcamientos
públicos, los de un palacio de congresos, los de alquiler de bicicletas, los de
oficinas públicas de información a los consumidores o de asesoramiento para
adopciones o para la orientación laboral o para la creación de empresas, los de
un comedor universitario, etc.
Una actividad material o técnica o profesional como la del médico, la del profesor, la del
conductor del autobús o la del bombero… Si lo característico en la actividad de limitación es
que ordena imperativamente las actuaciones de los particulares, lo que en suma entraña ejer-
cicio de poder, en la actividad de servicio público, por el contrario, lo característico y lo que
En ese sentido dijo Hauriou: «El día que los servicios no representen ya un poder de policía,
sino únicamente una función profesional, no serán servicios públicos y no habrá administración
pública, sino sólo servicios privados y administración privada análoga a las agencias privadas,
pues la diferencia entre las organizaciones públicas y las organizaciones privadas es simplemente
la diferencia entre organizaciones que disponen de un poder de policía y de coacción y aquéllas
que no disponen de él». Su alusión a «poder de policía» no coincide con lo que en esta obra
entendemos por tal. Pero la afirmación de Hauriou pone de relieve hasta qué punto es inherente
a la noción de servicio público el ejercicio de potestades administrativas de imperio.
Así que calificar a una actividad como servicio público comporta someterla
intensamente a la Administración. Será ésta la que decidirá las prestaciones
concretas que ofrezca el servicio (su contenido, su extensión, su calidad…), la
organización, los lugares y horarios, las personas que podrán realizarlas o cola-
borar, el precio (o su gratuidad), los cambios que haya que introducir… Y ello
tanto opte la Administración por la gestión directa como por la gestión indirecta.
O sea, que esas potestades administrativas no se pierden por el hecho de que la Adminis-
tración decida que el servicio público lo preste un sujeto privado. Refiriéndose a la concesión,
lo expresaba así el art. 126.1 RSCL: «En la ordenación jurídica de la concesión se tendrá como
principio básico que el servicio concedido seguirá ostentando en todo momento la calificación
de servicio público de la Corporación local a cuya competencia estuviere atribuido». O sea, que
la Administración conserva íntegras sus potestades sobre el servicio aunque haya encomendado
a sujetos privados su gestión material.
En todos los casos de actividad de servicio público surge una actividad que
pasa a ser de titularidad administrativa.
Ello es claro en los casos en que todo el género de actividad se ha reservado al sector público.
Pero incluso sin esa reserva puede hablarse de titularidad administrativa de la parte asumida
por la Administración. Así, hay titularidad administrativa de la actividad de abastecimiento
de aguas (típico servicio público en monopolio, o sea, reservado al sector público) y la hay
también, p. ej., en las actividades de los servicios públicos de sanidad y de educación (por usar
dos típicos ejemplos ya citados de servicios públicos sin monopolio, esto es, sin reserva al sector
público). En este segundo caso, no es de titularidad administrativa cualquier actividad sanitaria
o educativa, de modo que los sujetos privados pueden realizarla en ejercicio de su libertad. Pero
sí es de titularidad administrativa la parte asumida por la Administración como servicio público:
en ella la Administración tendrá las potestades de servicio público y sólo podrán participar los
empresarios privados en la medida en que lo quiera la Administración. Así que también en estos
casos puede y debe hablarse de una titularidad administrativa (titularidad administrativa del
servicio público, aunque no de todo el género de actividad; p. ej., de todo el servicio público de
sanidad o de educación; no de toda actividad sanitaria o educativa).
De este modo, en los casos de declaración de una actividad como servicio público (aunque
sea sin monopolio y más todavía si se ha convertido toda la actividad en servicio público con
exclusión de la iniciativa privada) se da el «salto dialéctico» al que se refirieron García de Ente-
rría y fernández Rodríguez, un salto dialéctico que «da la vuelta al problema de una interven-
ción concreta, eliminando el dato básico de una actividad privada inicialmente libre». Así, la
Administración, a diferencia de lo que sucede con su actividad de limitación, «no se encuentra
con situaciones jurídicas previas» sino que, en su caso, «las crea, las configura, las delimita».
Y así podrá decidir si da entrada o no a sujetos privados en la gestión de su servicio, elegir a
esos sujetos, tasar las facultades que les transfiere, imponer su ejercicio de manera forzosa y
reservarse la posibilidad de extinguirlas; todo ello «en virtud de una titularidad remanente y
última que permanece en la Administración, desde la cual se efectúa y se apoya todo el proceso
interventor descrito». Como dijo la STS de 3 de marzo de 1981 (Ar. 1170), incluso cuando el
servicio se preste por gestor privado, éste tiene el «modesto papel de intermediario entre la
Administración y el público, de forma tal que su actuación se reduce a colaborar con la primera
de quien depende en absoluto y a quien todo lo debe… sin que el concesionario pueda presentar
ninguna facultad previa u originaria».
Un lego puede ver lo mismo ante los poderes de la Administración sobre, p. ej., una empre-
sa privada dedicada a la producción de alimentos o a la organización de espectáculos y, p. ej.,
otra empresa privada que presta el servicio público de abastecimiento de aguas o de diálisis a
los pacientes del servicio nacional de salud. Aquellas están sometidas a las potestades admi-
nistrativas de limitación (y, por cierto, en los dos ejemplos elegidos, son extensas e intensas) y
éstas a las potestades administrativas de servicio público. Aparentemente la situación puede
ser similar. Pero desde el punto de vista jurídico la situación es por completo distinta. Aquellos
particulares que se dedican a actividades alimentarias o de espectáculos parten de la libertad de
empresa de sus titulares y sólo estarán sometidas a las potestades administrativas consagradas
por el ordenamiento (fundamentalmente en leyes) y únicamente en la medida que permita el
principio de proporcionalidad, según sabemos. Y por muy amplias que sean esas potestades
nunca significarán en su conjunto que la Administración dirija positivamente la actividad de
esas empresas. De hecho, esas empresas podrán decidir a su antojo si cesan en su actividad.
Por el contrario, en el supuesto de la empresa privada que gestiona el abastecimiento de agua
o el tratamiento de diálisis no se parte de su libertad sino de la titularidad administrativa del
servicio público, titularidad de la que surgen toda una serie de potestades administrativas
capaces en su conjunto de dirigir la actuación de tal empresa o, más aún, capaz de suprimir
su actividad para pasar a la gestión directa. No hay diferencias cuantitativas o de grado sino
cualitativas y esenciales.
Ya hemos dicho que declarar una actividad como servicio público arrastra
una serie de potestades para la Administración que le permiten determinar su
organización y contenido hasta asumir la dirección y la responsabilidad general
sobre su gestión y funcionamiento. Y esto se canaliza mediante la emanación
de órdenes e instrucciones pero también y fundamentalmente a través de una
amplia potestad de reglamentación del servicio; esto es, de una extensa potestad
reglamentaria con la que la Administración titular del servicio regulará todos
sus aspectos fundamentales: en qué consisten las prestaciones que se darán (y
las que no se darán), su extensión, su calidad, los horarios, los lugares en que
se prestarán, los derechos y deberes de los ciudadanos, la organización interna
del servicio, etc.; también si se opta por la prestación directa o por la indirecta
y por cuál concreta de las formas de gestión directa o indirecta y, en su caso, los
derechos y deberes del gestor privado indirecto.
Así que, p. ej., si un municipio cuenta con una biblioteca tiene una amplia potestad reglamen-
taria para decidir el lugar, los horarios, el personal con el que contará, las condiciones de acceso
y de préstamos de libros, etc. Y lo mismo cabrá decir respecto al servicio de transporte colectivo
urbano en el que el Ayuntamiento decidirá reglamentariamente las líneas que establezca, las
paradas, las frecuencias, las condiciones de los vehículos… Igualmente, la Administración del
Estado o las autonómicas tienen igual potestad respecto a los servicios de los que sean titulares.
Se trata de una de las prototípicas materias administrativas en las que, como explicamos en
la lección 8 del Tomo I, encuentra su campo más natural la potestad reglamentaria basada en
las cláusulas generales [como la del art. 98 CE o la del art. 4.1.a) LRBRL] sin necesidad de una
específica habilitación legal ni de desarrollar una previa ley. Cabrán, pues, lo que allí llamamos
reglamentos espontáneos y materialmente independientes. Ni siquiera hay vinculación positiva
a la ley puesto que no se trata de imponer límites a la libertad genérica de los ciudadanos ni de
atribuir a la Administración potestades para imponerlos. Es, incluso, un terreno propicio para
la potestad reglamentaria de Ministros y Consejeros autonómicos. A veces, hasta se confiere
cierta potestad de ordenación de aspectos secundarios del servicio a los organismos a los que
corresponde su gestión. Es el caso, sobre todo, de las Universidades públicas. Pero, en menor
medida, puede serlo de otros organismos públicos. Más modesta, pero significativamente, el
art. 288.b) LCSP admite que el gestor indirecto privado pueda «dictar las oportunas instruc-
ciones» para «cuidar del buen orden del servicio».
Claro está, no obstante, que esa amplia potestad reglamentaria que recono-
cemos como punto de partida puede venir limitada y condicionada por lo que
establezcan las leyes.
O sea, que en principio todos esos elementos de los servicios públicos pueden ser objeto de
la potestad reglamentaria con gran amplitud y extensa discrecionalidad. Pero recuérdese que
no hay en nuestro ordenamiento ninguna materia reservada a los reglamentos, es decir, que no
hay materia vedada a la regulación por ley. Tampoco ésta de los servicios públicos. Y lo cierto
es que cada vez con más frecuencia e intensidad las leyes entran a regular diversos aspectos de
los servicios públicos, sobre todo de los más importantes. P. ej., las leyes regulan en parte el
contenido de las prestaciones del servicio público sanitario o los derechos de los usuarios de
ese servicio o establecen algunas reglas más concretas sobre la forma de gestión del servicio. Y
no sólo pueden hacerlo sino que es muy conveniente que lo hagan para reforzar la situación
jurídica de los ciudadanos en aspectos que les resultan vitales. Así las cosas, esa amplia potestad
de reglamentación del servicio de la que partimos se puede ir viendo reducida por lo que vayan
estableciendo las leyes. Y lo cierto, en consecuencia, es que la mayoría de los servicios públicos
tienen en parte una regulación legal y en parte una regulación reglamentaria. Con todo, la
situación sigue siendo distinta de la actividad de limitación: en ésta la potestad reglamentaria
se apoyará normalmente en una base legal mientras que en la de servicio público la ley se pre-
sentará más bien como un límite negativo.
B) Potestad tarifaria
La potestad tarifaria se ostenta por la simple titularidad del servicio, es inherente a ella. Y
en ese sentido se ha dicho que es una potestad sobre algo propio, sobre un ámbito interno o
doméstico que, por ello, no necesita de una expresa consagración legal. Con todo, esta última
afirmación hay que matizarla para conciliarla con la reserva de ley tributaria.
Hay servicios públicos de disfrute gratuito para los usuarios que, por tanto,
no tienen tarifa y se financian íntegramente con cargo a los presupuestos gene-
rales de la entidad titular del servicio (p. ej. la enseñanza obligatoria y gratuita).
Pueden ser gratuitos incluso aunque se presten por empresario privado: en tales
casos, éste recibirá toda su retribución de la Administración (caso de los colegios
concertados). En el extremo opuesto, hay servicios financiados íntegramente por
los usuarios, es decir, servicios que aspiran a autofinanciarse: en tal caso, las tari-
fas cubrirán todo el coste del servicio e incluso, en su caso, un cierto beneficio. Y
hay finalmente situaciones intermedias en las que los usuarios satisfacen sólo una
parte del coste del servicio (p. ej., enseñanza universitaria). Se habla entonces de
precios políticos, de copago y similares. En los dos últimos casos (autofinanciación
y situaciones intermedias) hay tarifas. En gran medida, esto está decidido o con-
dicionado por las leyes. Pero queda un margen discrecional a la Administración
titular del servicio dentro del que se mueve su potestad tarifaria (p. ej., el billete de
los autobuses puede ser mayor o menor según la Administración titular del servicio
lo decida y esté dispuesta a asumir mayor o menor parte del coste con cargo a sus
presupuestos). Evidente resulta la relevancia política de estas opciones.
Piénsese que la gratuidad total —o, lo que es lo mismo, la financiación completa con cargo
a los presupuestos generales— hace más efectiva la solidaridad social y la igualdad, además de
que garantiza más efectivamente el acceso de todos a las prestaciones públicas. Pero repárese
también en que la gratuidad total puede llevar a los ciudadanos a no tener conciencia del gasto,
a su uso abusivo, a costes desmesurados, a una elevación insoportable o inconveniente de la
presión fiscal… Infinidad de estudios abordan estos temas con distintos enfoques y conclusiones
que, además, no pueden aplicarse simplistamente a todos los servicios públicos por igual. Todo
esto escapa a la perspectiva estrictamente jurídica de esta obra y a nuestros conocimientos. Baste
apuntarlo aquí para atisbar el trasfondo político de gran calado que hay en estas decisiones y
que se muestra con especial crudeza en servicios como los de sanidad (incluidas las prestaciones
farmacéuticas) o los de enseñanza superior.
Dejamos para el estudio del Derecho financiero el análisis de cuándo las tarifas tienen natu-
raleza tributaria de tasas y cuándo la de precios (públicos o incluso privados); en qué medida
se trata de ingresos fiscales o no; cuándo se incorporan a la Hacienda general o a la caja de un
concreto ente institucional o al patrimonio del gestor privado, etc. Son aspectos capitales que
condicionan por completo su régimen jurídico, empezando por su inclusión o no en la reserva
de ley del art. 31.3 CE. Pero son aspectos que se podrán comprender mejor en el marco de los
principios y conceptos fundamentales del Derecho financiero.
Conviene aclarar que, aunque los servicios públicos entrañan la potestad administrativa
tarifaria, no siempre que hay esta potestad se trata de un servicio público. Conste que puede
haber al margen del servicio público potestades administrativas para determinar precios de
actividades que no son propiamente servicio público. Esto es más bien manifestación de la
actividad administrativa de limitación. En otros tiempos fue una potestad amplia que afectaba
a los precios de muchos productos y servicios básicos. Ahora, la regla contraria se establece en
los arts. 13 de la Ley de Ordenación del Comercio Minorista y 17.1 de la Ley de Competencia
Desleal. Pero hay excepciones. Se da en los servicios de interés económico general sin naturaleza
de servicio público, en los taxis, en los medicamentos… Tienen en cada caso una consagración
legal: no es una potestad interna o doméstica.
C) Potestad de modificación
Ahora bien, que sea posible imponer esos cambios no significa que puedan
acordarse sin seguir un procedimiento o sin suficiente causa ni que no tenga
consecuencias jurídicas y económicas. Así, si el servicio se presta por gestión indi-
recta, puede suceder que las modificaciones sean de tal importancia que haya que
resolver el contrato y celebrar otro nuevo. O, aun sin llegar a ello, será normal
que las modificaciones hayan de llevar aparejada alguna forma de compensación
al gestor privado. Todo esto, para los casos de prestación mediante contrato de
concesión de servicios, está ahora regulado en el art. 290 LCSP.
D) Potestades de fiscalización
Refleja bien estas potestades el art. 127.1 RSCL: «La Corporación conce-
dente ostentará (…) las potestades siguientes: (…) 2.ª fiscalizar la gestión del
concesionario, a cuyo efecto podrá inspeccionar el servicio, sus obras, instala-
ciones y locales y la documentación relacionada con el objeto de la concesión y
dictar las órdenes para mantener o restablecer la debida prestación». El mismo
sentido tienen los arts. 287.2 y 312.e) LCSP según los cuales la Administración
conservará «los poderes de policía» necesarios para asegurar la buena marcha
de los servicios de que se trate. La expresión «poderes de policía» es impropia
pero puede identificarse con esas potestades de fiscalizar y dar órdenes de las
que, con más tino, habla el art. 127.1 RSCL.
régimen distinto del de los sujetos privados, del Derecho privado: un régimen
de Derecho Administrativo.
Dijo Jèze: «La expresión de servicio público debe reservarse a los casos en los que, para la
satisfacción de una necesidad de interés general los agentes públicos pueden recurrir a reglas
exorbitantes». Es más, como sabemos, la noción de servicio público (aunque en su concepto
más amplio) se utilizó como criterio para definir al Derecho Administrativo y para delimitar
su ámbito de aplicación (Tomo I, lección 1, epígrafe II.1).
Más moderadamente, algunos autores explicaron que no es que haya servicios públicos
en régimen de Derecho Administrativo y servicios públicos en régimen de Derecho privado,
sino que la mayoría tienen un régimen mixto y que siempre, en alguna medida, hay elementos
de Derecho Administrativo, un núcleo irreductible de Derecho Administrativo que les da un
fondo homogéneo. Este planteamiento es más correcto pero, según creo, todavía incompleto.
Hay que dar un paso más.
En todos los servicios públicos hay un desplazamiento de principios y reglas esenciales del
Derecho privado; en ningún servicio público la Administración se comporta como un sujeto
privado ni en condiciones de igualdad con los sujetos privados; en todo caso el servicio público
se rige por Derecho Administrativo. Basta comprender que, como ya sabemos, la Administra-
ción siempre rige y dirige la actividad de servicios públicos y que ésta siempre entraña un potente
título de potestades (reglamentaria, tarifaria, de modificación, de fiscalización) o que, como de
inmediato veremos, presiden esta actividad los principios de continuidad y de igualdad: todo
esto evidencia la presencia irreductible del Derecho Administrativo.
Lo que sucede, como ya explicamos en la lección 1 del Tomo I, es que el Derecho Admi-
nistrativo no se compone sólo de reglas originales, de reglas distintas de las de Derecho pri-
vado. Tampoco es siempre así cuando regula los servicios públicos. Por el contrario, también
en este caso el Derecho Administrativo incorpora en parte normas iguales a las de Derecho
privado dependiendo de que se consideren adecuadas para la tarea de la Administración. Pero
en todo caso esas normas se aplicarán en un contexto diferente, mezcladas con normas origi-
nales y con un trasfondo singular distinto del propio del Derecho privado. Si eso es siempre
así (porque, según mantuvimos, siempre que aparece la Administración el conjunto cambia),
es especialmente cierto cuando se trata de los servicios públicos, que justifican más amplia y
fácilmente la existencia de normas originales de Derecho Administrativo. El Derecho privado
—decíamos en aquella lección— es el que regula a los sujetos privados que son libres e iguales
entre sí, y si ya entonces advertíamos que la Administración no es nunca ni libre ni igual a
los sujetos privados, esto se muestra palmariamente cuando se trata de servicios públicos.
P. ej., los bienes afectos a la prestación del servicio serán demaniales con lo que ello entraña
de régimen especial y potestades administrativas; si de implantar un servicio público se trata
podrá servirse de su potestad expropiatoria; sus contratos relativos a servicios públicos serán
contratos administrativos con las potestades que ello comporta, etc. Así que en todo caso,
cuando se está ante servicios públicos, la Administración puede recurrir (aunque no siempre
lo haga) a sus potestades exorbitantes.
Eso es evidente cuando el servicio público se hace con reserva al sector público de todo
el género de actividad puesto que en tal caso excluye por completo la libre iniciativa privada.
Se comprende que, tras ello, decir que el servicio se presta en régimen de Derecho privado
por el hecho de que algunas relaciones (p. ej., las que hay entre el gestor y los usuarios o
entre aquél y sus suministradores) se rigen por normas iguales a las de Derecho privado es
una simpleza y una falacia.
Pero incluso en los casos en los que el servicio público no lo es con reserva
de todo el tipo de actividad a la Administración, el sector deja de ser el simple
resultado de la iniciativa privada y del mercado. No sólo es que, como acabamos
de ver, también en esta hipótesis la Administración podrá usar de sus prerro-
gativas (potestad expropiatoria, potestades de protección de los bienes afectos
al servicio, etc.). Es que, sobre todo, podrá financiar total o parcialmente el
servicio con cargo a los presupuestos con lo que ello entraña de desigualdad con
los competidores.
Hay hospitales privados que ofrecen las mismas prestaciones que el servicio público de
sanidad; hay colegios privados que ofrecen las mismas prestaciones que el servicio público
educativo; hay gimnasios privados que ofrecen las mismas prestaciones que un servicio público
deportivo… Pero todos los particulares titulares de esos hospitales, colegios o gimnasios priva-
dos tienen que soportar que la actividad de servicio público se financie con fondos públicos y
que, por tanto, no concurran en condiciones de igualdad ni se respeten las reglas básicas de la
libre competencia. En estos casos, Ortega Bernardo habla de «concurrencia sin competencia».
Veremos luego que, con matices, esta posibilidad la respeta el Derecho de la Unión Europea.
Por eso, en la misma lección 1 del Tomo I ya nos referimos al principio de continuidad y allí
explicábamos que justificaba en gran medida la originalidad de las normas de Derecho Adminis-
trativo. Pero naturalmente no nos referíamos sólo a los servicios públicos en sentido estricto: igual
que hay que mantener la continuidad de la sanidad o de la educación o de los transportes públicos
hay que mantenerla de la policía, del ejército, de la inspección de consumo... Y ni que decir tiene
que el principio de igualdad ha de presidir toda la actividad administrativa (art. 14 CE), no sólo
la de servicio público en sentido estricto. Por tanto, en suma, estos principios de continuidad y
de igualdad no son específicos de la actividad de servicio público sino que su radio de acción es
mucho más extenso y cubre la inmensa mayoría de la actividad administrativa.
Al menos, esas son las reglas generales, aunque las leyes pueden establecer limitaciones.
P. ej., la Ley 29/2006 sobre medicamentos, aunque no declare ningún servicio público, esta-
blece que «los responsables de la producción, distribución, venta y dispensación de medica-
mentos y productos sanitarios deberán respetar el principio de continuidad en la prestación
del servicio a la comunidad» [art. 2.2.; véanse también sus arts. 64.1.c) y 70.1.c)]. Sobre todo,
con acierto, cada vez hay más reglas que prohíben a los particulares que ofrecen bienes y
servicios en el mercado comportamientos discriminatorios. Ello hasta el punto de que esos
comportamientos discriminatorios pueden constituir infracción administrativa [art. 49.1,
apartados k) y m) TRDCU] o hasta delito (art. 512 CP). Pero, incluso así, eso son excepciones
y puede seguir afirmándose como regla general que los empresarios y profesionales privados
ni tienen un deber de continuidad ni de tratar con igualdad a sus clientes.
Decíamos allí que el principio de continuidad de los servicios públicos era el tradicionalmen-
te invocado como justificación del régimen peculiar de los bienes demaniales y destacadamente
de su inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad. Digamos ahora que también
eso se ha trasladado parcialmente a ciertos bienes de los concesionarios de servicios públicos
precisamente con la finalidad de garantizar la continuidad del servicio que presten. Incluso
eventualmente han tenido un régimen especial de quiebras y suspensiones de pagos con la misma
finalidad de garantizar la continuidad del servicio.
Decíamos también que este principio era el que había justificado la tradicional prohibición
de huelgas al personal de la Administración y de los concesionarios en tanto que la huelga,
como es obvio, comporta la interrupción del servicio. Hoy no hay una prohibición radical
pero sí límites al derecho de huelga de tales trabajadores. Ello encuentra fundamento en los
arts. 28.2 y 37.2 CE aunque hablan de «servicios esenciales para la comunidad» lo que no cabe
identificar plenamente con los servicios públicos: hay servicios esenciales para la comunidad
que no estén configurados propiamente como servicios público e incluso, a la inversa, puede
haber servicios públicos que no sean esenciales a estos efectos. Con todo, en la norma que
todavía regula el derecho de huelga (Decreto-ley 17/1977) subsisten algunas referencias espe-
cíficas a las empresas encargadas de la prestación de servicios públicos: el preaviso con más
Y decíamos finalmente que el principio de continuidad justificaba parte del régimen de los
contratos administrativos. En concreto, importa recordar aquí la teoría del riesgo imprevisible
que ya se expuso en la lección 11 del Tomo II y que precisamente se formuló y tiene su más
clara proyección en los contratos para la gestión de los servicios públicos. Esa teoría lleva a
que la Administración deba acudir en ayuda del concesionario de servicios públicos cuando en
su ejecución sufra pérdidas debidas a causas imprevisibles que puedan arruinarlo y, en fin, al
cese de su actividad.
otros criterios: el de la mayor o menor necesidad del potencial usuario, el de sus méritos
(piénsese en el acceso a los centros universitarios públicos en función de las notas de la
«selectividad»), etc. Los que de ninguna forma cabrán son criterios discriminatorios como
los enunciados en el art. 14 CE ni otros basados simplemente en la rentabilidad económica
o en la conveniencia del prestador del servicio, lo que sí sería admisible ante una actividad
puramente privada.
Esto encuentra incluso respaldo en el CP. Así, su art. 511.1 tipifica la conducta del «par-
ticular encargado de un servicio público que deniegue a una persona una prestación a la que
tenga derecho por razón de su ideología, religión o creencias, su pertenencia a una etnia o
raza, su origen nacional, su sexo, orientación sexual, situación familiar, por razones de género,
enfermedad o discapacidad».
Son los poderes públicos los que deciden qué actividades se convierten en
servicio público. Es una opción política, variable y contingente. No hay, pues,
servicios públicos por naturaleza.
Si acaso, cabe decir que ciertas actividades son públicas por naturaleza cuando consisten
esencialmente en el ejercicio del poder. Pero, tales actividades no son servicios públicos en el
sentido en el que aquí estamos utilizando la expresión.
Con frecuencia los poderes públicos no expresan formalmente que una acti-
vidad es servicio público sino que hay que deducir su intención del contexto de
la regulación.
Ahora bien, ¿por qué los poderes públicos deciden convertir una actividad
en servicio público? Por lo pronto, porque se piensa que hay ciertas prestaciones
que es importante garantizar a los ciudadanos.
Y ello ya sea porque se parte de la dignidad de las personas a las que, por ello, se les quiere
asegurar unas prestaciones que se consideran imprescindibles para que lleve una vida digna;
ya sea porque se considera que es conveniente para la sociedad que los ciudadanos las reciban.
No es lo mismo. P. ej., en el siglo XIX a veces se justificaron los servicios públicos de alumbrado
o de mercados o hasta los de beneficencia o educación como medios para garantizar el orden
público. Asimismo se podría pensar hoy que los servicios educativos y sanitarios, más que al
desarrollo de las personas, son útiles para la sociedad y el sistema productivo. Sin entrar en
ello, aceptemos que muchas veces, incluso prestaciones uti singuli que benefician a las personas
concretas y a su dignidad, también son positivas para el bien común.
Pero eso no basta. P. ej., no hay en la actualidad (sí lo hubo en otros momen-
tos) un servicio público para garantizar la alimentación aunque nadie dude de
que es una prestación capital para los ciudadanos. Y no lo hay porque se entiende
que tal prestación está bien cubierta por la libre iniciativa privada de quienes
Que no quede bien cubierta por la iniciativa privada no quiere decir siempre que no pueda
ofrecerla de ningún modo (incluso eficientemente) sino que se piensa que no lo hará de forma
que asegure su regularidad, suficiencia y calidad para todos o que lo hará con desigualdades
que se juzgan inaceptables o con disfunciones… O simplemente se piensa que su asunción por la
Administración como servicio público garantizará mejor la accesibilidad universal, la equidad
o la justicia social, la solidaridad y la cohesión territorial. Y, claro está, ese juicio estará teñido
en gran medida por las concepciones e ideologías políticas. Y por ciertos mitos (el de la bon-
dad de los servicios públicos en unas épocas o el de la fe en el mercado en otras). Pero también
por otros factores que pueden ser, y han sido muchas veces, determinantes: desde económicos
(empezando por la simple posibilidad o imposibilidad de financiación pública) a puramente
técnicos. P. ej., importantes servicios públicos surgieron en el siglo XIX por la aparición de los
ferrocarriles o de la utilización de la electricidad o, en sentido contrario, la reciente evolución
de la tecnología de las telecomunicaciones ha hecho que lo que antes se creyó que sólo podía
prestarse por un operador y que, por ello, era mejor convertir en servicio público, pueda pres-
tarse por varios con una competencia suficiente entre ellos. También ha influido la idea de que
los servicios públicos contribuyen a la redistribución de la renta y a reducir las desigualdades
sociales o que, incluso, son un factor de democratización en tanto que ponen en manos de la
colectividad lo que de otro modo sería decidido por las empresas privadas.
En cualquier caso, conviene notar que la opción no está entre dejar una actividad a la libérri-
ma iniciativa privada o convertirla en servicio público. Porque, como bien sabemos, la actividad
privada puede estar sometida a una intensa actividad de limitación o ser objeto de la actividad
de fomento. Así que más bien se trata de optar entre convertir una actividad en servicio público
o dejarla como actividad privada pero condicionada más o menos intensamente por actividad de
limitación o de fomento. De hecho, buena parte del reciente repliegue de los servicios públicos
se ha hecho convirtiendo esas mismas actividades en privadas pero sometidas a una intensa
limitación administrativa, a la que se llama «regulación» (como se verá en la lección siguiente).
También en parte se ha replegado la actividad de servicio público favoreciendo la actuación de
ONGs y el llamado «Tercer sector» mediante diversas técnicas de fomento.
Hemos dicho que una actividad se convierte en servicio público por una deci-
sión de los poderes públicos. Pero ¿qué poderes públicos?, ¿la misma Administra-
ción?, ¿es necesaria una ley? El punto de partida para la respuesta se encuentra
en el art. 128.2 CE pese a que, en realidad, no aborda todo lo que aquí nos
preguntamos ni sólo lo que nos preguntamos.
Aunque esto último es a veces discutido por algunos autores, la desaparición del principio
de subsidiariedad —que al menos formalmente regía en España antes de la Constitución— es
confirmada por el TS (Sentencia de 10 de octubre de 1989, Ar. 7352).
Esta iniciativa pública económica es como una especie de sucedáneo de la libertad de empre-
sa consagrada en el art. 38 CE. De la libertad de empresa, como del resto de derechos funda-
mentales, son titulares los sujetos privados, no, en principio, ningún poder público. Tampoco las
Administraciones. Así que, aunque aparentemente la iniciativa pública económica que reconoce
este art. 128.2 CE coloca a la Administración en una situación similar a los sujetos privados con
Primera. Esa iniciativa pública económica tiene que estar enderezada a la consecución del
interés general (art. 103.1 CE), lo que no es propio de la libertad de empresa de los particulares.
Ahora bien, ese interés general es muy variado. Normalmente obedece a razones de política
económica o social (potenciar la explotación de recursos, desarrollar sectores económicos estra-
tégicos, favorecer a zonas deprimidas, aumentar el empleo, etc.). Pero, en contra de lo que a
veces se ha sostenido, no cabe descartar que tenga por fin obtener ingresos públicos. Al menos
me parece indudable cuando se trata de explotar bienes patrimoniales de la Administración. Y
así se deduce de la LPAP.
Segunda. Esa iniciativa pública económica es más moldeable por el legislador que la libertad
de empresa que, p. ej., puede dársela a unas Administraciones y no a otras o circunscribirla
dentro de ciertos ámbitos o someterla a condiciones distintas de la libertad de empresa. Incluso
cabría que el legislador por su cuenta estableciera el principio de subsidiariedad.
Esta necesidad de ley ya se deduce de los arts. 38 y 53.1 CE porque la reserva al sector
público de un género de servicios constituye un límite radical a la libertad de empresa que
simplemente queda eliminada en ese sector. Pero, en cualquier caso, para mayor claridad el
art. 128.2 CE proclama terminantemente que sólo la ley puede acordar tal reserva al sector
público; ley que podrá ser estatal pero que también podría ser autonómica si la competencia
sobre el sector concreto de que se trata es de las Comunidades Autónomas.
Es frecuente en España llamar a esta reserva al sector público «publicatio». Este término,
sin embargo, como otros con los que está emparentado (nacionalización municipalización…),
es equívoco. Volveremos sobre esto en la siguiente lección.
Pese a las dudas creo que, conforme al art. 38 CE y dado que esos servicios
públicos, aun sin monopolio, afectan severamente a la libertad de empresa y a
la economía de mercado, la respuesta debe ser que no basta la sola voluntad de la
Administración y que, por tanto, en general, es necesaria una ley que establezca o
permita a la Administración establecer un determinado servicio público.
De este artículo se infiere que sólo la ley puede introducir excepciones a las reglas de la libre
competencia y que sin ello todas las potestades o actuaciones administrativas que restrinjan la
competencia son ilegales. En tanto que la idea de servicio público comporta privilegios para el
gestor del servicio (sobre todo, en su financiación) que rompen la igualdad con los empresarios
privados competidores, ha de tener un «amparo legal», esto es, una habilitación legal. Así que,
aunque esta exigencia de ley no se dedujera directamente de la Constitución, se deduciría de la
legislación vigente.
La necesidad de ley tiene, sin embargo, mantengo, las excepciones que se des-
prenden de ciertos preceptos constitucionales que contienen ya una habilitación
directa a la Administración para constituir servicios públicos en algunos sectores.
La respuesta enunciada (necesidad de ley salvo en sectores para los que la CE contiene
habilitaciones que permiten directamente crear servicios públicos en ciertos sectores) no es
aceptada por todos. Además, es discutible que la legislación de régimen local se acomode a
ella, como luego se verá.
Así las cosas, la primera cuestión que surge es si la CE contiene algún man-
dato que imponga la creación y mantenimiento de ciertos servicios públicos,
Se trata de analizar si los mismos preceptos constitucionales que antes nos han servicio
para afirmar una habilitación directa para la creación de servicios públicos (arts. 27, 41, 43…)
expresan, además, un deber de instaurarlos y mantenerlos y si permiten deducir un derecho de
los ciudadanos a exigirlo. Y creo que, en general, no es así por varias razones. Por lo pronto,
porque la mayoría de esos preceptos no tienen una concreción suficiente para derivar de ellos
que precisamente obligan a crear servicios públicos y no a utilizar otros medios para conse-
guir los fines que imponen. Y en segundo lugar porque la mayoría se encuentran, no entre los
derechos constitucionales, sino entre los «principios rectores de política social y económica»
de los que el art. 53.3 CE dice que, aunque deben informar la legislación positiva, la práctica
judicial y la actuación de los poderes públicos, «sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción
ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollan». Acaso, del art. 27 CE
y de algún otro sí pueda deducirse un deber de crear ciertos servicios públicos pero, en general,
no es así. Desde luego, esa situación podría cambiar y acaso sea conveniente que cambie. De
hecho, algunas de las propuestas de reforma constitucional van en esa dirección de reforzar los
llamados derechos sociales con la consecuencia de imponer directamente desde la Constitución y
con fuerza vinculante para el propio legislador la existencia de determinados servicios públicos.
P. ej., es claro que las leyes de sanidad, de educación, de servicios sociales… no sólo permiten
a la Administración crear tales servicios sino que se lo imponen. Otro ejemplo está en los llama-
dos servicios municipales obligatorios de los que luego hablaremos. Además, esta imposición
pueden hacerla tanto leyes estatales como autonómicas.
Como los servicios públicos son medio para hacer efectivos los derechos
sociales, lo que se quiere es, según se dice, «blindar los derechos sociales»; o
consagrar la «irreversibilidad de los derechos sociales» ya alcanzados. En esa
dirección se han propuesto reformas de la CE que refuercen el contenido de algu-
nos de los principales derechos sociales de manera que vinculen más al legislador,
que le dejen menos margen para decidir sobre los servicios públicos esenciales.
Y en ese mismo sentido, más modestamente, algunos de los modernos Estatutos
de Autonomía han dado algunos pasos.
impone la proporcionalidad sino que además reduce las finalidades públicas que puedan per-
seguirse a las llamadas «razones imperiosas de interés general».
«1. Las Entidades Locales podrán ejercer la iniciativa pública para el desarrollo
de actividades económicas…
Está claro que el art. 86.2 cumple la misión que el inciso segundo del art. 128.2
CE atribuye a la ley. Es decir, que es una de las leyes permitidas por ese precepto
constitucional para reservar servicios esenciales al sector público.
Prevé la reserva al sector público de tres servicios locales tradicionales e importantes. Ade-
más, permite que otras leyes estatales o autonómicas establezcan servicios públicos en mono-
polio en favor de las Administraciones locales sobre otras actividades. Con todo, la efectividad
de la reserva en cada ente local requiere la tramitación de un procedimiento con aprobación del
pleno respectivo y de la Administración autonómica. En la misma dirección, art. 32.3 LAULA.
Téngase en cuenta que si la actividad ya la venían realizando empresas privadas en ejercicio de
su libertad, la reserva a las entidades locales comportará la expropiación y el pago del corres-
pondiente justiprecio.
Está claro igualmente que el art. 86.1 se refiere, al menos, a la simple iniciativa
económica pública por parte de las Administraciones locales; o sea, que concreta
lo establecido en el primer inciso del art. 128.2 CE y que da lugar sencillamente
a una pura actividad empresarial por parte de un municipio, provincia o isla.
Con esas premisas, el art. 86.1 LRBRL comporta que no es necesaria ninguna
ley específica adicional ni para que los entes locales acometan actividades pura-
mente empresariales ni para que asuman actividades como servicio público sin
monopolio; o sea, que basta este mismo art. 86.1 LRBRL para que municipios,
provincias e islas acometan estas actividades.
O sea, se parte de que, sin necesidad de ninguna otra ley, municipios y provincias pueden
constituir nuevos servicios públicos sin monopolio. Y esto, a su vez, puede entenderse como
contrario a lo que antes hemos dicho sobre la necesidad de ley para crear nuevos servicios
públicos salvo que tengan base constitucional; o puede entenderse en el sentido de que la ley
necesaria es ya el art. 86.1 LRBRL. Pero es discutible si una habilitación tan genérica y abierta
que permite crear cualquier servicio público local sin indicar en qué pueda consistir satisface la
necesidad de ley que antes hemos preconizado.
La LAULA reconoce, de un lado, la iniciativa pública económica local (art. 45) y, de otro,
la posibilidad de creación de servicios públicos locales sin monopolio: «Las entidades locales
acordarán, por medio de ordenanza, la creación (…) de cada servicio público local» (art. 30).
Es decir, que en concordancia con lo que aquí hemos deducido del art. 86.1 LRBRL, acepta
claramente que tanto una cosa como la otra la pueden hacer los entes locales sin necesidad de
ninguna otra ley que les habilite más concretamente.
1. ACCESO AL SERVICIO
También son las leyes y los reglamentos reguladores de cada servicio público
los que, en su caso, concretan el contenido exacto de las prestaciones a las que
tengan derecho los usuarios y los niveles mínimos de calidad. Entre estos puede
quedar incluido el tiempo máximo de espera, lo que es capital en algunos servi-
cios como los sanitarios, y los derechos del usuario en caso de que se superen.
Eventualmente de esa regulación podrá deducirse un derecho del usuario a un
cierto nivel de calidad de las prestaciones.
Recuérdese lo que antes se dijo sobre la naturaleza reglamentaria de algunas de las cláusulas
incluidas en los contratos que unen a la Administración titular del servicio y al empresario pri-
vado gestor indirecto. Por ello también de esas cláusulas pueden nacer derechos —o, al menos,
intereses legítimos— de los usuarios a un determinado nivel de calidad de las prestaciones.
Pero a este respecto los distintos servicios públicos tienen regímenes muy
diferentes y han avanzado en esa línea muy variablemente y por caminos diver-
sos. En esta evolución y con carácter más general deben citarse las llamadas
cartas de servicios que son buena expresión de los intentos de avance y de sus
comedidos logros.
En realidad, al menos en España y por ahora, las cartas de servicios no son vinculantes
para la Administración ni, en consecuencia, derivan de ellas plenos derechos subjetivos de los
ciudadanos. Son más bien documentos elaborados por la propia Administración que expresan
lo que se considera correcto en la prestación de cada servicio y el nivel de calidad que se aspira a
lograr. Incluyen un propósito y un compromiso de lograrlo. No alcanzarlo, aunque no suponga
exactamente una ilegalidad, pondrá de relieve un mal funcionamiento del servicio. De ahí que,
en caso de daños causados por un servicio público, estas cartas sean relevantes para decidir si ha
habido un mal funcionamiento y para, en consecuencia, declarar la responsabilidad de la Admi-
nistración. Pero, al margen de ello, sirven para orientar sobre el estándar de calidad adecuado
y para corregir las desviaciones que se detecten. Por ello mismo, cobran también importancia
los sistemas de evaluación (autoevaluación y a veces evaluación externa) de la calidad de los
servicios. A ellos se refiere el art. 138 EAA.
Se comprende con lo expuesto que lo que realmente supone un avance y una garantía de
los ciudadanos es que las leyes concreten en lo posible las prestaciones que da cada servicio
y el estándar de calidad de cada prestación. En menor medida, esto se logra con reglamentos
pues, claro está, pueden ser modificados por la misma Administración; a cambio, suelen ser
mucho más detallados y expresar más claramente aquello a lo que se tiene derecho. Las car-
tas de servicios y otros instrumentos similares de soft law, aunque un paso, son sólo un muy
modesto remedo.
El usuario queda sometido a la disciplina especial del servicio con una serie de
deberes (o simples cargas para disfrutar de las prestaciones) para cuya efectividad
se confieren potestades a la Administración titular del servicio (ocasionalmente
ejercitables por el gestor indirecto), incluso la sancionadora, aunque de ordinario
con sanciones que sólo afectan a sus derechos como usuario y no a los generales
como ciudadano.
Por el contrario, como ya se explicó en el Tomo I, la relación de sujeción especial sólo surge
en los casos en los que el usuario, para disfrutar de las prestaciones, se incorpora duraderamente
a la estructura organizativa de la Administración, especialmente en caso de establecimientos
cerrados (hospitales, residencias de la tercera edad…) o en otros en los que igualmente hay una
relación inmediata y prolongada (p. ej., un colegio o un centro universitario).
Dice el art. 129.1 CE: «La ley establecerá las formas de participación de los interesados en
la Seguridad Social y en la actividad de los organismos públicos cuya función afecte directa-
mente a la calidad de vida o al bienestar general». De este modo, el principio de participación
ciudadana que tan insistentemente refleja la Constitución (Tomo I, lección 7.VII), encuentra
una concreción reforzada respecto a la gestión de los servicios públicos. Una concreción acer-
tada porque es justamente en este ámbito donde la participación ciudadana tiene más sentido
y donde puede dar sus mejores frutos. Tanto que, en realidad, por esta vía se puede asegurar
mejor que por otras la calidad de las prestaciones y que, sobre todo, se detecten sus defectos y
las preocupaciones y aspiraciones reales de los usuarios en un terreno, éste sí, que conocen bien.
Si empresarios son también las personas públicas, incluidas las Administraciones, es que la
protección al consumidor que otorga el TRDCU es también protección frente a esas personas.
Además, este TR se refiere a veces concretamente a la Administración o a los servicios públi-
cos. P. ej., su art. 39 TRDCU declara preceptiva la audiencia del Consejo de Consumidores y
Usuarios en relación con los «precios y tarifas de servicios, en cuanto afecten directamente a los
consumidores o usuarios, y se encuentren legalmente sujetos a control de las Administraciones
públicas»; el art. 80, relativo a las cláusulas contractuales no negociadas individualmente, inclu-
ye a los contratos que «promuevan las Administraciones públicas y las entidades y empresas
de ellas dependientes»; el art. 81.3 habla de «las cláusulas, condiciones o estipulaciones que
utilicen las empresas públicas o concesionarias de servicios públicos». Incluso sin estas previ-
siones específicas, la regla general debe ser la aplicación de la legislación general de defensa de
los consumidores y usuarios a los servicios públicos.
Una justificación general podría basarse en el mismo art. 4 TRDCU que acaba constriñen-
do su concepto de empresario a las personas que actúen «con un propósito relacionado con
su actividad comercial, empresarial, oficio o profesión» y esto encaja mal con la mayoría de
las actividades de servicio público que no se acometen por la Administración con ninguno de
esos «propósitos». Así, sin contradecir ese art. 4 y su inclusión de las personas públicas entre
los empresarios, podría sostenerse que la Administración sólo queda plenamente sometida a la
legislación de protección de los consumidores y usuarios cuando realiza actividades puramente
empresariales (así, debe ser puesto que al realizar ese género de actividad debe actuar en las
mismas condiciones que cualquier empresario privado competidor) pero no necesariamente
cuando realiza actividad de servicio público.
Así, deben aceptarse excepciones cuando esa legislación general de consumo no sea compa-
tible con la específica del servicio público o no sea conforme con su naturaleza. Habrá que pro-
ceder a un análisis pormenorizado porque seguramente no puede resolverse de la misma forma
la aplicación de las normas del TRDCU a los servicios públicos de transporte por carretera y a
los servicios sociales o a los de educación. Ni tampoco la respuesta puede ser idéntica en cuanto
a la aplicación de las normas generales sobre defensa de los consumidores y usuarios relativas
a protección de la salud y seguridad que las que conciernen a contratos, prácticas comerciales
desleales o responsabilidad contractual o extracontractual. A este último respecto es revelador,
p. ej., el Código de Consumo de Cataluña que, cuando se ocupa de la responsabilidad, termina
por decir: «Los daños derivados de la prestación de un servicio público están sometidos a las
reglas aplicables sobre responsabilidad patrimonial de la Administración» (art. 124.I.3); no,
pues, a las que rigen los daños causados a los consumidores o usuarios por empresarios privados.
Por otra parte, si, como hemos dicho, normalmente no hay un contrato entre el prestador del
servicio público y el usuario, no tiene sentido aplicar mecánicamente las normas contractuales
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