Está en la página 1de 13

Operaciones apetitivas sensibles

a) Tendencias sensibles

De modo general, el apetito es una tendencia o inclinación por la cual un ser se dirige a aquello
que le es conveniente a su naturaleza. En cierta manera, también en los seres desprovistos de
conocimiento se da una inclinación natural, que deriva de su forma natural y se llama apetito natural.
Pero al margen de esta analogía, la tendencia sensible consiste en una inclinación intrínseca e impresa
en la naturaleza misma del ser vivo hacia la propia perfección, hacia todo que aquello que haga posible
su auto-conservación, hacia lo que le conviene a su ser. Cuando el apetito natural no involucra al
conocimiento se trata sólo la inclinación de su naturaleza.

En el animal y en el ser humano, el apetito sensible a diferencia del simple apetito natural, supone
el conocimiento, se despierta con él; entonces se habla de ‘apetito elícito’. Los animales y los seres
humanos pueden conocer especies sensibles gracias a que poseen sentidos. El apetito elícito es una
tendencia que sigue al conocimiento (a la posesión cognoscitiva de una forma). Este apetito nace
precisamente a raíz del conocimiento inclinándose hacia los bienes conocidos. Sin embargo, en el
hombre el conocimiento es, además de sensible, también intelectual y, por tanto, tiene no sólo una
apetición sensible, sino que, como a través de la inteligencia se hace en cierto modo todas las cosas,
puede quererlas todas; en efecto, ya que puede acceder a realidades más altas que las meramente
sensibles, también puede quererlas.

Toda tendencia se despierta por el conocimiento; si éste es sensitivo, se despierta el apetito


sensitivo; y si sigue al conocimiento intelectual, es una tendencia espiritual llamada voluntad, que
tiende al bien más perfectamente que aquel. Según Tomás de Aquino: “Los seres dotados de
inteligencia se «inclinan» al bien de un modo perfectísimo, y a esta inclinación se le llama voluntad”.
Clásicamente, los apetitos o tendencias sensibles son principalmente dos: el apetito irascible que se
dirige al bien difícil o arduo, y el concupiscible que tiende al bien placentero.

1) Apetito concupiscible: es la inclinación a procurar el bien sensible placentero inmediato, y por


tanto a eludir lo nocivo. Sus actos se refieren al bien presente al cual tienden con razón de fin.

2) Apetito irascible: es la tendencia a conseguir el bien sensible que a diferencia del anterior no
es inmediato sino que está en el futuro. Se trata por tanto de una tendencia a un fin mediato y difícil,
ya que supone acometer tareas arduas y resistir lo adverso, para lo cual se despliega una cierta
agresividad. Su objeto es el bien arduo, por lo cual el sujeto tiene que usar de su agresividad para
acometer o para hacer frente a los obstáculos que impiden alcanzar las cosas convenientes que el
concupiscible apetece.

Por tanto, las pasiones del irascible van relacionadas con el concupiscible. Por ejemplo, la ira se
despierta en un perro, cuando al dirigirse hambriento a comer unos alimentos, se le aparece otro que
quiere compartir su menú, entonces aquel manifiesta una agresividad proporcionada a la dificultad que
es la de evitar que el otro le deje sin comida; por tanto, aquel animal trata de ahuyentarle o vencerle,
por ello si se mide con el otro y ve que tiene posibilidades de vencerle, entonces audazmente le agrede.

Tanto el apetito concupiscible como el irascible son muy importantes. El apetito concupiscible (y
a su manera también el apetito irascible), está puesto en la naturaleza básicamente en atención a la
supervivencia, por esto en él la tendencia concupiscible la posesión de su objeto es acompañada de
placer, el cual facilita el acto correspondiente. Cuando se trata del ser humano esa finalidad de lograr
la supervivencia es todavía más importante que la de los animales. Los actos referidos a este fin son:
a) los personales: comer y beber; y b) los de la especie humana: la reproducción.

Tanto los actos de supervivencia personal como los de la especie son actos muy importantes y
necesarios; sin embargo, lo son de diferente modo, en lo que se refiere a la supervivencia personal el
mandato es obligatorio para cada uno, ya que si uno no come o no bebe lo necesario, o come o bebe
inadecuadamente, entonces atenta contra su vida, la pone en peligro. En cambio, en lo que se refiere
1
a la supervivencia de la especie, la obligación es de la especie y no obliga a cada uno, de manera que
si ya lo cumplen un 90% de seres humanos, y se logra la supervivencia de la especie, un sujeto
particular puede abstenerse de realizar dichos actos, pues sólo estaría obligado a continuar la especie
en el hipotético caso de que sólo quedara una pareja en el universo.

Los actos del comer y del beber, así como los de la reproducción humana, son muy importantes;
de no realizarse adecuadamente no sobreviviríamos tanto a nivel personal como de la especie
respectivamente; por eso es que la naturaleza, que es «sabia», otorga el placer como acompañante a
esos actos, para facilitar su realización. De lo contrario, podríamos pensar qué ocurriría si cada
mañana, tarde y noche tuviéramos que «hacer el sacrifico de comer», probablemente nos dejásemos
morir de hambre (la anorexia es un caso patológico). De manera semejante ocurriría con los actos de
la reproducción humana; si no se acompañaran de placer, no se facilitaría el realizarlos, y entonces la
especie humana correría el peligro de extinguirse.

Pero también por ello su realización es extremadamente delicada, porque en el ser humano se
cuenta con la presencia del espíritu, con la inteligencia y la voluntad y con las finalidades ineludibles
en este nivel superior. Por eso se trata de que aquellas operaciones sensibles no impidan los actos
intelectuales y volitivos, cuanto más cuanto está de por medio una finalidad más alta que supera en
mucho aquella finalidad de la mera supervivencia, que no es despreciable, sino que cumplir ésta es
condición primera o inicial para el desarrollo de las otras finalidades más altas.
El aludido problema sólo lo tienen los seres humanos, pues los animales carecen de él
precisamente porque no poseen espíritu ni finalidades de este nivel. Es por tanto una tarea bastante
delicada, porque el ser humano puede perder de vista estas finalidades más altas, y ni siquiera cumplir
adecuadamente las finalidades propias de cada operación. Este trastorno puede ocurrir cuando se
sustituye la búsqueda del fin respectivo y se queda sólo con el placer, cuando sólo busca éste y, por
tanto, se atropellan los fines superiores y, de paso, se estropear los fines propios de las tendencias
sensibles que están subordinados a los fines más altos.

Cuando no se actúa rectamente aparece el estropicio, a veces irreparable. No es difícil observar


hasta qué punto el sujeto puede dañarse con los desórdenes en el comer, en la bebida o en el ejercicio
de su sexualidad. El estropicio acaece cuando el sujeto se engaña poniendo al placer como fin
exclusivo, dejando de atender a las finalidades inherentes a los propios actos e impidiendo el logro de
las finalidades espirituales más altas. Los actos del comer y del beber tienen que atender a su finalidad
propia, que es la de alimentarse; si en vez de buscar esta finalidad se busca sólo el placer, entonces
no consigue alimentarse y el sujeto se puede hacer mucho daño.

Alterar estos actos sustituyendo la finalidad por el placer es signo de degradación, como sucedió
en la Roma decadente en que se comía exclusivamente por el placer de comer: se daban unas grandes
comilonas, luego se pasaba a unos cuartos de baño, llamados vomitaderos, para luego regresar a
comer sólo por el placer de hacerlo. Algo semejante puede pasar con los actos de la reproducción
humana. Su finalidad en ellos es doble, la primera es el fin de la procreación de los hijos y su
consiguiente educación, ya que los seres humanos nacen prematuramente y tienen que completar su
desarrollo a través de unos 15 a 20 años. Pero esta finalidad no es la única ya que, a diferencia de la
comida o la bebida, los actos de la reproducción humana son de aquellas cosas que uno no pueden
realizar solo, sino junto a otra persona del sexo opuesto; por tanto, la segunda finalidad es
precisamente atender a la finalidad de la otra persona, que no es una cosa u objeto, sino una persona
humana cuyo fin es perfeccionarse, ponerse en condiciones de amar y ser amada, tanto a nivel
humano como divino.

De manera que estas dos finalidades, la procreación-educación de los hijos y la de contribuir al


perfeccionamiento de la otra persona, tienen que cuidarse al realizar los actos de la procreación
humana. Si esos fines no son respetados, y lo que se busca es solo el placer, se produce un gran
desorden con el deterioro consiguiente; se daña a la otra persona usándola como si fuera una cosa,
un simple objeto de placer, se daña la institución familiar. El núcleo o célula social es la familia, y hay
que defenderla, no sólo por las consecuencias económicas que acarrea destruir las administraciones
más básicas de un país, sino por toda la función humanizadora que realiza, y que quedaría sin hacer.
2
La familia es requerida precisamente porque el primero de los fines exige que la procreación se
complete con la educación de los hijos que, por de pronto, requieren estabilidad, y como prerrequisito
la fidelidad de los padres, ya que dicha tarea es larga y difícil, y de no respetarla, se daña la continuidad
de la propia especie humana; por poner un ejemplo que para nadie es un secreto: actualmente, en
algunos países el porcentaje de población activa es muy reducida y no puede sostener a la cantidad
de adultos mayores que requieren de seguridad social y de otros servicios vitales.

Es importante entender bien lo que es el placer para colocarlo en su sitio. A veces se ha


considerado que el placer sensible por sí mismo es malo; no es así, sólo hay que ponerlo en su lugar.
El placer rectamente ordenado es algo bueno. Si no se lo entiende bien se puede dar lugar a actitudes
extremas: por una parte, la de aquellos que consideran que todo placer por el hecho de serlo es malo,
y entonces se provoca la actitud opuesta, la de quienes consideran que el placer es un bien absoluto.
Esta reacción es explicable, ¿por qué se va a sostener que el placer es malo? Si se dice que lo es, se
falta a la verdad, y entonces vienen las otras posturas crispadas precisamente como reacción a aquello
que es falso, con la consecuencia de que el afán de reconocerlo como bueno puede exagerarse y, por
tanto, hay quienes se entregan desmedidamente a él; así aparecen esas formas de hedonismo, de
ejercicio desbocado de la sexualidad, que en gran parte se deben a que no se ha hecho una verdadera
y real valoración de los bienes sensibles, que no se han puesto en su justo lugar.

Por esto hace falta entrar en estos temas sin falsos temores, con profundidad, sin prejuicios. Es
necesario hacerlo ahora cuando el placer sensible está en alza tan desmedidamente, y no abundan
los estudios rigurosos y profundos sobre las tendencias sensibles, sobre las pasiones y los
sentimientos, los cuales a menudo están poco esclarecidos; por tanto, no es de extrañar que reine la
confusión. A veces se ha pretendido incluso eludir la presencia de los sentimientos, pero no por dejar
de verlos dejan de existir. Actualmente, por ejemplo, se precisa mucho, especialmente para los
jóvenes, de una verdadera antropología de la sexualidad humana y de una filosofía de la afectividad
humana que lleve a saber por lo menos qué es una pasión, por qué se produce y cómo controlarla.

Algo parecido a lo que se ha indicado respecto del apetito concupiscible podemos decir sobre la
importancia del irascible; ¿qué sería de nosotros si no tuviéramos una dosis suficiente de agresividad
para hacer frente a lo difícil? Que las dificultades y el mal nos superarían y no podríamos sobrevivir.
Es necesaria esa tendencia al bien arduo, porque de ordinario el ser humano se tiene que enfrentar a
las dificultades, al mal y la experiencia de éste, que es el dolor. La presencia de los problemas, de las
dificultades, del dolor, es inevitable en el ser humano, ya por el hecho mismo de su condición de
viviente en proceso de desarrollo y en relación con su hábitat externo. Como señalamos al estudiar al
viviente, éste se encuentra con influjos externos.

Un ser vivo aislado del universo no podría vivir; un ser humano tampoco. Pero aunque el hombre
está en el universo, no se reduce a él, ya que es trans específico, va más allá de la especie, se
encuentra con relaciones interpersonales y, por tanto, además del universo físico vive en un mundo
humano con individuos que son personas humanas y, por eso, su vida ya es bastante compleja, porque
interactúa a diferentes niveles. Las carencias propias y ajenas, el mal en el mundo, son hechos
ineludibles. La presencia del mal en el hombre es mayor que la de cualquier animal, se podría decir
que «está más expuesto ». Evidentemente no se trata del mero mal físico, de una catástrofe natural
(como la del “Fenómeno del Niño” en nuestras costas peruanas), sino de niveles de males distintos,
más profundos, y a veces mucho más amenazantes y destructivos que los que tiene que afrontar un
animal.

Así pues, para enfrentar el mal, los problemas, el ser humano ha echado mano de aquello que
tiene de superior: de su inteligencia y se ha inventado las ciencias, en concreto la medicina para
enfrentar el problema de la salud, la economía para enfrentar los problemas de producción y
distribución de recursos escasos, del derecho para enfrentar los problemas de organización social,
etc. Con todo, siempre tiene que ver con problemas, con carencias. Es inútil pretender vivir sin
dificultades; más todavía: el mismo hombre encuentra las carencias, el mal, dentro de sí y también
genera problemas (por ejemplo, las guerras). Por tanto, ¿qué sería del ser humano sin una dosis
suficiente de agresividad? Desde luego que hay que dirigir esta tendencia irascible porque puede
debilitarse o hacerse excesiva haciendo imposible el logro de las finalidades propias de la persona
3
humana, pero en sí misma esta tendencia, bien dirigida, es de gran ayuda para el hombre. La
naturaleza nos ha dotado de los recursos necesarios para vivir y alcanzar nuestros los fines (se podría
decir que estamos bien equipados).

Con lo dicho se puede ver lo diferente que es el apetito sensible en el animal y en el hombre.
Insistiremos un poco más en esto. Esta diferencia es fácil constatarla. Por ejemplo, se ve que el apetito
irascible animal es diferente del humano en las peleas entre animales, en éstas la agresividad surge
sólo por objetos de nivel sensible, por el alimento o por placeres sexuales, por la supervivencia en
definitiva. El animal no puede querer la justicia, libertad, verdad, etc., pues no tiene espíritu y, por tanto,
no puede tender ni luchar por esos bienes, no le hacen falta.

Los apetitos sensibles requieren del conocimiento, de la presentación o de la representación


imaginativa de algo agradable, y a menudo de una percepción actual como la de la cogitativa (por lo
que ésta se parece al apetito o tendencia sensible); todo ello en el nivel sensible. Por otra parte, en el
animal para que haya agresividad y para realice operaciones arduas y de larga duración, se requiere
el equipamiento completo de la sensibilidad interna (sentidos internos). Esto es importante porque se
puede integrar (sensorio común), teniendo en cuenta el futuro (cogitativa) y el pasado (memoria). En
el hombre, los apetitos están influidos por las facultades superiores del alma, donde reside el
entendimiento y voluntad, y en orden a su ejecución reciben el influjo de ellos.
En el animal el apetito sensitivo es movido fundamentalmente por la estimativa, la cual, por
ejemplo, hace huir a la oveja ante la presencia del lobo. El hombre es movido por la cogitativa (razón
particular) que compara representaciones individuales. Sin embargo, el ser humano no está
determinado a actuar inmediatamente, sino que espera el mandato de la inteligencia y el movimiento
de su voluntad, y cuando éste no se da queda desasistido. Precisamente en esto el animal tiene una
cierta ventaja sobre el hombre, pues el animal, a diferencia del hombre, está protegido por sus
tendencias que funcionan de manera instintiva; el hombre no está determinado instintivamente al
actuar; para hacerlo tiene el concurso de la inteligencia y de la voluntad, pero si no las usa bien,
entonces queda desasistido.

Así pues, en el hombre media la racionalidad, hay un «espacio» entre la tendencia o apetito y su
determinarse por el objeto. Esto es lo que hace posible que dirija racionalmente, libremente, sus
tendencias. El ser humano puede, por ejemplo, recurriendo a ciertas consideraciones racionales,
mitigar o acabar con su ira, con el temor, con la tristeza y otros sentimientos o pasiones similares.

Los apetitos sensibles se encauzan a través de una fuerza motora muscular. En los animales,
los apetitos siguen inmediatamente al conocimiento sensible, ya que no hay inteligencia ni voluntad
con las que se oponga resistencia. En ellos no solamente los apetitos ejercen un dominio despótico
sobre el sistema muscular, sino también la misma percepción es encauzada a través de la estimativa.
En los animales el circuito estímulo-respuesta es inmediato y casi automático.
En la consideración de las tendencias sensibles se han dado varios errores. Uno de los más
conocidos es el de la escuela psicológica conductista, que llega a considerar la conducta animal igual
que la conducta humana. Skinner sostuvo que uno se mueve por el premio o castigo. Pero esto es
quedarse sólo en el nivel sensible. El conductismo propone una configuración de la conducta humana
automáticamente. Sin embargo, en el hombre no hay un circuito estímulo-respuesta cerrado, sino que
es abierto a la inteligencia, por la voluntad libre. Por ello, en rigor, en él no hay respuesta, sino
propuesta, es decir: su respuesta es una propuesta. En los seres humanos una cierta disposición
fisiológica de los apetitos o tendencias sensibles; es lo que marca el temperamento de cada uno. Pero
al mismo tiempo, en cuanto posee los niveles superiores de inteligencia y voluntad, el hombre es tarea
para sí mismo. Eso es parte del desarrollo y formación de su carácter y su personalidad.

El temperamento es básicamente heredado, tiene un fundamento biológico; en especial,


depende de la disposición del sistema nervioso, que es parte importante de la base orgánica de la
sensibilidad humana en general. Así, es posible advertir que hay personas que tienen una tendencia
a vivir más intensamente su relación con la realidad externa. De ellos se suele decir que son muy
sensibles, que tienen tendencia a conmoverse vivamente ante los acontecimientos externos e internos.
4
A veces esa conmoción interior se manifiestan externamente, por ejemplo, a través de las lágrimas, la
palidez del rostro, los cambios de voz, la impaciencia, los gritos, las palabrotas, el sonrojarse, las
exageraciones, la susceptibilidad, los entusiasmos, los desánimos e indignaciones inmediatos,
cambios de humor frecuentes, etc. Pero otras veces, aunque no se manifieste, queda una viva
‘afección’ interior por los hechos, las personas, etc.

Asimismo hay quienes no tienen una inclinación a un contacto tan inmediato y cercano con la
realidad, y se suele decir de ellos que no son tan sensibles, que las cosas no les afectan con tanta
intensidad. En el primer caso se dice que las personas son emotivas y en el segundo poco emotivas.

A su vez, un sujeto puede tardar en ‘recuperarse’ de la impresión que los acontecimientos le


producen; puede albergar la fijeza de esas impresiones por un tiempo más o menos largo, y en ese
caso se suele decir que es un sujeto con gran resonancia interior, que su sensibilidad permite una
cierta ‘pausa’ interior para dar lugar a la reflexión, la previsión, etc. Sin embargo, existen otras personas
que se restablecen enseguida, y los acontecimientos no permanecen en ellos, no tienen tanta
‘resonancia’ como en los primeros.

También cabe la posibilidad de que ante la captación de los hechos, sucesos, personas, etc., y
ante la consiguiente emotividad, se despierte inmediatamente la actividad, la necesidad de actuar; si
rápidamente se activan las facultades motoras, la imaginación, la inteligencia, etc. tenemos a personas
activas; pero también puede darse una tendencia a replegarse, y con ello el sujeto puede quedarse en
la inactividad o pasividad.

Tanto la emotividad, como la actividad, como la resonancia son características que se


refieren básicamente a la sensibilidad y que, como hemos dicho, tienen base fisiológica. La confluencia
de esos tres factores, emotividad, actividad y resonancia han llevado a identificar determinados
caracteres. Así, por ejemplo, de una persona muy emotiva, activa y con poca resonancia se suele decir
que es colérica. De un temperamento emotivo, activo y con mucha resonancia interior se dice que es
apasionado. De un sujeto emotivo, inactivo con poca resonancia se dice que tiene temperamento
nervioso, porque su emotividad no cuenta con una salida o un cauce de actividad y, a menudo, se
desahogan con impulsos que, sin embargo, no son sostenidos sino intermitentes.

En el caso de personas con temperamento emotivo, inactivo y con gran resonancia interior, se
dice que son sentimentales, porque la emotividad se junta con la resonancia interior y dan cabida a
sentimientos muy hondos y prolongados. También se puede identificar a las personas poco emotivas,
con todas sus variantes. Si se trata de un sujeto con baja emotividad, pero con gran actividad y
resonancia se dice que es flemático, y debido a que su sensibilidad raramente es arrebatada por los
hechos y circunstancias, puede llevar adelante una actividad más sostenida y fecunda que se ve
facilitada por su resonancia interior. Por su parte, a quienes poseen poca emotividad, son activos, pero
tienen poca resonancia, se les ha llamado sanguíneos, y a quienes tienen escasa emotividad pero con
poca actividad se les llama apáticos o amorfos según su resonancia interior.
Sin embargo, a pesar de las disposiciones que tenga un sujeto debido a su temperamento inicial,
eso no lo determina definitivamente. Es decir, cabe una educación del carácter, un cierto dominio del
temperamento, y si bien las tendencias sensibles no pueden eludir ese condicionamiento, poco a poco
pueden irse modelando gracias a uno mismo o a otras personas o a factores externos. Aunque el
temperamento no se puede cambiar completamente, sí es posible controlarlo. Para esto hay que
conocerse, y saber identificar los puntos fuertes y los puntos débiles que tengamos; los primeros para
aprovecharlos y ponerlos al servicio de los demás; los otros, para luchar contra ellos y tratar de
dominarlos, para que no obstaculicen esa meta tan alta de poseerse y darse en un servicio alegre a
los demás. Así, por ejemplo, una persona con gran emotividad puede aprender a descentrarse o a
tomar distancia respecto de los hechos, sucesos, etc., de manera que las emociones no le impidan
hacer juicios objetivos acerca de la realidad.
Es necesario conocernos, saber qué operaciones tenemos gracias a nuestra naturaleza humana,
y también es conveniente, en lo posible, conocer la manera concreta, el ‘tipo’, o modo de ser humano
que somos. Lo admirable es que al conocer las operaciones propias de la naturaleza humana podemos
5
tratar de realizarlas cuidadosamente, y al saber en concreto los aspectos de nuestro temperamento,
se puede educar el carácter, nuestras propias dotaciones; es decir, tenemos una tarea respecto de
nuestra naturaleza a la que se puede «trabajar»; ésta es una interesante labor educativa por la que se
llega a aprender a controlar la sensibilidad, las reacciones, a superar la pasividad, la impulsividad, etc.

Como se puede ver, el ser humano puede perfeccionar, ‘esencializar’, la naturaleza recibida. Los
hábitos perfectivos, la fortaleza, la constancia, la perseverancia, la laboriosidad, la moderación o
templanza, etc., van educando y perfeccionando a las tendencias sensibles. De esa manera se van
logrando un conjunto de modificaciones que reconfiguran al sujeto dando lugar a una especie de
«segunda naturaleza». Hay mucho por encauzar, por racionalizar, por perfeccionar, dentro de nosotros
mismos. Por otra parte, en cierto modo es inevitable la adquisición de hábitos que perfeccionen o
deterioren al sujeto. Con el paso del tiempo siempre se adquieren hábitos, virtudes o vicios, modos de
reaccionar, costumbres, pocas o muchas habilidades intelectuales, etc.

En general, en los apetitos humanos hay que tener en cuenta lo siguiente:

1. Las percepciones de realidades que pueden tener interés para el sujeto, son las que despiertan
sus apetitos o tendencias sensibles.

2. Cuando se percibe algo de interés uno no se queda definitivamente adherido a aquello, ya que
sobre la sensibilidad, cogitativa, memoria, tendencias sensibles, etc., pueden ejercer control la
voluntad y la razón.

3. La forma de realizar una acción tiene que ser en cierto modo «inventada» por el hombre,
porque su conducta no está determinada por su sensibilidad, menos por su temperamento. De ahí que
en rigor en el hombre no haya sólo lugar para las respuestas, sino que tiene la posibilidad de responder
con propuestas libremente pensadas y queridas.

Esto sucede desde las operaciones más básicas como, por ejemplo, el comer, lo cual no es un
acto meramente fisiológico; la tendencia a comer no le lleva indefectiblemente al ser humano a
arrojarse sobre los alimentos como una bestia; tampoco los come de cualquier manera; así, no suele
comerlos crudos, sino preparados o cocidos. Tampoco come en cualquier lugar y en cualquier
momento, ya que elige un horario para comer y un lugar (por ejemplo, en un comedor y no en su
cama); todo esto ha dado lugar al arte de la culinaria, a la gastronomía, a la dietética, y junto al
alimentarse se ha hecho de la comida un acto social en el que se siguen unas normas de educación.

El hombre no tiene instinto animal, y puede substraerse a la atracción de los objetos, tiene
libertad y en lugar de una inalterable constancia de los factores percepción-comportamiento; tiene una
variabilidad indefinida para el comportamiento, es decir, tiene hábitos, tiene moral, cultura, realiza un
trabajo, desarrolla unas técnicas, un arte.

b) Dinámica de los sentimientos

Las pasiones, emociones y sentimientos son reacciones sensibles fuertes frente al bien o mal
sensibles. Todos los seres humanos, por el hecho de poseer sensibilidad reaccionamos siempre ante
los bienes o males sensibles; unos más intensamente y otros menos, dependiendo –como hemos
visto– del temperamento y del carácter, pero todos lo hacemos. Lo que ocurre es que en algunos esa
reacción es muy escasa y por eso (y en ausencia de otro nombre mejor) se les puede llamar poco
emotivos, pero no es que sean insensibles, sólo que sus reacciones sensibles son menos intensas
que en otras personas.

Las tendencias, como su nombre lo dice, tienden a su objeto propio. Los sentimientos surgen
precisamente en esa relación de la tendencia sensible con su objeto sensible. Los diferentes
sentimientos aparecen cuando la tendencia se dirige hacia unos bienes sensibles presentes o
ausentes, asequibles o no; entonces se producen un tipo de sentimientos u otros. Así, los sentimientos
6
se diferencian del apetito en cuanto que son un cierto resultado, una cierta consecuencia de su
despliegue. Por tanto, para controlarlos eficazmente más que ir directamente al sentimiento que fluye,
donde hay que ir es a la tendencia y a su término que es su objeto sensible, e incluso antes todavía,
pues es mejor poner mucha atención en aquello que despierta los sentimientos y que es el
conocimiento sensible; por tanto, hay que cuidar los sentidos.

El ser humano puede «racionalizar» las tendencias o apetitos sensibles, puede encauzarlos
respecto a los objetos más convenientes; en esto consiste el gobierno «político» de los apetitos
sensibles, los cuales pueden ser bien dirigidos por medio de razones, retirándoles, «despegándoles»
de unos objetos sensibles, reorientándolos o presentándoles otros, etc.

Los sentimientos pueden ser más o menos intensos, más o menos duraderos y pueden tener
una mayor o menor repercusión fisiológica. Por ello se denominan simplemente sentimientos a las
afecciones normales que se despliegan en la sensibilidad humana. Se llaman emociones a los
sentimientos intensos acompañados de gran afección fisiológica (temblor, llanto, agitación, etc.), y
pasiones cuando el grado de intensidad del sentimiento es suficientemente alto como para afectar
significativamente la interioridad y la conducta del sujeto en cuestión.

Los actos de los apetitos sensitivos que se dan en el hombre y en el animal tienen una base
orgánica. Sin embargo, en el hombre sus pasiones, emociones y sentimientos son más complejos y
de una índole superior debido al concurso de sus facultades espirituales. En efecto, en el ser humano
se puede dar una pasión muy intensa sostenida por una actividad intelectual; por ejemplo, se puede
dar esto cuando la inteligencia y la voluntad se ponen en relación con bienes espirituales y se produce
gozo, amor, etc.

Los sentimientos no son de suyo actos cognoscitivos, pero sí dan noticia de la situación en que
se encuentra la subjetividad tanto respecto de sí misma como respecto a realidades externas, ya que
manifiestan la reacción del cognoscente frente a objetos conocidos y valorados (reconocidos como
bienes).

Según la tradición clásica, las pasiones en sí mismas no tienen connotación moral: no son ni
buenas, ni malas. Serán buenas si se dirigen a un objeto bueno y están controladas por la razón, y
malas en caso contrario (mal orientadas, no sometidas a la razón). También pueden tener efectos
favorables o desfavorables para el organismo y el espíritu y no se tienen que dar siempre, ni son
necesarias para la perfección del acto de la voluntad. Un acto de amor voluntario puede ser intenso
sin que lo acompañe una pasión o sentimiento y al revés; pueden darse pasiones vehementes sin que
conlleven un similar acto de amor de la voluntad (es, por ejemplo, el caso del pietismo, sentimentalismo
religioso).

Sin embargo, no es correcto sostener una visión negativa o sospechosa de la sensibilidad


humana, ni de los sentimientos en especial. Si los sentimientos están bien encauzados, pueden dar
lugar a una intensa y rica vida afectiva. No podemos desprendernos de los sentimientos como tampoco
de nuestra sensibilidad. Es más, lo bueno es tratar de introducir lo espiritual en ellos, es decir, que
estén fecundados por ese nivel superior, por ejemplo, cuando uno ama, cuando trabaja (que es una
manera de amar) si en ello no se ‘da’ uno integralmente, con toda su imaginación, con todo el afecto
sensible que sea capaz, aquello todavía no es propiamente humano.

Es importante darse cuenta que en los sentimientos es decisiva la calidad de los objetos que los
despiertan, y su relación con los fines humanos superiores, ya que son éstos los que determinan la
calidad de aquéllos. En el ser humano puede haber una discriminación y atención sobre esos objetos
y, por tanto, un control de las tendencias sensibles. La jerarquía de bienes o de valores, cumple aquí
un papel necesario para ordenar los movimientos de nuestras tendencias, y no entregarnos al primer
bien sensible inmediato que se ponga delante.

c) Clasificación de los sentimientos


7
En el primer nivel tendencial (apetito concupiscible) se dan como sentimientos específicos el
amor como inclinación, aptitud o connaturalidad con el bien, y el odio como relación con su contrario,
el mal. Las pasiones del apetito concupiscible se despiertan ante el bien que es apetecible, que atrae,
(el mal es repulsivo, no atrae) de manera inmediata. El bien es el primer principio del movimiento de
cualquier ser, es el fin al cual tiende y a su vez el principio del amor es el conocimiento. El bien no
puede ser amado si no es conocido. Así, la visión corporal es principio del amor sensitivo y la
contemplación de la verdad, de la belleza o bondad espiritual es principio del amor espiritual.

Los sentimientos propios del concupiscible son:

En general:
Respecto al bien sensible: amor sensible.
Respecto al mal sensible: odio sensible.

En lo que se refiere al factor tiempo:


Respecto del bien futuro: deseo.
Respecto del bien presente: placer o gozo.
En lo que se refiere al objeto contrario:
Respecto del mal futuro: aversión.
Respecto del mal presente: tristeza.

En el segundo nivel tendencial (apetito irascible) tenemos la tendencia a la consecución de un


bien difícil de alcanzar u obstaculizado en su consecución (bien arduo) y, por tanto, supone una
temporalidad mayor, ya que no se encuentra inmediatamente, pues está en el futuro.

Los sentimientos propios del irascible son:

Respecto del bien futuro alcanzable: la esperanza.

Respecto del bien futuro no alcanzable: desesperanza.

Respecto de un mal futuro inevitable: temor.

Respecto de un mal futuro evitable: audacia.

Respecto de un mal en general: ira.


Finalmente, así como insertaremos a continuación algunos textos de Aristóteles respecto de los
sentidos internos. Seguidamente haremos lo mismo con unos textos de Tomás de Aquino
entresacados de su Tratado de las pasiones humanas, para ayudar a esclarecer más esta temática.

5. Sobre la pasión

«El nombre de pasión implica que el paciente sea atraído hacia el agente; y el alma es más
atraída hacia un objeto por la potencia apetitiva que por la aprehensiva, pues por la primera el alma
dice orden a las cosas en sí mismas. Por eso dice el Filósofo que el «bien y el mal», que son los
objetos de la potencia apetitiva, «existen en las cosas mismas». En cambio, la potencia aprehensiva
no es atraída hacia una cosa por lo que ésta es en sí misma sino que la conoce según la intención que
de la cosa tiene en sí o recibe según su modo propio. Por eso en el mismo pasaje se dice que «lo
verdadero y lo falso», que pertenecen al conocimiento «no están en las cosas, sino en la mente».
Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 22 a. 2.
8
a) La diferencia de las pasiones entre sí

«Para conocer qué pasiones residen en el irascible y cuáles en el concupiscible, se debe


examinar el objeto de ambas potencias. Ahora bien, se ha dicho que el objeto de la potencia
concupiscible es el bien o mal sensible tomado en absoluto, que es lo deleitable o doloroso. Pero como
es inevitable que el alma experimente a veces dificultad o contrariedad en la adquisición de estos
bienes o en apartarse de estos males sensibles, por cuanto ello excede en algún modo el fácil ejercicio
de la potencia del animal, por eso el mismo bien o mal, en cuanto tiene razón de arduo o difícil, es
objeto del irascible». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2, q.23 a. 1.

b) La moralidad de las pasiones

«Las pasiones del alma pueden considerarse de dos modos: uno en sí mismas; otro en cuanto
están sometidas al imperio de la razón y de la voluntad. Si se consideran en sí mismas, esto es, en
cuanto movimientos del apetito irracional, de este modo no se da en ellas el bien o el mal moral, que
depende de la razón, como anteriormente se ha dicho. En cambio, si se consideran en cuanto
sometidas al imperio de la razón o de la voluntad, sí se da en ellas el bien o el mal moral. Y se dicen
voluntarias por cuanto o son imperadas por la voluntad o no son impedidas por ella». Tomás de Aquino,
S. Th. 1-2 q. 24 a. 2.

c) El amor

1. El amor sensible:

«El amor es la primera de las pasiones del apetito concupiscible, ya que es la aptitud o
adecuación del apetito al fin, que es el bien sensible. El amor no es otra cosa que la complacencia del
bien. El movimiento hacia el bien es el deseo y el descanso en él es el gozo». Tomás de Aquino, S.
Th. 1-2, q.25 a. 2.

2. El amor sensible es diferente de la dilección:

«Toda dilección o caridad es amor, pero no al contrario, por cuanto la dilección añade sobre el
amor una elección precedente, como su nombre lo indica; por lo cual la dilección no se encuentra en
el apetito concupiscible, sino sólo en la voluntad y únicamente en la naturaleza racional. La caridad, a
su vez añade sobre el amor una cierta perfección de éste en cuanto el objeto amado se estima en
mucho, como da a entender el nombre mismo». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 26 a. 3.

3. Clases de amor: de concupiscencia y de amistad.

1. Amor de concupiscencia: Se quiere el bien para sí mismo.

2. Amor de amistad: Se quiere a aquel para quien se quiere el bien. Este amor ama por el otro.
Sólo se ama por él mismo y de modo absoluto. (Esto se puede dar respecto de Dios).

«El amor se divide en amor de amistad y de concupiscencia. Pues se llama propiamente amigo
aquel para quien queremos algún bien; y se dice que deseamos con amor de concupiscencia lo que
queremos para nosotros». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 26 a. 4.
4. Las causas del amor son: el bien, el conocimiento y la semejanza.

9
«Hemos dicho que el bien es la causa del amor a modo de objeto; mas el bien no es causa del
apetito sino en tanto que es aprehendido, y por lo mismo el amor requiere una aprehensión del bien
amado». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 27 a. 2.

«La semejanza propiamente hablando es causa del amor. Pero se ha de notar que la semejanza
puede entenderse de dos maneras: una, cuando los dos semejantes poseen en acto una misma
cualidad, y otra cuando el uno tiene en potencia aquello que el otro posee en acto y se inclina hacia
ello. El primer modo de semejanza produce el amor de amistad o benevolencia, puesto que, por lo
mismo que dos seres son semejantes, al tener en cierto modo una sola forma, son como uno solo, y
por eso la afección del uno se dirige hacia el otro como hacia sí mismo. El segundo modo de semejanza
produce el amor de concupiscencia, de lo útil y lo deleitable. La semejanza tiene que ser virtuosa pues
cuando por esta semejanza resulta un impedimento para la consecución del bien que ama, se le hace
odioso su semejante, no como semejante sino como obstáculo para su bien propio. Por eso los
alfareros riñen entre sí ya que se obstaculizan en el lucro y por eso se suscitan pendencias entre los
soberbios porque mutuamente se usurpan la superioridad que ambicionan». Tomás de Aquino, S. Th.
1-2, q.27 a. 3.

5. Efectos del amor son: la unión, la mutua inhesión y el celo.

Si el amor es la tendencia o inclinación hacia el bien propio, su consecuencia natural o efecto


será mantenerse en su presencia y en trato y unión con él.

«El amor produce la primera unión efectivamente, puesto que mueve a desear y buscar la
presencia del objeto amado como conveniente y perteneciente a uno mismo; y produce la segunda
unión formalmente por cuanto el mismo amor es tal unión o vínculo». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2
q.28 a. 1

«Este efecto de la mutua inhesión puede entenderse en cuanto a la potencia aprehensiva y en


cuanto a la apetitiva. Respecto de la primera se dice estar el amado en el amante en cuanto que el
amado mora en la aprehensión del amante. Y en cuanto a la potencia apetitiva se dice estar el amado
en el amante por lo mismo que se establece dentro de su afecto mediante una cierta complacencia».
Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 28 a. 2.

«El celo bajo cualquier aspecto que se le considere, proviene de la intensidad del amor. El amor
intenso trata de excluir aquello que se le opone. Esto, sin embargo, acontece de modo distinto en el
amor de concupiscencia y en el de amistad. Pues en el amor de concupiscencia el que desea
intensamente una cosa se mueve contra todo aquello que impide la consecución o fruición pacífica del
objeto que ama. Más el amor de amistad busca el bien del amigo; por lo que cuando es intenso impulsa
al hombre contra todo aquello que es opuesto al bien del amigo y en este sentido se esfuerza en
rechazar todo lo que se hace o dice contra el bien del amigo». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 28 a. 4.

d) Sobre el odio

El odio es la aversión o contrariedad ante el mal sensible. Su objeto es el mal sensible, pero
ausente o distante. En el amor de concupiscencia se manifiesta en la antipatía. Si se trata de un odio
pasional conlleva un mal corporal físico. La causa del odio es el amor. Se diferencia de la ira en que
ésta es poco duradera, es decir, es más impulsiva; en cambio, el odio puede hacerse más profundo a
medida que se cultiva en el interior; por esto, también el odio daña más que la simple ira.

El odio natural es un sentimiento de repugnancia para todo lo que es contrario y corruptivo. Así
como todo lo conveniente es bueno, lo que es nocivo es malo. Ninguna cosa se aborrece sino por ser
contraria al objeto que ama. Por eso el amor es más fuerte que el odio. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th.
1-2 q. 39.

10
e) Sobre la concupiscencia y la deleitación

«Según dice Aristóteles la concupiscencia es el apetito de lo deleitable. La deleitación es doble,


una la que se da en el bien inteligible que es el bien de la razón; otra la que se halla en el bien
proporcionado al sentido». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2, q. 30 a. 1.

Las causas de la delectación son: la operación, el movimiento, la esperanza, la memoria, la


tristeza, las acciones de otros, el hacer bien a otros, la semejanza y la admiración. Cfr. Tomás de
Aquino, S. Th. 1-2 q. 32. Los efectos son: la expansividad, el deseo o sed la misma delectación, el
impedimento del uso de la razón, y la perfección de la operación. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q.
33.

f) Del dolor y la tristeza

«Así como para la delectación se requieren dos cosas cuales son la unión del bien y la percepción
de esta unión, así también para el dolor se requiere la unión de algún mal. Es un mal por lo mismo que
priva de algún bien y la percepción de esta unión». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 35 a. 1.
«La causa del dolor externo es el mal presente y contrario al cuerpo y la del interno es el mal
presente y opuesto al apetito. El dolor externo sigue, a su vez, a la aprehensión de los sentidos,
especialmente del tacto; y el dolor interior a la aprehensión interna de la imaginación o de la razón
misma. El dolor interior es más fuerte que el externo del mismo modo que la aprehensión de la razón
y de la imaginación es más alta que la del sentido del tacto». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 35 a. 7.

1. Las especies de tristeza:

a) La compasión: es la tristeza del mal ajeno en cuanto éste se considera como propio.

b) La envidia: es la tristeza ante el bien ajeno que se estima como mal propio.

c) La ansiedad: es la tristeza por la imposibilidad de huida ante el mal. Cuando ésta se agrava
por no vislumbrar consuelo alguno se produce la angustia

d) El abatimiento: cuando la tristeza se agrava hasta el punto de paralizar los miembros


exteriores, por ejemplo priva de la voz. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 35 a. 8.

2. De las causas y efectos de la tristeza y el dolor:

Las causas de la tristeza:


- el bien perdido.
- el mal presente.
- la concupiscencia.
- el apetito de la unidad y
- el poder al que no se puede resistir.

3. Los efectos de la tristeza:


- El dolor priva de la facultad de aprender,
- la pesadumbre de ánimo, debilita toda operación y daña el cuerpo. Cfr. Tomás de Aquino,
S. Th. 1-2 q. 36 y 37.
4. Los remedios contra la tristeza y el dolor:

11
- la tristeza se alivia con el llanto,
- por la compasión de los amigos,
- por la contemplación de la verdad y
- se mitiga con cualquier delectación al modo de un cierto descanso.

g) De la esperanza y de la desesperanza

La esperanza es la pasión del apetito irascible que sigue al bien sensible futuro, arduo y posible
de conseguir. Se contrapone al temor porque así como éste es expectación de un mal futuro, la
esperanza lo es de un bien futuro. Se contrapone a la desesperanza porque ésta es la tristeza sin
ninguna expectación de cosas mejores.

La desesperación no comporta la sola privación de la esperanza, sino una repulsa positiva de la


cosa deseada por considerarla imposible de alcanzar. Las causas de la esperanza son: la experiencia,
la instrucción, el conocimiento y todo lo que aumenta el poder del hombre: las riquezas, la fortaleza,
etc. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 40.

h) Del temor

El objeto del temor es el mal futuro difícil de superar, de apartar, o de combatir, al cual no puede
resistirse. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 41.

Considerado en sí mismo:
- temor actual: temor.
- temor habitual: timidez.

Considerado en sus efectos:

- en el ánimo: conturbación.

- en el cuerpo: terror.

- en la cabeza: horror.

- en el rostro: rubor y palidez.


- en las extremidades: temblor, rigidez.

Las causas del temor son: el amor y la impotencia.

Los efectos son: induce a consultar, produce temblor y contracción e impide la operación. Cfr.
Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 44.

i) De la audacia

«La audacia es lo que más dista del temor, pues éste rehúye el daño futuro a causa de la victoria
que éste ha de lograr sobre el que teme, mientras que la audacia afronta el peligro inminente en razón
de la victoria que se ha de lograr sobre el peligro mismo». Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q 45 a. 2.

12
La audacia sigue a la esperanza y los audaces son más valerosos al principio que en el momento
mismo del peligro.

j) De la ira

La ira es una pasión especial porque puede ser causada por el concurso de varias pasiones, ya
que no brota el movimiento de ira sino a causa de alguna tristeza inferida y supuestos el deseo y la
esperanza de vengarse. Su objeto puede ser el bien y el mal, ya que tiende a la venganza que apetece
y a otro, bajo la razón de mal que es el hombre dañino de quien desea vengarse. Cfr. Tomás de Aquino,
S. Th. 1-2 q. 46.

Las causas de la ira puede ser: una acción que se ha hecho contra uno, lo cual produce la
irritación; el desdén y el menosprecio, ya que todas las causas de la ira pueden reducirse al
rebajamiento de la propia dignidad, lo cual parece implicar menosprecio; la conciencia de la propia
excelencia y los defectos de los otros. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 47.

Los efectos de la ira son: la delectación por la venganza que conlleva, que impide en gran manera
el uso de la razón y provoca el silencio, ya que la lengua se traba y el rostro se enciende en el poseído
por la ira. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 48.

Los remedios contra la ira son: quitar las causas que producen la ira o al menos debilitar al
máximo posible su influjo. Frente al movimiento de ira antecedente a todo juicio de la razón se
procurará quitar su causa física, evitando el dolor y cuando esto no sea posible prever las reacciones
emocionales que a ellos o a cualquier otro estímulo emocional han de suceder, para tratar de
ordenarlos racionalmente. También podemos considerar la ira en el orden moral. No juzgar
temerariamente, ya que la causa de la ofensa pudo haber sido la ignorancia. No dar lugar a la sospecha
y, en especial, dice Sto. Tomás: «contra la ira el mejor remedio es el reconocimiento de la propia
fragilidad». Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. 1-2 q. 47 y 48.

AUTORA: DRA GENARA CASTILLO


Repositorio de la U. de Piura

13

También podría gustarte