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Cuarta Carta Pastoral (1892)

Sobre la instrucción y la educación doméstica de la juventud

JOSÉ MARELLO
Obispo de Acqui

Al venerable clero y queridísimo pueblo de la Ciudad y Diócesis


SALUD Y BENDICIÓN EN EL SEÑOR

Honrados hermanos e hijos en Cristo, queridísimos:

Posiblemente jamás como en nuestros tiempos, se ha hablado y escrito tanto acerca de la


debida atención a la juventud. Muchos dirigen a ella sus pensamientos y sus más asiduos y
sentidos intereses, expresando grandes y serios temores y esperanzas. Esto mismo explica el
gran celo, de todas partes, para fundar escuelas donde los niños puedan recibir aquella
instrucción que, eventualmente, desarrollará su mente como es debido. No nos toca aquí
discutir si, junto a la instrucción, se debe proveer una debida educación del corazón. Lo que no
se puede negar es que no basta, y a veces es dañino, sólo cultivar el intelecto, si a la vez no se
da una educación cristiana del corazón. Ante el aumento de la diversidad de escuelas, los
padres y madres cristianos, tienen la obligación de saber, por una parte, a qué clase de
maestros están confiando a sus hijos y, por otra parte, ser ellos mismos los primeros en hacer,
todo lo que deben y pueden, para una buena instrucción y una recta educación de sus hijos.
Venerados hermanos e hijos queridos, nosotros queremos llamar su atención precisamente a
esta instrucción y educación en el hogar y al modo de comprender y practicarla bien, en este
tiempo que la Iglesia, por la voz de sus pastores, invita a los fieles a un mayor recogimiento de
espíritu y a una profunda consideración de los deberes cristianos.

Por eso, nuestras palabras se refieren principalmente a ustedes, padres de familia, pues fueron
llamados por Dios al grande y formidable oficio de educar a una familia. Quisiéramos, sin
embargo, que estas palabras fueran bien acogidas, no solamente por ustedes, sino por todos
aquellos que, de alguna forma, participan en la misión educadora, y por cualquiera que pueda
ayudarlos, directa o indirectamente, en el feliz desempeño de una obra, que resulta de
considerable beneficio común en esta vida y en la eternidad.

Le damos gracias al Señor, que en nuestra Diócesis aún hay un buen número de familias que,
dignamente, ejercen su ministerio de la educación cristiana de sus hijos. Ahora estaríamos
lamentando si nuestra juventud no hubiera encontrado en la atención cariñosa, en las
enseñanzas y correcciones útiles y saludables y en los mejores ejemplos de las personas que
los guiaban, ni la prevención ni el remedio contra el veneno de la falsa propaganda, que hoy en
día se va proliferando de múltiples formas, particularmente a través de la prensa. Nosotros
aguardamos que los esposos jóvenes, a quienes el Señor los llama a fundar una nueva familia,
también aprendan de los mayores a aprovechar las gracias recibidas en la bendición nupcial y
así cumplan, fielmente, con los deberes de su estado. Esposos cristianos, recuerden siempre
que sus hijos son un sagrado depósito que Dios les ha confiado y del cual, un día, les pedirá
cuentas. Desde su nacimiento, los hijos tienen el derecho de ser colmados de la más solícita
atención; ustedes tienen el deber de proveerles todo lo necesario para mantener y desarrollar
sus fuerzas, y no solamente las del cuerpo, sino también y principalmente las del espíritu. De
hecho, el cuerpo va acompañado por un alma que vive de su propia vida inmortal, y que se
desarrolla y crece, por decirlo así, con el alimento de la verdad y la virtud. Esta alma tiene un
altísimo fin que supera incomparablemente a todos los placeres y las felicidades de esta tierra.
Los mismos animales, aun los más feroces, no dejan de cuidar el cuerpo de sus crías,
proveyéndoles la comida y todo lo que ayuda a mantenerlo sano y robusto. Pero es un noble y
santo oficio de hombres y mujeres cristianos educar el alma, iluminarla con la luz de la verdad,
inflamarla con el sagrado fuego del amor divino, y guiarla por las buenas sendas a la eterna
salvación. ¡Este es un gran ministerio que eleva a los educadores a ser representantes del
Padre celestial, y, lo que es más, les hace afortunados colaboradores!

En consecuencia, tienen el deber de ofrecer a sus hijos aquella instrucción que les orientará en
el camino recto y les hará, a la vez, virtuosos cristianos y óptimos ciudadanos. Y aquí nosotros
no estamos hablando de una mera instrucción humana, que las leyes civiles les obligan a
cumplir, enviándolos a las escuelas públicas, sino de aquella más alta instrucción religiosa que
ustedes les ofrecen a través de los ministros de Dios, en el catecismo y las predicaciones, no
tanto obligados por una ley humana, sino por obligación de la ley divina, de la que no podrían
dispensarse sin consecuencias. Nos referimos a aquella instrucción que es como el
fundamento de cualquier otra, y que por ley natural y divina ustedes, padres y madres, deben
impartir a sus hijos, desde su más tierna edad.

Las Sagradas Escrituras elogian grandemente al anciano Tobit porque instruyó a su hijo desde
su niñez a temer a Dios y a huir del pecado: ab infantia timere Deum Docuit et abstinere ab
omni peccato1. De aquí se ve el deber de los padres cristianos de hacer lo mismo, de instruir
desde temprano a los hijos, con la ayuda de aquel libro dorado y del catecismo católico, en las
primeras verdades y en los principales misterios de nuestra santa fe, de enseñarles a amar a
Dios sobre todas las cosas y de animarles a observar su santa ley, no sólo por temor a sus
castigos, sino por el amor y gratitud que se merece debido a sus grandes e innumerables
beneficios.

Que nadie diga que todo niño puede aprender éstas y otras verdades más tarde en la escuela o
en la Iglesia.

Supongamos (y así lo quiere Dios) que en la escuela o la Iglesia sus niños fueran rectamente
orientados a conocer las verdades cristianas y a practicar la virtud y que, a causa de su celo en
llevarlos al catecismo y asegurar que participen, ellos recibieran de los sacerdotes la enseñanza
que sólo éstos pueden dispensar de modo completo y autorizado. De todas maneras, padres
cristianos, jamás podrían olvidar que es principalmente a ustedes que Dios confió el cuidado
de sus hijos y, precisamente, por esto, son sus hijos. Todos los predicadores y todos los
maestros juntos no podrán dar a sus hijos tanto como pueden ustedes, padres y madres, si
empiezan pronto a instruirlos, antes de que asistan a la Iglesia o a la escuela, con celo y
solicitud. Ustedes tienen una gran influencia sobre sus hijos, tan grande y tan íntima, que no se
puede comparar con ninguna otra. Por eso mismo, sus palabras penetran más profundamente
en su alma y ahí se quedan más eficazmente grabadas.

Además de la instrucción, ustedes tienen la obligación de edificarlos por medio de sus buenas
obras y del buen ejemplo.

Dice un dicho antiguo, que siempre es justo y digno de ser recordado: el camino de los
preceptos es largo, mientras que el del testimonio es corto y eficaz. Si esto es verdadero para
todos en general, lo es más para los niños inocentes que se inclinan a imitar por necesidad e
instinto. Ahora sus niños viven con ustedes, padres y madres, y les miran particularmente a
ustedes. Por esta razón, conviene que ustedes provean el más puro ejemplo, puesto que sus
hijos atribuyen un carácter y una autoridad casi sagradas a todas sus acciones y a todos sus

1
Tobías 1,10.
pasos. De esta manera, su vida debe ser un libro siempre abierto a la vista de ellos, del cual
pueden aprender los primeros deberes, aun sin la ayuda de otro estudio más largo. Que ellos
se den cuenta de que ustedes no enseñan ninguna verdad de la cual no están previamente
convencidos, y de que no les imponen ninguna obligación ni los someten a ningún sacrificio sin
que su propio ejemplo lo haga fácil y agradable.

No basta con infundirles una enseñanza sólo de palabras en sus almas si no la confirman con
su propio testimonio. Si no lo intentan, ellos podrían decir en su corazón y, quizá lo
manifiesten externamente: “padre, madre, ¿cómo es que ustedes nos enseñan amar a Dios,
invocarlo en la oración, observar su santa ley, y adecuarnos a su amable voluntad, si ustedes lo
ofenden de tantas maneras y tan gravemente? Por un lado, ustedes nos exhortan a ser
respetuosos, obedientes, mansos y moderados y, por otro, sólo nos dan ejemplo de hablar mal
de los demás, de soberbia, de enojo, de destemplanza y de resentimiento contra los demás”.
Claro que los niños hacen mal en seguir el mal ejemplo de sus padres, a causa de que el
pecado del uno no excusa el pecado del otro, pero los que causan escándalo ¿no tienen acaso
mayor culpabilidad? El Señor ha dicho: “... el que escandalice a uno de estos pequeños que
creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino... y lo hundan
en lo profundo del mar”2 . Por eso, es completamente necesario que sus hijos reciban
frecuentemente un buen ejemplo de ustedes, y se sientan vigilados y protegidos de tropezar
en las piedras del mal ejemplo de los demás.

Escribe san Agustín que no sólo es útil que los niños conozcan el bien, sino también, y es de
suma importancia, que desconozcan el mal: “Pueris non tam prodest cognitio boni quam
ignorantia mali”3. Es una declaración de gran peso y no la deben olvidar jamás, ni los padres ni
los que toman su lugar, en el difícil ministerio de la educación. Meditándola uno siente la
gravedad del mandato de vigilar siempre por los inocentes; uno llega a convencerse, sin tener
que aprenderlo por lastimosa experiencia y con daño irreparable, que un niño puede empezar
a pensar por primera vez en los vicios al mirar un objeto o al escuchar una palabra que le hiere
profundamente su imaginación. Ese objeto o esa palabra tienen la posibilidad de incitar
fatalmente una pasión, que puede arruinar, a la vez, el alma y el cuerpo. Debido a esto, vigilen
siempre, padres, sobre ustedes y sobre sus hijos, y no se limiten sólo a atender el recinto de
los muros del hogar, sino que sigan a sus hijos en sus pasos fuera de la casa. A pesar de que un
niño esté rodeado de constantes cuidados en su familia, tristemente puede suceder que, por
falta de vigilancia fuera de la casa, caiga víctima de las seducciones de un mal compañero y
sufra la pérdida de su inocencia.
Es cierto que, pese a toda su vigilancia, no siempre lograrán proteger a sus queridos hijos de
todo peligro. Y aun cuando lo logren padres, la misma inclinación interna hacia el mal, que es
común a todos los hijos de Adán, a causa del pecado original, bastaría para ponerlos en peligro
de equivocarse, de sucumbir ante las tentaciones o de disponerlos a adquirir malos hábitos. En
estos casos, ustedes tienen el deber de dar una apropiada orientación y corrección. Este deber
se ha de cumplir con mucho cuidado.

Padres, madres y educadores de jóvenes, eviten una falsa ternura que los impediría dirigir a
sus niños una palabra de reproche o hacerlos derramar alguna lágrima cuando es necesario.
No sean tan tolerantes como para ignorar sus defectos o para reírse de ellos. Los niños sólo
podrían abusar de tal negligente condescendencia y tomarla casi como una tácita aprobación
de sus acciones. No solamente no se corregirán, sino que cada día podrían caer en mayores
faltas. No lo permita Dios que se vuelvan incorregibles y que les sean causa de pena y dolor,

2
Mt 18,6.
3
Confesiones.
como de remordimiento porque ustedes faltaron en no amonestarlos seriamente y en no
corregirlos a tiempo.

Con esto no queremos decir que siempre hay que mostrar a los niños un rostro duro o que
nunca hay que perdonar las ligerezas de su edad. Ciertamente se debe censurar a los padres
que son excesivamente severos con sus hijos y sólo saben reprenderles sus defectos con
palabras ásperas, llenas de amenaza y coraje o, peor aún, (y ojalá que no fuera así) con
maldiciones y crueles castigos. En vez de corregir, tales padres destruyen y envilecen a sus
hijos.

Así como cualquier exceso es malo, también es negativa la mala costumbre de despojar de la
educación cualquier firmeza, corrección estricta y castigo, dejándose llevar por una ciega
indulgencia, que encuentra mérito en todo y ningún motivo de castigo o reprensión, hasta tal
punto de admirar los mismos defectos como si fueran una manifestación de talento especial y
de mucho espíritu. Esto equivale a odiar a los hijos, bajo el pretexto de amarlos. Es dejarles
crecer para el vicio y la corrupción, por miedo de disgustarlos. En conclusión, se debe indicar
que hay momentos y lugares para ser estrictos, siempre dentro de los límites de la prudencia y
la discreción. Hay que reprender y castigar, pero no al punto de desanimar o desesperar,
haciéndolo más obstinado en el camino del mal.

Puesto que la corrección es necesaria y útil, los padres deben empeñarse con todo esfuerzo
para conocer bien el temperamento particular de sus hijos. Sólo descubriendo sus
inclinaciones personales, se podrá suprimir las que son malas y, si fuera posible, hasta
sofocarlas en su origen. Sólo de este modo se podrá desarrollar y consolidar las buenas
inclinaciones. Los caracteres y las personalidades son diferentes unos de otros, como se suele
decir, y pronto se descubren las tendencias de cada uno. Por tanto, no conviene usar el mismo
método y la misma severidad con todos. Se encuentran personalidades indolentes que
necesitan algún estímulo, y personalidades intratables que se deben doblegar a fuerza del
yugo benéfico de la disciplina. Hay que distinguir, además, entre las varias faltas y errores, y no
aplicar el mismo rigor indiscriminadamente. Además de resultar injusto, este método también
sería totalmente ineficaz a causa de su excesiva frecuencia. No es firmeza dar el mismo castigo
por defectos menores que se merecería por la trasgresión intencional y maliciosa de un grave
deber, o por una ofensa contra la religión o la vida moral. En una palabra, se debe corregir de
tal modo que el niño comprenda que fue castigado únicamente para su bien, que el correctivo
fue razonablemente proporcionado a su culpa y no excesivo, que se procedió con justicia y
amor, y que no fue arbitrario, ni una reacción de cólera o venganza.

Lo que se dice aquí de reproches y castigos se aplica también para los elogios y premios. Si no
se dan con prudencia y en justa proporción al mérito, en vez de ser incentivo a la virtud,
fácilmente se hacen un sutil veneno, que infiltra el corazón pervirtiendo sus mejores
propósitos. La recompensa se debe dar de tal forma que no ocasione en el corazón del que la
recibe, una vana complacencia o un peligroso aumento de amor propio, sino una dulce
satisfacción y una santa alegría de haber sabido cumplir fielmente el propio deber y haber
correspondido a la voluntad de los padres, en quienes se debe reconocer la misma voluntad de
Dios.

Quizás más de uno dirá: “nunca sucede que mis hijos lleguen a merecer elogio y recompensa...
casi siempre, a cada paso, tengo que reprenderlos; he tratado por todas las formas y de todos
los modos, he probado suaves admoniciones y severos castigos, pero todo es en vano; ellos se
han puesto cada día peor....” Permítannos responderles: es tristemente cierto que, a veces, se
encuentran personalidades tan intratables que ni razones, ni fuerza, ni bondadosa indulgencia,
ni severo castigo, alcanzan someterlos a la disciplina. Si les ha tocado uno de estos hijos, nos
compadecemos de ustedes, padres. Sepan, sin embargo, que este mal aún tiene remedio.
Después de haber probado todo medio a su alcance, reaviven su fe en Aquel que tiene en sus
manos el corazón humano. Sigan amando a estos hijos con toda la fuerza a pesar de su
ingratitud y rebeldía. No se cansen de pedirle al buen Dios que, con su poder y misericordia,
haga lo que ustedes no pueden. Él los escuchará y les concederá el consuelo de verlos un día
enmendarse, como ya ha pasado a tantos otros padres, quienes lloraban el extravío de alguno
de sus hijos.
Respecto a la oración, no es un medio que se ha de practicar solamente en los momentos de
desesperación, como último recurso ante la falta de otro medio. Es más bien para ejercitarlo
aun cuando la educación de sus hijos les resulta fácil. El motivo es que nuestras obras y
nuestros esfuerzos no tienen eficacia en sí, sin la gracia de Dios que les da valor. Por eso,
dedíquense a actuar a favor de sus hijos y a rezar por ellos con fe y fervor. Hagan que ellos
también recen y se acostumbren a rezar con ustedes, queridísimos, y no consideren como
tiempo perdido el que emplean para asistir y ayudarlos en la recitación diaria de sus oraciones.
Recen asiduamente por ustedes mismos para que Dios les preste ayuda para cumplir
acertadamente el grave deber de educar bien a los hijos. Se trata de que ustedes les enseñen a
adorar a Dios, y orienten su alma en el camino de la salvación y la mantengan en ese camino.
Se trata de su propio honor y bienestar, y del bienestar de la santa Iglesia y de la misma
sociedad civil. Sin la ayuda de la oración, ¿quién puede asegurarse un feliz éxito en tal
empresa?

Lo que les decimos a ustedes, padres cristianos, les decimos a todos los padres. Cualquiera que
desee cumplir, celosa, plena y perseverantemente todas sus obligaciones, debe confiar en Dios
y rezar. La oración humilde y confiada nunca es rechazada por la bondad divina. Recen
entonces en estos tiempos tristes y penosos. Recen por sus necesidades temporales y eternas.
Recen por el Sumo Pontífice, el padre amadísimo de la gran familia cristiana. Pidan al Señor
que lo conserve por muchos años más, para nuestro bien, y en nuestro afecto filial, y que
cumpla sus santos deseos, dando eficacia a sus esfuerzos de hacer que la fe católica reflorezca
y se extienda, y que la verdad y la justicia triunfen en toda la tierra. Recen por nuestro
estimado rey, por la familia real y por las autoridades civiles. Y en su caridad, venerados
hermanos e hijos queridos, recen también por nosotros, mientras de todo corazón les
impartimos la bendición pastoral.

Acqui, 4 de febrero de 1892.

 JOSÉ Obispo
P. Pedro Peloso, secretario.

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