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La Guerra por las Ideas

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La Guerra por las Ideas:
El Regreso del Pensamiento Liberal a la Batalla Cultural

Buenos Aires, 25 de Mayo de 2021


Compiladora: Karina Mariani
Diseño y diagramación: Ezequiel Acuña
Tapa: Esqueta (@ElgolDeBedoya)
Editor General de La Derecha Diario: Juan Doe

Las opiniones expresadas en este documento digital corresponden


de manera exclusiva a cada autor y pueden no ser coincidentes
con los dichos u expresiones de los otros autores. El objetivo de la
compilación es de enriquecimiento académico y análisis en el
marco del pensamiento liberal para con la batalla cultural.

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Agradecimientos

El mundo está atravesando una situación muy extraña. La objetividad se ha


convertido en una reliquia del pasado, y los hechos ya no dependen de la
realidad si no del interlocutor.

Es por esto que las ideas son el nuevo territorio de batalla por el que pelean las
naciones, los gobiernos, los medios y las personas.

En este sentido, dar la guerra por las ideas será la hazaña más importante del
siglo XXI y nos enorgullece contar con tan valientes y valiosos aportes.

Nuestro enorme agradecimiento a José Antonio Álvarez, Diego Barceló Larran,


Guillermo Belcore, Alberto Benegas Lynch, Bertie Benegas-Lynch, Héctor
Ghiretti, Ricardo López Murphy, Jorge Martínez, Karina Molina, Diana Mondino,
Agustín Monteverde, Cristian Moreno, Fernando Pedrosa, Marcelo Posada,
Francisco Sánchez, Mauricio Vázquez, y Gabriel Zanotti. Nuestra gratitud
también al artista gráfico Esqueta (@ElgolDeBedoya) por la magnífica
ilustración de tapa.

Un agradecimiento especial a Karina Mariani, quién compiló y coordinó esta


gran confluencia de ideas.

Y el agradecimiento más grande a nuestros lectores, que día a día confían en


LA DERECHA DIARIO para vincularse con el mundo de la información.

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INDICE

Ezequiel Acuña…………………………………………………………………………………………………………6

José Antonio Álvarez (BumperCrop)……………………………………………………….…..….9

Diego Barceló Larran………………………………………………………………………………………………13

Guillermo Belcore…………………………………………………………………………………………………….16

Alberto Benegas-Lynch…………………………………………………………………………..…………….19

Bertie Benegas-Lynch…………………………………………………………………………………………….22

Héctor Ghiretti…………………………………………………………………………………………………………..26

Ricardo López Murphy……………………………………………………………………………………..……34

Karina Mariani……………………………………………………………………………………………………..…….39

Jorge Martínez……………………………………………………………………………………………………...……46

Karina Molina…………………………………………………………………………………………………..…………50

Diana Mondino…………………………………………………………………………………………………………..54

Agustín Monteverde……………………………………………………………………………………….……….59

Cristian Moreno………………………………………………………………………………………………………….69

Fernando Pedrosa……………………………………………………………………………………………….......73

Marcelo Posada………………………………………………………………………………………………………….79

Francisco Sánchez……………………………………………………………………………………………..….…85
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Mauricio Vázquez……………………………………………………………………………………………..…..….94

Gabriel Zanotti………………………………………………………………………………………………..…..……..98

Mauricio Vázquez…………………………………………………………………………………………….….…….102

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INTRODUCCIÓN

Tengo el honor de presentar la primera publicación en formato e-book de La


Derecha Diario. Cuando fundamos el diario en agosto de 2019 teníamos el
mismo ideal que tenemos ahora; informar los hechos y acontecimientos como
realmente son. Es decir, bajo el punto de vista del sentido común. Nos
sumergimos en la batalla cultural, con la pluma y la palabra,
comprometiéndonos a ser un factor de cambio que contribuiría a vencer a los
nuevos autoritarismos disfrazados de progresismo.

Comenzamos como un portal vía redes. Y el crecimiento que tuvo el diario


gracias a la demanda de lectores que buscaba una alternativa informativa fue
exponencial, aun cuando nuestros recursos eran limitados. Nuestro
compromiso hizo que venciéramos todos los obstáculos, y cuando nos
quisimos dar cuenta, ya estábamos inaugurando nuestra página web.

Nuestro personal pasó de ser siete argentinos y un brasileño a más de treinta


personas repartidas por todo Hispanoamérica y España. De más está decir que
un mismo grupo de personas no siempre coincide en todos los aspectos, pero
sí puede tener la misma base, asemejándose así a lo que se ve reflejado en

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esta compilación: distintas opiniones en el marco de una misma batalla
cultural.

Esta publicación aborda desde distintos ejes temáticos la misma serie de


problemas que preocupa al país, a la región y al mundo. Brindando
reflexiones, medios y herramientas para todos los lectores, motivándolos a
seguir su propio camino de descubrimiento en pos de alcanzar los ideales
fundamentales de VIDA, LIBERTAD Y PROPIEDAD.

En síntesis este, nuestro primer e-book, es el fruto de un grupo de individuos


que luchan por mantener intacto el proyecto de vida del prójimo frente toda una
maquinaria estatal que parece no tener límites, pensado para otro grupo de
individuos curiosos que buscan un análisis de la complejidad de la
cotidianeidad.

“La Guerra por las Ideas: El Regreso del Pensamiento Liberal a la Batalla
Cultural” es un proyecto que va más allá de la coyuntura. Seguramente quede
mucho por decir pero este es sólo el inicio de algo más que una “primavera
idealista”. Sin dudas, es un pensamiento que volvió para quedarse.

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COMPILACIÓN

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EL VERDADERO COSTO ARGENTINO

A menudo, oímos hablar del “costo argentino”, es decir, del diferencial que
debemos pagar quienes habitamos este país comparado a quienes moran en
otras latitudes y sociedades.

¿En qué consiste ese costo? ¿Es monetario? ¿Es fiscal? ¿Se resuelve con una
simple erogación?

Nada tiene mayor valor en la vida que el tiempo. Y el costo argentino tiene su
raíz justamente en la forma en la que los argentinos perdemos el tiempo. En
todas las veces que vemos pasar años enteros discutiendo obviedades y
cuestiones que fueron saldadas hace mucho y por generaciones anteriores en
otros países.

Discutir la propiedad privada es una forma de perder el tiempo. Dudar del papel
que juega y jugará la Argentina en el concierto mundial, como uno de los pocos
países llamados a alimentar al resto del mundo en el futuro, es perder el
tiempo. Rechazar la acumulación de capital, el comercio exterior y la
conveniencia de intercambiar los bienes y servicios que cada país produce más
eficientemente y a menor precio con el resto del globo, es perder el tiempo.
Cuestionar la conveniencia de abrazar los avances de la agronomía, la
genética, la química y la biotecnología, es perder el tiempo.

A estas dos últimas formas de perder el tiempo es que quiero hoy referirme. A
la reciente moda de considerar al conocimiento aplicado a la producción de

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alimentos y al progreso material de quienes los producen como cosas
deleznables.

Independientemente de las creencias religiosas o ideológicas que tengamos,


todos los seres humanos tendemos naturalmente al progreso y a la
acumulación de conocimientos. Lo hemos hecho durante toda nuestra historia,
y lo seguiremos haciendo en el futuro, y cada vez a mayor velocidad.
Cabe entonces preguntarnos por qué avanza el conocimiento. ¿Por qué
avanzó y avanza tanto la humanidad?

Entre otras cosas, porque lo que aprendemos a veces en un solo día de


estudio, equivale a la investigación de veinte o treinta años de muchas
personas abocadas a esa tarea. Sobre eso nos montamos, y sobre eso
avanzamos a una velocidad inimaginable para nuestros antepasados.

¿Podemos explicar y cuantificar el progreso de una sociedad a través de su


progreso material? Lo material, en tanto solución de problemas del pasado
como el hambre, la desnutrición y la pobreza, es un progreso real y tangible. El
avance en la expectativa de vida de todos los habitantes del mundo es otra
forma comprobable de progreso.

¿Qué ha impedido en nuestro país que avancemos en el progreso y en la


generación de riqueza?

Desde hace un tiempo, una porción no menor de la sociedad, en parte por


ignorancia y en parte por malicia, se ha ocupado de impedir el progreso del
sector más importante y eficiente de la economía nacional mediante dos
métodos: el de la depredación de la renta agrícola, y su consecuente
acumulación de capital, y el de la difamación de la agricultura y ganadería
modernas, cuestionando los métodos productivos más avanzados y aceptados
en todo el mundo civilizado, con el único fin de tornar más digestible a la
sociedad la exacción fiscal a la que el Estado luego somete al sector
productivo.

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Esta pérdida de tiempo a la que el sector agropecuario argentino ha sido
sometido durante las dos últimas décadas tiene un agravante particular que es
intrínseco a la naturaleza del mismo. Es imperioso que se entienda que la
producción de alimentos se diferencia de otras fuentes de creación de riqueza
real y tangible, como la minería o la extracción de hidrocarburos, en que los
alimentos que se dejan de producir no se recuperan más. Esos alimentos que
no se obtuvieron son fertilidad edáfica, radiación solar, carbono atmosférico y
precipitaciones que se desperdiciaron. No vuelven más, no se pueden
compensar.

Y esa pérdida de tiempo se refleja en la falta de crecimiento de la capacidad


productiva. Lo producido, cuando reinvertido, genera un crecimiento
geométrico, y la restitución de las condiciones de crecimiento, cuando ocurre,
no llega nunca a compensar el crecimiento perdido durante esos años.

Así es como podemos observar que mientras la producción de alimentos del


país con más recursos edáficos per cápita del planeta languidece en el
estancamiento de su producción, países otrora mucho más relegados como
Brasil lo superan a velocidades supersónicas o hasta países híper
desarrollados como los Estados Unidos de Norteamérica, demuestran que
siempre se puede crecer de manera continua y sostenible.

Gravar la producción de alimentos mediante una quincena de impuestos,


muchos de ellos distorsivos, para terminar apropiándose del ochenta, noventa -
y en algunas ocasiones de fracasos productivos - de más del cien por ciento de
la renta neta de los productores es criminal, y no sólo tiene implicancias
locales, también es un crimen hacia una humanidad ávida por obtener cada vez
más alimentos de mayor calidad y a menor precio para abastecer a una
población mundial que no para de crecer, y que al día de hoy cuenta con 7.800
millones de personas que se alimentan de dos a cuatro veces por día, todos los
días del año, y que se encarama hacia la marca de 9.000 millones para
mediados de este siglo.

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La multiplicidad de tipos de cambio y las retenciones a las exportaciones
agrícolas no sólo privan de su merecida renta a quienes producen, sino que
también los condena a la imposibilidad de acumular capital, invertir en mejoras
de infraestructura como riego y drenaje, adquirir bienes de capital e insumos
para la producción, reponer debidamente los nutrientes que exportan del
sistema y crear empleo productivo y genuino, sino que también tienen un
impacto en lo ambiental, contrariamente a lo que quienes cometen este tipo de
atropellos predican, dado que una menor producción agrícola redunda en una
menor acumulación de materia seca y una consecuente menor fijación de
Carbono atmosférico, que tanto los desvela.

Por todo esto, es imperioso que los argentinos asumamos el rol de nuestro país
en el concierto mundial de las naciones como productor de alimentos,
adoptemos la fisiocracia moderna como filosofía de vida y dejemos de una
buena vez de castigar a quien produce y de premiar a quien decide vivir sin
hacerlo y retomemos nuevamente el sitio de país de primer mundo que nunca
debimos abandonar.

Basta de perder el tiempo.

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LA REDISTRIBUCIÓN ATACA LAS
OPORTUNIDADES DE PROGRESO DE
LOS HUMILDES

Imaginemos un grupo de náufragos que llegan, literalmente con lo puesto, a


una isla desierta. Intentarán hacer lo necesario para sobrevivir. Unos lo harán
por su cuenta, otros cooperarán entre sí. En algún momento, es seguro que
descubrirán las ventajas del intercambio y de la división del trabajo: se irán
especializando en ciertas tareas e intercambiarán unos bienes por otros. Así es
como evolucionó la humanidad.

Los náufragos son diferentes entre sí: tienen distintos gustos, habilidades,
ganas de trabajar/descansar; unos serán avaros, otros generosos, unos serán
más ahorrativos que otros, etc.

Todos llegaron en las mismas condiciones a la misma isla. Sin embargo, los
gustos y peculiares características de cada uno harán que, inevitablemente, a
poco de empezar a convivir, sus situaciones relativas cambien. Por
ejemplo, uno habrá construido una choza mejor y otro más será más hábil en
fabricar ropa con las pieles de los animales del lugar. A su vez, esa mayor
habilidad le permitirá hacer más intercambios, por lo que dispondrá, por caso,
de más frutas y pescados que la mayoría.

La pregunta es obvia: ¿serían “justas” esas diferentes posiciones


relativas? Evidentemente, sí. Todos los intercambios se hicieron de manera
voluntaria. Y en un intercambio voluntario, ambas partes ganan, pues de lo
contrario, no lo harían. Si todos los intercambios se hacen de manera voluntaria
y con la idea de mejorar la propia posición, no tiene sentido criticar el

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enriquecimiento relativo de algunos. Si el proceso de intercambios es en sí
mismo justo, su resultado, por simple lógica, también debe serlo.

Sé que en la realidad no todos empezamos desde cero, como los náufragos del
ejemplo. Unos heredan fortunas y otros no. Unos nacen en familias que pueden
pagar una buena educación y otros tienen que empezar a trabajar desde niños.
Pero ninguna de esas particularidades anula lo esencial: ambas partes ganan
en los intercambios voluntarios y sus resultados son, por lo tanto, justos.

No lo ven así los socialistas de todos los partidos. Para ellos, la


disparidad en las posiciones relativas, sean de ingresos o patrimonios,
son intrínsecamente injustas. Para corregirlo, inventaron la ―redistribución‖.
Es decir, volver a distribuir (según el gusto arbitrario del socialista de turno) lo
que el mercado libre ya había distribuido con justicia. El problema es múltiple.
La redistribución sólo puede hacerse de una forma: quitando a unos para dar a
otros, utilizando para ello la coerción estatal (―me das lo que te digo o te multo
y/o vas preso‖). Si se comprendió lo dicho anteriormente sobre los intercambios
voluntarios, la redistribución sólo puede hacerse quitando algo obtenido de
forma legítima. Más fácil: la redistribución sólo se puede hacer robando a
unos para dar a otros.

Los que más sufren ese robo tienden a ser aquellos que se enriquecieron por
haber sido los más capaces para ofrecer a la sociedad los mejores bienes al
mejor precio. Son los casos de Amancio Ortega (Zara), Marcos Galperín
(MercadoLibre), Larry Page (Google) y tantos otros que mejoraron la vida de
millones de personas humildes.

Si estamos de acuerdo en que la redistribución implica un robo, estaremos


también de acuerdo en su carácter inmoral e injusto. Domicio Ulpiano, el jurista
romano de origen fenicio, lo expresó con claridad extrema: lo justo es ―dar a
cada quien lo suyo‖. La redistribución es exactamente lo contrario, pues
consiste en dar a unos algo que es de otros (y que había sido obtenido
legítimamente).

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La redistribución implica debilitar el derecho de propiedad: cuanto más se
―redistribuye‖, menos se dispone de lo propio. De esa arbitrariedad se deriva
que la redistribución quita incentivos a la producción (―¿para qué producir más
si me lo quitarán?‖). Quitar incentivos a la producción, equivale a disminuir los
incentivos a la inversión. Y quitar incentivos a la inversión implica
entorpecer la creación de empleo.

Un restaurante que tiene diez mesas, siempre necesitará el mismo número de


mozos. Para aumentar la cantidad de mozos, antes debe aumentar el número
de mesas. Eso muestra que la inversión es la clave para aumentar el empleo.
Sin embargo, la redistribución actúa también como un “boomerang”,
dañando las oportunidades de progreso de los menos favorecidos: hace
que se creen menos puestos de trabajo (pues quita recursos a los que tienen
capacidad para ahorrar/invertir) y, además, dificulta el aumento de los salarios
de los que tienen trabajo.

Los salarios sólo pueden crecer de manera sostenida si, al mismo tiempo,
crece la productividad (la cantidad producida por cada trabajador en una misma
jornada de trabajo). La productividad sólo puede crecer si el trabajo humano es
asistido por una mayor cantidad de capital (máquinas, herramientas,
infraestructura, etc.). La cantidad de capital sólo puede aumentar si hay
inversión. La redistribución al atacar la inversión, hace también más difícil
que mejoren los salarios.

Si realmente queremos ayudar a los pobres a salir de esa situación, debemos


oponernos a la redistribución y a todas las políticas paternalistas creadas por
los socialistas de todos los partidos. En esencia, debemos maximizar los
incentivos a la inversión productiva, reduciendo o eliminando impuestos,
simplificando las regulaciones, ampliando la competencia y abriendo la
economía. Si no, seguiremos redistribuyendo hasta igualar a todos en la
pobreza, que es la única igualdad que puede garantizar el socialismo.

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UN PUEBLO QUE DEFIENDA LAS
IDEAS CORRECTAS

En 2004, Ernesto Laclau entregó a la imprenta ‗La razón populista‘ [1]. Leído el
ensayo en 2021 descubrimos una anticipación perfecta del fenómeno
kirchnerista, pero también un manual de praxis política. Vamos a aprovecharlo,
especialmente el capítulo II, ‗La construcción de un pueblo‘.

Laclau define al grupo ideológico como una articulación de demandas. La


‗plebs‘ puede convertirse en ‗populus‘ merced a una serie de operaciones que
agentes políticos y culturales realizan sin prisa y sin pausa. Básicamente son
tres: la nominación (identidades discursivas), la investidura afectiva (ideas y
liderazgos que enamoren), y el trazado de fronteras (grietas, definición de
enemigos). El éxito de esta estrategia se corona con "una relación
hegemónica" en el sentido gramsciano: una cierta particularidad asume la
representación de una universalidad que la excede. En la retórica clásica se
llama a esto ‗sinécdoque‘: la parte representa al todo.

Es lo que ha pasado en Occidente, ¿verdad? Se ha creado a nivel global ‗un


pueblo socialista‘ y a nivel local ‗un pueblo populista‘ que, a pesar de ser una
minoría, define el sentido común de la comunidad, domina lo que los
semiólogos llaman ―producción de sentido―. ¿Cómo lo hace? Controla medios
influyentes, las universidades, las escuelas secundarias, las editoriales, el arte,
una parte de la Justicia, el noventa por ciento de la intelectualidad. Es un
sistema perverso como lo fue el comunismo cuartelero (pero no tanto) pues,
en buena medida, se alimenta del fanatismo, el resentimiento, el complejo de

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inferioridad o la frustración. En la práctica destruye a los disidentes y amenaza
libertades básicas. Pone en tela de juicio la propiedad privada y quiere
subordinarlo todo a una Voluntad de Poder. Tergiversa los valores.

Por eso aquí estamos escribiendo: la democracia liberal y el capitalismo -los


dos mejores inventos de la humanidad para lidiar con el problema de la tiranía
y de la pobreza- se encuentran bajo fuego, a la defensiva, treinta años después
de que un pensador proclamara su triunfo irrevocable.

¿Qué hacer? Si Laclau tiene razón (y Gramsci también en última instancia),


necesitamos una operación inversa. Hay un status quo perverso que perforar.

La propuesta de este artículo es crear ―el pueblo liberal―. Una masa crítica de
influyentes y en última instancia de votantes, antisocialista y antipopulista, que
aglutine una pluralidad de demandas democráticas, como el derecho a
emprender y a comerciar sin el peso agobiante del Estado sobre las espaldas;
o a la libre expresión, aherrojada hoy por la dictadura de lo políticamente
correcto. Se trata de ―crear cadenas de equivalencias‖.

La nominación laclauniana en sentido contrario implica entonces llamar las


cosas por su nombre (socialismo es miseria); crear una identidad discursiva
liberal que prenda en la sociedad. Para eso se deben aprovechar todos los
canales de comunicación al alcance. Y no se trata sólo de palabras. Las cifras
están del lado de los buenos: la historia continúa demostrando que sólo
progresan los pueblos libres.

Lo que el pensador populista llama ‗investidura‘ exige lo de siempre en materia


de acumulación política y construcción social: liderazgos intelectuales y éticos.
Para eso hay que superar un malentendido que le ha permitido a la izquierda
apropiarse de la moral, el liberalismo no es un asunto sólo de economistas.
Como enseñaba Armando Ribas, ese paladín entrañable, el liberalismo es un
sistema ético, político y jurídico, que parte del reconocimiento de la naturaleza
falible del ser humano, y en el cual el proceso económico es un resultado del
ejercicio de los derechos reconocidos y respetados.

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Por otro lado, sostiene Laclau que la construcción de un pueblo demanda
adhesiones afectivas, no sólo intelectuales. El liberalismo puede que sea hoy
una fe fría; he aquí una debilidad. Ya no existe la urgente tarea de derribar el
absolutismo monárquico (aunque perduran los inquisidores). No obstante, los
antagonismos -como bien saben los populistas y los futboleros- caldean los
corazones, por lo que se debería prestar atención al último punto.

Finalmente, las fronteras antagónicas deben ser reafirmadas. El chavismo, el


castrismo, las dictaduras de partido único, los pseudototalitarismos son
enemigos irreconciliables de quienes comulgan con la mejor tradición
occidental. Los simpatizantes vernáculos de Maduro o de Putin carecen de
autoridad moral para levantar el dedito admonitorio. De este lado, se encuentra
la libertad; de aquel otro sus adversarios que inexorablemente agravan la
pobreza y el desorden. Laclau establece que el populismo supone siempre la
división del escenario social en dos campos. Esa necesidad ontológica no
parece hoy ser exclusiva de los seguidores de Cristina o de Correa.

En síntesis, nombrar, investir y delimitar. Operaciones moleculares en el


sentido correcto. Todo esto no es nuevo, hay que reconocer al fin y al cabo.
Margaret Thatcher ya hablaba de la construcción de un capitalismo popular en
el plano de las ideas. Pero la baronesa y sus seguidores han perdido la 'guerra
de posiciones', es decir ―un conjunto discursivo-institucional que asegura su
supervivencia en el largo plazo―. Y la humanidad retrocedió hacia las fauces de
la barbarie. Algo parecido a la normalización comunista se ha consolidado.

[1]. – Fondo de Cultura Económica, décima reimpresión 2020.

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LA BATALLA POR EL RESPETO
RECÍPROCO

De eso que estampé en el título trata la batalla cultural para nosotros los
liberales. Se trata de estudiar, masticar y digerir para poder difundir valores y
principios de la sociedad abierta. Es bregar, disputar y lidiar con tradiciones de
pensamiento hostiles a la sacralidad de las autonomías individuales, esto es, a
la dignidad del ser humano, a que sus derechos son anteriores y superiores al
monopolio de la fuerza que llamamos gobierno.

En este sentido, es de interés recordar que Leonard Read (el fundador y primer
presidente de la Foundation for Economic Education) escribió que a pesar de
su inmensa admiración por los Padres Fundadores en Estados Unidos estima
que ha sido un gran error el recurrir a la expresión ―gobierno‖ puesto que
significa mandar y dirigir que es lo que cada persona debe hacer con lo suyo,
dice que aquella terminología es tan desafortunada ―como sería llamarle
gerente general al guardián de una empresa‖.

Hace ya bastante tiempo en uno de mis libros fabriqué una definición de


liberalismo que me satisface comprobar que la usan colegas a quienes aprecio
mucho. Esta definición dice que el liberalismo es el respeto irrestricto por los
proyectos de vida de otros. Y ese respeto no significa para nada adherir a los
proyectos de vida de terceros. Más aún, la prueba de fuego de tolerancia es
cuando no compartimos el proyecto de vida del prójimo que incluso en el
extremo nos puede parecer repugnante, pero en este contexto solo es
susceptible de recurrir al uso de la fuerza cuando hay lesiones de derechos.

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Y esto último es precisamente lo que sucede cuando los megalómanos
pretenden manejar vidas y haciendas ajenas. Cada uno de nosotros tenemos la
indelegable responsabilidad moral de contribuir para que se nos respete. No
importa a qué nos dediquemos, todos estamos interesados en que se nos
respete, por tanto, no podemos delegar semejante faena sino asumirla como lo
más importante para poder vivir civilizadamente.

Está muy bien que cada cual se dedique a sus asuntos personales que si son
legítimos bienvenidos pero es imprescindible que apartemos cierto tiempo para
lo dicho puesto que de lo contrario nuestros asuntos particulares no se
sostendrán. Es por eso que los antedichos Padres Fundadores reiteraban
aquello de ―el precio de la libertad es la eterna vigilancia‖. También como he
recordado antes, Alexis de Tocquevillle ha manifestado que es común que en
países de gran progreso moral y material la gente da eso por sentado lo cual es
el momento fatal puesto que otras visiones opuestas a la sociedad libre
ocuparán los espacios con lo que el derrumbe es seguro.

El liberalismo no supone que no hayan debates entre partidarios de esta


corriente, muy por el contrario las discusiones son necesarias y muy
productivas a los efectos de reducir en algo nuestra ignorancia puesto que el
conocimiento tiene la característica de la provisionalidad sujeta a refutaciones.
Los liberales detestamos el pensamiento único por lo que no somos una
manada. Debemos estar en la punta de la silla atentos al descubrimiento de
nuevos paradigmas y avenidas a explorar. Estamos en un proceso evolutivo en
el que nunca llegaremos a una meta final. Por eso siempre me ha parecido tan
ilustrativo el lema de la Royal Society de Londres: nullius in verba, esto es no
hay palabras finales.

Y en tren de aforismos latinos también es del caso recordar aquello de ubi


dubium ubi libertas, es decir donde no hay duda no hay libertad. La elección de
medios y fines alternativos y el propósito deliberado sólo tienen sentido en un
contexto de incertidumbre. Es por ello que Emmanuel Carrére sostenía que ―lo
contrario a la verdad no es la mentira sino la certeza‖ ya que si hay certezas no

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hay nada que deliberar, se está cerrado a nuevas incorporaciones. Y no es que
esto avale la sandez del relativismo epistemológico, la verdad es la
correspondencia del juicio con el objeto juzgado, el asunto es que para poder
captar trozos de tierra firme en el mar de ignorancia en que nos desenvolvemos
es indispensable contar con mentes abiertas.

Esto no es en lo más mínimo para renunciar a las propias conclusiones, muy


por el contrario es necesario pararse en las convicciones para poder progresar
lo cual no contradice la inexorable atención que debe prestarse a nuevos
ángulos de análisis.

Ahora bien, todo esto está en directa conexión con la educación, a saber, la
trasmisión de los valores del respeto recíproco para lo que es menester
comprender que el proceso educativo requiere de puertas y ventanas abiertas
para que entre mucho oxígeno ya que se trata de un sendero evolutivo de
prueba y error. Es por eso que la imposición de estructuras curriculares de
ministerios de cultura y educación constituye un insulto a la inteligencia. No
solo esto sino que la llamada ―educación pública‖ es un escudo que oculta la
educación estatal ya que la educación privada es también para el público. Y no
se trata de desconocer los meritorios esfuerzos de profesores y profesoras en
ámbitos estatales, se trata de incentivos puesto que la forma en que se
encienden las luces y se toma café no es la misma cuando tenemos que pagar
las cuentas respecto de aquella situación en la que se fuerza a terceros a que
se hagan cargo de los costos con el fruto de sus trabajos.

En este cuadro de situación, como una medida de transición es recomendable


la figura de los vouchers por la que se financia a las personas que teniendo las
condiciones para aplicar a las ofertas educativas existentes no cuentan con los
recursos suficientes. Reiteramos es una cuestión de incentivos y aparece claro
el non sequitur es decir del hecho que unos deban contribuir al pago de los
estudios de otros no se sigue que deban existir instituciones estatales de
educación puesto que el candidato elegirá lo que más le convenga de todas las
ofertas existentes.

21
LA DIGNIDAD DEL HOMBRE, EL
PROPÓSITO DEL IDEARIO LIBERAL

El liberalismo es una cosmovisión con sustento esencial en principios morales


en el contexto de las relaciones sociales. Las ideas de la libertad, exceden por
completo un simple sistema político. La definición más ajustada que
encontramos del liberalismo, acuñada por mi padre, Alberto Benegas Lynch (h),
y popularizada por Javier Milei, apunta que es ―el respeto irrestricto al proyecto
de vida del prójimo.‖ Este principio está basado en que cada individuo tiene
derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad. A su vez, esta definición
advierte implícitamente que nadie tiene derecho a la vida, la libertad y la
propiedad de otros. La convivencia civilizada, implica principalmente respetar
proyectos de vida de terceros, en especial aquellos que incluyen valores que
no compartimos o que jamás adoptaríamos para nuestras vidas.

Los principios liberales se centran en el individuo; un enfoque que escandaliza


a la cultura de lo colectivo. Pero esto último se debe a un pobre entendimiento
de la naturaleza de la acción humana. El interés personal es el espíritu que
motiva cada acción u omisión del ser humano. Es importante aquí subrayar la
diferencia entre el interés personal y el egoísmo: El interés personal implicado
en el obrar del egoísta, no encuentra incentivos suficientes para enfocarlos en
la ayuda al prójimo y la solidaridad. Por su parte, la filantropía y la generosidad,
son acciones estimuladas siempre por la búsqueda individual de una mayor
satisfacción.

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Las masacres del comunismo han dejado -y continúa dejando- suficientes
antecedentes de la catástrofe colectivista y, en menor escala, también han
dado cuenta de ello otros ensayos como el del Proyecto Agrícola del Templo
del Pueblo, una secta socialista con ribetes ridículos que terminaron con la
muerte de inocentes y suicidios colectivos. La comunidad, más popularmente
llamada Jonestown (por Jim Jones, su trasnochado adalid), atrajo adeptos bajo
las consignas del supuesto paraíso de la propiedad común.

A los niños de Jonestown, los educaban para decirle a Jones ―papá‖, sin
embargo, los incentivos iniciales de los más entusiasmados, se fueron
quebrando a medida que proliferaban los free riders del esfuerzo ajeno. No
pasó mucho tiempo hasta que la dedicación y el trabajo implicados para
obtener rendimientos comunitarios, empezaron a ser un sentimiento poco
popular. En cuatro años, el proyecto agrícola comunista solo obtuvo miseria,
suciedad, enfermedades y hambre.

La comunidad de Jonestown, empezó a desconfiar de los ideales de su caudillo


cuando veían que, a él y a sus comandos cercanos, les reservaban las mejores
comidas mientras que, el resto, debía conformarse con el arroz de mala calidad
que producía la comunidad. En algún punto, las sospechas de deserción de
algunos y los delirios persecutorios de Jones, devino en las torturas y las
macabras pruebas de lealtad en las llamadas ―noches blancas‖. Salvo por la
magnitud de los daños, hasta aquí, es imposible no conectar los giros de este
experimento socialista con cualquiera de las tiranías latinoamericanas pasadas
o presentes.

El último mensaje de Jones dirigido a sus seguidores fue la reivindicación de su


ensayo social y movilizarlos para que tomaran cianuro porque ―el suicidio es un
acto revolucionario‖. Como también suele ocurrir en las tiranías, su titular no
tenía planes de llevar sus actos revolucionarios a tal extremo. Sin embargo, en
circunstancias poco claras que dejó la escena de la inmolación generalizada,
Jones fue encontrado con un escopetazo en la cabeza. Hay posibilidades que
el disparo lo haya efectuado un adepto que finalmente hizo un balance de toda
la situación.

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En los comienzos de la historia de Estados Unidos, los colonos que arribaron
en el Mayflower para radicarse en América, también ensayaron un sistema de
propiedad común que resultó en un desastre. Por suerte para ellos y para la
fructífera historia de ese país, cambiaron a tiempo por los incentivos asociados
a la propiedad privada.

William Bradford, fue parte de los 102 colonos y 30 tripulantes del barco que
llegaron para instalarse en la costa este de lo que hoy es Estados Unidos.
Bradford fue durante 30 años gobernador de Plymouth -nombre con el que
bautizaron los colonos al lugar- y llevó registros (llamados Of Plymouth
Plantation) de los sucesos más trascendentes entre los migrantes.

Michael Franc, en su publicación Pilgrims beat communism with free markets


cita extractos de Bradford donde menciona la ausencia de estímulos para
producir que tenían los colonos y la ―injusticia‖ que aducían algunos respecto
de la retribución que obtenían quienes ―no hacían ni la cuarta parte de lo que
otros hacían‖. Describe Bradford ―confusión y descontento‖ para referirse al
ánimo que reinaba cuando de producción se trataba.

En su documento, Bradford destacaba que, la idea de asignar derechos de


propiedad y promover el rédito al esfuerzo individual ―fue un gran éxito‖ ya que
―hizo que todas las manos fueran laboriosas‖ y ―se plantó más maíz que lo que
se hubiera logrado haciéndolo de otra manera.‖ Frank Chodorov, con gran
claridad, ha puesto de relieve que ―es en el mercado libre donde el interés
personal encuentra su mejor expresión; un aspecto cardinal del individualismo.
Si el mercado es regularmente saqueado, por ladrones o por el gobierno, y la
seguridad jurídica de la propiedad no está garantizada, el individuo pierde
interés en la producción...‖ y concluye que ―...es por el bien de la sociedad que,
en la esfera económica, el interés personal debe operar sin ningún
impedimento.‖

El sistema liberal no nos santifica ni debe hacerlo, simplemente propone el


respeto recíproco para que, cada uno de nosotros, pueda desarrollar sus

24
potencialidades al máximo; desarrollar nuestras aspiraciones culturales,
sociales, religiosas, artísticas, morales y económicas mediante la integración
voluntaria en transacciones y acuerdos pacíficos. Pero la puja entre la tiranía y
la libertad está en permanente tensión y requiere del involucramiento de todas
las personas de bien que aspiren a los beneficios que aportan los valores de la
libertad.

La tarea es mucha y constante pero, por todo esto, es que vale la pena pelear
por las ideas de la libertad.

25
LA POLÍTICA COMO BASE DE LA
FELICIDAD

¿Para qué sirve la política?

La pregunta parece algo tonta. Se puede pensar que se trata de un mero


recurso retórico, porque la respuesta se da por descontada. Puede que no sea
así, que la obviedad no sea tal. Los filósofos hacen esto todo el tiempo: de
hecho, se dedican a preguntarse por lo que se da por supuesto.
La política es un tipo de actividad, y como tal, no tiene fin en sí misma. Lo que
da sentido es el objeto al que se refiere. Este objeto es la polis, la ciudad,
unidad política soberana del mundo de la Grecia clásica. Si la política es el
conjunto de asuntos relativos a la ciudad, habrá que preguntar para qué sirve
una ciudad. Para esto, Aristóteles tiene una respuesta que ha resultado
insuperable: ―surge por causa de las necesidades de la vida, pero ahora existe
para vivir bien‖.

Hay en el origen de la ciudad un concurso dado por la satisfacción de


necesidades básicas pero su finalidad cambia: se perfecciona. ¿En qué
consiste este ―vivir bien‖? Si es más que esas necesidades básicas, también
deben estar incluidas las superiores: esas que se refieren al plano de las
relaciones con los demás, de la inteligencia, de los afectos, de la realización
personal. Es una forma de aludir a ese ideal de vida propiamente griego que es
la virtud, entendida como equilibrio y plenitud a la vez.

26
Si tuviéramos que traducir a nuestras categorías ese ideal clásico, deberíamos
apelar a un concepto que por efecto de la tradición se ha vuelto ajeno a la
política, a pesar de que está expresamente mencionado en uno de los
documentos fundamentales de la modernidad política, la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos de América: ese equilibrio, esa plenitud
no es otra cosa que la felicidad. Nada menos. No existe sustituto eficaz para
ese ideal humano a partir del cual pueda organizarse la política. Se ha
calificado a la ética aristotélica como eudaimonística, es decir, felicitaria. Si su
concepción política es continuidad de su concepción moral, esta condición se
traslada a la primera.

Entonces ¿cómo se vincula la política, que tiene por fin la ciudad, con la
felicidad, que es el fin de la ciudad?

Digámoslo de una vez: la política (y cuando digo la política estoy pensando en


los políticos) debe ocuparse tanto de la felicidad de la ciudad como de la de los
ciudadanos. Estas dos felicidades no son coincidentes, y tampoco la primera
resulta de la mera acumulación de las segundas: podemos dejar esta discusión
para otro momento.

Supongo que llegado a este punto, por razones que no es necesario detallar,
muchos se sentirán fuertemente inclinados a dejar de leer estas líneas. Les
pido un poco de paciencia, quizá encuentren interesante lo que sigue.
Tengo derecho a ser feliz

La anterior afirmación tiene sus problemas, que no son sencillos de


comprender y menos aún de resolver. Acerquémonos a esta idea de felicidad:
¿en qué consiste? En primer lugar aclaremos que la felicidad, igual que la
política, no es un estado, sino una actividad. Es algo que hacemos, y en la
medida que lo hacemos se convierte en algo que somos. Pero ser feliz supone
hacer algo. Podemos agregar una nota más, como aproximación al concepto:
hacer algo que amamos. Si esto es así, ser feliz, o para decirlo propiamente,
hacerse feliz, solo puede ser un proyecto personal: nadie puede ser feliz por
nosotros.

27
Pero a la vez no podemos ser felices en soledad: es la lección que el Zorro le
da al Principito. Necesitamos que nos ayuden a ser felices y consecuentemente
ayudar a los otros a serlo. Si el hombre es un ser social, su equilibrio y su
plenitud sólo se consigue en sociedad. Es lo que dice José Alfredo Jiménez en
Cuando yo tenía tu edad:

Fíjate bien lo que dices, no me desprecies por nada


Vamos a hacernos felices, dame los besos del alma
Vente a vivir en mis brazos, yo te daré lo que quieras
Yo voy a hacerme pedazos, para que no te me mueras

Este carácter social -o para decirlo más propiamente, comunitario- de la


felicidad se manifiesta de dos formas sucesivas y complementarias.
Primero: ser feliz es vivir de acuerdo consigo mismo, en armonía con los
propios afectos, gustos, inclinaciones y convicciones, sin desdoblamientos ni
conflictos desgarradores. Decía Ernst Jünger que la psicología había nacido en
el s. XIX para aliviar el dolor de los conflictos de personalidad. Pero para vivir
de acuerdo consigo mismo es preciso conocerse. El único método eficaz que
tenemos para conocernos es el espejo de los otros. Sin ese reflejo, toda
introspección es imposible.

Segundo: si la felicidad comporta necesariamente vínculos sociales, no


solamente implica hacer lo que queremos, sino también lo que en virtud de
esas relaciones se nos exige. Es feliz por tanto quien hace coincidir lo que ama
con lo que debe hacer. Pero eso tiene aún otro giro: si amamos a los demás, la
mayor felicidad a la que podemos aspirar es ayudarlos a ser felices.

Las partes de la felicidad

Y entonces la política ¿qué pinta en todo esto? La política consiste en


organizar la vida entre los hombres. Es el mayor servicio que puede hacerse a
un grupo social: darle un fin o propósito y los medios para conseguirlo. Puede

28
ser una ciudad -como hemos venido viendo- pero también puede ser un
imperio, una confederación o un Estado Moderno.

En este punto cabe hacer una aclaración fundamental. Tal como explica Carl
Schmitt, es preciso liberar a la política de la prisión a la que la ha confinado el
liberalismo: el Estado. La política también existe fuera del Estado, es
constitutiva de lo social: no hay sociedad sin conducción, sin articulación entre
los que mandan y los que obedecen.

El líder de un grupo de cazadores-recolectores neandertales debía ocuparse de


mantenerlo unido, asegurar el alimento, detectar y seguir las presas, organizar
la defensa ante grupos rivales y eventualmente resolver conflictos internos,
siempre contando con la cooperación de los otros miembros. Su función era
esencialmente política. Lo mismo un empresario, el director de un colegio, el
presidente de una unión vecinal o un club deportivo, el directivo de una ONG,
un padre o madre de familia.

Esta idea de politicidad difusa en todo el cuerpo social -cuya concentración


depende del grado de elevación y alcance, constituyendo el Estado y en mayor
medida el Gobierno la instancia de intensidad política máxima- evita tanto el ya
mencionado confinamiento liberal de lo político dentro del Estado como el
axioma radical e intelectualista de ―lo personal es político‖. Despolitización y
pan-politicismo, los dos polos igualmente antipolíticos que señala Antonio-
Carlos Pereira Menaut, liberal español.

La única manera de organizar satisfactoriamente una sociedad es no perder de


vista la felicidad tanto del conjunto como de sus integrantes. ¿Pero cómo
contribuye la política a la felicidad?

Rafael Alvira descompone la felicidad en dos elementos principales. Uno es la


seguridad, el margen de previsión y de estabilidad que necesitan las personas
para llevar una vida tranquila. Otro es la alegría, que es el estado derivado de
la armonía con el entorno y en particular con los demás (volveremos sobre la
alegría, que a pesar de las apariencias es una noción central).

29
En lenguaje político podemos encontrar los correlatos a estos dos elementos
en la paz y la libertad, respectivamente. La política debe contribuir a la
felicidad en sus dos aspectos: dando bases mínimas de convivencia y
permitiendo el despliegue personal de cada integrante de la sociedad. No
puede reemplazar o suplir totalmente las acciones y las disposiciones de cada
uno tendientes a la felicidad, ni en lo que hace a la seguridad, ni en lo que hace
a su libertad. Ya dijimos que la felicidad es un proyecto personal.

El bien menor

¿En qué medida puede contribuir la política a la felicidad? En una proporción


mínima. Representa apenas un modesto zócalo en la proyección o la
dimensión de la felicidad social y personal. Contra lo que usualmente se
piensa, la política puede poco. Poquísimo. Moisés Naím lo ha puesto de
manifiesto en el Fin del Poder. Y está bien que los políticos asuman esta
limitación fundamental. Deben saber que está absolutamente fuera de su
alcance hacer feliz a la sociedad que conducen. Pero a lo que sí están
obligados es a aportar unas condiciones muy elementales, muy básicas, para
que cada uno sea feliz.

¿Quiere decir que esa contribución es despreciable o irrelevante? En absoluto.


Es esencial, porque es el fundamento de todo proyecto felicitario, personal o
social. La política es la actividad que se ocupa del bien menor, como dice el ya
citado Alvira, que es ese bien sobre el que se apoyan y desarrollan los otros
bienes. Perder de vista la felicidad es la forma más segura de incurrir en la
sabia advertencia: el gobierno no puede hacer feliz a un pueblo, pero sí puede
hacerlo muy infeliz.

Podemos asumir que en un contexto de discusión de signo liberal, la seguridad,


entendida como la custodia de las vidas, bienes y libertades de las personas no
necesita mayor fundamentación. Más problemática resulta la alegría. ¿Cómo
puede contribuir la política a esta parte fundamental de la felicidad de las

30
personas y las sociedades? Ya hemos visto que el correlato político de la
alegría es la libertad.

Pero me interesa mantener el hilo argumental en la primera. Para eso voy a


valerme, en el caso particular de la política, de Baruch Spinoza, que distinguía
dos tipos de alegrías (laetitia). Una más general e imperfecta (también llamada
gaudium) que es la producida por un don inesperado, por el regalo. Está
relacionada con la pasión y alterna con la tristeza. No depende de quien la
experimenta, sino de otro.

Después hay otra, más profunda y duradera, más rara también. Spinoza la
asocia al conatus, que es un afecto que contribuye a la potencia de actuar, a
perseverar en el propio ser, ese esfuerzo por ser sí mismo. En esa relación
estrecha entre laetitia y conatus existe el deseo, que es el aumento de la
potencia de existir, junto con la conciencia misma de ese aumento. Esta alegría
-expansión del espíritu- es el estado propio del crecimiento. La alegría del
conatus es la alegría de la libertad. Esa debería ser la estrella polar de toda
política.

Una inyección de alegría

La distinción es ideal para comprender el equívoco fundamental que lastra la


política argentina de los últimos 80 años. Las contribuciones más exitosas en
materia de alegría de los gobiernos argentinos fueron del primer tipo. Señalo
dos, particularmente importantes: la primera época del peronismo, (1946-1949)
y la primera época del kirchnerismo (2002-2008), signadas por la abundancia
de recursos, la expansión del gasto y de las políticas redistributivas del ingreso.
Fueron efímeras y terminaron mal, porque era imposible sostenerlas en el
tiempo. Por razones que no es necesario explicar, quedaron impresas en la
memoria colectiva, con consecuencias muy prolongadas en la cultura y en las
preferencias electorales de los argentinos.

31
El resto del periodo se caracteriza por repetidos intentos -planificados o no,
mejor o peor planificados- o bien por dar continuidad a esas fases de
abundancia o por poner al país en la senda del crecimiento y el desarrollo. En
estos casos la urgencia electoral obligaba a suspender ajustes y
ordenamientos básicos de las cuentas públicas para repetir la estrategia de la
expansión del gasto, con o sin abundancia de recursos. Todos estos intentos
se saldaron con inevitable fracaso. Cada vez que la política se resolvió a
contribuir a ese tipo de alegría profunda del crecimiento, de la libertad personal
y la afirmación de sí de los argentinos, sucumbió.

En la actualidad, la Argentina se encuentra en un profundo estado de tristeza,


bordeando la melancolía: no quedan recursos ni siquiera para impostar la
alegría efímera del regalo. No obstante eso, un ejército de mendigos se agolpa
en las puertas del Estado. Hay de todo: marginados, clase media, burócratas,
empresarios prebendarios. Nadie parece entender la necesidad de inyectar
alegría en el torrente sanguíneo de la sociedad argentina.

Si por un lado es claro que existe un déficit de alegría, no es para nada


diferente lo que sucede con la seguridad, es decir la protección de las vidas, los
bienes y las libertades de los argentinos. ¿Culpa de la política? Fernando
Escalante es categórico en este punto.

Dícese mucho en este tiempo, tanto que empalaga, que el desgobierno y la


miseria y la violencia, y el desarreglo todo de la cosa pública es por culpa de
los políticos. Digo yo que no. Que no es por los políticos, sino por la falta de
ellos. Porque hay muchos que se emplean en el oficio sin dotes, unos
queriendo ser corchetes y alguaciles, otros que preferirían ser contables, frailes
o usureros, otros más de vocación de comediantes o de notarios o bufones. Y
eso se nota. Como que la vocación les sale por las costuras del traje, y se
muestra en todo lo que hacen, y mucho más en lo que dejan de hacer.

Conviene por tanto, empezar por no confundir políticos con impostores, del
mismo modo que es preciso distinguir entre política y Estado. En 2006, en
plena fase de la algarabía kirchnerista, Santiago Kovadloff ensayó sobre las

32
benéficas propiedades del triste. En 2013, en medio de un estado de ánimo
muy diferente, declararía que ―la política es la parte más triste de la alegría de
vivir‖. Las afirmaciones no son en absoluto incompatibles, pero el contraste en
el énfasis es elocuente. En la Argentina de hoy, la política se ha convertido en
la herramienta fundamental para la recuperación de la alegría. De esa alegría
de la que necesitamos particularmente: la del crecimiento.

33
LA CULTURA DE LA LIBERTAD

Cuando se analizan las ideas de la libertad habría que reparar que ellas son
mucho más que un programa político, social o económico. En realidad, en su
conjunto, forman una cultura y una aproximación de la experiencia humana
para organizar la convivencia en la creatividad. En ella predomina un doble
vínculo, negativo y positivo, para poder disfrutar la libertad, de la ausencia de
opresión del gobierno, del derecho al tránsito interno y externo, de opinión, de
actividad, de diversidad, de preferencia, de evitar el hegemonismo y cuidar la
pluralidad, de reproducir el equilibrio y el control. Esta definición negativa no
agota la agenda, es casi un prerrequisito para el aspecto positivo de la libertad
que se asocia a la búsqueda de la felicidad, de la propiedad, de la expansión
de los valores humanos y espirituales.

La visión positiva de la libertad tiene un inmenso atractivo como proyecto y


como imán. Un efecto desgraciado de la lucha de las ideas en la historia, ha
sido un énfasis excesivo en los aspectos negativos de los atributos de la
libertad, en desmedro de los elementos positivos. Ello se explica por cuanto los
regímenes alternativos han destruido los derechos cívicos y humanos
esenciales, y se han traducido en culturas opresivas, bárbaras y degradantes.

Sin embargo, el peso del acento en lo negativo nos ha hecho perder


perspectiva de valores sustanciales que hacen al aspecto creador de la
libertad. La elección de nuestro destino y de nuestros proyectos de vida forma
parte de los atributos esenciales de una sociedad libre e igualitaria. La
responsabilidad por nuestros actos y decisiones es la primera igualdad de

34
oportunidad. Sin ella no existe la posibilidad de un destino común: piénsese en
las sociedades organizadas en castas antiguas y modernas (por ejemplo la
pertenencia familiar al partido que monopoliza el poder) cómo estas alteran y
fracturan las posibilidades de una sociedad y de los ciudadanos que la
componen. Un orden social que premia y correlaciona los esfuerzos, y que
haga de esa ética el factor decisivo de nuestros resultados, es un marco
formidable para el progreso humano, y cuesta pensar que alguien pudiera
elegir otra opción, excepto que procure y logre pertenecer al privilegio abyecto
de estar bajo la protección y prebenda de un orden autoritario. La libertad,
como la base de la igualdad, es quizá la bandera que no hemos logrado exhibir
y transmitir aun con resultados eficaces

El valor de la tolerancia

No hay nada más ínsito en un pensamiento de libertad que la tolerancia hacia


otras decisiones, cualesquiera que ellas fueren, en tanto no afecten los
derechos de los demás. La tolerancia implica una lucha positiva contra la
discriminación de cualquier base, sea la raza, religión, ideas, estatus
económico o de preferencias afectivas. Tolerancia no es entonces entender y
comprender la diversidad, sino luchar para que quienes tengan características
particulares, que puedan generar instancias discriminatorias, eviten ocultarlas.
La diversidad oculta no es sino intolerancia. Este concepto tan caro a Juan
Bautista Alberdi y a la Constitución Argentina sobre las acciones privadas del
ser humano, define toda una visión del proyecto de convivencia implícito en la
agenda de la libertad. La noción de que los actos privados no son judiciables,
que no es posible identificar al Estado con un ideario político, religioso, racial o
de otras características particulares, y que esa actitud laica es vital para
permitir el desarrollo humano, es quizá la construcción más relevante de la
cultura de la libertad.

El gobierno de la ley

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En esta visión cultural está impuesta la noción de previsibilidad de un gobierno
que actúa sometido a la morosidad de los pasos y controles, de orden formal y
sustancial del estado de derecho. En esta temática es vital la independencia de
poderes, no sólo en lo formal sino también en los hechos, en los
procedimientos para nominar y elegir, en evitar el atajo de la emergencia y en
no propiciar la acumulación de poderes y la delegación de facultades. Un punto
central es la no retroactividad del cuerpo legal y del marco decisorio. Ello
excede la referencia pura y estricta a la aplicación de las leyes e informa todo
el funcionamiento de las reglas públicas. Hace a evitar la arbitrariedad y la
discrecionalidad. A facilitar el virtuosismo, credibilidad y previsibilidad de las
sociedades modernas y complejas. Nada es más notorio en el atraso, que la
falta de este atributo. Nada es más bárbaro, que la ausencia de ley y derecho.
Ello pone también en evidencia que la autoridad política y la mayoría no son
criterios de verdad, sino, en todo caso, un recurso indispensable cuando ha
fracasado el consentimiento y el consenso. El debido proceso legislativo lleva
implícito también ese mecanismo de control: exposición, transparencia e
interacción con los sectores de la sociedad civil, la opinión pública y la prensa.
Este mecanismo usado de manera medida, parca y limitada, constituye el
corazón del proyecto de convivencia. Su abundancia, su voluptuosidad, su
desmesura llevan a la pérdida de ciudadanía y nos retrotraen a la arbitrariedad
como estilo de gobierno y convivencia. La cautela en las normas y su número
es parte del proyecto. Cuanto menos mejor, cuanto más amplias y generales,
más conveniente. Cuanto más similares a los países exitosos, más
pertinentes.

Gobierno limitado

La clave de una gestión consistente con la libertad es una actitud no intrusiva,


permanentemente focalizada en el caso general y no en la solución anecdótica
o minorista, que genera las oportunidades para usar el poder correctivo del
Estado en favor de una parcialidad, sector o interés privado. Esto requiere una
actitud general, antes que simplemente abstenerse de una medida sesgada o
subjetiva que viole la igualdad ante la ley. La esencia del proceso social es la

36
acción paramétrica del Estado, orientada a las reglas generales y universales, y
fundada en la resolución de aquellos problemas no susceptibles de acuerdo
voluntario y espontáneo. El sentido de una sociedad libre son los actos
voluntarios de acuerdo con los usos y costumbres, con contratos implícitos o
explícitos que una autoridad judicial independiente juzga con reglas
preexistentes y generales. Como hemos señalado anteriormente, el límite de
los derechos son los derechos de los otros y están prohibidos los caminos que
implican la violencia, la prepotencia, la acción directa, la ruptura del monopolio
de la fuerza en manos del Estado. El orden alternativo es el mafioso, que
penetra poco a poco en las sociedades cuando, las estructuras jurídicas del
Estado decaen o sirven a los paternalismos y a los clanes gobernantes.

La libertad es una oportunidad

No es posible dejar de reconocer en todas las expresiones que han constituido


la visión de la libertad un marcado optimismo sobre la aptitud del hombre, de su
talento y creatividad para modificar y forjar su futuro y moldear el contexto de la
naturaleza. Más aún, el riesgo a veces es no tener presentes los límites que
otros valores imponen a la creatividad humana. Esa confianza en el progreso
acompañó siempre los esfuerzos de construir los marcos institucionales de las
sociedades abiertas y pluralistas. Esa apuesta al futuro, al cambio tecnológico
siempre enfrentó primero, la visión pesimista acerca de la incapacidad de la
tierra para proveer alimentos, luego sobre los límites ecológicos al progreso o
en las versiones más modernas, sobre la posibilidad de crear empleo a pesar
del aumento de productividad. Las versiones más autoritarias, corporativas o
conservadoras, ya sea a la izquierda y a la derecha, en general participan de
un ambiente de pesimismo y temor al futuro. La gran amenaza a la libertad se
consolida cuando el escepticismo sobre un destino mejor se generaliza. Por
ello, la crisis de los años treinta trajo tanto el auge del fascismo, como el
nazismo y el comunismo. Por esto también, el éxito en la conquista del espacio,
en la revolución informática, en la explosión de la comunicación, creó un
inmenso terreno al programa de libertad. A ello contribuyó también el éxito
comparativo de las comunidades chinas en el exterior, la comparación de

37
Corea del Sur y Corea del Norte, de Alemania del Este y del Oeste y el éxito de
los tigres asiáticos. En este sentido también el crecimiento de nuestros vecinos
chilenos en un marco abierto y de reglas generales impactó dramáticamente en
América Latina, como la comparación entre Europa del Oeste y Europa del
Este.

Vale la pena, espero haberlos convencido, como lo he estado en mi caso, que


batallar por la defensa de la libertad, a pesar de todas las dificultades, es una
de las grandes epopeyas humanas.

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LA INGENIERÍA SOCIAL, EL
ATENTADO A LA LIBERTAD

Cuando John Milton, el diablo disfrazado de abogado, termina de arruinar la


vida de su joven socio Kevin Lomax; luego de arrastrarlo a la desgracia le dice
con sorna: “La soberbia, definitivamente, mi pecado favorito” (El Abogado del
Diablo 1997). La soberbia, esa percepción de la propia superioridad, esa
valoración del propio criterio por sobre el resto, llevado a la acción política tiene
un nombre que no ha traído más que desgracia: LA INGENIERÍA SOCIAL.

Karl Popper se ocupa de la cuestión de la ingeniería social en su trabajo de


1945 “La sociedad abierta y sus enemigos”. Allí diferencia una política social
"razonable" de una "utópica" explicando que esta última intenta resolver
problemas en forma absoluta propia de sistemas totalitarios. Para hacerla
corta, no es lo mismo establecer una política pública "razonable" específica,
medible y alcanzable en un plazo concreto: hacer una escuela, por ejemplo;
que decir que tu plan político consiste en lograr el bienestar definitivo del
pueblo: concepto "utópico" inmedible, arbitrario e inalcanzable. Cuando
estamos ante esto último, estamos ante las puertas del totalitarismo.

La tentación totalitaria que determina la ingeniería social, esa pulsión de influir


en relaciones o comportamientos sociales es más vieja que la tos, pero sólo
alcanzando un nivel altísimo de control e intervención del Estado sobre las
personas es que los sueños más ambiciosos de los ingenieros sociales
cobraron dimensiones extraordinarias. En este sentido, los albores del Siglo XX
fueron más que propicios, gracias al crecimiento de la influencia

39
intervencionista de los Estados nacionales, para estos intentos dirigistas que
tuvieron en común la ambición de rediseñar la sociedad según el molde
prefabricado de las soberbias mentes de algunos iluminados.

La idea de que la sociedad debe ser gobernada por un plan que oriente a toda
la población hacia un fin colectivo tuvo particular auge en el período
entreguerras que había volcado a las poblaciones desesperadas hacia distintos
colectivismos que prometían resolver las tensiones y las miserias sociales.
Hablando sobre su libro “Tiempos modernos” el historiador Paul Johnson
calificó al Siglo XX como ―la era de la Ingeniería Social‖ y regaló una frase que
bien podría haber dicho el diablo John Milton: "Querer hacer el cielo en la tierra
con dioses falsos llevó a Auschwitz y al Gulag".

La idea de planificar una sociedad, su moral y conducta no terminó con la


Segunda Guerra Mundial ni con la Caída del Muro de Berlín, muy por el
contrario, superó a sus creadores y se afianzó en Estados y en Supraestados.
Es objetivo irrenunciable de esos Estados y Supraestados el diseñar un cambio
de las mentalidades mediante la implementación de leyes, normas y
recomendaciones que fabriquen ciudadanos dóciles al poder, que no
cuestionen al pensamiento hegemónicamente correcto, que teman vagar fuera
de la manada y que dependan fuertemente de las estructuras burocráticas a las
que pertenecen.

Es importante destacar que la Ingeniería social no es patrimonio de los


dictadores. Muy por el contrario, es en las sociedades democráticas donde se
ven mayores cantidades de buenas intenciones, de creadores de felicidad, de
adictos al ―progreso‖ social. No en vano, la forma discursiva más potente que
toma la ingeniería social en el imaginario colectivo se llama PROGRESISMO.
Para decirse progresista, en necesario considerar que:

A: se desea EL progreso. O sea que se conoce previamente que existe UN tipo


de sociedad feliz determinada y se sabe, para acceder a ella, cúal es el
horizonte bueno (que debe ser contrario al malo, previa determinación del bien
y el mal por parte del progresista). En base a ese determinado horizonte bueno,

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que no es donde uno está parado sino un espacio al que encaminarse, se
determina una línea directriz hacia donde avanzar (o progresar) según el
iluminado criterio del ingeniero. Obsérvese la cantidad de sabiduría
preconcebida que ha de tener el progresista para empezar a serlo y
considerarse como tal.

B: una vez determinado lo que es progresar y lo que no, en base al criterio del
o los iluminados, se ha de entender que ellos son capaces de acumular no sólo
el conocimiento del qué, sino el del cómo llegar a mejorar la vida de un grupo
significativo de gente que constituye, por ejemplo, una nación. Vale decir que
estos ingenieros sociales saben lo que es bueno y cómo imponerlo en virtud
del ―bien común‖ del colectivo. Además descuentan que conocen las posibles
variantes de comportamiento de las personas para que acepten este progreso
deseado.

Para el liberalismo la ingeniería social, esta determinación histórica, cívica y


moral es una afrenta al ORDEN ESPONTÁNEO que se genera a partir de la
combinación libre de individuos que persiguen su propia felicidad. La felicidad
individual es la única real, la de uno mismo, ya que es exclusivamente de la
que podemos dar cuenta. Si una persona o un grupo de ellas, asociados en un
partido político o cualquier otra organización, dijera que sabe qué cosa es la
felicidad de los otros sería un enorme acto de soberbia además de una falacia.
Por tanto, si nadie puede decir qué es la felicidad salvo el propio individuo y por
tal motivo no hay forma de hablar de una felicidad ―común‖, el liberalismo
considera que el orden espontáneo surgido de la búsqueda de la felicidad
individual es superior a cualquier tipo de orden que pueda ser creado por un
plan o diseño social.

La creencia de la propia superioridad moral de quien se cree con derecho a


determinar la felicidad de los demás y en consecuencia su ―bien común‖ es
pues el acto de soberbia política. El ingeniero social es quién toma las riendas
de la vida de los otros ―por su propio bien‖ en claro desprecio al pensamiento y
deseo individual del resto. Para el liberalismo sólo el desarrollo del propio
proyecto de vida contiene los incentivos necesarios para el bienestar de los

41
individuos y cuando se habla de individuos, se pone a todos los existentes en
un plano de igualdad como tales, sin distinción de atributos, ni condición social,
ni linaje, ni credo, ni edad, ni sexo.

La pretensión de legislar normas que sirvan para ―transformar‖ la realidad y


asemejarla a un ideal, no se diferencia de aquellas monstruosidades que
signaron la primera mitad del Siglo XX, aunque se muestren como un impulso
de transformación progresista. Estamos llenos de políticos que en lugar de
proponer una política concreta y mensurable: “voy a bajar el 15% del IVA‖,
dicen: “quiero cambiar el país”, medida imposible de concretar o de medir. Esto
ocurre, sencillamente, porque estamos plagados de políticos progresistas que
tienen como ideal metodológico ese constructo autoritario que es la ingeniería
social. De allí derivan todas las normas que atentan contra la igualdad ante la
ley, la propiedad o la libertad, se trata de leyes que atentan contra el individuo,
tales como la Ley de Alquileres, de Teletrabajo, Micaela, Violencia de Género,
las leyes reparatorias de ―pueblos originarios‖ y el enorme conglomerado de
normas y presupuestos destinados a la discriminación positiva.

Una cuestión curiosa de las dirigencias políticas mundiales es que están


repletas de ingenieros sociales tecnócratas. Ya no abundan los líderes
demagógicos que colectivizaban los deseos de las masas como por ejemplo
Mussolini o Perón. En cambio se reproducen como hormigas burócratas y
tecnócratas en las oficinas estatales, en los organismos educativos, en las
ONGs apéndices de los Estados y en las agencias internacionales como ONU
y sus satélites. Todo este ejército de ocupación está a cargo de la vida de los
individuos. Deciden si se habrá de incentivar el consumo de vegetales, si se
impedirá la cría de ganado vacuno, si se incentivará alguna práctica sexual, si
será ético viajar en avión, si se podrá ahorrar en criptos, si se podrá circular sin
estar vacunado, si conviene encerrar a la población por una enfermedad, si se
le puede impedir opinar sobre tal tema porque incita al odio o si es necesario
que exista un techo de riqueza tolerable. La totalidad de estas acciones tiene
su base en el objetivo de ―enderezar‖ los deseos y las vidas de las personas
por el ―bien común‖. Y quién dice qué es el bien común? los ingenieros
sociales, claro!.

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Casi un siglo de ingeniería social institucionalizada y legitimada desde el
Estado ha dado como resultado una sociedad universal cuya valoración de la
protección estatal es irracional. La ingeniería social ha logrado que los Estados
no tengan una finalidad y meta razonable, como podría ser administrar un
presupuesto para brindar el servicio de justicia. No, el Estado ha pasado a ser
un objetivo en sí mismo y para colmo, un objetivo superior a todo lo demás: la
interpretación misma del bienestar, el cielo en la Tierra. El mamut
sobrealimentado que llamamos ESTADO DE BIENESTAR es, en
consecuencia, una fuente ilimitada de asistencia para casi cualquier cosa. El
ESTADO PRESENTE es el nieto del Estado facista y si antes regalaba
heladeras y máquinas de coser, ahora regala casas, viajes, estudios,
computadoras, ojotas, sombrillas, luz, gas, jubilaciones y pensiones, planes
sociales, cirugías estéticas, bolsas de comida, termos, lotes de tierra y
cualquier otro tipo de merchandising que fije en las mentes de los ciudadanos
la idea de que sólo viven porque los ingenieros sociales lo permiten.

La ingeniería social es la versión moderna del paternalismo, ese que nos


espanta cuando lo vemos plasmado en los viejos videos de los discursos de los
demagogos fascistas, pero que no nos enciende las alarmas si nos lo venden
hoy, vestido de buenísimo, compromiso social, solidaridad y sustentabilidad.
Quien cree en la libertad no puede aceptar ni el paternalismo demagogo de
antaño ni el progresismo moralizante actual, ambos caras de la misma
ingeniería social.

El Estado desde luego debe prestar recursos al infortunio. Entiéndase esto


como una política razonable que atienda a las víctimas de un huracán, por
ejemplo. Lo que no puede hacer el Estado es considerar paternalistamente que
un colectivo es víctima ontológicamente y en consecuencia imponer normas
que condenen al resto de la sociedad a sostener a dicho colectivo de forma
permanente. Sufrir un terremoto o una parálisis ES un infortunio. Ser mujer o
ser gay NO LO ES. Del mismo modo que los menores de edad necesitan
tutela, pero los adultos han de mantenerse con su propio esfuerzo y ser

43
responsables de sus acciones sin atenuantes prejuiciosos marcados, también,
por los ingenieros sociales.

Tanto Hayek como Mises habían contemplado cómo el estatismo paternalista


del Siglo XX enterraba al liberalismo decimonónico que tantos progresos había
dado. Las convulsiones sociales producto de los avances y el desarrollo de las
revoluciones tecnológicas labraron reacciones que la ingeniería social
aprovechó para generar enemigos a quien culpar y sobre quien descargar el
resentimiento tan propio de la frustración humana. Prometer un DESTINO
MANIFIESTO fue un mecanismo clave mediante el cual la libertad fue
destruida. La planificación central de los ingenieros sociales generó tanta
violencia muerte y miseria que solo el MIEDO A LA LIBERTAD pudo explicar.

En 1776 Adam Smith escribía en “La Riqueza de las Naciones” que “Poco
más se necesita, para llevar a una nación a su máximo grado de opulencia
desde la barbarie más baja; que la paz, pocos impuestos y una tolerable
administración de justicia”. Tanto Hayek como Mises sostendrían siglos
después que una sociedad prosperaría gracias al resultado colectivo e
involuntario de LA ACCIÓN HUMANA y no del diseño humano. Los tres
pensadores con años de diferencia daban cuenta de que no era posible
planificar las acciones de los individuos. Afortunadamente existe el libre
albedrío, la disidencia, la duda, la curiosidad y el deseo. Todas pulsiones
individuales que son el motor de la humanidad y cuya evolución no siguió una
única línea ni tiene un horizonte marcado y muchísimo menos un destino
manifiesto. La gente, por suerte, es imprevisible y no simples piezas de
ajedrez.

El dirigismo de los progresistas, tan solidarios y tolerantes (siempre que se


trate de sostener su marco de ideas), ha generado un mundo de personas
dependientes, siguiendo las directrices de organismos que no eligen y sobre
los que no tienen poder ni control. Una especie de neocolonialismo
bienpensante. Sin embargo, el progreso es una apuesta individual, cada uno
decide cuál es su idea de progreso y si le conviene o no asociar su progreso al
de otros. NADA ES TAN AJENO AL PROGRESO COMO LOS

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PROGRESISTAS que colectivizan los horizontes que sólo pueden ser
personales. Los ingenieros sociales no son más que individuos y, si asumen la
tarea de direccionar, adoctrinar, censurar, encauzar, promover o regalar; será
en función de su propio beneficio usando la coartada del Estado por sobre el
individuo. Porque la ingeniería social es totalitaria.

Un Estado no es una religión ni es un padre. Quienes valoran la libertad son


responsables de sí mismos y no pueden poner en manos del Estado su salud,
su realización personal, su escala de valores y mucho menos su felicidad. Si
así lo hacen, si depositan en el Estado el cuidado de su vida, le entregarán
también su control y vigilancia, serán eternamente niños dependientes del
poder político y el poder político diseñará a la sociedad según le convenga, no
hay escapatoria. Si uno no se vende, otros no lo compran. El Estado sólo es un
ente administrativo manejado por políticos y burócratas, no sabe mejor que
nosotros lo que es bueno para nosotros mismos, no es ni más sabio ni
remotamente más honesto y digno.
“No sé cómo dirigir tu vida. No tengo la autoridad para dirigir tu vida. Y la
Constitución no me permite dirigir tu vida" Ron Paul

45
DEFINIR POR QUÉ PELEAR, Y
CONTRA QUIÉN

La idea de batalla cultural es sinónimo de frustración en la Argentina porque, en


su versión más reciente, quedó asociada al fracaso del gobierno de
Cambiemos (2015- 2019), una de cuyas máximas prioridades consistió
precisamente en eludir esa clase de enfrentamiento. Pero al margen del
equívoco, la noción sigue prestándose a interpretaciones divergentes,
confusiones varias y propuestas contradictorias. Por eso, si alguna vez ha de
comenzar tal combate, la primera tarea debería consistir en detectar
correctamente al adversario y elegir bien a los aliados. Definir por qué y contra
quién pelear.

Aunque resulte muy común leerlo o escucharlo, parece difícil seguir creyendo
hoy que la batalla deba librarse entre la ―izquierda‖ y la ―derecha‖, categorías
cómodas que ya poco significan, o acaso nunca significaron nada. Tampoco el
duelo de fondo podría disputarse entre ―liberalismo‖ y ―socialismo‖. Esos viejos
contendientes hacen mucho ruido cuando discuten cuestiones económicas,
pero en todo lo demás no tardan en llegar a coincidencias que derivan de su
común herencia iluminista y secular.

Si el concepto de batalla cultural cobró nueva vigencia en el último decenio fue


porque, justamente, se liberó de esas etiquetas. Quienes se entregaron a ella
comprendieron que los bandos no eran ya los de la ―guerra fría‖, y que los
presuntos enemigos muchas veces se revelaban como aliados.

46
Esta comprobación fue tan brusca que quemó etapas y saltó directamente a la
política. Ella explica en gran medida el ascenso del ―nacionalista‖ Trump y del
―negacionista‖ Bolsonaro, el triunfo indeseable del Brexit, el auge ―facha‖ de
Vox en España y la mayoría de los fenómenos a los que desde entonces se
mete en la gran bolsa del ―populismo‖. A esa lista iba a agregarse la Argentina
con la victoria de Mauricio Macri en 2015, pero pronto supimos que se trataba
de un espejismo. Y sin embargo, poco después, hubo un ejemplo local de la
misma tendencia planetaria. Es lo que sucedió con la extraordinaria
movilización contra el intento -finalmente exitoso - de legalizar el aborto.
Aquella disputa fue muy instructiva por cómo se dividieron los bandos. De un
lado la izquierda, el progresismo, los liberales (salvo contadas excepciones), la
dirigencia de todos los partidos menos uno, los medios masivos, las grandes
empresas. Del otro, grupos religiosos católicos y evangélicos de base (su
participación fue clave), un puñado de figuras públicas y políticas, y masas de
personas del común, familias, trabajadores y mujeres jóvenes con activa
presencia en redes sociales.

Semejante disposición de fuerzas no entra en los cálculos de quienes


interpretan la batalla cultural como un choque entre el ―comunismo‖, siempre
vivo y acechante, y un capitalismo en peligro perpetuo de sucumbir ante las
ideas colectivistas. Esa es una visión popular en países como la Argentina, que
arrastra décadas de decadencia y conoce de primera mano el fracaso de la
exagerada intromisión del Estado en la economía. Pero es también una visión
simplista, que no percibe ni entiende la magnitud de una amenaza que es
mucho más perniciosa que la de la emisión monetaria o las retenciones al
campo.

Existe otro concepto de batalla cultural, a la vez más vasto y más íntimo. Sus
fundamentos radican en comprender que el real adversario no es el
colectivismo sino el individualismo sin restricciones, y que el objetivo último de
la contienda no apunta a defender la autonomía del Banco Central sino a
asegurar la supervivencia de la familia, la sana crianza de los hijos y la
preservación del orden natural.

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Quienes libran ese tipo de batalla cultural saben que su enemigo es bifronte.
Aceptan que el progresismo y las izquierdas en todas sus variantes militan
aborto, feminismo, matrimonio y adopción por homosexuales, ideología de
género, eutanasia, abolicionismo penal, indigenismo, legalización de la droga,
veganismo, animalismo, ecologismo, tal vez pedofilia y transhumanismo. Pero
no olvidan que lo hacen, siempre, con el generoso financiamiento de gobiernos
liberales o socialdemócratas, de respetables fundaciones de la vieja Europa, de
todas las multinacionales del orbe y de ―filántropos‖ de inmensa fortuna.
Ese aparente contrasentido nunca desorientaría a un católico tradicional, y
mucho menos a un nacionalista. A un liberal doctrinario o a un conservador en
estado puro la rareza les pasa de largo. Si llegan a percibirla, la explican
cargando las culpas sobre el elemento más débil del matrimonio, ese ente
misterioso llamado ―marxismo cultural‖. Creen que, como en la frase de Lenin,
los engañados son los magnates, que una vez más vuelven a comprar las
sogas con las que habrán de colgarlos (y con las que al final nunca los
cuelgan). Ni siquiera se animan a pensar que la manipulación podría operar en
sentido inverso.

Las tradiciones intelectuales colaboran para entender (o no) el engendro. Un


lector de Donoso Cortés o de Chesterton comprende mejor el ominoso poder
de Bill Gates que uno de Hayek o Friedman. Seguir la elegante progresión de
razonamientos de C. S. Lewis en el puñado de páginas de La abolición del
hombre ilumina la actual confusión ideológica con mucha más claridad que
tratados enteros sobre el peronismo o el dirigismo estatal. A veces sólo basta
con sacarse las anteojeras y abandonar prejuicios. Superadas las
argumentaciones convencionales, cobra nuevo significado aquello muy antiguo
de que ―en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión
teológica‖.

Pero estas distinciones corren el riesgo de llegar tarde. Después del año
delirante que inauguró la alarma disparada en Wuhan, la batalla que se
avecina, más que cultural, parece una batalla a secas, de esas que se disputan
en las calles antes que en las bibliotecas. Y una vez más la amenaza viene
recubierta de paradojas: el ogro filantrópico no es (sólo) el chavismo o el Foro

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de San Pablo. Es la modernidad entera la que muestra su peor cara: es la
tecnología omnipresente, vigilante y censora; es el periodismo que ―verifica‖ a
las voces disidentes; es ―la ciencia‖ que manda confinamientos de sanos,
vacunaciones experimentales y pasaportes sanitarios; es, por último, la
ambición siniestra y bien financiada de imponer una nueva normalidad como
paso previo para crear una nueva humanidad. Ese es el enemigo hoy.

¿Estaremos a tiempo de enfrentarlo?

49
EL ENGAÑO POLÍTICO DEL SIGLO XX
EN ADELANTE

Uno de los grandes mitos del siglo XX en adelante es la presunción de que la


forma de gobierno democrático constituye la fórmula óptima de gobierno. Una
mentira enaltecida por generaciones desde su consolidación hasta nuestros
días.

Una corta recapitulación. La I Guerra Mundial comenzó como una disputa


territorial clásica, pero con la entrada de los Estados Unidos en abril de 1917,
tomó una dimensión ideológica. Estados Unidos se fundó como una república,
pero el principio democrático, inherente a esa forma de gobierno, sólo se
impuso como resultado de la derrota y devastación producidas a la
Confederación secesionista por el gobierno centralista de la Unión. Durante la I
Guerra Mundial, la ideología triunfante del republicanismo democrático
expansionista halló su mejor personificación en el presidente Woodrow Wilson.

Bajo su administración, la guerra se convirtió en una misión ideológica -hacer el


mundo más seguro para la democracia y liberarlo de gobiernos dinásticos-. Y
así los Estados Unidos emergió como el poder rector internacional. Había
triunfado el principio de la democracia republicana. Pasaría lo mismo después
de la II Guerra Mundial y, otra vez, con el colapso del Imperio soviético a finales
de los años 80 y principios de los 90. Según algunos observadores
contemporáneos había llegado el «fin de la Historia». Con ello se había
realizado plenamente la idea americana de una democracia global y universal.
Así es el derrotero de la construcción mítica respecto a la democracia.

50
La "tragedia de los comunes" se extendió a todo el mundo como el ―triunfo del
gobierno del pueblo‖. Sin embargo, las evidencias acumuladas hasta hoy
indican la profunda crisis del mito. La era democrática difícilmente puede ser "el
fin de la historia", como los neoconservadores quieren que creamos. Las
consecuencias que vemos en los ciudadanos de todos los países son: salarios
bajos o estancados, desempleo alto, deuda pública exorbitante, mayor
explotación gubernamental (impuestos), deterioro del derecho y de la idea de
un cuerpo de principios de justicia universales e inmutables, una creciente
degeneración moral, desintegración familiar y social, y decadencia cultural y
estética según se evidencia en las crecientes tasas de divorcios, abortos,
suicidios, criminalidad, luchas y tensión social.

¿Cómo es posible que el engaño sobreviva a pesar de las evidencias


destructivas que ha provocado hasta hoy? Por sus defensores. El año pasado
el mundo observó como ―la mayor democracia occidental‖, el ejemplo por
antonomasia del mito, Estados Unidos se hundía en el caos social, se tiraba
por la ventana la idea de ―representación del pueblo‖ al elegir presidente, la
justicia brillaba por su ausencia y se abroquelaba un estatismo sin límite, capaz
de involucrarse en violaciones continuas e institucionalizadas de los derechos
de propiedad y libertad para cada americano. Y la democracia fue nuevamente
la herramienta que usaron los líderes políticos, sociales y culturales para
justificar todos los males. En el discurso de inauguración, el presidente Joseph
Biden dijo: ―Hoy celebramos el triunfo no de un candidato, sino de una causa.
La causa de la democracia… Aprendimos nuevamente que la democracia es
valiosa. La democracia es frágil, pero ahora la democracia ha prevalecido‖. Lo
pronunció frente a escasos participantes, todos políticos y tecnócratas, a los
que se sumó un ejército de 20.000 soldados que ocuparon la capital para
fortificarla, sin ruborizarse ante la total ausencia del ―pueblo‖.

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, dijo una vez que «la democracia es
como un tranvía. Cuando llegas a tu parada, te bajas». No importa qué opinión
puedan llegar a tener hacia el presidente turco acusado de querer ―revivir el
Imperio Otomano‖, pero su declaración muestra una verdad incómoda sobre el
estado actual de la democracia en Occidente.

51
Independientemente que sea alguna de las variedades democráticas que
pululan hoy, democracias liberales o iliberales como la del presidente Erdogan
o la de Vladímir Putin, el sistema democrático funciona como una de las
muchas herramientas de la clase dirigente para controlar a sus súbditos.
Incluso en Estados Unidos, donde se recuerda constantemente a los
ciudadanos que la democracia es lo que hace que Estados Unidos sea
excepcional entre los países. Desde pequeño, el americano vive la frase del
presidente Raúl Alfonsín: ―con la democracia se come, se cura y se educa‖ y es
inculcado con la frase de que vive en un ―gobierno del pueblo, por el pueblo y
para el pueblo‖. Así la democracia se explota cínicamente para promover
determinados programas políticos.

Los administradores tecnócratas suelen defender los valores democráticos de


boquilla cuando hacen declaraciones públicas y mediáticas, pero cuando se
enfrentan a la política del mundo real, cambian rápidamente de tono.
La misma clase tecnocrática que se jacta de los sacrosantos principios de la
gobernanza democrática se desvive por denunciar a los votantes cuando se
levantan y votan en contra de los candidatos o de las propuestas que la clase
dirigente defiende. En su discurso de derrota, Pablo Iglesias dijo el 4 de mayo
último en Madrid que ―frente a los resultados electorales‖, que lo habían
convertido en ―un chivo expiatorio‖, su papel ―para mejorar la democracia se ve
fuertemente limitado‖. O el ex presidente Mauricio Macri al perder en la primera
vuelta electoral de 2019 cuando expresaba que no sabía por qué la clase
media votó ―con bronca‖ contra él y su gobierno. La coherencia filosófica no es
fácil para los individuos empeñados en hacer de la administración pública el
pilar de la gobernanza. ¿Cómo esos ruines plebeyos, el pueblo, se atreven a
desbaratar las maquinaciones de la clase política? No importa. La democracia
tiene seguras herramientas para «rectificar» el comportamiento de sus
descarriados súbditos teniendo siempre como fin, preservar el mito.

Si se elige la opción de reformar el sistema, la actual clase política tiene que


devolver el poder a los gobiernos locales o a los referendos de los votantes a
nivel estatal y provincial, achicar los poderes del gobierno central, restablecer la
justicia universal e inmutable y anular la explotación impositiva coercitiva.

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Cualquier defensa del sistema actual resulta en un espejismo democrático que
se evapora rápidamente cuando el gobierno central empieza a sobrepasar sus
límites e intenta anular las decisiones de los gobiernos locales o las iniciativas
de los votantes. Las apelaciones huecas de la nomenklatura a la democracia
no son más que una farsa para imponer una agenda centrada exclusivamente
en la centralización del poder político.

La democracia es un mito que fracasó para el pueblo, solo sirve a los políticos
y tecnócratas. Es el momento de liberarnos del prejuicio de la forma de
gobierno óptima e impulsar la renovación de la inteligencia política, y el primer
paso es que la gente vea a través del humo y los espejos que la mantienen
aferrada a conceptos que no se ajustan a la realidad política. Mi solución es
mirar más allá de la democracia liberal. El error es creer que este es el único
sistema posible. Una vez que se rompe con el prejuicio mítico se abren
diversas posibilidades. En los 4000 años desde el surgimiento del Estado, se
propusieron e implementaron cientos de distintos sistemas; propongo analizar y
de ese análisis sacar uno mejor al que tenemos ahora.
Lo que se necesitan son ideas correctas y hombres lo suficientemente valientes
para comprenderlas e implementarlas una vez que surja la oportunidad. Si el
curso de la historia no es inevitable (y no lo es), entonces vamos a romper con
este engaño.

53
SHOCKS, REGLAS E INVERSIONES:
LA RECETA PARA EL DESARROLLO

En 1910 para el primer Centenario de la Revolución de Mayo el desarrollo


económico argentino podía verse en un simple ejemplo: la venta por correo de
vino de Mendoza requería de vides, bodegas, procesos, botellas, etiquetas,
diseño, transporte, medios donde hacer la publicidad, un sistema de pagos y
entregas a distancia para una población con buen gusto y disponibilidad de
fondos para comprar estos productos. El país crecía.

El 28 de Julio de 1914 comenzó la Primera Guerra Mundial y dos semanas


después, el 15 de Agosto, se inauguró el Canal de Panamá. Esto fue un golpe
terrible para Argentina. Hasta ese momento había un enorme tráfico marítimo
por el Cabo de Hornos y los barcos recalaban necesariamente en Buenos Aires
como destino final o etapa intermedia. Esto permitía un muy eficiente y barato
sistema de comunicaciones y transporte entre Argentina y el resto del
mundo. Personas y mercaderías viajaban con muy bajo costo y las redes de
comunicación se extendían dentro de Argentina. Entre los efectos de la
prolongada guerra y el desvío de transporte por el Canal de Panamá el puerto
de Buenos vio abruptamente reducida su importancia y tráfico lo que redundó
en un fenomenal aumento de costos.

Estas dos breves historias ponen de relieve la importancia de que, para que
haya comercio (intercambio voluntario entre las partes), se necesita todo un
tejido de actividades, habilidades e inversiones para lograrlo… y pueden surgir
shocks o hechos fuera de nuestro control. Son ejemplos la guerra o la

54
construcción del Canal de Panamá que convirtió en debilidad nuestra distancia
a los principales destinos comerciales, o más recientemente, la Pandemia de
Covid-19.

Lamentablemente, además de los shocks fuera de nuestro control, hay


otros generados o inducidos por las propias políticas del gobierno.
Cuanto más frágil es la economía, más fuerte es el impacto de los shocks. Con
cada shock se destruye empleo e inversiones. Es un aumento del riesgo
empresario que, si operaran en otros países, no tendrían. Se llega así a una
gran debilidad de las empresas y su capacidad de generar empleo, que surge
de las decisiones y funcionamiento de nuestras propias instituciones. Se
impiden las inversiones que permitirían aumentar la dotación de personal de las
empresas y crecer al país.

Si las normas del país cambian constantemente y hay poca confianza en el


funcionamiento de las instituciones se agrega un alto costo para financiar las
inversiones. Ante cambios continuos en reglas de juego la empresa que opera
en entornos inestables y tiene altos costos no puede crecer, no aumenta el
empleo, no hay más capacidad de consumo ni mucho menos de ahorro y el
país no crece.

El costo del capital se identifica con una alta tasa de interés y falta de crédito.
Hay diferentes razones y la fundamental es que no se respetan los contratos.
Argentina ha incurrido en nueve defaults en 200 años, fruto de los sistemáticos
problemas fiscales que cubre con mayor emisión o con endeudamiento. Tanto
la inflación como los defaults tienen un efecto devastador sobre el costo
del capital y tanto el país como sus empresas están condenadas a la
falta de crédito. La alta tasa de interés hace inviables muchos proyectos de
inversión y no hay oportunidades de trabajo. Asimismo el Estado ofrece pagar
altas tasas o impone condiciones al sistema financiero con lo que absorbe la
escasa capacidad de ahorro, dejando sin financiación al sector privado. Una
alta tasa de interés es un veneno para la capacidad de crecimiento de una
economía. En forma similar, una tasa de interés real negativa desalienta el
ahorro y no hay fondos para invertir.

55
Robert Solow, premio Nobel de Economía 1987 explicó hace años la llamada
Regla de Oro que indica que la máxima tasa de interés que se puede pagar es
similar a la tasa de crecimiento de un país. De lo contrario, la deuda continúa
creciendo o se afecta el presupuesto dejando menos fondos disponibles para
las verdaderas funciones del Estado. De forma similar, Modigliani y Miller
(Premios Nobel 1985 y 1990 respectivamente) demostraron en 1958 que una
empresa no debería tomar deuda a una tasa (neta de impuestos) mayor que la
rentabilidad de sus activos. Son dos conceptos -uno de Macroeconomía y el
otro de Finanzas de Empresas- que el gobierno y empresas argentinas se
empeñan en desafiar.

Con alto costo del capital las posibilidades de crecimiento de Argentina están
muy limitadas. Los Gobiernos hacen sorprendente alarde de su capacidad de
intervenir e interferir en las decisiones privadas determinando precios máximos,
asignando subsidios, cobrando impuestos sobre stocks y flujos
simultáneamente o limitando el comercio exterior. Tristemente el sistema
republicano de ―checks and balances‖ es tan poco usado que hasta su
traducción como ―pesos y contrapesos‖ nos es ajena. Todos esos elementos
hacen que el riesgo de invertir sea muy alto.

Además de dificultar el crecimiento, otro efecto de las reglas opresivas y


cambiantes es que el Largo Plazo no nos resulta relevante. No me refiero a
la frase de J. M. Keynes que ―en el largo plazo estamos todos muertos‖. Es
simplemente que todos los flujos futuros que se espera recibir en un futuro
lejano son muy inciertos y tienen hoy poca importancia. Tenemos así un círculo
vicioso: hay gran incertidumbre sobre el futuro, y tenemos grandes urgencias
en el presente, con lo que castigamos aún más el futuro. Esto lleva a
decisiones del Estado, empresas y familias que valoran aún más el momento
presente. Se buscan satisfacciones inmediatas (populismo, altos precios y mala
calidad, o poca educación, por ej.) porque no se le da importancia a lo que tal
vez nunca llegue.

Pero el futuro siempre llega. Por miopes o costosas decisiones en el pasado no


hay capacidad de ahorro ni instituciones republicanas firmes. Por lo tanto, con

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escasos recursos es difícil aumentar la productividad, y los salarios no
pueden subir. La pobreza no puede reducirse.

Justamente la pobreza disminuye con mayor producción. La capacidad o


habilidad de cada persona aumenta si tiene los elementos correctos para
trabajar. Para obtener esos elementos se necesita capital. Si es mucho, pues
se comparte entre varias personas que se organizan de distintas maneras.
No hay empleados sin empresas, no hay crecimiento sin tecnología, no hay
desarrollo sin educación. Cuanta más tecnología, más productividad. Es
importante reducir el tiempo y dinero que cuesta capacitarse o adquirir esa
tecnología.

Sabemos que para que una sociedad se desarrolle hace falta un esfuerzo
conjunto de personas, empresas y gobierno.

Las personas deben tener la libertad de adaptarse a cambios y utilizar la mejor


tecnología disponible. Sólo de esa manera pueden producir más que lo que
consumen y ahorrar para el futuro.

Las empresas deben detectar qué producir y al mismo tiempo, la forma de


hacerlo. Internamente se toman muchas decisiones, que no están
determinadas por el mercado sino por la habilidad del empresario para
organizar su empresa, como mostrara Ronald Coase (premio Nobel en 1991).
Sus opciones están limitadas por el costo del capital y las infinitas regulaciones
que los gobiernos suelen aumentar.

Los gobiernos deben crear un entorno de pocas reglas de juego claras y


estables, controlar el cumplimiento de esas pocas normas, y no castigar el
crecimiento.

Sabemos que los shocks externos no se pueden evitar, pero los internos sí.
Tengamos pocas reglas estables, que permitan que la sociedad pueda
desarrollarse.

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GUERRA CULTURAL

Conflicto, comunicación, cultura

Algunos lectores pueden pensar que es ilegítimo o extremo hablar de guerra


cultural, recluyendo el término guerra al ámbito de lo estrictamente militar y
quedando ligado al empleo, sea en forma efectiva o potencial, de la violencia y
—por lo tanto, y al menos en principio— ajeno o lejano a la cultura.
Ello requiere entonces que primeramente revisemos qué es la guerra. Para ello
nos apoyaremos en Karl von Clausewitz, indiscutidamente —sin distinción de
tiempo y lugar— el mayor referente en esta materia. En su tratado De la
Guerra, Clausewitz plantea que ―la guerra es la continuación de la política por
otros medios‖. Este pasaje clave de su libro, configura una de las frases más
citadas y repetidas de la literatura militar pero ha sido en muchas ocasiones
tergiversado o mal interpretado, dándosele el sentido erróneo de que, una vez
iniciadas las hostilidades, la política debe dar un paso al costado y dejar el
conflicto —una trama entre diversos actores vinculados por intereses
interdependientes— exclusivamente en manos de las acciones militares.

Lo cierto es que el planteo de Clausewitz fue diametralmente diferente: si la


política es la acción de influir para alcanzar acuerdos y su instrumento habitual
es la palabra, la guerra es su continuación, sirviéndose de los medios militares
para influir sobre los otros actores y así llevarlos a alcanzar un acuerdo
compatible con los objetivos políticos que se fijaron. Por ello, en una carta en
que responde a consultas de un oficial del Estado Mayor General de Prusia,
Clausewitz puntualiza: ―la guerra no es un fenómeno independiente [de la
59
política] (…) El diseño de cada plan estratégico es de naturaleza
profundamente política (…) La guerra es un acto político que no es totalmente
autónomo; un verdadero instrumento político que no funciona por sí mismo sino
que es controlado por algo más, por la mano de la política‖.
Así como la guerra es siempre un fenómeno político, la política es siempre
acción comunicativa. Comunicar e influir tratan de lo mismo. Se comunica para
influir, se influye comunicando, y no hay forma de influir sin comunicar. Y la
comunicación se da siempre a través del empleo de signos en el marco de la
cultura. Se puede comunicar con la palabra o con la pluma pero también con la
espada. Todos ellos son en última instancia signos que transmiten un cierto
significado —es decir, el concepto mental de aquello a lo que el signo refiere.
La comunicación es una negociación o intercambio de significados a efectos de
lograr un entendimiento.

Si el conflicto es el resultado de visiones incompatibles en torno a ciertos


intereses que relacionan y hacen interdepender a quienes participan en él, y la
acción comunicativa de cada participante (actor) busca alterar (influir) las
visiones de las otras partes para que se acomoden a su propia visión, la
centralidad de la cultura surge de que ésta es precisamente el sistema de
producción social de sentido y significado.

Guerreros especializados

Promover una ideología implica promover una cierta visión del mundo. Si se
pretende hacerlo en forma efectiva es conveniente profundizar ciertas
disciplinas como las teoría de la comunicación, la de la información y la
semiótica. No por casualidad en todas ellas han tenido especial protagonismo
los expertos marxistas. El estructuralismo desarrolló el enfoque de los llamados
estudios culturales, que transformó radicalmente el concepto de cultura, para
―descolonizarla y terminar la supremacía de élite‖, reelaborándolo desde
abordajes marxistas, feministas y multiculturalistas. De la corriente
estructuralista derivó el deconstructivismo cuyo precepto esencial es no dar
nada por sentado, cuestionarlo todo, y concentrarse en el significante —es

60
decir, la forma o vehículo físico del signo (puede ser una palabra, una imagen,
un gesto, un objeto, una acción).

No se trata de una simple batalla. Se trata de una larga campaña, que lleva
muchas décadas y que es llevada adelante por auténticos expertos. La guerra
cultural está muy desequilibrada porque las artes requeridas son prácticamente
monopolio de una izquierda radical, a la vez tan sutil como dúctil. En ese
empeño, los revolucionarios culturales —adoptaron el seductor apelativo de
progresistas— eligieron el camino más largo pero más sólido y eficaz. De
intentar vendernos sin éxito la guerra de clases pasaron a una estrategia más
sutil pero mucho más profunda y corrosiva. Se montaron en algunos de los
valores más encumbrados que caracterizaron a Occidente —hoy tan
deshilachado— y comenzaron a alterar poco a poco los significados que damos
a los términos —los significantes— para así cambiar progresivamente, y sin
resistencia, nuestros valores.

Occidente bajo fuego

¿Qué significan hoy términos como tolerancia, derechos humanos, mujer,


feminismo, diversidad? Los que antes clamaban y batían el parche de la
tolerancia, pasaron repentinamente a la prepotencia y han terminado
mostrando su verdadera faz, enteramente intolerante y violenta hacia quienes
piensan diferente. Los derechos humanos que merecen atención para la nueva
élite global son los circunscriptos al repertorio de temas y grupos de interés
protegidos por la nueva ideología dominante; para el resto, no hay derechos
humanos ni lesa humanidad. Piénsese en quienes han sido condenados—o tan
sólo, acusados sin pruebas— de reprimir al terrorismo en la Argentina, en la
vida segada de millones de bebés no nacidos (reducidos a la condición de no-
personas), o en los derechos conculcados de venezolanos y cubanos.
¿De qué diversidad se habla cuando se pretende uniformar con la imposición
de un lenguaje contracultural, forzado y ridículo, bendecido con el adjetivo —
masculino, por cierto— de ‗inclusivo‘? ¿Cuánto de aprecio por la diversidad
tiene la pretensión de no consignar el sexo del titular en los documentos?

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De la misma forma, cabe preguntarse cuál es el alcance que tienen hoy la
libertad de conciencia, la libertad de culto, la libertad de opinión, en esa
geografía que alguna vez se llamó Mundo Libre y que hoy cercena la libre
expresión, restringe la objeción de conciencia, o interfiere en la enseñanza
religiosa, llegando al extremo de pretender controlar el pensamiento. Obligar a
respetar la llamada auto-percepción del otro entraña la violencia más radical y
totalitaria: implica ignorar, negar, mutilar las propias percepciones e imágenes
sensoriales. Es pasar de aquello de ―las ideas no se matan‖ a obliterar no sólo
las ideas sino también la propia percepción del mundo y de los hechos.

Para facilitar la difusión global de la revolución cultural penetraron los


organismos multilaterales y las ONG internacionales, introdujeron el nuevo
vocabulario y promovieron su prédica. Ya consolidados, aprovecharon esas
posiciones de privilegio para imponer sus nuevos códigos a las naciones
clientes.

Una vez realizada la mutación de significados, el paso siguiente es introducir


nuevos términos y sentidos y elevarlos a la categoría de principios, en franca
contradicción con aquellos que caracterizaron al mundo libre y, en algunos
casos, con los que forjaron la propia civilización. El trabajo lento, incesante y
paulatino sobre los términos de nuestro lenguaje ha rendido sus frutos
envenenados.

La recurrente introducción de ciertos términos de uso habitual en contextos


discursivos desacostumbrados e inconexos busca en muchos casos
contaminar su significado y forzar una nueva e intencionada connotación.
El uso de adjetivos redundantes también puede jugar un papel erosivo. Ese es
el caso de expresiones largamente usadas como ―comercio libre‖ y ―propiedad
privada‖. Siendo que el comercio refiere a transacciones libres y voluntarias
entre partes no sujetas a coacción o violencia, entonces la libertad y
voluntariedad conforman sus propiedades intrínsecas. El comercio es libre, o
no es comercio sino violencia. Agregarle, pues, el mencionado calificativo
deteriora su significado y lleva a pensar que existen otras formas o clases de
comercio que no sean libres. Algo parecido ocurre con la propiedad, que

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necesariamente refiere a lo privado por oposición a lo público. Nadie se ve
propietario de lo estatal y hablar de ―propiedad pública‖ entraña una
contradicción de términos (más apropiado es hablar de ―propiedad del Estado‖
o de ―propiedad del gobierno‖).

La ingeniería cultural como control total

Se opera sobre la cultura con el objetivo de condicionar lo que las personas


dicen y hacen y, ulteriormente, modelar lo que ellas piensan. Para eso es
necesario alterar el lenguaje, porque quién controla el lenguaje controla el
pensamiento. El lenguaje se utiliza como arma en contra de la realidad. Como
esta ideología que ataca a nuestra civilización viola la lógica, debe manipular el
lenguaje de forma tal que al plantear su postura no se puedan encontrar a
simple vista las contradicciones. La forma más fácil es enredar la terminología,
trastocando el sentido de las palabras. Una vez torcidas y retorcidas los
significantes y sus sentidos, se puede convencer al otro de aceptar algo que,
bien planteado, es a todas luces un disparate. A medida que la invasión cultural
va ganando espacio, desde los manuales hasta las leyes y los textos religiosos
van siendo sometidos a las nuevas pautas. Se conforma así un imperialismo
cultural que busca imponer su lenguaje, sus valores, y su dominio político e
institucional.

La ideología que enfrentamos es un sistema de creencias cerrado que


pretende re-presentar la realidad reemplazándola por su propio relato, al que
impone como verdadero en cualquier circunstancia. Su guerra en contra de la
realidad es total y utiliza todo su poder y recursos de que dispone para negarla,
esconderla y suprimirla.

El creyente en esta suerte de religión irracional y sin Dios se encuentra en una


encrucijada: si elige la realidad, tiene que desechar su ideología. Así que opta
por vivir y comportarse como si la realidad no existiese. A quienes permanecen
indiferentes o remisos, la nueva religión les impone el credo de la Corrección
Política. Para ello construye un manual cultural en el que existen, por un lado,

63
cosas que son ―correctas‖ y que se pueden expresar, y por otro, cosas que son
incorrectas por ser incompatibles con su sistema ideológico. Lo políticamente
correcto es la postura del establishment y quién se atreve a infringirlo se
arriesga a ser considerado hereje y expulsado del aparato social. Con el
tiempo, el castigo social logra cristalizar en la persecución penal efectiva.

Feminismo y alienación

La revolución cultural opera varias líneas de acción en forma simultánea, todas


ellas disolventes, dirigidas a resquebrajar la cohesión social. El feminismo es
una de ellas y constituye un buen ejemplo.

Todos los seres humanos independientemente de su sexo comparten una


esencia humana que es la misma, pero hombres y mujeres tienen a su vez
caracteres propios que permiten distinguir a unos de otras. Aquello que es afín
a la naturaleza de la mujer es femenino, y aquello que es afín a la naturaleza
del hombre es masculino. Un hombre no podría ser mujer, y viceversa, por la
sencilla razón de que sus cromosomas son distintos y permanecerán distintos
hasta su muerte.

Los dos sexos tienen diferentes características genéticas, hormonales y


orgánicas. Esas cualidades diferentes tienen una distribución normal: existen
mujeres masculinas y hombres femeninos, pero esos casos son la excepción a
la regla. Por otra parte, los caracteres del hombre y de la mujer son
complementarios entre sí porque están diseñados para vivir en pareja. Esa
complementariedad no ocurre entre varones ni entre mujeres, pues no están
diseñados para vivir en pareja.

Lo expuesto puede parecer obvio pero el feminismo lo rechaza de plano. Su


tema central radica en la pretensión de que no existen diferencias entre el
hombre y la mujer. Para el feminismo la única diferencia entre un hombre y una
mujer es anatómica y, más específicamente, genital. Del resto, según el

64
feminismo, seríamos exactamente iguales, con idénticas capacidades,
inclinaciones, y gustos.

Siendo su postura de que hombres y mujeres son lo mismo, el feminismo


defiende los derechos de los transexuales y de quienes, sin someterse a
cirugía o tomar hormonas, cambian su status legal por la mera declaración de
sentirse o percibirse ―distintos‖ (lo cual invalida la doctrina de la igualdad, pero
la falta de lógica no es algo que incomode a estos grupos). Para el ideario
feminista el sexo es una elección interior.

El credo feminista se completa con tres axiomas (principios básicos sobre los
que no admiten discusión y blindados a toda contrastación): las personas son
manipuladas culturalmente para actuar de acuerdo con su sexo; las diferencias
entre los sexos son inventadas para sojuzgar la mujer al varón y perpetuar el
sistema de opresión; y las mujeres están ciegas y no son capaces de ver la
cultura patriarcal en la que están inmersas.

Como se puede apreciar, el feminismo no sólo atropella la lógica sino la


realidad sensible. No soporta un mínimo examen desde el racionalismo ni
desde el empirismo. Sus incoherencias son norma. Tomemos por ejemplo el
tema de la autorpercepción y la opresión. Sus defensores sostienen que la
autopercepción es lo que manda. Por otro lado nos dicen que las mujeres están
oprimidas pero que no se dan cuenta ―por estar muy oprimidas‖. Entonces cabe
cuestionar y exigir que opten: ¿están realmente oprimidas o lo que vale es su
autopercepción de que no lo están?

De acuerdo con el feminismo el ―lenguaje sexista‖ — una invención de este


movimiento— lo permea todo, y comienza con el uso de términos masculinos
como si fueran universales —por ejemplo, utilizar el pronombre ―ellos‖ para
referirse a un grupo de mujeres y hombres, o hablar de ―el hombre‖ para
referirse a la humanidad.

La mujer femenina pasa a encarnar la continuidad de la opresión, producto de


la educación patriarcal. Lo mismo ocurre con la masculinidad. Bajo esta visión,

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el patriarcado convence a las mujeres de que ser madres debe ser su objetivo.
Y también es, a la vez, responsable de las guerras, de la esclavitud, y del
imperialismo. Los mecanismos de sometimiento se basan en la disparidad de
empleos, de salarios, de derechos, y en la violencia explícita.

Se tuercen las estadísticas y se tergiversan las crónicas sobre denuncias de


abusos, que en muchos casos son lisa y llanamente apócrifas. Pero, claro, la
corriente feminista se ha anotado una victoria no menor adicional y ella es que
la carga de la prueba se ha invertido o, más bien, ha desaparecido y poco
importa que los abusadores denunciados logren demostrar las incongruencias
de las incriminaciones, pues la mera denuncia ya extiende en forma bien
práctica la condena.

El feminismo declama defender la libertad de toda mujer de decidir sobre su


propia vida. Pero, a diferencia de lo que predica, el feminismo no acepta la
diversidad de pensamiento, ni la disidencia.

La evolución de la revolución

Dos apotegmas constituyen el núcleo común a todas las diferentes corrientes y


manifestaciones que adopta la guerra cultural.

El primero nos dice que ―todo es relativo‖. El éxito con que ha sido recibida esta
afirmación reside en que la amplia mayoría de lo que vemos o pensamos es
relativo. Nuestro acceso al mundo físico está mediado por percepciones, lo que
impide alcanzar un conocimiento objetivo. Pero una cosa es el relativismo
epistemológico y otra bien distinta el relativismo totalizador. La misma
expresión ―todo es relativo‖ implica una autonegación, porque expresa un
absoluto. Este relativismo totalizador constituye un fundamentalismo dogmático
y autocontradictorio. Para que algo sea relativo ese algo lo es en relación a otra
cosa; pero, en algún punto, el edificio de relaciones concluye en un absoluto.
Para que sean relativas debe haber un absoluto.

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Ciertos valores morales reflejan derechos que no pueden ser puestos en
discusión ni sometidos a la decisión de mayorías, y son garantía para la
existencia y la convivencia social. De lo contrario, ―no torturar a los niños‖ no
sería más que una convención que siempre podría ser relativizada o eliminada.
Si no pueden ser alterados por una votación, no pueden ser fruto de otra
votación previa. Desde la perspectiva cristiana, han sido fijados por Dios a los
hombres en razón del libre albedrío.

El carácter absoluto de esos principios es crucial pues, de lo contrario, los más


elevados valores humanos quedan sometidos a la tiranía de mayorías o de
pretendidos consensos que no son tales. ¿Qué razón habría para no poder
desechar el principio de no matar? ¿Por qué sancionar la pedofilia, la necrofilia,
o censurar el animalismo? No debe sorprender que estos temas están
explicitados, o al menos subyacen, en muchas iniciativas progresistas.
El segundo apotegma, después de sostener que todo es relativo, sostiene un
absoluto: ―todos somos iguales‖. Lo que deriva, claro, en que hay que acabar
con las desigualdades que evidencian la irrealidad de tal idea. Como advirtió
Paul Watzlawick, no hay diferencia alguna en el resultado, sea que se pretenda
resolver las desigualdades desde un punto de vista marxista o desde uno
capitalista (intervencionista). ―El intento de nivelar las diferencias de los
hombres conduce inevitablemente a los excesos totalitarios de desigualdad‖.
Las contradicciones son la norma del enemigo que nos ataca. Los progresistas
se manifiestan fervientes defensores de la Naturaleza y el estado natural. Sin
embargo, son campeones en agredirla en forma continua, reduciendo la
realidad natural a mera ―opresión cultural‖.

El feminismo y las demás corrientes que llevan a cabo esta guerra cultural se
caracterizan por ser estatistas y autoritarios. Los cuales, bien mirados, son
términos redundantes. No es que necesiten del Estado para que éste asegure
que se respeten los derechos que enarbolan. Necesitan del Estado para
imponer el sometimiento de la sociedad a la ruptura con la realidad natural. No
buscan tolerancia. Buscan imposición. La historia del homosexualismo es
contundente al respecto: pasó de reclamar tolerancia, a obtener privilegios
impensados e imponer su agenda al resto del conglomerado social,

67
apoyándose en el ejercicio de la fuerza por parte del Estado. Documentos de
identidad, patria potestad, libertad de conciencia, de educación, de culto, de
expresión, de asociación, …todo el entramado jurídico sucumbió.

El ataque comienza por la invasión cultural pero madura en un sojuzgamiento


material y concreto en las dimensiones políticas, económicas e institucionales.
Se altera y subvierte el derecho, se penetra y transversaliza todo el abanico de
partidos políticos tradicionales, se consagran nuevas instituciones —
encargadas de vaciar de significado y eficacia la igualdad ante la ley y los
mecanismos de representación y de acceso a la justicia—, y se somete a
quienes trabajan y generan riqueza a sostener materialmente el aparato de
indoctrinación y subversión cultural y su clientela parasitaria.

La guerra cultural constituye una reelaboración de la guerra de clases. El éxito


económico del mundo libre frustró el intento de rebelar al proletariado y llevó a
sofisticar la revolución. Engels había planteado la necesidad de destruir la
familia, núcleo de la sociedad y la cultura occidental. Gramsci, los intelectuales
de la llamada Escuela de Frankfurt, y el deconstructivismo lingüístico
constituyen peldaños de esa reelaboración.

Todo parece estar perdido. Pero nuestros enemigos no cuentan con la más
indestructible de todas las falanges militares jamás concebida: la familia bien
constituida. No cuentan con el hombre, y su capacidad de levantarse y
enmendar. Peor aún: no cuentan con Dios. Más tarde o más temprano, pierden
por demolición.

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LA DISPUTA DEL SENTIDO COMÚN

El término ―Batalla Cultural‖ se encuentra en permanente uso, tal es así, que


suele sumársele un montón de características que van desde la confusión
hasta la contradicción para quienes promueven las ideas de la libertad. En las
siguientes líneas abordare, según mi visión, de qué hablamos cuando
hablamos de batalla cultural.

Del fin de la historia a la batalla cultural

Cuando Francis Fukuyama escribió ―El fin de la historia y el último hombre‖,


enunció una conclusión historicista por la que las luchas entre opuestas
concepciones del mundo habían llegado a su fin con la caída del Muro de
Berlín y la desintegración de la URSS. Sostuvo que había triunfado la visión
liberal en el campo de las ideas, la historia había llegado a su fin. Karl Marx,
partiendo de la misma premisa, prometió la victoria de sus ideas.

Tanto Fukuyama como Marx, apoyados en el sistema hegeliano, convencieron


de que el argumento de la historia les había sido revelado y que el triunfo de
una idea suponía el fin de las contradicciones. El problema que esto supone es
que son argumentos arrogantes, ya que nadie puede conocer los arcanos de la
historia, y es imposible prever el rumbo de las acciones de los individuos. Y si
conocemos el futuro, no somos libres.

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La visión historicista es dogmática, puesto que supone el debate como una
lucha por la verdad (la suya) y lo errático (la visión ajena); cuando todo culmina
y no hay contradicción, triunfa la verdad, se ha llegado al fin de la historia. Sin
embargo, ningún dogma es una estación terminal, por el contrario, lo que más
se adecua a las ideas de la libertad es tomar las conjeturas como aquello de lo
que se cree como verdad para entender que luego vendrá una refutación y con
ello una nueva conjetura.

La postura dogmática tiene consecuencias peligrosas para la libertad, los


episodios más oscuros de la humanidad se debieron a quienes dictaron que
era la verdad y la apropiaron para sí. La creencia de poseer el dogma terminal
al que antes hacíamos mención, agotara los caminos de la tolerancia y
pretenderá que los demás lo adopten. Lo otro, es el error, y quien posee la
verdad absoluta tendrá poco margen de tolerancia respecto del error de los
demás. Esto, llevado a consecuencias más altas, abre camino a autoritarismos,
ministerios de la verdad y policías del pensamiento.

Todo lo recientemente señalado para ―el fin de la historia‖ es lo que me permito


adaptar y señalar para todo lo relacionado a ―batalla cultural‖, a fin de llegar a
una conclusión de lo que es, y levantar las alertas necesarias para no poner en
juego nuestras posiciones.

La batalla de estos tiempos

La realidad latinoamericana es dramática. Existe una arraigada mitología


izquierdista que nos aleja del progreso y nuestro país no es una excepción.
La legitimidad popular hacia las ideas se encuentra mayormente relacionada a
sistemas demagógicos de soluciones mágicas a los problemas heredados por
los ―neoliberalismos‖. Esta mitología funciona como un paquete formativo en la
creencia de los individuos desde etapas tempranas y principalmente en la
juventud, donde se encuentra el periodo de mayor receptividad, y por lo tanto
se está más expuesto.

70
Los colegios y universidades son determinantes en la etapa formativa, y esto la
izquierda lo entendió muy bien. Cuando Antonio Gramsci habló de tomar la
educación y la cultura, estableció una fórmula para aspirar a la hegemonía.
El desprecio por la cultura y la formación intelectual de muchos sectores de
derecha, llevó a perder una posición elemental que el progresismo supo sellar.

Y esto tiene grandes consecuencias, normalmente imperceptibles en el corto


plazo, en palabras de Robert Dahl: ―parece evidente que las creencias de los
individuos influyen en las acciones colectivas y, por ende, en la estructura y en
el funcionamiento de las instituciones y de los sistemas‖ [1].

La batalla cultural no es una guerra como muchos suponen, es hacer algo por
lo que creemos, entendiendo el rol crucial que las ideas tienen en la sociedad y
por lo tanto de la educación y los procesos culturales. La batalla de estos
tiempos es cultural, e implica que los individuos que tienen algo para decir,
asuman el protagonismo en lugar del silencio.

Lo cultural debe ser tomado como un gran frente desde el que puede
ingresarse por distintos caminos: política, educación, comunicación y redes
sociales, literatura, teatro y tantos otros. Cada individuo en plenitud de su
diversidad y especialización podrá asumir su protagonismo en cada camino de
ese frente, y naturalmente será acompañado por otros que reconocen el riesgo
de no involucrarse. Así, tendremos adeptos a nuestras ideas en cada escenario
de lo cultural, empujando y ganando posiciones, desbancando la agenda
hegemónica que el progresismo supo conseguir.

Pero a la hora de encarar esta batalla, debemos retomar la enseñanza de lo


que fue ―el fin de la historia‖. La batalla cultural no vislumbra un fin, y si lo es,
estaremos en la entrada de una dictadura de la idea hegemónica, en un
proyecto dogmático similar al que nosotros denunciamos.

Los hombres libres eligen sus ideas, no deberían estar expuestos a


adoctrinamientos en instituciones educativas ni a la imposición de una agenda
que no les pertenece. Los individuos marcan su propia agenda, son dueños de

71
su propia vida y proyectos, por lo tanto, debemos asumir la batalla cultural
como la promoción de nuestras ideas y la disputa del sentido común,
entendiendo que serán esos mismos individuos quienes las elegirán o no.
Siendo así, supone el adelantamiento para el reconocimiento de las demandas
coyunturales en un plebiscito constante. No hay descanso.

[1]. – Robert Dahl, La poliarquía, Tecnos, Madrid, 1989, p. 119.

72
DEMOCRÁTICOS SOMOS TODOS
(LAS VAQUITAS SON AJENAS)

Es difícil encontrar debates actuales y sistemáticos sobre la democratización


argentina, entendiéndola como el proceso por el cual el régimen político
instalado en diciembre de 1983 se consolidó y se desarrolló hasta estos días
turbulentos que vivimos. Pensar críticamente la construcción de la democracia
argentina realmente existente es algo que apenas sobrevive en los márgenes
de las agendas de las Ciencias Sociales y Humanas.

En países como España, Uruguay y Chile, los años de la transición y sus


secuelas permanecen en el debate público, no solo como celebraciones de
élites, también entendiendo que muchos de los sucesos actuales tienen su
inicio en aquel proceso fundacional. En Argentina, en cambio, a pesar que el
automóvil se descompone una y otra vez, el interés académico, intelectual,
periodístico y político se centra, también una y otra vez, en cambiar el tapizado
y seguir brindando por el aguante del viejo motor, aunque, todos saben que ya
está fundido.

Una primera pregunta que aún permanece sin atender en toda su profundidad
es ¿por qué un país que vivió el siglo XX entre golpes militares, dejó de
hacerlo? Y a continuación, deberíamos responder también cuánto de la
desastrosa realidad que enfrentamos hoy, tiene que ver con el camino elegido
para la construcción de la democracia.

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La hipótesis que se presenta a continuación argumenta que la democracia post
1983 se consolidó y resistió todo tipo de crisis debido a que logró conformarse
un pacto corporativo muy inclusivo y alimentado por los recursos de un Estado
que, progresivamente, fue convirtiéndose en el exitoso sostén del sistema al
ser la única vía de acceso al poder y sus privilegios.

Un pacto en partes

El primero que entendió la importancia de conformar una corporación política


fue Raúl Alfonsín, lo que era comprensible en ese contexto de debilidad de los
políticos que, además, encaraban esa etapa con pocos recursos para repartir y
sin sus grandes nombres (como Perón, Balbín, Illia, para entonces fallecidos).
Alfonsín, con el proyecto del tercer movimiento histórico y un incipiente
discurso sobre la superioridad moral de la militancia política, encontró en
Antonio Cafiero un socio con quien compartía un diagnóstico muy preciso: la
constante interferencia militar impedía constituir una corporación política
estable y autónoma y, sin eso, no era posible que sobreviviera la democracia.

Las Fuerzas Armadas en el gobierno habían hecho todos los desastres


imaginables, además, atacaron a políticos, sindicalistas, periodistas,
empresarios, intelectuales, artistas y, como si fuera poco, se apropiaban de los
cargos y del manejo del Estado. Por eso, desde 1983, uno de los pocos
acuerdos alcanzados entre los partidos fue que en el ―círculo rojo‖ habría lugar
para todas las corporaciones, excepto, para los militares. Posiblemente, estos
sean el único sector cuyas élites están peor hoy de lo que estaban en 1983.
Carlos Menem accedió al poder enfrentando la alianza entre la ―cafieradora‖ y
el ―alfonsinismo‖, pero una vez consolidado su liderazgo, fue el gran impulsor
del pacto corporativo al que le dio gran parte de las señas de identidad que
hasta hoy mantiene. De su mano, el peronismo concentró el poder, eludió
controles, camufló el gasto político debajo de la alfombra provincial y abrió las
puertas a la corrupción en gran escala.

74
La tarea fue exitosa, y por eso sumó otras corporaciones al pacto: la justicia,
parte de los sindicatos, los empresarios ―expertos en mercados regulados‖,
grupos de la prensa, dirigentes deportivos etc. Menem y Alfonsín, ya sin la
presión militar, se propusieron acrecentar su poder, el primero, y salvar a su
decaído partido, el segundo y así llegó la formalización del gran acuerdo
corporativo: el Pacto de Olivos.

En la nueva constitución aparecieron la reelección, el tercer senador, más


diputados por provincia y, sobre todo, el discutible artículo 38 que se mete con
el financiamiento y la capacitación de los partidos y que parece considerarlos
como apéndices del Estado. Por supuesto, todo decorado discursivamente con
pactos internacionales y nuevas y avanzadas instituciones políticas que nunca
funcionaron más allá de crear onerosas estructuras burocráticas.

La posta la tomó Eduardo Duhalde, quien con Alfonsín construyeron un sólido


acuerdo sostenido en la sobre-financiada legislatura bonaerense. Ambos
dirigentes decidieron poner a prueba la fortaleza del acuerdo corporativo
cargándose al gobierno de De La Rúa, cuando, además de sus propios errores,
parecía intentar disputar el manejo de la política, incorporando nuevos actores
y desechando a otros que no querían pasar a retiro.

El año 2001 fue la prueba de fuego. Mientras en Venezuela el ―Pacto del punto
fijo‖ era arrasado por el chavismo, el congreso argentino le daba salida a una
crisis que en otro momento de la historia hubiera terminado con los militares en
la Casa Rosada.

La solución institucional de la crisis dio una mayor confianza al pacto


corporativo mientras que la devaluación y los precios de los commodities
permitieron extender una generosa oferta: todas las corporaciones –menos los
militares- podrían integrarse a renovado acuerdo de gobernabilidad y conseguir
su lote en el Estado. La Iglesia fue presurosa en nombre del diálogo argentino y
con ella los sindicalistas y empresarios nacionales que faltaban, y los
movimientos sociales que, de a poco, comenzaron a ser ―peronizados‖.

75
El kirchnerismo de la mano de Néstor dio otro paso fundamental, la
transversalidad, (Cristina, Cobos y vos) y sobre todo, una serie de leyes y
reglamentaciones que continuaron el camino del pacto de 1994: las PASO, que
permitieron a las oligarquías partidarias la posibilidad de regular
la competencia política (ya que son las juntas electorales de cada partido o
coalición las que determinan quiénes y cómo participan), las leyes de
financiamiento partidario y las estrictas regulaciones para la creación de
nuevos partidos. Hoy en día es prácticamente imposible plantear desafíos
políticos sin transitar los caminos que la corporación política ha establecido y
cuyas reglas y mañas manejan con total auto
ridad y discreción.

Paradójicamente, los únicos intentos de cambio vinieron de la mano de Cristina


Kirchner y Mauricio Macri. Cristina porque hasta la diversidad corporativa le
parece que conspira contras sus deseos absolutistas y Macri en pos de ideas
más liberales clásicas, pero poco realistas. Sin embargo, ambos se vieron
obligados a negociar con los representantes del poder corporativo para llegar al
gobierno y ellos mismos –sus aliados- aportaron decisivamente a frustrar esos
proyectos.

Final abierto

La primavera democrática prometía una sociedad vital, creativa y vinculada al


mundo que mantendría al Estado bajo un control de reglas constitucionales,
pero casi cuarenta años después tenemos una democracia corporativa, una
sociedad empobrecida y dependiente del Estado. Mientras tanto sus elites
habitan un círculo de privilegio legitimados en un relato de la supuesta
superioridad moral que le otorgan la militancia, la resistencia a la dictadura y el
Estado presente.
En los años 80 la participación política era la norma en una sociedad
entusiasmada por los cambios. Con la nueva década esto fue reduciéndose,
pero quienes siguieron en el asunto comenzaron a ser designados en las
diversas plantas del Estado nacional, provincial o municipal, Universidades o

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agencias varias. Al día de hoy es difícil encontrar militantes de los principales
partidos políticos que no sean empleados públicos.

El pacto corporativo recorrió un largo camino desde 1983. Cada sector tuvo su
lugar en la repartija del Estado, esto los protegió, hizo más poderosas a sus
elites, les garantizó el permanente, aunque ineficiente, dominio de su propio
territorio y algunas cuotas de poder en el orden político nacional. También
aportó a construir una solidaridad inter-corporativa, es decir, si alguien toca a
los empresarios textiles, saltan en su defensa los gremios de aerolíneas y si
tocan a estos, los defienden los movimientos sociales y si alguien cuestiona
todo eso, lo reprenden desde el Vaticano, lo condenan artistas populares e
intelectuales y lo exponen públicamente los más entusiastas militantes de la
democracia corporativa: los periodistas y noteros de los grandes medios de
comunicación.

La lógica extractiva unió a las corporaciones a pesar de sus diferencias y les


otorgó un sentido de supervivencia colectivo. Esto no quiere decir que al
interior del sistema no haya tensiones, intereses contrapuestos, odios
viscerales y coyunturas donde algún sector pueda caer temporalmente en
desgracia. Pero, aunque a una corporación le vaya mal, a sus élites nunca les
va mal.

Cerca de cumplirse cuarenta años de aquel 1983, la democracia se enfrenta a


un desafío importante: cada vez es más difícil seguir financiando ese pacto
corporativo desde el Estado. Tampoco hay mucho margen para expoliar más a
una sociedad exhausta, además, por los efectos de una cuarentena dirigida a
beneficiar primero a quienes estaban vinculados con el Estado y sus
privilegios.

Por otro lado, la forma en que adoptó la democracia argentina no otorga


demasiada flexibilidad a sus élites para hacer otra cosa. Por lo tanto, para
cambiar las cosas realmente haría falta la destrucción del pacto corporativo que
sostiene el sistema. Venezuela y Brasil recorrieron ese camino con malos
resultados. Chile comenzó a hacerlo con incierto final. Colombia está dudando.

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Dinamitando este sistema, nosotros no estaremos peor de lo que ahora
estamos. ¿O sí?

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CONOCER PARA TRANSFORMAR
De qué hablamos cuando
hablamos de empleo público

En paralelo a la agudización de la crisis económica argentina, en particular, a lo


largo de la última década, se acrecentaron las referencias a la necesidad de
―reformar al Estado‖, o más precisamente, de ―achicar al Estado‖.

Emergentes figuras de la política, con fuerte presencia mediática, comenzaron


a instalar -en buena hora- en el debate público ese tema. Por supuesto, la
prédica en torno a esto no es homogénea, sino que cubre un amplio abanico
que va desde los análisis presupuestarios relativamente simplistas, pero bien
expuestos (―El Estado gasta tanto en esto o en aquellos, hay que reducirlo‖), a
otros aún más simplistas, más parecidos a slogans que a resultados de análisis
meditados (―Hay que cerrar tal o cual dependencia‖).

Desde el campo de las ideas de la libertad -económica, política, social y


cultural- hay un consenso más o menos claro en que la configuración del
Estado argentino requiere una transformación radical, en su estructura y en su
dinámica. Sin embargo, cuando se verbaliza la operación de dicha
transformación, el consenso deja de ser homogéneo. Algunos integrantes de
este campo de ideas, quizás por imposición de los medios de comunicación
donde predican bajo la forma de ―panelistas‖, plantean posturas simplistas pero
de alto impacto, al menos para generar discusiones y gritos en esos paneles
televisivos. Otros, con estilo menos mediático, más sobrio, sostienen que hay
que ―reformar el Estado‖, pero sin más precisiones. Cómo? Con qué recursos?
Con qué orientación? Cuándo? Incluso, otros, parados en un punto intermedio

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de exposición pública, elaboran sesudos argumentos filosóficos en torno al rol
del Estado, concluyendo que ―debe desaparecer‖. Y las preguntas se repiten.

Si queremos tener nuestra propia Tesis 11, para transformar al Estado la


condición necesaria es conocerlo; pero no conocerlo en forma teórica, sino
conocerlo desde su configuración real actual. Conocerlo, pensarlo y redefinirlo
con los pies en la tierra.

Desde hace muchas décadas, el Estado argentino es un asegurador: un agente


de seguro de desempleo.

Hasta la década de 1930, la burocracia estatal fue reducida y estaba


específicamente abocada a sus funciones, lo que la tornaba bastante eficiente.
Posteriormente, cuando los efectos de la crisis de 1929 se hicieron presentes
en Argentina, el empleo público comenzó a funcionar como seguro de
desempleo, a la par que los puestos a cubrirse fueron expandiéndose debido a
que el Estado comenzó a ampliar sus campos de intervención.

Esa nueva matriz de un Estado con muchas áreas de acción y con


sobreabundancia de empleo público se consolida a lo largo de los años ‘40 y
‘50, incrementándose a lo largo de las décadas subsiguientes a un ritmo mayor
que el vegetativo. Ese crecimiento fue solo cuantitativo, no cualitativo; se
conformó así una masa de trabajadores públicos heterogénea y amorfa: con
reducidos núcleos de gente capacitada, que trabajó eficiente y eficazmente en
determinados momentos (como, por ejemplo, ciertos grupos de profesionales y
técnicos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria en la década de
1960), y una gran masa de escasa formación, hacedora de tareas repetitivas y
sin ninguna iniciativa propia, y siempre funcionales y dependientes de la
facción política que tuviese el control del aparato estatal en cada momento.

Con la salida de la profunda crisis 1989-1990 y la instauración del Plan de


Convertibilidad, el Ministro de Economía, Domingo Cavallo, en concordancia
con los lineamientos de políticas imperantes en los organismos de
financiamiento internacional, pero sobre todo, en función de su propósito de

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modernizar la conformación y el funcionamiento de la Argentina, se plantea
refundar al Estado. Sin embargo, a poco de iniciar la andadura reformista, pudo
comprobar en carne propia -en la cotidianidad de la gestión ministerial- que no
había cimientos adecuados para construir un nuevo Estado, moderno, eficaz y
eficiente. Las distintas dependencias públicas contenían un cúmulo de recursos
humanos poco capacitados, como se mencionó más arriba, y con una inercia
que impedía la mentada modernización.

Ante este hecho, y asumiendo que políticamente era inviable lograr el aval del
presidente Menem para despedir a esa masa de empleados públicos (más allá
de los procesos de retiros voluntarios que se abrieron), Cavallo y su equipo
diseñaron una estrategia de gestión de la ―cosa pública‖ que la prensa
opositora denominó ―Estado paralelo‖.

Qué era? Un conjunto de profesionales, técnicos y administrativos, con


formación en diferentes áreas o disciplinas, que podían diseñar, ejecutar,
administrar y evaluar programas y proyectos por los que se canalizaban los
lineamientos de políticas públicas fijados por el gobierno. Dichos programas y
proyectos fueron mayormente financiados por organismos internacionales
como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo. Así, en la
práctica, estos organismos estaban financiando la primera transformación
cualitativa sustancial de la conformación del empleo público.

Los campos de acción de ese nuevo conjunto de ―empleados públicos‖ fueron


muchos y disímiles. La obra pública, por ejemplo, requiere de formulaciones de
proyectos, diseños, gestión administrativa y evaluaciones, a fin de cumplir con
los requisitos de los fondos prestamistas. Esas tareas no podían ser
desarrolladas por el empleo público ―tradicional‖, porque no estaba preparado,
no estaba formado para eso, y en muchas ocasiones, incluso, se opuso -vía
sus representaciones sindicales- a facilitar el trabajo de los ―no tradicionales‖.

En el contexto de ese ―Estado paralelo‖, se contrató puntualmente a esos


profesionales, técnicos y administrativos que, sin ser empleados públicos stricto
sensu, fueron los que hicieron funcionar al Estado en esos años. Tales

81
contratos fueron, centralmente, por locación de obra: se ejecutaba la tarea
solicitada, se facturaban los honorarios acordados, se cobraban y se terminaba
la relación entre contratante (el Estado) y los contratados. Era una relación
entre agentes independientes en sus relaciones, y sin que medien mecanismos
de sujeción de uno a otro: no había aguinaldo, ni vacaciones pagas, ni obra
social. Se trataba, en esencia, de unos agentes que vendían sus servicios a un
cliente (el Estado), sin entablar relaciones estables con el mismo.

Algunos de los miembros de ese ―Estado paralelo‖ sólo tenían por clientes al
Estado, y otros diversificaban la venta de sus servicios entre el Estado y el
sector privado. Economistas, abogados, ingenieros, arquitectos, entre otros
profesionales, fueron convocados para prestar los servicios que el Estado
necesitaba: desde formular un proyecto de crédito internacional hasta negociar
con los prestamistas; desde diseñar una red vial hasta formular un marco
regulatorio para un nuevo aspecto del funcionamiento del mercado financiero.

Pero el proceso no fue lineal en su proyección. Muchos de los miembros de


ese ―Estado paralelo‖ fueron encandilados por la comodidad del empleo público
tradicional: poca carga laboral, escasa responsabilidad, horarios laxos,
vacaciones pagas, aguinaldo, obra social, licencias con goce de sueldo, etc. Y,
entonces, aspiraron a pasar ―a planta‖, es decir, ser incorporados como empleo
público tradicional.

Por otro lado, otros contratados (en menor número) optaron por la libertad de
movimientos y de pensamiento, aún a costa de la inestabilidad de ingresos y de
mayores costos de vida (debían solventar por su cuenta el servicio de salud,
los días anuales de vacaciones, etc.).

Luego de la crisis de 2001/02, cuando Duhalde ―cerró‖ el ingreso al Estado, la


modalidad del ―Estado paralelo‖ continuó, porque era lo que hacía (y hace)
funcionar de verdad al Estado, no en la rutina, sino en las cosas de
fondo (construir un hospital, desarrollar acciones de promoción productiva, etc.,
dicho esto sin discutir ahora si son funciones o no del Estado estas cosas).

82
Asumido Néstor Kirchner, y ante aquel ―cierre‖ de ingresos a puestos en el
Estado, pero necesitado el gobierno de brindar una apariencia de empleo a
miles de personas (básicamente, militantes o futuros militantes), se optó por la
vía rápida de efectuar contrataciones (como locación de servicios o locación de
obra). Esas personas no eran planta permanente del Estado, pero tampoco eran
stricto sensu el ―Estado paralelo‖: cobraban mensualmente un honorario, contra
entrega de la factura por la prestación de servicios que marca la normativa
fiscal. Así, en el Estado pasaron a convivir tres aglomeraciones de personal: los
de planta permanente tradicionales, los profesionales, técnicos y administrativos
que forman ese ―Estado paralelo‖ y la nueva masa de contratados (que
genéricamente se llamaron ―monotributistas del Estado‖).

Esta configuración la inició el gobierno de Néstor Kirchner y continuó sin


cambios sustanciales en las presidencias sucesivas de Cristina F. de Kirchner y
Mauricio Macri, hasta llegar a la gestión actual. Y en paralelo se da en otras
administraciones públicas, como la del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

El crecimiento de la masa de ―monotributistas del Estado‖ fue tal, que uno de los
sindicatos estatales (Asociación de Trabajadores del Estado, ATE) comenzó la
presión para que parte de esos ―monotributistas‖ pasen a alguna modalidad de
empleo público, si no a planta permanente, al menos a un híbrido llamado
―planta transitoria‖; el objetivo era que pudieran hacer aportes al sindicato y a la
obra social pertinente. A diferencia de la década de 1990, cuando el otro
sindicato (Unión Personal Civil de la Nación, UPCN) se enfrentó al personal del
―Estado paralelo‖ (básicamente, dada la disparidad de ingresos que tenían los
empleados públicos respecto de esos contratados), en el siglo XXI los
contratados ―monotributistas‖ fueron cooptados por el sindicalismo,
imbricándose mucho más en su papel de ―empleados públicos‖.

Con esta nueva masa de contratados, el papel del Estado como agente
asegurador se revitalizó: el cargo (como planta transitoria o ―monotributistas‖)
fue la forma que adoptó el seguro de desempleo.

83
El Estado realmente existente es este, el conformado por esta masa amorfa de
contratados y por los profesionales del ―Estado paralelo‖, pero también por el
juez y por la enfermera del hospital público, por el gendarme y por la maestra de
la escuela rural.

Plantear una reforma del Estado implica conocer y reconocer esta realidad.

No es blanco o negro, no es ―Estado sí‖ como un todo, o ―Estado no‖ como un


todo. El Estado es una realidad perfectible, que necesita cambiarse, pero para
lo cual hay que tener un modelo a seguir: qué Estado queremos.

Desde el campo de las ideas de la libertad, no es claro ni homogéneo el


panorama respecto a la respuesta a esa pregunta. Alcanzar un consenso claro
en torno a eso es clave. Y no solo en relación al qué, sino también al cómo
hacerlo, porque ese cómo implica tomar decisiones con consecuencias políticas
y socioeconómicas severas.

De qué manera redefinir los alcances del Estado (que sin dudas deben acotarse
radicalmente) es una cuestión que va de la mano de resolver cómo encarar ese
proceso de transformación teniendo en cuenta la masa de recursos humanos
relacionados con la configuración actual del Estado. Plantear lo primero sin
considerar lo segundo, conduce al fracaso, primero discursivo y después
político.

84
DISIDENCIA Y BATALLA CULTURAL

La noción de batalla cultural irrumpió en la vida pública en los últimos tiempos.


Presente desde hace años en ámbitos más restringidos, como el académico,
se expone hoy en los medios de comunicación, también en las estructuras del
poder político-partidario y ni que hablar en la palestra de las redes sociales,
donde se la usa a destajo. Esta referencia pública constante a la batalla cultural
es un fenómeno relativamente nuevo. Quiero decir, la batalla en sí tiene ya
mucho tiempo, pero no el hecho de su reivindicación en la cosa pública.

Sin embargo, como tanto sucede en estos tiempos, la definición de esta noción
resulta opaca, pues todo el mundo la menta, pero pocos puedan dar cuenta de
su significado auténtico. En este breve artículo, y de la mano de los que mucho
saben, trataré de echar algo de luz respecto de esta confrontación en la que, lo
queramos o no, estamos inmersos.

¿Qué es la batalla cultural?

Cabe decir en principio que toda batalla es parte de una guerra. A mi entender,
la batalla cultural es parte de la guerra revolucionaria cuyo objetivo último es
lograr el poder total y absoluto en todos los órdenes.

En segundo término, es preciso señalar que si hay batalla es porque existen


dos bandos contendientes. Como en toda guerra, hay ―amigos‖ y ―enemigos‖ y,
en principio, es bueno que eso suceda pues significa que existe en la
comunidad la voluntad y la decisión de subsistir políticamente. La vocación de

85
dar pelea. Porque lo cierto es que, y esta es la tercera cuestión, lo que está en
juego en esta batalla es la propia existencia de la comunidad política.

Esta batalla que se libra hoy tiene dos planos estrechamente vinculados. Uno
es el plano de los Estados nacionales, el otro el de globalismo o, al menos, lo
que antes se denominaba el ―Occidente‖. Esos planos, o lugares, en los que se
desarrolla la batalla cultural, están imbricados, terminan siendo uno sólo,
aunque con matices, como veremos.

En el plano de lo nacional, es difícil pensar la batalla cultural a partir del


sistema político-partidario. De hecho, hoy casi todos los espacios políticos
hablan y pregonan la ―batalla cultural‖, aunque en realidad muchos de ellos se
refieren a la batalla por los votos, que es otra cosa. Lo cierto es que la
generalidad de los partidos, más allá de matices de conductas o disidencias
parciales, comparte la agenda hegemónica de la batalla cultural.

Por otro lado, para terminar con esta introducción, decimos que la batalla
cultural que señalamos implica -ni más ni menos- la imposición de una visión
del hombre y del mundo. Es decir, que el que la gane, se queda con todo.

Sociedad civil y sociedad política

Decíamos que la batalla cultural proviene o es parte de la Revolución Cultural


propia del marxismo. En su versión occidental –quiero decir, más allá de lo
acaecido en la URSS o en China, donde se libró también una ―revolución
cultural – el origen de esta batalla se encuentra en el pensamiento del marxista
italiano Antonio Gramsci, quien formuló una teoría y una praxis aplicada en
todo el mundo occidental.

Una de sus cuestiones más originales del pensamiento gramsciano es la


distinción entre sociedad civil y sociedad política. Para Gramsci, la sociedad
civil es ―el conjunto de los organismos denominados privados que
corresponden a la función de hegemonía que el grupo dominante ejerce sobre

86
toda la sociedad‖ [1]. Para él la sociedad civil es el campo de batalla donde se
dirimen las ideologías, para lograr la hegemonía –la supremacía- sobre las
clases subalternas. Esos grupos u organismos son la escuela, los medios de
comunicación, la Iglesia, y su misión en el marco de la batalla ideológica, es la
creación e imposición de un nuevo sentido común, de un nuevo modo de
pensar.

Pero, por otro lado, Gramsci señala la existencia de la sociedad política, esto
es ―los organismos que ejercen una función coercitiva y de dominio directo en
el campo jurídico, político y de la fuerza armada‖. Para él, la sociedad política
es el Estado.

Así, la total hegemonía intelectual o ideológica de la sociedad civil, aunada con


la coerción de la sociedad política, redunda en la victoria en la batalla cultural.
Para definir esto Gramsci utiliza un concepto interesante: ―hegemonía
acorazada de coerción‖, es decir el mecanismo mediante el cual el Estado
blinda, acoraza, a la ideología dominante en la sociedad civil.

Para Gramsci, lo esencial es conseguir la hegemonía intelectual. Ese es el


primer paso. Y ese paso es esencialmente la batalla cultural. Entonces, ¿cuál
es el fin que persigue esta batalla cultural? Pues la toma del poder mediante la
transformación, el trastrocamiento, del sentido común. Pero no sólo el poder
político -la cooptación de la instancia estatal o sociedad política-, sino también
el poder económico, el ideológico y lo que podríamos llamar espiritual, es decir,
el dominio sobre todas las personas.

El lenguaje en la batalla cultural

Gramsci planteó la necesidad revolucionaria de la cooptación de las


―casamatas de la cultura‖ en la sociedad civil, esto es la educación, la Iglesia,
los medios de comunicación, la colonización ideológica de la justicia, de la
cultura, etc. Esa tarea, esa guerra de zapa ideológica, tiene a la ideologización
del lenguaje por arma principal. De hecho, Gramsci fue el primer sistematizador

87
de la estrategia de la guerra semántica, esto es la utilización del lenguaje como
arma ideológica, aunque no fue el último, pues su ―descubrimiento‖ sigue
vigente en nuestras sociedades gobernadas por una democracia que se vuelve
cada día más totalitaria.

Es cierto que no se trata de una cosa nueva ni inventada por el comunismo -de
hecho, los ―clubes‖ iluministas de la Francia prerrevolucionaria planteaban
justamente eso con la creación de la llamada ―opinión pública‖- pero la
izquierda le ha dado un sentido nuevo, profundizándolo, y llevando adelante un
proceso de ―deconstrucción‖ del lenguaje que le ha permitido subvertir –invertir-
múltiples realidades. Han maximizado el potencial del lenguaje para trasmutar
el sentido común, partiendo de la desnaturalización y deconstrucción de las
todas las normas sociales.

En este proceso de ―resignificación‖ de toda la realidad, quizás ningún ejemplo


es tan claro como el de la tan mentada ―transversalización‖ de la ―perspectiva
de género‖, al punto de que no hay ámbito social que no esté atravesada por la
imposición de esa ideología.

El papel del Estado

Hemos visto que para Gramsci, como para el neomarxismo (el del ―ideólogo
kirchnerista Ernesto Laclau, por ejemplo), la sociedad política es el Estado,
esto es los organismos o instituciones que administran el poder de coerción y
dominio. Por caso, es común escuchar a Alberto Fernández hablar del Estado
cuando en realidad se refiere al gobierno del Estado, circunstancialmente
administrado por su partido o frente político.

No podemos seguir sosteniendo el equívoco de que el gobierno es el Estado.


Hablando con rigurosidad, lo que llamamos Estado es la sociedad política, es
decir una ―sociedad de sociedades‖, en la que se participa al pertenecer a una
familia, a un gremio, a una empresa, o a un municipio y no sólo a través de la
actividad político-partidaria.

88
Casi huelga decir que el Estado, la comunidad política, tiene por fin último al
Bien Común, que no es el bien individual, ni es la suma de los bienes
individuales; sino el bienestar integral de la sociedad como un todo. El
contenido de ese bien común incluye el orden, la concordia política, el derecho,
la satisfacción de necesidades materiales, la realización de valores culturales,
éticos, políticos y espirituales.

Pues bien, los Estados actuales, y pensamos primero y antes que nada en el
argentino, están cada vez más lejos de ser promotores de ese Bien Común
pues, aún bajo la forma de gobierno democrática, padecen cada vez más el
virus totalitario. Y cuando decimos totalitarismo, queremos decir tiranía.

En pos de claridad, pensemos por ejemplo en la cuestión de la división de


poderes, que durante mucho tiempo fue el non plus ultra de la garantía de una
sociedad libre. Hoy el gobierno del Estado se ríe de los preceptos de
Montesquieu y busca la refusión de esas tres ramas del poder, para
concentrarlas en un todo monolítico. Como ha expresado Juan Ángel Soto, ―el
despliegue del Leviatán hobbesiano que observamos hoy resulta en verdad
inédito‖ [2]. En Argentina esto es cosa conocida: siempre bajo la excusa de las
cíclicas crisis, vivimos en un estado de excepción permanente que ahora se ha
vistosumamente agudizado, so pretexto de la pandemia.

Al respecto, cabe citar en extenso a Giorgio Agamben, filósofo que proviene del
marxismo, quien logra explicar lo que hoy sucede con el Estado y la sociedad
en el marco del estado de excepción pandémica como regla.

Lo que la epidemia muestra claramente es que el estado de excepción, al que


los gobiernos nos han familiarizado desde hace tiempo, se ha convertido en la
condición normal. Los hombres se han acostumbrado tanto a vivir en un estado
de crisis permanente que no parecen darse cuenta de que su vida se ha
reducido a una condición puramente biológica y ha perdido no sólo su
dimensión política sino también cualquier dimensión humana. Una sociedad
que vive en un estado de emergencia permanente no puede ser una sociedad

89
libre. Vivimos en una sociedad que ha sacrificado su libertad por las llamadas
«razones de seguridad» y que así se ha condenado a vivir continuamente en
un estado de miedo e inseguridad [3].

En nuestro país, un buen ejemplo de este permanente estado de excepción es


el proyecto de ley que el Presidente acaba de enviar al Congreso y que es
copia de la norma que Ángela Merkel impuso en Alemania. El proyecto de
marras conlleva más y más restricciones, más facultad de gobernar a los
decretazos, más suma del poder público y por lo tanto menos estado de
derecho. Insistimos en esto, de acuerdo al precitado Soto: ―las medidas de
confinamiento a las que nos vemos sometidos se tratan, además de lo
evidente, del mayor experimento social de la historia de la humanidad‖ [4].

Pero conviene recordar que la excepcionalidad del Estado, y su patología


monolítica, no implica la distracción de la ―agenda‖ ideológica. En efecto, bajo
la acción de lo que antes se llamaba ―grupos de presión‖, que hoy vemos como
minorías radicalizadas, el gobierno del Estado acata directivas ideológicas en
procura de no defraudar los objetivos de la Agenda impuesta globalmente por
organizaciones supranacionales.

Pensemos en dos ejemplos claros: los feminismos radicales (emergentes del


trotskismo) y las pretensiones político-territoriales del terrorismo indigenista.
Ambas minorías, ajenas por entero al bien común de la comunidad, encuentran
la satisfacción plena de sus locas exigencias en las instituciones del Estado
democrático. La Ley de legalización del aborto y el reciente fallo de la Corte
Suprema respecto del ―derecho de la Nación Mapuche‖ a no reconocer
autoridad al estamento municipal, suponen dos casos paradigmáticos de lo
venimos diciendo.
Como dijimos arriba, la batalla cultural se desarrolla en dos planos
interrelacionados: la instancia nacional, la del Estado nación, y la global de los
órganos supranacionales. Veamos ahora qué significación posee el mandato
globalista en la batalla cultural.

Globalismo y batalla cultural


90
Nos encontramos ante una paradoja. Por un lado, el Estado nacional adquiere
carácter monolítico, con el solapamiento de la división de poderes y el estado
de excepción como regla, pero por otro se debilita cada vez más por el poder
del llamado globalismo. En efecto, los gobiernos se encuentran cada vez más
constreñidos y limitados ante los dictados de los poderes globales que les
exigen concesiones respecto de la soberanía. De ese modo, para poder
sostenerse en el poder, los gobiernos conceden cada vez más privilegios a las
instancias supranacionales, en desmedro de la soberanía política, territorial,
económica y jurídica.

La sujeción al Foro de San Pablo y al Grupo de Puebla, por caso, es


significativa a este respecto. En estos nucleamientos de la izquierda, en el que
convergen presidentes, partidos políticos, líderes de organizaciones sociales y
grupos narcoterroristas, se encuentran las bases ideológicas de los violentos
alzamientos que padecen, por ejemplo, Chile y Colombia. Levantamientos
éstos que, a no dudarlo, cuentan con el aval de medios de comunicación y de
las poderosas elites sin rostro.

Pero no sólo de generar catástrofes y convulsiones sociales vive el Foro de


San Pablo pues también representa una punta de lanza para la ―batalla
cultural‖ en el sentido que venimos señalando. Son estos enclaves ideológicos
los que promueven la sistemática deconstrucción de nuestras sociedades, al
ritmo de la máxima marxista siempre vigente: ―cuanto peor, mejor‖.

Pero el Foro de San Pablo es también una caja de resonancia de la Agenda


impuesta por el Globalismo. Pensemos, por sólo dar un ejemplo, en los
Objetivos del Desarrollo Sostenible, dados en el marco de la Agenda 2030, y
veremos cuántas coincidencias hallamos entre el proyecto de la ONU y el de
los grupos de la izquierda radicalizada reunidos en torno de San Pablo y
Puebla. Bajo el ―paraguas‖ del Desarrollo Sostenible, se sostiene la igualdad de
género, la educación inclusiva, la ―vida sana‖, el cambio climático, el nuevo giro
de los derechos humanos y un largo etcétera. La agenda globalista y la agenda
izquierdista suelen ser un solo corazón. El viejo internacionalismo marxista,

91
mixturado ahora con la exigencia globalista de la renuncia a las soberanías
nacionales en pos de un ―único mundo‖ [5].

A modo de conclusión: la disidencia

La ―batalla cultural‖ no es una rencilla electoral, ni un combate por los cargos.


Es una batalla por la propia existencia de la comunidad. Y casi huelga decir
que la venimos perdiendo o, lo que es lo mismo, que la viene ganando ese
―progresismo‖ global que atenta contra las comunidades de nuestras patrias.
No obstante, debemos seguir en la brecha, en orden a defender nuestra
auténtica libertad. Pienso ahora en unas palabras de José de San Martín, que
vienen muy a cuento en nuestros días aciagos. Esto le escribía el Libertador al
General Guido:

Los hombres no viven de ilusiones sino de hechos. Que me importa que se


repita hasta la saciedad que vivo en un país de libertad, si por el contrario se
me oprime. ¡Libertad! ¿Para que un hombre de honor se vea atacado por una
prensa licenciosa, sin que haya leyes que lo protejan? ¡Libertad! ¿Para que, si
me dedico a cualquier género de industria, venga una revolución que me
destruya el trabajo de muchos años y la esperanza de dejar un bocado de pan
para mis hijos? Maldita sea tal libertad, ni será el hijo de mi madre el que vaya
a gozar de los beneficios que ella proporciona, hasta que no vea establecido un
gobierno que los demagogos llamen tirano y que proteja contra los bienes que
brinda tal libertad.

En defensa de la libertad de nuestra comunidad, a nosotros nos queda la


disidencia. En efecto, frente al status quo político, y también mental, nosotros
somos los verdaderos disidentes. Pienso en la disidencia en el sentido que esta
adquirió bajo el totalitarismo soviético y que llevaban a cabo personas o grupos
que lo enfrentaban. Es cierto que la disidencia conlleva acallamiento,
persecución, hostigamiento y quizás medidas más extremas, según vemos.

92
En aquellos años de opresión totalitaria en la URSS la disidencia creó el
sistema de samizdat, que era el circuito de la copia y distribución de la literatura
prohibida por la tiranía y que servía para sortear la censura y la persecución.
Hoy las cosas han cambiado, sólo porque ya no utilizamos el mimeógrafo, pero
el sentido de la disidencia es el mismo.

En la escuela, la Universidad, en el juzgado o la fiscalía, la dirección de una


pyme, o en el Congreso, como es mi caso, hay que cultivar la disidencia, sin
aceptar la hegemonía revolucionaria de los que presentan la destructiva batalla
cultural. La disidencia es, en principio, nuestro modo de pelear esa batalla que
amenaza nuestra existencia como comunidad. Ser disidentes para enseñar
perentoriamente que hay otra concepción del hombre, de la política, de la
economía, del mundo. Para señalar con fuerza que el matrimonio y la familia
subsisten, que las tradiciones siguen vigentes, que la Patria aún vive, que hay
un orden natural por defender, que la fe sigue siendo el resguardo y el motivo
de nuestra esperanza.

[1]. – Véase Eduardo Martín QUINTANA: Aproximación a Gramsci, Buenos Aires,


Educa, 2000.

[2]. - Juan Ángel SOTO: El despertar del Leviatán en un mundo distópico, en: AAVV:
Pandemónium. ¿De la pandemia al control total?, edición digital, 2020.

[3]. - Giorgio AGAMBEN: ¿En qué punto estamos? La epidemia como política,2020.

[4]. – SOTO, Op.Cit.

[5]. - Véase el magnífico libro de Juan Claudio SANAHUJA: El desarrollo sostenible. La


nueva ética internacional, Buenos Aires, Vórtice, 2003.

93
LA RECONQUISTA DEL SENTIDO
COMÚN

Extraña combinación de palabras aquella de ―batalla cultural‖. Aún más extraña


la forma en que comenzó a utilizarse con frecuencia creciente entre aquellos
que aún no cedemos al tanguero berretín del qué vachaché. Sí, porque el costo
inicial de (sobre) vivir en el que tal vez sea el proyecto político nacional más
fracasado del Siglo XX y lo que va del XXI, es ese tamiz cínico con el que se
puede llegar a observar el declinar colectivo, sin mayor pena y, por supuesto,
sin aspiración a la gloria.

Sin embargo, a algunos (afortunadamente muchos) no nos fue dado el


ungüento de la resignación para sobrellevar que el 62% de jóvenes y niños viva
hoy debajo de la línea de la pobreza. Tampoco para soslayar con esa nostalgia
también tanguera que alguna vez fuimos otra cosa; una en la que el territorio
no era una pléyade de villas miserias, en donde el tan vituperado ego argentino
se justificaba con premios nóbeles, aviones a reacción, energía atómica,
exportación cultural y un sistema educativo envidiado no solo por casi toda
américa latina sino también por varios países de Europa. Los argentinos
leíamos bien, vestíamos bien y comíamos mejor. Y los que no, aquellos que
por las circunstancias propias de un país en crecimiento aún no habían
alcanzado tales estándares de vida (típicos de una clase media pujante a la
altura de muchas potencias del mundo de aquél entonces), al menos aspiraban
a hacerlo mediante el trabajo y el esfuerzo y no viceversa: intentando destruir lo
aún no alcanzado para que la pobreza sea la regla y no la excepción.

94
Es justamente por todo eso, que digo en un principio que somos tal vez el
mayor fracaso colectivo contemporáneo que existe en el globo: porque otrora
logramos lo tal vez inimaginable, dada nuestra australidad supina, y lo
convertimos luego mediante la alquimia de las ideas absurdas, en esta parodia
de país en donde la miseria ya se ha carcomido hasta a la esperanza.
Sí, fuimos eso. Y justamente aquí vienen las sutilezas de esa batalla que hoy
pretende darse. Porque ese enfrentamiento entre cosmovisiones del mundo no
puede acotarse a aspectos económicos como sucede las más de las veces hoy
día, básicamente porque éstos son solo subproductos de estos paradigmas y
no viceversa. Es necesario entonces ir mucho más allá, y desanclarnos de
aquellas afirmaciones absurdas a las que intencionadamente nos ataron para
hundirnos en este presente demencial.

En este sentido, véase como se nos ha ido convenciendo con el paso de las
décadas de no ser más que otro país latinoamericano; como al mismo tiempo,
se nos echó encima ese manto de culpa por mirar a Europa como origen y
como faro y por pertenecer a esa egoísta, vende patria, cipaya, fascista clase
media, aun cuando justamente ésta no tenga nada de todo eso y haya sido,
desde Aristóteles en adelante, el bien más preciado de cualquier sociedad: una
vasta clase media anhelante de progreso material y cultural.

A la postre, se vuelve evidente que la subversión tuvo menos de plomo que de


tinta, y no por minimizar los horrores criminales de toda esa banda de imbéciles
que tiñeron de sangre nuestro suelo con consignas absurdas, en un país que
prácticamente no tenía desocupación y cuya movilidad social resultaba la
envidia de muchos en el mundo, sino por sopesar los efectos postreros que
tuvo la reconfiguración del sentido común para nuestra patria.

Si para muestra sigue valiendo un botón, obsérvese como por intermedio de la


ley 27.095, desde 2015, cada 7 de octubre se ―celebra‖ en nuestro país el Día
Nacional de la Identidad Villera, como si en lugar de trabajar en conjunto por
erradicar la miseria y aumentar el estándar de vida de nuestra población, se
convirtiese a ésta en una especie de anhelo identitario que debe protegerse y
honrarse en lugar de combatirse. En el mismo sentido, el “soy peronista,

95
maradoniano, populista, negrero, etc. Ante la disyuntiva planteada, por
Domingo Faustino Sarmiento, yo estoy con la barbarie” que supo afirmar el
actual Ministro de Ambiente, Juan Cabandié en 2010, deja de verse como un
instante de arrebato lisérgico del miembro de La Cámpora y puede entenderse
más bien, como su proyecto de país.

La dicotomía sarmientina que obsesiona a los cabandié del establishment,


sigue hoy más vigente que nunca, aunque esta ya no tenga que ver con el
enfrentamiento entre campo y ciudad, como les gusta azuzar a algunos
astutamente, sino entre un modelo tan ubicuo como violento, embrutecedor,
irracional y pobrista, y otro basado en los valores primarios de cualquier
sociedad medianamente moderna y próspera: el progreso, el orden, la libertad,
la producción, el trabajo, la justicia, el diálogo y, sobre todo, la racionalidad. Y si
algo aterra a ese otro lado de la grieta permanente, es que como pudo verse en
2008, muchos en el campo y otros tantos en la ciudad, pueden hermanarse
frente a esta amenaza, sin distinción de avenidas o tranqueras.

La gran pregunta del final es como puede haberse propagado tanta estupidez
conceptual, tanta barbarie intelectual, al punto de que esta sea sostenida
incluso insospechadamente por sus propias víctimas, las más de las veces. Y
la respuesta, aunque difícil de aceptar para muchos es: por la escuela. El
sistema educativo argentino ha sido eficiente a lo largo de las décadas en
educar; la cuestión que hemos desatendido demasiado tiempo es qué; qué se
enseña en esas escuelas de primer y segundo nivel y qué en aquellas aulas del
sistema universitario nacional.

En tal sentido, los propagadores de esta barbarie colectiva han sido inteligentes
en penetrar nuestras currículas instalando como verdad científica su arbitrario
paradigma. Cientos de miles de jóvenes, cada año, pasan por el sistema
educativo formal aprendiendo, entre otras cosas, que la pobreza es producto
de los empresarios, que el Estado está ahí para protegerlos de ellos, que la
patria es una bandera llena de colores que cruza todas las fronteras, que Julio
Argentino Roca es solo un asesino, que Perón fundó la patria y que Kirchner la
dignificó. Que luego de 14 años de escolarización obligatoria no puedan

96
entonces ni interpretar un texto ni completar un curriculum, a nadie importa,
mientras puedan reproducir acríticamente las tonterías que les han prodigado.
Decía al comienzo que resulta extraña la combinación de palabras como
batalla y cultura, justamente porque esta última tiene mucho menos de
enfrentamiento que de amor y seducción. La cultura no es otra cosa que el
modo de ejercer la vida; el continente de formas, por ejemplo, de producir, de
cocinar, de relacionarse con otros, de hacer arte y de celebrar. Por tanto, la
cultura no puede propagarse mediante el plomo o el garrote, aunque tantas
veces se haya intentado, porque sin el amor que proviene de lo verdadero esta
se vuelve una pantomima artificial que languidece, mientras florece a su
alrededor la contracultura necesaria, una y otra vez.

Por tanto, la mentada batalla cultural que se proponga dar vuelta la página
mortecina en la que se inscribe nuestro país hoy, no debiera implicar menos
que un heroico animarse; animarse a vencer la espiral del silencio que proviene
de un sentido común implantado, falso, violento y organizado, y animarse a
vivir la vida según los valores que conllevan al progreso y la armonía y no a la
violencia y la destrucción. Y para ello no hace falta más que coraje para hablar,
escribir y para estar lado a lado con quienes se animan a enfrentar esta
hegemonía circunstancial. Sin medias tintas y sin temor ni al escarnio ni al
rechazo, y esgrimiendo en todo momento el escudo de la verdad y la espada
de la convicción.

97
GLOBALIZACIÓN Y GLOBALIZACIÓN

Últimamente se nota un acuerdo entre nacionalistas católicos, conservadores y


libertarios, liberales clásicos y paleo-libertarios y lo que fuere-libertarios en
criticar a un poder unificado, global, de los organizamos internacionales y la
imposición forzada de sus políticas a las soberanías nacionales.

Como he dicho ya varias veces, son las nuevas circunstancias históricas las
que están produciendo estas alianzas y, también, cierta confusión.

Hay una mentalidad anti-globalista que viene del nacionalismo católico de los
años 30. En ese entonces, y luego también en los 70 del lado de cierta
derecha, los poderes globales tenían y tienen que ver con cierta conspiración
―judeo-masónica-liberal‖ para dominar al mundo, que estaba en íntima relación
por supuesto con el capitalismo liberal y las grandes empresas multinacionales.
Los liberales en ese entonces, con nuestra defensa de la inversión extranjera y
el capitalismo liberal, que incluía por supuesto al libre comercio internacional
(con arancel cero), estábamos del otro lado.

Sin embargo, ya desde 1927 Mises había denunciado, en su libro ―Liberalismo‖


(lectura indigerible para los nacionalistas católicos y franquistas, incluso los
moderados) había denunciado a la Sociedad de las Naciones como algo inútil y
peligroso, que iba a promover un nacionalismo que terminaría en otra guerra
mundial, predicción que se cumplió. Mises dijo entonces algo que sigue siendo
válido hoy: inútiles son todos los acuerdos internacionales entre naciones que
practican el nacionalismo y el proteccionismo. El único ―acuerdo global‖
eficiente y pacífico para el cual no es necesaria ninguna Sociedad de las

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Naciones, es el libre comercio internacional, el arancel cero, la libre entrada de
capitales y personas en todo el mundo. Mises sigue teniendo razón desde un
punto de vista modélico: si libre comercio, entonces verdaderamente paz.
Claro, actualmente pienso que el ser humano es definitivamente incapaz del
antecedente de la proposición, pero eso es harina de otro costal.

El asunto es que coherentemente, en 1949, en La Acción Humana, Mises


criticó duramente al Fondo Monetario Internacional, y en la parte VI de su gran
libro critica todas y cada una de las medidas intervencionistas que ya
constituían la economía real de ese entonces (calculemos ahora). Mises jamás
llamó a ese infame entuerto ―capitalismo‖ y menos aún liberal, pero la cuestión
es que excepto los lectores de Mises o Hayek (es decir, excepto casi nadie)
toda la intelectualidad comenzó a llamar ―capitalismo‖ no sólo al engendro
infame de medidas intervencionistas de cada país occidental, sino a los
acuerdos de las Naciones Unidas con todos sus organismos internacionales,
entre los cuales la OMS y la UNESCO destacaban. El libro de nada más ni
nada menos de G. Soros, ―La crisis del capitalismo global‖ (como si él no
tuviera nada que ver…) hizo ―global‖ esa costumbre de llamar capitalismo al
intervencionismo de la post-guerra, por eso este inútil David respondió en su
momento diciendo que ―la crisis del intervencionismo global‖ era el verdadero
problema. Con el paso del tiempo, además, las circunstancias culturales fueron
cambiando y la OMS, la UNESCO y etc. fueron avanzando cada vez más con
políticas de salud reproductiva e identidad de género, sin tener en cuenta para
nada las libertades individuales (ESE es el punto). Lo mismo sucede con los
temas ecológicos, donde los acuerdos de París y etc. muestran claramente que
a nadie se le pasa por la cabeza la eficiencia del mercado libre para los temas
medio-ambientales.

Con lo cual los nacionalistas y conservadores religiosos (en general católicos)


identificaron aún más a ese supuesto ―capitalismo liberal mundial‖ con la
persecución religiosa sobre todo anti-católica que se incrementó desde
entonces y que cada vez es peor (llegando en el 2020 a un culmen nunca
sospechado, con la anuencia del Estado del Vaticano). Ni qué hablar cuando
G. Bush (padre) habló de un ―nuevo orden internacional‖ luego de la caída del

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muro, que incluso algunos liberales ingenuos, en los 90, llegamos a creer que
podría ser un verdadero libre comercio internacional. Algunos liberales,
además, apoyaban y apoyan los tratados de libre comercio, que de libre
comercio no tienen nada, como un mal menor. Hoy se ve claramente que todo
ello fue un mal mayor.

Esto explica el odio total a la administración Trump. Salir de los acuerdos de


París, salirse de la OMS, disminuir el apoyo a la Unesco, defender la libertad
religiosa, oponerse al aborto, fueron medidas horrorosas para toda esta
mentalidad estatista internacional. Por eso el odio de toda la prensa mundial y
de las big tech. Medidas que todos los liberales clásicos deberían haber
aplaudido con entusiasmo, en vez de estar enceguecidos por las malas
maneras de Trump (como si Patton, Churchill o etc. hubieran tenido mejores) o
su proteccionismo. Con esa ceguera han allanado el camino a los demócratas.
Un error político gravísimo.

El asunto es que sobre todo a partir del 2020 y ahora con la administración
mundial Biden-China, estamos en condiciones de corroborar la afirmación y
predicción de Mises. El engendro actual, el intervencionismo global, que
concedo que pueda ser llamado ―crony-capitalism‖, perfectamente descripto y
denunciado por los trabajos de Mises, Hayek y Buchanan (a los cuales,
excepto uno solo, los nacionalistas católicos NUNCA leen NI QUIEREN leer)
más la agenda neo-marxista de la OMS y la UNESCO contra el
―heteropatriarcado capitalista‖, no tienen NADA que ver con el libre comercio
internacional y la sociedad libre soñada por Mises. Pero NO porque los
individuos, dadas sus liberales individuales, no puedan practicar sin coacción
del estado su catolicismo, su marcianismo o su homosexualidad, sino porque
esas agendas internacionales financian agendas que luego imponen por la
fuerza, coactivamente, sus propias políticas a todas las naciones, violando
totalmente las libertades individuales. Lo que muchos ven muy bien (sean neo-
marxistas o sean liberales que critican a ―conservadores‖), lo que muchos ven
como signo de ―sana diversidad‖, esto es la imposición global de delitos de
odio, discriminación, salud reproductiva, inclusión coactiva identitaria, etc., son
violaciones totales y completas a las libertades de religión, de expresión y de

100
asociación, impuestas ahora no por la Unión Soviética, sino por una unión
soviética universal que ahora es el mundo occidental, que incluye ahora, como
éxtasis de su control, el encerramiento obligatorio de toda la población (eso sí,
contenta, mirando Netflix y la CNN).

Contra esta globalización, nacionalistas católicos, liberales/libertarios y


conservadores ya estamos enfrentados hace décadas, pero para hacer un
frente verdaderamente común se necesitan ciertos reconocimientos de errores
que hemos cometido y que ahora esta nueva circunstancia histórica nos
permite ver y corregir. Primero, los liberales tenemos que reconocer nuestra
ingenuidad e incorrecta hermenéutica de los acontecimientos mundiales del 89,
cuando verdaderamente pensamos que se venía la paz perpetua de Kant y
minimizamos o no quisimos ver los garrafales errores de las administraciones
Bush (incluso muchos estaban muy felices con Obama ―excepto en‖ lo
económico….). Segundo, los conservadores y-o tradicionalismos diversos de
diversas corrientes tienen que comenzar a ver que las libertades individuales,
in abstracto e in concreto, son el modo de oponerse a las agendas globalistas
donde la destrucción de la familia occidental está siendo obligatoria, admitiendo
que puede haber otras formas de relación que estén protegidas por el derecho
a la intimidad, como todas las demás.

Una globalización conforme a la ética se dará con el libre comercio


internacional y con las libertades individuales reconocidas en todo el mundo.
Hasta entonces, o sea, tal vez hasta nunca, la llamada globalización actual es
cada vez más un estado totalitario universal.

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BONUSTRACK

LO QUE SÍ CAMBIÓ

Difícil llegar a ponerse el protector bucal cuando la piña viene de bolea, son las
cinco de la mañana en Valentín Alsina, y no sabés siquiera por qué vas a
cobrar. Lo que se espera de vos, ahí, convertido en epítome cárnica del espíritu
boxístico, es que la devuelvas como puedas, sin pretensiones vanas de
preservar las muelas, un poco como Locomotora aquella noche del ´94 en la
que (por suerte) Jackson se confió.

Admito que a esta altura ya no tengo tan en claro quién estaba de qué lado de
la piña ese 23 de noviembre de 2015, tras la segunda vuelta. Si me apuraban
esa mañana, todavía eufórico, te decía que los otros, los que perdieron las tres
jurisdicciones más importantes del país en tres compases de La Fortuna (así,
en mayúscula, como la escribiría el florentino Nicolás). Considerando lo que
vino después, hoy te tiró un artero ―dejámelo pensar‖. Pero lo cierto es que el
reclamo de muchos que todavía masticamos la ponzoña por haber espetado
con certeza fingida el ―no vuelven más‖, es justamente el que no se haya
bilardeado algo en el ring discursivo para ganarle más tiempo al brote verde
que venía un poco tímido de germinación.

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Están los que dicen que no había que provocar la grieta, como si dejar dormir
al tigre sirviera para que no tenga hambre al despertar. Pero la grieta siempre
estuvo y está. Como la cercanía de Rosario, los almuerzos de Mirtha o el trono
de Insfrán. Se la puede buscar agazapada y sonriente, después de Caseros.

Confiada y sin mácula, tras Pavón. Con galera, paseando en el golpe del 30. O
vertiginosa sobre un Gloster Meteor en la Plaza del 55. Si miras bien, está
metida entre el Pocho y Balbín, en el efímero abrazo, y escondida en alguna
palabra de menos o de más, de Raúl Ricardo, en esa misma plaza de los
Gloster, 28 años después.

El tema con la grieta, es que es mañosa y confunde; te mueve las piernas


como Maximiliano Guerra, mientras te atiende como Tyson. Sobre todo, si la
querés jugar de fifí.

De todos modos, hoy día parece que algo finalmente, sí cambió. No me atrevo
a afirmar si fue porque la lección fue entendida o si porque en el desbande del
41 a 48 las fichas cayeron del tablero y quedaron paradas de este modo. Ya
sea por la fortuna, la piña o la razón, en el menú disponible de la mesa
discursiva, hay algo menos de sashimi y bastante más de ese caracú que la
salsa pedía. Así las cosas, si por un lado el ex candidato a vice clava la
espada como el Santo que lleva su nombre, contra la serpiente del pobrismo, la
ex ministra que no le teme a la fajina, se atrinchera en la atalaya para
ametrallar a discreción. Otros, cercanos y no tanto, se van animando también
de a poco, como si el tiempo de la vergüenza ideológica le hubiese dado
paso a la verdadera necesidad de representación.

Algunos me van a decir que la responsabilidad de un menú más surtido es de


esos ―otros otros‖, los liberalotes, que abrieron la cancha por derecha,
pateando incluso al línea si se cruzaba distraído. Otros me van a susurrar que
la gente (sujeto más inaprensible que el Yeti) ―se dio cuenta‖ que si bien Macri
no cuidó la mesa de los argentinos depositándola en el Bundesbank, tampoco
la dejó como el tío Alberto, en un descampado bajo fuego en las Alturas del

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Golán. Desde este razonamiento se asume que con la bondiola rozando las
cuatro cifras, hay menos margen para el coaching ontológico y algo más para
la patada de la momia de Karadagian.

La cuestión por delante será saber si estos bríos combativos que ya no


enarbola solo La Piba se pueden sostener con un poco más de orgánica, y si el
monstruo conservador de miseria, que se esconde en la perversa corrección
política, se podrá gambetear con coraje certero, para que esa clase media que
le reza a San Antonio hace décadas empiece a obtener, finalmente, un poco de
genuino amor.

Quizá entonces, por ese arte alquímico del mutatis mutandis, podamos sí ahora
ponerle la etiqueta justa a todos aquellos espectros que nos atormentan;
fantasmas que merodean un circo vetusto que suele emplazar la carpa por
Balcarce 50 pero que por el resto del mundo ya dejó de circular.

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