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Todo trabajo honesto dignifica al hombre, demás de facilitarle los medios honestos para subsistir. Se
puede decir que en la teleología de la existencia humana el trabajo tiene un fin, que no es otro que el
desarrollo del mismo hombre, el desarrollo de todas sus facultades espirituales y corporales.
Como el hombre no ha sido hecho para vivir solo, sino para vivir en sociedad y para la sociedad, el
trabajo cumple simultáneamente una función personal y una función social. Si el trabajo es honesto,
sus frutos son un bien para la sociedad.
La Ética Profesional, o DEONTOLOGÍA, es una aplicación de los principios generales de la Ética a
la actividad específica de cada profesión u oficio. Se pregunta cuál ha de ser la conducta ética del
hombre, en cuanto profesional; es decir, qué las condiciones morales se exigen en el profesional
como tal y qué enfoque ético se les deben dar a esas las situaciones.
Por razones de ética (más allá de lo legal), el profesional debe completar sus conocimientos, debe
actualizarse (en cuanto a contenidos a métodos). El profesional debe saber y debe estar seguro de lo
que sabe; cuando se sorprenda a sí mismo en un error o en ignorancia, debe subsanar el defecto, y
debe admitir con toda honestidad su error o ignorancia; y debe tener la sana humildad de consultar a
sus colegas (esto sube los quilates de su ética, y su ciencia no se vería desprestigiada ante los ojos de
nadie).
b) Idoneidad. Es la aptitud para ejercer una profesión. Aunque teóricamente el título es una
habilitación profesional, es un aval de la ciencia, puede ocurrir que haya en la persona alguna falta de
idoneidad que haga inmoral (no necesariamente ilegal) el ejercicio de la profesión.
c) Vocación. Es el requisito más difícil de detectar objetivamente, por la simple razón de que es
totalmente personal. La vocación, que es una “llamada”, una inclinación del espíritu hacia una
actividad que produce en el sujeto satisfacción y gusto, generalmente supone ciencia e idoneidad,
pero no siempre es así.
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Ruiz, Daniel (1984); Ética y Deontología docente. Ediciones Braga. Buenos Aires. Resumen de capítulos 7, 8 y 9.
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Cabe, entonces, una enorme responsabilidad ética y jurídica en el profesional; y más ética que
jurídica. La responsabilidad moral no se cimienta en las normas legales, ni en las sanciones jurídicas,
ni en la imagen que el profesional proyecta en la pantalla de la sociedad.
b) La honestidad intelectual: buscar, aceptar, amar, vivir y transmitir la verdad. Como el objeto de
la voluntad es el bien, así el objeto de la inteligencia es la verdad. “Honestidad intelectual” es la
combinación de voluntad e inteligencia. Toda persona debe ser intelectualmente honesta, pero
necesitan más esta honestidad aquellos que tienen como profesión la actividad intelectual:
investigadores, escritores, docentes, periodistas, filósofos, etc.
Una enorme responsabilidad peso sobre los hombros de los educadores. Son responsables de sus
palabras, del tono con que las dicen, de sus silencios, de sus gestos, de los contenidos de sus
enseñanzas, de las experiencias en las que hacen participar a los educandos, de los ejemplos que dan
con su propia conducta; son responsables de su vida pública y de su vida privada. El niño y el
adolescente admiran e idealizan al docente
En el educador, como en todo profesional, deben cumplirse los tres requisitos ya mencionados:
ciencia (dominar la asignatura, poseer los conocimientos necesarios y actualizarlos), idoneidad
(aptitud, capacidad para enseñar) y vocación (en pocas profesiones es tan importante, su carencia se
refleja en casi todas las conductas habituales del docente). Más allá de las responsabilidades
generales de todo profesional, el docente es responsable no sólo de todo lo que dice y hace en sus
clases, sino de todo lo que él es, de su comportamiento moral. En función de esta influencia que su
comportamiento moral tiene en sus educandos, el educador-docente debe organizar las demás
manifestaciones de su conducta:
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El equilibrio psicofísico, que supone la propia madurez intelectual, afectiva y fisiológica; supone
un firme dominio sobre la función volitiva sobre los sentimientos, sobre las emociones, sobre las
palabras, los gestos y los movimientos del cuerpo en general.
Si los principios generales de la Ética han sido asimilados por el educador, su aplicación a la
función docente resulta fácil: el educando es una persona, y por ello lo tratará como tal, aún en
situaciones que exijan severidad y castigo. El respeto al alumno es la base ética de la educación. Las
advertencias, los avisos deben ser dados con palabras correctas y con un todo de voz que signifiquen
para el educando el respeto, el amor y la buena voluntad del educador. Si él quiere educar no puede
demostrar ni odio ni desprecio ni subestimación a sus alumnos; sino por el contrario: amor, respeto,
aprecio, estima por lo que valen como personas, aunque tengan poca capacidad para el estudio o se
demuestren rebeldes a la acción educadora. Esta es la única tarea ética admisible en el docente, la
que dará buenos frutos en los alumnos, y la que hará sumamente gratificante la tarea del educador.
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3- Obligaciones del educador en relación con sus colegas
En todos los trabajos donde hay personas aunadas se establece un compañerismo. Los educadores
son colegas dentro de una escuela que los aúna para educar a la niñez o a la juventud. La actitud
laboriosa, el sentido comunitario, la acción creadora de todos y cada uno deben coincidir no sólo en
el fin que se proponen, sino también en los métodos operativos que emplean. La armonía en la
acción educadora, que debe ser una acción de conjunto, de acuerdo con las directivas del Ministerios
de Educación y Cultura, y con las más inmediatas autoridades del establecimiento, ha de estar por
encima de cualquier discrepancia personal. Las objeciones, las desventajas, los inconvenientes, los
peligros que se intuyen en la realización de un proyecto no deben silenciarse; al contrario: deben ser
discutidos entre los colegas y advertidos respetuosamente a la autoridad
La actitud creativa nace espontáneamente, y no en todos los educadores; pero sí debe haber en
todos una inquietud creativa, un afán por buscar y ensayar cosas nuevas que ayuden a mejorar el
proceso educativo.
Esta solidaridad entre todos los colegas, esta comunicación abierta, espontánea, sincera para
obtener logros comunes, no para escalar posiciones egoístas, son la mejor forma de hacer feliz la
convivencia humana, de hacerla fecundo para los propios educadores y, al mismo tiempo para los
educandos. Para conseguir una enseñanza integrada, una educación coherente, los educadores
necesitan una permanente solidaridad:
“La esencial relación con el prójimo que descubrimos en nuestra experiencia personal, nos
muestra que estamos en una comunidad de ser y con un mismo destino que solidarimente tenemos
que alcanzar. Nos sentimos todos responsables, como navegando un mismo barco” (Ismael Quiles,
Filosofía de la Educación Personalista)
La familia es la primera educadora del hombre, la primera escuela. Los padres son los
responsables de la existencia de los hijos, y tienen el derecho prioritario, inalienable para elegir el
tipo de educación que crean más conveniente y más eficaz para sus ellos.
Pero la familia es una sociedad imperfecta, por sus naturales limitaciones, y su derecho a educar
puede delegarlo en la escuela. De modo que el hecho de que los niños y adolescentes estén en una
institución escolar para ser educados, implica un pacto entre familia y escuela. Los educadores son
delegados, y por ello deben mantener una cordial relación con la familia de los alumnos, colaborar
con ella en los pedidos que les haga, concernientes al desarrollo de su hijo, y para que ella colabore
con los educadores en el mismo sentido.
Cuando la familia, ese agente educativo natural, comunica al educador datos, antecedentes del
niño con el fin de favorecer la marcha del proceso educativo, el docente los debe confrontar con los
resultados de las experiencias realizadas en la escuela (test, entrevistas, charlas personales,
observaciones, etc); y los resultados de esas confrontaciones los comunicará y comentará con los
padres o tutores. La familia y la escuela constituyen una comunidad educativa cuyo fin es el
desarrollo de los valores positivos de la persona, niño o adolescente.
“La salvación del pueblo –es decir, el bienestar de la Nación- será la ley suprema”, proclamaban
los Romanos. En el orden del bien común esa es la verdad. El Gobierno Nacional y los Gobiernos
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Provinciales, no deben tener otra mirada que no sea ésta. Y la educación es, al menos, remedio para
buena parte de los males de la Nación.
La comunidad nacional no espera otro fruto de la acción de los educadores, más que personas
culturalmente equipadas, psicológicamente equilibradas y apoyadas en sólidos principios éticos. Los
educadores han de formar al educando para que sea un digno miembro de la sociedad en que vive,
para que sea actuar como integrante de la comunidad política, como gobernado o como gobernante.
Los responsables de la cosa política se forman en las escuelas (funcionarios y votantes), y es allí
donde se siembran las bases éticas, los valores de la nacionalidad, la tradición y la herencia cultural.
En la escuela debe inculcarse la conciencia política, sobre bases éticas; la conciencia social, sobre
bases tradicionalmente cristianas. Así el ciudadano adulto tendrá la capacidad suficiente para elegir
bien a sus gobernantes honestos, que con leyes honestas y conducta personal honesta conduzcan
honestamente los destinos de la Patria
Si hay una cualidad que no se adquiere con los estudios, que no va necesariamente unida a la
ciencia pedagógica, ni al elevado conciente intelectual del educador, ni a su excelente salud corporal,
ni a su facundia, ni a su destreza en conservar la disciplina de la clase, esa cualidad es el amor a los
alumnos. El respeto a los alumnos, no sólo no se da sin amor, sino que es fruto de ese amor.
Este amor es indispensable en el jardín de infantes y la escuela primaria, pero no es verdad que
los alumnos del Bachillerato necesitan menos que los otros el afecto sincero de sus profesores: lo
necesitan “de otro modo”, y son muy sensibles a ese afecto.
El amor a los alumnos ha de ser semejante al de los padres: por consiguiente, no consiste
solamente en acceder, en conceder, en dar, en satisfacer los gustos de los educandos; el que ama
también reprende, también castiga cuando la acción del hijo o del alumno, exige una severa
reprensión o un castigo adecuado. Pero en el modo con que se aplica el castigo o se da la reprensión,
en la proporción de la medida ha de sentir el educando, aunque sea de corta edad, que el amor es el
que impulsa al padre, o al maestro, a asumir la actitud severa por la falta cometida. Donde más se
pone en evidencia el amor con que se trata al alumno es en la razonable proporcionalidad con que se
gradúan las medidas punitorias La impaciencia por sancionar al educando, y por recurrir
directamente a las más rigurosas medidas disciplinarias, es índice de animosidad y de encono; un
abuso de autoridad que no se debe dar en ningún docente.
El auténtico educador está ligado a la justicia. A él más que a ningún otro ciudadano le
corresponde “buscar la justicia por la senda de la paz”, por medio de la palabra y el buen ejemplo. La
vida escolar ofrece muchas ocasiones de no cumplir la justicia: una calificación más baja que lo que
corresponde, un castigo inmerecido, una desigualdad en el trato, a veces dejan huellas indelebles en
el educando.
La injusticia puede ser material, con la que se lesiona el derecho de un tercero sin intención, sin
advertirlo; o bien puede ser formal, que se comete deliberadamente, con clara conciencia de que al
obrar se perjudica a otra persona. El educador no debería nunca cometer un acto de injusticia formal
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con sus alumnos: se degradaría así mismo: pero si alguna vez ocurriera un hecho de esta naturaleza
la reacción tiene que ser inmediata y curativa. En cambio de la injusticia material no está exento
ningún educador (por error, cansancio, etc.). En todos los casos, la plena conciencia de lo que
corresponde hacer por justicia debe regir los actos del educador. Reparar la injusticia cometida, no
solamente es útil y conveniente: es obligatorio. Aceptar el propio error, decirle al alumno con
sinceridad que él tiene razón en su reclamo, no es una humillación para el docente: es obrar con
justicia, enseñar en la práctica la justicia y hacerle justicia a quien, sin querer, se le hizo una
injusticia.
La docilidad del educador establece una importante relación ética respecto de sus superiores.
Puede suceder, y sucede, que el educador supere en años, en antigüedad profesional, en experiencia
y en conocimientos a sus superiores; no obstante por su carácter de subordinado debe ser dócil u
dúctil a todas las indicaciones que ellos le hicieran en asuntos relativos a la marcha del
establecimiento. Se puede discrepar con un superior en muchos aspectos que conciernen a la
educación y a la conducción de los alumnos; a veces es oportuno y hasta obligatorio manifestarle al
superior esas discrepancias, en beneficio de los educandos; pero en la acción conjunta debe haber
unidad.
De la veracidad hemos hablado ya; es una virtud típicamente moral. Es la adecuación de las
palabras y los pensamientos de un hombre, y ha de armonizarse siempre con la prudencia (puesto
que no en cualquier circunstancia hay que decir la verdad). El fruto de la veracidad es la confianza
que engendra en quienes lo conocen; en el caso del educador, serán los alumnos quienes depositarán
en él toda su confianza y eso le allana el camino de su tarea docente.
La lealtad es la virtud característica en la relación que une a los amigos; significa defensa de uno
al otro, apoyo mutuo en los trabajos y en las horas de amargura, alegría mutua por los éxitos,
sinceridad recíproca. En la educación del adolescente el diálogo entre docente u alumno es un factor
positivo de asimilación científica; pero más aún lo es respecto de la formación integral de la
personalidad. El alumno busca en el docente un amigo, a un amigo de mayor edad y experiencia a
quien consultar, en quien confiar, con quien discutir teas que tal vez no se encuadran en los rígidos
esquemas de las asignaturas, pero son vitales para la formación. Si esa amistad se entabla el grupo
escolar vive un clima de naturalidad que hace llevaderas las cosas mas imprevistas y desagradables
que puedan suceder.
La acción educadora debe ser constante, en todos sus aspectos, instrucción intelectual, y
adquisición de hábitos buenos. La tarea educadora no ha de tener más pausas que los naturales
descansos impuestos pro el calendario, y por las horas de esparcimiento. Por eso es importante la
prudencia del docente, para no agotar a los alumnos.
Para defenderse de la soberbia (siempre a mano para quien detenta poder), el docente tiene a su
alcance la virtud de la humildad, que consiste no es subestimarse, sino en estimarse tal como uno es;
en conocerse a fondo, sin engaños, admitiendo en le foro de su conciencia los valores positivos y los
negativos. Cuando los valores aparecen ante los demás, el educador humilde no los niega, los
reconoce, para procurar remediarlos; admite las observaciones que le hace un superior, si ve que son
verdaderas, porque ama la verdad. La autenticidad, la sinceridad, virtudes que tanta fascinación
ejercen en la juventud actual, no son sino verdadera humildad.
Con todas las virtudes aquí mencionadas, el educador habrá logrado una integridad en su
formación personal, porque no le faltará nada sustancial para alcanzar su plenitud docente; y esa
integridad será una fuerza viva que impulsará su acción educadora en cualquier establecimiento
donde ejerza sus tareas.
Si, además, se aplica con estudiosidad a conocer a sus alumnos, a preocuparse de sus problemas,
de sus inquietudes, de sus proyectos para el futuro inmediato; a ilustrarlos en todas las cosas que él
sepa y que ellos ignoren, comprobará que la profesión que ha elegido es una de las que más
contribuyen al saneamiento ético de la comunidad nacional.