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este nuevo libro, Juan Eslava Galán invita a los lectores a acompañarle en un viaje
extraordinario a lo largo del río Guadalquivir y sus tres milenios de historia. Un
periplo repleto de vivencias, paisajes y, sobre todo, testimonios de todas las
civilizaciones que se asentaron en sus riberas. Porque el Guadalquivir forma, junto
con el Rin y con el Danubio, el trío de ríos culturales que forjaron la historia de
Europa. En él florecieron el histórico Tarteso, quizá trasunto de la mítica Atlántida, la
provincia romana de la Bética que daba emperadores a Roma, la Córdoba califal que
un día deslumbró a occidente y la Sevilla que fue sucesivamente capital de imperios
bereberes, emporio comercial en el prerrenacimiento europeo y puerto exclusivo del
comercio americano.
Querido lector, disfrute de la aventura que se abre en estas páginas, con el deseo de
que su viaje, como el de Kavafis, esté lleno de experiencias.
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Juan Eslava Galán
ePub r2.0
Titivillus 23.05.2019
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Título original: Viaje por el Guadalquivir y su historia
Juan Eslava Galán, 2016
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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A la memoria de Olga Bertomeu,
alma grande a orillas del Guadalquivir.
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PRÓLOGO
Decía mi buen amigo Néstor Luján que un libro de viajes debe ser como un pisto, el
maridaje de distintos elementos que concurren en una impresión sensorial para el
comensal, en este caso el lector.
En lo que atañe al Guadalquivir el pisto requiere unas páginas de explicación
previa sobre el origen de la receta antes de que el viajero que escribe y el lector que
lo acompaña se aventuren en los seiscientos y pico kilómetros de su curso fluvial y en
sus tres milenios de historia.
El Guadalquivir forma, junto con el Rin y con el Danubio, el trío de ríos
culturales que configuran el devenir de Europa. En sus riberas florecieron el histórico
Tarteso, quizá trasunto de la mítica Atlántida, la provincia romana de la Bética que
daba emperadores a Roma, la Córdoba califal, que un día deslumbró a Occidente, y la
Sevilla que fue sucesivamente capital de los imperios bereberes, emporio comercial
en el prerrenacimiento europeo y puerto exclusivo del comercio americano.
En este libro, junto a la cultura y al devenir humano, el viajero recorrerá en el
Guadalquivir el medio natural más potente de Europa: nace el río en la sierra de
Cazorla, el bosque más denso del continente, y va a morir en el coto de Doñana la
mayor reserva de biosfera de Europa y una de las primeras del mundo.
Esta era la receta. Buen provecho y que el viaje, como el de Kavafis, esté lleno de
experiencias.
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CAPÍTULO 1
Hace algunos años asistí a una charla sobre los descubrimientos de miembros de la
Royal Geographical Society en África. Por los labios del erudito conferenciante
desfilaban lagos, ríos, montañas, cordilleras, desiertos descubiertos por este o aquel
explorador en tal año y en tales circunstancias. No le quedó un rincón del continente
africano por descubrir. En el turno del público un estudiante negro, o subsahariano
como ahora se dice, levantó la mano y dijo:
—Quisiera precisar, en el mismo orden de cosas, que mi bisabuelo Mnomgo
descubrió el puente de Londres en 1896.
En la intervención del bantú había, como se ve, una crítica a la tradición
eurocéntrica de la Historia, la misma que nos permite afirmar que Colón descubrió
América el 12 de octubre de 1492 y Vasco Núñez de Balboa el Océano Pacífico el 25
de septiembre de 1513.
Incidiendo en el mismo pecado eurocéntrico, del que, a nuestro juicio, no hay por
qué arrepentirse, nos preguntamos: ¿cuándo y quién descubrió el Guadalquivir?
Al igual que América y que el océano Pacífico, el Guadalquivir existía desde la
formación de la Tierra o, si queremos ser precisos, desde que se creó la depresión
bética en el Neógeno (entre fines del periodo terciario y a lo largo del cuaternario).
Al igual que América y que el Pacífico, las riberas del Guadalquivir estaban
pobladas por indígenas más o menos felices, pero ¿quién y cuándo colocó en la
Historia al río grande ( al-w di al-kab r)?
Dicho de otro modo, ¿quién lo mencionó por primera vez y legó el conocimiento
de su existencia a las generaciones posteriores, a nosotros, a usted que lee y a este
que escribe?
No tenemos una fecha ni un nombre a los que podamos acudir con absoluta
certeza, pero seguramente no andamos muy alejados de la verdad si decimos que al
Guadalquivir debieron descubrirlo los fenicios en torno al año 1000 antes de nuestra
era, quizá en competencia con los micénicos.
Fenicios fueron, en efecto, los primeros exploradores históricos que llegaron al
sur de Andalucía, y como venían en busca de metales y eran excelentes navegantes
hay que concluir que remontarían el Guadalquivir, que es un río además de navegable
de raíces argénteas[1], o dicho más llanamente, que en su nacimiento abunda la plata
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(y otros metales). No obstante, con ser los inventores del alfabeto, los fenicios no
dejaron ningún testimonio de ese descubrimiento que haya llegado hasta nosotros (los
romanos destruyeron casi todo lo que les olía a púnico).
Las primeras noticias históricas de la existencia del Guadalquivir corresponden a
sus competidores los griegos, que unos tres siglos después se apropiaron del mérito
de haber descubierto aquellas tierras.
Cuenta el historiador Heródoto que un mercader jonio llamado Coleo de Samos,
que hacía la ruta entre Grecia y Egipto, se vio sorprendido por una borrasca. Durante
seis días con sus noches la frágil nave estuvo a merced de los vientos afeliotas.
Cuando la tormenta amainó, Coleo descubrió con asombro que habían rebasado las
Columnas de Hércules (el estrecho de Gibraltar), las dos montañas que señalaban los
confines del mundo.
Acabamos de decir que los fenicios precedieron a los griegos en la exploración de
estos confines. Seguramente ellos erigieron un templo a su dios Melkart en el
estrecho de Gibraltar, en el que realizaban sacrificios propiciatorios para asegurarse
una feliz navegación. Los dos pilares de bronce, de unos ocho metros de altura, que
solían franquear la entrada de los templos fenicios (por influencia de los pilonos de
los templos egipcios[2]), son las que más tarde darían lugar a la denominación
«Columnas de Melkart» que los griegos transformaron en «Columnas de Hércules».
Las Columnas de Hércules eran Calpe (actual Gibraltar) y Abila (actual monte
Musa, en Marruecos). Los griegos creían que África y Europa habían estado unidas
por una cordillera hasta que su héroe Hércules, famoso por su fuerza y por sus
trabajos, separó estas montañas permitiendo que las aguas del océano irrumpieran en
la cuenca que hoy conocemos como mar Mediterráneo (Pomponio Mela, Corografía,
15, 27[3]). Como casi siempre, el mito y la poesía se adelantan a la ciencia porque, en
efecto, «en su formación, el valle del Guadalquivir es un territorio liberado
tectónicamente de África, regalo de las fuerzas telúricas a Europa[4]».
¿Qué había venido a hacer Hércules en este confín del mundo?
Hércules, temprano practicante de la violencia de género, había asesinado en un
pronto a su esposa, a dos de sus hijos y a dos sobrinos[5]. Cinco muertos en una
tacada. Como penitencia por tan horrible crimen, la sibila de Delfos, una adivina a la
que los griegos acudían para conocer el futuro y la voluntad de los dioses, lo condenó
a realizar los doce trabajos que le encomendara Euristeo, su peor enemigo[6].
Hércules peregrinó al ignoto Occidente para realizar dos de esos trabajos: robar
los bueyes de Gerión y sustraer las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides,
que aseguraban la inmortalidad a su poseedor. Dos empresas nada fáciles porque
Gerión era un gigante con tres cuerpos que resultó complicado de matar y las
manzanas estaban vigiladas por tres ninfas celosas y un diligente dragón[7].
Regresemos a Coleo de Samos, al que dejamos perplejo frente a la costa
andaluza, contemplando aquella invitadora franja verde y arbolada, con playas de
doradas arenas bajo un limpio cielo azul. En alguna parte de aquella costa estaba el
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jardín de las manzanas doradas, o sea, la inmortalidad, pero, por otra parte, para
llegar a él había que arrostrar el peligro de enfrentarse con gigantes como Gerión y
con el temible dragón que vigilaba el huerto.
Ambicioso pero cauto, aquí tenemos a Coleo indeciso entre regresar a su mundo
cotidiano, el griego, o arriesgarse a explorar este mundo nuevo que hasta ese
momento solo existía en el mito.
Quizá la necesidad pudo más que la tentación. Una nave tan baqueteada por la
tormenta necesitaba reparaciones, y su tripulación agua y descanso. Coleo decidió
desembarcar en la tierra ignota.
Imaginemos una trirreme griega embarrancando en una playa de finas arenas
doradas. Para sorpresa de Coleo aquella tierra está poblada por unos nativos
hospitalarios e ingenuos que a cambio de la pacotilla griega que lleva a bordo le
llenan la bodega de plata, cobre y estaño.
Imaginemos la escena tantas veces repetida a lo largo de la historia: el ávido
mercader pregunta al indígena por la procedencia de la preciada mercadería y el
indígena le indica por señas un lugar tierra adentro al tiempo que pronuncia la mágica
palabra: Tarteso, como suena en griego ( ), o Tarshish ( ) como
suena en el hebreo de la Biblia .[8]
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CAPÍTULO 2
Desde mediados del siglo XIX existe cierta contienda entre geógrafos deterministas
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grano reservando la simiente necesaria para la siembra del año siguiente y algunos
excedentes en previsión de malas cosechas…
El agricultor desarrolla el sentido de la propiedad de la tierra que labra y trabaja.
Asentado en un lugar fijo, preferentemente alto, desde el que pueda vigilar los
cultivos, y cercano a un río o a un manantial, el antiguo nómada se convierte en
sedentario. De la agrupación de agricultores para la mutua ayuda y defensa nacen
poblados permanentes con sus zonas comunales, sus zonas residenciales y sus
cementerios. La vida en comunidad acelera la evolución técnica y social.
Un cuadro feliz, sin duda. Se acabaron las hambrunas estacionales y el ir de un
lado a otro como feriantes, aquellas forzadas trashumancias de los cazadores-
recolectores.
Un gran avance.
Sí, un gran avance, pero al menos la horda de cazadores-recolectores estaba
socialmente nivelada por la propia precariedad de su existencia. Al convertirse en
agricultora y ganadera la sociedad produce excedentes que permiten alimentar a
individuos no directamente productivos, pero necesarios (burócratas y guardias
protectores). Lo malo es que la producción de excedentes también favorece la
especulación (acaparar recursos, negociar con ellos), y pronto surgen las diferencias
sociales entre pobres y ricos, explotadores y explotados.
No es la única complicación del nuevo sistema. El agricultor vive en un
sobresalto constante. Ahora tiene que trabajar de sol a sol, siempre pendiente de si
llueve o no, y a la postre todo su esfuerzo puede malograrse en un momento si los
nómadas (los cazadores-recolectores que aún no se han convertido a la agricultura) le
saquean el granero o le roban el rebaño. El agricultor necesita protección y esta se
convierte pronto en objeto de trueque.
¿Qué clase de trueque?
El único posible: ponerse bajo la protección de un poderoso (lo que a la larga
pudiera convertirse en una lacra mayor que la que vino a remediar). Así nace la
institución clientelar, todavía vigente en muchas sociedades actuales. El débil se
somete a la tutela del fuerte a cambio de obedecerlo y pagarle su protección en
trabajo o en productos. Por la ley de la mera fuerza bruta, el matón de la horda se
promociona a jefe del poblado (régulo, cacique, caudillo, padrino o capo[13]). Los
matones se erigen en gobernantes y administran el granero comunal (o dicho en
términos económicos, los excedentes de riqueza, las plusvalías), lo que les permite
adquirir los bienes de prestigio propios de su estatus privilegiado (en la Antigüedad,
vestidos, armas, objetos de metal, cerámica de importación, y más recientemente,
yates, chalets, coches deportivos, ligues de lujo, etc.).
Del régulo que comenzó de matón procede, en última instancia, una institución
tan venerable como la monarquía hereditaria.
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CAPÍTULO 3
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pueden subir navíos de gran tamaño; hasta Ilipa (Alcalá del Río), solo los pequeños.
Para llegar a Córdoba es preciso usar unos barcos de ribera, hoy hechos de piezas
ensambladas, pero que los antiguos construían con un solo tronco. Más arriba de
Cástulo el río deja de ser navegable. Varias cadenas montañosas y pródigas en
metales siguen la orilla septentrional del río aproximándose a él unas veces más, otras
menos (Sierra Morena, que lo acompaña hasta Córdoba). En las comarcas de Ilipa y
Sesábon, tanto la antigua como la moderna, existe gran cantidad de plata. Cerca de
las llamadas Kótinai nace cobre y también oro. Cuando se sube por la corriente del
río, estas montañas se extienden a la izquierda, mientras que a la derecha se dilata una
grande y elevada llanura, fértil, cubierta de grandes arboledas y buena para pastos (las
actuales vegas del Guadalquivir) (…). La Turdetania es maravillosamente fértil;
produce toda clase de frutos y muy abundantes; la exportación duplica estos bienes,
porque los frutos restantes se venden con facilidad a los numerosos barcos de
comercio. Esto se halla favorecido por sus corrientes fluviales» (Estrabón, 3, 2, 3-4).
Hemos mencionado más arriba a las grandes civilizaciones fluviales del Fértil
Creciente, las que surgieron en las riberas de Mesopotamia y Egipto. El desarrollo de
estas civilizaciones va estrechamente unido al descubrimiento de los metales: primero
el cobre y después su aleación con el estaño que da el bronce. El problema era que en
aquellas tierras escaseaban los metales, en particular el estaño.
Ocurría como hoy: los países desarrollados no tienen petróleo y los que lo tienen
(Oriente Medio, África) son tan subdesarrollados que no sabrían qué hacer con él si
no se lo compraran los ricos.
La escasez de metales en el Fértil Creciente estimuló a los navegantes griegos y
fenicios para que vinieran a buscar esos metales a Tarteso[14]. En la Biblia aparece
como el lugar lejano al que navegan las naves de Tiro para obtener los metales
empleados en la construcción del Templo de Jerusalén, y por extensión a todo lugar
remoto y rico en mercaderías.
La arqueología confirma ese intenso comercio fenicio con la costa andaluza y el
valle del Guadalquivir. Entre los años 1000 y 600 a. C., año arriba, año abajo, los
fenicios fundaron numerosas colonias en las costas andaluzas: Gades, Malaka, Sexi,
Abdera (es decir: Cádiz, Málaga, Almuñécar, Adra en Almería) y una serie de
factorías o fábricas cuya lista se va ampliando a medida que progresan los hallazgos
arqueológicos (Aljaraque, Toscanos, Morro de las Mezquitillas, Guadalhorce…). Por
lo general se trataba de pequeños poblados situados junto a la desembocadura de un
río. Estos enclaves cumplían la triple función de servir de atracadero y base a los
navíos de carga, de fábrica de algunos productos y de centro de almacenamiento y
distribución.
Probablemente Tarteso nunca pasó de ser una asociación de régulos o caudillos
locales en torno a una dinastía más fuerte que representaba a la colectividad ante los
fenicios.
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Los fenicios no explotaban directamente las minas. Se limitaban a suministrar a
los jefes indígenas la tecnología necesaria y a monopolizar el comercio del metal
extraído. La compañía tartésica, si podemos llamarla así, coordinaba la explotación
de las minas y colocaba el metal en los lugares donde este se intercambiaba por
productos fenicios.
Apurando el símil petrolero, podríamos equiparar la aristocracia de Tarteso a los
nuevos ricos de los países petrolíferos, esos jeques que no saben ya en qué gastar sus
fabulosas ganancias y que en el espacio de una generación han pasado de la vida
frugal e incómoda de la jaima a la ostentación de palacios; esos jeques que se han
apeado del apestoso y bamboleante camello para repantigarse en limusinas de lujo y
matar el tiempo en cruceros de placer a bordo de magníficos yates.
Estos patanes encumbrados por el azar de la historia se parecen bastante a los
aristócratas tartesios que posiblemente habitaban en viviendas modestas, poco más
que chozas (lo que explicaría que no se haya encontrado una gran ciudad tartésica, ni
siquiera una arquitectura digna de tal nombre), pero por hallazgos como el tesoro del
Carambolo (Sevilla) sabemos que atesoraban kilos de preciosas joyas (petos, collares,
brazaletes, pendientes…) y se hacían importar lujosas vajillas orientales (jarros
cincelados, páteras, objetos exóticos, adornos de marfil) desde los mejores talleres
chipriotas.
Como los chinos del todo a cien, Fenicia comerciaba en objetos pequeños y
valiosos producidos en serie y fáciles de transportar: tejidos, joyas, perfumes,
adornos, amuletos, vajilla, figuritas de marfil, huevos de avestruz y otra exótica
pacotilla. Con estos productos inundaron los mercados allá donde encontraron
metales con los que comerciar. No intentaban ser originales, ni les importaba
armonizar los más dispares estilos creando una especie de kitsch que debió de ser
muy apreciado por sus clientelas indígenas. Se limitaban a fabricar aceptables
imitaciones de todo producto griego, mesopotámico, egipcio, chipriota o de Asia
Menor que se vendiera bien. Por eso sus mercaderías no son fáciles de clasificar y
producen quebraderos de cabeza a los museos.
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CAPÍTULO 4
EL FIN DE TARTESO
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establecieron sus respectivas zonas de influencia: los griegos comerciarían con el
norte de la península y los cartagineses con levante y el sur.
Hacia el año 500 a. C., los cartagineses recuperaron sin contemplaciones los
mercados de la península después de bajar los humos a los caudillos y reyezuelos que
habían aprovechado el eclipse fenicio para comerciar por su cuenta.
Corrían tiempos revueltos. Todo el mundo quería medrar a costa de los metales.
Las minas de Sierra Morena se fortificaban. A lo largo de las rutas de transporte del
mineral, Guadalquivir abajo, se construían recintos fortificados y torres de vigilancia.
Como antaño sus abuelos tartesios, los caudillos ibéricos locales querían sacar tajada
de la riqueza que brotaba de sus tierras o simplemente viajaba por ellas. Eso explica
que encontremos vajillas de lujo en poblados miserables como Castellones de Ceal,
sobre el Guadiana Menor: los régulos que controlaban las rutas de salida de los
metales hacia la costa cobraban en especie el derecho de paso.
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CAPÍTULO 5
BUSCANDO TARTESO
Los griegos mencionan un estado o una región, nunca una ciudad. ¿Dónde estuvo la
ciudad de Tarteso, suponiendo que estuviera en alguna parte?
En los siglos XIX y XX se sucedieron sensacionales descubrimientos arqueológicos
en Mesopotamia (Nínive, Uruk, Susa, Ur y Larsa). La arqueología daba frutos
impresionantes. Schliemann encontró la legendaria ciudad de Troya, la de los poemas
homéricos; Evans desenterró los palacios minoicos de la legendaria Creta; Carter
encontró la tumba intacta de Tutankamon… Estimulado por estos ejemplos un
obstinado arqueólogo alemán, Adolf Schulten, que se vanagloriaba de haber
descubierto Numancia (que ya llevaba tiempo descubierta por arqueólogos
españoles), se creyó predestinado a encontrar Tarteso, la fabulosa capital del rey
Argantonio.
Suponía Schulten que la ciudad tenía que yacer sepultada en algún lugar cercano
a la desembocadura del Guadalquivir. Entre 1923 y 1925 excavó, sin resultado, en el
coto de Doñana. Cansado de hacer agujeros sin más ganancia que alguna ocasional
trufa, tuvo que darse por vencido: Tarteso había desaparecido como si se la hubiera
tragado la tierra. Ni rastro de la ciudad ni de sus gentes[16]. El frustrado arqueólogo
murió sin resolver el enigma al que había consagrado buena parte de su vida.
Tarteso no apareció porque probablemente nunca existió tal ciudad. Lo que los
autores antiguos mencionan con ese nombre es un reino, una región y sobre todo un
río cercano a Cádiz, un río «de raíces argénteas» (el Guadalquivir que discurre al pie
de Sierra Morena, rica en plata). Solo Avieno, un autor tardío, de finales del siglo IV
menciona en su Ora Marítima una ciudad llamada Tarteso, cuando ya hacía varias
generaciones que se había extinguido[17].
Algunos historiadores sugieren que la leyenda platónica de la Atlántida se inspira
en Tarteso. El hecho es que existen ciertas similitudes entre la mítica Atlántida y la
histórica Tarteso: la situación, en el extremo de las Columnas de Hércules, o en una
isla en medio del océano (Escoliasta de la Ilíada, VIII, 479); las fabulosas riquezas en
metales y productos agrícolas, la intensa actividad comercial, el templo central con
dos fuentes de agua, caliente una y fría la otra (en la Atlántida sería el santuario
dedicado a Poseidón; en Tarteso el santuario gaditano de Hércules). El mar de barro
que amenazaba a los navegantes que se arriesgaban en aguas atlántidas podría aludir
a las barras arenosas de la desembocadura del Guadalquivir, que tantos naufragios
han provocado. Además, la Atlántida parece corresponder a una cultura del bronce
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que coincidiría con la de Tarteso y los tartesios (Gerión y compañía) que aparecen en
los mitos griegos como gigantes.
Las similitudes no solo se encuentran en el mito. La capital atlántida
extrañamente diseñada en forma de anillos concéntricos de agua y tierra podría
parecer producto de la viva imaginación de Platón, si no fuera porque a las afueras de
Jaén, en el paraje de Marroquíes Bajos, se han encontrado vestigios de un poblado
formado por anillos concéntricos de tierra y canales de agua. ¿Pudo reflejarse esa
imagen tartésica tan en el interior de Andalucía? Sin duda pudo. Tengamos en cuenta
que el Guadalquivir era un río navegable hasta más allá de Córdoba, que una calzada
discurría paralela al curso fluvial y que las tierras del Alto Guadalquivir eran muy
ricas en metales.
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CAPÍTULO 6
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Astigi (Écija), Corduba (Córdoba), Isturgi (Los Villares, cerca de Andújar, donde
cruzaba el Guadalquivir); Iliturgi (Mengíbar); Mentesa Oretana (Villanueva de la
Fuente, en la provincia de Ciudad Real), para enlazar con el Mediterráneo y seguir la
costa hasta Tarraco (Tarragona) y a través de Campo Juncario (La Junquera) hasta
Narbo Martius (Narbona) donde enlazaba con la Vía Domitia, que bordeaba la costa
del sur de la Galia hasta Roma[18].
La otra vía del Guadalquivir era la fluvial, el propio río. Recordemos lo que nos
decía Estrabón unas páginas más arriba: «El río es navegable en unos dos mil
doscientos estadios (más de doscientos kilómetros), desde el mar hasta Córdoba, y
algo más arriba… Hasta Híspalis pueden subir navíos de gran tamaño; hasta Ilipa
(Alcalá del Río), solo los pequeños. Para llegar a Córdoba es preciso usar unos barcos
de ribera, hoy hechos de piezas ensambladas, pero que los antiguos construían con un
solo tronco. Más arriba de Cástulo el río deja de ser navegable».
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CAPÍTULO 7
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delegó en el arzobispo de Toledo (tan rico en recursos y tropas como el propio rey) la
empresa más cumplidera: progresar por el Guadiana Menor hasta Almería.
—¿Y qué ocurrió?
—Fernando III cumplió su parte conquistando el valle del Guadalquivir en
veinticinco años, pero el prelado no consiguió pasar de Quesada. Esta circunstancia
favoreció la creación de un último reino musulmán en Granada, dentro de fronteras
naturales seguras, y abierto a los auxilios africanos, una contrariedad que prolongaría
la Reconquista por espacio de otros dos siglos y medio.
—Bien, pero sigo sin entender por qué el Guadalquivir tiene que nacer en Cazorla
si en realidad nace donde el Guadiana Menor.
—Por una cuestión de prestigio, querido amigo: el poderoso arzobispo de Toledo,
dueño de esta región (el Adelantamiento de Cazorla), decidió que el acreditado
Guadalquivir naciera en sus tierras. «Por mis cojones que va a nacer aquí», declaró el
prelado, «y que nadie me lleve la contraria porque le meto una excomunión que
tiembla el misterio».
Ni siquiera consintió que se considerara a los vecinos ríos Aguamulas y Borosa,
que aportan al curso alto más aguas que el cazorleño, ya que los dos nacían en la
vecina sierra de Segura perteneciente a la Orden de Santiago[21].
El viajero no tiene más remedio que resignarse a la evidencia: el Guadalquivir
lleva siglos naciendo en la sierra de Cazorla, y de nada valdría argumentar ahora que
más bien nace en la de Huéscar.
El caso es que el viajero se había ilusionado con la perspectiva de comenzar su
viaje por Huéscar, el municipio granadino pegado a las provincias de Albacete y Jaén
que declaró la guerra a Dinamarca en 1809 (y solo firmó las paces en 1981). Se había
encariñado con la idea de catar una fuente de chuletillas de la excelente oveja
segureña que allí crían y darse luego un garbeo por las solitarias y melancólicas obras
faraónicas e interrumpidas sine die del canal de Carlos III, ilustre precedente del
canal Tajo-Segura.
—¿Un canal tan antiguo?
—Y aún más. El ambicioso proyecto data de los tiempos de Felipe II. Se arbitraba
llevar las aguas de estas tierras a la sedienta huerta murciana. Iniciadas las obras en
1633, se abandonaron repetidamente hasta que por fin Carlos III, el benefactor, se
tomó en serio el proyecto… para abandonarlo poco después. Hoy quedan enormes
excavaciones que el tiempo no ha conseguido todavía colmatar: la presa en el
nacimiento del río Guardal, el puente de las Ánimas, las cuevas del Canal y los
gigantescos pilares que debían sostener el acueducto.
Aprovechando el mismo paseo, el viajero quería contemplar las gigantescas
secuoyas (setenta y cinco metros de altura) que crecen en el paraje de la Losa. Es
fama que las plantó Wellington, el general británico que derrotó a los franceses en la
guerra de la Independencia y a Napoleón en Waterloo. De hecho empezaron a
llamarlas «welintonias» y ahora han acabado en «mariantonias»: cinco personas no
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bastan para abrazar el tronco. Las secuoyas (en sus dos especies, Sequoiadendron
giganteum y Sequoia sempervirens) son los árboles más altos del planeta.
En fin, el viajero se resignó a cambiar Huéscar por Cazorla. Otra vez será.
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CAPÍTULO 8
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regadas de aceite picual, picantillo, un balde de café con leche y un zumo de naranja.
Repuesto en su ánimo, el viajero atiende a la misión que se ha encomendado: asistir
al nacimiento del Guadalquivir. Para ello se dirige a un joven y culto municipal que
hace su ronda por la plaza Vieja.
—No tiene pérdida —responde el urbano—. Coja usted la carretera de la Iruela y
pasado el puerto de Las Palomas entre centenarios pinos laricios y negrales, sin que
falten fresnos, arces y majuelos, verá usted un cartel que lo dirige al poblado del
Vadillo. Pase usted el puente de las Herrerías hasta la Cañada de las Fuentes, así
llamada porque en ella se juntan las aguas de varios arroyos que triscan desde las
montañas, el Teatinos, el de Juan Fría y otros. No se me extravíe en las choperas
alamedas por las que se enredan rosales silvestres y al pasar por el puente de las
Herrerías sepa usted que lo edificaron los caballeros de Isabel la Católica en una sola
noche.
—¿Y eso?
—Salió la reina de Córdoba con su ejército a Baza y Guadix para preparar la
conquista de Granada y al llegar al barranco el río venía tan crecido que no se podía
pasar. Acamparon para pasar la noche y mientras la reina dormía los caballeros
hicieron el puente. Con un par.
El viajero agradece la lección y toma su utilitario camino del lugar indicado. Deja
atrás La Iruela con su encumbrado castillo pretendidamente templario y sus ruinas, y
llega a la Cañada de las Fuentes, una espaciosa hondonada tapizada de verdes prados
y ribeteada de espesa arboleda, un paraíso para el excursionista y para el amante de la
naturaleza: aires sanos y puros, cielos azules en los que acaso vea volar al majestuoso
quebrantahuesos (Gypaetus barbatus o buitre barbado) recién introducido en la zona.
El camino del viajero discurre entre frondosos bosques de pinos en los que
conviven la cabra montés, el ciervo y el jabalí, así como muflones, que pueden
contemplarse en el Parque Cinegético Collado del Almendral.
Mientras se deleita con el paisaje, el viajero va rememorando los versos
guadalquivires de Machado que resuenan en su memoria con la voz bronca y tierna
de Fernando Fernán Gómez, al que una vez se los oyó recitar:
¡Guadalquivir!
Te vi en Cazorla nacer;
hoy, en Sanlúcar morir.
Un borbollón de agua clara,
debajo de un pino verde,
eras tú, ¡qué bien sonabas!
Como yo, cerca del mar,
río de barro salobre,
¿sueñas con tu manantial?[22]
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El borbollón de agua clara nace al pie de una roca formidable, a más de mil
trescientos metros de altitud. En medio de esa indómita naturaleza un desventurado
prócer que con su mejor voluntad creía servir a la cultura perpetró la barrabasada de
profanar la noble roca parietal con una lápida de mármol enmarcada a la antigua que
contiene un soneto de los hermanos Álvarez Quintero:
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arboleda hacia el pantano de El Tranco de Beas (1944), de quinientos hectómetros
cúbicos de capacidad y una cuenca de quinientos dieciocho kilómetros cuadrados,
con su islita central sobre la que se yerguen los románticos muros del castillo de
Bujaraiza. El pantano está enclavado en un evocador paisaje kárstico con numerosos
manantiales y comunidades climácicas de coníferas y frondosas.
El pantano del Tranco de Beas es el primero de los casi sesenta con los que
cuentan el Guadalquivir y sus afluentes. Al final de verano acuden muchos visitantes
a su entorno para asistir a la berrea, o sea a la competición de los ciervos machos por
el control y reproducción de la manada. Dado que se trata de una experiencia singular
permítanme que me explaye en ella y le dedique un capítulo.
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CAPÍTULO 9
Hace unos años la agrupación «El Pino Mustio, sociedad andrófila y recreativa», a
la cual pertenece el viajero en calidad de socio fundador, organizó un viaje de estudio
con objeto de asistir a una berrea en las riberas del Tranco, próximas a la Torre del
Vinagre. El viajero accedió porque el evento acaecía no lejos del santuario de la
Virgen de Tíscar, en Quesada, lo que le permitiría asistir, en la misma tacada, a unos
cursillos de espiritualidad.
La experiencia de la berrea es singular. Por carriles infames, pedregosos y llenos
de baches, se internaron en la entraña del pinar en varios vehículos todoterreno que
aparcaron en un altozano calvero desde el que se dominaban muchos kilómetros de
pinar, algo del Guadalquivir, y las aguas quietas del pantano. Allí pasaron varias
horas, quizá más, con el oído tendido, escuchando, en sacramental silencio, la
dramática berrea de los ciervos en celo, un patético certamen coral de berridos
enronquecedores que emiten los machos ocultos en aquellas frondas con la esperanza
de merecer los favores de alguna hembra compasiva que se haga cargo de sus genes.
Parece, por lo que el viajero tenía oído, que la hembra se entrega preferentemente
al macho que exhiba la cuerna más desarrollada y el vozarrón más potente.
—¿Y al que no sea macho alfa? —bisbiseó el viajero en aquella ocasión.
—¡A ese que lo zurzan! —le respondió desabrido uno de sus acompañantes.
—¡Chist! —le riñó otro—. ¡Aquí no se habla!
Entre los asistentes a la berrea el silencio es obligatorio, como en los conciertos
de música clásica y en las cartujas de San Bruno.
En aquella ocasión, y como complemento de la berrea, los miembros de la
asociación visitaron el cercano Centro de Interpretación y Museo de la Caza de la
Torre del Vinagre, donde admiraron las cabezas de dos ciervos, auténticos machos
alfa, que enzarzados en duelo trabaron sus cornamentas de tal manera que después no
pudieron separarlas y murieron de inanición. A la vista del desastre, la hembra objeto
de la disputa aceptó las galanterías de un tercer ciervo menos belicoso que rondaba el
lugar por si caía algo. ¡Lecciones de paciencia y perseverancia que imparte la
naturaleza!
La contemplación del aquel traumatizante accidente viril le trae al viajero a la
memoria el caso, igualmente aleccionador, de la rana arborícola gris de las selvas
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caribeñas. En esta especie anfibia, el macho atrae a la hembra por medio de enérgicas
serenatas a la luz de la luna. La rana hembra sabe que cuanto más vigoroso sea el
canto, más fortaleza genética transmitirá a su progenie el macho canoro. Por lo tanto
solo se entregará al que exhiba el vozarrón más potente. Esa feroz competencia forma
parte del orden natural[23]. Lo malo es que la serenata nocturna atrae también al
murciélago Trachops cirrhosus, un gourmet voraz cuyo bocado favorito es
precisamente la rana gris. A menudo llega el murciélago y trunca bruscamente la
serenata antes de que la ranita y el rano viril hayan consumado el himeneo. Entonces
la joven viuda, con tremendo sentido práctico, se entrega al rano que quedó finalista.
Tener uno en reserva es una cautela históricamente atestiguada que incluso tiene su
reflejo en la copla española[24].
Como profano, el viajero debe admitir que la experiencia de la berrea le pareció
desagradable y aburrida, aunque a los entendidos les resulta de lo más emocionante.
Al viajero le gustan los bosques y la naturaleza en estado salvaje, con sus
incomodidades y sus picaduras de insectos, pero, puesto a escoger, prefiere la
excursión diurna sin mugidos lastimeros, sintiendo solo el piar de la alegre pajarería,
el zumbido del abejorro, la brisa en las ramas o el mero silencio vegetal, orgánico, de
la verde biosfera. ¡Ah, la concordancia con la naturaleza: comerse a la sombra de un
pino, las agujas clavándose en el culo, una tortilla de patatas con hormigas o un filete
de ternera empanado, echar la siesta con el sombrero sobre los ojos y una briznita de
hierba en la comisura de los labios! Y, para completar la bucólica estampa, una mujer
al lado que se ensimisme antes de preguntarle:
—Chati, ¿me quieres como al principio?
—Más.
—¿Cuánto me quieres?
—Veinte arrobas.
Si los ciervos inspiran compasión en la berrea, un tormento que les dura
solamente unos días al año, imagínense el mono humano, que es de celo continuo.
Con estos pensamientos un tanto deprimentes, el viajero aparca en el mirador de
Hornos, panorámica sobre el pantano, donde un grupo de jubilados juega a los bolos
serranos, una modalidad que consiste en lanzar una bola sin pasarse de una línea y
darle al mingo de madera.
—Buen tino tienen ustedes —observa.
—No somos los peores —dice uno ajustándose la gorra de golfista—, pero tenía
usted que ver lo bien que tira mi sobrino, el catalán.
—No sabía que se jugara a esto en Cataluña.
—No señor, allí no se juega —corrobora el hombre—. Si se jugara ya lo habrían
declarado seña de identidad catalana y lo estarían subvencionando. Lo que pasa es
que en verano mi sobrino viene por el pueblo, con los otros limpiaorzas y
vaciacorrales, y se ha aficionado al juego.
—¿Usted gusta de probar? —ofrece otro miembro del dilecto senado.
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El viajero prueba y tira la bola. Falla, naturalmente.
—Bueno. Queden ustedes con Dios, que tengo que seguir el camino —se despide.
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CAPÍTULO 10
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Baécula en el año 208 a. C. El viajero pregunta en el ayuntamiento.
—No señor, todavía no tenemos centro de interpretación de la batalla, aunque en
ello andamos, pero si le interesa aquí tenemos a un municipal que sabe un rato largo
del asunto y puede acompañarlo. Hoy es su día libre pero nos tiene dicho que si
alguien pregunta por la batalla, le avisemos.
El municipal es un joven espigado, Emilio Escañuela, que estudia Historia en la
Universidad a Distancia y recopila fotos antiguas del pueblo.
—¿Quiere usted visitar el campo de batalla? —se ofrece.
—Si se puede…
—Con mucho gusto, pero mejor vamos en mi todoterreno porque hay que meterse
por carriles.
Salen del pueblo en el suzuki y remontan un carril agrícola entre olivos
cenicientos hasta un altozano.
—Aquí es —dice Emilio, deteniendo el coche a la sombra de un olivo—. El cerro
de las Albahacas que describe Tito Livio: «Un cerro coronado por una meseta y
ceñido por atrás por un río y por delante y por los lados por un ribazo abrupto[25]».
—El río es el Guadalquivir, naturalmente —dice el viajero.
—Y su afluente es el río de la Vega también conocido como río de Cazorla.
Se apean y contemplan el paisaje: olivares, cerros de piedra, el surco verde de un
río que lame el pie del promontorio.
—Fue en el año 208 a. C. —dice Emilio—. Aníbal llevaba diez años devastando
Italia y la lucha se eternizaba. Los romanos comprendieron que sería más fácil
derrotarlo si atacaban su base logística y su reserva estratégica, que estaban aquí, en
Iberia. Enviaron un ejército al mando de Publio Cornelio Escipión (más adelante
conocido por el Africano) para que segara la hierba bajo los pies del enemigo.
Escipión se apoderó de Cartagena, que era, a un tiempo, la capital, la base militar y el
arsenal de los cartagineses, con lo cual muchos caudillos y reyezuelos iberos
chaquetearon y se apartaron de los cartagineses para acercarse a Roma. Faltaba
derrotar a los púnicos en una batalla decisiva. Escipión la preparó durante dos años y
finalmente la riñó en estos parajes.
En el silencio del campo suena lejano un tractor que está rastrillando entre los
olivos. El tractorista va desgranando una coplilla, la última de Eurovisión, ajeno al
fragor de la batalla que el viajero cree percibir en el aire fresco de la otoñada.
—Las tropas cartaginesas, al mando de Asdrúbal Barca, hermano menor de
Aníbal, estaban invernando en un buen campamento, en Baécula —prosigue Emilio
—. Cuando Asdrúbal supo que su enemigo se acercaba dispuso su ejército en una
posición privilegiada, en lo alto de una meseta escalonada defendida por barrancos y
el curso fluvial en sus flancos y retaguardia.
—Una sabia disposición —comenta el viajero.
—Lo era. De hecho, Escipión titubeaba porque comprendía que atacar de frente
una posición tan bien defendida era suicida, pero después de dos días de tanteo
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decidió jugárselo a una carta. Existía el peligro de que llegaran otros ejércitos
cartagineses en ayuda de Asdrúbal.
—Como Napoleón en Waterloo —comenta el viajero—. La llegada del refuerzo
prusiano le alteró los planes.
—Algo así. Conocemos los movimientos de la batalla no solo por las fuentes
históricas, sino muy especialmente por las arqueológicas: en el campamento
cartaginés aparecen monedas cartaginesas y los movimientos de la infantería romana
pueden seguirse perfectamente por los clavi caligarii, las características tachuelas de
las sandalias romanas que jalonan la ruta.
—¡Caramba! —exclama el viajero—. ¿Se han conservado después de más de dos
mil años?
—Para sorpresa de los arqueólogos que han encontrado cientos de ellas, como las
miguitas de pan del cuento, para que permitan reconstruir el desarrollo de la batalla
—asiente Emilio—. Aparte de los hallazgos de armas herrumbrosas, conteras de asta,
puntas de flecha o de jabalina y glandes de plomo para las hondas. De todo ello se
deduce que los cartagineses esperaban el tradicional ataque frontal de la legión
romana, pero Escipión los sorprendió con una nueva táctica: infantería ligera en el
centro mientras la infantería pesada rebasaba los flancos para rodear al enemigo
cuando todavía no había acabado de desplegarse. Una táctica algo parecida a la de
Aníbal en Cannas, por cierto: embolsar al enemigo para que no pueda desplegar todas
sus fuerzas adecuadamente.
—¡Cannas, el mayor descalabro de la historia de Roma! —evoca el viajero—. ¿Y
qué ocurrió?
—Asdrúbal dispuso en esa llanada a sus jinetes númidas y a los baleares y
africanos de armamento ligero (Tito Livio, XXVII 18, 7). Los romanos amagaron el
ataque frontal, pero lo acompañaron con dos ataques envolventes por los flancos que
terminaron de enturbiar el dispositivo cartaginés. Cuando empezó la carnicería, el
sorprendido Asdrúbal comprendió que la partida estaba perdida y se replegó
abandonando a su infantería ligera frente al centro romano.
—O sea, perdió la batalla.
—Fue un desastre. Polibio dice que Escipión hizo diez mil prisioneros de a pie y
dos mil jinetes; Livio que murieron ocho mil cartagineses. Deben de ser cifras
exageradas porque Asdrúbal salvó buena parte de sus tropas e impedimenta, así como
a sus elefantes norteafricanos, con los que se dirigió a Italia, atravesando los Pirineos
occidentales y las Galias, para reforzar a su hermano Aníbal.
—Salvado por la campana, entonces —deduce el viajero.
—Era un hombre sin suerte. Los romanos volvieron a derrotarlo a orillas del río
Metauro y esta vez pereció en la batalla.
—¿Y Escipión?
—Se dirigió a Tarraco, la moderna Tarragona, y terminó de conquistar la
península, tras de lo cual cruzó su ejército a África con intención de atacar Cartago.
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Aníbal, alarmado, tuvo que abandonar Italia y le salió al encuentro.
—El resto ya lo sé —dice el viajero—. Se enfrentaron los dos colosos en Zama el
202 a. C., y Escipión derrotó a Aníbal como Wellington a Napoleón.
—Y aquí termina la historia —concluye Emilio.
Pasean por el campo de batalla, mirando el terronal en el que afloran las tachuelas
de las sandalias romanas.
—No sabía que en Baécula hubieran combatido elefantes —comenta el viajero.
—Los elefantes figuraban en los ejércitos cartagineses de la época —explica
Emilio—. Entonces abundaban en el norte de África, desde Túnez hasta Marruecos,
pero los emplearon tanto en la guerra y en los circos que la especie acabó por
extinguirse.
—¿La especie? —Se extraña el viajero—. ¿Es que eran una especie distinta?
—Lo eran. La especie Loxodonta africana, variedad cyclotis, de pequeña alzada
(apenas dos metros y medio). El otro elefante africano, el que vemos en los
zoológicos y en las películas de Tarzán, el de las sabanas de África, es mucho mayor,
hasta 3,40 metros.
Es la hora de comer y el viajero insiste en invitar a su gentil acompañante. Se
encaminan al acreditado mesón Baécula (¿de qué otro modo podría llamarse?) y
piden choto, un plato antiguo y honrado de estas tierras que ahora, con la moda de los
cocineros pitiminí, aparece en la carta (porque la carta ha sustituido al antiguo
recitado) como «nuestra paletilla de choto lechal al aroma de romero con cebollitas
glaseadas y patatas puente nuevo».
—¿Qué son las patatas puente nuevo? —inquiere el viajero.
—Las patatas fritas de toda la vida —informa el camarero.
—Pues venga, y un vino que acompañe bien.
Las paletillas están insuperables, con su hueso en medio que parece pintiparado
para agarrarlo y apurar los últimos recovecos, y la conversación que las acompaña es
de lo más interesante porque Emilio está bastante versado en el tema de los iberos
que un día ocuparon estas tierras.
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CAPÍTULO 11
Los poblados iberos constituían verdaderas ciudades-estado con territorio propio del
que obtenían su riqueza agropecuaria y mineral. Cada uno contaba con un número de
caseríos y asentamientos menores, dependientes de él, en los que habitaba una
numerosa población rural.
En los primeros tiempos de los iberos, sobre el siglo VI a. C., algunos núcleos del
valle del Guadalquivir se asentaban en llanos fluviales, cerca de los cultivos y del
agua, pero luego sus habitantes los abandonaron para trasladarse a los cerros vecinos
de fácil defensa, en especial los de meseta plana (oppida). Cuanto más imponente era
la posición del poblado, señoreando el paisaje, visible desde lejos, mayor prestigio
alcanzaba como centro político y administrativo, económico y religioso.
Para el siglo IV a. C. todos los núcleos abiertos habían desaparecido. ¿Es indicio
de inestabilidad social o es que prescindieron de estos poblados de poca monta
porque ya los oppida, los poblados fortificados, producían lo necesario para alimentar
a sus habitantes? Vaya usted a saber.
Entre los iberos, la autoridad se basaba en la fuerza militar, pues tenían que
defenderse tanto de la codicia de los comerciantes púnicos como de las incursiones de
los celtas, sus belicosos vecinos del interior peninsular. Algunos poblados eran
independientes; otros se agrupaban en una especie de miniestado bajo la autoridad de
un príncipe (Cerdubeles, rey de Cástulo; Edeco, rey de los edetanos; Luxinio, rey de
Carmona y de Bardo). No eran, en cualquier caso, poderes estables. El príncipe
Colchas, que en el año 206 a. C. regía veintiocho ciudades, nueve años más tarde solo
dominaba diecisiete (lo que muestra las fluctuaciones del poder).
Los poblados iberos estaban sometidos a una minoría dominante de aristócratas-
guerreros. En algunos lugares dominaría un único príncipe, quizá descendiente de
otro más antiguo al que habían divinizado y suponían protector de la comunidad; en
otros, una coalición de príncipes ligados por un tratado o fides. En este caso es
posible que se repartieran el poder por barrios o manzanas, como las cinco familias
mafiosas de Nueva York (salvando las distancias, claro[26]). Quizá uno de ellos
ostentaba la jefatura del conjunto y se consideraba primus inter pares, el primero
entre sus iguales, como los reyes medievales, quizá rotaban en el poder o se elegían
cada cierto tiempo. No lo sabemos. Lo que está claro es que competían en ostentación
y lujo: carros, caballos, armas, vajillas importadas… Entonces, como hoy, la posesión
de objetos valiosos era signo de poder. Los más importantes se hacían sepultar en
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ricos mausoleos adornados con esculturas o con figuras de animales totémicos, lobos
o leones[27].
A partir del siglo IV a. C. se destruyeron algunos de estos mausoleos. ¿Es que
hubo una revolución? ¿Se rebelaron los humildes contra los poderosos? El caso es
que, a partir de entonces, la riqueza y el poder parecen más repartidos, los humildes
conquistan mayores derechos y el sistema clientelar se mitiga. Se nota la influencia
democratizadora de la cultura griega, que irradia primero a través de los cartagineses
y después de los romanos.
Las fronteras entre poblados iberos —marcadas por arroyos, montes o antiguos
caminos— se vigilaban desde unos diminutos recintos cuadrangulares que los
romanos denominaron «torres de Aníbal». Ante cada recinto se levantaba, al otro
lado de la raya, otro castillo del poblado rival[28]. Eso es lo que pasa cuando gobierna
una aristocracia guerrera. Si preparas la guerra acabas guerreando, y en ese caso la
preparación de la guerra es prioritaria, aparte de que la clase dominante solo justifica
su existencia si el poblado vive bajo una constante amenaza de agresión. Roma
terminó con esas malas vecindades e implantó, más o menos, la pax romana y el
progreso aunque, para alcanzar esa concordia, previamente tuviera que eliminar a
algunos caudillos iberos, celtíberos o celtas.
—Me parece de lo más interesante —comenta el viajero—. Y estas gentes, ¿cómo
vivían?
—Sus poblados no se diferenciaban mucho en su urbanismo de los pueblos
mediterráneos actuales. Calles estrechas, más o menos rectas, adaptadas a la
configuración del terreno y cruzadas por alguna transversal menos importante. Pocos
edificios destacaban sobre la medianía general. La casa más común oscilaba entre los
veinticinco y los cien metros cuadrados construidos. Solía constar de habitación
central, de unos cinco metros de lado, alguna secundaria y un patio, a veces con
porche, todo ello en una sola planta. A veces se añadía un altillo para almacenar
víveres o enseres. El fuego del hogar servía para cocinar, calentar e iluminar la sala
principal, que era, a la vez, cocina, sala de estar y dormitorio. ¿Usted conoce el
Museo Arqueológico Nacional?
—Hace mucho que no lo visito, la verdad.
—En su nueva remodelación ha quedado fantástico. Pues allí verá usted muchos
vasos pintados, especialmente los de Liria, donde aparece el vestido de los iberos.
Les gustaba la sencillez y la comodidad: una túnica de lino con mangas hasta medio
brazo, la de las mujeres hasta los pies y la de los hombres hasta las rodillas. En los
meses fríos se envolvían en una capa de lana (los romanos la llamaron sagum). En
ocasiones especiales, las mujeres se ponían una toca o mantilla que se echaban por la
cabeza sobre una especie de peineta, como la que luce la Dama de Elche.
—¿Y qué me dice de los cultivos? ¿Había tanto olivo como ahora?
—No tanto. En las llanuras fluviales cultivaban cereales y leguminosas; en los
montes, apacentaban sus rebaños. Solo roturaban las llanuras cercanas a los poblados.
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El resto del paisaje lo señoreaba el bosque mediterráneo, encinas, acebuches y
alcornoques. A partir del siglo V a. C., las técnicas de cultivo mejoraron con la
incorporación del arado de reja metálica tirado por bueyes o por mulos, el llamado
arado romano, que ha permanecido inalterado hasta la aparición de arados de hierro
completos a principios del siglo XX.
—Yo he visto arar así casi toda mi vida —apunta el viajero, que hace tiempo pasó
la barrera del medio siglo.
—Ahora afortunadamente los hemos relegado a los museos de artes y costumbres
que estamos haciendo casi en cada pueblo —prosigue Emilio—. Los iberos solían
combinar en sus sembrados cebada vestida (Hordeum vulgare) y trigo desnudo
(Triticum aestivum) que alternaban, en espacios de una o dos cosechas, con distintas
leguminosas: habas (Vicia faba), guisantes (Pisum sativum) o lentejas (Lens
culinaris) especialmente desde que descubrieron su capacidad de generar
nitrógeno[29]. También conocían otros cereales más bastos, la escanda (Triticum
dicoccum), el mijo y la avena. En cuanto a la alimentación, comían cotidianamente
cereales cocidos o molidos en forma de harina gruesa (en gachas o migas), como casi
todos los pueblos de la Antigüedad, hasta que descubrieron la panificación.
—También yo he conocido las migas a diario —dice el viajero—, dado que
provengo de familia de agricultores. ¿Y tenían cerdos y gallinas como nuestros
abuelos?
—Pues sí —prosigue Emilio—. La ganadería era la propia de un país
mediterráneo: caballos, mulos, asnos, ovejas, vacas, cerdos y gallinas. Apreciaban los
ganados que proporcionan productos secundarios (leche, fuerza de trabajo, lana,
estiércol) y solo los sacrificaban cuando eran viejos e improductivos, o excedentes de
rebaño. También cazaban ciervos y jabalíes, conejos y perdices.
—O sea, que seguimos siendo iberos —comenta el viajero.
—Es que aquellos ancestros nuestros mantuvieron cierta cohesión cultural entre
los siglos VI y II a. C., pero a partir de la conquista romana fueron perdiendo su
identidad, costumbres, idioma y escritura, se romanizaron y constituyeron (junto con
los otros pueblos de la península, los celtíberos y los celtas) el sustrato
hispanorromano del que, en última instancia, procedemos los actuales españoles.
Después del arroz con leche del postre regresan a la plaza del Ayuntamiento
donde dejaron aparcado el utilitario del viajero. Antes de despedirse, el viajero toma
nota de la dirección de Emilio, para enviarle cierto libro de fotografías antiguas que
pudiera interesarle.
Vuelto al Guadalquivir, el viajero pone en su autorradio música popular
jiennense, la que antiguamente se cantaba en las fiestas de estos pueblos. Suena la
familiar cancioncilla que reza:
Aparéjame la burra
que voy a vender el gato,
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que me ha dicho mi morena
que le compre unos zapatos
del color de la canela,
y que sean bien baratos.
Aparéjeme la burra
que me voy a vender nabos.
A la mitad del camino
salieron cuatro gitanos,
me quitaron la borrica,
y me dejaron los nabos.
Salieron cuatro monjitas,
todas vestidas de blanco;
salió la madre abadesa:
¿A cómo da usted los nabos?
A peseta los robustos.
No los quiero, que son caros.
Queda atrás el antiguo molino del Duende, relacionado con una truculenta
historia. Había «miedo», como popularmente se llama en estas tierras al fantasma,
seguramente un duende de los que el padre La Peña en su enjundioso libro El ente
dilucidado tiene por aficionados a «juguetes, chocarrerías, y travesuras». Este del
molino era tan retozón que continuamente perpetraba trastadas como atar las colas de
los mulos en las cuadras o hacer la petaca con las sábanas. Hartos de aquel sinvivir, el
molinero y la molinera acordaron abandonar el moledero y trasladarse a otro más
lejano, de la parte de Andújar, que recientemente había quedado vacante. Así lo
hicieron: de buena mañana recogieron su humilde ajuar, que cabía en un carro, y se
encaminaron a su nuevo destino, deseosos de emprender una nueva vida lejos de
aquella molesta presencia. Todavía no habían llegado a Torreperogil, el de los vados
y el buen tintorro, cuando la molinera dijo:
—¡Ay, Pepe, que me parece que nos olvidamos de la sartencilla que estaba
colgada en la chimenea!
—No hay cuidado —sonó la espectral voz del duende— que la traigo yo.
Con la sonrisa que le provoca la evocación de aquella historia, oída de labios de
su padre, el viajero acompaña al Guadalquivir que ya definitivamente abandona las
montañas de su infancia para atemperarse y tornarse un río más ancho y apacible que
discurre entre cañaverales, arboledas y olivos, con aguas menos cristalinas y más
terrosas sobre lechos de limo.
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El viajero llega a Úbeda y se dirige derechamente a la plaza de Vázquez Molina,
que tiene por una de las siete notables que el mundo encierra (las otras están en
Jerusalén, en Venecia, en Florencia, en Salamanca, en Castilla y en Extremadura).
—¿Y qué me dice de la Jemaa el Fna de Marrakech?
—Eso no es una plaza, es un descampado —replica el viajero con el aplomo que
dan la experiencia y el reposado pensamiento—. Una plaza la hacen los edificios del
entorno, cada cual con su estilo, sus vidas y sus evocaciones.
La plaza ubedí tiene forma de ele despejada, aunque disimulan su unidad hileras
de árboles, jardinillos, empedrados diversos y otros accesorios innecesarios. Sin salir
de la plaza, el viajero se hospeda en el Palacio del Deán Ortega, hoy parador de
turismo, con sus dos patios, el primero sobrio, central, doble galería sobre columnas;
el otro, interior y recoleto, casi monjil, con balcones corridos de madera y jardín
íntimo donde, en cerrando los ojos, podríamos soñar la presencia de Melibea.
—Por estas crujías deambuló Pío Baroja en 1930, y ya sabe usted lo poquito que
viajaba don Pío, lo que añade mérito al acontecimiento. También se hospedaron
Hemingway y García Lorca y Jane y Paul Bowles.
Sumemos a esos nombres ilustres el de Antonio Muñoz Molina, que es ubedí,
nacido y criado a un tiro de piedra de aquí; el de Joaquín Sabina, el desgarrado
trovador del asfalto, que también vio la luz en esta ciudad luminosa, y el de San Juan
de la Cruz, el mejor poeta en lengua castellana, que murió aquí en 1591.
El viajero ocupa su habitación, se deleita con una reparadora ducha calentita y
sale a explorar la ciudad. En la propia plaza admira la sobria fachada del Palacio de
las Cadenas, sede del ayuntamiento, el edificio del antiguo pósito, y la iglesia de
Santa María de los Reales Alcázares, que aunque sea renacentista esconde en su seno
muchos tesoros medievales, un claustro y un espacioso templo de cinco naves en el
que recibieron sepultura los linajes que reconquistaron Úbeda al moro y en ella
obtuvieron heredamientos.
Nota el viajero que en Úbeda están presentes a un tiempo, armónicas y
conjuntadas, tres ciudades: la islámica del Alcázar y la muralla (siglos IX-XII), la
mudéjar (siglos XIII-XIV), que refuerza el recinto murado y transforma mezquitas y
palacios, y la plenamente cristiana, rica y poderosa, que incorpora la plenitud del
Renacimiento italiano interpretado a la española.
Úbeda es, con su hermana y vecina Baeza, la capital del Renacimiento en la Alta
Andalucía. Acá encuentra el viajero tantos edificios notables (palacios, iglesias,
conventos) del siglo XVI y aun anteriores, como no encontraría en otras ciudades diez
veces más pobladas. Tanta riqueza edilicia es el resultado de la pugna secular entre
linajes, cabildos y caballeros por superar al rival en munificencia y belleza.
El viajero prosigue su visita por la capilla del Salvador, un macizo edificio en el
que la decoración escultórica de la fachada obra el prodigio de aligerar formas y
acumular armonía y belleza. Solo el interior de esta fábrica, su potente arquitectura,
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su cúpula prodigiosa, sus retablos, sus rejas, situarían la ciudad que los contiene en la
primera línea del interés artístico.
Algún entendido objetará que prefiere comenzar la visita por el Hospital de
Santiago, obra maestra de Andrés de Vandelvira, cuatro airosas torres, capilla,
escalera monumental, sacristía, gran patio central de columnas de mármol de Carrara.
El viajero conviene en que el hospital puede ser una opción válida. En cualquier caso,
si tuviera que escoger solo dos entre los monumentos de Úbeda no vacilaría: el
Salvador y el Hospital de Santiago. Y un paisaje: desde la alta muralla las sierras de
Mágina, al sur, y Cazorla, al este, con la inmensa extensión de olivos y el valle fluvial
por donde discurre, ya río considerable, nuestro Guadalquivir.
El viajero cruza la plaza del Mercado, que aunque perdió en el siglo XIX su
carácter medieval, aún conserva la iglesia de San Pablo y el Ayuntamiento Viejo, con
su doble arcada italiana.
Callejeando por la ciudad antigua, el viajero admira la elaborada ventana en
esquina del Palacio de los Vela de los Cobos, diseño de Andrés de Vandelvira, y su
logia bajo el tejado; la torre manierista del Palacio de los Condes de Guadiana; la
Casa de las Torres, bella portada plateresca y patio renacentista; el Convento de Santa
Clara, con sus dos portadas, barroca una y mudéjar la otra, con sus dos claustros,
renacentista el uno y mudéjar el otro, y con su iglesia gótica.
Cae la noche y el viajero, al que las emociones del día han devuelto el apetito, se
busca un lugar donde cenar y deja para otra visita el resto de la cosecha de iglesias,
conventos y palacios relevantes que la ciudad atesora[30].
Existe en Úbeda una taberna llamada Misa de 12. Veamos, se dice el viajero, si el
tapeo es tan reverente como promete. Encuentra el lugar, se acomoda en la barra y
solicita una cerveza y unas croquetas de bacalao.
El viajero, que es exigente en lo concerniente a la manduca, queda satisfecho
porque la cerveza está fresquita y bien tirada.
—¿Es usted de los que piensan que la cerveza mejora bien tirada, así como el
jamón cuando está bien cortado en laminillas sutiles que lleven algo de tocino?
—Totalmente de acuerdo.
Después de las croquetas de bacalao, que están sabrosas y crujientes, va al
restaurante Antique y toma unas verduritas en tempura que acompaña con un vaso de
honrado vino de Valdepeñas.
El viajero suele ser exigente con la tempura, que debe estar apenas cubierta por
un rebozado crujiente y nada aceitoso, como los nipones aprendieron a prepararlo de
los misioneros jesuitas portugueses en el siglo XVI. Mal pago les dieron porque luego
los crucificaron.
La sombra del editor, que es alargada, se cierne sobre la página del viajero.
—Le recuerdo que el libro va sobre el río Guadalquivir, y usted aprovecha que
está por los cerros de Úbeda y me sale ahora con Japón.
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—Hay una relación directa y muy estrecha entre el Guadalquivir y Japón —
replica el viajero—, como en páginas venideras se demostrará.
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CAPÍTULO 12
El viajero se retira a descansar sin saciar del todo su apetito, como aconsejaba el
dietista Aulo Cornelio Celso cuando respetuosamente censuraba la glotonería de su
discípulo Nerón. Plures necat gula quam gladius, le decía, o sea, más mata la cena
que la espada. Eso fue antes de que el irascible emperador lo enviara a picar en las
minas de azufre de Hellín.
Tras una noche de sueño reparador, el viajero despierta temprano, como es su
costumbre, y toma de nuevo el camino en dirección a Baeza, la ciudad hermana de
Úbeda.
Baeza se encuentra en alto, rodeada de olivares que descienden a mirarse, allá
lejos, en el Guadalquivir. En Baeza coexisten armónicamente casas de piedra tallada,
de rancio abolengo renacentista, con las típicas encaladas andaluzas, representativas
de la arquitectura popular.
Nada más llegar se le ofrece al viajero, en el dintel de una casona, el lema de la
ciudad:
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Haciendo casi esquina con las ilustres carnicerías, el viajero admira la Casa del
Pópulo (Audiencia Civil y Escribanías Públicas), bello edificio plateresco que hoy
alberga la Oficina de Turismo, y a su lado un arco algo adusto que conmemora la
victoria de Villalar (1521), en la que Carlos aplastó a los comuneros de Castilla. Es
casi una advertencia, porque Úbeda y Baeza se caracterizaban por su nobleza
levantisca y contestataria.
En la misma plaza, a un lado donde no estorbe al tráfico, admira el viajero la
fuente de los Leones, construida con esculturas iberorromanas procedentes de las
ruinas de la cercana Cástulo: cuatro leones ibéricos que unen sus traseros para formar
el pedestal de una dama algo maltratada por el tiempo que, según la tradición,
representa a la princesa Himilce, hija del rey de Cástulo, con la que se casó Aníbal
tras su llegada a Hispania hacia el año 221 a. C. El clásico braguetazo, del que el
astuto cartaginés obtuvo mercenarios de pelo en pecho y plata de las abundantes
minas de Sierra Morena, los dos elementos indispensables para la conquista de Italia.
Otra cosa es que fracasara debido a la heroica resistencia de los romanos, o porque se
dio a la buena vida en las whiskerías de Capua, como indican sus detractores.
De la plaza del Pópulo el viajero toma la callecita de arriba y pasa frente al Arco
del Barbudo, donde Jorge Manrique cayó prisionero y solo su tío el obispo lo libró de
la horca.
—¿Manrique el de «nuestras vidas son los ríos»?
—El mismo. Eso que usted cita es un verso de las Coplas a la muerte de su
padre, con la conocida metáfora fluvial que seguramente se inspiró en el curso del
Guadalquivir, un río que el inquieto poeta contemplaría muchas veces en su trasteada
vida.
El viajero tiene oído que Jorge Manrique nació en Segura de la Sierra, no lejos de
las aceptadas fuentes del Guadalquivir. Allí era comendador, por la Orden de
Santiago, el padre del poeta, don Rodrigo Manrique, cuya muerte inspiró la famosa
elegía:
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En esta callecita el viajero encuentra la antigua universidad (hoy instituto de
bachillerato). Junto a su armonioso patio renacentista está la clase donde Antonio
Machado enseñaba francés sin excesivo entusiasmo. Prosiguiendo el paseo llega a la
plaza de Santa Cruz, donde se confrontan la iglesia homónima, románica, planta de
tres naves, ábside semicircular y arco visigótico, resto del templo primitivo, y el
Palacio de Jabalquinto, fachada gótico-isabelina del siglo XV, con saledizos en punta
de diamante, mozárabes, escudos y airosas torrecitas esquineras.
Remontando la calle llega el viajero a la plaza de Santa María, con la catedral
renacentista (siglo XVI), obra de Andrés de Vandelvira, por cuyo ventanal entra la
lechuza machadiana a beberse el aceite de Santa María.
Una de las joyas de esta catedral es la custodia del Corpus Christi que puede
admirarse tras un escaparate tragaperras que por la módica aportación de un euro la
ilumina y la hace girar durante un minuto más bien raboncete, o sea, escaso.
—Me ha sabido a poco —se queja el viajero.
—Eche otro euro —le indica el canónigo Melgares, inventor del artilugio.
—Hombre, es que a ese precio… ¡Ni que fuera un peep show!
Al lado de la catedral el visitante contempla las Cancillerías góticas o Casas
Consistoriales (siglo XVI); enfrente, el seminario de San Felipe Neri (1660), severa
portada de sillar con profusión de vítores pintados por antiguos estudiantes, y la
monumental Fuente de Santa María (1564), que representa un triple arco triunfal
romano coronado por atlantes.
El viajero se despide de Baeza reclamado nuevamente por el vecino Guadalquivir
y deja para otra ocasión la visita a la Cárcel y Casa de Justicia (hoy ayuntamiento), un
edificio plateresco (siglo XVI), la Torre de los Aliatares, veinticinco metros de altura,
reloj y campana municipal y las ruinas de la capilla de San Francisco (1538), que ya
presentaban su desastrado aspecto antes de que entre sus venerables muros se
interpretara a Wagner.
Vuelto a la placita donde dejó el coche, entra en la Oficina de Turismo a
informarse sobre el afamado Museo del Aceite. El atento empleado que atiende le
pregunta:
—Supongo que ya habrá visitado las ruinas de Cástulo.
El viajero reconoce que no.
—Hombre, buena parte de la densidad histórica que el Guadalquivir representa es
fruto de la secular exportación de mineral a lo largo del río. Cástulo era el emporio de
la minería. Ya me está usted visitándolo. No está lejos de aquí, la carretera es buena y
el paisaje, el acostumbrado, ordenados olivares que se pierden en el horizonte, en
suaves lomas.
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CAPÍTULO 13
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El grupo recorre el itinerario reservado a los visitantes, por la parte excavada de la
ciudad. Las explicaciones de Camilo permiten reconstruir con la imaginación los
bazares, los baños, las casas pobres, ricas, las tiendas, los retretes públicos, los
talleres… todo lo que verán las generaciones siguientes cuando sucesivas
excavaciones rescaten la ciudad.
—Por estas calles pasarían todas las razas y pueblos del mosaico imperial: rubios
germanos, azafranados galos, endrinos etíopes, rizosos judíos, greñudos sirios,
impecables griegos, cetrinos hispanos… La minería atraía gentes de todo el mundo.
Los hallazgos testimonian la existencia de dos comunidades importantes, una griega
y otra judía.
—¿Y estas gentes serían paganas, no? —inquiere una señora que porta sobre el
pecho la medalla de las Marías de los Sagrarios.
—Así es —reconoce Camilo—, podemos afirmar que por Cástulo pasaron todas
las religiones mediterráneas. Prueba del temprano arraigo de estos cultos es la
existencia de un santuario rural con cuatro imágenes de Astarté que se remonta a la
segunda mitad del siglo VII a. C.
—¿Cómo se sabe que las imágenes son de Astarté? —pregunta la piadosa señora.
—Porque la diosa retratada es de notable hermosura, porque tiene orejas de vaca
y porque luce el peinado de la diosa egipcia Hathor, alto y ahuecado. Hace poco una
visitante me hizo notar que ese peinado volvió a ponerse de moda con los cardados de
los años sesenta. A lo mejor ustedes se acuerdan.
—Y tanto —dice uno—. Si te tocaba una chica en la fila delantera del cine salías
con tortícolis.
El comentario suscita un coro de comentarios del que el viajero deduce que todo
el mundo tiene recuerdos sobre el particular, lo que ha venido a llamarse memoria
histórica.
—Al santuario no le faltaba nada —prosigue Camilo—: altar, tortas de fundición,
figuras de toro representativas de la potencia divina y abundantes vestigios de
ofrendas y cenizas provenientes de los rituales. También la cocina.
—¿Una cocina en un santuario? —se extraña la rubia potente.
—Es que los animales que se sacrificaban se comían después y por lo tanto había
que cocinarlos. La carne que no se ofrecía a la diosa se cocinaba y se consumía en un
banquete sagrado. Y por cierto, donde había culto a Astarté había prostitución
sagrada.
Al reclamo de la follienda, el rebaño provecto, que empezaba a dispersarse,
alguno con el móvil en la mano intentando comunicar con la tertulia futbolera, vuelve
a congregarse en torno al docto pastor.
—¿Qué es eso de prostitución sagrada? —inquiere la rubia—. ¿Es que los curas
tenían licencia?
—No exactamente, señora. Es que las devotas de la diosa se ofrecían a los
visitantes a cambio de una donación al santuario[32].
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—¡La madre que me parió! —exclama uno de los presentes—. Eso sí que sería
efectivo y no pasar el cepillo en la misa de doce. ¿Y quién se lucraba?
—La casta sacerdotal, naturalmente —admite Camilo.
—Esas cosas no cambian con el tiempo —se escucha comentar.
—Esa vergüenza duraría hasta que el cristianismo evangelizó a estas tierras y las
ganó para la religión —supone la María de los Sagrarios.
El viajero, como es hombre viajado y de cierta culturilla, no está de acuerdo con
la piadosa dama, pero dado que está en el grupo de prestado tampoco quiere
intervenir para llevarle la contraria.
—En realidad muchos santuarios rurales siguieron funcionando bajo el
cristianismo —sigue diciendo Camilo—, adscritos a algún santo patrón, como
llamamos los cristianos a los dioses de nuestro peculiar politeísmo.
El viajero no puede estar más de acuerdo. En muchas ermitas se ha seguido y se
sigue celebrando una cuchipanda ritual en la que el cura que oficia la misa y canta sus
gorigoris, los devotos y los forasteros invitados en general se ponen morados de
comer y beber con el pretexto pío. Y de toda la vida, bien comidos y bien bebidos se
ha, lo diré finamente, copulado en los contornos del santuario. Por eso nuestro gran
poeta Góngora, que era un cura ludópata pero no lujurioso, llamaba a las romerías
«ramerías[33]». Es de notar que en esas romerías a la Virgen o a la santa de turno la
llamaban con epítetos sonrojantes, nada cristianos, que remiten a los que dedicaban a
la desprejuiciada Astarté o Isis[34]. Nihil novum sub sole.
En ese momento Camilo toma el sendero de las ruinas más recientemente
excavadas mientras prosigue su explicación.
—A los fenicios sucedieron los cartagineses, que eran igualmente fenicios, pero
menos mirados y más resueltos. Aquí vino Aníbal a dar el braguetazo y casarse con la
princesa Himilce (o Itimilce), hija de Mucro, el reyezuelo de Cástulo[35].
—No era lerdo el cartaginés —comenta el profesor de griego.
—En una tacada obtuvo plata para financiar su campaña de Italia y buenos
mercenarios iberos para engrosar su ejército. Dice Polibio que solo la mina Baebelo,
cercana a Cástulo, rentaba a Aníbal trescientas libras diarias de plata[36].
—No está mal —dice la rubia—. Y esa Himilce, ¿cómo era?
—No consta. En Baeza hay una fuente con una escultura de mujer llevada de
estas ruinas, a la que llaman Himilce, pero ningún documento sustenta que
verdaderamente sea su retrato. Por otra parte la figura está muy careada por el
tiempo.
El viajero, que es de la escuela idealista, la imagina hacendosa, discreta y vistosa.
A él le merecen mucho crédito las recreaciones histórico-lúdicas que cada año se
hacen en Cartagena, donde suelen dar el papel de Himilce a una chica de reposada
belleza, valentona de pechos y potente de nalgas. ¿Se ha fijado el lector en lo
atractivas que están las mujeres vestidas a la romana, a la griega o a la púnica? ¿Vio
en la serie Roma lo suculentas que aparecen las romanas, especialmente Lindsay
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Duncan, la que hace de Servilia Caepionis? Puede que esté algo chafadita ya, pero
sigue siendo mollar, dicho sea sin desmerecer a Polly Walker, la que hace de Atia, de
la familia Julia.
—Cástulo era el emporio minero de la región —prosigue Camilo—. En el
Guadalimar, el afluente del Guadalquivir que discurre junto a la ciudad, había un
embarcadero apto para gabarras anchas, de fondo plano, que transportaban el mineral,
Guadalquivir abajo, hasta Córdoba o Sevilla, donde se transbordaba a otras
embarcaciones mayores. Todo eso antes de Roma, cuando Cástulo estaba asociada a
los cartagineses.
—Lo que le traería la desgracia, ¿no? —supone el profesor de griego—. Porque al
final los cartagineses perdieron la guerra.
—Bueno —admite Camilo—, el rey Mucro, cuando las vio venir mal dadas, que
los romanos estaban venciendo, y que el propio Publio Cornelio Escipión había
acudido a sus puertas después de pasar a cuchillo a los habitantes de la vecina Iliturgi
(Mengíbar) que se le habían resistido, lo pensó mejor y se dijo: ya que pintan bastos,
seamos razonables, o sea, se olvidó de su yerno y se puso bajo la tutela de los
romanos.
—¿Se pasó al enemigo?
—Eso hizo. Hay que suponer que por el bien de su pueblo. Y los romanos
pensaron, con su habitual pragmatismo, pelillos a la mar. Y permitieron que la ciudad
siguiera existiendo, pero produciendo para ellos y con una guarnición romana
permanente.
—Una amistad tutelada —deduce el profesor.
—Roma otorgaba a las ciudades del Imperio múltiples estatus. A Cástulo, después
de someterse a Roma, no le fue tan mal, le otorgaron la categoría de municipio latino.
Debió de romanizarse bastante pronto, con la llegada de un aluvión de técnicos,
ingenieros, burócratas y soldados, aparte de que las ciudades ricas y de saneados
recursos se romanizaban antes que las otras. En lo que no transigieron los romanos
fue en la propiedad de las minas: se consideraban de interés público (ager publicus)
y, por lo tanto, propiedad del Estado romano. Eso no quita que al principio las
siguieran explotando las grandes familias castulonenses convenientemente
fiscalizadas por funcionarios venidos de Italia, que se enriquecían rápidamente y
fundaban dinastías familiares[37]. La empresa estatal que velaba por el negocio era la
Societas Castulonensis, integrada por negotiatores procedentes de Italia, muchos de
ellos antiguos esclavos y libertos de origen griego, buenos administradores e
incondicionales del emperador.
—Me imagino que tanta riqueza permitiría hacer inversiones en la ciudad —
interviene uno de los ancianos.
—Sin duda —conviene Camilo—. En el siglo I, Cástulo era una de las ciudades
más ricas y bellas del Imperio, cuando la aristocracia local, los Valerios, los Julios y
Cornelios, seguramente descendientes de los primeros caballeros romanos asentados
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en la ciudad, rivalizaban en costear edificios públicos, estatuas y jardines. Incluso
había estatuas de plata, haciendo honor al origen de la riqueza de la ciudad. Una gran
dama, Cornelia Marulina, destacó por su generoso mecenazgo en obras públicas y en
la financiación de banquetes y espectáculos. Era una ciudad grande y rica, con varios
mercados, uno de ellos de esclavos. En Cástulo no faltaba una comodidad: había
lujosas mansiones de funcionarios y patronos enriquecidos, teatro, termas, templos,
acueductos, fuentes y un foro de respetables proporciones.
—Y toda esa grandeza, ¿cuánto duró? —pregunta otro.
—Quizá un par de siglos, pero con la decadencia de Roma, Cástulo también
decayó. A finales del siglo II la producción minera menguó considerablemente,
seguramente por agotamiento de los filones más importantes, que llevaban siglos en
explotación, aunque también debió influir el descubrimiento de otros en las Islas
Británicas. ¿Recuerdan ustedes la película La leyenda de la ciudad sin nombre?
—No la he de recordar, con Jean Seberg, tan linda la pobrecita —dice uno de los
expectantes.
—Pues en Cástulo ocurrió lo mismo —reconoce Camilo—: decae la minería y se
pierde la llave de la despensa, la gente emigra y el lugar se despuebla. La decadencia
de los siglos III y IV se manifiesta en la ausencia de construcciones importantes en la
ciudad y en que lo poco que se construye reutiliza materiales sacados de edificios
suntuosos más antiguos. Se ve que sobraban ruinas para explotarlas como canteras.
—O sea, que pasó del esplendor a la miseria —deduce el que había preguntado.
—Y por si fuera poco, las invasiones bárbaras le dieron la puntilla. Primero, los
francos y alamanes (año 264) que cruzaron Hispania saqueando y arrasándolo todo, y
posteriormente los vándalos (año 411[38]).
—Que han dejado su nombre en casi todos los idiomas para designar el
vandalismo —puntualiza el profesor de griego.
—La grandeza y la decadencia se manifiestan, como siempre, en las necrópolis
—prosigue Camilo—. Ya saben que los pudientes también rivalizan entre ellos
después de muertos. Conocemos hasta media docena de cementerios en el entorno de
la ciudad y aunque están bastante saqueadas por «piteros» (los excavadores
clandestinos que utilizan detectores de metales), se puede ver que abundaban los
mausoleos ostentosos de reyezuelos enriquecidos con la venta del metal a los
cartagineses o de sus descendientes, los que emparentaron con los funcionarios o
técnicos romanos.
—¿En qué se conoce eso si han saqueado los ajuares funerarios? —pregunta una
dama.
—Se conoce en que el suelo está sembrado de tejuelos de la carísima cerámica
ática, de importación, que un día acompañó a los ajuares de las tumbas más lujosas.
La costumbre era romper la vajilla que se utilizaba en el banquete funerario.
El viajero asiente, filosófico, mientras contempla el campo devastado, reseco, el
arrasado solar de tanta grandeza.
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—La ciudad estaba todavía habitada en época árabe, con el nombre de Qastuluna
—prosigue Camilo—, pero es evidente que la población solo ocupaba una parte de la
antigua. En el siglo XIV, ya cristiana, se abandonó definitivamente y se acabó de
arruinar. Desgraciadamente está casi sin excavar, aunque eso no ha impedido que
durante siglos la hayan sometido a un saqueo continuado. Con las entrañas de Cástulo
se construyeron muchos palacios y casas de Baeza y Linares. Con placas de mármol o
trozos de estatuas se alimentaban los hornos de cal. Fíjense que había grandes
monumentos, de los que tenemos noticia documental, como el anfiteatro, de los que
no ha quedado vestigio, o por lo menos no se ha encontrado todavía y es dudoso que
se encuentre. Del teatro, que debió de ser muy hermoso, solo dejaron los cimientos y
eso porque eran de hormigón, que no se puede reaprovechar. El graderío, de piedra
escuadrada, está disperso por los palacios de Úbeda y Baeza. En fin, una pena. Solo
ahora comenzamos a excavarla en serio, ya veremos si perseveramos, porque con la
crisis…
Prosiguen la visita por una zona donde verdes cubiertas de plástico delimitan las
últimas excavaciones.
—En la cercana mina de Palazuelos se encontró en 1872 un relieve que representa
a una cuadrilla de mineros de aquel tiempo —sigue contando Camilo—. Es solo un
trozo de losa tallado por un aficionado sin grandes conocimientos de dibujo, pero
resulta muy ilustrativo[39]. «Representa la entrada de ocho mineros en una galería,
caminando en grupos de dos. Uno de ellos lleva al hombro una espiocha de hierro
con el mango muy largo. El último, más alto, quizá el capataz, lleva al hombro unas
grandes tenazas, y en la otra mano un farol o lucerna[40]». Las minas consumían
muchos esclavos: el trabajo era agotador y las condiciones insalubres. Morían o se
inutilizaban pronto y había que renovarlos. Un mercader de esclavos tenía aquí
asegurado el negocio.
—Y con un esclavo inútil, ¿qué se hacía? —pregunta la rubia.
—Mejor no pensarlo. Los contratistas de las minas no eran hermanitas de la
caridad, precisamente.
Por una vereda llegan al centro de la meseta que un cartel define como
«Complejo del Olivar».
—Aquí es donde se han encontrado los distintos niveles de la ciudad desde el
Bronce más antiguo a la época musulmana —explica Camilo—. Ya ven en qué
consiste la arqueología. Excavas una zanja y en el corte vertical aparecen, como las
capas de una tarta, las distintas ocupaciones, desde la más antigua, en el siglo VIII a.
C., hasta la más reciente, en el siglo XIV[41].
—Eso son veintidós siglos de ocupación. No está mal —comenta alguien.
—Más o menos, aunque obviamente no siempre con la misma importancia. Cada
ciudad crece sobre los escombros de la anterior, o por decirlo más fino, cada
generación sube un peldaño en el tiempo y se asienta sobre lo que sus padres y sus
abuelos dejaron. Los restos de cerámica y las inscripciones nos van revelando las
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fechas relativas de cada estrato. Aquellas arquerías que ven allí son restos de los
baños públicos.
Uno de los visitantes se extraña de los pequeños pilares de ladrillo que sostenían
el suelo.
—Ese era el sistema de calefacción más ingenioso que se ha inventado, el
hipocausto —aclara Camilo—: esas columnitas sostenían el suelo, y por la cámara
resultante circulaba aire caliente procedente de la caldera. En esta casa se ha
encontrado mucha cerámica del siglo IV a. C.
—¿Y aquello del fondo? —pregunta otro.
—Aquello es medieval y cristiano, el Castillo de Santa Eufemia o lo que queda de
él. En sus inmediaciones los arqueólogos están buscando el foro, la plaza Mayor de la
ciudad, y han encontrado cosas interesantísimas. Vamos a verlo.
Camilo conduce al grupo a la perla de Cástulo, la excavación de un edificio
importante, de treinta y tres metros de fachada por doce metros de fondo, en cuyo
interior se han encontrado patios y zonas cubiertas de muros estucados y de
mosaicos.
Bajo una moderna techumbre protectora admiran un mosaico de grandes
proporciones, un cuadro de sorprendente policromía compuesto de decenas de miles
de teselas de piedra y pasta de vidrio en tonos rojos, amarillos, verdes y azules.
—Aquí lo tienen —explica ufano Camilo—: el Mosaico de los Amores. Uno de
los mejores mosaicos del Imperio romano. Representa las cuatro estaciones del año.
El mosaico está tan bien conservado que parece que lo acabaran de hacer con sus
mínimas teselas coloreadas. Al viajero le llama la atención un Eros con arco y una
liebre minuciosamente trabajados.
—Esa dama con velo, coronada de flores secas, que sostiene una rama de
muérdago, es la alegoría del invierno —señala Camilo una de las figuras—. Y aquel
pájaro, ¿lo ven?: es la garza de Linares que todavía alegra estos campos. Notarán
ustedes la persistencia de la naturaleza. La ciudad ha desaparecido, pero la fauna de
su entorno se ha conservado. El director de estas excavaciones, el doctor Marcelo
Castro, cree que pudo ser un edificio público dedicado al culto imperial, en honor del
emperador Domiciano, el emperador que envió a Agrícola a conquistar Caledonia.
Este conjunto se construyó a finales del siglo I y se destruyó tras su muerte, a
principios del siglo II, cuando Domiciano fue desacreditado.
Uno de los jubilados, que hasta entonces ha escuchado las explicaciones en
respetuoso silencio, se dirige a Camilo.
—Usted perdone, pero le quería hacer una pregunta. ¿No cree usted que Cástulo,
tan ilustre y tan minero, pudiera muy bien ser el Tarteso que Schulten buscaba en
Cádiz y nunca encontró?
Camilo, que es educado, reprime un gesto de escepticismo.
—Hombre, verá. Algún autor cree que Tarteso era más bien el núcleo minero de
Sierra Morena. Hasta se ha apuntado que pudo ser la gran capital oretana de Orissia, a
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unos kilómetros de aquí, en un paraje de gran valor arqueológico llamado Giribaile.
Algún autor apunta que el Tarteso descrito por Avieno no corresponde a la costa de
Huelva, donde se ha buscado sin mucho éxito, sino al curso del Guadalquivir y
cuando el romano dice que la montaña de la plata se encuentra junto al lago Ligustino
no se refiere a las marismas del bajo Guadalquivir, como casi todo el mundo piensa,
sino a un lago que existiría en la Antigüedad entre Linares y Giribaile, hasta que un
terremoto lo abrió y lo vació en el mar. La existencia de este lago habría dejado su
huella en el topónimo el Piélago, un lugar en la zona baja de Giribaile. En ese caso
los tres brazos del río: Guadalén, Guadalimar y Guarrizas, rodearían la montaña de
Giribaile como una isla.
—Parece una hipótesis atractiva.
—Martos Molino, el autor que respalda esa teoría, un dentista empecinado en la
historia antigua, sospecha que el nombre de Giribaile significaría «el lugar de
Gerión», aludiendo al mítico rey que, según Estesícoro, había nacido junto a las
fuentes del río Tarteso «de raíces argénteas», o sea en la región de la plata minera de
Cástulo, que es la que rodea Giribaile. Los tres cuerpos que tenía el gigante Gerión,
según la mitología, serían los tres ríos que desembocan en torno a Giribaile. «El
hueco de una peña» en el que había nacido Gerión podría aludir a la gran peña
perforada de Giribaile junto a la que hay vestigios de un templo antiguo.
—De lo más sorprendente —reconoce el viajero.
—Siguiendo con la teoría de Martos Molino —prosigue Camilo—, hace unos tres
mil años, después de una serie de terremotos y lluvias que afectaron la navegabilidad
de los ríos, Tarteso-Giribaile cedería su importancia a una nueva ciudad surgida unos
kilómetros más al sur, Cástulo, ya abierta a influencias orientales. Con el tiempo, el
recuerdo de la antigua se perdió. Según Martos Molino, el monte de Tarteso puede
ser la zona de Los Leñares de Cástulo y la isla Eritrea «de extensos campos» puede
ser el valle medio y bajo del Guadalquivir. Del mismo modo, los ríos Baesilo y Cilbo
podrían ser el Guadiana Menor y el Genil. Con el paso del tiempo la Eritrea y Tarteso
se identificaron erróneamente con Cádiz[42].
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CAPÍTULO 14
La visita ha concluido. El viajero se despide del grupo y del joven Camilo, no sin
antes agradecerle la gentileza de haberle permitido acompañarlos.
A todo esto son ya las trece pasadas y las emociones del día despiertan el apetito.
—Va habiendo hambrecilla —se dice el viajero—, así que primum vivere, deinde
philosophari.
Regresa el viajero a Baeza y toma la desviación que conduce, entre tupidos
olivares, al Museo de la Cultura del Olivo de la Laguna, donde el amable funcionario
de la oficina local de turismo le indicó que existe una escuela de hostelería con
restaurante abierto donde se come estupendamente.
—También podrá visitar usted el interesante museo. La Hacienda de la Laguna
fue una fundación de los jesuitas en el siglo XVII cuando la orden ignaciana
controlaba el mundo del aceite (y muchos más resortes de la economía nacional, me
temo). Después, cuando Carlos III expulsó de España a los jesuitas, fue propiedad de
los condes de Oropesa y posteriormente de la casa ducal de Alba, pero el propietario
que verdaderamente modernizó la explotación plantando cien mil olivos y
construyendo la catedral del aceite que usted va a ver fue la familia Collado, que
compró la finca en 1848. Durante el siglo XX la propiedad pasa a otras manos, entre
ellas a las del financiero Juan March, y hoy pertenece a un consorcio formado por la
Junta de Andalucía y el Ayuntamiento de Baeza.
El viajero atraviesa un espeso y llano bosque de olivar y llega a la hacienda. Pasa
un espacio ajardinado y aparca a la fresca sombra de un corpudo eucalipto.
El restaurante es una sala espaciosa, bien iluminada y tranquila. El viajero ocupa
una mesa vestida con mantel de hilo, en la que no falta de nada: cubiertos, vasos de
distinta hechura, servilleta abundosa, vinajeras bien provistas y el detalle a la moda
de un cuenquecillo con sal en escamas. El viajero, que no es nada aprensivo (por la
sal lo digo), estudia la carta y se decide por un almuerzo ligero: un entrante de
chopitos rellenos de morcilla y un principal de carne de monte acompañado por un
tinto conquense de buen cuerpo, marca La Estacada, vaya por Dios con el
nombrecito.
El viajero remata el almuerzo con el postre que en la carta aparece como Delicias
de los Marqueses de la Laguna y resulta ser un emparedado de helado de nata con
tocino de cielo con su punto justo de dulzor, aprobado alto.
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Ya repuesto de la gazuza, nuestro hombre se dispone a visitar uno de los mejores
museos del olivar existentes en el mundo. A esta hora no hay muchos visitantes, por
lo que se da el lujo de contar con las explicaciones del guía Roberto Lapesa para él
solo.
—La manera más antigua y universal de obtener aceite consiste en meter
aceitunas en un saco de trama ancha y pisarlas con un calzado de madera sobre una
artesa fuerte de roble —explica el joven—. Concluida la operación se rocía el saco
con agua hirviendo, se vuelve a pisar y finalmente se exprime sobre la artesa
haciendo torniquete por sus dos extremos. El líquido resultante chorrea por un
vertedero de la artesa y va a parar a otro recipiente donde se decanta. Este
procedimiento, denominado por los romanos canalis et solea (o sea canal y zueco), se
ha seguido practicando en Andalucía, por molineros ambulantes, que casi siempre
eran mujeres, hasta bien entrado el siglo XIX y aun después. Incluso en la guerra de
Yugoslavia, durante el sitio de Dubrovnik, la gente recogía aceitunas de los olivares
cercanos y las machacaba a martillazos dentro de sacos de arpillera que luego
rociaban con agua hirviendo.
—¡Lo que hace la necesidad! —filosofa el viajero.
—El primer molino que podríamos llamar industrial fue probablemente un tronco
de madera al que hacían girar sobre una artesa de aceitunas. Luego vendría la piedra
rodadera aplastando aceitunas sobre una balsa (mortarium), que aparece en un
sarcófago del siglo IV a. C. No se sabe quién inventó este procedimiento, pero los
iberos de estas tierras lo conocían antes de la llegada de los romanos. Seguramente
los romanos lo perfeccionaron. En los molinos romanos la muela o mola olearia era
una gran piedra cilíndrica plantada en tierra con un eje en el centro en torno al cual
giraba una piedra en forma de rodillo, la suspensa, que aplastaba las aceitunas. La
suspensa se graduaba y se podía bajar o subir a voluntad, según la cantidad de
aceituna molturada, a fin de que no se rompiera el hueso. Otro tipo de molino, más
evolucionado, era el trapetum, un gran mortero o mortarium provisto de un eje fijo
central, el miliarium, en forma de columna, alrededor del cual giraban dos casquetes
esféricos, u orbes, que se ceñían por la parte recta al eje central mientras que la
curvada se adaptaba a la concavidad del vaso del mortero. Los dos orbes estaban
atravesados por un eje de madera, columela, y tenían holgura suficiente para que
quedaran separados casi un centímetro de las paredes del mortero. Antes de empezar
la molienda se calibraban, mediante discos de madera o metal, aplicados al eje central
para que las piedras quedaran separadas. Así se evitaba romper el hueso de la
aceituna.
—¿Qué sentido tiene no romper el hueso? —inquiere el viajero.
—Los romanos creían que el hueso altera el gusto del aceite. Algo de razón
tienen, pero si la masa se prensa inmediatamente no importa que el hueso se rompa.
Los iberos también conocían la prensa de viga. Hace unos años se encontró un pie de
prensa del siglo IV a. C. cerca de Huesa, al otro lado de la provincia de Jaén.
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Admiran uno de los molinos descritos, que está reproducido con toda exactitud.
—Si le hiciéramos caso a los romanos, mejor nos iría —prosigue el joven Lapesa
—. Por lo pronto no mezclaban las calidades de los aceites y los clasificaban según el
prensado. El que más apreciaban era el de la primera prensa, «el que sale puro con
menos esfuerzo de la prensa es mucho mejor que los demás», dice un tratadista; y
después el de la segunda, añadiendo previamente algo de sal.
—¿Con sal?
—Sí. En un texto latino se dice «la sal disuelve el aceite y lo separa de todo lo
que lo altera». Un romano, Columela, que, por cierto, era de Cádiz, enumera las tres
clases de aceite que consumían los romanos. El más corriente era el oleum viride, un
aceite amarillo oro de la aceituna fresca, procedente de aceitunas pintonas
recolectadas en diciembre.
—¿Pintonas?
—Sí, cuando empiezan a ponerse moradas o negras. Luego estaba el aceite de
lujo, o sea el oleum astivum acerbum, verdoso, algo amargo y aromático. Como lo
sacaban de aceitunas todavía verdes, recolectadas antes de diciembre, el rendimiento
era bajo y por lo tanto resultaba muy caro. Finalmente estaba el oleum maturum, el
más basto, sacado de aceitunas muy pasadas o atrojadas. Ese era el que consumían
los pobres y el que se usaba para alumbrar, o sea, el aceite lampante, como lo
llamamos ahora. Lampante viene de lámpara. ¿Ha visto usted las lámparas de barro
romanas, las lucernas?
—Sí, he visto algunas en museos.
—Este aceite lampante se usaba en los gimnasios en lugar de jabón, porque los
antiguos no conocían el jabón.
—Pues, ¿cómo se lavaban?
—Se untaban aceite en el cuerpo sudoroso y recogían el aceite, el sudor y la
suciedad con un instrumento de hierro llamado estrígilo.
—¡Ah, sí, creo que lo he visto en algunos libros!
—Los romanos tenían también un aceite extrafino usado en cosmética y
perfumería, el oleum omphacium, de aceituna verde, molida a mano sin partir el
hueso, en capachos nuevos y con mil cuidados. De todas formas, según Columela, el
aceite verde cosechado en diciembre trae más cuenta porque los olivareros «sacan
más dinero de un poco de aceite verde que de mucho malo», que no mezclaban
calidades, ya podíamos tomar nota. También aconseja Columela «que el fruto que se
coja cada día se muela y se prense al instante». ¡Tenemos mucho que aprender de
Roma!
En otra sala Roberto Lapesa explica el mecanismo de las prensas romanas.
—Una vez obtenida la pulpa de la aceituna, sin romper el hueso, había que
prensarla para sacar el aceite. La prensa fue primero de torno y luego de viga, un
invento que ha estado vigente hasta principios del siglo XX. La prensa romana
constaba básicamente de una larga viga de madera (prelum) ajustada en su cabecera a
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dos ejes verticales (arbores), por medio de un pasador (lingula). Unas prensas de viga
funcionaban por cabrestante, otras por contrapeso, otras por tornillo y también las
había que combinaban contrapeso y tornillo. Las de cabrestante tenían en el extremo
libre de la viga una palanca (vectis) que servía para enrollar en un tambor (sucula) la
soga que rebajaba el extremo de la viga. Al descender, la viga presionaba sobre una
plancha circular (orbis olearius) que oprimía el cesto o friscina donde se colocaba la
masa de la aceituna. El aceite obtenido se trasegaba primero a los labrum y, después
de decantado, se almacenaba en las ánforas (dollium).
Al viajero le impresiona la viga de molino más grande de España, de nogal, que
se exhibe en el museo. Mide diecinueve metros de largo y pesa más de treinta mil
kilos.
—Procede del cortijo El Romeral, de Carmona —explica el joven Lapesa—. Este
era el procedimiento de extracción del aceite que empleaban fenicios, griegos y
romanos y que se ha seguido usando hasta principios del siglo XX. Se basa en la ley
de la palanca, ejerciendo presión sobre el «cargo» en un lado mientras el quintal de
piedra deja caer su peso al otro.
Después de pasar por los distintos tipos de prensa salen a un jardín en el que se
cultivan hasta treinta variedades de olivos mediterráneos que al viajero le parecen
bastante parecidas, pero el joven Lapesa sabe distinguir:
—Este es el picual, dominante en las provincias de Jaén y Córdoba, que son las
más productoras; este el lechín, este el hojiblanca, este el cornicabra, este el
arbequino.
La joya del museo es la bodega del año 1846, denominada por su belleza
arquitectónica la Catedral del Aceite, obra del ingeniero polaco Tomasz Franciszek
Bartma ski. Un edificio de noble arquitectura construido en torno a diez bidones de
piedra plomada, con capacidad para cincuenta mil kilos de aceite cada uno.
—Esto es absolutamente impresionante —comenta el viajero.
—Verdaderamente es la catedral del aceite —se enorgullece el joven Lapesa—.
Lo hicieron para durar. No hay en Europa reliquia de la Revolución Industrial
comparable a esta.
La visita ha resultado la mar de provechosa para testimoniar la vocación oleícola
del Guadalquivir, pero ahora el viajero debe proseguir. Se despide de su guía
testimoniándole lo agradecido que queda por haberle dedicado su tiempo y sus
conocimientos.
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CAPÍTULO 15
Vuelto a la carretera que une Baeza con Jaén el viajero desciende hasta el
Guadalquivir en el paraje conocido como Puente del Obispo, y allí aparca para
solazarse con la contemplación de la bella arquitectura de uno de los más notables
puentes renacentistas de España: cuatro bóvedas de cañón de distintas dimensiones se
disponen en cuesta porque una margen del río es más alta que la otra. Admira el
viajero la sabia disposición que le dio el maestro de obras Pedro de Mazuecos, los
robustos pilares dotados de amplios tajamares, el sólido pretil de bien labrada sillería,
la admirable disposición del conjunto.
Desde tiempos de los moros ha existido aquí un puente, pero el primitivo era de
madera y año sí, año también, se lo llevaban las crecidas del río. Esa calamidad se
remedió cuando se sustituyó por este de buena piedra canteada que está hecho para
durar como si fuera romano. Tres años duraron las obras, de 1505 a 1508.
En medio del puente, arrimada a un lado, hay una torre que alberga una capilla a
la que se accede desde la calzada por una puerta enmarcada en arquivoltas y adornada
por tres escudos que reproducen las armas del prelado: una fuente octogonal en cuyo
centro brota un sauce de esparcidas ramas.
En el muro hay dos lápidas que el viajero lee: «Esta puente se llama del Obispo.
Hízola toda a su costa don Alonso de la Fuente del Sauce, Obispo que fue de
Mondoñedo y después de Lugo y en el año 1500, de Jahen. Y dejó el paso libre de
ella. Y es libre de todos, sin pagar tributo alguno. Comenzada el año mil y quinientos
y cinco, y acabada el año mil y quinientos y ocho. Y concede a los que pasaran y
rezaren un Ave-María, quarenta días de Perdón».
El viajero tiene sus motivos particulares para venerar la memoria de este obispo
que en su infancia fue un pobre pastor de cabras en el páramo soriano y luego, por su
inteligencia, se vio aupado a las más altas magistraturas eclesiásticas. Don Alonso
Suárez de la Fuente del Sauce es conocido en su diócesis por «el obispo constructor»
o por «el obispo insepulto».
—¿Qué me dice? —se asombra el lector.
—En este momento iba a explicarlo —agrega el viajero—. Es el caso que dispuso
en sus mandas testamentarias que lo sepultaran en la Capilla Mayor de la catedral
gótica cuyas obras inició, frente al relicario del Santo Rostro, el presunto velo de la
Verónica que reproduce las facciones de Cristo. Años después, a raíz de la
remodelación del templo, ya con traza renacentista, el cabildo decidió que no hubiese
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sepulturas en la Capilla del Santo Rostro, por respeto a la insigne reliquia, lo que
provocó un pleito secular con los herederos del obispo Suárez. En los cuatro siglos
que ha durado el pleito, la momia de don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce ha
permanecido «provisionalmente» instalada en una cajonera de la Capilla Mayor. La
única fotografía que tenemos de ella se hizo en 1968, cuando doña Carmen Polo,
esposa del dictador Francisco Franco, manifestó su deseo de contemplar la momia del
famoso «obispo insepulto». Lo más interesante es que nuestro obispo se hizo sepultar
con un ejemplar de las Odas de Horacio sobre el pecho.
—¿Y sigue así?
—No, me temo que no —reconoce el viajero—. Como en este tiempo de nuestros
pecados no se respeta nada, en el año 2000 vino un obispo opusino que dispuso que
don Alonso Suárez volviera a la tierra y lo sepultó salomónicamente entre la Capilla
Mayor y el transepto de la catedral, o sea, de cintura para arriba en la capilla y de
cintura para abajo en el pasillo.
El viajero hace su oración, como siempre que pasa el puente, un poco por el
obispo y otro poco por el niño ahogado que hace muchos años, cuando todavía era
joven, ayudó a sacar de la represa aguas arriba.
La tarde cae que se las pela. Poca cosa le queda al viajero que ver antes de que
anochezca, pero en Jaén, a donde va a pernoctar, lo está esperando Teodoro Cotrufes,
un amigo arqueólogo de la universidad que le quiere enseñar los restos de la mayor
fábrica de aceite del Imperio romano.
—El yacimiento en cuestión está cerca de aquí, en el pago de Marroquíes Bajos
—le dice Teodoro—, a las afueras de Jaén, en pleno polígono industrial.
Dejan el coche a un lado de la carretera, donde el arcén se ensancha para acceder
a una pista polvorienta, y caminan por medio de un descampado sembrado de
montículos de cascotes, producto del vertido incontrolado de los escombros de la
ciudad. A un lado queda una fábrica de embutidos, al otro una de galletas.
—No es el lugar más ideal para un noble yacimiento arqueológico —comenta el
viajero.
—¿Verdad que no? —corrobora Cotrufes—. Eso es lo que digo yo. Aquí nunca
vendría Indiana Jones. Cualquiera que nos vea pensará que estamos trapicheando con
droga o algo aún peor, pero es que, como dice san Pablo, el espíritu sopla donde
quiere y resulta que las pesas de molino prodigiosas se han encontrado precisamente
aquí. Hasta ahora se ha pensado que los lugares más aceiteros de la Bética estaban en
Córdoba, Sevilla y Écija, en las llanuras aluviales regadas por el Guadalquivir y el
Genil, donde pudo haber unos cinco mil kilómetros cuadrados de olivar; pero este
descubrimiento altera por completo el panorama.
Llegan a una hondonada donde florecen las prodigiosas piedras, a poca distancia
una de otra, dentro de los hoyos donde las excavaron. Son enormes, de muchas
toneladas cada una, cilíndricas, ligeramente troncocónicas. Quizá midan metro y
medio de diámetro por cuatro de longitud.
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—¿Qué te parecen? —pregunta Teodoro.
—¡Impresionantes!
—No se conocen otras semejantes en todo el Imperio —señala Teodoro—. La
magnitud de estas instalaciones nos hace sospechar que fuera el lugar donde el Estado
recaudaba y molturaba la aceituna tributaria y que Jaén era ya entonces un gran
productor de aceite, aunque el cultivo decayera después de Roma. Esta enorme
fábrica aprovecharía las aguas del manantial de la Magdalena, que brotaba en medio
de la ciudad y era, según testimonios antiguos, del grosor del cuerpo de un buey[43].
—Así que de aquí salía el aceite que iluminaba y alimentaba a Roma —reflexiona
el viajero sintiéndose testigo de la historia.
—Al menos una buena parte de él.
—Me pregunto cómo lo llevaban a los puertos de embarque.
—Probablemente, los embarcaderos principales del aceite estaban en el Genil de
Écija para abajo, que es desde donde el Guadalquivir era navegable —señala Teodoro
—. Los almacenistas transportarían el aceite del Alto Guadalquivir en pellejos de
cuero que enviarían río abajo en balsas o en carros, por las estupendas calzadas
paralelas al curso del río, las de la Vía Augusta. Llegado el aceite al embarcadero
principal lo trasvasaban a las ánforas y lo enviaban en barcas de fondo plano hasta el
puerto de Sevilla, donde se trasladaban a las bodegas de unas grandes naves de carga
u onerarias, que llevaban el aceite a Ostia, el puerto de Roma, su último destino.
De regreso al coche, los amigos departen sobre el sistema tributario romano.
—En el museo de Linares hay una especie de pedestal romano procedente de
Cástulo, el Rescriptvm sacrvm de re olearia —dice Teodoro.
—¿Qué significa?
—Es una rescripto imperial, o sea, un edicto del emperador, posiblemente de
Adriano. El pedestal sostendría las planchas de bronce con la normativa legal de la
recaudación del tributo aceitero. Los romanos tenían unos difusores o agentes fiscales
que se encargaban de esa tarea. El material arqueológico prueba que la Bética se
convirtió en la principal región aceitera del Imperio. El aceite andaluz llegaba a
Roma y hasta los confines del Imperio.
—¿Cómo podemos saberlo? —inquiere el viajero.
—Por las ánforas. En la Antigüedad el vino, el aceite, las conservas de pescado y
hasta el grano se transportaban en grandes ánforas.
—Ya sé, esas grandes vasijas de barro que se encuentran en las excavaciones y
entre los restos de los barcos naufragados.
—Exacto —prosigue Teodoro—. Básicamente existen dos clases de ánforas: las
panzudas, casi esféricas, llamadas olearias porque servían para envasar aceite, y las
vinarias o de vino, que son estilizadas y acaban en punta. La punta servía para
inmovilizarlas, clavadas sobre el lastre de arena que cubría las bodegas de los barcos.
Cada ánfora lleva la figlina o sello del alfarero en un asa y, además, una serie de
inscripciones a tinta y pincel, en letra cursiva, los llamados tituli picti, en los que se
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consigna el peso del envase, el peso del aceite, el nombre del productor y otros datos
fiscales.
—¡El código de barras! —exclama el viajero.
—Algo así. Olearias procedentes de la Bética se encuentran en puntos tan
distantes como Inglaterra y la India, lo que prueba que el aceite andaluz llegaba hasta
los confines del Imperio aunque el mayor consumidor de aceite era la propia Roma,
que necesitaba mucho para la Annona.
—¿La Annona? —repite el viajero.
—Así se llamaba la seguridad social romana. Los emperadores se aseguraban la
lealtad de la plebe urbana mediante repartos gratuitos de alimentos y también con
espectáculos públicos.
—¡Ah, el panem et circenses! —recuerda el viajero—, o sea, pan y circo.
—Exacto. Al principio la Annona consistía principalmente en trigo, y el aceite
aparecía raramente, pero a partir de Adriano comenzaron a repartir regularmente
aceite. Las exportaciones de aceite bético alcanzaron su máximo desarrollo durante el
reinado del sucesor de Adriano, Antonino Pío.
—¿Y repartían mucho?
—Figúrate. Roma tenía entonces un millón y medio de habitantes. Aunque a cada
romano solo le correspondieran unos doce litros al año, la cantidad era considerable.
El caso es que entre los siglos II y III el aceite andaluz ganó tal reputación que se hizo
imprescindible en Roma. A Marcial le parecía que era insuperable y Plinio decía que
solo lo igualaba el de Istria, una comarca entre Italia y Serbia.
De regreso a Jaén, Teodoro prosigue con las explicaciones.
—Como las ánforas olearias eran desechables, el comercio del aceite originó una
industria auxiliar de cerámica. A lo largo del Guadalquivir y el Genil se han
encontrado unos ochenta alfares que fabricaban olearias y ocho puertos fluviales en
los que se embarcaba el aceite. Posiblemente los alfareros se organizaban en
cuadrillas itinerantes que iban de alfar en alfar porque las olearias son casi idénticas,
con mínimas diferencias en la boca, que pueden atribuirse al tamaño de la mano del
alfarero. Cuando se sistematice toda la información que vamos reuniendo
seguramente podremos identificar a cada alfarero, solo nos va a faltar el nombre.
El viajero se admira del poder de deducción de los arqueólogos.
—Cuando las olearias llegaban al puerto de Roma —prosigue Cotrufes—, las
vaciaban nuevamente en pellejos de fácil manejo, y como no eran retornables, los
almacenistas rompían el ánfora y arrojaban los tiestos a un descampado cercano al
puerto. El montón de tiestos rotos fue creciendo entre los siglos I y III y al cabo de ese
tiempo, los restos de unos veinticinco millones de ánforas rotas formaron el
Testaccio, o monte de los tiestos, una colina artificial de veintidós mil metros
cuadrados de base, cuarenta y cinco metros de altura y un volumen de más de medio
millón de metros cúbicos. Ahora la está excavando un equipo de arqueólogos
españoles y lo que se descubre es interesantísimo: en primer lugar, que el ochenta por
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ciento de las ánforas allí apiladas procede de Andalucía; en segundo lugar, la época,
que oscila entre el siglo I (las olearias tipo Dressel 20), y el siglo III (las más tardías y
estilizadas Dressel 23, con forma de nuez).
Llegado al hotel donde va a pernoctar, el viajero se despide con abrazos de su
amigo Teodoro, que dada su condición de neopadre debe acudir a su obligación de
bañar y darles la cena a un par de mellizas, Jimena y Victoria.
También el viajero debe cenar, según su civilizada costumbre. Deja los trastos en
la fonda y sale a dar un paseo por el Jaén nocturno, cuesta arriba, en busca de la
catedral que quiso hacer don Alonso Suárez y al final hicieron otros. Por el barrio alto
encuentra un restaurante que le parece de confianza y entra a ver si hay suertecilla.
Acude un poco displicente la camarera, eso debe de ser la chica a juzgar por el
mandil ceñido a las pingües caderas, aunque el resto de su aspecto lo desmienta,
porque lleva la cara taladrada por media docena de piercings y la cabeza pelada
excepto la cresta mohicana teñida de azul. Fuera de esas tachas, el viajero la
encuentra guapa, con unos ojos azules que serían preciosos si no los hubiera orlado
de hollín como la replicante Pris de Blade Runner y unos labios gordezuelos que
resultarían incluso sensuales, si no los llevara pintados de morado, el tono que
alcanzaría si llevara difunta una semana.
En la carta aparece un plato que pudiera resultar interesante: escalopín de ternera
a la mostaza antigua con cebollitas de nuestras huertas del Guadalbullón,
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aromatizadas por reducción de vinagre de algarroba revenida.
—¿Esto de la mostaza antigua qué es? —le pregunta el viajero señalando la carta
—. ¿No estará pasada?
Mientras se piensa la respuesta, la chica hace estallar una pompa de chicle.
—No me estarás vacilando, ¿eh? —lo tutea con el desparpajo de quien se siente
muy por encima del trabajo eventual que realiza—. La mostaza es de la buena,
porque el bote lo abrimos ayer.
Ya ha escaneado al viajero, gordo, calvo, viejo y ni siquiera ha necesitado
comprobar que conduce un utilitario con dos revisiones de ITV para descartarlo como
príncipe azul.
—Touché —murmura el viajero confortado con el pensamiento de que, dado su
ínfimo nivel cultural, la individua estará lejos de captar el acato que la palabra
encierra.
¡Ay, la mostaza, qué de recuerdos arrastra! El viajero tuvo una amiga de Dijon,
Eveline Beauserois, que, en tiempos de Brassens (Heureux qui, comme Ulysse…) y
de Adamo (Une mèche de cheveux…), lo instruyó en los secretos de la mostaza y en
otros misterios de la vida no necesariamente relacionados con la pitanza. De sobra
sabe que la Moutarde de grains à l’ancienne es simplemente la que presenta los
granos enteros y no molidos, que los gourmets aprecian por su textura granulosa y
porque suele ser más suave que la tradicional de Dijon.
Llega el plato después de breve espera, señal de que viene recalentado de
microondas, y el viajero lo acomete con buenas ganas. La chica que lo observa desde
su distancia se acerca y cuando parece que le va a preguntar si lo encuentra a su
gusto, le espeta:
—¿No serás tú de los que dan las estrellas Michelín?
—Pierda cuidado, joven —responde el viajero—. ¿Acaso tengo aspecto de ser
jurado del Michelín?
—La verdad es que no —reconoce ella displicente—. Más bien de profe de
instituto sobón.
Recuerda el viajero aquello del Quijote: «La mucha confianza que contigo tengo
engendra este menosprecio».
Remata la cena con una empalagosa pera al vino, el socorrido postre.
Sale el viajero a la noche, que es cálida dentro de lo que cabe, e invita a pasear.
Avenida de la Estación abajo va recordando pasajes de su vida cuando esta calle
estaba jalonada de chalecitos art déco y se llamaba avenida del Generalísimo. En
aquellos tiempos arrancaba de la plaza de las Batallas, así llamada por el broncíneo
monumento que conmemora las dos grandes batallas de la historia provincial: la de
las Navas de Tolosa y la de Bailén. Como hoy está mal visto eso de enorgullecerse de
tus gestas históricas, le han cambiado el nombre y ahora se llama plaza de la
Concordia. De la concordia que cristianos y moros alcanzaron en las Navas de
Tolosa, claro.
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Con ese resquemor, de ver a la patria regida por memos y tontos con balcones a la
calle, el viajero se va a la cama. Hoy siente de tal modo su soledad que no le haría
ascos ni a la de los piercings, eso se dice hablando a su mismidad en lo oscuro del
lecho antes de entregarse al abrazo de Morfeo.
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CAPÍTULO 16
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embarcaderos sólidamente anclados a uno y otro lado del río. Esta plataforma tenía
una capacidad limitada y no podía cargarse mucho.
Tampoco los primitivos puentes podían cargarse en exceso si eran de madera y no
aquellas prodigiosas obras de piedra que dejaron los romanos. El primer puente que
hubo en esta zona, el famoso puente colgante de Mengíbar, construido en 1843, tenía
el piso de tablones de madera que colapsaron en 1930 bajo el peso de un camión, se
conoce que ya estaba viejo y no aguantaba muchos trotes[44].
El viajero tiene ya sus años, los suficientes para recordar el zumo de tomate
Sacove que se fabricaba en Mengíbar, no lejos de estas riberas, en una fábrica de
conservas vegetales que tuvo efímera existencia como casi todo el Plan Jaén. Franco
en persona vino a inaugurarla, junto con la Estación Elevadora de los riegos de la
Zona Baja del Guadalquivir.
—¿Y dice que ya no hay fábrica?
—Duró poco, ya ve usted, y es una pena porque el zumo de tomate estaba
cojonudo.
Siguiendo el Guadalquivir, que por los llanos de Maquiz saca pecho y engorda, se
llega a Espeluy, hoy una simpática aldea más nombrada por ser empalme de
comunicaciones ferroviarias que por la población.
Espeluy figura entre los tres castillos vecinos que Fernando III conquistó en 1226:
Iznadiel, en la confluencia del Guadalimar y el Guadalquivir; Estiviel, el antes
mencionado de Las Huelgas, y Espeluy. Dice la crónica que los defensores de estos
tres castillos «pleytearon con el rey que los dexare salir tan solamente con los cuerpos
y quel darien los castiellos e el rey touol por bien». O sea que los moros se los
entregaron sin resistencia a cambio de que los dejara ir sin daño, lo que el rey otorgó.
Es evidente que el Castillo de Espeluy guardaba un vado importante porque
mientras los otros castillos desaparecieron este se reedificó en el siglo XIV y aún hoy
pervive convertido en residencia.
—Y cuando no había estiaje y las aguas bajaban recias, ¿cómo se las arreglaban
para pasar el río por Espeluy?
—Entonces había un barquero que, por unas perras, pasaba de una orilla a otra a
viajeros, recuas y mercancías.
Es famoso el episodio de Santa Teresa cruzando el Guadalquivir que ella misma
relata en el Libro de las Fundaciones[45]:
Poco antes, no sé si dos días, nos acaeció otra cosa, que nos puso en un poco de aprieto pasando por
un barco a Guadalquivir, que al tiempo del pasar los carros no era posible por donde estaba la
maroma, sino que habían de torcer el río, aunque algo ayudaba la maroma, torciéndola también; mas
acertó a que la dejasen los que la tenían, o no sé cómo fue, que la barca iba sin maroma ni remos con
el carro. El barquero me hacía mucha más lástima verle tan fatigado, que no el peligro. Nosotras a
rezar. Todos voces grandes. Estaba un caballero mirándonos en un castillo que estaba cerca, y
movido de lástima envió quien ayudase, que aún entonces no estaba sin maroma y tenían de ella
nuestros hermanos, poniendo todas sus fuerzas; mas la fuerza del agua los llevaba a todos, de
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manera que daba con alguno en el suelo. Por cierto que me puso gran devoción un hijo del barquero,
que nunca se me olvida: paréceme debía haber como diez u once años, que lo que aquel trabajaba de
ver a su padre con pena, me hacía alabar a nuestro Señor. Mas como Su Majestad da siempre los
trabajos con piedad, así fue aquí; que acertó a detenerse la barca en un arenal, y estaba hacia una
parte el agua poca, y ansí pudo haber remedio. Tuviéramosle malo de saber salir al camino, por ser
ya de noche, si no nos guiara quien vino del castillo. No pensé tratar de estas cosas, que son de poca
importancia, que hubiera dicho hartas de malos sucesos de caminos: he sido importunada para
alargarme más en este.
La casa del barquero subsistía todavía cuando el erudito Corchado Soriano trazó
los caminos de Santa Teresa en Andalucía, en los años sesenta del pasado siglo.
Después del traumático cruce, la santa pernoctaría en la Venta de Toledillo o el
Duque como solían hacerlo los viajeros que cruzaban el Guadalquivir por Espeluy.
Sigue el viajero por este tramo que discurre no lejos del río y en una caseta se
detiene a ver un gran azulejo que reproduce el Cristo de Velázquez. Más adelante,
entra en Villanueva de la Reina, un industrioso pueblo rodeado de feraces huertas que
quizá sea el Noulas fundado en tiempos de Escipión el Africano, etapa de la Vía
Augusta entre Isturgi y Cástulo.
En una reciente excavación se encontraron los que pudieran ser los restos de una
taberna o venta romana (mansio) de este camino a juzgar por el hallazgo de algunas
monedas imperiales y de fragmentos de cerámica fina y de cocina de origen romano,
restos de dolia (recipiente de barro).
El pueblo se llamó Villanueva de Andújar hasta que en 1791 Carlos IV lo declaró
villa libre y los munícipes acordaron ponerle «de la reina» en honor de la esposa del
rey benefactor, María Luisa de Parma, cuya catadura ignoraban.
El viajero no es amigo de intervenir en conflictos ajenos, pero piensa que sería
aconsejable enmendar las crónicas y sostener que se llama «de la reina» por especial
privilegio de Isabel la Católica, que habiendo pernoctado allí cuando se encaminaba a
la conquista de Granada, quedó muy agradecida por la saya que le bordaron las
mujeres de la localidad robando horas al descanso para que tuviera la prenda lista al
despertarse. Ya sé que es inventar la historia, pero ¿acaso no es lo que están haciendo
todas las nuevas nacionalidades surgidas como setas en el viejo solar hispano? Barra
libre, pues, y que cada pueblo pueda corregir su pasado según le plazca, que para eso
somos iguales y nadie es más que el vecino. Café para todos.
A las afueras de Villanueva, antes de llegar al puente, el viajero hace una parada
mingitoria y al internarse por un carrilillo, a la izquierda, se topa con las ruinas de
una gran alberca octogonal de fuerte calicanto y el amplio pozo rectangular que la
sirve, una instalación, quizá en su tiempo una noria, que por las trazas debe
remontarse como poco a la Edad Media.
La noria era conocida por los romanos, pero la emplearon especialmente para
achicar agua en las explotaciones mineras, aunque esta que el viajero contempla es
muy probable obra de moros.
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El viajero tiene leídos muchos elogios de las técnicas de regadío que aportaron los
moros, en especial las de los yemeníes y sabe que también eran expertos en las
técnicas de captar aguas subterráneas, de encauzarlas por medio de minas, a veces
con un reguero superior y otro inferior para evitar que se mezclaran aguas de
diferente calidad, y en sacarlas a la superficie para alimentar albercas con las que
regar, por medio de una red de acequias y cauces, sus huertos y sembrados.
Los expertos zahoríes de Al-Ándalus sabían adobar el manantial subterráneo
pasando las aguas por lechos de arena para que se filtraran y perdieran el sabor a
azufre y encañándolas a lo largo de una mina de pendiente sabiamente calculada, que
no las dejara remansarse, pero que tampoco las apresurara más de la cuenta. A
trechos regulares abrían lumbreras o pozos de comunicación con la superficie para la
aireación del agua.
Noria medieval.
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accionaban las muelas de piedra de un molino o los martillos de un batán, y norias de
sangre, más modestas, de regadío, cuando las movía un mulo o un jumento.
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CAPÍTULO 17
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solo ha necesitado reparos en algún tramo de la baranda peatonal afectado de
aluminosis.
Pasado el puente, el viajero rechaza la tentación de incorporarse a la vecina
Autovía de Andalucía, donde podría encontrar el mesón El Cordobé, especializado en
carne de monte y de la otra, incluso importada de lejanos países, y se atiene a las
carreteras modestas pero honradas que siguen el curso del Guadalquivir más o menos
cerca de la arboleda que acompaña su orilla derecha.
Hay un hombre cavucheando en una huerta y el viajero se detiene a hablar con él.
—¿Las cuevas de Lituergo?
—Sí, hombre, siga usted por ese carril y enseguida las verá a su derecha. Ya están
hechas un asco, pero en su día ahí vivieron muchas criaturas y en la guerra, cuando
vinieron los refugiados, se puso que parecía Nueva York.
El viajero sigue el sendero indicado y da con el escarpe, protegido el sendero por
una rústica valla, donde se abren hasta cincuenta cuevas, algunas ya arruinadas, otras
todavía habitables, bastante espaciosas, con restos de encalados y de chimeneas.
—Sepa usted que yo soy primo de Pedro Sánchez, el barquero de Villanueva.
Antes hubo una barcaza de esas de maroma con la que se pasaban personas y
animales, pero cuando quitaron la barcaza, se quedaron los Sánchez con una
barquichuela. Mi primo Pedro murió hace años, pero en su tiempo no había nadie que
conociera el río como él desde la presa de Mengíbar hasta la de Pradollano.
Distinguía por el color del agua, si era parda o tirando a negra, por qué parte había
llovido. Cuando alguien se ahogaba lo llamaban a él para que registrara el río porque
sabía los sitios donde el río guarda a los muertos, aparte de conocer los remolinos que
ahogaban a la gente. Lo de ser barquero lo heredó de su padre, Diego Sánchez. Como
tenían la huertecilla ahí cerca, el que quería pasar el río no tenía más que darle una
voz y Pedro dejaba lo que estuviera haciendo y acudía con la barca. Él cobraba un
real por pasar a una persona, pero muchos le decían que le pagarían a la vuelta y
luego tiraban por otro lado. Eran tiempos de mucha necesidad. También pasaba a la
gente de balde si veía que eran muy pobres. Había tanta miseria que algunos no
podían soportarlo y se tiraban al río; otros se ahorcaban de un olivo.
—¿Y la gente le temía mucho al río?
—Qué va. Bueno, en invierno, cuando se ponía flamenco, un poco, pero en
verano era nuestro recreo. La gente se bañaba, los muchachos en calzoncillos y las
mujeres en camisón en un sitio que le decíamos la Playa o el Vado. Entonces, como la
gente no sabía nadar, algunos se ataban por la cintura con una cuerda larga con el otro
extremo atado a un árbol de la orilla, otros se metían con un neumático de la vespa.
Muchas mujeres se esperaban a que fuera de noche para bañarse, porque al entrar en
el agua se les subía la ropa y no sabían quién las estaba mirando. Hasta había
pescadores que se ponían a echar la caña en El Carcajal. Entonces las aguas bajaban
limpias y se podían pescar nutrias, almejas, cangrejos, de todo.
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CAPÍTULO 18
Tiene el viajero muy buenos recuerdos y muy buenos amigos en Andújar, así que
entra en ella con el corazón contento después de dejar atrás, y sepultaditas como
están, las ruinas de la Isturgi romana que fue famosa por sus alfares de fina terra
sigilata.
Andújar es la confluencia de la vía de Despeñaperros con el Guadalquivir, lo que
le otorga gran importancia estratégica. En realidad debiera haber sido la capital del
Alto Guadalquivir, título que por motivos estratégicos le correspondió a Jaén.
En Andújar (y en Martos) podemos decir que empieza Andalucía: lo que está al
norte es, en puridad, manchego y castellano.
En Andújar quedan restos de la muralla almohade que circundaba la ciudad, con
sus torreones y sus castillos esquineros. En la iglesia de Santa María, gótico-mudéjar,
se conserva una Oración en el huerto de El Greco. También hay un cuadro,
igualmente meritorio, de san Josemaría Escrivá.
Es tradición en Andújar, ciudad muy proclive al amor, que aquí se encendió la
pasión entre el moro Abdelazis y Egilona, hija del derrotado rey godo don Rodrigo, o
su viuda, según Claudio Sánchez Albornoz, el historiador gruñón y aguafiestas, o sea,
que hay que imaginarse, por un lado, esa doncella, rubita, grácil, con trenzas, el
corpiño apretado sobre unos pechitos duros e inocentes que caben en el cuenco de
una mano, los muslos largos y torneados bajo la túnica inconsútil, y por otra una
señora algo entrada en carnes, pero aún firmes y meritorias, los pechos valentones, el
cabello negro profundo, matizado por alguna hebra de plata, recogido en un moño, la
mirada encendida, con sus ojeras cárdenas de lo mucho vivido, con el brillo de la
espera y de la promesa, el triunfo de la vida sobre la muerte.
Antes de seguir déjenme aclarar que esto que cuento no viene en las crónicas, que
las crónicas no pueden estar en todo, pero es razonable suponerlo dado que el
conquistador Abdelazis se prendó de ella, fuera doncella tierna o viuda fogueada, y
cómo estaría de encalabrinado el tío que abrazó el cristianismo para abrazarse a ella.
El califa de Oriente, cuando lo supo, cogió tal cabreo que lo hizo decapitar. Con la
impresión, ella murió de sobreparto. Díganme si no es mejor historia que la de
Romeo y Julieta, Calixto y Melibea, Eloísa y Abelardo o el Cachuli y la Pantoja:
mucho mejor, dónde va a parar.
El Guadalquivir, cuando llega a Andújar, es un río respetable de aguas lentas y
pardas por la tierra que arrastran. Ello se debe a la inveterada costumbre del
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agricultor jiennense de tener los olivares sin una mala hierba, que de haberla sería
marca de dejadez y andaría en hablillas de sus linderos en el bar del pueblo. De este
modo se favorece la erosión y en cuanto caen cuatro gotas, se hacen regueros que se
crecen en cárcavas que se crecen en barrancos y allá se van las fértiles tierras camino
del mar dejando atrás cerros pelados y guijarros.
—¿Usted cree que las labores favorecen la erosión?
—No es que lo crea yo: es que está demostrado y más en cerros tan pendientes.
Las lluvias arrastran la tierra al Guadalquivir y él la transporta y deposita en su curso
bajo, como es costumbre y obligación de los ríos caudales. Este es el motivo por el
que su cuenca fluvial requiere dragados cada vez más frecuentes. Es que la corriente
baja muy mermada por los pantanos que retienen el agua de sus afluentes, por los
sedimentos, por la acumulación de vegetación o por la inestabilidad de los márgenes.
El puente romano de Andújar «se puede aventurar con gran cautela» que data de
finales del siglo II. «Está construido con sillares de piedra arenisca de color siena, o
marrón y mide 338 metros de longitud, once de altura máxima y 7,8 de anchura, que
en los miradores llega a 14,15 metros. Tiene en total catorce ojos, de los cuales los
doce de la orilla derecha son de medio punto y los dos restantes que pegan a la orilla
izquierda son escarzanos, construidos en el segundo tercio del siglo XIX por un
arquitecto apellidado Pequeño, en sustitución de cinco de los antiguos que se habían
ido con las riadas. El arco mayor, noveno contando desde la margen derecha, tiene
una altura de nueve metros y una luz de cerca de doce. Como el puente grande de
Mérida, el de Andújar está dotado de aliviaderos o arquillos de desagüe sobre las
pilas para facilitar el paso del agua en las grandes avenidas (…). Las pilas están
provistas de tajamares de sección triangular que encauzan la corriente hacia el
interior de los arcos. Se coronan con sombrerete piramidal aguas arriba y casi
semicirculares aguas abajo[50]».
El puente de Andújar, con ser sólido, sufría bastante con las riadas que
periódicamente asolaban su entorno, lo que explica que el caserío de la ciudad esté
retraído como doscientos metros, al amparo de la muralla almohade, en una cota más
alta que lo mantiene a salvo de inclemencias[51].
En las actas del cabildo aparece continuamente la necesidad de reparar el puente,
unas veces «porque el Guadalquivir dejó de ir por la madre vieja, por donde solía ir
se ha rompido» (1491); otras porque «el primer arco de la entrada del puente está a
punto de venirse abajo, por lo que es necesario construir un arco de cinco varas para
igualarlo» (1698).
A los gastos de conservación del puente contribuían no solo los vecinos de
Andújar sino los de las poblaciones del entorno, hasta cincuenta leguas a la redonda,
consideradas también sus beneficiarias.
Una de las ocasiones en que las riadas dejaban el puente inutilizable coincidió con
el paso de la corte en la visita que Felipe IV hizo a Andalucía. El ingenioso poeta
Francisco de Quevedo, que figuraba en el nutrido séquito del monarca, nos ha dejado
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en una carta fechada el 17 de febrero de 1624 una vívida impresión de lo azaroso que
era el paso del Guadalquivir:
Yo caí, San Pablo cayó; mayor fue la caída de Luzbel (…). Volcóse el coche del almirante (íbamos
seis); descalabróse don Enrique Enriquez; yo salí por el zaquizami del coche asistiéndome una de las
quijadas: y otro me decía: «Don Francisco, deme la mano»: y yo le decía: «Don Fulano, deme el
pie».
(…).
Yo vengo sin pesadumbre y sin cama; que ha seis días que no sé de mi baúl (…). Llegamos tarde
a Andújar anoche viernes, sin luz ni guía; donde hoy nos hemos detenido por la gran creciente del
Guadalquivir, y mañana porque no se sabe de las acémilas y del carruaje.
El duque del Infantado se quedó en Linares, por haber caído su litera y aporreádose. El Patriarca
no aparece, y le andan pregonando por los pantanos, y apareció entre las acémilas. Mis camisas me
dicen se las pone un cochero.
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Castillo de Aragonesa.
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CAPÍTULO 19
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—Y eso que la corona había concedido a la villa no tener que albergar ni
avituallar tropas para que concentrara sus esfuerzos en la construcción del puente —
prosigue el corredor—. Habrá notado usted que el puente está hecho en la parte más
angosta del cauce, la Çindela del Rastro como se llamaba. De ese modo el arquitecto,
que pudo ser Enrique Egas, se aseguraba dos ventajas: cubrir el espacio con menos
gasto y hacer la obra tan alta que las avenidas primaverales del río no se la llevaran
por delante.
—Una juiciosa elección.
—Sí, señor. Y si usted se interesa en ello debe saber que el meandro epigénico
que acá describe el Guadalquivir se asienta sobre materiales paleozoicos de las
estribaciones de Sierra Morena.
—Es un dato que no caerá en saco roto —asiente grave el viajero.
—Ea, pues con eso ya va usted aviado y quede usted con Dios, que yo sigo con
mi tarea, que tengo allí enfrente, en la terraza de mi casa, a la tarasca de mi mujer
vigilándome con unos prismáticos por si flaqueo en mis deberes —dice el hombre
reanudando el paseo.
El viajero lo ve alejarse a paso vivo, otra vez bufando por el arcén de la cuesta, y
piensa la inmensa suerte que tiene uno de dar con una mujer que se preocupe por su
salud y bienestar cuando ya los años nos doblegan, nos aparecen las goteras de la
edad y vamos quedando para poco.
Con esas reflexiones nuestro viajero entra en Montoro, la antigua Épora, ciudad
federada de Roma, y aparca su automóvil en la plaza de España, con el antiguo
Palacio Ducal de la Casa de Alba convertido en Casa Consistorial.
—Oiga, ¿aquí estoy bien? —le pregunta a un municipal que ronda por la plaza.
—Ahí está usted inmejorable, pierda cuidado —le responde el urbano.
Da las gracias el viajero y emprende la tarea de callejear sin rumbo por las bellas
y empinadas calles del pueblo, en las que admira unas casas encaladas y otras de
piedra o de ladrillo, según las cambiantes modas. El viajero encuentra esta
arquitectura popular simple y armoniosa, con el contrapunto de algún antiguo torreón
que surge de pronto para recordarle el legado histórico del pueblo y algún mirador
desde el que atalaya el dilatado paisaje de olivar.
En el casco histórico de Montoro destacan media docena de notables iglesias que
juntas forman un catálogo y compendio de los estilos artísticos que el Guadalquivir
presenta: la de San Bartolomé es gótico-mudéjar del siglo XV, Santa María de la
Mota, sede del Museo Municipal, es gótica y la del Carmen, del siglo XVIII, barroca.
Hay también una calle de los Notarios y hasta una Casa de las Conchas, tan bizarra o
más que la de Salamanca, a la que excede de largo en conchas, ya que su artífice, don
Francisco del Río, consagró la vida a decorarla con los cuarenta y cinco millones de
conchas recolectadas en los siete mares y veintitantos océanos que se calcula visitó en
tan noble empeño. Un letrero realizado por su mano, con conchas naturalmente,
proclama: ESTACASA A SIDO CONTRUIDA POR UN CANPESINO (sic).
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Medita el viajero sobre los alcances del libre albedrío. En el tiempo que consagró
a llenar de conchas las paredes, don Francisco del Río podría haber cursado un
graduado escolar y después un bachillerato y después una o dos carreras y algún
doctorado, pero escogió el camino más difícil y optó por forrar la casa de conchas
marinas, quizá ignorante de que le hará la picha un lío a los arqueólogos del futuro
que al descubrir el insólito concheiro deduzcan erróneamente que en Montoro hubo
una Atapuerca más antigua que la de Burgos y más poblada cuando el mar regaba
estas riberas y todavía no existía el valle del Guadalquivir. Mientras ese tiempo llega
los descendientes del hacendoso artífice cobran la entrada a euro.
Montoro es hoy una ciudad predominantemente olivarera, pero en otro tiempo fue
también famosa por las aguas sulfurosas, carbónicas, silíceas y magnésico cálcicas
que prosperaban en los arroyos Cascajar, Ventanillas y Arenosillo. En este último la
marquesa de Benamejí acondicionó unos baños con albercas honestamente separadas
para hombres y mujeres, que donó al pueblo. La lápida dice: «Baños de Arenosillo,
mejorados en beneficio de la humanidad doliente. Año 1838».
De Montoro era el poeta judeoconverso Antón de Montoro, apodado Ropero de
Córdoba, autor de los versos satíricos en los que expresa las dificultades de
integración social que le acarrea su condición de judeoconverso:
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Callejeando por Montoro, subiendo y bajando cuestas, al viajero le llega la hora
del almuerzo y se dirige al restaurante Sol Zapatilla, donde le sirven una tortilla de
collejas y unas manitas de cerdo rellenas que consumidas frente a las formidables
vistas del Guadalquivir le saben a gloria. El viajero remata con una tajada de melón y
luego, como hombre de morigeradas costumbres, sale del pueblo, aparca el vehículo
en un pinar, extiende la manta de viaje sobre el colchón de cebollinas, como acá se
llaman las agujas de los pinos, y echa su siesta roncada bajo un piñonero, la gorra
sobre el rostro, las manos trabadas sobre la prominencia abdominal, antes de
reemprender el camino.
Llegando a Pedro Abad, cercano al Sacili Martialium que cita Plinio (Naturalis
Historia III, 10), el viajero se sorprende al encontrar una construcción que parece
sacada de Las mil y una noches, la mezquita Basharat perteneciente a la comunidad
Ahmadía, cuyos fieles sostienen que el profeta Jesús no murió en la cruz ni fue
resucitado, sino que sobrevivió a tan desagradable trance y poniendo tierra por medio
emigró a la India más que por canguelo porque, cumplida satisfactoriamente la
misión que el Padre le había encomendado, se había fijado como meta indagar sobre
el destino de las tribus perdidas de Israel. En ese empeño murió, ya de muerte natural,
sin dar con las tribus, y fue sepultado en Cachemira.
—Pues no tenía ni idea —reconoce el viajero—. Y eso que soy cristiano desde mi
nacimiento como quien dice.
—Todos son días de aprender —sentencia el circunciso informante—. Si usted
gusta le explico más cosas que ahí dentro tenemos una surtida biblioteca. Hoy día no
tiene mayor mérito porque en España disfrutan ustedes de más de quinientas
mezquitas desde las que se difunde la cultura, pero debe usted saber que esta de
Pedro Abad tiene el mérito de haber sido la primera que se construyó desde la
expulsión del islam de Al-Ándalus. La inauguramos en 1982.
—Muy agradecido.
Regresa el viajero al Guadalquivir, que mientras tanto se ha aproximado a la
Autovía de Andalucía para después alejarse otra vez como dudando si dirigirse a
Adamuz, pero finalmente cambia de idea y discurre otra vez hacia el sur en busca de
El Carpio, la suave pirámide blanca de su caserío recostada a orillas del Guadalquivir
que tiene por ápice una airosa torre del homenaje mudéjar, de piedra y ladrillo, con
elementos góticos, erigida por Garci Méndez de Sotomayor en 1325.
El viajero ve a las afueras del pueblo un dilatado tejado del que sobresalen dos
torrecillas de molino de aceite y se acerca a curiosear.
Un propio que anda engrasando un tractor lo informa:
—Tarde acude usted, porque la fábrica vieja la desmontaron en tiempos de mi
padre que era el maestro de molino. Ahora esto es almacén. Sepa usted que los
molinos antiguos se quitaron cuando llegaron las máquinas Pieralisi que molturan la
aceituna en un santiamén, con más higiene y menos trabajo.
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La finca pertenece a los duques de Alba, como muestra un azulejo votivo de la
Virgen del Rocío que el viajero encuentra a la entrada y que reza: «Esta imagen fue
mandada pintar por el Excmo. Sr. Duque de Alba en el año 1937 después de la
conquista de esta posición por las gloriosas armas de Franco».
—Oiga, no es por meterme donde no me llaman —dice volviéndose hacia su
informante—, pero más vale que mantenga usted esta puerta cerrada, no sea que
vengan los de la Memoria Histórica a fastidiarle el azulejo.
—Aquí el que venga con educación, como ha venido usted, es bienvenido —
advierte el rústico—, pero a las malas que no me vengan que le santiguo las espaldas
con el palo del azadón al más pintado.
Admirado de la pervivencia de la raza, el viajero regresa a su utilitario, arranca y
pone rumbo a la arboleda del Guadalquivir que serpea allá abajo donde terminan los
olivos, marcando el cauce. Llega a un pequeño descampado y se apea a explorar entre
los cañaverales y los copudos álamos habitados de bulliciosa pajarería. Oyendo voces
se acerca y descubre a un grupo de animosos deportistas que se están preparando para
bajar el río en kayak, esas piraguas de mucha eslora y poca manga hechas para
personas espiritadas con vocación de libélula.
A los palistas no les falta un perejil: gafas polarizadas, gorras impermeables,
escarpines, cortavientos, guantes. Como los apaches se untaban pinturas de guerra,
algunos se están untando en rostro y brazos crema de alta protección.
—A la paz de Dios —saluda el viajero acomodándose a lo bucólico del lugar.
—Buenas —responde en nombre de la colectividad un palista sin por ello
distraerse de sus faenas. Se ve que están acostumbrados a los nativos mirones y ya ni
se molestan.
El que parece jefe del grupo ha terminado de ajustarse la camiseta térmica Helly
Hansen y trata de enfundarse en un traje Decathlon de neopreno, última generación,
con apertura para sacar el pajarito, que valdrá un patrimonio.
—Oiga —se interesa el viajero—, ¿y se aventuran ustedes en este río?
—Y en aguas más bravas —responde ufano el interpelado—. No hay cuidado,
buen hombre, porque el kayak es de kevlrar-carbono y lo aguanta todo.
—¿Y si zozobran?
—No hay problema, porque uno encaja las rodillas en la bañera y hace
esquimotaje.
—¿Esquimotaje?
—Sí, hombre, una técnica de recuperación cuando uno vuelca.
Asiente el viajero, convencidísimo, y regresa a su coche considerando lo que uno
llega a aprender andando por esos mundos de Dios.
Pues nada, que en estos tramos el Guadalquivir se nos hace un río deportivo que
tolera a los más aventureros el descenso en kayak con corrientes rápidas y pasos
estrechos repletos de vegetación y aves acuáticas. Eso hasta la central hidroeléctrica,
porque a partir de ese punto el río se amansa y recompensa al esforzado palista con
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aguas tranquilas en las que dejarse llevar por la corriente e incluso le ofrece playuelas
fluviales en las que hacer un alto, despojarse del indumento deportivo y darse un
baño refrescante antes de proseguir hasta la Isla de los Pájaros de Villafranca de
Córdoba.
En topónimo Villafranca indica que hubo un tiempo feliz y sin duda lejano en que
el pueblo no pagaba impuestos, que no estuvo sometida a vasallaje feudal y que el rey
la liberó de las acostumbradas tasas.
Llegado a la plaza del ayuntamiento, el viajero aparca donde puede y le pregunta
al consabido municipal por los monumentos del pueblo.
—De antiguo hay poco —reconoce el ilustrado corchete— porque, aunque el
pueblo esté en la Vía Augusta, es fundación tardía, del repostero mayor de Pedro I,
don Martín López de Córdoba. No obstante, si usted es aficionado a la política, gusto
que no le aplaudo, debe saber que en el cerro Alcaparral, cerca del pueblo, tenemos
una torre telegráfica que ya ha cumplido cien años. Imagínese usted la de mensajes de
los sucesivos ministros de la Gobernación a los gobernadores civiles de Córdoba,
Sevilla y Cádiz que habrán pasado por ella. ¡La historia viva de Andalucía!
—Pues ahora que lo dice, lleva usted razón —reconoce el viajero—. Una torre
telegráfica tan antigua es de lo más histórico.
—Arqueología industrial, no le digo más —se reafirma el municipal—. Y enlaza
con las de la loma de Mingasquete, entre Montoro y Bujalance, y con la del Cortijo
Chancillerejo, en Alcolea.
—Yo venía a informarme del río —apunta tímidamente el viajero.
—El río, ya ve usted, es la vida del pueblo: buenas huertas de regadío, un parque
acuático que en verano se pone de bote en bote y buenas arboledas. También, como
veo que le gustan los hierros antiguos, puede usted ver el puente viejo que ya no se
usa porque está el puente nuevo, el de los Remedios, así llamado en honor a la
patrona que es también nuestra alcaldesa perpetua. ¡Tenía usted que haber visto la de
cohetes que tiré el día de la inauguración! ¡Todavía me huele la ropa a pólvora!
—Ya me lo imagino, ya.
—Y si a usted le gustan los pájaros, en el Guadalquivir tiene la Isla de Soto Bajo,
donde anidan multitud de aves acuáticas: martinetes, garcillas, y muchas anátidas
como el azulón o el pato cuchara y alguna que otra garza.
Agradece el viajero la información y se da un garbeo por el paseo ribereño hasta
el puente de los Remedios, disfrutando de la vegetación ribereña de álamos blancos y
sauces. Más arriba, tirando a la sierra, hay moreras, acacias, y mucho matorral,
viboreras y amapolas, esas humildes flores que con tanto herbicida casi andan
extintas.
La sierra trae olores y trae aguas, porque por aquí descienden entre juncos y
tarajes, olivares y dehesas en busca del Guadalquivir su afluente Guadalmellato,
nacido en Sierra Morena de la unión del Guadalbarbo, el Cuzna y el Barbo.
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En este punto, el Guadalquivir es río sereno y patriarcal, pero vivo y fluyente y
eso que los embalses le han robado mucho caudal. En pasando de Sevilla, aunque
aumentado por las aguas de sus más de cuarenta afluentes, se volverá perezoso y
formará meandros, islas y marismas.
El viajero deja atrás una antigua aceña harinera y prosigue su camino hacia
Córdoba que ya se anuncia, con una parada en el histórico puente de Alcolea, obra de
Carlos III, el rey albañil y por lo que se ve pontífice (es decir, constructor de
puentes). Este puente de firmes tajamares se tendió entre 1785 y 1792, a caballo entre
dos monarcas, y tiene veinte ojos y trescientos cuarenta metros.
Un labriego con gafas sin montura y sombrero de paja que estaba escardillando
un pequeño habar deja la faena y se acerca al viajero que contempla el puente.
—Majo, ¿eh?
—¿Cómo dice?
—El puente, digo —señala con el mechero de yesca que ha sacado del bolsillo del
chaleco. Saca un cigarro arrugado del otro bolsillo y le ofrece—: ¿usted gusta?
—Se agradece, pero me he quitado.
—Yo también me tengo que quitar —reconoce el labriego encendiendo el
caliqueño—. Eso quiere el médico. Lo que pasa es que si uno se quita del café, del
tabaco y del vino, ¿qué le queda? Y edad no tiene uno pa meterse en discotecas a
levantar hembras.
—¿Y qué me dice usted del puente? —inquiere el viajero por salir del sesgo
pantanoso que iba tomando la conversación.
—Este puente es famoso por las batallas que en él se dieron, la última en 1936
cuando los rebeldes ganaron el campo a los republicanos, de esa más vale no
acordarse porque todavía sangra. La primera fue en 1808, cuando una tropa española
quiso detener a los franceses y no pudo. Los franceses los derrotaron y entraron en
Córdoba a robar iglesias y a forzar mujeres. La segunda batalla fue en 1868, durante
la Gloriosa, cuando los generales rebeldes derrotaron al marqués de Novaliches, que
hasta recibió un metrallazo en la mandíbula. Por eso hay una copla que dice:
El general Novaliches
en Córdoba quiso entrar
y en el puente de Alcolea
le volaron las quijás.
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jardin, como recomienda Voltaire en el Candide, o sea, dejémonos de problemas
metafísicos y arreglemos lo que esté en nuestra mano y nos mejore la vida.
—Sabio principio —reconoce el viajero.
Conversan otro poco, de política, del cambio climático, de mudanzas de los
tiempos y se despiden tan amigos.
Las grúas o presas del Guadalquivir, obra hidráulica del siglo XVII, en El Carpio.
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Va cayendo la tarde, lo que pone al viajero melancólico cuando se encamina
derechamente a Córdoba por carreteras secundarias que recorren un paisaje algo
torturado. El viajero recuerda lo que ha leído: «Se contempla con tristeza una larga
periferia de chalés precozmente ajados, naves industriales, campos de cultivos
degradados, descampados repletos de escombros y basura y tremendos caminos de
tierra trazados por los vecinos con el consentimiento de los gobernantes. La cultura
del parcelista —así se llama en Córdoba a estos constructores irregulares— ha
llenado las antiguas tierras califales de ruzafas truncadas y pozos sépticos, y ha
asfixiado con sus casas campestres de dudoso gusto los bosques de Sierra Morena, la
zona arqueológica protegida de Medina Azahara e incluso el espacio circundante del
aeropuerto de la ciudad. Entre todos esos barrios ilegales, hay algunos de aspecto más
noble. Son mansiones construidas en mitad de la sierra, entre jaras y pinares. Pero su
presencia en lo más puro y sagrado de la montaña resulta realmente
estremecedora[52]».
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CAPÍTULO 20
El viajero aparca en la ribera izquierda del Guadalquivir, donde hay un hotel que
conoce de otras veces, y después de registrarse, subir el equipaje y refrescarse un
poco, se cambia de camisa y baja al bar donde le sirven una cerveza con su tapa: un
platillo de tomate con bacalao que encuentra en su punto, señal de que el cocinero ha
frito los dos elementos por separado y luego los ha cocido juntos para que armonicen
sabores.
Ya en la cama, mientras acude el sueño, nuestro viajero piensa en las dames du
temps jadis que un día conoció y otros motivos del ubi sunt?, que cuadran a la edad
provecta en momentos de melancolía y soledad.
Cuando despierta está levantando el día y un tímido sol mañanero brilla sobre las
aguas del vecino Guadalquivir. Se asea el viajero, baja a desayunar y se echa a la
calle dispuesto a redescubrir Córdoba.
Antes que nada sube a la terraza de la Calahorra, la torre de gran porte, exenta
(qal’a hurra), que los Trastámara construyeron para defensa del puente romano.
Desde su privilegiada atalaya, el viajero esparce su mirada por esa imagen
insuperable que le brinda el río: a sus pies, el puente romano; enfrente, la mezquita; a
su izquierda, los molinos medievales de Martos, de San Antonio, de Enmedio, de
Téllez y la Albolafia, con su gran noria que Isabel la Católica hizo desmontar en
1492, durante su alojamiento en el Alcázar, porque el ruido no la dejaba dormir.
Todos esos molinos se comprenden en el espacio natural protegido de los Sotos de
Albolafia.
—¿Un espacio natural protegido en plena ciudad?
—Sí, señor, y en medio del río. Esos afloramientos que ve usted en el río, esas
barras e islotes poblados de verdor que se extienden entre el puente romano y el
moderno puente de San Rafael aguas abajo, ocupan una superficie de veintidós
hectáreas que atesoran una vegetación de ribera singular: sauces, álamos, adelfas,
zarzas y carrizos que albergan, además de nutrias, una importante avifauna que
comprende más de cien especies de aves. ¿Ve usted, allí a la izquierda, el Molino de
Martos?
—Lo veo.
—Pues ahí existe una bullente colonia de cría de garcilla bueyera y martinete y en
el islote de al lado se ha detectado cierta población de calamón (Porphyrio
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porphyrio), la esquiva grulla de plumaje azulado y patas rojas y el morito (Plegadis
falcinellus).
Contempla el viajero el variado panorama del río y se recrea en la trabada
arquitectura de los molinos medievales y más al fondo, en la orilla frontera, la gran
noria y los muros de los alcázares. Esta es la mejor estampa de esta ciudad mesurada
y honda, sabia y prudente. El viajero tiene por costumbre, cuando va a Córdoba, casi
siempre por mayo, andarse con estos protocolos, a los que añade una rememoración
del soneto que Góngora dedicó al río que acunó su nacimiento:
Córdoba es una gran señora, que tiene un arcángel por patrón. A Córdoba, como a
Constantinopla y a Jerusalén, se le pide permiso antes de entrar, destocado y humilde.
Otras grandes ciudades fingen ser más de lo que son y no pueden evitar una última
impresión de vanidad y aire hueco. Córdoba es justo lo contrario: está en su sitio,
callada, amable y distante.
Aquí nacieron Séneca, Maimónides y Góngora. También, hay que reconocerlo, el
pintor Julio Romero de Torres, que a ratos parece más sevillano que cordobés.
«Cuando un músico muere en Córdoba —dice el filósofo medieval Averroes—
venden sus instrumentos en Sevilla. Cuando un erudito muere en Sevilla, sus libros se
venden en Córdoba». Esta Córdoba senequista y reflexiva se trasluce en la actitud
más reposada de sus habitantes. En las tabernas más clásicas de Córdoba se calla más
que se habla. Hay dos cordobeses sentados frente a sendos vasos de montilla en una
bodega, como todas las tardes desde hace cuarenta años. Cuando llevan una hora sin
despegar los labios, uno de ellos comenta: «¡Qué bien se está hablando poco!». Pasa
otra hora antes de que el otro responda sentencioso: «Sí, pero mejor se está no
hablando na».
La ciudad es reflexiva, pero también es alegre con mesura, bella sin exceso y,
desde luego, más romana que mora, más de mármol liso que de recargado azulejo,
más de sencillo tiesto con geranios sobre la simple pared encalada que de reja con
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volutas, Virgen con farolillos y macetero con jazmines. Huele a dama de noche y a
dulce de convento.
Antes de abandonar la Calahorra, el viajero visita el Museo del Diálogo de las
Culturas que el edificio alberga. El museo, inspirado en el pensamiento trashumante
del tornadizo Roger Garaudy, un destacado intelectual francés que primero fue
marxista y ateo, luego se convirtió al catolicismo y finalmente se casó con una
palestina, se convirtió al islam y se afilió a las tesis negacionistas del Holocausto,
quiere convencer al visitante de que hubo un día en que convivieron pacíficamente
las culturas cristiana, musulmana y judía.
—¿Y no convivieron?
—No señor, como mucho hubo coexistencia, que no es lo mismo, o sea, cuando
los musulmanes eran fuertes abusaban de los cristianos, cuando los cristianos eran
fuertes abusaban de los musulmanes y finalmente los judíos que nunca fueron fuertes
soportaron los abusos de unos y de otros.
—¿Entonces usted no cree en la alianza de civilizaciones?
—No, señor, ese concepto es una gran tontería formulada por el buenismo
posmoderno que nos impone la corrección política. Más bien creo en lo que dice la
psicóloga y periodista siria nacionalizada estadounidense Wafa Sultan: «El
enfrentamiento que estamos presenciando en el mundo no es un enfrentamiento entre
dos religiones ni entre dos civilizaciones (…). Es un enfrentamiento entre una
mentalidad que pertenece a la Edad Media y otra mentalidad que pertenece al siglo
XXI. Es un enfrentamiento entre el progreso y el atraso, entre lo civilizado y lo
primitivo, entre la barbarie y lo racional. Es un enfrentamiento entre la libertad y la
opresión, entre la democracia y la dictadura. Es un enfrentamiento entre derechos
humanos por una parte y la violación de esos derechos por la otra. Es un
enfrentamiento entre aquellos que tratan a las mujeres como animales y aquellos que
las tratan como seres humanos[53]».
El viajero desciende los pinos peldaños de la Calahorra y atraviesa sin prisas el
puente romano, construido originalmente en el siglo I, sintiendo la historia bajo sus
pies. Sin ir más lejos, desde su pretil arrojaron maniatado al Guadalquivir al caballero
Día Sánchez de Jaén, condenado a muerte por Alfonso XI.
—¿Y se ahogó?
—Muy a su pesar. Y es fama que fue la primera vez que cató el agua en su vida
porque lo suyo era el vino añejo curado en bodega, en odre.
De los diecisiete arcos del puente original solo quedan intactos el catorce y el
quince contando desde la puerta del Puente. Todo lo demás ha sido muy remodelado
a lo largo de esos dos mil años de uso, pero en cualquier caso los fundamentos son
romanos.
Vecina del puente y del Guadalquivir está la mezquita, por la que el viajero siente
especial predilección como monumento que compendia una civilización que pudo ser
y no fue.
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La mezquita de Córdoba ocupa más de veinticinco mil metros cuadrados y se
sostiene sobre ochocientas cincuenta y seis columnas, unas de granito, otras de
mármol veteado, otras de jade verde, todas distintas porque los moros las expoliaron
de edificios romanos, visigodos y bizantinos.
La altura de los fustes de las columnas resultaba insuficiente para una sala tan
extensa, problema que resolvieron creando una doble arquería con los arcos
superiores huecos, copiándolo de los acueductos romanos. Además, la alternancia de
dovelas blancas y rojas, de inspiración bizantina, imprimió gran dinamismo
cromático a la obra.
Una mancha en una columna de esta mezquita es el aleph, lugar mágico y terrible
en el que confluye la energía del universo, léanme a Borges. Nadie sabe en qué
columna está ni es fácil averiguarlo porque casi todas ellas son distintas y tuvieron su
propia historia antes de confluir en este edificio. Hay otra columna en cuyo mármol
un cautivo cristiano rayó pacientemente, con la uña, durante lustros, el signo de la
cruz. Estas hazañas perseverantes ponen en el visitante pavor y grande admiración.
En los presentes tiempos, menos heroicos y abnegados, aquel anónimo cautivo quizá
hubiese construido un artístico Taj Mahal con palitos de cerillas.
El viajero pasea por el interior de la mezquita entre azogados grupos de nipones
cámara al cuello; de germanos uniformados de Afrika Korps; de sajones de sandalias
y calcetines; de galos de roulotte y bocadillo. Ve también a un grupo de moros que
visten orgullosas chilabas e indóciles barbas y vacilan entre el éxtasis ante la belleza
del edificio y la mal disimulada indignación por su ocupación cristiana.
El viajero nota que un vigilante los sigue prudentemente y el vigilante nota que el
viajero ha detectado su interés.
—Estos vienen casi todos los días a refunfuñar —le confía— porque creen que la
mezquita es suya, lo mismo que el resto de España, Al-Ándalus como lo llaman. Los
muy tarugos no entienden que los que hicieron todo esto no eran como ellos, que
aunque fueran musulmanes eran tolerantes, se aseaban regularmente, no estaban
reconcomidos de envidia por los pueblos más prósperos y hasta les gustaba el vino
más que a los chivos la leche. Porque usted sabrá que estos de ahora el vino ni
probarlo y el jamón tampoco, que es pecado.
—Algo sé —admite el viajero.
Iba a completar el comentario pero el vigilante se va dejándolo con la palabra en
la boca.
—Usted dispense que parece que se van para la parte de la catedral y no quiero
perderlos de vista.
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CAPÍTULO 21
Prosigue el viajero su paseo entre los mármoles, las columnas y las estupendas
arcadas que sostienen la techumbre. Los comentarios del vigilante le dan que pensar.
En efecto no son los moros de ahora aquellos que componían poesías al vino y al
amor, más bien están en las antípodas de los que un día crearon o se deleitaron con el
delicioso ars amandi que es El collar de la paloma, el célebre tratado sobre el amor
compuesto por el cordobés Ibn Hazn hacia 1022, del que se sabe de memoria algunos
pasajes: «El amor, esa dolencia rebelde cuya medicina está en sí misma (…) esa
dolencia deliciosa, ese mal apetecible».
El árabe andalusí con alma de nardo (esto de Manuel Machado) apreciaba
también el aspecto platónico del amor, el que emana de la unidad electiva de dos
almas eternas que se reconocen en la Tierra y se unen. Dice, por ejemplo: «La unión
amorosa es la existencia perfecta, la alegría perpetua, una gran misericordia de Dios.
Yo, que he gustado los más diversos placeres y que he alcanzado las más variadas
fortunas, sostengo que ni el favor del califa, ni las ventajas del dinero, ni el ser algo
tras no ser nada, ni el retorno después del exilio, ni la seguridad después de la
zozobra, ejercen sobre el alma la misma influencia que la unión amorosa».
Pero, ¡ay!, la sed del amor no se sacia fácilmente: «He llegado en la posesión de
la persona amada a los últimos límites, tras los cuales ya no es posible que el hombre
consiga más, y siempre me ha sabido a poco (…). Por amor los tacaños se hacen
generosos, los huraños desfruncen el ceño, los cobardes se envalentonan, los ásperos
se tornan sensibles, los ignorantes se pulen, los desaliñados se atildan, los sucios se
lavan, los viejos se las dan de jóvenes, los ascetas quebrantan sus votos y los castos
se tornan disolutos».
¿Cuáles son las señales del amor para el maestro Ibn Hazn? «Insistencia en la
mirada, que calle embebecido cuando habla el amado, que encuentre bien cuanto
diga, que busque pretextos para estar a su lado, que estén muy juntos donde hay
espacio de sobra, que se acaricien los miembros visibles donde sea hacedero (…), el
beber lo que quedó en el fondo de la copa del amado escogiendo el lugar mismo
donde él posó sus labios».
Otros detalles no son menos entrañables: «Jamás vi a dos enamorados que no
cambiasen entre sí mechones de pelo perfumados de ámbar y rociados con agua de
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rosas (…). Se entregan uno a otro mondadientes ya mordisqueados o goma de
masticar luego de usada».
También en Ibn Hazn encontró el viajero el relato conmovedor de un primer amor
y de una primera experiencia sexual: «Un hombre principal me contó que en su
mocedad se enamoró de una esclava de la familia. Una vez —me dijo— tuvimos un
día de campo en el cortijo de uno de mis tíos, en el llano que se extiende al poniente
de Córdoba, riberas del Guadalquivir. De pronto el cielo se encapotó y comenzó a
llover. En las cestas de las viandas no había mantas suficientes para todos. Entonces
mi tío mandó a la esclava que se cobijara conmigo. ¡Imagínate cuanto quieras lo que
fue aquella posesión, ante los ojos de todos y sin que se dieran cuenta! ¿Qué te parece
esta soledad en medio de la reunión y este aislamiento en plena fiesta? Luego me
dijo: jamás olvidaré aquel día».
Han pasado mil años y los recuerdos de aquel anciano todavía conmueven al
viajero. Cuando ya los protagonistas no son siquiera polvo enamorado, todavía le
parece percibir el olor de la tierra mojada, el acre ahogo de la lana que se va
empapando mientras la lluvia rebota en ella como en un tambor, la sal ardiente de los
voraces labios y la dulce congoja de los cuerpos abrasados por la pasión.
De su ensoñación regresa el viajero a la realidad, en medio de la mezquita,
rodeado de su belleza esplendente. ¿Dónde reside tu misterio?, murmura para sí.
La unidad del edificio no radica en las columnas ni en los capiteles, que son cada
uno de su padre y de su madre, sino en la reiteración aérea del doble cuerpo de arcos
superpuestos y en la alternancia de colores. En la armonía dinámica que es la marca
de la belleza que los constructores de este edificio supieron libar de una antigua
tradición en la que bebían, hecha a medias de la Roma griega de Constantinopla y de
Persia, su enemiga y complementaria.
En tiempos de Carlos V triunfó la torpe idea de incrustar una catedral renacentista
en el corazón de la mezquita. Piensa el viajero que si desmontaran esta catedral y la
instalaran en otro lugar, que para algo han de servir los petrodólares, el monumento
ganaría mucho en perspectiva y otra vez podría admirarse sin interrupción su
magnífico bosque de columnas. Viendo cruzarse al grupo de chilabas por el fondo de
la columnata, lo asalta el pensamiento de que a lo mejor no está muy lejano el día en
que la catedral salga de la mezquita y esperemos que sea de buena manera, solo por
razones artísticas, sin violencia ni sobresaltos.
Mientras arbitra estas reconstituciones, el viajero admira el mihrab y la bóveda de
nervios profusamente decorada que cubre la macsura de la mezquita. De la parte
cristiana le llaman la atención la sillería del coro, los púlpitos de la catedral, la
custodia de Arfe (en el museo catedralicio) y la capilla del Zancarrón, así llamada
porque los moros veneraban en ella un hueso que aseguraban era del pie de Mahoma.
Sale el viajero al Patio de los Naranjos, aquella «isla de sombra, de silencio y
perfume», como la llama el poeta Ricardo Molina. Pasea por los soportales
contemplando las vigas y los tableros de artesonados que se exponen en sus muros.
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Estas vigas y tableros labrados con motivos florales y geométricos proceden en su
mayoría de los artesonados de Alhakem II. Algo sabe el viajero del origen de esas
maderas porque pasó algún verano en los bosques donde estos árboles crecieron hace
un milenio, en las sierras de Segura y de Cazorla.
Los romanos encontraron en la región que hoy conocemos como Alto
Guadalquivir una densa masa forestal que llamaron Saltus Castulonensis (por
Cástulo) y Saltus Tugiensis (por Tugia, actual Toya). Ellos fueron los primeros que
explotaron esa madera y que se sirvieron del río para arrastrarla («descenso por
flotación»). Desde entonces el Guadalquivir ha sido un río maderero y los bosques
que rodean su nacimiento han surtido de madera a las poblaciones de su curso.
Los pinos talados se arrastraban mediante bueyes hasta la ribera del río, unas
veces el Guadalimar, otras el Guadalquivir (también el Segura) y se lanzaban a la
corriente sueltos o entrelazados en almadías.
En tiempos de Roma existían corporaciones de barqueros (ratiarii, nautae) y
almadieros (dendrophori), vinculados con los maestros de obra (fabri), que
levantaban sus edificios a base de grandes estructuras de vigas.
Parece que los ratiarii trabajaban en cuadrillas que oscilaban entre quince y
treinta hombres. El oficio perduró en los pueblos de la sierra de Segura hasta el siglo
XX en los gancheros o hacheros del río, así denominados porque iban provistos de
largas pértigas terminadas en un gancho con el que sujetaban los maderos para
acomodarlos a la corriente y evitar taponamientos y acumulaciones. Otros oficios
auxiliares de los gancheros eran los de arrastradores, arrieros y broceros. Era todo un
espectáculo ver a estos ágiles marineros fluviales saltar de tronco en tronco sobre la
flotante maderada.
Estos hombres, que también serían leñadores, pasaban el invierno talando los
pinos y descortezándolos y en primavera, cuando crecía el caudal del río, lanzaban al
agua los troncos almacenados y los acompañaban en su viaje.
El descenso por flotación de los pinos tenía que superar ciertas trabas que fueron
creciendo a medida que los embalses, azudes y demás labores dificultaban la
operación. Los troncos debían pagar ciertos derechos de paso al discurrir por las
diferentes jurisdicciones. Tradicionalmente se pagaba en especie, o sea, un número de
troncos. En las presas solía ser un tronco por cada veinte o treinta.
A lo largo del río se fueron estableciendo industrias transformadoras de la
madera. Desde fecha temprana hubo en Córdoba aserraderos que reducían la madera
antes de devolverla al río camino de Sevilla.
Las «piaras de mil o más pinos» o maderada, como se denominaba la expedición,
podían tardar entre una semana y dos en alcanzar su último destino, Sevilla. Entonces
los troncos se apilaban de manera que se orearan bien y se dejaban secar entre cuatro
y cinco años. Los romanos lo hacían en almacenes de ribera (horrea) o bajo lonas
impermeables hechas de trapos y brea (centones). Una de las corporaciones
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profesionales de la Bética romana agrupaba a los centonarii, los fabricantes de estas
lonas.
Es evidente que cada gran edificio construido en la Córdoba califal, cada navío
botado en las activas atarazanas de la Sevilla medieval o renacentista o de Sanlúcar o
Cádiz precisó del suministro de troncos de una maderada. Tenemos datos concretos
de las que desde 1734 acarrearon las maderas necesarias para construir el enorme
edificio de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, que en el apogeo de sus obras
requirió la madera de unos ocho mil pinos.
Desde 1607, la Real Armada intervino los bosques de la sierra de Segura de los
que obtenía la tablazón y los mástiles de sus navíos[54]. Los troncos flotaban en el
Guadalquivir hasta Sevilla, donde se recogían, secaban y aserraban para ser
transportados ya en forma de tablones y mediante carros de bueyes a los astilleros de
Cádiz.
A mediados del siglo XIX las cargas de madera puesta a orear en las orillas del
Guadalquivir a su paso por Sevilla servían de mentidero y asiento a muchos
sevillanos como atestigua Estébanez Calderón: «Cierto paraje enfrente de Triana
(…), sentado sobre su capa en los maderos que, en aquella ominosa época en que
teníamos marina, bajaba desde Segura por el Guadalquivir, y que servían en la orilla
para cómodo asiento de la gente desocupada[55]».
La máxima explotación de los bosques madereros del Alto Guadalquivir, y por
consiguiente del río como elemento de transporte, corresponden al siglo XIX
especialmente en su segunda mitad, cuando la demanda de madera crece
paralelamente a las explotaciones mineras de Linares (donde se precisan puntales
para las minas y leña para las fundiciones que ya han agotado el manto vegetal de sus
proximidades), y a la extensión de la red ferroviaria española que necesita ingentes
cantidades de traviesas para la colocación de las vías. Sumemos a ello el telégrafo
que necesita postes en los que sostener los hilos[56].
—O sea, el progreso devasta los bosques de Cazorla y Segura.
—Bien puede decirse así. Visto desde una perspectiva actual hay que considerar
que esa sobreexplotación, que ha durado hasta los años recientes, ha sido un desastre
ecológico de primera magnitud. La última maderada del Guadalimar-Guadalquivir
descendió en 1952.
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Gancheros de Priego.
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CAPÍTULO 22
DE CALAMARES LEGÍTIMOS Y DE
GUIRIS APROVECHADOS
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Michael Jacobs (La fábrica de la luz), que siguen conscientemente la trillada senda
de Gerald Brenan (Al sur de Granada) y Robert Graves, aunque sin los alcances
literarios de estos ilustres predecesores. De estos viajeros, gente avispada y lista, se
dio aquí, en Córdoba, un caso especialmente sangrante. No sé si conoces el libro
Babel en España, de John Haycraft.
—No tengo el gusto —reconoce el viajero.
—El británico llegó a España en 1953 acompañado de su esposa y después del
consabido merodeo (todos lo hacen, explorando el lugar que mejor se adapte a sus
intereses) se afincó en Córdoba, abrió una academia de idiomas y los cordobeses se
disputaron su amistad. Él se hacía el integrado, y se retrataba en camiseta bebiendo
agua en un botijo mientras su esposa, una escultural y rubia sueca, se daba aire con
un gran abanico. En resumen: una pareja encantadora que rápidamente se hizo
popular, bueno para el negocio, y se introdujo en todos los ambientes. El embrujo
duró hasta que años después publicó sus impresiones en un libro barojiano en el que
se recreaba en la descripción de los aspectos más retrógrados de la ciudad y de la
sociedad que lo había acogido tan cordialmente y desvelaba detalles
comprometedores de muchos conocidos, lo que mereció que el psicólogo y escritor
Carlos Castilla del Pino, en su libro Casa del Olivo, lo considerara «campeón de la
estupidez» y que el municipio que pensaba concederle el título de hijo adoptivo lo
declarara persona non grata.
—Me suena familiar —dijo el viajero—. Similares denuncias por sentirse
maltratados han formulado otros protagonistas de Brenan[57] o del binomio Stewart-
Jacobs[58], por poner dos ejemplos notorios, el último incluso con denuncia en el
juzgado de por medio, sin que fuera posible la avenencia.
La mención de Brenan solivianta a Rafael.
—Este Gerald Brenan como hispanista pudiera ser todo lo bueno que se quiera,
pero como persona dejaba mucho que desear, o dicho de otro modo, además de
menorero era un grandísimo hijo de la gran puta.
—¿Y eso? —se extraña el viajero, que es admirador del británico.
—Imagínate el cuadro: año 1919, un señorito inglés de buena familia llega a un
pueblo de la España subdesarrollada, rural y pobre, Yegen, en las Alpujarras. El
británico, que ya ha cumplido treinta y cuatro tacos, se prenda de Juliana, una chica
de quince primaveras, guapa y hermosa pero pobre, en las lindes mismas de la
indigencia. La contrata de criada, se le mete en la cama, le hace una barriga, se
alarma y se larga a su país. Vuelve a los tres años, ya casado con una inglesa de su
posición, y comprueba no sin sorpresa que el fruto de aquella relación había sido una
preciosa niña rubia y de ojos azules, de nombre Elena. Le gusta y convence a Juliana
para que le entregue a la niña con el argumento de que con él iba a tener un mejor
futuro. La incauta madre acepta con la condición de seguir viendo a su hija. Brenan
olvida el trato, naturalmente, y se lleva a la niña a Inglaterra para educarla como Dios
manda, lejos de los piojosos españoles. Elena crecerá, se casará, tendrá hijos y se
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morirá sin conocer a su verdadera madre. La desventurada Juliana se muda a Granada
y, obsesionada con encontrar a su hija, merodea por los lugares frecuentados por
turistas fijándose en la única seña que conserva de su niña: en el pie izquierdo tiene
dos dedos unidos. Pregunta en las zapaterías a ver si en alguna han atendido a una
inglesa de esas señas. Sin resultado. Con los años Juliana se vuelve ciega y pierde
toda la posibilidad de ver de nuevo a Elena.
—Menuda historia —comenta el viajero.
—Que retrata la clase de persona que era Brenan, el famoso hispanista. Los
escritores ingleses que conozco suelen cortarse por el mismo patrón —prosigue
Rafael—. Se aprovechan de tu hospitalidad, te utilizan, pero luego van a lo suyo, sin
miramientos. Llega el escritor inglés, te deslumbra con su exotismo, le abres las
puertas de tu casa, le das confianza, te desvives por acomodarlo, él se arrima a tu
sombra y se deja querer, y tú incurres en la ingenuidad de creer que os habéis hecho
amigos para toda la vida. Craso error. De amigos, nada. Tú te desvives por ayudarlo,
pero él, aparte de gorronear tu tiempo, tu experiencia y tus servicios, solo te considera
un pintoresco indígena al que utilizará como materia literaria, uno más de los que
pulularán por su obra. No le interesas como persona, sino como personaje: resaltará
aquellas facetas de tu personalidad que puedan resultar curiosas o pintorescas para su
lector británico en el understatement o sobreentendido de que ellos, el escritor y sus
lectores británicos, pertenecen a una exquisita raza superior cuyas costumbres y
pensamientos, tan distintos a los tuyos, constituyen el canon de la civilización. Lo
tuyo es solo pintoresco. A eso hay que sumar que el papanatas español que se
deslumbra por el guiri tiende a exagerar los rasgos de su carácter nacional que, en su
percepción, más interesan al británico.
—Yo conozco el caso de Michael Jacobs —comenta el viajero—. Pregonaba que
se había enamorado de Frailes, un pueblecito de la sierra sur de Jaén, pero en realidad
se estableció en él porque la vida era barata, lo que se adaptaba a su exiguo
presupuesto, y porque le caía cerca de la Alhambra de Granada que era su principal
fuente de ingresos.
—¿La Alhambra? —se extraña Rafael.
—Sí, como no podía ganarse la vida con lo que escribía, media docena de libros
en ediciones de corta tirada en editoriales menores, «y nunca dos en la misma», lo
que ya es revelador, trabajaba en plan freelance para una exclusiva agencia de viajes
que le encomendaba pastorear por la Alhambra a millonarios americanos, lo que le
permitía, además, comer en buenos restaurantes y hospedarse en buenos hoteles a
cargo de sus clientes. A mí me daba constantemente el coñazo para que le presentara
a mis editores y me tentaba con organizar un divertido viaje a Barcelona por carretera
con ese fin. Con mi coche, naturalmente, porque él, aunque gran viajero, no sabía
conducir ni disponía de vehículo propio. En fin, al final escribió un libro estupendo
en el que halagaba al medio pueblo que le bailaba el agua, e incomodaba al otro
medio.
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—Lo típico —dice Rafael—. También Chris Stewart incomodó a mucha gente
«nativa» con su libro[59], pero el mejor ejemplo de guiri que se aprovecha de la
generosa amistad del indígena para manipularlo y reducirlo a personaje a sabiendas
de que el resultado lo ofenderá es Ernest Slater, un tipo que hace un siglo recorrió el
Guadalquivir como haces tú ahora.
—Ese lo conozco, claro —dice el viajero—. Escribió El Guadalquivir bajo el
seudónimo de Paul Gwynne.
—Entonces sabrás que se hizo acompañar en su viaje por un español solícito que
le facilitaba los trámites, don Ángel Pizarro y Cabas, poseedor «de una paciencia,
constancia y gentileza que jamás he encontrado en ninguna otra persona».
—Sí, eso dice de él.
—Pues unas líneas más abajo corresponde a tanta gentileza con revelaciones que
al interesado le parecerían ofensivas («espero que él no lea este comentario (…),
aunque él se sentiría horriblemente ofendido si dijera esto en su presencia»).
—Lo mismo que dice Jacobs en su libro: «Sabía lo imposible que es escribir
acerca de las propias vivencias en un lugar sin ofender a quienes le han brindado a
uno su confianza[60]».
—Y a pesar de todo lo hace, con un par —comenta Rafael—. Ellos, los
británicos, son gente exquisita y nosotros pertenecemos a una raza deleznable que
solo puede aportar pintoresquismo al prejuicio romántico con el que llegan para
estudiarnos y componer su libro.
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CAPÍTULO 23
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frigidarium de los romanos), donde hay una alberca central rodeada de amplios
deambulatorios que permiten charlar o pasear.
Después del baño, el usuario pasa a la sala templada (bait al-bastani, el
tepidarium de los romanos) y después a la sala caliente (bait al-sajuni, el caldarium
de los romanos), una sala muy amplia, sostenida con columnas, los muros decorados
con pinturas geométricas en rojo y en negro.
Este de Alhakén es un baño lujoso: el suelo de casi todas las dependencias está
formado por placas de mármol, pero el de la sala caliente es de losas de piedra caliza,
que soportan mejor las altas temperaturas y el brusco enfriamiento cuando se vierten
baldes de agua fría para producir vapor. Hay en el centro una alberquilla de agua
caliente de donde los empleados del baño (tayyab) sacan baldes de agua para que los
clientes que se han enjabonado y frotado con manoplas de cuerda se enjuaguen el
jabón y la grasa. Uno puede imaginarse el trasiego de cubos de madera (kub).
Cuando rompen a sudar en el caldarium, los bañistas pasan nuevamente al
tepidarium y se tienden en unos poyos altos para que fornidos masajistas (hakak)
apenas cubiertos con un sucinto taparrabos los froten con guantes de cerda y paño, los
unten de aceite perfumado y les revitalicen los músculos con un enérgico masaje.
Finalmente pasan a la sala de descanso, amplia y confortable, un lugar adecuado
para hacer tertulia, en el que ejercen su oficio los barberos, junto a la puerta lateral
que comunica con las letrinas.
El corazón del hamman es una gran caldera de cobre instalada sobre tabicas en
una estancia de regulares dimensiones. Debajo arde un hornillo (al-burma)
alimentado con estiércol, virutas de carpintería y otros desperdicios de la ciudad (en
algún caso, ¡ay!, con libros). El agua llega del cercano Guadalquivir por una tubería
que alimenta un gran pilón de mampostería. El agua caliente discurre por una tubería
de bronce hasta la alberquilla de mampostería del caldarium.
El aire de la combustión, encauzado por un complejo sistema de galerías que
discurren por el suelo y por las paredes, caldea las salas caliente y templada.
—El hipocausto romano —apunta el viajero.
—Exactamente —conviene Rafael—. Un sistema de calefacción que ahora
empiezan a reconsiderar los arquitectos modernos.
Los cristianos quizá no apreciaran el baño tanto como los moros, dado que no
habían descubierto su aspecto relajante y se limitaban al estrictamente higiénico, pero
también disponían de baños en sus ciudades importantes. Solo a partir del siglo XIII
empezaron a considerar el baño como un lujo propio de moros medio afeminados y
dieron en sospechar que su uso por los moriscos obedecía a cuestiones religiosas más
que higiénicas, lo que acabó por desacreditarlos. En el siglo XV un clérigo cristiano
criticaba que los moriscos de Granada «se laven aunque sea diciembre».
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CAPÍTULO 24
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El Guadalquivir a su paso por Córdoba conserva los restos de once construcciones, en su mayor
parte de las épocas omeya y califal (siglo VIII a XI), que ofrecen un gran valor histórico y
etnológico como muestras de la arquitectura preindustrial en un entorno de especial interés
paisajístico y cultural.
Los molinos están conectados a azudas o presas donde se toma el agua del cauce fluvial, como
las de Culeb o de la Alhadra, ambas de origen árabe. Muy próximos al puente romano se localizan
los de San Antonio, de Enmedio, Pápalo y de la Albolafia, mientras que en la zona del puente de San
Rafael están los de La Alegría, San Rafael y San Lorenzo. Los denominados de Lope García y
Carbonell se sitúan aguas arriba del casco urbano. En el otro extremo, aguas abajo, junto al polígono
de la Torrecilla, se encuentra el Molino de Casillas. La lista se completa con el Molino de Martos,
emplazado en la margen derecha del río, cerca de donde estuvo la Puerta de Martos de la muralla de
la ciudad.
Tras la conquista cristiana, todas estas edificaciones pasaron a manos de la nobleza y de las
órdenes religiosas y militares. En el siglo XIX, con la desamortización de los bienes eclesiásticos,
los molinos de la iglesia fueron comprados por particulares, salvo los de Albolafia, San Antonio y la
Alegría, de los que se hizo cargo el Ayuntamiento de Córdoba. Casi todos permanecieron en activo
hasta 1942, año en el que se prohibió la molienda artesanal. Varios de ellos, a través de batanes,
compatibilizaron la actividad harinera con la textil.
En el siglo XIX, algunos molinos se convirtieron también en pequeñas centrales hidroeléctricas
y sus piedras de moler fueron sustituidas por turbinas de hierro fundido. Actualmente, todos están
inactivos, excepto el de la Alegría, convertido en sede del Museo Paleobotánico de la ciudad, y el de
Martos, sede del Museo Hidrológico.
LA CIUDAD RESPLANDECIENTE
Los dos amigos regresan al coche, cruzan el moderno puente de San Rafael y toman
una carretera secundaría que conduce a las ruinas de la ciudad palatina.
Por el camino, Rafael sigue glosando el reinado del gran Abderramán.
—Físicamente no era gran cosa. A caballo parecía bien, pero cuando se apeaba se
veía que tenía las piernas demasiado cortas.
—Una especie de Toulouse-Lautrec —supone el viajero.
—Quizá no llegara a tanto —precisa Rafael—. Por lo demás era fornido, no mal
parecido y pelirrojo, aunque él lo disimulaba tiñéndose el pelo de negro para
semejarse a sus súbditos.
—¿Pelirrojo?
—Muchos árabes de la antigua cepa lo eran y hasta tenían los ojos azules —
señala Rafael—. Luego esa característica se perdió por la mezcla con los pueblos
morenos conquistados. Aparte de que los altos mandatarios y en general los
musulmanes de posición desahogada apreciaban mucho a las mujeres rubias, de piel
blanca y hermosotas. Las mujeres más estimadas en los mercados de esclavas eran las
cristianas de piel lechosa procedentes de Galicia, de la cornisa Cantábrica y del norte
de Europa. Los moros solventes que las adquirían tenían hijos con ellas y esos cruces
aclaraban la piel de las clases dominantes.
El coche discurre por un llano que levemente se va elevando hacia la vecina
sierra.
—Este se llama el camino de los Nogales, aunque ya ves que los árboles han
desaparecido. También camino de las Almunias. A la izquierda vamos dejando el
Guadalquivir. Por esta orilla discurre la Cañada Real Soriana y Camino Viejo de
Almodóvar. Observa la topografía del suelo, amigo mío —dice Rafael—. De la sierra
descienden escalonadamente tres amplias terrazas naturales. Abderramán las escogió
como solar para las tres partes de la ciudad que estarían aisladas y separadas por
sendas murallas: el palacio califal en la superior, a continuación la ciudad
administrativa con las oficinas y las viviendas de los funcionarios, y en la terraza
inferior la servidumbre y los soldados. Cada parte contaba con sus mezquitas, sus
baños y sus jardines públicos.
—Muy bien pensado.
—No era mal urbanista Abderramán, sin embargo su más sensata creación fue un
ejército profesional integrado por mercenarios extranjeros (sa-qaliba) de origen
Para emplazamiento de una casa entre jardines se debe elegir un altozano que facilite su guarda y
vigilancia. Se orienta el edificio al mediodía, a la entrada de la finca, y se instala en lo más alto el
pozo y la alberca, o, mejor que pozo, se abre una acequia que discurra entre la umbría. La vivienda
debe tener dos puertas para que quede más protegida y sea mayor el descanso del que la habita.
Junto a la alberca se plantan macizos que se mantengan siempre verdes y alegren la vista. Algo
más lejos debe haber parterres de flores y árboles de hoja perenne. Se rodea la heredad con viñas y
se plantan parrales en los paseos que la atraviesen. A cierta distancia de las viñas, lo que quede de la
finca se destina a tierra laborable y así prosperará lo que en ella se siembre.
En las lindes se plantan higueras y árboles semejantes. Los grandes frutales se plantan al norte
para que protejan del viento al resto de la heredad. En el centro de la finca debe haber un pabellón
dotado de asientos que dé vista a todos lados, pero de tal suerte que se vea quien se acerca al
pabellón antes de que llegue y que no pueda oír las conversaciones de los que están dentro. El
pabellón se rodea de rosales trepadores y de macizos de arrayán.
En la parte baja se construirá un aposento para huéspedes y amigos, con puerta independiente y
una alberquilla oculta por árboles de las miradas de los de arriba. Si se añade un palomar y una
torrecilla habitable no hay más que pedir.
Para proteger la finca se cercará con una tapia. En la puerta principal habrá poyos de piedra.
EMBARCANDO OLEARIAS
Coplas de campanilleros,
salero,
te darán los buenos días
cuando vengas a este pueblo,
coplero,
que es la flor de Andalucía.
En el pueblo y en la ermita,
coplillas
para la madre de Dios.
Asunción o Setecilla, coplillas,
Setecilla o Asunción.
Mi pueblecito canta feliz
cerca del río Guadalquivir.
Cerca del río Guadalquivir.
En la verde ribera
tiene una barca,
y un barquero que sueña
que es rey de España.
Ven a Lora del Río
o a Cantillana,
pero acierta, bien mío,
mi adivinanza.
… Y SEVILLA
Querían los antiguos eruditos hispalenses que Sevilla fuera fundación de Hércules,
de cuando vino a España a capturar los bueyes de Gerión. No les bastaba la gloria de
que la hubiera fundado Julio César en el año 45 a. C. con el nombre de Colonia Iulia
Romula Hispalis. ¿Qué no hubieran tramado de saber que la ciudad existía antes de
César, que quizá fue testigo de la grandeza de Tarteso y que andando los siglos había
de alumbrar el tesoro del Carambolo, el más firme testimonio de la mítica riqueza de
Argantonio?
La ciudad se empeñó en ser ilustre desde el principio: en su vecindad, fuera del
alcance de las crecidas fluviales, dijimos que se fundó Itálica, la urbe que dio a Roma
dos emperadores, Trajano y Adriano. Luego, pasada Roma y sumido Occidente en la
espesa tiniebla medieval, Sevilla alumbró al mundo con las Etimologías de San
Isidoro, suma y compendio de la sabiduría de su tiempo.
Convertida oportunamente al islam, Isbiliya o Ixbilia acomodó a su vez a los
rudos africanos a su propio carácter festivo. Recordemos el texto de Averroes: «Si
muere un sabio en Sevilla y se quiere vender sus libros, los llevan a Córdoba; y si
muere un músico en Córdoba y quieren enajenar sus instrumentos, los llevan a
Sevilla».
También hubo lágrimas en medio de la música y la poesía. En septiembre de 844,
los vikingos remontaron el Guadalquivir en sus veloces y afilados navíos y saquearon
la ciudad y su comarca. Abderramán II, el rey perjudicado, construyó unas atarazanas
en Sevilla en las que fabricar naves con las que defender el Guadalquivir de los
normandos. Estos, tras sufrir algunos reveses que les enseñaron humildad y que no
todo el monte es orégano, llegaron a un acuerdo con los moros: dejaban de incordiar
y se retiraban pacíficamente a cambio de que los que quisieran de entre ellos pudieran
establecerse en la Isla Menor. Muchos se quedaron, se convirtieron al islam y se
dedicaron a criar caballos y a fabricar queso.
—O sea, como los refugiados que llegan hoy a Europa escapando del hambre.
—Se puede comparar, pero matizando mucho. Los vikingos llegaron en plan
violento y los refugiados que recibimos de África y de los revueltos países
musulmanes son, a la vista está, personas encantadoras, escrupulosos observadores de
las leyes del país que los acoge, excelentes trabajadores y llegan deseosos de
integrarse y aceptar nuestras costumbres. O sea, están por agradar y no por incordiar.
Todo lo olvidaré menos aquella madrugada junto al Guadalquivir, cuando estaban las naves como
los muertos en sus fosas. Las gentes se agolpaban en las dos orillas, mirando cómo flotaban las
perlas en las espumas del río. Caían los velos porque las muchachas no cuidaban de cubrirse, y se
desgarraban los rostros como otras veces los mantos. Cuando llegó el momento de la partida ¡qué
tumulto de adioses, qué clamor de doncellas y galanes!
LA BATALLA EN EL RÍO
Estimulado por esa intensa actividad portuaria, creció en importancia el barrio del
Mar, en la orilla trianera, habitado de marinos, carpinteros de ribera, cómitres y
demás oficios propios de un puerto activo. Repobladores procedentes de las Cuatro
Villas de la Marisma de Castilla (los puertos santanderinos) se mudaron a Sevilla y
otros puertos andaluces atraídos por las excelentes oportunidades.
El Guadalquivir era el gran recurso de Sevilla pero también su enemigo debido a
las anuales crecidas que inundaban la ciudad.
La primera crecida de la que se tienen noticias fue la del año 850. El río se salía
de madre por el meandro de San Jerónimo, al norte de la ciudad, y golpeaba con su
caudal el ángulo noroeste del recinto amurallado (hoy calles Torneo y Resolana) por
donde en tiempos antiguos discurrió un cauce secundario (hoy aproximadamente
ocupado por la calle Calatrava y la alameda de Hércules, donde se formaba una
laguna).
El primitivo recinto murado de Sevilla, primero romano y después visigodo,
seguía precisamente el trazado de este ramal secundario que se juntaba con el
principal en la zona del Arenal.
La expansión de la ciudad musulmana ignoró este cauce secundario y adelantó la
muralla hasta las inmediaciones del río, pero, como es sabido, el agua siempre
reclama su jurisdicción y cada vez que se salía de madre arremetía contra los muros
intrusos, los tumbaba e inundaba la ciudad. Es lo que explica un suelto titulado
Eran soluciones provisionales porque cuando el río sacaba pecho en una buena
crecida no había obstáculo que se le interpusiera. La riada de 1434, un año en que
«hubo copiosísimas lluvias en toda España, mayormente en Sevilla (…), creció el río
Guadalquivir dos codos, menos junto á las almenas del Adarme de la ciudad, y el
OPERACIÓN CLAVEL
En 1948 el cabildo municipal, cansado de ese perpetuo pulso de la ciudad con el río,
recurrió a una solución tajante: cerrar el cauce histórico y abrir un cauce nuevo
alejado de la ciudad. Para ello se selló el cauce viejo con una barrera, el Tapón de
Chapina, y desvió las aguas a un cauce artificial excavado que iba de Triana a San
Juan de Aznalfarache. Con estas obras el río a su paso por Sevilla y el puerto
histórico se convertían en una dársena y la ciudad quedaba a salvo de crecidas e
inundaciones.
Parecía que se había encontrado la solución ideal, pero el río tomó cumplida
venganza el 25 de noviembre de 1961, cuando delegó en su afluente sevillano, el
arroyo Tamarguillo, el trabajo de romper su dique de contención y arriar tres cuartas
partes de la ciudad dañando gravemente unos mil quinientos edificios y dejando a la
intemperie a unas cuarenta mil familias.
A pesar de la tragedia, la inefable guasa sevillana no dejó de hacer chistes sobre el
asunto y aparecieron carteles que señalaban «Este es el Tamarguillo, chiquito pero
matón».
La emisora Radio España de Madrid ideó un programa, Operación clavel, para
recabar fondos con los que ayudar a los damnificados de las inundaciones sevillanas.
Dirigía el programa el showman chileno Bobby Deglané, hijo de una trianera y de un
marinero francés, un locutor de florido verbo que se había hecho popular por sus
emocionantes retransmisiones de veladas de catch.
El éxito de Operación clavel fue tal que Radio Nacional y otras emisoras
regionales se sumaron a la iniciativa y conectaban cada noche con el chileno en un
programa que mantenía pegada al receptor a media España, algunos días hasta las
cuatro de la madrugada, para vivir lo que Deglané definía como «una auténtica
democracia del corazón».
La culminación del programa consistió en una caravana de más de cien camiones
e innumerables coches y motos que, encabezada por una furgoneta portadora de una
imagen de María Auxiliadora, partió de Madrid para llevar a Sevilla los víveres
recaudados (patatas, garbanzos, lentejas, alubias, aceite, vino, juguetes, colchones,
mantas…).
Con la caravana, que se extendía a lo largo de más de catorce kilómetros de
carretera deficientemente asfaltada, marchaban, además de Bobby Deglané, siempre
pegado al micrófono, artistas famosos de la talla de Antonio el Bailarín y la cómica
Sevilla, «la princesa de las ciudades de España, y aun, sin hacer injuria, de las de
todo el mundo». El viajero, que ha dormido junto al Guadalquivir, madruga para salir
a pasear por «el mejor cahíz de tierra del mundo[70]».
—¿Cahíz?
—Sí, hombre, una antigua medida de superficie de la que se pueden recoger unos
setecientos kilos de trigo. Este cahíz de Sevilla ha dado con el tiempo una cosecha
inmejorable porque agrupa «la Catedral, el Alcázar Real, la Casa de la Contratación,
el Almacén del Aceite, la Aduana, la Atarazana, la Casa del Cabildo de la ciudad, la
Lonja de los Mercaderes, las Gradas y la Audiencia Real».
En la placita de Santa Marta, la primavera apunta los aromas restallantes del
azahar que sabiamente se mezclan con los del espontáneo mingitorio de su acceso y
con el del estiércol fresco de los caballos de los carricoches turísticos alineados en su
parada de la plaza.
El viajero aprovecha que la catedral está abierta para la misa de ocho y se interna
por la armónica montaña. Esta fábrica enorme y ostentosa es de traza gótica, y lo
esencial de ella se construyó entre 1401 y 1517. El visitante la conoce de antiguo
pero se pasma, una vez más, por la amplitud y altura de sus cinco naves y la magnitud
y riqueza del testero de la capilla mayor, gótico y renacentista, un cómic prolijo que
relata la vida y milagros de Jesucristo en cientos de figuras.
En viajero tiene entre sus rincones favoritos la Capilla de la Inmaculada, donde
acude a contemplar la Virgen de Martínez Montañés, a la que los sevillanos llaman la
Cieguecita, por sus entornados ojos.
Sabe el viajero que Sevilla lo reinterpreta todo en clave popular, trocando la
esencia por la apariencia. En una iglesia que para evitar aglomeraciones se abstiene
de nombrar recibe culto un crucificado al que, sin irreverencia, denominan el Cristo
del Pedo por el sospechoso escorzo de su cintura y muslos sobre la cruz. Barroco,
claro.
El visitante se arrima a la helada reja de la capilla mayor donde recibe a sus
visitas, mayestática y distante, la Virgen de los Reyes, patrona de esta ciudad de
muchos patronos. A sus pies yace, en artística urna de plata, la momia de San
Fernando, el rey que conquistó a los moros el Guadalquivir. Cada año, el día del
santo, se abre la urna funeraria para que sus fans y sus devotos puedan contemplarlo.
Mira el viajero los torreados muros grises de los Alcázares islámicos, góticos,
mudéjares y renacentistas cuya visita deja para otra ocasión y cruzando el Patio de
Banderas se interna con reposo y paz por el barrio de Santa Cruz después de atravesar
el oasaje de la Judería, cubierto y acodado, con salida a la calle Vida, que a su vez
conecta con el callejón del Agua.
¡Qué de recuerdos! El viajero atempera el paso por este barrio expresamente
remodelado para el esteta, recreándose en sus umbrías silenciosas, asomándose a las
cancelas para ver los patios con azulejos, macetas, arriates, flores. Transita por la
GALEONES A SEVILLA
Tampoco faltan en las despensas del establecimiento los sazonados productos del
Aljarafe, del alto jardín musulmán que suministra a la ciudad verduras, hortalizas,
frutas, leche, vino y miel, todo ello de excelente calidad. Y para acompañamiento, el
reputado pan de Alcalá de Guadaíra, la Alcalá de los Panaderos.
Teresa y don Carlos, después del almuerzo, pasean por el puerto y el Arenal. Al
amparo del amplio muelle, que ha alcanzado ya la Torre del Oro, se extiende quizá un
centenar de embarcaciones de toda clase y calado: pesados galeones, mínimas
carabelas, combas carracas, navegadores bajeles, anchas naos, enormes urcas, planas
galeras, y un menudeo de pequeñas embarcaciones: polacras, jabeques, tartanas y
pataches, esquifes, balsas y otras navecillas de poca monta que van y vienen de
Sevilla a Triana, acarreando bultos y toneles en trapicheos marineros al socaire de las
aduanas.
El autor de moda, Lope de Vega, ha escrito una comedia, El arenal de Sevilla, que
lo describe en estos versos:
Abundan en el puerto los marinos de tez curtida que ágilmente mueven sus
descalzos y anchos pies entre la maraña laberíntica de sogas, tablas, fardos, remos,
redes y aparejos. Hasta aquí se acercan los tahúres, las pandas de trileros y otros
pícaros de menor cuantía para escenificar partidas de dados con el ojo puesto en
algún incauto que se deje desplumar en un instante las ganancias trabajosamente
adquiridas tras meses de dura navegación.
—¿Cómo se vive en Sevilla? —quiere saber Teresa—. ¿Hace siempre este calor?
Don Carlos, que, aunque castellano, lleva aquí media vida, echa mano del gracejo
de la tierra para explicar que hay dos estaciones: invierno e infierno. Y el calor
admite varias gradaciones: el calor propiamente dicho, la calor que es cuando crece,
los calores, si la temperatura sigue subiendo, y finalmente las calores que es cuando
los gorriones caen asfixiados de sus nidos.
—Y este callejeo, y este bullir de hormiguero humano, ¿nunca se aquieta?
—¿Bullir? Lo que hoy vemos es la normalidad. Aguarde su excelencia a que
llegue la flota indiana con el maná providente que a todos alimenta. Entonces sabrá lo
que es bulla.
FELIPE EN EL GUADALQUIVIR
Para venir desde las Cuevas a ver la galera real que en este río se estaba haciendo para el señor don
Juan de Austria; y, de allí, el río abajo a ver pescar y entretenerse (…). Y aunque esto se hizo con
mucho secreto, ya toda la ciudad alborotada por ver a su Rey, en breve tiempo había cercado el río
por ambas orillas con muchos millares de hombres y mujeres (…). Salió el Rey de S. Jerónimo y se
entretuvo un rato mirando La Florida, que es una casa y huerta de don Pedro López Puertocarrero,
en el camino del Algaba, en frente de San Jerónimo, a la parte septentrional del río, toda muy
blanca, pintada, y con muchas rejas azules y jardines con cruceros de arrayán, y fuentes de muchos
caños de agua, poblada de arboledas de cidras y naranjas, y de yerbas rarísimas y flores nuevamente
plantadas en esta tierra, con corredores altos y gelosías, y pinturas artificiosas. Toma desde el
camino, que tengo dicho, hasta el río, donde hay una alberca de peces y de mucha agua; y no fue
poco entretenimiento esto para Su Majestad, y así se detuvo (…), llegándose al vallado que más
cerca estaba del río, lo mandó romper, y por allí salió a la barca, que lo esperaba, y entró en ella
(…). Vinieron a comer a San Jerónimo, con que se detuvo algo la gente. Pero, en sintiendo
embarcado a Su Majestad, corría por lo largo de las riberas que se hacen por ambas bandas del
ancho río, solemnizando con grandes aplausos ya su entrada. Lo cual no pareció ingrato espectáculo
a quien iba en la barca, pagándoles Su Majestad con mirar a todas partes, y preguntando a Francisco
Duarte de los edificios que por allí parescían. Llegando al Almenilla, adonde es combatida la ciudad
de las avenidas del río, y por los muros, parescía puesta gran multitud de gente. Descubrióse luego a
Su Majestad el cerro de Santa Brígida, con toda aquella verde montaña que va hasta adelante de
Gelvés, por donde se da principio al Aljarafe, mostrando un paño hermosísimo de verduras con sus
extendidos prados y casas blancas, llevando a la mano siniestra los muros de la ciudad, desde la
puerta de Bibaragel y San Juan, hasta dar en la parte del río que hace las islas enfrente las Cuevas a
mano derecha, donde se desembarcó Su Majestad (…). Allí se embarcó en un barquillo que pedía
poca agua, y se metió por una canal, que hace la isleta y la tierra de la otra parte. Llegó a la barca
que en más agua lo estaba esperando, donde subió; ya iban arredradas dél muchas barcas de
hombres que, con el demasiado deseo, tenían por larga tardanza esperar a la tarde para verlo. Y
pasando la barca por medio de la puente, que para eso se había mandado romper, entró en el compás
de las naos, que tienen lo más hondo del río, las cuales había ordenado Francisco Duarte que se
llegasen a la banda de Triana, todas sencillas, popa con proa, para que, desde la puente hasta la
ermita de Nuestra Señora de los Remedios, fuesen haciendo una hermosa muestra de sus torreados
castillos, espesas jarcias y lustrosos costados. Pasando Su Majestad, comenzaron a disparar todas las
naos, y así se hizo una grande salva, y lo mismo la Torre del Oro, donde estaban trescientos
arcabuceros aprestados, para que disparasen al punto que diese fin la salva de los navíos. La Torre
del Oro estaba limpia por el pie, y ella toda aderezada de banderas y estandartes grandes, con las
armas reales, y una flámula que venía desde la punta alta de la torrecilla (que sube por medio de la
torre) y llegaba dos estados del suelo, que revolando por el aire daba hermosa muestra de las colores
Deja el viajero la Sevilla teresiana y pasa el puente de Triana que es como pasar a la
otra orilla cervantina, la de Monipodio.
A los trianeros no los llames sevillanos. Trianeros son y cuando por algún motivo
perentorio se ven obligados a pasar el puente dicen: voy a Sevilla.
No existe en España un puente de hierro más antiguo. Lo terminaron en 1852,
reinando Isabel II, sobre planos de los ingenieros franceses Gustavo Steinacher y
Fernando Bernadet, que para no quebrarse la cabeza se inspiraron en el puente de los
Santos Padres o puente del Carrousel sobre el río Sena, construido en 1834 por el
ingeniero Polonceau y hoy desaparecido.
Antes de este puente existió siempre otro de barcas, a veces varios. El más
antiguo del que se tiene memoria lo construyó el califa almohade Abu Yacub Yusuf,
en 1171: trece barcas amarradas con cadenas que sostenían una pasarela capaz de
soportar el paso de los carros. Este fue el que destruyó el almirante Bonifaz cuando
Fernando III conquistó Sevilla. Después los cristianos lo restauraron y desde entonces
siempre hubo un puente de barcas en este lugar hasta que se hizo el de hierro. En los
documentos municipales continuamente aparecen quejas sobre los reparos que el
puente de barcas demanda y el poco mantenimiento que recibe. En 1641 era
perentoria la «necesidad de quitarle una varca y ponerle otra, ya la tablazón de la
puente tan desigual o desportillada, que ocasiona muchas caydas con riesgo de los
bagajes y daños de las mercaderías[72]».
El viajero advierte que también aquí ha llegado la moda de prender en los hierros
del pasamanos candados con fechas e iniciales en tinta indeleble. Los enamorados
tiran luego la llave al río esperando que su amor dure lo que el candado, o sea, para
siempre. No advierten que el amor es como el propio río de Heráclito (todos los ríos
lo son) y que en eso consiste su encanto, en la moviente provisionalidad de los
sentimientos.
—¿Usted no aprueba lo de poner candados en los puentes?
—Yo en eso no me meto, como en casi nada. Para mí que es una manifestación
más de la tontería que se ha apoderado de la sociedad consumista mientras esa
antigua civilización que hunde sus raíces en Grecia, en Roma, en Bizancio y en la
Sevilla, puerto de las Américas! Aquel sueño de la ciudad próspera favorecida por
¡
la fortuna parecía que no iba a tener fin, pero solo duró un siglo largo. Después,
fatalmente, llegó el amargo despertar. Primero, una terrible epidemia de peste diezmó
a la población. Después sobrevino la decadencia del puerto que ahogó la actividad
comercial. Los nuevos navíos del comercio americano resultaban, por su mayor
calado, impropios para la navegación fluvial, un problema agravado por el hecho de
que la profundidad del cauce del Guadalquivir había menguado. Durante más de cien
años los navíos que remontaban el río aligeraban lastre arrojando piedras por la borda
en los parajes donde tenía menos fondo, lo que acrecentaba el peligro de embarrancar.
—¿Eso hacían? ¡Qué falta de consideración!
—Tan solo aplicaban ese dicho tan español: el que venga detrás que arree.
Esta reiterada práctica acrecentó el problema hasta que llegó un momento en que
el río se tornó peligroso para la navegación y hubo que trasladar a Cádiz la cabecera
de las flotas (1680) y la Casa de Contratación (1717).
Quedó una ciudad nostálgica y ritual, sobrecargada de conventos e iglesias,
cerrada en sí misma, admirable y bella como una gran dama madura ya venida a
menos a la que, tras decenios de lánguida autocomplacencia, ha sucedido,
afortunadamente, esa Sevilla laboriosa, industrial, próspera y dinámica que hoy
asombra al visitante.
—Usted, que la ve con buenos ojos.
—¿Cómo no he de verla? Desde hace tres milenios, Sevilla enamora a cuantos la
visitan. Esta ciudad pertenece, con Florencia, Venecia, Roma, París, Praga, Londres y
alguna más, a la escasa docena de ciudades del mundo que un occidental culto debe
conocer antes de que los bárbaros arramblen con todo.
Los viajeros románticos encontraron a Sevilla femenina. Quizá sea más exacto
afirmar que es hermafrodita, que se basta a sí misma, que copula consigo misma, que
se preña y pare de Sevilla. El turbio y sensual Guadalquivir que la ciñe o traspasa,
según se mire, se transforma en límpido espejo en el que la ciudad se contempla
como el mitológico Narciso, ¡ay, amor!
La tópica y hermética Sevilla está enamorada de Sevilla, incluso encoñada con
Sevilla. Sevilla se siente el ombligo del mundo, suponiendo que perciba el mundo. Al
torero Rafael Gómez Ortega, el Gallo, le comentaron en Santiago de Compostela lo
Los dos amigos pasan cerca de unas ruinas invadidas de árboles y malezas, a la
ribera del río.
—Eso es lo que queda de la famosa fábrica de caviar —dice Paco.
—¿Me tomas el pelo?
—¿Qué pelo, si eres calvo? Lo que te digo es verdad. Coria fue una potente
productora de caviar hasta los años treinta del pasado siglo. En el Guadalquivir
pululaban los sollos, que es como aquí llamaban a los esturiones de la especie
Acipenser naccarii, cuyo caviar no tiene nada que envidiar al iraní.
—Ayer como quien dice —exclama el viajero—. Ahora que lo pienso, en el
capítulo LIV del Quijote hay una referencia al caviar que se comía comúnmente en
España, pero siempre pensé que vendría de fuera en tiempos en que todavía no se
apreciaba como manjar: «Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las yerbas,
pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de
jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo
un manjar negro que dicen que se llama caviar y es hecho de huevos de pescados,
gran despertador de la colambre».
—Pues ya ves —dice Paco—. Cervantes en sus correrías por las ventas de
Andalucía y las casas de la gula de Sevilla debió untar más de una vez sus tostadas
con caviar.
Un gran lector de Cervantes y un gran gourmet y hombre de mundo, el
diplomático y escritor Juan Valera, dice en sus cartas: «Más se asombró el cortesano
que estaba a mi lado en la mesa cuando, al servirnos el caviar, quiso explicarme lo
que aquello era, como manjar para mí desconocido, y yo le dije que en España se
comía y se sabía lo que era el caviar, por lo menos desde el siglo XVII o fines del XVIII,
y que Cervantes habla del caviar en el Don Quijote sin explicar lo que sea, prueba de
que todos los españoles debían conocerle entonces. En efecto, Ricote y Sancho Panza
almuerzan caviar cuando se encuentran una mañana muy cerca de la ínsula
Barataria».
—No me imaginaba yo a Sancho comiendo caviar —reconoce el viajero—. ¿Y
qué pasó para que esa industria de Coria se perdiera?
—Lo de siempre en ese país: el consuetudinario contubernio de incuria, codicia y
pereza. Por un lado la abusiva pesca del esturión, por otro que nadie tuvo en cuenta
que la presa de Alcalá del Río, construida en 1931, impedía que los esturiones
Pasado el río, ya en su margen izquierda, los dos amigos se internan por una
carretera fluvial, si es que tal puede llamarse la carretera del plástico.
—En realidad no se llama del plástico, sino del práctico —precisa Paco—, porque
era el camino habitual del práctico del puerto que ayudaba a subir los barcos evitando
bajíos aguas arriba hasta el puerto de Sevilla.
—No veo que esté muy señalizada.
—Por aquí solo pasan los que la conocen, modestia aparte, pero como te has
empeñado en ceñirte al río…
Pasan los viajeros por el arrozal y por páramos donde no se cría nada, sino
naturaleza libre y yerbajos. En estas inmensas llanuras de aluvión la naturaleza
minimiza al individuo.
—Oye —dice el viajero—. Si tenemos una avería o algún contratiempo, Dios no
lo permita, ¿cuánto tardarían en socorrernos? No encontrarán nuestras huesas dentro
de unos años, dos robinsones muertos de inanición.
Paco aparta por un momento los ojos de los baches.
—No te conocía tan precavido. No, hombre, de vez en cuando pasa alguien —lo
tranquiliza—. Todavía queda gente que vive de las marismas y del río. Poca, pero
alguna queda.
Debe de ser verdad. La carretera discurre a trechos pegada al río y a trechos
distanciada de él. De pronto surge la estampa fantasmal de un barco de considerable
tamaño que parece navegar lento por los matorrales que ocultan la ribera.
—Es como si navegara por tierra. ¡Menuda impresión! —comenta el viajero.
—¿A que gusta? —dice Paco—. Ten en cuenta que el puerto de Sevilla es el
puerto fluvial más grande de Europa y que la nueva esclusa, un poco por encima de
Coria, permite el paso de cargueros de hasta trescientos metros de eslora. La única
limitación es el calado, pero en cuanto draguen el río por aquí puede subir hasta
portacontenedores voluminosos.
Prosiguen un rato por el paisaje de las marismas, entre arboledas intensas que
marcan el curso fluvial.
—Aquí más abajo desemboca el río Guadaíra, que debido a los vertidos de
alpechín de las almazaras antes tenía fama de ser el más contaminado de Europa, lo
que contribuía a que a nuestro río grande lo apodaran a veces Guarralquivir.
—Supongo que ya se habrá resuelto el problema.
—Solo a medias. El Guadalquivir sigue siendo un río muy contaminado. La
contaminación empieza a ser preocupante a partir de Mengíbar.
—¿Pues qué echan al río?
—Toda clase de porquerías. Si analizas el agua contiene cadmio, mercurio,
plomo… hasta cianuro. Y eso que los nuevos sistemas de extracción del aceite casi
han suprimido los vertidos de alpechines que hasta hace pocos años eran muy
frecuentes. Hoy el problema principal son los vertidos de aguas residuales urbanas.
En la cuenca del Guadalquivir solo se tratan la mitad de las aguas fecales. Súmale a
—Por eso se hacen los cauces artificiales o cortas, ¿no? —dice el viajero.
Paco asiente.
—La primera, la Corta Merlina, frente a Coria del Río, se hizo en 1794. Tenía
seiscientos metros de longitud y evitaba un recorrido de diez kilómetros, figúrate.
Desde entonces se han hecho unas cuantas que han reducido el recorrido del río entre
la mar y el puerto de Sevilla que en tiempos fue de ciento veinte kilómetros y ahora
de solo ochenta y si nos atenemos a las más perentorias, entre Sevilla y la boca baja
del brazo Este, de ochenta y un kilómetros a treinta y seis, de los que dos tercios son
cauces artificiales.
—Menudo esfuerzo.
—Y no es el único, porque a las cortas hay que sumar los frecuentes drenajes y
las obras de acondicionamiento del cauce principal. Paralelamente ha habido un
empeño por desecar las marismas que se consideraban un espacio desperdiciado,
improductivo[80].
No me cosas la camisa
que me rajó un almonteño,
que me rajó un almonteño.
No me cosas la camisa
que me rajó un almonteño.
No la laves ni la planches,
guárdala como recuerdo.
Porque ya llegará el día
que yo les diga a mis hijos,
que yo les diga a mis hijos
que me he metido debajo
de mi Virgen del Rocío.
LA CUCHIPANDA DE FELIPE IV
DE TOROS Y RIANCHEROS
Es la hora del almuerzo. Los amigos piden arroz con ánsar y con cangrejos.
Mientras llega el condumio, saborean una cervecita fresca. La conversación gira en
torno al extravagante ciudadano y poeta Fernando Villalón, al que los dos amigos
admiran con reparos.
Era Villalón conde, poeta y ganadero de reses bravas aparte de un hombre vital,
generoso y extravagante, aficionado a la poesía, a la tauromaquia y al espiritismo.
Circula la leyenda de que pretendía crear mediante cruces toros con los ojos verdes.
En realidad lo que intentaba era recuperar la marca de la ganadería Saavedreña
caracterizada por una tonalidad verdosa en el arranque de los cuernos. Su amigo
Rafael el Gallo le dijo: «Usté lo que tie que hacé e sacá toros que no meneen la
cabeza en el capote; y los cuernos déjelos usté en paz».
Villalón es autor de un poema, «Islas del Guadalquivir», que viene ahora muy a
propósito:
PINARES DE ALGAIDA
TE VI EN SANLÚCAR MORIR
A la hora del aperitivo, los amigos, entre cuyas acendradas virtudes no figura la
templanza, se instalan en una terraza del antiguo barrio marinero de Bajo de Guía, en
la desembocadura del río Guadalquivir, con el Parque y Coto de Doñana en la orilla
de enfrente.
—Bajo de Guía no es lo que era —suspira el viajero como si lo lamentara.
En realidad no lamenta que una sucesión de restaurantes y comederos haya
suplantado las modestas casitas de pescadores de una sola planta que se alineaban
frente a la playa. Como hay competencia, las ofertas salen al encuentro del visitante,
algunas incluso redactadas en idiomas guiri, con mayor o menor acierto: Rape a la
marinera, here, taste our rape sailor style.
Espíritus sensibles, los comensales solicitan de entrada una fuente de Penaeus
kerathurus, el crustáceo decápodo macruro nadado comúnmente conocido como
langostino, pescado una hora antes a escasos metros de allí. Para acompañarlo,
naturalmente, les traen una botella de manzanilla fresquita.
—¡Langostinos y manzanilla! —exclama Paco emocionado a la vista de las
viandas.
Esa combinación excelsa les hace olvidar, y hasta perdonar, la irremediable
horterez del decorado, el ladrillo visto, las lámparas de forja estilo remordimiento y
los restos de naufragio dispersos por las paredes y colgando de las vigas del techo.
Es asunto conocido que la manzanilla es tan fiel a su patria que cuando la apartas
tres leguas de ella ya comienza a saber distinto. Los más exigentes connaisseurs
incluso aseveran que sabe distinto si se bebe en el Barrio Alto o en el Bajo, y si se
bebe en la canónica caña (vaso estrecho con el culo pesado y macizo), que si te la
sirven en una copa de jerez, pero eso es ya cogérsela con papel de fumar.
El caso es que el langostino ha tenido sus detractores, generalmente gente pitiminí
que desprecia los condumios universalmente alabados y de este modo subraya su
singularidad. El famoso gastrónomo, y mortal enemigo del ajo, Julio Camba, los
despreciaba por ser «el plato predilecto de las cupletistas principiantas y de los
condenados a muerte». Camba quizá escribía en los tiempos en que el langostino
llegaba mal a Madrid, donde hoy se come el mejor pescado de España.
—¡Langostino! —exclama el viajero mirando uno al trasluz, sostenido entre el
índice y el pulgar con la misma unción que pondría un sacerdote en la consagración
EMBALSES PRINCIPALES
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HERNÁNDEZ, Esteban, Triana en la memoria 1940-1960, edición del autor, Sevilla,
2014.
estaba precedido también por dos columnas famosas, Jaquín y Boaz. <<
sortilegio de la celosa Hera, esposa de Zeus. La señora se la tenía jurada porque era
hijo de su marido, el zascandil Zeus, y de Alcmena, una señora muy decente a la que
Zeus accedió bajo la figura de su marido, el paciente Anfitrión. Para mayor escarnio,
Zeus detuvo el tiempo y alargó cuanto le plugo la tempestuosa noche de amor, hasta
que Alcmena, ya escocida y exhausta, le dijo: «Hijo, Anfitrión, ¿qué te pasa hoy que
te veo constante como el batán del arzobispo de Manila?». (Esto último lo he
imaginado yo, caro lector, en mi afán por completar el relato mitológico sin violentar
las leyes de la lógica). <<
quiere que Hércules y Euristeo fueran amantes y que los trabajos fueran una prueba
de amor. <<
dedicado a Gerión en el que precisaba que el monstruo había nacido en Erytheta, una
cueva junto a las fuentes del río Tarteso, «de raíces argénteas». El poema original se
ha perdido, pero Estrabón da noticias de él. <<
del Bosque del Líbano era de oro fino; la plata no se estimaba en nada en tiempo del
rey Salomón, porque el rey tenía una flota de Tarshish en el mar junto con la flota de
Hiram y, cada tres años, venía la flota de Tarshish, trayendo oro, plata, marfil, monos
y pavos reales». (Reyes, 1, 10, 21-22). «Tarshish comerciaba contigo por la
abundancia de todas sus riquezas; con plata, hierro, estaño y plomo comerciaba en tus
ferias». (Ezequiel, 27, 21). <<
cuatro leguminosas (lenteja, guisante, garbanzo y arveja), y una fibra (lino). (Cfr.
Diamond, 1998, p. 161). <<
Huelva); vetas de estaño (en Sierra Morena). Cuando creció la demanda y resultó que
Tarteso no abastaba el mercado, los fenicios tuvieron que traer el estaño de Galicia y
de las islas Casitérides, las «islas del estaño», es decir, las Británicas. El comercio de
los metales se complementaba con el de otros productos igualmente valiosos,
principalmente pieles, esclavos y esparto. <<
segunda, tercera y hasta cuarta mano sobre Tarteso: para unos dista dos días de
navegación de Cádiz (Éforo en Escimno de Chíos, 161-164) y desde el Guadiana
hasta el comienzo del golfo Tartésico media un día de navegación según Avieno.
Algunos lo sitúan en una isla (Escoliasta de Lycophrón) 613, otros cerca de las
Columnas de Hércules (Polibio en Esteban de Bizancio, quizá en la desembocadura
del río Tarteso, Ora Marítima, 284-290; Pausanias, VI, 19, 3; Esteban de Bizancio) o
en su estuario rodeada por los dos brazos del río (Posidonio en Estrabón, 3, 140 y
148). <<
<<
su crudeza, francamente, se le quitan a uno las ganas de invitar a cenar a nadie. <<
Fuerte del Rey, Jaén), cuyo territorio no excedía de sesenta y tres kilómetros
cuadrados, lo que sugiere que los gastos militares consumirían buena parte del
presupuesto. <<
barbecho. <<
purísima Madre de Dios con aquellas mismas expresiones rústicas e insolentes que ha
inventado el amor profano y la licenciosidad del vulgo… hay feria abierta en donde
lo que más se comercia es el libertinaje y las palabras deshonestas… hay impuros
movimientos y bailes desconcertados delante de las mismas sagradas imágenes que
adornan con este fin con ramos, flores, luces y buenas alhajas». José Martínez de
Mazas, Memorial sobre el culto que se da a algunos santos en el obispado de Jaén,
manuscrito de la biblioteca de la Casa de la Cultura de Jaén, pp. 142-143. <<
trabajan las de plata los hay que sin ser profesionales extraen en tres días un talento
de Eubea. Toda la mina está llena de polvo de plata condensado que emite destellos.
Por ello es de admirar la naturaleza de la región y la laboriosidad de los hombres que
allí trabajan. Al principio cualquier particular, aunque no fuese un experto, se
entregaba a la explotación de las minas y obtenía cuantiosas riquezas, debido a la
excelente predisposición y abundancia de la tierra argentífera. Luego ya, cuando los
romanos se adueñaron de Iberia, itálicos en gran número llenaron las minas y
obtenían inmensas riquezas por su afán de lucro. Pues comprando gran cantidad de
esclavos los ponen en manos de los capataces. Y estos, abriendo bocas en muchos
puntos y excavando la tierra en profundidad, estadios y estadios, y trabajando en
galerías trazadas al sesgo y formando recodos en forma muy variada, hacen aflorar la
mena desde las entrañas de la tierra a la superficie, lo que les proporciona cuantiosas
ganancias». (Diodoro Sículo, Bibliotheca Historica, V, 36-38). <<
y Westfalia, que explotaba la mina de Los Palazuelos observó que una indígena usaba
como piedra de lavar el relieve de los mineros y se la compró por unas perras. Hoy
está en el Deutsches Bergbau-Museum de Bochum (Alemania). <<
la provincia de Jaén, 1913, pp. 763 y ss., véanse las fotos en color. <<
solo arqueológicos sino también escritos. Un geógrafo árabe que visitó la ciudad
escribe: «En el interior mismo de Jaén brotan fuentes de agua, y así se ve un
abundante manantial de agua dulce cubierto de una bóveda de albañilería que data de
la Antigüedad. Se vierte en una gran fuente que abastece varios baños». Enumera los
baños en el texto que sigue: «El Hammam-al-Tawr (termas y baños del toro), que
tiene una estatuita de un toro en mármol, el Hammam-ben-tarafa, el Hammam-ben-
Ishac, cuyo sobrante de aguas sirve para regar grandes extensiones de terreno… Entre
las fuentes de Jaén también se puede citar la llamada Ain-al-Balat, que está recubierta
de una sala abovedada de construcción antigua, cuyo caudal nunca disminuye,
alimenta los baños conocidos con el nombre de Hammam Husein y el sobrante
también sirve para regar una amplia extensión de terreno. Otra fuente es Ain-Satrun».
(Luis González López, El jaenero Al-Gazal, B.I.E.J., número 6, pp. 27-29). La
información procede del libro del Levi-Provenzal, La Péninsule Iberique au Moyen
Age, Leiden, 1938, en el que se traduce el texto árabe Ar-Rawd al-Mitar, obra del
geógrafo Al-Himyarí. <<
director técnico del Circuito Nacional de Firmes Especiales, a petición del ministro
de Fomento leemos: «El día 18 de agosto a las 8 de la tarde un camión de grandes
dimensiones marca Federal, cargado con seis toros de lidia en sus correspondientes
jaulas, conducido por el chófer Valentín Villazón Rodríguez, al que acompañaban tres
más para auxiliarle en las operaciones de encierro, carga y descarga, en el momento
de entrar en el puente colgante de Mengíbar sobre el río Guadalquivir, en el km 310
de la carretera de Bailén a Málaga, rompió las viguetas de madera que sostienen el
piso del puente y cayó al río, matándose tres hombres de los cuatro que ocupaban el
camión». <<
Era. En sus proximidades quedan además restos de un antiguo batán o molino fluvial
que movía unos enormes mazos con cuya percusión se suavizaba la lana. <<
la integración del río en la ciudad con recorridos cívicos por la ribera seguidos de la
correspondiente denuncia porque «hay sitios con mucho forraje, maleza y ramas
caídas de los árboles que están invadiendo la poca zona por donde se puede pasar».
(«Marcha para integrar el río Guadalquivir», Jaén, 13 de julio de 2015). <<
Úbeda, licenciado don Gabriel Pérez Perucho, leemos: «La Ciudad dixo que mediante
a traficarse ya en carreteras madera de todas especies de Sierra Segura, lo que a
estado prohibido desde que Su Magestad fue servido mandar se conduxese de quenta
de la Real Armada a la ziudad de Sevilla para la fábrica de los tabacos, en cuya
atención, y hallandose esta Ziudad en la antiquada posesión de que sus vezinos
puedan echar y llevar envarcada dicha madera por los ríos Guadalquiviz y
Guadalimar libremente en fuerza de Reales Ejecutorias y Privilexios que para ello
tienen, por lo que acordó se escriba al Sr. Marqués de Villa Nueba, secretario de Su
Magestad y del despacho universal, y demás señores ministros que conbendan sobre
lo rreferido, para en su vista usar del derecho y posesión expresados, para lo que
nombra por sus comisarios a los dichos señores don Tomás Afán de Rivera y don
Rodrigo Joseph de Orozco sus veinte y quatros». Pocos años después, en 1748,
durante el reinado de Fernando VI, se promulgaron nuevas demarcaciones
administrativas en las Ordenanzas Generales de Montes, entre ellas la de la Provincia
Marítima de Segura (1751) con cinco subdelegaciones en Segura, Cazorla,
Villanueva, Santisteban y Alcaraz. <<
que no se sienten bien tratados y reflejados en la obra del británico (…). Como señala
la bibliotecaria local: “Los alpujarreños jamás comen cabezas de pollo como dice el
libro, porque eso no se lo come nadie por aquí”. Antonio Ortega, otro lugareño de
Órgiva, opina que “el libro no refleja cómo es la gente de por aquí. Los alpujarreños
somos muy hospitalarios y no vamos engañando a la gente” (…). Antonio Gallego,
gerente de la Imprenta Gallego de Órgiva, confirma el malestar de algunos lugareños
del pueblo con la obra de Stewart, hasta tal punto que renunciaron a editarlo en
español. “Chris se puso en contacto con nosotros para la edición española de Entre
limones, pero había mucha gente de Órgiva ofendida y no queríamos enemistarnos
con los vecinos del pueblo (…). A algunos lugareños les han molestado las cosas que
se decían de ellos en el libro, sobre todo a las personas ‘antiguas’ del pueblo —
explica—. Cristóbal ha contado su experiencia en el pueblo y es buena gente, y creo
que muchas de las cosas que cuenta son inventadas para hacer más atractivo el
libro”». (Juan Luis Tapia, «Entre limones amargos», Ideal, 22 de octubre de 2014). El
alcalde de Órgiva, Adolfo Martín Padia, parece ser de la misma opinión: «El retrato
de los personajes me pareció regular, regular. Denota un poco de desconocimiento de
la realidad orgiveña y alpujarreña. Su autor es un señor muy educado, pero no está
muy integrado en el pueblo». (Nuria Barrios, «De Genesis al cortijo», El País, 14 de
junio de 2007). <<
muy leal ciudad de Sevilla a la C. R. M. del Rey don Felipe N. S., 1570. <<
tipo de jabón es cien por cien natural, sin ningún tipo de sosa cáustica ni potasa. <<
Copiadas en Sevilla, año 1698, fol.195, Biblioteca Capitular Colombina, 84-7-19. <<