Está en la página 1de 305

En

este nuevo libro, Juan Eslava Galán invita a los lectores a acompañarle en un viaje
extraordinario a lo largo del río Guadalquivir y sus tres milenios de historia. Un
periplo repleto de vivencias, paisajes y, sobre todo, testimonios de todas las
civilizaciones que se asentaron en sus riberas. Porque el Guadalquivir forma, junto
con el Rin y con el Danubio, el trío de ríos culturales que forjaron la historia de
Europa. En él florecieron el histórico Tarteso, quizá trasunto de la mítica Atlántida, la
provincia romana de la Bética que daba emperadores a Roma, la Córdoba califal que
un día deslumbró a occidente y la Sevilla que fue sucesivamente capital de imperios
bereberes, emporio comercial en el prerrenacimiento europeo y puerto exclusivo del
comercio americano.
Querido lector, disfrute de la aventura que se abre en estas páginas, con el deseo de
que su viaje, como el de Kavafis, esté lleno de experiencias.

ebookelo.com - Página 2
Juan Eslava Galán

Viaje por el Guadalquivir y su


historia
De los orígenes de Tarteso al esplendor del oro de América y los
pueblos de sus riberas

ePub r2.0
Titivillus 23.05.2019

ebookelo.com - Página 3
Título original: Viaje por el Guadalquivir y su historia
Juan Eslava Galán, 2016

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

ebookelo.com - Página 4
A la memoria de Olga Bertomeu,
alma grande a orillas del Guadalquivir.

ebookelo.com - Página 5
PRÓLOGO

Decía mi buen amigo Néstor Luján que un libro de viajes debe ser como un pisto, el
maridaje de distintos elementos que concurren en una impresión sensorial para el
comensal, en este caso el lector.
En lo que atañe al Guadalquivir el pisto requiere unas páginas de explicación
previa sobre el origen de la receta antes de que el viajero que escribe y el lector que
lo acompaña se aventuren en los seiscientos y pico kilómetros de su curso fluvial y en
sus tres milenios de historia.
El Guadalquivir forma, junto con el Rin y con el Danubio, el trío de ríos
culturales que configuran el devenir de Europa. En sus riberas florecieron el histórico
Tarteso, quizá trasunto de la mítica Atlántida, la provincia romana de la Bética que
daba emperadores a Roma, la Córdoba califal, que un día deslumbró a Occidente, y la
Sevilla que fue sucesivamente capital de los imperios bereberes, emporio comercial
en el prerrenacimiento europeo y puerto exclusivo del comercio americano.
En este libro, junto a la cultura y al devenir humano, el viajero recorrerá en el
Guadalquivir el medio natural más potente de Europa: nace el río en la sierra de
Cazorla, el bosque más denso del continente, y va a morir en el coto de Doñana la
mayor reserva de biosfera de Europa y una de las primeras del mundo.
Esta era la receta. Buen provecho y que el viaje, como el de Kavafis, esté lleno de
experiencias.

ebookelo.com - Página 6
CAPÍTULO 1

QUE TRATA DEL DESCUBRIMIENTO


DEL GUADALQUIVIR

Hace algunos años asistí a una charla sobre los descubrimientos de miembros de la
Royal Geographical Society en África. Por los labios del erudito conferenciante
desfilaban lagos, ríos, montañas, cordilleras, desiertos descubiertos por este o aquel
explorador en tal año y en tales circunstancias. No le quedó un rincón del continente
africano por descubrir. En el turno del público un estudiante negro, o subsahariano
como ahora se dice, levantó la mano y dijo:
—Quisiera precisar, en el mismo orden de cosas, que mi bisabuelo Mnomgo
descubrió el puente de Londres en 1896.
En la intervención del bantú había, como se ve, una crítica a la tradición
eurocéntrica de la Historia, la misma que nos permite afirmar que Colón descubrió
América el 12 de octubre de 1492 y Vasco Núñez de Balboa el Océano Pacífico el 25
de septiembre de 1513.
Incidiendo en el mismo pecado eurocéntrico, del que, a nuestro juicio, no hay por
qué arrepentirse, nos preguntamos: ¿cuándo y quién descubrió el Guadalquivir?
Al igual que América y que el océano Pacífico, el Guadalquivir existía desde la
formación de la Tierra o, si queremos ser precisos, desde que se creó la depresión
bética en el Neógeno (entre fines del periodo terciario y a lo largo del cuaternario).
Al igual que América y que el Pacífico, las riberas del Guadalquivir estaban
pobladas por indígenas más o menos felices, pero ¿quién y cuándo colocó en la
Historia al río grande ( al-w di al-kab r)?
Dicho de otro modo, ¿quién lo mencionó por primera vez y legó el conocimiento
de su existencia a las generaciones posteriores, a nosotros, a usted que lee y a este
que escribe?
No tenemos una fecha ni un nombre a los que podamos acudir con absoluta
certeza, pero seguramente no andamos muy alejados de la verdad si decimos que al
Guadalquivir debieron descubrirlo los fenicios en torno al año 1000 antes de nuestra
era, quizá en competencia con los micénicos.
Fenicios fueron, en efecto, los primeros exploradores históricos que llegaron al
sur de Andalucía, y como venían en busca de metales y eran excelentes navegantes
hay que concluir que remontarían el Guadalquivir, que es un río además de navegable
de raíces argénteas[1], o dicho más llanamente, que en su nacimiento abunda la plata

ebookelo.com - Página 7
(y otros metales). No obstante, con ser los inventores del alfabeto, los fenicios no
dejaron ningún testimonio de ese descubrimiento que haya llegado hasta nosotros (los
romanos destruyeron casi todo lo que les olía a púnico).
Las primeras noticias históricas de la existencia del Guadalquivir corresponden a
sus competidores los griegos, que unos tres siglos después se apropiaron del mérito
de haber descubierto aquellas tierras.
Cuenta el historiador Heródoto que un mercader jonio llamado Coleo de Samos,
que hacía la ruta entre Grecia y Egipto, se vio sorprendido por una borrasca. Durante
seis días con sus noches la frágil nave estuvo a merced de los vientos afeliotas.
Cuando la tormenta amainó, Coleo descubrió con asombro que habían rebasado las
Columnas de Hércules (el estrecho de Gibraltar), las dos montañas que señalaban los
confines del mundo.
Acabamos de decir que los fenicios precedieron a los griegos en la exploración de
estos confines. Seguramente ellos erigieron un templo a su dios Melkart en el
estrecho de Gibraltar, en el que realizaban sacrificios propiciatorios para asegurarse
una feliz navegación. Los dos pilares de bronce, de unos ocho metros de altura, que
solían franquear la entrada de los templos fenicios (por influencia de los pilonos de
los templos egipcios[2]), son las que más tarde darían lugar a la denominación
«Columnas de Melkart» que los griegos transformaron en «Columnas de Hércules».
Las Columnas de Hércules eran Calpe (actual Gibraltar) y Abila (actual monte
Musa, en Marruecos). Los griegos creían que África y Europa habían estado unidas
por una cordillera hasta que su héroe Hércules, famoso por su fuerza y por sus
trabajos, separó estas montañas permitiendo que las aguas del océano irrumpieran en
la cuenca que hoy conocemos como mar Mediterráneo (Pomponio Mela, Corografía,
15, 27[3]). Como casi siempre, el mito y la poesía se adelantan a la ciencia porque, en
efecto, «en su formación, el valle del Guadalquivir es un territorio liberado
tectónicamente de África, regalo de las fuerzas telúricas a Europa[4]».
¿Qué había venido a hacer Hércules en este confín del mundo?
Hércules, temprano practicante de la violencia de género, había asesinado en un
pronto a su esposa, a dos de sus hijos y a dos sobrinos[5]. Cinco muertos en una
tacada. Como penitencia por tan horrible crimen, la sibila de Delfos, una adivina a la
que los griegos acudían para conocer el futuro y la voluntad de los dioses, lo condenó
a realizar los doce trabajos que le encomendara Euristeo, su peor enemigo[6].
Hércules peregrinó al ignoto Occidente para realizar dos de esos trabajos: robar
los bueyes de Gerión y sustraer las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides,
que aseguraban la inmortalidad a su poseedor. Dos empresas nada fáciles porque
Gerión era un gigante con tres cuerpos que resultó complicado de matar y las
manzanas estaban vigiladas por tres ninfas celosas y un diligente dragón[7].
Regresemos a Coleo de Samos, al que dejamos perplejo frente a la costa
andaluza, contemplando aquella invitadora franja verde y arbolada, con playas de
doradas arenas bajo un limpio cielo azul. En alguna parte de aquella costa estaba el

ebookelo.com - Página 8
jardín de las manzanas doradas, o sea, la inmortalidad, pero, por otra parte, para
llegar a él había que arrostrar el peligro de enfrentarse con gigantes como Gerión y
con el temible dragón que vigilaba el huerto.
Ambicioso pero cauto, aquí tenemos a Coleo indeciso entre regresar a su mundo
cotidiano, el griego, o arriesgarse a explorar este mundo nuevo que hasta ese
momento solo existía en el mito.
Quizá la necesidad pudo más que la tentación. Una nave tan baqueteada por la
tormenta necesitaba reparaciones, y su tripulación agua y descanso. Coleo decidió
desembarcar en la tierra ignota.
Imaginemos una trirreme griega embarrancando en una playa de finas arenas
doradas. Para sorpresa de Coleo aquella tierra está poblada por unos nativos
hospitalarios e ingenuos que a cambio de la pacotilla griega que lleva a bordo le
llenan la bodega de plata, cobre y estaño.
Imaginemos la escena tantas veces repetida a lo largo de la historia: el ávido
mercader pregunta al indígena por la procedencia de la preciada mercadería y el
indígena le indica por señas un lugar tierra adentro al tiempo que pronuncia la mágica
palabra: Tarteso, como suena en griego ( ), o Tarshish ( ) como
suena en el hebreo de la Biblia .[8]

¿Qué era Tarteso? Probablemente un reino de imprecisos límites sucesor de las


culturas megalítica y argárica florecidas en la zona. Si ese reino se articulaba en torno
al Guadalquivir, como parece, es razonable suponer que ese fuera el nombre del río.

ebookelo.com - Página 9
CAPÍTULO 2

UN BREVE INCISO SOBRE LAS


CIVILIZACIONES FLUVIALES

Desde mediados del siglo XIX existe cierta contienda entre geógrafos deterministas

y posibilistas sobre el papel de ciertos ríos en el nacimiento de sociedades civilizadas.


La lista, breve y sustanciosa, incluye corrientes fluviales como el Tigris, Éufrates,
Nilo, Indo, Ganges en la India y los ríos Huang He (Amarillo) y Yangtsé (Azul) en
China, a las que, chovinistas como somos, podríamos añadir, con todo derecho, el
Guadalquivir.
Las civilizaciones fluviales no florecen en cualquier parte sino entre los veinte y
cuarenta grados de latitud norte, en ríos que atraviesan tierras fértiles y que permiten
con sus aguas regadíos y buenas cosechas.
En estos valles fluviales se establecieron durante el Neolítico concentraciones
humanas que domesticaron las plantas y animales de la zona creando la agricultura y
la ganadería. Esa economía que origina excedentes permite la formación de una
sociedad jerarquizada con un poder político centralizado.
Contemplemos más de cerca el proceso. Los llamados «cultivos fundadores», los
básicos en la alimentación humana, procedentes de Mesopotamia (ríos Tigris y
Éufrates), han colonizado el mundo[9]. De allí (o de sus vecindades) proceden el trigo
y la cebada, la oveja y el cerdo, «un paquete biológico poderoso y equilibrado para la
producción intensiva de alimentos[10]». Cuando se sumaron la vaca y el buey (hacia
el 6000 a. C.), se obtuvo, además, un poderoso auxiliar de tiro para transporte y
arado.
El cultivo de la tierra y la cría de animales resultaron la mar de provechosos: en el
territorio donde antes subsistían, con estrecheces, cien cazadores-recolectores, los
nuevos sembrados alimentaban a diez mil agricultores y, si la cosecha era buena,
todavía quedaban excedentes para simiente y trueque.
La población crecía al ritmo de los alimentos. De un modo paulatino, en un
proceso que duró miles de años[11], la humanidad se reconvirtió de cazadora-
recolectora en agricultora-ganadera.
Los agricultores desplazaron a los cazadores-recolectores debido a su mayor
potencia demográfica[12].
La vida del agricultor es trabajosa. Tiene que arrancar las malas hierbas, arar el
campo, sembrarlo, quizá regarlo. Llegado el momento, debe cosechar y guardar el

ebookelo.com - Página 10
grano reservando la simiente necesaria para la siembra del año siguiente y algunos
excedentes en previsión de malas cosechas…
El agricultor desarrolla el sentido de la propiedad de la tierra que labra y trabaja.
Asentado en un lugar fijo, preferentemente alto, desde el que pueda vigilar los
cultivos, y cercano a un río o a un manantial, el antiguo nómada se convierte en
sedentario. De la agrupación de agricultores para la mutua ayuda y defensa nacen
poblados permanentes con sus zonas comunales, sus zonas residenciales y sus
cementerios. La vida en comunidad acelera la evolución técnica y social.
Un cuadro feliz, sin duda. Se acabaron las hambrunas estacionales y el ir de un
lado a otro como feriantes, aquellas forzadas trashumancias de los cazadores-
recolectores.
Un gran avance.
Sí, un gran avance, pero al menos la horda de cazadores-recolectores estaba
socialmente nivelada por la propia precariedad de su existencia. Al convertirse en
agricultora y ganadera la sociedad produce excedentes que permiten alimentar a
individuos no directamente productivos, pero necesarios (burócratas y guardias
protectores). Lo malo es que la producción de excedentes también favorece la
especulación (acaparar recursos, negociar con ellos), y pronto surgen las diferencias
sociales entre pobres y ricos, explotadores y explotados.
No es la única complicación del nuevo sistema. El agricultor vive en un
sobresalto constante. Ahora tiene que trabajar de sol a sol, siempre pendiente de si
llueve o no, y a la postre todo su esfuerzo puede malograrse en un momento si los
nómadas (los cazadores-recolectores que aún no se han convertido a la agricultura) le
saquean el granero o le roban el rebaño. El agricultor necesita protección y esta se
convierte pronto en objeto de trueque.
¿Qué clase de trueque?
El único posible: ponerse bajo la protección de un poderoso (lo que a la larga
pudiera convertirse en una lacra mayor que la que vino a remediar). Así nace la
institución clientelar, todavía vigente en muchas sociedades actuales. El débil se
somete a la tutela del fuerte a cambio de obedecerlo y pagarle su protección en
trabajo o en productos. Por la ley de la mera fuerza bruta, el matón de la horda se
promociona a jefe del poblado (régulo, cacique, caudillo, padrino o capo[13]). Los
matones se erigen en gobernantes y administran el granero comunal (o dicho en
términos económicos, los excedentes de riqueza, las plusvalías), lo que les permite
adquirir los bienes de prestigio propios de su estatus privilegiado (en la Antigüedad,
vestidos, armas, objetos de metal, cerámica de importación, y más recientemente,
yates, chalets, coches deportivos, ligues de lujo, etc.).
Del régulo que comenzó de matón procede, en última instancia, una institución
tan venerable como la monarquía hereditaria.

ebookelo.com - Página 11
CAPÍTULO 3

EN EL QUE RETOMAMOS LA HISTORIA


DE COLEO DE SAMOS Y LA TIERRA DE
LOS METALES BAÑADA POR EL
GUADALQUIVIR

Coleo de Samos regresó a su país con la nave cargada de metales y la noticia de la


existencia de un territorio llamado Tarteso, rico en toda clase de metales, oro, plata,
plomo, pirita, estaño y hierro, una tierra cubierta de árboles frutales y de espesos
yerbazales en los que pastaban manadas de bueyes de pingües lomos (para los
griegos, habitantes de una tierra pobre, en la que las cabras se daban mejor que los
bóvidos, la posesión de bueyes era sinónimo de riqueza).
—Pero ¿no hacían hecatombes, o sea, sacrificios de cien bueyes?
—Eso era en ocasiones señaladísimas, una raya en el agua, porque por lo demás
nunca salieron de pobres hasta que emigraron a Asia Menor, a Sicilia y a las otras
colonias mediterráneas.
«Los habitantes de Focea (colonia griega de Asia Menor) fueron los primeros
griegos que llevaron a cabo navegaciones lejanas —escribe Heródoto—. Amistaron
con Argantonio, el rey de Tarteso que reinó ochenta años y vivió ciento veinte.
Ganaron de tal forma su amistad que los invitó a dejar Jonia para establecerse en su
país». Además, cuando le contaron que los persas los amenazaban, les financió las
murallas de su ciudad.
Aquí se agrega a la leyenda el rey tartesio Argantonio (¿670 al 550 a. C.?),
prototipo de monarca generoso, rico, feliz, pacífico y longevo. Argantonio pudo bien
no ser una persona sino una dinastía. La raíz indoeuropea de ese nombre alude al
«hombre de la plata», clara referencia al producto tartésico que fascinaba a los
fenicios y a los griegos.
El reino de Argantonio resultó ser un paraíso para los mercaderes y prospectores
llegados de tierras pobres. La impresión perdura en tiempos de Estrabón: «Las orillas
del Betis son las más pobladas; el río es navegable en unos dos mil doscientos
estadios (más de doscientos kilómetros), desde el mar hasta Córdoba, e incluso hasta
algo más arriba. Las tierras están cultivadas con gran esmero, tanto las ribereñas
como las de sus breves islas. Además, para recreo de la vista, la región presenta
arboledas y plantaciones de todas clases admirablemente cuidadas. Hasta Híspalis

ebookelo.com - Página 12
pueden subir navíos de gran tamaño; hasta Ilipa (Alcalá del Río), solo los pequeños.
Para llegar a Córdoba es preciso usar unos barcos de ribera, hoy hechos de piezas
ensambladas, pero que los antiguos construían con un solo tronco. Más arriba de
Cástulo el río deja de ser navegable. Varias cadenas montañosas y pródigas en
metales siguen la orilla septentrional del río aproximándose a él unas veces más, otras
menos (Sierra Morena, que lo acompaña hasta Córdoba). En las comarcas de Ilipa y
Sesábon, tanto la antigua como la moderna, existe gran cantidad de plata. Cerca de
las llamadas Kótinai nace cobre y también oro. Cuando se sube por la corriente del
río, estas montañas se extienden a la izquierda, mientras que a la derecha se dilata una
grande y elevada llanura, fértil, cubierta de grandes arboledas y buena para pastos (las
actuales vegas del Guadalquivir) (…). La Turdetania es maravillosamente fértil;
produce toda clase de frutos y muy abundantes; la exportación duplica estos bienes,
porque los frutos restantes se venden con facilidad a los numerosos barcos de
comercio. Esto se halla favorecido por sus corrientes fluviales» (Estrabón, 3, 2, 3-4).
Hemos mencionado más arriba a las grandes civilizaciones fluviales del Fértil
Creciente, las que surgieron en las riberas de Mesopotamia y Egipto. El desarrollo de
estas civilizaciones va estrechamente unido al descubrimiento de los metales: primero
el cobre y después su aleación con el estaño que da el bronce. El problema era que en
aquellas tierras escaseaban los metales, en particular el estaño.
Ocurría como hoy: los países desarrollados no tienen petróleo y los que lo tienen
(Oriente Medio, África) son tan subdesarrollados que no sabrían qué hacer con él si
no se lo compraran los ricos.
La escasez de metales en el Fértil Creciente estimuló a los navegantes griegos y
fenicios para que vinieran a buscar esos metales a Tarteso[14]. En la Biblia aparece
como el lugar lejano al que navegan las naves de Tiro para obtener los metales
empleados en la construcción del Templo de Jerusalén, y por extensión a todo lugar
remoto y rico en mercaderías.
La arqueología confirma ese intenso comercio fenicio con la costa andaluza y el
valle del Guadalquivir. Entre los años 1000 y 600 a. C., año arriba, año abajo, los
fenicios fundaron numerosas colonias en las costas andaluzas: Gades, Malaka, Sexi,
Abdera (es decir: Cádiz, Málaga, Almuñécar, Adra en Almería) y una serie de
factorías o fábricas cuya lista se va ampliando a medida que progresan los hallazgos
arqueológicos (Aljaraque, Toscanos, Morro de las Mezquitillas, Guadalhorce…). Por
lo general se trataba de pequeños poblados situados junto a la desembocadura de un
río. Estos enclaves cumplían la triple función de servir de atracadero y base a los
navíos de carga, de fábrica de algunos productos y de centro de almacenamiento y
distribución.
Probablemente Tarteso nunca pasó de ser una asociación de régulos o caudillos
locales en torno a una dinastía más fuerte que representaba a la colectividad ante los
fenicios.

ebookelo.com - Página 13
Los fenicios no explotaban directamente las minas. Se limitaban a suministrar a
los jefes indígenas la tecnología necesaria y a monopolizar el comercio del metal
extraído. La compañía tartésica, si podemos llamarla así, coordinaba la explotación
de las minas y colocaba el metal en los lugares donde este se intercambiaba por
productos fenicios.
Apurando el símil petrolero, podríamos equiparar la aristocracia de Tarteso a los
nuevos ricos de los países petrolíferos, esos jeques que no saben ya en qué gastar sus
fabulosas ganancias y que en el espacio de una generación han pasado de la vida
frugal e incómoda de la jaima a la ostentación de palacios; esos jeques que se han
apeado del apestoso y bamboleante camello para repantigarse en limusinas de lujo y
matar el tiempo en cruceros de placer a bordo de magníficos yates.
Estos patanes encumbrados por el azar de la historia se parecen bastante a los
aristócratas tartesios que posiblemente habitaban en viviendas modestas, poco más
que chozas (lo que explicaría que no se haya encontrado una gran ciudad tartésica, ni
siquiera una arquitectura digna de tal nombre), pero por hallazgos como el tesoro del
Carambolo (Sevilla) sabemos que atesoraban kilos de preciosas joyas (petos, collares,
brazaletes, pendientes…) y se hacían importar lujosas vajillas orientales (jarros
cincelados, páteras, objetos exóticos, adornos de marfil) desde los mejores talleres
chipriotas.
Como los chinos del todo a cien, Fenicia comerciaba en objetos pequeños y
valiosos producidos en serie y fáciles de transportar: tejidos, joyas, perfumes,
adornos, amuletos, vajilla, figuritas de marfil, huevos de avestruz y otra exótica
pacotilla. Con estos productos inundaron los mercados allá donde encontraron
metales con los que comerciar. No intentaban ser originales, ni les importaba
armonizar los más dispares estilos creando una especie de kitsch que debió de ser
muy apreciado por sus clientelas indígenas. Se limitaban a fabricar aceptables
imitaciones de todo producto griego, mesopotámico, egipcio, chipriota o de Asia
Menor que se vendiera bien. Por eso sus mercaderías no son fáciles de clasificar y
producen quebraderos de cabeza a los museos.

ebookelo.com - Página 14
CAPÍTULO 4

EL FIN DE TARTESO

Después de brillar durante siglos, de pronto, en el siglo V a. C., en el espacio de

muy pocos años, Tarteso se desvanece y no se vuelve a mencionar.


¿Qué sucedió para que desapareciera de pronto por el escotillón de la historia?
Schulten supuso que los púnicos (cartagineses más concretamente) la arrasaron.
¿Por qué motivo? Los fenicios habían arribado a sus costas siglos atrás como meros
clientes interesados en los metales, pero después monopolizaron abusivamente el
comercio y la industria de Tarteso. Quizá el rey Argantonio, molesto por tanta
intromisión fenicia, empezó a coquetear con los griegos, los competidores de los
fenicios, lo que desencadenó su perdición.
Esta explicación se puso de moda hace un siglo, cuando el filósofo e historiador
Oswald Spengler formuló su teoría de la catástrofe como justificación de la
decadencia de los imperios. El caso de Troya, arrasada por los griegos, o de la
talasocracia cretense, supuestamente destruida por un maremoto, parecía suficiente
probanza. ¿Por qué no pensar que el repentino ocaso de Tarteso se debió a su
destrucción por los fenicios o por los primos de estos, los cartagineses?
La realidad parece menos dramática: Tarteso se esfumó porque se quedó sin
mercados. Así de sencillo. En el año 573 a. C. los asirios conquistaron la ciudad
fenicia de Tiro, la principal cliente de Tarteso. Como consecuencia de esta pérdida, el
comercio tirio sufrió un colapso transitorio que los avispados griegos foceos
aprovecharon para apoderarse de la cartera de clientes fenicia-tartesia y derivar el
estaño de las islas británicas por la ruta del Ródano-Saona hacia Marsella, su gran
emporio comercial[15].
Cuando se acabó el negocio, la sociedad minera tartésica se disolvió y cada socio
tiró por su lado. No se volvió a hablar de Tarteso. En su lugar quedó un
conglomerado de caudillos locales en una región llamada Turdetania, más rica,
próspera y culta que sus vecinas, porque el que tuvo retuvo.
A partir de entonces no hablamos de tartesios sino de iberos.
Cuando Cartago, la sucursal africana de Tiro, reaccionó y tomó el relevo de los
fenicios, se encontró con que los griegos se habían alzado con la parte más
sustanciosa del negocio.
¿Iban a consentirlo? Desde luego que no. Griegos y cartagineses llegaron a las
manos en la sonada batalla naval de Alalia (535 a. C.), después de la cual

ebookelo.com - Página 15
establecieron sus respectivas zonas de influencia: los griegos comerciarían con el
norte de la península y los cartagineses con levante y el sur.
Hacia el año 500 a. C., los cartagineses recuperaron sin contemplaciones los
mercados de la península después de bajar los humos a los caudillos y reyezuelos que
habían aprovechado el eclipse fenicio para comerciar por su cuenta.
Corrían tiempos revueltos. Todo el mundo quería medrar a costa de los metales.
Las minas de Sierra Morena se fortificaban. A lo largo de las rutas de transporte del
mineral, Guadalquivir abajo, se construían recintos fortificados y torres de vigilancia.
Como antaño sus abuelos tartesios, los caudillos ibéricos locales querían sacar tajada
de la riqueza que brotaba de sus tierras o simplemente viajaba por ellas. Eso explica
que encontremos vajillas de lujo en poblados miserables como Castellones de Ceal,
sobre el Guadiana Menor: los régulos que controlaban las rutas de salida de los
metales hacia la costa cobraban en especie el derecho de paso.

ebookelo.com - Página 16
CAPÍTULO 5

BUSCANDO TARTESO

Los griegos mencionan un estado o una región, nunca una ciudad. ¿Dónde estuvo la
ciudad de Tarteso, suponiendo que estuviera en alguna parte?
En los siglos XIX y XX se sucedieron sensacionales descubrimientos arqueológicos
en Mesopotamia (Nínive, Uruk, Susa, Ur y Larsa). La arqueología daba frutos
impresionantes. Schliemann encontró la legendaria ciudad de Troya, la de los poemas
homéricos; Evans desenterró los palacios minoicos de la legendaria Creta; Carter
encontró la tumba intacta de Tutankamon… Estimulado por estos ejemplos un
obstinado arqueólogo alemán, Adolf Schulten, que se vanagloriaba de haber
descubierto Numancia (que ya llevaba tiempo descubierta por arqueólogos
españoles), se creyó predestinado a encontrar Tarteso, la fabulosa capital del rey
Argantonio.
Suponía Schulten que la ciudad tenía que yacer sepultada en algún lugar cercano
a la desembocadura del Guadalquivir. Entre 1923 y 1925 excavó, sin resultado, en el
coto de Doñana. Cansado de hacer agujeros sin más ganancia que alguna ocasional
trufa, tuvo que darse por vencido: Tarteso había desaparecido como si se la hubiera
tragado la tierra. Ni rastro de la ciudad ni de sus gentes[16]. El frustrado arqueólogo
murió sin resolver el enigma al que había consagrado buena parte de su vida.
Tarteso no apareció porque probablemente nunca existió tal ciudad. Lo que los
autores antiguos mencionan con ese nombre es un reino, una región y sobre todo un
río cercano a Cádiz, un río «de raíces argénteas» (el Guadalquivir que discurre al pie
de Sierra Morena, rica en plata). Solo Avieno, un autor tardío, de finales del siglo IV
menciona en su Ora Marítima una ciudad llamada Tarteso, cuando ya hacía varias
generaciones que se había extinguido[17].
Algunos historiadores sugieren que la leyenda platónica de la Atlántida se inspira
en Tarteso. El hecho es que existen ciertas similitudes entre la mítica Atlántida y la
histórica Tarteso: la situación, en el extremo de las Columnas de Hércules, o en una
isla en medio del océano (Escoliasta de la Ilíada, VIII, 479); las fabulosas riquezas en
metales y productos agrícolas, la intensa actividad comercial, el templo central con
dos fuentes de agua, caliente una y fría la otra (en la Atlántida sería el santuario
dedicado a Poseidón; en Tarteso el santuario gaditano de Hércules). El mar de barro
que amenazaba a los navegantes que se arriesgaban en aguas atlántidas podría aludir
a las barras arenosas de la desembocadura del Guadalquivir, que tantos naufragios
han provocado. Además, la Atlántida parece corresponder a una cultura del bronce

ebookelo.com - Página 17
que coincidiría con la de Tarteso y los tartesios (Gerión y compañía) que aparecen en
los mitos griegos como gigantes.
Las similitudes no solo se encuentran en el mito. La capital atlántida
extrañamente diseñada en forma de anillos concéntricos de agua y tierra podría
parecer producto de la viva imaginación de Platón, si no fuera porque a las afueras de
Jaén, en el paraje de Marroquíes Bajos, se han encontrado vestigios de un poblado
formado por anillos concéntricos de tierra y canales de agua. ¿Pudo reflejarse esa
imagen tartésica tan en el interior de Andalucía? Sin duda pudo. Tengamos en cuenta
que el Guadalquivir era un río navegable hasta más allá de Córdoba, que una calzada
discurría paralela al curso fluvial y que las tierras del Alto Guadalquivir eran muy
ricas en metales.

ebookelo.com - Página 18
CAPÍTULO 6

LAS VÍAS DEL GUADALQUIVIR

El Guadalquivir no es solo un río, también es un camino a lo largo del cual viajan


personas y mercaderías, una corriente de influencias por la que culturas orientales
más desarrolladas fecundaron estas tierras que se han llamado sucesivamente Tarteso,
Turdetania-Oretania, la Bética y Andalucía.
Desde al menos el siglo VI a. C. existió un camino de comunicación por el que los
metales de Sierra Morena se transportaban a sus embarcaderos en las colonias griegas
de Levante: Akra Leuké (Alicante), Alonis (Villajoyosa) y Hemeroscopio (Denia).
Este camino, llamado Vía Heraclea, se prolongaba por el curso del Guadalquivir y
enlazaba con la ciudad oretana de Cástulo, con Obulco (Porcuna), Kart Iuba
(Córdoba) y Spalis (Sevilla).
Un ramal de esa vía, llamado de los Cartagineses, salía cerca de Santisteban del
Puerto (Venta de San Andrés) y remontaba los ríos Guadalimar y Mundo para
dirigirse al emporio púnico de Qart Hadasht (que los romanos llamarían Carthago
Nova y nosotros llamamos Cartagena) a través de la actual provincia de Murcia.
Seguramente es el camino que siguió Escipión en el 208 a. C. para llevar sus tropas
desde Carthago Nova a la cabecera del Guadalquivir cuando derrotó a Asdrúbal en
Baécula, actual Santo Tomé, junto al Guadalquivir.
Los romanos aprovecharon la Vía Heraclea para implantar sobre ella su Vía
Augusta, la principal arteria romana que unía la Bética con Roma a lo largo del
Guadalquivir.
El viajero que recorría una calzada romana encontraba una piedra miliar
numerada cada 1470 metros. Si iba provisto del itinerario (equivalente a nuestro
mapa de carreteras), podía calcular la distancia hasta la siguiente venta (mansio).
Los excelentes ingenieros romanos no se arredraban por las dificultades técnicas.
Abordaban con éxito puentes, acueductos, pantanos, sistemas de irrigación, puertos e
incluso complejos sistemas de drenaje para desecar zonas pantanosas. La propia
administración financiaba las obras donde era menester. Todavía causan pasmo obras
como el puente de Alcántara (Cáceres), el acueducto de Segovia y el faro de La
Coruña o Torre de Hércules.
Conocemos con cierta precisión el trazado de la Vía Augusta. Nacía en Cádiz
(Gades, Cadix) y discurría por Portus Gaditanus (El Puerto de Santa María), Rotea
(Rota), Ugia (Utrera), Orippo (Dos Hermanas), Híspalis (Sevilla), Carmo (Carmona);
Obucla (La Monclova, cerca de Fuentes de Andalucía), Colonia Augusta Firma

ebookelo.com - Página 19
Astigi (Écija), Corduba (Córdoba), Isturgi (Los Villares, cerca de Andújar, donde
cruzaba el Guadalquivir); Iliturgi (Mengíbar); Mentesa Oretana (Villanueva de la
Fuente, en la provincia de Ciudad Real), para enlazar con el Mediterráneo y seguir la
costa hasta Tarraco (Tarragona) y a través de Campo Juncario (La Junquera) hasta
Narbo Martius (Narbona) donde enlazaba con la Vía Domitia, que bordeaba la costa
del sur de la Galia hasta Roma[18].
La otra vía del Guadalquivir era la fluvial, el propio río. Recordemos lo que nos
decía Estrabón unas páginas más arriba: «El río es navegable en unos dos mil
doscientos estadios (más de doscientos kilómetros), desde el mar hasta Córdoba, y
algo más arriba… Hasta Híspalis pueden subir navíos de gran tamaño; hasta Ilipa
(Alcalá del Río), solo los pequeños. Para llegar a Córdoba es preciso usar unos barcos
de ribera, hoy hechos de piezas ensambladas, pero que los antiguos construían con un
solo tronco. Más arriba de Cástulo el río deja de ser navegable».

Vías romanas en el Guadalquivir.

ebookelo.com - Página 20
CAPÍTULO 7

EN EL QUE INDAGAMOS SOBRE LAS


FUENTES DEL GUADALQUIVIR

Durante siglos los exploradores y los geógrafos intentaron resolver el misterio de


las fuentes del Nilo. ¿Procedía de las nieves de Kilimanjaro o fluía desde el lago
Tanganika? Dos miembros de la Royal Geographical Society, Richard Burton y John
H. Speke, organizaron una expedición en 1857 para despejar esa incógnita. Después
de muchos trabajos llegaron a la conclusión de que el Nilo nace del lago Victoria (así
bautizado en honor de la reina) que vierte sus aguas en las cataratas Ripon.
Sobre el nacimiento del Guadalquivir, con ser un río mucho más modesto, tan
solo seiscientos cincuenta kilómetros, no estamos tan seguros. Los que pasamos por
la escuela antes de que el cataclismo de la Logse prescindiera de los conocimientos
más básicos, aprendíamos que el Guadalquivir nace en la sierra de Cazorla (Jaén),
pero existen otras opiniones.
Los geógrafos romanos Polibio y Escimno creían que el curso alto del Betis era el
que hoy consideramos su afluente, el Guadalimar-Guadalmena, que nace en la sierra
de Alcaraz (Albacete). Este sería el origen del Guadalquivir, en efecto, si lo
consideramos desde un criterio meramente geológico, pero si seguimos un criterio
hidrográfico, le daremos la razón a Plinio el Viejo, que identifica su cauce con el que
hoy consideramos su afluente Guadiana Menor, un río nacido de la confluencia de los
arroyos Barbata y Fardes en la Sierra Seca (Huéscar, Granada[19]). De esta misma
opinión eran los geógrafos árabes[20].
—Y la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir, ¿qué opina?
—Tan alta autoridad hidrográfica hace tiempo que sentenció que el cauce alto del
Guadalquivir es el Guadiana Menor.
—Entonces ¿por qué nos han enseñado que nacía en Cazorla?
—Por una cuestión geopolítica, querido amigo. Remontémonos a 1225. En su
estrategia para conquistar Andalucía, Fernando III necesitaba controlar los puertos
andaluces, especialmente Almería y Algeciras, que eran la puerta abierta a las
invasiones africanas. Para ello tenía que conquistar simultáneamente las dos vías
naturales de la región, el valle del Guadalquivir que conduce a Algeciras y el curso
del Guadiana Menor y Hoya de Baza que llevan a Almería. Consciente Fernando de
que no disponía de las fuerzas necesarias para progresar en las dos direcciones,

ebookelo.com - Página 21
delegó en el arzobispo de Toledo (tan rico en recursos y tropas como el propio rey) la
empresa más cumplidera: progresar por el Guadiana Menor hasta Almería.
—¿Y qué ocurrió?
—Fernando III cumplió su parte conquistando el valle del Guadalquivir en
veinticinco años, pero el prelado no consiguió pasar de Quesada. Esta circunstancia
favoreció la creación de un último reino musulmán en Granada, dentro de fronteras
naturales seguras, y abierto a los auxilios africanos, una contrariedad que prolongaría
la Reconquista por espacio de otros dos siglos y medio.
—Bien, pero sigo sin entender por qué el Guadalquivir tiene que nacer en Cazorla
si en realidad nace donde el Guadiana Menor.
—Por una cuestión de prestigio, querido amigo: el poderoso arzobispo de Toledo,
dueño de esta región (el Adelantamiento de Cazorla), decidió que el acreditado
Guadalquivir naciera en sus tierras. «Por mis cojones que va a nacer aquí», declaró el
prelado, «y que nadie me lleve la contraria porque le meto una excomunión que
tiembla el misterio».
Ni siquiera consintió que se considerara a los vecinos ríos Aguamulas y Borosa,
que aportan al curso alto más aguas que el cazorleño, ya que los dos nacían en la
vecina sierra de Segura perteneciente a la Orden de Santiago[21].
El viajero no tiene más remedio que resignarse a la evidencia: el Guadalquivir
lleva siglos naciendo en la sierra de Cazorla, y de nada valdría argumentar ahora que
más bien nace en la de Huéscar.
El caso es que el viajero se había ilusionado con la perspectiva de comenzar su
viaje por Huéscar, el municipio granadino pegado a las provincias de Albacete y Jaén
que declaró la guerra a Dinamarca en 1809 (y solo firmó las paces en 1981). Se había
encariñado con la idea de catar una fuente de chuletillas de la excelente oveja
segureña que allí crían y darse luego un garbeo por las solitarias y melancólicas obras
faraónicas e interrumpidas sine die del canal de Carlos III, ilustre precedente del
canal Tajo-Segura.
—¿Un canal tan antiguo?
—Y aún más. El ambicioso proyecto data de los tiempos de Felipe II. Se arbitraba
llevar las aguas de estas tierras a la sedienta huerta murciana. Iniciadas las obras en
1633, se abandonaron repetidamente hasta que por fin Carlos III, el benefactor, se
tomó en serio el proyecto… para abandonarlo poco después. Hoy quedan enormes
excavaciones que el tiempo no ha conseguido todavía colmatar: la presa en el
nacimiento del río Guardal, el puente de las Ánimas, las cuevas del Canal y los
gigantescos pilares que debían sostener el acueducto.
Aprovechando el mismo paseo, el viajero quería contemplar las gigantescas
secuoyas (setenta y cinco metros de altura) que crecen en el paraje de la Losa. Es
fama que las plantó Wellington, el general británico que derrotó a los franceses en la
guerra de la Independencia y a Napoleón en Waterloo. De hecho empezaron a
llamarlas «welintonias» y ahora han acabado en «mariantonias»: cinco personas no

ebookelo.com - Página 22
bastan para abrazar el tronco. Las secuoyas (en sus dos especies, Sequoiadendron
giganteum y Sequoia sempervirens) son los árboles más altos del planeta.
En fin, el viajero se resignó a cambiar Huéscar por Cazorla. Otra vez será.

Las secuoyas de Huéscar.

ebookelo.com - Página 23
CAPÍTULO 8

EN EL QUE NUESTRO INTRÉPIDO


VIAJERO INICIA SU PASEO POR EL RÍO
GRANDE

El lugar donde finalmente hemos acordado considerar nacimiento del Guadalquivir


está enclavado en el Parque Natural de Cazorla, Segura y Las Villas, el bosque más
extenso de Europa, más de doscientas mil hectáreas de parajes de inigualable belleza
habitadas por especies únicas como la violeta de Cazorla, la lagartija de Valverde, un
narciso que presume de ser el más pequeño del mundo y una particular planta
carnívora.
Llega el viajero a Cazorla declinando el día y lo primero que hace es buscarse
albergue en el decente hostal que le permiten sus limitados ingresos, tras lo cual sale
a darse un garbeo por el pueblo.
Antigua cabecera del distrito militar frente al moro, Cazorla cuenta con dos
castillos: el de la Yedra o de las Cuatro Esquinas, en el propio pueblo; el de las Cinco
Esquinas, volado en un cerro desde el que domina un dilatado paisaje. Después de
visitar la fuente de las Cadenas y las ruinas de la iglesia de Santa María (siglo XVI), el
viajero cena con apetito el afamado rin-ran (una deliciosa ensalada de bacalao,
pimientos, patatas y aceitunas) en un establecimiento en el que no puede faltar el
canónico televisor de plasma de lo menos 120 pulgadas desde el que el telediario
ameniza la comida de los comensales presentándoles a todo color imágenes de la
casquería humana producida por el último bombardeo de la guerra siria. Cambia el
tercio y aparece un joven político descamisado en el acto de prometer que si lo
votamos se dejará la piel en el desempeño de su cargo.
—Todos prometen lo mismo, con la misma manida metáfora: dejarse la piel —
comenta en voz alta el viajero.
—¿Y no lo cumplen?
—Seguramente sí, porque cuando se dejan la piel, al verse tan desnudos, lo
primero que hacen es forrarse.
Terminada la cena, se retira a dormir, lo que hace con la beatitud de los que tienen
la conciencia más o menos tranquila.
Con las banderas del día nuestro viajero se levanta y tras asearse minuciosamente
y exonerar el vientre, la sana rutina que aconseja su edad ya tirando a provecta, se
echa a la calle en pos de un desayuno abacial: tostadas de pan recién horneado

ebookelo.com - Página 24
regadas de aceite picual, picantillo, un balde de café con leche y un zumo de naranja.
Repuesto en su ánimo, el viajero atiende a la misión que se ha encomendado: asistir
al nacimiento del Guadalquivir. Para ello se dirige a un joven y culto municipal que
hace su ronda por la plaza Vieja.
—No tiene pérdida —responde el urbano—. Coja usted la carretera de la Iruela y
pasado el puerto de Las Palomas entre centenarios pinos laricios y negrales, sin que
falten fresnos, arces y majuelos, verá usted un cartel que lo dirige al poblado del
Vadillo. Pase usted el puente de las Herrerías hasta la Cañada de las Fuentes, así
llamada porque en ella se juntan las aguas de varios arroyos que triscan desde las
montañas, el Teatinos, el de Juan Fría y otros. No se me extravíe en las choperas
alamedas por las que se enredan rosales silvestres y al pasar por el puente de las
Herrerías sepa usted que lo edificaron los caballeros de Isabel la Católica en una sola
noche.
—¿Y eso?
—Salió la reina de Córdoba con su ejército a Baza y Guadix para preparar la
conquista de Granada y al llegar al barranco el río venía tan crecido que no se podía
pasar. Acamparon para pasar la noche y mientras la reina dormía los caballeros
hicieron el puente. Con un par.
El viajero agradece la lección y toma su utilitario camino del lugar indicado. Deja
atrás La Iruela con su encumbrado castillo pretendidamente templario y sus ruinas, y
llega a la Cañada de las Fuentes, una espaciosa hondonada tapizada de verdes prados
y ribeteada de espesa arboleda, un paraíso para el excursionista y para el amante de la
naturaleza: aires sanos y puros, cielos azules en los que acaso vea volar al majestuoso
quebrantahuesos (Gypaetus barbatus o buitre barbado) recién introducido en la zona.
El camino del viajero discurre entre frondosos bosques de pinos en los que
conviven la cabra montés, el ciervo y el jabalí, así como muflones, que pueden
contemplarse en el Parque Cinegético Collado del Almendral.
Mientras se deleita con el paisaje, el viajero va rememorando los versos
guadalquivires de Machado que resuenan en su memoria con la voz bronca y tierna
de Fernando Fernán Gómez, al que una vez se los oyó recitar:

¡Guadalquivir!
Te vi en Cazorla nacer;
hoy, en Sanlúcar morir.
Un borbollón de agua clara,
debajo de un pino verde,
eras tú, ¡qué bien sonabas!
Como yo, cerca del mar,
río de barro salobre,
¿sueñas con tu manantial?[22]

ebookelo.com - Página 25
El borbollón de agua clara nace al pie de una roca formidable, a más de mil
trescientos metros de altitud. En medio de esa indómita naturaleza un desventurado
prócer que con su mejor voluntad creía servir a la cultura perpetró la barrabasada de
profanar la noble roca parietal con una lápida de mármol enmarcada a la antigua que
contiene un soneto de los hermanos Álvarez Quintero:

¡Detente aquí, viajero! Entre estas peñas


nace el que es y será rey de los ríos.
Entre pinos gigantes y bravíos
que arrullan su nacer y ásperas breñas.
Él reflejó otro tiempo las enseñas,
las armas, los corceles y atavíos
de razas imperiosas cuyos bríos
postráronse en sus márgenes risueñas.
Él se ensancha entre olivos y trigales,
cruza pueblos de hechizo y de poesía
y al mar corre a rendirle sus cristales.
Mas como lleva sal de Andalucía
sus aguas vuelven a las del mar iguales
para llegar más lejos todavía.
Y así van sus caudales.
Triunfante en el seno de las olas
a las playas de América española.

O sea, por si no fuera suficientemente malo, encima le añaden un estrambote.


Viejo truco el de firmar un adefesio a medias para eludir responsabilidades.
Piensa el viajero que el Guadalquivir no será tan importante como los otros ríos
civilizadores antes citados, Éufrates, Nilo y toda la pesca, pero sin duda los aventaja
en versos, unos buenos y otros no tan buenos como las muestras arriba indicadas. De
hecho, este río arrastra tantos versos en su caudal que al pasar por Sevilla hay días en
que los versos atoran los puentes y hay que llamar a los bomberos para que los
desatasquen.
En estas alturas el Guadalquivir es todavía un río pequeño de cristalinas aguas
que discurre entre pintorescos senderos por la cerrada Picón del Rey, las cascadas de
Arroyo Amarillo y la cerrada de los Cierzos. Un río tan entrañable es también
engañoso. El Guadalquivir cuando dice aquí estoy es temible. Como casi todos los
ríos españoles tiene carácter torrencial, y dependiendo de las lluvias su caudal varía
de uno a mil, desde crecidas máximas de seis mil metros cúbicos por segundo a
estiajes de solo unos metros cúbicos por segundo.
Por Vadillo Serrería era antes un río prematuramente contaminado, cuando allí
había un aserradero de pinos donde la Renfe hacía sus traviesas de ferrocarril. Hoy,
afortunadamente, las sustituyeron por las de hormigón y cerraron la serrería, por lo
que las aguas bajan todavía limpias. Con la adición de mil arroyos cristalinos el
Guadalquivir, todavía quince metros de ancho, endereza su camino entre la espesa

ebookelo.com - Página 26
arboleda hacia el pantano de El Tranco de Beas (1944), de quinientos hectómetros
cúbicos de capacidad y una cuenca de quinientos dieciocho kilómetros cuadrados,
con su islita central sobre la que se yerguen los románticos muros del castillo de
Bujaraiza. El pantano está enclavado en un evocador paisaje kárstico con numerosos
manantiales y comunidades climácicas de coníferas y frondosas.
El pantano del Tranco de Beas es el primero de los casi sesenta con los que
cuentan el Guadalquivir y sus afluentes. Al final de verano acuden muchos visitantes
a su entorno para asistir a la berrea, o sea a la competición de los ciervos machos por
el control y reproducción de la manada. Dado que se trata de una experiencia singular
permítanme que me explaye en ella y le dedique un capítulo.

Cornamenta de ciervos en la Torre del Vinagre.

ebookelo.com - Página 27
CAPÍTULO 9

SERENATA CON REYERTA A ORILLAS


DEL GUADALQUIVIR

Hace unos años la agrupación «El Pino Mustio, sociedad andrófila y recreativa», a
la cual pertenece el viajero en calidad de socio fundador, organizó un viaje de estudio
con objeto de asistir a una berrea en las riberas del Tranco, próximas a la Torre del
Vinagre. El viajero accedió porque el evento acaecía no lejos del santuario de la
Virgen de Tíscar, en Quesada, lo que le permitiría asistir, en la misma tacada, a unos
cursillos de espiritualidad.
La experiencia de la berrea es singular. Por carriles infames, pedregosos y llenos
de baches, se internaron en la entraña del pinar en varios vehículos todoterreno que
aparcaron en un altozano calvero desde el que se dominaban muchos kilómetros de
pinar, algo del Guadalquivir, y las aguas quietas del pantano. Allí pasaron varias
horas, quizá más, con el oído tendido, escuchando, en sacramental silencio, la
dramática berrea de los ciervos en celo, un patético certamen coral de berridos
enronquecedores que emiten los machos ocultos en aquellas frondas con la esperanza
de merecer los favores de alguna hembra compasiva que se haga cargo de sus genes.
Parece, por lo que el viajero tenía oído, que la hembra se entrega preferentemente
al macho que exhiba la cuerna más desarrollada y el vozarrón más potente.
—¿Y al que no sea macho alfa? —bisbiseó el viajero en aquella ocasión.
—¡A ese que lo zurzan! —le respondió desabrido uno de sus acompañantes.
—¡Chist! —le riñó otro—. ¡Aquí no se habla!
Entre los asistentes a la berrea el silencio es obligatorio, como en los conciertos
de música clásica y en las cartujas de San Bruno.
En aquella ocasión, y como complemento de la berrea, los miembros de la
asociación visitaron el cercano Centro de Interpretación y Museo de la Caza de la
Torre del Vinagre, donde admiraron las cabezas de dos ciervos, auténticos machos
alfa, que enzarzados en duelo trabaron sus cornamentas de tal manera que después no
pudieron separarlas y murieron de inanición. A la vista del desastre, la hembra objeto
de la disputa aceptó las galanterías de un tercer ciervo menos belicoso que rondaba el
lugar por si caía algo. ¡Lecciones de paciencia y perseverancia que imparte la
naturaleza!
La contemplación del aquel traumatizante accidente viril le trae al viajero a la
memoria el caso, igualmente aleccionador, de la rana arborícola gris de las selvas

ebookelo.com - Página 28
caribeñas. En esta especie anfibia, el macho atrae a la hembra por medio de enérgicas
serenatas a la luz de la luna. La rana hembra sabe que cuanto más vigoroso sea el
canto, más fortaleza genética transmitirá a su progenie el macho canoro. Por lo tanto
solo se entregará al que exhiba el vozarrón más potente. Esa feroz competencia forma
parte del orden natural[23]. Lo malo es que la serenata nocturna atrae también al
murciélago Trachops cirrhosus, un gourmet voraz cuyo bocado favorito es
precisamente la rana gris. A menudo llega el murciélago y trunca bruscamente la
serenata antes de que la ranita y el rano viril hayan consumado el himeneo. Entonces
la joven viuda, con tremendo sentido práctico, se entrega al rano que quedó finalista.
Tener uno en reserva es una cautela históricamente atestiguada que incluso tiene su
reflejo en la copla española[24].
Como profano, el viajero debe admitir que la experiencia de la berrea le pareció
desagradable y aburrida, aunque a los entendidos les resulta de lo más emocionante.
Al viajero le gustan los bosques y la naturaleza en estado salvaje, con sus
incomodidades y sus picaduras de insectos, pero, puesto a escoger, prefiere la
excursión diurna sin mugidos lastimeros, sintiendo solo el piar de la alegre pajarería,
el zumbido del abejorro, la brisa en las ramas o el mero silencio vegetal, orgánico, de
la verde biosfera. ¡Ah, la concordancia con la naturaleza: comerse a la sombra de un
pino, las agujas clavándose en el culo, una tortilla de patatas con hormigas o un filete
de ternera empanado, echar la siesta con el sombrero sobre los ojos y una briznita de
hierba en la comisura de los labios! Y, para completar la bucólica estampa, una mujer
al lado que se ensimisme antes de preguntarle:
—Chati, ¿me quieres como al principio?
—Más.
—¿Cuánto me quieres?
—Veinte arrobas.
Si los ciervos inspiran compasión en la berrea, un tormento que les dura
solamente unos días al año, imagínense el mono humano, que es de celo continuo.
Con estos pensamientos un tanto deprimentes, el viajero aparca en el mirador de
Hornos, panorámica sobre el pantano, donde un grupo de jubilados juega a los bolos
serranos, una modalidad que consiste en lanzar una bola sin pasarse de una línea y
darle al mingo de madera.
—Buen tino tienen ustedes —observa.
—No somos los peores —dice uno ajustándose la gorra de golfista—, pero tenía
usted que ver lo bien que tira mi sobrino, el catalán.
—No sabía que se jugara a esto en Cataluña.
—No señor, allí no se juega —corrobora el hombre—. Si se jugara ya lo habrían
declarado seña de identidad catalana y lo estarían subvencionando. Lo que pasa es
que en verano mi sobrino viene por el pueblo, con los otros limpiaorzas y
vaciacorrales, y se ha aficionado al juego.
—¿Usted gusta de probar? —ofrece otro miembro del dilecto senado.

ebookelo.com - Página 29
El viajero prueba y tira la bola. Falla, naturalmente.
—Bueno. Queden ustedes con Dios, que tengo que seguir el camino —se despide.

ebookelo.com - Página 30
CAPÍTULO 10

BAÉCULA, SANGRE EN LAS AGUAS

Después de pasar el Tranco de Beas, el joven Guadalquivir cambia de dirección,


gira al oeste por la sierra de Las Villas, como si dudara qué rumbo tomar, y
finalmente pasa el Charco del Aceite.
La angostura del valle se ensancha y suaviza sus laderas para acoger los primeros
olivares mientras el río dibuja un arco con rumbo suroeste para pasar por la pedanía
de Mogón, término de Villacarrillo, donde hay una estupenda piscina natural en el río
Aguascebas, la playa de la sierra la llaman.
Está el viajero contemplando cómo discurren las aguas desde la pasarela por la
que ambulan, pacíficas, las ovejas cuando el pescador que estaba echando la caña, un
poco aburrido, se ve, de que no piquen, le dice:
—Le gusta a usted el río, ¿eh? ¡Lo que habrán visto estas aguas! Sepa usted que
en ese cerrete de las cañas estaba escardillando unas collejas mi abuelo cuando dio
con una losa que resultó ser el bajorrelieve ibérico del Señor de los Caballos, la
famosa divinidad equina. Volvió con ella y con las collejas a casa, le gustó a mi
abuela y le hizo que la empotrara en la fachada de su casa, para adornar, donde
acudió gente a verla hasta de Villacarrillo. No duró mucho, porque reconocida como
pieza arqueológica de gran mérito por el ilustrado mogonero o mogonense don
Lisardo Mena, fue rescatada por la autoridad y hoy figura en el Museo Arqueológico
Provincial. Eso fue en 1942, el 21 de junio, el día que entraron los alemanes en
Tobruk.
—A su abuela no le gustaría que se la llevaran —aventura el viajero.
—Ni un pelo, pero el alcalde, que era primo suyo, la conformó con un azulejo de
San Vicente Mártir que tapó el agujero que dejaba la piedra y con una lata de carne de
membrillo de Puente Genil, regalo del señor gobernador civil.
En Villacarrillo comienza el dominio del olivar que acompañará al río hasta más
allá de Córdoba. Hay en Villacarrillo una fábrica de aceite que moltura un año con
otro trece millones de kilos de aceite.
—Será litros —corrige el viajero.
—No señor, kilos. El aceite se cuenta por kilos —corrobora el comunicante—.
Parecen muchos, pero cuando los chinos, que son mil trescientos millones, empiecen
a aliñar sus ensaladas con aceite de oliva, van a resultar pocos kilos.
Aguas abajo, siguiendo el río y los ordenados olivares que acuden a beber en él,
llega el viajero al pueblo de Santo Tomé, en cuya vecindad se riñó la batalla de

ebookelo.com - Página 31
Baécula en el año 208 a. C. El viajero pregunta en el ayuntamiento.
—No señor, todavía no tenemos centro de interpretación de la batalla, aunque en
ello andamos, pero si le interesa aquí tenemos a un municipal que sabe un rato largo
del asunto y puede acompañarlo. Hoy es su día libre pero nos tiene dicho que si
alguien pregunta por la batalla, le avisemos.
El municipal es un joven espigado, Emilio Escañuela, que estudia Historia en la
Universidad a Distancia y recopila fotos antiguas del pueblo.
—¿Quiere usted visitar el campo de batalla? —se ofrece.
—Si se puede…
—Con mucho gusto, pero mejor vamos en mi todoterreno porque hay que meterse
por carriles.
Salen del pueblo en el suzuki y remontan un carril agrícola entre olivos
cenicientos hasta un altozano.
—Aquí es —dice Emilio, deteniendo el coche a la sombra de un olivo—. El cerro
de las Albahacas que describe Tito Livio: «Un cerro coronado por una meseta y
ceñido por atrás por un río y por delante y por los lados por un ribazo abrupto[25]».
—El río es el Guadalquivir, naturalmente —dice el viajero.
—Y su afluente es el río de la Vega también conocido como río de Cazorla.
Se apean y contemplan el paisaje: olivares, cerros de piedra, el surco verde de un
río que lame el pie del promontorio.
—Fue en el año 208 a. C. —dice Emilio—. Aníbal llevaba diez años devastando
Italia y la lucha se eternizaba. Los romanos comprendieron que sería más fácil
derrotarlo si atacaban su base logística y su reserva estratégica, que estaban aquí, en
Iberia. Enviaron un ejército al mando de Publio Cornelio Escipión (más adelante
conocido por el Africano) para que segara la hierba bajo los pies del enemigo.
Escipión se apoderó de Cartagena, que era, a un tiempo, la capital, la base militar y el
arsenal de los cartagineses, con lo cual muchos caudillos y reyezuelos iberos
chaquetearon y se apartaron de los cartagineses para acercarse a Roma. Faltaba
derrotar a los púnicos en una batalla decisiva. Escipión la preparó durante dos años y
finalmente la riñó en estos parajes.
En el silencio del campo suena lejano un tractor que está rastrillando entre los
olivos. El tractorista va desgranando una coplilla, la última de Eurovisión, ajeno al
fragor de la batalla que el viajero cree percibir en el aire fresco de la otoñada.
—Las tropas cartaginesas, al mando de Asdrúbal Barca, hermano menor de
Aníbal, estaban invernando en un buen campamento, en Baécula —prosigue Emilio
—. Cuando Asdrúbal supo que su enemigo se acercaba dispuso su ejército en una
posición privilegiada, en lo alto de una meseta escalonada defendida por barrancos y
el curso fluvial en sus flancos y retaguardia.
—Una sabia disposición —comenta el viajero.
—Lo era. De hecho, Escipión titubeaba porque comprendía que atacar de frente
una posición tan bien defendida era suicida, pero después de dos días de tanteo

ebookelo.com - Página 32
decidió jugárselo a una carta. Existía el peligro de que llegaran otros ejércitos
cartagineses en ayuda de Asdrúbal.
—Como Napoleón en Waterloo —comenta el viajero—. La llegada del refuerzo
prusiano le alteró los planes.
—Algo así. Conocemos los movimientos de la batalla no solo por las fuentes
históricas, sino muy especialmente por las arqueológicas: en el campamento
cartaginés aparecen monedas cartaginesas y los movimientos de la infantería romana
pueden seguirse perfectamente por los clavi caligarii, las características tachuelas de
las sandalias romanas que jalonan la ruta.
—¡Caramba! —exclama el viajero—. ¿Se han conservado después de más de dos
mil años?
—Para sorpresa de los arqueólogos que han encontrado cientos de ellas, como las
miguitas de pan del cuento, para que permitan reconstruir el desarrollo de la batalla
—asiente Emilio—. Aparte de los hallazgos de armas herrumbrosas, conteras de asta,
puntas de flecha o de jabalina y glandes de plomo para las hondas. De todo ello se
deduce que los cartagineses esperaban el tradicional ataque frontal de la legión
romana, pero Escipión los sorprendió con una nueva táctica: infantería ligera en el
centro mientras la infantería pesada rebasaba los flancos para rodear al enemigo
cuando todavía no había acabado de desplegarse. Una táctica algo parecida a la de
Aníbal en Cannas, por cierto: embolsar al enemigo para que no pueda desplegar todas
sus fuerzas adecuadamente.
—¡Cannas, el mayor descalabro de la historia de Roma! —evoca el viajero—. ¿Y
qué ocurrió?
—Asdrúbal dispuso en esa llanada a sus jinetes númidas y a los baleares y
africanos de armamento ligero (Tito Livio, XXVII 18, 7). Los romanos amagaron el
ataque frontal, pero lo acompañaron con dos ataques envolventes por los flancos que
terminaron de enturbiar el dispositivo cartaginés. Cuando empezó la carnicería, el
sorprendido Asdrúbal comprendió que la partida estaba perdida y se replegó
abandonando a su infantería ligera frente al centro romano.
—O sea, perdió la batalla.
—Fue un desastre. Polibio dice que Escipión hizo diez mil prisioneros de a pie y
dos mil jinetes; Livio que murieron ocho mil cartagineses. Deben de ser cifras
exageradas porque Asdrúbal salvó buena parte de sus tropas e impedimenta, así como
a sus elefantes norteafricanos, con los que se dirigió a Italia, atravesando los Pirineos
occidentales y las Galias, para reforzar a su hermano Aníbal.
—Salvado por la campana, entonces —deduce el viajero.
—Era un hombre sin suerte. Los romanos volvieron a derrotarlo a orillas del río
Metauro y esta vez pereció en la batalla.
—¿Y Escipión?
—Se dirigió a Tarraco, la moderna Tarragona, y terminó de conquistar la
península, tras de lo cual cruzó su ejército a África con intención de atacar Cartago.

ebookelo.com - Página 33
Aníbal, alarmado, tuvo que abandonar Italia y le salió al encuentro.
—El resto ya lo sé —dice el viajero—. Se enfrentaron los dos colosos en Zama el
202 a. C., y Escipión derrotó a Aníbal como Wellington a Napoleón.
—Y aquí termina la historia —concluye Emilio.
Pasean por el campo de batalla, mirando el terronal en el que afloran las tachuelas
de las sandalias romanas.
—No sabía que en Baécula hubieran combatido elefantes —comenta el viajero.
—Los elefantes figuraban en los ejércitos cartagineses de la época —explica
Emilio—. Entonces abundaban en el norte de África, desde Túnez hasta Marruecos,
pero los emplearon tanto en la guerra y en los circos que la especie acabó por
extinguirse.
—¿La especie? —Se extraña el viajero—. ¿Es que eran una especie distinta?
—Lo eran. La especie Loxodonta africana, variedad cyclotis, de pequeña alzada
(apenas dos metros y medio). El otro elefante africano, el que vemos en los
zoológicos y en las películas de Tarzán, el de las sabanas de África, es mucho mayor,
hasta 3,40 metros.
Es la hora de comer y el viajero insiste en invitar a su gentil acompañante. Se
encaminan al acreditado mesón Baécula (¿de qué otro modo podría llamarse?) y
piden choto, un plato antiguo y honrado de estas tierras que ahora, con la moda de los
cocineros pitiminí, aparece en la carta (porque la carta ha sustituido al antiguo
recitado) como «nuestra paletilla de choto lechal al aroma de romero con cebollitas
glaseadas y patatas puente nuevo».
—¿Qué son las patatas puente nuevo? —inquiere el viajero.
—Las patatas fritas de toda la vida —informa el camarero.
—Pues venga, y un vino que acompañe bien.
Las paletillas están insuperables, con su hueso en medio que parece pintiparado
para agarrarlo y apurar los últimos recovecos, y la conversación que las acompaña es
de lo más interesante porque Emilio está bastante versado en el tema de los iberos
que un día ocuparon estas tierras.

ebookelo.com - Página 34
CAPÍTULO 11

LOS PRÍNCIPES DEL RÍO

Los poblados iberos constituían verdaderas ciudades-estado con territorio propio del
que obtenían su riqueza agropecuaria y mineral. Cada uno contaba con un número de
caseríos y asentamientos menores, dependientes de él, en los que habitaba una
numerosa población rural.
En los primeros tiempos de los iberos, sobre el siglo VI a. C., algunos núcleos del
valle del Guadalquivir se asentaban en llanos fluviales, cerca de los cultivos y del
agua, pero luego sus habitantes los abandonaron para trasladarse a los cerros vecinos
de fácil defensa, en especial los de meseta plana (oppida). Cuanto más imponente era
la posición del poblado, señoreando el paisaje, visible desde lejos, mayor prestigio
alcanzaba como centro político y administrativo, económico y religioso.
Para el siglo IV a. C. todos los núcleos abiertos habían desaparecido. ¿Es indicio
de inestabilidad social o es que prescindieron de estos poblados de poca monta
porque ya los oppida, los poblados fortificados, producían lo necesario para alimentar
a sus habitantes? Vaya usted a saber.
Entre los iberos, la autoridad se basaba en la fuerza militar, pues tenían que
defenderse tanto de la codicia de los comerciantes púnicos como de las incursiones de
los celtas, sus belicosos vecinos del interior peninsular. Algunos poblados eran
independientes; otros se agrupaban en una especie de miniestado bajo la autoridad de
un príncipe (Cerdubeles, rey de Cástulo; Edeco, rey de los edetanos; Luxinio, rey de
Carmona y de Bardo). No eran, en cualquier caso, poderes estables. El príncipe
Colchas, que en el año 206 a. C. regía veintiocho ciudades, nueve años más tarde solo
dominaba diecisiete (lo que muestra las fluctuaciones del poder).
Los poblados iberos estaban sometidos a una minoría dominante de aristócratas-
guerreros. En algunos lugares dominaría un único príncipe, quizá descendiente de
otro más antiguo al que habían divinizado y suponían protector de la comunidad; en
otros, una coalición de príncipes ligados por un tratado o fides. En este caso es
posible que se repartieran el poder por barrios o manzanas, como las cinco familias
mafiosas de Nueva York (salvando las distancias, claro[26]). Quizá uno de ellos
ostentaba la jefatura del conjunto y se consideraba primus inter pares, el primero
entre sus iguales, como los reyes medievales, quizá rotaban en el poder o se elegían
cada cierto tiempo. No lo sabemos. Lo que está claro es que competían en ostentación
y lujo: carros, caballos, armas, vajillas importadas… Entonces, como hoy, la posesión
de objetos valiosos era signo de poder. Los más importantes se hacían sepultar en

ebookelo.com - Página 35
ricos mausoleos adornados con esculturas o con figuras de animales totémicos, lobos
o leones[27].
A partir del siglo IV a. C. se destruyeron algunos de estos mausoleos. ¿Es que
hubo una revolución? ¿Se rebelaron los humildes contra los poderosos? El caso es
que, a partir de entonces, la riqueza y el poder parecen más repartidos, los humildes
conquistan mayores derechos y el sistema clientelar se mitiga. Se nota la influencia
democratizadora de la cultura griega, que irradia primero a través de los cartagineses
y después de los romanos.
Las fronteras entre poblados iberos —marcadas por arroyos, montes o antiguos
caminos— se vigilaban desde unos diminutos recintos cuadrangulares que los
romanos denominaron «torres de Aníbal». Ante cada recinto se levantaba, al otro
lado de la raya, otro castillo del poblado rival[28]. Eso es lo que pasa cuando gobierna
una aristocracia guerrera. Si preparas la guerra acabas guerreando, y en ese caso la
preparación de la guerra es prioritaria, aparte de que la clase dominante solo justifica
su existencia si el poblado vive bajo una constante amenaza de agresión. Roma
terminó con esas malas vecindades e implantó, más o menos, la pax romana y el
progreso aunque, para alcanzar esa concordia, previamente tuviera que eliminar a
algunos caudillos iberos, celtíberos o celtas.
—Me parece de lo más interesante —comenta el viajero—. Y estas gentes, ¿cómo
vivían?
—Sus poblados no se diferenciaban mucho en su urbanismo de los pueblos
mediterráneos actuales. Calles estrechas, más o menos rectas, adaptadas a la
configuración del terreno y cruzadas por alguna transversal menos importante. Pocos
edificios destacaban sobre la medianía general. La casa más común oscilaba entre los
veinticinco y los cien metros cuadrados construidos. Solía constar de habitación
central, de unos cinco metros de lado, alguna secundaria y un patio, a veces con
porche, todo ello en una sola planta. A veces se añadía un altillo para almacenar
víveres o enseres. El fuego del hogar servía para cocinar, calentar e iluminar la sala
principal, que era, a la vez, cocina, sala de estar y dormitorio. ¿Usted conoce el
Museo Arqueológico Nacional?
—Hace mucho que no lo visito, la verdad.
—En su nueva remodelación ha quedado fantástico. Pues allí verá usted muchos
vasos pintados, especialmente los de Liria, donde aparece el vestido de los iberos.
Les gustaba la sencillez y la comodidad: una túnica de lino con mangas hasta medio
brazo, la de las mujeres hasta los pies y la de los hombres hasta las rodillas. En los
meses fríos se envolvían en una capa de lana (los romanos la llamaron sagum). En
ocasiones especiales, las mujeres se ponían una toca o mantilla que se echaban por la
cabeza sobre una especie de peineta, como la que luce la Dama de Elche.
—¿Y qué me dice de los cultivos? ¿Había tanto olivo como ahora?
—No tanto. En las llanuras fluviales cultivaban cereales y leguminosas; en los
montes, apacentaban sus rebaños. Solo roturaban las llanuras cercanas a los poblados.

ebookelo.com - Página 36
El resto del paisaje lo señoreaba el bosque mediterráneo, encinas, acebuches y
alcornoques. A partir del siglo V a. C., las técnicas de cultivo mejoraron con la
incorporación del arado de reja metálica tirado por bueyes o por mulos, el llamado
arado romano, que ha permanecido inalterado hasta la aparición de arados de hierro
completos a principios del siglo XX.
—Yo he visto arar así casi toda mi vida —apunta el viajero, que hace tiempo pasó
la barrera del medio siglo.
—Ahora afortunadamente los hemos relegado a los museos de artes y costumbres
que estamos haciendo casi en cada pueblo —prosigue Emilio—. Los iberos solían
combinar en sus sembrados cebada vestida (Hordeum vulgare) y trigo desnudo
(Triticum aestivum) que alternaban, en espacios de una o dos cosechas, con distintas
leguminosas: habas (Vicia faba), guisantes (Pisum sativum) o lentejas (Lens
culinaris) especialmente desde que descubrieron su capacidad de generar
nitrógeno[29]. También conocían otros cereales más bastos, la escanda (Triticum
dicoccum), el mijo y la avena. En cuanto a la alimentación, comían cotidianamente
cereales cocidos o molidos en forma de harina gruesa (en gachas o migas), como casi
todos los pueblos de la Antigüedad, hasta que descubrieron la panificación.
—También yo he conocido las migas a diario —dice el viajero—, dado que
provengo de familia de agricultores. ¿Y tenían cerdos y gallinas como nuestros
abuelos?
—Pues sí —prosigue Emilio—. La ganadería era la propia de un país
mediterráneo: caballos, mulos, asnos, ovejas, vacas, cerdos y gallinas. Apreciaban los
ganados que proporcionan productos secundarios (leche, fuerza de trabajo, lana,
estiércol) y solo los sacrificaban cuando eran viejos e improductivos, o excedentes de
rebaño. También cazaban ciervos y jabalíes, conejos y perdices.
—O sea, que seguimos siendo iberos —comenta el viajero.
—Es que aquellos ancestros nuestros mantuvieron cierta cohesión cultural entre
los siglos VI y II a. C., pero a partir de la conquista romana fueron perdiendo su
identidad, costumbres, idioma y escritura, se romanizaron y constituyeron (junto con
los otros pueblos de la península, los celtíberos y los celtas) el sustrato
hispanorromano del que, en última instancia, procedemos los actuales españoles.
Después del arroz con leche del postre regresan a la plaza del Ayuntamiento
donde dejaron aparcado el utilitario del viajero. Antes de despedirse, el viajero toma
nota de la dirección de Emilio, para enviarle cierto libro de fotografías antiguas que
pudiera interesarle.
Vuelto al Guadalquivir, el viajero pone en su autorradio música popular
jiennense, la que antiguamente se cantaba en las fiestas de estos pueblos. Suena la
familiar cancioncilla que reza:

Aparéjame la burra
que voy a vender el gato,

ebookelo.com - Página 37
que me ha dicho mi morena
que le compre unos zapatos
del color de la canela,
y que sean bien baratos.

No le acaba de cuadrar al viajero, que es hombre de experiencias, eso de que la


enamorada prefiera los zapatos baratos a los caros, pero encuentra que la otra variante
de la canción es menos admisible debido a sus connotaciones políticamente
incorrectas:

Aparéjeme la burra
que me voy a vender nabos.
A la mitad del camino
salieron cuatro gitanos,
me quitaron la borrica,
y me dejaron los nabos.
Salieron cuatro monjitas,
todas vestidas de blanco;
salió la madre abadesa:
¿A cómo da usted los nabos?
A peseta los robustos.
No los quiero, que son caros.

Queda atrás el antiguo molino del Duende, relacionado con una truculenta
historia. Había «miedo», como popularmente se llama en estas tierras al fantasma,
seguramente un duende de los que el padre La Peña en su enjundioso libro El ente
dilucidado tiene por aficionados a «juguetes, chocarrerías, y travesuras». Este del
molino era tan retozón que continuamente perpetraba trastadas como atar las colas de
los mulos en las cuadras o hacer la petaca con las sábanas. Hartos de aquel sinvivir, el
molinero y la molinera acordaron abandonar el moledero y trasladarse a otro más
lejano, de la parte de Andújar, que recientemente había quedado vacante. Así lo
hicieron: de buena mañana recogieron su humilde ajuar, que cabía en un carro, y se
encaminaron a su nuevo destino, deseosos de emprender una nueva vida lejos de
aquella molesta presencia. Todavía no habían llegado a Torreperogil, el de los vados
y el buen tintorro, cuando la molinera dijo:
—¡Ay, Pepe, que me parece que nos olvidamos de la sartencilla que estaba
colgada en la chimenea!
—No hay cuidado —sonó la espectral voz del duende— que la traigo yo.
Con la sonrisa que le provoca la evocación de aquella historia, oída de labios de
su padre, el viajero acompaña al Guadalquivir que ya definitivamente abandona las
montañas de su infancia para atemperarse y tornarse un río más ancho y apacible que
discurre entre cañaverales, arboledas y olivos, con aguas menos cristalinas y más
terrosas sobre lechos de limo.

ebookelo.com - Página 38
El viajero llega a Úbeda y se dirige derechamente a la plaza de Vázquez Molina,
que tiene por una de las siete notables que el mundo encierra (las otras están en
Jerusalén, en Venecia, en Florencia, en Salamanca, en Castilla y en Extremadura).
—¿Y qué me dice de la Jemaa el Fna de Marrakech?
—Eso no es una plaza, es un descampado —replica el viajero con el aplomo que
dan la experiencia y el reposado pensamiento—. Una plaza la hacen los edificios del
entorno, cada cual con su estilo, sus vidas y sus evocaciones.
La plaza ubedí tiene forma de ele despejada, aunque disimulan su unidad hileras
de árboles, jardinillos, empedrados diversos y otros accesorios innecesarios. Sin salir
de la plaza, el viajero se hospeda en el Palacio del Deán Ortega, hoy parador de
turismo, con sus dos patios, el primero sobrio, central, doble galería sobre columnas;
el otro, interior y recoleto, casi monjil, con balcones corridos de madera y jardín
íntimo donde, en cerrando los ojos, podríamos soñar la presencia de Melibea.
—Por estas crujías deambuló Pío Baroja en 1930, y ya sabe usted lo poquito que
viajaba don Pío, lo que añade mérito al acontecimiento. También se hospedaron
Hemingway y García Lorca y Jane y Paul Bowles.
Sumemos a esos nombres ilustres el de Antonio Muñoz Molina, que es ubedí,
nacido y criado a un tiro de piedra de aquí; el de Joaquín Sabina, el desgarrado
trovador del asfalto, que también vio la luz en esta ciudad luminosa, y el de San Juan
de la Cruz, el mejor poeta en lengua castellana, que murió aquí en 1591.
El viajero ocupa su habitación, se deleita con una reparadora ducha calentita y
sale a explorar la ciudad. En la propia plaza admira la sobria fachada del Palacio de
las Cadenas, sede del ayuntamiento, el edificio del antiguo pósito, y la iglesia de
Santa María de los Reales Alcázares, que aunque sea renacentista esconde en su seno
muchos tesoros medievales, un claustro y un espacioso templo de cinco naves en el
que recibieron sepultura los linajes que reconquistaron Úbeda al moro y en ella
obtuvieron heredamientos.
Nota el viajero que en Úbeda están presentes a un tiempo, armónicas y
conjuntadas, tres ciudades: la islámica del Alcázar y la muralla (siglos IX-XII), la
mudéjar (siglos XIII-XIV), que refuerza el recinto murado y transforma mezquitas y
palacios, y la plenamente cristiana, rica y poderosa, que incorpora la plenitud del
Renacimiento italiano interpretado a la española.
Úbeda es, con su hermana y vecina Baeza, la capital del Renacimiento en la Alta
Andalucía. Acá encuentra el viajero tantos edificios notables (palacios, iglesias,
conventos) del siglo XVI y aun anteriores, como no encontraría en otras ciudades diez
veces más pobladas. Tanta riqueza edilicia es el resultado de la pugna secular entre
linajes, cabildos y caballeros por superar al rival en munificencia y belleza.
El viajero prosigue su visita por la capilla del Salvador, un macizo edificio en el
que la decoración escultórica de la fachada obra el prodigio de aligerar formas y
acumular armonía y belleza. Solo el interior de esta fábrica, su potente arquitectura,

ebookelo.com - Página 39
su cúpula prodigiosa, sus retablos, sus rejas, situarían la ciudad que los contiene en la
primera línea del interés artístico.
Algún entendido objetará que prefiere comenzar la visita por el Hospital de
Santiago, obra maestra de Andrés de Vandelvira, cuatro airosas torres, capilla,
escalera monumental, sacristía, gran patio central de columnas de mármol de Carrara.
El viajero conviene en que el hospital puede ser una opción válida. En cualquier caso,
si tuviera que escoger solo dos entre los monumentos de Úbeda no vacilaría: el
Salvador y el Hospital de Santiago. Y un paisaje: desde la alta muralla las sierras de
Mágina, al sur, y Cazorla, al este, con la inmensa extensión de olivos y el valle fluvial
por donde discurre, ya río considerable, nuestro Guadalquivir.
El viajero cruza la plaza del Mercado, que aunque perdió en el siglo XIX su
carácter medieval, aún conserva la iglesia de San Pablo y el Ayuntamiento Viejo, con
su doble arcada italiana.
Callejeando por la ciudad antigua, el viajero admira la elaborada ventana en
esquina del Palacio de los Vela de los Cobos, diseño de Andrés de Vandelvira, y su
logia bajo el tejado; la torre manierista del Palacio de los Condes de Guadiana; la
Casa de las Torres, bella portada plateresca y patio renacentista; el Convento de Santa
Clara, con sus dos portadas, barroca una y mudéjar la otra, con sus dos claustros,
renacentista el uno y mudéjar el otro, y con su iglesia gótica.
Cae la noche y el viajero, al que las emociones del día han devuelto el apetito, se
busca un lugar donde cenar y deja para otra visita el resto de la cosecha de iglesias,
conventos y palacios relevantes que la ciudad atesora[30].
Existe en Úbeda una taberna llamada Misa de 12. Veamos, se dice el viajero, si el
tapeo es tan reverente como promete. Encuentra el lugar, se acomoda en la barra y
solicita una cerveza y unas croquetas de bacalao.
El viajero, que es exigente en lo concerniente a la manduca, queda satisfecho
porque la cerveza está fresquita y bien tirada.
—¿Es usted de los que piensan que la cerveza mejora bien tirada, así como el
jamón cuando está bien cortado en laminillas sutiles que lleven algo de tocino?
—Totalmente de acuerdo.
Después de las croquetas de bacalao, que están sabrosas y crujientes, va al
restaurante Antique y toma unas verduritas en tempura que acompaña con un vaso de
honrado vino de Valdepeñas.
El viajero suele ser exigente con la tempura, que debe estar apenas cubierta por
un rebozado crujiente y nada aceitoso, como los nipones aprendieron a prepararlo de
los misioneros jesuitas portugueses en el siglo XVI. Mal pago les dieron porque luego
los crucificaron.
La sombra del editor, que es alargada, se cierne sobre la página del viajero.
—Le recuerdo que el libro va sobre el río Guadalquivir, y usted aprovecha que
está por los cerros de Úbeda y me sale ahora con Japón.

ebookelo.com - Página 40
—Hay una relación directa y muy estrecha entre el Guadalquivir y Japón —
replica el viajero—, como en páginas venideras se demostrará.

ebookelo.com - Página 41
CAPÍTULO 12

NIDO REAL DE GAVILANES

El viajero se retira a descansar sin saciar del todo su apetito, como aconsejaba el
dietista Aulo Cornelio Celso cuando respetuosamente censuraba la glotonería de su
discípulo Nerón. Plures necat gula quam gladius, le decía, o sea, más mata la cena
que la espada. Eso fue antes de que el irascible emperador lo enviara a picar en las
minas de azufre de Hellín.
Tras una noche de sueño reparador, el viajero despierta temprano, como es su
costumbre, y toma de nuevo el camino en dirección a Baeza, la ciudad hermana de
Úbeda.
Baeza se encuentra en alto, rodeada de olivares que descienden a mirarse, allá
lejos, en el Guadalquivir. En Baeza coexisten armónicamente casas de piedra tallada,
de rancio abolengo renacentista, con las típicas encaladas andaluzas, representativas
de la arquitectura popular.
Nada más llegar se le ofrece al viajero, en el dintel de una casona, el lema de la
ciudad:

Soy Baeza la nombrada,


nido real de gavilanes,
tiñen en sangre la espada,
de los moros de Granada,
mis valientes capitanes.

Aquella gente bragada que la conquistó, llegado el momento de dotarla, la alhajó


con una gloriosa corona de notables edificios. Pasear por Baeza es ir de sorpresa en
sorpresa: puertas, muros, rejas, llamadores, todo parece bello y conjuntado, palaciego
y noble.
El viajero, que bien conoce la ciudad de otras visitas, se resigna a solo consignar
lo principal y comienza por la plaza del Pópulo, junto a las Antiguas Carnicerías
(siglo XVI), rico edificio de bella arquitectura que a muchos visitantes les parece
excesivo para carnicería, especialmente al contemplar el escudo de armas de Carlos V
que ocupa media fachada. Tengamos en cuenta que cuando se construyó el consumo
de carne era un privilegio de nobles que podían comprarla por la mañana, recién
sacrificada y libre de impuestos. Los villanos o pecheros solo podían adquirir la carne
sobrante y la casquería por la tarde, a un precio superior, ya gravado con la tasa.

ebookelo.com - Página 42
Haciendo casi esquina con las ilustres carnicerías, el viajero admira la Casa del
Pópulo (Audiencia Civil y Escribanías Públicas), bello edificio plateresco que hoy
alberga la Oficina de Turismo, y a su lado un arco algo adusto que conmemora la
victoria de Villalar (1521), en la que Carlos aplastó a los comuneros de Castilla. Es
casi una advertencia, porque Úbeda y Baeza se caracterizaban por su nobleza
levantisca y contestataria.
En la misma plaza, a un lado donde no estorbe al tráfico, admira el viajero la
fuente de los Leones, construida con esculturas iberorromanas procedentes de las
ruinas de la cercana Cástulo: cuatro leones ibéricos que unen sus traseros para formar
el pedestal de una dama algo maltratada por el tiempo que, según la tradición,
representa a la princesa Himilce, hija del rey de Cástulo, con la que se casó Aníbal
tras su llegada a Hispania hacia el año 221 a. C. El clásico braguetazo, del que el
astuto cartaginés obtuvo mercenarios de pelo en pecho y plata de las abundantes
minas de Sierra Morena, los dos elementos indispensables para la conquista de Italia.
Otra cosa es que fracasara debido a la heroica resistencia de los romanos, o porque se
dio a la buena vida en las whiskerías de Capua, como indican sus detractores.
De la plaza del Pópulo el viajero toma la callecita de arriba y pasa frente al Arco
del Barbudo, donde Jorge Manrique cayó prisionero y solo su tío el obispo lo libró de
la horca.
—¿Manrique el de «nuestras vidas son los ríos»?
—El mismo. Eso que usted cita es un verso de las Coplas a la muerte de su
padre, con la conocida metáfora fluvial que seguramente se inspiró en el curso del
Guadalquivir, un río que el inquieto poeta contemplaría muchas veces en su trasteada
vida.
El viajero tiene oído que Jorge Manrique nació en Segura de la Sierra, no lejos de
las aceptadas fuentes del Guadalquivir. Allí era comendador, por la Orden de
Santiago, el padre del poeta, don Rodrigo Manrique, cuya muerte inspiró la famosa
elegía:

Nuestras vidas son los ríos


que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

ebookelo.com - Página 43
En esta callecita el viajero encuentra la antigua universidad (hoy instituto de
bachillerato). Junto a su armonioso patio renacentista está la clase donde Antonio
Machado enseñaba francés sin excesivo entusiasmo. Prosiguiendo el paseo llega a la
plaza de Santa Cruz, donde se confrontan la iglesia homónima, románica, planta de
tres naves, ábside semicircular y arco visigótico, resto del templo primitivo, y el
Palacio de Jabalquinto, fachada gótico-isabelina del siglo XV, con saledizos en punta
de diamante, mozárabes, escudos y airosas torrecitas esquineras.
Remontando la calle llega el viajero a la plaza de Santa María, con la catedral
renacentista (siglo XVI), obra de Andrés de Vandelvira, por cuyo ventanal entra la
lechuza machadiana a beberse el aceite de Santa María.
Una de las joyas de esta catedral es la custodia del Corpus Christi que puede
admirarse tras un escaparate tragaperras que por la módica aportación de un euro la
ilumina y la hace girar durante un minuto más bien raboncete, o sea, escaso.
—Me ha sabido a poco —se queja el viajero.
—Eche otro euro —le indica el canónigo Melgares, inventor del artilugio.
—Hombre, es que a ese precio… ¡Ni que fuera un peep show!
Al lado de la catedral el visitante contempla las Cancillerías góticas o Casas
Consistoriales (siglo XVI); enfrente, el seminario de San Felipe Neri (1660), severa
portada de sillar con profusión de vítores pintados por antiguos estudiantes, y la
monumental Fuente de Santa María (1564), que representa un triple arco triunfal
romano coronado por atlantes.
El viajero se despide de Baeza reclamado nuevamente por el vecino Guadalquivir
y deja para otra ocasión la visita a la Cárcel y Casa de Justicia (hoy ayuntamiento), un
edificio plateresco (siglo XVI), la Torre de los Aliatares, veinticinco metros de altura,
reloj y campana municipal y las ruinas de la capilla de San Francisco (1538), que ya
presentaban su desastrado aspecto antes de que entre sus venerables muros se
interpretara a Wagner.
Vuelto a la placita donde dejó el coche, entra en la Oficina de Turismo a
informarse sobre el afamado Museo del Aceite. El atento empleado que atiende le
pregunta:
—Supongo que ya habrá visitado las ruinas de Cástulo.
El viajero reconoce que no.
—Hombre, buena parte de la densidad histórica que el Guadalquivir representa es
fruto de la secular exportación de mineral a lo largo del río. Cástulo era el emporio de
la minería. Ya me está usted visitándolo. No está lejos de aquí, la carretera es buena y
el paisaje, el acostumbrado, ordenados olivares que se pierden en el horizonte, en
suaves lomas.

ebookelo.com - Página 44
CAPÍTULO 13

UN PASEO POR CÁSTULO

El viajero sigue las indicaciones viarias y llega a un amplio aparcamiento donde


encuentra cinco coches y un autobús. Pasado el control, ingresa en un moderno centro
de recepción donde un jubiloso grupo de jubilados rodea al guía Camilo Pontones, un
joven arqueólogo de barbita rubia, gafas sin montura y gorra de béisbol.
—¿Podría sumarme al grupo? —solicita nuestro viajero.
—¡Donde se instruyen veintidós se instruyen veintitrés! —opina la señora rubia
de bote y pizpireta, aún usufructuaria de firmes vestigios de pretérita hermosura, que
parece ser la animadora oficiosa del grupo.
Los jubilados lo acogen con alegre camaradería, dado que por su edad pudieran
muy bien ser de la misma quinta, de cuando había mili en España y la juventud
acuartelada aprendía disciplina y paciencia.
Como uno más, nuestro viajero se suma al senecto rebaño que en pos del guía
sube un repechillo y da en un llano.
—Cástulo fue la capital de la Oretania Ibera —explica el joven Camilo—, una
región que abarcaba La Mancha, la mitad superior de la provincia de Jaén y la mitad
izquierda de la de Albacete[31].
—Un buen Hinterland —comenta uno de los oyentes que es catedrático de griego
jubilado.
—Zona de influencia, decimos nosotros en cristiano —corrobora el guía—. Eso
en su época más pujante, claro. No obstante las huellas más antiguas de explotaciones
mineras se remontan a hace tres mil años, cuando surgieron asentamientos mineros en
torno a los filones más superficiales de cobre, plomo y plata. Después acudieron al
olor de la ganancia los avispados prospectores micénicos y fenicios, se activó el
comercio y los metales de esta comarca pudieron llegar a todo el ámbito
mediterráneo. En ese ambiente floreció la Cástulo ibera, que controlaba las minas
más importantes de Sierra Morena y las comunicaciones entre el sur y el levante. Era
tan rica que acuñaba su propia moneda.
—Y con los fenicios llegarían las culturas foráneas —dice el que sabe griego.
—Hemos entrado por aquí —prosigue Camilo, y señala el sector de la puerta
norte de la ciudad—. Como verán, el oppidum de Cástulo ocupaba el extremo de una
amplia terraza en forma de barco defendida por los dos fosos naturales del río
Guadalimar y del arroyo de San Ambrosio. Abarca más de cincuenta hectáreas, la
ciudad murada más extensa del sur de la península.

ebookelo.com - Página 45
El grupo recorre el itinerario reservado a los visitantes, por la parte excavada de la
ciudad. Las explicaciones de Camilo permiten reconstruir con la imaginación los
bazares, los baños, las casas pobres, ricas, las tiendas, los retretes públicos, los
talleres… todo lo que verán las generaciones siguientes cuando sucesivas
excavaciones rescaten la ciudad.
—Por estas calles pasarían todas las razas y pueblos del mosaico imperial: rubios
germanos, azafranados galos, endrinos etíopes, rizosos judíos, greñudos sirios,
impecables griegos, cetrinos hispanos… La minería atraía gentes de todo el mundo.
Los hallazgos testimonian la existencia de dos comunidades importantes, una griega
y otra judía.
—¿Y estas gentes serían paganas, no? —inquiere una señora que porta sobre el
pecho la medalla de las Marías de los Sagrarios.
—Así es —reconoce Camilo—, podemos afirmar que por Cástulo pasaron todas
las religiones mediterráneas. Prueba del temprano arraigo de estos cultos es la
existencia de un santuario rural con cuatro imágenes de Astarté que se remonta a la
segunda mitad del siglo VII a. C.
—¿Cómo se sabe que las imágenes son de Astarté? —pregunta la piadosa señora.
—Porque la diosa retratada es de notable hermosura, porque tiene orejas de vaca
y porque luce el peinado de la diosa egipcia Hathor, alto y ahuecado. Hace poco una
visitante me hizo notar que ese peinado volvió a ponerse de moda con los cardados de
los años sesenta. A lo mejor ustedes se acuerdan.
—Y tanto —dice uno—. Si te tocaba una chica en la fila delantera del cine salías
con tortícolis.
El comentario suscita un coro de comentarios del que el viajero deduce que todo
el mundo tiene recuerdos sobre el particular, lo que ha venido a llamarse memoria
histórica.
—Al santuario no le faltaba nada —prosigue Camilo—: altar, tortas de fundición,
figuras de toro representativas de la potencia divina y abundantes vestigios de
ofrendas y cenizas provenientes de los rituales. También la cocina.
—¿Una cocina en un santuario? —se extraña la rubia potente.
—Es que los animales que se sacrificaban se comían después y por lo tanto había
que cocinarlos. La carne que no se ofrecía a la diosa se cocinaba y se consumía en un
banquete sagrado. Y por cierto, donde había culto a Astarté había prostitución
sagrada.
Al reclamo de la follienda, el rebaño provecto, que empezaba a dispersarse,
alguno con el móvil en la mano intentando comunicar con la tertulia futbolera, vuelve
a congregarse en torno al docto pastor.
—¿Qué es eso de prostitución sagrada? —inquiere la rubia—. ¿Es que los curas
tenían licencia?
—No exactamente, señora. Es que las devotas de la diosa se ofrecían a los
visitantes a cambio de una donación al santuario[32].

ebookelo.com - Página 46
—¡La madre que me parió! —exclama uno de los presentes—. Eso sí que sería
efectivo y no pasar el cepillo en la misa de doce. ¿Y quién se lucraba?
—La casta sacerdotal, naturalmente —admite Camilo.
—Esas cosas no cambian con el tiempo —se escucha comentar.
—Esa vergüenza duraría hasta que el cristianismo evangelizó a estas tierras y las
ganó para la religión —supone la María de los Sagrarios.
El viajero, como es hombre viajado y de cierta culturilla, no está de acuerdo con
la piadosa dama, pero dado que está en el grupo de prestado tampoco quiere
intervenir para llevarle la contraria.
—En realidad muchos santuarios rurales siguieron funcionando bajo el
cristianismo —sigue diciendo Camilo—, adscritos a algún santo patrón, como
llamamos los cristianos a los dioses de nuestro peculiar politeísmo.
El viajero no puede estar más de acuerdo. En muchas ermitas se ha seguido y se
sigue celebrando una cuchipanda ritual en la que el cura que oficia la misa y canta sus
gorigoris, los devotos y los forasteros invitados en general se ponen morados de
comer y beber con el pretexto pío. Y de toda la vida, bien comidos y bien bebidos se
ha, lo diré finamente, copulado en los contornos del santuario. Por eso nuestro gran
poeta Góngora, que era un cura ludópata pero no lujurioso, llamaba a las romerías
«ramerías[33]». Es de notar que en esas romerías a la Virgen o a la santa de turno la
llamaban con epítetos sonrojantes, nada cristianos, que remiten a los que dedicaban a
la desprejuiciada Astarté o Isis[34]. Nihil novum sub sole.
En ese momento Camilo toma el sendero de las ruinas más recientemente
excavadas mientras prosigue su explicación.
—A los fenicios sucedieron los cartagineses, que eran igualmente fenicios, pero
menos mirados y más resueltos. Aquí vino Aníbal a dar el braguetazo y casarse con la
princesa Himilce (o Itimilce), hija de Mucro, el reyezuelo de Cástulo[35].
—No era lerdo el cartaginés —comenta el profesor de griego.
—En una tacada obtuvo plata para financiar su campaña de Italia y buenos
mercenarios iberos para engrosar su ejército. Dice Polibio que solo la mina Baebelo,
cercana a Cástulo, rentaba a Aníbal trescientas libras diarias de plata[36].
—No está mal —dice la rubia—. Y esa Himilce, ¿cómo era?
—No consta. En Baeza hay una fuente con una escultura de mujer llevada de
estas ruinas, a la que llaman Himilce, pero ningún documento sustenta que
verdaderamente sea su retrato. Por otra parte la figura está muy careada por el
tiempo.
El viajero, que es de la escuela idealista, la imagina hacendosa, discreta y vistosa.
A él le merecen mucho crédito las recreaciones histórico-lúdicas que cada año se
hacen en Cartagena, donde suelen dar el papel de Himilce a una chica de reposada
belleza, valentona de pechos y potente de nalgas. ¿Se ha fijado el lector en lo
atractivas que están las mujeres vestidas a la romana, a la griega o a la púnica? ¿Vio
en la serie Roma lo suculentas que aparecen las romanas, especialmente Lindsay

ebookelo.com - Página 47
Duncan, la que hace de Servilia Caepionis? Puede que esté algo chafadita ya, pero
sigue siendo mollar, dicho sea sin desmerecer a Polly Walker, la que hace de Atia, de
la familia Julia.
—Cástulo era el emporio minero de la región —prosigue Camilo—. En el
Guadalimar, el afluente del Guadalquivir que discurre junto a la ciudad, había un
embarcadero apto para gabarras anchas, de fondo plano, que transportaban el mineral,
Guadalquivir abajo, hasta Córdoba o Sevilla, donde se transbordaba a otras
embarcaciones mayores. Todo eso antes de Roma, cuando Cástulo estaba asociada a
los cartagineses.
—Lo que le traería la desgracia, ¿no? —supone el profesor de griego—. Porque al
final los cartagineses perdieron la guerra.
—Bueno —admite Camilo—, el rey Mucro, cuando las vio venir mal dadas, que
los romanos estaban venciendo, y que el propio Publio Cornelio Escipión había
acudido a sus puertas después de pasar a cuchillo a los habitantes de la vecina Iliturgi
(Mengíbar) que se le habían resistido, lo pensó mejor y se dijo: ya que pintan bastos,
seamos razonables, o sea, se olvidó de su yerno y se puso bajo la tutela de los
romanos.
—¿Se pasó al enemigo?
—Eso hizo. Hay que suponer que por el bien de su pueblo. Y los romanos
pensaron, con su habitual pragmatismo, pelillos a la mar. Y permitieron que la ciudad
siguiera existiendo, pero produciendo para ellos y con una guarnición romana
permanente.
—Una amistad tutelada —deduce el profesor.
—Roma otorgaba a las ciudades del Imperio múltiples estatus. A Cástulo, después
de someterse a Roma, no le fue tan mal, le otorgaron la categoría de municipio latino.
Debió de romanizarse bastante pronto, con la llegada de un aluvión de técnicos,
ingenieros, burócratas y soldados, aparte de que las ciudades ricas y de saneados
recursos se romanizaban antes que las otras. En lo que no transigieron los romanos
fue en la propiedad de las minas: se consideraban de interés público (ager publicus)
y, por lo tanto, propiedad del Estado romano. Eso no quita que al principio las
siguieran explotando las grandes familias castulonenses convenientemente
fiscalizadas por funcionarios venidos de Italia, que se enriquecían rápidamente y
fundaban dinastías familiares[37]. La empresa estatal que velaba por el negocio era la
Societas Castulonensis, integrada por negotiatores procedentes de Italia, muchos de
ellos antiguos esclavos y libertos de origen griego, buenos administradores e
incondicionales del emperador.
—Me imagino que tanta riqueza permitiría hacer inversiones en la ciudad —
interviene uno de los ancianos.
—Sin duda —conviene Camilo—. En el siglo I, Cástulo era una de las ciudades
más ricas y bellas del Imperio, cuando la aristocracia local, los Valerios, los Julios y
Cornelios, seguramente descendientes de los primeros caballeros romanos asentados

ebookelo.com - Página 48
en la ciudad, rivalizaban en costear edificios públicos, estatuas y jardines. Incluso
había estatuas de plata, haciendo honor al origen de la riqueza de la ciudad. Una gran
dama, Cornelia Marulina, destacó por su generoso mecenazgo en obras públicas y en
la financiación de banquetes y espectáculos. Era una ciudad grande y rica, con varios
mercados, uno de ellos de esclavos. En Cástulo no faltaba una comodidad: había
lujosas mansiones de funcionarios y patronos enriquecidos, teatro, termas, templos,
acueductos, fuentes y un foro de respetables proporciones.
—Y toda esa grandeza, ¿cuánto duró? —pregunta otro.
—Quizá un par de siglos, pero con la decadencia de Roma, Cástulo también
decayó. A finales del siglo II la producción minera menguó considerablemente,
seguramente por agotamiento de los filones más importantes, que llevaban siglos en
explotación, aunque también debió influir el descubrimiento de otros en las Islas
Británicas. ¿Recuerdan ustedes la película La leyenda de la ciudad sin nombre?
—No la he de recordar, con Jean Seberg, tan linda la pobrecita —dice uno de los
expectantes.
—Pues en Cástulo ocurrió lo mismo —reconoce Camilo—: decae la minería y se
pierde la llave de la despensa, la gente emigra y el lugar se despuebla. La decadencia
de los siglos III y IV se manifiesta en la ausencia de construcciones importantes en la
ciudad y en que lo poco que se construye reutiliza materiales sacados de edificios
suntuosos más antiguos. Se ve que sobraban ruinas para explotarlas como canteras.
—O sea, que pasó del esplendor a la miseria —deduce el que había preguntado.
—Y por si fuera poco, las invasiones bárbaras le dieron la puntilla. Primero, los
francos y alamanes (año 264) que cruzaron Hispania saqueando y arrasándolo todo, y
posteriormente los vándalos (año 411[38]).
—Que han dejado su nombre en casi todos los idiomas para designar el
vandalismo —puntualiza el profesor de griego.
—La grandeza y la decadencia se manifiestan, como siempre, en las necrópolis
—prosigue Camilo—. Ya saben que los pudientes también rivalizan entre ellos
después de muertos. Conocemos hasta media docena de cementerios en el entorno de
la ciudad y aunque están bastante saqueadas por «piteros» (los excavadores
clandestinos que utilizan detectores de metales), se puede ver que abundaban los
mausoleos ostentosos de reyezuelos enriquecidos con la venta del metal a los
cartagineses o de sus descendientes, los que emparentaron con los funcionarios o
técnicos romanos.
—¿En qué se conoce eso si han saqueado los ajuares funerarios? —pregunta una
dama.
—Se conoce en que el suelo está sembrado de tejuelos de la carísima cerámica
ática, de importación, que un día acompañó a los ajuares de las tumbas más lujosas.
La costumbre era romper la vajilla que se utilizaba en el banquete funerario.
El viajero asiente, filosófico, mientras contempla el campo devastado, reseco, el
arrasado solar de tanta grandeza.

ebookelo.com - Página 49
—La ciudad estaba todavía habitada en época árabe, con el nombre de Qastuluna
—prosigue Camilo—, pero es evidente que la población solo ocupaba una parte de la
antigua. En el siglo XIV, ya cristiana, se abandonó definitivamente y se acabó de
arruinar. Desgraciadamente está casi sin excavar, aunque eso no ha impedido que
durante siglos la hayan sometido a un saqueo continuado. Con las entrañas de Cástulo
se construyeron muchos palacios y casas de Baeza y Linares. Con placas de mármol o
trozos de estatuas se alimentaban los hornos de cal. Fíjense que había grandes
monumentos, de los que tenemos noticia documental, como el anfiteatro, de los que
no ha quedado vestigio, o por lo menos no se ha encontrado todavía y es dudoso que
se encuentre. Del teatro, que debió de ser muy hermoso, solo dejaron los cimientos y
eso porque eran de hormigón, que no se puede reaprovechar. El graderío, de piedra
escuadrada, está disperso por los palacios de Úbeda y Baeza. En fin, una pena. Solo
ahora comenzamos a excavarla en serio, ya veremos si perseveramos, porque con la
crisis…
Prosiguen la visita por una zona donde verdes cubiertas de plástico delimitan las
últimas excavaciones.
—En la cercana mina de Palazuelos se encontró en 1872 un relieve que representa
a una cuadrilla de mineros de aquel tiempo —sigue contando Camilo—. Es solo un
trozo de losa tallado por un aficionado sin grandes conocimientos de dibujo, pero
resulta muy ilustrativo[39]. «Representa la entrada de ocho mineros en una galería,
caminando en grupos de dos. Uno de ellos lleva al hombro una espiocha de hierro
con el mango muy largo. El último, más alto, quizá el capataz, lleva al hombro unas
grandes tenazas, y en la otra mano un farol o lucerna[40]». Las minas consumían
muchos esclavos: el trabajo era agotador y las condiciones insalubres. Morían o se
inutilizaban pronto y había que renovarlos. Un mercader de esclavos tenía aquí
asegurado el negocio.
—Y con un esclavo inútil, ¿qué se hacía? —pregunta la rubia.
—Mejor no pensarlo. Los contratistas de las minas no eran hermanitas de la
caridad, precisamente.
Por una vereda llegan al centro de la meseta que un cartel define como
«Complejo del Olivar».
—Aquí es donde se han encontrado los distintos niveles de la ciudad desde el
Bronce más antiguo a la época musulmana —explica Camilo—. Ya ven en qué
consiste la arqueología. Excavas una zanja y en el corte vertical aparecen, como las
capas de una tarta, las distintas ocupaciones, desde la más antigua, en el siglo VIII a.
C., hasta la más reciente, en el siglo XIV[41].
—Eso son veintidós siglos de ocupación. No está mal —comenta alguien.
—Más o menos, aunque obviamente no siempre con la misma importancia. Cada
ciudad crece sobre los escombros de la anterior, o por decirlo más fino, cada
generación sube un peldaño en el tiempo y se asienta sobre lo que sus padres y sus
abuelos dejaron. Los restos de cerámica y las inscripciones nos van revelando las

ebookelo.com - Página 50
fechas relativas de cada estrato. Aquellas arquerías que ven allí son restos de los
baños públicos.
Uno de los visitantes se extraña de los pequeños pilares de ladrillo que sostenían
el suelo.
—Ese era el sistema de calefacción más ingenioso que se ha inventado, el
hipocausto —aclara Camilo—: esas columnitas sostenían el suelo, y por la cámara
resultante circulaba aire caliente procedente de la caldera. En esta casa se ha
encontrado mucha cerámica del siglo IV a. C.
—¿Y aquello del fondo? —pregunta otro.
—Aquello es medieval y cristiano, el Castillo de Santa Eufemia o lo que queda de
él. En sus inmediaciones los arqueólogos están buscando el foro, la plaza Mayor de la
ciudad, y han encontrado cosas interesantísimas. Vamos a verlo.
Camilo conduce al grupo a la perla de Cástulo, la excavación de un edificio
importante, de treinta y tres metros de fachada por doce metros de fondo, en cuyo
interior se han encontrado patios y zonas cubiertas de muros estucados y de
mosaicos.
Bajo una moderna techumbre protectora admiran un mosaico de grandes
proporciones, un cuadro de sorprendente policromía compuesto de decenas de miles
de teselas de piedra y pasta de vidrio en tonos rojos, amarillos, verdes y azules.
—Aquí lo tienen —explica ufano Camilo—: el Mosaico de los Amores. Uno de
los mejores mosaicos del Imperio romano. Representa las cuatro estaciones del año.
El mosaico está tan bien conservado que parece que lo acabaran de hacer con sus
mínimas teselas coloreadas. Al viajero le llama la atención un Eros con arco y una
liebre minuciosamente trabajados.
—Esa dama con velo, coronada de flores secas, que sostiene una rama de
muérdago, es la alegoría del invierno —señala Camilo una de las figuras—. Y aquel
pájaro, ¿lo ven?: es la garza de Linares que todavía alegra estos campos. Notarán
ustedes la persistencia de la naturaleza. La ciudad ha desaparecido, pero la fauna de
su entorno se ha conservado. El director de estas excavaciones, el doctor Marcelo
Castro, cree que pudo ser un edificio público dedicado al culto imperial, en honor del
emperador Domiciano, el emperador que envió a Agrícola a conquistar Caledonia.
Este conjunto se construyó a finales del siglo I y se destruyó tras su muerte, a
principios del siglo II, cuando Domiciano fue desacreditado.
Uno de los jubilados, que hasta entonces ha escuchado las explicaciones en
respetuoso silencio, se dirige a Camilo.
—Usted perdone, pero le quería hacer una pregunta. ¿No cree usted que Cástulo,
tan ilustre y tan minero, pudiera muy bien ser el Tarteso que Schulten buscaba en
Cádiz y nunca encontró?
Camilo, que es educado, reprime un gesto de escepticismo.
—Hombre, verá. Algún autor cree que Tarteso era más bien el núcleo minero de
Sierra Morena. Hasta se ha apuntado que pudo ser la gran capital oretana de Orissia, a

ebookelo.com - Página 51
unos kilómetros de aquí, en un paraje de gran valor arqueológico llamado Giribaile.
Algún autor apunta que el Tarteso descrito por Avieno no corresponde a la costa de
Huelva, donde se ha buscado sin mucho éxito, sino al curso del Guadalquivir y
cuando el romano dice que la montaña de la plata se encuentra junto al lago Ligustino
no se refiere a las marismas del bajo Guadalquivir, como casi todo el mundo piensa,
sino a un lago que existiría en la Antigüedad entre Linares y Giribaile, hasta que un
terremoto lo abrió y lo vació en el mar. La existencia de este lago habría dejado su
huella en el topónimo el Piélago, un lugar en la zona baja de Giribaile. En ese caso
los tres brazos del río: Guadalén, Guadalimar y Guarrizas, rodearían la montaña de
Giribaile como una isla.
—Parece una hipótesis atractiva.
—Martos Molino, el autor que respalda esa teoría, un dentista empecinado en la
historia antigua, sospecha que el nombre de Giribaile significaría «el lugar de
Gerión», aludiendo al mítico rey que, según Estesícoro, había nacido junto a las
fuentes del río Tarteso «de raíces argénteas», o sea en la región de la plata minera de
Cástulo, que es la que rodea Giribaile. Los tres cuerpos que tenía el gigante Gerión,
según la mitología, serían los tres ríos que desembocan en torno a Giribaile. «El
hueco de una peña» en el que había nacido Gerión podría aludir a la gran peña
perforada de Giribaile junto a la que hay vestigios de un templo antiguo.
—De lo más sorprendente —reconoce el viajero.
—Siguiendo con la teoría de Martos Molino —prosigue Camilo—, hace unos tres
mil años, después de una serie de terremotos y lluvias que afectaron la navegabilidad
de los ríos, Tarteso-Giribaile cedería su importancia a una nueva ciudad surgida unos
kilómetros más al sur, Cástulo, ya abierta a influencias orientales. Con el tiempo, el
recuerdo de la antigua se perdió. Según Martos Molino, el monte de Tarteso puede
ser la zona de Los Leñares de Cástulo y la isla Eritrea «de extensos campos» puede
ser el valle medio y bajo del Guadalquivir. Del mismo modo, los ríos Baesilo y Cilbo
podrían ser el Guadiana Menor y el Genil. Con el paso del tiempo la Eritrea y Tarteso
se identificaron erróneamente con Cádiz[42].

ebookelo.com - Página 52
CAPÍTULO 14

LA CATEDRAL DEL ACEITE

La visita ha concluido. El viajero se despide del grupo y del joven Camilo, no sin
antes agradecerle la gentileza de haberle permitido acompañarlos.
A todo esto son ya las trece pasadas y las emociones del día despiertan el apetito.
—Va habiendo hambrecilla —se dice el viajero—, así que primum vivere, deinde
philosophari.
Regresa el viajero a Baeza y toma la desviación que conduce, entre tupidos
olivares, al Museo de la Cultura del Olivo de la Laguna, donde el amable funcionario
de la oficina local de turismo le indicó que existe una escuela de hostelería con
restaurante abierto donde se come estupendamente.
—También podrá visitar usted el interesante museo. La Hacienda de la Laguna
fue una fundación de los jesuitas en el siglo XVII cuando la orden ignaciana
controlaba el mundo del aceite (y muchos más resortes de la economía nacional, me
temo). Después, cuando Carlos III expulsó de España a los jesuitas, fue propiedad de
los condes de Oropesa y posteriormente de la casa ducal de Alba, pero el propietario
que verdaderamente modernizó la explotación plantando cien mil olivos y
construyendo la catedral del aceite que usted va a ver fue la familia Collado, que
compró la finca en 1848. Durante el siglo XX la propiedad pasa a otras manos, entre
ellas a las del financiero Juan March, y hoy pertenece a un consorcio formado por la
Junta de Andalucía y el Ayuntamiento de Baeza.
El viajero atraviesa un espeso y llano bosque de olivar y llega a la hacienda. Pasa
un espacio ajardinado y aparca a la fresca sombra de un corpudo eucalipto.
El restaurante es una sala espaciosa, bien iluminada y tranquila. El viajero ocupa
una mesa vestida con mantel de hilo, en la que no falta de nada: cubiertos, vasos de
distinta hechura, servilleta abundosa, vinajeras bien provistas y el detalle a la moda
de un cuenquecillo con sal en escamas. El viajero, que no es nada aprensivo (por la
sal lo digo), estudia la carta y se decide por un almuerzo ligero: un entrante de
chopitos rellenos de morcilla y un principal de carne de monte acompañado por un
tinto conquense de buen cuerpo, marca La Estacada, vaya por Dios con el
nombrecito.
El viajero remata el almuerzo con el postre que en la carta aparece como Delicias
de los Marqueses de la Laguna y resulta ser un emparedado de helado de nata con
tocino de cielo con su punto justo de dulzor, aprobado alto.

ebookelo.com - Página 53
Ya repuesto de la gazuza, nuestro hombre se dispone a visitar uno de los mejores
museos del olivar existentes en el mundo. A esta hora no hay muchos visitantes, por
lo que se da el lujo de contar con las explicaciones del guía Roberto Lapesa para él
solo.
—La manera más antigua y universal de obtener aceite consiste en meter
aceitunas en un saco de trama ancha y pisarlas con un calzado de madera sobre una
artesa fuerte de roble —explica el joven—. Concluida la operación se rocía el saco
con agua hirviendo, se vuelve a pisar y finalmente se exprime sobre la artesa
haciendo torniquete por sus dos extremos. El líquido resultante chorrea por un
vertedero de la artesa y va a parar a otro recipiente donde se decanta. Este
procedimiento, denominado por los romanos canalis et solea (o sea canal y zueco), se
ha seguido practicando en Andalucía, por molineros ambulantes, que casi siempre
eran mujeres, hasta bien entrado el siglo XIX y aun después. Incluso en la guerra de
Yugoslavia, durante el sitio de Dubrovnik, la gente recogía aceitunas de los olivares
cercanos y las machacaba a martillazos dentro de sacos de arpillera que luego
rociaban con agua hirviendo.
—¡Lo que hace la necesidad! —filosofa el viajero.
—El primer molino que podríamos llamar industrial fue probablemente un tronco
de madera al que hacían girar sobre una artesa de aceitunas. Luego vendría la piedra
rodadera aplastando aceitunas sobre una balsa (mortarium), que aparece en un
sarcófago del siglo IV a. C. No se sabe quién inventó este procedimiento, pero los
iberos de estas tierras lo conocían antes de la llegada de los romanos. Seguramente
los romanos lo perfeccionaron. En los molinos romanos la muela o mola olearia era
una gran piedra cilíndrica plantada en tierra con un eje en el centro en torno al cual
giraba una piedra en forma de rodillo, la suspensa, que aplastaba las aceitunas. La
suspensa se graduaba y se podía bajar o subir a voluntad, según la cantidad de
aceituna molturada, a fin de que no se rompiera el hueso. Otro tipo de molino, más
evolucionado, era el trapetum, un gran mortero o mortarium provisto de un eje fijo
central, el miliarium, en forma de columna, alrededor del cual giraban dos casquetes
esféricos, u orbes, que se ceñían por la parte recta al eje central mientras que la
curvada se adaptaba a la concavidad del vaso del mortero. Los dos orbes estaban
atravesados por un eje de madera, columela, y tenían holgura suficiente para que
quedaran separados casi un centímetro de las paredes del mortero. Antes de empezar
la molienda se calibraban, mediante discos de madera o metal, aplicados al eje central
para que las piedras quedaran separadas. Así se evitaba romper el hueso de la
aceituna.
—¿Qué sentido tiene no romper el hueso? —inquiere el viajero.
—Los romanos creían que el hueso altera el gusto del aceite. Algo de razón
tienen, pero si la masa se prensa inmediatamente no importa que el hueso se rompa.
Los iberos también conocían la prensa de viga. Hace unos años se encontró un pie de
prensa del siglo IV a. C. cerca de Huesa, al otro lado de la provincia de Jaén.

ebookelo.com - Página 54
Admiran uno de los molinos descritos, que está reproducido con toda exactitud.
—Si le hiciéramos caso a los romanos, mejor nos iría —prosigue el joven Lapesa
—. Por lo pronto no mezclaban las calidades de los aceites y los clasificaban según el
prensado. El que más apreciaban era el de la primera prensa, «el que sale puro con
menos esfuerzo de la prensa es mucho mejor que los demás», dice un tratadista; y
después el de la segunda, añadiendo previamente algo de sal.
—¿Con sal?
—Sí. En un texto latino se dice «la sal disuelve el aceite y lo separa de todo lo
que lo altera». Un romano, Columela, que, por cierto, era de Cádiz, enumera las tres
clases de aceite que consumían los romanos. El más corriente era el oleum viride, un
aceite amarillo oro de la aceituna fresca, procedente de aceitunas pintonas
recolectadas en diciembre.
—¿Pintonas?
—Sí, cuando empiezan a ponerse moradas o negras. Luego estaba el aceite de
lujo, o sea el oleum astivum acerbum, verdoso, algo amargo y aromático. Como lo
sacaban de aceitunas todavía verdes, recolectadas antes de diciembre, el rendimiento
era bajo y por lo tanto resultaba muy caro. Finalmente estaba el oleum maturum, el
más basto, sacado de aceitunas muy pasadas o atrojadas. Ese era el que consumían
los pobres y el que se usaba para alumbrar, o sea, el aceite lampante, como lo
llamamos ahora. Lampante viene de lámpara. ¿Ha visto usted las lámparas de barro
romanas, las lucernas?
—Sí, he visto algunas en museos.
—Este aceite lampante se usaba en los gimnasios en lugar de jabón, porque los
antiguos no conocían el jabón.
—Pues, ¿cómo se lavaban?
—Se untaban aceite en el cuerpo sudoroso y recogían el aceite, el sudor y la
suciedad con un instrumento de hierro llamado estrígilo.
—¡Ah, sí, creo que lo he visto en algunos libros!
—Los romanos tenían también un aceite extrafino usado en cosmética y
perfumería, el oleum omphacium, de aceituna verde, molida a mano sin partir el
hueso, en capachos nuevos y con mil cuidados. De todas formas, según Columela, el
aceite verde cosechado en diciembre trae más cuenta porque los olivareros «sacan
más dinero de un poco de aceite verde que de mucho malo», que no mezclaban
calidades, ya podíamos tomar nota. También aconseja Columela «que el fruto que se
coja cada día se muela y se prense al instante». ¡Tenemos mucho que aprender de
Roma!
En otra sala Roberto Lapesa explica el mecanismo de las prensas romanas.
—Una vez obtenida la pulpa de la aceituna, sin romper el hueso, había que
prensarla para sacar el aceite. La prensa fue primero de torno y luego de viga, un
invento que ha estado vigente hasta principios del siglo XX. La prensa romana
constaba básicamente de una larga viga de madera (prelum) ajustada en su cabecera a

ebookelo.com - Página 55
dos ejes verticales (arbores), por medio de un pasador (lingula). Unas prensas de viga
funcionaban por cabrestante, otras por contrapeso, otras por tornillo y también las
había que combinaban contrapeso y tornillo. Las de cabrestante tenían en el extremo
libre de la viga una palanca (vectis) que servía para enrollar en un tambor (sucula) la
soga que rebajaba el extremo de la viga. Al descender, la viga presionaba sobre una
plancha circular (orbis olearius) que oprimía el cesto o friscina donde se colocaba la
masa de la aceituna. El aceite obtenido se trasegaba primero a los labrum y, después
de decantado, se almacenaba en las ánforas (dollium).
Al viajero le impresiona la viga de molino más grande de España, de nogal, que
se exhibe en el museo. Mide diecinueve metros de largo y pesa más de treinta mil
kilos.
—Procede del cortijo El Romeral, de Carmona —explica el joven Lapesa—. Este
era el procedimiento de extracción del aceite que empleaban fenicios, griegos y
romanos y que se ha seguido usando hasta principios del siglo XX. Se basa en la ley
de la palanca, ejerciendo presión sobre el «cargo» en un lado mientras el quintal de
piedra deja caer su peso al otro.
Después de pasar por los distintos tipos de prensa salen a un jardín en el que se
cultivan hasta treinta variedades de olivos mediterráneos que al viajero le parecen
bastante parecidas, pero el joven Lapesa sabe distinguir:
—Este es el picual, dominante en las provincias de Jaén y Córdoba, que son las
más productoras; este el lechín, este el hojiblanca, este el cornicabra, este el
arbequino.
La joya del museo es la bodega del año 1846, denominada por su belleza
arquitectónica la Catedral del Aceite, obra del ingeniero polaco Tomasz Franciszek
Bartma ski. Un edificio de noble arquitectura construido en torno a diez bidones de
piedra plomada, con capacidad para cincuenta mil kilos de aceite cada uno.
—Esto es absolutamente impresionante —comenta el viajero.
—Verdaderamente es la catedral del aceite —se enorgullece el joven Lapesa—.
Lo hicieron para durar. No hay en Europa reliquia de la Revolución Industrial
comparable a esta.
La visita ha resultado la mar de provechosa para testimoniar la vocación oleícola
del Guadalquivir, pero ahora el viajero debe proseguir. Se despide de su guía
testimoniándole lo agradecido que queda por haberle dedicado su tiempo y sus
conocimientos.

ebookelo.com - Página 56
CAPÍTULO 15

EL PUENTE DEL OBISPO

Vuelto a la carretera que une Baeza con Jaén el viajero desciende hasta el
Guadalquivir en el paraje conocido como Puente del Obispo, y allí aparca para
solazarse con la contemplación de la bella arquitectura de uno de los más notables
puentes renacentistas de España: cuatro bóvedas de cañón de distintas dimensiones se
disponen en cuesta porque una margen del río es más alta que la otra. Admira el
viajero la sabia disposición que le dio el maestro de obras Pedro de Mazuecos, los
robustos pilares dotados de amplios tajamares, el sólido pretil de bien labrada sillería,
la admirable disposición del conjunto.
Desde tiempos de los moros ha existido aquí un puente, pero el primitivo era de
madera y año sí, año también, se lo llevaban las crecidas del río. Esa calamidad se
remedió cuando se sustituyó por este de buena piedra canteada que está hecho para
durar como si fuera romano. Tres años duraron las obras, de 1505 a 1508.
En medio del puente, arrimada a un lado, hay una torre que alberga una capilla a
la que se accede desde la calzada por una puerta enmarcada en arquivoltas y adornada
por tres escudos que reproducen las armas del prelado: una fuente octogonal en cuyo
centro brota un sauce de esparcidas ramas.
En el muro hay dos lápidas que el viajero lee: «Esta puente se llama del Obispo.
Hízola toda a su costa don Alonso de la Fuente del Sauce, Obispo que fue de
Mondoñedo y después de Lugo y en el año 1500, de Jahen. Y dejó el paso libre de
ella. Y es libre de todos, sin pagar tributo alguno. Comenzada el año mil y quinientos
y cinco, y acabada el año mil y quinientos y ocho. Y concede a los que pasaran y
rezaren un Ave-María, quarenta días de Perdón».
El viajero tiene sus motivos particulares para venerar la memoria de este obispo
que en su infancia fue un pobre pastor de cabras en el páramo soriano y luego, por su
inteligencia, se vio aupado a las más altas magistraturas eclesiásticas. Don Alonso
Suárez de la Fuente del Sauce es conocido en su diócesis por «el obispo constructor»
o por «el obispo insepulto».
—¿Qué me dice? —se asombra el lector.
—En este momento iba a explicarlo —agrega el viajero—. Es el caso que dispuso
en sus mandas testamentarias que lo sepultaran en la Capilla Mayor de la catedral
gótica cuyas obras inició, frente al relicario del Santo Rostro, el presunto velo de la
Verónica que reproduce las facciones de Cristo. Años después, a raíz de la
remodelación del templo, ya con traza renacentista, el cabildo decidió que no hubiese

ebookelo.com - Página 57
sepulturas en la Capilla del Santo Rostro, por respeto a la insigne reliquia, lo que
provocó un pleito secular con los herederos del obispo Suárez. En los cuatro siglos
que ha durado el pleito, la momia de don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce ha
permanecido «provisionalmente» instalada en una cajonera de la Capilla Mayor. La
única fotografía que tenemos de ella se hizo en 1968, cuando doña Carmen Polo,
esposa del dictador Francisco Franco, manifestó su deseo de contemplar la momia del
famoso «obispo insepulto». Lo más interesante es que nuestro obispo se hizo sepultar
con un ejemplar de las Odas de Horacio sobre el pecho.
—¿Y sigue así?
—No, me temo que no —reconoce el viajero—. Como en este tiempo de nuestros
pecados no se respeta nada, en el año 2000 vino un obispo opusino que dispuso que
don Alonso Suárez volviera a la tierra y lo sepultó salomónicamente entre la Capilla
Mayor y el transepto de la catedral, o sea, de cintura para arriba en la capilla y de
cintura para abajo en el pasillo.
El viajero hace su oración, como siempre que pasa el puente, un poco por el
obispo y otro poco por el niño ahogado que hace muchos años, cuando todavía era
joven, ayudó a sacar de la represa aguas arriba.
La tarde cae que se las pela. Poca cosa le queda al viajero que ver antes de que
anochezca, pero en Jaén, a donde va a pernoctar, lo está esperando Teodoro Cotrufes,
un amigo arqueólogo de la universidad que le quiere enseñar los restos de la mayor
fábrica de aceite del Imperio romano.
—El yacimiento en cuestión está cerca de aquí, en el pago de Marroquíes Bajos
—le dice Teodoro—, a las afueras de Jaén, en pleno polígono industrial.
Dejan el coche a un lado de la carretera, donde el arcén se ensancha para acceder
a una pista polvorienta, y caminan por medio de un descampado sembrado de
montículos de cascotes, producto del vertido incontrolado de los escombros de la
ciudad. A un lado queda una fábrica de embutidos, al otro una de galletas.
—No es el lugar más ideal para un noble yacimiento arqueológico —comenta el
viajero.
—¿Verdad que no? —corrobora Cotrufes—. Eso es lo que digo yo. Aquí nunca
vendría Indiana Jones. Cualquiera que nos vea pensará que estamos trapicheando con
droga o algo aún peor, pero es que, como dice san Pablo, el espíritu sopla donde
quiere y resulta que las pesas de molino prodigiosas se han encontrado precisamente
aquí. Hasta ahora se ha pensado que los lugares más aceiteros de la Bética estaban en
Córdoba, Sevilla y Écija, en las llanuras aluviales regadas por el Guadalquivir y el
Genil, donde pudo haber unos cinco mil kilómetros cuadrados de olivar; pero este
descubrimiento altera por completo el panorama.
Llegan a una hondonada donde florecen las prodigiosas piedras, a poca distancia
una de otra, dentro de los hoyos donde las excavaron. Son enormes, de muchas
toneladas cada una, cilíndricas, ligeramente troncocónicas. Quizá midan metro y
medio de diámetro por cuatro de longitud.

ebookelo.com - Página 58
—¿Qué te parecen? —pregunta Teodoro.
—¡Impresionantes!
—No se conocen otras semejantes en todo el Imperio —señala Teodoro—. La
magnitud de estas instalaciones nos hace sospechar que fuera el lugar donde el Estado
recaudaba y molturaba la aceituna tributaria y que Jaén era ya entonces un gran
productor de aceite, aunque el cultivo decayera después de Roma. Esta enorme
fábrica aprovecharía las aguas del manantial de la Magdalena, que brotaba en medio
de la ciudad y era, según testimonios antiguos, del grosor del cuerpo de un buey[43].
—Así que de aquí salía el aceite que iluminaba y alimentaba a Roma —reflexiona
el viajero sintiéndose testigo de la historia.
—Al menos una buena parte de él.
—Me pregunto cómo lo llevaban a los puertos de embarque.
—Probablemente, los embarcaderos principales del aceite estaban en el Genil de
Écija para abajo, que es desde donde el Guadalquivir era navegable —señala Teodoro
—. Los almacenistas transportarían el aceite del Alto Guadalquivir en pellejos de
cuero que enviarían río abajo en balsas o en carros, por las estupendas calzadas
paralelas al curso del río, las de la Vía Augusta. Llegado el aceite al embarcadero
principal lo trasvasaban a las ánforas y lo enviaban en barcas de fondo plano hasta el
puerto de Sevilla, donde se trasladaban a las bodegas de unas grandes naves de carga
u onerarias, que llevaban el aceite a Ostia, el puerto de Roma, su último destino.
De regreso al coche, los amigos departen sobre el sistema tributario romano.
—En el museo de Linares hay una especie de pedestal romano procedente de
Cástulo, el Rescriptvm sacrvm de re olearia —dice Teodoro.
—¿Qué significa?
—Es una rescripto imperial, o sea, un edicto del emperador, posiblemente de
Adriano. El pedestal sostendría las planchas de bronce con la normativa legal de la
recaudación del tributo aceitero. Los romanos tenían unos difusores o agentes fiscales
que se encargaban de esa tarea. El material arqueológico prueba que la Bética se
convirtió en la principal región aceitera del Imperio. El aceite andaluz llegaba a
Roma y hasta los confines del Imperio.
—¿Cómo podemos saberlo? —inquiere el viajero.
—Por las ánforas. En la Antigüedad el vino, el aceite, las conservas de pescado y
hasta el grano se transportaban en grandes ánforas.
—Ya sé, esas grandes vasijas de barro que se encuentran en las excavaciones y
entre los restos de los barcos naufragados.
—Exacto —prosigue Teodoro—. Básicamente existen dos clases de ánforas: las
panzudas, casi esféricas, llamadas olearias porque servían para envasar aceite, y las
vinarias o de vino, que son estilizadas y acaban en punta. La punta servía para
inmovilizarlas, clavadas sobre el lastre de arena que cubría las bodegas de los barcos.
Cada ánfora lleva la figlina o sello del alfarero en un asa y, además, una serie de
inscripciones a tinta y pincel, en letra cursiva, los llamados tituli picti, en los que se

ebookelo.com - Página 59
consigna el peso del envase, el peso del aceite, el nombre del productor y otros datos
fiscales.
—¡El código de barras! —exclama el viajero.
—Algo así. Olearias procedentes de la Bética se encuentran en puntos tan
distantes como Inglaterra y la India, lo que prueba que el aceite andaluz llegaba hasta
los confines del Imperio aunque el mayor consumidor de aceite era la propia Roma,
que necesitaba mucho para la Annona.
—¿La Annona? —repite el viajero.
—Así se llamaba la seguridad social romana. Los emperadores se aseguraban la
lealtad de la plebe urbana mediante repartos gratuitos de alimentos y también con
espectáculos públicos.
—¡Ah, el panem et circenses! —recuerda el viajero—, o sea, pan y circo.
—Exacto. Al principio la Annona consistía principalmente en trigo, y el aceite
aparecía raramente, pero a partir de Adriano comenzaron a repartir regularmente
aceite. Las exportaciones de aceite bético alcanzaron su máximo desarrollo durante el
reinado del sucesor de Adriano, Antonino Pío.
—¿Y repartían mucho?
—Figúrate. Roma tenía entonces un millón y medio de habitantes. Aunque a cada
romano solo le correspondieran unos doce litros al año, la cantidad era considerable.
El caso es que entre los siglos II y III el aceite andaluz ganó tal reputación que se hizo
imprescindible en Roma. A Marcial le parecía que era insuperable y Plinio decía que
solo lo igualaba el de Istria, una comarca entre Italia y Serbia.
De regreso a Jaén, Teodoro prosigue con las explicaciones.
—Como las ánforas olearias eran desechables, el comercio del aceite originó una
industria auxiliar de cerámica. A lo largo del Guadalquivir y el Genil se han
encontrado unos ochenta alfares que fabricaban olearias y ocho puertos fluviales en
los que se embarcaba el aceite. Posiblemente los alfareros se organizaban en
cuadrillas itinerantes que iban de alfar en alfar porque las olearias son casi idénticas,
con mínimas diferencias en la boca, que pueden atribuirse al tamaño de la mano del
alfarero. Cuando se sistematice toda la información que vamos reuniendo
seguramente podremos identificar a cada alfarero, solo nos va a faltar el nombre.
El viajero se admira del poder de deducción de los arqueólogos.
—Cuando las olearias llegaban al puerto de Roma —prosigue Cotrufes—, las
vaciaban nuevamente en pellejos de fácil manejo, y como no eran retornables, los
almacenistas rompían el ánfora y arrojaban los tiestos a un descampado cercano al
puerto. El montón de tiestos rotos fue creciendo entre los siglos I y III y al cabo de ese
tiempo, los restos de unos veinticinco millones de ánforas rotas formaron el
Testaccio, o monte de los tiestos, una colina artificial de veintidós mil metros
cuadrados de base, cuarenta y cinco metros de altura y un volumen de más de medio
millón de metros cúbicos. Ahora la está excavando un equipo de arqueólogos
españoles y lo que se descubre es interesantísimo: en primer lugar, que el ochenta por

ebookelo.com - Página 60
ciento de las ánforas allí apiladas procede de Andalucía; en segundo lugar, la época,
que oscila entre el siglo I (las olearias tipo Dressel 20), y el siglo III (las más tardías y
estilizadas Dressel 23, con forma de nuez).
Llegado al hotel donde va a pernoctar, el viajero se despide con abrazos de su
amigo Teodoro, que dada su condición de neopadre debe acudir a su obligación de
bañar y darles la cena a un par de mellizas, Jimena y Victoria.

Alfares de olearias en las cuencas del Gudalquivir y el Genil (según Remesall).

También el viajero debe cenar, según su civilizada costumbre. Deja los trastos en
la fonda y sale a dar un paseo por el Jaén nocturno, cuesta arriba, en busca de la
catedral que quiso hacer don Alonso Suárez y al final hicieron otros. Por el barrio alto
encuentra un restaurante que le parece de confianza y entra a ver si hay suertecilla.
Acude un poco displicente la camarera, eso debe de ser la chica a juzgar por el
mandil ceñido a las pingües caderas, aunque el resto de su aspecto lo desmienta,
porque lleva la cara taladrada por media docena de piercings y la cabeza pelada
excepto la cresta mohicana teñida de azul. Fuera de esas tachas, el viajero la
encuentra guapa, con unos ojos azules que serían preciosos si no los hubiera orlado
de hollín como la replicante Pris de Blade Runner y unos labios gordezuelos que
resultarían incluso sensuales, si no los llevara pintados de morado, el tono que
alcanzaría si llevara difunta una semana.
En la carta aparece un plato que pudiera resultar interesante: escalopín de ternera
a la mostaza antigua con cebollitas de nuestras huertas del Guadalbullón,

ebookelo.com - Página 61
aromatizadas por reducción de vinagre de algarroba revenida.
—¿Esto de la mostaza antigua qué es? —le pregunta el viajero señalando la carta
—. ¿No estará pasada?
Mientras se piensa la respuesta, la chica hace estallar una pompa de chicle.
—No me estarás vacilando, ¿eh? —lo tutea con el desparpajo de quien se siente
muy por encima del trabajo eventual que realiza—. La mostaza es de la buena,
porque el bote lo abrimos ayer.
Ya ha escaneado al viajero, gordo, calvo, viejo y ni siquiera ha necesitado
comprobar que conduce un utilitario con dos revisiones de ITV para descartarlo como
príncipe azul.
—Touché —murmura el viajero confortado con el pensamiento de que, dado su
ínfimo nivel cultural, la individua estará lejos de captar el acato que la palabra
encierra.
¡Ay, la mostaza, qué de recuerdos arrastra! El viajero tuvo una amiga de Dijon,
Eveline Beauserois, que, en tiempos de Brassens (Heureux qui, comme Ulysse…) y
de Adamo (Une mèche de cheveux…), lo instruyó en los secretos de la mostaza y en
otros misterios de la vida no necesariamente relacionados con la pitanza. De sobra
sabe que la Moutarde de grains à l’ancienne es simplemente la que presenta los
granos enteros y no molidos, que los gourmets aprecian por su textura granulosa y
porque suele ser más suave que la tradicional de Dijon.
Llega el plato después de breve espera, señal de que viene recalentado de
microondas, y el viajero lo acomete con buenas ganas. La chica que lo observa desde
su distancia se acerca y cuando parece que le va a preguntar si lo encuentra a su
gusto, le espeta:
—¿No serás tú de los que dan las estrellas Michelín?
—Pierda cuidado, joven —responde el viajero—. ¿Acaso tengo aspecto de ser
jurado del Michelín?
—La verdad es que no —reconoce ella displicente—. Más bien de profe de
instituto sobón.
Recuerda el viajero aquello del Quijote: «La mucha confianza que contigo tengo
engendra este menosprecio».
Remata la cena con una empalagosa pera al vino, el socorrido postre.
Sale el viajero a la noche, que es cálida dentro de lo que cabe, e invita a pasear.
Avenida de la Estación abajo va recordando pasajes de su vida cuando esta calle
estaba jalonada de chalecitos art déco y se llamaba avenida del Generalísimo. En
aquellos tiempos arrancaba de la plaza de las Batallas, así llamada por el broncíneo
monumento que conmemora las dos grandes batallas de la historia provincial: la de
las Navas de Tolosa y la de Bailén. Como hoy está mal visto eso de enorgullecerse de
tus gestas históricas, le han cambiado el nombre y ahora se llama plaza de la
Concordia. De la concordia que cristianos y moros alcanzaron en las Navas de
Tolosa, claro.

ebookelo.com - Página 62
Con ese resquemor, de ver a la patria regida por memos y tontos con balcones a la
calle, el viajero se va a la cama. Hoy siente de tal modo su soledad que no le haría
ascos ni a la de los piercings, eso se dice hablando a su mismidad en lo oscuro del
lecho antes de entregarse al abrazo de Morfeo.

La Victoria, hoy Concordia.

ebookelo.com - Página 63
CAPÍTULO 16

SANTA TERESA LAS PASA CANUTAS

El viajero retoma el camino al día siguiente y va en busca de Mengíbar, el honrado


pueblo olivarero enclavado entre suaves colinas tapizadas de olivares en cuyas
inmediaciones floreció Iliturgi, oppidum iberorromano, orillas del Guadalquivir,
estación intermedia de la calzada que unía Cástulo con Córdoba y ceca que acuñaba
su propia moneda.
El viajero, que es también gastronómada, se detiene en Mengíbar para desayunar
chocolate con churros en el bar de la carretera. En la Iliturgi tardorromana, ya decaída
pero todavía poblada en las márgenes del Guadalquivir, donde el gran río recibe las
tributarias aguas del Guadalbullón, es fama que predicó san Eufrasio, uno de los siete
varones apostólicos que, según la tradición, pasaron de África a España para predicar
el cristianismo. Le gustó el lugar y se quedó de obispo. Tras la conversión de los
godos, el rey Sisebuto construyó una iglesia sobre la tumba de san Eufrasio, pero
cuando llegaron los moros sus fieles trasladaron las reliquias a Galicia.
Iliturgi, en la amplia llanura fluvial, está por excavar. Sobre el cerro que la
domina se ven los muros descarnados de la potente torre del homenaje del Castillo de
Estiviel o Las Huelgas.
En la plaza de Mengíbar, junto al ayuntamiento, se yergue una de las más airosas
torres del homenaje de la península, resto del castillo del siglo XIII, XIV quizá, en
cuyos mechinales se ha instalado de okupa una activa colonia de cernícalos primilla.
En el Guadalquivir hay una central eléctrica de mediana potencia que inauguró el
rey Alfonso XIII en 1916. En tan memorable ocasión, el alcalde le hizo entrega de
una espada herrumbrosa datada en la Edad del Bronce, que se había encontrado al
hacer la cimentación. La aceptó el rey con muestras de agradecimiento y cuando su
gentilhombre de cámara iba a hacerse cargo del presente, que le entregaban sobre una
rica bandeja, la señora del alcalde se abrió paso a codazos atropellando a dos
marqueses y un obispo y se la arrebató diciendo:
—¡Oiga usté, que el regalo es el hierro mohoso, pero la bandeja no, que es de
plata!
La Vía Augusta, en el tramo entre Cástulo y Córdoba, tenía un paso por las
inmediaciones de Mengíbar. Esta conveniencia se mantuvo hasta nuestros días,
primero por medio de una barca y desde 1843 por puentes. La barca era, en realidad,
una plataforma que se deslizaba, auxiliada por gruesas maromas, entre dos

ebookelo.com - Página 64
embarcaderos sólidamente anclados a uno y otro lado del río. Esta plataforma tenía
una capacidad limitada y no podía cargarse mucho.
Tampoco los primitivos puentes podían cargarse en exceso si eran de madera y no
aquellas prodigiosas obras de piedra que dejaron los romanos. El primer puente que
hubo en esta zona, el famoso puente colgante de Mengíbar, construido en 1843, tenía
el piso de tablones de madera que colapsaron en 1930 bajo el peso de un camión, se
conoce que ya estaba viejo y no aguantaba muchos trotes[44].
El viajero tiene ya sus años, los suficientes para recordar el zumo de tomate
Sacove que se fabricaba en Mengíbar, no lejos de estas riberas, en una fábrica de
conservas vegetales que tuvo efímera existencia como casi todo el Plan Jaén. Franco
en persona vino a inaugurarla, junto con la Estación Elevadora de los riegos de la
Zona Baja del Guadalquivir.
—¿Y dice que ya no hay fábrica?
—Duró poco, ya ve usted, y es una pena porque el zumo de tomate estaba
cojonudo.
Siguiendo el Guadalquivir, que por los llanos de Maquiz saca pecho y engorda, se
llega a Espeluy, hoy una simpática aldea más nombrada por ser empalme de
comunicaciones ferroviarias que por la población.
Espeluy figura entre los tres castillos vecinos que Fernando III conquistó en 1226:
Iznadiel, en la confluencia del Guadalimar y el Guadalquivir; Estiviel, el antes
mencionado de Las Huelgas, y Espeluy. Dice la crónica que los defensores de estos
tres castillos «pleytearon con el rey que los dexare salir tan solamente con los cuerpos
y quel darien los castiellos e el rey touol por bien». O sea que los moros se los
entregaron sin resistencia a cambio de que los dejara ir sin daño, lo que el rey otorgó.
Es evidente que el Castillo de Espeluy guardaba un vado importante porque
mientras los otros castillos desaparecieron este se reedificó en el siglo XIV y aún hoy
pervive convertido en residencia.
—Y cuando no había estiaje y las aguas bajaban recias, ¿cómo se las arreglaban
para pasar el río por Espeluy?
—Entonces había un barquero que, por unas perras, pasaba de una orilla a otra a
viajeros, recuas y mercancías.
Es famoso el episodio de Santa Teresa cruzando el Guadalquivir que ella misma
relata en el Libro de las Fundaciones[45]:

Poco antes, no sé si dos días, nos acaeció otra cosa, que nos puso en un poco de aprieto pasando por
un barco a Guadalquivir, que al tiempo del pasar los carros no era posible por donde estaba la
maroma, sino que habían de torcer el río, aunque algo ayudaba la maroma, torciéndola también; mas
acertó a que la dejasen los que la tenían, o no sé cómo fue, que la barca iba sin maroma ni remos con
el carro. El barquero me hacía mucha más lástima verle tan fatigado, que no el peligro. Nosotras a
rezar. Todos voces grandes. Estaba un caballero mirándonos en un castillo que estaba cerca, y
movido de lástima envió quien ayudase, que aún entonces no estaba sin maroma y tenían de ella
nuestros hermanos, poniendo todas sus fuerzas; mas la fuerza del agua los llevaba a todos, de

ebookelo.com - Página 65
manera que daba con alguno en el suelo. Por cierto que me puso gran devoción un hijo del barquero,
que nunca se me olvida: paréceme debía haber como diez u once años, que lo que aquel trabajaba de
ver a su padre con pena, me hacía alabar a nuestro Señor. Mas como Su Majestad da siempre los
trabajos con piedad, así fue aquí; que acertó a detenerse la barca en un arenal, y estaba hacia una
parte el agua poca, y ansí pudo haber remedio. Tuviéramosle malo de saber salir al camino, por ser
ya de noche, si no nos guiara quien vino del castillo. No pensé tratar de estas cosas, que son de poca
importancia, que hubiera dicho hartas de malos sucesos de caminos: he sido importunada para
alargarme más en este.

La casa del barquero subsistía todavía cuando el erudito Corchado Soriano trazó
los caminos de Santa Teresa en Andalucía, en los años sesenta del pasado siglo.
Después del traumático cruce, la santa pernoctaría en la Venta de Toledillo o el
Duque como solían hacerlo los viajeros que cruzaban el Guadalquivir por Espeluy.
Sigue el viajero por este tramo que discurre no lejos del río y en una caseta se
detiene a ver un gran azulejo que reproduce el Cristo de Velázquez. Más adelante,
entra en Villanueva de la Reina, un industrioso pueblo rodeado de feraces huertas que
quizá sea el Noulas fundado en tiempos de Escipión el Africano, etapa de la Vía
Augusta entre Isturgi y Cástulo.
En una reciente excavación se encontraron los que pudieran ser los restos de una
taberna o venta romana (mansio) de este camino a juzgar por el hallazgo de algunas
monedas imperiales y de fragmentos de cerámica fina y de cocina de origen romano,
restos de dolia (recipiente de barro).
El pueblo se llamó Villanueva de Andújar hasta que en 1791 Carlos IV lo declaró
villa libre y los munícipes acordaron ponerle «de la reina» en honor de la esposa del
rey benefactor, María Luisa de Parma, cuya catadura ignoraban.
El viajero no es amigo de intervenir en conflictos ajenos, pero piensa que sería
aconsejable enmendar las crónicas y sostener que se llama «de la reina» por especial
privilegio de Isabel la Católica, que habiendo pernoctado allí cuando se encaminaba a
la conquista de Granada, quedó muy agradecida por la saya que le bordaron las
mujeres de la localidad robando horas al descanso para que tuviera la prenda lista al
despertarse. Ya sé que es inventar la historia, pero ¿acaso no es lo que están haciendo
todas las nuevas nacionalidades surgidas como setas en el viejo solar hispano? Barra
libre, pues, y que cada pueblo pueda corregir su pasado según le plazca, que para eso
somos iguales y nadie es más que el vecino. Café para todos.
A las afueras de Villanueva, antes de llegar al puente, el viajero hace una parada
mingitoria y al internarse por un carrilillo, a la izquierda, se topa con las ruinas de
una gran alberca octogonal de fuerte calicanto y el amplio pozo rectangular que la
sirve, una instalación, quizá en su tiempo una noria, que por las trazas debe
remontarse como poco a la Edad Media.
La noria era conocida por los romanos, pero la emplearon especialmente para
achicar agua en las explotaciones mineras, aunque esta que el viajero contempla es
muy probable obra de moros.

ebookelo.com - Página 66
El viajero tiene leídos muchos elogios de las técnicas de regadío que aportaron los
moros, en especial las de los yemeníes y sabe que también eran expertos en las
técnicas de captar aguas subterráneas, de encauzarlas por medio de minas, a veces
con un reguero superior y otro inferior para evitar que se mezclaran aguas de
diferente calidad, y en sacarlas a la superficie para alimentar albercas con las que
regar, por medio de una red de acequias y cauces, sus huertos y sembrados.
Los expertos zahoríes de Al-Ándalus sabían adobar el manantial subterráneo
pasando las aguas por lechos de arena para que se filtraran y perdieran el sabor a
azufre y encañándolas a lo largo de una mina de pendiente sabiamente calculada, que
no las dejara remansarse, pero que tampoco las apresurara más de la cuenta. A
trechos regulares abrían lumbreras o pozos de comunicación con la superficie para la
aireación del agua.

Noria medieval.

Hemos de imaginar el paisaje rural andalusí abundoso en acueductos, de norias y


de albercas en las que se remansaba la luna llena, entre ovas y croadoras ranas. El
trajín de las norias movidas por las corrientes fluviales no cesaba por la noche y ese
era uno de los rasgos distintivos de las zonas hortícolas.
La noria para elevar el agua a acequias situadas a un nivel superior o para utilizar
la fuerza motriz de su rueda alcanzó extraordinaria difusión en la época islámica.
Había norias de agua, a veces enormes, movidas por una corriente fluvial, que

ebookelo.com - Página 67
accionaban las muelas de piedra de un molino o los martillos de un batán, y norias de
sangre, más modestas, de regadío, cuando las movía un mulo o un jumento.

ebookelo.com - Página 68
CAPÍTULO 17

PEDRO SÁNCHEZ, EL BARQUERO DE


VILLANUEVA

Villanueva muestra también su venerable antigüedad en la devoción a Santa


Potenciana, la patrona del pueblo que no es sino pervivencia de una ninfa venerada a
la orilla misma del Guadalquivir, en el paraje denominado el Batanejo, donde estaba
la antigua ermita[46]. Es sabido que el cristianismo convirtió las ninfas grecorromanas
que guardaban fuentes y manantiales en santas o santos curanderos, e integró sus
ninfeos en ermitas o en fuentes públicas.
Santa Potenciana debió de ser, en su origen, una ninfa romana (y seguramente
prerromana) tutelar de un manantial sagrado que los romanos de la vecina Isturgi
convirtieron en santuario de divinidades acuáticas y después cristianizaron cuando el
Imperio romano se pasó, con armas y bagajes, a la triunfante religión mistérica que
aún hoy profesamos por estos pagos[47].
Quizá la primitiva Potenciana era simplemente la santera o sacerdotisa de un
santuario que prolongó su existencia, ya cristianizado, incluso en época musulmana
(como el de Face Retama, cerca de Guadix, o el de San Vicente, en Portugal[48]). En
el siglo XV una Potenciana especialmente venerada sería sepultada allí mismo, quizá
una beata «emparedada», como se llamaban las santas mujeres que por agorafobia o
por devoción se recluían en un cuarto a criar fama de santas y no salían de él más que
con los pies por delante.
El santuario de Potenciana se convirtió en tumba milagrosa o morabito que atraía
a los devotos para tocar el telar donde tejía la santa (era tejedora) y recoger junto a su
sepulcro tierra a la que se atribuía la propiedad de curar los «ciciones» (fiebres
palúdicas[49]).
Prosiguiendo su andadura el viajero atraviesa el Guadalquivir por un puente
inaugurado en 1928, que en su día fue imagen de la modernidad a la que aspiraba
España.
El puente de Villanueva consta de doce tramos rectos de celosía en hormigón
armado, de diferentes luces, apoyados sobre once singulares pilas de dos cuerpos, el
superior ligeramente ataluzado, de hormigón moldeado y el inferior, sobresaliente a
modo de tajamar, de sillería en piedra caliza. El monumento ha sobrevivido a riadas,
terremotos, accidentes e incluso a un intento de voladura durante la Guerra Civil. Tan

ebookelo.com - Página 69
solo ha necesitado reparos en algún tramo de la baranda peatonal afectado de
aluminosis.
Pasado el puente, el viajero rechaza la tentación de incorporarse a la vecina
Autovía de Andalucía, donde podría encontrar el mesón El Cordobé, especializado en
carne de monte y de la otra, incluso importada de lejanos países, y se atiene a las
carreteras modestas pero honradas que siguen el curso del Guadalquivir más o menos
cerca de la arboleda que acompaña su orilla derecha.
Hay un hombre cavucheando en una huerta y el viajero se detiene a hablar con él.
—¿Las cuevas de Lituergo?
—Sí, hombre, siga usted por ese carril y enseguida las verá a su derecha. Ya están
hechas un asco, pero en su día ahí vivieron muchas criaturas y en la guerra, cuando
vinieron los refugiados, se puso que parecía Nueva York.
El viajero sigue el sendero indicado y da con el escarpe, protegido el sendero por
una rústica valla, donde se abren hasta cincuenta cuevas, algunas ya arruinadas, otras
todavía habitables, bastante espaciosas, con restos de encalados y de chimeneas.
—Sepa usted que yo soy primo de Pedro Sánchez, el barquero de Villanueva.
Antes hubo una barcaza de esas de maroma con la que se pasaban personas y
animales, pero cuando quitaron la barcaza, se quedaron los Sánchez con una
barquichuela. Mi primo Pedro murió hace años, pero en su tiempo no había nadie que
conociera el río como él desde la presa de Mengíbar hasta la de Pradollano.
Distinguía por el color del agua, si era parda o tirando a negra, por qué parte había
llovido. Cuando alguien se ahogaba lo llamaban a él para que registrara el río porque
sabía los sitios donde el río guarda a los muertos, aparte de conocer los remolinos que
ahogaban a la gente. Lo de ser barquero lo heredó de su padre, Diego Sánchez. Como
tenían la huertecilla ahí cerca, el que quería pasar el río no tenía más que darle una
voz y Pedro dejaba lo que estuviera haciendo y acudía con la barca. Él cobraba un
real por pasar a una persona, pero muchos le decían que le pagarían a la vuelta y
luego tiraban por otro lado. Eran tiempos de mucha necesidad. También pasaba a la
gente de balde si veía que eran muy pobres. Había tanta miseria que algunos no
podían soportarlo y se tiraban al río; otros se ahorcaban de un olivo.
—¿Y la gente le temía mucho al río?
—Qué va. Bueno, en invierno, cuando se ponía flamenco, un poco, pero en
verano era nuestro recreo. La gente se bañaba, los muchachos en calzoncillos y las
mujeres en camisón en un sitio que le decíamos la Playa o el Vado. Entonces, como la
gente no sabía nadar, algunos se ataban por la cintura con una cuerda larga con el otro
extremo atado a un árbol de la orilla, otros se metían con un neumático de la vespa.
Muchas mujeres se esperaban a que fuera de noche para bañarse, porque al entrar en
el agua se les subía la ropa y no sabían quién las estaba mirando. Hasta había
pescadores que se ponían a echar la caña en El Carcajal. Entonces las aguas bajaban
limpias y se podían pescar nutrias, almejas, cangrejos, de todo.

ebookelo.com - Página 70
CAPÍTULO 18

ANDÚJAR, ORILLA RUMOROSA

Tiene el viajero muy buenos recuerdos y muy buenos amigos en Andújar, así que
entra en ella con el corazón contento después de dejar atrás, y sepultaditas como
están, las ruinas de la Isturgi romana que fue famosa por sus alfares de fina terra
sigilata.
Andújar es la confluencia de la vía de Despeñaperros con el Guadalquivir, lo que
le otorga gran importancia estratégica. En realidad debiera haber sido la capital del
Alto Guadalquivir, título que por motivos estratégicos le correspondió a Jaén.
En Andújar (y en Martos) podemos decir que empieza Andalucía: lo que está al
norte es, en puridad, manchego y castellano.
En Andújar quedan restos de la muralla almohade que circundaba la ciudad, con
sus torreones y sus castillos esquineros. En la iglesia de Santa María, gótico-mudéjar,
se conserva una Oración en el huerto de El Greco. También hay un cuadro,
igualmente meritorio, de san Josemaría Escrivá.
Es tradición en Andújar, ciudad muy proclive al amor, que aquí se encendió la
pasión entre el moro Abdelazis y Egilona, hija del derrotado rey godo don Rodrigo, o
su viuda, según Claudio Sánchez Albornoz, el historiador gruñón y aguafiestas, o sea,
que hay que imaginarse, por un lado, esa doncella, rubita, grácil, con trenzas, el
corpiño apretado sobre unos pechitos duros e inocentes que caben en el cuenco de
una mano, los muslos largos y torneados bajo la túnica inconsútil, y por otra una
señora algo entrada en carnes, pero aún firmes y meritorias, los pechos valentones, el
cabello negro profundo, matizado por alguna hebra de plata, recogido en un moño, la
mirada encendida, con sus ojeras cárdenas de lo mucho vivido, con el brillo de la
espera y de la promesa, el triunfo de la vida sobre la muerte.
Antes de seguir déjenme aclarar que esto que cuento no viene en las crónicas, que
las crónicas no pueden estar en todo, pero es razonable suponerlo dado que el
conquistador Abdelazis se prendó de ella, fuera doncella tierna o viuda fogueada, y
cómo estaría de encalabrinado el tío que abrazó el cristianismo para abrazarse a ella.
El califa de Oriente, cuando lo supo, cogió tal cabreo que lo hizo decapitar. Con la
impresión, ella murió de sobreparto. Díganme si no es mejor historia que la de
Romeo y Julieta, Calixto y Melibea, Eloísa y Abelardo o el Cachuli y la Pantoja:
mucho mejor, dónde va a parar.
El Guadalquivir, cuando llega a Andújar, es un río respetable de aguas lentas y
pardas por la tierra que arrastran. Ello se debe a la inveterada costumbre del

ebookelo.com - Página 71
agricultor jiennense de tener los olivares sin una mala hierba, que de haberla sería
marca de dejadez y andaría en hablillas de sus linderos en el bar del pueblo. De este
modo se favorece la erosión y en cuanto caen cuatro gotas, se hacen regueros que se
crecen en cárcavas que se crecen en barrancos y allá se van las fértiles tierras camino
del mar dejando atrás cerros pelados y guijarros.
—¿Usted cree que las labores favorecen la erosión?
—No es que lo crea yo: es que está demostrado y más en cerros tan pendientes.
Las lluvias arrastran la tierra al Guadalquivir y él la transporta y deposita en su curso
bajo, como es costumbre y obligación de los ríos caudales. Este es el motivo por el
que su cuenca fluvial requiere dragados cada vez más frecuentes. Es que la corriente
baja muy mermada por los pantanos que retienen el agua de sus afluentes, por los
sedimentos, por la acumulación de vegetación o por la inestabilidad de los márgenes.
El puente romano de Andújar «se puede aventurar con gran cautela» que data de
finales del siglo II. «Está construido con sillares de piedra arenisca de color siena, o
marrón y mide 338 metros de longitud, once de altura máxima y 7,8 de anchura, que
en los miradores llega a 14,15 metros. Tiene en total catorce ojos, de los cuales los
doce de la orilla derecha son de medio punto y los dos restantes que pegan a la orilla
izquierda son escarzanos, construidos en el segundo tercio del siglo XIX por un
arquitecto apellidado Pequeño, en sustitución de cinco de los antiguos que se habían
ido con las riadas. El arco mayor, noveno contando desde la margen derecha, tiene
una altura de nueve metros y una luz de cerca de doce. Como el puente grande de
Mérida, el de Andújar está dotado de aliviaderos o arquillos de desagüe sobre las
pilas para facilitar el paso del agua en las grandes avenidas (…). Las pilas están
provistas de tajamares de sección triangular que encauzan la corriente hacia el
interior de los arcos. Se coronan con sombrerete piramidal aguas arriba y casi
semicirculares aguas abajo[50]».
El puente de Andújar, con ser sólido, sufría bastante con las riadas que
periódicamente asolaban su entorno, lo que explica que el caserío de la ciudad esté
retraído como doscientos metros, al amparo de la muralla almohade, en una cota más
alta que lo mantiene a salvo de inclemencias[51].
En las actas del cabildo aparece continuamente la necesidad de reparar el puente,
unas veces «porque el Guadalquivir dejó de ir por la madre vieja, por donde solía ir
se ha rompido» (1491); otras porque «el primer arco de la entrada del puente está a
punto de venirse abajo, por lo que es necesario construir un arco de cinco varas para
igualarlo» (1698).
A los gastos de conservación del puente contribuían no solo los vecinos de
Andújar sino los de las poblaciones del entorno, hasta cincuenta leguas a la redonda,
consideradas también sus beneficiarias.
Una de las ocasiones en que las riadas dejaban el puente inutilizable coincidió con
el paso de la corte en la visita que Felipe IV hizo a Andalucía. El ingenioso poeta
Francisco de Quevedo, que figuraba en el nutrido séquito del monarca, nos ha dejado

ebookelo.com - Página 72
en una carta fechada el 17 de febrero de 1624 una vívida impresión de lo azaroso que
era el paso del Guadalquivir:

Yo caí, San Pablo cayó; mayor fue la caída de Luzbel (…). Volcóse el coche del almirante (íbamos
seis); descalabróse don Enrique Enriquez; yo salí por el zaquizami del coche asistiéndome una de las
quijadas: y otro me decía: «Don Francisco, deme la mano»: y yo le decía: «Don Fulano, deme el
pie».
(…).
Yo vengo sin pesadumbre y sin cama; que ha seis días que no sé de mi baúl (…). Llegamos tarde
a Andújar anoche viernes, sin luz ni guía; donde hoy nos hemos detenido por la gran creciente del
Guadalquivir, y mañana porque no se sabe de las acémilas y del carruaje.
El duque del Infantado se quedó en Linares, por haber caído su litera y aporreádose. El Patriarca
no aparece, y le andan pregonando por los pantanos, y apareció entre las acémilas. Mis camisas me
dicen se las pone un cochero.

El viajero cruza el Guadalquivir por puente moderno y endereza sus pasos a


Arjona, la Urgao o Urgavona de tiempos iberos y romanos, un pueblo blanco y
hospitalario encaramado sobre un cerro. Allí se dirige derechamente al mirador de la
plaza de Santa María, desde el que se otean más de cincuenta kilómetros de campiña
olivarera y las remotas cumbres grises de Sierra Morena.
En esa plaza nuestro inquieto viajero visita tres museos: el Arqueológico, con una
estimable colección iberorromana y el impresionante aljibe del alcázar almohade, el
de Costumbres y Artes Populares, que exhibe objetos relacionados con la vida
cotidiana y la cultura del olivo y del cereal, y el Santuario de los Santos, consagrado
al hallazgo de unas reliquias de cristianos martirizados por Roma que conmovió a la
sociedad española los años 1628 y siguientes.
En el camarín, dentro de ricas urnas, se veneran las calaveras de los centuriones
romanos Bonoso y Maximiano, acompañadas de cientos de huesos anónimos. Entre
las menudencias del museo se encuentra el presunto potro de tortura romano, la
trochlea.
El viajero prosigue su paseo a través de las callejuelas de la judería medieval
hasta la iglesia de San Juan, de origen gótico-mudéjar, con su airosa torre octogonal,
casi un minarete, y su portada plateresca. En el subsuelo de esta iglesia visita la
insólita cripta neobizantina del barón de Velasco (1914), revestida de mosaicos que
dibujan un pantocrátor y querubines de seis alas. Completan su adorno bellos
bajorrelieves de ángeles y tres grandes estatuas de mármol de Carrara que representan
la Fe, la Esperanza y la Caridad, unas mujeronas muy en sazón y de tamaño mayor
del natural.

ebookelo.com - Página 73
Castillo de Aragonesa.

Cumplida la parte cultural de la visita el viajero se provee de cortadillos y


pasteles en la famosa confitería del pueblo antes de proseguir su camino Guadalquivir
abajo por los llanos olivareros del Sotillo.
El río, ya definitivamente solemne de aguas, va describiendo meandros, como
explorando el terreno, en la raya provincial de Jaén y Córdoba. Pasa no lejos de los
muros de Aragonesa o Bretaña, uno de los castillos beréberes que hacían de casas de
postas en el arrecife medieval que remontaba el Guadalquivir sobre los pasos de la
Vía Augusta.

ebookelo.com - Página 74
CAPÍTULO 19

MONTORO, EL BALCÓN SOBRE EL


GUADALQUIVIR

Desde un altozano de la ribera, el viajero se solaza en la contemplación de


Montoro, con su apretado caserío abrazado por un ceñido meandro. La ese perfecta
que describe el Guadalquivir acunando al blanco palomar le recuerda al viajero otras
visiones de Toledo y de Cuenca.
En este cuadro de notable belleza, recientemente declarado Monumento Natural,
destaca el puente sobre el Guadalquivir, uno de los más bellos de España: cuatro
airosos arcos de medio punto labrados en piedra caliza roja que soportan una calzada
de ciento ochenta metros de largo por nueve de ancho.
El puente se comenzó a construir en 1498, reinando los Reyes Católicos, y las
obras se prolongaron durante cuarenta años. El arco central, que es el doble de ancho
que los otros, y de mayor mérito en su fábrica, a veinte metros sobre las aguas, solo
estuvo terminado en 1515, bajo Juana la Loca.
—Oiga, ¿este puente es el de las Doncellas o el de las Donadas? —pregunta el
viajero a un paseante de los que los médicos condenan a una caminata matinal, buena
para el corazón.
El hombre, que excede las ocho arrobas en canal y viste chándal de mercadillo y
zapatillas deportivas running reflectantes, queda agradecidísimo de que un deber
cívico, atender a la honesta demanda de un forastero, y otro evangélico, enseñar al
que no sabe, le permita hacer un alto en su esfuerzo. Aspira unas bocanadas de aire,
que venía ahogándose, congestionado el rostro y a punto de síncope, y responde
jadeante:
—Lo mismo da que lo llame de las Donadas que de las Doncellas, ¿sabe usted?
El nombre proviene de que las doncellas de Montoro contribuyeron con sus joyas a la
construcción del puente. Si no llega a ser por ellas, el puente no se hace, y eso que
también se rascaron el bolsillo, como era de ley, Bujalance, Pedro Abad, El Carpio,
Cañete de las Torres, Morente y los otros pueblos de la comarca a los que la
construcción del puente favorecía.
Pondera el viajero el mérito de aquellas señoras y señoritas con cuyo generoso
desprendimiento pudo completarse una obra a cuyo remate no llegaba el aliento de
los hombres.

ebookelo.com - Página 75
—Y eso que la corona había concedido a la villa no tener que albergar ni
avituallar tropas para que concentrara sus esfuerzos en la construcción del puente —
prosigue el corredor—. Habrá notado usted que el puente está hecho en la parte más
angosta del cauce, la Çindela del Rastro como se llamaba. De ese modo el arquitecto,
que pudo ser Enrique Egas, se aseguraba dos ventajas: cubrir el espacio con menos
gasto y hacer la obra tan alta que las avenidas primaverales del río no se la llevaran
por delante.
—Una juiciosa elección.
—Sí, señor. Y si usted se interesa en ello debe saber que el meandro epigénico
que acá describe el Guadalquivir se asienta sobre materiales paleozoicos de las
estribaciones de Sierra Morena.
—Es un dato que no caerá en saco roto —asiente grave el viajero.
—Ea, pues con eso ya va usted aviado y quede usted con Dios, que yo sigo con
mi tarea, que tengo allí enfrente, en la terraza de mi casa, a la tarasca de mi mujer
vigilándome con unos prismáticos por si flaqueo en mis deberes —dice el hombre
reanudando el paseo.
El viajero lo ve alejarse a paso vivo, otra vez bufando por el arcén de la cuesta, y
piensa la inmensa suerte que tiene uno de dar con una mujer que se preocupe por su
salud y bienestar cuando ya los años nos doblegan, nos aparecen las goteras de la
edad y vamos quedando para poco.
Con esas reflexiones nuestro viajero entra en Montoro, la antigua Épora, ciudad
federada de Roma, y aparca su automóvil en la plaza de España, con el antiguo
Palacio Ducal de la Casa de Alba convertido en Casa Consistorial.
—Oiga, ¿aquí estoy bien? —le pregunta a un municipal que ronda por la plaza.
—Ahí está usted inmejorable, pierda cuidado —le responde el urbano.
Da las gracias el viajero y emprende la tarea de callejear sin rumbo por las bellas
y empinadas calles del pueblo, en las que admira unas casas encaladas y otras de
piedra o de ladrillo, según las cambiantes modas. El viajero encuentra esta
arquitectura popular simple y armoniosa, con el contrapunto de algún antiguo torreón
que surge de pronto para recordarle el legado histórico del pueblo y algún mirador
desde el que atalaya el dilatado paisaje de olivar.
En el casco histórico de Montoro destacan media docena de notables iglesias que
juntas forman un catálogo y compendio de los estilos artísticos que el Guadalquivir
presenta: la de San Bartolomé es gótico-mudéjar del siglo XV, Santa María de la
Mota, sede del Museo Municipal, es gótica y la del Carmen, del siglo XVIII, barroca.
Hay también una calle de los Notarios y hasta una Casa de las Conchas, tan bizarra o
más que la de Salamanca, a la que excede de largo en conchas, ya que su artífice, don
Francisco del Río, consagró la vida a decorarla con los cuarenta y cinco millones de
conchas recolectadas en los siete mares y veintitantos océanos que se calcula visitó en
tan noble empeño. Un letrero realizado por su mano, con conchas naturalmente,
proclama: ESTACASA A SIDO CONTRUIDA POR UN CANPESINO (sic).

ebookelo.com - Página 76
Medita el viajero sobre los alcances del libre albedrío. En el tiempo que consagró
a llenar de conchas las paredes, don Francisco del Río podría haber cursado un
graduado escolar y después un bachillerato y después una o dos carreras y algún
doctorado, pero escogió el camino más difícil y optó por forrar la casa de conchas
marinas, quizá ignorante de que le hará la picha un lío a los arqueólogos del futuro
que al descubrir el insólito concheiro deduzcan erróneamente que en Montoro hubo
una Atapuerca más antigua que la de Burgos y más poblada cuando el mar regaba
estas riberas y todavía no existía el valle del Guadalquivir. Mientras ese tiempo llega
los descendientes del hacendoso artífice cobran la entrada a euro.
Montoro es hoy una ciudad predominantemente olivarera, pero en otro tiempo fue
también famosa por las aguas sulfurosas, carbónicas, silíceas y magnésico cálcicas
que prosperaban en los arroyos Cascajar, Ventanillas y Arenosillo. En este último la
marquesa de Benamejí acondicionó unos baños con albercas honestamente separadas
para hombres y mujeres, que donó al pueblo. La lápida dice: «Baños de Arenosillo,
mejorados en beneficio de la humanidad doliente. Año 1838».
De Montoro era el poeta judeoconverso Antón de Montoro, apodado Ropero de
Córdoba, autor de los versos satíricos en los que expresa las dificultades de
integración social que le acarrea su condición de judeoconverso:

¡Oh, Ropero amargo, triste


que no sientes tu dolor!
Setenta años que naciste
y en todos siempre dixiste:
«Ynviolata permansiste»
y nunca juré al Criador.
Hize el Credo y adorar
ollas de tocino grueso,
torreznos a medio asar,
oyr misas y reçar,
santiguar y persinar,
y nunca pude matar
este rastro de confeso.
Los hinojos encorvados,
y con muy gran devoción.
En los días señalados
con gran devoción contados,
y rezados
los ñudos de la Pasión.
Adorando a Dios y Hombre
por muy alto Señor mío.
Por do mi culpa se escombre,
no pude perder el nombre
de viejo puto, judío…

ebookelo.com - Página 77
Callejeando por Montoro, subiendo y bajando cuestas, al viajero le llega la hora
del almuerzo y se dirige al restaurante Sol Zapatilla, donde le sirven una tortilla de
collejas y unas manitas de cerdo rellenas que consumidas frente a las formidables
vistas del Guadalquivir le saben a gloria. El viajero remata con una tajada de melón y
luego, como hombre de morigeradas costumbres, sale del pueblo, aparca el vehículo
en un pinar, extiende la manta de viaje sobre el colchón de cebollinas, como acá se
llaman las agujas de los pinos, y echa su siesta roncada bajo un piñonero, la gorra
sobre el rostro, las manos trabadas sobre la prominencia abdominal, antes de
reemprender el camino.
Llegando a Pedro Abad, cercano al Sacili Martialium que cita Plinio (Naturalis
Historia III, 10), el viajero se sorprende al encontrar una construcción que parece
sacada de Las mil y una noches, la mezquita Basharat perteneciente a la comunidad
Ahmadía, cuyos fieles sostienen que el profeta Jesús no murió en la cruz ni fue
resucitado, sino que sobrevivió a tan desagradable trance y poniendo tierra por medio
emigró a la India más que por canguelo porque, cumplida satisfactoriamente la
misión que el Padre le había encomendado, se había fijado como meta indagar sobre
el destino de las tribus perdidas de Israel. En ese empeño murió, ya de muerte natural,
sin dar con las tribus, y fue sepultado en Cachemira.
—Pues no tenía ni idea —reconoce el viajero—. Y eso que soy cristiano desde mi
nacimiento como quien dice.
—Todos son días de aprender —sentencia el circunciso informante—. Si usted
gusta le explico más cosas que ahí dentro tenemos una surtida biblioteca. Hoy día no
tiene mayor mérito porque en España disfrutan ustedes de más de quinientas
mezquitas desde las que se difunde la cultura, pero debe usted saber que esta de
Pedro Abad tiene el mérito de haber sido la primera que se construyó desde la
expulsión del islam de Al-Ándalus. La inauguramos en 1982.
—Muy agradecido.
Regresa el viajero al Guadalquivir, que mientras tanto se ha aproximado a la
Autovía de Andalucía para después alejarse otra vez como dudando si dirigirse a
Adamuz, pero finalmente cambia de idea y discurre otra vez hacia el sur en busca de
El Carpio, la suave pirámide blanca de su caserío recostada a orillas del Guadalquivir
que tiene por ápice una airosa torre del homenaje mudéjar, de piedra y ladrillo, con
elementos góticos, erigida por Garci Méndez de Sotomayor en 1325.
El viajero ve a las afueras del pueblo un dilatado tejado del que sobresalen dos
torrecillas de molino de aceite y se acerca a curiosear.
Un propio que anda engrasando un tractor lo informa:
—Tarde acude usted, porque la fábrica vieja la desmontaron en tiempos de mi
padre que era el maestro de molino. Ahora esto es almacén. Sepa usted que los
molinos antiguos se quitaron cuando llegaron las máquinas Pieralisi que molturan la
aceituna en un santiamén, con más higiene y menos trabajo.

ebookelo.com - Página 78
La finca pertenece a los duques de Alba, como muestra un azulejo votivo de la
Virgen del Rocío que el viajero encuentra a la entrada y que reza: «Esta imagen fue
mandada pintar por el Excmo. Sr. Duque de Alba en el año 1937 después de la
conquista de esta posición por las gloriosas armas de Franco».
—Oiga, no es por meterme donde no me llaman —dice volviéndose hacia su
informante—, pero más vale que mantenga usted esta puerta cerrada, no sea que
vengan los de la Memoria Histórica a fastidiarle el azulejo.
—Aquí el que venga con educación, como ha venido usted, es bienvenido —
advierte el rústico—, pero a las malas que no me vengan que le santiguo las espaldas
con el palo del azadón al más pintado.
Admirado de la pervivencia de la raza, el viajero regresa a su utilitario, arranca y
pone rumbo a la arboleda del Guadalquivir que serpea allá abajo donde terminan los
olivos, marcando el cauce. Llega a un pequeño descampado y se apea a explorar entre
los cañaverales y los copudos álamos habitados de bulliciosa pajarería. Oyendo voces
se acerca y descubre a un grupo de animosos deportistas que se están preparando para
bajar el río en kayak, esas piraguas de mucha eslora y poca manga hechas para
personas espiritadas con vocación de libélula.
A los palistas no les falta un perejil: gafas polarizadas, gorras impermeables,
escarpines, cortavientos, guantes. Como los apaches se untaban pinturas de guerra,
algunos se están untando en rostro y brazos crema de alta protección.
—A la paz de Dios —saluda el viajero acomodándose a lo bucólico del lugar.
—Buenas —responde en nombre de la colectividad un palista sin por ello
distraerse de sus faenas. Se ve que están acostumbrados a los nativos mirones y ya ni
se molestan.
El que parece jefe del grupo ha terminado de ajustarse la camiseta térmica Helly
Hansen y trata de enfundarse en un traje Decathlon de neopreno, última generación,
con apertura para sacar el pajarito, que valdrá un patrimonio.
—Oiga —se interesa el viajero—, ¿y se aventuran ustedes en este río?
—Y en aguas más bravas —responde ufano el interpelado—. No hay cuidado,
buen hombre, porque el kayak es de kevlrar-carbono y lo aguanta todo.
—¿Y si zozobran?
—No hay problema, porque uno encaja las rodillas en la bañera y hace
esquimotaje.
—¿Esquimotaje?
—Sí, hombre, una técnica de recuperación cuando uno vuelca.
Asiente el viajero, convencidísimo, y regresa a su coche considerando lo que uno
llega a aprender andando por esos mundos de Dios.
Pues nada, que en estos tramos el Guadalquivir se nos hace un río deportivo que
tolera a los más aventureros el descenso en kayak con corrientes rápidas y pasos
estrechos repletos de vegetación y aves acuáticas. Eso hasta la central hidroeléctrica,
porque a partir de ese punto el río se amansa y recompensa al esforzado palista con

ebookelo.com - Página 79
aguas tranquilas en las que dejarse llevar por la corriente e incluso le ofrece playuelas
fluviales en las que hacer un alto, despojarse del indumento deportivo y darse un
baño refrescante antes de proseguir hasta la Isla de los Pájaros de Villafranca de
Córdoba.
En topónimo Villafranca indica que hubo un tiempo feliz y sin duda lejano en que
el pueblo no pagaba impuestos, que no estuvo sometida a vasallaje feudal y que el rey
la liberó de las acostumbradas tasas.
Llegado a la plaza del ayuntamiento, el viajero aparca donde puede y le pregunta
al consabido municipal por los monumentos del pueblo.
—De antiguo hay poco —reconoce el ilustrado corchete— porque, aunque el
pueblo esté en la Vía Augusta, es fundación tardía, del repostero mayor de Pedro I,
don Martín López de Córdoba. No obstante, si usted es aficionado a la política, gusto
que no le aplaudo, debe saber que en el cerro Alcaparral, cerca del pueblo, tenemos
una torre telegráfica que ya ha cumplido cien años. Imagínese usted la de mensajes de
los sucesivos ministros de la Gobernación a los gobernadores civiles de Córdoba,
Sevilla y Cádiz que habrán pasado por ella. ¡La historia viva de Andalucía!
—Pues ahora que lo dice, lleva usted razón —reconoce el viajero—. Una torre
telegráfica tan antigua es de lo más histórico.
—Arqueología industrial, no le digo más —se reafirma el municipal—. Y enlaza
con las de la loma de Mingasquete, entre Montoro y Bujalance, y con la del Cortijo
Chancillerejo, en Alcolea.
—Yo venía a informarme del río —apunta tímidamente el viajero.
—El río, ya ve usted, es la vida del pueblo: buenas huertas de regadío, un parque
acuático que en verano se pone de bote en bote y buenas arboledas. También, como
veo que le gustan los hierros antiguos, puede usted ver el puente viejo que ya no se
usa porque está el puente nuevo, el de los Remedios, así llamado en honor a la
patrona que es también nuestra alcaldesa perpetua. ¡Tenía usted que haber visto la de
cohetes que tiré el día de la inauguración! ¡Todavía me huele la ropa a pólvora!
—Ya me lo imagino, ya.
—Y si a usted le gustan los pájaros, en el Guadalquivir tiene la Isla de Soto Bajo,
donde anidan multitud de aves acuáticas: martinetes, garcillas, y muchas anátidas
como el azulón o el pato cuchara y alguna que otra garza.
Agradece el viajero la información y se da un garbeo por el paseo ribereño hasta
el puente de los Remedios, disfrutando de la vegetación ribereña de álamos blancos y
sauces. Más arriba, tirando a la sierra, hay moreras, acacias, y mucho matorral,
viboreras y amapolas, esas humildes flores que con tanto herbicida casi andan
extintas.
La sierra trae olores y trae aguas, porque por aquí descienden entre juncos y
tarajes, olivares y dehesas en busca del Guadalquivir su afluente Guadalmellato,
nacido en Sierra Morena de la unión del Guadalbarbo, el Cuzna y el Barbo.

ebookelo.com - Página 80
En este punto, el Guadalquivir es río sereno y patriarcal, pero vivo y fluyente y
eso que los embalses le han robado mucho caudal. En pasando de Sevilla, aunque
aumentado por las aguas de sus más de cuarenta afluentes, se volverá perezoso y
formará meandros, islas y marismas.
El viajero deja atrás una antigua aceña harinera y prosigue su camino hacia
Córdoba que ya se anuncia, con una parada en el histórico puente de Alcolea, obra de
Carlos III, el rey albañil y por lo que se ve pontífice (es decir, constructor de
puentes). Este puente de firmes tajamares se tendió entre 1785 y 1792, a caballo entre
dos monarcas, y tiene veinte ojos y trescientos cuarenta metros.
Un labriego con gafas sin montura y sombrero de paja que estaba escardillando
un pequeño habar deja la faena y se acerca al viajero que contempla el puente.
—Majo, ¿eh?
—¿Cómo dice?
—El puente, digo —señala con el mechero de yesca que ha sacado del bolsillo del
chaleco. Saca un cigarro arrugado del otro bolsillo y le ofrece—: ¿usted gusta?
—Se agradece, pero me he quitado.
—Yo también me tengo que quitar —reconoce el labriego encendiendo el
caliqueño—. Eso quiere el médico. Lo que pasa es que si uno se quita del café, del
tabaco y del vino, ¿qué le queda? Y edad no tiene uno pa meterse en discotecas a
levantar hembras.
—¿Y qué me dice usted del puente? —inquiere el viajero por salir del sesgo
pantanoso que iba tomando la conversación.
—Este puente es famoso por las batallas que en él se dieron, la última en 1936
cuando los rebeldes ganaron el campo a los republicanos, de esa más vale no
acordarse porque todavía sangra. La primera fue en 1808, cuando una tropa española
quiso detener a los franceses y no pudo. Los franceses los derrotaron y entraron en
Córdoba a robar iglesias y a forzar mujeres. La segunda batalla fue en 1868, durante
la Gloriosa, cuando los generales rebeldes derrotaron al marqués de Novaliches, que
hasta recibió un metrallazo en la mandíbula. Por eso hay una copla que dice:

El general Novaliches
en Córdoba quiso entrar
y en el puente de Alcolea
le volaron las quijás.

—Ya tuvo que ser gorda —comenta el viajero.


—Sí señor, que lo fue. Todavía se encuentran balas entre los terrones. Pues
después de esta batalla la reina Isabel II tuvo que hacer los baúles y salir de España.
—Muy enterado lo veo a usted.
—Es que uno, dentro de su modestia, se interesa por la historia de esta comarca
—dice el hombre—. Modestia aparte tengo una de las mejores bibliotecas del pueblo
y desde que me jubilé paso el tiempo leyendo y cultivando. Il faut cultiver notre

ebookelo.com - Página 81
jardin, como recomienda Voltaire en el Candide, o sea, dejémonos de problemas
metafísicos y arreglemos lo que esté en nuestra mano y nos mejore la vida.
—Sabio principio —reconoce el viajero.
Conversan otro poco, de política, del cambio climático, de mudanzas de los
tiempos y se despiden tan amigos.

Las grúas o presas del Guadalquivir, obra hidráulica del siglo XVII, en El Carpio.

ebookelo.com - Página 82
Va cayendo la tarde, lo que pone al viajero melancólico cuando se encamina
derechamente a Córdoba por carreteras secundarias que recorren un paisaje algo
torturado. El viajero recuerda lo que ha leído: «Se contempla con tristeza una larga
periferia de chalés precozmente ajados, naves industriales, campos de cultivos
degradados, descampados repletos de escombros y basura y tremendos caminos de
tierra trazados por los vecinos con el consentimiento de los gobernantes. La cultura
del parcelista —así se llama en Córdoba a estos constructores irregulares— ha
llenado las antiguas tierras califales de ruzafas truncadas y pozos sépticos, y ha
asfixiado con sus casas campestres de dudoso gusto los bosques de Sierra Morena, la
zona arqueológica protegida de Medina Azahara e incluso el espacio circundante del
aeropuerto de la ciudad. Entre todos esos barrios ilegales, hay algunos de aspecto más
noble. Son mansiones construidas en mitad de la sierra, entre jaras y pinares. Pero su
presencia en lo más puro y sagrado de la montaña resulta realmente
estremecedora[52]».

ebookelo.com - Página 83
CAPÍTULO 20

CÓRDOBA, LEJANA Y SOLA

El viajero aparca en la ribera izquierda del Guadalquivir, donde hay un hotel que
conoce de otras veces, y después de registrarse, subir el equipaje y refrescarse un
poco, se cambia de camisa y baja al bar donde le sirven una cerveza con su tapa: un
platillo de tomate con bacalao que encuentra en su punto, señal de que el cocinero ha
frito los dos elementos por separado y luego los ha cocido juntos para que armonicen
sabores.
Ya en la cama, mientras acude el sueño, nuestro viajero piensa en las dames du
temps jadis que un día conoció y otros motivos del ubi sunt?, que cuadran a la edad
provecta en momentos de melancolía y soledad.
Cuando despierta está levantando el día y un tímido sol mañanero brilla sobre las
aguas del vecino Guadalquivir. Se asea el viajero, baja a desayunar y se echa a la
calle dispuesto a redescubrir Córdoba.
Antes que nada sube a la terraza de la Calahorra, la torre de gran porte, exenta
(qal’a hurra), que los Trastámara construyeron para defensa del puente romano.
Desde su privilegiada atalaya, el viajero esparce su mirada por esa imagen
insuperable que le brinda el río: a sus pies, el puente romano; enfrente, la mezquita; a
su izquierda, los molinos medievales de Martos, de San Antonio, de Enmedio, de
Téllez y la Albolafia, con su gran noria que Isabel la Católica hizo desmontar en
1492, durante su alojamiento en el Alcázar, porque el ruido no la dejaba dormir.
Todos esos molinos se comprenden en el espacio natural protegido de los Sotos de
Albolafia.
—¿Un espacio natural protegido en plena ciudad?
—Sí, señor, y en medio del río. Esos afloramientos que ve usted en el río, esas
barras e islotes poblados de verdor que se extienden entre el puente romano y el
moderno puente de San Rafael aguas abajo, ocupan una superficie de veintidós
hectáreas que atesoran una vegetación de ribera singular: sauces, álamos, adelfas,
zarzas y carrizos que albergan, además de nutrias, una importante avifauna que
comprende más de cien especies de aves. ¿Ve usted, allí a la izquierda, el Molino de
Martos?
—Lo veo.
—Pues ahí existe una bullente colonia de cría de garcilla bueyera y martinete y en
el islote de al lado se ha detectado cierta población de calamón (Porphyrio

ebookelo.com - Página 84
porphyrio), la esquiva grulla de plumaje azulado y patas rojas y el morito (Plegadis
falcinellus).
Contempla el viajero el variado panorama del río y se recrea en la trabada
arquitectura de los molinos medievales y más al fondo, en la orilla frontera, la gran
noria y los muros de los alcázares. Esta es la mejor estampa de esta ciudad mesurada
y honda, sabia y prudente. El viajero tiene por costumbre, cuando va a Córdoba, casi
siempre por mayo, andarse con estos protocolos, a los que añade una rememoración
del soneto que Góngora dedicó al río que acunó su nacimiento:

Rey de los otros ríos caudaloso,


que en fama claro, en ondas cristalino,
tosca guirnalda de robusto pino,
ciñe tu frente y tu cabello undoso.
Pues dejando tu nido cavernoso
de Segura en el monte más vecino,
por el suelo andaluz tu real camino
tuerces soberbio, raudo y espumoso.
A mí, que de tus fértiles orillas
piso, aunque ilustremente enamorado,
la noble arena con humilde planta,
dime si entre las rubias pastorcillas
has visto que en tus aguas se han mirado
beldad cual la de Clori, o gracia tanta.

Córdoba es una gran señora, que tiene un arcángel por patrón. A Córdoba, como a
Constantinopla y a Jerusalén, se le pide permiso antes de entrar, destocado y humilde.
Otras grandes ciudades fingen ser más de lo que son y no pueden evitar una última
impresión de vanidad y aire hueco. Córdoba es justo lo contrario: está en su sitio,
callada, amable y distante.
Aquí nacieron Séneca, Maimónides y Góngora. También, hay que reconocerlo, el
pintor Julio Romero de Torres, que a ratos parece más sevillano que cordobés.
«Cuando un músico muere en Córdoba —dice el filósofo medieval Averroes—
venden sus instrumentos en Sevilla. Cuando un erudito muere en Sevilla, sus libros se
venden en Córdoba». Esta Córdoba senequista y reflexiva se trasluce en la actitud
más reposada de sus habitantes. En las tabernas más clásicas de Córdoba se calla más
que se habla. Hay dos cordobeses sentados frente a sendos vasos de montilla en una
bodega, como todas las tardes desde hace cuarenta años. Cuando llevan una hora sin
despegar los labios, uno de ellos comenta: «¡Qué bien se está hablando poco!». Pasa
otra hora antes de que el otro responda sentencioso: «Sí, pero mejor se está no
hablando na».
La ciudad es reflexiva, pero también es alegre con mesura, bella sin exceso y,
desde luego, más romana que mora, más de mármol liso que de recargado azulejo,
más de sencillo tiesto con geranios sobre la simple pared encalada que de reja con

ebookelo.com - Página 85
volutas, Virgen con farolillos y macetero con jazmines. Huele a dama de noche y a
dulce de convento.
Antes de abandonar la Calahorra, el viajero visita el Museo del Diálogo de las
Culturas que el edificio alberga. El museo, inspirado en el pensamiento trashumante
del tornadizo Roger Garaudy, un destacado intelectual francés que primero fue
marxista y ateo, luego se convirtió al catolicismo y finalmente se casó con una
palestina, se convirtió al islam y se afilió a las tesis negacionistas del Holocausto,
quiere convencer al visitante de que hubo un día en que convivieron pacíficamente
las culturas cristiana, musulmana y judía.
—¿Y no convivieron?
—No señor, como mucho hubo coexistencia, que no es lo mismo, o sea, cuando
los musulmanes eran fuertes abusaban de los cristianos, cuando los cristianos eran
fuertes abusaban de los musulmanes y finalmente los judíos que nunca fueron fuertes
soportaron los abusos de unos y de otros.
—¿Entonces usted no cree en la alianza de civilizaciones?
—No, señor, ese concepto es una gran tontería formulada por el buenismo
posmoderno que nos impone la corrección política. Más bien creo en lo que dice la
psicóloga y periodista siria nacionalizada estadounidense Wafa Sultan: «El
enfrentamiento que estamos presenciando en el mundo no es un enfrentamiento entre
dos religiones ni entre dos civilizaciones (…). Es un enfrentamiento entre una
mentalidad que pertenece a la Edad Media y otra mentalidad que pertenece al siglo
XXI. Es un enfrentamiento entre el progreso y el atraso, entre lo civilizado y lo
primitivo, entre la barbarie y lo racional. Es un enfrentamiento entre la libertad y la
opresión, entre la democracia y la dictadura. Es un enfrentamiento entre derechos
humanos por una parte y la violación de esos derechos por la otra. Es un
enfrentamiento entre aquellos que tratan a las mujeres como animales y aquellos que
las tratan como seres humanos[53]».
El viajero desciende los pinos peldaños de la Calahorra y atraviesa sin prisas el
puente romano, construido originalmente en el siglo I, sintiendo la historia bajo sus
pies. Sin ir más lejos, desde su pretil arrojaron maniatado al Guadalquivir al caballero
Día Sánchez de Jaén, condenado a muerte por Alfonso XI.
—¿Y se ahogó?
—Muy a su pesar. Y es fama que fue la primera vez que cató el agua en su vida
porque lo suyo era el vino añejo curado en bodega, en odre.
De los diecisiete arcos del puente original solo quedan intactos el catorce y el
quince contando desde la puerta del Puente. Todo lo demás ha sido muy remodelado
a lo largo de esos dos mil años de uso, pero en cualquier caso los fundamentos son
romanos.
Vecina del puente y del Guadalquivir está la mezquita, por la que el viajero siente
especial predilección como monumento que compendia una civilización que pudo ser
y no fue.

ebookelo.com - Página 86
La mezquita de Córdoba ocupa más de veinticinco mil metros cuadrados y se
sostiene sobre ochocientas cincuenta y seis columnas, unas de granito, otras de
mármol veteado, otras de jade verde, todas distintas porque los moros las expoliaron
de edificios romanos, visigodos y bizantinos.
La altura de los fustes de las columnas resultaba insuficiente para una sala tan
extensa, problema que resolvieron creando una doble arquería con los arcos
superiores huecos, copiándolo de los acueductos romanos. Además, la alternancia de
dovelas blancas y rojas, de inspiración bizantina, imprimió gran dinamismo
cromático a la obra.
Una mancha en una columna de esta mezquita es el aleph, lugar mágico y terrible
en el que confluye la energía del universo, léanme a Borges. Nadie sabe en qué
columna está ni es fácil averiguarlo porque casi todas ellas son distintas y tuvieron su
propia historia antes de confluir en este edificio. Hay otra columna en cuyo mármol
un cautivo cristiano rayó pacientemente, con la uña, durante lustros, el signo de la
cruz. Estas hazañas perseverantes ponen en el visitante pavor y grande admiración.
En los presentes tiempos, menos heroicos y abnegados, aquel anónimo cautivo quizá
hubiese construido un artístico Taj Mahal con palitos de cerillas.
El viajero pasea por el interior de la mezquita entre azogados grupos de nipones
cámara al cuello; de germanos uniformados de Afrika Korps; de sajones de sandalias
y calcetines; de galos de roulotte y bocadillo. Ve también a un grupo de moros que
visten orgullosas chilabas e indóciles barbas y vacilan entre el éxtasis ante la belleza
del edificio y la mal disimulada indignación por su ocupación cristiana.
El viajero nota que un vigilante los sigue prudentemente y el vigilante nota que el
viajero ha detectado su interés.
—Estos vienen casi todos los días a refunfuñar —le confía— porque creen que la
mezquita es suya, lo mismo que el resto de España, Al-Ándalus como lo llaman. Los
muy tarugos no entienden que los que hicieron todo esto no eran como ellos, que
aunque fueran musulmanes eran tolerantes, se aseaban regularmente, no estaban
reconcomidos de envidia por los pueblos más prósperos y hasta les gustaba el vino
más que a los chivos la leche. Porque usted sabrá que estos de ahora el vino ni
probarlo y el jamón tampoco, que es pecado.
—Algo sé —admite el viajero.
Iba a completar el comentario pero el vigilante se va dejándolo con la palabra en
la boca.
—Usted dispense que parece que se van para la parte de la catedral y no quiero
perderlos de vista.

ebookelo.com - Página 87
CAPÍTULO 21

EN EL QUE EL VIAJERO EVOCA EL


COLLAR DE LA PALOMA

Prosigue el viajero su paseo entre los mármoles, las columnas y las estupendas
arcadas que sostienen la techumbre. Los comentarios del vigilante le dan que pensar.
En efecto no son los moros de ahora aquellos que componían poesías al vino y al
amor, más bien están en las antípodas de los que un día crearon o se deleitaron con el
delicioso ars amandi que es El collar de la paloma, el célebre tratado sobre el amor
compuesto por el cordobés Ibn Hazn hacia 1022, del que se sabe de memoria algunos
pasajes: «El amor, esa dolencia rebelde cuya medicina está en sí misma (…) esa
dolencia deliciosa, ese mal apetecible».
El árabe andalusí con alma de nardo (esto de Manuel Machado) apreciaba
también el aspecto platónico del amor, el que emana de la unidad electiva de dos
almas eternas que se reconocen en la Tierra y se unen. Dice, por ejemplo: «La unión
amorosa es la existencia perfecta, la alegría perpetua, una gran misericordia de Dios.
Yo, que he gustado los más diversos placeres y que he alcanzado las más variadas
fortunas, sostengo que ni el favor del califa, ni las ventajas del dinero, ni el ser algo
tras no ser nada, ni el retorno después del exilio, ni la seguridad después de la
zozobra, ejercen sobre el alma la misma influencia que la unión amorosa».
Pero, ¡ay!, la sed del amor no se sacia fácilmente: «He llegado en la posesión de
la persona amada a los últimos límites, tras los cuales ya no es posible que el hombre
consiga más, y siempre me ha sabido a poco (…). Por amor los tacaños se hacen
generosos, los huraños desfruncen el ceño, los cobardes se envalentonan, los ásperos
se tornan sensibles, los ignorantes se pulen, los desaliñados se atildan, los sucios se
lavan, los viejos se las dan de jóvenes, los ascetas quebrantan sus votos y los castos
se tornan disolutos».
¿Cuáles son las señales del amor para el maestro Ibn Hazn? «Insistencia en la
mirada, que calle embebecido cuando habla el amado, que encuentre bien cuanto
diga, que busque pretextos para estar a su lado, que estén muy juntos donde hay
espacio de sobra, que se acaricien los miembros visibles donde sea hacedero (…), el
beber lo que quedó en el fondo de la copa del amado escogiendo el lugar mismo
donde él posó sus labios».
Otros detalles no son menos entrañables: «Jamás vi a dos enamorados que no
cambiasen entre sí mechones de pelo perfumados de ámbar y rociados con agua de

ebookelo.com - Página 88
rosas (…). Se entregan uno a otro mondadientes ya mordisqueados o goma de
masticar luego de usada».
También en Ibn Hazn encontró el viajero el relato conmovedor de un primer amor
y de una primera experiencia sexual: «Un hombre principal me contó que en su
mocedad se enamoró de una esclava de la familia. Una vez —me dijo— tuvimos un
día de campo en el cortijo de uno de mis tíos, en el llano que se extiende al poniente
de Córdoba, riberas del Guadalquivir. De pronto el cielo se encapotó y comenzó a
llover. En las cestas de las viandas no había mantas suficientes para todos. Entonces
mi tío mandó a la esclava que se cobijara conmigo. ¡Imagínate cuanto quieras lo que
fue aquella posesión, ante los ojos de todos y sin que se dieran cuenta! ¿Qué te parece
esta soledad en medio de la reunión y este aislamiento en plena fiesta? Luego me
dijo: jamás olvidaré aquel día».
Han pasado mil años y los recuerdos de aquel anciano todavía conmueven al
viajero. Cuando ya los protagonistas no son siquiera polvo enamorado, todavía le
parece percibir el olor de la tierra mojada, el acre ahogo de la lana que se va
empapando mientras la lluvia rebota en ella como en un tambor, la sal ardiente de los
voraces labios y la dulce congoja de los cuerpos abrasados por la pasión.
De su ensoñación regresa el viajero a la realidad, en medio de la mezquita,
rodeado de su belleza esplendente. ¿Dónde reside tu misterio?, murmura para sí.
La unidad del edificio no radica en las columnas ni en los capiteles, que son cada
uno de su padre y de su madre, sino en la reiteración aérea del doble cuerpo de arcos
superpuestos y en la alternancia de colores. En la armonía dinámica que es la marca
de la belleza que los constructores de este edificio supieron libar de una antigua
tradición en la que bebían, hecha a medias de la Roma griega de Constantinopla y de
Persia, su enemiga y complementaria.
En tiempos de Carlos V triunfó la torpe idea de incrustar una catedral renacentista
en el corazón de la mezquita. Piensa el viajero que si desmontaran esta catedral y la
instalaran en otro lugar, que para algo han de servir los petrodólares, el monumento
ganaría mucho en perspectiva y otra vez podría admirarse sin interrupción su
magnífico bosque de columnas. Viendo cruzarse al grupo de chilabas por el fondo de
la columnata, lo asalta el pensamiento de que a lo mejor no está muy lejano el día en
que la catedral salga de la mezquita y esperemos que sea de buena manera, solo por
razones artísticas, sin violencia ni sobresaltos.
Mientras arbitra estas reconstituciones, el viajero admira el mihrab y la bóveda de
nervios profusamente decorada que cubre la macsura de la mezquita. De la parte
cristiana le llaman la atención la sillería del coro, los púlpitos de la catedral, la
custodia de Arfe (en el museo catedralicio) y la capilla del Zancarrón, así llamada
porque los moros veneraban en ella un hueso que aseguraban era del pie de Mahoma.
Sale el viajero al Patio de los Naranjos, aquella «isla de sombra, de silencio y
perfume», como la llama el poeta Ricardo Molina. Pasea por los soportales
contemplando las vigas y los tableros de artesonados que se exponen en sus muros.

ebookelo.com - Página 89
Estas vigas y tableros labrados con motivos florales y geométricos proceden en su
mayoría de los artesonados de Alhakem II. Algo sabe el viajero del origen de esas
maderas porque pasó algún verano en los bosques donde estos árboles crecieron hace
un milenio, en las sierras de Segura y de Cazorla.
Los romanos encontraron en la región que hoy conocemos como Alto
Guadalquivir una densa masa forestal que llamaron Saltus Castulonensis (por
Cástulo) y Saltus Tugiensis (por Tugia, actual Toya). Ellos fueron los primeros que
explotaron esa madera y que se sirvieron del río para arrastrarla («descenso por
flotación»). Desde entonces el Guadalquivir ha sido un río maderero y los bosques
que rodean su nacimiento han surtido de madera a las poblaciones de su curso.
Los pinos talados se arrastraban mediante bueyes hasta la ribera del río, unas
veces el Guadalimar, otras el Guadalquivir (también el Segura) y se lanzaban a la
corriente sueltos o entrelazados en almadías.
En tiempos de Roma existían corporaciones de barqueros (ratiarii, nautae) y
almadieros (dendrophori), vinculados con los maestros de obra (fabri), que
levantaban sus edificios a base de grandes estructuras de vigas.
Parece que los ratiarii trabajaban en cuadrillas que oscilaban entre quince y
treinta hombres. El oficio perduró en los pueblos de la sierra de Segura hasta el siglo
XX en los gancheros o hacheros del río, así denominados porque iban provistos de
largas pértigas terminadas en un gancho con el que sujetaban los maderos para
acomodarlos a la corriente y evitar taponamientos y acumulaciones. Otros oficios
auxiliares de los gancheros eran los de arrastradores, arrieros y broceros. Era todo un
espectáculo ver a estos ágiles marineros fluviales saltar de tronco en tronco sobre la
flotante maderada.
Estos hombres, que también serían leñadores, pasaban el invierno talando los
pinos y descortezándolos y en primavera, cuando crecía el caudal del río, lanzaban al
agua los troncos almacenados y los acompañaban en su viaje.
El descenso por flotación de los pinos tenía que superar ciertas trabas que fueron
creciendo a medida que los embalses, azudes y demás labores dificultaban la
operación. Los troncos debían pagar ciertos derechos de paso al discurrir por las
diferentes jurisdicciones. Tradicionalmente se pagaba en especie, o sea, un número de
troncos. En las presas solía ser un tronco por cada veinte o treinta.
A lo largo del río se fueron estableciendo industrias transformadoras de la
madera. Desde fecha temprana hubo en Córdoba aserraderos que reducían la madera
antes de devolverla al río camino de Sevilla.
Las «piaras de mil o más pinos» o maderada, como se denominaba la expedición,
podían tardar entre una semana y dos en alcanzar su último destino, Sevilla. Entonces
los troncos se apilaban de manera que se orearan bien y se dejaban secar entre cuatro
y cinco años. Los romanos lo hacían en almacenes de ribera (horrea) o bajo lonas
impermeables hechas de trapos y brea (centones). Una de las corporaciones

ebookelo.com - Página 90
profesionales de la Bética romana agrupaba a los centonarii, los fabricantes de estas
lonas.
Es evidente que cada gran edificio construido en la Córdoba califal, cada navío
botado en las activas atarazanas de la Sevilla medieval o renacentista o de Sanlúcar o
Cádiz precisó del suministro de troncos de una maderada. Tenemos datos concretos
de las que desde 1734 acarrearon las maderas necesarias para construir el enorme
edificio de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, que en el apogeo de sus obras
requirió la madera de unos ocho mil pinos.
Desde 1607, la Real Armada intervino los bosques de la sierra de Segura de los
que obtenía la tablazón y los mástiles de sus navíos[54]. Los troncos flotaban en el
Guadalquivir hasta Sevilla, donde se recogían, secaban y aserraban para ser
transportados ya en forma de tablones y mediante carros de bueyes a los astilleros de
Cádiz.
A mediados del siglo XIX las cargas de madera puesta a orear en las orillas del
Guadalquivir a su paso por Sevilla servían de mentidero y asiento a muchos
sevillanos como atestigua Estébanez Calderón: «Cierto paraje enfrente de Triana
(…), sentado sobre su capa en los maderos que, en aquella ominosa época en que
teníamos marina, bajaba desde Segura por el Guadalquivir, y que servían en la orilla
para cómodo asiento de la gente desocupada[55]».
La máxima explotación de los bosques madereros del Alto Guadalquivir, y por
consiguiente del río como elemento de transporte, corresponden al siglo XIX
especialmente en su segunda mitad, cuando la demanda de madera crece
paralelamente a las explotaciones mineras de Linares (donde se precisan puntales
para las minas y leña para las fundiciones que ya han agotado el manto vegetal de sus
proximidades), y a la extensión de la red ferroviaria española que necesita ingentes
cantidades de traviesas para la colocación de las vías. Sumemos a ello el telégrafo
que necesita postes en los que sostener los hilos[56].
—O sea, el progreso devasta los bosques de Cazorla y Segura.
—Bien puede decirse así. Visto desde una perspectiva actual hay que considerar
que esa sobreexplotación, que ha durado hasta los años recientes, ha sido un desastre
ecológico de primera magnitud. La última maderada del Guadalimar-Guadalquivir
descendió en 1952.

ebookelo.com - Página 91
Gancheros de Priego.

ebookelo.com - Página 92
CAPÍTULO 22

DE CALAMARES LEGÍTIMOS Y DE
GUIRIS APROVECHADOS

A la hora de almorzar el viajero, que ya ha callejeado bastante, se ha citado con


Rafael Quintanilla, un amigo cordobés de sus tiempos universitarios, ingeniero
industrial, con el que ha quedado para dar una vuelta por la ciudad. Se encuentran,
naturalmente, en la plaza de las Tendillas, la que preside una broncínea escultura
ecuestre del Gran Capitán cuya cabeza en mármol se dice que es el retrato del torero
Lagartijo.
—¿Y no es?
—No. El escultor, que fue Mateo Inurria, tomó como modelo al organista de la
iglesia de San Nicolás.
—Aquí, en un establecimiento llamado La Malagueña, comía yo calamares fritos
cuando era mozuelo —evoca el viajero.
—Eso sería en los tiempos del califato —bromea Rafael—. Me temo que los
calamares aquellos han desaparecido debido a la sobrepesca y ahora los sustituyen
por especies que tienen aspecto parecido pero no saben a nada.
—¡Snif!
Entran en un céntrico restaurante y haciendo honor al lugar solicitan de primero
salmorejo y de principal estofado de rabo de toro (que en Sevilla llaman cola de toro).
No es fácil acertar con la receta porque en muchos establecimientos olvidan someter
las tajadas al efecto Maillard: previamente se fríen en aceite bien caliente para
cauterizar los poros y conseguir que conserve sus jugos durante la cocción en vino de
Montilla.
Después del café los dos amigos pasean proa al Guadalquivir. La charla va de
viajeros europeos que escriben sobre Córdoba y en general sobre Andalucía, o sea, la
fábrica de tópicos que se instaló finando el siglo XVIII y todavía perdura, a menudo
sostenida por los propios andaluces.
—Hoy ha surgido todo un subgénero de esta literatura que podríamos denominar
«de inglés establecido en España» (current genre of the english emigré setting up
home in Spain), el guiri casi siempre de procedencia británica que busca algún rincón
incontaminado por el progreso y alejado de su urbanita, práctico y civilizado sentido
de la vida para vivir una intensa experiencia entre nativos de la que pueda extraerse
un libro. A esta casta pertenecen autores como Chris Stewart (Entre limones) o

ebookelo.com - Página 93
Michael Jacobs (La fábrica de la luz), que siguen conscientemente la trillada senda
de Gerald Brenan (Al sur de Granada) y Robert Graves, aunque sin los alcances
literarios de estos ilustres predecesores. De estos viajeros, gente avispada y lista, se
dio aquí, en Córdoba, un caso especialmente sangrante. No sé si conoces el libro
Babel en España, de John Haycraft.
—No tengo el gusto —reconoce el viajero.
—El británico llegó a España en 1953 acompañado de su esposa y después del
consabido merodeo (todos lo hacen, explorando el lugar que mejor se adapte a sus
intereses) se afincó en Córdoba, abrió una academia de idiomas y los cordobeses se
disputaron su amistad. Él se hacía el integrado, y se retrataba en camiseta bebiendo
agua en un botijo mientras su esposa, una escultural y rubia sueca, se daba aire con
un gran abanico. En resumen: una pareja encantadora que rápidamente se hizo
popular, bueno para el negocio, y se introdujo en todos los ambientes. El embrujo
duró hasta que años después publicó sus impresiones en un libro barojiano en el que
se recreaba en la descripción de los aspectos más retrógrados de la ciudad y de la
sociedad que lo había acogido tan cordialmente y desvelaba detalles
comprometedores de muchos conocidos, lo que mereció que el psicólogo y escritor
Carlos Castilla del Pino, en su libro Casa del Olivo, lo considerara «campeón de la
estupidez» y que el municipio que pensaba concederle el título de hijo adoptivo lo
declarara persona non grata.
—Me suena familiar —dijo el viajero—. Similares denuncias por sentirse
maltratados han formulado otros protagonistas de Brenan[57] o del binomio Stewart-
Jacobs[58], por poner dos ejemplos notorios, el último incluso con denuncia en el
juzgado de por medio, sin que fuera posible la avenencia.
La mención de Brenan solivianta a Rafael.
—Este Gerald Brenan como hispanista pudiera ser todo lo bueno que se quiera,
pero como persona dejaba mucho que desear, o dicho de otro modo, además de
menorero era un grandísimo hijo de la gran puta.
—¿Y eso? —se extraña el viajero, que es admirador del británico.
—Imagínate el cuadro: año 1919, un señorito inglés de buena familia llega a un
pueblo de la España subdesarrollada, rural y pobre, Yegen, en las Alpujarras. El
británico, que ya ha cumplido treinta y cuatro tacos, se prenda de Juliana, una chica
de quince primaveras, guapa y hermosa pero pobre, en las lindes mismas de la
indigencia. La contrata de criada, se le mete en la cama, le hace una barriga, se
alarma y se larga a su país. Vuelve a los tres años, ya casado con una inglesa de su
posición, y comprueba no sin sorpresa que el fruto de aquella relación había sido una
preciosa niña rubia y de ojos azules, de nombre Elena. Le gusta y convence a Juliana
para que le entregue a la niña con el argumento de que con él iba a tener un mejor
futuro. La incauta madre acepta con la condición de seguir viendo a su hija. Brenan
olvida el trato, naturalmente, y se lleva a la niña a Inglaterra para educarla como Dios
manda, lejos de los piojosos españoles. Elena crecerá, se casará, tendrá hijos y se

ebookelo.com - Página 94
morirá sin conocer a su verdadera madre. La desventurada Juliana se muda a Granada
y, obsesionada con encontrar a su hija, merodea por los lugares frecuentados por
turistas fijándose en la única seña que conserva de su niña: en el pie izquierdo tiene
dos dedos unidos. Pregunta en las zapaterías a ver si en alguna han atendido a una
inglesa de esas señas. Sin resultado. Con los años Juliana se vuelve ciega y pierde
toda la posibilidad de ver de nuevo a Elena.
—Menuda historia —comenta el viajero.
—Que retrata la clase de persona que era Brenan, el famoso hispanista. Los
escritores ingleses que conozco suelen cortarse por el mismo patrón —prosigue
Rafael—. Se aprovechan de tu hospitalidad, te utilizan, pero luego van a lo suyo, sin
miramientos. Llega el escritor inglés, te deslumbra con su exotismo, le abres las
puertas de tu casa, le das confianza, te desvives por acomodarlo, él se arrima a tu
sombra y se deja querer, y tú incurres en la ingenuidad de creer que os habéis hecho
amigos para toda la vida. Craso error. De amigos, nada. Tú te desvives por ayudarlo,
pero él, aparte de gorronear tu tiempo, tu experiencia y tus servicios, solo te considera
un pintoresco indígena al que utilizará como materia literaria, uno más de los que
pulularán por su obra. No le interesas como persona, sino como personaje: resaltará
aquellas facetas de tu personalidad que puedan resultar curiosas o pintorescas para su
lector británico en el understatement o sobreentendido de que ellos, el escritor y sus
lectores británicos, pertenecen a una exquisita raza superior cuyas costumbres y
pensamientos, tan distintos a los tuyos, constituyen el canon de la civilización. Lo
tuyo es solo pintoresco. A eso hay que sumar que el papanatas español que se
deslumbra por el guiri tiende a exagerar los rasgos de su carácter nacional que, en su
percepción, más interesan al británico.
—Yo conozco el caso de Michael Jacobs —comenta el viajero—. Pregonaba que
se había enamorado de Frailes, un pueblecito de la sierra sur de Jaén, pero en realidad
se estableció en él porque la vida era barata, lo que se adaptaba a su exiguo
presupuesto, y porque le caía cerca de la Alhambra de Granada que era su principal
fuente de ingresos.
—¿La Alhambra? —se extraña Rafael.
—Sí, como no podía ganarse la vida con lo que escribía, media docena de libros
en ediciones de corta tirada en editoriales menores, «y nunca dos en la misma», lo
que ya es revelador, trabajaba en plan freelance para una exclusiva agencia de viajes
que le encomendaba pastorear por la Alhambra a millonarios americanos, lo que le
permitía, además, comer en buenos restaurantes y hospedarse en buenos hoteles a
cargo de sus clientes. A mí me daba constantemente el coñazo para que le presentara
a mis editores y me tentaba con organizar un divertido viaje a Barcelona por carretera
con ese fin. Con mi coche, naturalmente, porque él, aunque gran viajero, no sabía
conducir ni disponía de vehículo propio. En fin, al final escribió un libro estupendo
en el que halagaba al medio pueblo que le bailaba el agua, e incomodaba al otro
medio.

ebookelo.com - Página 95
—Lo típico —dice Rafael—. También Chris Stewart incomodó a mucha gente
«nativa» con su libro[59], pero el mejor ejemplo de guiri que se aprovecha de la
generosa amistad del indígena para manipularlo y reducirlo a personaje a sabiendas
de que el resultado lo ofenderá es Ernest Slater, un tipo que hace un siglo recorrió el
Guadalquivir como haces tú ahora.
—Ese lo conozco, claro —dice el viajero—. Escribió El Guadalquivir bajo el
seudónimo de Paul Gwynne.
—Entonces sabrás que se hizo acompañar en su viaje por un español solícito que
le facilitaba los trámites, don Ángel Pizarro y Cabas, poseedor «de una paciencia,
constancia y gentileza que jamás he encontrado en ninguna otra persona».
—Sí, eso dice de él.
—Pues unas líneas más abajo corresponde a tanta gentileza con revelaciones que
al interesado le parecerían ofensivas («espero que él no lea este comentario (…),
aunque él se sentiría horriblemente ofendido si dijera esto en su presencia»).
—Lo mismo que dice Jacobs en su libro: «Sabía lo imposible que es escribir
acerca de las propias vivencias en un lugar sin ofender a quienes le han brindado a
uno su confianza[60]».
—Y a pesar de todo lo hace, con un par —comenta Rafael—. Ellos, los
británicos, son gente exquisita y nosotros pertenecemos a una raza deleznable que
solo puede aportar pintoresquismo al prejuicio romántico con el que llegan para
estudiarnos y componer su libro.

ebookelo.com - Página 96
CAPÍTULO 23

DE HIGIENE, CONVIVENCIA Y BAÑOS


MORUNOS

— Ya que te interesas por el Guadalquivir podíamos visitar el Museo del Agua —


propone Rafael.
—No sabía que existiera.
—Es que es muy reciente, pero vale la pena.
De camino al museo pasan por la zona excavada de los baños de Alhakén II,
encontrados casualmente en 1903 y restaurados en los años sesenta del pasado siglo.
—El árabe procedente de la reseca Península Arábiga apreciaba cuanto tuviera
relación con la cultura del agua —explica Rafael—. Por eso adoptaron con
entusiasmo las termas y baños de las ciudades romanas y bizantinas conquistadas.
Los baños eran públicos (aunque las familias adineradas disponían, también, de baño
privado). Cada barrio contaba con su baño (hamman), a veces, varios, a los que
acudían los hombres por la mañana y las mujeres y los niños por la tarde.
Córdoba, en el siglo X, su época de esplendor, llegó a tener más de trescientos
baños a los que acudía la población por motivos higiénicos, rituales y sociales. El
hamman era, además, casino y mentidero donde los amigos se reunían después del
trabajo a hacer tertulias en las que se comentaban los últimos acontecimientos o se
cerraban tratos como en Roma.
El edificio de los baños de Alhakén es cuadrado, compacto, sin ventanas. La luz y
la ventilación proceden de unas lumbreras (midwa) en forma de estrella de ocho
puntas, abiertas en los techos abovedados. Para que no escape el calor ni penetre la
lluvia, se cubren con un grueso cristal o con placas de alabastro. La primera estancia
es un vestíbulo amplio donde humea un braserillo de aromática alhucema. El
encargado cobra su estipendio, una moneda de cobre, poca cosa, porque el
establecimiento está subvencionado. Por un óbolo alquila al usuario una toalla y unos
zuecos de madera. También se vende loción jabonosa, tierra de batán (tafl) para lavar
el pelo y perfume, aunque casi todos los usuarios traen esos productos de su casa o
del mercado.
Después de la primera estancia se pasa al vestuario (bait al-maslaj), donde los
bañistas se desnudan en unas cabinas de madera y entregan sus vestidos al
guardarropa. Envueltos en la toalla pasan a la sala fría intermedia (bait al-barid, el

ebookelo.com - Página 97
frigidarium de los romanos), donde hay una alberca central rodeada de amplios
deambulatorios que permiten charlar o pasear.
Después del baño, el usuario pasa a la sala templada (bait al-bastani, el
tepidarium de los romanos) y después a la sala caliente (bait al-sajuni, el caldarium
de los romanos), una sala muy amplia, sostenida con columnas, los muros decorados
con pinturas geométricas en rojo y en negro.
Este de Alhakén es un baño lujoso: el suelo de casi todas las dependencias está
formado por placas de mármol, pero el de la sala caliente es de losas de piedra caliza,
que soportan mejor las altas temperaturas y el brusco enfriamiento cuando se vierten
baldes de agua fría para producir vapor. Hay en el centro una alberquilla de agua
caliente de donde los empleados del baño (tayyab) sacan baldes de agua para que los
clientes que se han enjabonado y frotado con manoplas de cuerda se enjuaguen el
jabón y la grasa. Uno puede imaginarse el trasiego de cubos de madera (kub).
Cuando rompen a sudar en el caldarium, los bañistas pasan nuevamente al
tepidarium y se tienden en unos poyos altos para que fornidos masajistas (hakak)
apenas cubiertos con un sucinto taparrabos los froten con guantes de cerda y paño, los
unten de aceite perfumado y les revitalicen los músculos con un enérgico masaje.
Finalmente pasan a la sala de descanso, amplia y confortable, un lugar adecuado
para hacer tertulia, en el que ejercen su oficio los barberos, junto a la puerta lateral
que comunica con las letrinas.
El corazón del hamman es una gran caldera de cobre instalada sobre tabicas en
una estancia de regulares dimensiones. Debajo arde un hornillo (al-burma)
alimentado con estiércol, virutas de carpintería y otros desperdicios de la ciudad (en
algún caso, ¡ay!, con libros). El agua llega del cercano Guadalquivir por una tubería
que alimenta un gran pilón de mampostería. El agua caliente discurre por una tubería
de bronce hasta la alberquilla de mampostería del caldarium.
El aire de la combustión, encauzado por un complejo sistema de galerías que
discurren por el suelo y por las paredes, caldea las salas caliente y templada.
—El hipocausto romano —apunta el viajero.
—Exactamente —conviene Rafael—. Un sistema de calefacción que ahora
empiezan a reconsiderar los arquitectos modernos.
Los cristianos quizá no apreciaran el baño tanto como los moros, dado que no
habían descubierto su aspecto relajante y se limitaban al estrictamente higiénico, pero
también disponían de baños en sus ciudades importantes. Solo a partir del siglo XIII
empezaron a considerar el baño como un lujo propio de moros medio afeminados y
dieron en sospechar que su uso por los moriscos obedecía a cuestiones religiosas más
que higiénicas, lo que acabó por desacreditarlos. En el siglo XV un clérigo cristiano
criticaba que los moriscos de Granada «se laven aunque sea diciembre».

ebookelo.com - Página 98
CAPÍTULO 24

LAS AGUAS LABORIOSAS

Con esta charla, los dos amigos llegan finalmente al Guadalquivir.


—Allí enfrente, al otro lado del río, donde tú ahora te hospedas, estaba la al-
Musara —señala Rafael.
—¿La al-Musara?
—Una llanura despejada extramuros que se habilitaba en las principales ciudades
musulmanas para realizar alardes y practicar diversos deportes, especialmente las
carreras de caballos, populares desde el siglo XI, y el juego del polo (sawlayan).
Posteriormente se pusieron de moda los torneos y juegos de cañas o batallas fingidas
en las que los jinetes exhibían sus habilidades compitiendo en agilidad y puntería. El
juego consistía en lanzar cañas que debían acertar en el blanco, o en el juego de
tablas, que consistía en abatir un tablero lanzándole un palo cuando se cruza al
galope. Los jinetes andalusíes eran muy hábiles en la monta de caballos pequeños y
veloces, ligeramente ensillados, con estribo corto, a la jineta.
—Los siguen usando en las carreras hípicas —señala el viajero.
—En efecto. Otro deporte muy popular, porque entrenaba para la guerra, era la
caza. Los jinetes salían de montería a perseguir al ciervo o al jabalí o entrenaban aves
rapaces para la caza de altanería, o sea, de vuelo alto. Esos eran los juegos al aire
libre, luego en las casas y en los cuarteles se mataba el tiempo jugando a las damas
(qirq) y a partir del siglo IX al ajedrez (sitrany), un juego persa de origen indio.
También había afición a diversos juegos de azar y a los dados (nard), aunque el islam
los desaconseja.
Los amigos llegan al Molino de Martos, un buen ejemplo de edificio polivalente,
adaptado a través de los siglos a los menesteres industriales de la ciudad.
—El Guadalquivir ha sido un río muy laborioso —va diciendo Rafael—. Además
de vía de comunicación, ha suministrado agua a los regadíos y ha prestado fuerza
motriz a los molinos de cereal. Este que vamos a visitar es de los más antiguos y se
mantuvo activo hasta hace poco.
A esa hora de la mañana el museo no tiene mucha bulla, apenas un grupo de
silentes japoneses que disparan sus flashes sobre todo objeto curioso y un par de
rubiascos de gran alzada que van cogidos de la mano y de vez en cuando se
achuchan.
Hay a la entrada un cuadro expositivo en el que los amigos se informan sobre la
importancia de los molinos de Córdoba:

ebookelo.com - Página 99
El Guadalquivir a su paso por Córdoba conserva los restos de once construcciones, en su mayor
parte de las épocas omeya y califal (siglo VIII a XI), que ofrecen un gran valor histórico y
etnológico como muestras de la arquitectura preindustrial en un entorno de especial interés
paisajístico y cultural.
Los molinos están conectados a azudas o presas donde se toma el agua del cauce fluvial, como
las de Culeb o de la Alhadra, ambas de origen árabe. Muy próximos al puente romano se localizan
los de San Antonio, de Enmedio, Pápalo y de la Albolafia, mientras que en la zona del puente de San
Rafael están los de La Alegría, San Rafael y San Lorenzo. Los denominados de Lope García y
Carbonell se sitúan aguas arriba del casco urbano. En el otro extremo, aguas abajo, junto al polígono
de la Torrecilla, se encuentra el Molino de Casillas. La lista se completa con el Molino de Martos,
emplazado en la margen derecha del río, cerca de donde estuvo la Puerta de Martos de la muralla de
la ciudad.
Tras la conquista cristiana, todas estas edificaciones pasaron a manos de la nobleza y de las
órdenes religiosas y militares. En el siglo XIX, con la desamortización de los bienes eclesiásticos,
los molinos de la iglesia fueron comprados por particulares, salvo los de Albolafia, San Antonio y la
Alegría, de los que se hizo cargo el Ayuntamiento de Córdoba. Casi todos permanecieron en activo
hasta 1942, año en el que se prohibió la molienda artesanal. Varios de ellos, a través de batanes,
compatibilizaron la actividad harinera con la textil.
En el siglo XIX, algunos molinos se convirtieron también en pequeñas centrales hidroeléctricas
y sus piedras de moler fueron sustituidas por turbinas de hierro fundido. Actualmente, todos están
inactivos, excepto el de la Alegría, convertido en sede del Museo Paleobotánico de la ciudad, y el de
Martos, sede del Museo Hidrológico.

—Que es este en el que estamos —completa la explicación Rafael—. En tiempos


de los moros se llamó de Albolabez y era una aceña, es decir, un molino de rueda
vertical.
—¿Y esto cómo funcionaba? —pregunta el viajero.

ebookelo.com - Página 100


Plano de un molino.

—Por debajo de la sala de molienda hay un cubo o cubete que es un fuerte


depósito de piedra con una abertura superior por la que entra el agua y otra abajo por
la que sale. En el fondo del cubete hay una rueda de palas horizontal que con la
fuerza del agua mueve las piedras de la sala de molienda. En la sala de molienda
tenemos el empiedro, que contiene las dos piedras de moler, una fija o solera y otra
móvil o corredera que es la que mueve la rueda del cubete.
En la sala principal, bajo la potente bóveda de medio cañón, Rafael prosigue su
discurso:
—En el siglo XVI lo transformaron en un molino de regolfo, o sea de rueda
horizontal y ampliaron el edificio para albergar tres batanes de paños de los que
Córdoba llegó a tener una industria importante.
—¿Los batanes? Eso me suena del Quijote: «Oyeron un gran estruendo similar a
un gran salto de agua. Sancho sintió miedo porque además se empezaban a oír los
golpes de unos hierros y cadenas que rítmicamente golpeaban algo[61]».
—Bueno, en otro tiempo los batanes fueron bastante frecuentes en los ríos
españoles —explica Rafael—. La rueda hidráulica estaba provista de mazos de
madera que golpeaban los paños.
—Los golpeaban, ¿para qué?
—Tanto en el caso de paños de lana como en otros de fibras vegetales era
necesario enfurtirlos, es decir, dotarlos de consistencia y resistencia, apretando la

ebookelo.com - Página 101


fibra para que no se abriera con el uso, además de librar la lana de sus muchas
impurezas.
—¿Qué impurezas? —se extraña el viajero—. Habrá algo más puro y natural que
la lana.
Rafael se ríe un poco como si hubiera oído una gran simpleza.
—La lana, querido amigo, contiene mucha suarda o grasa natural de la oveja. A
ello hay que sumar que el aceite lampante que se le aplicaba antes para cardarla atraía
mucha suciedad, especialmente polvo en suspensión y por el arrastre por el suelo,
también la ensuciaba la saliva con que las hilanderas la untaban en el huso… En fin,
que acumulaba mucha porquería y había que abatanarla. Has de saber que la lana
natural es bastante débil y deformable. El tratamiento desengrasante es también
astringente y presta mayor consistencia al tejido. Todo eso se conseguía por medio
del batán. Las ordenanzas del siglo XV establecían que los paños de treinta varas en
jerga debían salir del batán midiendo solo veintisiete varas, o sea que perdían una
décima parte de su longitud. Por cierto, tú que tanto admiras a Roma debes saber que
el batán es un invento medieval que los romanos no conocieron.
—¿Pues qué hacían los romanos, vestir paños sucios?
—No, señor. A falta de batanes les daban un tratamiento natural: sumergían los
paños en grandes cubas de madera (pilae fullonicae) llenas de una mezcla de orina y
greda, que es muy astringente, y ponían a un equipo de esclavos a pisarlas hasta que
el capataz consideraba que el paño estaba limpio.
—¿Pisarlas?
—Sí, como se hacía antiguamente con la uva para obtener mosto.
—¡Qué curioso!
—Los primeros batanes se han datado en Italia en el siglo IX. A España debieron
de llegar en el siglo siguiente. En las Partidas de Alfonso X se mencionan ya aceñas
para pisar paños en el norte de España, pero a la cuenca del Guadalquivir debieron
de llegar en fecha tardía, quizá en el siglo XIV. En el siglo XVI hay abundantes noticias
de batanes en el Guadalquivir desde aguas arriba de Montoro. Los hubo
particularmente numerosos en El Carpio, Villanueva, Alcolea y en el río Guadajoz
entre Castro del Río y Baena.
—Pues mira que he recorrido esos parajes y no he encontrado nada —observa el
viajero.
—Casi todos han desaparecido, abandonados y arrastrados por las crecidas —
precisa Rafael—. Los batanes y molinos serían parte del paisaje del Guadalquivir:
«Solían ser edificios de piedra, rematados en forma absidal por la parte que
enfrentaba a la corriente para resistir mejor su empuje, y provistos de frente recto por
la parte opuesta. El interior, por lo general de planta cuadrada o rectangular, solía ir
cubierto por bóvedas de medio cañón diseñadas para facilitar el discurrir del agua por
la parte superior del inmueble durante las crecidas. Debido al aprovechamiento
común de presas y canales, y al uso de unos mismos recursos técnicos para la

ebookelo.com - Página 102


captación de la energía, aceñas y batanes fueron instalaciones fácilmente
intercambiables, por lo que resultó muy frecuente la conversión de unas en otras
manteniendo las mismas azudas, edificios y canales[62]».

ebookelo.com - Página 103


CAPÍTULO 25

CÓRDOBA DE LOS OMEYAS

Terminada la instructiva visita, los amigos abandonan el molino y pasean de nuevo


por la ribera del Guadalquivir alternando la observación de la fauna avícola que
puebla islotes y riberas con la de la humana que discurre por las aceras.
Hay un grupo de ancianos que toman el sol sentados junto al pretil. Pasa ante
ellos una dama cuya excelente presencia los reduce a silencio. Ni se ha dignado
mirarlos. La ven alejarse con un leve contoneo.
—¡Ay, quién fuera su media naranja! —suspira uno.
—Tú ya no estás en edad de ser media nada —lo amonesta otro.
—Aparte de que tan real hembra no creo que esté buscando ya una media naranja,
sino, más bien, un buen exprimidor —concluye salaz un tercero.
El viajero y Rafael, que se acercan ya a la edad de los ancianos, no tienen
confianza suficiente para intercambiar los más recónditos y agrestes pensamientos
que el paso de la dama ha suscitado en ellos, así que se los guardan y regresan a la
cívica conversación que traían entre manos: el pasado glorioso de la ciudad.
—Los moros que invadieron España escogieron Córdoba como capital del
emirato o provincia dependiente del califa de Damasco —dice Rafael—, pero la
verdadera grandeza de la ciudad comienza con la llegada a Al-Ándalus de
Abderramán, un príncipe omeya de veinte años de edad que había huido de Damasco
tras el golpe de Estado de los abasíes.
—¿Ya se aficionaban los árabes a los golpes de Estado? —pregunta el viajero.
—El golpe de Estado y la rivalidad tribal están en la idiosincrasia del árabe desde
que el mundo es mundo —sostiene Rafael—. A los omeyas no solo los derrocaron
sus rivales abasíes sino que los exterminaron. El único que quedó para simiente fue el
joven Abderramán.
—¿Y qué hizo el muchacho cuando se vio huérfano y solito en el mundo?
—Salió por pies, barba al hombro, puso tierra por medio y vino a refugiarse a la
tierra musulmana más distante de sus enemigos, a Al-Ándalus, donde sabía que
contaba con algunos amigos de su familia. Probablemente su tierra de refugio lo
decepcionó. Aquí se gastaban menos refinamientos que en Oriente, y además Al-
Ándalus estaba al borde de la guerra civil.
—Otra idiosincrasia muy nuestra —comenta el viajero.
—En esta ocasión no había un bando sino media docena o más, porque estaban
los kalbíes, los kaisíes, los beréberes, los sirios y hasta los hispanogodos, que a su vez

ebookelo.com - Página 104


estaban divididos en dos comunidades, los convertidos al islam (muladíes) y los que
se mantenían cristianos (mozárabes).
—Menudo lío, ¿no?
—Menudo, sí. ¡Ah! Y se nos quedaban en el tintero los judíos, una comunidad
creciente en número e importancia.
—¿Y qué hizo Abderramán?
—Se erigió en mediador de los grupos en conflicto. Puso paz primero con
diplomacia y en cuanto contó con la necesaria autoridad eliminó a los díscolos y
conquistó el poder. Después se postuló como emir o gobernador de Al-Ándalus.
—¿Qué significaba ese título?
—Los emires eran gobernadores de provincias. Capitaneaban sus propias tropas,
recaudaban impuestos y gobernaban con bastante independencia, pero seguían sujetos
nominalmente al califa de Oriente, la máxima autoridad religiosa.
—O sea, el joven Abderramán seguía dependiendo de los que habían exterminado
a su familia.
—En efecto. Digamos que no se le presentó la ocasión de dar el último paso para
independizarse por completo, que sería proclamarse califa él mismo. Eso lo hizo el
octavo emir, Abderramán III, en cuyo reinado comenzó el esplendor de Córdoba.
—Te has saltado un Abderramán II, creo —observa el viajero.
—Ese segundo, biznieto del primero, no deja demasiada huella en la historia. Fue
un hombre de gran cultura, aficionado a la poesía, a la filosofía, a las ciencias, a la
música y a la astrología. Escribió muchos versos y unos Anales de Al-Ándalus.
—Un intelectual consagrado a los placeres del espíritu, por lo que veo.
—Bueno, no solo a los del espíritu. Sentía debilidad por las mujeres. Rubias,
morenas, altas, bajas…, todas le gustaban.
El viajero hace un gesto de acatamiento.
—Liberal, sin duda —comenta—. Lo que me extraña es que con tantas aficiones
científicas y con el deber de gobernar un estado le quedaran arrestos para atender a
tanto personal femenino.
—No es que los emires fueran especialmente lascivos, sino más bien que el harén
se había convertido en símbolo de estatus y poder. Si no mantenías un harén bien
provisto te perdían el respeto. Quizá por esa cuestión de estatus también se mostraba
exigente en cuanto a la pureza del género. Un biógrafo de su tiempo señala que
«nunca tomaba a ninguna que no fuese virgen aunque superase en hermosura y
excelencia a las mujeres de su época».
—O sea, no era de los que piensan que se lava y se estrena.
—Desde luego que no —admite Rafael—. De entrada exigía el precinto intacto,
pero luego, si la chica sabía camelárselo, se aficionaba a ella, reincidía en su
compañía y la colmaba de regalos. A una de sus concubinas, la bella al-Shifá, le
regaló un collar de perlas famoso que antes había pertenecido a la mujer del mítico
Harún al-Rashid, el de Las mil y una noches. En total concibió ochenta y siete hijos

ebookelo.com - Página 105


varones entre los cuales escogió para sucederlo a Abdallah, que era hijo de su
favorita, Tarub.
—Notable fecundidad —comenta el viajero—. ¿Todos los emires tenían tantos
hijos?
—Los otros fueron más morigerados o menos fecundos. Por ejemplo, su padre
Alhakén I solo tuvo diecinueve hijos varones de veintiuna mujeres.
—Prudente, incluso desganado lo veo —ironiza el viajero.
—No creas que los reyes cristianos se quedan cortos. Sin harén ni nada, al
cristianísimo Felipe IV se le calculan unos cuarenta hijos, trece de ellos legítimos.
—Caramba.
—El historiador Deleito y Piñuela, autor de El rey se divierte, señala que «desde
los primeros hervores de la adolescencia, cabalgó sin freno por todos los campos del
deleite, al impulso de pasiones desbordadas». Este era menos tiquismiquis que el
Abderramán, y no miraba que fueran vírgenes. Culito que veo culito que deseo. Lo
mismo merecían sus atenciones las casadas que las viudas, las doncellas que las
actrices, las damas de alta alcurnia que las monjas.
—Un gran doñeador, sin duda. Y, ¿qué me dices de Abderramán III?
—Fue el más brillante de la dinastía y el que liberó a Al-Ándalus de la relativa
dependencia de Bagdad declarándose califa, o sea, jefe de los creyentes, el mismo
título que usaban los mandatarios de Bagdad. Heredó un Estado hecho unos zorros
por la corrupción y los sediciosos, un Estado con las arcas casi exhaustas que corría
peligro de caer en manos de la dinastía fatimí del Magreb, perteneciente a la secta
chiita, enemiga jurada de los omeyas. A todos se enfrentó Abderramán III y restauró
la autoridad con mano firme. Una crónica anónima dice de él: «Conquistó España
ciudad por ciudad, exterminó a sus enemigos, arrasó sus castillos, impuso onerosos
tributos a los sometidos y sometió a obediencia a todos los confines del reino». Eso
sí, sus métodos quizá resultan inaceptables para la sensibilidad moderna.
—¿Cómo de inaceptables?
—Hizo crucificar cabeza abajo, en las orillas del Guadalquivir, a trescientos
oficiales de su ejército acusados de no haberse batido debidamente en las batallas de
Simancas y Alhándega y a un jefe de origen hispano al que además cortó la lengua
para evitar que maldijera.
—¡Caramba con el califa!
—Bueno, esos prontos suyos se olvidan ante la serena belleza de su obra más
perdurable: la ciudad palatina de Medina Azahara a pocos kilómetros de aquí. ¿Te
animas a una visita?
—¿Pero está abierta al público?
—Claro. Desde hace medio siglo se viene reconstruyendo el palacio. Hasta ahora
solo se ha excavado un diez por ciento del conjunto. Concordar el intrincado
rompecabezas de sus restos requiere mucha paciencia y robusto presupuesto.
Seguramente se tardará en restaurarla más tiempo del que se tardó en construirla.

ebookelo.com - Página 106


Plano de las ruinas de Medina Azahara.

ebookelo.com - Página 107


CAPÍTULO 26

LA CIUDAD RESPLANDECIENTE

Los dos amigos regresan al coche, cruzan el moderno puente de San Rafael y toman
una carretera secundaría que conduce a las ruinas de la ciudad palatina.
Por el camino, Rafael sigue glosando el reinado del gran Abderramán.
—Físicamente no era gran cosa. A caballo parecía bien, pero cuando se apeaba se
veía que tenía las piernas demasiado cortas.
—Una especie de Toulouse-Lautrec —supone el viajero.
—Quizá no llegara a tanto —precisa Rafael—. Por lo demás era fornido, no mal
parecido y pelirrojo, aunque él lo disimulaba tiñéndose el pelo de negro para
semejarse a sus súbditos.
—¿Pelirrojo?
—Muchos árabes de la antigua cepa lo eran y hasta tenían los ojos azules —
señala Rafael—. Luego esa característica se perdió por la mezcla con los pueblos
morenos conquistados. Aparte de que los altos mandatarios y en general los
musulmanes de posición desahogada apreciaban mucho a las mujeres rubias, de piel
blanca y hermosotas. Las mujeres más estimadas en los mercados de esclavas eran las
cristianas de piel lechosa procedentes de Galicia, de la cornisa Cantábrica y del norte
de Europa. Los moros solventes que las adquirían tenían hijos con ellas y esos cruces
aclaraban la piel de las clases dominantes.
El coche discurre por un llano que levemente se va elevando hacia la vecina
sierra.
—Este se llama el camino de los Nogales, aunque ya ves que los árboles han
desaparecido. También camino de las Almunias. A la izquierda vamos dejando el
Guadalquivir. Por esta orilla discurre la Cañada Real Soriana y Camino Viejo de
Almodóvar. Observa la topografía del suelo, amigo mío —dice Rafael—. De la sierra
descienden escalonadamente tres amplias terrazas naturales. Abderramán las escogió
como solar para las tres partes de la ciudad que estarían aisladas y separadas por
sendas murallas: el palacio califal en la superior, a continuación la ciudad
administrativa con las oficinas y las viviendas de los funcionarios, y en la terraza
inferior la servidumbre y los soldados. Cada parte contaba con sus mezquitas, sus
baños y sus jardines públicos.
—Muy bien pensado.
—No era mal urbanista Abderramán, sin embargo su más sensata creación fue un
ejército profesional integrado por mercenarios extranjeros (sa-qaliba) de origen

ebookelo.com - Página 108


eslavo, franco o hispano, fieles solamente al Estado. Hasta entonces los ejércitos del
islam se habían nutrido tradicionalmente de tropas poco fiables, fanáticos
muyahidines atraídos por la perspectiva de morir en la guerra santa o yihad, lo que,
como sabes, les aseguraba el disfrute del paraíso prometido por Mahoma.
—Eso me suena familiar. ¿No es lo que siguen creyendo los descerebrados que
todavía militan en el terrorismo islámico?
—Los mismos. Eso ha cambiado poco. Pensemos en su disculpa que para una
persona de fe, el paraíso de Mahoma resulta muy atractivo: un vergel con verdes
prados y frescas arboledas recorridas por arroyos cristalinos, donde el mártir vive
eternamente con el vigor sus dieciocho años y disfruta de todas las riquezas y
comodidades imaginables, lo que incluye un lote de beldades, las huríes, con las que
solazarse carnalmente.
—Me lo imagino, me lo imagino —conviene el viajero.
—No, no te lo imaginas —lo reprende Rafael—. Añade que estas exquisitas
criaturas presentan la particularidad de que por mucho que el justo las desflore se
conservan perpetuamente vírgenes y cada vez que el justo las atiende es como si
fuera la primera vez.
El viajero mueve la cabeza desaprobadoramente.
—Noto cierta fijación morbosa por la virginidad, como la que me explicabas en
Abderramán II —comenta—. Deberían hacérselo mirar por un terapeuta. Ya se ve
que estos hijos de los beduinos que escaparon del desierto no se han cultivado lo
suficiente en materia de sensualidad y todavía ignoran que lo importante no es abrir
la ostra sino saborearla.
—Por lo demás eran gente muy refinada, o eso parece —los disculpa Rafael—.
Bajo el reinado de Abderramán III Córdoba se convirtió en la ciudad más culta de
Occidente y su fama irradió por toda la Europa cristiana. La abadesa germana
Roswitha de Gandersheim la llama «joya brillante del mundo, ciudad nueva y
magnífica, orgullosa de su fuerza, celebrada por sus delicias, resplandeciente por la
plena posesión de todos los bienes». Hay que pensar que el contacto con los pueblos
conquistados de Persia y Bizancio había elevado el nivel cultural de los árabes muy
por encima del europeo. En el mundo islámico, las ideas y las mercancías circulaban
con cierta fluidez. Por eso se produce cierta paradoja: los hispanogodos invadidos
eran más cultos que los musulmanes invasores, pero dos siglos después esa relación
se invierte, porque la cultura mozárabe se había estancado y el Occidente cristiano en
general había decaído mientras que el mundo islámico se había enriquecido. El fluido
intercambio cultural existente en el mundo islámico permitió que muchos andalusíes
visitaran Oriente como peregrinos a la Meca o como estudiantes en Bagdad.
—¿De veras iban a Bagdad?
—Entonces era el centro cultural de referencia en el islam, la prestigiosa
universidad a la que acudían estudiosos para cursar sus másteres. Bagdad irradiaba
cultura y civilización hasta este remoto confín ibérico. Por otra parte la grandeza de

ebookelo.com - Página 109


un emir o de un califa se medía en razón de las mezquitas, palacios, obras públicas,
fiestas que costeaba, y en los artistas, en los músicos, en los poetas que amparaba con
su mecenazgo. Eran inversiones propagandísticas, pero al fin y al cabo alentaban la
cultura.
—Un poco lo que ocurre ahora, cuando los políticos incultos que nos rigen se
fotografían en actos culturales que les importan un bledo.
—Eso va con la naturaleza humana, me temo —reconoce Rafael—. El ejemplo
más claro que vemos en la Córdoba islámica es el del famoso músico Ziryab, que el
califa Alhakén trajo de Bagdad. Desde que este artista se estableció en Córdoba, se
convirtió en árbitro de la elegancia y la vida cultural y social de la capital andalusí
ganó en complejidad y riqueza. Ziryab divulgó la música, la poesía y la etiqueta
social de Oriente. Además importó la moda bagdadí consistente en prendas ligeras y
blancas en los meses calurosos: finas túnicas (zihara), túnicas de seda cruda (jazz) y,
en tiempo más frío, los brocados (dibay). En fin, que bajo la influencia de Ziryab,
Córdoba se iraquizó. Sus snobs entendían de sedas, de perfumes, de versos, de
música…
—El colmo del refinamiento.
—La elegancia lo regulaba todo, pedos incluidos.
—¿Hasta los pedos?
—¿De qué te asombras? En la corte cordobesa no era infrecuente que la gente
más fina, los allegados al califa, un escalón por debajo de Alá, dejaran escapar gases
pestosos, lo que propiamente se denomina follones, en las largas solemnidades.
También es cierto que la cocina califal abusaba algo del comino y otras especias
flatulentas. Entonces, el prefecto de los vientos, funcionario nombrado por el
chambelán, se encargaba de detectar al peedor o follonista e imponerle un severo
castigo, por lo general acuartelamiento vitalicio en un castillo de la línea del Duero, a
dieta seca y gachas de harina.
—Severo castigo —corrobora el viajero.
—Pero muy disuasivo —señala Rafael—. Es que estos moros sofisticados eran
muy exigentes en lo olfativo, aparte de que el follón, aun hoy, debe considerarse pedo
traidor e hipócrita porque, por lo general, el que más se escandaliza es el mismo que
lo ha expelido, eso lo tenemos comprobado los usuarios del transporte público y los
melómanos en la representación de Aida, cuando arranca el canto de los esclavos
egipcios y los aficionados aprovechan para desgranarse. Por eso la Iglesia, que es
sabia, introduce el incienso en cuanto hay concurrencia. Y las notas altas del canto
gregoriano incluso permiten disimular los cuescos. Esto me trae a la memoria lo que
ocurrió al primer ministro portugués, Mário Soares, en su visita oficial a Inglaterra: se
desplazaba protocolariamente en la carroza real, junto a Isabel II cuando uno de los
caballos que tiraban de la carroza soltó un cuesco fragoroso. La reina musitó:
«Perdón» (o sea, sorry), y el portugués, educado como solo ellos saben serlo, dijo:
«No se preocupe majestad: creí que había sido el caballo».

ebookelo.com - Página 110


—Un hombre exquisito —reconoce el viajero.
—Córdoba era la joya rutilante de Europa —prosigue Rafael—. Como una
pequeña Bagdad implantada en Occidente, crecía y se hermoseaba con bellos
edificios, palacios, mezquitas, acueductos, fuentes públicas, lujosas mansiones,
huertas, paseos públicos, jardines botánicos, baños, fondas, hospitales, zocos en los
que se ofrecían exóticos productos llegados de todo el mundo a través del activo
comercio mediterráneo y africano… La saneada economía de Córdoba se apoyaba,
además, en una inteligente explotación agrícola y minera y en una floreciente
industria especializada en objetos pequeños y caros de fácil transporte: tejidos de
seda o de algodón, perfumes, medicinas, repujados, cordobanes… La moneda
cordobesa era tan fuerte que circulaba en el mundo cristiano con el prestigio que hoy
tiene el dólar en los países subdesarrollados. Incluso la falsificaban en Cataluña.
—No cabe mayor prueba de su universalidad —comenta el viajero.
—Mientras Córdoba brillaba con luz propia —prosigue Rafael—, la vida material
de los reinos cristianos experimentó un retroceso considerable: húmedos castillos
desprovistos de las más elementales comodidades poblachos de calles embarradas y
malolientes, chozas compartidas con los animales. Algo tan cotidiano en Córdoba
como las cajitas de marfil donde las damas guardaban sus cosméticos, cuando
llegaban en los serones de los buhoneros a las tierras cristianas del norte se utilizaban
como relicarios o vasos sagrados en las iglesias y abadías, lo que refleja el diferente
grado de desarrollo del norte cristiano y el sur musulmán.
—Admirable.
—Los califas de Córdoba imitaban a los de Bagdad que, a su vez, copiaban los
usos de los emperadores bizantinos y de los monarcas sasánidas. Por ese camino el
califa se sacralizó hasta convertirse en un autócrata inaccesible cuyos actos se
adornaban con un recargado ceremonial ante una corte numerosa que incluía un
harén.
Llegan al aparcamiento del parque arqueológico y dejan el coche a la sombra de
un plátano. Después de satisfacer en taquilla el estipendio de la visita, ingresan en la
ciudad.
—Esta era la puerta norte —explica Rafael—. Observa la tradicional disposición
de los sillares a soga y tizón propia de las obras cordobesas.
Por un arco principal, de herradura, flanqueado por dos grupos de tres arcos de
menor entidad sostenidos por columnas, los visitantes acceden a una sala de nobles
proporciones con las paredes blancas matizadas por una cenefa de rojizo almagre.
—¿Y esta basílica? —pregunta el viajero.
—No se sabe bien para qué servía. Quizá era la casa militar o del ejército (Dar al-
Yund), o la casa de los visires (Dar al-Wuzara). Observa la alternancia de colores,
como en la Mezquita de Córdoba: dovelas blancas y rojizas y hasta las columnas son
rojas o grises, las grises con capiteles de avispero y las rojas con capiteles
compuestos.

ebookelo.com - Página 111


Descienden por una rampa a la sombra de una fila de cipreses, el longevo árbol de
la hospitalidad que los árabes heredaron de los romanos. Llegan extramuros a la
fachada del palacio.
—En esta llanada el ejército hacia sus alardes en presencia de la corte que salía a
verlo al gran pórtico —explica Rafael—. Esta es la verdadera fachada del palacio: un
hermoso arco central de herradura flanqueado por catorce arcos escarzanos más
pequeños.
Ingresan en el palacio por el arco monumental. A la izquierda quedan los jardines
aterrazados, a la derecha algunos edificios palatinos que conducen al salón del trono.
—La parte excavada es mínima —explica Rafael—. Piensa que este palacio tenía
mil quinientas puertas y cuatro mil columnas, de variados colores, importadas de
Francia, de Constantinopla, de Túnez y de distintos lugares de África. Hay que
imaginarse una ciudad palatina en la que no faltarían jardines recorridos por
arroyuelos, huertos con árboles de las más variadas especies, estanques y lagos
poblados de peces, residencias para los cortesanos, cuarteles, escuelas, baños,
caballerizas, almacenes, mercados y calles por las que deambulaban esclavos y pajes
lujosamente ataviados. Todo lo necesario para el funcionamiento de una pequeña
ciudad administrativa habitada por más de trece mil funcionarios y unos cuatro mil
servidores. Piensa que solamente los peces de los estanques consumían diariamente
doce mil hogazas de pan y seis cargas de legumbres negras.
—Ya veo que queda mucho por excavar y reconstruir —admite el viajero.
—Por ahora se han concentrado en la parte más noble, el Salón del Trono o Salón
Rico, como también se llama —anuncia Rafael—. Solo la construcción del salón
llevó tres años.
—¿Cómo puede saberse eso?
—Por las inscripciones epigráficas de basas y pilastras que indican fechas
oscilantes entre el año 953 y el 957.
El viajero admira la hermosa sala de planta basilical dividida en tres naves
longitudinales separadas por seis arcadas de herradura y abiertas a una transversal por
la que se ingresa.
—Aquí Abderramán recibía a los embajadores y celebraba las grandes
ceremonias palatinas. Hoy está muy destruido como puedes ver, con la mitad de los
bajorrelieves que cubrían los muros por el suelo aguardando a que los arqueólogos
resuelvan el rompecabezas y los restituyan a los muros, pero en su tiempo era una
estancia que causaba viva impresión a los visitantes y en especial a los embajadores
de potencias extranjeras. El techo estaba forrado de láminas de oro; las paredes y
suelos, de mármoles de variados colores. En el centro había una fuente de mercurio
que, cuando el sol penetraba por las ocho puertas de la estancia, llenaba de luces
cegadoras los muros coloreados y producía cierta sensación de mareo, como si el
salón se moviera.

ebookelo.com - Página 112


—Me imagino lo impresionante que debía resultar para emisarios llegados de
Cortes escasamente refinadas.
La palabra «cortes» despierta asociaciones de ideas en Rafael.
—En algún rincón de esta estancia Abderramán hizo decapitar, en su presencia y
en la de sus dignatarios, a su hijo Abd Allah.
—¿Pues qué había hecho el rapaz? —dice el viajero contemplando ahora la sala
con cierta aprensión.
—Rebelarse contra él.
—A eso llamo yo una educación severa —comenta el viajero—. Podían aprender
los padres de hoy que malcrían a sus hijos. Me imagino que el suelo se pondría
perdido de sangre.
—Probablemente no —indica Rafael—. El reo se arrodillaba sobre el «cuero de la
sangre» (nata-d-dam), una amplia piel de bordes elevados y provistos de anillas por
las que pasaba una cuerda. Cumplida la ejecución, el verdugo recogía la piel en forma
de bolsa para que la sangre vertida no manchara el suelo. Normalmente las personas
de relieve eran decapitadas, que es una muerte relativamente rápida, pero para delitos
especialmente graves se reservaba la crucifixión. Las riberas del Guadalquivir, por
donde discurrían los caminos hacia la ciudad, estaban llenas de cruces donde se
colgaba a los condenados a muerte hasta que la carroña se deprendía. En ocasiones
especiales Abderramán ideó otras formas de ejecución, como colgar al delincuente en
una noria y hacerle dar vueltas hasta que se ahogaba.
Prosiguen la visita por las ruinas de la mezquita-aljama y por la Casa de la
Alberca.
—Esta es la probable residencia de Alhakén II —indica Rafael—. En esa
habitación tienes el retrete (bayt al-ma, «cuarto del agua», o bayt al-raha, «cuarto de
descanso»), que es el baño.
El viajero se asoma al cuarto indicado, poco más que un cuchitril. El retrete
propiamente dicho es un poyete de mampostería provisto de un agujero y hendidura
central.
Rafael le explica:
—Ese conducto comunicaba, mediante dispositivo acodado, con el pozo negro o,
en algunas casas nobles de Córdoba y Granada, con una atarjea por la que las aguas
sucias de la casa iban a parar al colector general de las aguas sobrantes de fuentes y
pilares.
—Hay que suponer que en origen fuera algo más cómodo, ¿no? —observa el
viajero—. Quizá una banqueta de madera preciosamente taraceada o un acogedor
receptáculo de mármol en forma de flor de loto, puestos a pedir.
—Los retretes no eran muy lujosos, al parecer —dice Rafael—. Solían instalarse
en el hueco de la escalera con una ventanita alta, apenas más ancha que una saetera,
abierta al patio para evacuar los olores e iluminar la estancia, otras veces junto al
zaguán, con la ventanita a la calle. En el muro del retrete suele haber un nicho para el

ebookelo.com - Página 113


bacín (al-qasriyya) y, adosada a la pared, una pileta (naqir) alimentada por una
tubería que servía para el aseo del usuario a falta de papel higiénico y para la
limpieza del retrete después de cada uso. No sé si sabes que el musulmán se lava el
trasero siempre con la mano izquierda y come con la derecha. Cuando la justicia le
corta la mano derecha a un delincuente, a la manquedad se añade la vergüenza de
verse obligado a realizar las dos funciones con la misma mano.
—Terrible.
—En el cuarto del agua no faltaba un lebrillo o pila para asearse. Si la casa era
rica habría una bañera de loza (abzan) o incluso un sarcófago romano reutilizado
(pila) al que piadosamente le descabezaban las figuras humanas, si las tenía, para que
no contraviniera los preceptos coránicos contra la reproducción de la figura humana.
—A eso llamo yo devoción —comenta el viajero.
—En un estante o alacena se disponían los recipientes de productos propios de
aseo. En el zoco de los perfumistas podían adquirirse los productos necesarios: jabón
hecho con ceniza de lentisco, adelfa, vid, zarzamora, sauce o higuera, cáscara de
toronja para combatir el mal olor de la boca, desodorante a base de agua de rosas,
alcanfor, juncia olorosa y almártaga y otra variedad de productos de tocador.
—Muy enterado te veo —alaba el viajero.
—Uno, que lee —comenta Rafael quitándole importancia.
Prosiguen la visita por otro sector de las ruinas. Rafael le señala detalles
constructivos:
—Los techos entre plantas eran alfarjes sostenidos sobre vigas de madera, que se
encastraban en muros opuestos y sostenían una tablazón cubierta de una capa de yeso
almagrado o de un suelo de losetas. Las vigas vistas se tallaban o se pintaban. A
veces se ocultaban tras un falso techo de escayola, como hacemos ahora. En las
principales dependencias de la casa había puertas y ventanas provistas de postigos e
incluso de vidrieras.
Con estas explicaciones llegan a otras ruinas de lo que parece un notable edificio.
—Esta se supone que es la casa de Yafar, el primer ministro —comenta Rafael—.
Observa que tiene tres patios sucesivos; uno para las audiencias públicas, otro de
servicio y el tercero el íntimo y familiar. En las casas palaciegas, el patio central es un
jardín extenso de forma rectangular en el que se reproduce el paraíso: fuente central,
con cuatro regatos (los ríos del paraíso) y espacios ajardinados en los que se siembran
alfombras de flores y plantas de olor (arrayán, dama de noche, etc.). El jardín moruno
es un préstamo directo del jardín persa. Y finalmente llegamos a la Casa Real, la
residencia del propio Abderramán III.
Recorren tres crujías de habitaciones que se abren a una terraza con espléndidas
vistas.
—El aspecto exterior de la vivienda musulmana —sigue explicando Rafael— era
más bien adusto, quizá un muro decrépito, alto, cerrado, sin más hueco a la calle que
la puerta de acceso que puede ser estrecha y mezquina, y situada a un lado de la

ebookelo.com - Página 114


fachada. Era una impresión engañosa. Por fuera, la vivienda acomodada se
diferenciaba poco de la del pobre. Era en el interior donde se reflejaba el estatus
social y económico de la familia. La vivienda se organizaba casi siempre como una
serie de habitaciones en torno a un patio central que les daba luz y ventilación.
—La típica casa romana —comenta el viajero.
—En efecto, de ahí la tomaron. Ellos por su tradición eran nómadas que vivían en
tiendas. Si la casa era rica, disponía de varios patios sucesivos, quizá con un espacio
ajardinado con fuente central en el primero. La zona más remota y mejor guardada
era el harem, reservado a las mujeres. La casa humilde consta de solo una planta. Las
de cierto fuste añaden un piso superior (al-gurfa, «algorfa») que se utilizaba en
invierno. En verano se trasladaban a la planta baja, más fresquita. Algunas casas
disponían de azotea rodeada de celosías e incluso, en las más acomodadas, una torre
mirador, cubierta de tejado piramidal y con ventanas de doble arco partidas por una
columnilla de mármol o una pilastrilla de ladrillo. La azotea, rodeada de celosías que
preservaban la intimidad, era el lugar ideal para dormir o tomar el fresco en las
calurosas noches de verano, para tender la ropa e incluso para secar frutos que
requieran solearse. Los arqueólogos han notado que las escaleras, incluso las de las
casas patricias, eran incómodas, estrechas, de poca huella y alto peralte. Este suele
solarse con losetas rectangulares y presenta el borde protegido por un mamperlán de
madera o por piezas angulares de cerámica verde. En las habitaciones del piso alto se
instalaban los dormitorios. A menudo un arco dividía el espacio y limitaba el
emplazamiento del camastro que se elevaba unos centímetros. No había camas
propiamente dichas, sino sucesivas colchonetas que se enrollaban y retiraban cuando
no se estaban usando. Llegada la hora de dormir se extendían sobre tarimas con sus
lienzos y sus mantas o pieles si hiciera frío. El suelo se revestía con esteras de
esparto, junco o lino o de alfombras de vivos colores. En algún caso el harem
disponía de balcones o ventanas voladizas de madera provistas de tupidas celosías
(musrif o sar’a) desde las que las mujeres podían observar la calle sin ser vistas.
También abundaban las celosías de mármol o de yeso, a veces con cristales
policromados. Las ventanas eran anormalmente bajas, entre diez y veinte centímetros
del piso, porque estaban calculadas para que se asomaran a ellas personas tumbadas o
sentadas en almohadones. A veces estas celosías estaban provistas de una portezuela
por la que las mujeres descolgaban una cesta para recoger los productos que los
vendedores ambulantes pregonaban por la calle. En el mismo recipiente depositaban
el precio de lo adquirido. De esta manera podían comprar sin que el vendedor las
viera, y preservan la intimidad de la casa.
—¿Y qué cosas compraban? —pregunta el viajero.
—Mayormente chucherías, frutas, quincalla, mercería y golosinas garrapiñadas a
las que las damas eran muy aficionadas. Las andalusíes no tenían los problemas de
dieta de tantas mujeres actuales: sus esposos apreciaban las caderas anchas, los

ebookelo.com - Página 115


muslos opimos, un poquito de barriga, los pechos grávidos y los montes de Venus
acolchados y prominentes.
—Lo encuentro muy en razón —estima el viajero.
—Uno, que es occidental, cristiano y mal pensado —prosigue Rafael—, no deja
de sospechar que tanto secretismo y ocultación, el harem, la cesta que se descuelga,
el vendedor que ronda las ventanas, puede facilitar algún enredo digno de Las mil y
una noches.
—No te diría yo que no.
—No todo el mundo podía costearse un harén —prosigue Rafael—. Eso quedaba
para los potentados. De hecho la poligamia siempre estuvo limitada por los ingresos.
Muchos ni siquiera podían costear la dote de una esposa y recurrían a la prostitución.
A lo largo de los siglos, los moralistas claman contra el vicio, al parecer sin muchos
resultados.
—O sea, que una sociedad tan avanzada no había superado esa lacra —dice, tan
serio, el viajero.
Rafael le dedica a su amigo una mirada suspicaz.
—¿No te estarás cachondeando? —pregunta—. ¿Tú sabes de alguna sociedad sin
prostitución? La jodienda no tiene enmienda. En todas las ciudades había barrios de
lumis y también operaban en las ventas del camino (jan), donde se ofrecían al viajero
y a la población dispersa por el campo.
—Como la Maritornes cervantina.
—Algo así. También abundaban los homosexuales. La sodomía, a pesar de estar
prohibida por el Corán, fue también corriente en Al-Ándalus, aunque solo en
determinadas épocas los homosexuales (hawi o mujannat) sufrieron persecución por
la justicia.
—¿Solo en determinadas épocas?
—Eso he dicho —se reafirma Rafael—. A menudo se toleraba. Fíjate que la
pederastia (hubb al-walad) estuvo bastante extendida por todas las clases sociales
especialmente durante las disolutas cortes de taifas. El propio califa Alhakén II era
pederasta. Y muchísimos eran homosexuales.
El viajero emite un suspiro.
—Un detalle de su admirada Al-Ándalus que deben ignorar esos barbudos
zarrapastrosos que ofrecen en los estadios y plazas públicas el espectáculo del
ahorcamiento de homosexuales en grúas.
—Amigo, esos borricos no saben nada de Al-Ándalus ni de su refinada sociedad.
Solo que los dominios musulmanes se extendían hasta los Pirineos y las fotos de la
Alhambra y de la Mezquita que les ponen en los folletos de propaganda.
—¿Y qué me dices de las cocinas? —pregunta el viajero, ya en edad de cambiar
el fornicio por el otro placer.
—En la mayoría de las casas musulmanas no existía una habitación destinada a
cocina (al-matbaj) —explica Rafael—. A menudo se cocinaba en un anafre (al-nafij)

ebookelo.com - Página 116


u hornillo portátil de cerámica o chapa que se instalaba en el patio principal o en el
corralillo trasero, a veces bajo un cobertizo que lo protegiera de las inclemencias del
tiempo. Algunas viviendas disponían de un hogar en el suelo para un fuego que
caldeaba la casa y servía para cocinar. Durante los meses invernales, las familias
humildes vivían en estas estancias, las únicas verdaderamente caldeadas. En las casas
donde solo había una chimenea que servía para cocinar, calentar la estancia y
alumbrarse solía haber un banco corrido de mampostería (mastaba o saqifa) a lo
largo de los muros laterales para sentarse durante el día o para acostarse durante la
noche, y una alacena (al-jacina) donde se guardaban los alimentos además de baldas
y clavos para colgar sartenes y utensilios. Del hogar central se sacaban las ascuas
que, distribuidas en braseros metálicos portátiles, caldeaban las estancias en tiempo
invernal.
Han llegado a un altozano en el que crece un corpudo pino. La vista se extiende
por la última terraza salpicada de olivos y zarzas.
—A partir de aquí y hasta el Guadalquivir debes imaginarte regadíos y campos de
cultivo —dice Rafael—. También en este aspecto fue renovador el gran Abderramán
porque importó nuevas especies como las del arroz, el trigo duro, el sorgo, la caña de
azúcar, el algodón, las naranjas, las sandías, los plátanos y las berenjenas. Y realizó
las obras necesarias para ampliar los regadíos del Guadalquivir de manera que
Córdoba, con sus casi cien mil habitantes, no padeciera necesidades.
Los dos amigos contemplan el campo que hoy es un gran vacío hasta el festón
arbolado del Guadalquivir.
—En tiempos de Abderramán este paisaje sería verde y salpicado de blancas
alquerías rodeadas de palmeras y de cipreses, en las que los pudientes atendían al
ocio y al negocio. Ibn Luyun, en el siglo XIII, nos asesora sobre cómo se debe
construir una casa de campo:

Para emplazamiento de una casa entre jardines se debe elegir un altozano que facilite su guarda y
vigilancia. Se orienta el edificio al mediodía, a la entrada de la finca, y se instala en lo más alto el
pozo y la alberca, o, mejor que pozo, se abre una acequia que discurra entre la umbría. La vivienda
debe tener dos puertas para que quede más protegida y sea mayor el descanso del que la habita.
Junto a la alberca se plantan macizos que se mantengan siempre verdes y alegren la vista. Algo
más lejos debe haber parterres de flores y árboles de hoja perenne. Se rodea la heredad con viñas y
se plantan parrales en los paseos que la atraviesen. A cierta distancia de las viñas, lo que quede de la
finca se destina a tierra laborable y así prosperará lo que en ella se siembre.
En las lindes se plantan higueras y árboles semejantes. Los grandes frutales se plantan al norte
para que protejan del viento al resto de la heredad. En el centro de la finca debe haber un pabellón
dotado de asientos que dé vista a todos lados, pero de tal suerte que se vea quien se acerca al
pabellón antes de que llegue y que no pueda oír las conversaciones de los que están dentro. El
pabellón se rodea de rosales trepadores y de macizos de arrayán.
En la parte baja se construirá un aposento para huéspedes y amigos, con puerta independiente y
una alberquilla oculta por árboles de las miradas de los de arriba. Si se añade un palomar y una
torrecilla habitable no hay más que pedir.
Para proteger la finca se cercará con una tapia. En la puerta principal habrá poyos de piedra.

ebookelo.com - Página 117


La última precisión no tiene desperdicio: «Los trabajadores deben ser jóvenes y
personas que atiendan los consejos de los viejos».
Terminada la visita de la gran ciudad palatina junto al Guadalquivir, los dos
amigos regresan al coche y a Córdoba, la tarde ya de recogida.
Después de un silencio, Rafael dice:
—Abderramán III reinó cincuenta años, siete meses y tres días. Cuando falleció,
encontraron entre sus papeles personales una nota en la que contaba los días felices
de su vida: «Solamente catorce, y no seguidos».
—Estoy pensando —dice el viajero—, todo este esplendor, ¿cómo terminó?
—Todo lo que sube baja. Medina Azahara tardó casi medio siglo en construirse.
Paradójicamente tuvo una vida corta, apenas otros cincuenta años.
—¿Es posible? —se sorprende el viajero—. ¿Tanto gasto no sirvió para nada?
—Ya lo ves. Estaba de Alá que nadie disfrutaría de tanta grandeza durante mucho
tiempo. En 1010, pocos años después del fin de las obras, los beréberes sublevados
irrumpieron en Medina Azahara y la destruyeron e incendiaron, sin respeto alguno
por el patrimonio. Desde entonces fue, como Itálica, campos de soledad, mustio
collado, un despoblado adonde los contratistas de Córdoba acudían a proveerse de
mármoles, fustes de columnas y fuentes para sus patios. Entre los removidos
escombros siguen apareciendo fragmentos de las yeserías hermosamente labradas que
revestían los muros.
—Pues, ¿qué ocurrió para que todo se fuera al traste?
—El sucesor de Abderramán III, su hijo Alhakén II, heredó el Estado fuerte, una
hacienda saneada, un país próspero, una corte brillante y un ejército potente capaz de
mantener a raya tanto a los cristianos del norte como a las levantiscas tribus
marroquíes. Fue un hombre feliz, culto y discreto que llegó a reunir una biblioteca de
unos cuatrocientos mil volúmenes. Lo malo es que todo eso lo heredó un hijo inútil,
Hisham, en cuyo reinado resurgieron los grupos de poder que condujeron Córdoba a
la anarquía y arruinaron la gran obra del abuelo. Córdoba quedó en manos de jefes
beréberes unánimemente despreciados por la aristocracia andalusí (como antaño
Roma y los auxiliares bárbaros). La situación se tornó tan inestable que en el espacio
de veinte años se sucedieron diez califas.
—¡Gran lección de la historia y de la vida! —reflexiona el viajero—. El abuelo
labra una fortuna, el hijo la mantiene y el nieto la dilapida.
El viajero y su amigo cenan en el barrio viejo de Córdoba en unas bodegas
cercanas a la plaza del Potro. Se sientan a la mesa, con su mantel de cuadros blancos
y verdes. Acude solícito un camarero joven, un chico delgado, incluso espiritado, que
le da un aire a Anthony Perkins en Psicosis.
—Podría usted recomendarnos una cena ligera —solicita Rafael.
—Y sana, quiero suponer, porque ustedes están en una edad —añade el
interpelado.
—Pues… sí, naturalmente —responde Rafael un tanto confuso.

ebookelo.com - Página 118


—En ese caso les recomiendo de primero unos boqueroncitos en vinagre y
después un revuelto de espinacas.
Rafael consulta a su amigo con la mirada.
—A mí me parece estupendo —dice el viajero.
—¡Ea, pues eso!
Mientras llega la comida degustan una copa de montilla con unas aceitunas.
Vuelve el camarero.
—Aquí tienen sus boquerones en vinagre ricos en ácidos grasos omega-3, que
contribuirán a disminuir los niveles de colesterol y triglicéridos plasmáticos, y
además les aumentarán la fluidez de la sangre, lo que les va a prevenir la formación
de coágulos o trombos, y sus espinacas que aportarán ácido fólico y zinc, además de
inhibir la aparición de tumores pulmonares y aliviar la tensión.
—Muy enterado lo veo a usted de la cosa nutricionista —comenta Rafael.
—Se me nota, ¿eh? —admite el camarero, encantado—. Es que antes trabajaba en
la cocina de la residencia de la tercera edad Mutis por el Foro, pero con la crisis les
dio a los hijos por retirar a los viejos para aprovechar la pensión y hubo que reducir
plantilla. Y como he visto que ustedes están ya bien metidos en la tercera edad…
Llegan otros clientes y el chico se excusa y va a atenderlos.
Rafael mira las espinacas con aprensión.
—No sabe uno si comerlas después de saber que contienen zinc.
—Y ácido fólico —añade el viajero.

ebookelo.com - Página 119


Medina Azahara.

ebookelo.com - Página 120


CAPÍTULO 27

EMBARCANDO OLEARIAS

Al día siguiente, muy de mañana, el viajero se encamina en pos del Guadalquivir y


pasa bajo las murallas del Castillo de Almodóvar del Río, la Cárbula ibero-turdetana
que incluso emitió moneda propia. En estas riberas se han localizado varios alfares
especializados en la fabricación de ánforas olearias, en Cortijo de Rojas, El Temple,
El Sotillo y Villaseca. También el embarcadero donde las panzudas ánforas de aceite
bético embarcaban camino de Sevilla y del Imperio romano.
Los arqueólogos que han estudiado estos alfares han calculado que un solo
alfarero podía producir hasta mil ánforas mensuales. En esa producción podría
envasarse el aceite producido en unas cincuenta hectáreas de olivar. Se deduce que
las cuadrillas de alfareros eran itinerantes y que, cuando dejaban un embarcadero de
aceite suficientemente abastecido, se mudaban a otro.
En este curso medio, el Guadalquivir remolonea por el borde meridional de Sierra
Morena, siguiendo el suave perfil descendente de la campiña entre Villa del Río (168
metros de altura sobre el mar) y Palma del Río (a 54 metros). Con parsimonia
discurre entre los meandros que conforman sus terrazas y llanuras aluviales.
Llegando a Posadas, todavía de buena mañana, el viajero divisa el puente y
aparca en el arcén de la carretera para fotografiarlo. En ello está, trasteando con la
cámara, cuando en su espacio visual se interpone la rechoncha figura de un labriego
caballero en una valetudinaria vespa que porta en el asiento trasero un azadón de peto
y una esportilla.
—Buenos días nos dé Dios —saluda—. ¿No será usted, por casualidad, de la
Hidrográfica?
—No, señor, que soy un particular —responde el viajero.
—Es que como lo he visto que está retratando el puente —insiste el rústico.
—Por la belleza de la obra —responde el viajero—, es que me gustan los puentes.
Mira el de la vespa al puente, como si lo hiciera por vez primera en su vida,
intentando encontrarle alguna belleza que merezca un retrato. No se la encuentra,
evidentemente. Vuelve los ojos hacia el fotógrafo y le dice:
—Es que le iba a consultar una cosa de los regadíos. ¿Y cómo es que está
retratando el puente?
—Por curiosidad.
—Pues sepa usted que se llama puente de Eduardo Torroja, por el ingeniero que
lo hizo. Eso fue en 1951 y hubo una cuchipanda de choto al ajillo y torreznos que ese

ebookelo.com - Página 121


día nos pusimos las botas. Vinieron hasta el gobernador y el obispo, no le digo más.
El ingeniero era el bisabuelo de la cantante Torroja, la de Mecano, ¿le suena a usted?
—No me va a sonar. ¿No es la de «Hawái-Bombay es un paraíso que a veces yo
me monto en mi piso»? —cita el viajero.
—En efecto, la misma chica desgalichada, con unos muslitos de rana, pero una
voz bien timbrada —corrobora el avespado—. A mí, ¿qué quiere que le diga? Me
gusta más Manolo Escobar y hasta, modestia aparte, en las bodas, cuando me he
tomado un par de cubatas y he cogido el puntito, me piden que cante por Manolo
Escobar.
—Ah, sí —dice el viajero que no quiere darle muchas alas a su interlocutor
porque, como hombre de experiencia, sabe lo que pasa.
Pero de esta no se va a escapar porque el interlocutor va ya lanzado sobre su
víctima como el águila culebrera se abate fatal sobre la ignorante bichilla.
—Mire usted, como me ha caído bien le voy a cantar la copla de los
campanilleros.
Y sin mediar ofensa alguna, deja la moto sobre la cuneta y, entrecerrando los ojos
y poniéndose en trance, se arranca con voz bronca y aguardentosa:

Coplas de campanilleros,
salero,
te darán los buenos días
cuando vengas a este pueblo,
coplero,
que es la flor de Andalucía.
En el pueblo y en la ermita,
coplillas
para la madre de Dios.
Asunción o Setecilla, coplillas,
Setecilla o Asunción.
Mi pueblecito canta feliz
cerca del río Guadalquivir.
Cerca del río Guadalquivir.
En la verde ribera
tiene una barca,
y un barquero que sueña
que es rey de España.
Ven a Lora del Río
o a Cantillana,
pero acierta, bien mío,
mi adivinanza.

—Muy sentido, muy sentido —aprueba el viajero, y antes de que la cosa se


complique más se despide del rústico un tanto atropelladamente y regresa a su
utilitario con el que recorre los doscientos treinta y cinco metros del memorable

ebookelo.com - Página 122


puente del ingeniero Torroja, sobre siete pilares de cemento y una estructura metálica
de ocho ojos o cerchas invertidas como sujeción del tablero.
El Guadalquivir, por estos lares, es ya un río majestuoso dentro de un orden que
serpea entre orillas alternativamente pobladas de álamos, sauces, olmos y alisos,
entremezclados con zarzas, tarajes, adelfas, carrizos y otros arbustos que acogen a
una nutrida avifauna de ruiseñores, carriceros, fringílidos, abejarucos, aviones y otras
muchas especies de aves menores, aparte de las especies acuáticas, más asociadas al
río como patos, gaviotas, fochas, garzas y cigüeñas. Más allá de la poblada ribera se
extienden regadíos y secanos cada cual de su color y sustancia, algodón, maíz, trigo,
cebada, girasol, espárragos y, con una presencia cada vez más constante, los cítricos.
El viajero llega a Palma del Río, en la horquilla que hacen el Guadalquivir y el
Genil, con un texto venerable en la memoria: «Cerca del sitio donde el galano de los
ríos, el Genil, tributa y reparte generosamente en sus riberas los últimos alientos de
sus rápidas corrientes, y perdiendo el nombre de Genil se hace uno mismo con
Guadalquivir, entrando en él por la siniestra de sus corrientes para pagar juntos y
unidos al César de los ríos, que es el mar, el tributo debido como a origen de donde
bebieron su claro y cristalino ser. Aquí es donde goza su antigua situación la
celebrada villa de Palma, feliz pueblo por el hermoso cielo que lo cubre[63]».
Palma del Río es ilustre y sobria a la manera cordobesa. Y cuna de grandes
toreros como rezaba un cartel en forma de burladero que antiguamente daba la
bienvenida al visitante. Su más notable monumento son unas impresionantes murallas
almohades que parecen serpear entre el caserío y aparecen y desaparecen cuando
menos lo esperas. Otras tres cosas llaman la atención al forastero en este pueblo
monumental que tantas hermosuras atesora: una cáustica pintada ecologista que dice
«Matar zorros para vestir zorras», la airosa torre barroca de la iglesia de la Asunción
y el monasterio de San Francisco, de 1518, en una plaza cuya fuente central está
adornada con un antiguo molino aceitero.
Sabe el viajero que el paso del Guadalquivir por el pueblo se ha estado realizando
por medio de barcas hasta hace poco más de un siglo. Había dos barcas cuyo
arrendamiento generaba muy buenos dineros, una propiedad del duque de Híjar
(conde de Palma) y la otra de un particular. Se habían puesto de acuerdo y cobraban
el doble a los forasteros que a los palmeños.
—Oiga, ¿no le parece un poco caro?
—¿Caro? Pase usted a nado, que es más barato.
A mediados del siglo XIX, cuando se tendió el ferrocarril Córdoba-Sevilla, unos
ingenieros enviados por el gobierno, los hermanos Darget, construyeron el primer
puente de Palma, todavía de madera, que inauguró la reina Isabel II en 1862. Cinco
años después una riada se lo llevó por delante y no dejó ni rastro. Un madero con la
placa conmemorativa apareció dos días después aguas abajo.
—¿Y no la guardaron?

ebookelo.com - Página 123


—Parece que no. El hortelano que la encontró se la llevó al herrero para que le
hiciera dos azadones de peto.
—Sic transit gloria mundi.
O, más bien, Sic transit gloria mindundi. Después de aquel puente fallido se
construyó otro enteramente de hierro que es el actual, inaugurado en 1885. Con su
placa, naturalmente. Este es el que se ha estado usando hasta que la construcción de
uno nuevo lo jubiló en 2013.
Los llanos de Palma irrigados por el Guadalquivir producen una impresionante
cantidad de cítricos. Antes estas naranjas se exportaban a la región levantina donde
las etiquetaban como valencianas, pero ahora están protegidas por una denominación
de origen y lucen con orgullo el título de ser de la vega de Palma. Los agricultores
han modernizado sus explotaciones y ahora venden el producto incluso por internet,
de la huerta a su puerta.
Medita el viajero sobre esta característica de Andalucía: naranjas que se venden
como si fueran de Levante, aceite que se vende como si fuera italiano, arroz
(enseguida lo veremos) que se vende como si fuera de Valencia, bolsos marroquíes
que se venden como si fueran de Ubrique, vestidos de faralaes confeccionados en
Taiwán que se venden como si fueran sevillanos.
—El único artículo de consumo que no se ha vendido como ajeno es el sol,
porque hay que tomarlo in situ y no admite envase.
El viajero, que es aficionado a las siglas, añade en Palma del Río dos ejemplares a
su colección: IFAPA (Centro de Investigación y Formación Agraria de Palma del Río)
y CIRG (Centro de Interpretación del Río Guadalquivir). El primero es una creación
de la Consejería de Agricultura, Pesca y Desarrollo Rural y cuenta con una planta
experimental de conservas, zumos y platos preparados pionera en Andalucía; el
segundo es una exposición permanente muy interesante, con fotos, gráficos y
documentales, recientemente inaugurada por la presidenta de la Comunidad.
—Un día grande para el pueblo —lo informa un jubilado que acude todos los días
a verlo y se sabe de memoria los parlamentos de los munícipes—. Este centro, ¿sabe
usted?, tiene la misión de transmitir a todos los ciudadanos la historia y la cultura del
río, a través de algunos de sus más importantes hitos asentados en lo que hoy se
materializa el término municipal de Palma del Río. Ahora que, en confianza, le digo
yo a usted que lo importante es el desarrollo sostenible en la actual coyuntura
socioeconómica, dado que las reformas estructurales nos aseguran un crecimiento
negativo cuya competitividad está inversamente relacionada con la moderación
salarial de las clases afectadas por la reestructuración de la inversión socioeconómica
asumible.
—Muy enterado lo veo a usted.
—Modestia aparte, es lo que uno intenta.
El viajero va a contemplar el encuentro del Genil con el Guadalquivir allá donde
los dos ríos compiten en lucimiento. Como enamorados que retardan el encuentro por

ebookelo.com - Página 124


aumentar el placer y antes del abrazo se recrean entre meandros por medio de huertas
de naranjos, formando frecuentes isletas cubiertas de espesa vegetación de ribera en
la que pulula una variada fauna de patos y garzas. También se ven el mirlo común y
el rabilargo, las lechuzas y los abejarucos.
Hay un pescador joven echando la caña.
—¿Qué, pican?
—Algo, pero hoy parece que no se animan. Yo he sacado aquí barbos de hasta
tres kilos y carpas de hasta cuatro.
—Eso son palabras mayores.
—Hay que tener suerte y que no haya muchos piragüistas, que los espantan con
los palazos y se quedan en el fondo. ¿Usted sabe quién bajó por vez primera el río
Genil en una piragua?
El pescador desampara sus artes para instruir al viajero. Lleva en la mochila, para
los ratos perdidos, un iPad con lecturas diversas, entre ellas la crónica inédita de esa
primera bajada. «Acaeció en el verano del año de 1954, Alfonso Osuna Díaz, Pedro
Ostos Benítez (q.e.p.d. ambos) y Alfonso Martín Martín, que aún lo cuenta, eran
estudiantes y dejaron escrito para la posteridad este testimonio de tan marinero trío,
quizá sin pensarlo ellos mismos. Dice así, a la letra: 14 de agosto de 1954. Hemos
zarpado a las siete de la mañana, de este caluroso día. Écija, con sus altas torres
iluminadas por el sol alegre de la mañana, se va quedando atrás (…). ¡Atención!
¡Azuda a proa! Y todas nuestras maniobras resultan inútiles para contener la
catástrofe. A tan pocos kilómetros de Écija y esta lamentable contrariedad, por poco
volvemos poniendo rumbo a nuestras casas. Pero tras hora y media de trabajos,
reparando la piragua y con nuevos bríos, emprendemos la marcha para llegar a
“Quintana” a la hora de almorzar (…). Y seguimos con ánimos de llegar hasta
Tarancón, pero las adversidades nos dejan solo en la Huerta Cuevas, donde por
primera vez estrenamos nuestra tienda de campaña. Aquí, la curiosidad de los
indígenas apenas nos deja descansar; unos nos toman por ingleses, otros por franceses
y los hubo que hasta por indios nos tomaron, por lo de la piragua. A la mañana
siguiente salimos de la Huerta Cuevas, con etapa directa a Palma del Río; pero nos
faltaba experiencia en estos cálculos. Nuestros estómagos al pasar por Doña Mencía
nos indican que es la hora de almorzar, donde fuimos invitados por una familia
atentísima y, la verdad, como nosotros no estábamos muy duchos en el arte culinario
y en nuestra embarcación no cabía cocinero, pues optamos por la invitación. A la
terminación del día 15, solo nos encontrábamos en la presa de las Valbuenas,
justamente a mitad de camino entre Écija y Palma. Amanece el 16 y nuevamente
embarcamos, ya sin determinar previamente la escala. A las cuatro de la tarde
hacemos parada para el almuerzo en el Cortijo del Judío. Y sin pérdida de tiempo,
continuamos bogando, cual corresponde a tres tíos a los que le hierve la sangre (desde
luego el hervor se lo debemos al calor, que conste). Al atardecer de aquel día, un
precioso atardecer de tonalidades rojizas en el horizonte, nos sorprendió —bueno,

ebookelo.com - Página 125


mucha sorpresa no fue— en Malpica. Durante la noche sacamos en conclusión el
porqué del nombre de Malpica, los mosquitos nos dieron el quid (…) por fin, de un
tirón, llegamos a Sevilla a las ocho de la tarde de este día 21 de agosto de 1954,
después de ocho días de navegación por aguas del Genil y el Guadalquivir».
—Notabilísima hazaña —pondera el viajero.
—Bueno, hoy, con los medios que hay, esto lo hace cualquiera —comenta el
pescador—, pero el mérito está en que ellos fueron los primeros. Hoy la gente toma el
río para esparcimiento. Aquí no hace mucho vinieron técnicos de Turismo con
lanchas de esas zódiac y paseos para allá, paseos para acá…
—Le espantaron la pesca.
—Claro, ya se lo imagina. Anduvieron mirándolo todo y ya de regreso les
pregunto, ¿es que están buscando algo? No, me dicen, somos de la Consejería que
estamos viendo las trazas de convertir la confluencia de los dos ríos en recurso
turístico. Por lo visto quieren organizar excursiones a pie, de deportes náuticos y de
pasear por estos entornos con un poco de comodidad, que ahora esto anda
asilvestrado. Poner, no sé, un chiringuito donde tomarse una cerveza, un alquiler de
bicicletas, unos servicios para que el personal haga sus necesidades sin añadir caudal
al río…
—Bueno —se despide el viajero—. Que tenga un buen día.

ebookelo.com - Página 126


CAPÍTULO 28

VEGAS DEL GUADALQUIVIR

Al viajero le sorprende la hora del almuerzo en Peñaflor, donde recupera fuerzas


con un guiso de conejo en el Centro Cultural Nuestra Señora de Villadiego antes de
proseguir Guadalquivir abajo hasta Lora del Río.
El viajero se interna por el dédalo de calles del pueblo y aparca en la plaza de
Andalucía, la de la airosa cruz de hierro. Luego de visitar la iglesia de la Asunción,
mudéjar, completada a finales del siglo XIX, donde le habían dicho que existe un
notable incensario del siglo XV en forma de iglesia, obra deliciosa de orfebrería
cordobesa, admira el ayuntamiento, un notable caserón del siglo XVIII al que se añadió
una torre de reloj con campanas, lindo sincretismo entre lo civil y lo eclesiástico que
luce orgulloso el escudo de la Inquisición. Las otras bellezas del pueblo son sus casas
solariegas, entre las que destacan la llamada De los Leones (1765), con fachada de
pilastras cajeadas sobre pedestales bulbosos, y el Palacio de los Quintanilla, de
finales del XVIII.
Después de Lora del Río, y de su santuario de Setefilla en un cerro tartésico
rematado con el castillo, el Guadalquivir fluye por medio de la vega, señorial y
tranquilo. A su derecha la Sierra Morena que baja a mirarse en él, a su izquierda el
verde llano de huertas y alineados cítricos. Así discurre pacífico y acompañado y,
después de driblar el moderno puente, tuerce hacia el norte en busca de Alcolea del
Río, el bello y riente pueblo en cuyas proximidades se han localizado las ruinas de la
ciudad romana de Arva, citada por Plinio, que recibió el derecho de ciudadanía en
época flavia y fue emporio industrial y comercial dedicado a la producción de ánforas
vinarias y olearias.
El viajero busca las ruinas de Arva que hoy llaman Molino de la Peña de la Sal y
alcanza a ver unos viejos molinos medievales casi colmatados por los aluviones del
río y los restos de aquellas prodigiosas fábricas, en las que unos ceramistas itinerantes
fabricaban olearias con urgencia estajanovista antes de hacer el petate para mudarse a
otra fábrica aguas arriba o aguas abajo. Imagina el viajero lo que los arqueólogos han
constatado, los hornos en batería con un pasillo central desde el que se alimentaban
las cámaras de combustión.
Prosigue nuestro hombre su excursión por la vega frutal y deja atrás Villanueva
del Río, el pueblo perteneciente a la Casa de Alba, en cuyos términos se redescubrió a
mediados del siglo XIX una cuenca hullera que provocó el traslado de buena parte de

ebookelo.com - Página 127


la población al pie de la sierra, en la ribera del Huéznar. Cerca tiene las ruinas
romanas de Mulva, donde aparecen abundantes restos de escoria de fundición.
Aprovechando que el precio del combustible ha bajado, tampoco mucho, el
viajero se detiene a repostar y pregunta por la mina.
—Esto ahora está muy decaído —le advierte el gasolinero—. La mina se cerró en
1972 y mucha gente se fue a Cataluña. La gente joven lo que quiere es gastar y no
trabajar. Y mucha discoteca y mucho cubata y mucho cachondeo. Los jóvenes solo
piensan en pijar y pijar, que yo comprendo que está bien porque da un gusto
espantoso, pero alguien debería trabajar si queremos levantar España, ¿no? Porque
como venga el de la coleta ese con sus perroflautas vamos a ir todos a la ruina.
El viajero le da la razón, como tiene por costumbre desde que descubrió la
sensatez de no contrariar a los extraños, especialmente cuando son de convicciones
berroqueñas, paga la gasolina y reanuda el viaje ya deseando entrar en Sevilla.
Cantillana está en la horquilla que forma el río Viar al unirse al Guadalquivir. En
esta localidad, en la que fabrican primores (por ejemplo, mantones de Manila) era
notario don Blas Infante, el fundador del partido independentista andaluz, al que
algunos consideran un gran político, aunque algo visionario, y otros un gran
mentecato que quería convertir a los andaluces en moros.
—Algo de mestizaje habrá después de ocho siglos de permanencia islámica.
—Pues mire usted, ahí está lo curioso, que no hubo mestizaje alguno en la
población cristiana. En realidad los andaluces tienen de moros tanto como los
gallegos, los catalanes o los vallisoletanos, o sea, nada. Casi todos descienden de
colonos traídos del norte para repoblar las tierras conquistadas. Fernando III, a
medida que conquistaba las prósperas ciudades de la cuenca del Guadalquivir, las
vaciaba de moros.
—¿Pues qué hacía con ellos?
—Los expulsaba a tierra musulmana de donde, a los pocos años, eran nuevamente
desalojados por el avance cristiano.
—¿Quiere esto decir que en los ocho siglos de coexistencia raramente pacífica no
se dieron casos de mestizaje?
—En absoluto. Por supuesto que hubo mestizaje, pero solo se produjo en el lado
islámico, nunca en el cristiano. Muchos musulmanes tomaron esposas cristianas y
tuvieron hijos de ellas que automáticamente se convertían en musulmanes, pero entre
la población cristiana no ocurrió el mismo fenómeno porque la sharía o ley islámica
prohíbe, bajo pena de muerte, el enlace de musulmana con cristiano. Cuando
Fernando III vació de moros, literalmente, el valle del Guadalquivir, solo quedaron
unas cuantas morerías o barrios moros insignificantes, apenas un par de docenas de
vecinos donde antes hubo miles. Ni siquiera estos arraigaron: el monarca siguiente,
Alfonso X, los expulsó después de que se rebelaran en 1264. Unos se acogieron al
superpoblado reino moro de Granada, otros pasaron al Magreb.

ebookelo.com - Página 128


»El historiador González Jiménez ha calculado que, a finales del siglo XV, solo
quedaban en toda Andalucía unas trescientas veinte familias mudéjares. En cuanto a
los moros que poblaban el reino de Granada, tras su conquista por los Reyes
Católicos, muchos emigraron al Magreb y otros se convirtieron en moriscos (o sea,
musulmanes que fingían ser cristianos) hasta su definitiva expulsión en 1610.
—O sea, que el padre de la patria andaluza andaba errado al reivindicar el islam
como seña de identidad andaluza.
—Por completo. Y conste que servidor no se mete en política, pero le sienta mal
que el prohombre, miembro cualificado del Ilustre Colegio Notarial al que se suponen
sensatez y estudios, denigrara a Fernando III, al que apodaba «El Bizco», porque,
según él, «entró en Andalucía y nos despeñó en Despeñaperros, nos quitó nuestras
tierras, nuestra cultura». Además, servidor tiene entendido que el señor Infante, en un
arrebato de maurofilia, se convirtió al islam en 1924 durante una peregrinación a la
tumba del rey Al-Mutamid, en Agmat, cerca de Marrakech, en la que sin ser carnaval
se retrató con notables moros vestido de chilaba y calzado de babuchas.
—Eso no son pruebas.
—No, pruebas no, más bien señas de identidad, esa expresión tan querida y
buscada por los ultranacionalistas.
—Pues volviendo al principio, la música del himno de Andalucía, «Andaluces,
levantaos, pedid tierra y libertad» y todo eso, la tomó prestada, sin permiso, de un
canto popular piadoso de Cantillana con el que la gente campesina imploraba la lluvia
en tiempos de sequía. Si quiere se lo canto.
—Que se vea —otorga el viajero.
—«Los pecadores pedimos / al Señor continuamente / y por eso le decimos /
Santo Dios y Santo Fuerte. / Santo Dios, / Santo Fuerte, / Santo Inmortal, / líbranos,
Señor / de todo mal. / Con dolor de nuestros pechos / le pedimos al Señor / que
seamos perdonados / ante el Tribunal de Dios. / Santo Dios, / Santo Fuerte, / Santo
Inmortal, / líbranos, Señor / de todo mal».
—Me gusta —lo alaba el viajero—. Inspirado, sentido y robustamente
etnográfico, incluso diría que etnológico.
Se despide el viajero de su amable comunicante y prosigue su camino entre
naranjos por Villaverde del Río, cuya patrona es la Virgen de Aguas Santas, muy
milagrosa a pesar de su menudencia, apenas doce centímetros de altura, de terracota
policromada, lo que inspiró a Fray Juan Álvarez de Sepúlveda los versos:

El tamaño es poco más de un dedo


mas parece que está en Ella el de Dios.

—No se puede encerrar más teología en menos palabras —opina el viajero.


—¿Verdad que sí? Y si habla del pueblo ponga usted también que, en el enclave
natural de Las Calderas, tenemos el parque fluvial de Majadallana, donde hay

ebookelo.com - Página 129


senderos pintorescos con cascadas.
Una hermosa represa anuncia la cercanía de Alcalá del Río, la Ilipa Magna de los
romanos. Aquí, el año 206 a. C., se riñó la batalla en la que Publio Cornelio Escipión
el Africano derrotó definitivamente a los cartagineses. Después fundó Itálica, en
Santiponce, cerca de Sevilla, para asentar y recompensar a sus veteranos.
En Alcalá del Río, por encima de donde hoy se levanta la presa construida en
1931, existía un amplio vado que cuando bajaba la marea permitía atravesar el río «a
pie enjuto» caminando sobre las piedras puestas al efecto. También había una barca
de maroma, propiedad del concejo municipal de Sevilla, que hacia 1900 se sustituyó
por un puente de madera sobre barcas.
En 1931 la Sociedad Canalización y Fuerzas del Guadalquivir encargó al
paisajista Javier de Winthuysen Losada el ajardinamiento del conjunto de la Central
Hidroeléctrica, lo que realizó con gusto singular, creando un bellísimo conjunto en el
que se combinan la arqueología, la azulejería y la botánica. Los macizos y arriates se
disponen en trazados geométricos, con buganvillas y rosales en su interior, y árboles
frutales, acacias, palmeras, cedros, enmarcados por setos de romero, arrayán, boj y
tuyas. La más variada pajarería se refugia en esa vegetación.
Antes de entrar en Sevilla, el viajero quisiera decir unas palabras sobre Alcalá de
Guadaira, también conocida por Alcalá de los Panaderos por la cantidad y calidad de
tahonas que en ella había, que suministraban a diario el pan a Sevilla. Este pueblo no
está en el Guadalquivir, pero es tan fluvial que no se resiste a visitarlo.
—Usted perdone pero es Alcalá de Guadaíra, con tilde sobre la í.
—Toda la vida de Dios he dicho Alcalá de Guadaira —argumenta el viajero.
—Sí, eso antes, pero el ayuntamiento decidió en un pleno de 2001 que se
pronuncie Guadaíra, que es como lo decimos aquí.
—No se hable más, de aquí en adelante Guadaíra —aprueba el viajero que, como
queda dicho, es persona de no llevar la contraria.
Desde la época musulmana el río ha movido gran cantidad de molinos harineros
en Alcalá de Guadaíra. «Estos los molinos harineros ubicados en las márgenes del río
Guadaíra o junto al acueducto (los famosos “caños de Carmona”, más de veinte
kilómetros en parte aéreo y en parte subterráneo que surtía de agua a Sevilla).
Algunos molinos están perfectamente documentados, entre ellos el de Aben Haroga,
entregado por el rey a don Pedro Pérez, canciller de doña Juana de Ponthieu, viuda de
Fernando III; o el de Aben Ocba, que perteneció a Hamet Aben Paxat, el alcalde de
los moros que permanecieron en Alcalá de Guadaíra tras la conquista; o los nueve o
más molinos otorgados por Alfonso X al concejo de Sevilla, “que son en la azequia
de la montanna de Alcalá de Guadayra”; o, finalmente, los molinos concedidos por
Fernando III a la Orden de Alcántara, “los que son más gerca de la puente por ó passé
yo con mi hueste quando vine de Alcalá sobre Sevilla[64]”».
—En fin que hasta hace poco, en poco más de dos kilómetros el río y sus caños
proporcionaban energía a una buena cantidad de molinos. Hasta que el pan decayó.

ebookelo.com - Página 130


—¿Cómo que decayó?
—Cuando empezó el pan congelado, lleno de aditivos y ese que se cuece con
lanzallamas y al día siguiente está como una piedra. Ahora la gente no sabe lo que es
un pan decente como el que se hacía aquí, que era un pan artesanal. El trabajo lo
compartían los horneros con las «sobadoras», las mujeres que hacían las distintas
piezas (teleras, medias bobas, bobillos, bollos, albardas, molletes…). Entre los
horneros había maestros de pala, amasadores, ayudantes y aprendices. Cuando fallaba
un hornero se llamaba a un sustituto, el «faltero», y también había «correturnos», que
suplían a los horneros en días de descanso.
—A eso llamo yo organizarse.
—¿Usted sabe lo de Pollagorda, el hornero?
—No, señor, aunque por el nombre ya se ve que no era persona de quejarse.
—No es lo que usted piensa. Sepa que antiguamente, en los tiempos del trueque,
los hornos eran públicos y el pan se amasaba en casa y luego se llevaba a hornear. El
panadero, antes de darle forma, detraía un puñado de masa, la poya, con y griega, que
era su paga, pero la gente como en el sonido no se distingue cree que era polla con
doble ele que, como usted sabe, significa otra cosa. Hoy, perdida la tradición de los
hornos públicos, el vulgo reverencia la memoria del famoso hornero como un
superdotado, ya sabe usted, rodillero, cuando en realidad su apodo aludía a las poyas
abusivas que detraía de los panes porque, al parecer, tenía la mano grande y con el
puñado se llevaba medio pan.
El viajero visita en la orilla derecha el Molino de Benarosa, y el de San Juan antes
de regresar a la orilla izquierda para ver el Molino de Oromana que está junto a una
fuente natural, con su espléndido mirador sobre el río. Luego de recrearse en las
vistas, continúa su camino y dejando atrás la pasarela llega al Molino del Algarrobo,
desde el cual se divisan, en la ribera opuesta, entre la vegetación frondosa, los restos
del Molino de La Caja. Todavía le quedan por ver el Molino de la Tapada en el
bosque antes de llegar a los siete arcos del puente de Carlos III, de una «apostura, la
buena construcción y traza» que merecería ser romano, situado sobre un vado natural
que vigila el castillo.
—Quizá hay restos de un puente romano debajo —dice un erudito local—. Lo
que pasa es que ha sufrido tantas reconstrucciones que vaya usted a saber. En 1781,
durante el reinado de Carlos III, le renovaron los tajamares, los contrafuertes y
estribos. Tres años después vino tal crecida que el puente quedó hecho unos zorros,
hubo que reconstruirlo entre 1786 y 1789. En 1960 le hicieron tanta obra que perdió
su estampa antigua y quedó en lo que ahora vemos, práctico, pero no tan bonito.
Regresa el viajero al río grande y llega al lugar de La Rinconada, así llamado por
la que formaba el Guadalquivir antes de entrar en Sevilla. Aquí instaló Fernando III
el hospital de sus tropas durante el asedio de la capital («fagamos un hospital de
sangre en esta arrinconada del río»). Aquí está el Cerro Macareno, de gran riqueza
arqueológica, a cuyos pies en otro tiempo fluía el Guadalquivir.

ebookelo.com - Página 131


—¿En otro tiempo? ¿Es que el Guadalquivir se mueve?
—Bastante. El cauce del Guadalquivir a lo largo del tiempo ha cambiado muchas
veces de emplazamiento, unas exclusivamente por obra de la naturaleza y otras
ayudado por la acción del hombre.
—¿Por mano del hombre?
—Sí, a veces cuando hay un meandro demasiado cerrado, o una sucesión de
meandros, se abre un canal recto llamado corta, que los evita.
—¿Lo mismo que hacen en las carreteras cuando suprimen curvas?
—Exactamente lo mismo. A partir de ahora vamos a encontrar algunas cortas
porque el río se pone tan perezoso que no hace más que meandros. Cuando se
practica una corta o cuando el río cambia de curso por voluntad propia, quedan sobre
el terreno fragmentos de cauce seco o madres viejas, que el tiempo ha ido
colmatando. Los reconocimientos modernos del valle y la historia de Sevilla
confirman este hecho del que quedan en la actualidad dos muestras bien visibles, una
del Caño de La Rinconada y otra la Madre Vieja del Aljarafe. El Caño de La
Rinconada es una corta natural que formó el río entre los meandros actuales de Alcalá
y La Algaba para utilizarlo como cauce auxiliar. Durante la gran avenida de 1963, las
aguas desbordadas en el salto de Alcalá utilizaron este caño como aliviadero natural,
desaguando por él un caudal de más de quinientos metros cúbicos por segundo, que
cortaron la comunicación por carretera entre La Rinconada y Sevilla[65].
—Ya veo que el río cuando tiene sus prontos es de temer.
—Bueno, ahora está domesticado con tanta ingeniería y tanta presa que regula el
caudal. Hace tiempo hubo que recurrir a soluciones drásticas y hasta se desvió su
curso para que no pasara por Sevilla.
—¿Pues por dónde lo encauzaron?
—Antes de entrar en Sevilla, al norte, hicieron el tapón de San Jerónimo y
echaron las aguas por un cauce nuevo que discurre más allá de Triana, al pie del
Aljarafe, y va a conectar con el cauce antiguo pasada Sevilla.
—Drástica solución, en efecto.
—Sí, pero ahí se terminaron las arriadas que nos traían fritos. La de 1963 tenía
usted que haberla visto, que se puso Sevilla como Venecia y estuvimos cinco días sin
pan.
—Y con el cauce viejo, ¿qué hicieron?
—Hombre, le dejamos agua, pero muerta, la dársena, para que no se perdiera la
estampa del río separando a Sevilla de Triana, ni el Cachorro pasando nocturno todas
las Semanas Santas por el puente de Isabel II con la candelería reflejándose en las
aguas, ni la estampa de la Torre del Oro lamida por el Guadalquivir…
—No sé —dice el viajero—. Es que un río muerto…
—Eso decían algunos, por eso, en 1992, cuando la Expo, se quitó el tapón de San
Jerónimo, se abrió de nuevo el paso del río y ahora ya lo ve usted, vuelve a correr

ebookelo.com - Página 132


bajo los puentes por el cauce antiguo y tiene hasta peces y piragüistas haciéndose
polvo la espalda y provocándose lesiones rotulianas e isquiáticas.
—¿Usted también está contra los deportes de competición?
—Yo en eso no me meto, que de las opiniones vienen las reyertas, lo único que le
digo es que carrera que no se da el caballo, en el cuerpo la lleva.
—Yo, ¿sabe usted?, de joven me dio por la caza, porque soy de familia de
Constantina, en la Sierra Norte, y por no ser menos que mis primos me inicié en la
caza de la perdiz. Conque la víspera me pasé la mañana haciendo un puesto con
piedras entre unas sabinas, en un sitio que me habían dicho que era bueno. Al otro día
temprano voy con mi pájaro perdiz, el reclamo, y lo coloco en su sitio y me meto en
el puesto con la escopeta a punto a esperar que me entre la primera perdiz.

ebookelo.com - Página 133


Cauces del Guadalquivir a lo largo del tiempo.

Le da una calada al cigarro y se queda pensativo.


—¿Y entró? —pregunta el viajero, impaciente.
—Al otro día le hice una poesía, porque yo también escribo poesía:

Ramón se fue de caza


antes de salir el sol,
las perdices se le fueron
y al pájaro lo mató.

—Vaya, hombre, qué mala suerte.

ebookelo.com - Página 134


—Total, me di cuenta de que la caza de perdiz, todo el día sentado esperando, no
era lo mío, así que me cambié al conejo, que es una caza más movida.

Los caños de Carmona, en Sevilla.

—¿Y se dio mejor? —inquiere el viajero.


—A esa caza le hice otra poesía:

Le pegué un tiro a una liebre


detrás una mata escondía.
Hice mala puntería,
pero le di en una pata
al perro que más quería.

—Ya veo que el arte cinegético no se le da bien —reconoce el viajero.


—Tampoco se me da tan mal. Tenía usted que verme coger caracoles en el parque
de María Luisa. No se me escapa ni uno.

ebookelo.com - Página 135


CAPÍTULO 29

… Y SEVILLA

Querían los antiguos eruditos hispalenses que Sevilla fuera fundación de Hércules,
de cuando vino a España a capturar los bueyes de Gerión. No les bastaba la gloria de
que la hubiera fundado Julio César en el año 45 a. C. con el nombre de Colonia Iulia
Romula Hispalis. ¿Qué no hubieran tramado de saber que la ciudad existía antes de
César, que quizá fue testigo de la grandeza de Tarteso y que andando los siglos había
de alumbrar el tesoro del Carambolo, el más firme testimonio de la mítica riqueza de
Argantonio?
La ciudad se empeñó en ser ilustre desde el principio: en su vecindad, fuera del
alcance de las crecidas fluviales, dijimos que se fundó Itálica, la urbe que dio a Roma
dos emperadores, Trajano y Adriano. Luego, pasada Roma y sumido Occidente en la
espesa tiniebla medieval, Sevilla alumbró al mundo con las Etimologías de San
Isidoro, suma y compendio de la sabiduría de su tiempo.
Convertida oportunamente al islam, Isbiliya o Ixbilia acomodó a su vez a los
rudos africanos a su propio carácter festivo. Recordemos el texto de Averroes: «Si
muere un sabio en Sevilla y se quiere vender sus libros, los llevan a Córdoba; y si
muere un músico en Córdoba y quieren enajenar sus instrumentos, los llevan a
Sevilla».
También hubo lágrimas en medio de la música y la poesía. En septiembre de 844,
los vikingos remontaron el Guadalquivir en sus veloces y afilados navíos y saquearon
la ciudad y su comarca. Abderramán II, el rey perjudicado, construyó unas atarazanas
en Sevilla en las que fabricar naves con las que defender el Guadalquivir de los
normandos. Estos, tras sufrir algunos reveses que les enseñaron humildad y que no
todo el monte es orégano, llegaron a un acuerdo con los moros: dejaban de incordiar
y se retiraban pacíficamente a cambio de que los que quisieran de entre ellos pudieran
establecerse en la Isla Menor. Muchos se quedaron, se convirtieron al islam y se
dedicaron a criar caballos y a fabricar queso.
—O sea, como los refugiados que llegan hoy a Europa escapando del hambre.
—Se puede comparar, pero matizando mucho. Los vikingos llegaron en plan
violento y los refugiados que recibimos de África y de los revueltos países
musulmanes son, a la vista está, personas encantadoras, escrupulosos observadores de
las leyes del país que los acoge, excelentes trabajadores y llegan deseosos de
integrarse y aceptar nuestras costumbres. O sea, están por agradar y no por incordiar.

ebookelo.com - Página 136


No hay más que ver la vehemencia con la que acatan celebraciones europeas como
los jolgorios de Nochevieja en Colonia.
A la caída del califato de Córdoba, Sevilla se constituyó en reino de taifa y
continuó asombrando al mundo con la corte de Al-Mutamid (1068-1091), el rey poeta
al que paseando en barca por el Guadalquivir se le ocurrió el verso: «El viento teje
lorigas en las aguas».
Se suponía que daría la réplica alguno de los poetas áulicos que lo acompañaban,
todos subvencionados y viviendo a las ubres del Ministerio de Cultura, pero a
ninguno se le ocurría la respuesta. Entonces de entre los juncos de la ribera se
escuchó una voz cantarina que decía: «¡Qué coraza si se helaran!».
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó Mutamid. Sus barandas al punto le trajeron
una bellísima esclava que lavaba la colada en la ribera.
—Esta muchacha ha sido, oh, rey.
Mutamid se prendó de su belleza e ingenio hasta el punto de desposarse con ella.
¿Qué más puede esperar una humilde esclava lavandera en el río que verse aupada a
majestad real, junto al rey, en los Reales Alcázares?
Nada, evidentemente. Es como el cuento de la Cenicienta.
Pero Itimad al-Rumaikiyy, que así se llamaba la afortunada, añoraba los tiempos
humildes en que hacía adobe amasando el barro con los pies. El rey, sevillano,
rumboso, le ofreció una alberca de canela en polvo para que pudieran amasarlo con
perfume aquellos piececitos que adoraba.
—Eso es largueza.
—Hasta ahí, bien, pero al final la cosa acabó mal. Con su tierra amenazada por
almorávides y castellanos, Mutamid, que además de manirroto era orgulloso, dijo que
prefería verse de camellero en África a ser porquero en Castilla, y llamó a los
africanos en su auxilio. Como era de temer, le arrebataron el reino y lo desterraron al
Magreb.
El poeta Ben Al-Labbana describió aquella despedida:

Todo lo olvidaré menos aquella madrugada junto al Guadalquivir, cuando estaban las naves como
los muertos en sus fosas. Las gentes se agolpaban en las dos orillas, mirando cómo flotaban las
perlas en las espumas del río. Caían los velos porque las muchachas no cuidaban de cubrirse, y se
desgarraban los rostros como otras veces los mantos. Cuando llegó el momento de la partida ¡qué
tumulto de adioses, qué clamor de doncellas y galanes!

El viajero recuerda, de sus años sevillanos, la conmemoración de aquella partida.


Fue en 1990, centenario del destierro de Al-Mutamid. Se rememora arrojando flores
al río junto al puente de Triana en el transcurso de un acto poético celebrado en el
presunto lugar donde embarcó el rey poeta. Luego, la dama por cuya causa había
asistido al evento y realizado la ofrenda, le negó sus favores alegando que la
emotividad del acto la había embargado de retrospectiva tristeza hasta tal punto que
cualquier expansión de los sentidos hubiese desvirtuado la magia del momento.

ebookelo.com - Página 137


Vuelto a la soledad de su alcoba, el viajero se miró al espejo y se dijo. «Te está bien
empleado, por gilipollas».
Aparta el viajero el punzante recuerdo y prosigue rememorando la historia de la
ciudad. ¡La alegre Sevilla en manos de los almorávides, unos fundamentalistas
fanáticos salidos del Sahara que prohibieron la música y la poesía! Llevaban la
cabeza protegida del polvo y la arena por un embozo de tela negro o violeta, el lizam,
que al desteñir debido al sudor les tintaba la piel (hoy lo siguen usando y los llaman
por eso «hombres azules»).
El poema de Fernán González los pinta al natural:

Más feos que Satán con todo su convento


cuando sale del infierno sucio e carboniento.

Con la cooperación del clero, los almorávides restauraron las costumbres


islámicas en toda su pureza y acabaron con las alegrías y el hedonismo que
imperaban en la España musulmana desde los buenos tiempos de Córdoba.
Adivino lo que está pensando el lector. ¿No se parece esto al autoproclamado
califato del ISIS que cuando estas líneas se escriben se ha establecido en amplias
regiones de Iraq y Siria y amenaza con extenderse al resto del mundo arrollando y
degollando tanto a sus correligionarios musulmanes tibios en la fe como a los
«cruzados» cristianos?
Pues sí. Es una constante en el islam que de vez en cuando brote una epidemia de
fanatismo que antes de disolverse en su propia inconsistencia doctrinal asola una
región del globo.
La dictadura almorávide duró un tiempo, porque al final ocurrió lo de siempre:
los feroces rigoristas, aquellos patanes salidos del desierto, se aficionaron a los
paseos por los jardines perfumados de mirto y azahar, a las rumorosas siestas bajo el
emparrado escuchando el chorrito de agua de la fuente, a los blandos lechos, al
cordero asado con miel y piñones, a la mirada chispeante de las cordobesas de
caderas anchas como búcaros, a la risa cantarina de las sevillanas, a los pechos
opulentos de las levantinas, a la vida amable y regalada que les brindaban las
mansiones arrebatadas a la aristocracia andalusí.
Los almorávides eran personas de carne y hueso con su alma en su almario. Los
menos obtusos se percataron de que en la vida hay otros goces aparte de rezar cinco
veces al día mirando a la Meca y dejarse matar por imponer al prójimo una creencia
religiosa. Fueron sucumbiendo a los halagos de la vida muelle, fueron pareciéndose,
¡ay!, a aquella aristocracia viciosa a la que habían suplantado. El resultado fue
desolador: se relajó el fanatismo, se atemperó el ardor militar, los feroces guerreros
del desierto dejaron de oler a cabra, se perfumaron y cambiaron la dura tarima del
cuartel por el mullido colchón del mirador sobre el Guadalquivir.

ebookelo.com - Página 138


Tras los almorávides llegaron los almohades, de su misma procedencia africana e
igualmente fanáticos. Otra vez volvía el burro al trigo. Segunda oleada rigorista.
Afortunadamente estaba en decadencia cuando empezó a gobernar en Castilla el
mejor rey de nuestra historia, Fernando III el Santo, que se propuso expulsar
definitivamente a los moros del solar de la antigua monarquía visigoda y cristiana.
Fernando III fue conquistando las opulentas ciudades del Guadalquivir, Andújar,
Córdoba y llegó a Sevilla, la capital almohade en Al-Ándalus, un hueso duro de roer.

ebookelo.com - Página 139


CAPÍTULO 30

LA BATALLA EN EL RÍO

El Guadalquivir se hizo campo de batalla. Sevilla contaba con unas fuertes


murallas, siete kilómetros de circuito, que podrían sitiarse, pero la ciudad no se
rendiría si no se dominaba el río por el que los moros seguían recibiendo refuerzos
desde la fértil comarca del Aljarafe.
Fernando, escaso de tropas, era consciente de que no tomaría Sevilla mientras los
moros recibieran auxilios del exterior. Era perentorio destruir el sólido puente de
barcas que barreaba el río y aseguraba las comunicaciones entre las dos orillas, Triana
y Sevilla.
Encomendó esta tarea, a principios de 1247, a su almirante Ramón Bonifaz, que
ya había triunfado en la toma de Cartagena.
Bonifaz contrató trece veleros pesados e hizo construir cinco galeras, movidas a
remo, en los astilleros de Santander. Las tripulaciones procedían de las Cuatro Villas
de la Costa (Laredo, Castro Urdiales, Santander y San Vicente de la Barquera), con
algún agregado gallego. Con esa flota bordeó las costas de Portugal y se presentó en
la desembocadura del Guadalquivir a principios de agosto de 1247. Los moros, que
tenían noticia de su llegada, lo estaban esperando allí con una flotilla de saetías y
zabras. Bonifaz no rehuyó el combate, se enfrentó a ellos, los derrotó y liberó la
desembocadura del río de piratas mahometanos.
Ya sin moros en la costa, el burgalés remontó con sus naves el Guadalquivir
eficazmente apoyado por tropas de Fernando que dominaban la orilla izquierda. El 15
de agosto llegó al Vado de las Estacas. Fernando le ordenó que anclara frente a San
Juan de Aznalfarache.
Los moros intentaron destruir la flota cristiana con un brulote de fuego griego que
lanzaron aguas abajo, pero Bonifaz lo esquivó y para evitarse nuevos contratiempos
entró en el puerto de Sevilla y destruyó todo lo que flotaba.
El fuego griego era el napalm de la Antigüedad, una mezcla de nafta, cal viva,
azufre y nitrato que ardía incluso en contacto con el agua.
—Eso ha estado bien —le dijo Fernando cuando vio que su almirante se defendía
bien del moro—, pero ¿cómo les destruimos el puente de barcas?
Bonifaz decidió que la acción se llevaría a cabo un día de viento y mareas
favorables. El plan era simple: escogió a sus dos naves más pesadas, las carracas
Carceña, santanderina, que él mismo capitanearía, y la Rosa de Castro, de Castro

ebookelo.com - Página 140


Urdiales, que puso al mando de Ruy González, les reforzó las proas con maderos para
que aguantasen la embestida y de esta guisa las lanzó aguas abajo contra el puente.
—¿Cómo aguas abajo? Si ellos venían del mar, el puente debía de estar aguas
arriba, ¿no?
—Ahí quería llegar, a esa dificultad historiográfica que ha ocupado los desvelos
de unos cuantos eruditos ocupados en el caso. Existen dos teorías.
Primera: los cristianos sacaron las naves del río y las llevaron por tierra, rodando
sobre troncos, hasta su nuevo emplazamiento en San Jerónimo, aguas arriba.
Segunda: las naves embistieron el puente de barcas remontando la corriente con
el impulso de un fuerte viento de poniente, que les henchía las velas.
En cualquier caso rompieron la barrera de maderos articulados por bisagras de
hierro que estaba a la altura de la Torre del Oro. Libres de este obstáculo arremetieron
contra el puente de barcas.
Fuera de un modo u otro, lo que importa es el resultado: el buque de Ruy
González no consiguió romper el puente, pero lo dejó dañado para que el del
almirante Bonifaz completara la obra que «fue a dar de frente un tal golpe que se
pasó clara de la otra parte». Descompuestas barcas y tablazón, Triana quedó aislada
de Sevilla y esta, con el río en manos de cristianos, se despidió de los auxilios. Esto
ocurrió el 3 de mayo de 1248.
En la rotura del puente «consistió toda la victoria —dice la crónica—, porque los
moros desde aquella hora conocieron ser vencidos» y empezaron a tratar sobre la
capitulación de la ciudad, pero Fernando se mostró severo como hacía con las
ciudades que le oponían resistencia y exigió la entrega en el plazo de un mes «libre et
quita» con todos sus edificios intactos. A cambio, sus moradores podrían salir
libremente con sus pertenencias para mudarse a Jerez y a los que quisieran irse a
África se les facilitarían cinco naves y ocho goletas.
El rey tomó posesión de Sevilla, ya casi vacía de su población musulmana, el 23
de noviembre de 1248.
Consciente de la importancia de contar con una marina de guerra poderosa,
Fernando encargó al almirante Bonifaz la organización de una flota permanente. Para
ello construyeron en el Arenal de Sevilla, ribera derecha del Guadalquivir, las
enormes Atarazanas Reales completadas por Alfonso X en 1254. Aún causa pasmo
este edificio de diecisiete naves de ladrillo separadas por amplias arcadas que
arrancan del suelo y cubiertas de bóvedas de arista. No tiene parangón en Europa si
exceptuamos el Arsenal de Venecia.
En las atarazanas trabajaban entre quinientos y seiscientos obreros, calafates,
carpinteros, herreros y otros artesanos que a veces fabricaban en serie más de veinte
galeras, además de reparar, calafatear y realizar otras labores de mantenimiento de las
antiguas. Uno de los cargos más prestigiosos de Castilla era el de alcaide de los
Alcázares y de las Atarazanas de Sevilla.

ebookelo.com - Página 141


Estas atarazanas funcionaron a pleno rendimiento hasta el siglo XV suministrando
las naves, especialmente galeras, con las que la Corona de Castilla disputaba su
dominio del estrecho de Gibraltar a los sucesivos poderes norteafricanos.
En tiempos de los Reyes Católicos el trabajo de las Atarazanas decayó porque las
de Aragón bastaban para construir las galeras necesarias y a menor costo. Por otra
parte, la altura de las Atarazanas de Sevilla era insuficiente para albergar el nuevo
tipo de naves de guerra, las carracas y naos artilladas. La puntilla se la dio Felipe II
cuando prohibió construir en Sevilla naves oceánicas, aduciendo que la madera
empleada era de peor calidad que la de los astilleros cantábricos.

ebookelo.com - Página 142


CAPÍTULO 31

LAS ROSAS DE DON MIGUEL

El viajero, en su recorrido por Sevilla, después de abandonar las Atarazanas visita,


casi por obligación, el vecino Hospital de la Caridad, la institución creada por don
Miguel de Mañara, el personaje sevillano que inspiró el mito de don Juan Tenorio.
Uno de los primeros cometidos de esta piadosa institución era, precisamente, recoger
los cadáveres que aparecían en el Guadalquivir después de las inundaciones y darles
cristiana sepultura.

ebookelo.com - Página 143


La tradición popular asegura que don Miguel de Mañara fue un depravado
burlador que sembraba un rosal en su jardín por cada virgo cobrado (a las viudas
consoladas y a las esposas desbravadas no las metía en cuentas, despreciándolas
como piezas menores).
Debo advertir a las lectoras incautas (si alguna hubiera) que especímenes como
este siguen abundando en el mundo. Desesperada por echarte novio te metes en
internet, conciertas una cita a ciegas con el que se anunciaba «Ramón, solitario y
formal, abstenerse frívolas y suripantas», y tras el primer whisky con soda (poca) el
desaprensivo insiste en que lo acompañes a casa para enseñarte su colección de
conchas marinas, cuando su verdadera intención es ponerte un rato a contemplar la
lámpara del dormitorio.
Tenía don Miguel de Mañara, sigue la leyenda, el jardín de su casa, ribera del
Guadalquivir, más espeso que las selvas del Mato Grosso cuando, ya peinando barbas

ebookelo.com - Página 144


de plata, de regreso de una aventura galana se topó con la espantable escena de su
propio entierro. La impresión fue tal que, desengañado del mundo, decidió
regenerarse y purgar antiguos pecados con oraciones, sacrificios y obras pías.

Idos los moros, el Guadalquivir se cristianizó y fue un río castellano de su


nacimiento a su desembocadura. Sevilla, puerto de mar sujeto a mareas incluso
estando a tanta distancia de la costa, se convirtió en uno de los más activos de Europa
como intermediario entre el norte europeo y las riberas del Mediterráneo. Naves
mercantes genovesas, pisanas, florentinas y aragonesas, remontaban el Guadalquivir
como antaño las de Roma. Mercaderes castellanos, aragoneses, catalanes,
portugueses, italianos y franceses se establecían en Sevilla atraídos por el activo
puerto fluvial y por las perspectivas de negocio. A pesar de este movimiento
inmigratorio, la ciudad estaba lejos de reponer la población perdida con la expulsión
de los moros. En 1384 tendría unos quince mil habitantes y a finales del siglo XV no
pasaría de cuarenta mil[66].
Sevilla se convirtió en el emporio comercial del sur de Europa. En sus almacenes
del Arenal cambiaban de manos lanas, conservas de pescado, colorantes, seda,
cueros, vino, cereales, frutos secos y aceite venidos de o destinados a puertos tan
distantes como Alejandría, Orán, Tánger, Italia, los de la corona de Aragón, Portugal,

ebookelo.com - Página 145


Inglaterra, Francia y Gascuña. Un elemento esencial de ese comercio era el oro
subsahariano que llegaba a los mercaderes de Sevilla y de Cádiz desde el Magreb[67].

Estimulado por esa intensa actividad portuaria, creció en importancia el barrio del
Mar, en la orilla trianera, habitado de marinos, carpinteros de ribera, cómitres y
demás oficios propios de un puerto activo. Repobladores procedentes de las Cuatro
Villas de la Marisma de Castilla (los puertos santanderinos) se mudaron a Sevilla y
otros puertos andaluces atraídos por las excelentes oportunidades.
El Guadalquivir era el gran recurso de Sevilla pero también su enemigo debido a
las anuales crecidas que inundaban la ciudad.
La primera crecida de la que se tienen noticias fue la del año 850. El río se salía
de madre por el meandro de San Jerónimo, al norte de la ciudad, y golpeaba con su
caudal el ángulo noroeste del recinto amurallado (hoy calles Torneo y Resolana) por
donde en tiempos antiguos discurrió un cauce secundario (hoy aproximadamente
ocupado por la calle Calatrava y la alameda de Hércules, donde se formaba una
laguna).
El primitivo recinto murado de Sevilla, primero romano y después visigodo,
seguía precisamente el trazado de este ramal secundario que se juntaba con el
principal en la zona del Arenal.
La expansión de la ciudad musulmana ignoró este cauce secundario y adelantó la
muralla hasta las inmediaciones del río, pero, como es sabido, el agua siempre
reclama su jurisdicción y cada vez que se salía de madre arremetía contra los muros
intrusos, los tumbaba e inundaba la ciudad. Es lo que explica un suelto titulado

ebookelo.com - Página 146


Quexas de Sevilla al Guadalquivir por la inundación del año 1522, en el que el viejo
Betis, contesta a las quejas de la ciudad:

Dícesme que corro por lugares y tierras tuyas.


Sábete que esta tierra no fue tuya sino mía.
Estrechas mis orillas en angosto límite
y ahora ya lo ves, me haces ir por otros caminos.

El conflicto entre el río y su ciudad se ha prolongado hasta que en el siglo XX la


moderna ingeniería ha conseguido, por fin, ganarle el pulso al Guadalquivir.
La primera solución ingenieril data de 1383, cuando intentaron atajar las crecidas
mediante un espigón que comenzaba en la Puerta de Vibarragel (hoy más conocida
como la Barqueta). «Se hizo una gran obra, terraplenando de fuerte armazón entre los
muros y el río un espacio en que quebraren las corrientes, llano frecuentado de paseos
que tomó el nombre de Patín de las Damas (por el agradable paseo que se construyó
en su cima[68])».

La alameda de Hércules inundada.

Eran soluciones provisionales porque cuando el río sacaba pecho en una buena
crecida no había obstáculo que se le interpusiera. La riada de 1434, un año en que
«hubo copiosísimas lluvias en toda España, mayormente en Sevilla (…), creció el río
Guadalquivir dos codos, menos junto á las almenas del Adarme de la ciudad, y el

ebookelo.com - Página 147


agua la cercó toda a la redonda y a la gente se la metió en las naos y carabelas y
barcos por mayor seguridad, y se calafatearon las puertas y agujeros de los muros, y
en cuarenta días no hubo moliendas de atahonas con la demasiada agua, por lo qual
murió mucha gente en el Reyno de hambre[69]».
La riada de 1626 fue de tal magnitud que se llevó por delante el terraplén y hubo
que reponerlo casi por entero. Tampoco resistieron estos reparos, y entre 1773 y 1779
se acometieron grandes obras que perdurarían hasta finales del siglo XIX en que hubo
que eliminarlas por exigencias del trazado del ferrocarril.
En la Torre del Oro, en la alameda de Hércules y en otros lugares de Sevilla
existen azulejos conmemorativos del nivel que alcanzaron las aguas en las diversas
inundaciones que ha sufrido la ciudad. Incluso en un corral de Triana hay un azulejo
colocado a una altura inverosímil.
—Oiga, ¿tan altas llegaron las aguas en esa ocasión?
—No, señor, que llegaron dos metros más abajo pero lo hemos colocado ahí para
que no lo rompan los gamberros.

Barcas en la calle Trajano.

ebookelo.com - Página 148


CAPÍTULO 32

OPERACIÓN CLAVEL

En 1948 el cabildo municipal, cansado de ese perpetuo pulso de la ciudad con el río,
recurrió a una solución tajante: cerrar el cauce histórico y abrir un cauce nuevo
alejado de la ciudad. Para ello se selló el cauce viejo con una barrera, el Tapón de
Chapina, y desvió las aguas a un cauce artificial excavado que iba de Triana a San
Juan de Aznalfarache. Con estas obras el río a su paso por Sevilla y el puerto
histórico se convertían en una dársena y la ciudad quedaba a salvo de crecidas e
inundaciones.
Parecía que se había encontrado la solución ideal, pero el río tomó cumplida
venganza el 25 de noviembre de 1961, cuando delegó en su afluente sevillano, el
arroyo Tamarguillo, el trabajo de romper su dique de contención y arriar tres cuartas
partes de la ciudad dañando gravemente unos mil quinientos edificios y dejando a la
intemperie a unas cuarenta mil familias.
A pesar de la tragedia, la inefable guasa sevillana no dejó de hacer chistes sobre el
asunto y aparecieron carteles que señalaban «Este es el Tamarguillo, chiquito pero
matón».
La emisora Radio España de Madrid ideó un programa, Operación clavel, para
recabar fondos con los que ayudar a los damnificados de las inundaciones sevillanas.
Dirigía el programa el showman chileno Bobby Deglané, hijo de una trianera y de un
marinero francés, un locutor de florido verbo que se había hecho popular por sus
emocionantes retransmisiones de veladas de catch.
El éxito de Operación clavel fue tal que Radio Nacional y otras emisoras
regionales se sumaron a la iniciativa y conectaban cada noche con el chileno en un
programa que mantenía pegada al receptor a media España, algunos días hasta las
cuatro de la madrugada, para vivir lo que Deglané definía como «una auténtica
democracia del corazón».
La culminación del programa consistió en una caravana de más de cien camiones
e innumerables coches y motos que, encabezada por una furgoneta portadora de una
imagen de María Auxiliadora, partió de Madrid para llevar a Sevilla los víveres
recaudados (patatas, garbanzos, lentejas, alubias, aceite, vino, juguetes, colchones,
mantas…).
Con la caravana, que se extendía a lo largo de más de catorce kilómetros de
carretera deficientemente asfaltada, marchaban, además de Bobby Deglané, siempre
pegado al micrófono, artistas famosos de la talla de Antonio el Bailarín y la cómica

ebookelo.com - Página 149


Mary Santpere. Comisiones locales y corporaciones municipales bajo mazas salían al
encuentro de los viajeros por los lugares donde pasaban y les hacían solemne entrega
de nuevos donativos.
La llegada de la caravana a Sevilla fue apoteósica. Desde Carmona a Sevilla, la
carretera era una romería. Una multitud de sevillanos conscientes de estar viviendo
un momento histórico se había congregado en el despejado campo de San Pablo para
recibir a sus benefactores. No faltaron coches de caballos con jóvenes alumnas de
piano del conservatorio vestidas de flamencas, que cantaban sevillanas de bienvenida,
ni multitud de improvisadas pancartas: «A Sevilla ha vuelto la alegría». Una comisión
de vecinos de las humildes barriadas de La Corza y Árbol Gordo aguardaba, sus
miembros endomingados, para entregarle a Bobby Deglané una medalla de oro con la
imagen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder adquirida por suscripción popular,
peseta a peseta, entre los vecinos del barrio.
Una hora antes había despegado del aeródromo de Cuatro Vientos una avioneta
Stinson 108-3 Voyager desde la que Antonio Fernández Navas, el fotógrafo de la
revista Actualidad Española, tomaría instantáneas del emotivo encuentro. La pilotaba
el joven aviador Luis María Jiménez Romano, de veinticuatro años, que sustituía por
enfermedad al piloto titular.
Llegó a Sevilla la caravana con el infatigable Bobby Deglané, ya casi ronco,
redoblando sus entusiasmos y buscando nuevos adjetivos ante el micrófono. Las
autoridades aguardaban en la espectacular plaza de España, ese anfiteatro de relamida
arquitectura regionalista que se abre como un abrazo con azulejos representativos de
cada provincia. Allí se había dispuesto la tribuna donde se realizaría la solemne
entrega y recepción de los socorros al pueblo sevillano bajo la atenta mirada de las
cámaras del NODO.
Y de pronto todo se torció. La que prometía ser una jornada lúdica y feliz, de
discursos, abrazos, aplausos y reconocimientos se tornó en súbita tragedia cuando la
avioneta del emocionante encuentro en vuelo rasante chocó con unos cables de alta
tensión y capotó sobre la abigarrada multitud ocasionando veinticuatro muertos y más
de cien heridos, muchos de ellos de gravedad, entre quemados y aplastados por el
impacto del aparato o por la estampida de la muchedumbre aterrorizada. En medio de
tan terrible tragedia se dio el caso de que el fotógrafo Fernández Navas sobrevivió.

ebookelo.com - Página 150


ebookelo.com - Página 151
Las chicas del Conservatorio acuden a recibir la caravana de Operación clavel.

ebookelo.com - Página 152


CAPÍTULO 33

PASEANDO POR SEVILLA

Sevilla, «la princesa de las ciudades de España, y aun, sin hacer injuria, de las de
todo el mundo». El viajero, que ha dormido junto al Guadalquivir, madruga para salir
a pasear por «el mejor cahíz de tierra del mundo[70]».
—¿Cahíz?
—Sí, hombre, una antigua medida de superficie de la que se pueden recoger unos
setecientos kilos de trigo. Este cahíz de Sevilla ha dado con el tiempo una cosecha
inmejorable porque agrupa «la Catedral, el Alcázar Real, la Casa de la Contratación,
el Almacén del Aceite, la Aduana, la Atarazana, la Casa del Cabildo de la ciudad, la
Lonja de los Mercaderes, las Gradas y la Audiencia Real».
En la placita de Santa Marta, la primavera apunta los aromas restallantes del
azahar que sabiamente se mezclan con los del espontáneo mingitorio de su acceso y
con el del estiércol fresco de los caballos de los carricoches turísticos alineados en su
parada de la plaza.
El viajero aprovecha que la catedral está abierta para la misa de ocho y se interna
por la armónica montaña. Esta fábrica enorme y ostentosa es de traza gótica, y lo
esencial de ella se construyó entre 1401 y 1517. El visitante la conoce de antiguo
pero se pasma, una vez más, por la amplitud y altura de sus cinco naves y la magnitud
y riqueza del testero de la capilla mayor, gótico y renacentista, un cómic prolijo que
relata la vida y milagros de Jesucristo en cientos de figuras.
En viajero tiene entre sus rincones favoritos la Capilla de la Inmaculada, donde
acude a contemplar la Virgen de Martínez Montañés, a la que los sevillanos llaman la
Cieguecita, por sus entornados ojos.
Sabe el viajero que Sevilla lo reinterpreta todo en clave popular, trocando la
esencia por la apariencia. En una iglesia que para evitar aglomeraciones se abstiene
de nombrar recibe culto un crucificado al que, sin irreverencia, denominan el Cristo
del Pedo por el sospechoso escorzo de su cintura y muslos sobre la cruz. Barroco,
claro.
El visitante se arrima a la helada reja de la capilla mayor donde recibe a sus
visitas, mayestática y distante, la Virgen de los Reyes, patrona de esta ciudad de
muchos patronos. A sus pies yace, en artística urna de plata, la momia de San
Fernando, el rey que conquistó a los moros el Guadalquivir. Cada año, el día del
santo, se abre la urna funeraria para que sus fans y sus devotos puedan contemplarlo.

ebookelo.com - Página 153


El rey más grande de la historia de España es una momia diminuta, apenas un metro
veinte de personajillo apergaminado.
La Giralda. El Imperio almohade, que abarcó desde el Sahara a La Mancha, se
justifica ante la historia por haber construido esta torre prodigiosa que tiene otras dos
hermanas, más feíllas, la Kutubía de Marrakech y la Torre Hassan, en Rabat. Su
primer cuerpo, de ladrillo, con dos características franjas verticales que la estilizan,
data de 1198; el segundo, añadido renacentista para alojar las campanas, se terminó
en 1568.
La Giralda propiamente dicha es la monumental veleta del remate, la figura de
una giganta de bronce de cuatro metros de altura que sostiene un lábaro. El cabildo
catedralicio insiste en que representa a la Fe, pero no hay más que catarle las buenas
hechuras, las potentes caderas, el prominente trasero y los pechos valentones para
advertir que se trata de una estatua pagana de Atenea, la virgen guerrera. La bola
sobre la que se asienta es, según la tradición, una panzuda tinaja de hierro que cada
año se llenaba de aceite para gaje de los sobrealimentados canónigos de la catedral.
—¿Por qué dice sobrealimentados? ¿Es que no había leptosomáticos?
—Alguno habría, que entre tanto canonicato pudiera colarse, pero en su mayoría
se sabe de cierto que andaban con sobrepeso. Entonces no era tacha grave: dadme
gordura y os daré hermosura. Un viajero curioso cuenta que los pobretes de Sevilla
concurrían a la hora del almuerzo a la cercana calle Abades, donde muchos canónigos
tenían sus palacios, solo por oler los suculentos vapores que escapaban de las cocinas.
Regresando a la Giralda, conviene decir que a esta torre morisca se accede no por
la catedral, sino por la puerta del Patio de los Naranjos, lo que el viajero consigue no
sin antes esquivar a las greñudas morenas de verde luna, zapatillas de paño, mandiles
floreados, grandes medallas sobre los pechos opulentos y algún que otro diente de
oro, que montan guardia en su base para incomodar a los turistas con ofertas de
claveles rescatados de la basura de las floristerías o ramitos de romero.
—Quien ve romero y no lo cohe / de sus males no se enohe —salmodian por si
dieran con algún guiri supersticioso.
La Giralda no tiene escaleras: se asciende a su cima por cómodas rampas de
ladrillo.
Desde la angélica altura se disfruta de una panorámica de la inabarcable Sevilla.
El viajero, mientras recobra el resuello, se demora en contemplar las múltiples
espadañas, las brillantes cúpulas, los alados campanarios, las soleadas terrazas, los
cerrados jardines y, al pie mismo de la torre, el bosque de los pináculos de la catedral
y la geometría de los naranjos en el patio de la antigua mezquita.
En tiempos de Cervantes los mercaderes se citaban para sus tratos en las gradas
de la catedral y en el adyacente Patio de los Naranjos. Cuando la inclemencia del
tiempo lo aconsejaba (lluvia, frío o calor), se trasladaban al interior del templo y lo
llenaban con un bullicio de feria, gritos destemplados, juramentos y reniegos, sin
respeto alguno al recinto sagrado.

ebookelo.com - Página 154


Las reiteradas censuras del cabildo catedralicio, que no dejaba de importunar al
rey con memoriales de protesta y alusiones al pasaje evangélico en el que Jesús arroja
a los mercaderes del templo, determinaron que, ya en época de Felipe II, se mandara
construir una lonja mercantil en la vecindad de la catedral.
El encargado de la obra, Juan de Herrera, el arquitecto de El Escorial, diseñó un
edificio de planta cuadrada (cincuenta y seis metros de lado) con patio interior y dos
plantas abovedadas comunicadas por una monumental escalera. Se asienta sobre una
lonja rodeado de fustes de piedra con cadenas.
El histórico edificio, terminado en 1646, alberga hoy parte del Archivo General
de Indias (creado en 1785), que custodia los cuarenta mil legajos que generaron
cuatro siglos de historia americana. Entre sus documentos figura una instancia de
Cervantes, que después de haber fracasado en España quería probar fortuna en
América. El funcionario de turno le deniega el permiso escribiendo al margen:
«Busque acá en qué se le haga merced».
Es sabido que en este archivo trabajan con dedicación plena, además de muchos
investigadores procedentes de numerosas universidades del mundo, algunos sabuesos
a sueldo de las compañías buscadoras de tesoros que se dedican a localizar naufragios
de galeones cargados de oro y plata (un naufragio generaba muchísimos informes y
documentos). Sin una investigación previa en el Archivo de Indias nunca se hubiera
localizado el famoso tesoro del galeón Nuestra Señora de Atocha.
En la trasera del Archivo de Indias se abre la plaza del Triunfo, que en un
principio aludía al de la Virgen del Patrocinio cuyo templete alberga. Esta Virgen, al
parecer, evitó mayores daños cuando el tremendo terremoto de Lisboa, de 1755,
sacudió la ciudad. Hoy el triunfo se hace también extensivo al del dogma de la
Purísima Concepción, del que Sevilla fue campeona desde sus mismos inicios. Una
de las principales calles de Sevilla honra la memoria de un tremendo poeta que
dedicó su vida y su obra a la exaltación de la Purísima Concepción de María, don
Miguel del Cid, con versos como los que siguen:

Todo el mundo en general


a voces reina escogida
diga que sois concebida
sin pecado original.

Mira el viajero los torreados muros grises de los Alcázares islámicos, góticos,
mudéjares y renacentistas cuya visita deja para otra ocasión y cruzando el Patio de
Banderas se interna con reposo y paz por el barrio de Santa Cruz después de atravesar
el oasaje de la Judería, cubierto y acodado, con salida a la calle Vida, que a su vez
conecta con el callejón del Agua.
¡Qué de recuerdos! El viajero atempera el paso por este barrio expresamente
remodelado para el esteta, recreándose en sus umbrías silenciosas, asomándose a las
cancelas para ver los patios con azulejos, macetas, arriates, flores. Transita por la

ebookelo.com - Página 155


calle de la Pimienta y se toma un jerez con aceitunas gordales en la Hostería del
Laurel, donde don Juan Tenorio inventariaba sus conquistas. Entra a echar un vistazo
en el antiguo Hospital de los Venerables, y se llega a la plaza de Doña Elvira,
equilibrio entre lo decorativo y lo funcional, espacio íntimo para el tópico maridaje
de azulejo, cal y naranjos, postalita de color obligada en las canciones de las
folclóricas y en las películas andaluzas de hace setenta años.
Deja atrás el viajero un restaurante típico habilitado para turistas en shorts,
sandalias y bronceados de cangrejo para internarse por la calleja del Ataúd, que no de
otra forma se llama. Al fondo, en una plazoleta que da al pasaje del Agua, está la casa
de la Susona (se distingue por un pequeño azulejo que representa una calavera).
La Susona fue una judía famosa por su belleza que traicionó a su padre, el
millonario Susón, por el amor de un cristiano al que reveló los detalles de una
conspiración para asesinar a los inquisidores. Susón y otros conjurados acabaron en la
hoguera y la Susona, pobre y abandonada por su amante, se dio a la mala vida y fue
como «la falsa monea, que de mano en mano va y ninguno se la quea». Cuando
agonizaba pidió al confesor que exhibiesen su calavera en una hornacina de la casa
donde había pecado, para ejemplo de tiempos venideros. La calavera desapareció,
pero allí queda el azulejo como válido recordatorio. Sirva este caso de escarmiento a
las adolescentes maleadas por la tele que sueñan con una vida glamurosa de scort de
lujo. Piensen que la edad no perdona, que aunque hoy se miren desnudas en el espejo
y se encuentren más buenas que el pan de higo, la juventud rozagante se marchita
pronto y tras ese brillante noviciado de yates, suites, champán francés y caviar con
cuchara sopera, profesarán de cantoneras de tugurio, celulíticas y varicosas, catre
sudado en la pensión Las Liendres, lata de sardinas y vino de tetrabrik.
El viajero sale del barrio por Mateos Gago, y pasando de nuevo por la Giralda y
por la calle Alemanes desemboca en la avenida, donde, tras esquivar el paso del
decorativo tranvía, llega al magnolio de la plaza de San Francisco y se extasía ante el
Ayuntamiento.
Cuando Carlos V acudió a Sevilla para su boda con la bellísima Isabel de
Portugal, marzo de 1526, le sorprendió descubrir que el cabildo de la ciudad más
importante del mundo (el puerto de Indias) se alojaba en un edificio cochambroso y
lleno de goteras del Corral de los Olmos, cerca de la catedral, y ordenó construir un
digno alojamiento municipal en el solar de las antiguas pescaderías de la ciudad.
No hay en España cabildo municipal mejor alojado que el de Sevilla. El nuevo
Ayuntamiento, terminado en 1534 sobre diseños de Diego de Riaño, en estilo
plateresco, está decorado con espléndidos relieves y medallones que ensalzan el
pasado de la ciudad entroncándolo con sus orígenes mitológicos, con Julio César y
con Hércules. En el espléndido conjunto arquitectónico destacan el vestíbulo, la
capilla italianizante diseñada por Benvenuto Tortello, la Sala de Consistorio, la Sala
Capitular Baja, el Salón Colón, la escalera y la bellísima cúpula renacentista del
arquitecto Hernán Ruiz.

ebookelo.com - Página 156


El edificio actual incorpora algunas ampliaciones de los siglos XIX y XX. En 1892
se remodeló con el estilo plateresco del original. La parte que da a la calle Sierpes, en
la fachada posterior, está aún pendiente de decorar, como podemos observar por el
acabado en sólido capaz de los vanos. Uno de los últimos medallones esculpidos
reproduce el bello perfil de la princesa Grace de Mónaco (la exactriz Grace Kelly) en
homenaje a su visita a la Feria de Sevilla en 1966, invitada por la duquesa de Alba.
Cruza el viajero la calle Sierpes, latiente corazón de la Sevilla autocomplaciente e
indicativo infalible de la calidad social del transeúnte que cuando es alguien tarda al
menos una hora en atravesarla.
—¿Tan larga es?
—No, es corta y sinuosa, pero el que es alguien en Sevilla tiene que saludar y
pararse a hablar con tanta gente conocida que tarda su buena hora.
Por la Campana, tuerce el viajero a la derecha y tras pasar por la plaza de la
Encarnación, incómodo albergue de las «setas», una estructura de madera y hormigón
efímera pero carísima, se encamina al cercano Convento de Santa Inés donde tiene
por costumbre pagar una visita a la momia incorrupta de doña María Coronel,
también llamada «la dama del tizón» en memoria de su hazaña.
Estaba la señora sola en su palacio, ausente el marido al servicio del rey, cuando
«aquejada de carnal apetito (…) por dar de sí loable fama, tomó un hierro al rojo vivo
y se lo introdujo por allí donde le quemaba el doblado ardor, con lo cual venció el
fuego material al apetito carnal».
Otro autor antiguo lo explica con mayor claridad: «Estando su marido ausente,
vínole tan grande tentación de la carne, que por no quebrantar la castidad y fe debida
al matrimonio, eligió antes morir, y metióse un tizón ardiendo por su miembro
natural, del qual murió, cosa por cierto hazañosa».
Doña María Coronel ha quedado en la memoria del pueblo como «espejo de todas
las mujeres que antes elijan morir que no quebrantar la fe conyugal y castidad que
deben a sus maridos».
Callejeando sin rumbo, nuestro viajero va a salir al Guadalquivir por el paseo de
Colón, en el antiguo Arenal, donde se armaban los barcos para las Indias y allí se
sienta en un banco, cara al Guadalquivir, y se pone a imaginar cómo fue aquello en su
gran siglo.

ebookelo.com - Página 157


CAPÍTULO 34

GALEONES A SEVILLA

El gran siglo de Sevilla es el XVI, cuando a su puerto fluvial se le asigna el


monopolio del comercio con América, el Nuevo Mundo descubierto por Colón.
Durante más de una centuria, que coincide con el llamado Siglo de Oro, los
galeones de las flotas reales que cruzan el océano descargan sus cargamentos de
lingotes de plata y de oro en el puerto de Sevilla, junto a la Torre del Oro.
—¿Cómo es que establecieron el puerto más importante de España en un río a
ochenta kilómetros de la costa?
Por razones varias y todas de peso. La costa de Huelva estaba en una periferia
mal comunicada con Madrid, sede de la corte, aparte de que era casi toda de régimen
señorial y el rey quería establecer su puerto en un lugar de realengo.
La costa de Cádiz tampoco era buena: Sanlúcar de Barrameda era un puerto
demasiado expuesto a los elementos, y el de Cádiz, aunque abrigado por su bahía,
estaba demasiado desabrigado respecto a los piratas ingleses, holandeses y demás
ralea. Por el contrario Sevilla era de lo más seguro: gran ciudad, bien defendida y a
salvo de que los piratas se arriesgaran a remontar ochenta kilómetros de río para
llegar a ella, dando sobrado espacio para que una fuerza enemiga los aguardara al
regreso, en la desembocadura. En realidad el Guadalquivir en su tramo final, a partir
de Sevilla, más que un río es una ría. Esto quiere decir que no sufre la reducción de
los estiajes porque la marea asegura un volumen importante de agua.
—¿Tanto?
—Calcule usted: la ría almacena doscientos cuarenta hectómetros cúbicos en
pleamar y ciento sesenta en bajamar.
A Sevilla, durante más de un siglo, vendrá a morir el oro indiano, el que «es en
Génova enterrado». Las riquezas que los españoles explotaban en el continente
descubierto por Colón (oro, plata, perlas, especias…) tenían forzosamente que entrar
en Europa por Sevilla. Igualmente todos los productos manufacturados y los viajeros
que partían para América tenían que salir de Sevilla.
—No puedo imaginar mayor fortuna para una ciudad —comenta el viajero.
—Esas circunstancias la catapultaron a ser «la ciudad donde circula el oro como
en otras la plata».
A las empresas comerciales italianas, establecidas desde la conquista cristiana, en
el siglo XIII, para comerciar con el Magreb y las Canarias, se sumaron otras
comunidades nacionales: trajinantes castellanos, mercaderes catalanes, ferreteros

ebookelo.com - Página 158


vascos, laneros burgaleses, banqueros italianos —genoveses, milaneses, florentinos—
y empresarios de toda Europa: ingleses, franceses, flamencos, alemanes…
El comercio era muy variado y las fuentes de riqueza diversas, pero la fascinación
de los metales preciosos justificaba por sí sola la atracción que Sevilla ejercía sobre
los europeos de la época.
La población de la ciudad se duplicó en unos años debido al aluvión de
comerciantes y buscavidas que acudieron al reclamo del oro americano, a la llamada
del comercio europeo y africano y a las oportunidades de fácil fortuna.
Particulares e instituciones invirtieron en construcción, en boato, en lujo, lo que
atrajo a arquitectos, marinos, impresores, escultores, canteros, pintores, plateros,
ceramistas, pañeros, azulejeros… Aún hoy los nombres de las calles del centro
histórico evocan antiguos oficios y naciones: Tintoreros, Catalanes, Génova, Joyería,
Tundidores, Batihojas, Canarios, Francos, Gallegos…
¿Cómo era aquella Sevilla tocada por el dedo caprichoso de la diosa Fortuna? Las
opiniones de sus visitantes difieren: «La princesa de las ciudades de España, y aun,
sin hacer injuria, de las de todo el mundo», opina Martínez de Leiva. «La ciudad
donde el demonio se encuentra más a gusto», apunta Santa Teresa. «La nueva
Roma», «La gran Babilonia» la llaman otros.
A la abigarrada ciudad musulmana, de viviendas cerradas al exterior y abiertas
solamente a sus patios que subsistía desde el siglo XIII sucede, en el XV, la rica urbe
cosmopolita. Las principales calles se adecentan, ensanchan y pavimentan; se
levantan iglesias magníficas y palacios de corte italiano con espléndidas rejas a la
calle, con altos miradores, con fuentes de surtidores, con mármoles, con ricas
maderas traídas del otro extremo del mundo.
Las cofradías religiosas compiten (como hoy) en candelabros de plata, en
bordados, en terciopelos, en sedas, en oros, en imágenes de afamadas gubias… Todo
ello se consigue gracias a las generosas donaciones de sus miembros más pudientes
que de ese modo se aseguran un asiento en el Cielo.
Sevilla no progresa en paralelo con las otras grandes ciudades mercantiles
europeas donde el oro y la plata americana arraigan, pero las aventaja a todas en
espiritualidad y trascendencia. Sin ir más lejos es la pionera en proclamar la Purísima
Concepción de María, siglos antes de que el papa la declarara dogma.
—Notable anticipación.
—Figúrese: en aquel tiempo los franciscanos defendían la Pura Concepción y los
dominicos la negaban. En ese volátil contexto, el ocho de septiembre de 1613, el
prior del Convento de Regina, Diego de Molina, dominico insigne, se atrevió a
sostener, desde el púlpito de su iglesia, la tesis contraria a la Pureza de la Concepción
de la Virgen. La noticia corrió por la ciudad como la pólvora y causó un efecto
extraordinario. La gente abandonó los trabajos y quehaceres para ponerse a
disposición de las respectivas cofradías a fin de lavar, incluso con sangre, tamaño
desacato a la virginidad de María. Una turba descontrolada reclamaba la horca para

ebookelo.com - Página 159


Molina y sus secuaces. Intervinieron las fuerzas vivas, civiles y eclesiásticas, para
calmar los ánimos y encauzar la protesta. Al final todo quedó en una magna
procesión de desagravio a la que se sumó Sevilla entera.
—Eso es fe y concordancia ciudadana —se entusiasma el viajero.
—Incluso se dio el caso de que dos miembros de la Cofradía de los Negritos,
formada por antiguos esclavos negros manumitidos, se pusieron voluntariamente en
venta para, con el importe, sufragar una solemne función a la Inmaculada.
Por la calle andaban cuadrillas cantando:

Aunque lo niegue Molina


y los frailes de Regina,
y su Padre Provincial,
que los ojos tenga fuera
y colgado de un peral,
fue María concebida
sin pecado original.

¡Sevilla del XVI, la que recorrió Cervantes en busca de sus personajes, la de


Rinconete y Cortadillo, la de Monipodio y Chiquiznaque! Acuden a ella pícaros y
buscavidas como moscas a la miel. Sevilla se convierte en la Meca de los arribistas,
de los camaleones humanos que parecen vivir del aire, de transeúntes fijos que hacen
oficio de esperar a que la fortuna los favorezca. Es la ciudad de los criados, de los
correveidiles, de las apañadoras, de los tahúres, la innumerable cofradía de los que
viven de lo caído o robado de la mesa del rico: fulleros, prostitutas, mendigos,
diteros, ladrones, estafadores, timadores, sablistas. En Sevilla, más que en ningún
otro lugar, la riqueza se compenetra con la miseria, una yuxtaposición que anuncia
los claroscuros del Barroco.
Pero, amigo mío, todo lo que sube baja, fatalmente. También Sevilla.
Al principio del Descubrimiento las naves españolas cruzaban el Atlántico
libremente, pero cuando empezaron a menudear los piratas el tráfico indiano se
ordenó en convoyes protegidos. Cada año salían dos flotas, una en abril, que se
dirigía al puerto de Veracruz, en México (Nueva España), y otra en agosto que iba a
Tierra Firme (como se denominaban los puertos de Nombre de Dios y Portobelo, en
Panamá). Estas dos flotas invernaban en los puertos de destino y al llegar la
primavera, en marzo, se reunían en el puerto de La Habana para regresar juntas a la
península.
Este sistema se mantuvo hasta 1778 en que el Reglamento de Libre Comercio
para América suavizó las condiciones. Las colonias americanas seguían obligadas a
comerciar únicamente con España, pero eran libres de hacerlo con otros puertos de la
península.
En la práctica las flotas salían siempre con retraso, lo que a menudo determinaba
que las castigaran las tempestades. Tampoco salían dos por año, porque

ebookelo.com - Página 160


frecuentemente el ministerio del ramo (el Consejo de Indias) decidía que no saliera la
flota o que solo saliera una previa consulta a la Casa de Contratación.
—¿A qué se debían esas irregularidades?
—A diversos factores. Entre otros, a que los comerciantes procuraban
desabastecer las colonias de productos básicos para de ese modo subir dolosamente
los precios. Si quedaba mucho género europeo en Indias, ese año no salía la flota.
—Qué desvergüenza, ¿no?
—No creas, los habitantes de las colonias la contrarrestaban comprando género a
contrabandistas europeos, ingleses, holandeses o franceses.
La salida de las expediciones suponía un gran ajetreo en Sevilla. La pequeña
industria local, la reparación de los barcos, el almacenamiento y transporte de
mercancías, la preparación de víveres… todo eso daba trabajo abundante. Había
incluso un comercio de ceramistas dedicados a confeccionar botijuelas para la
exportación de aceite, versión moderna de las olearias romanas.
—¿Es posible?
—Lo es. En el Castillo del Morro, en la Habana, se encuentran docenas de esas
botijuelas. Tienen el tamaño de una sandía grande, sin asas, y para manejarlas se
metían varias, hasta seis de ellas, en una especie de jaulones.
El regreso de la flota a España, cargada de tesoros, era motivo de alborozo.
Cuando alcanzaba las costas del cabo San Vicente, los mercaderes y navegantes
respiraban tranquilos: sus inversiones no se habían perdido. Arribada la flota a Sevilla
se disparaban salvas desde el montículo del Baratillo y repicaban las campanas de la
catedral y de Santa Ana, comunicando la buena noticia.
El tesoro indiano desembarcaba al pie de la Torre del Oro vigilado por celosos
funcionarios fiscales y se trasladaba a lomos de mula a la cercana Casa de la Moneda,
todo un barrio protegido por su propia muralla, donde la plata y el oro se fundían y
amonedaban.
Los prestigiosos ducados españoles, el dólar de la época, se emplearían
principalmente en satisfacer los escandalosos intereses de empréstitos de banqueros
italianos y alemanes que adelantaban a los Austrias el dinero necesario para sostener
sus guerras en Europa. El dinero se iba en armar ejércitos, en lujos cortesanos y en
sustentar el prestigio de España como primera potencia mundial. Además había que
pagar los sueldos atrasados de una nube de funcionarios. El despilfarro y la pésima
administración explican que, a pesar de esta fortuna que llegaba como caída del cielo,
Felipe II padeciera a lo largo de su reinado hasta tres bancarrotas.
Un patriota lúcido, Quevedo, puso en verso la peripecia vital del dinero que
pasaba por Sevilla:

Nace en las Indias honrado,


donde el mundo lo acompaña,
viene a morir en España
y es en Génova enterrado.

ebookelo.com - Página 161


En un momento histórico en que las industrias textiles, de aceros y de
manufacturas van surgiendo en Flandes, en Alemania, en Milán, en Inglaterra y en
otros lugares, el aluvión de riqueza americana pasa de largo por Sevilla y por España
sin que apenas se aproveche para crear una infraestructura industrial que sustente al
país cuando lleguen las vacas flacas.
—O sea, se va todo en pagar intereses y en lujos.
—Algo consuela que también alumbró obras de arte. La Sevilla renacentista es
una ciudad intensamente italianizada en la que se ha establecido una potente colonia
genovesa que aporta las modas literarias de aquella tierra, la poesía renacentista, la
novela pastoril y el gusto por las nuevas formas novelescas que triunfan en Italia.
Se impulsa la construcción de una catedral que será pasmo del visitante:
«Hagamos una iglesia tal que los que la vieren nos tengan por locos», propone un
miembro del cabildo. La descabellada propuesta se aprueba por unanimidad: levantan
el mayor templo cristiano de su tiempo, hoy solo superado en volumen por San Pedro
del Vaticano y la londinense catedral de San Pablo.
Las gradas de la catedral (y la catedral misma si llueve) son el lugar de encuentro
y trato de los mercaderes indianos. Hombres de toda traza porfían en apretados
corros, aquí los cargadores de Indias, los factores, los escribanos, los abogados, los
notarios, los cónsules de potentes compañías nacionales y extranjeras, cada cual con
su cohorte de criados, tinterillos y correveidiles, los mercaderes de menor calado…
Los tratos millonarios exigen un marco decoroso y menos provisional. Se
construye una espléndida Casa de Contratación de los mercaderes de América.
Una floreciente industria de servicios atiende a la creciente masa de población
flotante, los que vienen y van con el comercio, los que embarcan o desembarcan en el
activo puerto, los que —¡ay!— se ven obligados a esperar muchos meses hasta que la
autoridad les conceda permiso para embarcar.
Surgen corrales de vecinos, posadas, «casas de la gula» o mesones, casas de
juego. En el Compás de la Laguna se instala todo un barrio de prostíbulos, «el
berreadero», en casas alquiladas por el cabildo catedralicio, por la nobleza y por
cofradías… Algunos viajeros se asombran de la dotación de algunos de estos
establecimientos («había en la casa treinta o cuarenta putas, cada una en su aposento
separado»).
Cruzando el río, en la más plebeya y populachera Triana, escribe Diego de
Cuelbis en su Thesoro Chrorographico: «Hay mejor comodidad para holgarse con las
indias y hermosas doncellas que en la Sevilla misma».
Sevilla es el gran bazar de Occidente. Aquí están las mejores sederías, platerías,
joyerías y especierías, en sus tiendas se exhibe una inconcebible riqueza de brocados
y perfumes del Oriente, caras especias, ramas de coral, perlas, carbunclos, maderas
olorosas: tesoros fatigosamente arrancados a las entrañas de la tierra o al piélago de
mares todavía desconocidos en Europa, productos que han atravesado el mundo en

ebookelo.com - Página 162


lentas caravanas, que han pagado fielatos en ciudades de exóticos y sonoros nombres,
que han cruzado un desierto africano por la ruta de la sed y del espanto.
Al reclamo del oro indiano acuden las órdenes religiosas que, con el afán
recaudador que las caracteriza, fundan numerosos conventos y casas pías que
rivalizan en predicadores y devociones.
El viajero, que es muy teresiano, quiere imaginar las andanzas de su santa por
Sevilla. En su paseo se pone a soñar las escenas que viviría Santa Teresa en estos
mismos pasajes.
Teresa ha flanqueado, casi sin advertirlo, la puerta chapada de las alcaicerías, el
exquisito gran bazar de la ciudad moruna que subsiste a la sombra de las iglesias y de
los conventos. En la alcaicería se exhiben los productos más preciados y exóticos
llegados por el río. Talleres y tiendas se ordenan en galerías, a la sombra de toldillas y
velas, para que la refrescante sombra invite a la adinerada clientela.
Teresa admira las tiendas de seda y las lujosas mercaderías importadas de
Flandes, de Portugal, de Inglaterra y de América; pasa por el callejón de las platerías,
donde un enjambre de hábiles artífices inclinados sobre sus bancos de trabajo
cincelan a la vista del posible cliente lujosos aguamaniles y jarras que lucirán en las
mesas de los grandes mercaderes y de los banqueros. En contraste con ese derroche,
la santa se pregunta cuándo conseguirá su comunidad descalza el dinero necesario
para adquirir siquiera sea un cáliz de plata con el que consagrar. Conociéndose y
conociendo la renombrada largueza de los sevillanos, Teresa piensa que pronto.
La alcaicería de Sevilla. ¿Babel o paraíso? La monja descalza suspira levemente.
¡Qué difícil sustraerse al atractivo de lo rico y lo bello cuando se contemplan las
piedras preciosas, los carbunclos, las perlas, las ramas de coral, los brocados, las
redomillas de cristal que contienen perfumes de Oriente, las cajitas de caras especias,
los hacecillos de maderas olorosas, los mil géneros o sustancias que ocupan poco
espacio y valen mucho!
Un poco aturdida de colores y olores, Teresa abandona las alcaicerías y se dirige a
las famosas Gradas, al arrimo de la catedral, la lonja bulliciosa donde se discuten los
negocios y se ultiman los tratos. Aquí es donde se hace más evidente la Babel
sevillana.
Un fraile franciscano obeso y colorado discute acaloradamente en uno de los
corrillos, a lo que Teresa alcanza a entender, no de cosas que atañan a su sagrado
ministerio, sino de porcentajes, usuras y dividendos: es el ecónomo de una
comunidad religiosa con intereses en diversas compañías de Indias, pues no es
infrecuente que los conventos religiosos participen en la desatada especulación de la
aventura americana.
Pasa un carruaje negro, con portezuelas de cuero, detrás de las cuales se adivinan
los ropones pardos y el rostro ceñudo y concentrado de un inquisidor. Hay entre las
dos castas de carmelitas, los calzados y los descalzos, una enconada enemistad. Los
calzados, los del paño como los llaman, acusan a Teresa de Jesús y a sus monjas de

ebookelo.com - Página 163


«relajación y de estar contaminadas con las ideas iluministas», una herejía que el
Santo Oficio persigue severamente. No es materia de broma: veinte años atrás, la
Inquisición sevillana eliminó un foco de alumbrados en el monasterio jerónimo de
San Isidoro del Campo (del que salieron Casiodoro de la Reina y Cipriano de Valera,
autores de la traducción de la Biblia que suelen usar los protestantes).
En esto va pensando Teresa de Jesús cuando empieza a chispear y el cielo, que
amaneció dudoso, parece que anuncia chaparrón. La muchedumbre de tratantes,
cambistas y desocupados vacía las lonjas y se apresura a refugiarse en las amplias
naves de la catedral. Muchos de ellos penetran a caballo en el sagrado recinto (para
impedir la entrada de estos animales se colocarán, en 1865, las cadenas que aún hoy
rodean el templo catedralicio).
Teresa se arrebuja aún más en su toca y entra en la catedral. Se santigua. Allí, en
el umbrío cobijo de las inaccesibles bóvedas, bajo la atenta mirada de las potestades,
ángeles, arcángeles, patriarcas, mártires, santos, cristos y vírgenes que pueblan
dorados retablos, cuadros devotos y grupos tallados, el cambalache y el trato prosigue
como si de una lonja se tratase. Y, sin embargo, contrastes del siglo, dentro de unos
días, la monja de Ávila verá desfilar a muchos de estos hombres en devota procesión,
quemando cera penitencial.
Los orondos canónigos que de vez en cuando cruzan la nave yendo a sus asuntos
parecen saberlo y no muestran señal alguna de disgusto por la invasión de sus
dominios. No olvidan que la extraordinaria riqueza del cabildo depende también de la
prosperidad del comercio ciudadano. Además, casi todos ellos proceden de la nobleza
local, de las casas de ricos mercaderes foráneos establecidos en la ciudad, por lo que
propenden a olvidar que Cristo expulsó a los mercaderes del templo.
El chaparrón ha sido breve. Cuando escampa, va siendo hora de comer. Teresa
sale de nuevo a la lonja y pregunta por don Carlos de Páez, su benefactor. Un
vendedor de pajuelas en la esquina de la Casa de Contratación le señala a un gordo de
aspecto apacible, el rostro colorado, el pelo cano, que está revisando unos papeles
que le muestra un escribano. Teresa se le presenta. Después de los saludos, don
Carlos la invita a almorzar, porque el negocio de buscar casa para la comunidad les
llevará toda la tarde. Teresa acepta después de una leve y educada resistencia. Don
Carlos lleva a su invitada a una de las muchas casas de la gula del centro de la ciudad.
Así se denominan ciertos abastecidos restaurantes para comensales pudientes,
principalmente los marinos recién desembarcados (que vienen hartos de comer
bizcocho rancio y tasajo) y prósperos comerciantes que celebran el remate de un trato
ventajoso.
Es la casa de la gula una institución sociológicamente reveladora. En su función
de rescatar vientres del mal año con pantagruélica abundancia se echa de ver la
memoria histórica de pretéritas hambrunas.
No es muy frecuente ver mujeres decentes en estos locales, pero la que acompaña
a don Carlos va tan tapada de tocas que se echa de ver que es persona de respeto. El

ebookelo.com - Página 164


mesonero saluda con deferencia a don Carlos y les asigna una mesa lejos de los
barriles donde está el mayor bullicio. Un mozo coloca delante de los comensales un
jarro de áspero vino de Huelva y, tomando aliento, recita la prolija letanía de los
guisos disponibles.
Teresa, que procede de familia acomodada y entiende algo de cocina, detecta en
el menú algunos rutilantes astros de primera magnitud: el excelente jamón de
Aracena, el carnero y el buey. Pero nada más lejos de su ánimo que poner en peligro
la eterna salvación de su alma consumiendo carne en viernes. Quizá no solamente del
alma, sino también del cuerpo: el mesonero tiene facha de ser uno de los cientos de
delatores que la Inquisición tiene repartidos por toda Sevilla.
Teresa escoge uno de los sazonados peces que ofrece el pródigo y aún limpio
Guadalquivir: sábalos, anguilas y róbalos. Don Carlos se inclina por las berenjenas
con queso que recomienda uno de los más ilustres sevillanos del siglo, el gastrósofo y
poeta Baltasar del Alcázar:

Tres cosas me tienen preso


de amores el corazón:
la bella Inés, el jamón
y berenjenas con queso.

Tampoco faltan en las despensas del establecimiento los sazonados productos del
Aljarafe, del alto jardín musulmán que suministra a la ciudad verduras, hortalizas,
frutas, leche, vino y miel, todo ello de excelente calidad. Y para acompañamiento, el
reputado pan de Alcalá de Guadaíra, la Alcalá de los Panaderos.
Teresa y don Carlos, después del almuerzo, pasean por el puerto y el Arenal. Al
amparo del amplio muelle, que ha alcanzado ya la Torre del Oro, se extiende quizá un
centenar de embarcaciones de toda clase y calado: pesados galeones, mínimas
carabelas, combas carracas, navegadores bajeles, anchas naos, enormes urcas, planas
galeras, y un menudeo de pequeñas embarcaciones: polacras, jabeques, tartanas y
pataches, esquifes, balsas y otras navecillas de poca monta que van y vienen de
Sevilla a Triana, acarreando bultos y toneles en trapicheos marineros al socaire de las
aduanas.
El autor de moda, Lope de Vega, ha escrito una comedia, El arenal de Sevilla, que
lo describe en estos versos:

Lo que es más razón que alabes


es ver salir destas naves
tanta diversa nación;
las cosas que desembarcan,
el salir y entrar en ellas
y el volver después a ellas
con otras muchas que embarcan.
Por cuchillos, el francés,

ebookelo.com - Página 165


mercerías y Ruán,
lleva aceite; el alemán
trae lienzo, fustán, llantés…,
carga vino de Alanís;
hierro trae el vizcaíno,
el cuartón, el tiro, el pino;
el indiano, el ámbar gris,
la perla, el oro, la plata,
palo de Campeche, cueros…
toda esta arena es dineros.
Los barcos de Gibraltar
traen pescado cada día,
aunque suele Berbería
algunos dellos pescar.
Es cosa de admiración
ver los que vienen y van.
Por aquí viene la fruta,
la cal, el trigo, hasta el barro.

Abundan en el puerto los marinos de tez curtida que ágilmente mueven sus
descalzos y anchos pies entre la maraña laberíntica de sogas, tablas, fardos, remos,
redes y aparejos. Hasta aquí se acercan los tahúres, las pandas de trileros y otros
pícaros de menor cuantía para escenificar partidas de dados con el ojo puesto en
algún incauto que se deje desplumar en un instante las ganancias trabajosamente
adquiridas tras meses de dura navegación.
—¿Cómo se vive en Sevilla? —quiere saber Teresa—. ¿Hace siempre este calor?
Don Carlos, que, aunque castellano, lleva aquí media vida, echa mano del gracejo
de la tierra para explicar que hay dos estaciones: invierno e infierno. Y el calor
admite varias gradaciones: el calor propiamente dicho, la calor que es cuando crece,
los calores, si la temperatura sigue subiendo, y finalmente las calores que es cuando
los gorriones caen asfixiados de sus nidos.
—Y este callejeo, y este bullir de hormiguero humano, ¿nunca se aquieta?
—¿Bullir? Lo que hoy vemos es la normalidad. Aguarde su excelencia a que
llegue la flota indiana con el maná providente que a todos alimenta. Entonces sabrá lo
que es bulla.

ebookelo.com - Página 166


CAPÍTULO 35

FELIPE EN EL GUADALQUIVIR

En 1570, en pleno apogeo de Sevilla, se recibe la visita de Felipe II y la ciudad le


muestra orgullosa la belleza y diligencia de su río:

Para venir desde las Cuevas a ver la galera real que en este río se estaba haciendo para el señor don
Juan de Austria; y, de allí, el río abajo a ver pescar y entretenerse (…). Y aunque esto se hizo con
mucho secreto, ya toda la ciudad alborotada por ver a su Rey, en breve tiempo había cercado el río
por ambas orillas con muchos millares de hombres y mujeres (…). Salió el Rey de S. Jerónimo y se
entretuvo un rato mirando La Florida, que es una casa y huerta de don Pedro López Puertocarrero,
en el camino del Algaba, en frente de San Jerónimo, a la parte septentrional del río, toda muy
blanca, pintada, y con muchas rejas azules y jardines con cruceros de arrayán, y fuentes de muchos
caños de agua, poblada de arboledas de cidras y naranjas, y de yerbas rarísimas y flores nuevamente
plantadas en esta tierra, con corredores altos y gelosías, y pinturas artificiosas. Toma desde el
camino, que tengo dicho, hasta el río, donde hay una alberca de peces y de mucha agua; y no fue
poco entretenimiento esto para Su Majestad, y así se detuvo (…), llegándose al vallado que más
cerca estaba del río, lo mandó romper, y por allí salió a la barca, que lo esperaba, y entró en ella
(…). Vinieron a comer a San Jerónimo, con que se detuvo algo la gente. Pero, en sintiendo
embarcado a Su Majestad, corría por lo largo de las riberas que se hacen por ambas bandas del
ancho río, solemnizando con grandes aplausos ya su entrada. Lo cual no pareció ingrato espectáculo
a quien iba en la barca, pagándoles Su Majestad con mirar a todas partes, y preguntando a Francisco
Duarte de los edificios que por allí parescían. Llegando al Almenilla, adonde es combatida la ciudad
de las avenidas del río, y por los muros, parescía puesta gran multitud de gente. Descubrióse luego a
Su Majestad el cerro de Santa Brígida, con toda aquella verde montaña que va hasta adelante de
Gelvés, por donde se da principio al Aljarafe, mostrando un paño hermosísimo de verduras con sus
extendidos prados y casas blancas, llevando a la mano siniestra los muros de la ciudad, desde la
puerta de Bibaragel y San Juan, hasta dar en la parte del río que hace las islas enfrente las Cuevas a
mano derecha, donde se desembarcó Su Majestad (…). Allí se embarcó en un barquillo que pedía
poca agua, y se metió por una canal, que hace la isleta y la tierra de la otra parte. Llegó a la barca
que en más agua lo estaba esperando, donde subió; ya iban arredradas dél muchas barcas de
hombres que, con el demasiado deseo, tenían por larga tardanza esperar a la tarde para verlo. Y
pasando la barca por medio de la puente, que para eso se había mandado romper, entró en el compás
de las naos, que tienen lo más hondo del río, las cuales había ordenado Francisco Duarte que se
llegasen a la banda de Triana, todas sencillas, popa con proa, para que, desde la puente hasta la
ermita de Nuestra Señora de los Remedios, fuesen haciendo una hermosa muestra de sus torreados
castillos, espesas jarcias y lustrosos costados. Pasando Su Majestad, comenzaron a disparar todas las
naos, y así se hizo una grande salva, y lo mismo la Torre del Oro, donde estaban trescientos
arcabuceros aprestados, para que disparasen al punto que diese fin la salva de los navíos. La Torre
del Oro estaba limpia por el pie, y ella toda aderezada de banderas y estandartes grandes, con las
armas reales, y una flámula que venía desde la punta alta de la torrecilla (que sube por medio de la
torre) y llegaba dos estados del suelo, que revolando por el aire daba hermosa muestra de las colores

ebookelo.com - Página 167


y pinturas que tenía. Desta manera pasó S. M. hasta junto a las huertas que vienen de Bellaflor al río,
que es más adelante del rincón de Tablada (…), todos puestos a caballo fueron a raíz de las huertas,
hasta que entró en Bellaflor, la cual es una casa de placer, que se solía llamar Las Aceñas de Doña
Urraca (…), el sitio y lugar tan extendido que es el campo de Tablada, y por aquella parte irse
cortando con el poderoso crecimiento del Guadalquivir, a vista de la sierra fertilísima y partes del
Aljarafe, que desde la vuelta de Merlina hasta la ermita de Santa Brígida se va extendiendo, vista la
abundancia de los diversos ganados que allí entran, y que los más, o todos, vienen a beber junto a las
aceñas de la casa, en una vuelta grande del río y venida de Guadaira, que atraviesa toda Tablada,
pasando por debajo de la casa, y a la redonda, que con su creciente hace una tendida tabla de agua,
que muy ancha se muestra para poderse pasear con barcos por ella y hacer las naumachias que los
emperadores romanos, con tanto trabajo, celebraban; cercándola una fresquísima alameda y crecidos
árboles, que dan compañía y ser a la huerta, que poblada de frutales y repartida con sus calles,
demuestra de grande trabajo para los curiosos hortelanos. Por allí debajo de las casas, toda Sevilla se
sirve de aquel paso, como llave de la ciudad para todos los campos que en aquel rincón de Tablada
se extienden. El edificio de la casa parece de fortísimo fundamento, cortado en el mismo río, con sus
patios altos y galerías grandes, de donde se ven aquellos espaciosos prados y vueltas del gran río,
con la hermosa perspectiva de los navíos y armadas enteras que, a la continua, se registran por la
Torre del Oro y muelle (…), ahora por agua el ir y venir de navíos, carabelas y barcas de todo
género, contentando la vista de lejos (…). Aquí tienen los aires gran frescura, templados de parte del
río y del campo[71].

ebookelo.com - Página 168


CAPÍTULO 36

DE CARDILLOS FRITOS Y JABÓN DE


ALMONAS

Deja el viajero la Sevilla teresiana y pasa el puente de Triana que es como pasar a la
otra orilla cervantina, la de Monipodio.
A los trianeros no los llames sevillanos. Trianeros son y cuando por algún motivo
perentorio se ven obligados a pasar el puente dicen: voy a Sevilla.
No existe en España un puente de hierro más antiguo. Lo terminaron en 1852,
reinando Isabel II, sobre planos de los ingenieros franceses Gustavo Steinacher y
Fernando Bernadet, que para no quebrarse la cabeza se inspiraron en el puente de los
Santos Padres o puente del Carrousel sobre el río Sena, construido en 1834 por el
ingeniero Polonceau y hoy desaparecido.
Antes de este puente existió siempre otro de barcas, a veces varios. El más
antiguo del que se tiene memoria lo construyó el califa almohade Abu Yacub Yusuf,
en 1171: trece barcas amarradas con cadenas que sostenían una pasarela capaz de
soportar el paso de los carros. Este fue el que destruyó el almirante Bonifaz cuando
Fernando III conquistó Sevilla. Después los cristianos lo restauraron y desde entonces
siempre hubo un puente de barcas en este lugar hasta que se hizo el de hierro. En los
documentos municipales continuamente aparecen quejas sobre los reparos que el
puente de barcas demanda y el poco mantenimiento que recibe. En 1641 era
perentoria la «necesidad de quitarle una varca y ponerle otra, ya la tablazón de la
puente tan desigual o desportillada, que ocasiona muchas caydas con riesgo de los
bagajes y daños de las mercaderías[72]».
El viajero advierte que también aquí ha llegado la moda de prender en los hierros
del pasamanos candados con fechas e iniciales en tinta indeleble. Los enamorados
tiran luego la llave al río esperando que su amor dure lo que el candado, o sea, para
siempre. No advierten que el amor es como el propio río de Heráclito (todos los ríos
lo son) y que en eso consiste su encanto, en la moviente provisionalidad de los
sentimientos.
—¿Usted no aprueba lo de poner candados en los puentes?
—Yo en eso no me meto, como en casi nada. Para mí que es una manifestación
más de la tontería que se ha apoderado de la sociedad consumista mientras esa
antigua civilización que hunde sus raíces en Grecia, en Roma, en Bizancio y en la

ebookelo.com - Página 169


Europa cristiana, conquistadora, inventora, civilizadora, también imperialista y
explotadora, se va a la mierda con Heráclito y su reverso Parménides.
En el extremo trianero del puente, el viajero deja a la izquierda el antiguo edificio
de la antigua estación de pasajeros de la ruta fluvial Sanlúcar de Barrameda-Sevilla,
inaugurada en 1924 para el transporte de viajeros y mercancías. Ya cerró, y sus
instalaciones se convirtieron en el restaurante El Faro.
Al otro lado de la calzada, a la derecha, queda «el Mechero», como castizamente
llaman los trianeros a la minúscula capilla del Carmen, diseñada por el regionalista
Aníbal González en 1928. El otro elemento emblemático relacionado con el puente es
la escultura del torero Juan Belmonte, que se levanta sobre humilde pedestal a la
sombra de un majestuoso ficus gomero o árbol de caucho, de hojas grandes, verdes,
carnosas. A través del pecho abierto del matador se puede encuadrar la catedral o La
Maestranza, al otro lado del río, en el paseo de Colón.
—Casta y poderío es lo que sobra en Triana —pontifica un viandante que ve al
viajero ensimismado en la contemplación de tanta belleza.
No hay nadie más enamorado de su ciudad que un trianero, dicho sea con licencia
de los sevillanos.
Renuncia el viajero a meterse por la hormigueante calle Betis, antes taller de los
carpinteros de ribera y lonja de modestos pescadores, hoy residencia de exquisitos
hispalenses y lugar de ocios nocturnos, bares y restaurantes, y opta por explorar el
Mercado de Triana, antes Castillo Inquisitorial de San Jorge. El visitante decide darse
un garbeo por el bullicioso y bien trazado mercado en el que no faltan puestos de
flores, de semillas, de despojos y de sushi.
Hay en la puerta una voluminosa morena de verde luna que vende, según la
estación, caracoles o tagarninas.
Tagarninas llaman en Sevilla a lo que en Jaén llaman cardillos y en otros lugares
cardo de olla, el Scolymus hispanicus de los botánicos, una planta herbácea de la
familia de las Asteraceae que abunda en todas las riberas del Guadalquivir, lozana y
lustrosa, e incluso se extiende a terrenos más secos en los que crece más austera y
sucinta.
Al viajero, que en las cuestiones de la pitanza es muy sentimental, le acude la
emoción y se le llenan los ojos de agua. Su padre campesino traía a veces un saco de
cardillos y pacientemente los preparaba, sentado en una silla baja, en la cocina,
despojándolos de las hojas espinosas para dejar solo los tallos suculentos. Fritos con
magrillas le daban al aceite un tono verdoso, amarguillo. Piensa el viajero que esta
exquisitez no ha alcanzado todavía los menús de los restaurantes pijos por ignorancia
de los cocineros, o quizá sea que arrastra el sambenito de ser comida de pobres
porque ha quitado mucha hambre en la guerra y después de ella. Engarzando
recuerdos le acude a la memoria la estampa de un vagabundo de su pueblo al que
llamaban Terremoto. El hombre perdió un brazo en la guerra y se ganaba la vida

ebookelo.com - Página 170


vendiendo por las casas y los bares cardillos pelados, listos para la sartén, y ancas de
rana.
—¿Y cómo se las arreglaba para pelar los cardillos, si era manco?
—Ahí reside el ingenio que aguza la necesidad: primero lo pelaba y luego lo
arrancaba del suelo. Y en cuanto a las ancas de rana, las vendía ya limpias para que
no se notara que muchas eran de sapo.
Prosigue nuestro viajero su paseo por el mercado observando con el mismo
interés a las personas que a los productos. Un mozo trianero juncal con hechuras de
torero que combina patillas de boca de hacha con un colgante en la oreja, ojea a una
clienta en edad de merecer y le pregona con intención:
—¡Los tomates se me ponen rojos cuando los miran tus ojos! —le dedica un
guiño cómplice al viajero y añade—: ¡Arte y salero pal mundo entero!
El Mercado de Triana tiene en el piso de abajo, a un par de metros del bullicio, la
luz y los pregones, el silencio y la quietud de un parque arqueológico que rescata los
restos del antiguo Castillo de San Jorge, la fortaleza que defendía el puente de barcas,
después prisión y sede de la Inquisición sevillana.
El viajero pasa el arco en el amplio muelle que da al río, se detiene ante una
inscripción en el carcomido muro de ladrillo: «Restos de las que fueran Almonas
Reales, fábrica donde se elaboraba el famoso jabón sevillano que se embarcaba para
América, Inglaterra y Flandes».
¡El jabón! Este producto que hoy nos parece indispensable en un hogar civilizado
fue en su día una novedad en la Europa cristiana. El caso es que el jabón se había
descubierto hace cinco mil años en la Mesopotamia sumeria, donde lo fabricaban
mezclando una parte de aceite y cinco de potasa. Una fórmula parecida se empleó en
el Egipto faraónico. Sin embargo en Grecia y en Roma nunca se usó. Lo que hacían
era masajearse con aceite de oliva y después se espolvoreaban el cuerpo con talco o
greda.
—Quedarían como emborrizados.
—Algo así. Esa especie de barrillo que les quedaba por la piel lo recogían con
pasadas del estrígilo, una rascadera de bronce en forma de hoz, con los bordes
redondeados. Si el lector hace la prueba comprobará que, en efecto, el aceite limpia y
además deja la piel suavísima. Ese barrillo sucio, cuando era de atleta famoso, se lo
disputaban las damas encopetadas y los damos, porque fiaban en sus propiedades
afrodisiacas.
En la Edad Media se descubrió que un álcali reacciona con un ácido graso y
produce jabón, una sustancia soluble en el agua y dotada de extraordinarias
cualidades detersivas, o sea, que limpia y da esplendor[73].
En la cuenca del Guadalquivir abundaban tanto el ácido graso (aceite de oliva,
especialmente el aquejado de plagas de los olivos de la costa que se volvía demasiado
ácido para el consumo humano) como el álcali (las cenizas de los almajos,
Sarcocornia perennis, una planta anual de la familia de las amarantáceas, propia de

ebookelo.com - Página 171


terrenos arenosos, abundantísima en las marismas del Guadalquivir y costas de
Cádiz). Almajo suena a chino, lo sé, pero el lector ha visto a menudo esta planta, ya
seca y arrastrada por el viento, en el atrezo de las películas del Oeste (la tumbleweed
de los desiertos americanos).
Las cenizas del almajo conocidas como barrilla, mazacote o salicornia (muy ricas
en carbonato de sodio) se emplearon durante siglos como álcali hasta el
descubrimiento de la sosa cáustica (hidróxido de sodio, NaOH), obtenida de forma
sintética por Ernest Solvay en 1861.
Mientras eso ocurría, en el sevillano barrio de Triana y en Sanlúcar de Barrameda
se instalaron almonas o fábricas de jabón que elaboraban el afamado jabón de
Castilla, producto conocido por los boticarios como sapo hispaniensis (jabón
hispánico) o sapo castilliensis (jabón castellano) por sus propiedades naturales
excelentes para el cuidado de las afecciones cutáneas (pensemos que era un jabón
natural, suavísimo, cremoso, en cuya elaboración no intervenían la sosa cáustica ni la
potasa que encontramos en los jabones actuales). El jabón así fabricado solo huele a
limpio, pero también se perfumaba añadiendo almizcle, ámbar, menta o algalia.
El viajero contempla la inscripción conmemorativa y los escasos restos de aquella
pujante industria que un día fueron las Jabonerías o Almonas Reales. De este portón
de ladrillo carcomido, hoy tapiado, de los restos de este embarcadero hoy invadidos
de yerbajos, por este río al que convenientemente se asoman los restos del muelle,
salían camino del mundo fardos del afamado Jabón de Castilla o simplemente
«Castilla» que se disputaban los boticarios de Londres, de Flandes, de Génova, de
París (donde competía con el jabón de Marsella), de Estambul, de Cartagena de
Indias.
La corona había cedido el privilegio de la explotación de las almonas a la familia
Enríquez de Ribera, pero como resultó ser un espléndido negocio terminó en manos
de extranjeros y fue monopolio de los Welser, una familia alemana que impulsó las
ventas a nivel mundial.
Dentro de las almonas, en salas espaciosas bajo sólidas bóvedas de ladrillo, hasta
cuarenta operarios trabajaban en torno a las «doce calderas, cada una de las cuales
tenía cabida para más de ochocientas arrobas de aceite (unos 11 502 kilos) sin contar
las cantidades de cal, lejías, cenizas y otros ingredientes que precisaban para la
elaboración del jabón. Había otra sala dedicada a los hornos de secado, otra para la
limpieza y el enjuague del jabón, otras salas dedicadas al almacenamiento de las
materias primas incluidas las alcaparras, las agallas y las cestas de mimbre, que
hacían en la Algaba, para colocar el jabón elaborado[74]».
Callejeando por Triana el viajero se reafirma en que no es un barrio de Sevilla.
Triana es otra ciudad y otro mundo. Aquí reside lo auténtico de los alfares, del
flamenco, de los toreros, de los carpinteros de ribera, de los menestrales, del baile
auténtico, del pescaíto frito y del desgarro popular en corrales de vecinos, muros de
cal, arriates de jazmín, dompedro y dama de noche, latas de geranios, de fiestas

ebookelo.com - Página 172


vecinales, la velá de julio, que es su feria propia, algarabía de comadres en el
lavadero (ya van quedando pocos y las comadres, enviciadas con las telenovelas,
descuidan sus labores y se les quema el puchero). Aquí vivía, en fin, la vieja gloria
Antoñita Colomé, la primera española que triunfó en Hollywood, con la que el
viajero tuvo honesto trato cuando, ya anciana, se dejaba invitar a café con tostada,
caracolillo de pelo tintado sobre la frente, los marchitos labios rojos todavía
delineados con carmín y las escasas pestañas alargadas con rímel, como quien no
renuncia la vida.
—Después de tantas experiencias, hijo, te voy a confesar una cosa —decía
agarrándolo familiarmente del brazo con la mano sarmentosa pero firme—: como el
gustito que uno mismo se da, convéncete, no hay otro.
Da el viajero en imaginar un diálogo entre Antoñita Colomé y Abu Mu
ammad’Ali ibn A mad ibn Sa’ d ibn azm, el autor de El collar de la paloma. Quizá
no estuviera de más invitar también a Ovidio, el del Ars amandi.
—Ya puestos podríamos agregar a Casanova y a Antonio Gala, el autor vivo que
más sabe del amor y de sus desvelos: «Cuando la reposada luz entorna / los plateados
párpados del río».
—No es mala idea. Simposio sobre el amor a orillas del Guadalquivir podría
titularse.
Tras deambular por la calle Alfarería, el visitante curiosea en las tiendas de
cerámica y saborea una tapita de cazón en adobo en una tasca de la calle San Jacinto
antes de admirar, sin prisas, el retablo plateresco de la iglesia de Santa Ana, la
catedral de Triana.
De regreso a la orilla de Sevilla, pasando esta vez por el puente de San Telmo, el
viajero se mira en las aguas oscuras y silenciosas del Guadalquivir, río de lodos y
vertidos, de sueños y versos, que nuevamente discurre por las modernas y capaces
rondas abiertas para la Expo 92 con sus emblemáticos puentes de la Barqueta y el
Alamillo (obra estupenda de Santiago Calatrava).
Al otro lado del río, nuevamente en Sevilla, el viajero se sabe de memoria las
mínimas estancias de la Torre del Oro y da en imaginar las pilas de lingotes dorados
que los galeones de América descargaban junto a sus muros.
Fenecidas hoy aquellas regalías, la torre se conforma con alojar un modesto
museo naval donde el visitante que sube a la terraza, acodado entre dos merlones,
puede contemplar a sus anchas la bullente ciudad: a un lado, la sencilla belleza de un
reciente edificio de Moneo que contrasta con el pomposo teatro de La Maestranza,
garbanzada hispalense en caldo de Traviata con toda razón rebautizada como la Olla
Exprés, más allá la plaza de toros de La Maestranza (comenzada en 1749), que dicen
que es el Vaticano de la fiesta nacional, donde Curro Romero, el torero de Sevilla,
derramaba muy de tarde en tarde el frasco de las esencias y en lugar de rollos de
papel higiénico le tiraban ramitos de romero.

ebookelo.com - Página 173


Prosiguiendo el itinerario del oro americano, el viajero cruza con su imaginación
hasta la vecina Casa de la Moneda, conjunto de edificios y patios donde dijimos que
se ubicaban las fundiciones y las cecas que amonedaban el oro y la plata para pagar
las deudas contraídas por la corona con banqueros genoveses y alemanes.

Azulejo en la Casa de la Moneda.

ebookelo.com - Página 174


CAPÍTULO 37

LOS AMORES DE NARCISO

Sevilla, puerto de las Américas! Aquel sueño de la ciudad próspera favorecida por
¡
la fortuna parecía que no iba a tener fin, pero solo duró un siglo largo. Después,
fatalmente, llegó el amargo despertar. Primero, una terrible epidemia de peste diezmó
a la población. Después sobrevino la decadencia del puerto que ahogó la actividad
comercial. Los nuevos navíos del comercio americano resultaban, por su mayor
calado, impropios para la navegación fluvial, un problema agravado por el hecho de
que la profundidad del cauce del Guadalquivir había menguado. Durante más de cien
años los navíos que remontaban el río aligeraban lastre arrojando piedras por la borda
en los parajes donde tenía menos fondo, lo que acrecentaba el peligro de embarrancar.
—¿Eso hacían? ¡Qué falta de consideración!
—Tan solo aplicaban ese dicho tan español: el que venga detrás que arree.
Esta reiterada práctica acrecentó el problema hasta que llegó un momento en que
el río se tornó peligroso para la navegación y hubo que trasladar a Cádiz la cabecera
de las flotas (1680) y la Casa de Contratación (1717).
Quedó una ciudad nostálgica y ritual, sobrecargada de conventos e iglesias,
cerrada en sí misma, admirable y bella como una gran dama madura ya venida a
menos a la que, tras decenios de lánguida autocomplacencia, ha sucedido,
afortunadamente, esa Sevilla laboriosa, industrial, próspera y dinámica que hoy
asombra al visitante.
—Usted, que la ve con buenos ojos.
—¿Cómo no he de verla? Desde hace tres milenios, Sevilla enamora a cuantos la
visitan. Esta ciudad pertenece, con Florencia, Venecia, Roma, París, Praga, Londres y
alguna más, a la escasa docena de ciudades del mundo que un occidental culto debe
conocer antes de que los bárbaros arramblen con todo.
Los viajeros románticos encontraron a Sevilla femenina. Quizá sea más exacto
afirmar que es hermafrodita, que se basta a sí misma, que copula consigo misma, que
se preña y pare de Sevilla. El turbio y sensual Guadalquivir que la ciñe o traspasa,
según se mire, se transforma en límpido espejo en el que la ciudad se contempla
como el mitológico Narciso, ¡ay, amor!
La tópica y hermética Sevilla está enamorada de Sevilla, incluso encoñada con
Sevilla. Sevilla se siente el ombligo del mundo, suponiendo que perciba el mundo. Al
torero Rafael Gómez Ortega, el Gallo, le comentaron en Santiago de Compostela lo

ebookelo.com - Página 175


lejos que quedaba Sevilla y él replicó: «No, señor; Sevilla no está lejos. Sevilla está
donde tiene que estar; lo que está lejos es Compostela».
No todos los sevillanos son tan tajantes: el poeta Fernando Villalón, concesivo y
generoso, amplió esta geografía y declaró que el mundo se divide en dos partes:
Sevilla y Cádiz.
Ponga usted la radio en cualquier emisora local y solo escuchará piropos a Sevilla
en clave de sevillanas, casi siempre rimando Sevilla con maravilla.
El sevillano es el único español libre de complejo de inferioridad, sino más bien
todo lo contrario. Sabe que vivir en Sevilla es un privilegio y lo disfruta plenamente
aunque condesciende, por exigencias de su propio narcisismo, a que los forasteros
asistan a sus perpetuas bodas con la ciudad de la gracia.
Sevilla es exhibicionista y ritual, necesita una claque de voyeurs arrobados
rendida a su arte y a su gracia. Lo sevillano está siempre de escaparate en la Semana
Santa, en la Feria de Abril, en el Rocío, en los mínimos detalles de la vida diaria. Es
una ciudad ritual y ceremoniosa, una ópera perpetua con solemnes figurantes que
visten y se conducen con gravedad antigua, aquí no caben carnavales.
El visitante debe prepararse para entrar en una ciudad perfecta y luminosa como
una bola de cristal. Sevilla se contiene a sí misma y se basta. No rivaliza con nadie:
ella es su propia rival. Por eso muestra cierta tendencia dicotómica y permite que
coexistan dos Sevillas opuestas y complementarias, como el ying y el yang de los
orientales, la propiamente dicha y Triana, una a cada lado del río; tiene dos equipos
de fútbol, ferozmente enfrentados, el Betis y el Sevilla; tiene dos Cristos, el del Gran
Poder y el Cachorro; tiene dos vírgenes, la Macarena y la Esperanza de Triana y dos
fiestas nacionales, la Feria y el Rocío.
Si no fuera por los inconvenientes del centralismo gubernativo, ya paliados en
gran parte con la capitalidad autonómica, Sevilla podría desgajarse del resto del
mundo y funcionar independientemente, como las antiguas ciudades-estado italianas,
como Florencia, o Génova o Venecia, a las que, por cierto, es posible que el carácter
sevillano, fino y distante, aunque engañosamente cordial, deba mucho. Es que, como
vimos más arriba, en los tiempos de su grandeza, cuando Sevilla era aún un crisol o
una olla podrida donde hervían muchas cosas, mantuvo una numerosa y pujante
colonia de mercaderes italianos.
Son dos Sevillas pero admiten a su vez muchas subdivisiones, porque en Sevilla
los barrios, en lugar de concertarse como miembros de un cuerpo único, se obstinan
en mantener orgullosas peculiaridades y cada uno presenta un carácter distinto y
hasta su dialecto diferenciado.
Existe una Sevilla lumpen en los barrios de chabolas que vive del aire, del cuento
y del subsidio del desempleo; hay una incipiente Sevilla industrial cuya población
habita modernos bloques en los ensanches; sobrevive todavía la Sevilla artesana que
vive en pueblos, como el Barrio León; hay una Sevilla burguesa y miajita pretenciosa

ebookelo.com - Página 176


que habita en los Remedios, y está la funcionarial y profesional liberal que reside en
casitas adosadas en el Aljarafe y otros parajes del extrarradio.
Todas esas Sevillas se dan cita en la central, el casco antiguo más extenso de
Europa, y se confunden en la calle Sierpes, médula comercial, peatonal, íntima,
retorcida, entoldada, carrera obligada de todas las procesiones, mentidero, ágora
ciudadana, puesto de caza de los trileros, escaparate de los casinos.
Es Sevilla ciudad donde se conversa mucho, y eso es arte. Hay más bares que en
toda Suecia, librerías no tantas. Las tabernas son el marco propicio para la
conversación trascendente, la Liga, las cofradías, las hondas enseñanzas de la vida, a
pie de barra, el codo clavado sobre el mostrador de madera o acero inoxidable, el
esqueleto descompuesto, la cadera proel, el tubo de cerveza en la otra mano.

ebookelo.com - Página 177


CAPÍTULO 38

RÍO ABAJO CAMINO DE BONANZA

El viajero conserva un amigo de sus años sevillanos, Francisco Núñez Roldán, un


profesor jubilado ágil de cuerpo y de mente que dedica su tiempo libre a la lectura de
los clásicos, a la apacible conversación con los amigos, a los viajes en pos de la
historia y del arte, a la ornitología y a la escritura de novelas históricas de las que
lleva publicadas una docena larga, algunas de ellas premiadas. Hombre de mundo,
entiende además de vino y de cocina y aprecia cuanto ellas puedan tener de
hospitalario.
—Con la edad, van teniendo menos de hospitalario.
—¿Con la edad de quién, de ellas o la nuestra? —pregunta el viajero.
—Déjalo así, y que el lector interprete lo que le parezca. Que cada uno piense
según le va en la feria.
—Filosófico estáis.
—Es que no como.
—¿Quedamos entonces a desayunar donde siempre en el puente de Triana? —
propone el viajero.
—Vale. Mañana a las siete y media, con zapatos de batalla.
Quedan los amigos en la acreditada churrería y, después de desayunar una ración
de calentitos (así los llaman en Sevilla) mojada en chocolate servido en vaso de
plástico, emprenden la misión de acompañar al Guadalquivir en sus últimos y
menesterosos pasos.
Salen de Sevilla por la carretera de la Corchuela desde Bellavista, ceñida primero
al Guadaíra y luego al río.
—Por aquí hicieron, a pico y pala, el canal del Bajo Guadalquivir, también
conocido como el canal de los Presos.
—Curioso nombre —comenta el viajero.
—Es porque lo excavaron los presos políticos después de la Guerra Civil —
explica Paco—. Entonces aquí no había barrio ni nada, pero los familiares de los
presos fueron haciendo chabolos para estar cerca de los suyos y de ahí nació el barrio.
Los presos vivían en el campo de concentración de Los Merinales, pero en las horas
de visita veían a la familia que le traía algún pucherillo y ropa limpia. Por aquellos
años nació aquí el presidente Felipe González.
—¿De familia de presos?
—No. Su padre tenía una vaquería en el barrio y comerciaba con ganado vacuno.

ebookelo.com - Página 178


En esta y otras conversaciones llegan los amigos a Coria del Río un pueblo
industrioso y pintoresco. Pasando el cartel municipal dice Paco:
—Este pueblo se llamaba Qawra en tiempos de los moros y fue uno de los
pueblos que saquearon los vikingos en 844. Cuando llegaron los cristianos, se vació
de población y Alfonso X el Sabio lo repobló con ciento cincuenta familias catalanas
que rápidamente perdieron sus señas de identidad. Los que no las perdieron fueron
los descendientes de japoneses asentados en el pueblo, que siguen ostentando con
orgullo el apellido Japón.
—¿Japoneses en Coria?
—Como lo oyes. Llegaron en el siglo XVII con el séquito de Hasekura Tsunenaga,
un samurái al servicio del daimy de Sendai, Date Masamune. Hasekura vino a
España como embajador de su señor con nutrido séquito. El desembarco en Sanlúcar
fue memorable: «Llegaron después de algunos peligros y tempestades al puerto de
Sanlúcar de Barrameda el 5 de octubre, donde residiendo el duque de Medina Sidonia
y avisado del arribo, envió carrozas para honrarlos, recibirlos y acomodar en ellas al
embajador y a sus gentiles hombres, habiéndoles preparado un suntuoso alojamiento;
y después de haber cumplido con esta obligación como correspondía, y de regalarlos
con toda liberalidad, a instancias de la ciudad de Sevilla hizo armar dos galeras, las
cuales llevaron a los embajadores a Coria, donde fueron hospedados por orden de la
dicha ciudad por don Pedro Galindo, veinticuatro, el cual se ocupó con gran
diligencia en tener satisfecho el ánimo del embajador con todos los placeres y regalos
posibles, procurando este entretanto que preparasen ropas nuevas a su séquito y
ayudantes para resplandecer con más decoro y pompa a la entrada en Sevilla.
Mientras se resolvía esta cuestión, la ciudad determinó enviar a Coria a don Diego de
Cabrera, y a multitud de jurados y otros caballeros para que en su nombre besaran la
mano al embajador y lo felicitaron por su llegada a salvo. Sobre esto, quedó el
embajador contentísimo, agradeció mucho a la Ciudad que por su generosidad se
complacía en honrarle, y departió con los dichos caballeros mostrando mucha
prudencia en su trato[75]».
—¿Cómo es que desembarcaron en Coria y no en Sevilla? —inquiere el viajero.
—Vaya usted a saber. Es probable que para evitar los bajos del Guadalquivir en
aquella zona, una de las más delicadas del río. Allí se han hundido muchos barcos[76].
El caso es que la fonética de Coria les resultaba familiar porque sonaba como Corea,
su país vecino. Las fiestas y solemnidades siguieron en Coria y por el camino de
Sevilla: «A veintiuno de octubre del dicho año la ciudad hizo otra demostración de la
mayor cortesía para el recibimiento del embajador mandando carrozas, cabalgaduras
y gran número de caballeros y de nobles que lo escoltaron formando una cabalgata de
gran solemnidad. Saliendo el embajador de Coria, vio con sumo placer el honor que
se le había preparado, la pompa de los caballeros y la gran cantidad de gente que lo
acompañó durante su camino hacia Sevilla. Cerca de Triana y antes de cruzar el
puente, se multiplicó de tal manera el número de carrozas, caballos y gentes de todo

ebookelo.com - Página 179


género, que no bastaba la diligencia de dos alguaciles y de otros ministros de la
justicia para poder atravesarlo. Finalmente compareció el conde de Salvatierra,
asistente de la ciudad, con gran número de titulados y con los restantes veinticuatro y
caballeros; y el embajador desmontando de la carroza, montó a caballo con el capitán
de su guardia y caballerizo, vestido sobriamente, a la usanza del Japón, y mostrando
al asistente lo obligado que quedaba de la mucha cortesía y honores que la ciudad se
servía de usar con él, fue puesto en medio del dicho asistente y alguaciles mayores y
prosiguiéndose la cabalgata con increíble aplauso y contento de la gente, por la
Puerta de Triana se dirigieron al Alcázar Real». Otra relación recoge nuevos detalles
igualmente sustanciosos: «Miércoles 23 de octubre de 1614 años entró en Sevilla el
embaxador Japón Faxera Recuremon, embiado de Joate Masamune, rey de Boju.
Traía treinta hombres japones con cuchillas, con su capitán de la guardia, y doce
flecheros y alabarderos con lanças pintadas y sus cuchillas de a bara. El capitán era
christiano y se llamaba don Thomas, y era hijo de un mártyr Japón. Venía a dar la
obediencia a Su Santidad por su rey y reyno, que se avía baptizado. Todos traían
rosarios al cuello; y él venía a recibir el baptismo de mano de Su Santidad[77]».
—No cabe duda de que Sevilla sabe honrar a sus visitantes ilustres —comenta el
viajero—. ¿Y cómo fue la embajada?
—Casi lamento decir que regular tirando a mal. Felipe III estaba informado de la
persecución que sufrían los cristianos en Japón, y aunque Hasekura Tsunenaga se
convirtió al catolicismo y tomó las aguas bautismales, quién sabe si por halagarlo, el
rey rehusó firmar los tratados comerciales que le proponían los japoneses. Bueno, él
tanta voluntad no tenía. Se negaría más bien en obediencia al dictado de su confesor.
—O sea, con la Iglesia hemos dado. ¿Y el nipón qué hizo?
—En vista de que no había nada que hacer, Hasekura regresó a Japón en 1620 y
murió un año después, no sabemos si por el disgusto que le causó el fracaso, pero
muchos miembros de su séquito se quedaron en Coria (Corea la Chica la llamaban) y
echaron raíces.
—Hay que imaginarse el impacto cultural que sintieron los japoneses al
desembarcar en Europa —comenta el viajero.
—El de los europeos no fue menor —añade Paco—. Una relación de la época
hace un recuento de las curiosas costumbres niponas: «Nunca tocaban la comida con
sus dedos, sino que usaban dos pequeñas varas que sujetaban con tres dedos. Se
sonaban las narices en papeles de seda suave del tamaño de una mano, que nunca
usaban dos veces, sino que arrojaban al suelo después de usarlos, y les divertía ver a
nuestra gente que se precipitaba a recogerlos. Sus espadas están tan afiladas que
cortan un papel de seda con la mera fuerza del viento[78]».
—O sea, inventaron el kleenex. Lo digo por los pañuelos.
—Es lo que parece. Nihil novum sub sole.

ebookelo.com - Página 180


CAPÍTULO 39

CAVIAR DEL GUADALQUIVIR

Los dos amigos pasan cerca de unas ruinas invadidas de árboles y malezas, a la
ribera del río.
—Eso es lo que queda de la famosa fábrica de caviar —dice Paco.
—¿Me tomas el pelo?
—¿Qué pelo, si eres calvo? Lo que te digo es verdad. Coria fue una potente
productora de caviar hasta los años treinta del pasado siglo. En el Guadalquivir
pululaban los sollos, que es como aquí llamaban a los esturiones de la especie
Acipenser naccarii, cuyo caviar no tiene nada que envidiar al iraní.
—Ayer como quien dice —exclama el viajero—. Ahora que lo pienso, en el
capítulo LIV del Quijote hay una referencia al caviar que se comía comúnmente en
España, pero siempre pensé que vendría de fuera en tiempos en que todavía no se
apreciaba como manjar: «Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las yerbas,
pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de
jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo
un manjar negro que dicen que se llama caviar y es hecho de huevos de pescados,
gran despertador de la colambre».
—Pues ya ves —dice Paco—. Cervantes en sus correrías por las ventas de
Andalucía y las casas de la gula de Sevilla debió untar más de una vez sus tostadas
con caviar.
Un gran lector de Cervantes y un gran gourmet y hombre de mundo, el
diplomático y escritor Juan Valera, dice en sus cartas: «Más se asombró el cortesano
que estaba a mi lado en la mesa cuando, al servirnos el caviar, quiso explicarme lo
que aquello era, como manjar para mí desconocido, y yo le dije que en España se
comía y se sabía lo que era el caviar, por lo menos desde el siglo XVII o fines del XVIII,
y que Cervantes habla del caviar en el Don Quijote sin explicar lo que sea, prueba de
que todos los españoles debían conocerle entonces. En efecto, Ricote y Sancho Panza
almuerzan caviar cuando se encuentran una mañana muy cerca de la ínsula
Barataria».
—No me imaginaba yo a Sancho comiendo caviar —reconoce el viajero—. ¿Y
qué pasó para que esa industria de Coria se perdiera?
—Lo de siempre en ese país: el consuetudinario contubernio de incuria, codicia y
pereza. Por un lado la abusiva pesca del esturión, por otro que nadie tuvo en cuenta
que la presa de Alcalá del Río, construida en 1931, impedía que los esturiones

ebookelo.com - Página 181


accedieran río arriba para desovar como tenían por costumbre desde que el mundo es
mundo. Ahora existe el proyecto de repoblar nuevamente el Guadalquivir, y para eso
los están criando en la piscifactoría de Riofrío, en Granada. De hecho no hace mucho
degusté en un restaurante de Sevilla, todavía en plan experimental, un plato que la
carta describía como Velouté de esturión gelatinizado de apio, con huevo de codorniz
poché y concentrado de Payusnaya.

Caviar del Guadalquivir.

ebookelo.com - Página 182


—¿Te estás quedando conmigo? —pregunta el viajero, escamado.
—No. Es cierto —asevera Paco.
—¿No te habrás pasado a la nouvelle cuisine?
—Ahí ando, entre dos aguas —reconoce Paco.
—Louis, presiento que este es el final de una gran amistad —recita el viajero
remedando a Rick en Casablanca.
En Coria hacen una parada mingitoria y entran en una taberna.
—¿Un cafelito? —ofrece el del bar.
Antes que Paco hable y pida alguna inconveniencia, se adelanta el viajero.
—No, mire usted, que somos de Adoración Nocturna, nos ha tocado el último
turno y venimos un poco hambreados. Nos va a poner usted una racioncita de albur
en adobo que nos han recomendado. ¿Es verdad eso de que aquí la ponen muy buena
o se trata de un bulo?
El tabernero acusa el halago, se endereza sobre su columna vertebral y pasa el
trapo húmedo por una imaginaria mancha del mostrador.
—Le han recomendado bien y sepa usted que aquí los albures se preparan de tres
maneras, a cual mejor: en adobo, a la lata y a la coriana.
—¿Y cuál nos recomienda?
—Para los que no están muy acostumbrados a ese manjar yo recomiendo el
adobo, que les quita el retrogusto a cieno que a veces tienen. Que sepa usted que el
albur ha quitado mucha hambre en Coria y en todos estos márgenes del río. Son ya
veinticinco años celebrando las jornadas del albur. En ninguna parte se prepara como
aquí.

ebookelo.com - Página 183


En efecto, el albur en adobo resulta un plato exquisito que refuerza la voluntad de
los viajeros para proseguir su exploración del Guadalquivir.
En Coria siempre ha habido pescadores, a lo mejor por eso se quedaron los
japoneses. Tenían un barrio al pie del cerro de San Juan, «las Cábilas», al que daban
los corrales y en ellos excavaban cuevas.
—Ahora vamos a cruzar el río en barco —dice Paco.
Llegan al espacioso embarcadero donde hay dos barcazas que funcionan
simultáneamente a las horas punta y no dan abasto. En cada una caben once coches,
que pagan 1,60 euros. Los conductores suben el vehículo por una plataforma y se van
colocando donde le indican los tres barqueros. Las motos, las bicicletas y los
peatones pagan 0,35 euros.
—Yo creía que esto de las barcas para los cruces fluviales habría desaparecido ya
—dice el viajero.
—Creía usted mal —dice el barquero—. Esta barcaza de Coria que en tres
minutos salva los trescientos metros de anchura del río sigue siendo una alternativa
muy conveniente ya que se ahorra tiempo y dinero, evitando los atascos de la Ronda
de Circunvalación SE-30 y del puente V Centenario, vulgarmente llamado el Paquito.
—¿El Paquito? —se extraña el viajero.
—Sí, porque quiere ser como el de San Francisco, pero no llega a tanto.
Paco hace un gesto de resignación.
—La inevitable guasa sevillana, ya sabes: a un edificio de Aníbal González lo
llaman el Costurero de la Reina; a la capilla de Triana, el Mechero, al Teatro de la
Ópera, la Olla Exprés… Aquí lo único que se respeta es la Giralda.
En medio del río la corriente arrastra la barca, lo que asusta un poco a dos viajeras
que emiten grititos medio infantiles agarradas a la soga de la pasarela. El barquero
viejo que ya está habituado a escenas como esta, se ríe un poco por lo bajo mientras
sentado en un caldero puesto del revés destrenza una soga vieja para hacer estropajo
y a media voz, pero con sentimiento entero, va cantando:

Del mirlo quisiera el canto


y del asno el instrumento
pa expresarte lo que siento
en el día de tu santo.

Pasado el río, ya en su margen izquierda, los dos amigos se internan por una
carretera fluvial, si es que tal puede llamarse la carretera del plástico.
—En realidad no se llama del plástico, sino del práctico —precisa Paco—, porque
era el camino habitual del práctico del puerto que ayudaba a subir los barcos evitando
bajíos aguas arriba hasta el puerto de Sevilla.
—No veo que esté muy señalizada.
—Por aquí solo pasan los que la conocen, modestia aparte, pero como te has
empeñado en ceñirte al río…

ebookelo.com - Página 184


La carretera discurre a veces muy cerca del agua. El firme, si alguna vez lo fue,
está tan lleno de baches que parece que lo han bombardeado.
—Muy buena no está —comenta el viajero algo amedrentado, sujetándose a la
manija del automóvil.
—Más bien, no —concede Paco que está más acostumbrado a viajar fuera de lo
negro—. Un poco más y se puede hacer trekking. Es que parece que hay dudas sobre
a quién corresponde arreglarla, si a la Junta de Obras del Puerto o a la Confederación
Hidrográfica del Guadalquivir. Los unos por los otros, la casa sin barrer.
—Paremiológico estáis.
—Es que no como.

ebookelo.com - Página 185


CAPÍTULO 40

LAS CORTAS DEL GUADALQUIVIR

Pasan los viajeros por el arrozal y por páramos donde no se cría nada, sino
naturaleza libre y yerbajos. En estas inmensas llanuras de aluvión la naturaleza
minimiza al individuo.
—Oye —dice el viajero—. Si tenemos una avería o algún contratiempo, Dios no
lo permita, ¿cuánto tardarían en socorrernos? No encontrarán nuestras huesas dentro
de unos años, dos robinsones muertos de inanición.
Paco aparta por un momento los ojos de los baches.
—No te conocía tan precavido. No, hombre, de vez en cuando pasa alguien —lo
tranquiliza—. Todavía queda gente que vive de las marismas y del río. Poca, pero
alguna queda.
Debe de ser verdad. La carretera discurre a trechos pegada al río y a trechos
distanciada de él. De pronto surge la estampa fantasmal de un barco de considerable
tamaño que parece navegar lento por los matorrales que ocultan la ribera.
—Es como si navegara por tierra. ¡Menuda impresión! —comenta el viajero.
—¿A que gusta? —dice Paco—. Ten en cuenta que el puerto de Sevilla es el
puerto fluvial más grande de Europa y que la nueva esclusa, un poco por encima de
Coria, permite el paso de cargueros de hasta trescientos metros de eslora. La única
limitación es el calado, pero en cuanto draguen el río por aquí puede subir hasta
portacontenedores voluminosos.
Prosiguen un rato por el paisaje de las marismas, entre arboledas intensas que
marcan el curso fluvial.
—Aquí más abajo desemboca el río Guadaíra, que debido a los vertidos de
alpechín de las almazaras antes tenía fama de ser el más contaminado de Europa, lo
que contribuía a que a nuestro río grande lo apodaran a veces Guarralquivir.
—Supongo que ya se habrá resuelto el problema.
—Solo a medias. El Guadalquivir sigue siendo un río muy contaminado. La
contaminación empieza a ser preocupante a partir de Mengíbar.
—¿Pues qué echan al río?
—Toda clase de porquerías. Si analizas el agua contiene cadmio, mercurio,
plomo… hasta cianuro. Y eso que los nuevos sistemas de extracción del aceite casi
han suprimido los vertidos de alpechines que hasta hace pocos años eran muy
frecuentes. Hoy el problema principal son los vertidos de aguas residuales urbanas.
En la cuenca del Guadalquivir solo se tratan la mitad de las aguas fecales. Súmale a

ebookelo.com - Página 186


eso la contaminación de una cuarta parte de los acuíferos por abonos y fertilizantes
que los agricultores usan a mansalva y que es irreversible[79]. Eso se combina con la
sobreexplotación de agua que afecta al 31 por ciento de los acuíferos y amenaza
incluso a zonas protegidas como el Parque Nacional de Doñana. Y todavía quedan los
vertidos industriales y mineros, acuérdate de la rotura de la presa de Aznalcóllar: el
embalse del Agrio sigue sin ser apto para abastecimiento.
—Me temo que la modernidad afecta al río, como a todo —filosofa el viajero.
—En realidad no es un río —observa Paco.
—¿Como que no es un río?
Paco emite un suspiro resignado.
—Río es, según lo define la Academia Española, una corriente de agua continua
que desemboca en otro río, en un lago o en el mar.
—Claro —dice el viajero—. Y el Guadalquivir desemboca en el mar.
—No, hombre —insiste Paco—, eso era antes. Ahora el cauce está cortado por
los pantanos y las represas. Se mueve algo en su último tramo, porque los efectos de
las mareas llegan dos veces al día hasta la presa de Alcalá del Río, pero el caudal del
Guadalquivir no sale al mar. A ese color que le ves, marrón, se une la creciente
salinidad del agua.
—Pero el río sale al mar —argumenta el viajero.
—Lo que sale es inapreciable. Los ríos se forman con el agua que llueve en sus
cuencas, pero en la del Guadalquivir se han construido sesenta embalses que
almacenan siete mil quinientos hectómetros cúbicos de agua de los que se surten los
regadíos cada vez más extensos, las represas, los parques acuáticos y hasta las
piscinas particulares que crecen por doquier en esas parcelitas que rodean pueblos y
ciudades. Luego nos quejamos de que no llueve y se lo achacamos a las emisiones de
CO2 y al cambio climático, pero buena parte de esa sequía la causa la interrupción del
ciclo natural del agua. Para que llueva el agua de la lluvia tiene que llegar al mar.
—Me dejas anonadado.
—El caso es que tenemos ejemplos recientes que configuran nuestro futuro. Los
rusos pensaron en los años veinte del pasado siglo que era una pena no aprovechar las
aguas del mar de Aral e invertirlas en regadíos. Eso hicieron y hoy buena parte del
inmenso lago se ha desecado por falta de lluvias. Se ven las ovejas pastando
alrededor de barcos oxidados, muertos, varados en el polvo. Todo esto augura un
futuro problemático y está afectando a los ecosistemas asociados al medio fluvial.
Varias especies acuáticas están en serio peligro de desaparición.
Siguen los amigos un trecho en silencio por la inmensa planicie de la marisma en
la que no ves más allá de las cañas más cercanas.
—Cuando los fenicios y Kolaos de Samos llegaron a estas tierras, como supongo
habrás contado al principio del libro, el Guadalquivir desembocaba poco más abajo
de la actual Sevilla.
—¡Qué me dices! ¿Hasta aquí llegaba el mar? —pregunta el viajero.

ebookelo.com - Página 187


—Hasta aquí. Entonces el valle se estaba formando y lo que había era un estuario
inmenso que los romanos llamaron lago Ligustino, en realidad una albufera producto
del cerramiento de un golfo por una barra arenosa litoral. Los sedimentos que el río
iba dejando han ido colmatando este lago y han formado una marisma de dos mil
kilómetros cuadrados por la que el Guadalquivir discurre hasta el cada vez más lejano
mar.
Un bache especialmente hermoso sacude el vehículo y rebota al viajero hasta
tocar el techo.
—Este ha sido bueno —comenta—. ¿Qué me decías de la marisma?
—La marisma, como sabes, es un ecosistema húmedo poblado de plantas
herbáceas, con suelos arenosos en los que se mezclan el agua del mar aportada por las
mareas con la fluvial, dulce, que desciende del río. Hacia el año 70 a. C., esta
albufera se había rellenado con la sedimentación fluvial, el antiguo lago marino se
endulzó y en su interior surgieron las islas del Guadalquivir, Hernando o Isleta,
Mayor o Captor y Menor o Captiel, en torno a las cuales el río se dividió en tres
brazos: el del Oeste o de la Torre que circunda la Mayor, el de Enmedio y el del Este
que circunda la Isla Menor.
—¿Y cuál se considera el Guadalquivir propiamente? —pregunta el viajero.
—El de Enmedio, que siempre ha sido más recto y navegable.
—¿Y dónde queda la Isla Mínima donde se ha rodado la película de Alberto
Rodríguez? —pregunta el viajero.
—Buena película, ¿eh? —dice Paco—. Esa isla se originó en el siglo XVIII cuando
para suprimir un meandro del río que molestaba a la navegación se abrió a través de
la Isla Menor un canal, la Corta de los Jerónimos, con lo que se formó una islita que
por su tamaño llaman Mínima.
—En la película me ha parecido un paisaje francamente inhóspito —dice el
viajero.
—Lo es, pero por eso mismo no deja de tener su particular belleza —replica Paco
—. Ese terreno siempre ha sido inhóspito debido a la malaria y solo ha permitido un
poco de ganadería extensiva y algo de caza, o sea, criar toros para los grandes
propietarios y malvivir para los pequeños.
—Y por medio el río navegable, claro.
—El río regularmente navegable, siempre problemático —señala Paco—, porque
va acumulando sedimentos que producen grandes alteraciones en su cauce, crea
grandes meandros que dificultan la navegación.

ebookelo.com - Página 188


Antiguo golfo Tartésico en época de los fenicios.

—Por eso se hacen los cauces artificiales o cortas, ¿no? —dice el viajero.
Paco asiente.
—La primera, la Corta Merlina, frente a Coria del Río, se hizo en 1794. Tenía
seiscientos metros de longitud y evitaba un recorrido de diez kilómetros, figúrate.
Desde entonces se han hecho unas cuantas que han reducido el recorrido del río entre
la mar y el puerto de Sevilla que en tiempos fue de ciento veinte kilómetros y ahora
de solo ochenta y si nos atenemos a las más perentorias, entre Sevilla y la boca baja
del brazo Este, de ochenta y un kilómetros a treinta y seis, de los que dos tercios son
cauces artificiales.
—Menudo esfuerzo.
—Y no es el único, porque a las cortas hay que sumar los frecuentes drenajes y
las obras de acondicionamiento del cauce principal. Paralelamente ha habido un
empeño por desecar las marismas que se consideraban un espacio desperdiciado,
improductivo[80].

ebookelo.com - Página 189


ebookelo.com - Página 190
Cauce del Guadalquivir y sus puentes.

Arroceros de las marismas, hacia 1900.

—¿Y qué han hecho en ellas?


—Obras titánicas y a menudo fallidas. En 1926 el dueño de la margen derecha del
Guadalquivir, el marqués de Casa Riera, la vendió a una sociedad británico-suiza que
pretendía desecar las marismas para cultivar algodón y arroz. Vinieron ingenieros,
allegaron grandes máquinas, abrieron canales, construyeron estaciones de bombeo,
trazaron carreteras, tendieron un ferrocarril… como la conquista del Oeste. A la
postre fue un rotundo fracaso. Poco después, ya en tiempos de la República, retomó
el testigo otra sociedad arrocera. Nuevo fracaso. En plena guerra, el general Queipo
de Llano, virrey de Sevilla, se empeñó en cultivar arroz porque la España arrocera, la
Albufera y el Delta del Ebro, estaba en manos de la República y la España nacional
ya se estaba hartando de lentejas y garbanzos. Esta vez el empeño tuvo más éxito,
aunque solo Dios sabe a costa de qué sufrimientos. Después, ya en los años sesenta la
llegada de expertos agricultores valencianos logró consolidar el cultivo del arroz que
hoy es una estupenda realidad. De aquí sale la mitad de la producción española.
—¿Y qué han hecho para conseguirlo? —pregunta el viajero.
—Han suprimido brazos laterales, y las han drenado, las han desecado y las han
roturado. Con mucho esfuerzo y no poca ingeniería, como puedes suponer, pero
gracias a ello han conseguido consolidar el arrozal más extenso de Europa y uno de
los principales del mundo. En la margen derecha del Guadalquivir hay treinta mil
hectáreas de arrozal.
—¿Y en la margen izquierda?
—Ahí ni se toca, que es el Parque Nacional de Doñana al que vienen a pasar sus
asuetos los presidentes de Gobierno y otros pájaros.
—¿Otros pájaros?

ebookelo.com - Página 191


—Sí, me refiero a especies inofensivas como el ánsar común, el ánade real, el
flamenco, la espátula, la garza real, el pato cuchara, el pato real, el pato colorado, el
zampullín chico, la focha común, la focha cornuda, el calamón, el avetoro, el
correlimos, la malvasía, el porrón común, la cerceta común, la garcilla bueyera, la
avoceta…
—Suficiente, que me asustas —dice el viajero.
—Bueno, también están el arroyo Rociana y la ermita del Rocío.
—¿La de la famosa romería?
—Esa digo. ¿Tú has ido alguna vez al Rocío?
—Me temo que no.
—Pues regresamos a Sevilla y vamos al otro lado del río. Valen la pena.

ebookelo.com - Página 192


CAPÍTULO 41

LA ROMERÍA DEL ROCÍO

Regresan los viajeros a Sevilla y por la autovía de Huelva llegan en un periquete a


las marismas del padre Betis.
La ermita del Rocío está en un estribo de tierra lamido por las marismas del
arroyo de la Rocina, a quince kilómetros del pueblo de Almonte. A su alrededor ha
crecido un poblado fantasma con calles de arena, casi totalmente formado por
deshabitadas casas de hermandades. Predomina la monumentalidad estilo barroco
cofradiero con fachadas enjalbegadas y cuajadas de azulejos votivos y faroles y las
cornisas color albero. Las calles están sin asfaltar, no por incuria municipal sino a
posta, para que la concurrencia levante polvareda, que es una de las señas de
identidad de la romería.
El día de la Virgen se congrega allí más de un millón de personas, casi todas
durmiendo al raso o en coches y carromatos. Hasta Juan Pablo II se declaró «rociero»
en un emotivo y multitudinario acto durante su visita a La Rocina.
¿Qué misterio tiene esta Virgen con tanto poder de convocatoria? Según la
tradición, a principios del siglo XV un cazador precisamente de Villamanrique
encontró la imagen y cargó con ella para depositarla en la iglesia de su pueblo, pero a
mitad del camino se quedó dormido. Cuando despertó, la imagen había regresado al
lugar de La Rocina donde la encontró. Un par de veces más lo intentó y siempre lo
vencía el sueño, lo que la imagen aprovechaba para regresar a su lugar original. Los
almonteños interpretaron este milagro como señal divina y acordaron construirle allí
mismo una ermita. Este primitivo santuario resultó destruido por el terremoto de
Lisboa (1755), pero se reconstruyó inmediatamente después. El actual se inauguró en
1981.
—Poco más y les sale una catedral —comenta el viajero a la vista de las
proporciones basilicales.
—Es que para otras cosas faltará dinero, pero para las cofradías no —dice Paco
—. Para las cofradías aquí sobra rumbo.
La imagen de la Virgen del Rocío es una talla en madera de estilo gótico,
realizada hacia 1280, pero muy modificada posteriormente con arreglo al gusto
estético de los siglos XVI y XVII.
La Virgen del Rocío viste de reina en su santuario, pero cuando peregrina a
Almonte prefiere ir de pastora: saya larga, esclavina y sombrero de alas, al estilo de
los viajeros del siglo XVI, mientras que su divino niño va de pastorcico.

ebookelo.com - Página 193


El viajero curiosea un libro de fotos romeras que Paco ha traído consigo y ve a
una señora fondona vistiendo falda de volantes y botas camperas, desgreñada, una
flor medio marchita saliendo de la acequia madre del escote, un vaso medio vacío en
la diestra y una botella de vino medio llena en la siniestra. En otra foto, dos
acicalados caballeros traban amistad en la trasera de una engalanada carreta. En otra
se ve una ancha vía pecuaria por la que avanza un hato de rocieros: ellas, faldas de
volantes, ellos, traje campero y zahones; desbaratadas ya por el largo camino la
elegancia y las horas de espejo, todos con grandes medallas de la Virgen al pecho,
todos muy emborrizados en una espesa nube de polvo amarillo, como los beduinos en
Lawrence de Arabia (película que, por cierto, se rodó aquí al lado).
—Parece que se divierten a pesar de la polvareda y de la incomodidad de andar
por el arenal —comenta el viajero.
—El Rocío hay que vivirlo, amigo mío. Todos los rocieros coinciden en que lo
que aquí se siente no se puede explicar y en que esto no se pue aguantar.
—¿No se pue aguantar?
—Eso dicen y repiten, pero traducirlo por esto es insoportable no sería del todo
exacto. En este asunto lo que puede es el sentimiento y eso se expresa mejor en las
letras de las sevillanas rocieras.
Un devoto que los ha oído carraspea un poco aclarando la voz y se arranca por
sevillanas con los ojos húmedos:

Para ser rociero


no te hace falta
ni charre ni caballos
ni botas altas.
Que con quererla
ya te sobran razones
que con quererla
ya te sobran razones
para ir a verla.
Para ser rociero
no te lamentes
del sol de mediodía
ni del relente.
Para ser rociero
vive el camino
y duerme con la luna
bajo los pinos.
Para ser rociero
deja tus huellas
detrás del simpecao
por las arenas.

ebookelo.com - Página 194


Termina el devoto la sevillana y guarda un silencio emocionado. Cuando por fin
puede articular palabra murmura, todavía afectado, con los ojos arrasados en
lágrimas:
—El Rocío… ¡hay que vivirlo!
¡Romería del Rocío! Ochenta hermandades llegadas de todo el mundo, cuatro o
cinco días de fatigoso camino, de promiscua acampada nocturna, de grandes polvos,
de sonsonete de tamboriles y flautas, de estampido de cohetes, mucho vino con
polvo, mucho cubata o gin-tonic con polvo, mucho filete empanado con polvo,
mucho puchero compartido, mucho tortilleo, mucha hermandad compadre, mucho
cante a la Virgen, mucho palmeo, mucha guitarra, muchas sevillanas rocieras, muchas
salves rocieras, mucho: «¡Viva la Blanca Paloma!». Mucho: «¡Viva la Reina de las
Marismas!». Hasta enronquecer. Solo de escribirlo la emoción te anuda la garganta y
la carne se pone de gallina. El momento álgido e irrepetible de lo que, según los
rocieros «no se pue aguantá», acaece cuando, tras la misa del alba, pollancones
almonteños transidos de espiritualidad y pirriaque asaltan la verja y se apoderan de la
angarilla de acero forrada de plata en la que se procesiona la sagrada imagen, una
intensa experiencia mística envidiada por el resto de las ochenta hermandades.
¿Maltrato indumentario? Sí, claro, en el tumulto uno puede salir sin camisa,
perder un zapato, ganar un esguince, pero ahí está la sevillana rociera que justifica el
revolcón:

No me cosas la camisa
que me rajó un almonteño,
que me rajó un almonteño.
No me cosas la camisa
que me rajó un almonteño.
No la laves ni la planches,
guárdala como recuerdo.
Porque ya llegará el día
que yo les diga a mis hijos,
que yo les diga a mis hijos
que me he metido debajo
de mi Virgen del Rocío.

Lo que ocurre es sobradamente conocido porque hasta los del National


Geographic lo han recogido en sus documentales sobre naturaleza, en este caso
humana: la Virgen, sometida a violento forcejeo, oscila sobre el mar de cabezas y el
espectador poco avisado se alarma temiendo que los mozos den con el santo en tierra.
No hay cuidado. Cuando la Virgen está casi horizontal, otra vez se endereza para
proseguir su errático camino entre el gentío y la polvareda, traída y llevada por la
devoción almonteña y universal.
En una ocasión, los técnicos de Protección Civil solicitaron a la cofradía el
itinerario de la Virgen a fin de determinar el emplazamiento idóneo para los puestos

ebookelo.com - Página 195


de socorro. Los almonteños intercambiaron miradas de perplejidad: «¡Eso no se
puede hacer! —declaró el portavoz de la cofradía—: la Virgen va por donde quiere».
Desde que Carmina Ordóñez, la famosa rociera y mujer de mundo, manifestó su
deseo de que sus cenizas descansaran junto a la Blanca Paloma, muchos rocieros
disponen en sus mandas testamentarias que sus cenizas sean esparcidas en el entorno
de la ermita, ya que espolvorear con ellas a la Virgen sería excesivo. Terminada la
emocionante ceremonia, en la que no ha de faltar un casete que altere el silencio de
las marismas con la salve rociera y abundantes lágrimas de los concurrentes, los
deudos suelen rematar la faena dejando las coronas de flores que traían consigo y
colocando alguna cruz de madera o de hierro que perpetúe la memoria del evento, a
lo que hay que sumar que a la urna vacía, ya una cáscara inútil, se le da un voleo para
abandonarla entre los cañaverales. Con el tiempo la proliferación de urnas ha
formado una especie de vertedero fúnebre que amenaza el equilibrio natural de este
entorno supuestamente protegido[81].
Un folleto turístico asevera que en el Rocío «se confunden los sentimientos
religiosos más profundos con la explosión de los sentidos que se muestran dispuestos
a gozar de todo cuanto la vida les ofrece».
Alegría y orgullo de ser rociero, la experiencia más grande que se puede tener en
este mundo.

ebookelo.com - Página 196


CAPÍTULO 42

LA CUCHIPANDA DE FELIPE IV

Regresemos a nuestros viajeros, que han vuelto a la margen izquierda camino de


Sanlúcar. Mientras se deslizan insignificantes por el impresionante y monótono
paisaje, los dos amigos charlan sobre el Coto de Doñana, esa extensión de tierra
salvaje que se descubre al otro lado del río, en su margen derecha, 108 086 hectáreas,
la mitad pertenecientes al Parque Nacional, y la otra mitad al Parque Natural, lugar de
paso, cría e invernada de más de trescientas especies acuáticas y terrestres, europeas y
africanas.
—¿No fue aquí donde Schulten buscó Tarteso? —pregunta el viajero.
—Sí señor, en el cerro del Trigo, después de persuadir a los duques de Tarifa,
entonces propietarios de Doñana, para que le costearan la excavación.
—Donde no encontró nada —completa el viajero.
—Esto ha sido toda la vida coto de caza de ricos y socorro de rebuscadores
pobres —dice Paco—. Ya lo dice Alfonso XI: «En tierra de Niebla ha una, tierra que
Las Rocinas, e es llana, e es toda Sotos, e ha siempre puercos (…), non se puede
correr esta tierra sinon en invierno muy seco, que non sea llovioso, e en verano non
es de correr, porque es seca e muy dolentrosa[82]».
Después fue propiedad del duque de Medina Sidonia, de cuya esposa Ana de
Silva y Mendoza, hija de la princesa de Éboli, que gustaba mucho de visitar estos
parajes, recibió el coto su nombre de Doña Ana, o sea Doñana.
En 1624 se le antojó a Felipe IV visitar Andalucía para cazar en el famoso coto.
En aquel momento, el IX duque de Medina Sidonia no estaba para fiestas, porque
andaba corto de liquidez y baldado de la gota, pero echó la casa andaluzamente por la
ventana para recibir al rey y a la corte con la prodigalidad y munificencia que cabía
esperar de un Medina Sidonia: arregló caminos, demolió casas ruinosas, adecentó
estancias, blanqueó fachadas, desbrozó jardines y proveyó todo lo necesario para que
no faltara de nada a la muchedumbre de gorrones que se le venía encima.
Durante medio mes, el de Medina Sidonia hospedó a mesa y mantel a los cerca de
dieciséis mil cortesanos que componían el séquito real.
—Ya le costaría un pico —calcula el viajero.
—Las cifras de la cocina son pavorosas —le confirma Paco—: para satisfacer el
desaforado apetito de los visitantes «no basta allegar toda la pesca de once leguas de
costa y toda la caza de veinte leguas de coto». Además, devoraron dos mil barriles de
pescado de Sanlúcar, trescientos jamones de Rute, de Aracena y de Vizcaya, mil

ebookelo.com - Página 197


barriles de aceitunas, la leche de seiscientas cabras, ochenta botas de vino añejo y
todo el vino de Lucena disponible. Cincuenta mulas no daban abasto arrimando nieve
de la sierra de Ronda para los refrescos y la conservación de las viandas.
El andrajoso y hambriento pueblo de los alrededores acudió en masa al cebadero,
a ver si caía algo, y, aunque el duque había pregonado pena de azotes al que se
acercara a las cocinas, al final eran tantos que no hubo más remedio que alimentarlos.
De todas formas luego lo purgarían en impuestos, porque el duque los aumentó para
resarcirse de las pérdidas.
—¿Y el rey cazó mucho?
—Las jornadas cinegéticas resultaron muy provechosas. El rey, intrépido cazador,
apuñaló a un jabalí cautivo que le sujetaban varios monteros y arcabuceó a tres toros
encerrados en un corral. Entre los artistas convocados para entretener al monarca y
séquito figuró un tal Cogollos que contaba los chistes con mucha gracia y peía
barítono.
La carretera discurre paralela al río entre cañaverales y cultivos, bajo un cielo
perfectamente azul navegado de pájaros.
—Después de Felipe IV, ha venido otra gente importante a Doñana. En 1796 pasó
aquí una temporada el pintor Francisco de Goya, invitado por la XIII duquesa de
Alba, que acababa de enviudar del XV duque de Medina Sidonia, lo que causó un
considerable escándalo en la corte. Fruto de esa estancia del pintor es el Álbum de
Sanlúcar y un retrato de la duquesa de Alba con mantilla, que tiene como fondo la
vegetación de Doñana. También se dice que en esta estancia pintó a la duquesa como
maja desnuda.
Otra visita sonada fue la de Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia por su
matrimonio con Napoleón III, que cazó en el coto en 1863 acompañada de numeroso
séquito. Llegó a Doñana por mar, desde Cádiz, a bordo de una falúa magníficamente
decorada, en plan Cleopatra, que propulsaban aguas arriba decenas de remeros.
Más recientemente han cazado en el coto Alfonso XIII, asiduo durante catorce
temporadas seguidas, y Franco, que en 1944 abatió cuatro venados y dos jabalíes.
También han pasado temporadas en el coto los presidentes de la democracia, estos ya
sin escopetas, en plan ecologista, empezando por Felipe González, que solía invitar a
políticos extranjeros, entre ellos el ruso Gorbachov, el francés Mitterrand y el alemán
Helmut Kohl, que le regaló un camión Mercedes todoterreno. Después de Felipe han
visitado Doñana Aznar, Zapatero y Rajoy.
Volviendo a los arrozales que vimos antes, esa inmensa planicie que es el paisaje
se mantiene medio año seca, incluso polvorienta y el otro medio año húmeda,
encharcada por los canales de agua que dibujan las tablas del arroz. Es fácil perderse
si no se tienen referencias.
—Yo me doy por informado, Paco —dice el viajero—. Vayamos a las partes más
civilizadas.

ebookelo.com - Página 198


—Lo que digas, pero te advierto que nos vamos a perder las bandadas de aves que
acuden al arrozal cuando los tractores levantan el fango, lo que equivale a la arada en
campos secos.
Llegan a La Puebla del Río, lugar muy industrioso que vive de los cultivos de
regadíos (naranjos, arroz, maíz, algodón, girasol) y patria de muchos artistas de
variado registro: los rejoneadores Ángel y Rafael Peralta, el torero Morante de la
Puebla y los cantores Romeros de la Puebla.
—Te voy a poner una de sus sevillanas —ofrece Paco.
—Por mí no te molestes —le razona el viajero.
—Insisto. Si te interesa el Guadalquivir tienes que oír a los Romeros de la Puebla,
celebrarlo in situ. De otro modo tu experiencia quedaría incompleta.
—No hace falta —aduce el viajero—, que ya los tengo oídos de cuando vivía en
Sevilla.
Paco insiste, que además de persuasivo es tozudo. Saca del reproductor el disco
de Bach que venían escuchando y lo sustituye por el que tenía preparado de los
Romeros.
—Ahora tienes que imaginártelos, cinco compadres de rostros honradamente
rurales ataviados con traje campero y zahones —remata su acción.
—Ya me los estoy imaginando —dice, resignado, el viajero.
En el aparato suenan los primeros rasgueos de guitarra y detrás el coro de voces:

Llegaron por ti a Sevilla


desde las tierras extrañas
barquillas y galeones
para admirar la Giralda.
En tus muelles de madera
o en tus viejos malecones
dijeron: ¡qué guapa eres,
Sevilla de mis amores!
Ay, río Guadalquivir
que en Jaén fuiste serrano,
en Córdoba hechicero,
por Sevilla de Triana
y por Cádiz marinero.
En las mimbres de tu orilla
yo guardo siempre mi barca
y sentaíto en su quilla
yo veo pasar tus aguas…
Y al pájaro pescador
que con lindas cabriolas
besando tu superficie
no tiene envidia a las olas.
Qué bonito es contemplar
tu cauce tan milenario
o mirar desde las torres

ebookelo.com - Página 199


tu brillo tan plateado.
Y el capricho de tus brazos
al abrirse en la marisma
donde las garzas reales
son dueñas de tus orillas.
Tú siempre estarás naciendo
en Cazorla la serrana
y siempre estarás muriendo
entre Sanlúcar y Doñana.
Ay, río de aguas grises
entre alamedas y chopos,
entre vegas y olivares
vas derramando piropos.

Termina la sevillana, y Paco se vuelve a su amigo con una sonrisa entre


mefistofélica e ignominiosa.
—¿Qué te ha parecido? No me digas que no te emociona.
—Estoy a punto de llorar —confiesa el aludido—. Se me ponen los vellos de
punta. Regresemos al aburrido Bach, te lo ruego, hasta que me serene un poco.
Dejan atrás La Puebla. La carretera discurre monótona entre arrozales. En estos
parajes el Guadalquivir se acompaña con pobladas riberas de carrizos, espadañas,
castañuelas y juncos. Se ven volar anátidas, calamones y cigüeñas sin que falten
ardeidos, garcillas cangrejeras y garzas imperiales que encuentran su hábitat entre el
carrizo y las eneas de paisaje natural.
Los viajeros cruzan de nuevo el río para acceder a Isla Mayor, un pueblo de
colonización que antes se llamaba Villafranco del Guadalquivir.
—Sería Villafranca.
—No, no Villafranco, por Franco, Caudillo de España, por la gracia de Dios.
—¡Ah!

ebookelo.com - Página 200


CAPÍTULO 43

DE TOROS Y RIANCHEROS

Es la hora del almuerzo. Los amigos piden arroz con ánsar y con cangrejos.
Mientras llega el condumio, saborean una cervecita fresca. La conversación gira en
torno al extravagante ciudadano y poeta Fernando Villalón, al que los dos amigos
admiran con reparos.
Era Villalón conde, poeta y ganadero de reses bravas aparte de un hombre vital,
generoso y extravagante, aficionado a la poesía, a la tauromaquia y al espiritismo.
Circula la leyenda de que pretendía crear mediante cruces toros con los ojos verdes.
En realidad lo que intentaba era recuperar la marca de la ganadería Saavedreña
caracterizada por una tonalidad verdosa en el arranque de los cuernos. Su amigo
Rafael el Gallo le dijo: «Usté lo que tie que hacé e sacá toros que no meneen la
cabeza en el capote; y los cuernos déjelos usté en paz».
Villalón es autor de un poema, «Islas del Guadalquivir», que viene ahora muy a
propósito:

Betis es plateado. No es azul este río,


porque el mar Óceano le mueve las entrañas…
y sus peladas márgenes entumecen de frío
sin las sombras del fresno, ni de las verdes cañas.
En la estepa desierta, esa cinta de plata
que del Templo de Venus que en Sánlucar había,
a las marismas riega y en Sevilla se ata
para que la Diosa se pasee por la Ría.
Braman los toros negros en su feraz orilla,
y los potros retozan… Un jinete vaquero
pasea con su garrocha y su moruna silla…
¿Será un abencerraje… o un moro guerrillero
que no quiso entregarse al conquistar Sevilla…?
Una vela muy blanca viene a son de marea.
Dormita el marinero… Un perro en el timón,
aparece sentado y su cola menea
hasta que ha despertado a su amo dormilón…
Por popa viene un buque… Ya suena su ruido…
va rozando su quilla el fondo del canal
y avante claro pita cuando el velero ha huido…
y un toro que bebía huyó hacia el carrizal.

ebookelo.com - Página 201


—O sea —dice el viajero— me estás diciendo que en las marismas se criaban
toros.
—¿De dónde crees que viene la leyenda de Gerión? Aquí de toda la vida se han
criado toros, en plena naturaleza. Ganaderías nobles que vivían como hace dos mil
años. Hasta el siglo XIX, los pastos eran comunales para disfrute de los vecinos de
Sevilla y de los pueblos del entorno[83]. Los ganados se criaban solos, como quien
dice, pues la salida y la entrada se hacía por la barca de San Antón (patrón de los
ganaderos) en el puente de la Isla, único punto por donde se accedía a la Isla Mayor.
Luego varios aristócratas adquirieron las tierras y se acabó la gratuidad. Buena
parte de la Isla Mayor era propiedad del banquero Felipe Riera, marqués de Casa
Riera, con residencia en sus palacios de Madrid o de París, que sacaba muy buenos
beneficios del arriendo de pastos marismeños a los ganaderos. Venían ganados hasta
de Extremadura, en plan trashumancia, por el camino real que iba de Medellín a la
Isla Mayor.
Alzados los manteles, los amigos prosiguen el viaje, la carretera se acerca al río,
que es ancho y lento. Se ve alguna barca faenando.
—Esos son los riacheros —explica Paco—, pescadores que faenan en el río.
Muchos son de Isla Mayor, otros de Trebujena o de Lebrija, donde los conocen por
riachuelos, y más abajo, en Sanlúcar, por cuchareros. Antes vivían en las propias
barcas o en chozas marismeñas, hechas de junco y castañuela, que se instalaban en
los lugares más altos de las marismas. Ahora los de la nueva generación se han
mudado a los pueblos, donde se vive más cómodamente.
—¿Y qué pescan?
—Lo que pueden. La pesca en el Guadalquivir está ahora de capa caída. Hace
treinta o cuarenta años abundaba la pesca de la hueva como se llamaba a la de los
albures que desovan en el río. Entonces abundaban los barbos, las corvinas y especies
ya desaparecidas como el esturión, las sabogas y los sábalos. Hoy solo han quedado
camarones, cangrejos de río y algo de angulas, que es con diferencia el pescado más
caro.
—Y tanto —dice el viajero—. En 2011 pasé la Navidad en Bilbao y las angulas
estaban a mil doscientos euros el kilo.
—No sé cómo no lo incluye el Gobierno en la prohibición de los inmaduros.
—¿Inmaduros?
—Claro. Como sabes, la angula es el alevín de la anguila.
—¿De veras? No lo sabía. Creí que eran especies distintas.
—La anguila europea (Anguilla anguilla) nace en el mar de los Sargazos, ya
sabes entre las Bahamas y las Bermudas. El bicho pone una impresionante cantidad
de huevos de los que salen unas larvitas que se juntan en bolas y las corrientes
marinas las arrastran durante años. Unas llegan a las costas de Norteamérica y otras a
las europeas. En ese viaje las larvas van creciendo y se convierten en angulas que
nadan río arriba hasta el curso alto para convertirse en anguilas adultas. Solo entonces

ebookelo.com - Página 202


abandonan el agua dulce y regresan al mar, donde se reproducen y mueren después de
diez años de azarosa existencia durante los cuales han recorrido unos seis mil
kilómetros. Antiguamente se pescaba anguila en los ríos, pero la angula se
despreciaba. Fíjate que el guarda de las compuertas de los caños de las marismas
alimentaba con angulas a los cochinos.
—¡No fastidies!
—¡Vaya si fastidio! Imagínate. Como Apicio alimentando a sus carpas con pan de
higo. Entonces llegaron los vascos de la empresa Angulas Aguinaga y comenzaron a
adquirir angulas tanto aquí como en el Guadalete. Ahora va para veinte años que los
de Aguinaga abandonaron la pesca de la angula, ya casi extinta en estas aguas, y se
inventaron la gula del norte, que es un sucedáneo a base de surimi[84]. Aquí con un
poco de suerte puedes encontrar a un riachero que te venda angulas, pero, claro, hay
que pagarlas a un pastón. En la escasez de la angula inciden varios elementos, no solo
la sobreexplotación. También es que ella parece haberse olido la tostada y ha dejado
de frecuentar los ríos peligrosos.
—¿Y el Guadalquivir lo es?
—Ahora, sí, con tanto pescador ansioso de capturar angulas, a lo que debemos
sumar como agentes negativos la contaminación del río y las presas de Cantillana y
Alcalá del Río, construidas en 1931, que dividen el río en dos tramos e impiden
remontarlo hacia Córdoba y Jaén.

ebookelo.com - Página 203


CAPÍTULO 44

PINARES DE ALGAIDA

Gaviotas en el cielo. A la derecha el Guadalquivir describe una curva amplia para


buscar el mar. Grandes manchas de sabinas acompañan al matorral con torviscos y
jaguarzos. Ante los amigos se inicia una leve cuesta que se interna en un pinar
frondoso.
—Los pinares de la Algaida —dice Paco.
—¿De qué me suena?
—De un tesorillo que se encontró aquí hace años. En 1980 se excavó el santuario
fenicio dedicado a Astarté, seguramente el Luciferi Fanum que se menciona en la
Geografía de Estrabón.
Paco, ornitólogo aficionado desde sus tiempos británicos, señala un ave en el
cielo.
—Un milano de los de la colonia que habita el pinar. También hay cerca una
laguna poblada de malvasías, somormujos y fochas.
—Qué bien —comenta el viajero.
—No se te ve mucho interés por la avifauna —le reprocha a su amigo.
—¿Cómo que no? Todo lo que vuela cae en la cazuela. ¿Te acuerdas de cuando
comimos el pato asado à la presse en la Tour de Argent en París?
La evocación lo deja sin capacidad de réplica. Salen del pinar y ante ellos se
extiende majestuosa la vera, el ecotono donde se acumulan los paisajes de Doñana:
junqueras y pastizales que extraen su verdor de la humedad del subsuelo a los que el
invierno convierte en una laguna inmensa y el verano en un secarral. Pasan junto a
una charca casi cubierta de carrizos, zarzas y tarajes.
—¿Y aquello? —señala el viajero.
—Un árbol singular. El eucalipto de la Algaida: cuarenta y dos metros de altura.
Si te fijas, a lo largo del tronco tiene una serie de grapas que conforman una escalera.
Es porque antes su copa servía como observatorio de los guardias del coto para
prevenir incendios forestales.
Los viajeros cruzan el poblado de Algaida, famoso por sus excelentes verduras, y
contemplan la desembocadura del Guadalquivir: abajo, a sus pies, las salinas que
brillan al sol como una bruñida bandeja de plata, a la derecha la verde cinta de
Bonanza, a la izquierda Sanlúcar de Barrameda, adormecida en su paleta blanca y
ocre, al frente, magnífico, el encuentro del río con el mar, una boda turbia, un
revolcón casi sensual, remolinos y matices de barro y algas en las aguas.

ebookelo.com - Página 204


Hay en Sanlúcar un investigador autodidacta, Manuel Cuevas, empresario
vinícola y de la construcción, que intenta interesar a instancias oficiales en unas
estructuras que ha creído ver, o ha visto, en fotos del cerro del Trigo tomadas por
satélite. Está convencido de que corresponden a cuatro grandes edificios, entre ellos
uno circular de ciento sesenta metros de largo por cien de ancho, todo ello rodeado de
edificios de menor entidad.
—¿Y eso qué puede ser?
—Según él, un poblado de época tartésica.
El viajero se queda pensando.
—Y el edificio circular podría vincular definitivamente a Tarteso con la Atlántida
—señala.
—¿Por qué?
—Claro, hombre, ¡la plaza de toros!
Llegan los viajeros a Bonanza, hoy humilde puerto de pescadores. El viajero, que
veraneó en Sanlúcar durante algunos años, lo encuentra notablemente modernizado.
Bonanza fue un puerto fundamental en la ruta comercial de la Baja Andalucía con
las Islas Británicas, los puertos de la Hansa, Génova y Alejandría. Por aquí
embarcaban los vinos de Jerez y del condado de Niebla que se consumían en los
mejores mesones ingleses y flamencos. Los mismos buques que cargaban esos caldos
traían de vuelta paños y encajes de Flandes.
Después del descubrimiento de América, Bonanza creció en importancia como
antepuerto del de Sevilla. Los galeones que venían tocados por las tempestades y no
podían arriesgarse en el Guadalquivir descargaban en estos muelles. También era el
punto donde todos ellos hacían aguada y el puerto de salida de las expediciones
militares o científicas. De aquí salió Colón en su tercer viaje, el 30 de mayo de 1498
con ocho naves: la Santa Cruz, la Santa Clara, la Castilla, la Gorda, la Rábida, la
Santa María de Guía, la Gaza y la Vaqueña y una tripulación de doscientas veintiséis
personas, entre ellas fray Bartolomé de las Casas.
Otra famosa expedición salida y regresada a este puerto fue la de Fernando de
Magallanes, que partió el 20 de septiembre de 1519 al mando de una flota de cinco
naves (la Trinidad, la San Antonio, la Victoria, la Santiago y la Concepción) y
doscientos sesenta y cinco hombres rumbo a la Especiería, como denominaban a la
India y los lugares de Asia de los que provenían las especias. Tres años después, el 6
de septiembre de 1522 regresó la única nao restante, la Victoria, con los diecisiete
supervivientes al mando de Juan Sebastián Elcano. Los otros y el propio Magallanes
había perecido en la durísima prueba de dar la vuelta al mundo. Carlos V le concedió
una renta anual de quinientos ducados en oro y, como escudo de armas, una esfera del
mundo con la leyenda en latín: Primus circumdedisti me («El primero me
circundaste»).
Durante los fastos de la Expo del 92 se reprodujo a tamaño natural la nao Victoria
como un atractivo más de la exposición, en el Guadalquivir sevillano. Lo malo fue

ebookelo.com - Página 205


que en momento solemne de su botadura, al recibirse en el agua, hizo glu-glú y se
hundió dejando a autoridades y público en general con un palmo de narices. Se
rumoreó que el accidente se debía a que el comisario era un alto cargo de la Junta con
fama de gafe. La gente, que es muy mala, relacionó la presencia de esta autoridad en
lugares donde ocurrieron otros tantos desastres, como el incendio del Duomo de
Turín, donde por poco se quema la Sábana Santa.
Después de la pérdida de las colonias americanas, el puerto de Bonanza decayó,
pero volvió a resurgir cuando se construyó el ferrocarril de Cádiz a la costa por donde
salían los vinos de Jerez de la Frontera. Luego lo suprimieron para construir la base
de Rota.
—En este puerto y en estas playas debió de haber mucho trasiego humano en los
tiempos de América. Cervantes de hace eco en el capítulo segundo de la primera
parte del Quijote cuando nuestro héroe llega a una venta y confunde al ventero con el
alcaide de un castillo: «Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido
por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y de los de la
playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiante o
paje…».
Pasean por la playa fluvial hasta las ruinas semienterradas por las dunas del
Fuerte de San Salvador, construido bajo el reinado de Felipe IV, en 1627, para
proteger el puerto de Bonanza de los piratas.
—Bueno, qué te parece si nos dejamos de meandros y entramos de una vez en
Sanlúcar —propone Paco.
—Que me place.

ebookelo.com - Página 206


CAPÍTULO 45

LA HERENCIA DEL GUADALQUIVIR

Muere el Guadalquivir y como un noble pudiente deja su herencia agradecida a


Sanlúcar de Barrameda, aguas procelosas que guardan tesoros de tesoros de pecios
antiguos, alijos de droga y langostinos, al cabo de campos maternales, aluvión negro
y albarizas blancas, corazón de manzanilla.
Los dos amigos callejean por el Barrio Alto, bodegas de Barbadillo, castillo
gótico tardío de San Diego (o de Santiago), en cuyo patio la guardesa María criaba un
viejo cuervo que acabó imitando la voz del ama cuando llamaba a sus hijos: «¡Rosa,
Rosa!, ¡qué dolor del!».
Por dentro de la antigua Puerta del Castillo que daba al mar hay un bajorrelieve
que representa una sirena de dos colas, que rodea con sus extremidades peces los
escudos de armas de los Pérez de Guzmán y de los Hurtado de Mendoza.
—A mí no me parece una sirena —señala Paco—. Mira la anchura de la espalda,
de mozo de cuerda para cargar baúles, aparte de que los pechos tan planos parecen
más bien pectorales. O sea, que parece tritón y no sirena.
Tritón, o sea, el sireno macho.
El viajero se encara con su amigo:
—¿Y esas ganas de fastidiar? Llevo treinta años pensando que es sirena. Ahora
estoy muy mayor para cambiarme a tritón.
El viajero imagina su diatriba con Paco frente a una ventana abierta a la mar
salada, en Cádiz, sobre una playa larga de extensas y doradas arenas. A esta hora
crepuscular, si no fuera por dos o tres cuarentones en chándal que hacen footing, la
playa estaría desierta y acaso podría contemplar alguna sirena de las que enseñaron su
arte a las puellae gaditanae, las chicas de las varietés béticas que encantaban a los
romanos pudientes, cuando el Imperio de los césares.
Hoy, con la general decadencia de los tiempos, la gente no cree en nada o en casi
nada, y mucho menos en las sirenas, simplemente porque no las han visto, pero uno,
que tiene algunas lecturas sobre el tema, sabe que existen, aunque raramente se
manifiesten. Cunqueiro conoció a un genealogista belga que tenía trazados diecisiete
linajes de sirenas en los países ribereños del mar del Norte y, por su parte, añadió
otros cuantos en Galicia.
Si nos ponemos a indagar, seguro que en el Guadalquivir hubo en su día, y en su
noche, sirenas. Tantos naufragios no se explican solo por las barras y los bajos
arenosos. Quiero pensar que hubo también sirenas de la progenie de aquellas que

ebookelo.com - Página 207


conoció Ulises, hechas para perder a los pilotos. Ahora guardarán aquellas cargas de
oro que los bajeles traían de las Indias.
Parece que a la caída de la tarde, las sirenas, que suelen propender a la
melancolía, nadan a dos aguas, con femenil sigilo, y si ven a un marino rubio como la
cerveza y bien musculado, en camiseta a rayas, acodado en un barco, a estribor, o a
un paseante guapo y melancólico de amores contrariados que recorre la playa con un
libro de poemas bajo el brazo, las asalta una pasión devoradora y, como no están
sujetas por el freno de la religión ni de la modestia, o sea, del qué dirán, se dejan
arrastrar por la pulsión del momento y se ofrecen al afortunado, mostrándole los
pechicos levantados y el vientre terso y sin ombligo que sacan del agua justo hasta
donde empieza la cola de salmón o las dos colas como la sirenita bífida de Sanlúcar.
Si a uno le sale al paso una sirena melosa, y contando con que no le dé reparo la
piel de la parte marina, de cintura para abajo, que es lijosa como la del cazón, antes
de pasar a mayores, debe preguntarle si se conformará con el revolcón, o sea, el
chapuzón, o si busca algo más permanente porque, en llegando a cierta edad, las
sirenas se vuelven conyugales y retienen a sus amantes por espacio de unos dos años,
lo que viene a durar el amor, y luego los depositan en una remota playa solitaria tras
vaciarles el disco duro de la memoria. La policía lo sabe y los repatría de modo
discreto, para no alarmar al turismo costero ni a los propietarios de yates. Los que los
han probado aseveran que los besos de la sirena saben a mar, como el percebe, el
erizo y la ostra.
Al viajero, melancólico porque ya casi se acaba el libro, se le ha ido el santo al
cielo hablando de sirenas, lo sé. Ahora regresa al tema. Estábamos en Sanlúcar, en el
Barrio Alto y dejando atrás la Bodega de los Aparceros, con su ajo caliente, Paco y el
viajero se dirigen a la iglesia de Santa María de la O, la pequeña catedral gótico-
mudéjar en la que encuentran un increíble hacinamiento de estilos y obras de arte en
un joyel precioso.
Los amigos contemplan la ventana manuelina que decora la adusta fachada blanca
del Palacio Ducal de Medina Sidonia, sin cuyo archivo, celosamente custodiado y
ordenado hasta su muerte por Isabel Álvarez de Toledo, una atípica aristócrata, que
trabajaba y pensaba, no podría escribirse la historia andaluza e incluso la española
especialmente en lo concerniente a las navegaciones ibéricas a finales de la Edad
Media.
El viajero, que anudó honesta amistad con la duquesa en sus tiempos
sanluqueños, y al que ella honró a menudo invitándolo a tomar té en el palacio que se
asoma al Guadalquivir, le refiere a Paco la interesante hipótesis de la aristócrata sobre
el descubrimiento de América.
—Es evidente que Colón tuvo noticias de un predescubrimiento. Este era el
secreto que confió a fray Antonio de Marchena, su gran aliado en España, y quizá
también a los Reyes Católicos, para convencerlos de la viabilidad de su proyecto. Por
eso obtuvo el apoyo real a pesar del informe desfavorable de la comisión científica de

ebookelo.com - Página 208


la Universidad de Salamanca. Esto explica también la extraña redacción de las
capitulaciones, en las que se menciona «lo que se ha descubierto en las mares
océanas».
Isabel Álvarez de Toledo, defendía ardorosamente el predescubrimiento de
América[85]. Aseguraba que desde 1436, portugueses y españoles visitaban América a
la que llamaban «África del Poniente» o «de allende» para diferenciarla de la
verdadera que era la de «aquende» o «Levante».
Si la tesis de la duquesa de Medina Sidonia se probara cierta habría que aceptar
que en este caso Colón solo habría tomado simbólica posesión de América en virtud
de una componenda en la que fueron cómplices los juristas y el papa.
Visitado el Barrio Alto, en el que han hecho un pequeño descanso para tomar
unos boquerones empanados en adobo en la acreditada taberna Gloria Bendita, los
amigos se encaminan al Barrio Bajo dejando atrás el Palacio de los Duques de
Orleans y Borbón, un capricho romántico en el que uno encuentra un popurrí de
estilos: neomudéjar, rococó, chinesco, egipcio y hasta inglés. Hay una escalinata en la
que algunos han visto el fantasma de uno de los miembros de la familia, un joven
aviador muerto en la Guerra Civil.
Nuestros amigos descienden por la cuesta de Belén y se detienen a admirar los
extraños dragones góticos que adornan las Covachas.
—Esta cuesta conducía en la Edad Media a la playa que estaba bajo el acantilado
—explica el viajero—. Luego el mar se ha ido retirando debido a los posos que deja
el Guadalquivir y se ha formado el Barrio Bajo. El sanluqueño que se precie distingue
entre el sabor de la manzanilla bebida en el Barrio Alto o en el Bajo.
—Eso es afinar —dice Paco.
—Estas covachas tan interesantes que ves, excavadas en el propio acantilado de la
Cuesta de Belén, son el resto de una lonja de mercaderes y alcaicería que construyó el
segundo duque de Medina Sidonia, a finales del siglo XV. Aquí arrancaba la calle de
los Bretones junto a la Puerta del Mar, en el Arrabal de la Ribera, que era la zona
comercial de Sanlúcar en los tiempos americanos. Imagina la de oro, plata o seda que
pasaba por aquí, la de lenguas extrañas que aquí se hablaban.
De mañana esta calle bulle con la animación del mercado de abastos. Por aquí se
sale a la plaza del Cabildo, hermoso espacio donde las palmeras conviven con las
buganvillas, ágora, senado, mentidero, Ateneo, recomendable heladería, bares y
tabernas. Los viajeros callejean con placer por la Bolsa y la Trasbolsa admirando muy
bellas fachadas de casas decimonónicas y aun anteriores.
Nota Paco que algunas puertas de casas principales son de caoba.
—Ese lujo tiene una explicación —dice el viajero—. Muchos barcos traían como
lastre troncos de caoba que arrojaban al mar al entrar en las aguas del Guadalquivir.
Los troncos llegaban flotando a las playas sanluqueñas y terminaban en manos de los
artesanos del pueblo, que los cortaban en tablones y hacían con ellos muebles y
guitarras.

ebookelo.com - Página 209


CAPÍTULO 46

TE VI EN SANLÚCAR MORIR

A la hora del aperitivo, los amigos, entre cuyas acendradas virtudes no figura la
templanza, se instalan en una terraza del antiguo barrio marinero de Bajo de Guía, en
la desembocadura del río Guadalquivir, con el Parque y Coto de Doñana en la orilla
de enfrente.
—Bajo de Guía no es lo que era —suspira el viajero como si lo lamentara.
En realidad no lamenta que una sucesión de restaurantes y comederos haya
suplantado las modestas casitas de pescadores de una sola planta que se alineaban
frente a la playa. Como hay competencia, las ofertas salen al encuentro del visitante,
algunas incluso redactadas en idiomas guiri, con mayor o menor acierto: Rape a la
marinera, here, taste our rape sailor style.
Espíritus sensibles, los comensales solicitan de entrada una fuente de Penaeus
kerathurus, el crustáceo decápodo macruro nadado comúnmente conocido como
langostino, pescado una hora antes a escasos metros de allí. Para acompañarlo,
naturalmente, les traen una botella de manzanilla fresquita.
—¡Langostinos y manzanilla! —exclama Paco emocionado a la vista de las
viandas.
Esa combinación excelsa les hace olvidar, y hasta perdonar, la irremediable
horterez del decorado, el ladrillo visto, las lámparas de forja estilo remordimiento y
los restos de naufragio dispersos por las paredes y colgando de las vigas del techo.
Es asunto conocido que la manzanilla es tan fiel a su patria que cuando la apartas
tres leguas de ella ya comienza a saber distinto. Los más exigentes connaisseurs
incluso aseveran que sabe distinto si se bebe en el Barrio Alto o en el Bajo, y si se
bebe en la canónica caña (vaso estrecho con el culo pesado y macizo), que si te la
sirven en una copa de jerez, pero eso es ya cogérsela con papel de fumar.
El caso es que el langostino ha tenido sus detractores, generalmente gente pitiminí
que desprecia los condumios universalmente alabados y de este modo subraya su
singularidad. El famoso gastrónomo, y mortal enemigo del ajo, Julio Camba, los
despreciaba por ser «el plato predilecto de las cupletistas principiantas y de los
condenados a muerte». Camba quizá escribía en los tiempos en que el langostino
llegaba mal a Madrid, donde hoy se come el mejor pescado de España.
—¡Langostino! —exclama el viajero mirando uno al trasluz, sostenido entre el
índice y el pulgar con la misma unción que pondría un sacerdote en la consagración

ebookelo.com - Página 210


—. Algunas personas obtienen del Altísimo el carisma de pelar el langostino con una
sola mano.
—¿Es posible? —se admira Paco.
—Lo es. Esta destreza la exhibió Adolfo Guerra, el hermano de Alfonso. Fue en
un bateau mouche del Sena que la Junta de Andalucía había contratado para
promocionar productos andaluces. Actualmente se realizan tesis doctorales sobre la
mecánica del pelado monocheros, como científicamente se llama, o sea, con una sola
mano. Al parecer existen dos técnicas: la del mentado Adolfo Guerra y la del
canónigo penitenciario de la Catedral de Córdoba don Miguel Castillejo.
—¿Y en qué se diferencian?
—Ni idea. Andan empatados. Las dos parecen cosa de prestidigitación.
Terminados los langostinos, los amigos comen con apetito una fuente de pescaíto:
choco, puntillitas, pijotas y acedías muy frescos, fritos en aceite de oliva tras
enharinarlos con harina de trigo duro mezclada con algo de salvado, o harina de
garbanzos, lo que presta una textura crujiente.
Cambian la botella por otra llena y siguen con gambas, galeras (antes marisco de
los pobres, hoy ascendido a la mesa de los ricos) y alguna menudencia de almejas a la
marinera. Al final les faltan arrestos, la edad que no perdona, para seguir por un guiso
marinero (urta a la roteña, atún en amarillo o encebollado, raya en amarillo…) o un
pescado a la plancha (pez espada, marrajo…).
—De postre ¿qué van a querer? —inquiere el camarero.
Los dos viajeros se miran y sin mediar palabra se ponen de acuerdo:
—Unas tortillitas de camarones.
—Eso no es dulce —avisa el Ganimedes que está habituado a contender con
guiris de los que piden kétchup para aderezar los langostinos.
—Tanto mejor, mantengamos a raya la diabetes, que el azúcar es veneno —alega
el viajero.
A cierta edad es aconsejable un paseo después de un almuerzo copioso. Los dos
amigos se dirigen al pantalán de Bajo de Guía, junto a la antigua Fábrica de Hielo, y
toman el buque Real Fernando para atravesar el Guadalquivir hasta Doñana.
El recorrido, de trece kilómetros vía arriba hasta el Poblado de la Plancha, dentro
del Parque Nacional de Doñana, les permite apreciar, además de los magníficos
paisajes, la suave corriente ascendente de la marea y los tornasoles del agua fluvial
coloreada por los lodos que arrastra al encontrarse con la marina.
—Oiga, y este buque ¿por qué se llama Real Fernando?
—Es en recuerdo y homenaje del primer barco a vapor que hubo en España,
botado en 1817, que realizaba el servicio regular de pasajeros entre Sevilla, Sanlúcar
y Cádiz.
Duermen ese día en el hotel del Palacio de los Duques de Medina Sidonia, la
antigua residencia ducal reconvertida, en cuyo bosque de acantos paseó alguna vez el
viajero con la duquesa en honesto coloquio.

ebookelo.com - Página 211


Amanece otro día y los desaprensivos viajeros, que han dormido con esa envidiable
intensidad que usan las personas benditas libres de remordimientos, bajan a cierto bar
de la calle Bolsa donde desayunan sendas contundentes tostadas de pan de Las
Cabezas, de la forma y tamaño de las pisadas de Gargantúa, generosamente untadas
de manteca de lomo.
Después pasean por la playa y contemplan la desembocadura del Guadalquivir
que en esta parte se extiende por cinco playas sucesivas: la de Bonanza, la de Bajo de
Guía, la de la Calzada, la de las Piletas y la de la Jara.
—Desde aquí vemos un mar tranquilo y en bonanza, pero es una impresión
engañosa —dice el viajero—. Debajo de esa superficie lisa de agua se extiende una
barra de arena, una sucesión de dunas sumergidas, que a veces se desplazan acunadas
por mareas y corrientes y son trampas en las que muchos buques naufragaron. Al
llegar aquí los navíos debían maniobrar para encontrar un caño propicio antes de
remontar el Guadalquivir. Había en Sanlúcar unos pilotos conocedores de la barra que
guiaban a los galeones por sus pasos. Con todo muchos galeones de mayor calado no
podían atravesarla y debían trasvasar la carga a barcas de alijo que a su vez la
llevaban a galeras que la transportaban a Sevilla. Se calcula que entre 1503 y 1650 el
diez por ciento de los navíos que iban o venían por el Guadalquivir naufragaban en la
barra.
—¿No podían esquivarla?
—No eran solo los bajíos de arena, eran las olas que la orografía marina provoca.
Cuando la nave se acerca, el mar que estaba liso como un plato empieza a ondularse y
la nave se enfrenta con olas crecientes, las primeras suaves, las últimas altas y verdes,
con crespones de espuma, tan seguidas que no sales de una y ya entra la siguiente.
Imagínate la gracia que les hacía después de la peligrosa travesía del Atlántico,
cuando ya se consideraban a salvo de tifones y de piratas, ir a naufragar a un paso de
las costas españolas. Sumemos a esto que con el aumento del tamaño de los barcos la
navegación por el río se fue volviendo cada vez más difícil debido a los traidores
bajos que los desaprensivos cómitres aumentaban al arrojar lastre por la borda para
aliviar el calado en los tramos más peligrosos. El Guadalquivir solo toleraba naves de
menos de cuatrocientas toneladas y aun así llegó un momento en que debían esperar a
que subiera la marea para aventurarse por el río. Al final, lo inevitable, la Casa de
Contratación se mudó a Cádiz y con ella el negocio de la Carrera de Indias.
En la iglesia de la Trinidad, al lado derecho del altar mayor, contemplan la tumba
de don Alonso Fernández de Lugo y Gutiérrez de Escalante, tío del homónimo
conquistador de las Canarias, con el que a veces lo confunden. El difunto se
representa en bajorrelieve, en actitud orante, vestido de gran parada, orlado por la
leyenda que expresa su último deseo: «Senor aved merced de este tu siervo Alonso de
Lugo que fizo este albergue para los que desechan el mundo paso ano de mccccl».

ebookelo.com - Página 212


—¿Entonces no es el capitán general de Berbería desde el cabo de Aguer hasta el
de Bojador y adelantado de las islas Canarias? —inquiere Paco, decepcionado.
—No. Solo es su tío.
Por la tarde, después de un día dedicado al asueto, al descanso y a las exequias
fluviales, pasean los amigos por la playa de la Jara donde el viajero veraneó muchos
años.
—Aquí leía yo a Sterne y a Celine, a Cunqueiro y a Sender debajo de una
sombrilla amarilla cuya funda habían cosido manos amorosas pero inexpertas —
evoca.
—¿Cómo de inexpertas? —inquiere Paco.
—Solo en el arte alfayate. En lo demás, de cuanto ellas puedan tener de
hospitalario, eran sobradamente aventajadas. —Se queda mirando un charquito de la
arena que rezuma minúsculas burbujas, señal de que debajo respira una navaja, el
suculento marisco bivalvo—. También a veces he paseado melancolías o tristezas,
viendo envejecer y morir a este río machadiano y manriqueño, con lo que era y con lo
que fue.
Cae la tarde. Sentados en la arena, los amigos contemplan la puesta de sol en
Bonanza. Frente a ellos, hondos en su quietud, en el movido laberinto de agua, arena
y fango, cientos de pecios que albergaron vidas y ambiciones, amores y esperanzas
aguardan el destino del mundo con paciencia vegetal, ajenos al tiempo.
—Por estas playas —dice el viajero— he pescado navajas con mis hijas, he
escrito alguna novela, he leído a Valéry y a Whitman, a Cavafis y a T. S. Eliot, he
paseado descalzo con Pepe Hierro, sabio en versos y alcoholes, he escuchado el
codicilo de Brassens y he conversado con Pedro García Cabrera.

A la mar fui por naranjas,


cosa que la mar no tiene.
Metí la mano en el agua,
la esperanza me mantiene.

Cazorla, mayo de 2015


Sanlúcar de Barrameda, febrero de 2016

ebookelo.com - Página 213


APÉNDICE

AFLUENTES DEL GUADALQUIVIR

Margen derecho: son cortos y de cauces encajados en el duro relieve. Proceden de


Sierra Morena.
Río Aguamulas
Río Arenoso
Río Bembézar
Río Borosa
Río Guadalimar
Río Guadalmellato
Río Guadiamar
Río Guadiato
Río Guadiel
Río Jándula
Río Rivera de Huelva
Río Rivera del Huéznar
Río Rumblar
Río Viar
Río Yeguas

Margen izquierdo: son ríos largos que proceden de las cordilleras Béticas.
Río Aguascebas
Río Cerezuelo
Río Corbones
Río Genil
Río Guadaíra
Río Guadajoz
Río Guadalbullón
Río Guadiana Menor (junior)
Río Guadiana Menor

EMBALSES PRINCIPALES

Embalse de Arenoso, en el Río Arenoso, Montoro: 167 hm3


Embalse de Bembézar, en el río Bembézar: 342 hm3

ebookelo.com - Página 214


Embalse de Giribaile, en el río Guadalimar: 475 hm3
Embalse de Guadalmena, en el río Guadalmena: 346 hm3
Embalse de Iznájar, en el río Genil: 981 hm3
Embalse de Jándula, en el río Jándula: 322 hm3
Embalse de La Breña II, en el río Guadiato: 823 hm3
Embalse de Zufre, en el Rivera de Huelva: 175 hm3
Embalse del Negratín, en el río Guadiana Menor: 567 hm3
Pantano del Tranco de Beas: 498 hm3

ebookelo.com - Página 215


BIBLIOGRAFÍA

AMATI, Scipione, Historia del regno di Voxu del Giapone, dell’antichita, del suo re
Idate Masamune delli favori ch ha fatti alla Christianità, Giacomo Mascardi,
1615.
BORRERO, Mercedes, «El común de Sevilla», Sevilla siglo XIV, Fundación José
Manuel Lara, Sevilla, 2006, pp. 112-133.
CARANDE, Ramón, Sevilla fortaleza y mercado, Ed. Líbano, Sevilla, 2001.
CONRADI ALONSO, C., Guadalquivires, Confederación Hidrográfica del Guadalquivir,
Gráficas del Exportador, Jerez de la Frontera, 1977.
CÓRDOBA, Ricardo, «Los molinos del Puente de Córdoba. Estado actual y propuestas
de actuación», en I Jornadas Nacionales sobre Molinología, Edicios do Castro,
La Coruña, 1997, pp. 91-104.
CRUZ UTRERA, José, Arqueología de Andújar, Gráficas La Paz, Torredonjimeno,
1990.
DIAMOND, Jared, Armas, gérmenes y acero. La sociedad humana y sus destinos,
Debate, Madrid, 1998.
DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio, Orto y ocaso de Sevilla, Universidad de Sevilla, Sevilla,
1974.
ESLAVA GALÁN, Juan, Roma de los césares, Planeta, Barcelona, 1988.
—, El enigma de Colón y los descubrimientos de América, Barcelona, Planeta, 1992.
—, Tartessos y otros enigmas de la historia, Planeta, Barcelona, 1994.
—, Julio César, el hombre que pudo reinar, Planeta, Barcelona, 1995.
GONZÁLEZ JIMÉNEZ, Manuel, «Alcalá de Guadaira en el siglo XIII, Conquista y
repoblación», Anales de la Universidad de Alicante, Alicante, 1988, pp. 135-158.
—, «El reino de Castilla en Sevilla», Sevilla, siglo XIV, Fundación José Manuel Lara,
Sevilla, 2006, pp. 48-67.
GWYNNE, Paul, El Guadalquivir: su personalidad, sus gentes y su entorno, Almuzara,
Córdoba, 2006.
HERNÁNDEZ, Esteban, Triana en la memoria 1940-1960, edición del autor, Sevilla,
2014.

ebookelo.com - Página 216


JACOBS, Michael, La fábrica de la luz. Vida y milagros en un pueblo andaluz,
Ediciones B, Barcelona, 2010.
JUDSON, Olivia, Consultorio sexual para todas las especies, Ares y Mares, Barcelona,
2004.
MARCOUIN, Francis, y OMOTO, Keiko, Quand le Japon s’ouvrit au monde,
Découvertes Gallimard, París, 1990.
MARTÍNEZ SHAW, Carlos (ed.), Sevilla, siglo XVI. El corazón de las riquezas del
mundo, Alianza Editorial, Madrid, 1993.
MATEO PÉREZ, Manuel et alii, Guadalquivir, el corazón verde de Andalucía,
Comunicación y Turismo, S. L., Málaga, 2007.
MORALES PADRÓN, Francisco, La ciudad del quinientos, volumen de Historia de
Sevilla, Universidad de Sevilla, Sevilla, 1989.
ORTIZ DE ZÚÑIGA, Diego, Annales Eclesiásticos y Seculares de la muy Noble y muy
Leal Ciudad de Sevilla, Metrópoli de Andalucía, de la que contiene sus más
principales memorias desde el año de 1246 hasta el año de 1671, Imprenta Real,
Madrid, 1677.
ORTIZ GARCÍA, José, «El puente de las Donadas de Montoro: de los inicios de su
construcción a la cédula real de la reina Juana de Castilla», Meridies, Revista de
Historia Medieval, n.º 8, 2006, pp. 155-171.
RAMOS ESPEJO, Antonio, Crónica de Gerald Brenan. Desde la Alpujarra a Málaga,
Centro Andaluz del libro S. A., Sevilla, 2002.
—, Andaluzas, protagonista a su pesar. De la mirada de Virginia Wolf al cante de
liberación de La Piriñaca, Centro de Estudios Andaluces, Sevilla, 2010.
SANTIAGO CHIQUERO, Pablo, Historias del Guadalquivir, Centro Andaluz del Libro,
Sevilla, 2011.
STEWART, Chris, Entre limones: Historia de un optimista, Almuzara, Córdoba, 2006.
VÁZQUEZ MONTALBÁN, Manuel, Cancionero general del franquismo, 1939-1975, Ed.
Crítica, Barcelona, 2000.
VV. AA., Sevilla y su río en el siglo XVIII. (Un proyecto ilustrado para la mejora del
cauce del Guadalquivir), Universidad de Sevilla, Secretariado de Publicaciones,
Sevilla, 2012.
VV. AA., El río Guadalquivir, edición a cargo de Javier Rubiales Torrejón, Junta de
Andalucía, Madrid, 2008.

ebookelo.com - Página 217


JUAN ESLAVA GALAN, (Arjona, Jaén, 7 de marzo de 1948). Hijo de olivareros,
estudió en los colegios de Arjona hasta que, al cumplir los diez años, su familia se
trasladó a Jaén para proseguir el bachillerato. Estos primeros años de estudios
quedaron plasmados en su novela Escuela y prisiones de Vicentito González.
Cursó Filosofía y Letras en la Universidad de Granada, licenciándose en Filología
Inglesa, y luego realizó un viaje al Reino Unido con el objetivo de ampliar sus
estudios. Allí estuvo viviendo en Bristol y Lichfield, y fue alumno y profesor
asistente en la Universidad de Aston, Birmingham.
A su regreso obtuvo una cátedra de Instituto de Bachillerato y, posteriormente, se
doctoró en la Universidad de Granada con una tesis sobre Poliorcética y fortificación
bajomedieval en el reino de Jaén. Miembro del Instituto de Estudios Giennenses.
Su novela más conocida es En busca del unicornio, que ganó el Premio Planeta en
1987, impulsando notablemente su carrera literaria.
Se declara un apasionado de la Edad Media, como puede verificarse fácilmente por la
temática de su obra. Su bibliografía comprende más de cincuenta libros y ensayos,
entre los que destacan sus muy irónicas Historia de España contada para escépticos
o El catolicismo explicado a las ovejas, entre otros muchos títulos.
Autor realmente prolífico, puede publicar al año dos novelas además de libros de
otros géneros. Tanto como novelista como historiador y ensayista hace gala de un
particular sentido del humor, a veces satírico.

ebookelo.com - Página 218


Como narrador, opta por los géneros de la novela histórica, la fantasía y el misterio.
Entre las primeras destacan especialmente En busca del unicornio, ambientada en el
reinado de Enrique IV el Impotente, valiéndose de una prosa de regusto medieval; El
comedido hidalgo, que refleja con ecos cervantinos la España de fines del siglo XVI, o
La mula y Señorita, cuyas tramas se desarrollan durante la Guerra Civil Española.
Además, bajo el pseudónimo de Nicholas Wilcox, que es más bien un heterónimo con
fotografía falsa incluso, ha escrito varias novelas que él mismo no duda en calificar
como de estilo best-seller. Fue creado en un principio por el miedo a defraudar a sus
lectores, pues el estilo y la narración de las novelas de Wilcox son realmente muy
diferentes a las de Eslava Galán; no obstante, actualmente cuenta con una legión de
seguidores.

ebookelo.com - Página 219


NOTAS

ebookelo.com - Página 220


[1] «Estesícoro, hablando del pastor Gerión, dice que había nacido enfrente de la

ilustre Eriteia, junto a las fuentes inmensas de Tarteso, de raíces argénteas, en un


escondrijo de la peña». (Estrabón, Geografía, III, 2, 11). <<

ebookelo.com - Página 221


[2] Recordemos que el Templo de Salomón, obra del arquitecto fenicio Hiram de Tiro,

estaba precedido también por dos columnas famosas, Jaquín y Boaz. <<

ebookelo.com - Página 222


[3] En la Antigüedad las Columnas de Hércules marcaban el fin del mundo.
Persistentes leyendas divulgadas por los fenicios para desaconsejar la navegación a
sus competidores insistían en que más allá no era posible la navegación porque el mar
estaba infestado de terribles monstruos y el agua era tan caliente que derretía el
calafateado de las naves y las hacía naufragar. Por este motivo se dibujaban dichas
columnas con una cinta que rezaba, en latín, Non plvs vltra («No más allá»). Cuando
las navegaciones portuguesas y la circunnavegación de la Tierra por Elcano
demostraron que el océano era navegable, el emperador Carlos V añadió a su escudo
de armas las Columnas de Hércules con la cartela «Plvs Vltra», demostrativa de que
se había pasado «más allá». Estas columnas empezaron a ilustrar el reverso de
algunas monedas españolas, a veces superpuestas a dos orbes (los Dos Mundos que
abarcaba el imperio de los Austrias). Una de estas monedas, el prestigioso real de a
ocho, moneda internacional —como el dólar lo es ahora— hasta el siglo XVIII, se
conocía en el mundo anglosajón como Spanish Doller, de donde procede la palabra
dólar e incluso su símbolo bancario ($), que no es sino una esquematización de las
dos Columnas de Hércules y la cartela que las envolvía en la antigua moneda
española. <<

ebookelo.com - Página 223


[4] Bernal, A. M., en Gwynne, 2006, p. 10. <<

ebookelo.com - Página 224


[5] Obnubilado, dicho sea en su descargo, por un ataque de locura que le provocó un

sortilegio de la celosa Hera, esposa de Zeus. La señora se la tenía jurada porque era
hijo de su marido, el zascandil Zeus, y de Alcmena, una señora muy decente a la que
Zeus accedió bajo la figura de su marido, el paciente Anfitrión. Para mayor escarnio,
Zeus detuvo el tiempo y alargó cuanto le plugo la tempestuosa noche de amor, hasta
que Alcmena, ya escocida y exhausta, le dijo: «Hijo, Anfitrión, ¿qué te pasa hoy que
te veo constante como el batán del arzobispo de Manila?». (Esto último lo he
imaginado yo, caro lector, en mi afán por completar el relato mitológico sin violentar
las leyes de la lógica). <<

ebookelo.com - Página 225


[6] Otra versión de la leyenda, más in y concordada con los tiempos que vivimos,

quiere que Hércules y Euristeo fueran amantes y que los trabajos fueran una prueba
de amor. <<

ebookelo.com - Página 226


[7] Un autor siciliano, Estesícoro de Himera (hacia el 600 a. C.), escribió un poema

dedicado a Gerión en el que precisaba que el monstruo había nacido en Erytheta, una
cueva junto a las fuentes del río Tarteso, «de raíces argénteas». El poema original se
ha perdido, pero Estrabón da noticias de él. <<

ebookelo.com - Página 227


[8] «Todas las copas de beber del rey Salomón eran de oro y toda la vajilla de la casa

del Bosque del Líbano era de oro fino; la plata no se estimaba en nada en tiempo del
rey Salomón, porque el rey tenía una flota de Tarshish en el mar junto con la flota de
Hiram y, cada tres años, venía la flota de Tarshish, trayendo oro, plata, marfil, monos
y pavos reales». (Reyes, 1, 10, 21-22). «Tarshish comerciaba contigo por la
abundancia de todas sus riquezas; con plata, hierro, estaño y plomo comerciaba en tus
ferias». (Ezequiel, 27, 21). <<

ebookelo.com - Página 228


[9] Los cultivos fundadores son: tres cereales (trigo escanda, trillo esprilla y cebada);

cuatro leguminosas (lenteja, guisante, garbanzo y arveja), y una fibra (lino). (Cfr.
Diamond, 1998, p. 161). <<

ebookelo.com - Página 229


[10] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 230


[11] La extensión de los cultivos llevó su tiempo. Si tomamos por ejemplo el trigo, en

su variedad escanda, empieza a cultivarse en el Creciente Fértil hacia el 8500 a. C.,


pero solo llega a Grecia y a la India hacia el 6500; a Alemania hacia el 5000, al sur de
España hacia el 5200, a Gran Bretaña hacia el 3500 y a Suecia hacia el 3000 a. C. En
los tiempos de Cristo estos cultivos se habían adaptado ya en toda la franja de Eurasia
que abarca, en la misma latitud, los quince mil kilómetros que se extienden desde
Irlanda a Japón. (Cfr. Diamond, 1998, pp. 108, 123, 209 y 213). <<

ebookelo.com - Página 231


[12] Las mujeres de los agricultores sedentarios podían tener un hijo al año, pero las

de los cazadores nómadas, siempre moviéndose de un lado a otro, solo podían


permitirse criar a un nuevo hijo cuando el anterior estaba en condiciones de caminar.
(Ibid., p. 126). <<

ebookelo.com - Página 232


[13] La clientela es una institución simple y efectiva, propia de sociedades en las que

el derecho y la ley no se han desarrollado lo suficiente para garantizar la protección


del débil frente a los desmanes del poderoso. En el sistema clientelar, el poderoso
protege al débil de los abusos de los otros poderosos y este, a cambio, lo sirve y lo
obedece. <<

ebookelo.com - Página 233


[14] Filones de plata (en Huelva, Sierra Morena y Cartagena); minas de cobre (en

Huelva); vetas de estaño (en Sierra Morena). Cuando creció la demanda y resultó que
Tarteso no abastaba el mercado, los fenicios tuvieron que traer el estaño de Galicia y
de las islas Casitérides, las «islas del estaño», es decir, las Británicas. El comercio de
los metales se complementaba con el de otros productos igualmente valiosos,
principalmente pieles, esclavos y esparto. <<

ebookelo.com - Página 234


[15] El Ródano y su afluente el Saona constituyen, desde la prehistoria, una
frecuentadísima ruta comercial. Por aquí descendía el ámbar del Báltico, elemento
precioso ya en la Europa prehistórica. <<

ebookelo.com - Página 235


[16] Schulten terminó odiando a los españoles como si fueran los causantes de su

fracaso o como si no le otorgaran la importancia que merecía. En su afán de


notoriedad y honores pretendía que Alfonso XIII le concediera la Gran Cruz de la
Orden de Alfonso X el Sabio (que finalmente obtuvo de Franco cuando, en 1940, el
Caudillo estaba en pleno idilio con Hitler). Típico ejemplar del guiri gorrón, también
importunaba a los editores para que le regalaran libros y pretendía que Ortega y
Gasset le pagara cuatrocientas pesetas (entonces un pastón) por una colaboración en
la Revista de Occidente. <<

ebookelo.com - Página 236


[17] Y en compañía de Avieno llega un mogollón de autores que dan precisiones de

segunda, tercera y hasta cuarta mano sobre Tarteso: para unos dista dos días de
navegación de Cádiz (Éforo en Escimno de Chíos, 161-164) y desde el Guadiana
hasta el comienzo del golfo Tartésico media un día de navegación según Avieno.
Algunos lo sitúan en una isla (Escoliasta de Lycophrón) 613, otros cerca de las
Columnas de Hércules (Polibio en Esteban de Bizancio, quizá en la desembocadura
del río Tarteso, Ora Marítima, 284-290; Pausanias, VI, 19, 3; Esteban de Bizancio) o
en su estuario rodeada por los dos brazos del río (Posidonio en Estrabón, 3, 140 y
148). <<

ebookelo.com - Página 237


[18] A veces la Vía Augusta recibe otros nombres: Vía Hercúlea o Vía Heraclea,

Camino de Aníbal, Vía Exterior… <<

ebookelo.com - Página 238


[19] «El Betis que surge (…) del monte boscoso de Tugia, junto al cual nace el Segura,

que riega el campo de Cartagena, teme llegar a Ilorci, hoguera de Escipión, y,


dirigiéndose hacia poniente, busca el océano Atlántico». <<

ebookelo.com - Página 239


[20] Al-Razi, Yaqut al-Hamawi, Al-Idrisi (1154) y el anónimo Libro de los geógrafos.

<<

ebookelo.com - Página 240


[21] No es por enredar, pero en la sierra de Segura sitúa nuestro admirado Francisco

de Quevedo, frecuentador de estas tierras, el nacimiento del Guadalquivir. Uno de sus


sonetos a Lisi empieza: «Aquí, en las altas sierras de Segura / que se mezclan zafir
con el del cielo, / en cuna naces, líquida, de yelo,/ y bien con majestad en tanta
altura, / naces, Guadalquivir, de fuente pura, / donde de tus cristales, leve el vuelo, /
se retuerce corriente por el suelo, / después que se arrojó por peña dura». <<

ebookelo.com - Página 241


[22] Antonio Machado, Proverbios y cantares, LXXXVII. <<

ebookelo.com - Página 242


[23] Lo sé, acongojado lector: después de contemplar el mecanismo del cortejo en toda

su crudeza, francamente, se le quitan a uno las ganas de invitar a cenar a nadie. <<

ebookelo.com - Página 243


[24] Así en la inspirada composición «Consejos» de Rafael de León y Muñoz
Molleda, cuando dice: «Que la mujer discreta / que es entendida / a dos hombres en
suerte / siempre tendrá. / Si una vela se apaga / otra queda encendida / y así nunca
soltera / se quedará». (Véase Vázquez Montalbán, 2000, p. 345). <<

ebookelo.com - Página 244


[25] Tito Livio, XXVII, 18, 5 y 6. <<

ebookelo.com - Página 245


[26] Lo sugiere el hecho de que en algunos poblados (Isleta de los Baños de Campillo,

El Oral) se encuentren, en distintos sectores del poblado, casas palaciegas, almacenes


y lugares de culto que debieron de pertenecer a distintos aristócratas. <<

ebookelo.com - Página 246


[27] En el Museo Arqueológico Nacional pueden ver el enterramiento de Pozo Moro;

en el Museo Ibero de Jaén, la colección de esculturas que acompañaba el


enterramiento de un régulo de Obulco. <<

ebookelo.com - Página 247


[28] Se han identificado hasta veinticinco para el poblado de las Atalayuelas (cerca de

Fuerte del Rey, Jaén), cuyo territorio no excedía de sesenta y tres kilómetros
cuadrados, lo que sugiere que los gastos militares consumirían buena parte del
presupuesto. <<

ebookelo.com - Página 248


[29] De esta manera se permite la recuperación del campo sin necesidad de dejarlo en

barbecho. <<

ebookelo.com - Página 249


[30] La iglesia de Santo Domingo, de portadas platerescas y artesonado mudéjar, los

conventos de Carmelitas Descalzos y de la Inmaculada Concepción, y los palacios de


don Luis de la Cueva (siglo XV) y de Francisco de los Cobos, cuya portada es un
prodigio de sencillez y elegancia. <<

ebookelo.com - Página 250


[31] «Junto con Oria (Orissia) eran las más importantes ciudades de los oretanos»,

Estrabón, Geografía, III, 2, 2. <<

ebookelo.com - Página 251


[32] Guadalupe López Monteagudo y Pilar San Nicolás Pedraz, «Astarté-Europa en la

Península Ibérica. Un ejemplo de interpretatio romana», Homenaje al profesor


Manuel Fernández Miranda, Universidad Complutense, Madrid, 1981, p. 461. <<

ebookelo.com - Página 252


[33] Una descripción de romería alegre en los tiempos de Góngora no deja lugar a

dudas: «Concurren a dicha procesión muchas mujeres enamoradas y compuestas y


llevan meriendas… y las mujeres hacen señas a los cofrades… y hay mucho regocijo
en un día tan triste y en cuanto anochece hay muchas deshonestidades». (Rafael
Ortega Sagrista, «Historia de la Cofradía de la Transfixión y Soledad de la Madre de
Dios», Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, B.I.E.G., núm. 113, enero-marzo
de 1983, p. 47). <<

ebookelo.com - Página 253


[34] Un cronista del siglo XVIII escribe: «La turba de devotos no repara en nombrar a la

purísima Madre de Dios con aquellas mismas expresiones rústicas e insolentes que ha
inventado el amor profano y la licenciosidad del vulgo… hay feria abierta en donde
lo que más se comercia es el libertinaje y las palabras deshonestas… hay impuros
movimientos y bailes desconcertados delante de las mismas sagradas imágenes que
adornan con este fin con ramos, flores, luces y buenas alhajas». José Martínez de
Mazas, Memorial sobre el culto que se da a algunos santos en el obispado de Jaén,
manuscrito de la biblioteca de la Casa de la Cultura de Jaén, pp. 142-143. <<

ebookelo.com - Página 254


[35] Mencionan la boda Tito Livio (Ab Urbe condita, XXIV, 41, 7) y Silio Itálico

(Púnica, III, 97). <<

ebookelo.com - Página 255


[36] Polibio, Historiae, X, 38, 7. <<

ebookelo.com - Página 256


[37] Acerca de la riqueza y explotación de las minas Diodoro comenta: «Los que

trabajan las de plata los hay que sin ser profesionales extraen en tres días un talento
de Eubea. Toda la mina está llena de polvo de plata condensado que emite destellos.
Por ello es de admirar la naturaleza de la región y la laboriosidad de los hombres que
allí trabajan. Al principio cualquier particular, aunque no fuese un experto, se
entregaba a la explotación de las minas y obtenía cuantiosas riquezas, debido a la
excelente predisposición y abundancia de la tierra argentífera. Luego ya, cuando los
romanos se adueñaron de Iberia, itálicos en gran número llenaron las minas y
obtenían inmensas riquezas por su afán de lucro. Pues comprando gran cantidad de
esclavos los ponen en manos de los capataces. Y estos, abriendo bocas en muchos
puntos y excavando la tierra en profundidad, estadios y estadios, y trabajando en
galerías trazadas al sesgo y formando recodos en forma muy variada, hacen aflorar la
mena desde las entrañas de la tierra a la superficie, lo que les proporciona cuantiosas
ganancias». (Diodoro Sículo, Bibliotheca Historica, V, 36-38). <<

ebookelo.com - Página 257


[38] José María Blázquez Martínez y Mª Paz García-Gelabert, «Informe sobre
Cástulo», Revista de Arqueología, 46, Madrid, febrero de 1985, p. 6. Anteriormente
ya se habían padecido otras invasiones bárbaras, la de los moros africanos hacia el
año 172, pero no hay constancia de que llegaran a Cástulo, aunque el historiador
Capitolinus en su biografía de Marco Aurelio dice: «Cuando los moros devastaron
casi toda Hispania». En cualquier caso fue una expedición de saqueo sin mayores
consecuencias, porque al año siguiente habían regresado a sus cabilas y se había
restablecido la calma. La invasión grave ocurriría en el año 711, como es sabido, y
daría al traste con el reino visigodo que había sucedido a Roma, pero esa es otra
historia. <<

ebookelo.com - Página 258


[39] En 1875 el ingeniero Karl Plock, director de los trabajos de la Sociedad Stolberg

y Westfalia, que explotaba la mina de Los Palazuelos observó que una indígena usaba
como piedra de lavar el relieve de los mineros y se la compró por unas perras. Hoy
está en el Deutsches Bergbau-Museum de Bochum (Alemania). <<

ebookelo.com - Página 259


[40] Enrique Romero de Torres, Catálogo de los monumentos históricos y artísticos de

la provincia de Jaén, 1913, pp. 763 y ss., véanse las fotos en color. <<

ebookelo.com - Página 260


[41] Blázquez y García-Gelabert, art. cit., 1985, p. 6. <<

ebookelo.com - Página 261


[42] Manuel Martos Molino, «En busca de Tarteso», Historia 16, 276, abril de 1999,

pp. 48-51. <<

ebookelo.com - Página 262


[43] Del manantial de la Magdalena en época musulmana poseemos testimonios no

solo arqueológicos sino también escritos. Un geógrafo árabe que visitó la ciudad
escribe: «En el interior mismo de Jaén brotan fuentes de agua, y así se ve un
abundante manantial de agua dulce cubierto de una bóveda de albañilería que data de
la Antigüedad. Se vierte en una gran fuente que abastece varios baños». Enumera los
baños en el texto que sigue: «El Hammam-al-Tawr (termas y baños del toro), que
tiene una estatuita de un toro en mármol, el Hammam-ben-tarafa, el Hammam-ben-
Ishac, cuyo sobrante de aguas sirve para regar grandes extensiones de terreno… Entre
las fuentes de Jaén también se puede citar la llamada Ain-al-Balat, que está recubierta
de una sala abovedada de construcción antigua, cuyo caudal nunca disminuye,
alimenta los baños conocidos con el nombre de Hammam Husein y el sobrante
también sirve para regar una amplia extensión de terreno. Otra fuente es Ain-Satrun».
(Luis González López, El jaenero Al-Gazal, B.I.E.J., número 6, pp. 27-29). La
información procede del libro del Levi-Provenzal, La Péninsule Iberique au Moyen
Age, Leiden, 1938, en el que se traduce el texto árabe Ar-Rawd al-Mitar, obra del
geógrafo Al-Himyarí. <<

ebookelo.com - Página 263


[44] En el expediente de averiguación realizado el día 25 de agosto de 1930 por el

director técnico del Circuito Nacional de Firmes Especiales, a petición del ministro
de Fomento leemos: «El día 18 de agosto a las 8 de la tarde un camión de grandes
dimensiones marca Federal, cargado con seis toros de lidia en sus correspondientes
jaulas, conducido por el chófer Valentín Villazón Rodríguez, al que acompañaban tres
más para auxiliarle en las operaciones de encierro, carga y descarga, en el momento
de entrar en el puente colgante de Mengíbar sobre el río Guadalquivir, en el km 310
de la carretera de Bailén a Málaga, rompió las viguetas de madera que sostienen el
piso del puente y cayó al río, matándose tres hombres de los cuatro que ocupaban el
camión». <<

ebookelo.com - Página 264


[45] Libro de las Fundaciones, capítulos 24, 10 y 24, 11. <<

ebookelo.com - Página 265


[46] Los restos arqueológicos asociados al santuario-ermita datan del siglo I de nuestra

Era. En sus proximidades quedan además restos de un antiguo batán o molino fluvial
que movía unos enormes mazos con cuya percusión se suavizaba la lana. <<

ebookelo.com - Página 266


[47] Caro Baroja considera probable que la ermita de la santa sustituyese y unificase

diferentes númenes acuáticos antiguamente venerados en el río Guadalquivir. <<

ebookelo.com - Página 267


[48]
Tenemos noticia de una sacerdotisa de Artemisa, la diosa madre micénica,
llamada Mindia Potentia en Oriente. <<

ebookelo.com - Página 268


[49] La primera autoridad eclesiástica que toma conciencia de la importancia del lugar

y de la santa es el teólogo de las universidades de Granada, Baeza y Barcelona Diego


Pérez de Valdivia (1525-1585), natural de Baeza, quien en 1556 denuncia el mal
estado en que se encontraba el sepulcro de la santa. Medio siglo después el obispo de
Jaén, Baltasar Moscoso y Sandoval, inventor y reformador de muchos cultos en la
geografía giennense, «rescató del olvido a una santa olvidada de más de quinientos
años» (así lo expresa su biógrafo Alonso de Andrade). Moscoso abrió el supuesto
sepulcro de la santa en 1628 y trasladó sus restos al pueblo mientras se adecentaba la
ermita. Al propio tiempo promocionó su culto y movió influencias en Roma para que
dos años después el papa Urbano VIII la canonizara. Algunas reliquias se enviaron a
Andújar y otras a la catedral de Jaén. En 1640 los huesos de la santa se reintegraron a
la nueva ermita, pero años después ante el temor de que la arrastraran las crecidas del
río los depositaron definitivamente en una urna de la iglesia parroquial. De todos
modos estaba de Dios que acabarían en el agua puesto que en 1936 las arrojaron al
Guadalquivir. En la misma vía prerromana del santuario de Santa Potenciana y a
pocos kilómetros de él estuvo el santuario de la Virgen de Zocueca, situado junto al
río Rumblar, a cuyas aguas santas acudían muchos enfermos. <<

ebookelo.com - Página 269


[50] Cruz Utrera, 1990, p. 166. <<

ebookelo.com - Página 270


[51] Un reciente colectivo y plataforma ciudadana, Un Paseo por la Ribera, reivindica

la integración del río en la ciudad con recorridos cívicos por la ribera seguidos de la
correspondiente denuncia porque «hay sitios con mucho forraje, maleza y ramas
caídas de los árboles que están invadiendo la poca zona por donde se puede pasar».
(«Marcha para integrar el río Guadalquivir», Jaén, 13 de julio de 2015). <<

ebookelo.com - Página 271


[52] Santiago Chiquero, 2011, p. 72. <<

ebookelo.com - Página 272


[53] Entrevista en Al Yazeera, 21 de febrero de 2006. <<

ebookelo.com - Página 273


[54] En un documento expedido el 13 de septiembre de 1737 por el alcalde mayor de

Úbeda, licenciado don Gabriel Pérez Perucho, leemos: «La Ciudad dixo que mediante
a traficarse ya en carreteras madera de todas especies de Sierra Segura, lo que a
estado prohibido desde que Su Magestad fue servido mandar se conduxese de quenta
de la Real Armada a la ziudad de Sevilla para la fábrica de los tabacos, en cuya
atención, y hallandose esta Ziudad en la antiquada posesión de que sus vezinos
puedan echar y llevar envarcada dicha madera por los ríos Guadalquiviz y
Guadalimar libremente en fuerza de Reales Ejecutorias y Privilexios que para ello
tienen, por lo que acordó se escriba al Sr. Marqués de Villa Nueba, secretario de Su
Magestad y del despacho universal, y demás señores ministros que conbendan sobre
lo rreferido, para en su vista usar del derecho y posesión expresados, para lo que
nombra por sus comisarios a los dichos señores don Tomás Afán de Rivera y don
Rodrigo Joseph de Orozco sus veinte y quatros». Pocos años después, en 1748,
durante el reinado de Fernando VI, se promulgaron nuevas demarcaciones
administrativas en las Ordenanzas Generales de Montes, entre ellas la de la Provincia
Marítima de Segura (1751) con cinco subdelegaciones en Segura, Cazorla,
Villanueva, Santisteban y Alcaraz. <<

ebookelo.com - Página 274


[55] Serafín Estébanez Calderón, Escenas andaluzas, «El asombro de los andaluces, o

Manolito Gázquez, el sevillano», 1847. <<

ebookelo.com - Página 275


[56] En 1942, Renfe creó una Oficina de Explotaciones Forestales encargada de
suministrar las traviesas de la renovada red ferroviaria española. La principal estación
estaba en la sierra de Segura donde estuvo vigente hasta su cierre en 1953, cuando se
comenzaron a usar las traviesas de hormigón como dijimos. La mayor maderada de
esta época, compuesta por un millón de traviesas, descendió por el río Segura en el
año 1947. <<

ebookelo.com - Página 276


[57] «Ya tuvo don Gerardo problemas con sus convecinos de Yegen con la publicación

de Al sur de Granada, que contaba historias un tanto denigrantes para algunas


familias y concretamente para mujeres del pueblo. Cuando vuelve al pueblo, después
de muchos años, el hispanista nota que sus vecinos se muestran esquivos. Uno de
ellos, Enrique Martín, en cuya casa se reúne don Gerardo con algunos lugareños, le
afea que hablara mal en el libro de algunas familias (…). Las familias afectadas eran
pobres. Sin embargo el escritor se cuidó de no citar a don Fernando, el cacique»
(Ramos Espejo, 2010, p. 58). La misma denuncia encontramos en el escritor Paco
Izquierdo: «Brenan recibió mucho más de los vecinos de Yegen, incluso el respeto,
que lo que él diera a cambio». <<

ebookelo.com - Página 277


[58] Algunos de los vecinos que protagonizan la obra (La fábrica de la luz) o sus

allegados se sienten heridos por las afirmaciones y el tratamiento recibidos en el


libro. El demandante acusa al escritor de introducirse por medio de una vecina en
casa de su madre «para hacerle una entrevista, solapada vilmente» y convertir luego
en pública una conversación privada. (Juan Rafael Hinojosa, «Denuncia contra
Michael Jacobs por su libro dedicado a Frailes», Jaén, 12 de abril de 2010, p. 12). <<

ebookelo.com - Página 278


[59] «Entre limones ha producido cierta acidez a los tranquilos habitantes de Órgiva,

que no se sienten bien tratados y reflejados en la obra del británico (…). Como señala
la bibliotecaria local: “Los alpujarreños jamás comen cabezas de pollo como dice el
libro, porque eso no se lo come nadie por aquí”. Antonio Ortega, otro lugareño de
Órgiva, opina que “el libro no refleja cómo es la gente de por aquí. Los alpujarreños
somos muy hospitalarios y no vamos engañando a la gente” (…). Antonio Gallego,
gerente de la Imprenta Gallego de Órgiva, confirma el malestar de algunos lugareños
del pueblo con la obra de Stewart, hasta tal punto que renunciaron a editarlo en
español. “Chris se puso en contacto con nosotros para la edición española de Entre
limones, pero había mucha gente de Órgiva ofendida y no queríamos enemistarnos
con los vecinos del pueblo (…). A algunos lugareños les han molestado las cosas que
se decían de ellos en el libro, sobre todo a las personas ‘antiguas’ del pueblo —
explica—. Cristóbal ha contado su experiencia en el pueblo y es buena gente, y creo
que muchas de las cosas que cuenta son inventadas para hacer más atractivo el
libro”». (Juan Luis Tapia, «Entre limones amargos», Ideal, 22 de octubre de 2014). El
alcalde de Órgiva, Adolfo Martín Padia, parece ser de la misma opinión: «El retrato
de los personajes me pareció regular, regular. Denota un poco de desconocimiento de
la realidad orgiveña y alpujarreña. Su autor es un señor muy educado, pero no está
muy integrado en el pueblo». (Nuria Barrios, «De Genesis al cortijo», El País, 14 de
junio de 2007). <<

ebookelo.com - Página 279


[60] Jacobs, 2010, pp. 101-102. <<

ebookelo.com - Página 280


[61] El Quijote, segunda parte, capítulo 20. <<

ebookelo.com - Página 281


[62] Córdoba, 1997, pp. 91-104. <<

ebookelo.com - Página 282


[63] Fray Ambrosio de Torres y Orden, Palma ilustrada, Sevilla, 1774. <<

ebookelo.com - Página 283


[64] González, 1988, p. 142. <<

ebookelo.com - Página 284


[65] Conradi, 1977, p. 219. <<

ebookelo.com - Página 285


[66] Borrero, 2006, p. 123. <<

ebookelo.com - Página 286


[67] González, 2006, p. 57. <<

ebookelo.com - Página 287


[68] Ortiz de Zúñiga, 1677, año 1383. <<

ebookelo.com - Página 288


[69] Ibid., p. 46. <<

ebookelo.com - Página 289


[70]
Así lo describe Luis Zapata de Chaves, cortesano de Carlos V, en su libro
Miscelánea. <<

ebookelo.com - Página 290


[71] Textos de Juan de Mal Lara en su crónica Recibimiento que hizo la muy noble y

muy leal ciudad de Sevilla a la C. R. M. del Rey don Felipe N. S., 1570. <<

ebookelo.com - Página 291


[72] Del proyecto de Diego Hurtado de Mendoza, primer vizconde de la Corzana,

asistente de la Ciudad entre 1629 y 1634. <<

ebookelo.com - Página 292


[73] El término alcalino procede del árabe al-qili (cenizas de la planta de almajo). Este

tipo de jabón es cien por cien natural, sin ningún tipo de sosa cáustica ni potasa. <<

ebookelo.com - Página 293


[74] Hernández, 2014, p. 67. <<

ebookelo.com - Página 294


[75] Amati, 1615, texto en internet. <<

ebookelo.com - Página 295


[76] Tenemos cumplida noticia de algunas: la nao San Bartolomé hundida en 1553,

que procedía de Puerto Rico. En 1555, la nao La Piedad. En 1563, la nao El


Salvador. En 1565, la nao Santa Lucía. En 1633, la nao Nuestra Señora de la
Consolación. <<

ebookelo.com - Página 296


[77] Memorias eclesiásticas y segulares de la my noble y muy leal ciudad de Sevilla.

Copiadas en Sevilla, año 1698, fol.195, Biblioteca Capitular Colombina, 84-7-19. <<

ebookelo.com - Página 297


[78] Marcouin, 1990, pp. 114-116. <<

ebookelo.com - Página 298


[79] La contaminación por nitratos alcanza niveles superiores a los 50 mg/l, el máximo

que permite la ley. <<

ebookelo.com - Página 299


[80] 1816: la Corta Fernandina o de Borrego, aguas arriba de la Isla Menor, kilómetro

y medio de longitud que evitaba un recorrido de dieciséis kilómetros. En 1888 la


Corta de Los Jerónimos, tenía seis kilómetros y acortaba trece kilómetros de cauce.
La Corta de Tablada (1926), entre Sevilla y la Punta del Verde, mide seis kilómetros y
posibilita el puerto actual. Después del taponamiento del río por Chapina, esta corta
se convirtió en dársena y aumentó la capacidad del puerto en casi un kilómetro. La
esclusa de la Punta del Verde (1949) integró todas las instalaciones portuarias dentro
de la dársena. Las últimas cortas son las de la Punta del Verde (1971), de tres
kilómetros, y la de La Cartuja (1981). <<

ebookelo.com - Página 300


[81] El Ayuntamiento de Almonte emitió en 1985 una orden municipal en cuyo
artículo tercero leemos: «No se podrá depositar o ser esparcidas las cenizas en las
vías públicas y marisma de El Rocío. Tan solo se podrá depositar las urnas de cenizas
en un lugar expresamente autorizado por el Ayuntamiento de Almonte en la Aldea de
El Rocío, previa la autorización correspondiente». <<

ebookelo.com - Página 301


[82] Alfonso XI, Libro de la Montería, compuesto entre 1342 y 1348. <<

ebookelo.com - Página 302


[83]
La Rinconada, Salteras, Santiponce, Castilleja, Tomares, Camas, Bormujos,
Gelves, etc. <<

ebookelo.com - Página 303


[84] La Consejería de Agricultura y Pesca de la Comunidad Autónoma de Andalucía

ha aprobado un Plan de Gestión de la Anguila (Decreto 396/2010) que establece


medidas para la recuperación de la anguila en el Guadalquivir. Esta norma contempla
una moratoria de la pesca por un periodo de diez años, salvo autorizaciones
excepcionales con el objetivo de obtener alevines para repoblaciones, siguiendo con
las actuaciones del reglamento 1100/2007. <<

ebookelo.com - Página 304


[85] Entre 1987 y 1991 me mostró papeles precolombinos del archivo ducal que me

parecieron convincentes, aunque nunca me dejó examinarlos detenidamente, ya que


era muy suya y estaba preparando algunos libros sobre el tema que aparecerían en
años sucesivos: No fuimos nosotros (derrotero de Poniente); Del tráfico
transoceánico precolombino a la conquista y colonización de América, (La Tribune
des Alpes Maritimes, Niza, 1992) y África versus América la fuerza del paradigma
(edición de la autora, Córdoba, 2000). De este libro existe otra edición (Centro de
Documentación y Publicaciones de la Junta Islámica, Madrid, 2000), disponible en
internet, en la que el entusiasta prologuista, un español convertido al islam, acoge con
profunda satisfacción la posibilidad de que el islam hubiera llegado a América en el
siglo XII, casi tres siglos antes de Colón. Según él fue una desgracia para América que
no arraigara. <<

ebookelo.com - Página 305

También podría gustarte