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BÍBLICO HISTÓRICO
ALFRED EDERSHEIM
.
EDITORIAL CLIE
C/ Ferrocarril, 8
08232 VILADECAVALLS
(Barcelona) ESPAÑA
E-mail: clie@clie.es
Internet: http://www.clie.es
ISBN: 978-84-8267-462-9
eISBN: 978-84-8267-680-7
Clasifíquese: 98 HERMENÉUTICA:
Comentarios completos a toda la Biblia
CTC: 01-02-0098-46
Referencia: 224493
.
CONTENIDO
Prólogo de los editores
Prefacio del autor
Tabla de abreviaturas
ANTIGUO TESTAMENTO
Libro 1
La Creación, el diluvio y los patriarcas
Introducción al Libro 1
■ Parte 1. EL ÉXODO
11 Celos de Saúl y sus ataques contra la vida de David. David se casa con
Mical. Maduración de los propósitos asesinos de Saúl. David huye y
acude a Samuel. Saúl entre los profetas. David abandona finalmente la
corte de Saúl
12 David en Nob. Visto por Doeg. Huida a Gat. David finge locura. La
cueva de Adulam. Refugio en Moab. Regreso a la tierra de Israel. La
última visita de Jonatán. Persecución de mano de Saúl
13 Saúl en poder de David en En-gadi. La historia de Nabal. Saúl en poder
de David por segunda vez
14 Segunda huida de David a Gat. Residencia en Siclag. Expedición de los
filisteos contra Israel. Saúl en Jizreel. Acude a la adivina de Endor.
Aparición y mensaje de Samuel. David tiene que abandonar el ejército
de los filisteos. Captura de Siclag por los amalecitas. Persecución y
victoria de David
15 La batalla del monte Gilboa. Muerte de Saúl. Rescate de los cuerpos
por los hombres de Jabés-galaad. David castiga al mensajero falso de
la muerte de Saúl. David rey en Hebrón. Is-boset rey en Mahanaim.
Batalla entre las fuerzas de Abner y Joab. Abner abandona la causa de
Is-boset. Asesinato de Abner. Asesinato de Is-boset
16 David ungido rey sobre todo Israel. Toma de la fortaleza de Sión.
Derrota filistea. El Arca traída a Jerusalén. Disposiciones e
instituciones litúrgicas
17 Propósito de David de construir el templo y su aplazamiento. Las
«seguras misericordias» de David en la promesa divina. David da
gracias
18 Guerras de David. La gran campaña amonita y siria contra Israel. Los
aliados también son derrotados. Toma de la capital de Moab. Edom
sometida. Registro de los oficiales de David. Su bondad para con Mefi-
boset
19 Sitio de Rabá. El gran pecado de David. Muerte de Urías. Toma de
Rabá. Prosperidad aparente de David. Mensaje de Dios por medio de
Natán. Arrepentimiento de David. Muere el hijo de Betsabé.
Nacimiento de Salomón
Libro 5
La historia de Judá e Israel desde el nacimiento de Salomón
hasta el reinado de Acab
Introducción al Libro 5
■ Parte 1. LA HISTORIA DE JUDÁ E ISRAEL A PARTIR DEL NACIMIENTO DE
SALOMÓN
1 Atalía, (7a) reina, y Jeoás, (8°) rey de Judá. Atalía asesina a los
príncipes de Judá que quedaban. Rescate de Joás y su custodia en el
templo. Reinado de Atalía. La revolución inaugurada por Joiadá.
Proclamación y coronación de Joás. Muerte de Atalía. Destrucción de
la casa de Baal. Nueva disposición en iglesia y Estado.
2 Jeoás o Joás, (8°) rey de Judá. Jehú, (11°) rey de Israel. Carácter de
Atalía, Joiadá y Joás. Lecciones de esta historia. Comienzos del
reinado de Joás. Reparaciones del templo. Muerte de Joiadá.
Contrarreforma. Asesinato de Zacarías. Invasión de los sirios.
Conspiración contra Joás. Asesinato del rey.
3 Joás, (8°) rey de Judá. Joacaz y Jeoás, (12a y 13°) reyes de Israel.
Ascenso al trono de Joacaz. Cronología del período. Carácter de su
reinado. Guerras contra Siria. Monumentos asirios. La oración de
Joacaz y su respuesta. Nueva disposición del texto. Lecciones
escriturales de esta historia. Ascenso al trono de Jeoás. Dinastía de
Jehú; vuelta de la política de Acab. La nueva relación con los profetas.
Explicación de la misma.
Los tres principios fundamentales en la conducta de los profetas.
Último encuentro entre Jeoás y Eliseo. Sus lecciones. El milagro
después de la muerte de Eliseo. Victorias contra Siria.
4 Amasías, (9°) rey de Judá. Jeoás, (13°) rey de Israel. Ascenso al trono
de Amasías. Carácter de su reinado. Preparativos militares.
Contratación de mercenarios israelitas, advertencia del profeta y
despido de los auxiliares. «El valle de sal». Derrota de los edomitas.
Marcha contra Petra.
Descripción de Petra. Matanza de los cautivos. Introducción de la
idolatría edomita. Desafío de Amasías a Jeoás y su respuesta. Derrota
de Judá. Conquista y saqueo de Jerusalén. Conspiración contra
Amasías. Huida a Laquis. Asesinato del rey.
5 Azarías o Uzías, (10°) rey de Judá. Jeroboam II, (14°) rey de Israel.
Ascenso de Azarías o Uzías. Reinado de Jeroboam II. Restauración del
territorio israelita. Causas políticas y actuación divina en los éxitos.
Corrupción del pueblo. Diversas notas históricas. Nueva fase de la
profecía. Sus características. Los dos profetas en la frontera.
Profetas de aquel período: Joel, Amós, Oseas, Jonás.
6 Azarías o Uzías, (10°) rey de Judá. Situación de Judá al ascenso de
Uzías. Relato de su reinado en el Libro de Reyes. Nueva ocupación de
Elat. Estado religioso de Judá. Expedición contra filisteos y tribus
vecinas. Ocupación del territorio transjordánico. Restauración y
ampliación de las fortificaciones de Jerusalén. Reorganización.
Prosperidad del país. Orgullo y corrupción crecientes. El sacrilegio de
Uzías. Su lepra y muerte. Leyendas judías.
7 Uzías (10°), Jotam (11°) y Acaz (12°), reyes de Judá. Zacarías (15°),
Salum (16°), Menahem (17°), Pekaías (18°), Peka (19°), reyes de
Israel. Ascensión y asesinato de Zacarías. Ascensión y muerte de
Salum. Ascensión de Menahem. Toma y saqueo de Tifsa. Ascenso y
victorias de Pul o Tiglat-pileser II de Asiria. Tributo a Asiria. Ascenso
y asesinato de Pekaía. Revolución militar y ascenso de Peka. Ascenso
y reinado de Jotam en Judá. Alianza sirio-israelita contra Judá.
Ascenso de Acaz en Judá. Carácter de su reinado. La nueva idolatría.
Cambios en el templo y en su culto.
8 Acaz, (12°) rey de Judá. Peka (19°), Oseas (20°), reyes de Israel.
Importancia de los cambios que introduce Acaz. Propósito de la
alianza sirio-israelita. Toma de Elat, éxito de Rezín y victoria de Peka.
Sitio de Jerusalén. Apelación a Siria. Mensaje de Isaías. Retirada de
los aliados. Peligro desde Asiria. El profeta Oded y la liberación de los
cautivos judíos. Lecciones de este hecho. El nombre Sear-jasub.
Ataque sirio sobre Israel. Captura y anexión de Neftalí. Campaña
posterior. Toma de Samaria. Revolución y asesinato de Peka. Sucesión
de Oseas. Transporte de israelitas. Sitio y captura de Damasco. Muerte
de Rezín. Cese del poder sirio.
9 Oseas, (20°) rey de Israel. Resumen de esta historia. Acceso al trono de
Oseas. Carácter religioso de su reinado. Muerte de Tiglat-pileser y
acceso al trono de Salmanasar IV. Expedición a Palestina y sumisión
de Oseas. Intento de alianza de Israel con Egipto. Oseas hecho
prisionero. Sitio de Samaria. Relato del mismo en las inscripciones
asirias. Acceso al trono de Sargón. Captura de Samaria. Deportación de
Israel. Localidades de su exilio. Los nuevos colonos de Samaria y su
religión. Lecciones de esta historia.
10 Ezequías, (13°) rey de Judá. Oseas, (20°) rey de Israel. Acceso al trono
de Ezequías. Circunstancias políticas de la época. La religión, única
política nacional verdadera. Posición de Asiria en relación con Judá.
La religión, principio central del reinado de Ezequías. Abolición de la
idolatría en Judá. Restablecimiento de los servicios del templo.
Purificación del templo. Servicios de una nueva consagración.
Celebración de la pascua. Invitación de las tribus del norte. El festín
subsiguiente. Nueva organización de los servicios del templo.
Provisión para sacerdotes y levitas. Inferencias generales. Actividad de
Ezequías con referencia al canon de las Escrituras.
11 Ezequías, (13°) rey de Judá. Acontecimientos exteriores del reinado de
Ezequías. Victoria sobre los filisteos. Alianza contra Sargón. Avance
asirio y sumisión de Judá. Senaquerib. Las inscripciones asirias. Su
relato de la invasión asiria de Judá. Victorias de Senaquerib. Errónea
presentación asiria de los hechos. El informe bíblico. Obras en defensa
de Jerusalén. Las diversas narraciones escriturales de estos
acontecimientos. El ejército asirio ante Jerusalén. Sus líderes y los
representantes de Ezequías. Su reunión.
12 Ezequías, (13°) rey de Judá. Significado y lecciones del relato de la
invasión asiria.
13 Ezequías, (13°) rey de Judá. Fecha de la enfermedad de Ezequías.
Anuncio de su muerte. La oración de Ezequías. Respuesta divina. Su
significado y sus lecciones. Los mensajeros de Merodac-baladán y su
objetivo. Recepción de los enviados de Ezequías. El profeta y el rey.
Profecía de Babilonia.
14 Manasés (14°), Amón (15°), reyes de Judá. Duelo popular por
Ezequías. Acceso al trono de Manasés. Tentaciones y carácter del rey.
Idolatría y crueldad de su reinado. Estado moral del pueblo. Anuncio
profético del juicio. Relato adicional del Libro de Crónicas. Su
fiabilidad confirmada por las inscripciones asirias. Cautiverio de
Manasés en Babilonia. Su arrepentimiento y oración. Su
restablecimiento en Jerusalén. Carácter superficial de su reforma. Su
muerte. Reinado de Amón.
15 Josías, (16°) rey de Judá. Acceso al trono de Josías. Su vida al inicio.
Organización del relato. Colecta para la reparación del templo. El
remanente de Israel. Carácter de los empleados. La reforma no era el
resultado de un avivamiento religioso general. Reparaciones del
templo. Hallazgo del libro de la ley. La profetisa Hulda. La asamblea y
el pacto en el templo. Destrucción de los emblemas de idolatría en
Jerusalén, Judá y en las posesiones de las tribus del norte.
Cumplimiento de la antigua profecía sobre Bet-el. La gran pascua en
Jerusalén.
16 Josías (16°), Joacaz (17°), Joacim (18°), reyes de Judá. Retrospectiva.
Historia política. Posible reunión de Judá e Israel. La caída del imperio
asirio. Incursión de los escitas. Revuelta e independencia de Babilonia.
La expedición del faraón Necao. Resistencia de Josías a su avance.
Batalla de Meguido. Muerte y entierro de Josías. Nombramiento,
deposición y cautividad de Joacaz. Ascensión al trono de Joacim.
Tributo a Egipto.
17 Joacim (18°), Joaquín (19°), Sedequías (20°), reyes de Judá. Carácter
del reinado de Joacim. Resumen de la historia de Media. Resumen de
la historia de Babilonia. Caída de Nínive. El nuevo imperio babilonio.
Segunda expedición de Necao. Batalla de Carquemis. Avance de
Nabucodonosor. Situación de las cosas en Jerusalén. Desvalijamiento
parcial del templo. Regreso de Nabucodonosor a Babilonia. Joacim I
prisionero, luego tributario. Rebelión de Joacim. Muerte de Joacim y
ascenso al trono de Joaquín. Sitio de Jerusalén. Rendición de Joaquín.
Su destino. Primera deportación a Babilonia. Ascenso al trono y
reinado de Sedequías. La rebelión de Sedequías. Avance de
Nabucodonosor. Sitio de Jerusalén. Situación en la ciudad. Breve alivio
debido al avance de un ejército egipcio. Reanudación del sitio. Captura
de parte de la ciudad. Huida y captura de Sedequías. Las sentencias de
Ribla. Incendio del templo, destrucción de la ciudad y deportación de
los cautivos. El profeta Jeremías. Nombramiento de Gedalías. La corte
de Mizpa. Asesinato de Gedalías. Persecución y huida de los asesinos.
Retirada a Egipto. Últimas profecías de Jeremías. Final del gobierno
terrenal de David. La tierra desolada guarda sus días de reposo.
PERÍODO INTERTESTAMENTARIO
La preparación para el Evangelio: el mundo judío en los días de
Cristo
1 El mundo judío en los días de Cristo. La dispersión judía en el oriente.
2 La dispersión judía en el Oeste. Los helenistas. Origen de la literatura
helenista en la traducción griega de la Biblia. Carácter de la
Septuaginta.
3 La antigua fe preparando la nueva. Desarrollo de la teología helenista:
los Apócrifos, Aristeas, Aristóbulos y los Escritos Pseudoepigráficos
4 Filón de Alejandría, los rabinos y los Evangelios. Desarrollo final del
Helenismo en su relación con el Rabinismo y con el Evangelio según
San Juan
5 Alejandría y Roma. Las comunidades judías en las capitales de la
civilización occidental
6 Vida política y religiosa de los judíos de la dispersión en el Occidente.
Su unión en la gran esperanza del Libertador futuro
7 En Palestina. Judíos y gentiles en la «tierra». Sus relaciones y
sentimientos mutuos. «El muro de separación»
8 Tradicionalismo: su origen, carácter y literatura. La Mishnah y el
Talmud. El Evangelio de Cristo. La aurora de un nuevo día
NUEVO TESTAMENTO
Libro 1
Desde el pesebre de Belén al bautismo en el Jordán
■ Parte 1. DESDE EL PESEBRE DE BELÉN AL BAUTISMO EN EL JORDÁN
1 La tentación de Jesús
2 La delegación de Jerusalén. Las tres sectas de los fariseos, saduceos y
esenios. Examen de sus doctrinas distintivas
3 Doble testimonio de Juan. El primer sábado del ministerio de Jesús. El
primer domingo. Los primeros discípulos
4 Las bodas de Caná de Galilea. El milagro que es «una señal»
5 La purificación del Templo. La «señal» que no es una «señal»
6 El Maestro venido de Dios y el maestro de Jerusalén. Jesús y
Nicodemo
7 En Judea y a través de Samaria. Un bosquejo de la historia y teología
samaritanas. Los judíos y samaritanos
8 Jesús en el pozo de Sicar
9 La segunda visita a Caná. Cura del hijo «del noble» en Capernaum
10 La Sinagoga de Nazaret. La Sinagoga: culto y disposiciones
11 El primer ministerio de Galilea
12 En la fiesta «desconocida» en Jerusalén y junto al estanque de Betesda
13 Junto al mar de Galilea. La llamada final a los primeros discípulos y la
pesca milagrosa
14 Un sábado en Capernaum
15 Segundo viaje por Galilea. La curación del leproso
16 El regreso a Capernaum. Sobre el perdón de los pecados. La curación
del paralítico
17 Vocación de Mateo. El Salvador recibe a los pecadores. La Teología
rabínica respecto a la doctrina del perdón en contraste con el Evangelio
de Cristo. Vocación de los doce apóstoles
18 El Sermón del Monte. El Reino de Cristo y la enseñanza rabínica
19 Regreso a Capernaum. La curación del siervo del centurión
20 El joven de Naín resucitado o el encuentro de la vida con la muerte
21 La mujer que era pecadora
22 El ministerio de amor, la blasfemia del odio y la equivocación del
afecto terrenal. El retorno a Capernaum. La cura del mundo
demonizado. Acusación farisaica contra Cristo. La visita de la madre y
hermanos de Cristo
23 Nueva enseñanza en «parábolas». Las parábolas al pueblo junto al lago
de Galilea y a los discípulos de Capernaum
24 Cristo calma la tempestad en el lago de Galilea
25 En Gadara. La curación de los endemoniados
26 La curación de la mujer. La apariencia personal de Cristo. La
resurrección de la hija de Jairo
27 Segunda visita a Nazaret. La misión de los Doce
28 La historia de Juan el Bautista, desde su último testimonio sobre Jesús
hasta su decapitación en la cárcel
29 La milagrosa alimentación de los cinco mil
30 La noche de milagros en el lago de Genezaret
31 Los reparos de los fariseos referentes a la purificación y la enseñanza
del Señor respecto a la pureza. Las Tradiciones sobre el «lavamiento
de manos» y los «votos»
32 La gran crisis en el sentimiento popular. Los últimos discursos en la
Sinagoga de Capernaum. Cristo, el pan de vida. «¿Queréis vosotros
iros también?»
33 Jesús y la mujer sirofenicia
34 Un grupo de milagros entre una población semipagana
35 Las dos controversias sobre el sábado. Los discípulos arrancan espigas
de trigo. Curación del hombre con la mano seca
36 La alimentación de los cuatro mil. A Dalmanuta. La señal del cielo.
Viaje a Cesarea de Filipo. ¿Qué es la levadura de los fariseos y
saduceos?
37 La gran confesión. La gran comisión. La gran instrucción. La gran
tentación. La gran decisión
Libro 3
Desde el monte de la Transfiguración al valle de la humillación y
la muerte
■ Parte 1. DESDE EL MONTE DE LA TRANSFIGURACIÓN AL VALLE DE LA
HUMILLACIÓN Y LA MUERTE
1 La Transfiguración
2 El día siguiente de la Transfiguración
3 Los últimos sucesos en Galilea, el dinero del tributo, la disputa por el
camino, la prohibición al que no seguía con los discípulos y la
consiguiente enseñanza de Cristo
4 El viaje a Jerusalén. Orden cronológico de la última parte de los
relatos del Evangelio. Primeros incidentes junto al camino
5 Más incidentes en el camino a Jerusalén. Misión y regreso de los
Setenta. El hogar de Betania. Marta y María
6 En la Fiesta de los Tabernáculos. Primer discurso en el Templo
7 En el último día, el gran Día de la fiesta
8 La enseñanza en el Templo en el octavo día de la Fiesta de los
Tabernáculos
9 La curación del ciego de nacimiento
10 El «Buen Pastor» y su «rebaño único». Último discurso en la Fiesta de
los Tabernáculos
11 Los primeros discursos en Perea. A los fariseos respecto a los dos
Reinos y su lucha. Lo que califica al discípulo para el Reino de Dios, y
cómo se iba sometiendo al Reino del mal
12 La comida en la casa del fariseo. Comidas y fiestas entre los judíos.
Última advertencia de Cristo en Perea respecto al fariseísmo
13 A los discípulos. Dos sucesos y su moraleja
14 En la Fiesta de la Dedicación del Templo
15 La segunda serie de parábolas.
Las dos parábolas de quién es nuestro prójimo:
1) Respecto al amor que, sin que se le pida, nos da en nuestra
necesidad.
2) Respecto al amor que se muestra cuando pedimos en nuestra
necesidad
16 Las tres parábolas de advertencia: al individuo, a la nación y a la
teocracia.
El rico insensato. La higuera estéril. La gran cena
17 Las tres parábolas del Evangelio sobre la recuperación de lo perdido:
la oveja perdida, la dracma perdida, el hijo perdido
18 El mayordomo injusto. Dives y Lázaro. Notas sobre la agricultura
judaica; precio de los productos; escrituras y documentos legales.
Púrpura y lino fino. Ideas judías sobre el Hades
19 Las tres últimas parábolas de la serie de Perea. El juez injusto. El
fariseo pagado de sí mismo y el publicano. El siervo sin misericordia
20 Los discursos de Cristo en Perea
21 La muerte y la resurrección de Lázaro. La cuestión de los milagros y
de este milagro de milagros. Ideas del misticismo negativo sobre esta
historia. Ritos de los judíos para sepultar y sus sepulturas
22 El viaje a Jerusalén. Partida de Efraín por el camino de Samaria y
Galilea. Curación de los diez leprosos. Discurso profético del Reino
venidero. Sobre el divorcio: ideas judaicas acerca del mismo. La
bendición de los niños
23 Los últimos incidentes de Perea. El joven rico que se marchó triste. El
dejarlo todo por Cristo. La profecía de su pasión. La petición de
Salomé y de Jacobo y Juan
24 En Jericó y en Betania. Jericó. Invitado en casa de Zaqueo. La curación
del ciego Bartimeo. El complot en Jerusalén. En Betania y en la casa
de Simón el leproso
Libro 4
La cruz y la corona
■ Parte 1. LA CRUZ Y LA CORONA
.
Prólogo de los editores
«Al escribir, tengo en mente a los que enseñan y a los que aprenden…
y es mi deseo que lo que escribo resulte ser un libro útil para colocar en
manos de hombres jóvenes, no sólo para mostrarles lo que la Biblia
enseña, sino para defenderlos de los ataques provocados por la
presentación o la interpretación errónea del texto sagrado. Me he
esforzado en escribir de un modo tan popular y fácilmente inteligible que
resulte también útil para el profesor como para el estudioso, el erudito o
el maestro de Escuela Dominical; procurando avanzar gradualmente de lo
más sencillo a lo más detallado».
Con ello queremos aportar nuestro granito de arena a que el deseo del
autor se cumpla de la forma más amplia y efectiva, haciendo que su
trabajo y esfuerzo, que tanto ha contribuido y sigue contribuyendo a la
formación de líderes cristianos en el mundo anglosajón, sea también
accesible a los pueblos hispanos.
Los Editores
.
Prefacio del autor
ALFRED EDERSHEIM
.
Tabla de abreviaturas usadas en las referencias a los
escritos rabínicos empleados en esta obra
.
Libro 1
La Creación, el Diluvio
y
los Patriarcas
INTRODUCCIÓN
al Libro 1
PARTE I
La historia del mundo hasta la disposición y el asentamiento final
de las diversas naciones
Introducción General: Cap. 1–2:3.
Sección 1. Generación de los Cielos y la Tierra, 2:4–4.
« 2. Libro de las Generaciones de Adán, 5–6:8.
« 3. Las Generaciones de Noé, 6:9–9.
« 4. Las Generaciones de los hijos de Noé, 10–11:9.
« 5. Las Generaciones de Sem, 11:10–26.
PARTE II
Historia patriarcal
Sección 1. Las Generaciones de Taré (el padre de Abraham), 11:27–
25:11.
« 2. Las Generaciones de Ismael, 25:12–18.
« 3. Las Generaciones de Isaac, 25:19–35.
« 4. Las Generaciones de Esaú, 36.
« 5. Las Generaciones de Jacob, 37.
«Es necesario que el que se acerca a Dios crea que Él existe, y que es
galardonador de los que le buscan.» Por esto la Sagrada Escritura, que
contiene el registro revelado de los tratos y propósitos de Dios con el
hombre, empieza con un relato de la creación. «Porque las cosas invisibles
de él, su eterno poder y divinidad, se hacen claramente visibles desde la
creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas.»
Cuatro grandes verdades, que inciden en toda la revelación, nos llegan
del más temprano relato de la Escritura, como los cuatro ríos que brotaban
en el jardín de Edén. La primera verdad es la Creación de todas las cosas
por el poder de la palabra de Dios; la segunda, la descendencia de todos
los hombres de nuestros padres comunes, Adán y Eva; la tercera, nuestra
relación con Adán como cabeza de la raza humana, por medio de quien
toda la humanidad fue implicada en su pecado y caída; y la cuarta, que un
descendiente de Adán, pero sin su pecado, debería, por medio del
sufrimiento, librarnos de las consecuencias de la caída, y como segundo
Adán sería el autor de salvación eterna para todos los que confían en él. A
estas cuatro verdades vitales podemos añadir una quinta: la institución de
un día cada siete para ser día de reposo santo para Dios.
Es prácticamente imposible imaginar un mayor contraste que entre los
relatos paganos del origen de todas las cosas y la narrativa bíblica. Los
primeros están tan colmados de absurdos evidentes que sólo pueden ser
tenidos como fábulas; mientras que la última es tan sencilla, y no obstante
tan llena de majestad, como casi para forzarnos a «adorar e inclinarnos», y
a «arrodillarnos ante el Señor nuestro hacedor». Y puesto que éste era
precisamente el objetivo, y no la instrucción científica, y mucho menos la
satisfacción de nuestra curiosidad, debemos esperar encontrar en el primer
capítulo de Génesis solamente los rasgos principales de lo acontecido, y
no detalles relacionados con la Creación. En estos detalles hay mucho
lugar para la información que la ciencia pueda proporcionar, una vez
seleccionado y cribado todo lo que se pueda aprender por el estudio de la
tierra y la naturaleza. Este momento, no obstante, todavía no ha llegado y,
por lo tanto, deberíamos estar en guardia contra las afirmaciones atrevidas
y sin garantías que algunas veces han sido defendidas en estos temas. La
escritura pone ante nosotros la creación sucesiva de todas las cosas, por así
decirlo, en una escala ascendente, hasta que llegamos a la del hombre, la
cabeza de las obras de Dios, y a quien su hacedor designó como señor de
1
todo. Algunos han imaginado que los seis días de la Creación representan
períodos, más bien que días literales. Principalmente sobre la base de la
supuesta gran antigüedad de nuestro globo, y los diversos grandes períodos
o épocas, y que cada uno terminaba con una gran revolución; por la que
parece ser que pasó nuestra tierra, antes de llegar a su estado presente,
cuando vino a ser un lugar apto para ser habitado por el hombre. No
obstante, no es necesario recurrir a tal teoría.
La creación
La caída
Capítulo 2
(Génesis 4)
Caín y Abel
Capítulo 3
(Génesis 4)
«Esto, seguido por la seducción de sus sentidos, condujo a Eva a comer en primer lugar, y
después a inducir a su marido a hacer lo mismo. Su pecado tuvo su consecuencia inmediata.
Habían apostado para ser ‘como dioses’, y, en lugar de someterse a ultranza al
mandamiento del Señor, actuaron independientemente con respecto a él.»
Este sello cilíndrico babilónico del tercer milenio antes de nuestra era, conocido popularmente
como: «cilindro de la tentación» muestra una escena parecida a la tentación de Eva en el jardín
del Edén (Museo Británico).
La raza de Caín
Capítulo 4
(Génesis 5)
Un propósito de la Escritura ha sido ya cumplido. Se ha seguido los
pasos de las tendencias del mal de la raza cainita hasta su despliegue total,
y «el reino de su mundo» ha aparecido con su carácter real. Por otro lado,
la raza de Set se ha reunido en torno a una profesión abierta de su fe en las
promesas, y de su propósito de servir a Dios, y sobre esta base se ha
separado de los cainitas.
Los dos caminos vienen marcados y definidos claramente, y el carácter
de los que en ellos andan se determina. Por lo tanto ya no es necesario
continuar con la historia de los cainitas, y la Escritura se vuelve de ellos a
«los ancianos» que «por la fe» «obtuvieron un buen testimonio».
A simple vista parece como si la narrativa empezara aquí solamente
con un «libro», relato o historia, «de los descendientes de Adán»,
conteniendo pequeñas notas entrelazadas; pero la verdad es muy diferente.
En el principio notamos, a modo de contraste significativo, que mientras
que leemos de Adán que «a semejanza de Dios lo hizo», ahora se añade
que «engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen». Adán fue
creado puro y sin pecado a imagen y semejanza de Dios; Set heredó la
naturaleza caída de su padre. A continuación observamos cómo todas las
genealogías, desde Adán en adelante, tienen esto en común: primero dan la
1
edad del padre cuando nace el hijo mayor, después el número de años que
cada uno de ellos vivió después del acontecimiento, y finalmente su edad
total en el tiempo de su muerte. En total se mencionan diez «hijos
mayores» desde la creación al tiempo del diluvio, y se agrupan como
2
sigue:
Edad nacimiento Años después Edad Año nacim. desde Año muerte desde
Nombres
del hijo suceso Total creación creación
Adán 130 800 930 1 930
Set 105 807 912 130 1042
Enós 90 815 905 235 1140
Cainán 70 840 910 325 1235
Mahalalel 65 830 895 395 1290
Jared 162 800 962 460 1422
Enoc 65 300 365 622 987
Matusalén 187 782 969 687 1656
Lamec 182 595 777 874 1651
Noé 500 450 950 1056 2006
Total 1656
Capítulo 5
(Génesis 6)
Las palabras con las que Dios anunció su propósito fueron éstas: «El
fin de toda carne ha venido ante mí» (es decir, como han explicado
algunos, el límite máximo de la depravación humana); «porque la tierra
está llena de violencia a causa de los hombres» (es decir, violencia que
procede de ellos, de delante de su faz), «y he aquí que yo los destruiré con
la tierra».
Noé y su familia eran los únicos que iban a ser conservados, y esto por
medio del «arca», una expresión que sólo aparece una vez más respecto a
6
los juncos en los que se salvó Moisés. Noé tenía que construir su arca de
«gofer», seguramente madera de ciprés, y «calafatearla con brea por
dentro y por fuera». El arca tenía que ser de trescientos codos de longitud,
cincuenta de anchura, y treinta de altura; esto equivale, calculando el codo
a un pie y medio, cuatrocientos cincuenta pies de longitud, setenta y cinco
7
de ancho, y cuarenta y cinco de alto. Según implica la fraseología del
texto hebreo, había, alrededor de la parte superior, a un codo por debajo
del techo una apertura para la luz y el aire (traducido en nuestra versión
como «ventana»), en la que, se ha sugerido, se insertó algún tipo de
substancia traslúcida parecida a nuestro vidrio. Aquí parece ser que había
también una «ventana» normal, a la que se hace referencia posteriormente
de un modo específico (cap. 8:6). La puerta estaba en un lado del arca, la
cual estaba organizada en tres plantas de habitaciones (literalmente
«celdas»), para la estancia de todos los animales en el arca, y el almacén
de alimento. Porque «de todo lo que vive» Noé debía introducir en el arca
(siete parejas de «animales limpios», y una pareja de los que no eran
limpios). Entonces, cuando llegara el tiempo señalado para ello, Dios
«traería un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que
haya espíritu de vida debajo del cielo».
Pero con Noé, Dios «establecería» su «pacto», es decir, llevaría a cabo
por medio de él su propósito del pacto de gracia, que debía manifestarse
con el nacimiento del Redentor. De acuerdo con esto, Noé, su esposa
(porque aquí no hay ninguna indicación de poligamia), sus hijos, y las
esposas de sus hijos debían entrar en el arca, y ser mantenidos vivos allí
durante la destrucción generalizada de todo lo que estaba a su alrededor.
Hasta aquí llegan las indicaciones de la Escritura. Se ha desperdiciado
mucha ingenuidad innecesaria para calcular el espacio exacto del arca, de
su disposición interior, y de las estancias que contenía para las diversas
especies de animales que existían entonces. Tales cálculos son
básicamente poco fidedignos, porque no podemos calcular el espacio
exacto en el arca ni saber el número exacto de especies que habían de ser
alojadas en su refugio. La Escritura, que nos presenta la historia del reino
de Dios, nunca gratifica este tipo de investigación tan ociosa e insensata.
Pero lo que sí podemos saber con toda seguridad es que el arca que Dios
proveyó era literalmente y en todos los sentidos suficiente para cumplir
con los propósitos para los que fue ideada, y que tales propósitos fueron
satisfechos enteramente. Tal vez nos sirva de ayuda para darnos cuenta de
la maravilla de esta estructura si la comparamos con el barco más grande
conocido, el Great Western, cuyas dimensiones son seiscientos ochenta
pies de longitud, ochenta y tres de ancho, y cincuenta y ocho de alto; o
también si lo describimos como casi del tamaño de media Catedral de St.
Paul en Londres. Debe notarse que el arca fue diseñada básicamente como
almacén y no para la navegación. No tenía ni mástiles, ni timón, ni velas, y
probablemente fuera de fondo plano, parecido a un enorme pecho flotante.
Para mostrar cuan apropiadas eran sus dimensiones como almacén,
podemos mencionar que un holandés, Peter Jansen, construyó en 1604 un
barco con exactamente las mismas proporciones (evidentemente, de
dimensiones diferentes), el cual resultó tener un tercio más de capacidad
que cualquier otra embarcación con el mismo peso.
Todas las demás cuestiones relacionadas con la construcción del arca
pueden ser tranquilamente desechadas por no merecer ninguna discusión
seria. Pero cabe destacar el gran hecho que durante todo aquel período Noé
predicaba la justicia, advirtiendo del juicio que tenía que venir, y
demostraba además su fe en la práctica al continuar proveyendo un arca
para refugio. Resumiremos la vida de fe de Noé, la predicación de fe de
Noé, y la obra de fe de Noé con las palabras de la Escritura: «Por la fe,
Noé, cuando fue advertido por Dios acerca de cosas que aún no se veían,
con reverencia preparó un arca para salvación de su casa; y por esa fe
8
condenó al mundo, y fue hecho heredero de la justicia que es según la fe».
Capítulo 6
(Génesis 7–8:1–15)
El diluvio
Entonces cuando Noé y su esposa, sus tres hijos, Sem, Cam y Jafet, y
sus esposas, y todos los animales, habían entrado en el arca, «Jehová le
cerró la puerta» y durante cuarenta días y cuarenta noches «hubo lluvia
sobre la tierra», mientras, al mismo tiempo, se rompían las fuentes del
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gran abismo. La inundación continuó durante ciento cincuenta días, y
luego las aguas empezaron a descender. La catástrofe es descrita así: «Y
fue el diluvio cuarenta días sobre la tierra; y las aguas crecieron, y alzaron
el arca, y se elevó sobre la tierra. Y subieron las aguas y crecieron en gran
manera sobre la tierra; y flotaba el arca sobre la superficie de las aguas. Y
las aguas subieron mucho sobre la tierra; y todos los montes altos que
había debajo de todos los cielos fueron cubiertos. Quince codos más alto
subieron las aguas, después que fueron cubiertos los montes. Y murió toda
carne que se mueve sobre la tierra, así de aves como de ganado y de
bestias, y de todo reptil que se arrastra sobre la tierra, y todo hombre. Todo
lo que tenía aliento de vida en sus narices, todo lo que había en la tierra
murió. Así fue destruido todo ser que vivía sobre la faz de la tierra, desde
el hombre hasta la bestia, los reptiles, y las aves del cielo; y fueron raídos
de la tierra, y quedó solamente Noé, y los que con él estaban en el arca».
Las notas de un escritor reciente acerca de este tema son tan
apropiadas que las reproducimos aquí: «El relato es vivo y vigoroso,
aunque falto totalmente del tipo de descripción que hubiera ocupado la
mayor parte del fragmento en un historiador o un poeta moderno. No
vemos nada de la lucha con la muerte; no oímos el grito de desesperación;
no se nos hace presenciar la agonía exasperante del marido y la esposa, del
padre y del hijo, cuando quedaban aterrorizados ante las aguas que se
alzaban. Tampoco se pronuncia una sola palabra sobre la tristeza del único
hombre justo quien, desde su posición de salvación, miraba la destrucción
que no podía evitar. Pero la mismísima sencillez de la narración sí que
deja una impresión en nuestras mentes con peculiar viveza, la de la
desolación. Y esto aumenta con la repetición y el contraste de dos ideas.
3
Por un lado, se nos recuerda más de cinco veces en el relato quiénes eran
los ocupantes del arca, los pocos favorecidos y rescatados; y, por el otro
lado, la total y absoluta destrucción de todo lo demás no se trata con
4
menor énfasis».
No menospreciaremos la solemnidad de la impresionante quietud con
la que la Escritura nos muestra el arca solitaria, flotando sobre las
desoladas aguas que habían cubierto la tierra y todo lo que pertenecía a
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ella, intentando describir las escenas que deben haber seguido a todo ello.
Simplemente se deja en nuestras mentes la impresión de que «Jehová le
cerró la puerta», estas palabras pueden haber sido ideadas para mostrar
que aunque Noé hubiera querido ayudar a sus contemporáneos que estaban
pereciendo, no lo hubiera podido hacer. Se dice que al final de los ciento
cincuenta días, con el lenguaje particularmente conmovedor de la
Escritura: «Se acordó Dios de Noé, y de todos los animales, y de todas las
bestias que estaban con él en el arca». Se hizo pasar un viento sobre la
tierra para secarla, el diluvio fue «detenido», «y las aguas decrecían
continuamente de sobre la tierra». En el día diecisiete del séptimo mes, es
decir, exactamente cinco meses después de que Noé entrara en ella, se
halló al arca apoyada «sobre los montes de Ararat»; no necesariamente
sobre el pico más alto, que mide diecisiete mil doscientos cincuenta pies,
ni tal vez, tampoco el segundo pico más alto, que se alza sobre unos doce
mil pies, sino sobre aquella cadena montañosa. Y las aguas seguían
disminuyendo; y setenta y tres días después, o el primer día del décimo
mes, se descubrieron las cimas de los montes a su alrededor. Cuarenta días
más, y Noé «envió un cuervo», el cual, al encontrar refugio en las cimas de
las montañas, y comida en los cuerpos flotantes, no volvió al arca. Al cabo
de otros siete días «envió una paloma, para ver si las aguas se habían
retirado de sobre la faz de la tierra», es decir, de las tierras bajas de los
valles. «Pero no halló la paloma donde sentar la planta de su pie, y volvió
a él al arca.» Una semana más, y la mandó de nuevo una segunda vez, y
cuando volvió por la tarde, traía una hoja de olivo en el pico. Es un hecho
notable, por aportar un testimonio indirecto a este relato, que el olivo,
según se ha comprobado, da hojas bajo el agua. Por tercera vez Noé sacó
un mensajero de paz, al cabo de otra semana, y «no volvió ya más a él».
«Nunca en la historia de la naturaleza», dice el escritor ya citado, «se ha
dibujado una imagen con una belleza tan exquisita y mayor fidelidad que
ésta. Es tan admirable por su poesía como por su verdad». El primer día
del primer mes, en el año seiscientos uno, «las aguas se secaron sobre la
tierra; y quitó Noé la cubierta del arca, y miró, y he aquí que la faz de la
tierra estaba seca. Y en el mes segundo, a los veintisiete días del mes, se
secó la tierra»; justamente un año y diez días después de que Noé entrase
en el arca.
Hasta aquí el relato de la Escritura. A menudo se ha explicado que el
objetivo de la Biblia es darnos la historia del reino de Dios, no tratar temas
curiosos o incluso científicos, por lo que podemos omitir una cuestión
demasiado a menudo discutida, últimamente con un espíritu totalmente
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impropio, con estas palabras de un escritor reciente: «Es una cuestión
discutida entre los teólogos y los científicos si el diluvio fue
absolutamente universal, o si fue universal sólo en el sentido de
extenderse sobre toda la parte del mundo habitado entonces. Aquí no
entramos en esta controversia; pero podemos señalar el hecho notable que
la región al este de Ararat, donde se asentó el arca, muestra señales de
haber estado debajo del agua en otro tiempo. Es una región con una
depresión particular, por debajo de las regiones de su alrededor, y por ello
proporcionando ciertas facilidades para tal inmersión».
Pero hay otro tema relacionado con el diluvio tan destacado y chocante
como para reclamar nuestra atención. Es el hecho que el recuerdo del
diluvio ha sido conservado en las tradiciones de tantas naciones, tan
alejadas e independientes entre sí, que resulta imposible dudar que hayan
derivado de una sola fuente original. Como debe suponerse, contienen
muchos elementos legendarios, y generalmente sitúan la localidad del
diluvio en sus propias tierras; pero estas mismas particularidades los
definen como corrupción de la historia real registrada en la Biblia, y
transmitida por las diferentes naciones donde se establecieron. El Sr.
Perowne ha agrupado estas tradiciones como sigue: las de Asia Occidental,
incluyendo los relatos caldeos, fenicios, los así llamados «Oráculos
Sibilinos», los frigios, sirios y armenios; luego los de Asia Oriental,
incluyendo los relatos persas, indios y chinos; y, en tercer lugar, los de las
Naciones Americanas: los de Cherokee, y diversas tribus de las Indias
Mexicanas, con los que, por extraño que parezca, agrupa también los
relatos de las islas Fiji. A éstos añade, como cuarto ciclo, las tradiciones
similares de las naciones griegas. Pero la tradición más interesante es la
caldea o babilonia, la cual merece un estudio más detenido.
Aunque no necesitamos tales confirmaciones indirectas para
convencernos de la verdad de los relatos de la Biblia, es muy notable que
todas las investigaciones históricas, cuando se completan y aplican
correctamente, confirman la exactitud de lo que se recoge en las Santas
Escrituras. Pero su principal valor para nosotros tiene que ser siempre
éste, que nos informan sobre el Arca que flota sola sobre las aguas del
diluvio, y conserva salvos para siempre a los que están «cerrados dentro»
por la mano de Jehová.
Relato caldeo del diluvio: Podemos decir que tenemos dos relatos
caldeos generales del diluvio. Uno nos llega de fuentes griegas, de mano
de Beroso, un sacerdote caldeo del segundo siglo antes de Cristo, quien
tradujo al griego los registros de Babilonia. Éste, siendo el menos claro, no
es necesario comentarlo aquí. Pero mucho más interés poseenlas
inscripciones cuneiformes anteriores, descubiertas y descifradas por
primera vez en 1872 por el Sr. G. Smith, del Museo Británico, y desde
7
entonces estudiado más profundamente por el mismo erudito. Estas
inscripciones ocupan doce tablas, de las cuales sólo una parte ha sido
hecha asequible. Se pueden describir en términos generales como
constituyentes del relato babilonio del diluvio, lo cual, puesto que tuvo
lugar en aquel lugar, tiene un valor especial. El relato se supone que data
de dos mil a dos mil quinientos años antes de Cristo. La historia del
diluvio la relata un héroe, conservada a través de él, para un monarca a
quien el Sr. Smith llama Izdubar, pero quien supone que debe ser el
Nimrod de la Escritura. Como cabe esperar, hay diferencias frecuentes
entre el relato babilonio y el bíblico del diluvio. Por un lado, concuerdan
en varios detalles, los cuales confirman el relato bíblico más que nunca,
demostrando que el acontecimiento se había convertido en una parte
distinguida de la historia de la región en la que tuvo lugar. Hay referencias
frecuentes a Erec, la ciudad mencionada en Génesis 10:10; alusiones a una
raza de gigantes, descritos en términos fabulosos; una mención de Lamec,
padre de Noé, aunque con nombre diferente, y del propio patriarca como
un hombre sabio, reverente y devoto, quien, cuando la divinidad decidió
destruir con el diluvio el mundo por su pecado, construyó el arca. Algunas
veces el lenguaje es tan parecido al bíblico que parece que se están
leyendo citas distorsionadas de la Escritura. Mencionamos, a modo de
ejemplo, el desprecio que se dice que provocó la construcción del arca
ante sus contemporáneos; calafatear el arca por dentro y por fuera con
brea; el cierre de la puerta detrás de los salvados, la apertura de la ventana,
cuando las aguas habían descendido; el ir y venir de la paloma desde «un
lugar de reposo que no halló», el envío del cuervo, el cual, alimentándose
de los cuerpos sobre el agua, «no volvió»; y, finalmente, la construcción
del altar por parte de Noé.
«‘Había gigantes en la tierra en aquellos días (en hebreo: Nephilim)… Éstos fueron los
valientes (o héroes) que desde la antigüedad fueron varones de renombre.’ Esos Nephilim
eran ‘hombres de violencia’, o tiranos, como lo traduce Lutero, porque la raíz de la palabra
significa, ‘caer sobre’. Todo parece indicar que era un período de violencia, de la fuerza
contra el derecho, de rapiña, concupiscencia, y de incredulidad universal en la promesa.»
Esta figura extraída de un bajorrelieve asirio del siglo VII a.C. (Museo del Louvre) representa a
Gilgasmesh héroe de la epopeya mítica asiriobabilónica sobre los orígenes del mundo, que
podríamos asociar con uno de esos «Nephilim» que la Biblia describe como gigantes que
poblaron la tierra.
Capítulo 7
(Génesis 8:15–9:1–28)
El sacrificio de Noé
El pecado de Noé
Capítulo 8
(Génesis 10–11:1–10)
Era la voluntad divina que después del diluvio toda la tierra fuera
repoblada por los descendientes de Noé. Para este propósito,
evidentemente, tenían que separarse y esparcirse, a fin de formar las
diferentes naciones y tribus entre las que el mundo iba a dividirse.
Cualquier intento de unificarse entre ellos no solo sería contrario al
propósito divino, sino que, teniendo en cuenta el pecado universal del
hombre, también resultaría peligroso para sí mismos, e incluso sería falso,
porque su separación interior ya había aparecido en los caracteres y en las
tendencias diferentes de Cam y sus hermanos.
Genealogía de las naciones
Babel
La confusión de lenguas
Capítulo 9
Un escritor alemán moderno ha dicho acertadamente: «El nacimiento
del paganismo puede datarse a partir del momento cuando se pronunció la
frase presuntuosa, “Vamos, edifiquemos una ciudad y una torre, cuya
cúspide llegue al cielo, y hagámonos un nombre”». Incluso Josefo, el
antiguo historiador judío, considera a Nimrod como el padre del
paganismo, cuya característica es la de encontrar fuerza y felicidad en el
pecado, y no en Dios. Su principio básico es rechazar todo lo que no se ve,
y aferrarse a lo que es temporal. Así también nosotros podemos ser
paganos en nuestro corazón, aunque no lo seamos en mente, y no
adoremos maderos o piedra. Ciertamente, es muy notable que no se haya
descubierto ninguna nación o tribu que no adore algún ser superior; y no
obstante desde los bárbaros más salvajes hasta el filósofo más refinado,
todos han sido destituidos del conocimiento del único Dios vivo y
verdadero. La única excepción en el mundo es Israel, a quien Dios se
reveló de manera especial; e incluso Israel necesitaba enseñanza, guía y
disciplina constantes de lo alto a fin de impedir que cayera de nuevo en la
idolatría. La idolatría es la religión de la vista en lugar de la de la fe. En
vez de un Creador que no ha sido visto, el hombre consideró lo que era
visible (el sol, la luna, las estrellas) como la causa y el legislador de todo;
o asignó a cada cosa su divinidad, y así tuvo dioses en gran cantidad y
muchos señores; o incluso convirtió a sus héroes, reales o imaginarios, en
dioses. La adoración de los cielos, la adoración de la naturaleza, o la
adoración del hombre; tales son el paganismo y la idolatría. A pesar de
ello, el hombre siempre notó la insuficiencia de su adoración, porque
detrás de estos dioses colocó un Destino oscuro, inmutable, indescubrible,
que legislaba de modo supremo y controlaba tanto a los dioses como a los
hombres. Ciertamente era un cambio terrible el abandonar a nuestro Padre
celestial y a su amor por tales falsas ilusiones y decepciones.
Las naciones y su religión
Job
Capítulo 10
Antes de seguir adelante con nuestra historia sería adecuado dar unas
breves explicaciones sobre la tabla cronológica ofrecida en este volumen,
y de la cronología temprana de la Biblia en general.
Capítulo 11
(Génesis 11:27–13:1–4)
El llamamiento de Abram
Su llegada a Canaán
Leemos que «Taré tomó a Abram su hijo, y a Lot hijo de Harán, hijo de
su hijo, y a Saray su nuera, mujer de Abram su hijo, y salió con ellos de Ur
de los caldeos, para ir a la tierra de Canaán; y vinieron hasta Harán, y se
quedaron allí».
Las palabras que hemos escrito entre comillas no dejan lugar a dudas,
en cuanto a que el primer llamamiento de Dios había llegado a Abram
6
mucho antes de la muerte de Taré, y cuando el clan todavía estaba en Ur.
7
A partir del hecho que Harán después es llamada «la ciudad de Nacor»,
adivinamos que Nacor, hermano de Abraham, y su familia también se
habían establecido allí, aunque tal vez posteriormente, y sin dejar su
idolatría. Es una confirmación notable del relato escritural, que, a pesar de
que esa región pertenece a Mesopotamia, y no a Caldea, se sabe que sus
habitantes retuvieron durante largo tiempo la lengua y la religión caldeas.
Harán ha conservado su nombre original, y en tiempos de los romanos era
uno de los grandes campos de batalla donde el poder sufrió una derrota por
parte de los Partos.
El viaje desde Ur, en el lejano sur, había sido largo, extenuante y
peligroso; y las llanuras fructíferas alrededor de Harán debieron atraer de
un modo muy especial a una tribu ganadera para que se estableciera allí.
Pero cuando llegó el mandamiento divino, Abram no fue «desobediente a
la visión celestial». Tal vez la llegada y el asentamiento de Nacor y su
familia, trayendo con ellos sus aportaciones idólatras, creó un nuevo
incentivo para irse. Y hasta el momento, Dios, en su providencia, había
facilitado el camino de Abram para que se fuera, ya que su padre Taré
había muerto en Harán a la edad de doscientos cinco años. El segundo
llamamiento de Jehová a Abram, según se presenta en Génesis 21:1–3,
consistía en un mandamiento cuádruple, y una promesa cuádruple. El
mandamiento exponía unos términos bastante bien definidos: «Vete de tu
tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te
mostraré»; dejando indeterminado, como si aún no se hubiese decidido, el
lugar final de su destino. Esta incertidumbre debió haber sido una
dificultad adicional, y en aquellas circunstancias una dificultad muy seria
en el camino de la obediencia de Abram. Pero las palabras de la promesa
le dieron ánimo. Debe notarse claramente que en esta ocasión, como en
cualquier otra de la vida de Abram, su fe determinó su obediencia.
Coincidiendo con esto leemos: «Por la fe, Abraham, siendo llamado,
obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin
8
saber adónde iba». La promesa en la que él confiaba le aseguraba estas
cuatro cosas: «Haré de ti una nación grande»; «te bendeciré», con esta
añadidura (en el v. 3), «y serás bendición. Bendeciré a los que te bendigan,
y a los que te maldigan maldeciré»; «engrandeceré tu nombre»; y,
finalmente, «y serán benditas en ti todas las familias de la tierra».
Cuando examinamos estas promesas de manera más detenida,
inmediatamente vemos que debieron significar otra prueba adicional de la
fe de Abram; porque no sólo iba como forastero a una tierra extranjera,
sino que no tenía ningún hijo. La promesa que sería «bendición»,
implicaba que, en cierto modo, la bendición estaría identificada con él; de
manera que la felicidad o el mal fluirían a partir de la relación de los
hombres con Abram. Por otro lado, de las curiosas palabras «los que te
9
bendigan», en plural, y «el que te maldiga», en singular, se desprende que
el propósito divino de misericordia incluía a muchos, «de todas las
naciones, pueblos, y lenguas». Finalmente, la gran promesa, «en ti serán
benditas todas las familias de la tierra», iba mucho más allá de la
seguridad personal, «engrandecerá tu nombre». Tomaba de nuevo y definía
mejor las promesas anteriores de liberación final, concretando en Abram
la fuente de donde iba a brotar la bendición. Bajo esta luz, toda la
humanidad aparece solamente como muchas familias, pero con un solo
padre; y que debían ser unidas de nuevo en una bendición común en y por
medio de Abram. Esta promesa, que fue repetida a menudo en la historia
de Abram, contenía ya en el principio la totalidad del propósito divino de
misericordia en la salvación de los hombres. Así se cumpliría la
predicción: «engrandezca Dios a Jafet, y habite en las tiendas de Sem»,
como lo dice Pedro en Hechos 3:25, y Pablo en Gálatas 3:8, 14.
Abram tenía setenta y cinco años «cuando salió de Harán»,
acompañado por Lot y su familia. Dejando aparte las diversas tradiciones
que describen su larga estancia en Damasco, y su supuesto gobierno en el
lugar, aprendemos de la Escritura que Abram entró en la tierra de la
promesa, como muchos años después su nieto Jacob volvió a ella, dejando
a su derecha el Líbano majestuoso, y a su izquierda los pastos de Galaad y
los bosques montañosos de Basán. Fue adelante pasando por colinas y
valles, hasta llegar a la deliciosa llanura de Moré, o mejor dicho la
extensión de encinares de Moré, en el valle de Siquem. Los viajeros han
hablado con términos muy entusiastas sobre este valle. «Súbitamente»,
escribe el profesor Robinson, «el terreno se hunde en un valle hacia el
oeste, con una tierra de un rico mantillo vegetal. Allí se precipita ante
nuestros ojos una escena de una vegetación exuberante y casi única. Todo
el valle estaba lleno de jardines de plantas, y huertos de todo tipo de
frutos, regados por varias fuentes, que brotan de varias partes, y fluyen
hacia el oeste en forma de riachuelos refrescantes. Apareció ante nosotros
repentinamente, como una escena de cuentos de hadas. No vimos nada
10
comparable en toda Palestina». Otro viajero dice: «Aquí no hay
matorrales salvajes; pero hay vegetación por todas partes, sobra por
doquier; no es la sombra del roble o el encinar, sino del olivo, tan suave en
su color, tan pintoresco en su forma, que por su causa podemos ignorar
cualquier otro bosque». Tal fue el primer lugar de reposo de Abram en la
tierra de la promesa, en la llanura, o mejor, en el bosque de Moré, cuyo
nombre probablemente derivaba del propietario cananeo de la región.
Porque, como lo indica la nota del escritor sagrado, «y el cananeo estaba
entonces en la tierra», el país no se hallaba sin arrendatario, sino que
estaba ocupada por una raza hostil; y si Abram tenía que tomar posesión
de él, tenía que ser otra vez por medio de la fe en las promesas.
Fue allí de hecho donde Jehová «se apareció» a Abram, bajo algún tipo
de forma visible; y entonces por vez primera ante el cananeo fue
expresada la promesa, «a tu descendencia daré esta tierra». Se añade que
Abram «edificó allí un altar a Jehová, quien se le había aparecido». Así, el
suelo donde Jehová había sido visto, y que había prometido a Abram, fue
consagrado al Señor; y la fe de Abram, que hizo profesión pública en una
tierra extranjera, se aferró a la promesa de Jehová, entregada
solemnemente.
Desde Siquem, Abram se desplazó, probablemente por causa del pasto,
hacia el sur a una montaña en el este de Betel, plantando su tienda entre
Betel y Hai. Esta región, en palabras de Robinson, es «aún una de las
mejores extensiones para apacentar el ganado de toda la tierra». Con el
lenguaje resplandeciente de Dean Stanley: «Nos hallamos en una de las
más altas sucesiones de montañas, … con su cumbre que reposa sobre las
laderas rocosas, y distinguida por los olivos, que se apiñan sobre su amplia
zona superior. Desde esta altura, ofreciendo así una base natural para el
altar del patriarca, y una sombra adecuada para su tienda, Abram y Lot
estaban adquiriendo una amplia vista del país… tan grande que no se
puede disfrutar en ningún otro lugar cercano». Lo que su mirada encontró
desde ese punto será descrito en el próximo capítulo.
Mientras, hacemos referencia al hecho de que también aquí Abram
«edificó un altar a Jehová»; y, a pesar de que no da la impresión de que se
le apareciera, no obstante, el patriarca invoca el nombre de Jehová.
Después de su estancia, seguramente durante bastante tiempo, Abram
continuó su viaje, «yendo más al oeste», como peregrino y extranjero «en
la tierra de la promesa»; su posesión de la misma denotada sólo por los
altares que dejó en su camino.
«El segundo llamamiento de Jehová a Abram, según se presenta en Génesis 21:1–3, consistía
en un mandamiento cuádruple, y una promesa cuádruple. El mandamiento exponía unos
términos bastante bien definidos: ‘Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre,
a la tierra que te mostraré’; dejando indeterminado, como si aún no se hubiese decidido, el
lugar final de su destino.»
Esta caravana de una tribu semita, pintada durante el reinado del faraón Sesostris II sobre los
muros de una tumba de Beni Hassan en Egipto (tumba de Khnumhotep II; XII Dinastía, hacia
1880 a.C.) es casi contemporánea en fechas al viaje a Egipto de Abram. Viéndola se nos hace
más fácil imaginar a la familia del patriarca en su emigración desde Arán al norte de
Mesopotamia, hasta las fértiles tierras de los faraones.
Hasta aquí Abram había sido acompañado por Lot en todos sus viajes.
Pero incluso entre ellos dos era necesaria una separación. Porque Abram y
su descendencia tenían que ser muy distintas de las otras razas, para que el
ojo de la fe se pudiera fijar en las edades futuras en el padre de los fieles,
como aquél de quien debía salir el Mesías prometido. Como en tantas
otras de las más notables intervenciones de Dios, ésta también fue
introducida por medio de lo que aparentemente era una serie de
circunstancias naturales, y probablemente el mismo Abram ignoraba el
propósito divino de lo que en su tiempo no debería ser para él una prueba
sin importancia. El aumento de su riqueza, y especialmente de sus ganados
y rebaños en Egipto, trajo contiendas entre los pastores de Abram y los de
Lot, lo cual era todavía más doloroso porque, como la Biblia indica, «el
cananeo y el ferezeo habitaban entonces en la tierra», y presenciaron esta
«rivalidad» entre «hermanos». Para evitar cualquier motivo, Abram
propuso una separación voluntaria, permitiendo a Lot, aunque era el menor
y más pequeño, que escogiera la región; esto no meramente por su
generosidad, sino con fe, dejando en manos del Señor determinar las
fronteras de su tierra.
Al estar sobre las montañas más altas entre Betel y Hai, la perspectiva
ante ellos debería ser inigualable. Mirando atrás hacia el norte, la vista se
detenía sobre las montañas que dividen Samaria y Judea; hacia el oeste y
el sur, alcanzaría más allá de la posterior posesión de Benjamín y Judá,
hasta divisar en la lejanía la ladera donde se hallaba Hebrón. Pero la vista
más hermosa estaba al este: a lo lejos, la oscura montaña de Moab; a su
pie, el Jordán, serpenteando por el valle de indescriptible fertilidad; y en
primer plano, la cadena de montes de Jericó. Cuando los patriarcas
contemplaban toda la cuña del valle del Jordán, estaba colmado de la más
exuberante vegetación tropical, el lugar más dulce de todo lo que se
hallaba alrededor del Lago de Sodoma, en aquella época seguramente un
lago de agua dulce, el «circuito» se parecía en su aspecto a la región del
Mar de Galilea, pero superando en gran manera su fertilidad y belleza. En
esta «circunferencia» del Jordán, y cerca de las aguas de Sodoma, habían
crecido ciudades ricas, pero también eran la sede de la más terrible
corrupción. Cuando Lot vio esa «circunferencia» o región, hermosa como
el paraíso, verde con su vegetación perenne, como la parte de Egipto
bañada por el Nilo, su corazón se fue tras ello, sin preocuparse, o sin
tomarse la molestia de indagar sobre el carácter de sus habitantes.
Ciertamente dicho espectáculo podía cautivar fácilmente el corazón de
cualquiera que tuviese sus afectos puestos sobre las cosas de aquí abajo.
Tal era el corazón de Lot; y ahora reivindicaba, con su elección, la
necesidad de su separación de Abram. Sin duda alguna sus objetivos se
despedazaron al igual que los caminos que tomó. Pero, pese a todo, Dios
vigilaba en torno a Lot y no le abandonó a que segara los frutos amargos
que él mismo había elegido.
Abram tampoco fue desamparado ni abandonado sin consuelo. Puesto
que cuando más lo necesitaba, por cuanto estaba solo y no tenía ante él
aparentemente nada más que los áridos montes de Judea, Jehová le renovó
una vez más y aumentó la promesa de la tierra, tan lejos como pudieran
alcanzar sus ojos, cediéndola a Abram y a su «descendencia para
siempre». Porque las palabras de esta promesa no fueron anuladas por los
setenta años que Judá pasó en la cautividad de Babilonia, ni lo son por los
dieciocho siglos de la falta de fe y la dispersión actuales de Israel. La
promesa de la tierra es a la «descendencia» de Abram «para siempre».
Dios ha unido la tierra y el pueblo; y aunque una está desolada ahora,
como un cuerpo muerto, y el otro va vagando sin descanso, como si se
tratara de un espíritu sin cuerpo, Dios los juntará de nuevo en los días en
que se establezca definitivamente su promesa. Por lo tanto Abram
seguramente entendió la palabra de Jehová. Y cuando, por así decirlo,
tomaba posesión de la tierra prometida por la fe, le fueron dadas
instrucciones de andar por ella.
Abram en Hebrón
Sodoma saqueada
Una vez más, la victoria esperaba a los invasores. Dos de los reyes
cananeos murieron, y los demás huyeron en una confusión salvaje;
Sodoma y Gomorra fueron saqueadas, y sus habitantes (Lot uno de ellos)
fueron tomados cautivos por las huestes en retirada. Esta era la primera
vez (por lo menos en la historia de la Escritura) que el reino del mundo,
como lo fundara Nimrod, entraba en contacto con el pueblo de Dios, y ello
en el suelo de Palestina. Porque Quedorlaomer y sus confederados
ocuparon precisamente la tierra donde posteriormente estarían los
1
imperios Babilonio y Asirio. Por ello, fue necesario que Abram
interviniese. Dios le había dado la tierra, y allí se encontraba su enemigo
heredado; y Dios ahora le llamó y le proveyó, aunque no era nada más que
un extranjero y peregrino en su tierra, para ser el que la liberara; mientras
que el modo y las circunstancias de su liberación señalarían igualmente a
las realidades de las que eran figura.
Uno que había escapado del tumulto llevó a Abram la noticia del
desastre. Éste armó inmediatamente a sus sirvientes debidamente
entrenados, trescientos dieciocho; y, acompañado por Aner, Escol y
Mamré, los jefes a quienes pertenecía la región de los alrededores de
Hebrón, persiguió a Quedorlaomer y sus aliados. Probablemente, como
suele suceder en tales guerras, la victoria los hizo despreocuparse.
Seguramente hicieron fiesta, o sus bandas, cargadas de cautivos y
despojos, estarían esparcidas y desordenadas. Ciertamente no temían
ningún peligro, cuando Abram, tras dividir su fuerza, cayó sobre ellos, en
la oscuridad de la noche, desde varios lados al mismo tiempo, causó una
gran mortandad y los persiguió hasta cerca de Damasco.
Rescate de Lot
Todos los despojos y todos los cautivos, Lot entre ellos, fueron
rescatados y recuperados. Mientras el ejército de Abram volvía entró en el
valle de Save, cerca de los muros de lo que posteriormente sería Jerusalén,
fueron recibidos por dos personas con dos caracteres muy distintos, y
viniendo de direcciones opuestas. Desde las orillas del Jordán el nuevo rey
de Sodoma, cuyo antecesor había caído en la batalla contra Quedorlaomer,
subió para dar las gracias a Abram y ofrecerle los despojos que había
ganado; mientras que de las alturas de Salem, la antigua Jerusalén, el rey
sacerdote Melquisedec descendió para bendecir a Abram, y refrescarlo con
«pan y vino».
Capítulo 13
(Génesis 15–20; 21:22–34)
Los grandes momentos de prosperidad demasiado frecuentemente son
seguidos por épocas de depresión. Abram ciertamente había derrotado a
los reyes de Asiria, pero su misma victoria podría exponerle a la venganza
de los mismos, o atraer los celos de los que estaban a su alrededor. No era
nada más que un extranjero en una tierra extranjera, sin otra posesión que
una promesa, y todavía no tenía un heredero a quien transmitirla. En estas
circunstancias se hallaba cuando «Jehová fue a Abram en una visión»,
diciendo, «yo soy tu escudo y tu galardón sobremanera grande», es decir,
yo mismo soy tu defensa de todos tus enemigos, y la fuente y manantial de
donde será completamente satisfecha tu fe con gozo.
Ismael
Fue en estas circunstancias que Jehová se apareció por fin una vez más
en forma visible a Abram; esta vez para establecer y cumplir el pacto que
1
él había hecho primero. Por ello también en esta ocasión encontramos la
amonestación: «Anda delante de mí y sé perfecto», que viene después del
pacto y no lo puede preceder jamás. Como prueba de este pacto
establecido, Dios encargó a Abram y sus descendientes el rito de la
circuncisión como señal y sello; cambiando al mismo tiempo el nombre de
Abram, «padre enaltecido» (jefe noble), por Abraham, «padre de una
2
multitud», y el de Sarai, «principesca», a Sara, o «princesa», para denotar
que por medio de estos dos se cumpliría la promesa, y que de ellos tenía
que brotar la raza escogida. Estas nuevas llegaron a Abraham con una
sorpresa tan llena de gozo que, en adoración humilde, «se postró sobre su
rostro», «se rió», al considerar en su interior las circunstancias del caso,
como hace notar Calvino, no por duda o falta de fe, sino con felicidad y
admiración. Para perpetuar el recuerdo de su admiración, la semilla
prometida llevaría el nombre de Isaac, o «risa». Del mismo modo que
posteriormente, al principio del llamamiento de los gentiles, el nombre de
Saulo fue cambiado a Pablo (probablemente después de los primeros
frutos de su ministerio), igualmente aquí, al inicio del llamamiento de
Israel, tenemos tres nombres, que nos indican el poder de Dios, que estaba
en la raíz de todas las cosas, y de la fe sencilla que recibió la promesa. El
heredero de las promesas sería ciertamente el hijo de Sara; pero Dios
también velaría por Ismael, y «le multiplicaría en gran manera», y «le
haría una gran nación». A partir de aquellos días la señal de la circuncisión
permaneció para dar testimonio del pacto con Abraham. En el octavo día,
puesto que había pasado el primer período completo de siete días, debe
empezar un nuevo período; y todo niño judío circuncidado de este modo es
un testimonio vivo de la transacción entre Dios y Abraham hace más de
tres mil años. Pero, mucho mejor, apuntaba hacia adelante al
cumplimiento de la promesa del pacto en Cristo Jesús, en quien ya no se
necesita ninguna circuncisión aparte de la del corazón.
Mientras era ejercitada y bendecida la fe de Abraham de este modo,
los «hombres malos e impostores», entre los cuales Lot había escogido su
morada, habían ido de mal en peor, y completaron rápidamente la medida
de su iniquidad. Ese juicio que había estado pendiente sobre sus cabezas
como una nube oscura tenía que explotar en una tempestad terrible. Abram
estaba sentado «a la puerta de su tienda al calor del día», cuando Jehová se
le apareció una vez más en forma visible. En esta ocasión parece ser que
se trataba de tres viajeros a los cuales el patriarca se apresuró a recibir en
descanso y refrigerio de su morada. Pero los huéspedes celestiales eran el
3
mismísimo Señor y dos ángeles, que serían los dos ejecutadores de su
venganza justiciera. No cabe duda alguna de que Abraham reconoció el
carácter celestial de sus visitantes, pero con la delicadeza y modestia tan
típicas suyas, les recibió y hospedó de acuerdo con el modo en que se
habían presentado a él. Su visita tenía un objetivo doble; uno con respecto
a Sara y el otro a Abraham. Si Sara iba a ser la madre de la descendencia
4
prometida, también ella tenía que aprender a creer. Probablemente no
recibiera con mucha fe el relato que Abraham le contara de su última
visión de Jehová. En cualquier caso, la primera pregunta de los tres fue
sobre Sara. Ahora el mensaje del nacimiento de un hijo se comunicaba
directamente a ella; y al manifestarse su incredulidad en su risa, primero
fue reprochada y luego eliminada. Habiendo cumplido el primer objetivo
de su visita, los tres prosiguieron su camino a Sodoma acompañados por
5
Abraham. Fue entonces cuando el mismo Jehová desveló ante el patriarca
el otro propósito de su venida.
La destrucción de Sodoma
La alianza con Abraham que Abimelec había buscado por medio del
casamiento, se concertó poco después con un pacto formal entre ambos,
9
acompañado por el sacrificio del número sagrado de siete corderas. Para
mostrar que no se trataba de una alianza privada sino pública, Abimelec
10
llegó acompañado de su capitán jefe, o Ficol, afirmando explícitamente
al mismo tiempo que se trataba del motivo en el paso público que tomaba,
que Dios estaba con Abraham en todo lo que hacía. De modo parecido, se
había ya mostrado con anterioridad la coincidencia en estos detalles entre
Abimelec y su pueblo, cuando el rey comunicara a «todos sus siervos» lo
que Dios le había contado sobre Abraham, «y temieron los hombres en
gran manera». En estas circunstancias no nos sorprende que Abraham
hiciera de la tierra de los filisteos el lugar de residencia prolongada,
plantando su tienda cerca de Beerseba, «el pozo del juramento», con
Abimelec; o, mejor dicho, «el pozo de las siete corderas»; y allí, una vez
más «invocó el nombre de Jehová, el Dios eterno».
Capítulo 14
(Génesis 16–25:1–18)
Expulsión de Ismael
Sobre esta base, y no por envidia, Sara pidió que la sierva y su hijo
fueran «echados fuera». Pero Abraham, que parece haber malentendido sus
motivos, no estaba dispuesto a concedérselo, por sus sentimientos
paternales tan naturales en un caso así, hasta que Dios le dio las mismas
instrucciones directamente. La expulsión de Ismael era necesaria, no solo
por su ineptitud, y para mantener al heredero de la promesa separado de
los demás, sino también por causa de Abraham mismo, cuya fe tenía que
ser entrenada para que renunciara, obedeciendo al llamamiento divino, a
todo, incluso sus lógicos afectos paternales. Y en su tierna misericordia
Dios una vez más simplificó la prueba, otorgándole la promesa especial
que Ismael llegaría a ser «una nación». Por lo tanto, aunque Agar y su hijo
fueron echados fuera literalmente, con la única carga de lo mínimo
indispensable para el viaje (agua y pan), esto estaba ideado especialmente
para poner a prueba la fe de Abraham, y su pobreza fue solamente
temporal. Porque, poco después leemos en la Escritura que, antes de su
muerte, Abraham había enriquecido a sus hijos (los de Agar y de Cetura)
3
con «dones»; y en su entierro aparece Ismael, como un hijo reconocido, al
4
lado de Isaac, para cumplir con los últimos ritos de amor a su padre.
Así «echados fuera», Agar y su hijo erraron por el desierto de
Beerseba, probablemente de camino a Egipto. Allí sufrieron lo que de
siempre ha sido el gran peligro de los viajeros del desierto: la falta de
agua. Al muchacho le faltaron las fuerzas antes que a la madre. Pero a lo
largo el ánimo y la resistencia de la madre también sucumbieron ante el
cansancio total y el desaliento. Hasta aquel momento ella había ayudado a
su hijo en su caminar; pero ahora dejó que se abatiese «debajo de un
arbusto», y ella se fue «a cierta distancia», para no presenciar la agonía de
su muerte, pero a una distancia a su alcance. Usando el lenguaje pictórico
de la Escritura, «alzó su voz y lloró». No obstante, no fue el grito de ella,
sino el del hijo de Abraham el que subió a los oídos del Señor; y una vez
más Agar recibió indicaciones para llegar a un pozo de agua, pero esta vez,
de parte de «un ángel de Dios», no, como antes, «el Ángel de Jehová». Y
ahora también, para fortalecerla en el futuro, le fue dada la misma
certidumbre que había sido dada a Abraham con anterioridad. Esta
promesa de Dios ha sido cumplida muy abundantemente. El muchacho
habitó en aquella amplia región entre Palestina y el Monte Horeb, que se
llama «el desierto de Parán», el cual hasta hoy es el dominio indiscutible
de sus descendientes, los árabes beduinos.
Por amarga que fuera la prueba de «echar fuera» a Ismael, su hijo, se
trataba solo de una preparación para una mucho más dura sobre la fe y
obediencia de Abraham. Para esta cuesta precisamente (la última, la más
alta, pero también la más empinada de la vida de fe de Abraham) todas las
indicaciones y los tratos previos de Dios le habían preparado y calificado
gradualmente. Pero incluso así, parece que surge de manera solitaria en la
Escritura y sin ninguna aproximación, como un magnífico pico de
montaña, al cual sólo un escalador ha sido llamado para que lo corone. No,
ni siquiera uno, puesto que incluso otro pico y mucho más alto, tan
elevado que su cumbre alcanza incluso el cielo, ha sido alcanzado por la
«descendencia de Abraham», quien lo ha hecho todo y mucho más de lo
que hizo Abraham, y que ha convertido en una bendita realidad para
nosotros lo que en el sacrificio del patriarca fue sólo una figura.
Y no cabe duda, fue cuando en el Monte Moria (el monte de la
verdadera «provisión» de Dios), Abraham estaba a punto de ofrecer a su
5
hijo en sacrificio, que, con las palabras de nuestro bendito Señor, vio el
día de Cristo, «y se regocijó».
Muerte de Sara
Muerte de Abraham
Y así, por medio del impresionante silencio de tantos años como para
abarcar más de una generación, la Escritura nos lleva a la muerte de
Abraham, en «buena vejez» de ciento setenta y cinco años, setenta años
después del nacimiento de Isaac. Y por citar el lenguaje significativo de la
Biblia, «fue unido a su pueblo», una expresión muy diferente de morir o
ser sepultado, y que implica reunión con los que habían partido primero, y
una creencia firme y segura en la vida venidera. Y mientras sus hijos Isaac
e Ismael, ambos de avanzada edad, están al lado de su sepulcro en la cueva
de Macpelá, nos parece oír la voz de Dios diciendo en todo tiempo:
«Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido,
sino mirándolo de lejos, y abrazándolo, y confesando que eran extranjeros
11
y peregrinos sobre la tierra».
Capítulo 15
(Génesis 24; 25:19; 26)
El relato sagrado se vuelve hacia la historia de Isaac, el heredero de las
promesas, todavía marcando su curso los tratos de parte de Dios que
habían caracterizado la vida de Abraham. Desde el punto de vista de las
promesas divinas, el casamiento de Isaac tenía que ser ineludiblemente un
asunto de gran importancia para Abraham.
El patriarca tenía dos cosas muy claras: Isaac no podía en modo alguno
tomar una esposa de entre los cananeos del lugar, no debía hacer alianza
con los que iban a ser desposeídos de la tierra; y que Jehová, quien tan a
menudo había demostrado ser un Dios fiel, y en obediencia al cual ahora
rechazaba lo que hubiese podido parecer relaciones altamente ventajosas,
proporcionaría él mismo una compañera adecuada para Isaac. Estas dos
convicciones determinaron la conducta de Abraham, como también
condujeron la de «su criado más viejo», al que Abraham encargó llevar a
cabo sus deseos, y quien, en términos generales, parece haber estado
profundamente implicado en el espíritu de su amo.
1
Hacía poco tiempo que Abraham había sido informado que su
hermano Nacor, a quien había dejado en Harán, había sido bendecido con
numerosos descendientes. A él, pues, envió el patriarca «su criado, el más
viejo de su casa, que era el que gobernaba en todo lo que tenía»; se cree
2
que era Eliezer de Damasco, aunque por aquel tiempo ya debía ser de
edad avanzada como su amo. Pero antes de partir le hizo jurar por Jehová
(ya que este asunto concernía la esencia misma del pacto) para impedir
cualquier alianza con los cananeos, y para aplicarlo a su «parentela». Y
cuando el criado le planteó la posibilidad que para la ejecución de su deseo
podría ser necesario que Isaac volviera a la tierra de donde viniera
Abraham, el patriarca se negó rotundamente, tanto por ser contrario a la
voluntad divina como por su creencia con fe que no habría dificultad
alguna, y confió el resultado en las manos de Dios. En todo esto Abraham
no tuvo ninguna nueva revelación del cielo; ni tampoco la necesitaba.
Simplemente aplicaba a las circunstancias presentes lo que ya había
recibido como la voluntad de Dios, del mismo modo que en todas nuestras
circunstancias de la vida no necesitamos ningún nuevo comunicado de las
alturas; solamente precisamos comprender y aplicar la voluntad de Dios
tal como se nos revela en su Santa Palabra.
El resultado demostró cuán ciertas habían sido las esperanzas de
Abraham. Tras llegar a Harán, el criado de Abraham puso en oración el
asunto para que Dios «prosperase su camino», porque incluso durante
nuestro camino por los mandamientos de Dios debemos buscar y pedir su
bendición especial. Allí, mientras estaba fuera de la ciudad junto al pozo
al que, según la costumbre oriental, las doncellas acudirían a sacar agua
para sus casas, se le ocurrió con naturalidad relacionar en su oración una
muestra de aquella cortesía, hospitalidad y amabilidad religiosas a lo que
había estado habituado en la casa de su amo, con la parentela de Abraham,
y por lo tanto el objetivo de su viaje. Casi no había terminado de orar
3
cuando llegó la respuesta. «Antes que él acabase de hablar» Rebeca, la
hija de Betuel, hijo de Nacor, hermano de Abraham, fue al pozo junto al
cual se había parado el extraño con sus camellos. Su aspecto era muy
simpático («la doncella era de aspecto muy hermoso»), y su forma de
actuar muy modesta y conveniente. De acuerdo con la señal que él había
determinado en su mente, le pidió agua para beber; y concordando con la
misma señal, sobrepasó su petición sacando agua incluso para sus
camellos. Pero ni siquiera así el criado de Abraham cedió ante su primera
impresión; solamente lo hizo ante el cumplimiento exacto de su oración,
«el hombre estaba maravillado de ella, callando, para saber si Jehová
había prosperado su viaje o no». Antes de proseguir preguntando quién era
su familia, y buscando su hospitalidad, recompensó la amabilidad de ella
con regalos espléndidos. Pero cuando las respuestas de Rebeca le
demostraron que Jehová le había conducido directamente «a la casa de los
hermanos de su amo», el hombre, muy conmovido, «se inclinó y adoró a
Jehová».
Casamiento de Isaac
Isaac en Gerar
Parece ser que un hambre atroz indujo a Isaac a salir de su lugar, y se
le ocurrió con toda naturalidad seguir los pasos de su padre Abraham, e ir
a Egipto. Pero cuando llegó a Gerar, el lugar de residencia de Abimelec,
rey de los filisteos, donde Abraham había estado con anterioridad, «Jehová
se le apareció», y le dio instrucciones especiales de permanecer allí,
renovándole al mismo tiempo las promesas que había hecho a Abraham.
Podemos reconocer la bondad de Dios tanto en sus instrucciones como en
la renovación de la bendición, porque no quería exponer a Isaac a las
grandes pruebas de Egipto, y quería reforzar y animar su fe. Parece ser que
al llegar a Gerar no dijo que Rebeca era su esposa; y cuando finalmente se
le pregunta al respecto, la falta de valentía que había provocado el
equívoco desembocó en la falsedad. Imitando a Abraham hizo pasar a su
esposa por su hermana. Pero también aquí la bondad de Dios intervino
para librarlo de una prueba superior a lo que hubiese sido capaz de
soportar. Su engaño fue descubierto antes de que su esposa fuera tomada; y
una orden dada por Abimelec (no sabemos si era el mismo que gobernaba
en el tiempo de Abraham o su sucesor) aseguró su futuro. Por aquel
entonces parece ser que el hambre era tan intensa que el mismo Isaac se
puso a labrar la tierra personalmente. Y Dios le bendijo con una
producción extraordinariamente enorme, a fin de animarlo todavía más en
medio de sus pruebas. Normalmente, incluso en las partes más fructíferas
de Palestina, la cosecha era de veinticinco a cincuenta por uno; y en un
distrito pequeño, hasta ochenta por uno de trigo, y ciento por uno de
cebada. Pero Isaac recibió «ciento por uno» para que viera que incluso en
un año de hambre Dios podía conceder la mayor provisión a su siervo. La
riqueza creciente de Isaac provocó la envidia de los filisteos. Surgieron las
disputas, y taparon los pozos que Abraham había cavado. Al final, incluso
Abimelec, aunque era amigo, le aconsejó que se fuera del lugar. Isaac fue
al valle de Gerar. Pero allí también surgieron cuestiones parecidas; e Isaac
volvió una vez más a la antigua morada de Abraham, a Beerseba. Allí
Jehová se le apareció de nuevo para confirmarle, al entrar otra vez en la
tierra, las promesas hechas anteriormente. También Beerseba recibió su
nombre por segunda vez. Porque Abimelec, acompañado por su capitán
principal y su consejero personal, acudió a Isaac para renovar el pacto que
había sido hecho antes entre los filisteos y Abraham. Ahora Isaac ya
estaba en paz con todos los de su alrededor. Mejor todavía, «edificó un
altar» en Beerseba, «e invocó el nombre de Jehová».
Casamiento de Esaú
Capítulo 16
(Génesis. 27; 28:1–9)
El dolor de Esaú
Ante tal súplica por obtener algún tipo de bendición, Isaac pronunció
lo que en realidad era una profecía del futuro de Edom. Su traducción
literal, sería:
«Se dice que Rebeca ‘corrió e hizo saber en casa de su madre’, es decir, evidentemente a las
mujeres de la casa. Luego, Labán, hermano de Rebeca, viendo las joyas y escuchando la
historia, se apresura a invitar al extraño con toda la profusión de bienvenida típica de
oriente. Pero las palabras con las que Labán, siendo por lo menos parcialmente idólatra, se
dirigió al criado de Abraham: ‘Bendito de Jehová’, nos recuerdan cuán fácilmente el
lenguaje de Abraham (es decir, el lenguaje religioso) fue adoptado por aquellos que no tenían
ningún derecho a usarlo. El criado de Abraham, por otro lado, es muy parecido a su amo
con su conducta digna y honradez de propósito».
Este tocado, descubierto en Ur, data del tercer milenio anterior a nuestra era y es posible que
Rebeca usara uno parecido. (Museo Iraq-Baghdad)
Aquel primer día, una vez que Jacob dejara su casa en Beerseba, hizo
1
un largo y cansado viaje. Viajó más de cuarenta millas por las montañas
que más tarde serían las de Judá, y atravesó lo que posteriormente sería la
tierra de Benjamín. El sol se había puesto, y su resplandor final había
desaparecido detrás de las grises colinas de Efraím, cuando llegó a «un
valle irregular, cubierto, como de lápidas, con grandes rocas planas,
esparcidas por aquí y por allá, en posición vertical como crómlechs de
2
monumentos de Druidas».
Aquí, cerca de una cordillera salvaje, la gran cumbre de la cual estaba
cubierta por un olivar, era el lugar donde Abraham reposó por vez primera
al entrar en la tierra, y de donde él y Lot, antes de separarse,
inspeccionaron el lugar. Allí mismo, ante él, estaba el Luz cananeo; y más
3
allá, a muchos días de camino, se extendía su fatigoso camino a Harán.
Ese valle de piedras era un lugar solitario y misterioso, como para
hacer de él la parada de la primera noche. Pero tal vez coincidía mucho
mejor con el estado de ánimo de Jacob, que le había hecho continuar más y
más, desde temprano por la mañana, despreocupado del tiempo y el
camino, hasta que no pudo continuar con su viaje. No obstante, por
accidental que parezca la elección del lugar, pues leemos «llegó a un
cierto lugar», sin duda era un designio de Dios. Jacob se preparó para
reposar. Amontonando algunas piedras esparcidas por el valle, hizo una
almohada y se acostó.
Fue entonces, en sus sueños, cuando le pareció como si las piedras del
valle estaban siendo edificadas por medio de una mano invisible, como
peldaño tras peldaño formando una «escalera». Ahora, mientras la miraba,
subía y subía, hasta alcanzar el cielo azul lleno de estrellas centelleantes,
el cual parecía rasgarse para recibirla. A lo largo de todo ese camino
maravilloso se movían formas angélicas «que subían y descendían por
ella»; y se derramaba la luz angelical sobre su trayectoria, hasta la
cúspide, donde se hallaba el glorioso Jehová, quien habló al durmiente
solitario allí abajo: «Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el
Dios de Isaac». En su ministerio silencioso los ángeles todavía subían y
descendían por las escaleras edificadas por el cielo, desde donde estaba
Jacob recostado hasta el lugar donde Jehová hablaba. La visión y las
palabras habladas por el Señor se explican mutuamente, siendo la primera
figura de lo segundo. En esa primera noche, cuando Jacob, expulsado de su
casa y fugitivo, su mente llena de pensamientos duros, dudas y temores;
cuando, en todos los sentidos, su cabeza se recostaba sobre una almohada
de piedras en el rocoso valle de Luz, Jehová le renovó explícita y
plenamente, la promesa y la bendición dada por primera vez a Abraham, y
le añadió este consuelo, que le ayudaría en cualquier cosa con la que
debiera enfrentar: «Yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que
fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya
hecho lo que te he dicho». Y lo que Jacob oyó, eso mismo vio en visión
simbólica. La promesa era la escalera realmente edificada por Dios, que
llegaba desde el lugar solitario donde el pobre errante se hallaba acostado
hasta el cielo, justo ante la mismísima presencia de Jehová; y sobre la cual
se extendía el camino del ministerio angelical silencioso y desconocido
por el mundo. Y todavía es así para cada miembro real de Israel la
promesa de aquella «escalera» misteriosa que conecta la tierra con el
cielo. Abajo está el hombre, pobre, sin esperanza y abandonado; arriba, el
mismísimo Jehová, y a lo largo de la escalera de la promesa que une la
tierra con el cielo, los ángeles de Dios, con su silencioso pero
ininterrumpido ministerio, descendiendo con ayuda, y ascendiendo en
4
busca de liberación. Pero esta «escalera» es Cristo, porque por medio de
esta «escalera» Dios mismo ha descendido a nosotros en la persona de su
amado hijo, quien es, por así decirlo, la promesa hecha realidad, como está
escrito: «De aquí en adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de
5
Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre».
«Y despertó Jacob de su sueño, y dijo: Ciertamente Jehová está en este
lugar, y yo no lo sabía.» Ahora tenía un temor bastante diferente del de
soledad o duda. Se trataba del temor de hallarse conscientemente ante el
Dios del pacto, que siempre está atento y se preocupa, lo que le hacía
sentirse, como a tantos otros, como un errante ante su descubrimiento:
«¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta
del cielo». Y a la mañana siguiente temprano, Jacob convirtió su almohada
de piedras en una columna conmemorativa, y la consagró a Dios. En
adelante ese valle rocoso ya no sería para él el Luz de los cananeos, sino
Bet-el, «la casa de Dios»; del mismo modo en que Juan Bautista declaró
que de tales piedras Dios podía levantar hijos de Abraham. Al mismo
tiempo Jacob hizo un voto, que cuando Dios cumpliese su promesa y lo
trajera de vuelta «en paz», él por su parte haría del lugar una Bet-el,
dedicándolo a Dios, y ofreciendo al Señor una décima parte de todo lo que
6
Dios le diera, lo cual también cumplió.
No sucedió nada más digno de mención hasta el final de su viaje en «la
tierra de los orientales». Allí se encontró en un «pozo», donde, fuera de lo
corriente, había tres rebaños esperando, mucho antes de la hora usual de la
tarde, para darles de beber. El profesor Robinson hizo esta observación
personal, que nos ayudará a comprender las circunstancias: «Sobre la
mayor parte de las cisternas se pone una gran piedra plana y gruesa, con un
agujero redondo en el centro, que forma la boca de la cisterna. A menudo
se encuentra este agujero tapado con una piedra pesada, y para sacarla se
necesitan dos o tres hombres».
.
Capítulo 18
(Génesis 32–36)
Jacob en Mahanaim
La noche de la lucha
Muerte de Raquel
Capítulo 19
(Génesis 37–39)
Allí, como si se tratara del curso normal de las cosas, «Potifar, oficial
de Faraón, capitán de la guardia, varón egipcio, lo compró de los
ismaelitas». El nombre Potifar aparece a menudo en los monumentos de
Egipto (escrito tanto Pet-Pa-Ra, como Pet-P-Ra), y significa: «Dedicado a
Ra», o el sol. Según algunos escritores, «cuando José fue vendido a Egipto,
el país no estaba unido bajo el mando de una sola línea nativa, sino que era
gobernado por varias dinastías, de las que la más notoria era la
decimoquinta dinastía de reyes pastores, a la cual las restantes eran
10
tributarias». En todo caso, seguramente fue llevado a la parte de Egipto
que siempre tuvo mayor relación con Palestina. El oficio de Potifar en la
corte de Faraón era el de «jefe de ejecutores», o mejor capitán de la
guardia personal del rey. En casa de Potifar a José le sucedió como en la
suya propia. Porque las circunstancias, tanto adversas como favorables, no
pueden alterar nuestros caracteres. El que es fiel en lo poco también será
fiel en lo mucho; y el que no sabe cómo utilizar lo que le ha sido confiado,
incluso lo que tiene le será arrebatado. José era fiel, honrado, justo y
concienzudo, porque sirviendo a su señor terrenal, servía al celestial, cuya
presencia siempre sentía. De acuerdo con esto, «Jehová estaba con él», y
«Jehová hacía prosperar en su mano, todo lo que él hacía». Su señor no
tardó en darse cuenta de ello. De ser un esclavo doméstico común fue
ascendido a «mayordomo de su casa, y entregó en su poder todo lo que
tenía». La confianza ejercida no se equivocó. En adelante la bendición de
Jehová estaba sobre todo lo que Potifar tenía, y él «dejó todo lo que tenía
en mano de José; y no se preocupaba de cosa alguna, sino del pan que
comía». Las esculturas y pinturas de las antiguas tumbas Egipcias nos
muestran con viveza la vida y las tareas diarias de José. «Se muestra cómo
la propiedad de grandes hombres era controlada por escribas, que
realizaban una supervisión sumamente metódica y precisa sobre todas las
operaciones de agricultura, jardinería, cuidado de los rebaños, y de la
pesca. Cada producto era registrado cuidadosamente para comprobar la
honradez de los trabajadores, la cual en Egipto siempre fue famosa por su
ausencia. Probablemente no existía otro país donde se llevara a cabo una
labor granjera tan sistemática. El conocimiento previo de José sobre el
cuidado de los rebaños, y tal vez como labrador de la tierra, y su carácter
íntegro, le hacía perfectamente apto para el puesto como mayordomo. No
11
se nos dice cuánto tiempo lo tuvo.» Es un error bastante común suponer
que la religión seria y la justicia deben ser alcanzadas por el éxito, incluso
en este mundo. Sin lugar a dudas, Dios no negará ninguna cosa buena a las
personas de las cuales él es sol y escudo; pero el éxito no será siempre una
cosa buena para ellos. Además, Dios siempre pone a prueba la fe y la
paciencia de su pueblo, y éste es el significado de muchas pruebas. No
obstante se necesitan más a menudo como disciplina y para formación, o
para que aprendamos a glorificar a Dios en el sufrimiento. En el caso de
José, fue preparado, por medio de una tentación y una prueba, exterior e
interior, para la posición que tenía que ocupar. La belleza que había
heredado de su madre le exponía a las malvadas sugerencias de parte de la
esposa de su señor, que sorprenderá poco a los que conocen la situación de
la sociedad egipcia antigua. José estaba solo en una nación y una casa
paganas. Todo lo que le rodeaba no podía hacer más que erosionar su
sentido moral, y convertir la tentación en algo más poderoso. También, en
comparación con nosotros, tenía un conocimiento muy imperfecto de la
ley de Dios en su altura y su profundidad. Además, lo que había visto en
sus hermanos no podía haber elevado su punto de vista. A pesar de todo
ello, se resistió firmemente al mal, tanto por su sentido de integridad ante
su señor, como, y muy especialmente, por el temor de «este gran mal y
pecado contra Dios». Pero parecía que sus principios solamente sirvieron
para acarrearle lo peor. Como suele suceder, la pasión violenta de la mujer
se convirtió en odio igualmente violento, y con toda malicia le tramó una
12
falsa acusación.
José en la cárcel
Tenemos razones para creer que Potifar no podía en modo alguno creer
la historia de su mujer. Porque el castigo que recibían los acusados de tal
acto, era mucho más severo del que recibió José. Potifar le entregó a la
cárcel del rey, de la cual, como jefe de la guardia personal, él era el
superintendente. La amargura de lo acontecido allí al principio nos lo
describen las palabras del Salmo 105:17, 18: «Envió a un varón delante de
ellos: vendido como esclavo fue José, afligieron sus pies con grillos, el
13
hierro entró en su alma». El contraste entre sus antiguos sueños
proféticos y su condición actual no podía ser mayor. Pese a ello José
permaneció firme. Y, como si quisiera mostrarnos el otro contraste entre la
fe y el ver, el texto sagrado afirma manifiestamente: «pero» (una palabra
que nuestra fe debería enfatizar siempre) «Jehová estaba con José, y le
extendió su misericordia, y le dio gracia en los ojos del jefe de la cárcel».
A medida que su integridad se manifestaba más y más, le fueron confiando
el cuidado de los prisioneros; y «lo que él hacía, Jehová lo prosperaba»,
finalmente todo el mando de la cárcel pasó a sus manos. Así, también en
esta ocasión Jehová demostró ser un fiel Dios del pacto. Un rayo de plata
cruzaba la nube oscura. Pero todavía debe «la paciencia tener su obra
perfecta».
Capítulo 20
(Génesis 40; 41; 47:13–26)
José en la cárcel
Ya habían pasado once años desde que José fuera vendido a Egipto, y
la promesa divina, comunicada por sus sueños, todavía parecía estar más
lejos que nunca de su cumplimiento. La mayor parte de este tiempo de
fatigas probablemente lo pasara en la cárcel, sin otra expectativa que la
ofrecida por tales indulgencias como sus servicios para «el jefe de la
cárcel», cuando sucedió algo que, durante un breve tiempo, parecía
prometer un cambio en la condición de José. Algún tipo de «ofensa» (real
o imaginaria) había hecho caer en desgracia y prisión, como sucede tan a
menudo en oriente, a dos oficiales principales de Faraón. El cargo contra
el «jefe de los coperos» y el «jefe de los panaderos» naturalmente les llevó
al «capitán de la guardia»; suponemos que era un sucesor de Potifar, ya
que nombró a José responsable del cuidado personal de ambos.
El sueño de Faraón
Exaltación de José
Su gobierno de Egipto
Capítulo 21
(Génesis 42–45)
Simeón prisionero
Capítulo 22
(Génesis 46–48)
El patriarca Jacob tenía una difícil senda por delante. Dios no le había
dado ninguna indicación directa para ir a Egipto con su familia. Pero, no
obstante, los tratos de Dios para con José, la invitación de Faraón y el
hambre en Canaán servían para indicarle que se trataba del período de
1
tiempo que Dios dijo a Abraham, cuando su descendencia saldría de
Canaán y serían extranjeros y esclavos en una tierra que no era suya. Sabía
que tenían que suceder dos cosas antes de que Israel volviera a la tierra
prometida y la poseyera definitivamente. «La maldad del amorreo» tenía
que «llegar a su colmo», y la familia de Israel tenía que crecer hasta
formar una nación. Lo primero todavía era futuro, y por lo que concierne a
lo segundo, era evidente que cualquier prolongación de su estancia en
Canaán hubiese significado un obstáculo, más que una ayuda, para su
cumplimiento. Porque en aquel tiempo Canaán estaba dividida en
numerosas tribus independientes, con una o más de las cuales los hijos de
Jacob, al aumentar en número, tenían que unirse o entrar en guerra. Más
peligroso aún que su religión hubiese sido permanecer entre los cananeos
y relacionarse con ellos.
Todavía quedaba algo por hacer. Los hijos de José todavía no habían
sido admitidos formalmente en la familia de Israel. Y los dos mayores,
Manasés y Efraín, iban a ser cabeza de tribu, porque José tenía que recibir
su derecho de primogenitura: dos partes en Israel. Por lo tanto, cuando
poco después de la conversación con su padre, José recibió la noticia que
la última enfermedad fatal le había tomado, se apresuró a llevar sus dos
hijos para que fueran colocados como coherederos de los otros hijos de
Jacob. Con este acto José demostró su fe. En vez de buscar para sus hijos
los honores de la corte de Egipto, renunciaba a todo, para compartir la
suerte de la despreciada raza de pastores. Por primera vez encontramos
8
aquí la bendición junto a la imposición de manos. Pero los ojos de Jacob
eran débiles, y cuando José puso a sus dos hijos cerca de su padre,
situando a Manasés, por ser el mayor, a la derecha de su padre, y a Efraín,
por ser menor, a la izquierda, pensó que se trataba de un fallo de su vista al
cruzar Israel las manos, poniendo la derecha sobre Efraín y la izquierda
sobre Manasés. Pero Jacob lo hacía a propósito. De hecho lo hizo
proféticamente. Los acontecimientos demostraron la veracidad de su
profecía. En tiempo de Moisés, Manasés todavía tenía veinte mil hombres
9
más que Efraín. Pero esta relación fue invertida en los días de los jueces;
y en adelante Efraín continuó siendo, después de Judá, la tribu más
poderosa de Israel. Pero lo que más nos impresiona es ver cuán
intensamente entrelazados están todos los sentimientos, recuerdos, y la
visión del hombre moribundo con su religión. Ya no retiene duros
pensamientos sobre sus días «malos» en el pasado. Sus recuerdos sobre su
historia son la mansedumbre y la bondad de Dios, quien lo guió durante
toda su peregrinación. Sus sentimientos se expresan más explícitamente
10
con las palabras de la bendición que pronunció: «El Dios en cuya
presencia anduvieron mis padres Abraham e Isaac, el Dios que me
11
mantiene desde que yo soy hasta este día, el Ángel que me redimió de
todo mal, bendiga a estos jóvenes; y que sea perpetuado en ellos mi
nombre y el nombre de mis padres Abraham e Isaac, y multiplíquense en
gran manera en medio de la tierra». En esta referencia triple a Dios como
el Dios del pacto, el Pastor, y el Ángel-Redentor, tenemos una clara
anticipación de la verdad sobre la bendita Trinidad.
Una vez pronunciada la bendición, «Jacob dio a su hijo José» un regalo
12
especial, «una parte de la tierra» junto a Sicar, la antigua Siquem, la cual
13
había comprado «a los hijos de Het»; pero, como dijera en la profecía, él,
14
o sea sus descendientes, la tendrían que tomar de nuevo con espada y con
arco de mano del amorreo. En esta posesión de José, al cabo de muchos
siglos, el Pastor Redentor reposó, cuando, aunque cansado, visitaba y
15
pastoreaba su rebaño. En cuanto a Jacob, la última seguridad que dio a su
hijo fue la de repetir con énfasis la confesión de su fe: «He aquí yo muero;
pero Dios estará con vosotros, y os hará volver a la tierra de vuestros
padres». Porque los hombres pasan, pero la palabra y los propósitos del
Señor permanecen para siempre.
Capítulo 23
(Génesis 49:1)
Muerte de Jacob
Muerte de José
Sus últimas palabras fueron las siguientes: «Yo voy a morir: y Dios os
visitará, y os hará subir de esta tierra a la tierra que juró a Abraham, a
Isaac y a Jacob». Y su última hazaña fue la de tomar un solemne
juramento a los hijos de Israel, de llevarse los huesos de José a la tierra de
la promesa. Obedientes a su voluntad, embalsamaron su cuerpo, y lo
pusieron en uno de esos ataúdes egipcios, generalmente de madera de arce
blanco, parecidos a la forma del cuerpo humano. Y allí, a través de las
edades de sufrimiento y esclavitud, estuvo el ataúd de José, con su forma
humana, preparado para ser levantado y sacado de allí cuando llegara la
hora cierta de la liberación. De este modo, aunque José estaba muerto,
todavía hablaba a Israel, diciéndoles que eran sólo moradores temporales
en Egipto, que sus ojos debían apartarse de Egipto y mirar a la tierra de la
promesa, y eso tenía que esperar con la paciencia de la fe hasta la hora en
que Dios ciertamente cumpliría su propia promesa por gracia.
Cuando al final de este período de la historia del pacto miramos
alrededor, nos parece como si en ese mismo momento era cuando «el
temor de una gran oscuridad» estaba cayendo sobre Israel, el cual
experimentó Abraham cuando le fue mostrado el futuro de sus
25
descendientes. La relación personal entre el cielo y la tierra había ya
26
cesado. Desde que Jacob pagara su voto en Betel, ninguna manifestación
personal de Dios, como las que tan a menudo habían animado a sus padres
27
y a él mismo, fue concedida jamás, excepto a su entrada en Egipto, y
entonces con un propósito especial. Tampoco leemos de ninguna
manifestación parecida durante toda la vida de José, tan llena de
acontecimientos y pruebas. Y ahora continuarían largos siglos de silencio
total. Durante todo ese cansado período, con la miseria de su esclavitud y
la tentación de la idolatría cada vez mayor, no hubo ninguna voz del cielo
ni manifestación visible que advirtiera o animara a los hijos de Israel en
Egipto. Un modo de guía había sido eliminado durante un tiempo. Israel
sólo disponía del pasado para sostenerse y ser guiado. Pero ese pasado, con
su historia y sus promesas, era suficiente. Además, la antorcha de la
profecía, la cual habían cogido las manos del moribundo Jacob, iluminaba
el futuro que de otro modo permanecía oscuro. El hecho que la vida de
José, que formaba el gran eje de la historia de Israel, había acontecido sin
manifestaciones divinas visibles a él y a ellos ya era significativo. Porque
incluso si su cuerpo sin sepultura parecía predicar y profetizar, también
toda su vida parecería como un libro todavía sin abrir o sólo parcialmente
abierto; una gran profecía no leída, que el futuro desvelaría. Y no
meramente el futuro inmediato, en cuanto a lo que a Israel concernía, sino
también el futuro más distante en cuanto concierne a la entera iglesia de
Dios. Porque, aunque la persona de José no sea figura de los grandes
hechos relacionados con la vida y la obra de Aquél que fue traicionado por
sus hermanos, pero a quien «Dios ha exaltado con su diestra por Jefe y
28
Salvador», sí lo son los acontecimientos principales de su vida.
«Sus últimas palabras fueron las siguientes: “Yo voy a morir: y Dios os visitará, y os hará
subir de esta tierra a la tierra que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob”. Y su última hazaña
fue tomar un solemne juramento a los hijos de Israel de llevarse los huesos de José a la tierra
de la promesa. Obedientes a su voluntad, embalsamaron su cuerpo, y lo pusieron en uno de
esos ataúdes egipcios, generalmente de madera de arce blanco, parecidos a la forma del
cuerpo humano. Y allí, a través de la época de sufrimiento y esclavitud, estuvo el ataúd de
José, con su forma humana, preparado para ser levantado y sacado de allí cuando llegara la
hora cierta de la liberación».
A su muerte el cuerpo de José fue embalsamado según la costumbre de los egipcios. A la
derecha, el ataúd de oro de la tumba del faraón Tutankhamón; XVIII Dinastía (El Cairo, Museo
Egipcio)
LOS VIAJES DE ABRAHAM
Bibliografía:
M. Collin., Abrahán. Editorial Verbo Divino, Estella 1987.
William J. Deane, Abraham, su vida y sus tiempos. CLIE, Terrassa
1987.
Angel González, Abraham, padre de los creyentes. Taurus, Madrid
1963.
F. B. Meyer, Abraham. CLIE, Terrassa 1982.
Thomas L. Thompson, The Historicity of the Patriarchal Narrative.
The Quest for the Historical Abraham. Walter de Gruyter, Nueva York
1974.
John Van Seters, Abraham in History and Tradition. Yale University
Press, New Haven 1975.
INTRODUCCIÓN (al Libro 1)
1. «El Nuevo Testamento permanece escondido en el Antiguo, el Antiguo se manifiesta en el
Nuevo».
2. Mateo 11:13, 22:40; Hechos 13:15, etc. La división corriente judía es de Ley (los cinco
libros de Moisés); los Profetas (los primeros: Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes; y
posteriores: Isaías, Jeremías, Ezequiel, y los Doce Profetas Menores); y «Los Escritos», o escritos
sagrados, hagiographa (que incluyen Salmos, Proverbios, y Job); los «cinco rollos», leídos en
festividades especiales en la sinagoga: el Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiatés,
y Ester; Daniel, Esdras, Nehemías, y 1 y 2 Crónicas (en hebreo «Palabras, o Hechos, de los días»,
diarios). Comp. Lucas 24:44.
Capítulo 1 (Génesis 1–3)
1. Salmos 8:3–8.
2. Efesios 3:9.
3. Corintios 1:16.
4. Romanos 11:36. Ver también 1 Corintios 1:16; Hebreos 1:2; Juan 1:3.
5. Hebreos 11:3.
6. Cabe destacar que en Génesis 1 siempre leemos: «Y fue la tarde y la mañana un día» o el
día segundo, o tercero, etc. De aquí que los judíos calculen el día de tarde en tarde, es decir,
desde la primera aparición de las estrellas en la noche hasta la primera aparición de las estrellas la
noche siguiente, y no, como hacemos nosotros, de medianoche a medianoche.
7. Ver Isaías 65:17.
8. Se han manejado muchas opiniones diversas acerca de la situación exacta del Edén, pero
sería poco apropiado discutirlas aquí. Las dos opiniones que merecen mayor atención son las que
lo colocan o bien cerca de las montañas del norte de Armenia, o bien muy al sur en las cercanías
del Golfo Pérsico. Sabemos que dos de los ríos mencionados que salían del paraíso eran el Tigris
y el Éufrates, y podemos suponer fácilmente que los subsiguientes cambios producidos por el
diluvio deben haber hecho las descripciones de la región inaplicables a su aspecto actual.
9. Comp. Marcos 10:6, 9.
Capítulo 2 (Génesis 4)
1. Es conveniente ver que siempre que la palabra Señor aparece en mayúscula en nuestras
Biblias inglesas, su equivalente hebreo es Jehová; un término que confiere la idea del Dios del
pacto.
2. Mateo 5:22
3. Salmos 49.
4. 1 Juan 3:12.
5. Hebreos 11:4.
Capítulo 3 (Génesis 4)
1. Un comentarista moderno mantiene que las palabras de Génesis 4:17 sólo implican que
Caín «estaba construyendo», no que había terminado la construcción de la ciudad.
2. Un crítico moderno ha traducido como sigue la canción espada de Lamec:«
Ada y Zila, escuchad mi voz: vosotras esposas de Lamec, prestad atención a mi discurso; Sí,
yo mato hombres por mi herida, y jóvenes por mi dolor. Porque si Caín es vengado siete veces,
Lamec setenta y siete», refiriéndose al invento de Tubal-Caín, y significando que si Dios vengaba
a Caín, el se vengaría a sí mis-mo con su espada setenta y siete veces por cada herida y cada
dolor.
3. Tal vez «Tubal, el herrero».
4. Se usa esta palabra para el «hombre» desde su fragilidad en textos como Salmos 8:4; 90:3;
103:15, etc.
Capítulo 4 (Génesis 5)
1. Con la excepción de Set, quien, evidentemente, no era el hijo mayor de Adán.
2. Así son los números según el texto hebreo. Hay diferencias entre el mismo y la traducción
griega llamada LXX (La Septuaginta), y también con el texto samaritano. Para más detalles ver el
capítulo X, donde se explican también las diferencias entre las cronologías de Ussher y Hales.
3. Romanos 5:14.
4. Génesis 6:9.
5. Malaquías 2:6.
6. Hebreos 11:5.
7. 2 Reyes 2:10.
8. 1 Corintios 15:51, 52.
9. Judas 14, 15. Esto concuerda bastante con lo que se sabía generalmente de Enoc. Un libro
apócrifo del Antiguo Testamento, escrito antes del tiempo de Cristo (Eclesiástico 44:16), contiene
que «Enoc fue tomado, siendo un ejemplo de arrepentimiento para todas las generaciones»;
mientras que otro libro (Libro de Enoc 1:9) afirma claramente que profetizó la venida del Señor
para juicio sobre los impíos.
Capítulo 5 (Génesis 6)
1. Mateo 24:37–39; Lucas 17:26.
2. 2 P. 3:3, 4.
3. Otras teorías acerca de los «hijos de Dios» han sido propuestas, pero no pueden sostenerse
bajo una investigación cuidadosa y exacta. Cualquier lector interesado en este tema puede
encontrarlo tratado en mi edición de la History of the Old Covenant, de Kurtz, vol. I., p. 96, etc.
4. Se han realizado aproximaciones sumamente exageradas sobre el número de humanos en
aquel tiempo, mostrando la falacia de tales cálculos.
5. La palabra Nephilim aparece de nuevo en Números 13:33, en el relato de los hombres
gigantes, que los espías vieron en Canaán. Pero a pesar de que los Nephilim podían haber sido
hombres de proporciones gigantes, no significa que Nephilim quiera decir «gigantes».
Finalmente, no hay nada en el texto que muestre que se tratara sólo de los hijos de Dios.
6. Éxodo 2:3–5.
7. Algunos han calculado el codo a veintiuna pulgadas, lo cual daría una longitud de
quinientos veinticinco pies, una anchura de ochenta y siete y medio, y una altura de cincuenta y
dos y medio. San Agustín calcula que las proporciones del arca eran las mismas que las de una
figura humana perfecta, «la longitud de la cual desde la planta de los pies hasta la cabeza es seis
veces la anchura del pecho, y diez veces la altura de la figura reclinada, medida con una línea
recta desde el suelo». Smith’s Dictionary of the Bible, vol. II. p. 566, nota.
8. Hebreos 11:7.
Capítulo 9
1. Lucas 15:12.
2. Canon Cook, en Smith’s Dictionary of the Bible, vol. I., p. 1097
3. Job 29:7, 9.
4. Job 13:26; 31:28.
Capítulo 10
1. Los judíos modernos cuentan el año de la creación desde el 3761 antes de Cristo, de modo
que, para calcular la era judía, debemos añadir a nuestra era cristiana la cifra 3761.
2. Génesis 12:7.
3. Zacarías 1:12.
.
Libro 2
El Éxodo
y
la travesía por el desierto
INTRODUCCIÓN
al Libro 2
Parte I:
1. Preparatoria: Israel crece, y es oprimida en Egipto (1); nacimiento y
conservación del libertador (2);
2. Llamamiento y formación de Moisés (3, 4.);
3. Su misión ante Faraón (5–7:7);
4. Las señales y maravillas (7:8–11);
5. Israel separado por la Pascua y conducido hacia adelante (12–13:16);
6. Paso por el Mar Rojo y destrucción de Faraón (13:17–14);
7. Cántico de triunfo al otro lado (15:1–21).
Parte II:
1. Travesía de Israel hasta el Monte de Dios (15:22–17:7);
2. Actitud doble de las naciones Gentiles para con Israel: La hostilidad
de Amalec y la amistad de Jetro (17:8–18);
3. El pacto en Sinaí (19–24:11);
4. Instrucciones divinas sobre la construcción del Tabernáculo (24:12–
31);
5. Apostasía de Israel y su restauración para ser el pueblo de Dios (32–
34);
6. Construcción real del Tabernáculo y de sus recipientes (35–39);
7. Instalación y consagración del Tabernáculo (40); esta última
corresponde, como sección final de la Parte II, al Cántico de Moisés
(15), con el cual había terminado la primera parte (ver Keil, Bibel
Com., vol. I, pp. 302–311).
Capítulo 2
(Éxodo 1:8–22)
Los años finales de los tres siglos y medio desde su entrada en Egipto
encontraron un Israel pacífico, próspero y, probablemente, en muchos
aspectos, integrado con los egipcios de su alrededor. «Los padres» habían
dormido, pero sus hijos todavía poseían con tranquilidad la región que se
les concediera originalmente. La tierra de Gosén, donde estaban situados,
todavía hoy se considera la provincia más rica de Egipto, y podría, incluso
5
ahora, sostener un millón de habitantes más de los que tiene. Gosén se
extendía entre la más oriental de las siete desembocaduras del Nilo y
Palestina. La tierra fronteriza probablemente fuera ocupada por las ramas
más nómadas de la familia de Israel, para cuyos rebaños sus amplias
extensiones debían proveer abundante pasto; mientras que las ricas orillas
del Nilo y sus canales eran la residencia escogida de los que practicaban la
agricultura. Muy probablemente, estos últimos se desplazaron al otro lado
del Nilo, donde encontramos varios indicios suyos en diversas ciudades
6
del lugar. Allí seguramente adquirieron el conocimiento de las artes e
industrias de Egipto. Parece bastante natural que, en un país que ofrecía
tales incentivos, la mayoría de israelitas abandonaran sus tareas iniciales
como pastores y se volvieran a la agricultura. Hasta la fecha, siempre se ha
notado una tendencia similar con los nómadas que se asientan en Egipto.
Tampoco se trataba de una nueva vida totalmente ajena a su propia
historia. Su antepasado, Isaac, sembró y segó durante su estancia con los
7
filisteos. Además, a su asentamiento en Egipto, la cesión de la tierra (y la
mejor del país) les fue dada «en posesión», un término que implica
8
propiedad y herencia fijas. Sus últimas reminiscencias de Egipto
concuerdan con esta opinión. En el desierto volvían su mirada hacia atrás
con un deseo pecaminoso del tiempo cuando echaban sus redes en el Nilo,
y las sacaban repletas de peces; y cuando sus huertos y campos al lado de
las aguas producían ricas cosechas («los pepinos, los melones, los puerros,
9
las cebollas y los ajos»). Y posteriormente, cuando Moisés les describía
la tierra que iban a heredar, les comparó su cultivo con su experiencia
pasada en Egipto, «donde sembrabas tu semilla, y regabas con tu pie,
10
como huerto de hortaliza». A modo de mayor prueba de este cambio de
dedicación pastoral a agrícola, también se ha hecho notar que, a pesar de
que los patriarcas habían tenido posesión de camellos, no se hace mención
alguna de este hecho en el relato de su descendencia. Sin duda alguna este
cambio de ocupación tenía un propósito más elevado. Porque el
asentamiento y la agricultura implican la civilización que necesitaba Israel
para llegar a ser una nación.
Capítulo 3
(Éxodo 2)
Para el lector atento de la Escritura, el hecho de que precisamente la
medida adoptada por Faraón para destruir Israel, al final les llevara la
liberación, no le parecerá extraño (únicamente notable). Si no hubiese sido
por la orden de echar los niños hebreos al río, Moisés no hubiera sido
rescatado por la hija de Faraón, ni instruido en toda la sabiduría de Egipto
a fin de ser apto para su llamamiento. Pero, a pesar de todo ello, esta
historia maravillosa sigue un curso natural; es decir, natural por su
acontecimiento, pero sobrenatural por sus finalidades y resultados.
Nacimiento de Moisés
1
Un miembro de la tribu de Leví, y descendiente de Coat, llamado
Amram, se casó con Joquebed, que pertenecía a la misma tribu. Su unión
2
ya había sido bendecida con dos hijos, María y Aarón, cuando se
proclamó el edicto homicida de Faraón. El nacimiento de su siguiente hijo
les produjo más dolor y preocupación, porque «viéndole que era hermoso»
no sólo les ganó el corazón, sino que parecía señalarlo como destinado por
3
Dios para alguna causa especial. En esta lucha de afecto y esperanza
contra el temor del hombre, obtuvieron la victoria, como siempre se
obtiene la victoria, «por la fe». No recibieron ninguna revelación especial,
ni tampoco la necesitaban. Se trataba simplemente de una cuestión de fe,
contraponiendo la orden de Faraón a la orden de Dios y de la esperanza de
ellos. Decidieron confiar en el Dios vivo de sus padres, y desafiar
cualquier peligro aparente. Fue en este sentido que «por la fe Moisés,
cuando nació, fue escondido por sus padres durante tres meses, porque
vieron que el niño era hermoso, y no temieron el decreto del rey». Al ser
imposible esconderlo por más tiempo en casa, la misma confianza de fe
hizo que ahora la madre dejara al niño en una arquilla hecha, como lo eran
en aquella época las embarcaciones ligeras del Nilo, de «juncos» o papiros
(un fuerte junco de tres aristas que alcanzaba una altura de diez o quince
4
pies). La «arquilla» (un término usado en la Escritura solo aquí y en
relación con la liberación de Noé por medio de un «arca») fue endurecida
con barro del Nilo o con asfalto, e impermeable con una capa de «brea».
Protegida de este modo, la «arquilla», con su preciosa carga, fue
depositada entre los «carrizos» a la orilla, o embocadura del río,
precisamente donde la hija de Faraón solía tomar un baño, aunque el texto
sagrado no nos da información explícita sobre si el lugar fue escogido a
propósito o no.
La alusión en Salmos 78:12 a «los portentos» hechos «en el campo de
Zoán», quizás nos lleven al mismísimo lugar de esta liberación. Zoán,
como sabemos, era la antigua Avaris, la capital de los reyes Pastores,
arrebatada por la nueva dinastía. Era muy probable que continuase siendo
la residencia de los Faraones, especialmente por estar en la frontera
oriental de Gosén, y además es confirmado por el hecho que en aquel
tiempo, de todas las residencias egipcias, solamente Avaris o Zoán estaban
en un recodo del Nilo no plagado de cocodrilos, donde, consecuentemente,
la princesa podía tomar su baño. En un monumento egipcio hallamos una
curiosa ilustración de la escena descrita en el rescate de Moisés. Se ve una
dama noble bañándose en el río con cuatro sirvientas que la atienden, tal
como la hija de Faraón en la historia de Moisés. Pero volviendo a nuestro
tema, el descubrimiento de la arquilla y del niño, que lloraba al levantarlo
la persona extraña, es puramente natural. La princesa es conmovida por la
atracción del niño a sus sentimientos de mujer. Tiene compasión de él
incluso perteneciendo a una raza condenada. Arrojar el niño sollozante al
río hubiese sido inhumano. La hija de Faraón actuó como hubiese actuado
5
cualquier otra mujer en las mismas circunstancias. Salvar a un niño
hebreo no podía ser un crimen muy grave para la hija del rey. Además, es
sorprendente notar que, según los monumentos, precisamente por aquella
época, las princesas reales ejercían una influencia notoria (de hecho, dos
de ellas eran regentes simultáneamente). Así, cuando María, que había
estado observándolo todo a poca distancia, se presentó en el momento
oportuno y propuso llamar a alguna mujer hebrea para alimentar al niño
que lloraba (un extraño regalo concedido a la princesa al parecer por el
6
mismo dios del Nilo), aceptó de buen ánimo. La nodriza llamada fue,
evidentemente, la madre del niño, quien recibió el niño como un encargo
precioso, confiado a ella por la hija de quien ideara la destrucción del
bebé. Así de maravillosos son los caminos de Dios.
Uno de los antiguos escritores eclesiásticos ha comentado que «la hija
de Faraón es la comunidad de los gentiles», queriendo ilustrar con ello
esta gran verdad, que encontramos por toda la historia, que de algún modo
la salvación de Israel estaba relacionada con la utilización de los gentiles.
Así fue en la historia de José, e incluso antes de esto; y continuará así
hasta que al final, por su misericordia, Israel obtenga misericordia. Pero
mientras esto sucedía, aquellos padres hebreos creyentes tuvieron la gran
oportunidad de moldear la mente del hijo adoptivo de la princesa de
Egipto. Los tres primeros años de la vida, el tiempo común oriental para la
crianza, a menudo son, incluso en nuestros climas nórdicos, donde el
desarrollo es mucho más lento, un período decisivo para la vida posterior.
No requiere ningún esfuerzo de imaginación pensar que el pequeño Moisés
aprendía en el regazo de su madre, y que ella estaba en un pueblo
perseguido. Cuando un niño conservado y preparado así se vio destinado a
dejar su casa hebrea para entrar en la corte de Faraón (su cabeza repleta de
las promesas hechas a los patriarcas, y su corazón apesadumbrado por
causa de sus hermanos), resulta casi natural que pasaran por su alma
pensamientos sobre una futura liberación de su pueblo por medio de sí
mismo. Muchos de nuestros propósitos más profundos tienen su raíz en la
más tierna infancia, y las lecciones aprendidas entonces, han sido
realizadas firmemente hasta el final de nuestras vidas.
Pero, como sucede con todos los propósitos más intensos de toda una
vida, no existía la temeridad de llevarlo a cabo. Cuando Joquebed devolvió
el niño a la princesa, ésta puso a su hijo adoptivo el nombre egipcio de
«Moisés», el cual curiosamente también aparece en varios papiros
egipcios antiguos, entre otros, como el de un príncipe real. La palabra
quiere decir «sacado hacia adelante» o «sacado fuera», «porque», como
7
dijo ella al ponerle el nombre, «de las aguas lo saqué». Por el momento
Moisés posiblemente no residiera en el palacio real en Avaris. San Esteban
8
dice que «fue instruido Moisés en toda la sabiduría de los egipcios».
Ningún otro país valoraba tanto los estudios, ni se iniciaba con ellos
tan pronto como en Egipto. Tan pronto como un niño era destetado, era
enviado a la escuela, y recibía su instrucción de manos de escribas
designados regularmente. Al no usar letras en la escritura, sino
jeroglíficos, que podían ser representaciones pictóricas o símbolos (un
cetro para rey, etc.), o un tipo de signos fonéticos, y según parece
existieron jeroglíficos para letras, sílabas y palabras, para este arte
solamente deberían necesitar, por su complicación, casi una vida entera
para dominarlo perfectamente. Pero al margen de esto, los estudios eran
grandemente prolongados, y en los casos destinados a profesiones
superiores, incluían no sólo diversas ciencias, tales como matemáticas,
astronomía, química, medicina, etc., sino también teología, filosofía y
cierto conocimiento de las leyes. No cabe duda que, como hijo adoptivo de
la princesa, Moisés tenía que recibir la formación más elevada. La
Escritura nos dice que, en consecuencia, era «poderoso en palabras y
obras», y podemos tomar la afirmación en su sencillez, sin introducirnos
en las muchas leyendas judías y egipcias que loan su sabiduría y sus logros
militares.
Así pasaron los primeros cuarenta años de la vida de Moisés. Sin lugar
a dudas, con su disposición, una labor incluso más elevada que la de José
podía abrirse delante de él. Pero, antes de entrar en ella, tenía que tomar
una decisión sobre esa cuestión preliminar: ¿con quién iba a ser su parte?
¿Con Israel o con Egipto? ¿Con el mundo o con las promesas? En las
circunstancias de persecución de los hebreos resultaba imposible «ser
llamado el hijo de la hija de Faraón» al mismo tiempo que formar parte
del «pueblo de Dios», como uno de ellos. Lo uno significaba «los placeres
del pecado» y «los tesoros de Egipto» (diversión y honores), lo otro
«aflicción» y «el vituperio de Cristo» (o el sufrimiento y la deshonra
contra Cristo y su pueblo) y también, muy especialmente, a los que se
aferraban al pacto cuya substancia era Cristo.
Pero «la fe», que es «la substancia de lo que se espera, la prueba de lo
que no se ve», capacitó a Moisés no solo para «rechazar» lo que Egipto
ostentaba, sino también para «escoger antes la aflicción», y, más que esto,
para «tener por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de
9
los egipcios», porque «tenía puesta la mirada en el galardón». Con este
10
ánimo «salió a sus hermanos, y los vio en sus duras tareas». Pero su fe,
aunque era auténtica y profunda, todavía estaba lejos de ser pura y
espiritual. Los antiguos egipcios eran conocidos por la severidad de su
disciplina, y sus monumentos presentan a los «capataces» armados con
látigos pesados, hechos con madera dura flexible, que usaban sin piedad.
La escena de tales sufrimientos infligidos por siervos a sus hermanos,
lógicamente levantó el mayor resentimiento del hijo de la princesa real.
Esto, junto con la resolución acariciada durante tanto tiempo de tomar la
causa de sus hermanos, y el pensamiento naciente de ser su libertador, le
condujeron a matar al egipcio, al cual había visto maltratando a «un
hebreo, uno de sus hermanos». Pero tampoco se trató de un exceso de ira
frenética, porque «miró a todas partes» para ver que «no aparecía nadie»
para presenciar sus obras; más bien se trataba de realizar fines espirituales
con medios carnales, tales como los que en la historia de los antepasados
de Moisés habían conducido tan a menudo al pecado y al sufrimiento.
Quería ser un libertador antes que Dios le llamara a ello; y lo realizaría
con unos medios distintos de los que Dios iba a utilizar. Un padre de la
iglesia comparó acertadamente este acto con el de Pedro al cortar la oreja
del siervo del sumo sacerdote; indicando al mismo tiempo el hecho de que
el corazón de ambos (Moisés y Pedro) era semejante a un campo cubierto
de malas hierbas, pero que precisamente por su lozanía prometían mucho
fruto, una vez arado el campo y sembrado con la buena semilla.
Capítulo 4
(Éxodo 2:23; 4:17)
El llamamiento de Moisés
Despedida de Séfora
1
Capítulo 6
(Éxodo 5–12:30)
El juicio predicho llegó pronto. Había sido provocado por la osadía del
hombre, que quería poner su fuerza a prueba contra la de Dios, y serviría
para establecer dos hechos para todas las edades y toda la humanidad.
Ante los ojos de Egipto (Éx. 7:5) y de Israel (10:2) servía para demostrar
que Dios era Jehová, el único Dios vivo y verdadero, muy por encima del
2
poder del hombre y de los dioses. Éste era un aspecto de los juicios que
3
iban a explotar sobre Egipto. El otro es que Él era el fiel Dios del pacto,
que recordó sus promesas y sacaría a su pueblo «con brazo extendido y
grandes juicios», para llevarlos a Él mismo como pueblo, y para ser Dios
su Dios (6:1–8). Éstas son las verdades eternas subyacentes a la historia de
la liberación de Israel del poder de Egipto. Como lo entendieron los
israelitas y lo enseñaron a sus hijos, se ve en muchos textos de la
Escritura, especialmente en Salmos 78 y 105. Esta aplicación a nosotros
no podía ser más adecuada. Manifiesta tanto la Ley como el Evangelio (la
severidad y la bondad de Dios) y puede resumirse con esta gran
4
proclamación por todo el mundo: «Jehová reina».
Este relato sagrado consta de dos partes: una de preparación, por lo que
se refiere a todas las partes implicadas en esta historia (Faraón, Israel y
Moisés); y otra que describe las «señales» sucesivas por las cuales Jehová
manifestó su poder y a sí mismo, y por medio de las cuales consiguió tanto
la liberación de Israel como los juicios divinos sobre Faraón y Egipto. Y
aquí encontramos un progreso sucesivo: exteriormente en el carácter de las
plagas enviadas por Dios, e internamente en el efecto de las mismas sobre
Faraón y su pueblo.
Desánimo de Moisés
En cuanto a Moisés, había llegado la hora de su prueba más dura. Con
las palabras de queja de Israel fue directamente al Señor, como dice San
Agustín, no con palabras contumaces o airadas, sino preguntando en
oración. Ante esta pregunta: «Señor ¿por qué afliges a este pueblo?» (v.
22), y como sucede muy a menudo con nuestras preguntas a Dios «¿Por
qué?», no recibió respuesta alguna. «Lo que yo hago no lo sabes, pero lo
sabrás después.» A nosotros, ciertamente, la «necesidad» de hacer el yugo
de Egipto lo más ofensivo posible nos parece ahora evidente, al recordar
cómo los corazones del pueblo se aferraban a las ollas de carne de Egipto,
5
incluso después de haber probado el maná celestial; y la más elevada
«necesidad» era que cuanto más baja fuera el estado de Israel y más
tiránica la opresión de Faraón, más glorioso iba a ser el triunfo de Jehová,
y más completa la manifestación de la impotencia de su enemigo. Pero a
Moisés se le ocurrió, en esa circunstancia de depresión, una vez más, la
duda sobre su capacidad para cumplir la obra tomada. Porque cuando
Satanás no puede oponerse de otro modo, nos crea dudas de incredulidad
sobre nuestra capacidad o nuestro llamamiento para un trabajo. Las
instrucciones que Moisés recibió de parte de Dios son aplicables, en
principio, a todo caso parecido. Le conferían una nueva seguridad que
Dios, sin lugar a dudas, cumpliría su propio propósito; recibió mayor
revelación de su carácter como Jehová, con las promesas especiales
implicadas en ello (6:2–8); y el encargo a Moisés de cumplir la misión fue
renovado para que tomara la obra, acompañándolo con la animación y
seguridad apropiadas para el momento.
Aquí tenemos un punto que requiere atención especial, no solo por lo
que respecta a las dificultades que presenta al lector en general, sino
también por sus preciosas lecciones. Cuando, en la situación que acabamos
de citar, Dios dijo a Moisés (Éx. 6:2, 3): «Yo soy Jehová. Y aparecí a
Abraham, a Isaac y a Jacob en El Shaddai (Dios Omnipotente), mas en
6
cuanto a mi nombre Jehová no me di a conocer a ellos», no puede,
obviamente, significar que los patriarcas desconocían la designación
7
especial de Jehová, ya que aparece con frecuencia en su historia. Para
entender este texto correctamente, hemos de tener en cuenta el significado
de la expresión «nombre» aplicada a Dios, y el del término «Jehová». Por
el «nombre de Dios» debemos obviamente entender no una mera
designación de Dios, sino aquella con la cual Él mismo se da a conocer al
hombre. Así, la Escritura nos enseña que solo conocemos a Dios en la
manera que Él se manifiesta, o se revela a sí mismo. Por ello el nombre de
Dios usado en cada momento indica el modo preciso en que Él se había
manifestado, o, en otras palabras, su carácter o tipo de tratos de la época
en cuestión. Ahora bien, el carácter de los tratos de Dios (y por lo tanto su
nombre) en la época de los patriarcas era indudablemente El Shaddai (Gn.
17:1; 35:11; 48:3). Pero su manifestación como Jehová (cuando se
manifestó a todos los hombres en su trato como tal) no eran de ese
período, sino de uno posterior. Porque el término «Jehová» significa
literalmente «el que es», que concuerda con la explicación que Dios
mismo da: «El que es el que es» (Éx. 3:14). En este uso, la palabra «ser»
no se refiere a la naturaleza esencial de Dios, sino a su relación para con el
hombre. Dios se manifestó con esa relación, y era conocido como Jehová
(como «el que es el que es», es decir, como inmutable) cuando, después de
siglos de silencio, y cuando el estado de Israel había llegado a ser casi sin
salida, Él demostró que no había olvidado su promesa hecha a los padres,
y que había estado preparando su cumplimiento durante todo el tiempo; y
que ni la resistencia de Faraón ni el poder de Egipto podrían mantenerse
ante su mano. Bajo esta perspectiva, la distinción entre la manifestación
original a los patriarcas como El Shaddai y el conocimiento de Jehová
otorgado a los hijos de Israel se ve clara y enfática.
Pero volviendo a nuestro tema, la primera entrevista de Moisés con
Faraón había servido para determinar la relación de todas las partes con
referencia a la orden divina. Manifestó la enemistad de Faraón, que estaba
madurando para recibir juicio; la incredulidad de Israel, que necesitaba
mucha disciplina; e incluso la debilidad de Moisés. Allí, en el comienzo
de su obra, incluso como el Señor Jesús al principio de su ministerio, fue
tentado por el enemigo, y lo superó por medio de la palabra de Dios. Pero
incluso en este caso vemos la gran diferencia entre la figura y la
contrafigura.
Así pues, aunque casi sin luchar, la competición fue ganada, y Moisés
y Aarón se enfrentaron por segunda vez al rey de Egipto. En esta ocasión
Aarón, cuando Faraón le desafió, demostró su derecho a hablar en nombre
de Dios. Arrojó su vara al suelo, la cual se convirtió en serpiente, y aunque
«los hechiceros de Egipto» «hicieron también lo mismo con sus
encantamientos», la superioridad de Aarón se vio cuando su «vara devoró
las varas de ellos». Sin entrar aquí en todos los pormenores del tema
general de la magia antes de la venida de nuestro Señor, o del poder que el
diablo y sus agentes ejercitaron en la tierra antes de que el Señor
subyugara su poder, y llevara cautiva la cautividad, no había realmente
nada de lo que hicieron los magos egipcios que los malabaristas orientales
no digan que pueden hacer incluso hoy. Hacer endurecer una serpiente
hasta que parezca una vara, y luego restablecerle súbitamente en su forma
viva, es uno de los trucos más comunes presenciados por los viajeros. San
8
Pablo menciona a Janés y Jambrés como los que «resistieron a Moisés», y
su afirmación no es confirmada solamente por la tradición judía, sino
también mencionada por el escritor romano Plinio. Sus nombres son
egipcios, y uno de ellos aparece en un documento egipcio antiguo.
Con relación a esto también es importante ver que el término hebreo
para designar la «serpiente», en la que se convirtió la vara de Aarón, no es
el usado más generalmente, sino que lleva un significado más específico.
No es el mismo término con el que se designa la serpiente (nachsah) por
9
medio de la cual Moisés iba a acreditar su misión ante su propio pueblo,
sino que indicaba el tipo de serpiente (tannin) usado especialmente por los
conjuradores egipcios, y hacía referencia a la serpiente como gran símbolo
10
de Egipto. Por esto también la expresión «dragón», que es la traducción
correcta de la palabra, se usa a menudo en la Escritura refiriéndose a
11
Egipto. Según todo esto Faraón debería haber comprendido, cuando la
vara de Aarón devoró las demás, que se estaba indicando la subyugación
12
de Egipto, y la ejecución de juicio «contra todos los dioses de Egipto».
Pero, deseando cerrar sus ojos ante dicha evidencia y considerar a Moisés
y Aarón como magos cuyo poder era igualado por los suyos, iba a
endurecer su corazón y a conseguir las terribles plagas que cayeron en
juicio sobre Faraón y su pueblo.
«Unas veinte ocasiones aparece la expresión endurecer en el curso de este relato en relación
con Faraón. Aunque en nuestras versiones castellanas se utiliza solamente la palabra
“endurecer”, en el original hebreo hallamos tres términos diferentes, de los cuales uno (como
en Éx. 6:3) significa literalmente hacer duro, o insensible, el otro (como en Éx. 10:1) hacer
firme o tieso, es decir, inimpresionable, y el tercero (como en Éx. 14:4) hacer pesado, de
modo que no se puede mover».
El faraón al que Moisés reclama la liberación del pueblo hebreo no es, probablemente ni
Ramsés II ni ninguno de sus sucesores de corto reinado en la XIX Dinastía. Tal vez fuera Seti II.
Esta estatua colosal de Seti II, Lo representa portando un báculo divino y en su mano derecha
lleva un rollo de papiro medio abierto (Templo de Amón-Re)
El quinto azote fue una grave fiebre (conocida por Egipto), que se
supone fue de la misma clase que la «plaga del ganado» en nuestro país,
pero mucho más extensiva. Y aunque Faraón comprobó, por medio de
enviados especiales, que Israel no había sufrido la plaga, su corazón se
endureció.
El sexto azote llegó de nuevo de mano de Moisés y Aarón. Por ser el
tercero de la segunda serie, llegó sin advertencia al rey. Moisés y Aarón
recibieron órdenes de tomar «ceniza de un horno» (probablemente
refiriéndose a grandes edificios y pirámides, sobre los que crecía el
orgullo de los egipcios) y «esparcirla hacia el cielo; y se convirtió en
sarpullido que produjo úlceras tanto en los hombres como en las bestias»
(9:10). Estos «sarpullidos que producían úlceras pustulosas» eran
23
conocidos en el valle del Nilo, pero sólo afectando a los hombres. Parece
ser que en este caso incluso los magos fueron afectados (v. 11), pero el
juicio de endurecimiento ya había caído sobre Faraón.
La sexta plaga no solo castigó el orgullo y las posesiones de los
egipcios, sino también sus personas. Pero las tres que se sucedieron
rápidamente, azote sobre azote, fueron mucho más terribles que las
precedentes, y evidentemente representaban «todas» las «plagas» de Dios
(v. 14). Fueron introducidas con la advertencia más solemne, que fue
desatendida por aquella persona que estaba cerca de su destrucción (vv.
15–18). La razón por la que Dios no destruyó a Faraón y a su pueblo de
24
una vez por todas es expresada como sigue por el mismo Señor: «Porque
ahora si yo extendiera mi mano para herirte a ti y a tu pueblo con la plaga,
serías quitado de la tierra. Pero ahora ciertamente por esta causa te he
25
dejado en pie (te he puesto, te he levantado), para mostrar en ti mi poder
(quizás, para dejar que lo veas o lo experimentes; esta es la primera razón,
la segunda) y para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra». En
Éxodo 15:14 comprendemos que éste fue el resultado real. Porque la
noticia no solo se esparció entre los árabes sino que, al cabo de mucho
tiempo, entre los griegos y los romanos, y finalmente, por medio del
evangelio, entre todas las naciones de la tierra.
Faraón recibió un solo día para recapacitar y arrepentirse (9:18) antes
de aparecer el séptimo azote. Se trataba de un granizo nunca visto en
Egipto, mezclado con truenos y rayos de fuego. El ganado de Egipto
normalmente pace a la intemperie desde enero a abril; así, los egipcios que
prestaron atención a la advertencia de Moisés y pusieron a sus ganados y
siervos bajo techo, no sufrieron las consecuencias, pero los demás
sufrieron las pérdidas humanas y de ganado. El hecho de que algunos
tuvieron «temor de la palabra de Jehová» (9:20) nos hace comprender el
efecto espiritual de esos «azotes». Ciertamente el mismo Faraón confesó:
«He pecado esta vez» (v. 27). Pero esta limitación, y el endurecimiento de
su corazón al cesar la calamidad, muestran que se trataba solo de temor de
las consecuencias, y, como había dicho Moisés, «no temeréis a Jehová
Elohim» (v. 30).
Debemos hacer notar un avance muy decidido con relación al octavo
azote. Porque Moisés y Aarón, basándose en esta confesión de pecado de
Faraón, le dieron este mensaje de parte de Dios: «¿Hasta cuándo no
26
querrás humillarte delante de mí?». De modo parecido, «los siervos de
Faraón», advertidos por los juicios previos, protestaban ante el rey (10:7),
y él mismo parecía inclinarse por dejar ir a los varones israelitas por poco
tiempo, con la condición de dejar a sus familias y ganados en la tierra. Por
otro lado, el endurecimiento del corazón de Faraón había aumentado hasta
tal punto que, al rehusar Moisés someterse a condiciones, el rey exclamó
27
con mofas tan osadas como (vv. 10, 11): «Así sea. Jehová sea con
vosotros porque os dejaré ir con vuestros niños. ¡Ved! porque vuestro mal
está ante vuestros rostros» (es decir, vuestras intenciones son malas; o,
quizás podría traducirse por: Ved la situación; porque he aquí el peligro
está ante vosotros). «No será así. Id ahora vosotros varones a lo que estáis
buscando» (evidentemente irónico). Y fueron sacados de la presencia de
Faraón.
Y sucedió que al extender Moisés su vara sobre la tierra de Egipto,
Jehová trajo un viento oriental sobre la tierra todo aquel día y toda aquella
28
noche; y cuando fue de mañana el viento oriental trajo las langostas. Una
vez más el Señor usaba medios naturales. Porque la plaga de las langostas
era conocida en Egipto, y a pesar de ello, incluso los paganos la concebían
como una visita de Dios. En la Escritura sirve de emblema de los juicios
29
finales que vendrán sobre nuestra tierra. Esta «plaga», tan temida en
30
todos los tiempos, llegó lentamente, desde la lejana Arabia, sobre la
tierra, más terrible que cualquier otra visita parecida en todos los tiempos,
y para la destrucción total de todo lo verde que quedaba en Egipto; de
nuevo, con la excepción de Gosén. Faraón lo sintió, y por primera vez no
solo confesó su pecado, sino que también pidió perdón, y suplicó que su
«muerte» fuese quitada de él (10:16, 17). Por ello, no fue por falta de
conocimiento que Faraón endurecería su corazón después de esto. Esta vez
tampoco se trataba de arrepentimiento lo que impulsaba a Faraón, sino de
su deseo por librarse de esa «muerte». Tan pronto como se le concedió lo
que pedía, volvió su rebelión.
Una vez más llegó el noveno azote sin ser anunciado, siendo más
terrible que los anteriores. Unas densas tinieblas cubrieron toda la tierra,
excepto Gosén. Se dio ese fenómeno curioso, que, no sólo la gente no
podían verse los unos a los otros, sino que «nadie se levantó de su lugar en
tres días». Eran literalmente, según lo describe la Escritura, unas
«tinieblas que se podían palpar»; las tinieblas de una gran tormenta de
arena, como la que a veces trae el Chamsin o viento del sur a principios de
primavera, solo de modo más severo, intenso y largo. Intentemos imaginar
la escena. De pronto, sin previo aviso, se debió levantar el Chamsin. El
aire, cargado de electricidad, levanta el polvo fino y las partículas más
gruesas de arena hasta que desaparece la luz del sol, el cielo queda
cubierto como si fuera con un grueso velo, y las tinieblas se ciernen en una
noche tan profunda que ni siquiera la luz artificial se puede aprovechar. Y
la arena y el polvo flotantes se introducen en todos los edificios, pasan por
todos los poros, y consiguen atravesar incluso las ventanas y las puertas.
Los hombres y los animales buscan cobijo, intentan encontrar refugio en
las bodegas y en los lugares alejados de la terrible plaga. Y así, en total
oscuridad y sufrimiento, pasan tres noches y tres días extenuantes, sin que
nadie sea capaz de aventurarse a salir de su refugio. De nuevo Faraón
manda llamar a Moisés. Esta vez estaba dispuesto a dejar ir a todo el
pueblo a condición de dejar sus ganados como prenda de su retorno. Y
cuando Moisés rechaza la condición, el rey «le dijo: Retírate de mí;
guárdate que no veas más mi rostro; porque en cualquier día que veas mi
rostro morirás» (10:28). Era un desafío que no resultaba extraño a los
oídos de Moisés, porque Dios le había informado, antes de este encuentro,
31
que esto iba a suceder así, y le había indicado que Israel debía prepararse
para irse. Y entonces Moisés tomó el desafío del rey y predijo que después
de esos tres terribles días de oscuridad «a medianoche», Jehová mismo
«iba a salir por en medio de Egipto», para golpear a todo primogénito de
los hombres y de las bestias. Entonces se alzaría un gran lamento durante
la noche por toda la tierra, desde la cámara de palacio, donde yacía muerto
32
el hijo único de Faraón, hasta las chozas donde las sirvientas más
humildes contemplaban la corriente que se llevaba la vida de sus hijos.
Pero en Gosén, estos tres días fueron ligeros, festivos y de gozo.
Porque mientras las densas tinieblas yacían sobre Egipto, los hijos de
Israel, siguiendo las indicaciones de Dios, ya habían seleccionado sus
corderos pascuales (cuatro días antes de la noche del dolor). Tanto las
tinieblas como la luz eran de Jehová; unas simbolizaban sus juicios, la otra
su favor de gracia.
Capítulo 7
(Éxodo 12:31–15:21)
Antes que llegase la mañana, los hijos de Israel partían de Ramsés, por
donde debió reunirse la mayoría de ellos. Su «ejército» constaba en cifras
redondas de «600.000 hombres de a pie, sin contar los niños» (12:37), o,
según podemos calcular, con mujeres y niños, unos dos millones. Esto no
representaba en modo alguno un aumento increíble durante los
cuatrocientos treinta años que habían transcurrido desde su entrada a
19
Egipto, aun sin tener en cuenta el hecho que, como Abraham había tenido
20
trescientos dieciocho «criados nacidos en su casa», y por ello también
circuncidados (Gn. 17:13), a quienes pudo armar contra los invasores de
Sodoma, así también los hijos de Jacob debieron traer a muchos que más
tarde iban a ser incorporados en la nación. Con esos dos millones de
israelitas también fue una multitud de estirpe variada, atraídos al camino
del pueblo de Dios por las señales y maravillas presenciadas tan
recientemente; tal como sucede con todo grande movimiento espiritual,
que es seguido por una muchedumbre mezclada, y que representa más bien
21
una fuente de estorbo antes que una ayuda, forasteros que siempre
siguen, la mayoría de los cuales solamente son aptos para «cortar leña y
22
sacar agua». En cambio, Israel llevó un precioso legado de fe al sacar de
23
Egipto los huesos de José, que habían estado esperando todos esos siglos
el cumplimiento de la promesa de Dios. Como Calvino hace notar de
modo adecuado: «En todas aquellas adversidades el pueblo no había
olvidado la redención prometida. Porque si, en sus actividades comunes,
no se hubiese recordado el juramento que José había hecho pronunciar a
los padres del pueblo, Moisés no lo hubiese sabido en modo alguno».
El desierto de Shur
Esto nos lleva a decir que sería un error suponer que el desierto no
ofrecía ninguna posibilidad para sostener a sus habitantes. Incluso ahora
sustenta a una población nada insignificante, y hay abundantes pruebas de
que, antes que el abandono y los estragos lo dejaran en su estado actual,
podía sustentar y sustentaba a un número de gente mucho mayor. Siempre
había colonias egipcias trabajando en las minas de cobre, hierro y
turquesa, y esos colonos deberían tener cuidado con sus fuentes y terrenos
cultivados. Tampoco podían los israelitas haber encontrado mayor
dificultad en mantener a sus numerosos rebaños en el desierto de la que
hallaron los beduinos. Los animales les proporcionaban leche y queso y, de
vez en cuando, carne. Sabemos por la Escritura que, en otra época
posterior, los israelitas estaban dispuestos a comprar comida y agua a los
3
Edomitas, y también pudieron hacer lo mismo con las caravanas que
pasaban. Del mismo modo, concluimos por textos como Levítico 8:2, 26,
31; 9:4; 10:12; 24:5; Números 7:13, y otros, que tenían algún proveedor de
harina, bien fuese comprada o de su propia siembra y siega, durante su
estancia prolongada en ciertos lugares, como aún los beduinos modernos
cultivan cualquier suelo apto para ello que encuentran.
Así era el desierto en el que se introducía Israel. Durante los cuarenta
años que Moisés había estado cuidando los rebaños de Jetro, sin duda
alguna se familiarizó con los vadis y picos, los pastos y las rocas del lugar.
Tampoco los israelitas podían desconocer el carácter de aquel desierto,
teniendo en cuenta la relación constante entre Egipto y el desierto. Así
pues, estamos dispuestos a dar crédito suficiente a los exploradores que
han intentado trazar con seguridad la ruta más probable de los hijos de
Israel. Esta ruta ha sido objeto de investigación por parte de eruditos
altamente calificados para esta labor. De hecho se ha realizado un análisis
4
profesional especial del Desierto de Sinaí. El resultado es que la mayoría
de estaciones del viaje de Israel han sido determinadas, mientras que, en
cuanto a las restantes, la opinión de los exploradores es altamente
probable.
Tampoco hay dudas sobre la segunda parada del viaje de Israel por el
desierto. Los relatos de los viajeros concuerdan bastante bien con el relato
de la Biblia. Tres días de camino por terreno pedregoso, atravesando vadis,
y finalmente, entre desnudas colinas blancas y negras de arcilla, sin nada
para descansar la vista excepto, en la distancia, el «shur», o pared de
montañas rocosas que dan su nombre al desierto, llevarían a la multitud
agotada y desalentada a la moderna Hawwárah, la «Mará» de la Biblia.
Entonces les oprimía algo peor que el cansancio y la depresión, estaban
empezando a sufrir la falta de agua. No habían encontrado una sola fuente
en tres días, y sus recursos propios debían haberse acabado totalmente. Al
llegar a Hawwárah encontraron unas aguas, pero, por estar todo el suelo
impregnado de nitro, el agua era amarga (Mara) y no apta para su uso.
Lutero hace notar acertadamente que, cuando nuestra provisión cesa,
nuestra fe tiende a decaer y acabar. Esto sucedió allí. Las circunstancias
parecían ciertamente sin salida. La fuente de Hawwárah todavía se
considera la peor en todo el camino a Sinaí, y jamás se ha sugerido un
método para hacer sus aguas potables. Pero Dios detuvo el murmurar del
pueblo, y encontró la respuesta a su necesidad con una intervención
milagrosa. Se le indicó a Moisés un árbol que debía arrojar en el agua, y
ésta se endulzó. Tanto si se trataba como no del arbusto espinoso tan
abundante en Hawwárah, no es un detalle importante. El auxilio vino
directamente del cielo, y la lección fue doble. «Allí les dio estatutos y
5
ordenanzas, y allí los probó» Los «estatutos» o principios, y las
«ordenanzas» o derechos, eran esto, que en cualquier momento de
necesidad y de aparente imposibilidad, el Señor les enviaría liberación de
lo alto, y que Israel podía esperarlo durante su viaje por el desierto. Estos
«estatutos» son, para todos los tiempos, el principio de la guía de Dios; y
estas «ordenanzas» el derecho o privilegio de nuestra ciudadanía celestial.
Pero él también nos «prueba» por medio de esto, que el gozo de nuestro
derecho y privilegio depende de un constante ejercicio de fe.
Elim
Murmuración de Israel
El maná
Éste era el maná natural (un nombre tal vez derivado del egipcio), el
cual, en algunas regiones, aparece a mediados de mayo y dura hasta finales
de julio. Pero «¿puede Dios preparar una mesa en el desierto?» ¿Puede
dominar las nubes de arriba, y abrir las puertas del cielo? ¿Puede hacer
llover maná para que ellos coman? Ciertamente sería darles trigo del cielo.
Verdaderamente era comida de ángeles, las provisiones enviadas
12
directamente por Dios, «el pan del cielo». El Señor hizo esto y mucho
más. Como había hecho por la tarde, ahora también «hizo soplar un viento
oriental en los cielos; y por su poder trajo el viento del sur; hizo llover
carne como polvo sobre ellos, y aves como la arena del mar»; así, por la
mañana, cuando el rocío había yacido rosa en un vapor blanco, y era
llevado al cielo azul, quedó en el suelo «una cosa menuda, redonda,
menuda como una escarcha». «Era como semilla de culantro, blanco, y su
13
sabor como de hojuelas con miel.» Los hijos de Israel dijeron maná.
¿Qué es eso? Era maná, y al mismo tiempo no era maná; no era el maná
producido por el desierto, pero era igual en algunos aspectos; era el maná
del cielo, el pan que Dios les daba para comer. Así nos recuerda nuestra
condición actual. Estamos en el desierto, pero no somos del desierto;
nuestras provisiones son como la comida del desierto, pero no el maná del
desierto; sino que, ante todo, lo envía directamente Dios.
Sin duda alguna éstas eran las enseñanzas que Israel (y también
nosotros hasta hoy) debía aprender. El mismo parecido entre algunos
aspectos del maná natural y del que venía del cielo les debía sugerir una
verdad. Pero la diferencia era mayor y más evidente que el parecido. No
podemos cometer ningún error en este punto. Israel no pudo jamás
confundir el maná enviado desde el cielo con el natural. Este último solo
aparece en determinadas estaciones (como mucho durante tres meses); es
producido por la picadura de un insecto en el tamarisco; no es en absoluto
como la semilla del culantro; tampoco puede ser cocido o hervido (16:32);
y la máxima producción en toda la península es de unas 700 libras, y
obviamente no podía alimentar a toda la multitud de Israel ni siquiera por
un día, mucho menos durante todas las estaciones del año y todos los años
de su travesía. Y así es, en su medida, la provisión del creyente. Incluso el
«pan de cada día» con el cual son sustentados nuestros cuerpos, y por el
que se nos enseña que oremos, es como maná enviado directamente del
cielo. No obstante, nuestras provisiones parecen, bajo los ojos de un
observador superficial, iguales al maná común, y son confundidas, e
incluso nosotros, en nuestra incredulidad, con demasiada frecuencia
olvidamos la dispensación diaria celestial de nuestro pan.
Queda todavía un aspecto por el cual la provisión milagrosa del maná,
que duró los cuarenta años de su travesía por el desierto, se parece a la
provisión divina para con nosotros. El maná era entregado de modo que
«no sobró al que había recogido mucho, ni faltó al que había recogido
14
poco». Esto determina el verdadero propósito de Dios al darnos algo,
independientemente de la interpretación que adoptemos de este versículo:
ya sea que lo veamos como el resultado final del trabajo de cada hombre
en partcular, o que todos echaron lo que habían recogido en un almacén
común, y que cada uno tomaba de allí lo que necesitaba.
Dios santificó su don de cada día con otras dos provisiones. Primero, el
maná no era enviado en el sábado. El trabajo del día anterior era suficiente
para cubrir las necesidades del día del santo reposo de Dios. Pero los días
corrientes el trabajo de recolección del pan que Dios enviaba no podía ser
pasado por alto. Lo que era conservado de un día para otro (sólo un día)
«crió gusanos y hedió» (16:20). Pero en el día del Señor cambiaba. Esto
también tenía que ser para ellos «estatuto» y «ordenanza» de fe, es decir,
un principio de la manera de dar de Dios y una norma para su recepción.
En segundo lugar, «un homer lleno de maná» debía ser «ofrecido a
Jehová» en una «urna de oro». Junto con «la vara de Aarón que reverdeció,
y las tablas del pacto», fue colocado posteriormente en el Lugar
Santísimo, en el interior del arca del pacto, cubierto por la sombra de «los
15
querubines de gloria».
Así, como en la «lluvia de pan del cielo», en la ordenanza de su
recolección, y en la ley del sábado de su uso santificado, Dios puso a
prueba a Israel (como también nos pone a prueba a nosotros ahora) para
16
ver si el pueblo «anda en mi ley, o no».
Capítulo 9
(Éxodo 17–18)
Refidim
Capítulo 10
(Éxodo 19; 20:17)
Tras haber llegado Moisés al pie del monte Sinaí, subió al pico
inferior, como para pedir las órdenes de su Señor, y Jehová le habló desde
la cima de la montaña. Se le ordenó que, antes de que el pueblo se
preparase para recibir la Ley, les recordase su liberación por gracia de
Egipto y de los juicios de la mano de Dios, y la misericordia y
benevolencia que habían recibido. Porque Jehová les había llevado como
«sobre alas de águila», comparándose los tratos de Dios con el águila, que
extiende sus alas bajo sus hijitos cuando empiezan a volar, para que,
cansados o agotados, no se precipiten sobre las rocas (comp. Dt. 32:11).
Pero Moisés debía explicar al pueblo que toda esa misericordia no era más
que la prenda de una gracia más rica. Porque ahora Dios iba a hacer un
pacto con ellos. Y si Israel obedecía su voz, y cumplía el pacto, entonces,
7
usando sus propias palabras, «Seréis para mí una posesión preciosa de
entre todas las naciones; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis
8
un reino de sacerdotes y una nación santa».
La promesa entregada así era especial y universal al mismo tiempo; y
describía tanto el carácter del pueblo de Dios como su destino. Toda la
tierra era de Dios, no sólo por derecho de creación y posesión, sino
también como destinada a honrarlo como su Señor. Aquí subyacía una
promesa de bendición universal para toda la humanidad. Y con ella
quedaba íntimamente unida la misión de Israel. Pero mientras que toda la
tierra era del Señor, Israel iba a ser su «posesión preciosa de entre todas
las naciones», su tesoro escogido (esto es lo que implica la expresión
9 10
hebrea) o, como explican San Pablo y San Pedro, «un pueblo de su
propiedad». El modo en que aparecería esta dignidad queda expresado por
los términos usados para describir a Israel como «un reino de sacerdotes y
nación santa». La expresión «reino de sacerdotes» significa un reino cuyos
habitantes son sacerdotes, y como tales poseen dignidad y poder reales, o
con las palabras de San Pedro, «un sacerdocio real». Por lo que se refiere a
Israel, la teocracia exterior visible, que Dios estableció entre ellos, era
solamente el medio por el cual se obtendría este fin, como también la
observancia del pacto por parte de ellos era su condición. Pero la promesa
en sí iba mucho más lejos que el Antiguo Pacto, y sólo será cumplida
totalmente cuando «el Israel de Dios» (a quien el Señor Jesús, «el
primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierra», «ha
11
hecho reyes y sacerdotes para su Dios y Padre») compartirá con Él su
gloria y se sentará con Él en su trono. Así el objetivo final del sacerdocio
real eran aquellas naciones, de entre las cuales Dios había escogido su
pueblo para ser su posesión preciosa. Israel debía actuar para con ellos a
modo de sacerdotes. Porque, como el sacerdote es intermediario entre
Dios y el hombre, así Israel tenía que ser el intermediario del
conocimiento y la salvación de Dios para todas las naciones. Y este
sacerdocio suyo iba a ser el fundamento de su realeza.
Una descripción todavía más solemne de Israel, y de nosotros que
somos llamados «el Israel de Dios», es la de «nación santa». Como
observa acertadamente Calvino: «Esta designación no era debida a la
piedad o santidad del pueblo, sino a que Dios les distinguió con privilegios
especiales ante todos los demás. Pero esta santificación conlleva otra; que
los que son distinguidos por la gracia de Dios cultiven la santidad, de
modo que a su vez ellos santifiquen a Dios». La palabra hebrea para
«santa» se interpreta generalmente como «separada, apartada». Pero este
es sólo su significado secundario, derivado del propósito de lo que es
santo. Su significado primario es ser espléndida, hermosa, pura y no
contaminada. Dios es santo, como el absolutamente puro, resplandeciente
y glorioso. De ello que esta idea se simbolice con la luz. Dios habita en luz
12
inaccesible; Él es «el Padre de las luces, en el cual no hay fases ni
períodos de sombra»; una luz que nunca pierde intensidad, ni cede ante las
13
tinieblas. Cristo es la luz que resplandece en las tinieblas de nuestro
14
mundo, «la luz verdadera que alumbra a todo hombre». E Israel tenía que
ser un pueblo santo como habitantes de la luz, por medio de su relación del
pacto con Dios. No es la elección de Israel de entre todas las demás
naciones lo que les hacía santos, sino la relación con Dios implicada para
el pueblo en dicho pacto. El llamamiento de Israel, su elección y
selección, sólo eran los medios. La santidad se conseguía por el pacto, que
les proveía perdón y santificación, y en el cual, por la disciplina de la ley
de Dios y la guía de su Santo Brazo, Israel sería llevado hacia adelante y
hacia arriba. Así, si Dios mostró la excelencia de su nombre o su gloria en
15 16
la creación, el camino de su santidad se hallaba en Israel.
Este análisis detallado de lo que fue ordenado a Moisés que dijera nos
ayudará a comprender tanto los preparativos del pacto como el modo
solemne en que fue inaugurado. Cuando Moisés presentó al pueblo el
precioso propósito de gracia de Dios, ellos declararon su disposición a
obedecer lo que Dios había dicho. Pero puesto que el Señor podía hacer un
pacto con el pueblo únicamente por la mediación de Moisés, por causa de
la debilidad y pecaminosidad de ellos, habló con su siervo en una espesa
nube ante todos ellos, a fin de dejarles ver y oír, y creer para siempre.
Como ya hemos mencionado, la preparación externa del pueblo tenía una
doble finalidad.
Primero, pasaron por ciertas purificaciones, que simbolizaban la
limpieza interior. En segundo lugar, se establecieron unos límites
17
alrededor de Sinaí, para que nadie pasase o tocase la montaña. Luego, al
18
tercer día, Moisés condujo a los hombres y los colocó «en el pie del
monte», «que ardía con fuego». Allí proclamó Dios su santa y eterna ley
entre señales portentosas, que indicaban que Él era grande y terrible en su
santidad, y un Dios celoso, aunque el fuego de su ira y celo estaba
envuelto por una densa nube.
«Moisés escogió un grupo de hombres para luchar contra Amalec, colocándolo bajo las
órdenes de Oseas, un príncipe de la tribu de Efraín, cuyo nombre, tal vez, cambiara a partir
dee aquel momento por el de Josué (Jehová es ayuda). Mientras tanto Moisés tomó
posiciones sobre la colina, con la vara de Jehová en su mano. Al mantener la vara alzada
Israel ganaba, pero cuando las manos de Moisés caían por el cansancio, Amalec vencía.
Entonces Aarón y Hur (este último un descendiente de Judá, y abuelo de Bezaleel, quien
parece haber tenido, en calidad de laico, un puesto parecido al de Aarón) mantuvieron
alzadas las manos de Moisés hasta que se puso el sol, y la derrota de Amalec fue completa».
Moisés improvisó un ejército en el que, entre sus pocas armas, se encontrarían probablemente
algunas egipcias similares a estas. (XVIII Dinastía. Berlín, Museo Egipcio)
Y entonces Moisés estuvo una vez más solo en «la oscuridad en la cual
estaba Dios». Las ordenanzas que le fueron entregadas en aquella ocasión
deben ser consideradas como la preparación final para el pacto que iba a
2
ser ratificado tan prontamente. Porque, como pueblo de Dios, Israel no
debía ser como las otras naciones. Era igual en sustancia y forma, pero las
condiciones de su vida nacional, los principios fundamentales de su
estado, y los llamados derechos y ordenanzas civiles que formarían la base
de la sociedad, debían ser divinos. Usando una figura: Israel era la
posesión de Dios. Antes de santificarlo y separarlo formalmente, Dios le
marcó y determinó los límites de su propiedad. Éste era el objetivo y
3
significado de las ordenanzas, que precedieron la conclusión formal del
pacto, descritas en Éxodo 24. Por ello, los principios y las «leyes» (21:1),
o mejor dicho, los «derechos» y disposiciones jurídicas, sobre las que se
basaba la vida nacional y la sociedad civil en Israel, no sólo eran
infinitamente superiores a cualquier otra legislación pensada o imaginada
en aquella época, sino que además debían dar cuerpo a los principios
sólidos y permanentes de la vida nacional de todos los tiempos. Y
ciertamente, se hallan debajo de toda legislación moderna, de modo que
las ordenanzas Mosaicas son, y seguirán siendo, el maravilloso modelo
4
para la construcción de la sociedad civil.
Sin entrar en detalles, comentamos la disposición general de estas
ordenanzas. Fueron precedidas por unas indicaciones generales sobre el
5
modo en que Israel debía rendir culto a Dios. Puesto que Dios había
hablado a Israel «desde el cielo», ellos tampoco debían hacer ninguna
representación terrenal de las cosas celestiales. Por otro lado, ya que Dios
«vendría a ellos» del cielo a la tierra, y allí se relacionaría con ellos, el
altar que debía ser erigido desde la tierra hacia el cielo tenía que ser
simplemente un «altar de tierra» (v. 24), o si era de piedra, que hubiesen
sido halladas en tierra. Además, ya que el altar indicaba el lugar de la
tierra donde Dios se aparecería con el propósito de bendecir a Israel, debía
ser edificado donde Dios registró su nombre, es decir, donde Él lo designó.
En otras palabras, el culto del pueblo tenía que ser regido por Su
manifestación en gracia, y no por la elección y preferencias particulares de
ellos. Porque la gracia está en el fundamento de toda alabanza y oración.
Los sacrificios y el culto de Israel no eran para procurarse la gracia; la
gracia había sido la causa que originó el culto. Y siempre es así. «Le
amamos porque Él nos amó primero», y el don de su amado hijo a
nosotros pecadores es gratuito e incondicional de parte del Padre, y
posibilita nuestro retorno a Él. Y por ser gratuito, es mucho más acertado
para el hombre servir a Dios con santa reverencia, que debería
evidenciarse incluso en la conducta exterior (v. 26).
«Las leyes» comunicadas a continuación a Moisés determinaban, en
primer lugar, la posición civil y social de todo Israel respecto a cada uno
de ellos (Éx. 21:1–22:12), y luego su posición religiosa en relación con el
Señor (23:13–19)».
La legislación divina empieza, como sin duda alguna ninguna otra lo
hizo jamás, no por la parte más alta de la sociedad, sino por la más baja.
Declara en primer lugar los derechos personales de los individuos en
estado dependiente: los hombres (21:2–6) y las mujeres esclavos (vv. 7–
11). Esto se hace con una consideración sagrada de los derechos de la
persona y con una delicadeza, amabilidad y rigor mucho más allá de
cualquier otro código jamás realizado sobre este tema. Si se toleraba la
esclavitud, como algo existente, su principio, el de hacer de los hombres
enseres o posesiones, fue erradicado, y la institución, a través de sus
salvaguardias y provisiones, se convirtió en algo muy diferente de lo que
ha sido en cualquier nación, tanto de los antiguos como en la actualidad.
A continuación siguen las «leyes» protectoras de la vida (vv. 12–14),
con crímenes comparados con el maltrato y la maldición de los padres (vv.
15, 17) y el robo de personas (v. 16). Lo que está en juego aquí es la
santidad de la vida en sí misma, en su origen y en su posesión libre, y el
castigo para tales crímenes no es ideado como advertencia o corrección,
sino estrictamente como castigo, es decir, como retribución.
De la protección de la vida, la ley pasa a la del cuerpo de toda herida,
ya sea por mano humana (vv. 18–27) o por obra de animal (vv. 28–32). El
principio aquí es de compensación, en cuanto sea posible, junto con el
castigo en ofensas graves.
Luego, se asegura la seguridad de la propiedad. Pero antes de entrar en
ello, la ley divina, divina incluso en esto, protege hasta la vida de los
6
animales. La propiedad es tratada bajo diversos aspectos. En primer lugar
tenemos el robo de ganado (el más importante en un pueblo agrícola)
permitiendo sabiamente a los propietarios un tipo diverso de protección
diurna y nocturna (22:1–4). Luego se consideran los daños causados a los
campos o a su producción (v. 5, 6). A continuación, se habla de la pérdida
o el daño de lo que había sido confiado para ser guardado con seguridad
(vv. 7–15), y junto a ello la pérdida del honor (vv. 16, 17).
Éstos eran los términos del pacto que Jehová hizo con Israel como
11
nación. Cuando el pueblo los ratificó con su aceptación, Moisés lo
escribió todo en lo que fue llamado «el libro del pacto» (24:7). Y entonces
el pacto propiamente dicho debía ser inaugurado con sacrificio, rociar de
sangre y la comida del sacrificio. Esta transacción fue la más importante
de toda la historia de Israel. Por medio de este único sacrificio, que nunca
fue renovado, Israel fue separado formalmente como pueblo de Dios; y fue
la base de todo futuro culto de sacrificio. Fue solamente después de dicho
sacrificio cuando Dios instituyó el tabernáculo, el sacerdocio y todos sus
servicios. Así este sacrificio único es una figura anticipada del sacrificio
único de nuestro Señor Jesucristo por su iglesia, que es la base de nuestro
acceso a Dios y el fundamento de todo nuestro culto y servicio. De modo
muy significativo, se construyó un altar al pie de Sinaí, y fue rodeado por
doce pilares «de acuerdo con las doce tribus de Israel». Unos jóvenes que
servían en ministerio, puesto que aún no existía el sacerdocio, ofrecieron
el holocausto, y sacrificaron las ofrendas de paz a Jehová. La mitad de la
sangre de los sacrificios fue recogida en cuencos, con la otra mitad se
roció el altar, reconciliándose así con Dios. A continuación se leyeron de
nuevo los términos del pacto delante de todos, y con la otra mitad de la
sangre, con la que se había hecho la reconciliación, fue rociado el pueblo
con estas palabras: «He aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con
12
vosotros sobre todas estas cosas (o términos) ».
Como nación Israel se hallaba entonces reconciliada con Dios y puesta
aparte; ambas cosas conseguidas por «la sangre rociada». Con ello
quedaba preparada para la comunión con quien era representado
simbólicamente en la comida del sacrificio que tenía lugar a
13
continuación. Allí Dios, en prenda de su favor, alimentó a su pueblo con
los sacrificios que Él mismo había aceptado. La comida del sacrificio
significaba la comunión de la aceptación; su gozo era la conciencia de este
bendito hecho. Y entonces Moisés y Aarón, y sus dos hijos (los futuros
sacerdotes) , junto con setenta ancianos de Israel, subieron al monte, «y
comieron y bebieron» la comida del sacrificio, en presencia del Dios de
14
Israel; ciertamente no bajo una forma exterior en particular, mas con el
único resplandor del cielo debajo del Shechinah. Así, «ver a Dios, y comer
y beber», eran las arras y la prenda de la bendición de verlo a partir de
entonces. También era un símbolo y una figura de lo que será realizado
cuando, mientras la aleluya de «la gran multitud» proclame el reino del
«Señor Dios omnipotente», la alegre y gozosa esposa del Cordero
preparada para la boda, y adornada con vestidos nupciales, escuche el
15
sonido de bienvenida que la llama a «la cena de las bodas del Cordero».
.
Capítulo 12
(Éxodo 24:12–18; 25–33)
El juicio divino
La súplica de Moisés
Una vez restaurada felizmente la relación del pacto entre Dios e Israel,
Moisés recibió instrucciones para llevar otras dos tablas al monte (en esta
ocasión preparadas por él) en lugar de las que había roto, para que Dios
1
pudiese escribir de nuevo las «diez palabras». Otra vez estuvo cuarenta
días y cuarenta noches en Sinaí sin comer ni beber (34:28).
Los mensajes que recibió fueron precedidos por esa gloriosa visión del
resplandor de Jehová, que le había sido prometida. En ninguna parte se nos
dice lo que vio; solamente lo que oyó, cuando Jehová «proclamó» ante él
lo que Lutero designa adecuadamente como «el sermón sobre el nombre
de Dios». Descubría su ser más interior, como el del amor inexplicable
(siendo la acumulación de términos la presentación del amor en todos sus
aspectos). Y, usando las palabras de un escritor alemán reciente: «Del
mismo modo que Jehová proclamó en esta ocasión, también lo manifestó
entre los israelitas en todo tiempo, desde el monte Sinaí hasta que los
llevó a la tierra de Canaán; y desde allí hasta que los sacó de entre los
paganos. Incluso ahora, en su destierro, está “guardando misericordia para
miles, que se vuelven al Redentor que sale de Sion”».
Cuando Moisés comprendió plenamente de este modo el carácter de
Jehová, pudo interceder una vez más por Israel, convirtiendo ahora en una
súplica para el perdón incluso la razón que pareció haber hecho peligrosa
la presencia de Jehová en Israel: que eran un pueblo duro de cerviz (v. 9).
De este mismo modo el Señor, cuando hablaba con Noé, hizo del pecado
del hombre, el cual había provocado primero el juicio, la base de la
2
paciencia futura. Y ahora Dios, una vez más, confirmó en su gracia su
pacto con Israel. Al hacerlo, les recordó las dos condiciones, una negativa,
la otra positiva, pero ambas relacionadas estrictamente entre sí, y ambas
aplicables al tiempo en que Moisés ya no estaría e Israel hubiese tomado
posesión de la Tierra Prometida. Estas dos condiciones debían ser
observadas siempre, si se iba a mantener el pacto. Una era evitar todo
contacto con los cananeos y su idolatría (vv. 11–16); la otra, observancia
del servicio de Jehová del modo indicado por Él mismo (vv. 17–26).
Otra confirmación del mensaje divino que Moisés trajo del monte,
apareció a su vuelta en medio de Israel. Sin saberlo él, el reflejo de la
gloria divina había permanecido en él, y «la piel de su rostro era
3 4
resplandeciente (lanzaba rayos) por haber hablado (Dios) con él». Al
asustarse Aarón y los hijos de Israel de este reflejo de la gloria divina,
Moisés tenía que cubrirse el rostro cuando hablaba con ellos, y sólo se
5
descubría cuando conversaba con el Señor. A esto se refiere el apóstol
cuando compara la gloria del Antiguo Testamento en el rostro de Moisés,
«el cual había de perecer» (al menos con la muerte de Moisés) y que
estaba relacionado con lo que era simplemente el «ministerio de muerte»,
con «el ministerio del Espíritu» y su grande y perdurable gloria. Además,
el velo con el que Moisés debía cubrir su rostro representaba
simbólicamente el velo que cubría el Antiguo Testamento, el cual
desaparece (solamente) en Cristo» (2 Co. 3:13, 14).
«Así, pues, provisto de todas las indicaciones necesarias, Moisés recibió finalmente, de mano
del Señor, las “tablas del testimonio”, “escritas con el dedo de Dios” (v. 18). Mientras se
daban estas sagradas transacciones en el monte, se desenvolvía una escena muy diferente en
el campamento de Israel. Sin intentar justificar ni suavizar el pecado espantoso de hacer el
becerro de oro, debemos aceptar, no obstante, que el tema debe ser considerado a la luz de la
realidad sociológica. La ausencia prolongada de Moisés despertó temores en el pueblo».
Este becerro de bronce de 35 mm de alto, hecho en el segundo milenio a.C., vinculado al culto a
Baal, proviene de la ciudad de Biblos donde los cananeos lo enterraron con la piedra angular
de un santuario. (Museo del Louvre)
Realizado por unas manos tan deseosas, el trabajo entero fue
terminado en un período de tiempo increíblemente corto. Al comparar
Éxodo 19:1, que determina la llegada de Israel al monte Sinaí en el tercer
mes (del primer año), con Éxodo 40:2, que nos informa que el tabernáculo
estaba dispuesto para ser establecido «en el primer día del primer mes»
(del segundo año), encontramos que se dio un intervalo de nueve meses.
No obstante, a esto debemos deducir dos períodos de cuarenta días,
durante los cuales Moisés estuvo en el monte, como también los días en
que Israel se preparó para el pacto, y los que pasaron durante su
ratificación y la entrega de la ley, y también el intervalo entre la primera
vez que Moisés subió al monte y la segunda. Así todo el trabajo de
elaboración relacionado con el tabernáculo y sus ceremonias debió
realizarse en un período temporal comprendido en seis meses. Y ahora que
«el tabernáculo estaba edificado», Moisés colocó, primeramente, dentro
del Lugar Santísimo, el Arca que mantenía «el testimonio», y la cubrió
con el propiciatorio; a continuación, dispuso el Lugar Santo, al norte, la
mesa de los panes de proposición, colocando «sobre ella por orden los
panes delante de Jehová»; luego, al sur, «el candelero», encendiendo sus
lámparas ante el Señor; y finalmente «el altar de oro» «delante del velo»
del Lugar Santísimo, «y quemó sobre él incienso aromático». Una vez
10
hecho todo esto, y colgada la cortina a la entrada del tabernáculo, fue
colocado el altar del holocausto, «a la entrada del tabernáculo», y «la pila»
entre ésta y el altar, aunque posiblemente no estuviera en línea recta, sino
un poco a un lado del altar del holocausto. Y del altar subía el humo del
holocausto y de la ofrenda de carne, y la pila estaba llena de agua, donde
Moisés, Aarón y sus hijos se lavaban las manos y los pies.
Capítulo 14
(Levítico)
Capítulo 15
(Números 1–4; 10:1–11)
La travesía
Este también era el orden de marcha, Judá iba delante con su división,
después Rubén, con su división, luego el santuario con los levitas según el
orden de su campamento, con Efraín y Dan formando la retaguardia. El
texto sagrado no describe las banderas llevadas por las cuatro tribus que
lideraban. Según la tradición judía llevaban como emblemas «el aspecto
de las cuatro criaturas vivientes», vistas por Ezequiel en su visión del
34
Carruaje, siendo el color del estandarte el mismo de la piedra preciosa
que se hallaba en el pectoral del sumo sacerdote, donde se habían grabado
35
los nombres de las tribus que llevaban estandarte. En cuyo caso Judá
llevaría en su estandarte un león sobre un fondo rojo (la piedra sardia o el
sardo), Rubén la cabeza de un hombre sobre un fondo rojo oscuro (el rubí
o el carbunclo), Efraín la cabeza de un buey sobre un fondo de jacinto (el
ligurio, según algunos, ámbar liguriano), Dan un águila sobre un fondo
azul brillante, como el oro (el antiguo crisólito, tal vez nuestro topacio).
Todo esto suponiendo que los nombres fuesen grabados en el mismo
orden en que las tribus acamparon. Pero Josefo y algunos rabinos colocan
los nombres grabados en el pectoral en el mismo orden que el efod del
36
sumo sacerdote, es decir, «según su nacimiento». En dicho caso Rubén
estaría sobre la piedra sarda o el sardo, Judá en el rubí o carbunclo, Dan en
un zafiro, o tal vez lapislázuli (azul), y Efraín sobre ónice, o también un
berilo; el color de las banderas, lógicamente, cambiaría en cada caso del
modo correspondiente. Se supone que, en su totalidad, el campamento
ocupaba unas tres mil millas cuadradas.
Como ya explicamos en capítulos anteriores, las órdenes de marchar o
reposar eran dadas por medio de la nube donde se hallaba la presencia
divina. Pero la señal real para caminar eran dos trompetas de plata usadas
por los hijos de Aarón. Un aviso prolongado indicaba el comienzo de la
marcha. Ante el primer aviso, debía avanzar hacia adelante la parte este
del campamento, a la segunda las del sur, luego llegaba el tabernáculo y
sus guardas, la parte oeste, y finalmente la parte norte del campamento, y
Neftalí cerraba la retaguardia.
Por otro lado, cuando se convocaba una asamblea del pueblo, la señal
era un toque de trompetas con tonos breves y agudos. En general, y para
todos los tiempos, el toque de estas trompetas de plata, tanto en guerra,
como en ocasiones de fiesta o gozo, tenían este significado espiritual:
37
«seréis recordados delante de Jehová vuestro Dios». En otras palabras,
Israel era un ejército, y como tal era convocado por el toque de trompetas.
Pero Israel era un ejército cuyo líder y rey era Jehová, y las trompetas que
llamaban a dicho ejército eran trompetas de plata del santuario, tocadas
por los sacerdotes de Jehová. De ahí que estos toques de trompeta trajeran
a Israel, como ejército del Señor, en recuerdo ante su Dios y rey.
Capítulo 16
(Números 7–9)
Capítulo 17
(Números 10:29–11)
1
Finalmente, el día veintiocho del segundo mes, se recibió la señal de
marchar de Sinaí.
Salida de Sinaí
En Taberá y Kibrot-hattaavá
Capítulo 18
(Números 12–14)
Capítulo 19
(Nm. 15; 33:19–37; Dt. 1:46; 11–15; Nm. 16–17)
Ahora tenían que pasar «errando» más de treinta y siete años en «el
desierto de Parán», hasta que surgiera una nueva generación para entrar en
posesión de la tierra de la promesa. De este largo período casi se menciona
un solo hecho en la Escritura. Como observa un escritor alemán: Estando
la hueste de Israel condenada a juicio, dejó de ser el objeto de la historia
sagrada, mientras que la generación naciente, en la cual se centraban la
vida y la esperanza de Israel, todavía no tenía historia propia. Y así
notamos este período más bien por la muerte de los antiguos que por la
vida de los nuevos, y el errar de Israel por las tumbas que dejaron atrás al
caer sus cuerpos en el desierto.
Pero la verdad que ahora Dios había enseñado al pueblo no debía ser
evidenciada sólo por el juicio. Después de la tormenta y el terremoto llegó
la «voz apacible y suave», y la importancia del contenido simbólico del
sacerdocio aarónico fue presentada bajo un símbolo hermoso. Por orden
divina, se colocó, en el lugar santísimo, delante del arca del pacto, una
vara por cada una de las doce tribus, con el nombre respectivo de sus
31
príncipes. Y a la mañana siguiente, cuando Moisés entró en el santuario,
«y he aquí que la vara de Aarón de la casa de Leví había reverdecido, y
echado flores, y arrojado renuevos, y producido almendras». La enseñanza
simbólica de esto era clara. Cada una de esas «varas» era un cayado de
gobernante, el emblema de una tribu y de su gobierno. Ésta era la posición
natural de todos los príncipes de Israel. Pero sus varas, como la de Aarón,
habían sido cortadas de la rama madre y, por tanto, incapaces de
reverdecer, echar flores o producir fruto en el santuario de Dios. Desde un
punto de vista natural, pues, no había ni una sola diferencia entre Aarón y
los demás príncipes; todos eran igualmente incapaces de tener una nueva
vida de producción de fruto. Lo que hacía de la vara de Aarón una vara
distinta de las demás era la elección de Dios y el don milagroso concedido
a la misma. Y entonces, de modo simbólico en la antigua dispensación,
pero realmente en la nueva, esa vara produjo al mismo tiempo ramas,
flores y hasta fruto (estos tres aspectos combinados, y apareciendo todos
simultáneamente). Y así esos príncipes «tomaron cada uno su vara»; pero
la vara de Aarón fue llevada de nuevo ante el arca del pacto, y permaneció
32
allí «por señal». Tampoco carece de significado profundo la elección del
almendro, por ser el primer árbol que florece. Porque el almendro,
precisamente por ser el primero en producir flor y fruto, se llama en
hebreo «el despertador» (shaked, comp. Jer. 1:11, 12). Así, como el
«despertador de la mañana», el sacerdocio aarónico, con sus flores y su
fruto, era una representación simbólica del sacerdocio mejor, cuando el
33
Sol de Justicia salga «con salvación bajo sus alas».
Capítulo 20
(Números 20–21:1–3)
Allí habían sido esparcidos, cuando el mal informe de los espías les
indujo a la incredulidad y la rebelión; y desde allí había llevado la antigua
generación su sentencia de muerte de regreso al desierto, hasta que se
cumplieron todos sus términos al pasar aquel largo período de años. Ahora
había una nueva generación en Cadés. El nuevo comienzo debía partir
desde el mismo lugar donde los antiguos cayeron. Dios es fiel a su propio
propósito; Él nunca se tira atrás. Si lo antiguo fue interrumpido, lo fue por
la incredulidad y rebelión humanas, no por el fracaso de parte de Dios; y al
proseguir de nuevo con su obra, fue en el lugar exacto donde había sido
cortada. Y el hombre también debe volver al lugar donde se ha apartado de
Dios, y donde se ha pronunciado la sentencia contra él, antes de ponerse en
el nuevo camino hacia la tierra prometida. Pero qué solemnes
pensamientos debieron pasar por la mente de esta nueva generación, al
ponerse de nuevo a viajar partiendo del punto en que sus padres habían
sido rechazados. Puesto que Él había santificado su nombre en Cadés con
el juicio, ¿lo santificarían ellos ahora con su fe y su obediencia de
corazón?
Además de Josué y Caleb, a quienes se había prometido de modo
especial la entrada en la tierra, sólo quedaban tres personas pertenecientes
a la antigua generación. Se trataba de María, Moisés y Aarón. Y entonces,
justamente al inicio de este nuevo comienzo, y como para recordarles el
pasado de un modo mucho más solemne, María, quien les había dirigido
1
en su himno de gratitud y triunfo en su primera entrada en el desierto, fue
tomada. Solo fueron dejados Moisés y Aarón; peregrinos fatigados y
agotados que iban a empezar un nuevo viaje con nuevos peregrinos, que
tenían que aprender desde cero los tratos de Jehová. Y esto nos puede
ayudar a comprender lo que sucedió al inicio de su peregrinación. Israel se
hallaba en Cadés, o mejor dicho en el desierto de Zin, aplicándose el
nombre de Cadés probablemente a toda la región además de al lugar
concreto. Tanta gente reunida en un solo lugar pronto se quedaría sin agua.
Debemos recordar también, que la nueva generación conocía las
maravillas del Señor sobre todo de oídas, pero también por sus juicios, por
lo que habían visto de su eliminación de todos los que habían salido de
Egipto. En su dureza de corazón, les parecía que su situación no tenía
esperanza y que iban a sufrir el mismo destino que sus padres.
Observemos algo de esta falta de ánimo sin fe en su clamor: «¡Ojalá
hubiéramos muerto cuando perecieron nuestros hermanos delante de
2
Jehová!»; es decir, por medio del juicio divino, durante esos años de
travesía. El recuerdo del pasado con sus desengaños parece tomar voz en
sus quejas (20:5). Es como si contrastasen la morada en Egipto, y las
esperanzas levantadas al salir de allí, con el desengaño de ver la buena
tierra al alcance de la mano, y luego ser enviados de vuelta para morir en
el desierto. Así el pueblo se rebeló contra Moisés y Aarón.
Parece ser que algunos sentimientos parecidos se apoderaron de
Moisés y Aarón (solo que en una dirección diferente). El pueblo no
esperaba el éxito, y se rebeló contra Moisés y Aarón. Con ellos como
guías, no tomarían posesión de la tierra de la promesa jamás. Por otro
lado, Moisés y Aarón también perdieron la esperanza del éxito, y se
rebelaron, por así decirlo, contra el pueblo. Un pueblo tan incrédulo, que
se rebelaba en el comienzo mismo, no podría nunca entrar en la tierra. El
pueblo sentía como si sus perspectivas no tuvieran esperanza, y así lo
pensaron también Moisés y Aarón, aunque sobre una base distinta. Como
hemos dicho, el pueblo se rebeló contra Moisés y Aarón, y Moisés y Aarón
contra el pueblo. Pero en el fondo, la base de la desesperación y rebeldía,
tanto de parte del pueblo como de Moisés, era exactamente la misma. En
ambos casos se trataba realmente de incredulidad con respecto a Dios. El
pueblo había mirado a Moisés y no a Dios como su guía hasta la tierra, y
había perdido la esperanza. Moisés miró al pueblo tal como ellos eran en
sí mismos, en vez de pensar en Dios que les estaba enviando hacia
adelante, seguro en su promesa, la cual iba a cumplir sin lugar a dudas.
Esto se evidenció rápidamente en la conducta y las palabras de Moisés.
Según las instrucciones divinas, Moisés debía ponerse a la vista del pueblo
en «la peña a vista de ellos» con «la vara de delante de Jehová»; sin duda
alguna se trataba de la misma vara con la cual había realizado los milagros
en Egipto, y bajo cuyo golpear había brotado ya en otra ocasión agua en
3
Refidim.
Embajada a Edom
Antes de dejar Cadés, Moisés envió mensajeros al rey de Edom, y
7
también, según vemos en Jueces 11:17, al rey de Moab, cuyos dominios
estaban al norte de Edom, pidiendo permiso para que Israel pasase por sus
países. Una mirada al mapa nos demostrará que ésta hubiese sido la ruta
más directa, si Palestina debía ser abordada desde el otro lado del Jordán
en Jericó. Ciertamente, era la ruta más sencilla, puesto que evitaba el
contacto con los que tenían el Negueb, o país del sur, que hacía treinta y
siete años que había tenido un encuentro hostil con Israel y les había
8
derrotado como señal. En vano también, limitó su petición para usar el
camino normal de las caravanas («la ruta del rey») sin pararse ni a la
derecha ni a la izquierda, añadiendo la promesa de pagar el uso de los
9
pozos. Los hijos de Esaú no solo se negaron, sino que incluso reunieron
un ejército apresuradamente para controlar sus fronteras. Entre tanto,
mientras los mensajeros de Moisés iban en su embajada, el campamento
de Israel avanzó hasta lo que puede describirse como «el extremo de la
frontera» de Edom. A un día de camino al este de Cadés, a través del
ancho vadi Murreh, se alza repentinamente una montaña notable, bastante
aislada y prominente descrita por Canon Williams como «de forma
singular», y el Profesor Robinson compara con «una ciudadela elevada».
Su nombre actual Moderah conserva el antiguo nombre bíblico Moserah,
el cual, por la comparación de Números 20:22–29 con Deuteronomio 10:6,
sabemos que se trataba simplemente de otra designación del monte Hor.
De hecho, «monte Hor» o Hor-ha-Hor («montaña, la montaña») significa
«la montaña notable». Ésa era la ruta normal para Israel, si esperaban
atravesar Edom por la ruta del rey (la actual vadi Ghuweir), la cual les
hubiese llevado por Moab, fácil y directamente, al otro lado del Jordán.
Era natural que esperasen allí la respuesta del rey de Edom. Porque
mientras Moderah queda en la misma frontera, pero todavía fuera de
Edom, también se halla a la entrada de diversos vadis o carreteras, que van
de allí hacia el este, sur y sureste, de modo que los hijos de Israel podían
haber tomado cualquier ruta indicada por las circunstancias. Además, por
la altura de Moderah, podían divisar cualquier movimiento hostil que
pudiese ser emprendido contra ellos, bien desde el este de Edom, o del
norte y el oeste de parte de los amalecitas y cananeos. De lo que hemos
dicho se deducirá que consideramos que se trata del monte Hor donde
10
murió Aarón.
«Como descendiente de un familiar de Aarón, a Coré no le gustaba, y tal vez codiciaba, lo
que a él vía como la supremacía de Aarón, la cual consideraba injustificable. Pero también
sufría un agravio personal. Es cierto que era un miembro de esa familia de coatitas a quienes
había sido encomendado el cargo levítico principal en el santuario, pero entonces los coatitas
constituían cuatro familias, y el liderazgo de todo ello no fue confiado a las ramas más
antiguas, sino a las más jóvenes, los uzielitas (Nm. 3:30).»
Coré se siente ofendido y alega su linaje. Por «familia» puede entenderse o bien una familia en
el sentido estricto, o bien un clan o tribu cuyos miembros descienden de un mismo «padre» por
vínculos de sangre o adopción. Esta placa proviene de la baja Mesopotamia y es conocida con
el nombre de «relieve genealógico», la importancia del jefe de la familia o de la tribu es
10
resaltado por el tamaño que se da a su imagen. (Museo del Louvre)
Muerte de Aarón
Con esta velocidad, a un día de camino del lugar del pecado, se ejecutó
la sentencia divina sobre Aarón. Hay una grandeza solemne respecto a este
relato, propia de la ocasión y de acuerdo con la localidad. A la vista de
toda la congregación estos tres, Moisés, Aarón y Eleazar, ascendieron al
monte. Aarón fue a su propio funeral vestido con todos sus hábitos
sacerdotales. Él lo sabía, y también lo sabía todo el campamento, los
cuales, por última vez, miraron con reverencia y en silencio a la venerable
figura de aquel que les había ministrado las cosas santas durante esos
11
largos cuarenta años. No hubo despedida alguna. En ese sacerdocio
simbólico todo dependía de la continuidad del oficio, y no de la persona. Y
por ello, sobre el monte, Aarón fue desprovisto de sus vestiduras
sacerdotales en primer lugar, y después su hijo Eleazar fue investido
formalmente con las mismas. Así el sacerdocio no cesó ni siquiera un
momento, cuando murió Aarón. Y luego, ya no como sacerdote, sino
simplemente como un miembro del Israel de Dios, fue «reunido a su
pueblo». Pero la mano de Dios ha cubierto lo que pasó entre los tres sobre
el monte con el velo del silencio. Y así el nuevo sacerdote, Eleazar,
descendió de la solemne escena del monte Hor para administrar en medio
de una congregación acallada y conmovida por el temor. «Y viendo toda la
congregación que Aarón había muerto, le hicieron duelo por treinta días
todas las familias de Israel.» Pero entonces ya estaban conservadas graves
noticias para Israel.
Capítulo 21
(Nm. 21:3–35; 33:35–49; Dt. 2–3:11)
Bibliografía
Roland de Vaux, Historia antigua de Israel, desde los orígenes hasta la
entrada en Canaán. Cristiandad, Madrid 1975.
Bernard Ramm, Salida. CLIE, Terrassa 1975.
INTRODUCCIÓN al Libro 2
1. Efesios 2:20.
Capítulo 3 (Éxodo 2)
1. Éxodo 6:20; Números 26:59.
2. El relato implica que nacieron antes de la proclamación del edicto homicida de Faraón.
Aarón tenía tres años más que Moisés (Éx. 7:7), mientras que María ya era adulta cuando Moisés
fue expuesto (Éx. 2:4).
3. La expresión en Hechos 7:20 es «hermoso ante Dios».
4. Todos los detalles son estrictamente egipcios; incluso algunos de los términos usados en
hebreo se derivan del egipcio. El papiro ya no se cultiva por debajo de Nubia, pero los
monumentos egipcios muestran muchas «arquillas» parecidas y botes hechos con esta planta y
dispuestos de modo semejante. Los «carrizos» eran una especie más pequeña de papiro.
5. En lo que se conoce normalmente como The Speaker’s Commentary, se ofrece una
ilustración de esto del Ritual of the Dead (Ritual de los Muertos), el documento egipcio más
antiguo en existencia. Parece ser que una de las preguntas que el espíritu sin cuerpo debía
responder ante el Señor de la verdad era esta: «No he afligido a ningún hombre; No he hecho
llorar a ningún hombre; No he sacado la leche de la boca de los amamantados».
6. Los egipcios adoraban al Nilo como a un dios.
7. Otros han interpretado el nombre como derivado de dos antiguas palabras egipcias que
literalmente significan: «agua», «salvado».
8. Hechos 7:22.
9. Hebreos 11:24–26.
10. Éxodo 2:11.
11. 1 Timoteo 1:7.
12. Génesis 25:2–4.
13. Tanto en Éxodo 2:16, como en 3:1, la expresión hebrea para «rebaños» implica que eran
de ovejas y de cabras, no de ganado vacuno, dando así otro testimonio indirecto sobre la realidad
del relato, porque sólo ese tipo de rebaños podía vivir normalmente en aquella región.
14. Éxodo 6:3.
15. Éxodo 18.
16. Éxodo 3:1; 4:18.
17. Tenemos que hacer una distinción entre Jetro Reuel y Hobab, quien parece haber sido el
hijo de Reuel y cuñado de Moisés, y que acompañó a Israel en su viaje (ver Jue. 4:11). Aquí nos
hallamos con cierta dificultad, porque la palabra traducida por «suegro», de hecho significa
cualquier familiar por matrimonio.
18. Éxodo 4:25.
19. Éxodo 18:2, 3.
20. El Sr. Cook lo considera un compuesto de una palabra hebrea y una egipcia, que significa
«forastero» en «una tierra extranjera».
21. Éxodo 2:22.
Capítulo 14 (Levítico)
1. El Libro de Levítico, o sobre las ordenanzas levíticas, deriva su nombre del término griego
correspondiente en la traducción de la 70, y su nombre latino en la Vulgata. Corresponde a la
designación rabínica de la «Ley y los Sacerdotes», y «Libro de la Ley de las Ofrendas». Entre los
judíos se conoce normalmente como Vajikra, por ser la primera palabra del texto hebreo:
«Vajikra», «Llamó».
2. Levítico 26:46.
3. Levítico 1–7
4. Levítico 8–10
5. Levítico 10:1–6.
6. Levítico 11–15.
7. Levítico 12.
8. Levítico 13–15.
9. Levítico 16.
10. Levítico 17.
11. Levítico 18.
12. Levítico 19, 20.
13. Levítico 21, 22.
14. Levítico 23, 24.
15. Levítico 10:1–6.
16. Levítico 24:10 hasta el final.
17. Levítico 9.
18. Levítico 10:1.
19. Levítico 9
20. Levítico 16:12.
21. Levítico 9:24.
22. Levítico 10:3. Traducción literal.
23. Levítico 24:10–14.
24. Éxodo 12:38.
25. Números 2:2.
26. Una tradición judía muy antigua cuenta que el padre de este blasfemo era el egipcio a
quien Moisés mató por maltratar a un hebreo (Éx. 2:11, 12). Se añaden detalles legendarios sobre
las anteriores ofensas de ese egipcio, que no es necesario repetir aquí. Su objetivo evidente es,
por un lado, excusar la ira de Moisés y, por otro lado, explicar el hecho que un egipcio era el
padre de un hijo de una madre hebrea.
27. Los Rabinos y la versión de los 70 traducen la expresión «blasfemó» por «pronunció
claramente», y el tradicionalismo judío ha basado en esto la prohibición de pronunciar jamás el
nombre Jehová; una ordenanza tan bien guardada hasta tal punto que la pronunciación exacta de
esta palabra no se conoce con seguridad. Muy probablemente debería pronunciarse Yavé. En
nuestra versión inglesa, como en la 70 y la Vulgata, se representa por «el SEÑOR», escribiendo
esta última palabra en mayúsculas.
28. Traducción literal.
29. Levítico 24:16.
30. Levítico 24:17–22.
.
Libro 3
Israel en Canaán bajo Josué y los Jueces
Fechas de los acontecimientos registrados desde el
Éxodo a 1 Reyes
según el profesor Keil desde el Éxodo hasta la construcción del Templo
por Salomón (comp. Jue. 11:26 y 1 R. 6:1)
Con las victorias decisivas contra Sehón y Og, todos aquellos que
hubiesen podido cerrar su acceso a la Tierra de la Promesa habían sido
dejados atrás o bien esparcidos y derrotados. Y ahora el campamento de
Israel había avanzado, usando las palabras de la escritura, al «otro lado del
1
Jordán desde Jericó». Sus tiendas fueron plantadas en ricos prados,
regados por muchos riachuelos, que descienden velozmente de las
montañas vecinas; el Arbot, o llanuras de Moab, como todavía se llamaba
2
la región a ambos lados del río, según sus más antiguos habitantes. Puesto
que el enorme campamento yacía extendido sobre un área de varias millas,
desde Abel Sitim, «la pradera de las acacias», al norte, hasta Bet Jesimot,
«la casa de las desolaciones», al borde del desierto, cerca del Mar Muerto,
3
al sur, debía parecer que el león de Judá se estaba agazapando preparado
para saltar sobre su presa. Ahora bien, ¿eran el león de Judá y las promesas
de Dios que le habían sido hechas verdaderamente «sí y amén»? Un asalto
feroz, y uno con el cual el paganismo iba a empuñar unas armas muy
diferentes de las que habían sido destruidas recientemente, iba a decidir la
cuestión.
8
PRIMERA «PARÁBOLA» DE BALAAM
De Aram me trajo Balac,
Rey de Moab, de los montes del oriente;
Ven, maldíceme a Jacob,
9
Y ven, amenaza a Israel.
¿Por qué maldeciré yo a quien Dios no maldijo?
¿Y por qué he de amenazar a quien
Jehová no ha amenazado?
Porque de la cumbre de las peñas lo veré.
Y desde los collados lo miraré;
10
He aquí un pueblo habitando confiado,
Y no contado entre las naciones (los gentiles).
¿Quién contará el polvo de Jacob,
11
O el número de la cuarta parte de Israel?
12
Muera yo la muerte de los justos,
Y mi postrimería sea como la suya.
Se pueden advertir dos cosas, sin tener que entrar en crítica especial.
En primer lugar, en cuanto a la forma de esta parábola: cada pensamiento
está estructurado en dos frases, que pasan rápida, casi abruptamente, de un
pensamiento a otro. En segundo lugar, la separación externa e interna de
Israel (la primera como símbolo de la segunda) se indica como la gran
característica del pueblo de Dios; esta es una verdad esencial del Antiguo
Testamento, y, en su aplicación espiritual, también del Nuevo. Pero incluso
en su interpretación literal, ha demostrado ser cierto en la historia del
Israel antiguo, y todavía se aplica a ellos, y nos muestra que la historia de
Israel aún no ha terminado; que Dios no se ha olvidado de su pueblo; y que
un propósito de misericordia todavía les ha de llegar, de acuerdo con sus
tratos anteriores. Balaam no podía maldecir a un pueblo así. En cambio
sólo podía desear que su propia muerte fuese como la de los que, por las
ordenanzas e instituciones de Dios, eran conservados separados
externamente y justificados interiormente, refiriéndose con esto,
evidentemente, no a Israel como individuos, sino en su totalidad como el
13
pueblo de Dios. Usando las palabras de un crítico alemán, : «El israelita
piadoso podía mirar hacia atrás con una satisfacción tranquila en el
momento de su muerte, y ver una vida rica de evidencias de bendición,
perdón, protección, liberación y misericordia de Dios. Podía mirar con la
misma satisfacción a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, en quien revivía
y en quien todavía participaba del alto llamamiento de su nación, y en el
cumplimiento definitivo de la gloriosa promesa que había recibido de Dios
… Y en cuanto a sí mismo, el hombre que moría consciente de poseer la
misericordia y el amor de Dios, sabía también que los iba a llevar consigo
como una posesión inalienable, una luz en la oscuridad del Seol. Sabía que
iba a ser «reunido con sus padres»; un pensamiento que debió ser una
copiosa fuente de consuelo, esperanza y gozo».
Esta última puede ser considerada sin lugar a dudas la profecía más
maravillosa. No se predice aquí, más de mil años antes del
acontecimiento, el surgimiento del gran imperio mundial del occidente,
35
con su conquista de Asiria y Eber (es decir de los descendientes de Eber),
sino que, mucho más, también se anuncia la destrucción final de ese
imperio mundial. De hecho, aquí nos hallamos ante una serie de profecías
referentes a la aparición del Mesías y el final con la destrucción del
anticristo. No existe nada parecido en la Escritura, excepto en las visiones
de Daniel. No existe ingenuidad alguna de la crítica hostil que pueda
menoscabar o explicar de otro modo el valor de esta maravillosa
predicción.
Y ahora los dos se separan: el rey para ir a su pueblo, el adivino, según
se desprende de los resultados, a las tiendas de Madián. Pero muy pronto
nos encontramos otra vez con Madián. Una persona capaz de iniciar un
curso semejante no podía detenerse cerca del terrible final. Había
intentado apartar a Jehová de su pueblo, y fracasó. Ahora iba a intentar
apartar al pueblo de Jehová. Si tenía éxito en esta empresa, las
consecuencias para Israel serían las que Balac deseaba obtener.
El final de Balaam
36
Gracias a su consejo los hijos de Israel fueron seducidos a la idolatría
37
y a todas la viles abominaciones relacionadas con la misma. En el juicio
que siguió, no menos de 24.000 israelitas perecieron, hasta que el celo de
Fineés puso freno a la plaga, cuando con su calidad de representante
demostró que Israel, como nación, aborrecía la idolatría y los pecados con
ella emparentados, como el mayor crimen contra Jehová. Pero el juicio
cayó rápidamente sobre «los hombres malvados y seductores». Por orden
de Dios los hijos de Israel fueron vengados de los madianitas. En la
matanza universal de Madián también pereció Balaam.
Capítulo 3
(Números 26–36)
Capítulo 4
(Dt. 3:23–29; Nm. 27:15–23; Dt. 34)
Ahora todo estaba preparado, e Israel a punto de cruzar el Jordán y
tomar posesión de la tierra prometida. Por ello era absolutamente normal
que Moisés deseara tener su porción de lo que esperaba a Israel; uno de
esos rasgos de la historia de los grandes héroes de la Biblia, tan
especialmente preciosos, porque nos demuestran sus debilidades y su
familiaridad con nuestros sentimientos. Mirando atrás, en los largos ciento
veinte años, primero su vida y pruebas en Egipto, luego la soledad y fe
paciente apacentando los rebaños de Jetro, y finalmente, el trabajo y la
fatiga del desierto, hubiese sido realmente extraño que ahora no desease
tener su parte en la conquista y el descanso de la buena tierra. Él había
creído en ella; la había predicado; había orado por ella; había trabajado,
soportado y luchado por ella. Y entonces, al alcance y ante la visión de la
misma ¿tenía que echarse para morir?
1
La Escritura recoge, con una sencillez conmovedora, lo que sucedió
2
entre Moisés y su padre celestial. «Y yo supliqué gracia del Señor
entonces, diciendo: Señor Jehová, tú has empezado a mostrar tu grandeza
y tu mano fuerte a tu siervo. Porque ¿qué Dios hay en el cielo o en la tierra
que hace como tus hechos y como tu poder? Que pueda yo ahora ir y ver la
buena tierra que está al otro lado del Jordán, esta buena montaña y el
Líbano. Y Jehová estaba airado conmigo por causa vuestra, y no me
3
escuchó. Y Dios me dijo: Sea suficiente para ti ; no sigas hablándome
sobre este asunto.» Los profundos sentimientos de Moisés apenas habían
tomado forma en las palabras de la oración. Se trataba más bien de la
expresión de sus más íntimos deseos ante su padre en el cielo; un precioso
privilegio que Sus hijos poseen en todo momento. Pero a pesar de ello
Moisés también en este asunto, pese a ser sólo «un administrador» y de
hallarse «lejos», tenía que seguir a aquel de quien él era la gran figura, y
debía aprender el reposo lleno de paz de esta experiencia, después de una
competición de pensamiento y deseo: «Pero no sea hecha mi voluntad,
sino la tuya». Y era la buena voluntad de Dios que Moisés yaciera en
reposo sin entrar en la tierra. A pesar de ser causado por el castigo del
pecado de Israel y de Moisés en las aguas de Meribá, también era mejor
que así fuera; mejor para Moisés mismo. Porque en la cumbre de Pisgá
Dios preparó algo mejor para Moisés que incluso la entrada en la tierra de
la promesa terrenal.
«Ahora, cuando el pueblo estaba a punto de tomar posesión de la tierra, las ordenanzas de
los sacrificios se promulgaron de nuevo, y con todo detalle. El sacrificio de la mañana y del
atardecer ya había sido instituido previamente con relación al altar de los holocaustos (Éx.
29:38–42). A esta consagración diaria de Israel se añadían ahora los sacrificios especiales del
Sabath, símbolo de una dedicación más profunda y especial, en el día de Dios. Los sacrificios
sabáticos y otros siempre eran añadidos a las ofrendas diarias».
El carnero, esplendor de los rebaños, que significaba riqueza para el pueblo, era la víctima más
frecuente de los sacrificios, tanto entre los hebreos como entre los pueblos vecinos. Estas cabras
monteses, talladas en alabastro y descubiertas no lejos del país de Moab, con el que se topará
Israel nada más salir del desierto, formaban parte de un rebaño destinado a los sacrificios en
los altares por los nómadas de Arabia.
Capítulo 5
(Josué 1–2)
El cargo de Josué
Israel nunca iba a ver otro líder como Moisés; ni siquiera uno con
quien Dios hubiese hablado del mismo modo, «boca a boca», como un
hombre con su amigo. Un sentimiento de soledad y sobrecogimiento debió
apoderarse del pueblo y de su nuevo líder, Josué, como el que sintió Eliseo
cuando, solo, volvió su espalda con el manto de Elías que le llegaba del
cielo, para probar si las aguas también se dividían ahora ante la orden del
Señor Dios de Elías. Y el Dios fiel al pacto estaba con Josué, mientras
esperaba, no por falta de fe, sino expectante, en aquel campamento de
duelo de Abel-Sitim, aguardando un nuevo mensaje de Dios. A pesar de
haber sido designado previamente por Dios y separado para el liderazgo,
era bueno que esperase, no sólo por su propio bien, sino también «para que
el pueblo no dudara luego para seguir el liderazgo de alguien que no había
1
dado un solo paso sin la guía de Dios». Y a su debido tiempo llegaron las
instrucciones deseadas: no en un lenguaje dudoso, sino renovando tanto la
comisión de Josué como las promesas de Israel. Hasta donde alcanzaba a
ver el ojo, hasta los montes del Ante-Líbano en la distancia, hasta las
orillas del Mar Grande, hasta el Éufrates al este; todo era suyo, y ni un
solo enemigo les podría hace frente, porque Dios no iba «a fallar o
abandonar» a su líder. Sólo había dos requisitos: que, en su obediencia de
amor, la palabra y los mandamientos de Dios fuesen preciosos a Josué, y
que fuera «valiente» con una fe fuerte. Este último mandamiento se repitió
dos veces, como si se intentase indicar tanto el valor interior de fe como el
exterior de la obra.
El hecho de que este llamamiento encontrase una respuesta en los
corazones no sólo de Josué, sino también del pueblo, se desprende de la
respuesta de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés, cuando se les
recordó su obligación de participar en las guerras inminentes de sus
hermanos. Al mismo tiempo que confesaban su disponibilidad a reconocer
en todo la autoridad de Josué, también afirmaron abiertamente que esto
quedaba condicionado a las instrucciones continuas de Jehová, y repitieron
la amonestación divina de ser «fuerte y valiente». Hasta este punto
depende el éxito de todas nuestras empresas: de la seguridad de la fe.
«Porque el que duda es semejante a la ola del mar, que es arrastrada por el
viento y echada de una parte a otra. No piense, por tanto, ese hombre, que
recibirá cosa alguna del Señor» (Stg. 1:6, 7).
Instruido y animado así, Josué dio órdenes para que el pueblo se
avituallara de lo necesario para empezar, si se diera la ocasión, su marcha
hacia adelante en el tercer día. En la práctica, no obstante, pasaron cinco
días hasta que se pudo dar dicho paso. Porque Josué consideró prudente
adoptar las medidas adecuadas de preparación, a pesar de que, o
simplemente porque estaba seguro de la ayuda divina, y confiaba en ello.
Rahab
Gilgal y su significado
Capítulo 8
(Josué 7–8:29)
La conquista de Jericó sin lucha de parte de Israel les había dado una
prenda completa del éxito futuro. Pero, por otro lado, también podía
convertirse en una fuente de mayor peligro, si las promesas de gracia de
Dios se consideraban derechos nacionales, y la presencia de Jehová como
por descontado, independientemente de la actitud de Israel para con él. Por
ello, era de la máxima importancia que ya desde el principio se viera que
la victoria contra el enemigo era de Israel sólo cuando el pueblo era fiel al
pacto de su Dios.
Capítulo 9
(Josué 8:30, 9)
Capítulo 10
(Josué 10–12)
La batalla de Gabaón
En estas circunstancias era lógico que los capitanes del sur se unieran,
en primer lugar, para tomar Gabaón de nuevo. La confederación, que era
1 2 3
liderada por Adoni-sedec, rey de Jerusalén, incluía a Hoham, rey de
4
Hebrón (unas siete horas al sur de Jerusalén); Piream, rey de Jarmut, la
5
actual Jarmuk, a unas tres horas al suroeste de Jerusalén; Jafía, rey de
6
Laquía, y Debir, rey de Eglón, ambas ciudades cercanas entre sí, no lejos
de Gaza, al suroeste de Hebrón. La marcha de los reyes aliados era
evidentemente rápida, y el peligro inminente, porque parece ser que
hallaron a los gabaonitas totalmente desprevenidos, y su petición de
inmediato socorro de parte de Josué fue de lo más urgente. Aquella misma
noche Josué salió en su auxilio con «todo el pueblo de guerra, es decir, los
7
hombres poderosos de valor». El ejército de soporte cayó sobre el
enemigo tan «inesperadamente» como ellos mismos habían llegado a
Gabaón. Probablemente fuera muy temprano por la mañana cuando Josué
y sus guerreros sorprendieron el campo aliado. Gabaón quedaba al este,
rodeado, como por un semicírculo, norte, oeste y sur, por sus tres ciudades
confederadas. Los cinco reyes habían ido cerrando ese semicírculo, y
acamparon en «la tierra abierta al pie de los montes de Gabaón». Animado
por la seguridad que Dios había dado explícitamente a Josué: «No tengas
temor de ellos, porque yo los he entregado en tu mano; no quedará hombre
de ellos ante ti», el ejército de Israel cayó sobre ellos con una
precipitación imparable. Los cananeos opusieron una breve resistencia a
sus asaltantes inesperados; luego huyeron en una salvaje confusión hacia
el paso del Alto Bet-horón, «la casa de las cuevas». Alcanzaron el monte
antes que sus perseguidores, y cuando huían por el paso del Bajo Bet-
horón les cayó encima una terrible granizada, como las que algunas veces
barren los montes de Palestina. De hecho era «el Señor» quien, una vez
más usando de modo milagroso los agentes naturales, «arrojó desde el
cielo grandes piedras sobre ellos»; «y fueron más los que murieron por las
8
piedras del granizo que los que los hijos de Israel mataron a espada». Era
sólo mediodía; el sol quedaba lejos detrás de Israel sobre Gabaón, y
delante de ellos sobre Ajalón al oeste estaba la luna creciente. La
tempestad estaba apagando el día y la luz, y el trabajo sólo estaba a la
mitad. En el paso del Bajo Bethorón Israel debía estar dividido y
preparado; en todo caso, la fuga del enemigo ante sus pies arrasadores
había garantizado la salvación de Gabaón, y obtenido el sur de Palestina
para Israel. Ahora, o nunca, era el momento de seguir en su ventaja. ¡Ojalá
resplandeciese el sol una vez más con todo su poder! ¡Ojalá se extendiera
aquel día demasiado corto «hasta que el pueblo se hubiese vengado de sus
enemigos»! Fue entonces cuando Josué clamó con aquella oración
apasionada de fe, citada en el texto sagrado del Libro de Jaser, o Libro de
los Píos. Según lo que se desprende de 2 Samuel 1:18, se trata de una
colección de fragmentos poéticos, relacionados con las más sublimes
escenas de la historia de los héroes del reino de Dios. En este caso, la cita
empieza, a nuestro entender, en Josué 10:12, y acaba con el versículo 15.
Esto lo demuestra la introducción en dicho versículo de una nota, que en el
relato histórico ocurre en el versículo 43. Porque es evidente que Josué no
volvió a Gilgal inmediatamente después de la batalla de Gabaón (v. 21),
sino que continuó la guerra, según se describe en el resto del capítulo 10,
hasta que todo el sur de Palestina fue reducido. Así, los vv. 12–15 son una
cita del Libro de los Píos, insertada en el Libro de Josué, cuyo relato se
toma de nuevo en el versículo 16. La cita es como sigue:
La batalla de Merom
En total, la guerra del sur y del norte debió ocupar por lo menos siete
20
años, al final de la cual todo el país era posesión de Israel, desde el
«suave monte (monte Halac) que sube hasta Seír» (es decir, las montañas
blancas de caliza de la cadena de Azacimá, en el Negueb), tan al norte
como ‘Baal-gad’, la ciudad dedicada a «Baal» como dios de la ‘fortuna’, la
Cesarea de Filipo de los Evangelios (11:16–18). Y mucho más, Josué
también llevó a los anaceos, que habían inspirado tanto temor en los
21
espías, desde sus asentamientos originales en las montañas, por Hebrón,
Debir y Anab hasta las ciudades palestinas de Gaza, Gad y Asdod. Por el
capítulo 15:14 inferimos que volvieron poco después, pero fueron
conquistados por aquel héroe veterano, Caleb.
Capítulo 11
(Josué 13–21)
Reparto de la tierra
La existencia de razas y regiones sin dominar pronto fue un foco de
peligros, aunque en una dirección distinta de lo que se podía prever. Se
había ganado lo suficiente por medio de una serie de deslumbrantes
victorias como para mantener la ocupación de la tierra segura para Israel.
Los cananeos y otras razas fueron conducidos a sus refugios, donde se
quedaron a la defensiva. Por otro lado, una nación como Israel,
acostumbrada a los hábitos nómadas del desierto, difícilmente sentía la
necesidad de una ocupación fija de la tierra, y fácilmente se cansaría de
una guerra sin entusiasmo en la que cada tribu tenía que mantener bien sus
fronteras. Así, sucedió que Josué envejeció, probablemente tenía ya
noventa o cien años, y la obra que se le había encargado estaba lejos de ser
completa. En el extremo sur y a lo largo de la orilla del mar toda la región
1
desde el río de Egipto hasta Ecrón todavía estaba en posesión, en el sur
oeste y sureste, de los gesuritas y de los aveos, mientras que el territorio
más al norte desde Ecrón hasta Gaza estaba ocupado por cinco señores de
los filisteos (Jos. 13:2, 3). De acuerdo con las instrucciones divinas, todos
éstos, aunque no descendían de Canaán (Gn. 10:14), tenían que ser
«contados como cananeos», es decir, tratados como tales.
Desplazándonos todavía más al norte por la orilla del mar, toda «la
tierra de los cananeos» o de los fenicios más arriba hasta la famosa
2 3
«cueva» cerca de Sidón, y después hasta Apec y aún más alejado «a los
4
límites de los amorreos» todavía estaba por conquistar.
«En total, la guerra del sur y del norte debió ocupar por lo menos siete años, al final de la
cual todo el país era ya posesión de Israel, desde el ‘suave monte (monte Halac) que sube
hasta Seír’ (es decir, las montañas blancas de caliza de la cadena de Azacimá, en el Negueb),
hasta posiciones tan al norte como «Baal-gad», la ciudad dedicada a «Baal» dios de la
‘fortuna’, la Cesarea de Filipo de los Evangelios (11:16–18).»
Estas puntas de flecha, descubiertas en el sur del Líbano, (1200–1100 a.C.) demuestran los
grandes progresos en las técnicas de fundición a mitades de la Edad del Bronce. Los vecinos de
los fenicios también utilizaban la escritura lineal empleada en estos objetos para escribir en
arameo, amonita, moabita, edomita y hebreo.
La heredad de Caleb
El Tabernáculo en Silo
Capítulo 12
(Josué 22–24)
Aún quedaba una prueba para Josué, antes de dejar la armadura y yacer
para su descanso. Felizmente, fue una que temió más bien que
experimentó. La obra que se le había encomendado había sido terminada,
y cada una de las tribus había entrado en la herencia que Dios le había
dado.
Su construcción de un altar
Muerte de Josué
Otoniel
3
La opresión ya había durado ocho años enteros cuando Israel «clamó a
Jehová». El libertador que les fue levantado era Otoniel, el hermano menor
de Caleb, cuyo valor le había significado la mano de su esposa (1:12–15).
Pero su éxito, en esta ocasión, no se debía a su destreza personal. «El
4
Espíritu de Jehová estaba sobre él, y juzgó a Israel, y salió a la guerra».
Por primera vez en el Libro de los Jueces vemos la afirmación de que «el
Espíritu de Jehová» «estaba sobre» alguien, o «investía» a alguien, o «vino
sobre» alguien. Naturalmente, relacionamos estas expresiones con lo que
leemos sobre «los muchos dones del Espíritu» según se detallan en Isaías
11:2, que fueron distribuidos a cada uno según plugo a Dios, y de acuerdo
con la necesidad del momento (1 Co. 12:11). Pero, al pensar en estas
influencias, debemos tener en cuenta dos cosas. Primero: aunque en todos
los casos la influencia venía directamente de arriba –del Espíritu de Dios–,
para cumplir un propósito especial, no era necesariamente, como en la
dispensación del Nuevo Testamento, una influencia de santificación.
Segundo: esta influencia no puede ser considerada igual que la presencia
del Espíritu Santo morando en los corazones. Esto también pertenece a la
dispensación del NT. Resumiendo, estos dones del Espíritu Santo eran
milagrosos, más bien que por la gracia; como los dones de la iglesia
primitiva, más bien que como «la promesa del Padre». Pero en el caso de
Otoniel, vemos que el Espíritu de Dios «estaba sobre» él, y que, bajo su
influencia, «juzgó» a Israel, aun «antes de salir a la guerra». Y así,
mientras la antigua tradición judía en los demás casos parafrasea la
expresión «el Espíritu del Señor», por «el espíritu de la fuerza», en el caso
5
de Otoniel (el león de Dios) traduce: «el espíritu de profecía». Una guerra
emprendida de este modo tenía que obtener el éxito, y «la tierra reposó
6
cuarenta años».
El siguiente juicio del rebelde Israel también llegó del este. En la
frontera oriental de Rubén y Gad había la tierra de Moab. Uno de los
7
capitanes de sus tribus, Eglón, se alió con los antiguos enemigos de Israel,
Amón y Amalec. El primero ocupaba el territorio al sur de Rubén, y el
segundo las zonas del lejano suroeste, por debajo de Filistea. Eglón barrió
las posesiones de las tribus transjordanas, cruzó el río y convirtió a Jericó
en su capital, la cual seguramente había sido reconstruida como ciudad
pero no como fortaleza. Habiendo cortado así la tierra en dos, y ocupado
su centro y jardín, Eglón redujo a Israel a servidumbre durante dieciocho
años. Al finalizar ese período el pueblo una vez más «clamó al Señor», y
«el Señor les levantó un libertador», aunque la Santa Escritura no dice en
el modo en que los libertó, actuó bajo la influencia del Espíritu del Señor.
Teniendo en cuenta las peculiares circunstancias del caso, este silencio es
muy significativo.
Eúd
Samgar
16
Debió ser durante ese período de ochenta años de reposo, cuando un
nuevo peligro amenazó por lo menos a Benjamín. Esta vez venía de la
dirección opuesta; desde el oeste, donde dominaban los filisteos.
«Después» de Eúd (3:31), es decir, después de su ejemplo, Samgar (¿«el
nombre de un forastero»?) llevó a cabo una notable proeza. Bajo el
impulso de un repentino entusiasmo sagrado, tomó, por ser la primera
arma a mano, una aguijada de buey, usada normalmente para azuzar a los
bueyes durante el arado. El arma es bastante impresionante, generalmente
mide ocho pies de longitud y seis pulgadas de círculo del asa, y lleva un
cuerno de hierro para hacer caer la tierra del arado, mientras que el otro
extremo está provisto de una pica de hierro. Con este arma mató por lo
menos a 600 filisteos, los cuales seguramente quedaron petrificados de
17
terror al verle. La proeza parece haber quedado sola, y no se lee ni de una
continuación de la guerra, ni siquiera de que Samgar juzgara, simplemente
que se eliminó durante un tiempo el peligro de incursiones filisteas.
Capítulo 15
(Jueces 4–5)
Las nubes que se ciernen sobre Israel son cada vez más oscuras, y su
liberación más extraña e inesperada. Había empezado con Otoniel,
verdaderamente un «león de Dios». Pero después del «león de Dios» vino
un zurdo, luego una mujer, luego el hijo de un idólatra, y luego un
proscrito de bajo nacimiento, como si tuviera que ir descendiendo cada
vez más, hasta la última fase alcanzada con un nazareno, Sansón, quien,
por ser nazareno es una figura del llamamiento y la fuerza de Israel, y
como Sansón, de la debilidad y el adulterio espiritual de Israel. No
obstante, cada período y cada liberación tiene sus características y
cúspides particulares.
El relato se abre como tomando de nuevo el hilo de la historia continua
de Israel, solo interceptada temporalmente por la vida de Eúd. «Y los hijos
1
de Israel continuaron haciendo el mal ante los ojos de Jehová; y Eúd
estaba muerto.» Este hecho ofrecía una oportunidad esperada desde hacía
mucho tiempo. Había pasado casi un siglo desde que un Jabín («el
prudente» o «entendimiento» –evidentemente se trata del título de un
monarca, como Faraón o Abimelec–) saliera liderando los capitanes contra
Josué, y había sido ejemplarmente derrotado (Jos. 11:1–10).
Desde entonces su capital había sido restaurada y su poder había
aumentado, hasta tal punto que ahora parecía el momento adecuado para
recuperar su antiguo imperio. Según entendemos el relato, las huestes de
Jabín descendieron de Hazor al norte, y ocuparon las posesiones de
Neftalí, Zabulón e Isacar.
Débora y Barac
«Pero el celo de Israel no continuó por mucho tiempo. De hecho, todo lo que viene después de
la campaña de Judá y Simeón es un registro de fracaso y despreocupación, con la sola
excepción de la toma de Betel por la casa de José. Esto hizo que las tribus israelitas quedaran
rodeadas por todas partes por una franja de paganismo. En muchos lugares, israelitas y
paganos habitaban juntos, y los diversos grados de proporción entre unos y otros se
desprenden claramente de expresiones como ‘los cananeos habitaban en medio de’ los
israelitas, o viceversa».
Los cananeos veneraban un conjunto de deidades, mencionadas en los textos bíblicos. La
religión cananea atrajo poderosamente, en determinadas circunstancias a los israelitas, quizás
por su característica de garantizar la abundancia de cultivos, animales e hijos. Esta estatuilla de
bronce representa a Baaluna, deidad que se encuentra en el centro de muchos de los cultos de
los cananeos.
(Museo Nacional de Damasco)
La batalla de Taanac
Cántico de Débora
PARTE II
Parte III
Opresión madianita
El llamamiento de Gedeón
A cierta distancia en la frontera suroeste de Manasés, cerca de los
1
límites de Efraín, había la pequeña aldea de Ofrá, de la familia de
2
Abiezer (Jos. 17:2; 1 Cr. 7:18), en apariencia uno de los más pequeños
clanes de Manasés (Jue. 6:15). Su jefe o capitán era Joás, «fuerza de
Jehová», o «firmeza». Así era el Señor de Ofrá. En estos nombres parece
que la antigua fe espiritual de Israel seguía presente en medio de la
decadencia circundante. Y ahora, bajo la encina junto a Ofrá, de repente,
se apareció un desconocido celestial. Era el Ángel de Jehová, el Ángel del
Pacto, quien había visitado a Abraham de modo parecido en Mamré (Gn.
18). Sólo había venido allí, en vistas del juicio que estaba al caer, para
confirmar la fe de Abraham; para entablar comunión con él; mientras aquí
el objetivo era sacar a flote la fe, y demostrar que el Señor estaba
preparado para recibir votos y oraciones de su pueblo, si ellos se volvían a
él del modo indicado. Esto también puede explicar por qué en un caso el
3
visitante celestial tomó parte en la comida, mientras que en el otro el
fuego descendió del cielo y consumió la ofrenda (comp. Jue. 13:16; 1 R.
18:38; 2 Cr. 7:1).
4
Cerca de la encina había el lagar de Joás, y allí su hijo Gedeón estaba
5
sacudiendo el trigo con un palo. Tanto el lugar como el modo de trillar
eran bastante anormales, y sólo explicables por la necesidad de
esconderse, y la constante aprehensión que en un momento inesperado
alguna banda salvaje de madianitas se precipitara sobre él. Si, según se
desprende del saludo del Ángel, Gedeón era un héroe fuerte, y si, según
inferimos de su respuesta, los recuerdos y pensamientos sobre las antiguas
hazañas de Jehová en favor de Israel habían hervido en lo profundo de su
corazón, podemos comprender cómo las humillantes circunstancias bajo
las cuales estaba trabajando en la posesión de su padre recibida de Dios, en
uno de los puntos más remotos de la tierra, debieron llenar su alma de
tristeza y nostalgia. Es justo cuando el «guerrero fuerte» está en su punto
más bajo, que el Mensajero del Pacto de repente se aparece delante de él.
No solamente el resplandor de su rostro y forma, sino también el tono con
el que hablaba, y aún más sus palabras, impresionaron inmediatamente las
cuerdas del corazón de Gedeón. «Jehová sea contigo, héroe poderoso.»
Así, pues, el que hablaba era uno de los pocos que miraba a Jehová como
un ayudador; y expresaba tanto creencia como confianza. ¿Y no había en
esa apelación, «guerrero poderoso», un sonido parecido al eco de las
esperanzas nacionales, como un llamado a las armas? El Ángel se ganó por
lo menos una cosa inmediatamente. Se trata de lo que el Ángel de su
Presencia siempre ganaba en primer lugar: se trata de la confianza del
corazón de Gedeón. Ante un forastero desconocido, él expone sus dudas
más íntimas, dolores y temores. No es que ignore los anteriores tratos de
Jehová, ni que cuestione su poder actual, sino que él cree que, si Jehová no
se hubiese apartado de Israel, sus calamidades actuales no hubiesen
quedado sobre ellos. La conclusión era justa y cierta, hasta donde
alcanzaba; porque la prosperidad de Israel o sus sufrimientos dependía de
la presencia o ausencia de Jehová. Así, la confesión de Gedeón es en
verdad una confesión del pecado de Israel, y de la justicia de Jehová. Era
el principio del arrepentimiento. Pero Gedeón todavía tenía que aprender
otra verdad: que Jehová se volvería de su ira, si Israel simplemente volvía
a él; y aún otra lección para sí mismo: poner la confianza personal en la
promesa de Dios, puesto que se basaba en Su pacto de amor, y ello tanto si
los medios exteriores que se debían usar parecían adecuados como no.
Pero Gedeón estaba preparado para aprender todo esto; y, como
siempre, el Señor enseñó a su siervo gradualmente, tanto por la palabra
como por la vista con la cual la confirmaba. La respuesta del Ángel no
podía dejar ninguna duda en la mente de Gedeón de que tenía delante de él
un mensajero celestial, quien prometía que por medio de él Israel sería
salvado, simplemente porque Él le enviaba. No es necesario suponer que
Gedeón comprendió que aquel mensajero del cielo era el Ángel del Pacto.
Al contrario, la revelación fue muy gradual. Tampoco parecen extrañas las
preguntas de Gedeón, pues son preguntas, mas bien que dudas. Mirando
alrededor, a su tribu, su clan, su propia posición en él, parecía muy poco
probable que la ayuda viniera por medio de él, y, si tenemos en cuenta
todas las circunstancias, era en verdad poco probable. Ante todo esto sólo
había una respuesta contundente: «yo estaré contigo». La única duda que
quedaba ahora: ¿quién era este gran Yo Soy?; y esto lo intentó solucionar
Gedeón «pidiendo una señal», no una señal para su incredulidad, sino una
señal relacionada con adoración y sacrificio. Jehová se la concedió. Como
cuando Moisés quería conocer a Dios, él reveló no su ser sino su carácter y
sus caminos (Éx. 33:18; 34:6), ahora se reveló a Gedeón no sólo como
quien había hablado con él, sino también que su «nombre» era «Jehová,
Jehová Dios, misericordioso y lleno de gracia, longánime, abundante en
bondad y verdad, haciendo misericordia a millares, perdonando iniquidad,
transgresión y pecado».
Sería fatal para nuestra adecuada comprensión espiritual de este caso,
como en otros relatos bíblicos, intentar introducir en todo esto nuestro
conocimiento, ideas y punto de vista. Al recordar las circunstancias de la
nación, de Gedeón y de Israel; al recordar también el nivel de
conocimiento espiritual que podían conseguir en aquel período, y la
dificultad para estar realmente seguro sobre quién era el que hablaba,
podemos comprender la solicitud de Gedeón (VI:1–17): «Hazme una señal
6
de que TÚ (eres aquel) que está hablando conmigo».
La Guerra Santa
Progreso de Gedeón
Mientras Efraín ocupaba «las aguas» y los fuertes del Jordán, Gedeón
había cruzado el río por el lugar donde Jacob antiguamente entrara en
Canaán a su vuelta de Padán Arán. «Exhaustos, pero todavía
persiguiendo», el grupo llegó a Sucot; pero sus «príncipes» rechazaron
proveer incluso de las provisiones más útiles a los hombres de Gedeón.
Los habitantes del vecino Peniel actuaron del mismo modo desalmado; sin
lugar a dudas por el total desinterés en la causa de Dios, por cobardía, y,
sobre todo, por el desprecio para con el pequeño grupo de 300 hombres,
con los cuales Gedeón había salido en persecución de la flor del ejército de
Madián. Habían calculado el resultado por los medios externos empleados,
pero estaban destinados a sufrir muy pronto las consecuencias de su
temeridad. Dando una vuelta hacia el este, por el desierto, Gedeón avanzó
por la retaguardia de Madián, y cayó inesperadamente sobre el
campamento de Carbor, defendido por 15.000 hombres dirigidos por Zeba
y Zalumná («sacrificio» y «protección rechazada»). La sorpresa acabó con
la derrota y la huida, los líderes madianitas hechos prisioneros y llevados
1
al otro lado del Jordán. A su paso, Gedeón «dio a los hombres de Sucot
2
una lección», castigó a sus gobernantes (un total de setenta y siete,
probablemente consistía en cinco o siete «príncipes» y setenta o setenta y
dos ancianos), mientras que en el caso de Peniel, que parecen haber
ofrecido una resistencia armada a la destrucción de la ciudadela, «los
hombres de la ciudad» fueron ejecutados.
«Hacía doscientos años que Israel se había vengado de Madián (Nm. 31:3–11). Y ahora, una
vez más, desde el lejano oriente, estos nómadas salvajes cruzaron el Jordán, como los
beduinos modernos, se establecieron en el llano de Jezreel y descendieron hasta Gaza en el
lejano suroeste.»
Madianitas y moabitas pactaron frecuentemente contra Israel. Este guerrero moabita es de esa
época y fue descubierto en Jordania (Museo del Louvre).
El efod en Ofrá
Todo esto había sido por mandamiento explícito divino y sin ninguna
referencia a los servicios del tabernáculo. Además, el oficio de Gedeón
nunca fue llamado de nuevo. ¿No debía ser hecho permanente ahora, al
menos en su persona? La conservación de la fe de Israel había sido
confiada a su mano fuerte; ¿debía abandonarlo en las débiles manos de un
sacerdocio que había demostrado ser incapaz de recibir dicha confianza? A
esta tentación sí sucumbió, cuando pidió al pueblo los varios ornamentos
4
de oro, tomados como despojos del enemigo. El oro recogido llegaba a
siete mil siclos, o un peso de casi cincuenta libras. Con esto Gedeón hizo
un efod, sin duda alguna añadiendo el pectoral del sacerdote y sus piedras
preciosas, y el Urim y Tumim. Aquí empezó un culto falso. Pronto, Israel
iba a Ofrá y «se prostituyó tras ello», mientras que para Gedeón y su casa
5
fue «un tropezadero».
De hecho, la misma incomprensión que culminó con la arrogancia de
Gedeón al concederse a sí mismo las funciones de sumo sacerdote,
aparecieron casi inmediatamente después de la victoria nocturna de Jehová
sobre Madián. Incluso su respuesta a las quejas envidiosas de Efraín no
suenan como el lenguaje directo de uno que ha enviado a millares de Israel
a sus casas para luchar sólo con trescientos hombres. También
encontramos algo que al menos parece venganza mezquina en sus tratos
con Sucot y Peniel; mientras que resulta difícil entender cuál sea la base,
si no es la relación personal, por la que hizo que las vidas de Zeba y
Zalmuná dependieran totalmente de la conducta de los mismos para con su
propia familia. Y las breves acotaciones de la Escritura sobre la vida de
familia de Gedeón, después que hizo el efod, simplemente confirman
nuestras impresiones. Pero mientras, durante «cuarenta años en los días de
Gedeón» «el país estuvo en paz», y, aunque de modo muy imperfecto, el
servicio de Jehová parece que era el único profesado, por lo menos
exteriormente.
Muerte de Gedeón
Conspiración de Abimelec
La parábola de Jotam
Capítulo 18
(Jueces 10–12)
Sucesores de Abimelec
1
El primero fue Tola («gusano escarlata»), el hijo de Puá
(probablemente «tinte rojo»), nieto de Dodo, un hombre de Isacar. Su
reinado duró veintitrés años, y fue seguido por el de Jaír («Alumbrador»),
que juzgó veintidós años. La nota familiar del último indica una gran
influencia, ya que cada uno de sus treinta hijos aparece como un «jefe»
(montando pollinos»), y que su propiedad se extendía por treinta de las
sesenta ciudades (1 R. 4:13; 1 Cr. 2:23) que formaban el antiguo Havot-
2
Jaír, o distritos de Jaír (Nm. 32:41; Dt. 3:14).
Jefté. Historia
Voto de Jefté
«Ahora nos acercamos a lo que a muchos puede parecer la parte más difícil de la historia de
Jefté, y tal vez sea uno de los relatos más difíciles de la Biblia. Parece ser que, antes de entrar
definitivamente en guerra, Jefté registró solemnemente este voto: ‘Si tú verdaderamente
entregas los hijos de Amón en mi mano, será el que saliere de la puerta de mi casa para
recibirme a mi vuelta en paz de los hijos de Amón, para Jehová, y lo ofreceré en
holocausto’.»
Podemos imaginar a Jefté con la apariencia de este valeroso guerrero, más o menos
contemporáneo suyo, encontrado en Ras-Shama, en Siria (Museo del Louvre)
Casi parece que los tres sucesores de Jefté en el juicio de las tribus del
este y del norte se mencionaron principalmente para denotar el contraste
13
en su historia. De Ibzán de Belén, de Elón el zabulonita y de Abdón el
piratonita, conocemos tanto su morada como el emplazamiento de su
sepulcro. Vivieron honrados, y murieron bendecidos, rodeados, como el
texto nos indica enfáticamente, por un gran y próspero número de
descendientes. Pero sus nombres no están en el catálogo de personas de
valor seleccionadas por el Espíritu Santo para nuestro especial dechado y
animación.
Capítulo 19
(Jueces 13–15)
Toda «esta gran liberación» había sido dada evidentemente por Jehová.
Pero ¿se lo había reconocido Sansón? ¿Había luchado y conquistado «por
fe», y como un verdadero nazareno? Una vez más, es por la operación de
causas naturales, reguladas y dirigidas sobrenaturalmente, que Sansón
aparece como el guerrero de Jehová y Jehová como el Dios del guerrero.
Exhausto por la larga batalla con los filisteos y por el calor del día, Sansón
se desvanece y está a punto de morir de sed. Luego Dios abre primero el
corazón de Sansón, para que salgan las aguas vivas de fe y oración, antes
de abrir la roca de Lehi. Una súplica como ésta no podía quedar
desatendida. Como la de Moisés (Éx. 32:31), o como el razonamiento de la
esposa de Manoa, estaba relacionada con los propósitos del pacto de
Jehová y con sus tratos de gracia. Después de una batalla y una victoria así
Sansón no podía perecer de sed; del mismo modo que tras la victoria de
nuestro Señor, no podía dejar de ver el fruto de la aflicción de su alma y
estar satisfecho; y como también se aplica a la sed del cristiano, después
de la grande conquista que le ha sido obtenida: «aquel que no escatimó a
su propio Hijo, sino que lo dio por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con
él todas las cosas?» (Ro. 8:32.) Entonces, en respuesta a la oración de
16
Sansón, «Dios partió el hueco que hay en Lehi», probablemente un grieta
en una roca, como hiciera antes en Horeb (Éx. 17:6) y en Cadés (Nm. 20:8,
11). Y el pozo que brotó allí, del cual bebió el apurado Sansón, lleva desde
entonces el significativo nombre de En-hakkore, el pozo del que clamó, y
ciertamente no clamó en vano.
Capítulo 20
(Jueces 16)
Una vez más, Sansón logró escapar de manos de los filisteos, pero la
hora de su caída estaba a la vuelta de la esquina. Considerar la fuerza que
le confiara Dios como si fuese suya propia y abusar de ella con fines
egoístas fue el primer paso hacia la traición y la renuncia de la base real de
la misma. Sansón cesó de ser nazareno en su corazón antes de dejar de
3
serlo exteriormente. La historia de Dalila es harto conocida como para
repetirla. Su nombre («la débil» o «la nostálgica») respira sensualidad, y
su casa se halla en el valle de Sorek, o de la elección y la uva roja. La
princesa filistea aprendió finalmente que la fuerza no podía prevalecer
contra Sansón, hasta que por su propia infidelidad él mismo se privara de
su fuerza. Es la misma historia que la de Israel y su pecado con Baal-Peor.
Se adopta la misma estratagema que sugiriera Balaam para arruinar a
Israel, por desgracia, con el mismo éxito. Los cinco príncipes de los
filisteos prometen dar cada uno a Dalila 1.000 y 100 siclos, o 5.500 en
total, unas 700 £, como recompensa por su traición. Sansón eludió su
persistencia para descubrir el secreto tres veces. Cada vez, ella disponía de
vigilantes en el departamento contiguo dispuestos a caer sobre él, si ya
hubiese perdido su fuerza. Pero la tercera vez, en su juego con las cosas
sagradas, se acercó mucho a su caída, puesto que le dijo al oído que él
relacionaba su fuerza con su pelo. Y pese a las advertencias, como el Israel
antiguo, pereció en su pecado.
Finalmente ha llegado. Ha abierto su corazón a Dalila, y ella lo sabe.
Pero la Escritura nos expone la verdadera explicación del asunto, en su
habitual modo enfático, pero con la manifiesta intención de evitar causar
efectos, que sólo el lector cuidadoso y dedicado puede atisbar. Los hechos
son como sigue: cuando Sansón traiciona su secreto ante Dalila, él dice
(16:17): «si yo soy rapado, entonces se irá de mí mi fuerza», mientras que
cuando el hecho realmente se cumple, la Escritura lo explica: «No sabía
que Jehová se había apartado de él». En este contraste entre su orgullo
sobre su propia fuerza y el hecho que se debía a la presencia de Jehová
yace la clave del asunto. Como alguien escribió: «la fuerza sobrehumana
de Sansón no estaba en su pelo sin cortar, sino en que Jehová estaba con él.
Pero Jehová estaba con él únicamente mientras él mantuviese su voto
nazareno». O, usando palabras del antiguo comentador alemán: «Toda la
desgracia de Sansón surgió del hecho que se apropió para sí mismo lo que
Dios había realizado por medio de él».
Jehová le deja
«La clave de la historia de Sansón está en el hecho de ser nazareo. Su fuerza estaba en sus
votos como nazareo; su debilidad en ceder a sus deseos carnales, y con ello infiel a su
llamamiento. En ambos aspectos no sólo era una figura de Israel, sino también un espejo en
el cual Israel podía verse a sí mismo y a su historia.»
Ruinas de Lais-Dan, desde donde se avistaba y dominaba una fértil región. Sansón fue del linaje
de la tribu de Dan.
Capítulo 21
(Libro de Rut)
Todavía nos queda un relato por contar, muy distinto de los restos de
Sansón. Nos lo encontramos con un contraste tan dulce, casi como una
mañana de verano después de una salvaje tormenta. Y sin esta historia
nuestro conocimiento del período sería incompleto.
1
Fue «en los días que los jueces juzgaban» , hacia el final de ese
período tan repleto de sucesos. Al oeste del Jordán, Jaír y Elí dominaban
en Israel, mientras al este del río la turba de Amón no había sido aún
forzada a retroceder por Jefté, el galaadita. Tanto si las incursiones de los
amonitas habían provocado la necesidad y la desgracia en el interior de
Judá y en Belén (Jue. 10:9), o si se debía sólo a causas naturales, había
«hambre en la tierra», y esto llegó a ser, en la providencia de Dios
obradora de maravillas, uno de los grandes eslabones de unión en la
2
historia del reino de Dios.
La historia de Rut
Bibliografía
Robert Michaud, De la entrada en Canaán al destierro en Babilonia.
Ed. Verbo Divino, Estella 1983.
J.L. McKenzie, The World of the Judges. Prentice Hall Inc., Englewood
Cliffs, NJ 1966.
M. Schwantes, Historia de los orígenes de Israel. Tierra Nueva, Quito
1998.
Rudolf Smend, Yahvewh War and Tribal Confederation. Reflections
upon Israel´s Earliest History. Abingdon Press, Nashville 1970.
INTRODUCCIÓN al Libro 3
1. Comp. con un Salmo Misionero como el 87; también pasajes como Sal. 86:9; Is. 44:5.
2. Algunos críticos negativos incluso han defendido la teoría (evidentemente sin ninguna
base) que originalmente el Libro de Josué formaba parte de los cinco libros de Moisés,
Hexateuco.
3. Los otros son los Libros de Samuel y de los Reyes.
.
Libro 4
Israel en Canaán bajo Samuel, Saúl y David
INTRODUCCIÓN
al Libro 4
ALFRED EDERSHEIM
1
Samuel y Saúl
Capítulo 1
(1 Samuel 1–2:11)
Esto explica tanto por qué los libros que registran esta parte de la
historia sagrada llevan el nombre de Samuel, como por qué no terminan
con la muerte de David, como se hubiese esperado en una biografía o una
historia de su reino, sino con el establecimiento final de su reino (2 S. 20).
Al terminar 2 Samuel se añaden cuatro capítulos (21–24) a guisa de
apéndice, en los que se exponen varios acontecimientos, no en orden
cronológico, sino de acuerdo con el plan general y la finalidad de la obra,
que es: presentar a Israel como el reino de Dios, y como guiado por el
espíritu de la profecía. Esto también justifica otras dos particularidades.
En una obra redactada con un objetivo así siempre ante los ojos, no
podemos esperar, ni lo hallamos en ella, una disposición estrictamente
cronológica de los acontecimientos. Además, nos encontramos con
grandes lagunas en la historia de Samuel, Saúl y David, largos períodos y
hechos importantes omitidos, conocidos sin lugar a dudas por el autor, a
los cuales incluso se refiere posteriormente mientras que otros períodos y
sucesos se detallan largamente. Todas estas peculiaridades no son
accidentales, sino diseñadas, y de acuerdo con el plan general de la obra.
Porque hemos de tener en cuenta que, como en otras partes de la Santa
Escritura, tampoco en los Libros de Samuel podemos buscar biografías
como Samuel, Saúl y David, ni siquiera esperar hallar un relato de su
administración, sino una historia del reino de Dios durante un nuevo
período en su desarrollo y en un estado fresco de su propio movimiento
hacia el final. Esa finalidad era el establecimiento del reino de Dios en
aquél hacia el cual debían señalar el sacerdocio aarónico, el orden
profético y la realeza de Israel. Estas tres instituciones fueron expuestas de
modo prominente en el nuevo período que empieza en los libros de
Samuel. Primero, en la historia de Elí, tenemos un reavivamiento del
interés concerniente al sacerdocio. Luego, vemos en Samuel el comienzo
real del orden profético del Antiguo Testamento. No se trata de que la idea
del mismo fuera nueva, o que el pueblo no estuviese preparado para ello.
Lo vemos incluso en Gn. 20:7 (comp. Sal. 105:15); y vemos que no sólo
Moisés (Dt. 34:10), sino incluso Miriam (Éx. 15:20; Nm. 12:2) son
llamados con el título de profeta; mientras que el carácter y las funciones
del oficio (si es que «oficio» es el término adecuado y no «misión») se
1
definen claramente en Deuteronomio 13:1–5; 18:9–22. Y aunque Josué no
fuese profeta, el don de la profecía no había cesado en su época. Como
prueba de ello no sólo aducimos a Débora (Jue. 4:4), sino también a otros
ejemplos (Jue. 6:8). Pero por otro lado, el orden de los profetas como tal
empezó, evidentemente, con Samuel. Lo mismo se aplica a la institución
de la realeza en Israel. Se contempla y prepara desde el inicio. Al pasar
desde la promesa de Abraham (Gn. 16:6, 16), con su limitación profética,
a Judá (Gn. 49:10), encontramos el término reino aplicado a Israel, como
determinando su destino simbólico (Éx. 19:6), centrándose obviamente en
el Rey (Nm. 24:17, 19). Y como lo fue el carácter del orden profético,
también el de la realeza fue definido claramente en Deuteronomio 17,
mientras que en Jueces 8:23 vemos que el recuerdo y la expectación de
este destino se mantenían con vida en Israel. Podemos decir que apareció
en Saúl en su aspecto negativo, y en David en el positivo; y a este último
se aplican todas las promesas y figuras relacionadas con el
establecimiento del mismo. Por esto, no le falta un profundo significado
espiritual al hecho de que el nombre «Jehová de los ejércitos» aparezca
por primera vez en los libros de Samuel, y que Ana –la primera en usar
este título en su Oración (1 S. 1:11)– profetizara sobre aquel rey (2:10) en
quien se cumplían todas las esperanzas de Israel, y cuyo reino es el objeto
de una alabanza agradecida tanto de parte de la madre virgen como por el
2
padre del Bautista (Lc. 2).
Elí
He aquí otra pascua que convoca a los adoradores a Silo. Ana tiene el
hijo de sus oraciones, a quien ha llamado significativamente Samuel, la
respuesta de Dios (literalmente: oído por Dios –Exauditus a Deo). En esta
ocasión Ana no acompañó a su marido, aunque él pagó un voto que parece
13
haber hecho si se les concedía un hijo; y tampoco al año siguiente. Pero
14
el tercer año, cuando el niño ya estaba totalmente destetado, Ana se
presentó una vez más ante Elí.
Al anciano sacerdote le debió parecer casi una voz del cielo cuando la
feliz madre le indicó a su hijo como la materialización de una oración
respondida: «Por este niño oré; y Jehová me dio lo que le pedía. Y ahora
Yo (de mi parte) lo hago el pedido por Jehová todos los días de su vida: él
15
es el pedido por Jehová». Y al hacer voto y pagar su voto, uno de los tres
becerros que habían traído fue ofrecido en holocausto, como símbolo de la
16
dedicación de su niño.
Una vez más Ana «oró»; esta vez sin dolor, con gratitud y anticipación
profética. Pues, ¿no es Samuel, por así decirlo, el Juan Bautista del
Antiguo Testamento? ¿Y no era adecuado que, en su dedicación formal a
Dios, ella usara palabras más allá de su propio tiempo, e incluso
suministrar lo que entraría a formar parte de la canción de la madre
virgen?
Cántico de Ana
Capítulo 2
(1 Samuel 2:12–3:21)
Ante nosotros se abre una escena bastante distinta. Una escena que, al
mostrar la corrupción de la familia sacerdotal, nos indica igualmente un
1
estado religioso muy bajo en el pueblo. El sumo sacerdote Elí era «muy
2
anciano» y la administración del santuario fue dejada en manos de sus dos
hijos, Ofní y Fineés. La energía, que casi llega a la severidad, que incluso
en su anciana edad podía mostrar Elí, como en su reproche no merecido
contra Ana, no fue ejercida para con sus hijos.
La debilidad de Elí
El mensaje de un profeta
Capítulo 3
(1 Samuel 4:1)
El tiempo pasaba, pero Silo estaba como antes. Elí, que había
1
alcanzado la edad patriarcal de noventa y siete años, era totalmente ciego,
y sus hijos todavía gobernaban en el santuario. En cuanto a Samuel, su
2
«palabra profética era para todo Israel». Un ministerio reconocido de
modo tan generalizado debió producir algún efecto, aunque no consiguió
llevar al pueblo al arrepentimiento, ni enseñarle el carácter espiritual de la
relación entre Dios y ellos, ni siquiera el de Sus ordenanzas en Israel. Pero
mientras que la conducta de los hijos de Elí había hecho que el santuario y
su servicio fueran menospreciados públicamente (1 S. 2:17), el ministerio
de Samuel restauró y reforzó la creencia en la realidad de la presencia de
Dios en su templo, y en su ayuda y poder. En resumen, tendía a mantener
viva y aumentar la creencia histórica, aunque no espiritual en Israel. Estos
sentimientos, al no combinarse con el arrepentimiento, producirían un
reavivamiento de la religiosidad en lugar de la religión; la confianza en la
posesión de lo que, desligado de su contenido elevado, era un simple
aspecto externo; a una confusión de los símbolos con la realidad; y a una
confianza tal en su llamamiento y en sus privilegios, que convertiría la
presencia de Jehová, obradora de maravillas, en medio de su pueblo
creyente, en un poder mágico atribuido a determinados símbolos; la
religión de Israel en mero externalismo, básicamente de carácter pagano, y
el llamamiento del pueblo de Dios en un garante del orgullo nacional. En
realidad, por diferente que fuera en su manifestación, el pecado de Israel
era en esencia el mismo que el de los hijos de Elí. En consecuencia, debía
mostrarse con respecto a ambos que ni el servicio elevado ni la posesión
de altos privilegios confieren el derecho a las promesas implicadas en
ellos independientemente de una profunda relación entre Dios y sus
siervos.
Así, pues, era contra unas posesiones que el enemigo había ocupado
durante algún tiempo que «Israel salió a combatir» en ese «campo»
abierto, que por el monumento erigido después de la posterior liberación
bajo Samuel (1 S. 7:12), obtuvo el nombre de Ebenezer, o piedra de ayuda.
El escenario de la acción, como bien sabemos, estaba en el territorio de
Benjamín, a poca distancia más allá de Mizpá, «vigilancia», a unas dos
3
horas al noroeste de Jerusalén. Los filisteos habían acampado bastante
cerca, en Afec, «firmeza», probablemente una posición fortificada. La
batalla terminó con la derrota total de Israel, con una pérdida de cuatro mil
4
hombres, no fugitivos, sino en el desarrollo de la batalla. Por lo menos
eran tan numerosos como los filisteos y tenían circunstancias favorables,
puesto que en el consejo de guerra después de la derrota, «los ancianos de
Israel» atribuyeron, sin dudar un momento, el desastre no a causas
secundarias, sino a la acción directa de Jehová. Coincidía bastante bien
con el estado religioso del momento que, en vez de inquirir en las causas
de la controversia de Dios con ellos, buscasen la seguridad en el hecho de
tener entre ellos «el arca del pacto del Señor», sin tener en cuenta al Señor
mismo y a los términos de su pacto. Como si quisiera enfatizar, de su
modo peculiar y significativo, la incongruencia de todo ello, la Escritura
simplemente pone estas dos cosas juntas en su gran contraste: que «era el
arca del pacto de Jehová de los ejércitos, que vive entre los querubines», y
que «Ofní y Fineés estaban allí con el arca de Dios» (1 S. 4:4).
Un asunto tan grande como sacar el arca del santuario, y su presencia
en el campamento, nunca había sucedido desde el asentamiento de Israel
en Canaán. Su llegada, un presagio para sus mentes de cierta renovación
de las liberaciones milagrosas que habían experimentado sus padres,
provocó un entusiasmo ilimitado en Israel, y causó la misma depresión
5
entre los filisteos. Pero pronto reinó un nuevo estado de ánimo. Tanto si
consideramos el versículo 9 como las palabras de los líderes filisteos,
dirigidas a sus abatidos seguidores, o como la resolución desesperada de
hombres que sentían que se lo estaban jugando todo, esta vez no esperaron
a que Israel les atacara.
Es el último punto, más que cualquier otro, el golpe más duro que hace
caer al anciano sacerdote. Al oír acerca del arca de Dios, cae de espaldas
inconsciente, y muere en la caída «junto a la puerta» del santuario. Así
6
terminó una obra de juez de cuarenta años.
Todavía queda una escena de terror. En su casa yace la esposa de
Fineés, con los dolores y las esperanzas del alumbramiento. Y las noticias
llegaron también hasta esa habitación a oscuras. Se juntan a su alrededor
como las sombras de la muerte. En vano intentan animarla las mujeres que
están a su alrededor con el anuncio de que le ha nacido un hijo. Ella no
responde, ni lo mira. No puede olvidar su gran dolor ni siquiera con este
gozo que un hombre ha nacido en el mundo. Sólo tiene una palabra,
incluso para su recién nacido: «I-chabod», «sin gloria». Para ella él es
Icabod, porque la gloria ha abandonado a Israel. Y con esta palabra en sus
labios, murió. El aguijón más profundo que produjo su muerte fue, como
7
en el caso de su suegro, que el arca, la gloria de Israel, ya no estaba. Dos
personas murieron aquel día en Silo por causa del dolor provocado por su
preocupación por el arca de Dios: el anciano sumo sacerdote y la joven
madre; dos, cuya muerte mostró por lo menos su fidelidad a su Dios y su
amor de corazón por Su causa y presencia.
Capítulo 4
(1 Samuel 7–8)
Tal vez la forma más majestuosa presentada, incluso entre los héroes
de la historia del Antiguo Testamento, es la de Samuel, que nos es
presentado como un hombre de oración (Sal. 99:6). Levita, nazareno,
profeta, juez; cada fase de su llamamiento exterior parece haber dejado
una influencia en su mente y corazón.
Reunión de Mizpá
La administración de Samuel
En primer lugar, veamos los hechos del caso. Los «ancianos de Israel»
solicitaron de una manera formal a Samuel: «Haznos un rey que nos
juzgue, como todas las naciones», en base a su avanzada edad y la
ineptitud de sus hijos; «el asunto pareció mal a los ojos de Samuel cuando
14
ellos lo explicaban. Danos un rey que nos juzgue». Pero en vez de dar
una respuesta inmediata, Samuel pasó el tema al Señor en oración. La
impresión de Samuel fue confirmada completamente por el Señor, quien
declaró que se trataba de un rechazo de Dios, parecido al de sus padres
cuando Le abandonaron y sirvieron a otros dioses. No obstante, dio
instrucciones a su profeta para que les concediera lo que pedían, con esta
15
doble condición: «da un fuerte testimonio contra ellos» en cuanto a su
pecado en este asunto, y «declárales el derecho del rey», evidentemente,
no según lo determinó Dios, sino según lo ejercían en las monarquías
paganas, cuya copia querían inaugurar en Israel. Cuando Samuel hubo
cumplido perfectamente la instrucción divina, y el pueblo persistía en su
solicitud, el profeta sólo tenía que esperar la indicación de arriba sobre la
persona que iba a ser designada rey, y durante este tiempo los diputados de
Israel fueron enviados a sus casas.
Hemos de tener en cuenta que no había nada absolutamente malo en el
deseo de Israel de tener una monarquía (Dt. 17:14, etc.; comp. incluso Gn.
17:6, 16; 35:11), ni siquiera, según podemos juzgar, relativamente, en el
momento de su exigencia; la explicación de la dificultad debe yacer en los
motivos y el modo más que en el hecho de que los «ancianos» hicieran la
petición. De hecho, es precisamente esto: la «motivación» y el «cómo», no
la cosa en sí, no que lo dijeron, sino «cuando ellos lo explicaban», fue lo
16
que «pareció mal a los ojos de Samuel». Israel pidió «un rey» para
«juzgarles», como el que tenían todas las naciones. Sabemos lo que
significaba la palabra «juzgar» en Israel. Significaba una confianza
implícita en la liberación de sus enemigos de mano de una persona
especialmente designada por Dios, es decir, una confianza en el Dios no
visto. A esto había objetado el pueblo en tiempos de Gedeón y no podían
soportarlo más en tiempos de Samuel. Su liberación fue no vista, y ellos la
querían ver; era cierta sólo para la fe, pero bastante poco cierta para ellos
en su estado y modo de pensar; estaba en el cielo, ellos lo querían en la
tierra; era de Dios, ellos lo querían visiblemente en forma corporal de
hombre. En este aspecto del asunto, podemos comprender bastante bien
por qué Dios lo definió como un rechazo de él mismo, y refiriéndose a ello
indicó a Samuel que «diera fuerte testimonio contra ellos».
Pero el pecado siempre es también locura. Al pedir una monarquía
como las que les rodeaban, el pueblo se estaba buscando un despotismo
cuyo yugo intolerable no podrían rechazar en el futuro (1 S. 8:18). En
consecuencia, en este sentido Samuel debía exponerles «el derecho del
17
rey» (versos 9, 11), es decir, los derechos reales, según los exigían los
monarcas paganos. Pero ya sea por la incredulidad en la advertencia, o por
pensar que, si fueran oprimidos, podrían liberarse, o, según pensamos, por
la elección deliberada al considerar todo el caso, los «ancianos»
persistieron en su exigencia. Y la verdad es que su elección nos parece
simplemente natural, si tenemos en cuenta las circunstancias políticas de
la tierra en esa época, con los vínculos de unidad nacional casi disueltos, y
en el fracaso total de la consciencia viva de la presencia constante del
«Juez» divino, que, si hubiese existido, hubiese hecho que su «reinado»
apareciera el más deseable, pero, que cuando faltaba, hacía que el estado
actual pareciese altamente incongruente y poco deseable. Pero, al tomar
esta decisión, fueron abiertamente infieles a su llamamiento, y
renunciaron al principio que subyacía su historia nacional. No obstante,
fue simplemente una fase más en el desarrollo de esta historia, otra etapa
en el progreso hacia el final que había sido visto y deseado desde el
18
principio.
Capítulo 5
(1 Samuel 9–10:16)
El llamamiento de Saúl
Para confirmar a Saúl la autoría divina de todo esto, Samuel le dio tres
señales. Cada una más extraña que la anterior, y todas muy significativas
en cuanto a lo que definiría el camino del rey de Israel. Después de dejar a
Samuel, viniendo de Efraín, cruzaría la frontera del norte de Benjamín
15
junto al sepulcro de Raquel. Allí encontraría a dos hombres que le
informarían sobre el hallazgo de las asnas y sobre la ansiedad de su padre
por su causa. Esto, en confirmación de las palabras de Samuel, sería una
muestra de que también por designio de Dios había sido ungido rey. Así la
primera señal le indicaba que su realeza era de Dios. Luego, al ir hacia el
16
sur y alcanzar «el Tabor del terebinto», tres hombres le saldrían al
encuentro, vendrían de la dirección contraria, y «subirían a Dios, hacia
Betel», llevando ofrendas de sacrificio. Estos hombres le saludarían, y, sin
serles pedido, le darían una porción de sus ofrendas de sacrificio –dos
panes, probablemente uno para él y otro para su siervo. Si, como parece
probable, estos tres hombres pertenecían a «los hijos de los profetas», el
hecho resultaba todavía más significativo. Constituía un homenaje de
parte de los piadosos de Israel, pero sin sobrepasar ni absorber el mayor
homenaje debido a Dios –al dar a Saúl sólo dos panes de toda la ofrenda
del sacrificio. Para Saúl esto debió significar realeza en subordinación a
Dios. La última señal era la más extraña, pero, comprendida
correctamente, también la más significativa. Tras llegar a Guibeá Elohim,
su propia ciudad, o el monte cercano a la misma, donde los filisteos tenían
17
una plaza fuerte, se encontraría, al entrar en la ciudad, «un grupo de
profetas» descendiendo de Bamá, o monte del sacrificio, en una procesión
festiva, precedido por el sonido del nevel, laúd o guitarra, el thof, o
18
pandero (Éx. 15:20), la flauta y el chinnor o arpa de mano, mientras ellos
«profetizaban». Luego el «Espíritu de Jehová» le «tomaría» y él «se
convertiría en otro hombre». La importancia evidente de esta «señal»,
junto con las otras, sería: la realeza no sólo de Dios y bajo Dios, sino con
Dios. Y resultaría mucho más significativo porque Guibeá, la casa de Saúl,
donde todos le conocían y podían notar el cambio, estaba entonces en
posesión de un fuerte de filisteos; y que la liberación de Israel
19
comenzase allí con el Espíritu de Jehová apoderándose fuertemente del
nuevo rey de Israel, y convirtiéndole en otro hombre. Cuando todas «estas
señales te sucedan», añadió el profeta, «haz contigo lo que tu mano
encuentre» (según indiquen las circunstancias, comp. Jue. 9:33);
concluyendo: «porque Dios está contigo».
El asunto sucedió como predijera Samuel. La Santa Escritura pasa por
las dos primeras señales de modo ligero, como si tuvieran una importancia
comparativamente inferior, pero recoge la tercera con mucho más detalle.
Explica cómo, inmediatamente después de dejar a Samuel, «Dios cambió
el corazón de Saúl» (v. 9); cómo, cuando encontró al grupo de profetas en
Guibeá (verso 10, no «en el monte» como en algunas versiones), «el
Espíritu de Elohim» «vino sobre» él, y «profetizó entre ellos»; de modo
que los que le habían conocido tan íntimamente antes exclamaron
perplejos: «¿Qué le ha sucedido al hijo de Cis? ¿Saúl también entre los
profetas?». Ante lo que «uno de ellos»; con mayor luz espiritual que los
demás, respondió: «¿Y quién es el padre de ellos?», lo cual implicaba que,
también en el caso de otros profetas, el don de profecía no era por
20
descendencia hereditaria. Así surgió el proverbio: «¿Saúl también entre
los profetas?» para indicar, según el caso, un cambio repentino y casi
increíble en la conducta religiosa de un hombre, o la posibilidad de que
ocurra.
Pero hay algunas cuestiones más profundas que deben ser respondidas,
aunque someramente. Parece ser que en aquella época ya había
asociaciones proféticas, llamadas «escuelas de los profetas».
Desconocemos si el movimiento debía su origen a Samuel o no, pero el
hecho es que recibió un gran impulso de su parte, y desde entonces se
convirtió en una institución permanente en Israel. Pero esta «profecía» no
debe ser considerada como predicción en todos los casos. En este caso
ciertamente no lo era, sino, como el de los «ancianos» en tiempos de
Moisés (Nm. 11:25), un estado estático de carácter religioso, en el cual los
hombres manifestaban sus sentimientos sin reserva. Las características de
su estado de éxtasis eran una total separación de las circunstancias que les
rodeaban, y una completa sujeción a una influencia extraordinaria exterior,
durante la cual los pensamientos, sentimientos, palabras y obras ya no
estaban bajo el control personal, sino que se convertían, por así decirlo, en
instrumentos pasivos. Bajo esta perspectiva, comprendemos el uso de la
música, no sólo por los profetas, sino incluso entre los paganos. Porque el
efecto de la música es desconectarse de las circunstancias del entorno,
hacer salir fuertes sentimientos, y hacernos ceder implícitamente a sus
influencias. En el caso de los profetas en Guibeá y en el de Saúl, este
21
estado de éxtasis estaba bajo la influencia del «Espíritu de Elohim». Con
22
esto, como con los jueces, no debemos entender la presencia del Espíritu
Santo que habita y santifica morando en el corazón como su templo. El
Espíritu Santo era específicamente «el don del Padre» y «del Hijo», y sólo
fue dado a la iglesia en relación con la resurrección de nuestro bendito
Señor y después de la misma. En el Antiguo Testamento, sólo se
experimentaban las diversas influencias del Espíritu, no su morar como el
Paracleto. Esto se ve no sólo en la historia de los que recibían dicha
influencia, y por el carácter de esa influencia, sino incluso por las palabras
con las que se describe. Así, leemos que el Espíritu de Elohim «vino
sobre» Saúl, le tomó inesperada y poderosamente; la misma expresión se
usa en Jueces 14:6, 19; 15:14; 1 S. 16:13; 18:10.
Pero aunque fueran solamente «influencias» del Espíritu de Elohim,
casi es innecesario recordar que dichas influencias no podían ser
experimentadas sin un profundo efecto moral y religioso. Las fuentes más
íntimas de la vida, pensamientos, sentimientos y propósitos tenían que ser
afectados. Así fue en el caso de Saúl, y el contraste fue tan grande que sus
conciudadanos hicieron un proverbio sobre él. Con el lenguaje de la Santa
Escritura, su «corazón», es decir, con los términos del Antiguo
Testamento, la fuente de su sentimiento, propósito y voluntad, fue
«transformada en otra» distinta de lo que había sido, y él «fue
transformado como otro hombre», con otros pensamientos, objetivos y
deseos. La diferencia entre esto y lo que en el Nuevo Testamento se
designa como «el nuevo hombre», es demasiado evidente para requerir
explicación detallada. Pero podemos observar estos dos puntos por ser
importantes: como en un caso se trataba de la influencia poderosa del
Espíritu de Elohim, no la presencia moradora del Paracleto, así también
los efectos morales producidos por esa influencia no eran primarios, sino
secundarios, y, por así decirlo, reflejados, mientras que los del Espíritu
Santo en los corazones del pueblo de Dios son directos, primarios y
23
permanentes.
«Era la aurora gris cuando se levantaron; y al romper el alba, Samuel indicó a Saúl, que
estaba en el terrado, que era el momento de partir. Le acompañó personalmente por la
ciudad; luego, haciendo ir delante al siervo, se detuvo para entregarle el mensaje de Dios».
Samuel acompaña personalmente a Saúl por la ciudad. Los cananeos del siglo XIII a.C. usaron
este carro de cerámica, hallado en una tumba familiar en Ugarít, como ofrenda votiva, lo cual
demuestra que cuando los hebreos entraron en Canaán, el uso de carros ya estaba extendido.
Capítulo 6
(1 Samuel 10:17–12:25)
En respuesta a las exigencias del pueblo, Saúl fue elegido rey. Los
motivos y las opiniones que les movieron a pedir un rey eran manifiestas.
Samuel las había expuesto claramente ante los representantes de Israel; y
ellos no refutaron la exactitud de su afirmación. No sólo querían un rey,
sino también una realeza como las naciones de los alrededores, y con la
finalidad de obtener liberación exterior. Así, se olvidaban de los tratos de
Dios en el pasado, renunciaban a la sencilla confianza en él, y no creían en
la suficiencia de Su liderazgo. De hecho, lo que ellos querían era un rey
que reflejara y representara la idea que ellos tenían de la realeza, no el
ideal que Dios había puesto ante ellos. Y no se podía haber encontrado un
mejor representante de Israel que Saúl, tanto por su aspecto como por sus
calificaciones militares; ni tampoco un reflejo más verdadero del pueblo
en su carácter y conducta religiosa. Era el típico israelita de su época, y
ello sin referirse ni a los malintencionados «hijos de Belial» ni a la
minoría verdaderamente iluminada, sino al gran cuerpo de personas de
buena intención. Si David era el rey «de acuerdo con el corazón de Dios»,
Saúl era el rey de acuerdo con el corazón del pueblo. Obtuvieron lo que
pidieron; y lo que obtuvieron debía fracasar; y lo que fracasó iba a
preparar el camino para lo que Dios quería.
Pero hasta aquel momento la elección de Saúl había sido mantenida en
secreto entre los mensajeros del Señor y el nuevo rey. Como en todos los
1
demás casos, también en esta ocasión, Dios daría a la persona llamada
para el trabajo más difícil toda oportunidad para conocer Su voluntad, y
toda animación para cumplirla.
Por esta razón, Samuel comenzó por mencionar a Saúl grandes
pensamientos; luego «intimó» con él durante mucho tiempo y con
sinceridad; luego le demostró claramente que el mensaje que le llevaba era
de Dios; y, finalmente, en una misma dirección, tanto la advertencia de su
peligro como la guía para su seguridad. Todo esto había tenido lugar en
secreto entre ellos dos, para que, sin ser molestados por las influencias
externas, Saúl considerase su llamamiento y camino futuro, y ello en
circunstancias altamente favorables para un final feliz, mientras que la
transacción era todavía entre Dios y él mismo, y antes de que pudiese ser
desviado por los efectos embriagantes del éxito y la adulación popular.
Incursión de Nahás
Alivio de Jabés-galaad
Pero entonces, cuando Saúl lo oyó «el Espíritu de Dios vino sobre él
con poder». Despedazó el «yugo de bueyes» con el que acababa de llegar,
y envió –probablemente por medio de los mensajeros de Jabés– estos
pedazos por toda la tierra, pidiendo a los que no tenían otro pensamiento
más elevado que el de sí mismos, que así se haría con los bueyes de los
que no siguieran a Saúl y Samuel en la guerra general contra Amón.
Entonces era el momento adecuado para que el nombramiento divino
de Saúl fuese vindicado; y para indicar este hecho mencionó con él a
Samuel, el venerado profeta de Dios, hasta entonces el juez de Israel. Se
11
dice que «el terror de Jehová» cayó sobre el pueblo. Desde todas las
partes de la tierra acudieron tropas de hombres armados al punto de
encuentro en Bézec, en el territorio de Isacar, cerca de Bet-sán, y casi en
12
línea recta a Jabés. Trescientos mil de Israel, y treinta mil de Judá (ya
que este territorio estaba parcialmente sometido a los filisteos),
respondieron a la citación de Saúl. No se trataba de un ejército, sino de una
banda –un landsturm–, un levantamiento armado del pueblo. Desde la
cima donde estaba Bet-sán, en la llanura de Jizreel, se podía ver Jabés-
galaad al otro lado del Jordán. En muy pocas horas la atribulada ciudad
sería liberada. Una promesa fingida de sumisión por la mañana hizo que
Nahás y su ejército se sintieran aún más confiados de lo que ya estaban. Y,
de hecho, ¿qué podían temer cuando Israel yacía postrado tan indefenso?
Cuando fue la noche, Saúl y la multitud armada que le seguía partieron
de Bézec. Poco se imaginaba él cómo los valientes hombres de Jabés iban
a corresponder a su servicio; cómo, cuando en aquel día desastroso en el
monte de Gilboa él y sus hombres caerían en la batalla, y los victoriosos
filisteos colgarían sus cadáveres en las murallas de Bet-sán, estos
valientes de Jabés saldrían toda la noche para rescatar a los héroes caídos
de su exposición (1 S. 31:8–13). Es extraño que la primera marcha de Saúl
fuese de Bet-sán a Jabés de noche, el mismo camino por el cual al final
llevaron su cadáver de noche.
Pero tales pensamientos no molestaban a las huestes mientras cruzaban
los vados del Jordán, y subían por la otra orilla. Unas pocas horas más, y
llegaron al valle de Jabés. Siguiendo el ejemplo de Gedeón (Jue. 7:16),
Saúl dividió al pueblo «en tres compañías». Cayeron sobre los
sorprendidos amonitas por la retaguardia y los flancos, cuando más
seguros se hallaban –«a la vigilia de la mañana», entre las tres y las seis. A
continuación hubo un pánico generalizado, y antes de acabar la derrota, no
quedaron dos enemigos juntos. El sentimiento popular sobre Saúl cambió
de forma drástica. Incluso querían matar a los que antes se burlaran de la
nueva monarquía. Mas Saúl rechazó este consejo. Pero Samuel usó el
nuevo sentimiento de un modo muy distinto.
Discurso de Samuel
1
En Gilgal Saúl había sido aceptado como rey por todo el pueblo, y
ahora le correspondía a él mostrarse como tal dedicándose
inmediatamente a su gran labor de la liberación de la tierra del viejo
enemigo de Israel, los filisteos. Con esta finalidad, escogió tres mil
hombres de la multitud armada de Israel, de los cuales dos mil se situaron
en Micmás y en el monte de Betel, bajo su propio mando, y los otros mil
avanzaron dirigidos por Jonatán hasta Guibeá de Benjamín (o Guibeá de
Saúl).
Terror en el pueblo
Ya sea para hacer frente a ello o, como nos parece más probable,
simplemente movido por su ignorancia de la gravedad de lo que había
hecho, Saúl fue al encuentro de Samuel y le saludó. Pero el profeta llegó
como mensajero de Dios. Denunció la imprudencia de Saúl y su pecado al
desobedecer el mandamiento explícito del Señor, y le comunicó que si
hubiese pasado la prueba su reino, o línea real, habría sido establecida,
mientras que ahora su trono iba a pasar a un sucesor más digno. No se
trataba, pues, del rechazo de su persona, ni el de su título al trono, sino
sólo el de su «reino», o línea, como inapropiado para ser «capitanes» sobre
el «pueblo de Jehová». Ésta era la sentencia que Samuel debía anunciar
aquel día.
La «imprudencia» de la conducta de Saúl, sin duda, debió ser notada
por todos. No había esperado suficiente tiempo, aunque para sus
seguidores debió parecer demasiado tiempo; seguidores que, después del
sacrificio, llegaban solamente a unos seiscientos hombres (1 S. 13:15). Por
otro lado, el único motivo que, incluso desde un punto de vista político,
podía atraer a más hombres a sus filas o animarlos con valor, era una
creencia religiosa en la ayuda de Jehová, del cual la infracción del
mandamiento divino y la defección de Samuel amenazaban con privar a
Israel. No obstante, quedan todavía puntos del castigo divino de Saúl que
requieren una gran atención, no sólo para la justificación de este relato,
sino también para su adecuada comprensión.
A la primera pregunta sobre por qué Samuel retrasó injustificadamente
su viaje a Gilgal, en aparencia sin razón alguna, sólo podemos responder
que el retraso parece tan intencionado como el de nuestro bendito Señor
tras oír acerca de la enfermedad de Lázaro, y cuando se enteró de su
muerte (Jn. 11:6, 14, 15). Pero, si era intencionado, su objetivo sólo podía
ser el de poner a prueba el carácter del reino de Saúl. Sobre ello,
evidentemente, dependería la permanencia del reino. Ya hemos visto que
Saúl representa el tipo de monarquía que Israel deseaba establecer. El
hecho de que Saúl descendiera a Gilgal para ofrecer sacrificios, pero a
ofrecerlos de un modo no adecuado; su reticencia a entrar en la campaña
sin suplicar la faz de Jehová, y luego ofenderlo con su desobediencia; su
larga espera, pero no lo suficiente; su confianza en la ayuda de Jehová, y, a
pesar de ello, su preocupación cuando le dejaron sus seguidores; su
evidente creencia en la total eficacia de los sacrificios como una
ordenanza exterior respectivamente de un sacrificio interior del corazón y
la voluntad –todo ello es una representación exacta del estado religioso de
Israel. Pero, si bien Israel había buscado y obtenido en Saúl una monarquía
«según el corazón de ellos», el Señor, en su infinita misericordia, como
comunicara Samuel en Gilgal (12:14, 20–22, 24), estaba dispuesto a
perdonar y volverlo todo para bien, si Israel simplemente «temía al Señor
y le servía de verdad». Toda la cuestión pivotaba sobre esta conversión de
la realeza de Israel al reino de Dios. Porque, o Israel dejaba de ser el
pueblo del Señor, o el principio sobre el cual se apoyaba su monarquía
venía a ser un principio espiritual y divino; y consecuentemente cualquier
gobierno que contraviniese esto debía ser barrido y debía dejar paso a otro.
Si se nos pregunta en qué debe consistir este principio divino de la
monarquía, no dudaremos en responder que se debía constituir un reino
donde la voluntad del rey terrenal estuviese en sujeción reconocida a la
del rey celestial. Esto es correcto en sí mismo; expresaba la relación del
pacto por medio del cual Jehová fue el Dios de Israel, e Israel el pueblo de
Jehová; y daba cuerpo a la idea tipológica del reino de Dios, que se
realizaría plenamente en el Rey de los Judíos, que no vino para hacer su
propia voluntad, sino la de su padre en los cielos, incluso en la amarga
agonía de la copa de Getsemaní y los sufrimientos del Gólgota. Saúl era el
rey según el corazón de Israel (1 S. 12:13); David el rey según el corazón
de Dios, no por su mayor piedad o bondad, sino porque, a pesar de sus
fracasos y pecados, expresaba plenamente la idea divina del reino de
Israel; y también por esta razón él y su reino fueron la figura de nuestro
Señor Jesús y de su reino.
Con lo que hemos dicho, ya nos hemos anticipado parcialmente a la
segunda gran dificultad que nace en nuestras mentes casi de forma
instintiva al leer esta historia. Se comprenderá fácilmente que esta grande
cuestión tenía que ser puesta a prueba y decidida al mismo comienzo del
reinado de Saúl, antes de que se enzarzara en cualquier gran empresa, cuyo
éxito o fracaso pudieran desviar su pensamiento. Si debía ser puesto a
prueba sería por sus propios méritos, al margen de los resultados. No
obstante, debemos confesar que el primer sentimiento en la mayoría de
nosotros es que, al considerar las dificultades de la posición de Saúl, el
castigo que recibió parece excesivo. Pero sólo lo parece, no lo es. Dejando
de lado la idea de su rechazo personal y pérdida del trono, ninguno de los
dos siendo implicado en las palabras de Samuel, la sentencia sobre Saúl
solamente constituía este principio, que ninguna monarquía podía durar en
Israel sin reconocer la suprema autoridad de Dios. Del mismo modo que la
obediencia de Adán fue puesta a prueba con un asunto aparentemente
insignificante, y su fracaso implicó el de toda la raza, también sucedió así
con Saúl. Su desobediencia parcial y su ansiedad por ofrecer los
sacrificios, pensando que eran eficaces en sí mismos, simplemente hacían
más necesario el requisito de traer a la luz el punto clave de la sumisión
absoluta, incuestionada y creyente a la voluntad del rey celestial. El reino
de Saúl se mostró claramente distinto del reino de Dios, y, en
consecuencia, se imposibilitaba su continuidad. Por distintas que sean sus
circunstancias, Saúl era tan poco apto para la herencia del reino, con las
promesas en ello implicadas y el significado que ello conlleva en figura,
como Esaú lo había sido para heredar la primogenitura, con todo lo que
ello representaba para el presente, el futuro cercano y el más distante.
«Viendo los preparativos del enemigo, Saúl se retiró a Gilgal –es probable que no se trate de
la Gilgal donde se celebró la anterior asamblea, sino la otra cerca de Jericó. Allí «el pueblo
fue convocado para seguir a Saúl». La impresión que tenemos es que al principio el pueblo se
quedó deprimido más bien que eufórico, temeroso antes que animado, por la hazaña militar
de Jonatán. Y no es de extrañar si tenemos en cuenta no sólo la falta de preparación moral
del pueblo, sino también su incapacidad para enfrentarse con los filisteos debido a su escasa
preparación militar.»
En este detalle de un relieve egipcio (siglo XII a.C.) se distinguen con claridad los guerreros
filisteos, cuyos característicos cascos emplumados se sujetan con barboquejos. El relieve
conmemora la victoria de Ramsés III contra una coalición de marinos, —Pueblos del Mar—
entre ellos los filisteos, que invadieron Egipto.
Capítulo 8
(1 Samuel 13:15–14:46)
Cuando Saúl, después de irse Samuel, emprendió la marcha saliendo
de Gilgal con sus seiscientos hombres, se encontró con que los filisteos
ocupaban la cadena montañosa de Micmás que antes había ocupado él.
Con un séquito tan débil, era una actitud muy prudente de su parte tomar
una posición «en el extremo de Guibeá» (14:2), es decir, según se
desprende del contexto, al norte de la ciudad propiamente dicha, y a las
1
afueras de Gabaa y su región (13:16). Gabaa se encuentra sólo a una hora
y cuarto aproximadamente al norte de Guibeá. En consecuencia, podemos
suponer que el campamento de Saúl debió estar a unas dos millas al norte
de esta ciudad, y que se extendía hacia Gabaa. Su cuartel general se
hallaba debajo de un granado en un lugar llamado Migrón –probablemente
«desprendimiento de tierras»–; y allí, junto a sus hombres principales,
2
tenía al que ocupaba el sumo sacerdocio, Ahías, el hijo de Ahitub, un
hermano mayor de Icabod, «que llevaba un efod», y desempeñaba sus
funciones sacerdotales.
Cese de la guerra
Capítulo 9
(1 Samuel 14:47–52; 15)
Capítulo 10
(1 Samuel 16–18:4)
David es ungido
Lo que se acaba de explicar nos ayudará a ver cómo las tres embajadas
que Saúl envió para capturar a David en Nayot fueron a su vez tomadas
por influencias espirituales, y cómo incluso Saúl, cuando intentó llevar a
cabo personalmente lo que no consiguieron sus mensajeros, fue dominado
17
más plena y manifiestamente por el poder que todo lo somete. Se
demostraba incontestablemente que había un poder divino ocupado en la
defensa de David, contra el cual el rey de Israel luchaba en vano, que no lo
podía resistir y que fácilmente podía poner tanto a sus mensajeros como a
él mismo postrados a sus pies. Si, después de esto, Saúl continuaba con sus
planes asesinos contra David, la lucha no sería ya entre dos hombres, sino
manifiestamente entre el rey de Israel y el Señor de los Ejércitos, quien
había hecho señales y milagros en Saúl y sus siervos, y ante todo el
pueblo. Es precisamente esta última consideración la que confiere
semejante significado a las circunstancias narradas en el texto sagrado,
que el informe común, cómo la influencia espiritual había sometido y
forzado a Saúl, cuando, en su caminar asesino contra David, se revivió el
dicho popular: «¿También Saúl entre los profetas?». Puesto que era
necesario que todo Israel supiese, comentase y se maravillase al aprender
el significado de todo ello.
Así, al final de su carrera, como al principio, Saúl está bajo la
influencia del Espíritu de Dios –ahora en advertencia, y, si fuese posible,
para recuperarlo, como antes para hacerle apto para su trabajo. Y parece
que se produjo algún resultado en esta dirección. Pues, aunque David se
fue de Nayot a la llegada de Saúl, le hallamos de nuevo cerca de la
residencia real (20:1), donde, evidentemente, era esperado por el rey para
participar en el banquete que aparentemente se celebraba al inicio de cada
mes (vv. 5, 25, 27). El comentario es interesante desde el punto de vista
18
histórico en relación con Números 10:10; 28:2–15, y también el otro (1
S. 20:6, 29), según el cual parece haber sido habitual en aquellos días de
inestabilidad religiosa que las familias hicieran un «sacrificio» anual en su
propia casa, especialmente en los lugares donde, como en Belén, no había
altar (comp. 16:2, etc.).
Pero, independientemente de lo que hubiese pasado, David tenía muy
claro que el mal estaba determinado contra él y que se hallaba a un paso de
la muerte. Pero sobre aquella seguridad moral únicamente no podía sentir
ninguna garantía para actuar. Por lo tanto, se dirigió a Jonatán, en quien
podía confiar plenamente, poniendo explícitamente su vida, tanto de
palabra como de hecho, en sus manos, si realmente era culpable de lo que
el rey le imputaba (v. 8). No obstante, Jonatán, con su generosidad
característica, aún se resistía a creer en un plan preparado por su padre con
finalidades asesinas, y atribuía todo lo ocurrido a los brotes temporales de
locura. Su padre nunca había mantenido en secreto sus intenciones y sus
movimientos. ¿Por qué debía callar ahora, si las sospechas de David no
eran infundadas? La sugerencia de que Jonatán excusara la ausencia de
David del banquete por su presencia en el sacrificio familiar anual en
Belén, para el cual había obtenido el permiso de Jonatán, fue calculada
bien para hacer surgir a flote los sentimientos y propósitos del rey. Si
estaba seguro en su mal contra David, al airarse por la fuga de su víctima,
y la participación de su propio hijo en ello, daría rienda suelta a sus
sentimientos con palabras inconfundibles, y todavía más, si, como cabía
esperar, Jonatán intercedía con su típico calor en nombre de su amigo
ausente. Pero, ¿en quién podían confiar para llevar las noticias a David en
su escondrijo, «o» decirle «lo que» Saúl iba a «responder» a Jonatán «con
brusquedad», o, en otras palabras, comunicar los detalles de la
conversación?
Para decidir el asunto sin el peligro de ojos y oídos depredadores, los
dos amigos se fueron «al campo». El relato de lo que sucedió entre ellos –
una de las pocas descripciones de este tipo de las Escrituras– es muy
patético. No se trataba meramente de la expresión del afecto personal
entre ambos, de otro modo tal vez no hubiese sido registrado en absoluto.
Más bien se relata para mostrar cómo, Jonatán nunca había hablado de
ello, era completamente consciente del destino futuro de David; y lo que
es más, tenía un triste presentimiento sobre el destino de su propia casa. Y
no obstante, ante todo ello, se sometió como creyente a la voluntad de
Dios, y se aferró a su amigo en amor. Hay un acento de profunda fe en
Dios, y de plena confianza en David, en lo que dijo Jonatán. Él ve el futuro
más plena y completamente que su padre, tanto por lo que se refiere a
David como a la casa de Saúl. Pero no hay ninguna mota de incomprensión
de David, ninguna sombra de sospecha, ningún rastro de envidia, ni
siquiera una palabra de murmuración o queja. A buen seguro, nunca se
pronunciaron otras palabras tan conmovedoras como el encargo que
Jonatán da a David como su parte del pacto, en vistas de lo que les iba a
suceder a los dos: «Y no sólo si estoy todavía con vida; no sólo me
aplicarás la misericordia de Jehová» (mostrarme la misericordia divina)
«para que no muera; sino que no cortarás tu misericordia de mi casa, ni
siquiera» (en el momento) «cuando Jehová corte los enemigos de David, a
19
cada uno de ellos de la faz de la tierra» (20:14, 15).
La señal acordada por los amigos era que al tercer día David se
escondería en el mismo lugar donde se escondiera «en el día que sucedió
todo» –es probable que el día en que Jonatán suplicó a su padre en favor de
su amigo (19:2–7)–, junto a la piedra de Ezel, tal vez «la piedra de
demarcación», que indicaba una frontera. Jonatán debía disparar tres
flechas. Si decía al chico que las recogía que estaban más cerca de lo que
él había ido, David podía considerarse a salvo, y salir de su escondite. Si,
por lo contrario, le indicaba que fuese más lejos, David debía pensar que
su única salvación era la fuga. El resultado demostró que los temores de
David estaban muy bien fundados. Evidentemente, Saúl había esperado la
oportunidad del banquete de la nueva luna para destruir a su odiado rival.
El primer día, notó la ausencia de David, pero, al atribuirla a alguna
impureza levítica, no hizo ningún comentario para no ser traicionado por
su tono. Pero al día siguiente preguntó el porqué de su ausencia con unas
palabras que demasiado claramente denotaban sus sentimientos. Fue
entonces cuando Jonatán repitió la explicación falsa aducida por David.
Tanto si el rey comprendió el engaño como si no, no sirvió para nada.
Dejando de banda todo tipo de restricción, el rey se dirigió a su hijo, y con
unas palabras de gran insulto entre orientales, le dijo llanamente que su
infatuación por David provocaría su destrucción y la de su familia. Ante la
orden de ir a buscarlo con el propósito bien conocido de matarlo, Jonatán,
con su franqueza y generosidad típicas, respondió intercediendo por su
causa, con lo que la furia del rey alcanzó un nivel tal, que dispuso su
jabalina contra su propio hijo, como hiciera anteriormente contra David.
«Mientras él avanzaba, David no esperó hasta que cruzara y subiera por la ladera donde
estaba el campamento de Israel, sino que se apresuró y tomó cinco piedras del seco lecho del
río en el valle. Y entonces el filisteo tenía el tiempo necesario, según creía él, de medir el
potencial de su contrincante. Simplemente un joven pastor, rubio y corpulento, saliendo a su
encuentro con su indumentaria de pastor, como si él fuera un perro. ¿Era ese, pues, el
campeón de Israel? Siguiendo la típica costumbre oriental, se adelantó alardeando de su
velocidad y su fácil victoria; y con un verdadero espíritu pagano siguió maldiciendo y
blasfemando sobre el Dios de Israel en cuyo nombre David estaba a punto de luchar».
En este guerrero de bronce, originario de Ras-Shamra (Siria) seguramente del segundo milenio
a.C., podemos evocar la figura del formidable Goliat, el guerrero filisteo al que vence David, un
joven israelita elegido por Dios para ser rey de Israel. (Museo del Louvre)
Capítulo 12
(1 Samuel 21–23)
David en Nob
Huida a Gat
Creo que estamos autorizados en suponer que fue al ser llevado ante el
rey, y al esperar en la corte antes de ser admitido para la audiencia, que
5
fingió locura babeando en las puertas de la entrada, y dejando caer su
saliva sobre la barba. La estratagema resultó. Los señores filisteos, con
una reverencia auténticamente oriental por la locura, como un tipo de
posesión espiritual, no se atrevieron a hacerle daño; mientras que Aquís,
por muy preparado que había sido en modo contrario (comp. 27:2, 3), no
6
quiso tenerlo en su casa, por el temor a que «delirara contra» él, y pusiese
en peligro su vida en un ataque de locura. Y como el Salmo 56 describía
los sentimientos de David en esta hora de grande peligro, así el Salmo 34
los expresa en la liberación. En consecuencia, ambos salmos deben ser
leídos juntos. De hecho, los ocho Salmos que datan del tiempo de las
7
persecuciones de Saúl (59, 7, 56, 34, 57, 52, 142, 54) están íntimamente
relacionados; el siervo del Señor sube gradualmente hasta una anticipación
completa y triunfante de la liberación. Todos expresan la misma confianza
en Dios, la misma entrega absoluta a él, y el mismo sentido de persecución
inmerecida. Pero lo que parece tener un interés especial, si consideramos
la historia de David desde su aspecto tipológico, es el hecho de que en
estos Salmos la perspectiva de David siempre se amplía, de modo que en
el juicio de sus enemigos ve una figura del de los paganos que se oponen
al reino de Dios y su rey (comp. por ejemplo, Sal. 56:7; 7:9; 59:5); y
muestra con ello que David mismo debió tener alguna comprensión
espiritual de la implicación profética de su historia.
Y ahora David volvía a ser un fugitivo. La doble lección aprendida
aquí es que no se necesitaba ningún subterfugio para asegurarse la
seguridad, y que su llamamiento por entonces era dentro, no fuera de la
tierra de Israel. A una distancia comparativamente corta –unas diez
millas– de Gat pasa «el valle del terebinto», el escenario del gran combate
de David con Goliat. Las pequeñas colinas al sur de este valle se hallan
literalmente perforadas por cuevas, algunas de ellas de grandes
dimensiones.
La cueva de Adulam
Aquí estaba la antigua ciudad de Adulam (Gn. 38:1; Jos. 12:15; 15:35,
y muchos otros pasajes), identificada, con mucha probabilidad, con la
moderna Aid el mia (Adlem). David buscó refugio en la cueva más grande
de los alrededores. Sus sentimientos entonces, o posteriormente en
circunstancias similares (1 S. 24), los vemos en el Salmo 57.
8
Ha sido observado correctamente, que hasta entonces David había
permanecido a una distancia de fácil acceso desde Belén. Esto le
proporcionaba tanto los medios para estar informado sobre los
movimientos de Saúl, como un camino fácil de comunicación con su
propia familia, y con los que naturalmente estarían a su favor. Adulam se
hallaba sólo a unas pocas horas de Belén, y la familia de David, que ya no
se sentía segura en su casa, pronto se unieron a él en su refugio. Pero no
sólo ellos. Muchos del lugar debieron estar «preocupados» en los tiempos
turbulentos del reino de Saúl, oprimidos y perseguidos; muchos que bajo
un gobierno incorrecto cayeron «en deudas» con exactores desalmados y
violentos; muchos también, que, totalmente insatisfechos por el estado
actual de la situación, debieron, si usamos las expresivas palabras del
texto sagrado, «estar amargados en el alma». Los más activos y ardientes
de ellos se reunieron en torno a David, primero hasta unos cuatrocientos, y
pronto se llegó a seiscientos (23:13). No se trataba de una banda rebelde
contra Saúl. Esto no sólo hubiese sido diametralmente opuesto a la
fidelidad constante reconocida de David y de la lealtad a menudo probada
hacia Saúl, sino al propósito más elevado de Dios. Éste último, si se nos
permite nuestro juicio, parece haber sido preparar espiritualmente a David
para su llamamiento, enseñándole la dependencia constante de Dios, y
también para preparar a él y a sus seguidores de forma externa para las
batallas del Señor, no contra Saúl, sino contra el gran enemigo de Israel,
los filisteos. En pocas palabras, para tomar el trabajo que la pasión asesina
de Saúl que lo absorbía todo, así como su deserción por Dios, le impedían
hacerlo. Así, vemos una vez más cómo, en la providencia de Dios, la
formación interior y exterior de David fueron el resultado de unas
circunstancias sobre las que él no tenía ningún control, y que parecían
amenazar con unas consecuencias de una naturaleza completamente
distinta. Por el registro de los nombres (1 Cr. 12) y el de las hazañas (2 S.
23:13, etc. comp. 1 Cr. 11:15, etc.) podemos ver cómo en aquellos tiempos
de persecución los proscritos se convertían en héroes y qué proezas de
valentía personal eran capaces de acometer en las guerras del Señor.
Entre ellos había los más cercanos y apreciados por David, su padre y
su madre, cuya presencia sólo podía impedir los movimientos de sus
seguidores, y cuya seguridad debía garantizar. Además, ya que tal banda
no podía pasar desapercibida a Saúl, pareció deseable una retirada mejor
que las cuevas cercanas a Adulam. Con este doble objetivo David y sus
seguidores pasaron al otro lado del Jordán. A partir del relato de la guerra
entre Saúl y Moab en 1 Samuel 14:47, deducimos que éste último había
avanzado más allá de su territorio, había cruzado la frontera, y ahora
ocupaba la parte sur del país transjordano que pertenecía a Israel. Este
punto era fácilmente accesible desde Belén.
Refugio en Moab
Capítulo 13
(1 Samuel 24–26)
La historia de Nabal
Ésta puede ser una de las razones por las que la historia de Nabal y
Abigaíl se conserva en la Santa Escritura. Otro puede ser el hecho de que
este incidente no sólo ilustra los tratos de Dios con David, sino también el
hecho de que incluso en los momentos de la persecución más dolorosa
David podía encargarse del cuidado y la protección de sus conciudadanos,
y así, en cierto modo, puso a prueba a su líder y rey.
Toda la historia encaja tan bien con los alrededores de aquel lugar,
época y personas, que casi podemos hacernos una imagen pictórica de la
misma. Samuel había muerto y todo Israel había hecho luto por él. Aunque
su obra había terminado desde hacía mucho tiempo, su nombre debió ser
siempre una fuerza de poder. Él era la conexión que unía dos períodos muy
importantes, era también el último representante de un pasado que no iba a
volver nunca más, que parecía haber quedado casi siglos atrás, y auguraba
el comienzo de un nuevo período, que debía desarrollarse y convertirse en
el futuro ideal de Israel. Samuel era, por así decirlo, el Juan Bautista que
pertenecía a lo antiguo e iniciaba lo nuevo con la predicación del
arrepentimiento como su preparación y fundamento. Probablemente fue la
muerte de Samuel lo que determinó la retirada más al sur de David, al
1
desierto de Parán, que se extendía desde las montañas de Judá hasta el
desierto de Sinaí. De manera semejante, nuestro Señor se retiró tras la
muerte de Juan Bautista. En el desierto de Parán David no sólo estaba a
salvo de la persecución, sino que también se hallaba a disposición para el
servicio de sus conciudadanos y protegía a los grandes rebaños que pacían
ampliamente de las incursiones depredadoras de las tribus del desierto.
Fue así como David (25:7, 15, 16) conoció a aquella persona a la que sólo
conocemos por lo que aparentemente era su nombre, Nabal, «necio», un
apelativo ignominioso en el lenguaje del AT, donde el «necio»
representaba a una persona obstinada, terca, que seguía su propio camino,
como si no hubiese «Dios» ni en el cielo ni en la tierra. Y así se le describe
como «duro», tozudo, inflexible, y «de malas obras» (v. 3). Su esposa
Abigail era todo lo contrario: «de buen entendimiento, y hermosa
apariencia». Nabal, como la Escritura lo llama siempre muy
significativamente, era descendiente de Caleb. Su residencia estaba en
Maón, en tanto que su «trabajo» estaba en Carmel, un lugar a una media
hora al noroeste de Maón. Aquí, sin duda, se hallaban sus grandes apriscos
y rediles, desde donde sus inmensos rebaños de ovejas y cabras pacían por
la tierra ampliamente. Era el mejor de los tiempos para semejante
propietario: el de trasquilar las ovejas, cuando todo corazón debía estar
bien dispuesto. Un tiempo de fiesta (v. 36), que cada uno observaba de
acuerdo con lo que tenía. Y Nabal tenía razones para estar contento.
Gracias a la vigilancia permanente de David y sus hombres, no sufrió la
mínima pérdida (vv. 15, 16), y el rico crecimiento de sus rebaños coronó
otro año de prosperidad. Concuerda muy bien con el espíritu de un capitán
oriental en semejantes circunstancias, que David enviase lo que se
consideraría una embajada especialmente respetable de diez de sus
2
hombres, con un cordial mensaje de felicitación, esperando que en un
momento así se haría algún gesto de reconocimiento para los que no sólo
merecían, sino que también necesitaban con urgencia la ayuda de un
propietario de Judea. Pero Nabal recibió el mensaje con unas palabras muy
insultantes para un oriental.
La provocación era grande, y David no estaba a prueba contra la
misma. Así que armó a unos cuatrocientos de sus hombres, y se puso en
marcha hacia Carmel, con la intención de hacer justicia para sí y aplicar
una venganza ejemplar. Sin duda esta no era la lección que Dios quería que
David aprendiera hasta entonces, ni que su ungido desease enseñarla a
otros. Era el celo de los hijos de Boanerges, no la humildad de la persona
de quien David era figura. Y así Dios libró a su siervo de un pecado de
3
presunción. Una vez más la actuación de Dios llegó por medios naturales.
Un siervo que había oído lo sucedido, y naturalmente temía las
circunstancias, informó a Abigaíl. Ella se decidió rápidamente. Envió un
regalo en cantidades principescas, incluso en comparación con el que más
tarde Barzilay presentó al rey David cuando al escapar de Absalón (2 S.
17:27–29), ella lo siguió apresuradamente. Al descender por una colina
(«en la espesura de una colina»), de pronto se encontró en presencia de
David y sus hombres armados. Pero la valentía de aquella mujer no se vio
afectada. Con la más humilde reverencia oriental, se dirigió a David,
primero asumiendo toda la culpa ella, como alguien al nivel de la cual
David no se podía rebajar para descargar su venganza. Evidentemente una
persona como Nabal no era la persona adecuada para la controversia; y, en
cuanto a ella, no había sabido nada de lo acontecido.
Pero había otros argumentos más importantes que justificaban la
paciencia de David. ¿No era evidentemente la providencia de Dios que le
enviaba con un elevado y santo propósito? «Y ahora, mi señor, vive
Jehová, y vive tu alma, que Jehová es quien te ha detenido para que no
cometas un error de sangre, y te ha librado de tu propia mano». Se había
impedido este doble pecado. Tal era su primer argumento. Pero luego, ¿no
era mejor dejarlo en manos de Dios –no iba Jehová a vengar a su siervo, y
hacer a todos sus enemigos como Nabal– y manifestó que no debían ser
como «Nabal», «necios» en el sentido de la Escritura, con toda la
impotencia y desgracia implicadas en ello? Sólo después de insistir en
todo esto se atrevió Abigaíl a solicitar la aceptación de su regalo,
ofreciéndolo, como si no fuese un don digno de él, a los hombres de David
más bien que a él personalmente (v. 27). Luego volviendo a la oración para
el perdón, indicó a David el brillante futuro que, según ella estaba segura,
estaba reservado para él, puesto que él no estaba yendo en pos de objetivos
privados, ni tampoco se cargaría con ninguna culpa en este asunto. Se verá
evidentemente cómo concuerda todo esto con las anteriores súplicas de la
mujer. Siguiendo con su razonamiento, continuó: «Y (aunque) un hombre
se ha alzado para perseguirte, y buscar tu alma, y (no obstante) el alma de
mi señor está atada en el manojo de la vida con Jehová tu Dios; y el alma
de tus enemigos él la arrojará del hueco de la honda». Finalmente, la
mujer le recordó que cuando Dios hubiese cumplido todas sus promesas de
gracia, esto no le sería un «tropiezo», ni siquiera un peso en su conciencia,
que hubiese derramado sangre innecesariamente y se hubiese tomado su
propia venganza.
Difícilmente se podrán imaginar unas palabras más sabias, tanto en el
sentido elevado como en el mundano, que las de Abigaíl. Si alguien era la
persona adecuada para acompañar y aconsejar a David era, sin duda
alguna, esta mujer. Nos vemos impresionados por tres cosas de su discurso
por ser de suma importancia para comprender esta historia. Parece ser que
por entonces toda persona piadosa de Israel estaba convencida que David
era el ungido de Dios y sobre él consagraría su reino. Lo sabían y lo
esperaban. Creían también con la misma intensidad que la misión presente
y futura de David era únicamente luchar por Dios y por Su pueblo. Pero lo
más importante de todo era el profundo sentimiento ampliamente
difundido que David no debía vengarse a sí mismo ni resolver su propia
liberación. Se trataba de un principio íntegramente espiritual, que se
fundaba en una absoluta confianza, casi como la de un niño, en Jehová el
Dios vivo, independientemente de la fuerza que se dispusiera contra
David, o de las probabilidades aparentemente contrarias a los ojos de un
observador exterior. Bajo este punto de vista, todo el enfrentamiento entre
David y Saúl tomaría proporciones espirituales. Ahora no quedaba nada
personal en el conflicto; en lo que menos se podía pensar era en la rebelión
contra Saúl o el intento de destronarlo. La causa era toda ella de Dios;
David no debía vengarse personalmente, sino que en fe y paciencia debía
esperar el cumplimiento en las seguras y firmes promesas de Dios.
Presentarle el asunto así a David equivalía a asegurarse el consentimiento
de la conciencia de David. Reconociendo el gran peligro espiritual del que
acababa de ser liberado, dio gracias a Dios, y luego a la sabia y piadosa
mujer que había sido el instrumento en manos de Dios.
Por entonces Nabal no se había enterado de lo que le amenazaba y lo
que su esposa hizo para impedirlo. A su vuelta ella lo encontró armando
un escándalo y borracho. No le informó de todo ello hasta la mañana
siguiente, cuando ya estaba más capacitado para comprender lo que había
pasado. Un ataque de furia impotente de parte de una persona que apenas
estaba sobria, degeneró en lo que parece haber sido un ataque de apoplejía.
Si éste se lo provocó él, el segundo y fatal ataque, que le llegó al cabo de
diez días, se nos presenta como enviado directamente por Dios. No se da
con mucha frecuencia que la venganza divina alcance tan manifiesta y
rápidamente el mal. David lo reconoció completamente. Tampoco
podemos maravillarnos de que, al repasar su propia liberación del peligro
espiritual, y el consejo que le había guiado a ello, él deseara tener a su
lado para siempre a la que se lo había procurado. En relación con esto el
4
texto sagrado también observa la unión de David con Ahinoam de Jizreel,
probablemente como resultado de la cruel y despiadada separación por
Saúl de David y Mical, la cual dio a un tal Palti, o Paltiel (2 S. 3:15) de
Galim en Benjamín (Is. 10:30). Así Saúl había cortado a conciencia y de
modo temerario las últimas relaciones que le unían con David.
Pero todavía aguardaba a David otra amarga experiencia de traición y
persecución. Probablemente confiado en su nueva relación con dos
evidentemente poderosas familias de la región –las de Ahinoam y
Abigaíl–, David parece haber avanzado hacia el norte desde el desierto de
Parán. Una vez más nos encontramos a David en el desierto de Zif –el más
al norte y más cercano a las ciudades de Judá. Y de nuevo los zifitas
empezaron a negociar con Saúl la entrega de David, y el rey de Israel se
puso en marcha contra él con los tres mil hombres, quienes aparentemente
5
eran el núcleo de su infantería. Unos años antes, cuando los zifitas le
traicionaron, David, ante la llegada de Saúl, se había retirado al desierto de
Maón, y se salvó solo porque Saúl recibió noticias de una incursión
filistea. Y en otra ocasión algo parecida, en el desierto de En-gadi, David
tuvo a su enemigo en su mano, cuando Saúl se introdujo sólo en una cueva
donde David y sus hombres se habían escondido. No obstante, en este
caso, las circunstancias eran diferentes, tanto la situación del campamento
de Saúl, la localización de David, el modo en que se puso en contacto con
Saúl, e incluso la comunicación que se entabló después entre ellos. Los
puntos parecidos son simplemente los que cabía esperar: la perfidia de los
zifitas, los medios adoptados por Saúl contra David, la sugerencia hecha a
David para liberarse personalmente de su enemigo, su firme resolución de
no tocar al ungido del Señor, así como una entrevista entre David y su
perseguidor, seguida por un arrepentimiento temporal. Pero los dos relatos
son esencialmente diferentes. Al saber que Saúl había acampado con su
ejército en la ladera del monte Haquilá, David y dos de sus más valientes
compañeros –Ahimélec, el hitita, y Abisay, el hijo de Sarvia, hermana de
David– resolvieron asegurarse de la situación exacta del enemigo. Yendo
bajo las zarzas encubiertas por la noche, unos matorrales que cubrían las
laderas del monte (23:19), pronto se hallaron donde estaba el campamento
de Israel ante ellos. Según imaginamos la escena, los tres habían llegado al
promontorio por encima del campamento. Por fiel que fuese el hitita, y
nadie era más honrado y valiente que él (comp. 2 S. 11:3, 6; 23:39), fue
Abisay, el sobrino de David, probablemente de la misma edad, quien se
presentó voluntario para compartir con él el intento en extremo peligroso
de «descender» y entrar en el mismísimo campamento.
.
Capítulo 14
(1 Samuel 27–30)
Residencia en Siclag
Para ello se le asignó Siclag, una ciudad que antes perteneciera a Judá
(Jos. 15:31), y posteriormente a Simeón (Jos. 19:5), que estaba cerca de la
frontera del sur de la tierra de Israel. Evidentemente, cabe inferir que en la
época de la que estamos hablando pertenecía a los filisteos, y
probablemente había sido abandonada por sus habitantes anteriores.
Ningún otro lugar era tan adecuado para las necesidades de David. Tanto si
consideramos sus incursiones contra las tribus paganas, que fue «su modo
de actuar» durante todo el período de un año y cuatro meses que estuvo
con los filisteos, como intentos de rechazar sus invasiones en territorio de
Israel, o como incursiones en tierras paganas, la situación de Siclag le
suministraba las mismas facilidades. En cada una de esas ocasiones, a su
regreso cargado con el botín, tomaba la precaución de acudir a Gat, en
2
parte para despejar toda sospecha, y en parte, sin duda, para asegurarse la
buena voluntad de Aquís dándole gran parte del botín. Sus informes
podían ser verdaderos a la letra –dándole un significado forzado-, pero
ciertamente eran falsos en espíritu. Pero David nunca llevó cautivos a
3
Gat, que le hubiesen podido traicionar, sino que siempre destruía a todo
aquél que había presenciado sus ataques.
Si por medio de estos frecuentes éxitos debidamente notificados en sus
incursiones en tierra de Israel David se aseguraba la confianza de Aquís,
como uno que había cortado de manera irrecuperable con su pueblo, y si
con el rico botín que traía además obtenía el favor de los filisteos, tenía
que experimentar una vez más que la verdadera seguridad no debía ser
ganada con la falsedad. Debía haber de nuevo guerra entre los filisteos e
Israel, esta vez a una escala mayor que en cualquier otra desde el primer
combate con Saúl. Era simplemente natural que Aquís desease añadir su
contingente al ejército de los príncipes filisteos unidos con una banda tan
grande, bien preparada y, a su parecer, digna de confianza como la de
David. Es evidente que no cabía otra alternativa que obedecer a semejante
llamada, aunque debemos admitir que las palabras de David, tanto en este
caso (28:2), y posteriormente, cuando despidió al campamento de los
filisteos (29:8), pueden tener dos interpretaciones. Aquís, no obstante, las
tomó en el sentido más obvio y prometió en compensación («así pues»,
por ello) hacer a David su guardaespaldas jefe. Casi huelga comentar qué
terrible ansiedad le causaba a David este cambio inesperado de sucesos, o
cuán seriamente debió orar y confiar que, en el momento oportuno, se le
daría algún modo de escapar.
Capítulo 15
A pesar de la brevedad de los relatos sobre la batalla de Gilboa (1 S.
31; 1 Cr. 10), podemos hacernos una idea de la escena. Parece ser que los
atacantes fueron los filisteos. Lenta y obstinadamente los israelitas se
fueron rindiendo, y cayeron desde Jizreel en el monte Gilboa.
La lucha duró todo el día, y parece que llegó la oscuridad antes de que
los filisteos supieran el alcance de su éxito, o pudiesen dedicarse al triste
trabajo de saquear a los muertos. Israel ya había sufrido bastante aquel día.
Sus cadáveres cubrían las laderas del monte Gilboa. Los tres hijos de Saúl
–principalmente el noble Jonatán– cayeron en el combate. Saúl se retiró en
Gilboa. Pero la batalla se había encrudecido contra él. Y ahora los buenos
1
tiradores del enemigo le habían encontrado –le habían dado alcance.
Había llegado, pues, el momento fatal: «Saúl estaba muy atemorizado».
Pero si caía, por lo menos que no fuera por mano filistea, para que el
2
enemigo hereditario de Israel no «se burlara» del rey impotente y
moribundo. Saúl iba a morir como rey.
Muerte de Saúl
Pero no debía ni podía ser así. Aún quedaba verdad, gratitud y valentía
en Israel. Y los valientes de Jabés-galaad se pusieron en marcha toda la
noche: cruzaron el Jordán, subieron por la empinada cuesta y descolgaron
los cadáveres en silencio. Con toda reverencia se los llevaron al otro lado
del río, y antes de la luz de la mañana ya se hallaban bien alejados del
alcance de los filisteos. Aunque la costumbre en Israel había sido siempre
de enterrar a los muertos, no podían hacerlo con estos restos mutilados,
como para no perpetuar su vergüenza. Los quemaron lo suficiente como
para eliminar todo vestigio de burla, y los huesos fueron colocados
reverentemente debajo de su gran tamarisco, e hicieron ayuno siete días
como muestra de duelo público. Todo el honor para los valientes de Jabés-
galaad, cuya proeza conserva para todas las generaciones la Santa
Escritura.
Era el tercer día desde el regreso de David y sus hombres a Siclag.
Todos deberían estar ansiosos de recibir noticias del grande y decisivo
encuentro entre los filisteos y Saúl que sabían que estaba teniendo lugar
entonces, cuando de pronto llegó un mensajero, cuyo aspecto ya informaba
sobre el desastre y el duelo (comp. 1 S. 4:12). Era un forastero, el hijo de
un colono amalecita en Israel, quien trajo la extraña y triste información.
Según su propio relato, había huido a Siclag directamente desde el
campamento de Israel, para contarles acerca de la derrota y matanza de
Israel, y de la muerte de Saúl y Jonatán. Según él, cuando la batalla se
volvió contra Israel, él encontró accidentalmente a Saúl, en pie, solo, en la
ladera de Gilboa y apoyado en su lanza, mientras los carros filisteos y los
hombres de a caballo le rodeaban. Al notar su presencia y enterarse de que
era amalecita, el rey le dijo, «Ven a mí y mátame, porque tengo calambres,
4
porque mi vida todavía está enteramente en mí». Ante esto, el amalecita
se había acercado a él y le había matado, «porque» –según añade en su
explicación, probablemente refiriéndose a la enfermedad que por el miedo
y el dolor se había apoderado de Saúl, forzándole a apoyarse en su lanza–
5
«yo sabía que no viviría después de su caída; y tomé la corona de su
cabeza y el brazalete de su brazo y los traje a mi Señor aquí».
Por poco probable que pueda parecer el relato bajo un estudio tranquilo
y absolutamente falso, según sabemos, el altercado indignado y
horrorizado de David por el modo en que había osado destruir al ungido de
Jehová (2 S. 1:14), demuestra que, en la excitación del momento,
consideró la historia como básicamente correcta. El hombre había dado
testimonio contra sí mismo: tenía pruebas en sus manos, la corona del rey
y su brazalete. Si no le había matado, sin duda le había despojado una vez
muerto. Y ahora se había presentado ante David, evidentemente pensando
que David sería partícipe de su crimen. En lo más interno de su alma,
David se reveló contra semejante acto como era el asesinato y la
presunción soberana contra Jehová, de cuyo ungido se trataba. Más de una
vez, cuando defendía su preciosa vida, Saúl había estado en su poder, y él
se había negado rotundamente a hacer caso a las sugerencias de asegurarse
su propia seguridad por medio de la muerte del perseguidor. Y lo que él
mismo había rechazado en sus momentos de mayor peligro, este amalecita
lo había hecho a sangre fría con la esperanza de recibir alguna
recompensa. En su interior hervían todos los sentimientos posibles de
castigo del culpable; y si fallaba o dudaba, fácilmente sería acusado ante
todo Israel de ser cómplice del amalecita. «Dijo: sea tu sangre sobre tu
cabeza. Porque tu boca ha testificado contra ti, has dicho, he matado al
ungido de Jehová». Y la sentencia pronunciada así fue ejecutada
inmediatamente.
Era un dolor real y sincero el que impulsó a David y a sus hombres a
guardar duelo, y llorar, y ayunar hasta la noche por Saúl y Jonatán, y por
sus compañeros en su doble calidad de pertenecientes a la iglesia y a la
nación («el pueblo de Jehová y la casa de Israel», v. 12). Una de las
mejores odas del Antiguo Testamento perpetuó su memoria. Esta elegía,
compuesta por David «para enseñar a los hijos de Israel», tiene el título
general de Kasheth, como muchos de los salmos tienen inscripciones
parecidas. En nuestro texto aparece como un extracto de la colección de
poesía heroica llamada Sefer hajjashar, «libro del justo». Consiste,
después de un sobrescrito general, de dos estrofas desiguales, encabezada
cada una de ellas con la línea: «¡Ay! los héroes han caído». La segunda
estrofa se refiere especialmente a Jonatán, y al terminar la oda se repite el
encabezado, con una adición que indica la gran pérdida de Israel. Las dos
estrofas denotan una especie de descenso desde el más profundo dolor por
unas personas tan valientes, cercanas y honradas, hasta la expresión de los
sentimientos personales por Jonatán, pareciendo las últimas líneas un
último suspiro por una pérdida demasiado grande para ser expresada con
palabras. Es especialmente conmovedora en esta elegía la ausencia de la
más mínima alusión a las dolorosas relaciones de David con Saúl en el
pasado. Todo lo que era sólo personal parece haber sido borrado, o como si
nunca hubiese existido en el corazón de David. En este sentido, debemos
considerar esta oda como una fuente excepcional de luz sobre el
significado y carácter real de los Salmos algunas veces llamados de
venganza o imprecación. Tampoco podemos pasar por alto lo que tan
acertadamente ha observado un teólogo alemán, que, con la excepción del
lamento de Jabés-galaad, el único duelo real por Saúl había sido de parte
de David, a quién el rey había perseguido a muerte tan amargamente. Ello
nos recuerda también a la persona real de quien David es figura, que lloró
solo por Jerusalén que se estaba preparando para traicionarlo y
crucificarlo. La elegía es como sigue:
Pero no sólo era un tiempo para el duelo. Por lo que respecta al juicio
humano, ya no había ninguna razón para el exilio de David. Pero incluso
así, no iba a actuar sin la guía divina explícita. En respuesta a su consulta
con el Urim y el Tumim recibió la indicación de residir en Hebrón, donde
pronto fue ungido rey por su propia tribu de Judá. Pero, por el momento y
durante siete años y medio, su gobierno se extendía únicamente sobre
aquella tribu. Es una prueba más de la completa sumisión de David a la
guía de Jehová, y de que había aprendido perfectamente la lección de no
intentar ganarse su propia «liberación», el hecho de que no hizo nada por
oponerse a la entronización del hijo de Saúl, por contrario que fuese esto a
la determinación divina; y que la contienda posterior no la originó David,
sino su rival. En cambio, el primer acto de David como rey de Judá fue
enviar una embajada a Jabés-galaad para expresar su admiración por la
8
noble lealtad de ellos a Saúl. Tampoco merma su generosidad el hecho de
que, una vez muerto su señor, insinuara su propio alzamiento, para
reclamar, si era posible, su fidelidad. La ayuda de aquellos hombres
merecía ser conseguida. Además, Jabes-galaad era la capital de toda la
región; y ya se había establecido un rival, cuyas exigencias no se hallaban
ni en el nombramiento de Dios ni en la elección del pueblo.
Según inferimos del relato sagrado, entre los fugitivos de la batalla de
Gilboa había habido un hijo de Saúl; si se trataba del más joven o no,
9
queda sin precisar. Por las palabras del texto (2 S. 2:8), además de por su
historia posterior, parece que tenía un carácter débil: una marioneta en las
manos de Abner, tío de Saúl, a quién el ambicioso e inmoral soldado usó
para sus propios fines. Su nombre original, Is-Baal, «fuego de Baal» (1 Cr.
8:33; 9:39), se convirtió, en la designación popular, Is-Boset, «hombre de
vergüenza»; Baal y Boset se intercambian frecuentemente de acuerdo con
el estado de la religión popular (Jue. 6:32; Jer. 11:13; Os. 9:10). Esto
incluso puede considerarse como una indicación de la estimación popular
del hombre.
Parece ser que los dos generales ya se conocían (v. 22); y tal vez Abner
desde el principio tenía en su mente la contingencia de tener que hacer las
paces con David. Sea como fuere, la provocación a una hostilidad real vino
de nuevo de parte de Abner. Por su propuesta –tal vez con la intención de
resolver el conflicto con una especie de duelo, en vez de entrar en la
matanza de una guerra civil–, doce jóvenes de cada una de las partes
11
debían enzarzarse en un combate personal. Pero la amargura y la
determinación de las partes era tan profunda, que cada uno se abalanzó
contra su antagonista, y, agarrándolo, le clavó la espada en su costado; de
donde el lugar fue llamado «Complot de las espadas aguzadas». Este
sangriento y entonces inútil «juego», demostró ser poco decisivo y lo que
siguió fue una fiera batalla, o más bien, una derrota de los israelitas, en la
cual cayeron trescientos sesenta, en comparación con los diecinueve
guerreros avezados y entrenados de David. La persecución se detuvo al
caer la noche y Abner había reunido sus fuerzas dispersadas en una
posición fuerte en la cumbre de un monte, y entonces solamente con la
12
demanda especial de Abner.
Se recoge un acontecimiento especial durante la persecución de aquel
día por sus consecuencias en la historia posterior. De los tres hijos de
Sarvia, hermana de David (1 Cr. 2:16) –Abisay (1 S. 27:6), Joab, general
en jefe de David, y Asael–, el más joven era «luz a los pies como uno de
los corzos del campo». Lleno de la acción del combate, el joven vio a
Abner, y le siguió en su huida. Al cabo de poco tiempo, Abner, al
reconocer a su perseguidor, se detuvo. Probablemente el joven pensara que
esto indicaba la rendición. Pero Abner, habiéndose cerciorado de que se
trataba efectivamente de Asael, y al considerar que su ambición se
contentaría con llevarse la armadura de algún enemigo, le dijo que podía
satisfacer su deseo con alguno de los hombres armados de los alrededores.
Cuando el joven, empeñado en obtener la gloria de haber matado a Abner
con sus propias manos, prosiguió su persecución, el capitán se detuvo otra
vez para altercar. Pero ni la buena advertencia con dulce voz de Abner, ni
la evidente discrepancia de fuerza de lucha entre los dos, podían detener a
un joven ebrio tal vez por un primer éxito. Para librarse de él, casi en
defensa propia, Abner le golpeó con el extremo de su lanza, que
posiblemente estaba bien afilado en forma de punta para poderse clavar en
13
el suelo (1 S. 26:7). Con una herida mortal en «el abdomen», el
muchacho cayó, y pronto «murió en el mismo lugar». El espectáculo de un
hombre tan joven y valiente en un charco de sangre retorciéndose en
agonía no pudo más que aumentar en gran manera la amargura de la
persecución de aquel día (v. 23).
14
La batalla de Gibeón fue seguida de un estado de guerra extendido
más bien que por cualquier otro encuentro real entre las fuerzas de los dos
reyes. Se describe el resultado general como el deterioro en una creciente
debilidad de la casa de Saúl, y la fortaleza en aumento de la de David.
Había evidencia de ambos casos. La creciente fuerza política de David se
manifestaba, como de costumbre con los monarcas orientales, por las
nuevas alianzas realizadas en matrimonio. Esto no sÓlo le iba a relacionar
con las familias poderosas por todo el país, sino también servía para
demostrar a sus súbditos que se sentía seguro en su posición, y que ahora,
según la costumbre oriental, podía fundar una casa real. Por otro lado, la
dependencia de Is-boset de Abner cada vez era más evidente y humillante.
Al final, el general todopoderoso tomó un paso público que en aquellos
días se consideraba una reclamación al suceso del trono de Saúl (comp. 2
S. 16:21; 1 R. 2:21).
Si Abner tenía esta intención o no cuando tomó a Rizpa, la concubina
de Saúl, o simplemente deseaba gratificar su pasión, con total y evidente
menosprecio de la marioneta que había mantenido en el trono para servir a
sus propósitos, de todos modos Is-boset se resintió de este último insulto
de la corona. Pero Abner, que sin duda hacía tiempo que había
comprendido la imposibilidad de mantener el estado actual de las cosas
(comp. v. 17), no estaba para soportar reproches. Explotó con una áspera
15
invectiva, y juró ante Is-boset que en adelante tomaría la causa de David,
y le conseguiría un rápido éxito. Y el desgraciado rey no osó ni siquiera
responder.
Aunque tal vez Is-boset lo considerara simplemente la amenaza de un
hombre airado, Abner al menos era totalmente sincero. De inmediato
empezaron las negociaciones con David. Pero tropezaron con una
condición preliminar, justa y adecuada no sólo en sí misma, sino también
desde un punto de vista político. Era un recuerdo de la debilidad pasada de
David, y una vergüenza duradera, que su esposa Mical se apartara de él, y
siguiera siendo la esposa de otro, un simple súbdito del reino. Además,
como marido de la hija de Saúl, y al recordar cómo había obtenido su
mano, la restauración de ella iba a ponerle a él en una superioridad política
manifiesta. En consecuencia, David envió a Abner esta respuesta: «Bien,
haré un pacto contigo; sólo una cosa pido de ti, a saber: no verás mi rostro,
si no traes antes a Mical, la hija de Saúl, cuando vengas a ver mi rostro».
Asesinato de Abner
Pero, por otro lado, una mayor confianza pública fue el pago que
recibió David por la integridad de su propósito. Era indispensable para
erradicar de la tierra el crimen en altas esferas. Pronto sucedió algo que
sería un nuevo ejemplo evidente de la desmoralización pública causada
por el mal gobierno de Saúl. La muerte de Abner naturalmente tuvo un
efecto altamente desmoralizador, no sólo con respecto a Is-boset, sino
también con todos sus partidarios. No quedaba nadie con la suficiente
prominencia e influencia como para llevar a cabo la revolución pacífica
que había planeado Abner. El actual gobierno débil no podía mantenerse
por mucho tiempo; y si Is-boset moría, el único representante de la línea
de Saúl que quedaba era un niño lisiado, Mefi-boset («el exterminador de
18
la vergüenza», o «de Baal») , hijo de Jonatán, cuya malformación se debía
a que cayó de los brazos de su nodriza cuando lo tomó apresuradamente en
su huida precipitada al recibir las noticias referentes al día desastroso en
Jizreel. Ni siquiera el guerrillero más fervoroso hubiese deseado ver en el
trono de Israel a un niño tan incapacitado permanentemente. Pero pocos
podían estar preparados para la tragedia que pronto iba a poner fin a todas
las dificultades.
Asesinato de Is-boset
Capítulo 16
(2 Samuel 5–6; 1 Crónicas 11–16)
Derrota filistea
Capítulo 17
(2 Samuel 7; 1 Crónicas 17)
Los lectores que hayan seguido con devota atención el curso de esta
historia, y trazado en ella el del reino de Dios en su despliegue gradual,
sentirán que se había alcanzado un momento en el que cabía esperar
alguna manifestación del propósito divino más completa y clara que
nunca. Al mirar atrás, no sólo la historia entera, sino incluso cada uno de
los acontecimientos, ha sido profundamente significativo, y está cargado
de un significado simbólico y figurativo. Así, hemos notado cómo cada
suceso encendía una luz, que se reflejaba en el espejo pulido del Salterio, y
parecía arrojar la luz mucho más allá de su propio tiempo hasta llegar a
aquel futuro cuyo día todavía no se había alzado. Pero incluso para las
personas de aquella generación debió tener un significado más allá del
presente. La fundación de un reino estable en Israel, su concentración en la
casa de David, y su establecimiento de un culto central en la capital de la
tierra como el lugar escogido por Dios, les debieron hacer volver a esas
antiguas promesas que ahora se estaban acercando a un cumplimiento
especial, y debieron hacer resaltar todavía más los detalles de estas
predicciones que, a pesar de estar todavía en lo alto, brotaban de lo que ya
se había alcanzado, y formaban parte de ello. Un reino sin final; un rey sin
fin; un santuario que no iba a ser abolido jamás; éstas eran las esperanzas
todavía delante de ellos en la aplicación mundial de las promesas de las
que ya presenciaban un cumplimiento nacional y simbólico. Tales
esperanzas diferían, no en su carácter, sí en su extensión y aplicación, de
lo que ellos ya disfrutaban. Siguiendo con nuestra ilustración anterior, no
eran unas montañas distintas de aquellas donde estaban ellos, sino que se
trataba de picos todavía por escalar. Estas consideraciones nos ayudarán a
comprender adecuadamente el relato referente al propósito de David de
construir el templo, y la respuesta divina al respecto. Por razones de
claridad, expondremos primero los hechos en el orden del relato sagrado, y
después indicaremos su significado más profundo.
El hecho de que esta promesa incluía a Salomón es tan claro como que
no se limitaba a él. Ningún lector sin prejuicios podría limitarlo; sin duda
alguna, ningún intérprete judío podría hacerlo. Porque en esta promesa se
basaban la esperanza de un reino mesiánico de la línea de David y el título
del Mesías como Hijo de David. No fue solamente el ángel quien indicó el
cumplimiento de esta promesa en la anunciación a la virgen (Lc. 1:32, 33),
pero nadie, que creyese en un Mesías, se hubiese planteado cuestionar su
aplicación. Todas las predicciones de los profetas se apoyan en ello.
Mientras no excluía a Salomón y a sus sucesores, y algunos de sus
términos solamente se aplican a ellos, el cumplimiento de esta promesa
estaba en Cristo. Bajo este enfoque, la frase que habla de castigos
humanos consecuencia de los pecados de los sucesores de David, no
representa un estorbo, sino una ayuda. Porque consideramos toda la
historia desde David hasta Cristo como una, y muy bien relacionada.
Y esta profecía no se refiere sólo a Salomón ni solamente a Cristo; y
tampoco tiene una doble aplicación, sino que es una promesa del pacto
que, al extenderse por toda la línea, culmina en el Hijo de David, y en toda
su plenitud se aplica sólo a él. Dios puso en ello estas tres cosas, de las
cuales una implica las otras, tanto en la promesa como en el
cumplimiento: una relación única, un reino único y un culto y servicio
únicos como resultado de ambas. La relación única era la de Padre e Hijo,
que en toda su plenitud sólo se cumple en Cristo (He. 1:5). El reino único
era el de Cristo, que no tendría final (Lc. 1:32, 33; Jn. 3:35). Y su
secuencia única la que se produjo a través del templo de su cuerpo (Jn.
2:19), que aparecerá en todas sus dimensiones cuando la Nueva Jerusalén
descienda del cielo (Ap. 21:1–3).
Ésta era la gloriosa esperanza que se abría cada vez más, hasta que en
su finalización David podía ver «de lejos» el alba de la mañana
resplandeciente de eterna gloria; éste era el destino y la misión que, en su
infinita bondad, Dios encargó a su siervo escogido. Todavía le quedaban
muchas cosas débiles, vacilantes e incluso pecaminosas; y el que había
recibido la herencia de tales promesas no iba ni siquiera a construir un
templo terrenal. Muchos fueron sus fallos y pecados, y los de sus
sucesores; y caerían sobre ellos varas pesadas y azotes dolorosos. Pero
aquella promesa no falló nunca. Entendida desde el inicio por la fe del
pueblo de Dios, constituyó el gran tema de su alabanza, no únicamente en
el Salmo 89, sino en muchos más, como el 2, 45, 72, 110, 132, y continuó
la esperanza de la iglesia, tal como se expresa en las ardientes palabras y
aspiraciones de todos los profetas. Esta luz fue creciendo en su resplandor,
hasta el día perfecto; y cuando todo lo demás parecía fracasar, éstas eran
todavía «las misericordias seguras de David» (Is. 55:3), firmes y estables,
y al fin plenamente realizadas en la resurrección de nuestro bendito Señor
y Salvador Jesucristo (Hch. 13:32–34).
David da gracias
Capítulo 18
(2 Samuel 8–9; 1 Crónicas 18–20)
Como cabe esperar, la primera guerra fue con los filisteos, a quienes
sometió David, tomando «de la mano de los filisteos las bridas de la
1
madre», es decir, según vemos en 1 Crónicas 18:1, el mando de Gat, «la
madre», o ciudad principal de la confederación de los filisteos, que a partir
de entonces fue tributaria a Israel. La siguiente victoria fue contra los
moabitas, que de algún modo debían haber ofendido a Israel, ya que la
antigua amistad entre ellos no sólo se había roto (1 S. 22:3, 4), sino que
incluso se les impuso un castigo terrible: se hizo echar a todo el ejército, y
dos tercios, medidos por línea, fueron cortados, y sólo se dejó a un tercio
en vida. Sin duda, fue en esta guerra que Benayahu, uno de los héroes de
David, «mató a dos hombres de Moab como leones» (1 Cr. 11:22).
En el sur más alejado, Moab acababa de ser sometida, mientras que los
edomitas se desviaron, cruzaron el valle al sur del Mar Muerto, y
demostraron ser un enemigo terco. Así, como ya dijimos, toda la frontera
este, nordeste y sudeste estaba amenazada por el enemigo.
La situación de esta guerra era perfectamente oriental. Nahás, el rey de
los amonitas, parece ser que en cierta ocasión, desconocida en cualquier
otro lugar, mostró amabilidad con David (2 S. 10:2). A su muerte, David,
que nunca perdió un recuerdo agradecido, envió una embajada de
condolencia a Hanún, el hijo sucesor de Nahás. Los príncipes amonitas
escogieron tomar esto como una simple estratagema para preparar un
ataque contra su capital, semejante a la que tan recientemente había
aniquilado a Moab (8:2). Había algo cobarde y provocativo en el insulto
que Hanún infligió a los embajadores de David, tal como lo sentirían muy
especialmente los orientales, al afeitarles un lado de la barba y cortar sus
largos vestidos hasta la mitad. Era un insulto que, como bien sabían, David
no podía tolerar; y Amón se preparó para la guerra y levantó, como ya
hemos descrito, todas las tribus fronterizas como aliados contra Israel.
Una cantidad no inferior a mil talentos, o unas 375.000 libras, se gastó con
estos aliados (1 Cr. 19:6), que en total sumaban treinta y dos mil hombres
2
–en carros, caballos y soldados de a pie– además de los mil hombres
aportados por el rey de Maacá (2 S. 10:6; 1 Cr. 19:6, 7).
Contra esta formidable confederación David envió a Joab, el cual
encabezaba «todo el ejército, los hombres fuertes», es decir, los escogidos
de las tropas (2 S. 10:7). Joab encontró al enemigo en un doble frente de
batalla. El ejército amonita estaba a la salida de su capital, Rabá, mientras
que los aliados sirios se concentraron en la llanura sin árboles de Medebá
(1 Cr. 19:7), a unas quince millas al suroeste de Rabá. Así Joab se vió
encerrado entre dos ejércitos. Pero su corazón no iba a desfallecer ante
semejante peligro. Dividió a sus hombres en dos cuerpos, colocó a los
mejores soldados bajo el mando de su hermano Abisay, para enfrentarse a
un posible ataque amonita, y lo animó con palabras de valor y piedad,
mientras que él, con el resto del ejército, cayó sobre los sirios. Desde el
comienzo la victoria fue suya. Cuando los amonitas vieron a sus aliados
que huían, se encerraron en retirada en el interior de los muros de Rabá sin
haber efectuado un solo ataque. Pero la guerra no acabó con esta victoria
casi libre de sangre, aunque Joab volviera a Jerusalén. Más bien empezó.
Este hecho posiblemente sea la explicación de que se registre sólo este
segundo acto de este drama sangriento en el resumen de 2 Samuel 8:3,
etc., y en 1 Crónicas 18:4, etc. Al combinar estos relatos con los mayores
detalles de 2 Samuel 10 y 1 Crónicas 19, entendemos que, ante esta
derrota, mejor dicho en su huida precipitada, Hadad-ézer «fue para volver
su mano en el río [Éufrates]», es decir, reclutó sus fuerzas allí (2 S. 8:3; en
3
1 Cr. 18:3): «para establecer su mano», una afirmación que se explica
mejor en 2 Samuel 10:16 y 1 Crónicas 19:16 con el comentario que los
aliados sirios que llegaron allí se pusieron bajo el mando de Sobac, capitán
del ejército de Hadad-ézer. La batalla decisiva se libró en Helam (2 S.
10:17), cerca de Hamat (1 Cr. 18:3), y su resultado fue la destrucción total
4
del ejército sirio. Se tomaron nada menos que 1.000 carros, 7.000 caballos
y 20.000 soldados de a pie; mientras que los que cayeron en la batalla
fueron 700, o más bien (según 1 Cr. 19:18) 7.000 carros y caballos, y
40.000 hombres de a pie (en 2 S., «hombres de a caballo»). El propio
5
Sobac fue herido y murió en el campo de batalla. Luego David se volvió
contra los sirios de Damasco, quienes habían acudido en auxilio de
Hadadézer; mató a 22.000 de ellos, estableció guarniciones por todo el
país, y lo hizo tributario. Pero todo el botín tomado en la guerra,
especialmente los «escudos dorados», y el cobre con el que después se
hicieron «la pila de bronce, y las columnas y vasos de bronce» del templo
(1 Cr. 18:8), lo llevaron a Jerusalén. El resultado inmediato de estas
victorias no fue sólo la paz en las fronteras de Israel, sino que todas
aquellas tribus turbulentas pasaron a ser tributarias a David. Uno de los
reyes o capitanes, Toi, el rey de Hamat, siempre había estado en guerra con
6
Hadad-ézer. Ante su completa derrota, Toi envió a su hijo Hadoram a
David en busca de una alianza. Los regalos que trajo, así como todo el
botín de guerra, fueron dedicados al Señor, y depositados en el tesoro del
santuario para su uso futuro.
No obstante, la formidable alianza contra Israel todavía no había sido
rota totalmente. Al regreso del ejército de David de su victoria contra los
7
sirios, tuvieron que encontrarse con los edomitas (2 S. 8:13, 14), que
habían avanzado hasta el «valle de sal», al sur del Mar Muerto. Se confió
la expedición a Abisay, hermano de Joab (1 Cr. 18:12, 13), y su resultado
fue la derrota total del enemigo, y el establecimiento de guarniciones en
los lugares principales de parte de los hombres de David; aunque, a juzgar
por 1 Reyes 11:15, 16, las operaciones tardaron algún tiempo y se
obtuvieron con bastante derramamiento de sangre.
Pero volviendo a nuestro tema. La primera acción del rey fue hacer
buscar a Sibá, conocido siervo de Saúl, tal vez su antiguo mayordomo. Es
curioso ver cómo, incluso después de que David le asegurara sus
intenciones amistosas, Sibá, al mencionar a Mefi-boset, inmediatamente
dijo que «era lisiado de los pies», como si intentase evitar consecuencias
malignas. Tan arraigada parece haber tenido en su mente la idea oriental
de que un rey nuevo debía ejecutar la muerte de todos los descendientes de
su predecesor.
Algo parecido se nota en la conducta de Mefi-boset al ser presentado a
David. Pero los pensamientos del corazón de David eran absolutamente
diferentes. Mefi-boset a partir de entonces debía ser tratado como uno de
los príncipes reales. Su residencia debía estar en Jerusalén, y su lugar en la
mesa del rey, y al mismo tiempo se le restituyó toda la tierra que había
pertenecido a Saúl para su sustento. Sibá, a quien David consideraba un
seguidor fiel de la familia de su antiguo señor, recibió el encargo, junto
con sus hijos y siervos, de cuidar de la propiedad ancestral de Mefi-boset.
Nos complace detenernos en este incidente de la historia de David, que
forma, por así decirlo, un apéndice al relato del primer período de su
reino, no sólo por lo que nos dice sobre el rey, sino como el último punto
brillante donde reposa el ojo. Otros pensamientos parecen acudir y
revolotear a nuestro alrededor cuando nos repetimos tales palabras como
«la bondad de Dios» y «por causa de Jonatán». Hasta tal punto podía llegar
la acción y la búsqueda diligente de un hombre por causa de un amigo
terrenal que había amado. ¿No hay un sentido más elevado por el cual «por
causa de Jonatán» nos puede dar consuelo y guía en el servicio del amor?
Capítulo 19
(2 Samuel 11–12)
Hay una notable peculiaridad en la historia de los personajes más
prominentes de la Biblia, cuya lección de humildad debería penetrar
profundamente en nuestros corazones. Al seguir su progreso hacia
adelante y hacia arriba, a veces parecen ir más allá de nuestro alcance,
como si no hubiesen llevado las mismas debilidades que nosotros, y su
vida de fe estuviese tan lejana que casi no nos pudiese servir ni siquiera
como ejemplo. Tales pensamientos se ven terriblemente rechazados por la
historia de sus repentinas caídas, que derraman una luz pavorosa sobre el
lado nocturno de su carácter, y nos muestran también, por un lado, a través
de las luchas internas que debieron tener, y, por el otro, cómo únicamente
la gracia divina les había ayudado y dado la victoria en muchas de sus
luchas no contadas. Pero además, esto se manifiesta de modo especial
cuando estos héroes de fe alcanzan, por así decirlo, la cumbre espiritual de
su vida, como para manifestarlo tanto más claramente delante de la
eminencia que habían alcanzado. En consecuencia, la cumbre de su
historia a menudo también determina el comienzo de su declive. Fue así
1
en el caso de Moisés y Aarón, en el de David, y en el de Elías. Pero hay
una excepción, o tal vez debiéramos decir, una historia a la que se aplica
lo contrario: la de nuestro bendito Señor y Salvador. La cumbre de la
historia de su vida entre los hombres fue en el monte de la transfiguración;
y aunque lo que siguió marca su descenso al valle de la humillación, hasta
el amargo final, no obstante la gloria a su alrededor creció cada vez más
en resplandor hasta la mañana de la resurrección.
Sitio de Rabá
La primavera llegó una vez más, cuando la guerra contra los amonitas
podía volver a empezar. Porque hasta entonces se había derrotado
solamente a sus aliados. La importancia de la expedición se puede
observar al ver que ahora el arca de Dios acompañaba al ejército de Israel
(2 S. 11:11). De nuevo el éxito esperaba a David. Su ejército, al haber
destruido toda ciudad en su avance, apareció ante Rabá, la fuerte capital de
Amón. Era la última oposición que podía plantear el enemigo, o, de hecho,
en cuanto a lo que podía juzgar el hombre, la última posición del último
enemigo de David. En adelante todo sería prosperidad y triunfo. Fue en la
embriaguez del triunfo todavía inquebrantado, en el peligroso monte del
poder absoluto e incuestionado, que el mareo se apoderó de David y le
hizo caer.
Toma de Rabá
Arrepentimiento de David
Sin duda fue así en el caso de David. Pero el aguijón de todo ello no se
sacó inmediatamente. El hijo que era el fruto de su pecado debía morir:
por causa del propio David, para que no gozara del fruto del pecado;
porque había dado ocasión a los hombres para que blasfemasen, y para que
no tuvieran más esta ocasión; y porque Jehová era Dios. El niño, pues,
enfermó rápidamente y murió. Era justo que David sintiera profundamente
los sufrimientos del niño inocente e indefenso; era justo que ayunara y
orara por él sin cesar; era justo incluso que hasta el final pudiese esperar
contra esperanza que este castigo, en apariencia el más duro, le fuese
remitido. Podemos comprender cómo amaba mucho más profundamente a
su hijo; cómo estaba echado en el suelo noche y día, y se negaba a
levantarse o recibir ningún consuelo de los hombres. También
comprendemos –por poco que lo hicieran sus siervos– que, cuando todo
había acabado, se levantase por decisión propia, se cambiara la ropa, fuese
a adorar en la casa de Jehová, y luego volviera a su casa; pues, si no se
había evitado el duro golpe, sino que se había dado, su niño no se había
ido, solamente se había ido antes.
Nacimiento de Salomón
Y una vez más vino la paz al alma de David. Betsabé era entonces
verdaderamente su esposa delante de Dios. Otro hijo alegró sus corazones.
David lo llamó, simbólica y proféticamente, Salomón, «pacífico»: el sello,
la prenda y la promesa de paz. Pero Dios lo llamó, y era «Jedidiah» el
amado por Jehová. Una vez más, el sol del favor de Dios había
resplandecido sobre la casa de David; pero era, entonces y para siempre en
adelante, el sol del otoño más bien que el del verano; un resplandor solar,
no de un brillo sin oscurecer, sino entre nubes y tormentas.
EL IMPERIO DE DAVID
Bibliografía:
John J. Davis, The Birth of a Kingdom: Studies in 1–2 Samuel and 1
Kings 1–11. Baker Book House, Grand Rapids 1970.
Jonathan Kirsch, David, la verdadera historia del rey de Israel. Javier
Vergara, Barcelona 2002.
Steven L. McKenzie, El rey David. Ariel, Barcelona 2002.
Israel H. Weisfeld, David the King. Bloch Publishing Company, Nueva
York 1983.
INTRODUCCIÓN al Libro 4
1. Profets and Profecy in Israel, del Dr. A. Kuenen. Londres, 1877.
2. Comp. también el tratado completo en Roediger: Gesenii Thes., vol. III., p. 1380 b; la parte
positiva no ha sido considerada digna de consideración por el Dr. Kuenen.
3. Onkelos parafrasea: «Él recordará lo que le has hecho al principio, y tú lo tendrás en mente
contra él hasta el final».
1. Esto se manifiesta bien en Ewald, Gesch. d. V. Isr., vol. II. (3 a ed.) p. 596.
2. Comp. Auberlen, según menciona Keil, Bibl. Comm., vol. II. s. 2, p. 17.
3. Ewald sugiere que Elí alcanzó la dignidad de juez según alguna información externa, como
la de los otros jueces. Pero el relato escritural de Elí, que es muy breve, no da indicación alguna
sobre dicho suceso.
4. A pesar de la gran autoridad, no puedo buscar a Ramá, como lo hacen la mayoría de los
escritores modernos, en ningún lugar dentro del antiguo territorio de Benjamín. La expresión,
«Monte Efraín», puede de cierto ser interpretada en un sentido más amplio; pero luego se añade
«un efraíta», es decir, un efrainita. La sugerencia de Keil que Elcaná era originalmente efrainita,
pero que había emigrado a Benjamín, carece totalmente de fundamento.
5. Algunos rabinos traducen con imaginación «los vigilantes», o profetas.
6. Con una excepción –2 Crónicas 28:7– parece ser que los levitas eran considerados, en
cuanto a lo que se refiere a los asuntos cívicos, como pertenecientes a la tribu en cuyo territorio
se hallaban, como en Jueces 17:7. Esto sería un nuevo cumplimiento no programado de Génesis
49:7.
7. La Ley Mosaica lo toleraba y regulaba, pero en ninguna parte lo aprobaba, y en la práctica
la poligamia quedaba relegada a los ricos.
8. Si se admite la inferencia, Jueces 11:40; 21:19, también debe referirse a la Fiesta de la
Pascua. Acerca de la observación de esta fiesta durante el período de los Jueces, comp.
Hengstenberg, Beitr. III. 79, etc.
9. Con toda probabilidad ésta es la traducción correcta.
10. Que Elí era descendiente de Itamar, no de Eleazar, se ve en 1 Cr. 24:1, siendo Abimelec
el tataranieto de Elí. Ewald sugiere que Elí era el primer sumo sacerdote de aquella rama de la
familia de Aarón, y que fue investido para el oficio de sumo sacerdote como resultado de su
posición como juez. Otros escritores han dado explicaciones diferentes de la transferencia del
sumo sacerdocio a la línea de Itamar (comp. Keil, Bibl. Comm. II. 2, pp. 30, 31). Pero el relato
escritural no da ningún dato sobre el tema. No da ni la historia personal de Elí ni siquiera la de la
casa de Aarón, sino la del reino de Dios.
11. Versículo 13, traducido literalmente: «Estaba hablando a su corazón».
12. Versículo 18, literalmente: «Y su rostro no era ya el mismo rostro para ella».
13. Lo inferimos de la parte añadida, «y su [de él] voto», en el versículo 21.
14. El período de lactancia se suponía que tenía una duración de tres años (2 Mac. 7:27). Un
niño hebreo de dicha edad podía ser apto para algún ministerio, aunque su cuidado cayera
parcialmente en manos de una de las mujeres que servían a la puerta del tabernáculo.
15. Esta traducción literal evidenciará suficientemente el hermoso significado de sus palabras.
Es difícil comprender cómo algunas versiones traducen «prestado».
16. Trajeron tres becerros –dos para las ofrendas normales de holocausto y de acción de
gracias, y el tercero como sacrificio de la dedicación formal de Samuel. La ofrenda que
acompañaba a cada uno de ellos debió ser por lo menos de 3/10 de un efa de harina (Nm. 15:8).
17. Posiblemente sería más adecuado traducir «liberación».
18. En el original, «conocimiento» está en plural; lo he traducido como «todo conocimiento».
19. Muchos intérpretes entienden esto como las obras de Dios y no del hombre, como si
significara que las obras de Dios son fijas y determinadas. Pero esto parece muy limitado. Me
siento incluso inclinado a rechazar las correcciones masoréticas de nuestro texto hebreo, y
manteniendo el Chethïb traducir en interrogativo, «¿Y no son las obras pesadas?».
20. El verbo que concuerda con héroes se utiliza en sentido literal y metafórico a la vez; en
este último, como confundidos, atemorizados.
21. Comp. Deuteronomio 32:39; Salmos 30:3; 71:20; 86:13.
22. Comp. Salmos 113:7, 8.
23. Salmos 56:13; 116:8; 121:3, y otros.
24. Salmos 33:16, 17.
25. El Meïl era la túnica del sumo sacerdote (Éx. 28:31). Evidentemente, la de Samuel era de
otro material y sin borde.
5. Esto se puede inferir del hecho que tanto en 2 Samuel 5 y 1 Crónicas 11 la toma de
Jerusalén se relata inmediatamente después de la coronación de David. Pero las palabras usadas
en 2 Samuel 5:5 lo declaran más allá de cualquier duda.
6. Traducción literal del original.
7. Esta expresión aparece sólo otra vez en plural en Salmos 42:7, donde sin duda se refiere a
«cataratas» o «cascadas». En consecuencia, traducimos el singular como «corriente de agua que
desciende por una empinada cima». Keil, Ewald y Erdmann lo traducen por «abismo». La
interpretación de este difícil versículo (verso 8) en The Speaker’s Bible no nos parece respaldada
por el texto
8. Ésta es la mejor versión de este difícil versículo.
9. La teoría del Sr. Lewin (Siege of Jerusalem, pp. 256, etc.) que Miló era el área del templo
es absolutamente insostenible. Había, por ejemplo, otra Miló en Siquem (Jue. 9:6), que también
es designada como la migdal, o torre de Siquem (versos 46, 49).
10. Así, especialmente, los cuatro hijos de Betsabé o Batsúa (comp. 1 Cr. 3:5), y,
evidentemente también los otros. En 1 Crónicas 3:6, 7, se mencionan dos nombres (Elifélet y
Noga), que no aparecen en 2 Samuel. Debieron haber muerto.
11. La construcción del palacio de David debió ser en los primeros años de su reinado en
Jerusalén. Esto es evidente por muchas alusiones a este palacio. Por ello, en este caso, como en
muchos otros, debemos considerar incorrectas las fechas dadas por Josefo (Ant. VIII. 3, 1; Ag.
Ap. I. 18).
12. Dejo esta palabra sin traducir. La tentativa de los Rabinos, que la traducen como moreras,
tiene tanta poca base como la de la LXX que traduce perales. La palabra viene de bacha, fluir,
llorar. Ewald y Keil sugieren con mucha probabilidad que se trataba de una balsamera (como en
árabe), cuya sabia caía como lágrimas.
13. Comp. en 1 Crónicas 14:16. La palabra Geba, en 2 Samuel 5:25, es evidentemente un
error de transcripción, ya que Geba está en una dirección totalmente diferente.
14. Si el lector no olvida esta diferencia fundamental de objetivo de las dos historias,
rápidamente comprenderá no sólo por qué los acontecimientos se registran en orden diferente,
sino también por qué algunos son omitidos, o relatados con mayor brevedad en una u otra obra.
15. Keil cuenta unos veinte años hasta la victoria de Ebenezer, cuarenta años en el tiempo de
Samuel y Saúl, y unos diez en el de David.
16. Hemos traducido el verso correctamente.
17. En nuestro texto (2 S. 6:2) tenemos: «David se levantó y fue … desde Baalá»,
probablemente sea un error de transcripción por «a Baalá» (comp. 1 Cr. 13:6).
18. Baalá de «Judá», para distinguirla de otras con el mismo nombre (Jos. 19:8, 44), o
también Quiryat-Baal (Jos. 15:60; 18:14) era lo mismo que Quiryat-jearim. Comp. también
Delitzsch Com. II. d., Salmos vol. II. p. 264.
19. Debido a un error del copista las dos primeras cláusulas de 2 S. 6:3, se repiten en el verso
4. El texto del verso 3 debería seguir en el verso 4 con estas palabras: «con el arca de Dios: y
Ayó iba delante del arca».
20. Un error de transmisión, parecido al que acabamos de mencionar, es la causa de la
estructura del versículo 5: «en todo tipo de instrumentos hechos de madera de ciprés». La
expresión debería ser como en 1 Crónicas 13:8: «con toda su fuerza y su cantar». Los
instrumentos (2 S. 6:5) «cornetas», son los sistra, que constaban de dos varillas de hierro con
pequeñas campanas.
21. Así es como se la llama aquí significativamente, y no como la esposa de David.
22. La expresión hebrea implica la parte más interior.
23. Esto se declara explícitamente en 1 Crónicas 16:7, omitiendo, evidentemente, las palabras
en cursiva.
24. En la época de nuestro Señor los Salmos del día se cantaban cuando se derramaban las
libaciones. Comp. con mi obra Temple: Its Ministry and Services at the time of Jesus Christ, pp.
143, 144. Pero el orden de aquella época posiblemente no fuese más antiguo que el tiempo de los
macabeos; en todo caso, no es un criterio aplicable a las ceremonias del tiempo de David.
25. La estrofa I (vv. 8–11): Elogio de Dios y sus maravillas; estrofa II (vv. 12–14): Memorial
de los grandes hechos de Dios; estrofa III (vv. 15–18): Memorial del pacto y sus promesas;
estrofa IV (vv. 19–22): Registro del cumplimiento por gracia; estrofa V (vv. 23–27): Misionero;
estrofa VI (vv. 28–30): El reino universal de Dios; estrofa VII (vv. 31–33): El reino de Dios sobre
la tierra; estrofa VIII (vv. 34–36): Eucarístico, con doxología y cierre litúrgico.
26. Si el lector compara la última estrofa de este himno con la parte correspondiente de los
Salmos 106, 118 y 136 –por no citar la conclusión litúrgica de cada uno de los cinco libros que
constituyen el Salterio– y considera textos como 2 Crónicas 5:13; 7:3; 20:21, o Jeremías 33:11,
comprenderá el significado de este texto.
27. De las tres expresiones de 2 Samuel 6:19, no cabe duda del significado de la primera y de
la última: «un pastel de pan … y un pastel de pasas». No obstante, aún quedan dudas importantes
sobre lo que los Rabinos y algunas versiones traducen como «un buen trozo de carne»;
probablemente consideran que era parte de las «ofrendas de paz». Pero semejante distribución de
las «ofrendas de paz» hubiese sido bastante contraria a la costumbre; y los «panes de pasas»
tampoco van bien con ello. La traducción más probable de la palabra en cuestión es: «medida»
es decir, de vino. Nos atrevemos a pensar que nuestra explicación sobre estos regalos como
provisiones para el viaje se presenta por sí sola al lector.
.
Libro 5
La historia de Judá e Israel desde el nacimiento de
Salomón hasta el reinado de Acab
INTRODUCCIÓN
al Libro 5
El crimen de Amnón
La venganza de Absalón
La huida de Absalón
En Tecoa, a unas dos horas al sur de Belén, vivía «una mujer sabia»
especialmente capacitada para ayudar a Joab en un trabajo, que según nos
parece, también demostraba la simpatía de ella. Con vestidos de duelo,
apareció delante del rey para pedir su interferencia y protección. Sus dos
hijos –según dijo ella– se habían peleado y como que no había nadie para
separarlos, uno había matado al otro. Y ahora toda la familia quería matar
al asesino.
Cierto, era culpable, pero a ella no le importaba la venganza de la
sangre, porque en ella perdería al único hijo que le quedaba y su familia
desaparecería. ¿Acaso podía la muerte de uno devolver la vida al otro?
–«recoger el agua derramada». ¿Era necesario que perdiera sus dos hijos?
Ante su solicitud, el rey prometió su interferencia a favor de ella. Pero era
solo la introducción a lo que la mujer quería decir. Primero, suplicó que si
no era correcto detener así la venganza de la sangre, ella misma tomaría la
culpa (v. 9). Después de esta súplica, a continuación buscó y obtuvo la
seguridad bajo juramento de que no habría ninguna destrucción más por la
venganza de la sangre (v. 11). Evidentemente, el rey ahora había cedido en
principio ante lo que Joab hacía tiempo que buscaba. Solo faltaba hacer
una aplicación inteligente de la concesión del rey. Esto la mujer lo hizo y
mientras todavía mantenía el engaño de su historia (vv. 16, 17), suplicaba
al rey con estas consideraciones: que él siempre actuaba con una
capacidad pública; que la vida perdida no se podía restaurar; que el perdón
era típico de Dios, puesto que «no toma un alma, sino que diseña
9
pensamientos para no apartar al apartado»; y, finalmente, que para ella y
para todos, el rey era como el ángel del pacto, cuya «palabra» siempre era
para el «reposo».
David no debió tener ninguna dificultad en comprender el significado
real de la misión de la mujer. En consecuencia Joab obtuvo el permiso de
hacer volver a Absalón, pero con esta condición: que no debía aparecer en
presencia real. Consideramos una muestra de la desaprobación continuada
del príncipe en que Joab posteriormente no quiso aparecer delante de él, o
llevar un mensaje al rey. Fue un grave error dejar a un espíritu tan
orgulloso y violento que se fuera incubando durante dos años sobre
supuestos daños. Absalón, pues, actuaba entonces con Joab como una
persona totalmente irresponsable –y el mensaje que Joab finalmente
decidió entregar tenía el mismo espíritu. Al final hubo una reconciliación
entre el rey y su hijo– pero solo exterior, no real, porque Absalón ya tenía
otros planes en mente.
Una vez más vemos aquí las consecuencias de la debilidad fatal de
David, según se manifiesta en su falta de resolución y sus medidas a
medias. Paralizado moralmente, por así decirlo, como consecuencia de su
propia culpa, su posición se fue debilitando sensiblemente delante de la
estima popular y una serie de desastres, que formaban el peso de los
juicios predichos por Dios, ahora seguían una secuencia natural de
acontecimientos.
Su conspiración
Absalón obtuvo el permiso del rey para ir allí, con el pretexto de pagar
un voto hecho en Gesur. Fue una estratagema inteligente para atrapar a
doscientas personas influyentes de Jerusalén invitarlas a acompañarle, con
la excusa de que tomaran parte del banquete del sacrificio. Una vez en
Hebrón, se sacó la máscara y la conspiración rápidamente tomó unas
dimensiones formidables. Las noticias del suceso llegaron a Jerusalén
velozmente. Fue una sabia medida del rey decidir una fuga inmediata de
Jerusalén, no solo para evitar ser encerrado en la ciudad, y para evitar una
masacre en las calles, sino para dar la oportunidad a sus seguidores de
reunirse a su alrededor. Ciertamente, en la hora del peligro, el rey parecía,
durante un breve espacio de tiempo, el de antaño. Podemos comprender
muy bien como, en el estado anímico particular de David, las pruebas
donde reconocía el trato de Dios le hacían reaccionar con energía,
mientras el tenor inalterado de los acontecimientos le dejaba distraído. Sin
debilidad ahora, pues, ni dentro ni fuera. Prudencia, determinación y valor
en acción; pero, ante todo, un reconocimiento constante de Dios,
humillación propia y una referencia continua a Él, eran las características
principales de cada uno de sus pasos. En esto vemos aquí el progreso de la
experiencia espiritual de David, al notar que cada acto de este drama tiene
su expresión en el Libro de los Salmos. Como Abraham perpetuara su
progreso por la tierra construyendo un altar a Jehová en todo lugar donde
se detenía, así David ha escrito la crónica de cada fase de su vida interior y
exterior con un Salmo –una marca del camino y un altar para los
peregrinos solitarios de todas las épocas. Primero vamos a los Salmos 51 y
13
55 – en el primero predomina el nombre Jehová, en el segundo Elohim –
que tienen mayor significado si (con el Profesor Delitzsch) inferimos de
ellos que durante los cuatro años de maduración del complot de Absalón,
el rey se hallaba parcialmente incapacitado por alguna enfermedad. Estos
dos Salmos, pues, determinan el período anterior al alzamiento de la
conspiración, y tienen su equivalente en figura en la traición de Judas
14
Iscariote. Bajo esta luz, estos Salmos ofrecen una buena visión de la
historia de esta revuelta –desde un punto de vista político y también
religioso. Hay otros dos Salmos, 3 y 63, que se refieren a la fuga de David;
mientras que los sucesos más recientes en la conspiración y su derrota,
forman la base histórica de los Salmos 61, 39 y 62.
Huida de David
Capítulo 2
(2 Samuel 16–20)
Éste era el objetivo del consejo infame que Ahitofel dio a Absalón (2
S. XVI.21, 22), aunque, sin duda, él lo representaba dando, según
costumbre oriental, evidencia pública de que le había sucedido en el trono.
En nuestro rechazo con horror del crimen antinatural, no podemos por más
que recordar el juicio predicho sobre David (2 S. 12:11, 12), y observar
cómo, según solía suceder, el suceso, predicho de forma sobrenatural,
aconteció, no por una interferencia repentina, sino por la sucesión de una
serie de causas naturales.
«Y entonces Absalón salía como un príncipe real. Su carro y cincuenta hombres que corrían
delante de él deberían atraer la admiración del pueblo. No obstante, no era orgulloso; más
bien lo contrario.»
El carro de combate y el caballero que vemos en esta imagen, son asirios y provienen de
Asurbanipal, en Nínive, pero puede servir para hacernos una idea de cómo podía ser el carro
de Absalón. Los carros asiáticos eran robustos y cargaban con una dotación de cuatro
soldados. (Siglo VII a.C., Museo del Louvre)
Muerte de Absalón
Duelo de David
Medidas de David
Regreso a Gilgal
Los hombres de Judá llegaron hasta Gilgal, donde tenían preparada una
barca, con la que el rey y su casa pudiesen pasar el río. Mientras, los que
tenían razones para temer el regreso de David también habían tomado sus
medidas. Tanto Simei, que había maldecido a David en su huida, como
Siba, que le había engañado de un modo tan vergonzoso acerca de
8
Mefiboset, cruzaron el Jordán «para salir al encuentro del rey». Mientras
9
David estaba «cruzando», o, mejor dicho, a punto de embarcar, Simei, que
se había llevado sabiamente mil hombres de su tribu, Benjamín –la más
hostil para con David– suplicó perdón, apelando, como evidencia de su
arrepentimiento, a su propia comparecencia con mil hombres suyos, como
el primero de Israel a recibir al rey. En dichas circunstancias resultaba casi
imposible no perdonar a Simei, aunque el rechazo de Abisai de parte de
David, considerado a la luz de las órdenes del rey a Salomón en su muerte
(1 R. 2:8, 9), suena como un rechazo público y elocuente de los hijos de
Sarvia, o un intento de hacer volver los sentimientos populares contra
ellos. Al mismo tiempo, es evidente que la súplica de Simei hubiese
perdido su fuerza, si David no hubiese establecido negociaciones
separadas secretas con la tribu de Judá.
Los motivos de Siba para salir al encuentro de David no necesitan
ningún comentario. No cabe duda, estando David bien informado de todo
lo que había pasado en Jerusalén, tenía que saber que el tenor y los
sentimientos de Mefiboset eran contrarios a como se los había presentado
su siervo hipócrita (comp. 2 S. 19:24). Su conducta para con el hijo de
10
Jonatán fue igualmente injustificada. Tanto el tono de irritación que usó
con él como el compromiso que intentaba (19:29), muestran que David
sentía, aunque no lo iba a admitir, que se hallaba en una posición
incorrecta. De hecho, en adelante, el principal objetivo de David parece
haber sido reconciliar el favor y obtener adeptos por todas partes –en
pocas palabras, alcanzar sus propios propósitos con sus medios propios, y
no los del hombre espiritual; los medios del hombre oriental, aunque se
hallase bajo la influencia religiosa, más bien que de acuerdo con el
hombre de acuerdo con el corazón de Dios. Porque, corriendo el riesgo de
citar lo evidente, debemos insistir que hay solo dos caminos posibles: o
entregarnos completamente a la guía del Espíritu Santo, o seguir nuestros
impulsos naturales. Estos impulsos no están bajo la influencia de la
religión, aunque nos lo pueda parecer. Porque el hombre natural siempre se
queda en lo que era; tal como le habían marcado el nacimiento, la
nacionalidad, educación y las circunstancias. Esta consideración nos
debería apartar de juicios apresurados, probablemente erróneos, sobre
otros, y también puede sernos útil para nuestra advertencia e instrucción.
Felizmente, esta historia también ofrece un aspecto más
resplandeciente. Se trata del gran jefe patriarcal, Barzilai, que había
ayudado a David en su adversidad, y ahora acudió, a pesar de su avanzada
edad, para escoltar al rey al cruzar el Jordán. No buscaba recompensa ni
reconocimiento –de hecho, la mención de ello parecía casi dolorosa. Un
hombre bueno y honrado, feliz en su independencia, aunque no demasiado
orgulloso como para permitir a su hijo Quimam ir a la corte –tanto más
cuando él no podía ganar nada en ello. ¿No podemos inferir legítimamente
que su conducta no sólo estaba influenciada por la lealtad a su soberano
terrenal, sino también por el reconocimiento de las verdades espirituales
más elevadas, y la esperanza sobre Israel y el mundo, simbolizada en el
reino de David? Durante casi ochenta años Barzilai había observado en la
distante Rogelim los azares variados de su pueblo amado. Recordaba el
tiempo cuando Samuel era «juez»; recordaba las esperanzas que animaron
los corazones de Israel cuando, después de la brillante hazaña en su propia
Jabés-galaad, Saúl fue proclamado rey. Había seguido la gloria menguante
del mismo Saúl –porque las noticias viajan muy lejos en oriente, contadas
por vigías, y llevadas de casa en casa– hasta que en su alma la esperanza
había casi desaparecido. Luego llegó la historia de David, y creciendo, al
seguir su carrera, o cuando alguien repitiera uno de sus nuevos Salmos –
tan diferentes de las antiguas canciones de guerra en las cuales se registran
las hazañas de valor judías– atribuyendo todo a Jehová, y considerando al
hombre sin valor, todo parecía determinar un nuevo período en la historia
de Israel, y Barzilai sentía que David era sin duda el Ungido de Dios, el
símbolo de la misión real de Israel, y la figura de su cumplimiento. Al
final, después de la vergonzosa derrota de Israel y la triste muerte de Saúl,
saludó lo que sucedió en Hebrón. La toma de Jerusalén, la construcción de
un santuario central allí, y la sumisión de los enemigos de Israel, le
deberían parecer brillantes eslabones de la misma cadena. Y aunque la
triste caída de David le debió doler en el corazón, nunca podía haber
influenciado su opinión sobre la conducta de Absalón, ni mover su
fidelidad. Y ahora que el reino de David, en cuanto a su significado
espiritual, estaba evidentemente tocando a su fin –sus grandes resultados
alcanzados, su significado espiritual realizado– debió sentir que nada
podía deshacer el pasado, el cual en adelante era parte de la herencia
espiritual de Israel, o más bien de todo el mundo. Y así, con el espíritu de
Simeón, cuando hubo presenciado el inicio del cumplimiento de las
esperanzas de Israel, Barzilai se contentaba con «volver de nuevo» a su
propia ciudad, a morir allí, y yació en la sepultura de sus padres, quienes
habían vivido en momentos mucho más agitados que los suyos, y habían
visto solo «a lo lejos» el feliz cumplimiento de lo cual él había
presenciado.
Por otro lado, a estas alturas, se nos puede permitir colocar al lado de
Barzilai a otro representante de ese período. Si Barzilai era una figura del
judaísmo espiritual, Joab lo era de su aspecto nacional. Era profundamente
judío, en el sentido tribal de la palabra, no en su significado más elevado:
sólo judío en todo lo que definía el judaísmo de manera exterior, pero no
en cuanto a su realidad interior y espiritual. Intrépido, audaz, ambicioso,
temerario, celoso, apasionado, sin escrúpulos, pero también amador de su
pueblo, fiel, y sin duda celoso de su religión, en cuanto ancestral y
nacional –Joab representaba una fase del judaísmo, como Barzilai la otra.
Joab se nos presenta como un típico oriental, o más bien un oriental judío.
Tampoco carece de significado simbólico profundo el hecho de que Joab,
el típico oriental judío, –podemos decir, la figura de Israel según la carne–
al llevar a cabo sus propósitos y opiniones, obtuviera su propia
destrucción.
Las dificultades de David no terminaron al cruzar el Jordán. Al
contrario, parecía que empezaban de nuevo. Había sido recibido por la
tribu de Judá; mil benjamitas habían acudido para sus propios intereses; y
11
probablemente algunos otros hombres se unieran al rey en su avance.
Pero las tribus, en su capacidad corporativa, no habían sido invitadas a
tomar parte en el asunto, y tanto David como Judá habían actuado como si
no tuvieran ninguna importancia. En consecuencia, cuando los
representantes de Israel llegaron a Gilgal, hubo un enfrentamiento feroz
entre ellos y los hombres de Judá sobre su desaire injustificado, siendo los
hombres de Judá los más violentos, como suele suceder con los que
cometen un agravio.
Una sola chispa podía encender todo el material inflamable. Un
hombre despreciable, un tal Seba, benjamita, que estaba allí por
casualidad, tocó la trompeta, y dijo a los representantes de las tribus
reunidos que, puesto que no tenían parte alguna con David, debían dejarlo
para que reinase sobre los que le habían elegido rey. Era el tipo de grito
que podía atraer el sentimiento popular en un estado general de excitación
como aquél. David pronto presenció como sus súbditos israelitas
desertaban y se vio obligado a volver a Jerusalén solamente con los
hombres de su tribu y amenazado por una revolución formidable. La
primera preocupación de David a su regreso a Jerusalén, después de poner
su casa en orden (2 S. 20:3), fue detener el movimiento antes de que
tuviera tiempo de extenderse y desintegrara al país animando celos
tribales por todas partes.
Asesinato de Amasa
Muerte de Seba
Capítulo 3
(2 Samuel 21–24; 1 Crónicas 21:27)
El hambre
La peste
«Y David fue [personalmente] y tomó los huesos de Saúl, y los huesos de Jonatán su hijo, de
los hombres de Jabes de Galaad, que los habían hurtado de la calle de Bet-sán, donde los
habían colgado los filisteos, cuando los filisteos mataron a Saúl en Gilboa; y llevó de allí los
huesos de Saúl y los huesos de Jonatán su hijo; y recogieron también los huesos de los
crucificados. Y los huesos de Saúl y de Jonatán su hijo los sepultaron en tierra de Benjamín,
en Zela, en el sepulcro de Cis su padre.»
Los filisteos profesaban cultos idolátricos a distintos dioses, y para los israelitas era una
abominación que los restos del que fuera rey de Israel y de su hijo permanecieran en territorio
pagano. Esta figurilla de origen cúltico representa a una mujer sentada y fue recuperada en
excavaciones realizadas en la zona de Asdod y Gaza que se convirtieron en ciudades palestinas
con la ocupación filistea.
Capítulo 4
(1 Reyes 1–2; 1 Crónicas 23:1; 28–29)
Unción de Salomón
Capítulo 5
(1 Reyes 3–4; 2 Crónicas 1)
Su sacrificio en Gabaón
Su sueño y su oración
Y esto es lo que sucedió a Salomón aquella noche. Se ha observado con
debido énfasis que Adonías no hubiese soñado lo mismo después de su
banquete en En-Rogel (1 R. 1:9, 25), incluso si su intento hubiese sido
coronado con el éxito que había esperado. La instrucción que el Señor
formuló a Salomón esa noche «Pide lo que quieras que yo te dé», no solo
fue una respuesta a los ruegos silenciosos pidiendo ayuda expresados en
los sacrificios que habían sido ofrecidos, sino que también tenían el
objetivo de buscar dentro de los sentimientos profundos de su corazón.
Como el Señor sondeaba las profundidades más internas del alma de San
Pedro cuando le dijo: «Simón, hijo de Jonás ¿Me amas? Este tipo de
preguntas se nos plantean, más o menos con claridad, a cada uno de
nosotros en todas las crisis de nuestras vidas. Pueden convertirse en
nuevos puntos de partida espirituales, épocas de mayor cercanía a Dios, y
de progreso espiritual; o pueden resultar momentos de «tentación», si nos
dejamos «llevar» y «atraer» por nuestro propio «deseo».
La oración de Salomón en ese momento combinó, una vez más, los tres
elementos de acciones de gracia, reconocimiento de Dios y humillación;
en su confesión, un sentimiento de falta de habilidad con la expresión de
necesidad; mientras que su petición, evidentemente basada en la promesa
divina (Gn. 13:16; 32:12), se caracterizaba por la pureza del deseo
espiritual. Porque, para saber qué buscaba, cuando deseaba «inteligencia»
de todo corazón, simplemente hemos de volvernos a su propio «Libro de
Proverbios».
La sabiduría de Salomón
Y, tal como sucede con todos aquellos que tienen un objetivo espiritual
puro, Dios no solo le concedió su petición, sino que también añadió a lo
que le daba «todas las cosas» también necesarias, demostrando así que la
«promesa de la vida que es ahora» siempre está relacionada con la de la
vida «que ha de venir» (1 Ti. 4:8), tal como en nuestra condición actual el
alma está con el cuerpo. Tal vez lo podamos expresar de este otro modo:
Como muchas otras veces, Dios extendió la sabiduría superior concedida a
Salomón incluso hasta los detalles más pequeños de su vida, al mismo
tiempo que a esto añadía la promesa de longevidad y prosperidad –pero
solo bajo la condición de una observancia continuada de los estatutos y los
7
mandamientos de Dios (1 R. 3:14). Dicha condescendencia
misericordiosa de parte del Señor exigía un nuevo agradecimiento público,
que fue realizado por Salomón a su regreso a Jerusalén (1 R. 3:15).
Las pruebas de la realidad de la promesa de Dios se manifestaron
pronto, y fue de un modo especialmente calculado para impresionar la
mentalidad oriental. De acuerdo con las maneras sencillas de la época, el
rey recibió una causa demasiado difícil para los jueces normales. El rey,
pues, como representante de Dios, era considerado la persona capacitada
para ayudar a su pueblo en todo tiempo de necesidad. En una dispensación
de justicia tan paternal, no había ninguna citación de testigos ni referencia
a estatutos, cosas que hubiesen sido accesibles también para los jueces de
rango inferior; pero se esperaba que el rey añadiera luz nueva, en la cual el
significado real de un caso pudiera apelar a la convicción de todos los
hombres, y les llevara a su aprobación de la sentencia del rey. No se
requería nada recóndito –más bien todo lo contrario. Para que se
manifestase ante el sentido común práctico lo que había allí, aunque no se
hubiera percibido hasta que se reveló en un momento dado, nada podía
llamar la atención del pueblo con mayor éxito que algo al alcance de
todos, pero que mostrase la dirección sabia del rey. Así se provocaría la
simpatía y la confianza universal, además de la admiración, especialmente
entre orientales, cuya sabiduría es sobre la vida común, y cuya filosofía la
de los proverbios.
La historia de la disputa de las dos mujeres por un niño vivo, en la que,
debido a la ausencia de testigos, parecía imposible determinar de quién
era, es muy conocida. La pronta sabiduría con la cual Salomón ideó un
método para determinar la verdad era suficiente para alcanzar la
mentalidad del pueblo. Era precisamente lo que podían apreciar en su rey.
Un monarca así, sin duda, sería el terror de los obradores de maldad, y la
protección y alabanza de los que practicaban el bien. Probablemente se
relata este suceso en la Santa Escritura para explicar la rápida extensión de
la fama de Salomón (1 R. 3:28).
Capítulo 6
(1 Reyes 5, 6, 7:13–51, 8:66; 2 Crónicas 2–4, 5:7–10)
Tradiciones judías
Capítulo 7
Dedicación del templo.
Cuándo sucedió.
Relación con la fiesta de los tabernáculos.
Ceremonias de consagración.
El papel del rey en ellas.
Significado simbólico de las grandes
instituciones de Israel.
La oración de consagración.
Analogía de la oración del Señor.
La consagración.
Acción de gracias y sacrificios.
La oración de consagración
Capítulo 8
(1 Reyes 9, 10; 2 Crónicas 7:11–9:28)
El palacio de Salomón
Capítulo 9
(1 Reyes 11)
La corte de Salomón
La primera circunstancia y la más destacada que nos llama nuestra
atención es la contravención directa del mandamiento divino en relación
con el número de «princesas» y concubinas que constituía el harén de
1
Salomón. A pesar del hecho que la nota de Cantares 6:8 aporta razones
para creer que las cifras de 1 Reyes 11:3 pueden ser debidas a un error de
parte de un copista, el texto sagrado explica claramente que la poligamia
de Salomón y en especial sus alianzas con naciones excluidas de la
2
posibilidad de casamiento con Israel, fue la ocasión, si no la causa, de su
posterior pecado y castigo. Al tratar este tema podemos regresar un poco
en la historia y describir (con Ewald) las tristes consecuencias que
infringir la primitiva orden divina en cuanto al casamiento había
provocado en toda la historia de Israel.
Su poligamia
Pero aún había un peligro mucho más grave que amenazaba el trono de
Salomón. Además de los «adversarios» exteriores, había elementos de
insatisfacción en actividad dentro de Palestina, los cuales sólo necesitaban
las circunstancias favorables para llegar a una revuelta abierta. Primero,
había la antigua envidia tribal entre Efraín y Judá. El elevado destino
predicho para Efraín (Gn. 48:17–22; 49:22–26) debió alimentar unas
esperanzas que el liderazgo de Josué, efrainita (Nm. 13:8), pareció por un
tiempo que las garantizaban. A la cabeza de tal vez la posición territorial
más importante de la tierra, Efraín exigió un poder de dominio sobre las
tribus en los días de Gedeón y Jefté (Jueces 8:1; 12:1). De hecho, uno de
los sucesores de estos jueces, Abdón, era efrainita (Jueces 12:13). Pero,
además, Efraín no solo ostentaba supremacía secular, sino también
eclesiástica, puesto que Silo y Kiriat-jearin estaban dentro de las
posesiones de la tribu. Y ¿acaso Samuel, el más grande de los jueces, la
única personalidad notable en la historia de un sacerdocio decrépito, no
era «del Monte Efraín», a pesar de ser levita? (1 S. 1:1). Incluso la
autoridad de Samuel no podía garantizar el reconocimiento indisputado de
Saúl, quien conocía con dolor las objeciones que la envidia tribal
levantaría contra su ascenso al trono (1 S. 9:21). Necesitó esa victoria
gloriosa, regalada por Dios, en Jabes-Galaad para acallar aquellas voces
discordantes, bajo unas fuertes convicciones religiosas, y para unir a todo
Israel en la aclamación de su nuevo rey. Y a pesar de esto, la tribu de
Benjamín, a la que pertenecía Saúl, era un aliado cercano a Efraín (Jue.
21:19–23). De nuevo, fue la tribu de Efraín la que defendió
mayoritariamente la causa de Isboset (2 S. 2:9); y aunque el brazo
poderoso de David reprimió luego toda oposición activa, tan pronto como
su poder empezó a dar muestras de debilidad «un hombre del monte
Efraín» (2 S. 20:21) excitó las envidias tribales e izó el estandarte de
rebelión contra él. Y entonces, con el reinado del rey Salomón, toda
esperanza de preeminencia tribal parecía haberse perdido para Efraín.
Había una nueva capital para todo el país, y estaba en posesión de Judá. La
gloria del antiguo santuario también había sido arrebatada. Jerusalén era la
capital eclesiástica, además de la política, y Efraín tenía que contribuir
con su riqueza e incluso con su trabajo forzado para promover los
esquemas, patrocinar el lujo y mantener la gloria de una nueva monarquía,
tomada de Judá y residente allí.
Pero, en segundo lugar, la carga que la nueva monarquía imponía sobre
el pueblo al pasar el tiempo, debió ser muy gravosa (1 R. 12:4). La
construcción de un gran santuario nacional era, sin duda, una obra
excepcional que debió reclutar las simpatías más elevadas y mejores, y
debió hacer que el pueblo se sometiera a cualquier sacrificio de buen
grado. Pero a continuación llegó la construcción de un magnífico palacio,
y luego se sucedieron una serie de empresas arquitectónicas (1 R. 9:15,
17–19) a una escala sin precedentes. Por muy útiles que fueran algunos de
estos edificios, no sólo representaron una innovación, sino que también
implicaban un trabajo forzado continuado (1 R. 4:6; 5:13, 14; 11:28),
totalmente ajeno al espíritu de un pueblo libre, y que alejaba de sus
canales adecuados a las fuerzas industriales del país. Pero esto no era todo.
El mantenimiento de un rey y una corte así debieron suponer una
exigencia gravosa para los recursos de la nación (1 R. 4:21–27). Tener que
pagar impuestos enormes, y verse privados durante muchos y largos años
de los cabezas de familia y los que ganaban el sustento de las familias,
para que hicieran lo que pudiera parecer trabajos forzados de esclavos para
la gloria de un rey, cuyo gobierno era más débil cada año, hubiese creado
insatisfacción incluso entre un pueblo con mayor inclinación a soportar
que aquellas tribus que habían disfrutado durante tanto tiempo de la
libertad y los privilegios de una república confederada.
Solamente se necesitaba un líder –y una vez más Efraín presentó a
Jeroboam, el hijo de Nabat y de una viuda llamada Zerúa, que venía de
10
Zereda o Zeretá (Jueces 7:22), en el territorio de Efraín. El texto sagrado
lo describe como un «hombre poderoso de valor». Su energía, talento y
aptitud le destacaban como supervisor permanente adecuado del trabajo
forzado de su tribu. Era peligroso dar un cargo así a un hombre tan
poderoso y ambicioso. Sus compañeros de tribu, de hecho, fueron
conociéndole como jefe y líder, mientras que con su relación estrecha y
diaria él descubría los agravios que ellos sufrían y sus sentimientos. En
tales circunstancias, el resultado obtenido era natural. El efrainita valiente,
fuerte y atrevido, «gobernador sobre toda la carga de la casa de José», se
convirtió en el líder del movimiento popular contra Salomón.
Muerte de Salomón
Capítulo 10
(1 Reyes 12; 14:21–31; 2 Crónicas 10–12)
Roboam, o más bien Recavam («el que hace crecer al pueblo»), debió
ser muy joven cuando subió al trono. Esto se deduce de la expresión con la
que se describe a los «que habían crecido con él», y por la manera con la
que su hijo y sucesor, Abías, caracterizó el comienzo de su reinado (2 Cr.
13:7).
Edad de Roboam
La asamblea en Siquem
Pero, en lugar de retirarse a Jerusalén, los representantes de las diez
tribus se reunieron en Siquem, la antigua capital de Efraín, donde habían
tenido lugar anteriormente asambleas populares importantes (Josué 8:30–
35; 24:1–28), y el primer reclamante de la realeza en Israel, Abimelec,
había establecido su trono (Jue. 9:1–23). El hecho de que escogieran dicho
5
lugar podía tener un solo significado. Sin duda habían venido para hacer
rey a Roboam, pero sólo bajo plenas concesiones a sus reclamaciones
tribales. Todo lo que requerían entonces era un líder enérgico. Dicha
persona debía ser representada por Jeroboam, quien en el reinado del rey
Salomón había encabezado el movimiento popular. Después del fracaso de
su intento, había huido a Egipto y había sido bien recibido por Sisac. La
débil dinastía (Tanita), con la que el rey Salomón había formado una
alianza matrimonial, había sido suplantada por el gobierno vigoroso y
marcial de Sisac (probablemente unos quince años antes de la muerte de
Salomón). El reino creciente de Palestina –habiendo sido aliado de la
dinastía anterior– estaba demasiado cerca y posiblemente fuese un vecino
demasiado amenazador como para ser ignorado por Sisac. Obviamente su
política era la de animar a Jeroboam y dar soporte a cualquier movimiento
que pudiese dividir a las tribus del sur de las del norte, dando así la
supremacía a Egipto sobre ambas. De hecho, cinco años más tarde Sisac
dirijió una expedición contra Roboam, probablemente no tanto para
humillar a Judá como para reforzar el nuevo reino de Israel.
Roboam no tenía que discutir sus exigencias, sino decirles que iban a
descubrir que tenían que vérselas con un monarca mucho más poderoso y
mucho más estricto de lo que había sido su padre. Expresándolo con las
palabras vanagloriosas de los «niños consejeros» de oriente, tenía que
decirles: «Mi dedo meñique es más grande que las caderas de mi padre.
Mi padre puso sobre vosotros un yugo pesado y yo añadiré peso a vuestro
yugo; mi padre os castigaba con látigos [los de los esclavos comunes],
8
pero yo os castigaré con los [así llamados] “escorpiones”» –o látigos
provistos de ganchos, como los que probablemente se usaban con los
criminales o recalcitrantes.
Aunque este consejo era insensato, Roboam lo siguió –el autor sagrado
anota, para explicar este acontecimiento: «porque el curso (de los sucesos)
era de Jehová, para que Él realizara Su palabra la cual Jehová pronunció
9
por medio de Ajías de Silo a Jeroboam el hijo de Nabat». Efectivamente,
la reacción fue inmediata. Al antiguo grito de guerra y rebelión de Siba, la
asamblea renunció a su fidelidad a la casa de David, y los diputados
volvieron a sus casas.
Su historia familiar
.
Capítulo 11
(1 Reyes 12:25–14:20)
Desde la historia de Judá bajo Roboam, nos volvemos a la del recientemente establecido reino
de Israel, cuya información se halla sólo en el Libro de Reyes (1 R. 12:25–14:20).
El primer objetivo de Jeroboam («Hará crecer al pueblo») fue fortalecer las defensas de su
trono. Con este fin fortificó Siquem, la moderna Nablûs –que fue su residencia hasta que la
cambió por Tirsá (1 R. 14:17)– y la antigua Penuel (Gn. 32:30, 31; Jue. 8:8), al otro lado del
Jordán. Puesto que este último lugar gobernaba la gran ruta de caravanas hacia Damasco y
Palmira, su fortificación tendría la doble finalidad de establecer el gobierno de Jeroboam en el
territorio al este del Jordán, y de proteger el país contra incursiones del este y del nordeste. Su
siguiente medida, aunque a su parecer también era para su protección, no sólo implicaba la
innovación religiosa más atrevida que jamás se intentara en Israel, sino que estaba llena de
consecuencias fatales para Jeroboam e Israel. La gravedad del estado deprimido de Israel se ve en
1
el hecho de que el rey actuó con la aprobación de sus consejeros –sin duda los representantes de
las diez tribus– y que el pueblo, a excepción de levitas y una minoría de laicos, asintió ante la
medida. Implicaba una completa transformación de la religión de Jehová, y todo ello con una
finalidad exclusivamente política.
El peligro de que si el pueblo acudía regularmente a las grandes fiestas de Jerusalén, su
fidelidad podía volver a su rey por derecho, que sostenía su gobierno en la capital escogida por
Dios, era demasiado evidente como para no ocurrírsele incluso a una mentalidad menos suspicaz
que la de un déspota oriental, que había obtenido su trono por medio de la rebelión. Para eliminar
esta fuente de peligro dinástico e incluso personal, introdujo un cambio completo en el culto de
Israel. Al hacer esto seguramente argumentaba que no había abolido la antigua religión del
pueblo, sino que simplemente le confería una forma más adecuada a las circunstancias actuales –
forma, además, que se derivaba del uso nacional primitivo y estaba sancionada por una autoridad
2
tan importante como la de Aarón, el primer sumo sacerdote. Resultaba pesado y casi imposible
3
subir al santuario central en Jerusalén. Pero había el antiguo símbolo del «becerro de oro»,
realizado por Aarón mismo, bajo el cual el pueblo había adorado a Jehová en el desierto.
Apelando, tal vez durante la consagración formal de estos símbolos, a las mismas palabras
que Aarón había usado (Éx. 32:4), Jeroboam hizo dos becerros de oro, y los colocó en los
extremos norte y sur del territorio de las diez tribus. Esto resultaba fácil, porque había localidades
«sagradas» tanto en el sur como en el norte, las cuales eran asociadas por la opinión popular con
el culto anterior. En un extremo al sur estaba Betel –«la casa de Dios y la puerta del cielo»–
consagrada por la doble aparición de Dios a Jacob; apartado por el mismo patriarca (Gn. 28:11–
19; 35:1, 7, 9–15); y donde desde tiempos antiguos Samuel había celebrado asambleas antiguas (1
S. 7:16). Del mismo modo, en el extremo norte Dan era un lugar «consagrado», donde «culto
extraño» podía haber continuado desde los días de Micá (Jue. 18:30, 31).
El establecimiento de becerros de oro como símbolo de Jehová implicó otros cambios. Se
construyó una «casa de Bamoth», o templo para los altares de lugares altos, probablemente con
las viviendas de los sacerdotes adosadas al mismo. El sacerdocio levítico fue expulsado, ya sea
porque se consideraba que estaba relacionado inseparablemente del antiguo culto, o porque no
podía adaptarse al nuevo orden de cosas, y se nombró un nuevo sacerdocio, sin estar confinado a
4
una tribu o familia, sino tomado de forma indiscriminada de todas las clases del pueblo,
actuando el rey aparentemente de un modo claramente pagano como pontífice principal (1 R.
5
12:32, 33). Finalmente, la gran fiesta de los tabernáculos fue pasada del séptimo mes al octavo,
probablemente por ser una época más adecuada y conveniente para un festival de la cosecha en
las partes septentrionales de Palestina, la fecha (el día 15) siendo, no obstante, mantenida, por ser
la de la luna llena. Que todo esto era virtualmente idolatría y que casi inmediatamente se
convertiría en pura idolatría es evidente. En efecto, se manifiesta claramente en 2 Crónicas 11:15,
donde el servicio de los «Becerros» no se asocia sólo con los del Bamoth, o altares de los lugares
6
altos, sino también con el de «cabras» –el antiguo culto egipcio de Pan en forma de cabra (Lv.
17:7). Es cierto que el texto no implica, como lo hacen algunas versiones, que los nuevos
sacerdotes fueron tomados «de lo más bajo del pueblo». Pero la repetición enfática y más
detallada del modo en que fueron designados (1 R. 12:31, comp. 13:33), siendo aparentemente la
única condición la de presentar una ofrenda de un joven novillo y siete carneros (2 Cr. 13:9), nos
permite estimar el tipo de personas en manos de las cuales iba a parar la dirección de los servicios
religiosos.
No se podría concebir un ataque más atrevido que éste contra la religión simbólica ordenada
por Dios, el mantenimiento de la cual era la razón básica del llamamiento de Israel y su
existencia –por así decirlo, era la misma raison d´être de Israel. No se trataba solo de una
desobediencia descarada, sino, tal como lo cita repetidamente el texto sagrado, un sistema
diseñado por el propio corazón de Jeroboam, cuando todas las instituciones religiosas de Israel
habían sido designadas por Dios, eran simbólicas y formaban una unidad de la cual ninguna parte
podía tocarse sin poner en peligro su totalidad.
Ahora, como nunca, Jehová iba a vindicar su autoridad, demostrar su palabra y mostrar
delante de todo el pueblo que Él, cuya autoridad ellos habían echado fuera, era el dios viviente.
Entonces y en aquel lugar se debía mostrar, en el templo de los ídolos, en la primera consagración
de aquel altar espurio, en la primera fiesta falsa y sobre el rey Jeroboam, en la pompa de su
esplendor y el orgullo de su supuesto poder (comp. aquí Hch. 12:22, 23). El rey había adelantado
su mano, pero no pudo hacerla retroceder: la mano del Señor la mantenía asida. Algún tipo
extraño de parálisis había caído sobre él; y mientras estaba así, de pie, él mismo una señal, la
parte superior del altar se resquebrajó, y las cenizas, llenas de la grasa de los sacrificios idólatras,
se derramaron a su alrededor. Ninguna mano se extendió para atrapar al «hombre de Dios». Y
tampoco era necesario, porque el «hombre de Dios» no tenía ni el plan ni la intención de escapar.
Ahora era más bien el turno del rey, no de mandar sino de rogar. En el idioma expresivo del
original: «Y el rey respondió» (a la palabra no pronunciada de Jehová en la parálisis que había
detenido su mano), «y dijo, suaviza ahora el rostro de Jehová tu Dios, y ruega por mí, y» (o, para
que) «mi mano vuelva a mí».
Sucedió tal como él deseaba –porque la profecía y la controversia no eran contra el rey, sino el
altar. Y todo ello no fue otra cosa que una señal, que había cumplido su propósito, y seguiría
cumpliéndolo, si el mismo poder que había aparecido en la parálisis inesperada se manifestara de
nuevo igualmente inesperada en su eliminación. En cuanto a Jeroboam, Jehová no tuvo una
controversia con él entonces ni allí, ni en ningún otro lugar. El juicio de sus pecados pronto
sobrecogería a él y a su casa. Sin duda parecería muy extraño que ahora el rey pudiera invitar a
este «hombre de Dios» a su palacio y a su mesa, e incluso prometerle «una recompensa», si no
considerásemos las circunstancias de la época, y la idea pagana sobre los milagros.
El antiguo profeta
No obstante, al pensar en ello, la respuesta del «hombre de Dios» nos parece decepcionante.
Es como la de Balaam a los mensajeros de Balac (Nm. 22:13, 18), pero sabemos que de corazón
estaba con ellos, y que después cedió a sus ruegos, para su propia destrucción. Hubiésemos
esperado algo más del «hombre de Dios» que un mero recital de las órdenes recibidas –alguna
expresión de sentimiento como el de Daniel en circunstancias análogas (Dn. 5:17). Pero, al repetir
delante de todo el pueblo el mandamiento explícito que Dios le había dado, el «hombre de Dios»,
como Balaam antiguamente, también pronunció su propia perdición necesaria, si se alejaba de las
instrucciones recibidas. Había dado testimonio –y por el juicio del testimonio de su propia boca
debía contentarse; estaba seguro de la orden de Dios, y a tenor de esa seguridad debía actuar.
Y al principio parece como si lo fuera a hacer así. Habiendo entregado su mensaje, se fue de
Betel por un camino diferente del que había llegado. Entre los espectadores sorprendidos de aquel
día se hallaban los hijos de un antiguo residente de Betel, cuyo verdadero carácter no es fácil de
17
leer. En el relato sagrado siempre es designado como Navi, o profeta (lit., alguien que «emana»),
mientras que el mensajero divino de Judá siempre se describe como «hombre de Elohim» –una
distinción que debe tener su significado.
Por sorprendente que fuera este anuncio, debió presentarles claramente dos puntos: su
desobediencia y el castigo pendiente –este último muy real, de acuerdo con la visión de la época
(Gn. 47:30; 49:29; 50:25; 2 S. 19:37, etc.), aunque no implicaba muerte inmediata ni violenta.
Nos sorprende mucho –y es indicativo de la ausencia de elementos morales y espirituales más
elevados– que este anuncio no fuese seguido por ninguna expresión de dolor o arrepentimiento,
sino que parece ser que la comida siguió ininterrumpidamente hasta el final. ¿Pensaba el profeta
anciano que el otro estaba bajo un ataque de frenesí extático? ¿Acaso el hecho que no anunciara
una muerte inmediata suavizó su mensaje? ¿Acaso la desobediencia a la orden divina traía como
consecuencia inmediata insensibilidad espiritual? o ¿Acaso el regreso del «hombre de Dios» a
Betel había sido en realidad el resultado de un alejamiento más profundo de Dios, cuya primera
manifestación ya se había visto en lo que hemos descrito como la respuesta extrañamente
insuficiente a la invitación de Jeroboam y a su ofrecimiento? Éstas son solo sugerencias y no
obstante nos parece que todos estos elementos se hallaban presentes y en acción para producir
este resultado final.
La comida terminó, y el «viejo profeta» ensilló su asno para enviar a su huésped a su destino.
Pero nunca llegó al final de su viaje. Al pasar algunos viajeros por el camino, vieron un
espectáculo poco usual que debió hacerles apresurar el paso. Junto al camino yacía un cadáver, y
23
a su lado estaba el asno que el infeliz había montado –ambos, por así decirlo, guardados por el
24
león que había matado al hombre, evidentemente con el peso de su zarpa al derribarlo, sin
despedazarlo ni intentar alimentarse con su cadáver. Parece ser que los viajeros no sabían de
quién se trataba ni tenían intención, es evidente, de pararse en el camino. Al pasar por Betel –la
cual no parece haber sido su destino final, sino la primera estación adonde llegaban –
naturalmente «hablaban en la ciudad» sobre lo que acababan de ver en sus alrededores. Cuando el
rumor llegó al «profeta anciano», entendió de inmediato el significado de todo ello. Fue en su
montura hasta el lugar, se llevó a su casa reverentemente el cadáver del «hombre de Dios»,
guardó el duelo, y lo enterró en su propio sepulcro, marcando el lugar con una columna
monumental para diferenciarlo de otras tumbas, y para que el acontecimiento se recordara
perpetuamente. Pero a sus hijos les dio instrucciones solemnes de ponerlo en la misma tumba –en
el nicho de roca al lado del cual reposaba el «hombre de Dios». Tenía que ser un testimonio de
muerte para «el hombre de Dios», que su comisión de parte de Dios era real, y que sin duda
«sería» (sucedería) «lo que él había clamado en la palabra de Jehová contra el altar que (estaba)
25
en Betel, y contra todas las casas de Bamoth que (hay) en las ciudades de Samaria.» Con esta
profesión de fe en la verdad del mensaje de Jehová, y en el poder del Señor que ciertamente lo
haría suceder en algún momento en el futuro, viviría en adelante el anciano profeta. Con ella
moriría y sería enterrado –colocando sus huesos cerca de los del «hombre de Dios», compartiendo
su sepulcro y anidando, por así decirlo, para refugio en la sombra de aquella gran realidad que «el
hombre de Dios» había lanzado sobre Betel. Así, en la vida y en la muerte, hablaría de Jehová y se
aferraría a él –como el dios verdadero y vivo.
Más de trescientos años más tarde, y después de casi un siglo desde que los hijos de Israel
fuesen llevados lejos de sus casas, entonces fue cuando lo que había predicho el «hombre de
Dios», siglos antes, se cumplió literalmente (2 R. 23:15–18). El templo idólatra, en el cual
Jeroboam había estado en pie en su poder y gloria en el día de la inauguración, fue quemado por
Josías; los Bamoth fueron derribados; y en aquel altar, para profanarlo, recogieron huesos de sus
antiguos adoradores de los sepulcros cercanos y los quemaron allí. No obstante, en su terrible
búsqueda de la venganza hubo un monumento que detuvo su atención. Preguntaron sobre el
mismo en Betel. Señalaba el lugar donde yacían los huesos del «hombre de Dios» y de su
26
anfitrión el «anciano profeta» de Samaria. Y reverentemente dejaron sus huesos en sus lugares
de reposo, uno al lado del otro –como en la vida, la muerte y el sepulcro, también todavía
entonces y para testimonio a Jehová; y seguros en su testimonio. Pero pasaron más de tres siglos
entre la predicción y el cumplimiento final; y luego: resquebrajamiento simbólico del altar,
cambios, guerras, ruina final y desolación. Y a pesar de ello la palabra estuvo latente durante
todos aquellos siglos de silencio, hasta que se cumplió literalmente. Hay algo absolutamente
sobrecogedor en esta ausencia de apremio de parte de Dios, en esta seguridad del suceso final, con
una aparente despreocupación total por lo que sucediera durante los largos siglos intermedios, que
nos hace temblar al darnos cuenta de cuánta simiente de advertencia o de promesa debe estar
durmiendo en el suelo, y cuán inesperadamente, pero ciertamente, fructificará como en un día
para la cosecha de juicio o de misericordia.
Pero este relato está lleno de demasiadas cuestiones y lecciones como para dejarlo sin realizar
un estudio más profundo. ¿Quién era este «profeta anciano?», ¿Era un verdadero profeta de
Jehová?, ¿Por qué «mintió» así para la destrucción del «hombre de Dios?», ¿Por qué se le asignó
un castigo tan severo al «hombre de Dios?». ¿Merecía un castigo por lo que parecía un simple
error de juicio?, ¿Por qué, al parecer, se libró de cualquier castigo su tentador y seductor?
Empezando con el «profeta» anciano de Betel –no le consideramos simplemente un profeta falso,
cuyo objetivo era seducir al «hombre de Dios», ya sea por envidia o para destruir el efecto de su
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misión. Por otro lado, parece igualmente incorrecto hablar de él como un verdadero profeta de
Dios, levantado de la conformidad pecaminosa con los que le rodeaban por la aparición repentina
del mensajero judío de Jehová, y deseoso de recuperarse con la comunión con «el hombre de
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Dios», incluso si dicha relación se podía obtener sólo por medio de la falsidad. Tampoco
describiríamos su conducta con la finalidad de poner a prueba la firme obediencia del «hombre de
Dios». Parece ser que la verdad se halla entre las dos opiniones extremas. Dejando de lado la
cuestión general de la adivinación pagana, sobre la que no tenemos suficiente material como para
dar una respuesta, por lo menos es cierto que no todos los Navi eran profetas de Jehová. Que Dios
enviara un mensaje a través de uno que no era profeta suyo, no debe sorprendernos cuando
recordamos la historia de Balaam. Además, era especialmente adecuado, que el anuncio de su
culpa y del castigo llegara al «hombre de Dios» a través de la persona que le había engañado con
un pretexto falso de mandamiento angelical, y que lo llevó a la comida que el «hombre de Dios»
jamás debió tomar. De nuevo es evidente que, desde el momento que se enteró de la escena del
templo idólatra, el «profeta anciano» creyó en la autenticidad y autoridad del mensaje llevado a
Betel. Cada paso de este relato hacía más profunda su convicción, hasta que al final se convirtió,
por así decirlo, en el hecho fundamental de su vida religiosa, lo cual debió determinar toda su
conducta posterior. Podría ser que este «Navi anciano» era uno de los frutos de las «Escuelas de
Profetas» –puesto que parece que el orden profético había experimentado un avivamiento
generalizado al final del reino de Salomón. Al establecerse en Betel (como Lot en Sodoma), pudo
haber entrado en un estado de tolerancia del mal de manera gradual –según parece que se puede
deducir del hecho que sus hijos asistieran al templo idólatra– sin dejar, a pesar de ello, su
carácter, tal vez su oficio, como «profeta», sobre todo si consideramos que el servicio a Jehová
supuestamente no debía ser abolido, sino simplemente alterado en su forma, por la adopción del
símbolo de los becerros de oro. En este caso se entenderían fácilmente su inmediato
reconocimiento del «hombre de Dios», y su profunda convicción; su honrado deseo de llamar y
tener comunión con un mensajero de Dios directo parece natural; e incluso explica su falsedad sin
escrúpulos.
Estas consideraciones nos ayudarán a mostrar que había una diferencia básica entre él y «el
hombre de Dios», y que el castigo que cayó sobre éste no tiene relación posible con la aparente
impunidad del «profeta anciano». El terrible juicio debe ser considerado desde dos puntos de vista
diferentes: como si fuera, de manera absoluta –desde el cielo hacia abajo; y de manera relativa a
la persona sobre la cual cayó –desde la tierra hacia el cielo. El análisis más superficial mostrará
que, por la naturaleza del caso, la autoridad de Dios debía ser vindicada, y ello a través de un
juicio patente y terrible, si no se deseaba anular el objetivo y el significado del mensaje enviado
por Él. Cuando «el hombre de Dios» proclamó públicamente en el templo las condiciones
prescritas por Dios, él mismo pronunció su propia sentencia en caso de desobediencia. Además, la
idea principal subyacente al uso divino de tales mensajeros era la de su ejecución absoluta e
inflexible de las condiciones de su comisión. Esta condición indispensable del oficio profético
debía ser vindicado todavía más en Betel, como también al estar al inicio de un período marcado
por una sucesión de profetas en Israel, quienes, en ausencia de unos servicios ordenados por Dios,
eran responsables de mantener vivo el conocimiento de Jehová, y, con sus advertencias y
enseñanazas, evitar, si era posible, la catástrofe del juicio nacional que debía caer sobre el Israel
apóstata.
En cuanto al «hombre de Dios» mismo, ya hemos visto su creciente insensibilidad espiritual
como consecuencia de su infidelidad inicial. Pero dejando este aspecto, seguramente nunca debió
existir en su mente ninguna duda seria sobre su deber. De acuerdo con su testimonio, había
recibido una orden explícita e inequívoca de Dios, que es repetida por la Escritura varias veces
para mayor énfasis; y su conducta se debía haber regido por el sencillo principio de que un deber
obvio y conocido nunca puede ser suplantado por otro deber aparente. Además, ¿qué pruebas tenía
de que un ángel hubiese hablado verdaderamente con el «profeta» anciano, o que su tentador
fuese un verdadero profeta, o si estaba actuando en el espíritu profético? Todos estos puntos son
tan evidentes, que la conducta del «hombre de Dios» nos parecería casi increíble, si no
recordáramos cuán a menudo en nuestra vida diaria nos vemos tentados a alejarnos de las
sencillas exigencias de derecho y deber por una llamada falsa contra las mismas. En todas las
cuestiones morales y espirituales siempre resulta muy peligroso razonar: la obediencia sencilla y
no la discusión es el único camino seguro (comp. Gá. 1:8). Un deber nunca puede estar en
oposición con otro –y el mandamiento claro y bien conocido de Dios debe hacer callar todas las
cuestiones colaterales.
Si se considera la conducta del «hombre de Dios» como una caída y un pecado, todo se ve
claro. Había anunciado su deber públicamente, y lo había infringido públicamente; y su castigo
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fue, a través de circunstancias notables, pero no milagrosas, también conocido públicamente. A
través de todo este relato, se da una especie de notable contrapeso a las circunstancias de su
pecado y su castigo, como también a la vindicación de la autoridad de Dios. Pese a ello, el efecto
moral del mensaje de Dios se vio en apariencia debilitado por el pecado de su mensajero. Así de
terribles son en sus consecuencias nuestros pecados, aunque se castiguen públicamente. Porque
resulta casi imposible creer que, de no haber sido así, Jeroboam hubiese continuado
ininterrumpidamente, «después de esto», por su anterior curso de desafío de la autoridad de Dios.
Pero aquí el relato también pasa de Israel a su rey malvado, y en un relato de profundo
sentimiento nos muestra al mismo tiempo el castigo de su pecado, y la maravillosa ternura de los
tratos de Dios para con los que, en medio de las mayores tentaciones, han guardado sus corazones
fieles a él, y son guardados por Su misericordia del mal que ha de venir. Y es muy consolador
saber que Dios tiene y guarda a los suyos –aunque estén en la familia de Jeroboam, y que la
verdadera piedad halla su reconocimiento respetuoso, aun entre un pueblo tan hundido como
Israel entonces.
Si fuera necesario demostrar cómo la infelicidad y el pecado andan juntos de la mano, la
historia que vamos a contar a continuación aportaría amplias pruebas de ello. La razón principal
para su inserción en el relato bíblico es evidentemente el hecho que permitía anunciar el castigo
divino sobre la raza de Jeroboam, por haber traspasado la condición fundamental sobre la cual
reposaba la posibilidad de la nueva dinastía (1 R. XI. 38). Al mismo tiempo, también parece
derramar una importante luz colateral sobre la transacción entre el profeta Ajías y Jeroboam,
cuando el primero le anunció por primera vez su futuro ascenso al reino (1 R. 11:29–39). Keil
traduce 1 Reyes 14:7: «Así dice Jehová, el Dios de Israel: así, puesto que te has elevado a ti
mismo de entre el pueblo, y te he dado como gobernador sobre mi pueblo Israel». Si ésta es la
traducción correcta, se implicaría que su ascenso, o su liderazgo en Israel, fue en primer lugar un
hecho enteramente realizado por Jeroboam, y que habiéndose elevado a sí mismo y tomado el
liderazgo, Dios después le dio el gobierno al que él aspiraba, dejando para una prueba futura la
idoneidad de su raza para el reino.
Pero, además del significado más elevado, este relato también tiene un profundo interés
humano. Nos da una visión de la vida de familia del rey malvado, mientras, al ser despojado de la
corona y la púrpura, y habiendo dejado las cosas del estado y la falsedad religiosa, se tambalea
bajo un doloroso golpe. Por una vez vemos al hombre, no al rey, y, como todo hombre se ve más
real, cuando sufre en su corazón con un dolor que ningún poder terrenal puede apartar. Desde
Siquem la residencia real había sido trasladada a la antigua ciudad cananea (Jos. 12:24) Tirsa, la
hermosa (Cnt. 6:4), dos horas al norte de Samaria, en medio de colinas cultivadas de fruta y
olivos, subiendo por un plano elevado, con una vista gloriosa sobre las colinas y los valles de la
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rica Samaria. Parece ser que el palacio real estaba a la entrada de la ciudad (comp. 1 R. 14:17
con v. 12). Pero dentro de sus departamentos estatales reinaba el silencio y el dolor. Abías, el hijo
de Jeroboam, y aparentemente el supuesto sucesor a su trono, estaba enfermo. Parece la última
relación de Jeroboam con su antiguo yo mejor. El nombre del niño –Abías, «Jehová es mi padre»
o «mi deseo»– lo indica, incluso si no fuese por la nota conmovedora, que en él se «halló algo
bueno para con Jehová, el Dios de Israel, en la casa de Jeroboam» (v. 13). Podemos imaginar
cómo debió brotar esta «buena cosa»; pero conservarlo y hacerlo crecer en un ambiente como
aquél, sin duda requería el cuidado lleno de gracia del Buen Agricultor. Era el único lugar verde
de la vida y la casa de Jeroboam; el único germen de esperanza. Y como su padre le amaba de
verdad, también todo Israel había puesto sus esperanzas en él. La vida interior de este niño –sus
luchas y sus victorias– está cubierta por el velo del silencio de las Escrituras; y esto es lo mejor.
Pero ahora su pulso latía rápida y débilmente, y aquella vida de amor y esperanza parecía estar
decayendo rápidamente. No había nadie con el padre en aquellas horas de oscuridad –ni
consejero, cortesano, profeta, ni sacerdote– excepto la madre del niño. Mientras los dos velaban
tristemente, incapacitados y sin esperanza, el pasado, al cual este niño unía a Jeroboam, debió
volverle a la memoria. En él había un suceso que se destacaba de manera especial: se trataba de
su primer encuentro con Ajías el silonita. Aquél era un profeta de verdad –atrevido, inflexible en
todo. Con el impulso de la desesperación que sobrecoge a los hombres en su agonía, cuando todas
las decepciones de una vida mal vivida desaparece, volvió al inicio de su vida, tan llena de
esperanza y felices posibilidades, antes de que la ambición le llevara por el camino del sacrificio
imprudente de todo lo que había sido lo más amado y santo; antes de que la posesión ilimitada
hubo deslumbrado sus ojos y el sonido de la adulación hubiese ensordecido sus oídos. Como se
levantara antiguamente delante de Saúl durante la vigilia de la batalla fatal, cuando Dios y el
hombre también permanecieron en silencio para él, la figura de Samuel –a nuestro parecer quien
menos deseaba encontrar en ese momento– así ahora apareció Ajías delante de Jeroboam. ¿Debió
desear poder borrar todo lo que había sucedido, y estar delante del profeta como en el día cuando
lo encontró por primera vez, cuando tenía pensamientos grandes, pero todavía no impuros?,
¿Tenía alguna esperanza en aquel que le había anunciado por primera vez su reino?, O ¿sólo
deseaba saber en plena desesperación qué iba a suceder al niño, aunque debiera enterarse de lo
peor? Sea como fuere, debía recibir una palabra de Ajías, independientemente de lo que fuese.
«El establecimiento de becerros de oro como símbolo de Jehová implicó importantes cambios. Se construyó una «casa de
Bamoth», o templo para los altares de lugares altos, probablemente con las viviendas de los sacerdotes adosadas al
mismo. El sacerdocio levítico fue expulsado, ya sea porque se consideraba que estaba relacionado inseparablemente del
antiguo culto, o porque no estaba dispuesto a adaptarse al nuevo orden de cosas, y se nombró un nuevo sacerdocio, sin
estar confinado a una tribu o familia concreta, sino tomado de forma indiscriminada de entre todas las clases del pueblo,
actuando el rey aparentemente de un modo claramente pagano como pontífice principal (1 R. 12:32, 33)»
En todo el antiguo Oriente Próximo era común el culto de los toros. Adorado por su virilidad y fuerza, a este animal se le veía
a menudo como una representación material de un dios. El toro estaba directamente relacionado con la adoración cananea a
Baal y lo encontramos en diversos episodios de la historia de Israel. Este toro de bronce encontrado en un recinto sagrado
israelita en Samaria, data de la primera edad del bronce. (Museo de Israel)
En aquella hora no tenía ningún amigo ni nadie para ayudarle excepto la madre de su hijo.
Debía ir, en su amor, al anciano profeta de Silo. Pero ¿cómo podía atreverse ella, la esposa de
Jeroboam, a presentarse allí? Ni siquiera el pueblo debía saber cual era su misión ni adónde iba. Y
así tuvo que disfrazarse de mujer pobre, llevando con ella un regalo para el profeta, como era la
costumbre, pero un regalo que sólo los más pobres de la tierra podían ofrecer. Mientras sola y en
su humilde disfraz la mujer de Jeroboam va a cumplir su dura misión, a través de las colinas de
Samaria, más allá de la Siquem real, otro ya había llevado su mensaje a Silo. La mujer no
necesitaba disfrazarse, en cuanto a Ajías se refiere, porque la edad había oscurecido sus ojos. Pero
Jehová había hablado con su anciano siervo, y le había dado instrucciones sobre el asunto. Y al oír
el sonido de sus pies entrando por la puerta, supo quién era su visitante no visto, y se dirigió a ella
no como reina sino como la esposa de Jeroboam. Severas y terribles eran las palabras que le
habían sido comunicadas para que las dijera a ella; y con la fidelidad implacable y la verdad
inflexible se lo dijo, aunque su corazón debió estar sangrando en su interior mientras repetía lo
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que él mismo había llamado «noticias duras». Tanto más profundamente debió haberlo sentido
el anciano profeta, cuanto había sido él mismo quien anunciara a Jeroboam su ascenso futuro.
Atañían a Jeroboam, pero también tocaban las cuerdas del corazón de la esposa y de la madre, y
32
sin duda las rompieron todas al entrar en su corazón. Primero: un recital inflexible del pasado, y
una representación severamente cierta del presente –todo resplandor, brillo, engaño propio fueron
expulsados, hasta que la realidad desnuda se hallaba ante ella. Sólo dos personas aparecen en este
cuadro, Jehová y Jeroboam –todo lo demás queda en el más alejado fondo. Es suficiente; y ahora
una vez ante la vista completa de estas dos personas, la esposa, la madre debe oírlo todo, aunque
sus oídos se estremecían y sus rodillas temblaban. No sólo este niño, sino todos los hijos, sí, todo
33
descendiente, hasta el más humilde, ya fuera niño o adulto serían eliminados: «Y barreré la casa
34
de Jeroboam, como se barre la suciedad hasta que ya no está» (1 R. 14:10).
Y no sólo esto, sino también un juicio terrible; los cuerpos de sus hijos yacerían como carroña
en la calle y en el campo, su carne rasgada y comida por los perros salvajes e impuros, o
arrancada de sus miembros por aves de rapiña que revolotean a su alrededor con un graznido
35
ronco. Hasta aquí para Jeroboam. Y ahora, en cuanto al niño que yacía enfermo en el palacio de
Tirsa –estará en el cuidado de Dios, apartado del mal que tiene que llegar. Cuando los pies de la
mujer tocaran el umbral de su casa maldecida, el niño moriría. Por así decirlo, estas graves
noticias no entrarán donde él está durmiendo; sus terrores no ensombrecerán su cama. Antes de
que lleguen a él, él estará más allá de su sombra y en la luz. Pero alrededor de la única tumba
honrada, todos los habitantes de Israel serán los que hagan duelo, y Dios mismo desea poner esta
marca de honor sobre Su hijo en la que ahora es una familia maldecida. Finalmente, en cuanto al
Israel apóstata, otro rey sería levantado para ejecutar el juicio de Dios –sí, todo esto no sólo en el
futuro impreciso, sino que la escena parece apresurarse, y el profeta la ve claramente en el
36
presente. Israel sacudida como una caña en el agua por el viento y las olas; Israel arrancado de
su tierra –echado fuera y esparcido entre paganos más allá del río, y entregado para ser pisoteado
bajo los pies. Éste es el final de los pecados de Jeroboam y su pueblo; ésta es la consecuencia, en
37
la clara figura de la Escritura, de echar a Jehová «detrás de la espalda».
No sabemos nada más del curso posterior de esta historia. La reina y madre volvió, abatida, a
su casa; y sucedió tal como le dijera el profeta de parte de Jehová. Y este cumplimiento literal
sería para ella y para siempre la terrible prueba de lo que todavía tenía que llegar.
Tampoco hallamos nada más sobre Jeroboam. Parece como si la Santa Escritura no tuviese
nada más que decir de él –ni siquiera en relación con su guerra posterior y desastrosa con el hijo
de Roboam (2 Cr. 13:2–20). Esto se dice en cuanto al reinado del segundo rey de Judá. De
Jeroboam solamente leemos que «reinó veintidós años», que «durmió con sus padres», y que
38
«Nadab su hijo reinó en su lugar».
Capítulo 12
(1 Reyes 15:1–15; 2 Crónicas 13–15)
Abías y Asa (2° y 3°) reyes de Israel
Jeroboam no solo vivió más que Roboam, sino que presenció el ascenso de otros dos reyes en
1
Judá, Abías y Asa. El reinado de Abías fue muy breve. Tanto 1 Reyes 15:2 como 2 Crónicas 13:2
dicen que duró tres años –expresión que se debe entender de acuerdo con el canon de los rabís,
que el comienzo de un año en el reinado de un rey debe contarse como un año entero. Así, como
Abías subió al trono en el decimoctavo año del reino de Jeroboam (1 R. 15:1), y Asa en el
vigésimo (v. 9), se desprende que en realidad solo reinó algo más de dos años. Sobre Abías se
observan dos cosas en especial: su relación para con Jehová (1 R. 15:3–5), y su relación con el
reino de Jeroboam (2 Cr. 13:2–20).
Empezando con el primero, se afirma que «anduvo en todos los pecados de su padre», y que
«su corazón no fue perfecto para con Jehová su Dios». Estas dos afirmaciones no se explican la
una a la otra, sino que se complementan. Sabemos que Roboam no había abolido el servicio de
Jehová (ver, por ejemplo, 1 R. 14:28), sino que, a su lado, se había tolerado o más bien animado
un culto espurio, que, a los ojos de la Santa Escritura, era igual a la idolatría. En este asunto
Roboam no sólo había seguido el ejemplo de su padre Salomón, en sus últimos años, sino que
aumentó gravemente el mal que entonces había empezado. Al reinado de Abías se aplica un
comentario parecido, en comparación con el de Roboam. Que la idolatría del reinado de Roboam
había crecido en una naturaleza peor y en su práctica más generalizada bajo el reinado de Abías,
se ve en las anotaciones de la reforma instituida por su sucesor, Asa. La circunstancia anterior es
implicada por los términos con los cuales se describe la idolatría de aquel período (2 Cr. 14:3, 5),
2
y por el hecho que «la reina madre» (Maacá, madre de Abías y abuela de Asa), quien bajo Abías
ostentaba el rango oficial de Gevirah, «Reina» (la moderna Sultana Valide), había hecho y
3
establecido «un horror para Aserá» –una representación de madera horrible, igualmente vil e
idólatra. De nuevo, el hecho de que la idolatría se había extendido más y su brazo era más fuerte,
lo inferimos por que, a pesar del ejemplo, las advertencias y los esfuerzos de Asa (2 Cr. 14:4, 5),
«los lugares altos no cesaron» (1 R. 15:14). Este declive espiritual progresivo bajo los reinados de
Salomón, Roboam y Abías era tan notable que hubiesen merecido la eliminación de la familia de
David del trono, de no haber sido por la fidelidad de Dios a sus promesas del pacto (1 R. 15:4, 5).
Pero, aunque tal era el estado de la religión, Abías no sólo hizo una profesión del culto de Jehová
en alta voz, sino que incluso llevó ofrendas votivas al templo, posiblemente de parte del botín
tomado en la guerra (1 R. 15:15; comp. 2 Cr. 13:16–19).
En cuanto a las relaciones de Judá con el reino vecino de Israel, se puede decir que el estado
crónico de guerra que había existido durante el tiempo de Roboam ahora se cambió por uno de
hostilidades abiertas. Se pueden aducir dos razones de este hecho. Abías era un gobernante mucho
más vigoroso que su padre, y el poder de Egipto, en el que Jeroboam confiaba para su ayuda,
parece ser que había disminuido ya en esa época. Esto lo entendemos, no sólo por la falta de
interferencia de Egipto en la guerra entre Abías y Jeroboam, sino porque, cuando Egipto intentaba
recuperar su dominio perdido, fue bajo el gobierno de Zéraj etíope (probablemente Osorkon II),
quien no era hijo del monarca anterior, sino yerno (2 Cr. 14:9); y bien conocemos el final del gran
e indisciplinado ejército dirigido por Zéraj.
Las palabras del relato sagrado (2 Cr. 13:2, 3) implican que la guerra entre Judá e Israel fue
iniciada por Abías. A ambos lados se creó una leva de los hombres capacitados para llevar armas,
aunque, en cuanto a las fuerzas numéricas de los dos ejércitos se refiere, la respuesta no parece
4
haber sido tan generalizada en Judá como en Israel. Pero tal vez la aparente discrepancia se
explique por la necesidad de dejar estaciones militares fuertes en el sur para vigilar la frontera
egipcia (comp. 2 Cr. 14:9). Los dos ejércitos se encontraron en la frontera de los dos reinos,
aunque, por lo que parece, en el territorio de Israel. Acamparon bastante cerca, separados solo por
5
el monte Zemaraim, un monte al este de Betel y a cierta distancia al norte de Jericó, que forma
parte de la cadena conocida como «Monte Efraín», que iba desde la llanura de Esdralón hacia el
sur.
«Las palabras del relato sagrado (2 Cr. 13:2, 3) implican que la guerra entre Judá e Israel fue iniciada por Abías. A
ambos lados se creó una leva de los hombres capacitados para llevar armas, aunque, en cuanto a las fuerzas numéricas de
los dos ejércitos se refiere, la respuesta no parece haber sido tan generalizada en Judá como en Israel. Pero tal vez la
aparente discrepancia se explique por la necesidad de dejar estaciones militares fuertes en el sur para vigilar la frontera
egipcia (comp. 2 Cr. 14:9). Los dos ejércitos se encontraron en la frontera de los dos reinos, aunque, por lo que parece, en
el territorio de Israel.»
Estos arqueros proceden de un relieve de Nínive nos pueden ilustrar la forma y naturaleza de esa batalla. (Museo Británico)
Desde este monte Abías se dirigió al ejército de Israel justo antes de que empezara la batalla,
con la esperanza de ganar su sumisión voluntaria, o por lo menos debilitar su resistencia.
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Ignorando todo lo dicho contra él mismo, Abías intentó impresionar a sus adversarios con el
7
argumento que la razón estaba totalmente de su parte. Con palabras llenas de ironía les presentó
sus debilidades, como el resultado necesario de su apostasía de Jehová, el Dios de sus padres, y de
su adopción de un culto que ni estaba de acuerdo con su antigua fe ni era respetable ante los
hombres. Finalmente, protestó con voz fuerte que, puesto que Judá había ido a la guerra bajo la
guía de Jehová y en el modo por él determinado, Israel en realidad estaba luchando contra Jehová,
el Dios de sus padres, y no podía esperar el éxito. Por vacía que fuera esta profesión de parte de
Abías, por lo menos provocó el verdadero grito de guerra de Israel. Encontró un eco en los
corazones de sus seguidores. En vano Jeroboam, por medio de un movimiento ejecutado con
inteligencia, atacó a Judá por delante y por detrás. El terror, al verse rodeados, simplemente llevó
al pueblo a clamar a Jehová (2 Cr. 13:14), y Él fue fiel a Su promesa (Nm. 10:9). El grito de los
combatientes se mezcló con el sonido de las trompetas de los sacerdotes, mientras Judá se
precipitaba al ataque. Israel emprendió una huida desordenada y a continuación empezó una
terrible carnicería. Los fugitivos fueron perseguidos por el ejército de Judá, y Abías recobró de
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Israel las ciudades fronterizas, con las regiones que las rodeaban.
Durante los primeros diez años del reino de Asa la tierra reposó (2 Cr. 14:1). Aunque
reconozcamos devotamente te la bondad de Dios en esto, es fácil comprender las circunstancias
externas por las que sucedió esto. La debilidad temporal de Egipto, la derrota de Jeroboam y una
alianza que Abías parece haber realizado con Siria (2 Cr. 16:3), así como la rápida sucesión de
dinastías en Israel posteriormente, lo explican de forma suficiente. Porque, durante su largo
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reinado de cuarenta y un años, Asa vio subir al trono de Israel a más de siete reyes. La primera
obra que Asa realizó fue una completa reforma religiosa; la siguiente, el refuerzo de las defensas
del país. Por ello, el estado temporal de seguridad de aquel tiempo ofrecía una feliz oportunidad
–«la tierra» estaba «todavía delante de ellos»– abierta y libre de tal enemigo, aunque no era difícil
prever que esa situación no iba a durar por mucho tiempo. Y, mientras que el rey y el pueblo
reconocían que ese tiempo de reposo les había sido concedido por Jehová, también sus
12
preparativos contra ataques futuros se realizaron en dependencia de él. El período de la prueba
llegó muy pronto.
Victoria de Sefata
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A unas dos millas al norte de Maresa corre un hermoso valle entre los montes. Es el valle de
Sefata, donde el ejército de relevo de Asa, que venía del nordeste, tomó entonces su posición.
Aquí tuvo lugar una batalla decisiva, que acabó en una derrota completa de los egipcios. Se ha
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observado correctamente que ésta es la única ocasión en que los ejércitos de Judá se atrevieron a
enfrentarse, y con éxito, con Egipto o Babilonia en el campo abierto (sin estar detrás de alguna
fortificación). En la otra única ocasión en la que se libró una batalla abierta (2 Cr. 25:20–24),
acabó con la significativa derrota de Judá. Pero esta es sólo una de las circunstancias que hicieron
notable la victoria de Asa. A pesar de que el campo de batalla (un valle) debió ser poco favorable
para dominar una masa tan enorme de soldados y para usar sus carros de combate, las huestes de
Egipto debieron ser casi el doble que las de Asa, y debieron tener batallones bien disciplinados y
con una larga formación. Pero, por otro lado, nunca antes se había librado una batalla del mismo
modo; nunca había existido una negación más clara de las cosas que se ven y una afirmación de
las cosas que no se ven –que constituyen la esencia de la fe– ni tampoco una aplicación más
verdadera de la misma que en la oración de Asa antes de la batalla: «¿No está en ti ayudar entre
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los muchos (los poderosos) en relación con la falta de fuerza (con referencia a los débiles)?
Ayúdanos Jehová nuestro Dios, porque en ti confiamos; y en tu nombre hemos venido (venimos)
sobre esta multitud. Oh Jehová, tú eres nuestro Dios (el Dios de poder, Elohim): ¡Que el hombre
no retenga fuerza a tu lado (tenga poder delante de ti)!».
Una llamada como ésta no podía ser en vano. Con las palabras significativas de la Santa
Escritura, fue «Jehová» quien «golpeó» a los etíopes, y «Asa y el pueblo que estaba con él» sólo
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«les persiguieron». Hasta Gerar, a tres horas al sudeste de la ciudad fronteriza de Gaza, llegó la
persecución en medio de innumerables muertos, y la espada destructora de Jehová seguía delante
de su ejército (2 Cr. 14:13), y su temor cayó sobre todas las ciudades vecinas. Despojar a las
ciudades hostiles de los filisteos y llevarse mucho botín fueron una sola secuencia. Desde
entonces Egipto dejó de ser una fuente de terror o de peligro, y pasaron 330 años enteros antes de
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que su ejército se formara de nuevo contra Judá.
La ocasión era demasiado favorable como para no mejorar. Asa había entrado en el camino de
hacer el bien, y el Señor, a quien él y su pueblo habían clamado, había demostrado ser un Dios
fiel y oidor de sus oraciones. Si la reforma religiosa que había empezado tan felizmente y el
avivamiento religioso que había aparecido hubiesen producido un regreso completo al Señor, el
mal que había existido en el pasado lejano y próximo y que amenazaba el futuro, aún podía
evitarse. El día después de la gran victoria concedida por Dios parecía el momento más adecuado
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para exhortar a Judá en este sentido. En consecuencia, Azarías, hijo de Oded, recibió la misión
de parte de Dios de recibir al ejército victorioso de Asa, y hacer dichas consideraciones delante
del pueblo. «El Espíritu de Elohim» estaba sobre él, y lo que dijo no sólo se refería al pasado y al
presente, sino también al futuro. Así su mensaje queda descrito correctamente como «palabras» y
como «profecía» (2 Cr. 15:8). Si se examina con cuidado, se observa tanto un discurso como una
profecía. Porque sería un error suponer que el cuadro que Azarías dibujó del pecado de Israel y su
consecuencia en los vv. 3, 5, 6 era el del lejano pasado en el tiempo de los jueces, el declive
religioso bajo Jeroboam y Abías, o incluso su apostasía futura y su castigo. Todos estos detalles
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estaban incluidos en lo que el profeta presentó al pueblo. Y no solo esto, sino que sus palabras se
extendían más allá de Judá, y se aplicaban a todo Israel, como si todo el pueblo fuese considerado
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unificado, e idealmente uno en su relación con el Señor. Así, pues, merece mención especial el
hecho de que ni en el versículo 3 ni en el 5 se usa ningún verbo, como si indicara la aplicación
general de la «profecía». Pero su aplicación presente, refiriéndose tanto al pecado de Judá y a su
arrepentimiento, como al juicio y la misericordia de Dios, era un llamamiento ferviente al
cumplimiento de la buena obra que ya había empezado (v. 7).
Y el rey y el pueblo escucharon la voz de Dios a través de su profeta. De nuevo y con más
energía que antes, se puso en marcha la reforma religiosa. Se eliminaron las «abominaciones» de
los ídolos, no sólo de Judá y Benjamín, sino también de las ciudades conquistadas en el norte, y el
gran altar del holocausto del templo fue restaurado. El fervor de este movimiento atrajo a los
laicos piadosos de las tribus vecinas, e incluso dirigió los pasos de los de Simeón (en el lejano
sur) quienes, aparentemente, habían simpatizado con el reino del norte hasta entonces, pues
compartían su idolatría (comp. Am. 4:4; V. 5; 8:14), para que se unieran a las filas de Judá.
Capítulo 13
(1 Reyes 15:16–16:28; 2 Crónicas 16)
Asa (3°) rey de Judá
Nadab, Baasa, Elá, Zimri, Tibni y Omri (2°, 3°, 4°, 5°, 6° y 7°) reyes de Israel
Mientras esto sucedía en Judá, el juicio que el Señor había pronunciado, por medio de Ajías,
contra Jeroboam y su casa, se estaba preparando rápidamente. Después de un reinado de dos años,
aparentemente sin incidentes, Nadab, hijo y sucesor de Jeroboam, fue asesinado durante el sitio
de Gibetón (la Gabatha y Gabothane de Josefo). Esta ciudad fronteriza, al borde de la llanura de
Esdralón (a no muchos kilómetros al sudoeste de Nazaret, y originalmente en la posesión de Dan,
Josué 19:44), debió tener una gran importancia como defensa contra incursiones desde el oeste –a
juzgar por el hecho que no sólo Nadab, sino también sus sucesores intentaron, en vano,
arrebatársela a los filisteos (comp. 1 R. 16:15).
Ben-Hadad estaba perfectamente dispuesto a escuchar las propuestas de Asa. Nunca podía
haber sido su política real fortalecer el estado vecino de Israel y debilitar el de Judá. Al recibir el
rico soborno, que hacía de Judá virtualmente un tributario suyo, rompió sus relaciones con Baasa,
e inmediatamente invadió Israel, entrando en el territorio del norte, penetrando hasta la región de
Cinerot (Jos. 11:2; 12:3; 19:35) –que dio el nombre al lago de Genesaret– y ocupando Neftalí.
Este peligro amenazador en el norte de sus dominios obligó a Baasa a abandonar rápido Ramá.
Ahora Asa convocó a todo Judá. Los materiales acumulados para la fortaleza de Ramá fueron
sacados, y se usaron para construir dos nuevos fuertes: Geba («el alto») y Mizpa («la
perspectiva») (comp. 18:24, 26; también Jer. 41:5–9). Estas dos ciudades estaban en el territorio
de Benjamín, a unos cinco kilómetros al norte de Ramá, en posiciones muy fuertes, y controlaban
los dos caminos a Jerusalén.
Pero con la retirada de Baasa de Ramá, no se acabaron los problemas de Asa; más bien
acababan de empezar. Cuando estaba solo y sin ayuda había salido al encuentro de las huestes de
Egipto, en el poder de Jehová, y había encontrado un éxito significativo; le siguió la paz y la
prosperidad; y el profeta de Dios le fue enviado de manera especial para recibir al ejército que
regresaba con noticias buenas y animadoras. Ahora todo era diferente. Hanani, el profeta, recibió
instrucciones de ir al encuentro de Asa con un mensaje de reproche y juicio; en vez de paz, como
antes, en adelante habría una guerra continua (2 Cr. 16:9); y la alianza con Siria no sería para
honor ni para provecho. Por otro lado, si se hubieran cumplido sus temores, y los ejércitos
conjuntos de Israel y Siria invadieran Judá, si, en lugar de comprar la alianza de Ben-Hadad,
hubiese continuado hacia adelante en el nombre del Señor, la victoria como la que obtuvo contra
los etíopes hubiese sido suya de nuevo (2 Cr. 16:7). Es decir, Asa había escogido una política
mundana y ahora debía atenerse a sus modos de actuar. Ya no estaría Jehová en formación contra
el poder del hombre, sino que la oposición sería simplemente sobre la base del ingenio y la
fuerza, como entre el hombre y el hombre (2 Cr. 16:9).
Hanani había hablado, como todos los profetas de Jehová, sin miedo, fielmente y solo con la
verdad. Fue posiblemente la convicción de este hecho lo que, en un estado sin humillación del rey,
alimentara su ira contra el «vidente». Una vez más Asa podía pensar que no se trataba de una
rebelión contra Dios, sino una simple precaución contra la desunión y la insatisfacción entre sus
propios súbditos, amenazando con malograr sus cálculos y combinaciones políticas, para usar
medidas de severidad contra el profeta de quien se hubiera apartado en una época anterior de su
reinado. Tanto más necesarias podían parecer, cuanto la persona indeseada que le amonestaba
evidentemente dominaba los corazones de una parte influyente de la comunidad. Pero era un
procedimiento desconocido, que felizmente sólo encontró imitadores en los peores tiempos de
Israel (1 R. 22:26–29; Jer. 20:2; 29:26; Hch. 16:24), el hecho poner al profeta del Señor «en la
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casa del cepo» por su fidelidad, y por medio de una serie de persecuciones para oprimir y, si era
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necesario, aplastar a sus simpatizantes.
Declive religioso de Asa
Esto tampoco era todo. La tendencia fatal que se había visto en la alianza siria, y todavía más
en las medidas contra Hanani y sus simpatizantes, continuaron y aumentaron con el pasar de los
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años. Dos años antes de su muerte, Asa sufrió una enfermedad en los pies. En esto «tampoco»
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«buscó en Jehová, sino a los médicos». No es necesario explicar la culpabilidad que la Santa
Escritura atribuye a este hecho sobre la base de que estos médicos eran llamados «hombres de
medicina» (como entre los paganos), como tampoco es necesario suponer que usaran métodos
idólatras o incluso supersticiosos. El ejemplo de Ezequías (2 R. 20; 2 Cr. 32:24) muestra de
manera suficiente cómo una persona que confiaba plenamente en el Señor hubiese pensado y
actuado en estas circunstancias. Por otro lado, Asa demostró en este caso la misma falta de
religión práctica que en su alianza con Siria –un estado mental que Bengel describe
acertadamente como ortodoxia teórica con ateísmo práctico. Y –tal como el profeta resumiera
anteriormente lo que Asa consideraba sin duda lo máximo en sabiduría política con su crítica
breve, aunque algo dura: «Te has comportado estúpidamente en esto» (2 Cr. 16:9)– así también se
podía decir de él en este asunto. No había buscado a Jehová, sino que había buscado en los
médicos –y debía atenerse a la ayuda que había buscado. No había confiado en lo sobrenatural,
sino que había recurrido a lo natural: y en el curso natural de su enfermedad, acabó en la muerte.
No estaba mal usar medios como los que se usaran en la sanación milagrosa de Ezequías (2 R.
20:7), o como en el rescate milagroso de los acompañantes de San Pablo en el naufragio (Hch.
27:23, 24, 43, 44). Y, si hay una lección que nos haya impresionado más que otra en el curso de
esta historia, es el uso de medios naturales, en el orden normal y racional de los sucesos, para el
cumplimiento de los propósitos sobrenaturales y anunciados por Dios. Pero el error y el pecado de
Asa consistían en buscar un objetivo, por lícito y deseable que fuera, sin buscar primero a Jehová.
Dicha actitud conllevó su resultado natural. Porque lo que el hombre siembra, eso –el mismo tipo
de grano– segará; tal como trabajamos para obtenerlo (o lo recibimos en nuestras manos), o por lo
contrario, mucho más precisamente por ello, primero oramos: «Danos hoy nuestro pan diario», y
luego recibimos como directamente de su mano el fruto consagrado de nuestro trabajo.
La misma triste coherencia de la vida de Asa se halló en su muerte. Parece ser que se
construyó un mausoleo en la ciudad de David; y allí le pusieron con una pompa casi egipcia sobre
un lecho de especias, y se quemó en su entierro una gran cantidad de caras especias y perfumes,
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ya sea por primera vez en un funeral real, o de acuerdo con una práctica más antigua.
Pero siguiendo el relato de la Santa Escritura, de hecho nos hemos anticipado al curso de esta
historia. Pues, como hemos dicho, Asa no sólo vivió más que Baasa, sino que en total vio ocho
reyes en el trono de Israel. Parece ser que Baasa sobrevivió a su derrota poco más de un año. Le
sucedió su hijo Elá, en el año vigésimosexto del reinado de Asa.
Reinado de Elá
El gobierno de Elá duró solo dos años, o más correctamente, parte de dos años. Baasa había
puesto el ejemplo de las revoluciones militares, en las que el soldado favorito subía al trono
asesinando a su predecesor, y se efectuaba la extirpación de todos los que tuvieran algún derecho
rival a la corona. El precedente era peligroso; y en adelante el trono de Israel fue ocupado por una
serie de aventureros militares, cuya línea no fue más allá de sus sucesores inmediatos. El hijo de
Baasa era un libertino cobarde, que, olvidando incluso el decoro de los príncipes orientales, se
abandonaba a las orgías en las casas de sus favoritos, mientras su ejército estaba luchando delante
de Gibetón.
Cayó víctima de una conspiración de la corte. Sólo conocemos a dos de sus agentes: Arza, el
mayordomo del palacio del rey, en cuya casa Elá se estaba emborrachando, y el asesino y sucesor
del rey, Zimri, que ostentaba el cargo de jefe sobre la mitad de sus «carros», o tal vez su
caballería. El reinado de Zimri duró sólo siete días, pero se vieron manchados con más sangre de
lo normal en dichas ocasiones. Porque Zimri no sólo destruyó a la familia de su predecesor, sino
que mató a todos los «vengadores de sangre» (familiares y parientes), e incluso a «los amigos»
del rey muerto.
Ya sea que, como explica Josefo (Ant. VIII. 12, 4), Zimri había escogido para su rebelión el
momento cuando todos los oficiales principales estaban en el campamento, o bien que Omri
mismo formara parte de la conspiración desde el principio, estaba claro que el ejército no estaba
dispuesto a reconocer al nuevo usurpador. Rápidamente proclamó a Omri como su general, y bajo
su liderato fue a Tirsa. Zimri se mantuvo hasta que la ciudad fue tomada y entonces se retiró a «la
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ciudadela del palacio del rey», la incendió y pereció en medio de sus llamas. Pero Omri no gozó
inmediatamente de la posesión indisputable del trono. Durante cuatro años el pueblo estuvo
dividido entre él y otro candidato a la corona, Tibni, el hijo de Genat. Al final Omri prevaleció, y
«Tibni murió» –en la batalla o, según parece implicar Josefo (Ant. VIII. 12, 5), por orden de su
rival.
Omri ocupó el trono durante un total de doce años (o parte de doce años). Los primeros cuatro
los pasó luchando con Tibni. Durante los dos años siguientes vivió en Tirsa. Después de esto
compró a Semer, por dos talentos de plata (unas 780 £), el monte de Samaria.
Reconstrucción de Samaria
Sobre esta posición de mando construyó la nueva capital de Israel, que, según el texto
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sagrado, llamó Shomeron, como el antiguo propietario del lugar. Pero, por otras razones,
merecía ser llamada «montaña vigía», tal como se puede traducir este nombre. Situada más o
menos en el centro de la tierra, a unos diez km al noroeste de Siquem, ocupaba un monte
dominante, que se elevaba sobre un amplio valle, rodeado por todos los lados por montañas, a
través de las cuales había una sola entrada desde el oeste. Así la sede de la nueva capital, que
también se distinguía por su gran hermosura, era especialmente adecuada tanto para la
observación como para la defensa. El campo a su alrededor era muy rico, y el lugar tenía buenos
suministros de agua. No podía un monarca o un general escoger un lugar más apto. Esto explica la
continua importancia de Samaria a través de todos los diversos avatares del país y su gente. El
pobre pueblo moderno de Sbuatiyeh (la antigua Sebaste), con menos de mil habitantes, que ocupa
la sede de la que fuera una ciudad espléndida, donde Omri, Acab y sus sucesores tuvieron su
corte, contiene unos pocos rasgos de su grandeza antigua. Pero éstos son suficientemente
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notables. La antigua Acrópolis, o templo, palacio y ciudadela, parece haber estado en el lado
oeste del monte, y su sede todavía está determinada por las ruinas de una estupenda columnata de
monolitos. El acceso al castillo debió ser a través de terrazas en ascenso, sin duda cubiertas con
casas y palacios. No queda ningún rasgo de ello. Sólo en la parte más alta –desde donde se veía al
oeste el Mediterráneo, y al este, a través de las montañas, una vista sin rival por su belleza y
fertilidad –unos cuantos pilares rotos y trastocados determinan el lugar del castillo real. Las
dinastías que reinaron allí fueron barridas hace mucho tiempo; el pueblo sobre el cual gobernaron
fue llevado en un cautiverio sobre el cual yace el velo de misterios impenetrables. Solamente la
palabra del Señor se ha mantenido firme e inamovible. De Nadab, Baasa, Elá, Zimri y Omri la
Escritura solo dice una misma cosa: anduvieron en el camino y el pecado de Jeroboam, hijo de
Nebat, «con lo que hizo pecar a Israel, para provocar a Jehová, el Dios de Israel a ira». Y el
mismo juicio cayó sobre cada uno de ellos. Pese a esto, aún tenían que llegar pecados más graves
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y juicios más terrible.
Capítulo 14
(1 R. 16:29–33; 22:41–44; 2 Cr. 17; 18:1, 2)
Omri fue sucedido en el trono de Israel por su hijo Acab, en el trigesimoctavo año del reinado
de Asa, rey de Judá.
Acab rey
Con el ascenso de Acab se puede decir que empezó un nuevo período de la historia de Israel,
tanto desde el punto de vista político como religioso. En cuanto al primero, Omri ya había
preparado el camino para un progreso más terrible de la apostasía en Israel. Usando las palabras
de la Santa Escritura (1 R. 16:25), «hizo peor que todos los que habían sido antes que él». Fueran
cuales fueran los «estatutos» o ordenanzas que introdujo en este sentido, marcaron una época en
la historia del declive religioso de Israel (Mi. 6:16). Pero Acab superó con creces la maldad de su
padre, primero al establecer relación matrimonial con la vil dinastía de Etbaal, luego al hacer del
culto de Baal la religión establecida de Israel, con toda la vileza y la persecución que esto
implicaba. En estas circunstancias, sin duda, podemos esperar la intervención de Jehová. Porque
con un rey y una reina así y con un pueblo, no sólo desprovisto de los servicios del templo y del
sacerdocio levítico, sino entre los cuales los infames ritos de Baal y Astarté se habían convertido
en el culto establecido, los medios normales hubiesen sido en vano.
Una vez tras otra los mensajeros enviados por Dios habían pronunciado Su palabra y
anunciado Sus juicios, sin producir ni siquiera un mínimo efecto. Se necesitaba algo más, para
poner en jaque de manera efectiva al culto de Baal. En consecuencia, este período de la historia de
Israel también se ve marcado por una gran extensión del orden y la misión proféticas. Estaba en
sus manos mantener vivo en la tierra el conocimiento de Jehová y también enfrentarse con la
evidente y atrevida idolatría del rey y del pueblo con una manifestación de poder que no pudiese
ser resistido ni refutar. De ahí la frecuencia sin comparación de milagros, mayormente diseñados
para demostrar la vanidad de los ídolos contra el poder del Dios viviente, la realidad de la misión
de los profetas y de la autoridad que el Señor había delegado en sus mensajeros. Sólo así se podía
producir algún efecto. Fue un período extraordinario –y Dios realizó una actuación extraordinaria.
Ya hemos indicado que, en general, considerando las naciones y esperanzas de las épocas, los
milagros se desarrollaron, por así decirlo, como la manera ordinaria de Dios para enseñar a los
hombres de aquella época. Esto es en especial cierto en el período que estamos considerando. De
ahí la acumulación poco frecuente de lo milagroso –y ello sobre todo en un aspecto de poder–
como lo presentaron Elías y Eliseo, lejos de parecer extraña o injustificable, resulta
especialmente necesaria.
Desde el punto de vista político, éste fue un período de gran cambio. Porque, mientras que
hasta entonces los dos reinos de Israel y Judá habían estado en constante guerra, ahora se formó
una alianza entre ellos. Al principio, efectivamente, parecía distinto. Cuando Acab subió al trono
de Israel durante la vida de Asa, las relaciones entre los dos reinos continuaron como antes. Y
cuando, en el cuarto año del reinado del rey Acab, Josafat sucedió a su padre Asa (1 R. 22:41),
parecía que la alianza entre los dos países hermanos estaba más remota que nunca.
Josafat empezó su reinado fortaleciendo las defensas de su país contra Israel (2 Cr. 17:1, 2).
Sus medidas religiosas iban en la dirección opuesta a las de Acab. Él personalmente era piadoso
con fervor y se afirma que anduvo «no de acuerdo con las actuaciones de Israel». Por otro lado,
Acab estableció, probablemente en el comienzo de su reinado, una alianza con la dinastía más
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malvada en poder en aquel tiempo, al casarse con Jezabel, hija de Etbaal (o Itobalus, «Baal está
con él»). Josefo nos ha conservado la historia de esta familia real (contra Ap. 1:18). Parece ser
que Etbaal era originariamente el sumo sacerdote del gran templo de Astarté en Tiro; que asesinó
a su rey, y usurpó el trono, que ocupó durante cuarenta y dos años; y que su dinastía continuó
hasta por lo menos sesenta y dos años después de su muerte. Estas anotaciones serán suficientes
para explicar la educación recibida por Jezabel. Una mujer inteligente, fuerte, osada y sin
escrúpulos, devota por convicción a la idolatría más baja y repugnante que el mundo jamás haya
conocido, combinando con esto el desprecio de los derechos y las conciencias de los otros, y la
total indiferencia en cuanto a los medios usados, que caracterizan los peores aspectos del
despotismo oriental. Que ella odiaría la religión de Jehová, y se propondría destruirla totalmente
–y también, sin duda, todo lo que no se doblara ante su voluntad imperiosa; que demostraría ser el
enemigo implacable de todo lo piadoso o incluso libre en Israel; y que no se asustaría del
asesinato a gran escala de los que se resistían u oponían a ella, es prácticamente una consecuencia
evidente. No obstante, por extraño que parezca, hay algo grande en esta mujer fuerte, determinada
y atrevida, que se manifiesta tanto más notablemente en su contraste con su esposo. Jezabel era
toda ella una reina –aunque del tipo sacerdote-rey fenicio que había usurpado el trono por medio
del asesinato.
«El hijo de Baasa era un libertino cobarde, que, olvidando incluso el decoro propio de los príncipes orientales, se
abandonaba a las orgías en las casas de sus favoritos, mientras su ejército estaba luchando delante de Gibetón. Cayó
víctima de una conspiración de la corte. Sólo conocemos a dos de sus agentes: Arza, el mayordomo del palacio del rey, en
cuya casa Elá se estaba emborrachando, y el asesino y sucesor del rey, Zimri, que ostentaba el cargo de jefe sobre la
mitad de sus ‘carros’, o tal vez su caballería.»
El caso de Elá es sólo un ejemplo del modo violento de sucesión al trono que se instaura en Israel, Elá reino durante dos años
y fue asesinado cuando estaba «en Tirsa bebiendo y embriagándose en casa de Arza» (1 R 16:9). Elá pereció de la manera
más indigna, en la actitud de este «bebedor» descubierto en Chipre. (1000 a.C., Museo del Louvre)
Carácter de Acab
En general Acab presenta una mezcla extraña, pero no poco común, de bien y de mal, noble y
mezquino, que al final no se decantó para Dios y lo bueno y verdadero, sino por el triunfo del mal,
para su propia destrucción y la de su raza. Porque tenía unas cualidades que, si hubiesen dirigido
por el temor de Dios, podían haber hecho de él incluso un gran rey. A veces era valiente, incluso
caballeroso (comp. p.ej. 1 R. 20:11, e incluso el v. 32); real en sus gustos y empresas (1 R. 22:39;
2 Cr. 18:2); y dispuesto, bajo emoción temporal, a ceder a la voz de la consciencia. Pero todo esto
se vio deteriorado por una debilidad fatal, egoísmo, indulgencia propia descontrolada, total falta
de religión, y especialmente la influencia de su esposa, de modo que en el lenguaje de la Santa
Escritura «se vendió a sí mismo para obrar el mal a los ojos de Jehová», incitado a ello por su
esposa Jezabel (1 R. 21:25).
Reformas religiosas en Judá
Mientras estas influencias estaban en acción en Israel, Josafat, animado por la bendición que
había sobre su reino, una vez más retomó vigorosamente el trabajo de la reforma religiosa en Judá
(2 Cr. 17:6–9). No sólo sacó los «lugares altos y los bosques», sino que, en el tercer año de su
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reinado, envió a cinco de sus príncipes, acompañados por nueve levitas principales y dos
sacerdotes, por todas las ciudades de Judá para que enseñaran la Ley al pueblo –sin duda el
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Pentateuco, del cual llevaban la copia autorizada. La instrucción propiamente dicha estaría
encargada seguramente en manos de los miembros sacerdotales de la comisión (comp. Lv. 10:11;
Dt. 17:8, 9), mientras que la presencia de los príncipes no sólo servía para asegurar la autoridad
de los profesores y la eficacia de su trabajo, sino que además era un requisito para fines civiles,
puesto que la Ley de Moisés concernía a muchas de las relaciones sociales de la vida, y en
consecuencia requería para su cumplimiento la autoridad de los magistrados. Una vez más
llegaron señales de la aprobación divina.
Algunos jefes filisteos rindieron un homenaje voluntario a Josafat; las tribus árabes sometidas
por Asa durante su persecución de Zéraj, el etíope, volvieron a pagar su tributo; se construyeron
nuevos castillos para la defensa del país, se hicieron «ciudades almacén», y las diversas ciudades
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recibieron provisiones; mientras que se preparó un gran ejército, cuyos cinco jefes residían en
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Jerusalén, para estar bajo las órdenes personales del rey.
Fue en circunstancias marcadas por esta prosperidad que Josafat «unió su afinidad con Acab».
El texto sagrado observa esto de manera especial (2 Cr. 18:1), en parte para mostrar que Josafat
no tenía ninguna excusa para dar dicho paso, y en parte, según nos parece, para indicar que esta
alianza debió ser una iniciativa de Acab. Los motivos que podían influir al rey de Israel no son
difíciles de comprender. El poder del país había sido grandemente debilitado por Siria durante el
reinado de Omri. No sólo había tomado Ben-Hadad unas cuantas ciudades, tanto al este (Ramoth-
Galaad, por ejemplo) como al oeste del Jordán, sino que el país había quedado prácticamente
sometido a él, puesto que reclamaba incluso en la capital, Samaria, el derecho a tener «calles», o
más bien «plazas», es decir, barrios sirios de la ciudad, que reconocieran su dominio (comp. 1 R.
20:34). Y ahora Ben-Hadad había sido sucedido por un hijo con el mismo nombre, igualmente
guerrero y ambicioso. En estas circunstancias era de suma importancia para Acab asegurar la paz
permanente en su frontera del sur o judía, y, a ser posible, conseguir aliarse activamente con un
monarca tan poderoso y rico como Josafat. Por otro lado, no es tan fácil percibir las razones que
influyeron al rey de Judá. Evidente no le debía interesar ver el poder de Siria tan grande cerca de
sus fronteras. ¿Deseaba también sanar la diferencia de tanto tiempo (setenta años) surgida entre
Judá e Israel? ¿Tenía la débil esperanza de que, al casarse su hijo con la hija de Acab, los dos
reinos se podrían unir de nuevo, y se podría establecer de nuevo un reino unido y sin división en
la casa de David? ¿O simplemente se dejó llevar por los acontecimientos, siendo demasiado débil
para resistir, y demasiado confiado para tener miedo del mal? No podemos añadir nada más que
sugerencias, puesto que el texto sagrado no ofrece ninguna clave a este acertijo político.
Según nuestros cálculos fue más o menos durante el octavo año del reino de Josafat, y en
consecuencia el doceavo del de Acab, cuando Joram, hijo de Josafat –entonces un chico de quince
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o dieciséis años– se casó con Atalía, hija de Acab y Jezabel (2 Cr. 21:6). Josafat vivió el tiempo
suficiente como para ver algunos de los frutos amargos de la alianza incauta e impía que había
sancionado. Ocho o nueve años más tarde, fue a hacer aquella visita a Acab que le llevó a la
desastrosa guerra con Siria, en la cual murió Acab (2 Cr. 18). Luego vino la expedición marítima
conjunta de Josafat y el hijo de Acab, que acabó en pérdida. Pero lo peor iba a llegar después de la
muerte de Josafat. Su hijo y sucesor, el esposo de Atalía, introdujo en Judá la idolatría de su
esposa, y trajo la vergüenza y la pérdida a su pueblo. El siguiente ocupante del trono –el hijo de
Atalía– siguió el ejemplo de su padre, y pereció por orden de Jehú. Finalmente llegó la terrible
tragedia del gran asesinato de los príncipes reales de mano de Atalía, el reinado de ésta y su
trágica muerte.
No era a través de los medios usados por Josafat que el bien podía venir a Judá, la división se
podía sanar entre las tribus separadas, restablecer el reino de David, o incluso volver la paz y la
justicia a Israel. Pero Dios ya había preparado otros instrumentos para conseguir sus propósitos.
Se alzaría una voz lo suficientemente fuerte como para ser oída hasta en los extremos de aquella
tierra; una mano suficientemente fuerte no sólo para resistir el poder de Acab y Jezabel, sino para
quebrantar el de Baal en la tierra. Y todo ello no por el poder o las estratagemas del mundo, sino
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por la manifestación del poder de Jehová como el Dios vivo.
Capítulo 15
(1 Reyes 16:34–17)
Acab (8°) rey de Israel
Con la subida al trono de Acab y Jezabel, el establecimiento del culto de Baal como religión
estatal, y el intento de exterminación de los profetas y seguidores del Señor, la apostasía de Israel
alcanzó su punto más elevado.
Reconstrucción de Jericó
Como si se tratara de hacer notar tanto la despreocupación de Israel por los juicios
amenazadores de Dios, como la vindicación futura del reinado de Jehová, la Santa Escritura
introduce aquí una nota sobre la reconstrucción de los muros de Jericó, y del cumplimiento literal
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de la maldición de Josué sobre quien los construyera (1 R. 16:34; comp. Jos. 6:26). En efecto, la
tierra estaba madura para la hoz del juicio. Pero tal como la longanimidad de Dios había esperado
en los días de Noé, también fue así en los de Acab; y como entonces el predicador de justicia
había alzado la voz de advertencia, al mismo tiempo que ofrecía pruebas de la destrucción que
debía llegar, también ahora Elías recibió la comisión de presentar a los hombres de su época, por
medio de obras simbólicas, la alternativa entre servir a Jehová o a Baal, con todo lo que implicaba
la elección.
Misión de Elías
La diferencia entre Noé y Elías era sólo el tiempo y las circunstancias: uno era antes y el otro
después de ser entregada la ley; uno fue enviado a un mundo apóstata, el otro a un pueblo del
pacto en apostasía. Pero también hay otro aspecto en este asunto. Por un lado estaban Acab,
Jezabel, Baal e Israel –por el otro Jehová. Era una cuestión de realidad y de poder: y Elías debía
ser, por así decirlo, la personificación del poder divino, el ministro del Dios vivo y verdadero. La
oposición entre ellos no se podía decidir sólo con palabras, sino con obras. Lo divino se
manifestaría en su realidad y grandeza irresistible, y cualquier cosa o persona que entrara en
contacto con él iba a experimentar su presencia para bien o para mal. Casi podríamos decir que en
esta capacidad profética, Elías era un ser impersonal –un mero medio de lo divino. A través de su
historia otros profetas fueron empleados en varias ocasiones: él sólo para hacer lo que ninguno
había hecho ni podía hace. Su camino era en solitario, un camino que nadie había pisado ni podía
pisar. Era la personificación del Antiguo Testamento en uno de sus aspectos: el de grandeza y
juicio –la realización viviente de la cumbre más alta del monte, que ardía con fuego, alrededor del
cual había relámpagos y retumbaban truenos, y desde el cual su terrible gloria habló la voz de
Jehová, el Dios de Israel. Estamos suficientemente autorizados para decir que era una figura de
Juan Bautista. Pero era principalmente en este aspecto, que él levantó el hacha para la raíz del
árbol, pero antes de que cayera, pedía frutos dignos de arrepentimiento. No era el predecesor del
Señor, salvo en el juicio; era el predecesor del Rey, no del reino; y la destrucción del estado y el
pueblo de Israel, no la salvación del mundo, fueron la secuela de su anuncio.
Su carácter y vida
Nunca hubo figura tan grande ante el cielo del Antiguo Testamento como la de Elías. Al
conseguir la apostasía de Israel su punto más elevado en la época de Acab, también lo hizo el
antagonismo del AT en la persona y la misión de Elías. La analogía y el paralelismo entre esta
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historia y la de Moisés, incluso en los detalles más pequeños, son evidentes cuando se comparan;
y así lo vemos significativamente junto a Moisés en el monte de la transfiguración. Y por mucho
que nos cuente la Escritura sobre él, nos da la impresión de que disponemos sólo de un simple
esbozo de su grandeza profética. A su lado, otros hombres, incluso un Eliseo, parecen pequeños.
Al contemplarlo como representante de Jehová, casi con todo poder, recordamos su fidelidad
inflexible y el cumplimiento sin temor de su confianza. Y a pesar de esto, este hombre fuerte tuvo
sus horas de debilidad y soledad, como cuando huyó de la presencia de Acab y Jezabel, y de buena
gana hubiese permanecido tendido en el desierto hasta su muerte. Al recordar su poder casi
ilimitado, recordamos que su fuente estaba en la oración constante. Al pensar en su rigidez sin
doblez, su aguda ironía en el monte Carmelo, su celo apasionado y su severidad sin dudas,
también recordamos que en lo profundo de su corazón fulguraban sentimientos suaves y cálidos,
como cuando se hizo huésped de la pobre viuda, y por la oración en agonía le devolvió su hijo a la
vida. Esto debió ser designado por Dios, en su misericordia, como una salida y un precioso
descanso de los sentimientos del profeta, mostrándole que todo su trabajo y su misión no eran
sólo de dolor y juicio, sino que también tenía el gozo del consuelo divino. Y perfectamente
humanos son aquellos días de viaje por el desierto y las horas en el Monte Horeb, momentos
llenos de intenso sentimiento, cuando en la más profunda tristeza de su alma el hombre fuerte,
quien el día anterior se había enfrentado con desafío a Acab y había obtenido un triunfo tan
grande en el Monte Carmelo, fue doblegado y sacudido, como la caña en la tormenta. Una vida
llena de contrastes –de luz feroz y profundas sombras– no una vida feliz, gozosa y próspera; ni
siquiera una de paz y contentamiento, sino totalmente dedicada a Dios: un arbusto en el monte del
desierto, ardiendo pero sin consumirse. Es una vida llena de lo milagroso, y debe serlo por el
carácter de su misión - y no obstante él mismo una de las maravillas más grandes de ésta, y el
éxito de su misión la mejor prueba de ello, porque es el más grande milagro de su historia.
Porque, solo y sin ayuda, salvo la de Dios, conquistó en su lucha, y quebrantó el poder de Baal en
Israel.
Primera aparición de Elías Paralelismo con Noé, Moisés y Juan Bautista
Y entonces llegó al monte donde estaban el palacio y el castillo y se encontró con Acab
mismo, tal vez en la magnífica entrada de la espléndida columnata que tenía una vista tan
hermosa y tan fértil. Su mensaje para el rey fue abrupto y lacónico, tal como llegaron a ser las
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circunstancias –después de todo, se trataba de una repetición de la denuncia de Jehová del juicio
sobre un pueblo apóstata (Lv. 26:19, etc.; Dt. 11:16, etc.; 28:23, etc.; comp. 1 R. 8:35; Am. 4:7);
pero con algo añadido: que el cese del rocío y la lluvia duraría tantos años –muchos o pocos–
«salvo» por su palabra. Esto tal vez se debiera a una intención de enfatizar la impotencia de los
profetas y sacerdotes de Acab contra Jehová.
Todo ello era sumamente extraordinario: la aparición repentina, extraña y salvaje; el
enfrentamiento atrevido del rey y el pueblo en Samaria; el anuncio, en apariencia tan increíble y
tan diferente de la escena de riqueza y fertilidad a su alrededor; la inesperada mención del
nombre de Jehová en un lugar como ese; la autoridad que alegaba y el poder que reclamaba –en
general, he aquí las condiciones de su mensaje: «Vive Jehová, el Dios de Israel, que estoy delante
de su rostro. Si hay estos años rocío o lluvia, sea solamente por la boca (el medio hablado) de mi
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palabra». La Escritura, en su timidez y sublime indiferencia a lo que puede llamarse «efecto», no
nos da ni una anotación sobre la respuesta de Acab o sobre la impresión causada a él y a su
pueblo. También en esta ocasión el silencio es lo mejor –y el propio profeta debe retirarse tan
repentinamente como llegó, esconderse del conocimiento humano, sin estar al alcance de nadie
para preguntas o respuestas, y dejar que Dios trabajase solo y sin ser visto. Una pausa absoluta
con aquel nubarrón sobre su cabeza –sin ser sacado y aparentemente sin poderse sacar– en
presencia del cual el hombre y Baal estarían desprovistos de poder: ésta era la consecuencia
merecida del anuncio de Elías.
De nuevo, la referencia de nuestro Señor a esta historia (Lc. 4:25), indica tres cosas: que el
hospedar a Elías fue un honor muy distinto concedido a la viuda de Sarepta; que le fue para un
beneficio espiritual real (tal como se indicará en el curso de esta historia); y que implicaba que
Dios tenía propósitos de gracia más allá de las estrechas fronteras de Israel, por incrédulo que
fuera el país –en palabras de Pablo, que Él no era sólo el Dios de los judíos, sino también de los
gentiles (Ro. 3:29). ¿Acaso no podemos dar un paso más y ver en esta misión de Elías a una viuda
pagana y el hecho que ella lo hospedara una anticipación al menos del anuncio de aquel «reino de
Dios» en su aplicación mundial, que formaba parte del mensaje de su antefigura: Juan el
Bautista?
Una vez más el mantenimiento de Elías, aunque milagroso, debía asegurarse en el curso de
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sucesos naturales y fácilmente inteligibles. Pero, con todo, como fuese Jehová quien «mandó» a
los cuervos, también fue él quien «mandó» a la viuda de Sarepta que sostuviera a Elías, aunque
ella no fuera consciente del hecho. ¿Pero, cómo la reconocería el profeta? Debía ir, confiando en
las indicaciones de Dios, y, observando las indicaciones naturales que aparecieran, debía ser
guiado adonde era enviado de forma sobrenatural. Cuando llegó a la puerta de Sarepta, vio una
viuda, cuya pobreza se evidenciaba en el hecho que iba buscando un matorral. ¿Sería ella la mujer
que le daría sustento? Había una prueba preliminar disponible. Ella debía reconocer en el extraño,
por su atuendo, a un profeta de Jehová. ¿Estaría dispuesta la pagana a entrar en conversación
amable con él? Así él le dio el recipiente para beber que llevaba, con la petición de que
interrumpiera su duro trabajo para darle algo de agua. Incluso esta primera prueba demostraba
que Dios, como antiguamente (Gn. 24:12–21), y más tarde (Lc. 19:30–34; 22:9–12), había hecho
provisiones anticipadas para su siervo. Y, más cierto que nunca, «el vaso de agua fría» dado en
nombre del Señor pronto recibiría una rica recompensa.
Pero aún quedaba una prueba más fuerte para comprobar si ella era la viuda a la que Elías
había sido enviado divinamente. Si estaba dispuesta a tener comunión con un siervo de Jehová –
¿Creía ella verdaderamente en Jehová? y si era así, ¿era su fe tan grande como para arriesgar sus
últimos medios de supervivencia por su confianza en él y en su palabra? Para explicarlo de otro
modo: siendo pagana, aunque hasta el momento bien preparada ¿existía, si bien no una acción
activa, sí la capacidad de recepción de fe en ella, con la suficiente capacidad de una provisión
espiritual como la que recibió luego milagrosamente para sus necesidades temporales? Esta sería
la última y decisiva prueba. Mientras iba a buscar el agua, sin dudar ni murmurar ante la
interrupción de la antigua tarea encomendada y la imposición de la nueva, Elías la detuvo con una
petición todavía más extraña y mucho más dura que la primera. Se trataba evidentemente de una
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viuda pobre, y sabemos por la historia profana que el hambre, causada por la falta de lluvia en
Israel, también se había extendido hasta Tiro. Pero cuando Elías se dirigió a ella, incluso en esas
circunstancias, con lo que podría parecer la modesta petición de «un pedazo del pan» de su mano
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–es decir, en su posesión– él no podía ni imaginarse los terribles apuros por los que estaba
pasando su futura anfitriona. No se trataba de no querer dar una parte de su escasa provisión
incluso a una persona totalmente desconocida, sino que no le quedaba nada en absoluto. La
desesperación rompe las barreras de la reserva –por lo menos entre sufridores, y, en este caso,
compañeros de fe. Con la abjuración: «Vive Jehová, tu Dios», que certificaba tanto el
conocimiento de la profesión de Elías como la fe de la propia mujer, le contó cómo no quedaba
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nada más que un puñado de harina en su pequeño Cad que contenía sus provisiones, y un poco
de aceite en su redoma. Ahora había salido para recoger por el camino unas pocas ramas con las
que podría cocinar la última comida para ella y para su hijo. Después permanecerían acostados y
morirían.
Es difícil saber ante cuál de los dos debemos maravillarnos más: la calma de Elías, su
consistencia y disposición de fe, o la casi increíble sencillez de su confianza. Elías no se echó
atrás; no dudó en ir hasta el final con la prueba de su anfitriona; y tampoco tenía ningún tipo de
temor de las posibles consecuencias. Como en toda prueba real de nuestra confianza, hubo
primero una promesa general, y, sobre esta base, una solicitud específica, seguida de una
seguridad para la fe conquistadora («el cad de harina no llegará a su fin, ni la redoma de aceite
faltará»). Pero, si era tal como él le dijo, ¿Por qué esta severidad que la ponía tanto a prueba:
primero, usar para Elías parte de lo muy poco que tenía, y llevárselo a él, y luego, después de
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esto, volver para preparar algo para ella y su hijo? Por innecesaria que pareciera la prueba, salvo
como una prueba de su fe, no era una simple prueba, porque si la pasaba y heredaba la promesa,
recibiría tanta confirmación, tanta ayuda y bendición –espiritual y temporal– como para constituir
el comienzo de una nueva vida. Y siempre es así; y así toda exigencia específica sobre nuestra fe
está entre una promesa general y una seguridad especial, de manera que, al reposar sobre una,
podamos subir a la otra; y así cada prueba concreta –y cada una de las pruebas también lo es de
nuestra fe – pueda ser un nuevo punto de partida en la vida espiritual.
Y la viuda de Sarepta obedeció. No se requiere ningún ejercicio de imaginación para entender
las dificultades que encontró para hacerlo. ¿Regresó Elías con ella después que le llevara el
pastel, casi la última provisión para ella y su hijo, –para observar cómo, con sorpresa y
admiración, preparaba la primera comida de su nueva provisión; o la dejó volver sola a casa, tal
vez preguntándose mientras iba si se cumpliría lo dicho por el profeta, o si nunca más vería al
israelita desconocido? Por lo menos una cosa está clara: que esta mujer pagana, cuyo
conocimiento de Jehová sólo podía ser rudimentario e incipiente, y que no obstante, a la palabra
de un desconocido, podía ceder lo último de comida que le quedaba para ella y para su hijo,
porque un profeta lo había ordenado, y había prometido una provisión milagrosa para el futuro,
debía tener una gran confianza sencilla y como la de un niño en el Dios de Israel. ¡Qué lección y
qué consuelo para Elías! Había fe no sólo en Israel, sino donde quiera que Él había plantado su
simiente. Elías había desplegado las alas del Dios de la promesa de Israel (1 R. 17:14), y esta
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pobre pagana había buscado protección debajo de ellas. Allí, casi cada hora esos muchos «días»,
la promesa resultó ser cierta, y, día tras día, como cuando Israel recogía el maná en el desierto,
una mano invisible proveía –y tuvo suficiente no sólo para ella y para su hijo, sino para toda «su
casa». Era un milagro constante; pero necesitamos, y tenemos un Dios que hace maravillas –no
uno de los ídolos de los paganos, ni siquiera una simple abstracción, sino el Dios vivo y
verdadero. Y necesitamos un relato como éste en nuestra Biblia, como muestra de seguridad
personal, cuando nuestros corazones se hunden en nuestro interior en las amargas pruebas de la
vida –algo que sirva para todos los tiempos como evidencia de que Jehová reina, y que podemos
arriesgarlo todo sobre ello. Y, no obstante, por grande que sea este milagro de la provisión diaria,
también se parece al otro de la fe de la viuda de Sarepta.
Pronto pasarían por una prueba aín más grande –y, como antes, no sólo ella, sino también
Elías, iban a aprender preciosas lecciones en todo ello. «Días» (tiempo) habían pasado en feliz
silencio desde que Dios había preparado la mesa en casa de la viuda, cuando su hijo enfermó. La
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enfermedad prosiguió hasta que, usando las palabras del texto sagrado, «no quedó en él aliento».
Hay algo en el contacto inmediato con lo divino que, por contraste, nos recuerda el pecado, y
consecuentemente nos hace sentir como si fuese imposible estar delante de Él sin castigo –hasta
que nuestros pensamientos sobre la santidad divina, que bajo esta perspectiva parece fuego
consumidor, pasan a la consideración más elevada del amor de Dios, que busca y salva lo que está
perdido (comp. Lc. 5:8; y con Is. 6:5). Sin duda no era con el deseo de que el profeta se fuera de
su casa, ni siquiera para quejarse de que hubiese ido, lo que produjo estas palabras de la mujer
angustiada, mientras llevaba al niño muerto en brazos; palabras que mezclaban la desesperación
con la conciencia de pecado y la búsqueda de lo más elevado y mejor: «¿Qué tengo yo contigo
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(qué a [entre tú y yo] ti y a mí ), hombre de Elohim? ¡Vienes a mí para recordar mi pecado, y
(así) provocar la muerte de mi hijo!». Lo divino, representado por Elías, no tenía nada en común
con ella y su fiera luz manifestaba su pecado, que producía el castigo merecido –tales eran los
únicos pensamientos conscientes de esta creyente incipiente– aunque con mucho de lo más
elevado y mejor en el trasfondo, pero inconscientemente.
Elías no le dio otra respuesta que la de pedirle su hijo. Lo cogió de sus brazos, lo llevó al
Alijah (habitación superior) donde él habitaba, y allí lo tendió sobre su propia cama.
Verdaderamente, no era un momento para dar lecciones de palabra sino con hechos. Y el propio
Elías estaba profundamente conmovido. Estos «muchos días» habían sido un tiempo feliz,
tranquilo y de descanso para él –tal vez la única época feliz y tranquila de su vida. Y como día
tras día había sido el distribuidor de la bondad de Dios para con la viuda y su casa, y había visto
el proceso de la fe de ella, debió ser un tiempo de gozo para su corazón. Tal como lo expresa San
Crisóstomo: Elías tenía que aprender compasión en la casa de la viuda de Sarepta, antes de ser
enviado a predicar a su propio pueblo. En aquella casa pagana aprendió más que esto. Ya había
aprendido aquella experiencia de la fe, que, tal como nos cuenta San Pablo, produce una obra que
no avergüenza (Ro. 5:4, 5). Pero ahora parece como si todo fuera diferente; como si él fuera sólo
un mensajero de juicio; como si su aparición no solo hubiese presagiado infelicidad a su propio
pueblo de Israel, sino que también la hubiese llevado a la pobre viuda que le había acogido.
«Cuando con el paso del tiempo se acaban las aguas de Querit, debido a la gran sequía, Elías recibe instrucciones de ir a
Sarepta (Sarepta, Lucas IV. 2610), donde Dios ha ‘mandado’ un proveedor todavía más extraño para Elías: una viuda
pobre, casi hambrienta, y además gentil. De nuevo, en esta ocasión, todo es significativo. Sarepta no sólo era una ciudad
pagana, fuera de las fronteras de Israel, a medio camino entre Sidón y Tiro, sino que además se hallaba dentro de los
dominios del padre de Jezabel. Paradójicamente, el profeta, que no estaba a salvo de Jezabel en Israel, estaría a salvo
dentro del propio país de Jezabel; aquél a quien Acab había buscado tan ardientemente pero en vano, no sólo en su propia
tierra, sino en todos los países vecinos (1 R. 18:10), se hallaría escondido con seguridad en la tierra más hostil a la misión
de Elías, y más proclive los propósitos de Acab.»
Esta estatuilla de una diosa de procedencia desconocida en ademán de bendecir, tiene en su rostro un revestimiento de plata
según una antigua técnica fenicia. Los pueblos fenicios al norte de Sidón, de donde procedía Jezabel, fueron excelentes
artesanos y proclives en la realización de dioses para sus cultos paganos (900–800 a.C., Museo del Louvre)
TABLA CRONOLÓGICA
Según Keil, Winer, Ewald, Clinton, y las notas al margen de la Versión Autorizada inglesa
1
(Usher )
Años Años
que que
reinaron: reinaron:
Fecha antes de Cristo
Año a Año a
partir del partir del
REYES DE REYES DE ACONTECIMIENTOS
Año a ascenso ascenso
JUDÁ Reinado ISRAEL Reinado CONTEMPORÁNEOS
partir de la al trono al trono
V.
separación de los de los Keil Winer Ewald Clinton
Autorizada
de los dos Reyes Reyes
reinos de Judá de Israel
Roboam, 17 Jeroboam, 22
1 1° 1° Sisac Rey de Egipto 975 975 985 976 975
años años
Sisac entra en
971 970
Jerusalén
18 Abías, 3 años 18° 957 957 968 959 958
20 Asa, 41 años 20° 955 955 965 956 955
22 2° Nadab, 2 años 953 954 963 955 954
23 3° Baasa, 24 años 952 953 961 954 953
Zéraj el Etíope 940
Ben-Hadad I. de Siria 939
45 26° Elá, 2 años 930 930 937 930 930
46 27° Zimri, 7 años 929 928 935 930 929
Omri y Tibni, 4
46 27° 929 928 935 930 929
años
50 31° Omri solo, 8 años 925 924
Construcción de 924 923
Samaria Etbaal, rey de
Tiro y Sidón
57 38° Acab, 22 918 918 919 919 918
61 Josafat, 25 años 4° 914 914 917 915 914
Ben-Hadad II. de
SiriaBatalla de Ramot- 897 897
galaad
78 17° Ocozías. 2 años 897 897 897 896 898
79 18° Joram, 12 años 896 896 895 895 896
Guerra de Israel y Judá
contra Moab (La
Piedra Moabita)
Joram, ¿co-
regente durante 2 5° 891
años?
Joram, solo, 6
86 889 889 893 891 892
años
91 Ocozías, 1 12° Hazael, rey de Siria 884 885 885 884 885
Segunda batalla de
Ramot-galaad
Asesinato de Ocozías y
92 Atalía, 6 años Jehú, 28 años 883 884 883 883 884
Joram por Jehú
Licurgo enm Esparta,
884
Atalia
asesinadoPigmalión,
rey de Tiro. Su
hermana Dido funda
98 Joas, 40 años 7° 877 878 877 877 878
Cartago, 143 años
después de la
construcción del
templo
119 22°? Joacaz, 17 años 856 856 855 855 856
Judá invadida y
Jerusalén amenazada
135 37° Joás, 16 años por las tropas sirias 840 840 839 839 841
Ben-Hadad III., rey de
Siria
Joás, rey de Judá,
asesinado Guerra de
Amasías contra Edom
137 Amasías, 29 años 2° 838 838 837 837 839
Ataque de Moab contra
Israel Guerra entre
Judá e Israel
Jeroboam II, 41 Jerusalén ocupada por
151 15° 824 825 823 823 825
años los israelitas
Guerra exitosa de
165 Uzías, 52 años 15°? 810 809 808 808 810
Israel contra Siria
Muerte de
Amón se hace
Jeroboam II,
192 tributario a Judá Los 783 784
interregnum, 11
filisteos humillados
años
Primer año de las
203 38° Zacarias, 6 meses 772 772 770 771 773
olimpíadas. 776
204 39° Salum, 1 mes 771 771 770 770 772
Menajem, 10
204 39° 771 771 769 770 772
años
Pul, rey de Asiria
Israel se hace tributaria
a Asiria
215 50° Pecaías, 2 años 760 760 759 759 761
216 52° Pecá. 20 años Asesinato de Pecaías 759 758 757 757 759
Construcción de Roma,
217 Jotam, 16 años 2° 753 Nabonasar, rey de 758 758 756 756 758
Babilonia, 747
233 Acaz, 16 años 17° Rezín, rey de Siria 742 741 740 741 742
Acaz invoca la ayuda
de Asiria contra Siria e
Israel Tiglat-pileser,
rey de Asiria Los
asirios ocupan la tierra
al este del Jordán, y el
norte de Palestina, y se
llevan al pueblo en
cautividad.
Los filisteos
conquistan la parte occi
dental de Judá.
Pécaj asesinado.
236 4° Interregno de 8, 5 739 738
años
Oseas, 9,
245 12° So, rey de Egipto. 730 729 728 730 730
tributatio a Asiria
Salmanaser, rey de
Asiria (Media y
Babilonia).
Crecimiento del
imperio asirio en Asia.
248 Ezequías, 29 años 3° 727 725 724 726 726
Intento de Oseas de
722
rebelarse contra Asiria.
Invasión de los asirios.
Sitio de Samaria.
DESTRUCCIÓN
DE LA Deportación de las diez
253 6° 722 721 719 721 721
NACIÓN DE tribus
ISRAEL
Sargon, rey de Asiria.
Sitio de Asdod. (Isaías
20:1)
Alianza entre Judá y
Egipto. Sitio de
Jerusalen por
Senaquerib. Guerra
entre Senaquerib y
261 714 712
Tirhaca. Destrucción
de los asirios por «el
Ángel del Señor».
Embajada de Marduc-
baladán.
Esarjadón, rey de
277 Manasés, 55 años Asiria, envía nuevos 698 696 695 697 698
colonos a Samaria
Las hordas escitas
332 Amón, 2 años atraviesan Palestina 643 641 640 642 643
(Herod. I, 104, etc.)
334 Josías, 31 años Asesinato de Amón 641 639 638 640 641
Nabupolasar, fundador
del templo babilonio,
padre de 626 625
Nabucodonosor Draco
en Atenas
Invasión de Asiria por
Egipto. Alianza de
Asiria y Judá. Victoria
610 609
de Meguido por el
Faraón Necao. Josías
asesinado.
365 Joacaz, 3 meses 610 609 608 609 610
Joacim entronizado por
365 Joacim, 11 años el rey de Egipto. Judá 610 609 607 609 610
sometido a Egipto.
Los Egipcios
derrotados por los
Comienzo del caldeos en la batalla de
369 606 606 607
exilio Carquemis. Toma de
Jerusalén de parte de
Nabucodonosor.
Segunda conquista de
Jerusalén y
376 Joaquín, 3 meses deportación. Jerusalén 599 598 597 598 599
y el templo asolados
por los caldeos.
Sedequías, 11 Sedequías nombrado
376 599 598 596 598 599
años rey por los caldeos.
Sedequías se rebela 590
contra Nabucodonosor,
y se vuelve hacia el
Faraón Hotra, rey de
Egipto (Jer. 46:25;
Ezequiel. 17:15).
Jerusalén sitiada.
Intento de liberatión de
Jerusalén por los
egipcios (Jer. 37:5,
etc.; Ezequiel 17:17,
etc.)
Muerte de Sedequías.
DESTRUCCIÓN La mayoría de judíos
387 DE son llevados a 588 588 587 588
JERUSALEN Babilonia (3a
deportación)
Gedalías
Gedalías asesinado.
gobernador
387 Muchos judios se 588 588
babilonio en
retiran a Egipto
Judá, 2 meses
Ultima
deportación de
los judios a
391 584 584
Babilonia (Jos,
Ant. X. 97; comp
Jer. 52:30?)
Judá permanece desolada (2 Cr. 36:21; Zacarías. 7:14). Ocupación de parte del país por los filisteos y los Edomitas. Estos últimos toman el territorio del sur (Ezequiel
35:10). Hebrón parte de Idumea (Jos. Guerras Judías, 4:9, 7).
La cronología de los dos reinos después de su separación es complicada en muchos aspectos, y debido a la talta de datos suticientes para nuestra guía, resulta tan
difícil que hace imposible obtener una solutión segura. Pero el resultado final indica que estas divergencias son más nítidas que importantes, sumando la diferencia
total como mucho unos pocos años. En el texto se consideran las dificultades especiales mientras van apareciendo. En este sentido hay que tener en cuenta dos puntos
que por un lado explican la mayor parte de las dificultades menores y por otra nos ayudan a resolverlas. En primer lugar, las fechas no se calculan de acuerdo con una
norma fija, como la Creación del mundo, o el Éxodo, sino de acuerdo con la subida al trono de varios reyes de Judá e Israel; mientras que, en segundo lugar, la
duración del reinado de estos reyes se cuenta a partir del mes de Nisan hasta el mes de Nisan de cada año, de modo que incluso un solo día antes o después del
primero de Nisan vale por un año entero. Este tipo de calculo, que se encuentra claramente en el Talmud (Rosh-ha-Sh. 2a–3a passim), era el usado por Josefo.
Comparar las pruebas detalladas en la Sinopsis de Wieseler, pp. 53, etc.
1. En cuanto a los acontecimientos desde el Éxodo hasta la construcción del Templo por Salomón, ver la Tabla Cronológica
al inicio del Libro 3 de este Comentario Histórico, página 189.
LOS DOCE DISTRITOS ADMINISTRATIVOS DE SALOMÓN
Pese a que Salomón heredó un reinado relativamente pacífico, Salomón prestó mucha
atención a la preparación militar. Para asegurar y proteger sus dominios, mandó fortificó algunas
ciudades, construyó otras con guarniciones de carros de combate y caballería (1 R. 9:15–19),
ensanchó y reforzó las murallas de Jerusalén y también amuralló la colina oeste de Jerusalén.
Además de esto, dividió el territorio en doce distritos administrativos, encabezados por un
gobernador regional (1 R. 4:7–19). Aunque hasta ciento punto esta división se basó en las
antiguas zonas tribales, no quedó rígidamente enmarcada por este contexto. Las antiguas ciudades
cananeas se incorporaron a los nuevos distritos regionales. No se sabe a ciencia cierta si esta
división era tanto militar como política. El hecho de que estos distritos fueran de
aprovisionamiento parece apoyar la suposición de que formaban parte de un plan militar. El
propósito de esta organización consistía en que mensualmente cada distrito proporcionase
alimentos a la casa real, por lo que es bastante probable que dicha división quedara determinada
por los doce meses del año. Las provisiones mensuales que cada gobernador se encargaba de
organizar se almacenaban en las ciudades granero antes de su envío a la corte de Jerusalén. El
suministro de un día para el rey y su corte, ejército y demás personal, consistía en unos 11.100
kilos de harina, casi 22.200 de viandas, 10 bueyes gordos, 20 bueyes de pasto y 100 ovejas,
además de otros animales y aves (1 R. 4:22–23). Aquello requería una extensa organización
dentro de cada distrito.
Salomón se incorporó de lleno a toda una serie de empresas mercantiles, localizadas en el sur.
Esto se debe, en parte, a la abundancia de minerales que se podían extraer en el territorio edomita,
situado entre el mar Muerto y el golfo de Aqaba. El puerto de Ezión-Gueber en el extremo norte
del golfo se convirtió con el tiempo en el centro de estas empresas. Allí dispuso Salomón una
flota de navíos para empresas comerciales marítimas (1 R. 9:26; 22:48; 2 Cro. 8:17), actividad
para la que necesitaba de la participación de marinos fenicios.
Bibliografía:
Javier Alonso López, Salomón. Entre la realidad y el mito. Oberón, Barcelona 2002.
Siegfried Herrmann, Historia de Israel en la época del Antiguo Testamento. Sígueme,
Salamanca 1979.
INTRODUCCIÓN al Libro 5
1. No me refiero a la credibilidad de un milagro en especial, sino de los milagros en general.
2. O bajo el Antiguo Pacto (Nota del traductor).
Capítulo 7
1. El templo se terminó al octavo mes; su dedicación tuvo lugar el séptimo mes del año siguiente. Ewald sugiere que se
dedicó antes de estar totalmente acabado. Pero resulta casi imposible sostener esta idea.
2. Tengo que confesar que no estoy nada convencido de que fuese así. No se debe insistir demasiado en el lenguaje de 1
Reyes 9:1, sino que se debe ver como una especie de transición general desde el tema tratado previamente y el actual. Las
breves anotaciones de 2 Crónicas 7 parecen favorecer esta idea.
3. Esta traducción de la palabra «Etanim,» parece más exacta que la de «dones», es decir, frutos (Thenius), o la de «estar
parado», es decir, equinoccio (Böttche).
4. Aquí resulta imposible hacer algo más que simplemente indicar esta línea de pensamiento. El lector podrá configurar una
cadena perfecta de pasajes de confirmación, que se extenderán por todos los libros de la Santa Escritura, o de época en época.
5. La expresión, 1 Reyes 8:9, parece ser incompatible con la nota de Hebreos 9:4. Pero no solo de acuerdo con el Talmud
(Joma 52. b), sino también con la tradición judía uniforme (ver en Delitzsch, Comm. z. Br. an die Hebr. p, 361), lo que se
menciona en Hebreos 9:4 había sido colocado realmente en el arca, aunque la observación enfática de 1 Reyes 8:9 indica que
ya no estaba allí en tiempos de Salomón. Pudo haber sido extraído antes o después de que los filisteos capturasen el arca.
6. El libro de Crónicas (2 Cr. 5:12–14) observa típicamente que los sacerdotes y los levitas estaban elevando cantos y
música santa.
7. Bähr cita aquí este antiguo comentario: Nebulâ Deus se et representabat et velabat, y Buxtorf (Hist. Arcae Foed. ed. Bas.
1659, p. 115) aduce un pasaje muy adecuado de Abarbanel.
8. Así es como entiendo las palabras de 1 Reyes 8:14, ya fueran pronunciadas o en silencio y no como bendición.
9. Comparar el relato más completo en 2 Crónicas 6:5, 6.
10. Es en uno de sus muchos ejemplos extraordinarios de «presuposición de puntos clave» que la crítica moderna declara
osadamente que toda esta oración es espuria, o más bien relega su composición a una época mucho más tardía, incluso hasta el
exilio a Babilonia. La única base objetiva en la cual se apoya esta afirmación es el hecho que la oración está llena de
referencias al libro de Deuteronomio –el cual ha sido declarado no mosaico por la crítica moderna, y perteneciente a una época
muy posterior– ergo, esta oración debe seguir el mismo destino. De hecho, este tipo de razonamiento consiste en extraer de una
hipótesis no demostrada otra todavía menos probable. Porque aquí tenemos, primero, los relatos concordes (con ligeras
variaciones) en 1 Reyes y 2 Crónicas; mientras, en segundo lugar, (tal como observa Bleek), el contenido de la oración implica
una época y unas condiciones en las que el templo, Jerusalén y el trono de David todavía existían. Además, podemos añadir
que todo el tono y el concepto no coinciden en absoluto con lo que cabría esperar en la época del exilio.
11. En algunas versiones se traduce, de forma inadecuada, «oración», «súplica», «clamor»; en hebreo, Tephillah (del
Hithpael de Palal), Teshinnah (del Hithp. de Chanan), y Rinnah (de Ranan).
12. Sería exigir demasiado a nuestra credulidad, incluso de parte de la «crítica avanzada», afirmar que, como que estas
expresiones las usaron los exiliados en Babilonia, tienen su origen en aquella época.
13. 2 Crónicas 7:1 no implica necesariamente que hubiese una segunda manifestación de «la gloria de Jehová».
14. Sin duda es un hecho, que esto no se menciona en el relato del Libro de Reyes. Pero es muy exagerado y atrevido
suponer que se trate de una añadidura o interpolación de parte del escritor o editor del Libro de Crónicas, y más cuando
«Reyes» y «Crónicas» van registrando y omitiendo otros sucesos importantes.
15. Canon Rawlinson (Speaker’s Commentary, II. p. 533) ha mostrado, con numerosas citas, que estos sacrificios no eran
desproporcionados con respecto a otros de la antigüedad. En cuanto al tiempo ocupado en estos sacrificios, tenemos las notas
históricas de Josefo (Guerras Judías, VI. 9, 3), que en cierta ocasión se ofrecieron hasta 256.000 corderos pascuales, y el
tiempo ocupado fue sólo tres horas de una tarde. También se debe tener en cuenta que la muerte y la preparación de los
sacrificios no era necesariamente obligación de los sacerdotes, o incluso de los levitas, consistiendo la función sacerdotal,
estrictamente hablando, sólo la de rociar la sangre. Finalmente, se nos informa claridad (1 R. 8:64) de que se usaron altares
suplementarios –además del gran altar del holocausto.
16. Se nos dice explícitamente en el versículo 62, que estas ofrendas eran llevadas no sólo por el rey, sino por todo Israel.
17. La fiesta de los tabernáculos duraba siete días y terminaba la tarde del octavo día con la clausura o solemne despedida
(comp. Lv. 23:33–39).
.
Libro 6
La historia de Israel y Judá
desde
el reinado de Acab
hasta
la decadencia de los dos reinos
INTRODUCCIÓN
al Libro 6
Entre los reunidos aquel día bajo los olivos en la sombreada meseta
justo debajo del pico más alto, no se halló a los cuatrocientos sacerdotes
de Asera. Si esquivaron el encuentro, o si lo consideraron inconsecuente
con los deseos de su señora espiritual, la reina, aparecer en una ocasión
como aquella, lo cierto es que no estaban con sus cuatrocientos cincuenta
compañeros del sacerdocio de Baal. Estos debían destacar entre el rey, los
cortesanos y la multitud de todas las partes de la tierra, por sus vestidos
blancos y los gorros puntiagudos. En contraste con ellos, con su vestido
superior de pelo negro de camello ceñido con un cinturón de piel, estaba la
severa figura del profeta; en primer plano estaba el rey Acab. Sin duda era
una reunión singular, un despliegue de fuerzas sorprendente, un día de
gran trascendencia. Elías había invitado allí al rey, a los sacerdotes y al
pueblo, y no les dejó mucho tiempo con la duda sobre su objetivo.
Primero, se dirigió al pueblo con estas palabras, que debieron mostrarles
su condición real a la vez que les invitaba a su juicio: «¿Hasta cuándo
4
claudicaréis vosotros» (pasaréis de uno al otro) «entre dos opiniones»
5
(divisiones, partidos) ? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, seguidle.
Ante un llamamiento tan evidentemente cierto no había respuesta posible
en la mente pública en aquella situación. El hecho que se presentaran a la
cita en el Monte Carmelo era una demostración de este ir y venir mental
de parte de Israel, aunque fuese irracional, insatisfactorio y para su propia
condena (Dt. 6:4ss.). Pero la pregunta de Elías también constituía una
excelente preparación para lo que iba a seguir. Las dos opiniones divididas
iban a ser puestas a prueba para encontrar la verdad. Las dos partes iban a
medir sus fuerzas. ¡Que mire Israel y decida!
En el impresionante silencio que siguió al desafío Elías salió hacia
adelante, y señalando a la multitud de sacerdotes vestidos de blanco,
recordó al rey y al pueblo que sólo había quedado él –es decir, en oficio
6
activo y profesión abierta– como profeta de Jehová. Iría solo, pues, al
enfrentamiento, contra una multitud. Un enfrentamiento de poder. ¡Poder!
7
Adoraban como dioses a los poderes de la naturaleza: vean, pues, de qué
parte están los poderes de la naturaleza. Que esto sea la prueba: los
sacerdotes de Baal por un lado, y él por el otro, escogerían un buey y lo
prepararían para el sacrificio, pero no encenderían fuego, «y el Dios que
responda con el fuego, ése sea Dios». Hubo una exclamación de consenso
universal. En aquellas circunstancias, era de gran importancia práctica que
la futilidad del culto de Baal se manifestara del modo más completo. Esto
explica los detalles de todo lo que aconteció después. Además, después de
un día entero de aplicación de todos los recursos de la superstición de
ellos, la grandeza de la majestuosa intervención de Jehová causaría una
impresión mucho más profunda. Pero aunque desde el punto de vista de
Elías era importante que los sacerdotes de Baal hicieran primero la
ofrenda, la propuesta era tal que no se podía rechazar, puesto que Elías no
sólo les permitió escoger el animal para el sacrificio, sino que, además,
eran muchos contra uno. Tampoco podían quejarse por la prueba propuesta
8
por Elías, ya que su Baal también era el dios del fuego, el mismo dios sol.
Entonces empezó una escena que desconcierta cualquier descripción.
Los escritores antiguos nos han legado relatos de las grandes festividades
de Baal, y concuerdan muy bien con el relato bíblico, y sólo aportan más
detalles. Se empezó con un grito comparativamente moderado, aunque ya
salvaje, a Baal; a continuación hubo una danza alrededor del altar, que
9
empezaba con una balanceo hacia adelante y hacia atrás. Los aullidos iban
aumentando de volumen y la danza se volvía cada vez más frenética.
Daban vueltas, corrían salvajemente y atravesaban las filas de los otros,
siempre en círculos, la cabeza hacia abajo, de modo que su cabellera suelta
barría el suelo.
Normalmente la locura se contagiaba y los espectadores se unían a la
danza frenética. Pero Elías sabía cómo evitarlo. Era mediodía y llevaban
horas con sus ritos salvajes. Con burlas agudas y amarga ironía, Elías les
recordó que, puesto que Baal era Dios, el fallo debería ser de ellos.
Deberían atraer su atención de otro modo, y tenían que chillar más fuerte.
Así, hasta el límite de la locura, se volvieron más frenéticos que antes, y
sucedió lo que sabemos que son los actos segundo y tercero en estas
fiestas. El aullido salvaje se convirtió en gritos demoníacos y penetrantes.
En su locura los sacerdotes se mordían los brazos y se cortaban con las
10
espadas de dos filos que llevaban y con lanzas. Al empezar a correr
sangre, el frenesí alcanzó su punto álgido cuando uno, y después los otros,
empezaron a «profetizar», gemían y se lamentaban, luego explotaron
gritos de rapsodia, acusándose ellos mismos, o hablando a Baal, o
pronunciando frases fragmentadas e incoherentes. Durante todo este
tiempo se azotaban ellos mismos con látigos, llenos de clavos agudos, y se
cortaban con espadas y lanzas –a veces incluso se mutilaban– puesto que
se suponía que la sangre de los sacerdotes tenía un efecto especialmente
propiciatorio ante Baal.
Debió ser más o menos esta hora cuando Elías empezó los preparativos
sencillos pero solemnes para su sacrificio. Volviéndose de los sacerdotes
frenéticos al pueblo sobrecogido, les invitó a acercarse. Debían ponerse a
su alrededor, no sólo para estar convencidos de que no se realizaba ningún
engaño, sino para participar con él en el servicio. Una vez más Israel tenía
que aparecer como el Israel de antaño en tiempos más felices, sin
divisiones nacionales y fieles a Jehová. Éste fue el significado de la
restauración del lugar roto del antiguo culto piadoso poniendo en él doce
de los grandes trozos de roca que estaban esparcidas por el suelo, de
acuerdo con el número de tribus.
Oración de Elías
Y así Israel se convirtió una vez más a Dios. Y ahora, de acuerdo con
el divino mandamiento de la Ley (Dt. 13:13; 17:2, etc.), se debía ejecutar
un juicio severo contra los idólatras y los seductores, los sacerdotes de los
ídolos. Aquel día la victoria tenía que ser completa; la renuncia del culto
de Baal sin memoria. No debía salvarse ni uno solo de los sacerdotes de
Baal. Los persiguieron por las empinadas laderas de las montañas, los
echaron por los precipicios, esos 400 metros hasta el río Quisión, que se
14
tiñó de rojo con su sangre. Pero en la cima de la montaña se quedó el rey
Acab, asombrado, sin palabra, por entonces un converso a Jehová.
También él debía tomar parte del sacrificio; tenía que comer de la comida
del sacrificio. Pero debía ser de forma apresurada, porque Elías ya oía el
suspiro y el lamento suave del viento del bosque del Carmelo. Él no tomó
parte del banquete. Tenía otro pan para comer que ellos no conocían. Había
subido a la parte más alta del Carmelo desde donde el rey no le podía ver.
Iba acompañado tan sólo por su siervo, de quien la tradición afirma que se
trataba del hijo de la viuda de Sarepta que había recibido la vida de modo
milagroso. Sin duda, hubiese sido un servidor muy adecuado en aquel
momento.
Capítulo 2
(1 Reyes 19)
«Entre los reunidos aquel día bajo los olivos en la sombreada meseta, justo debajo del pico
más alto, no se hallaban los cuatrocientos sacerdotes de Aserá. Si esquivaron el encuentro, o
si lo consideraron inconsecuente con los deseos de su señora espiritual, la reina, lo cierto es
que no estaban con sus cuatrocientos cincuenta compañeros del sacerdocio de Baal. Estos
debían destacar entre el rey, los cortesanos y la multitud de todas las partes de la tierra, por
sus vestidos blancos y los gorros puntiagudos.»
El gorro puntiagudo y la indumentaria de esta estatuilla de bronce del dios Baal, muestran como
debían ser las vestiduras de sus sacerdotes en el encuentro que este pasaje bíblico nos relata. El
dios Baal, venerado por todas las grandes ciudades fenicias, representa, en esta estatuilla, la
juventud y la vitalidad, tan frecuentes en el estatuario antiguo. (Baal, bronce fenicio II milenio
a.C. Museo del Louvre.)
Analogía entre Moisés y Juan Bautista
La analogía entre Moisés, como aquél por medio del cual se entregó el
pacto y Elías, por medio del cual se restauró el pacto, ya ha sido indicada.
No obstante hay una gran diferencia entre los dos. Cuando Israel infringió
el pacto que Moisés estaba a punto de hacer, intercedió por ellos con la
más aguda agonía de su alma (Éx. 33–34:9). Cuando Israel volvió a
infringir el pacto el día después del Carmelo, Elías se escapó con un gran
abatimiento de espíritu. En ambos casos Dios concedió la luz a sus siervos
por medio de una manifestación de él mismo que daba una mejor
revelación de sus propósitos de gracia y anticipo del modo en que se
cumplirían finalmente en toda su plenitud por medio de Jesucristo. Y por
ello también en este respecto, resultaba adecuado que Moisés y Elías
estuviesen con Jesús en el Monte de la Transfiguración. Pero Elías no
había sido como Moisés, más bien había hecho como los hijos de Israel. Y
así, como ellos, tuvo que deambular durante cuarenta días simbólicos por
5
el desierto, antes de que se le concedieran la libertad y la luz, para
aprender la misma lección que Dios quería enseñar a Israel durante sus
cuarenta años de camino. Y así, al final, llegó al «monte de Dios» a «la
6
cueva» –tal vez la misma «roca partida» donde Moisés escuchó por
primera vez la gloriosa revelación de lo que Jehová era y de sus
propósitos.
Llamamiento de Eliseo
Capítulo 3
(1 Reyes 20)
Así los «siete mil» que nunca habían doblado su rodilla ante Baal, se
debieron animar en gran manera por los acontecimientos del Monte
Carmelo. Hasta el mismo rey Acab debió recibir una impresión duradera.
Aunque era demasiado autocompasivo para decidirse en favor de Jehová,
demasiado débil para enfrentarse a Jezabel, incluso cuando su conciencia
le condenaba, o le impulsaba a un camino mejor, la impresión de lo que
había presenciado no pudo desaparecer totalmente de su mente. Incluso si,
como en el caso de Israel después del exilio, el resultado fue solamente el
orgullo nacional, este sentimiento, sin embargo, debió estar presente en su
1
corazón para siempre: que Jehová era Dios –«el Dios de Dioses» – y que
Jehová estaba en Israel, y era el Dios de Israel.
Esto explica la conducta de Acab en las primeras guerras con Ben-adad
2
de Siria. Huelga decir que este monarca no era el mismo, sino el hijo, del
que durante los reinados de Baasa (1 R. 15:20) y de Omri había tomado
posesión de tantas ciudades, tanto al este como al oeste del Jordán, y cuya
soberanía, en cierto sentido, había sido respetada en los bazares y las
calles sirias semi-independientes de la misma Samaria (1 R. 20:34). A
juzgar por diversas observaciones, tanto bíblicas como procedentes de los
monumentos asirios, este Ben-adad había heredado la insaciable ambición
de su padre, aunque sin sus cualidades más severas. No es difícil entender
los motivos de su guerra contra Acab.
«Era una costumbre bien establecida en Siria aislar y debilitar al reino vecino de Israel. Con
este objetivo en mente, Ben-adad IV (el padre de este rey de Siria) había roto su alianza con
Baasa, y se había unido con Asa contra Israel. Pero desde los días de Omri, la política de
Israel y la de Judá había cambiado. Sus antiguas mortíferas guerras mutuas habían dado
lugar, primero a la paz, y luego a la alianza entre los dos reinos, consolidada al final por el
matrimonio del hijo de Josafat con la hija de Acab (2 Cr. 18:1; 2 R. 8:18).»
Ben-Adad IV fue vencido por una coalición de israelitas y sirios en la batalla de Karkar. A partir
de entonces, las historias de Israel, Judea y Asiria estuvieron íntimanente entretejidas. Este
sacerdote alado pertenece a un relieve del palacio de Assurnazirpal II, un sucesor de Ben-adad.
El genio ostenta en la cabeza los cuernos sumerios del poder divino. (British Museum)
En todas estas buenas medidas había solo un error fatal. Procedieron
sobre el supuesto de que el Dios de Israel era como una de las divinidades
paganas. Y este punto fue enfatizado en la derrota de los sirios, que fue
anunciada a Acab por «un hombre de Dios,» probablemente otro distinto
del «profeta» que le había hablado anteriormente. Pero vale la pena hacer
mención especial del hecho de que este mensaje llegó después de la
invasión del ejército sirio. Así se evitaba la tentación de ser negligentes
con todos los preparativos ordinarios; la fe sería probada, y también
manifestada; mientras que, por medio de esta predicción, y por la
desproporción entre Israel y el ejército de Siria, Israel aprendería una vez
más a reconocer en esta liberación que Jehová era Dios.
Las lluvias del invierno habían terminado, y el viento de la primavera
y el sol habían secado la tierra. El aire tenía cierto frescor nuevo y la luz
resplandecía sobre el lugar, cuando el inmenso ejército Sirio se apiñó en el
campo de batalla histórico de Israel, la gran llanura de Jezreel. Volvemos
en nuestra imaginación a la escena de la última derrota fatal de Saúl (1 S.
15
29:1), y más allá todavía la de la gloriosa victoria de Gedeón. Una vez
más el enemigo estaba en Afec, con su retaguardia contra el monte donde
probablemente se hallaba la ciudad fortificada de este nombre, y de cara a
la llanura en su punto más ancho. Al viajar hacia el sur, hacia las
montañas, en nuestra imaginación, y hacia esas montañas entre las que se
halla Samaria, observamos cómo Ben-adad había actuado literalmente de
acuerdo con las sugerencias de sus siervos para evitar un enfrentamiento
con las divinidades de las montañas de Israel. Era el momento adecuado
para que Jehová evidenciara aquella gran lección que subyace y resume
toda revelación. No conocemos los números del ejército israelita –sólo
que, al acampar en dos divisiones al lado opuesto del valle, tal vez debajo
de los dos espolones de la cadena que se eleva sobre la llanura desde el
sudeste, parecían dos pequeños rebaños de niños– tan pequeños y débiles,
en comparación con sus enemigos. Durante siete días los dos ejércitos se
observaron mutuamente. Por el hecho, especialmente mencionado en el
texto, que los israelitas habían salido «con provisiones» (v. 27), e incluso
porque acamparon en dos divisiones, inferimos que el objetivo de Acab
era esperar en la defensiva, lo cual era claramente indispensable, debido a
la inferioridad numérica. Además, la posición judía fue elegida del modo
más feliz. Cerraba el avance del enemigo, que no podía ir hacia adelante
sin enfrentarse con Israel. Los sirios debieron observar la ventaja de la
posición de Acab, con su base de operaciones a sus espaldas, mientras que
la división de Israel en dos campamentos le permitiría acorralar al
enemigo si éste intentaba avanzar, en cuyo caso precisamente el tamaño
del ejército sirio resultaría ser una grave dificultad, debido a su limitada
capacidad de maniobra. Pero el peligro del retraso ocioso en un país hostil,
y en una guerra oriental, era casi tan grande como el otro. Y así, al séptimo
día, se realizó el ataque –según creemos, por iniciativa de los sirios. Su
16
derrota fue aplastante. El gran ejército sirio de 100.000 fue destruido, y
los hombres que fueron desde el campo de batalla a Afec, o los que habían
sido dejados allí como guarnición, se encontraron con una calamidad aún
más terrible. Mientras se apiñaban entrando por las puertas, o mientras
ocupaban los terraplenes, que probablemente habían sido alzados o
17
reforzados apresuradamente, un muro cayó sobre 27.000 de los suyos.
Al ser, pues, imposible, seguir defendiéndose, la confianza anterior de
Ben-adad dio lugar a un temor abyecto. Huyó de habitación en habitación
–hasta la habitación más interna. Sus siervos, que anteriormente le dieron
un consejo tan guerrero, ahora le aconsejaron que intentara salvar su vida
del modo más humilde posible, confiando en la esperanza de la
misericordia de los reyes de Israel, de la que habían tenido noticias. Aquí
hubo un sonido que no presagiaba nada bueno. Los reyes de Israel nunca se
habían distinguido por su misericordia. Pero demasiado a menudo habían
mostrado su simpatía con los reyes paganos que les rodeaban, y
manifestado un deseo de aliarse con ellos y adaptarse a sus modos de
actuar. No obstante, incluso teniendo esto en cuenta, no es fácil explicar la
conducta de Acab cuando los enviados sirios de Ben-adad aparecieron ante
él, con unos modos perfectamente orientales, con arpillera sobre sus lomos
y cuerdas en el cuello, intercediendo sólo por la vida del que ahora de
manera ostentosa se consideraba «esclavo» de Acab.
Capítulo 4
(1 Reyes 21)
Es significativo que las palabras que describen el estado de ánimo de
Acab, al volver a Samaria desde Jezreel, después de sus negociaciones
fracasadas con Nabot por su viña, son precisamente las mismas que se
usaran previamente para referirse a la impresión que le provocó el
mensaje del profeta (1 R. 20:43). En ambas ocasiones «estaba muy agitado
[de forma rebelde] y enojado». La igualdad de términos indica igualdad de
sentimientos. La misma afirmación propia, independencia de Dios y falta
de sumisión que habían conllevado su liberación de Ben-adad y el pacto
con él, y había inspirado sentimientos de rebelión y enfado al oír el
mensaje divino, ahora provocaron su resentimiento por la conducta de
Nabot.
El palacio de verano de Jezreel era el retiro favorito del rey Acab y de
Jezabel. La llanura algo pantanosa actual de Esdralón, las montañas casi
desérticas de Gilboa, y la triste aldea que ocupa ahora lo que fuera Jezreel,
y contempla las ruinas de Betsan, no pueden darnos la idea adecuada del
aspecto del lugar en los días de Acab y Jezabel y de sus inmediatos
sucesores. Entonces las montañas de Gilboa tenían una rica población de
bosques, y había dulces manantiales que aportaban frescor al aire y una
belleza de lujo a la vegetación de Jezreel, al llevar fertilidad a la llanura
inferior, que a la luz del verano relucía y temblaba como un mar de trigo
dorado. En el declive norte de Gilboa, donde desciende, con gran
pendiente y lleno de rocas, sobre un otero de unos 150 metros de altura,
allí estaba Jezreel. Protegida del feroz sol del sur por la deliciosa sombra
de Gilboa, que se levanta a su espalda, estaba orientado al norte, tal como
corresponde a una residencia de verano en oriente, cruzando la llanura
hacia las montañas de Galilea, Tabor y, más lejos, a Hermón, con sus picos
cubiertos de nieve. El monte descendía hasta el valle de Jezreel, donde
ondeaba un dulce manantial, que desembocaba en un estanque cercano.
Hacia el este, se veía Betsan, y cruzando la profunda depresión del valle
del Jordán, las montañas al otro lado, donde descansaba la luz azul y
púrpura. Al oeste se puede ver el Monte Carmelo a unos veinticuatro
kilómetros, y tal vez la brisa del oeste eleve hasta la llanura la fresca
fragancia del mar. Así era la Jezreel de Acab y Jezabel el retiro más
cercano, más seguro y más dulce de Samaria.
La viña de Nabot
Arrepentimiento de Acab
5
La réplica de Acab la consideramos como un lamento infantil en el
sentido de que Elías, que siempre había sido su enemigo personal, ahora
finalmente le encontraba con un pecado real, por el que podía invocar el
castigo divino. Sin duda admitió su culpa en ese momento de sorpresa y
una muestra de su temor del castigo divino que se le anunciaba. Pero esto
lo mezclaba con el hecho de que Elías era su enemigo personal –si no
como excusa, sí como una acusación– y había estado acechando en la
espera de encontrar alguna ocasión para invocar el juicio divino sobre él.
Fue precisamente contra este intento de convertir la cuestión en una mera
controversia personal que Elías formuló su respuesta (v. 20). «He
encontrado (no a ti), porque te has vendido a hacer lo malo delante de
Jehová». Lo que pronunció el profeta no fue el resultado de una enemistad
personal, tampoco lo que había provocado una tentación repentina o un
estado de ánimo apresurado del rey, sino toda la dirección de la vida que
Acab había tomado deliberadamente. Y en esto se destacan dos elementos
claramente: que se había vendido como esclavo (Ro. 7:14), de modo que
ya no gozaba de la libertad de acción, sino que tenía que obedecer las
indicaciones de su señor; y que se había vendido, consciente o
inconscientemente, para «hacer el mal delante de Jehová.» En
consecuencia, el juicio anunciado por Elías no era meramente con
referencia a Acab, como indican sus palabras que los perros lamerían su
sangre; sino que también se refería a su dinastía y la condenaba al
6
exterminio por esta razón doble: «por causa de la ira que has hecho salir,
y has hecho pecar a Israel». Por otro lado, este juicio general no iba a
reemplazar el castigo personal del actor de un crimen como el asesinato
7
judicial de Nabot. Los perros iban a «comer a Jezabel en el muro de
Jezreel», y un destino similar caería sobre toda la posteridad de Acab en la
ciudad (es decir, Samaria) o en el campo. Esto se puede considerar como
el juicio personal sobre pecados personales. Este hecho lo indican también
8
las anotaciones del escritor intercaladas en el relato (en los vv. 25, 26).
Pero el pecado en sí se podía evitar o modificar con el arrepentimiento
personal, pero no en lo que se refería a la culpa nacional en la que Acab
había inmiscuido a Israel.
Si se requiere alguna evidencia de la certeza de este relato o de toda la
historia en relación con el mismo, lo que se dice en conclusión lo es. Una
historia legendaria no hubiese presentado a un Acab arrepentido pero sin
renunciar a sus antiguos caminos. Pero esto también es cierto en la vida.
Como sucediera antes con lo que presenciara en el monte Carmelo, ahora
las palabras de Elías llegaron directamente al corazón de Acab. Ya no
disfrazaba la verdad referente a él mismo, ni intentaba desviar su atención
con pensamientos sobre la posible animosidad del profeta. Era ante Jehová
que había pecado, y ante Jehová se humilló. Como persona en duelo, rasgó
sus vestiduras; como penitente se vistió de saco; como culpable ayunó; y
como uno que se tambaleaba bajo una pesada carga de dolor y pecado,
9
anduvo suavemente. Y todo ello en público –a la vista de todos los
hombres. Era lo adecuado, si podemos tener el atrevimiento de usar esta
expresión, y de acuerdo con la declaración de juicio de Dios expresada,
que el Dios vivo, que había visto y vengado el crimen realizado en secreto
reconociera el arrepentimiento mostrado en público. En consecuencia, la
palabra de Jehová vino de nuevo a Elías para declarar que el
arrepentimiento personal del pecado personal había provocado la remisión
del castigo personal, pero no del que se refería a la dinastía. El juicio
visible, por el cual todos tenían que ver la retribución de la justicia de
Dios, fue aplazado hasta el tiempo de su hijo, y lo hubiese sido aún más si
él hubiese dado muestras de un arrepentimiento semejante. Pero sólo
aplazado, porque todo pecado manifiesto debe recibir su retribución. Y así
se guardó su recuerdo como advertencia misericordiosa para el hijo de
Acab. Pero cuando los perros lamieron la sangre de Acab, al limpiar las
manchas del carro, recordaron el juicio todavía incumplido que se cernía
sobre la casa de Acab como un gran nubarrón (1 R. 22:38). Pero esto fue
en Samaria, no en Jezreel, ni en la posesión de Nabot, porque, como
predijera el profeta, Dios no trajo «el mal» propiamente dicho en los días
de Acab, sino solamente su recuerdo como advertencia. Pero sobre Jezabel
10
caería con la terrible realidad de un cumplimiento literal.
Capítulo 5
(1 Reyes 22; 2 Crónicas 18)
Acab y Ocozías (8° y 9°) reyes de Israel Josafat (4°) rey de Judá
Capítulo 6
(2 Crónicas 19, 20:1–34)
Por entonces Josafat tenía treinta y cinco años; y como que su reinado
2
duró veinticinco años, se deduce que murió a la edad de sesenta años, que,
si se consideran los anales de las casas reales de Judá e Israel, se debe
considerar como una larga vida. Tenemos unos pocos detalles más sobre el
3
ascenso al trono de Josafat. Así vemos que su madre se llamaba Azuba,
hija de Silhi. También observamos con qué energía tomó en su mano al
4
principio de su reinado la reforma religiosa empezada por su padre Asa.
Pero la falta de respuesta real de parte de sus súbditos impidió el éxito
completo de sus medidas. Los bosques de ídolos y los lugares altos,
dedicados a Baal y Astarte, fueron destruidos (2 Cr. 17:6), pero resultó
imposible abolir el culto corrupto de Jehová celebrado en los «lugares
altos» (1 R. 22:43; 2 Cr. 20:33). Más allá de estas breves notas, el relato
del Libro de Reyes sólo indica que en aquel período no había rey en Edom,
sino que el país estaba al mando de un gobernador. Esto se manifiesta
claramente para explicar cómo se pudo emprender la expedición marítima
a Ofir sin provocar resistencia de parte de Edom, en cuyo territorio se
hallaba Ezión-geber. Pero el texto sagrado no da ninguna información que
5
justifique esta situación en Edom.
Profecía de victoria
El mensaje que entregó del Señor correspondía con cada una de las
partes de la oración que había sido ofrecida. Les encargaba que se
despojaran de todo temor –no porque no existiera un peligro real, sino
porque la batalla era de Jehová. Por la mañana debían salir al encuentro
del enemigo. Pero «no es para vosotros [no es vuestra = no necesitáis]
luchar en esta [batalla]: parad, quietos, y ved la salvación de Jehová con
vosotros» (vv. 15–17). Y con humildad y reverencia, el rey y el pueblo se
inclinaron ante el Señor en culto de alabanza y expectación creyente.
Temprano, la mañana siguiente, se prepararon para obedecer las
instrucciones divinas. Debía ser una batalla como la que nunca se había
presenciado desde que cayeron los muros de Jericó al sonido de las
trompetas del Señor cuando su arca daba vueltas alrededor de la ciudad. Y
se prepararon como ningún ejército jamás se había preparado para la
batalla. Por la mañana, cuando Judá salía de la puerta de Jerusalén, el rey
dio esta sola orden a su pueblo: tener fe –fe en su Dios, y en la voz enviada
por sus profetas. Tenían que disponerse de este modo. Luego «aconsejó al
17
pueblo», y todos a una designaron para su vanguardia a los cantores
18 19
sagrados del templo, vestidos con sus «ornamentos sagrados», que
debían cantar, como si desfilaran en una procesión triunfante, las
conocidas palabras de adoración: «Alabad a Jehová, porque su
misericordia es para siempre (comp. 2 Cr. 7:3, 6).
Si nunca antes un ejército había marchado a la batalla de este modo,
nunca jamás, ni siquiera en la maravillosa historia de Israel, se habían
obtenido unos resultados tan espectaculares. Por encima de Engedi se
alzan los acantilados de caliza a unos 600 metros sobre el nivel del mar
Muerto, aunque esta altura todavía se halla a 600 metros por debajo del
nivel del mar. Ahora hemos llegado al estéril y desolado desierto,
conocido como el desierto de Judá, que se extiende hacia el sur hacia las
montañas de Hebrón, y al norte hasta Tecoa. Entre las carenas de las
montañas, a menudo con formas fantasiosas, había innumerables uadis y
anchos valles. Es un desierto sin caminos, marcado por grietas y cuevas
rocosas. Allí, justo después de la cueva donde David se escondiera de Saúl,
en el acantilado de Hazzis –posiblemente la moderna El Hussah– había
concurrido el enemigo, y se había desplegado a través del ancho uadi que
20
va hacia Tecoa. Aquí, «al final del barranco», Israel conseguiría verlos,
observaría su derrota, pero no tendría que luchar por la victoria. Y así
cuando en el día resplandeciente el ejército de Israel miró hacia la cuesta
de Engedi, vio al enemigo. En ese mismo momento, como si fuese una
señal preestablecida, empezaron a cantar y alabar al Señor. Luego siguió
una escena extraña. Sería un perfecto error de comprensión de lo que la
Escritura llama la actuación de Dios, aplicar a combatientes angélicos las
palabras: «Jehová puso emboscadas contra los hijos de Amón, Moab y del
monte de Seir». Porque Dios mismo hace lo que sucede en su providencia,
que todo lo gobierna, aunque se desarrolle en una sucesión natural de
acontecimientos. No era necesario llamar a huestes angelicales. No sólo es
bastante lógico, sino que también explica mejor los acontecimientos
posteriores, el hecho que una tribu de edomitas, emparentada pero hostil
contra la que se había aliado con Amón y Moab en su ataque, debió estar
preparada en emboscada en uno de los uadis, esperando hasta que pasara el
cuerpo principal de los combatientes, para caer sobre la retaguardia, o
probablemente sobre los seguidores del campamento, mujeres y niños, y el
equipaje. Debieron calcular que mucho antes de que los hombres de la
vanguardia pudiesen volverse y abalanzarse sobre ellos en aquellos
angostos desfiladeros, ellos ya habrían escapado más allá de su alcance. Y
también es comprensible que cuando el ataque se realizó el cuerpo
principal de los amonitas y moabitas lo podían considerar como una
traición concertada entre el clan de los edomitas que estaban con ellos, y
el plan emparentado que se hallaba en la emboscada. Todo esto concuerda
bien con lo que todavía podría suceder con los beduinos de estas regiones.
Pero, en dichas circunstancias, los amonitas y moabitas naturalmente se
volverían para atacar a sus aliados traidores, y así se realizaría la primera
escena de esta batalla mutuamente destructiva. Habiéndose despertado la
desconfianza y animadas las pasiones, podemos entender con facilidad que
«cada uno ayudaba a destruir al otro» –acentuándose más el caos
posiblemente por el carácter peculiar del terreno, que en esta zona está
lleno de pendientes y precipicios y abruptos promontorios rocosos.
Mientras esta extraña batalla tenía lugar, Judá había ido avanzando al
son de himnos y alabanzas, más allá de Tecoa, hasta la última atalaya,
donde generalmente se observaba el desierto, para poder dar la noticia de
cualquier ataque repentino de las tribus del este. Mientras «miraban hacia
la multitud», que habían discernido en la distancia, no hubo «nadie que
escapara», ninguna fuga apresurada, como se podía esperar en semejantes
circunstancias, y parecía como si hubiesen quedado sólo cadáveres
esparcidos por el suelo. Posiblemente los judíos, al llegar al monte de
Tecoa, habían visto el ejército, y luego lo perdieron de vista de nuevo al
21
descender al uadi. Al volver a subir y llegar a la torre atalaya, debieron
ver lo que había sido «una multitud», ahora solo de cadáveres, y desde
donde estaban no podían discernir ningún fugitivo. A Judá no le quedaba
22
más que tomar los despojos de la batalla en la cual Jehová había ganado
la victoria. La recolección del botín duró tres días.
Capítulo 7
(1 R. 22:48; 2 R. 2:14; 2 Cr. 20:35–37)
La primera medida del rey fue enviar a Elías «un capitán de cincuenta
con sus cincuenta». Sin duda alguna con intenciones hostiles. Esto no sólo
se ve en las palabras del ángel en el versículo 15, sino en los hechos
mismos de la situación. ¿Por qué otra razón podía Ocozías enviar un grupo
militar de cincuenta hombres con su capitán, si no era para derrotar a
alguna fuerza hostil y obligarla a la obediencia, o para ejecutar algún acto
hostil? Lo último es la opinión más probable, y parece implícito en las
palabras confortantes que luego usara el ángel con Elías (v. 15).
A la expedición militar no le costó dar con el profeta. Éste no desafió
orgullosamente a los hombres armados ni se retiró atemorizado, sino que
los esperó en el lugar bien conocido de su morada en el Monte Carmelo.
Existe en cierto sentido un contraste lúdicro y también majestuoso entre
los cincuenta soldados y su capitán, y el hombre solo desarmado a quien
habían ido a capturar.
Elías se presenta ante el rey
Ascensión de Elías
Y así Eliseo tomó el manto que le había caído a Elías. No era una
insignia de distinción, sino de obra y oficio. Con este manto volvió a la
orilla del Jordán. Una mirada hacia el cielo: «¿Dónde está Jehová, el Dios
29
de Elías –y Él?» dicho no con duda o reticencia, sino, por lo contrario, en
afirmación de su propia comisión del cielo, con todo lo que implicaba –y
al golpear las aguas con el manto de Elías, se separaron una vez más, y
Elías cruzó el río.
Así se separarán las aguas de la dificultad, incluso las frías aguas de la
muerte, si golpeamos con fe con la prenda dada por el cielo; así la
promesa de Dios siempre será segura, y Dios será veraz en su palabra; y
así podremos seguir adelante sin titubear, aunque en humildad y oración,
para cumplir cualquier obra que nos encomiende.
Capítulo 8
(2 Reyes 2:15–25)
El profeta Eliseo
«La sanidad de las aguas, aunque realizada por medio del profeta, fue un acto directo de
Jehová (v. 21). En consecuencia, como todo lo que está relacionado con el servicio del Señor,
la redoma que debía usarse tenía que ser “nueva” (Nm. 19:2), y dedicada exclusivamente a
Dios. El medio directo de la “sanidad” era “sal”, dentro de esta redoma nueva. Se añadía sal
a todo lo que se ofrecía, como emblema de la incorrupción, y por lo tanto de purificación».
Estos son «platos nuevos» de hace 3.000 años descubiertos en Ras-Shamra. (Museo del Louvre)
Este milagro nos enseña muchas lecciones profundas: principalmente,
que la sal de la redoma nueva cuando se aplicó al manantial de agua la
sanó –desde entonces, totalmente y para siempre; y de nuevo, que en la
sanidad se combinaban tres cosas– el uso de unos medios (sin efecto
alguno de por sí), la palabra del profeta, y el poder de Jehová. Pero en
primera posición, nos ayuda a comprender que Dios es un socorro presente
en los momentos difíciles –simplemente con la condición de que le
busquemos del modo que él determina.
3. De todos modos, se necesitaba todavía una demostración más de la
autoridad profética de Eliseo. Esta vez no en bendición, sino para juicio –
severo, rápido y sin vacilar. Los que despreciaron su misión, o más bien
desafiaron al poder que estaba detrás de la misma, debieron aprender con
una terrible experiencia su realidad. Y que este juicio al inicio del
ministerio de Eliseo fue entendido así, se ve por el hecho que su ministerio
no parece haber encontrado nunca más oposición.
Una vez más el profeta iba por su camino solitario por donde habían
caminado anteriormente con su maestro. Porque se recordará, que el
último lugar donde se detuvieron Elías y Eliseo en su camino hacia Jericó
y el Jordán había sido Bet-el. Y esto también es significativo. Por lo que a
Eliseo se refiere, porque debió provocar los pensamientos más solemnes,
especialmente ahora que empezaba a desarrollar su obra; y no menos en
cuanto a los habitantes de Be-tel, que habían visto por última vez a Eliseo
en compañía de Elías justo antes de su ascensión. De hecho les recordó la
última aparición entre ellos de los dos, pero solo para burlarse del
acontecimiento relacionado con ella. Pero esto era para mofarse tanto del
profeta muerto como del vivo, e incluso del gran poder de Jehová. Se
trataba de un desafío abierto a Dios, tanto más inexcusable en cuanto no
había sido provocado, y en cuanto ofendía la ley humana casi tanto como
la de Dios. Porque no sólo se trataba de una rescisión de la hospitalidad,
sino que también ignoraba la reverencia por la autoridad especial de tipo
religiosa, que ha sido siempre una característica típica de la vida de
oriente.
Eliseo había subido lentamente los 900 metros que iban desde la baja
5
llanura de Jericó hasta los montes donde se halla Bet-el. Estaba subiendo
por el último monte –probablemente por el desfiladero del Uadi Suweinit,
donde los montes todavía dan muestras de los extensivos bosques que
antiguamente los cubrían– cuando se encontró con una banda de
«muchachos», quienes, según parece que implica el texto, habían salido a
su encuentro. No eran «niños pequeños», sino muchachos, según inferimos
por el uso de la misma expresión en el caso de Salomón (1 R. 3:7), cuando
tenía unos veinte años, y la aplicación de un término parecido, incluso más
6
fuerte, para designar a los jóvenes consejeros de Roboam. Y su presencia
allí tenía un propósito intencionado. No sabemos cómo se habían enterado
que Eliseo se acercaba, o que el gran profeta, a quien cincuenta hombres
fuertes habían buscado en vano, había «subido», aunque a estos hechos
debieron prestar una muy vaga atención. Pero del mismo modo que el
insulto «calvo» era sin duda un término de reproche, independientemente
7
del sentido con que lo usaran, también el grito «¡Sube! ¡Sube!» con el que
8
le siguieron nos parece una alusión de befa a la ascensión de Elías.
En el espíritu que provocara las palabras de Moisés y Aarón (Éx. 16:6–
8), y de Pedro (Hch. 5:3, 4), y no, sin duda, con un sentimiento de
venganza personal, Eliseo se volvió y pronunció sobre ellos la maldición
9
que les sobrevino poco después en un modo tan extraño que parece haber
10
tenido como objetivo especial atraer la atención pública. Porque aunque
el gran peligro de los osos, sobre todo cuando estaban irritados, se cita con
11
frecuencia en las Escrituras, y el gran número (cuarenta y dos) de
matados, no comidos, por las dos osas, indica cuántos jóvenes habían
salido juntos para mofarse de Eliseo, una calamidad tan extensa por una
causa así era tan poco usual y debió haber extendido un duelo tan amplio
como para atraer toda la atención general hacia el ministerio de Eliseo.
Asentamiento en Samaria
Lecciones de su inscripción
Tal vez sea conveniente escribir aquí las partes de la inscripción que
sean importantes para los fines de esta obra, con la adición posterior de
breves comentarios explicativos. La inscripción empieza de este modo
(indicamos las líneas originales):
1. Yo Mesa soy el hijo de Chemoshgad, rey de Moab, el
2. Dibonita. Mi padre reinó sobre Moab treinta años y yo rei-
3. né después de mi padre. Y yo erigí esta roca a Chemosh en Kikha
[una roca de]
4. [sa] lvación, porque me salvó de todos los despojadores, y me hizo
ver mi deseo sobre todos mis enemigos, sobre Om-
5. [r]i, rey de Israel. Él afligió a Moab durante muchos días, porque
Chemosh estaba enfadado con su pa-
6. [í]s. Su hijo le sucedió, y él también dijo, afligiré a Moab. En mis
días dijo [Vayamos]
7. Y yo veré mi deseo en él y en su casa. E Israel [dijo], Destruiré con
una destrucción eterna. Ahora Omri tomó [había tomado] la tierra.
4
8. Medeba y… la ocuparon… los días de su hijo, cuarenta años. Y
Chemosh [tuvo misericordia]
9. de ella en mis días, y yo construí Baal Meon, e hice un depósito allí. y
yo [construí
No podemos continuar con esta cita, por interesantes que resulten los
temas que en ella se ven implicados. Lo que sigue describe la reconquista
de parte de Mesa de varias poblaciones del norte de Moab, anteriormente
ocupadas por Israel, su reconstrucción y la dedicación de mujeres cautivas
a «Ashtar-Chemosh» (Astarte-Chemosh), y de lo que se describe como
«vasos de Jehová», a Chemosh –ambos en la toma de Nebo, en el extremo
norte de Moab.
En las líneas 1–9, la primera cláusula de la inscripción, Mesa relata la
sumisión de Moab por Omri, padre de Acab, y la liberación de aquel país,
que se atribuye a Chemosh. Suponemos que esto se refiere de algún modo
a la retirada de los ejércitos aliados de Kir-hareset, y su evacuación del
5
país (2 R. 3:25). Por todo ello inferimos que la tierra de Moab, que
aparentemente había recobrado su independencia durante, o
inmediatamente después, del reinado de Salomón, fue reconquistada, por
lo menos en parte, por el guerrero Omri. Y por la lista de ciudades que
menciona Mesa en otras partes de la inscripción como reconquistadas,
concluimos que Omri había invadido Moab desde el norte, mientras que
más tarde los ejércitos aliados se introdujeron desde el sur. En
consecuencia se mencionan varios lugares que el rey de Israel había
fortificado y Mesa había capturado de nuevo. Todas estas ciudades se
hallan al norte del Arnón. El profundo torrente, y la rápida corriente de
aquel río, dificultaría en gran manera el paso de un ejército hostil. De ahí
que el ejército invasor de Omri parece haber sido detenido por ese
obstáculo, y Jahaz, que estaba al norte del Arnón, es el punto más al sur
mencionado en la inscripción, como tomado y fortificado por el rey de
Israel.
Pero mientras el norte de Moab era ocupado así por Israel, el sur del
país parece haber mantenido su independencia tanto durante el reinado de
Omri como el de Acab. Después de la muerte de este último, «Moab se
rebeló» (2 R. 3:5), bajo el liderazgo de su valiente rey Mesa –un nombre
relacionado con la palabra «liberación». Tiene el mismo talante que su
padre Chemosh-Gad, que es un nombre compuesto de los dos dioses,
Quemos y Gad (el último era dios de la fortuna). La primera nota del
movimiento para la recuperación de su independencia parece haber sido la
repentina invasión de Judea por Moab, en alianza con los amonitas y la
tribu de edomitas (2 Cr. 20). Probablemente los moabitas todavía no se
habían sentido suficientemente fuertes para emprender un ataque contra la
fortaleza de los israelitas en el norte de Moab, y en consecuencia
resolvieron hacer una incursión a través de la frontera indefensa de Judea,
al mismo tiempo que intentaban montar una alianza contra Israel con
todas las tribus de la línea oriental de Palestina. Sabemos que por la ayuda
divina a Josafat, esta expedición fracasó de manera milagrosa, mientras
que en la matanza mutua siguiente los edomitas aliados de Moab fueron
los primeros en sufrir. Así, la liga contra Israel proyectada no sólo se
rompió, sino que Edom se vio arrastrado dentro de lo que parece haber
sido una contraliga palestina, cuya patética historia está relacionada con la
así llamada «piedra moabita».
Es imposible encontrar palabras para describir los diversos
sentimientos producidos por el reconocimiento del hecho que después de
2.500 años se encontrara de manera tan inesperada una piedra monumental
para dar testimonio de la Santa Escritura, y especialmente de su registro
de aquel suceso a partir del cual Mesa fecha la recuperación de la
6
independencia de Moab, –tanto más en cuanto atribuye la gloria de ello a
7
Chemosh, su dios. Cuando nos volvemos al relato bíblico desde la
inscripción moabita, vemos que Mesa, como sus predecesores, había
pagado gravosos tributos anuales a Israel, que se pagaba en especie.
Leemos que «era propietario de ganados». Los extensos valles de Moab
estaban cubiertos de rebaños innumerables, y el tributo que tenía que
pagar consistía en «cien mil corderos y cien mil carneros castrados –la
lana». La redacción del original no es muy clara, pero como que el término
usado para «corderos» generalmente designa «corderos alimentados»,
concluimos que si se intentaba indicar que la lana era el tributo, debió ser
la de «los corderos castrados», y que a esto se añadían los cien mil
corderos alimentados. Huelga decir que este tributo cesó cuando Mesa se
liberó del yugo de Israel.
Los acontecimientos relatados explicarán de manera suficiente la
ansiedad de Josafat para que el creciente poder de Moab se viera
controlado y se creara de manera eficiente una contraalianza para hacer
frente a los enemigos comunes de Palestina. En cuanto a escrúpulos
religiosos por una alianza con Israel, podía argumentar que Joram no era
como Ocozías, ni siquiera como Acab (2 R. 3:2), y que puesto que Dios
mismo había concedido una victoria tan significativa contra Moab, una
invasión conjunta de su tierra podría incluso ser agradable a sus ojos.
Difícilmente fracasamos en el intento de encontrar razonamientos
agradables o incluso religiosos para justificar lo que nos hemos propuesto
de corazón. Pero sí que parece extraño, que la respuesta que Josafat diera a
la invitación de Joram para que se uniera a él en la campaña contra Moab
fuese precisamente la misma que había dado en aquella desastrosa
situación en la que Acab le pidió que subiera con él contra Ramot de
Galaad (1 R. 22:4). De todos modos, tal vez se tratara de un modo común
de expresarse en estas circunstancias, o incluso que el historiador sagrado
hubiese deseado enfatizar la insensatez y el error de la conducta de Josafat
al usar las mismas palabras que antes en la infeliz alianza con Acab.
El plan acordado por los dos monarcas fue invadir Moab por el sur.
Esto, no sólo para asegurarse la colaboración del rey de Edom, que
entonces se había unido a la liga contra Moab, y para proteger la
retaguardia y sus comunicaciones, sino también por importantes razones
estratégicas. No cabe duda de que el norte de Moab estaba sujeto a Israel,
pero el Arnón delimitaba la frontera, y ningún comandante prudente
intentaría forzar una posición como la línea del Arnón ante la mirada de
un general como Mesa.
La falta de agua
Leemos que los tres reyes fueron a la tienda de Eliseo. No sólo por el
temor de que él se negara a ir adonde estaban ellos, ni por humildad, sino
probablemente porque debieron temer el efecto en el ejército de palabras
similares a las de Micaías en una situación parecida (1 R. 22:17–28). La
acogida que recibieron del profeta los tres reyes aliados de modo
incongruente no fue animadora en absoluto. Por otro lado, una petición de
ayuda a un profeta de Jehová formulada por el rey pagano de Edom y el
hijo de Acab parecía tratar el oficio profético como si implicara la magia y
la adivinación paganas, tal como Balac antiguamente intentara utilizar a
Balaam contra Israel. Eliseo no podía escuchar una solicitud de este tipo;
debía ser dirigida –tal como lo dijo al rey de Israel– a los profetas de Baal.
Eliseo había juzgado a Joram de modo perfecto y esto lo vemos en su
respuesta, cuando con estupidez casi increíble, una vez más insistió –
presumiblemente como razón de su venida– en que Jehová, el Dios del
profeta, y el antiguo enemigo de la casa de Acab, había reunido a estos tres
reyes para su destrucción. Con una persona así era imposible discutir, y el
profeta se dirigió al rey de Judá, por cuya causa únicamente iba a permitir
que la entrevista continuara y estaría dispuesto a buscar el auxilio del
Señor.
Cierta escuela de críticos ha supuesto que cuando Eliseo llamó a un
tañedor lo hizo para hacer subir en él la facultad profética, o que éste era
el modo común de producir inspiración profética. Pero de la última
10
afirmación no tenemos evidencia alguna, mientras que de la primera,
11
tanto el testimonio bíblico (1 S. 16:16) como el pagano demostrarán que
el propósito del uso de la música era el de calmar, no excitar, la mente. La
situación actual no era diferente. Eliseo se restableció de su agitación por
su entrevista con Joram con el tañedor, y así se preparó para recibir la
comunicación divina. La información era doble: había la promesa de la
liberación del momento actual y también de la victoria completa sobre
Moab. El pueblo recibió instrucciones de llenar el uadi de estanques –y
luego, sin ruido de viento, u observación de lluvia, el uadi se llenaría de
agua, y el ejército se vería libre de sus dificultades actuales. Pero esto eran
sólo los preparativos. Les iba a ser concedida una victoria completa, y en
su avance victorioso destruirían todas las ciudades fortificadas y
destrozarían completamente el campo del enemigo. No nos concierne a
nosotros vindicar la obra de guerra indicada aquí, aunque no había sido
12
prescrita (v. 19). Parece contrario a las instrucciones divinas explícitas de
Deuteronomio 20:19, 20. No obstante al juzgarla se deben tener en cuenta
algunas consideraciones. Ante todo debemos recordar el espíritu de la
época. Tampoco estamos muy lejos en el tiempo de cuando estragos
parecidos a estos eran comunes en los campos enemigos. De hecho, esta
forma de destrozar el campo hostil parece haber sido una práctica
generalizada en aquella época en todas las naciones. Así se representa con
13
frecuencia en los monumentos asirios, y se menciona en los escritos
14
clásicos.
Aquí resultará de interés recordar dos puntos que de otro modo podrían
pasarse por alto. Se recordará que la inscripción de la «piedra moabita»
hace la siguiente referencia especial a esta modalidad de actividad bélica:
«En mis días dijo, [Vayamos,] y veré mi deseo sobre él y su casa. E Israel
(dijo), destruiré con una destrucción eterna». Así la piedra moabita hasta
cierto punto da testimonio en favor de las propias palabras que Eliseo
había usado. Además, puede surgir la duda sobre, si Israel no hubiese
adoptado esta modalidad bélica, si la retirada del ejército aliado de Kir-
haraset no hubiese sido seguida por una formidable invasión moabita en
Palestina. Tal como fue, la reparación del daño provocado en su país debió
absorber todas las energías de Mesa. Y la conclusión de la inscripción
moabita da testimonio de esta labor de restauración.
Regresamos al relato de lo que pasó el día después de la entrevista con
Eliseo. Tal como indicara el profeta, se cavaron estanques –según
suponemos, detrás o al lado del campamento de Israel, aunque disponemos
de insuficiente información como para aventurarnos a ofrecer una
descripción más detallada.
Liberación divina
Capítulo 10
(2 Reyes 4)
Por un lado, indica que todas las cosas son contempladas desde el
punto de vista divino, mientras que por otro lado, nos ayuda a entender el
significado y el propósito real de los elementos milagrosos del ministerio
de Eliseo, en cuanto designados a recordar a Israel un sentimiento
consciente de la presencia y el poder de Jehová, y evitar, por medio de este
avivamiento religioso, el juicio nacional inminente. De manera accidental,
obtenemos, en el curso del relato, consideraciones secundarias interesantes
de la vida pública y privada en Israel, que en general confirman nuestra
confianza en la verdad histórica de lo que se relata.
Al principio podemos decir que la impresión que este relato nos causa
en sentido global es que parece transferido o más bien resumido a partir de
algún relato o alguna obra especial sobre la actividad de Eliseo. Los
acontecimientos no parecen estar dispuestos en una sucesión cronológica
estricta, sino que están agrupados por su relación interna, de modo que un
relato de una actividad más privada del profeta, en cuanto concierne a
individuos, familias y comunidades, va seguido del de su actividad
pública, con referencia a Israel y Siria. De nuevo, es razonable suponer
que no todo lo que se recoge aquí sucediera exclusivamente durante el
reinado de Joram, que sólo duró doce años (2 R. 3:1). Porque puesto que
Eliseo murió durante el reinado de Joás (2 R. 13:14), su ministerio debió
extenderse por cuatro reinados, y duró en total unos cincuenta y cinco o
cincuenta y seis años. Así, habría un vacío de cuarenta y cinco años en el
relato si todo lo que está registrado de Eliseo hubiese sucedido durante el
tiempo de Joram. Pero la lección más profunda del ministerio de Eliseo
era manifestar, en contraste con el oscuro fondo del juicio inminente de la
apostasía de Israel, el tierno cuidado, la provisión suficiente, el auxilio
siempre presente que el Señor extendía sobre sus propios siervos y su
pueblo.
La sunamita y Eliseo
4
El segundo relato de esta serie de «los hechos» del profeta, nos
transporta al tranquilo pueblo de Sunem, y al retiro de un hogar israelita
5
piadoso. Conocemos Sunem por nuestra historia anterior, pero entonces
en relación con batallas o con escenas muy diferentes a las que estamos a
punto de presentar. La moderna Sulem es un conjunto arruinado de
chabolas de barro. Exceptuando su emplazamiento, casi no recuerda nada
de aquel antiguo pueblo próspero, saludable, feliz y dedicado a la
agricultura, según parece que se veía sobre la rica llanura de Esdralón.
Estaba muy cerca del palacio de verano de Jezreel, que se hallaba colgado
en el monte más arriba, ocupando una posición de igual belleza y dominio.
Y a pesar de su proximidad a una corte corrupta, en sus hogares había un
ambiente muy diferente. Parece ser que Sunem conservaba algo del
antiguo espíritu israelita, algo de su pureza, honradez, impulsividad, y casi
diríamos intensidad, que incluso mucho tiempo después caracterizó a la
Palestina del norte y a las gentes de Galilea. Un sólido sentido de
independencia (2 R. 4:13), junto con una sencillez reverente (vv. 9, 10),
afecto familiar cálido (vv. 16, 18, 20), religiosidad honrada y una fe
espiritual sin fluctuaciones (vv. 23, 24, 28) –éstas son las ideas que hemos
aprendido a asociar con Sunem. Y la forma física de esta población
también parece ser que correspondía a esta salud moral. Según parece,
Sunem no sólo era el hogar de hombres ricos, sino también de hermosas
mujeres, tales como la bella Abisag, la joven esposa del rey David (1 R.
6
1:3), o la encantadora sulamita que encantó el corazón de Salomón (Cnt.
6:13, etc.), y de la sunamita de este relato.
Inferimos que por entonces Eliseo había pasado con frecuencia entre
7
Samaria y lo que probablemente consistía en su morada en el Carmelo. El
camino directo de un lugar a otro no pasaba por Sunem, que queda algo
más al este, en la ladera sudoeste del «pequeño Hermón», y en el lado
opuesto de Esdralón desde el Carmelo, a una distancia aproximada de
veinticuatro o veinticinco kilómetros a través de la llanura. Pero sucedió
que en cierta ocasión Eliseo «pasó por encima [traducción literal] a
Sunem». De acuerdo con la buena costumbre israelita, recibiría
hospitalidad; pero era simplemente lo adecuado que dicho servicio se lo
8
ofreciera la señora de la que parece haber sido la «gran» casa de Sunem.
Inferimos que Eliseo al principio no deseaba aceptar la invitación a la
«gran» casa. Probablemente había pocas mansiones en el país donde el
profeta se pudiera sentir en casa. Pero cuando cedió ante la importunidad
insistente aunque moderada de la sunamita, pronto debió darse cuenta de
que no sólo era un lugar agradable para reposar de su viaje, sino también
un lugar donde podía acudir para refrescar su cuerpo y alma sin peligros.
Demasiado a menudo queremos aplicar nuestras costumbres modernas a
los tiempos antiguos, pero aquí podemos indicar que el modo en que la
sunamita llamó a Eliseo «santo» varón de Dios, indica una piedad
iluminada; el cuidado con el que lo recibe, consideración afectuosa; la
provisión de intimidad absoluta, reverencia y falta de egoísmo; y las
circunstancias (referidas posteriormente) de su atención a las
instrucciones religiosas de Eliseo (v. 23), cierta relación espiritual entre
ellos. Y así sucedió que, después de esta primera visita, «cada vez» que
Eliseo «atravesaba» la llanura de Esdralón «se desviaba» [de manera
literal, puesto que Sunem no se hallaba en el camino directo] para
disfrutar de la hospitalidad de la piadosa señora de la «gran» casa de
Sunem.
Pero la frecuencia de sus visitas, en lugar de tener como consecuencia
una mayor familiaridad, simplemente conllevaron mayor reverencia de
parte de la sunamita. La observación que realizara ella le hizo considerar a
Eliseo no sólo como una persona muy diferente de los que por entonces
podían haber pasado por profetas en ciertas ocasiones, sino que incluso de
los hijos de los profetas comunes –es decir como hombre de Dios
distinguido por la santidad. Todo esto lo argumentaba ella ante su marido
no sólo en referencia a sus preparativos para una hospitalidad adecuada
sino incluso para la completa intimidad del profeta. En Palestina había una
escalera exterior que llevaba a la terraza de la casa, de modo que no era
necesario entrar en la morada. Entonces ella quiso cerrar parte de la
terraza con paredes, para convertirla en «un aposento alto». Así el profeta,
si lo deseaba, podía entrar y salir de su alojamiento sin ser observado ni
molestado. Esto era sin duda una falta de egoísmo meditada y ante todo
una amabilidad y una hospitalidad llenas de respeto. La habitación, y su
escaso mobiliario, pueden parecer muy sencillos para nuestro modo de
pensar moderno. Pero para la familia significaba privarse de la parte de la
casa más apreciada en oriente, mientras que los muebles, por escasos que
fueran según nuestras ideas, constituían una dotación mejor y mayor de lo
que se hallaba normalmente en los sencillos apartamentos dormitorio
9
orientales. Evidentemente el objetivo era ofrecer al profeta la posibilidad
de una estancia larga, con toda intimidad y, según parece por el contexto
(v. 13), no sólo incluía al profeta sino también a su sirviente.
10
Toda esta «molestia» con la que la sunamita se «tomó la molestia» en
favor de Eliseo y de su siervo estaba tan repleta de delicadeza que el
profeta, quien al principio fuera reticente a aceptar cualquier tipo de
hospitalidad, ahora hacía uso regular de esta provisión de comodidad y
retiro. Era absolutamente natural que él pensara en alguna retribución para
su anfitriona. En consecuencia, en una ocasión dio instrucciones a su
11
siervo Giezi, a quien encontramos aquí por primera vez, para que
preguntara a la sunamita qué servicio le podía hacer: «¿Hay algo para
decir al rey o al capitán del ejército?» indica cierta situación general
insegura, además de algo de despotismo en el estado cuando «el capitán
del ejército» está evidentemente cerca del rey. Al mismo tiempo también
implica la existencia de mejores relaciones entre el monarca y el profeta, y
así confirma la opinión expresada anteriormente que el ministerio de Elías
y Eliseo, respaldado casi a cada paso por manifestaciones divinas directas,
tuvo como efecto por lo menos la tendencia de detener el progreso de la
apostasía de Israel.
12
La respuesta de la sunamita a Giezi: «Habito en medio de mi
pueblo», manifiesta no sólo un verdadero espíritu israelita de franca
independencia, sino también una luz favorable en la zona, que (como todas
las otras partes del país)estaría bajo el gobierno de sus propios ancianos.
Lo que sucedió a continuación se expresa de modo sumamente gráfico. A
la pregunta de Eliseo, sobre qué se podía hacer para ella, Giezi, que sin
duda tenía un conocimiento ferviente de las cosas de este mundo,
respondió: «Ciertamente, no tiene hijos, y su marido es anciano». Se
trataba solo de una sugerencia, y en este sentido también era típica de
Giezi. Pero ahora, cuando no debía ser un favor pedido por el hombre, sino
una maravillosa misericordia concedida por Dios, Eliseo ya no habló con
13
la sunamita a través de Giezi sino directamente, dándole la promesa de lo
que en el Antiguo Testamento se consideraba mucho más que simplemente
la fuente del gozo de una madre. Y en la respuesta de ella observamos un
aire genuino, una mezcla de esperanza y de falta de osadía en su espera, y
sobre todo la ausencia absoluta de cualquier adorno legendario, que casi
nos la podemos imaginar como habla y respetuosamente se queda en pie
en el umbral de la puerta.
El hombre de Baal-salisa
.
Capítulo 11
(2 Reyes 5)
Y así tuvo que entenderlo Naamán. Fue bueno que su relación con sus
siervos fuera tan simple y llena de afecto («padre mío»), de modo que
pudieran dirigirse a él con esta objeción respetuosa, y así alejarlo de su
propósito apresurado. Porque, a menudo los que nos rodean ven más
claramente el verdadero significado de las cosas que nosotros. Al mismo
tiempo, también podemos aprender de la relación entre Naamán y sus
siervos que el cumplimiento fiel de las obligaciones diarias pueden
19
preparar el camino para la recepción de una bendición más elevada.
Así sucedió que en lugar de volver «airado» y leproso a Damasco,
Naamán descendió al Jordán. Y obediente a «las palabras del hombre de
Dios», «se zambulló siete veces en el Jordán», y «su carne se volvió como
la carne de un niño pequeño, y fue limpio». Difícilmente nos
equivocaremos si consideramos el número siete como símbolo del pacto
(comp. también 1 R. 18:43), y también el hecho que implica una prueba de
fe, puesto que suponemos que la sanidad no se cumplió hasta después del
séptimo zambullido. Y entonces se vio, por el efecto producido, que Eliseo
desde el principio había deseado obtener no sólo su salud física, sino
también la recuperación espiritual de Naamán. Aunque el profeta no se lo
indicara, pero de acuerdo con los impulsos de un corazón renovado, como
el samaritano agradecido del evangelio (Lc. 17:15), regresó a Eliseo, y
manifestó un reconocimiento tan completo de Dios –tanto negativa como
positivamente– que se podía haber dicho entonces: «No he encontrado una
20
fe tan grande, no, no en Israel» (Mt. 8:10). Y también mostró, del modo
que podía, los frutos evangélicos de la gratitud, y de una nueva dirección
21
de vida. De lo primero dio muestras en su deseo de ofrecer un regalo; de
lo segundo, en su petición de «la carga de tierra de dos mulas». Y ello para
construir un altar a Jehová, según inferimos por la expresión de su
resolución de hacer ofrendas en adelante solo al Señor.
Poca cosa tenemos que decir sobre la negación de Eliseo de aceptar
regalos de Naamán. Porque los profetas aceptaban dichas ofrendas con
frecuencia (1 S. 9:7, 8; 1 R. 14:3), y Eliseo mismo lo había hecho
recientemente (2 R. 4:42). Pero en este caso era sumamente importante
demostrar –en contraste con los adivinos paganos– que, así como el
profeta de Dios no hacía milagros por su propio poder, ni de su propia
voluntad, tampoco lo hacía por la recompensa, y que el don de Dios no se
podía comprar con dinero. Efectivamente, resulta difícil exagerar la
impresión causada por el rechazo de Eliseo tanto a los seguidores de
Naamán como a todo Israel. Uno de los padres de la iglesia observa en la
conducta del profeta el mismo principio subyacente a las instrucciones de
nuestro Señor cuando envió a sus discípulos con estas palabras: «De gracia
recibisteis, dad de gracia» (Mt. 10:8). Y Eliseo tampoco podía tener dudas
sobre la otra petición de Naamán. Si al hacer su altar de tierra de acuerdo
22
con las instrucciones divinas (Éx. 20:24), deseaba usar la tierra de Israel,
no podía ser con la idea de que el Dios de Israel sólo podía ser adorado en
tierra israelita. Cualquier idea de Jehová como divinidad nacional,
limitada al suelo de Israel, sería evidentemente contradictorio con su
convicción manifiesta de que no había «ningún Dios en toda la tierra, sino
solamente en Israel»: ninguna divinidad nacional, sólo el único Dios vivo
y verdadero, cuyo conocimiento y manifestaciones estaban solamente en
Israel. Y Eliseo tampoco hubiese podido aceptar un error tan grave. Pero
podemos entender fácilmente los sentimientos que provocaron un deseo de
23
erigir un altar israelita, no sólo como recordatorio de amor por el
beneficio recibido, sino como coherente con el culto de Israel, al cual su
nueva fe le había llevado. Sería una expresión externa de su fe interior, y
además proclamaría constantemente por toda Siria que no había ningún
otro Dios que el de Israel, y ningún otro culto fuera del suyo.
Y no obstante, nos vienen pensamientos más amplios. La dispensación
del Antiguo Testamento parece extenderse al tener contacto con el mundo
pagano: parece como si saliera de sus fronteras temporales; se convierte
en universal por su aplicación, y en su tolerancia de corazón pierde su
exclusividad. Así, este incidente también es una figura de la época del
Nuevo Testamento. Porque la sanidad implicada de los sacrificios de
Naamán –aunque probablemente se trataba sólo de holocaustos y
24
sacrificios de agradecimiento–, parece que nos lleva más allá de la
dispensación preparatoria. Por otro lado, es una prueba de esta tolerancia
que Eliseo no dé una respuesta negativa a la petición de Naamán –en la
cual debemos observar una importante alteración de lectura: «Cuando mi
25
señor entra en la casa de Rimón para inclinarse allí, y él se apoya en mi
26
mano, y yo me inclino en la casa de Rimón cuando él se inclina en la
casa de Rimón– que Jehová perdone a tu siervo en esto». Se observará que
de acuerdo con esta lectura se obtiene una clara distinción –a pesar del
hecho de que los términos usados son los mismos– entre el «inclinarse» de
Naamán, simplemente porque su señor real se apoyaba en su brazo, y el
«inclinarse» del rey de Siria para rendir culto. Precisamente la mención de
este escrúpulo de parte de Naamán demostraba no solo la ternura de su
conciencia iluminada, sino también que no corría ningún peligro de
adaptarse al culto pagano. Y así, sin entrar de manera especial en el tema,
27
Eliseo le podía decir «ve en paz».
Pero este relato tuvo todavía otra triste secuela. Ya hemos observado
en varias ocasiones la diferencia esencial entre el espíritu del profeta y el
de su siervo. En esta ocasión se manifestó de tal modo que, de haber
quedado impune, hubiese manchado la obra de Eliseo. Parece difícil
comprender como, con un conocimiento completo de la obra que se
acababa de realizar, y de todo lo que había sucedido, Giezi podía adoptar
una posición tan diferente de la de su señor. Pero, desgraciadamente, se
han dado demasiados casos parecidos como para que nos sorprenda. El
carácter de Giezi era en todo lo contrario del de Eliseo. Era codicioso,
egoísta y cerrado. Hay una gran diferencia entre el «vive Jehová», con el
que Eliseo empezó su rechazo persistente de recibir algo de parte de
Naamán (v. 16), y la misma expresión en boca de Giezi, cuando decidió
«tomar algo» de «este sirio» (v. 20). A Giezi le parecía que su señor «había
perdonado a este sirio» de manera innecesaria y necia, «al no recibir de
sus manos lo que le traía». No sabía ver en lo que había sucedido nada
superior a una transacción entre un hombre y otro hombre. Se trataba de
un acto de generosidad romántica, una muestra poco práctica de un
principio equivocado, donde toda consideración –incluso nacionalidad y
religión– apuntaba hacia otra dirección. De todos modos, no había ninguna
razón por la que él no pudiese actuar de otro modo.
Naamán había avanzado algo en su camino, cuando vio al siervo del
profeta que se apresuraba en pos de él. Mostrando al siervo un honor
parecido al que hubiese usado para con su señor, el capitán sirio descendió
de su carro para salir a su encuentro. En respuesta a la pregunta ansiosa de
Naamán, Giezi inventó un mensaje de Eliseo sobre el hecho que dos de los
hijos de los profetas acababan de llegar del monte Efraín, donde se
hallaban Bet-el y Gilgal, y que le pedía para ellos un talento de plata y dos
mudas de ropa. Probablemente tenemos que comprender que estos «hijos
de los profetas» imaginarios habían acudido a Eliseo solicitando ayuda
para sus respectivas comunidades. Esto explicaría por qué Naamán había
insistido a Giezi para que «estuviera contento» –«consintiera»– en llevarse
dos talentos (cada uno a 300–375 £). Si no fuese por el efecto endurecedor
del pecado, especialmente de la mentira y la codicia, Giezi debería haber
sido conmovido por la sencillez evidente de Naamán, y por la cortesía
respetuosa que no permitiría que el siervo del profeta, que había acudido
con una empresa tan caritativa, cargase con la plata, sino que envió a dos
28
de sus servidores para ello. Giezi permitió que llegasen hasta «la colina»,
y luego los despidió, para evitar ser observado. Tras introducir el dinero en
secreto dentro de la casa, Giezi se presentó a su señor. Ante lo que debió
considerar una pregunta en busca de información, «¿De dónde vienes,
Giezi?», respondió con una clara negación del hecho de haberse ausentado
de la casa. Evidentemente Giezi no se daba cuenta de que el Jehová a
quien había apenas invocado, y ante el cual estaba Eliseo, era el Dios vivo
y verdadero. Usando las mismas palabras de Giezi, «Tu siervo no fue»,
29
Eliseo dijo: «¿No fue mi corazón?» y luego le presentó toda la escena tal
como había sido realizada ante su visión espiritual interior. Luego,
declarando la incongruencia de una mentira y un interés propio tan
perversos en una ocasión como aquella –cuando la gloria de Dios debería
haber sido el único pensamiento y objetivo de un israelita verdadero,
pronunció contra él lo que debió sentirse como una sentencia de la
retribución merecida.
Capítulo 12
(2 Reyes 6:1–23)
Esto explica que uno de los siervos de Ben-adad –es probable, uno por
medio de los cuales se llevaba esta comunicación secreta– pudiese
declarar con tanta facilidad que la información la enviaba Eliseo, cuyo
conocimiento profético controlaba los secretos más interiores de la cámara
6
del consejo de Siria. También explica que la residencia de Eliseo pudiese
ser encontrada con tanta facilidad, y se lograra planear una expedición y
llevarla a cabo apresuradamente con la intención de hacerlo prisionero. No
tenemos dificultad alguna en identificar a la Dotán que era entonces la
residencia temporal de Eliseo, y el objeto del ataque de Ben-adad. El lugar
todavía lleva el antiguo nombre de Tell (colina) Dothân. Los «pozos
gemelos» que le dieron su nombre, están al norte y al este. El lugar
propiamente dicho –a unos veinte kilómetros al norte de Samaria, y un
poco al sudoeste de Engannim– está situado sobre una colina verde, o
7
cerrado en una depresión elevada, con vistas (al norte) a uno de los pastos
más ricos, la llanura rectangular de Dotán. Allí los hermanos de José
encontraron suficiente pasto para sus rebaños cuando en cierta ocasión
habían acabado la llanura más ancha de Siquem (Gn. 37:17). Justo por
debajo, hacia el sur, se halla la gran ruta de caravanas desde Galaad a
Sarón, y de allí a Egipto, por donde pasaron aquellos madianitas a quienes
fue vendido José de mano de sus hermanos. Dotán está rodeada por un
anfiteatro de colinas; pero al norte da a la llanura hacia los desfiladeros
por los que el ejército sirio avanzaba para ir a capturar a Eliseo.
«Puesto que Eliseo entonces se hallaba de camino a su casa de Samaria, y que acababa de
indicar a su siervo la defensa celestial que los rodeaba, no cabe la posibilidad de que se
sintiera tentado a decir una mentira para escaparse del peligro amenazador. Su objetivo era
mostrar a los sirios que el Dios de quien él era profeta no podía ser enfrentado del modo que
ellos pensaban, ni se podían frustrar sus propósitos. Y no sólo los sirios, sino también Israel,
tendrían una evidencia práctica de que Él era el Dios vivo en el hecho que Eliseo llevara a sus
seguidores encegados a Samaria como cautivos voluntarios».
Como «cautivos voluntarios» lleva Eliseo a los sirios en una «estratagema lícita» y no cruenta,
sin la necesidad de forzar la voluntad de esos hombres. Este relieve pertenece al palacio de
Asurbanipal, y muestra a unos vencidos convertidos en esclavos. (Siglo VII a.C. Museo del
Louvre)
Es más importante mostrar que, una vez más, todo sucedió de forma
14
coherente. Con una disposición y una falta de sensibilidad espiritual
características, Joram hubiese asesinado a estos cautivos del Señor de
buen grado. Y con su rectitud y generosidad de corazón típicas, el profeta
casi indignado reprobó el celo y el valor espurios del rey: «¡No matarás!
15
Tú matas a los que tú has hecho cautivos con tu espada y tu arco».
Hubiese sido vergonzoso hacerlo; Jehová no había llevado a esos hombres
encegados como sus propios cautivos para dar al rey un triunfo fácil y
cruel; no, toda la finalidad moral de este acontecimiento, su mismo
carácter, hubiese cambiado, si la propuesta de Joram se hubiese realizado.
Y fue un verdadero trato real de parte del embajador del Conquistador
Celestial que, a su orden, les dieran una gran comida y luego los
despidieran para que fueran a su señor, para informarle de que Jehová
cautivó a los cautivadores de Sus representantes, y recibió y dejó ir a sus
cautivos.
Y lo que es justo también es sabio. No nos sorprendemos al leer que
después de esto no hubo más incursiones de merodeadores sirios por
aquella tierra. Pero aquí hay lecciones para todos nosotros: no sólo de la
invisible, pero cierta, presencia de nuestro Dios y de su auxilio, de
reproche de nuestros temores, y de ánimos para seguir adelante; sino
también en cuanto a los enemigos del pueblo de Dios y nuestros tratos con
ellos. Cuán a menudo cuando ellos han rodeado Dotán, y han estado
seguros de obtener su propósito, se han visto encegados, y han hallado que
estaban en medio de Samaria. Cuántas veces los argumentos y las
medidas, que se creía que sin duda derrotarían a la verdad o al pueblo de
Dios, acabaron con un resultado opuesto. Y finalmente, también debemos
aprender a tratar a los que han sido cautivados sin esperanza, no por
nuestro poder, sino por Dios, no como si fueran nuestros enemigos
personales, sino con generosidad, al mismo tiempo que fielmente, aunque
en humildad, instruyendo a los que se oponen, por si Dios les da
arrepentimiento para reconocer la verdad (2 Ti. 2:25). Porque, en la misma
medida en que las actitudes severas y reivindicativas de la identidad
propia de los que deben defender la verdad de Dios tendrían la tendencia
de dañar la causa, probablemente más que otra cosa, así sería palpable y
dolorosamente incoherente. Y no obstante, el Señor reina, y cuidará de su
propia obra.
Capítulo 13
(2 Reyes 6:24–7:20)
En este punto, el relato bíblico vuelve a registrar los acontecimientos
públicos de Israel, aunque aún están íntimamente relacionados con el
ministerio de Eliseo, el cual aparece como factor principal de la historia
del reino del norte en esta crisis. Recordando que se escribe desde el punto
de vista profético, no buscamos aquí una disposición de los
acontecimientos de forma estrictamente cronológica, sino que esperamos
encontrarlos agrupados según la gran idea única subyacente a esta historia.
Debió ser por la falta de forraje para ellas que bestias de carga como
los asnos, tan comunes y útiles en oriente, eran matadas. Incluso su
2
número debió descender de manera terrible si se vendía una cabeza de
asno por ochenta piezas de plata (calculado de diferentes modos entre 5 y
3 4
8 £), y un «cab de estiércol de palomas» –usado en seco como material
5
para quemar– por cinco piezas de plata (calculadas a 6–10 £ ). Si a estos
extremos se vieron reducidos los más ricos, podemos imaginar los
sufrimientos de los pobres. Pero sólo el testimonio de los que
protagonizaron la tragedia podía hacer creer a cualquiera la historia que el
rey Joram iba a escuchar. Mientras hacía su ronda por el muro ancho de la
ciudad (el glacis), probablemente con la doble finalidad de animar e
inspeccionar a los defensores de la ciudad, y para observar los
movimientos del enemigo, se detuvo ante los gritos de socorro de una
mujer desesperada. Seguro que por estar demasiado acostumbrado al
estado de hambre y desgracia, el rey respondió con unas palabras que
indicaban no sólo el dolor generalizado por toda la ciudad, sino también su
propio estado. Sus palabras parecen implicar que solo Jehová podía traer
6
auxilio, tal vez que tenían una débil esperanza de que así fuera, pero que
el Señor la retenía por alguna razón por la que no se podía culpar ni al rey
ni al pueblo. Por lo que vemos en su conducta posterior (comp. vv. 31–33),
el rey Joram relacionaba las penurias de Samaria con el profeta Eliseo –o
bien eran directamente obra suya, o bien se podían achacar a su
incapacidad de interceder por Israel. Tal ignorancia del aspecto espiritual
de los tratos de Dios, incluso cuando se reconocen, junto con un estado de
corazón sin humillar, falta de voluntad de regresar a Dios, y la imputación
de los males que nos suceden a causas contrarias a las verdaderas, son
elementos perfectamente típicos de aquel dolor que la Santa Escritura
conoce como «del mundo», y que obra «muerte».
La horrible historia que la mujer contó al rey era que ella y otra mujer
habían acordado que cada una de ellas sucesivamente mataría a su hijo
para comérselo entre las dos; que una había cumplido con su parte del
trato, pero que, después de participar de la terrible comida, la otra había
escondido a su hijo. Ya sea que los sentimientos maternales se habían
fortalecido con retraso en la segunda madre, o si, en la avaricia de su
hambre, deseaba quedarse para ella sola la comida antinatural, poco
cambia en este asunto. Pero recordamos que tales horrores habían sido
predichos como advertencia en relación con la apostasía de Israel (Lv.
26:29; Dt. 27:53); que habían sido protagonizados durante el sitio de
Jerusalén por Nabucodonosor (Lm. 4:10); y finalmente, que tenemos
evidencia histórica de su existencia durante el último sitio de Jerusalén
por Tito (Jos. Guerras, VI., 3, 4). Incluso si no había recordado al rey la
maldición divina profetizada, una historia como aquella no podía llegarle
a los oídos, especialmente en las circunstancias del momento, sin
provocarle los sentimientos más profundos y fuertes. La historia por sí
misma ya era suficientemente espeluznante; pero que una madre, incluso
en la locura del rechazo de ella misma, hiciera una apelación pública al
rey, para que su vecina cumpliese su parte del pacto, revelaba una
situación y unos sentimientos públicos que exigían aquel luto que el rey,
como jefe del estado, inauguró, cuando casi instintivamente «rasgó sus
vestidos». Y así, muy a menudo los que no quieren hacer duelo por el
pecado lo tienen que hacer por sus consecuencias.
Pero al contemplar la gente a su rey, con vestidos rasgados y
caminando, observaron que llevaba otra muestra de duelo –que «llevaba
cilicio sobre su cuerpo». Y pese a ello, por extraño que parezca, no hay
ninguna incoherencia entre esto y lo que viene inmediatamente después en
el relato sagrado. No hay ninguna necesidad de dudar de su penitencia
externa, de la que esto era la prueba –tal vez, por desgracia, la parte
principal. Tampoco debemos suponer, como se ha sugerido, que se había
vestido de cilicio por obedecer una orden general de Eliseo, o que su ira
contra el profeta se debía al consejo de éste de que Samaria tenía que
esperar la liberación divina, y que él (el rey) se había vestido de cilicio
para garantizarse el cumplimiento del socorro prometido. Porque una
conducta similar todavía se puede observar en cuanto a su espíritu, aunque
la forma exterior sea diferente. Un hombre experimenta las amargas
consecuencias de sus pecados, y se arrepiente sinceramente pero de
manera exterior. Pero los males como consecuencia de su pasado no cesan;
tal vez parecen aumentar, y no se vuelve a sí mismo, para humillación,
sino hacia fuera, hacia lo que él supone que son las causas de sus
desgracias, tal vez las mismas cosas ideadas para su bendición espiritual
definitiva. El repentino ataque de ira del rey contra Eliseo indica que de
algún modo relacionaba la desgracia actual de Samaria con el profeta; y el
parecido de su voto precipitado sobre la muerte de Eliseo con el de su
madre Jezabel respecto a Elías (1 R. 19:2) hace suponer que Joram
imaginaba que existía una especie de hostilidad hereditaria entre los
profetas y su casa. Y esto a pesar de que él había vivido liberaciones
personales a través de Eliseo (2 R. 6:9, 10). De hecho, tal vez podemos
atrevernos a sugerir que una de las razones de estas ayudas podía ser la de
indicar que la controversia no estaba con los miembros de la casa de Acab
como tales, sino con ellos como causa y representantes de la apostasía de
Israel.
Capítulo 14
(2 Reyes 8:1–15)
Los dos relatos que vienen después del relato del sitio de Samaria se
pueden considerar en cierto sentido como suplementarios. Por un lado,
determinan las relaciones entre Eliseo y Joram; y por otro lado, las del
profeta con Siria. También son el cierre de lo que parece ser el relato más
personal de las actividades de Eliseo. Después de esto solo tenemos un
relato sobre su muerte y funeral (cap. 13), sacado, según suponemos, de
las mismas «memorias» a las que debemos toda esta serie; ya que la
referencia a las actividades de Eliseo en el ungimiento de Jehú (cap. 9)
forma parte de su historia más general. En consecuencia recordamos de
nuevo que lo que se va a describir no debe ser considerado en un orden
cronológico estricto en sucesión al relato anterior, sino más bien por su
relación interior con el mismo.
Mensaje de Hazael
«Mientras hacía su ronda por el muro ancho de la ciudad (el glacis), probablemente con la
doble finalidad de animar e inspeccionar a los defensores de la ciudad, y para observar los
movimientos del enemigo, se detuvo ante los gritos de socorro de una mujer desesperada.
Seguro que por estar demasiado acostumbrado al estado de hambre y desgracia, el rey
respondió con unas palabras que indicaban no sólo el dolor generalizado por toda la ciudad,
sino también su propio estado».
Joram fue reducido a una gran privación de alimentos provocada por el sitio a Samaria. Este
relieve del palacio de Asurbanipal, procede de Nínive y muestra la austera comida de unos
cautivos.
Asesinato de Ben-adad y ascenso de Hazael
El ascenso de Hazael era sólo una parte de la carga del juicio contra
Israel que había sido anunciado a Eliseo. La otra parte era la usurpación
del trono de Israel de parte de Jehú. Con este doble ascenso empezó la
decadencia del reino del norte, de Israel. Más tarde leeremos (10:32): «En
aquellos días Jehová empezó a cercenar a Israel; y Hazael los hirió por
todas las fronteras de Israel», –un herir que comprendía la pérdida de todo
el territorio al este del Jordán. Y creemos que fue para declarar, tal vez
para advertir a Israel de este juicio, que Eliseo fue enviado a Damasco, y
tuvo su entrevista con Hazael.
Porque el juicio divino no puede ser detenido, aunque se puede aplazar,
y lo que Israel había sembrado cuando en la mañana de la decisiva
conquista en el Carmelo echó a Elías, eso iba a segar, cuando, a pesar de
todas las misericordias presenciadas, el hijo de Acab y Jezabel ordenaron,
aunque no se atrevieron a cumplirlo, que Eliseo fuese ejecutado. No iban a
tener a ninguno de Sus profetas; de hecho, no iban a tener nada de ese Dios
cuyos profetas eran Elías y Eliseo. Y, no obstante, Dios, en su fidelidad,
revelaría el juicio venidero a sus siervos, y a través de ellos a Israel.
Pero hay un sentimiento bastante peculiar que nos sobrecoge en estas
lejanas islas del oeste, cuando ahora, miles de años después de estos
acontecimientos, estamos delante del obelisco negro en el cual está
3
recogida esta parte de la historia de la antigua Asiria, y leemos allí los
nombres de Ben-adad y de Hazael de Damasco –el primero en relación con
«Acab de Jezreel», que en un tiempo fue su aliado contra Asiria; el último,
ofreciendo humildemente rico tributo al rey de Asiria, como también lo
hace Jehú, que es llamado «el hijo de Omri» (el fundador de la dinastía
que sucedió a la de Omri). Y aquí estas historias se unen y los informes de
una arrojarán una buena luz sobre la otra.
Capítulo 15
(2 Reyes 8:16–24; 2 Crónicas 21)
1
Se toma de nuevo la liada madeja de la historia judía e israelita. Es un
período de juicio severo, morbosamente encendido por los horrores que
esperaban al ascenso al trono de Israel de Joram, aunque aplazado en Judá
por la misericordia de Dios para con la casa de David, y el arrepentimiento
y regreso a Jehová de modo temporal en la tierra. El relato de 2 Reyes 8:16
introduce casi abruptamente el ascenso de Joram al trono de Judá, después
de la muerte de su padre Josafat. Probablemente fue por esta razón, y
debido al largo vacío entre esta nota histórica y la anterior sobre Judá (1 R.
22:51), que la difícil frase explicativa (suponiendo que sea auténtica)
pueda haber sido introducida en 2 Reyes 8:16: «Y Josafat había sido rey
2
de Judá». En 2 Reyes 8 (vv. 16–24) la historia de Judá y del reino de
Joram se explica con una breve descripción. Para más detalles debemos
recurrir al Libro de Crónicas (2 Cr. 21), cuyo relato continuamos a
continuación.
Ascenso de Jehoram
Revuelta de Edom
Revuelta de Libna
Pero Edom no fue la única pérdida que sufrió el país del sur. En el
9
oeste, no lejos de las fronteras con Filistea, Libna, la antigua ciudad
cananea real, y posteriormente una ciudad sacerdotal, se rebeló (comp.
Josué 15:42; 12:15; 21:13). Su emplazamiento no ha sido localizado con
exactitud, aunque se ha sugerido, con alguna probabilidad, que está
representada por la moderna Tell-es-Sâfieh, algo al sudeste de Ascalón, y
al borde de la gran llanura filistea. La colina sobre la cual se halla este
asentamiento se conocía en los tiempos de las cruzadas como «colina
resplandeciente» (collis clarus), y el fuerte construido en su cumbre como
«guardia blanca» (Blanche Garde, alba specula o alba custodia). El
nombre no sólo corresponde a la antigua Libna, «blancura», «brillo», sino
10
también a la descripción del lugar, por su resplandor blanco visible en
todas las direcciones. Si Libna estaba habitada entonces por sacerdotes,
debió ser que la apostasía de la fe de Jehoram conllevó su revuelta de su
gobierno. Esta rebelión debió ser incitada por el éxito del alzamiento de
Edom, y el movimiento propiamente dicho debió ser animado por los
filisteos.
Esta opinión está corroborada por el relato del Libro de Crónicas, que
los filisteos, ayudados por ciertas tribus árabes de los alrededores de
Etiopía –probablemente alquilados con este fin– hicieron una incursión en
Judea, y literalmente «la partieron». Conocemos bastante la ferocidad de
estos árabes «junto a los cusitas», cuando se enardece su espíritu, como
para entender que Judá, dividida y debilitada, y bajo el gobierno de un
Jehoram, no pudiese aguantar su ataque. El ejército invasor parece ser que
11
tomó, si bien no Jerusalén, sí el lugar donde estaba el rey y su casa; y se
llevaron todo lo que encontraron de la propiedad real, además de las
esposas y los hijos de Jehoram, y evidentemente mataron a todos éstos
excepto el más joven, Joacaz, quien por alguna razón desconocida, no
murió.
Éste fue el comienzo de aquel «gran golpe» con el cual, tal como
estaba predicho en el escrito de Elías, Jehová heriría a Jehoram en su
pueblo, sus hijos, sus esposas, y todos sus bienes. Porque incluso esta
calamidad más pública tenía un carácter personal, puesto que dice:
«Jehová levantó contra Jehoram el espíritu» de estos enemigos; y de un
modo notorio su saqueo se limitó a la propiedad real. Y cuando la segunda
parte del juicio anunciado cayó sobre el rey, y aquella enfermedad interna
12
incurable le atacó y finalmente murió, parece difícil entender que todos
los que presenciaron estas cosas, y todavía más, los que le sucedieron,
pudieran mantener la misma actitud que él para con Jehová. Solo podemos
explicarlo por la creencia bien enraizada de que Jehová era únicamente
una divinidad nacional, que estaba enfadado con los que abandonaron su
culto; pero que la nueva divinidad, Baal, que había demostrado ser un dios
tan poderoso con las naciones vecinas, los iría tomando también a ellos
bajo su protección. Y como entre las severas exigencias y la pureza del
culto de Jehová, quien exigía de la realeza una sumisión absoluta y una
sencilla mayordomía y que elevaba a todo su pueblo a un sacerdocio real,
y la lujuria voluptuosa del culto de Baal, que colocaba al rey y al pueblo
en una relación tan diferente entre ellos y con él mismo, los gobernantes
13
del tipo de Jehoram u Ocozías no podían dudar en su elección.
Capítulo 16
(2 Reyes 8:25–9:37; 2 Crónicas 22:1–9)
Joram y Jehú (10° y 11°) reyes de Israel Ocozías (6°) rey de Judá
En esta ocasión, parece ser que tuvo éxito (2 R. 9:14), aunque fue
herido por los sirios –como lo indica Josefo, por una flecha durante el
asedio (Ant. IX. 6, 1). Dejando Ramot de Galaad, que había tomado, en
manos de Jehú, su capitán jefe, Joram volvió al palacio de verano de
Jezreel, para curarse de sus heridas, porque estaba más cerca del campo de
acción y porque la corte se hallaba allí entonces.
Visita de Ocozías
Es a Jezreel donde Ocozías fue a ver a su tío, y durante esta visita fatal
le sorprendió la «destrucción», la cual, tal como observa el escritor del
Libro de Crónicas, «era de Dios». Llegó junto con la de Joram y toda la
casa de Acab. El juicio que había sido pronunciado hacía más de catorce
años contra Acab (1 R. 21:21–24) solo había sido aplazado hasta el
cumplimiento de la medida de la culpabilidad de su casa. Y llegó el
momento. En esa terrible visión del Monte Horeb, Elías había recibido la
comisión de «ungir a Jehú hijo de Nimsi… para que fuera rey de Israel» (1
R. 19:16), con especial visión de la obra de castigo que debía ejecutar. La
comisión, que no pudo ser cumplida por Elías, recayó sobre Eliseo; y,
cuando llegó el momento justo para su ejecución, el profeta envió a uno de
los «hijos de los profetas» –un joven (9:4), posiblemente su asistente
personal. Como sin duda obedeció literalmente las instrucciones de su
señor, conoceremos mejor en qué consistían éstas si seguimos el relato
detallado de lo que dijo e hizo en realidad.
Tal como se lo dijera Eliseo, fue a Ramot de Galaad, llevando una
redoma, probablemente de aceite santo, que el profeta le había dado.
Incluso esto es significativo. A su llegada lo encontró todo, como tan a
menudo en esta historia, aparentemente preparado para realizar el
propósito especial de Dios. Se le había dicho «verás» a Jehú, y allí estaban
todos los capitanes del ejército sentados juntos, probablemente
deliberando. Recordando que el mando principal lo ostentaba Jehú, no
debería ser difícil encontrar el objetivo de la misión del joven.
Simplemente tenía que decir, «Tengo una palabra para ti, capitán», y Jehú
como presidente respondería. Así fue; y ante la pregunta de Jehú sobre el
destinatario del mensaje, el joven profeta respondió: «Para ti, capitán».
Los capitanes habían estado sentados en el gran atrio, y Jehú llevó a su
extraño visitante al «interior de la casa», sin duda, como indicara Eliseo,
en «una cámara interior», una que salía de otra, donde lo que sucedía entre
ellos no se podía observar desde el patio. Aquí, sin más explicaciones –
puesto que la brusquedad de entrega formaba parte del objetivo en vista, y
sin duda era un elemento característico de un mensaje divino– el joven
derramó el aceite sobre la cabeza de Jehú, y declaró los términos de su
comisión. Era en nombre de «Jehová, Dios de Israel», y de parte de Israel,
considerado como «el pueblo de Jehová» (2 R. 9:6). Esta introducción
enfática de Jehová determinó el carácter de la obra a la que había sido
llamado Jehú. Ahora había sido ungido divinamente rey, para ejecutar
juicio sobre la casa de Acab, y vengar de Jezabel la sangre de los profetas,
y de todos los siervos de Jehová. Y toda la casa de Acab debía perecer
como la de Jeroboam (1 R. 14:10), y la de Baasa (1 R. 16:3). Pero un juicio
especial y personal debía caer sobre Jezabel, correspondiente al terrible
crimen contra Nabot, que ella planeara y ejecutara (1 R. 21). Así todos los
hombres verían que Jehová era el Dios vivo y verdadero; y así también
llegaría el más fuerte, pero también el último, llamamiento para el
arrepentimiento de Israel, antes de que la tormenta del juicio explotara
sobre la tierra.
Es de este modo como debemos considerar lo que a nosotros nos
pueden parecer unos acontecimientos horribles del comienzo del reinado
de Jehú. Pero nuestro punto de vista no era el de Israel entonces, y si el
inicio del juicio contra la apostasía nacional, y la última apelación para el
arrepentimiento que está implícita en ello, debían ser eficaces, debían ser
adecuadas no según nuestra perspectiva, sino según la suya. Recordemos
que el largo ministerio de Elías y Eliseo, con todas las interposiciones
divinas excepcionales, directas y sorprendentes que lo acompañaban,
habían pasado sin producir ningún efecto apreciable en el pueblo. Los años
del hambre repentino y su cese igualmente repentino; la escena del
sacrificio sobre el monte Carmelo, además de la prolongada actividad
pública y privada de Eliseo, aparentemente solo habían producido este
resultado: que los grandes profetas parecían poseer un poder absoluto para
influenciar al Dios de Israel (comp. 2 R. 6:31; 8:4). Pero ahora había un
tipo muy diferente de embajador que iba a anunciar y ejecutar los juicios
de Dios, aunque tal vez simplemente porque haría la obra que se le había
encomendado de su modo salvaje y oriental, y de acuerdo con el espíritu
de la época. Es en este sentido que podemos entender la aprobación divina
de Jehú (2 R. 10:30), aunque también observamos que el hombre en sí y su
modo de actuar eran contrarios a Dios. Y, ciertamente, este hecho se pone
de manifiesto claramente en el versículo siguiente a la expresión de la
aprobación divina (v. 31).
Hemos dicho que Jehú hizo su obra como un Jehú, no como un Eliseo y
de acuerdo con el espíritu de su época. Podemos añadir que, tal como
indicara la experiencia del pasado, Israel no hubiese entendido ningún otro
modo. Era una noche muy oscura, y sólo el resplandor de los rayos y de las
llamas de los palacios encendidos que habían prendido podían mostrar qué
tormenta de juicio se había reunido en el cielo. Pero incluso en aquellas
circunstancias, la gente podía aprender la posibilidad de resplandor y
7
calma con el alba siguiente.
Volviendo a nuestra historia, seguimos al mensajero de Eliseo y vemos
que, obediente a las instrucciones recibidas, después de ejecutar su
comisión, huye literalmente, pasando a través del patio donde los
capitanes reunidos esperan a Jehú. No debía dar explicaciones a ningún
hombre; no debía ser detenido ni interpelado por nadie. Sus asuntos eran
con Jehú –hecho esto, tanto por el carácter del mensaje divino, como por
el bien de su cometido, debía retirarse. Y, aunque es de un carácter muy
diferente, también en esto vemos una lección práctica para los que tienen
algún trabajo que hacer para Dios. Evitemos el hablar por hablar, y, si
podemos, toda explicación. La obra de Dios se explicará mejor por sí sola,
nosotros no podemos explicarla. Debemos retirar nuestra personalidad tan
pronto y tan completamente como sea posible; cumplir la comisión que
pensamos que es de Dios, abstenernos de saludar a nadie en ella durante el
camino (Lc. 10:4). Y así el joven profeta se hallaría fuera de los muros de
Ramot de Galaad, y de regreso a Samaria, cuando Jehú se reunió con los
8
«siervos de su señor».
Todos debieron reconocer el garbo y la aparición de uno de «los hijos
de los profetas», y dedujeron que algo de gran importancia iba a suceder.
Para poder entender adecuadamente este relato es necesario tener en
cuenta que era posible oponerse al culto de Baal, y estar a favor del culto
del Dios de Israel, sin ninguna religión personal o verdadera. De hecho,
Jehú exterminó para aquella época el culto y los siervos de Baal, aunque él
«no cuidó de andar en el camino de Jehová, Dios de Israel, con todo su
corazón; no se apartó de los pecados de Jeroboam, que hicieron pecar a
Israel» (2 R. 10:31). Era el culto de Baal el que Acab había iniciado,
mientras que el culto de Jeroboam de Dios bajo el símbolo de un becerro
de oro puede ser representado como el antiguo culto israelita del Dios de
Israel, en oposición del judío y levita. Nos resulta fácil creer que podía
existir un gran partido nacional e influyente en el reino del norte, que se
oponía intensamente a la política y el modo extranjero y contrario a Israel
del estado y la iglesia de la casa de Acab. Y tanto por sus antecedentes
(comp. 2 R. 9:25, 26), y su conducta posterior, inferimos que Jehú era un
líder –tal vez el líder –de este partido nacional, que naturalmente debería
tener muchos adeptos por todo el país.
Coincide con esta opinión el profundo interés de los capitanes en la
misión del joven profeta para Jehú, y su disposición para tomar su causa,
mientras que al mismo tiempo hablaban despectivamente del mensajero -
tal como los hombres del mundo pueden describir a los tales como «locos»
entusiastas. Es difícil concretar la razón de lo que parece la primera
respuesta evasiva de Jehú. Pero al percibir por el interés de ellos la
probabilidad de que se unieran a la causa nacional, les dijo por lo menos la
9
parte del mensaje referente a su nombramiento como rey de Israel.
«Entre sus severas exigencias estaba la pureza del culto de Jehová, quien exigía de la realeza
exclusividad, una sumisión absoluta y una sencilla mayordomía, elevando a todo su pueblo a
un sacerdocio real. En consecuencia la lujuria voluptuosa del culto de Baal, que colocaba al
rey y al pueblo en una relación tan diferente entre ellos y con él mismo, quedaba totalmente
descartado. Esto hace que gobernantes del tipo de Jehoram u Ocozías no podían dudar en su
elección».
Jehoram restituyó el culto a Baal y reedificó sus templos. El pueblo Israelita cayó con frecuencia
en el pecado de adoptar divinidades y ritos de otras naciones, a pesar del mandamiento
explícito de adorar únicamente a Jehová, el único Dios. Eliseo tuvo que convencer al sirio
Naamán de la necesidad de eludir sus deberes de estado incluso en el el templo pagano de
Rimón (2 Reyes 5:18), ya que no «adoraría» a ningún otro dios sino a Jehová. Rimón «el que
truena» es uno de los nombres que recibe Hadad dios del rayo, cuya imagen vemos aquí.
(Museo del Louvre)
Jehú ungido rey
Joram muerto
Con un breve grito, «¡Engaño, Ocozías!» Joram hizo girar a sus
caballos para huir a Jezreel, pero Jehú, sacando su arco, disparó su flecha
con tanta fuerza entre los hombros de Joram que salió por el corazón, y el
rey cayó muerto en su carro. Luego recordando a su «ayudante» Bidcar el
peso o frase punitiva que Jehová había puesto sobre Acab en presencia de
ellos, el día en que ellos dos habían cabalgado detrás del rey como
asistentes, cuando él había ido a tomar posesión de la propiedad del
asesinado Nabot, ordenó que el cuerpo de Joram fuese echado en el mismo
terreno, «de acuerdo con la palabra de Jehová».
Mientras esto sucedía, Ocozías, viendo el cariz que tomaban las cosas,
buscó su salvación en la huida. Dejando Jezreel a un lado, dio un buen giro
alrededor de la rama de Gilboa, y emprendió el camino directo hacia el
sur: «huyó por el camino de Bet-Gan», que consideramos otro nombre
para En-gannim, la moderna Jenin, al extremo sur de la llanura de
14
Jezreel. No queriendo permitir que escapara, Jehú, mientras se preparaba
para entrar en Jezreel, dio instrucciones rápidas para que persiguieran a
15
Ocozías. «Mátalo también a él –al subir a Gur, que está junto a Ibleam».
Por lo menos hasta aquí podemos identificar «el subir a Gur», puesto que
el pueblo cercano de Ibleam ha sido localizado en la moderna Bir el
Belemeh, al sur de En-gannim. Es aquí pues que debemos colocar la
«subida a Gur», donde Jehú había esperado, aunque por error, que los
perseguidores atraparan el carro de Ocozías.
Según inferimos, el objetivo de Ocozías era llegar a Meguido a salvo.
Este lugar generalmente se ha localizado en el borde occidental de la
llanura de Jezreel, debajo del Monte Carmelo. Pero recientemente se ha
demostrado que se trataba de un error. En realidad Meguido estaba en la
dirección contraria –al sudeste de Jezreel– pues son «las grandes ruinas
16
entre Jezreel y Bet-sean, que todavía tienen el nombre de Mujedd’a».
Esta localización de Meguido nos ayuda en gran manera a comprender
nuestro relato. Como ya hemos afirmado, la esperanza de Ocozías era que
al llegar a Meguido no sólo se habría alejado de sus perseguidores, sino
17
que los habría agotado. Y su propósito podía ser el de ir al Jordán, y
seguir su ribera oriental hasta poderlo cruzar y entrar en Judea. Pero,
según suponemos, su esperanza fue frustrada. Perseguido hasta Meguido,
huyó a Samaria (2 Cr. 22:9). El conocimiento de que los hijos de Acab
eran criados en las casas de los hombres principales de la ciudad (2 R.
10:1) le hizo suponer que podría esconderse durante algún tiempo entre los
seguidores de su abuelo. Sabemos cuán poco se podía confiar en la lealtad
de los nobles de Samaria (2 R. 10:1–7), y no nos sorprende ver que
Ocozías fue «cogido» en Samaria, devuelto a Meguido, y allí matado por
orden de Jehú. Tampoco nos extrañamos de que su cuerpo fuese entregado
a sus siervos para que lo llevaran a Jerusalén y lo enterraran allí, por ser
un descendiente de aquel Josafat «que buscó a Jehová con todo su
corazón». Porque todo el movimiento de Jehú estaba caracterizado
ostentosamente por la abolición del culto a Baal, y la restauración del de
Jehová, el Dios de Israel.
Jezabel muerta
Capítulo 17
(2 Reyes 10; 2 Crónicas 21:10; 24:17–26)
La situación del reino del sur, Judá, tampoco era más esperanzadora.
El breve y sangriento reinado de Atalía fue seguido, sin duda, por la
contrarrevolución de Joiadá, y el ascenso al trono de Joas. Pero la reforma
así iniciada duró poco. Después de la muerte de Joiadá, el culto de Jehová
fue abandonado de nuevo por el de «los bosques e ídolos, y la ira cayó
sobre Judá y Jerusalén por ésta su transgresión» (2 Cr. 24:18). Y a pesar de
que el Señor les envió profetas para que volvieran al Señor, no sólo no
querían escuchar, sino que de hecho por orden del rey, y en la casa de
Jehová, derramaron la sangre de Zacarías, la cual, según la leyenda judía,
no pudo ser limpiada, sino que siguió burbujeando en las piedras, hasta
que los asirios entraron y arrasaron el santuario profanado. E incluso antes
de esto, el ejército de Hazael, aunque muy inferior en números, derrotó al
de Judá, asoló y despojó la tierra, y sitió Jerusalén. El ejército sirio sin
duda fue sobornado, pero la mano de Dios cayó pesadamente sobre el rey.
Abatido por la enfermedad fue asesinado en su cama por sus propios
siervos, que eran hijos de extraños. Así llegó el declive interior y exterior
también a Judá. Y cada vez eran más oscuras las nubes del juicio que se
cernían sobre una tierra y un pueblo que habían «abandonado a Jehová, el
Dios de sus padres».
Apéndice
Nota cronológica sobre el capítulo 15
Para ayudar a los lectores interesados en el estudio algo difícil de la
cronología de aquel período, debemos reconstruir los puntos principales de
la elaborada nota del Dr. Bähr en su Commentary sobre 2 Reyes 8:16.
Recordemos que el ascenso de Jehú determina el comienzo de un
período nuevo, tanto para los reyes de Israel como para los de Judá, porque
tanto Joram como Ocozías fueron matados en la revolución de Jehú. De
nuevo, recordemos también que los cronólogos fijan, con una unanimidad
singular, en el año 884 a. de C. como el del ascenso de Jehú, y el de la
muerte de los dos reyes.
A partir de este punto, podemos calcular hacia atrás los años de los
varios reyes y hacia adelante los que siguieron a Joram y Ocozías. Sin
embargo, en todos estos cálculos, pensemos que los judíos siempre
contaban los años de un rey desde el mes de Nisan hasta otro mes de
Nisan, de modo que no sólo un mes, sino incluso un día antes o después
ese mes, se contaba como si hubiese sido un año entero. Se verá que el
cómputo de un fragmento de un año como si hubiese sido un año entero
frecuentemente introducirá elementos de confusión en nuestros intentos
para unir las afirmaciones referentes a los diversos reinados. Y esto se
debe tener en cuenta cuando se estudie la cronología. Con esto en mente, y
contando hacia atrás desde el año 884, tenemos:
I. Reyes de Judá
Bibliografía:
H.A. Carroll, “La monarquía hebrea”, en Comentario Bíblico Carroll.
CLIE, Terrassa 2006.
George Rawlinson, Reyes de Israel y Judá. CLIE, Terrassa 1986.
Samuel J. Schultz, Habla el Antiguo Testamento. Outreach
Publications, Grand Rapids 1977.
Capítulo 1 (1 Reyes 18)
1. No sólo los escritores del Nuevo Testamento (como indica la cita), sino también los Rabís
determinan el período sin lluvias a tres años y medio, y toda explicación que intenta fechar este
período antes de la aparición de Elías es forzado y poco natural. En consecuencia, «el tercer año»
en 1 Reyes 18:1 debe referirse a la estancia de Elías en Sarepta –unos dos años y medio después
de su llegada al lugar.
2. Le he dado el significado primario de la palabra hebrea («éste,» «aquél») y no, como
suelen hacer los intérpretes, la derivación poco común de «aquí».
3. Para las medidas y otras notas de interés, estoy endeudado con Conder, Tent-work in
Palestine, vol I., pp 168 ss. Ver también la descripción de Dean Stanley en su Sinai and
Palestine, el artículo del Sr. Smith en Bible Dict., y otros relatos.
4. Esta palabra se usa en el versículo 26 sobre la danza salvaje o los saltos de los sacerdotes
de Baal.
5. No es fácil traducir con exactitud la palabra hebrea. Aparece en Sal. 119:113 («Odio los
pensamientos divididos»); Isaías 2:21; 57:5 («hendiduras»); Ezequiel 31:6 («ramas,» ramas
divididas). Seguramente se trate de una expresión proverbial.
6. Los otros estaban escondidos en cuevas y a todos los efectos eran inexistentes en aquella
situación.
7. Es necesario observar que la negación moderna de Dios se puede reducir al mismo
principio básico del culto de Baal. Porque, si la Gran Causa –Dios como el creador– es negada,
entonces la única manera de explicar el origen de todas las cosas es a través de las fuerzas de la
materia. Y esto no es otra cosa que la deificación de la naturaleza.
8. Como ha sido comentado, Baal era la verdadera divinidad de Asia, adorada bajo diferentes
formas (de ahí el plural: Baalim). Moloc era simplemente Baal con otro aspecto, el de la
destrucción, comp. Jeremías 19:5; 32:35.
9. La palabra original, como se ha observado, es la misma que se traduce como «claudicar»
(en el v. 21). La expresión, sin duda, se refiere a las danzas pantomímicas alrededor del altar.
10. Ésta es la traducción correcta del v. 28, y no cuchillos y lancetas, como dicen algunas
versiones.
11. Para una descripción completa y una explicación de la hora del sacrificio vespertino, ver
The Temple, its Ministry and Services at the time of Jesus Christ, p. 116.
12. Los Rabís observan que, cada vez, se derramaron cuatro cántaros de agua, con un total de
doce, correspondiendo a las doce piedras con que había sido construido el altar, y por la misma
razón simbólica.
13. 1 Reyes 18:37 indica el propósito final (moral) no sólo de este milagro, sino de todos
ellos. La última cláusula del versículo debería traducirse en presente: «y que tú vuelves su
corazón».
14. Es casi inverosímil, en vistas de las palabras de nuestro Señor, Lucas 9:55, 56; y no
obstante esta escena ha sido aducida como precedente de la persecución de los llamados
«herejes».
15. Siete –el número del pacto.
16. El Targum traduce: «Y el espíritu de la fuerza de la presencia de Jehová».
Capítulo 11 (2 Reyes 5)
1. Con la excepción de 2 Reyes 6:1–7. Pero el relato es tan excepcional en varios aspectos,
que nos parece como si no dispusiéramos de todos los detalles.
2. Aquí hemos usado la obra clásica del Profesor Schrader (Die Keilinschriften und d. Alte
Testament. Segunda Edición. Giessen, 1885), y también del capaz y útil tratado del Profesor
Sayce: Fresh Light from the Ancient Monuments. (Londres: Religious Tract Society).
3. El Libro 5 de esta Comentario Ilustrado ofrece más detalles sobre este hecho.
4. En una inscripción se mencionan explícitamente 12 y, en otra, 11. Una discrepancia similar
también se da con respecto al número de tropas empleadas, y el de los muertos en la batalla.
Pero, tal y como Schrader observa, los asirios, sin duda, mencionan a los aliados más importantes
de Ben-adad y no a todos ellos. (Ver Keilinschr. u. d A. Test., p. 204.)
5. Hay una discrepancia evidente entre estos dos números –el que se menciona es una
inscripción de Salmanasar, descubierta en la ribera del Tigris, el otro en un obelisco en Nimrod,
en el que este monarca describe los hechos de su reinado.
6. El gran número de muertos y de las fuerzas llevadas a la batalla por ambos lados nos ilustra
lo que en ocasiones se ha descrito como las cifras «exageradas» introducidas en los relatos de
guerras y batallas del Antiguo Testamento.
7. Ésta es la traducción correcta, en lugar de «el» capitán.
8. Porque, es evidente, la conquista de Siria no podía ser permanente ni completa, puesto que
Salmanasar tenía que ir haciendo nuevas expediciones de vez en cuando. Además, Siria era libre
cuando el sucesor de Salmanasar subió al trono.
9. Así opinan la mayor parte de los comentaristas.
10. Se debe observar que las palabras «pero era» de algunas versiones no tienen equivalente
en el hebreo original.
11. Sin duda ninguna leyenda podía haber sido concebida así. Hubiese habido milagros o
visiones que indujeran a Naamán a ir a Eliseo, no una pobre esclava, explicando ingenuamente la
historia de su país y su fe.
12. La traducción exacta del v. 4 es ésta: «Y él (es decir, Naamán) entró y lo contó a su
señor» (es decir, al rey de Siria).
13. El significado de la misión de Elías y Eliseo para el mundo pagano es distintivo y
altamente importante. También da mayor luz sobre la peculiaridad del ministerio de estos dos
profetas.
14. En la lepra se suponía que la carne se consumía –por ello su sanidad sería el regreso de la
carne.
15. Opiniones propuestas por algunos comentaristas.
16. Traducción literal.
17. El nombre de Jehová como el Dios de Israel aparece en la Piedra Moabita. Así, pues, es
evidente que era conocido por las naciones vecinas.
18. El «Abana» sin duda es el moderno Barada o Barady, «el río frío» que se divide en 7
ramales y pasa por Damasco. El Farfar es probablemente el moderno Awaaj, al sur de Damasco.
19. Comp. aquí también las enseñanzas instructivas de la historia de Cornelio, Hechos 10:7–
27.
20. Para más ejemplos de una confesión similar ver Daniel 2:47; 3:29; 6:26, 27. Los que
tienen sus reservas ante lo que llaman «conversiones repentinas» verán aquí cuán rápido, y a
menudo más decidido y completo es el cambio de sentimiento y de vida de los que no han tenido
una preparación religiosa previa.
21. «Una bendición» en el sentido de un regalo. Comp. Génesis 33:10, 11; Jueces 1:15; 1
Samuel 25:27; 30:26, y otros pasajes. Hacemos notar que en estos casos es mucho más adecuada
la expresión bíblica de «una bendición» que la moderna y occidental «un regalo».
22. Difícilmente podemos tener dudas sobre ello, a diferencia de los altares paganos, que eran
de piedra, y cuyos ritos, entre las naciones que habitaban en Palestina y los países vecinos,
representaban y daban forma a todo lo más vil.
23. Unos sentimientos parecidos causaron la construcción (según explica Benjamín de
Tudela) de la sinagoga de Nahardea con piedras y tierra de Palestina; y también pueden explicar
el campo santo de Pisa, donde los muertos están enterrados en tierra palestina.
24. Esto parece implicado en las palabras usadas. El asunto, no obstante, es sólo una
inferencia. Inferimos por la mención de los sacrificios siguiente, y por la circunstancia que la
solicitud va dirigida a Eliseo, que Naamán pidió las dos cargas de tierra israelita para un altar,
que a su vez sólo podía ser usado para sacrificios. Si es así, esto representaría exactamente una
adaptación de la religión de Israel a las circunstancias de los gentiles piadosos. Es extraño que
este punto no sea discutido en el Talmud o por los comentaristas judíos, aunque éstos consideran
las dos cargas de mula de tierra como destinadas a un altar. El Talmud considera a Naamán como
un prosélito, aunque no en el sentido completo de alguien que se ha convertido en judío por
medio de la circuncisión, el bautismo y sacrificio (Gitt. 57 b, línea 18 desde la parte superior).
25. Rimón –o más bien Ramán y Rammanu– aparece en los monumentos asirios como el
nombre del dios del trueno, el relámpago y la inundación (ver también el relato cuneiforme del
Diluvio, col. II., línea 42, apud Schrader p. 62, y la nota de la p. 72, y también pp. 205, 206).
Los asirios consideraban a Rimón igual a Hadad, el dios del cielo. Pero la introducción de Rimón
en el culto de Damasco da luz sobre las relaciones históricas entre Siria y Asiria referidas antes.
26. La alteración implicada del texto solamente cambia a ו. La enmienda es la de los LXX.
27. No podemos aceptar las opiniones de los comentaristas que o bien acusan a Eliseo por su
complicidad, o bien piensan que no se refiere a las palabras de Naamán –de hecho por
ignorarlas– cuando le dice «ve en paz». Por otro lado, entendemos claramente los peligros de
una aplicación indiscriminada de lo que hemos llamado el principio de tolerancia de corazón. El
carácter y los límites de ello se deben aprender en las Sagradas Escrituras (ver especialmente Ro.
14:1; 15:7; 1 Co. 8; 9:20–23; Fil. 3:15). Y esto parece un principio práctico seguro, que no
podemos ser demasiado estrictos por lo que se refiere a nuestra propia conducta, pero tampoco
demasiado caritativos (en coherencia con la verdad) al interpretar los motivos y las acciones de
otros.
28. Ésta es la traducción correcta, y no torre, como en algunas versiones (v. 24).
Probablemente la colina sobre la cual estaba Samaria, y no una colina donde se hallase la casa de
Eliseo, tal como algunos han supuesto.
29. Excepto por el hecho de que «mi corazón» (v. 26) sustituye a «tu siervo» (cf. v. 25), las
palabras en hebreo son exactamente iguales.
30. Nos da una evidencia dolorosa de la ausencia de entendimiento espiritual el hecho de que
el Talmud (Sot. 47 a) condene la conducta de Eliseo para con Giezi, como también la destrucción
de los jóvenes en Bet-el de parte de las osas. Otro punto escogido para su censura es la conducta
de Eliseo para con Joram en 2 Reyes 3:13–16 (Pes. 66 b, línea 15 desde el final). Según el
Talmud, Eliseo fue visitado por la enfermedad a causa de los dos primeros casos citados. La
misma autoridad quisiera hacernos creer que cuando Eliseo fue a Damasco (2 R. 8:7), fue para
guiar a Giezi al arrepentimiento, pero no se logró, de acuerdo con el principio que no se ofrece
tal retorno a aquellos cuyo pecado tiene un efecto general o público. Si estas referencias
muestran el carácter no espiritual del estudio de las Escrituras de parte de los talmudistas, es justo
que citemos este hermoso proverbio suyo, que aparece en relación con lo mismo: «Deja siempre
que la mano izquierda repele (al pecador), y la derecha lo mantenga cerca» (Sot. u.s.).
.
Libro 7
La historia de Israel y Judá desde la decadencia de
los dos reinos hasta la cautividad en Asiria y
Babilonia
INTRODUCCIÓN
al Libro 7
Reinado de Atalía
Muerte de Atalía
Capítulo 2
(2 Reyes 12; 2 Crónicas 24)
Pero tal vez la parte más sorprendente de esta historia sea la milagrosa
custodia del joven príncipe Joás. Este cumplimiento de la promesa divina
relativa a la permanencia de la casa de David (2 S. 7:12–16) debió
impresionar a todos los que creían en «las seguras misericordias de
David». Y esto tanto más, cuanto durante los seis años que Joás estuvo
escondido, y cuando Atalía ocupaba el trono, debió parecer que había
fracasado completamente.
Asesinato de Zacarías
Todos los detalles denotaban que se trataba de un crimen de
culpabilidad nada común, en especial figurativo de lo que cayó sobre el
último y más grande profeta de Israel, el Cristo de Dios. La muerte de
Zacarías era la que la ley reservaba para la idolatría y la blasfemia (Lv.
20:2; 24:23). Así los asesinos del sumo sacerdote, como los de Cristo,
ejecutaron el castigo que ellos merecían. De nuevo, en ambos casos, el
crimen fue provocado por las amonestaciones y las advertencias fieles
enviadas directamente de Dios. En ambos casos el crimen era nacional,
teniendo la misma parte en él los gobernantes y el pueblo; en ambos,
también, se relacionaba con el templo, pero eran el resultado de la
apostasía nacional. Finalmente, en ambos casos el castigo fue igualmente
nacional. Pero también hay diferencias importantes. Porque, cuando
Zacarías estaba muriendo, «dijo, Jehová lo vea y lo demande»; mientras
nuestro Señor, cuando se refirió a este acontecimiento como paralelo a lo
que le iba a suceder a él, no implicó ningún resentimiento personal al
pronunciar esta predicción: «He aquí vuestra casa os es dejada desolada».
Y además, a diferencia de las palabras de Zacarías, las de Cristo no
acabaron con juicio, sino con la promesa de su vuelta en misericordia y la
perspectiva del arrepentimiento de Israel (Mt. 23:39). La tradición judía
29
ha conservado, aunque con muchas añadiduras legendarias, el recuerdo
de este crimen nacional, asegurando que la sangre del sumo sacerdote
derramada en el suelo del templo no se pudo limpiar ni dejar sin
movimiento, sino que todavía estaba burbujeando más de dos siglos y
medio más tarde cuando Nabuzaradán entró en el templo, hasta que Dios
en su misericordia la hizo descansar después de la muerte de muchos
sacerdotes.
Capítulo 3
(2 Reyes 13)
Las palabras del rey denotaban, sin duda, afecto respetuoso, pero
también incredulidad, como si la eliminación de la presencia de Eliseo
entre ellos implicaba la desaparición de la defensa y el poder de Israel.
También la actitud de Eliseo cuando al ver tomado a su señor fue muy
diferente de la de Jeoás. Entonces el primer acto de Eliseo había sido fruto
de la fe que a todo se atreve, cuando con el manto caído de los hombros de
su señor golpeó las aguas del Jordán, y se dividieron.
Por otro lado, casi el primer acto de Jeoás ante la inminente partida de
su señor fue un acto de incredulidad, que se echó atrás, incluso cuando aún
podía oír las explícitas instrucciones del profeta y de la seguridad que las
acompañaba del socorro divino prometido. Así las mismas palabras tienen
un significado muy diferente en boca de personas distintas, y no hay
ninguna seguridad simplemente en una fórmula, por sagrada o sancionada
que haya sido. También en esto la letra mata, pero el Espíritu vivifica.
Tanto intrínsecamente como en vistas de la condición del rey, y
también para un registro duradero para Israel, era necesario que el profeta
diera un testimonio enfático de Jehová antes de su partida, una
confirmación enfática también de Su promesa, animación para Israel. Así
sus palabras en el lecho de la muerte serían un mensaje permanente para el
pueblo, y no sólo para resumir y sellar, sino, por así decirlo, para perpetuar
toda su misión. Concordaba con la costumbre profética casi uniforme
(comp. 1 R. 11:29–32; Is. 20:2; Jer. 13:1; Ez. 4:1, y otros), y además era
perfectamente adecuado a la condición del rey y a las circunstancias del
caso, el hecho de que este mensaje fuera unido a un acto simbólico como
señal.
Esta última frase, casi huelga decir, que se refería sólo al ejército de
Afec, puesto que esta primera victoria fue seguida por otras. Pero Afec era
un nombre significativo, determinando la localidad donde por predicción
divina y socorro divino Israel había derrotado en otra ocasión de modo
avasallador al poder de Siria (1 R. 10:26–30).
Pero la interposición de Dios, aunque sea directa, no es como la magia.
Cualquier éxito que él concede, para que sea completo, implica
condiciones morales de nuestra parte. Para expresarlo de otra manera: la
recepción plena de los beneficios de Dios tiene como condición la
receptividad plena de parte del hombre. Éste era el significado de la
siguiente expresión de Eliseo para el rey; y también fue esta la explicación
del fracaso. El profeta le indicó que aferrara «las flechas» que ya había
16
sacado de la aljaba, y «golpeara (es decir, disparara) hacia la tierra». En
lugar de obedecer plena y literalmente, o por lo menos disparar cinco o
seis veces, el rey sólo disparó tres veces. Era un símbolo que no podía
entender completamente, y que por lo tanto no tenía ningún significado
real para él. No tenía ninguna idea de la sencilla, incondicional y
perseverante obediencia de fe. Obedeció hasta donde alcanzaba su
capacidad. Debió haber entendido más o menos qué significaba disparar al
enemigo postrado en tierra. Pero «tres veces» indicaba en la forma de
hablar general judía que algo se había hecho de forma completa (como en
Éx. 23:17; Nm. 22:28, 32, 33; 24:10; 2 R. 1:9–14), y «había golpeado» tres
veces. El hecho que en un momento así fallara en la prueba de fe y
obediencia, tal vez cansado de lo que parecía inútil en su continuación, y
que este fallo implicara el aplazamiento de la plena liberación de Israel,
17
llenó al profeta y patriota de indignación santa. Le iba a suceder tal como
él había hecho –Jeoás heriría solamente tres veces a los sirios, de acuerdo
con su obediencia, pero no con una victoria completa y definitiva.
No podemos evitar relacionar la breve observación del milagro de
después de la muerte y sepultura de Eliseo con este encuentro entre el rey
y el profeta. No sucedió como clamara el rey en su cobardía, o como
pudiera temer Israel, que con la desaparición del profeta vivo de entre
ellos desaparecería «el carro de Israel y su gente de a caballo». La defensa
y el poder de Israel estaba en el Dios que el profeta adoraba, y no en un
dios propiedad del profeta. No se necesitaba un profeta vivo: el mismo
poder que estaba con él en vida podía obrar la liberación a través de él
después de su muerte. El punto principal no era el hombre, sino su misión,
y de ello –de que él era un profeta– este milagro después de su muerte era
una prueba muy enfática; y así atraería de forma especial a aquella
generación de aquel tiempo tanto por sí mismo como por su entorno. Esto,
18
sin pasar por alto su posible aplicación simbólica, nos parece que es su
significado principal. Parece ser que «al llegar el nuevo año» –
probablemente en primavera– después del entierro de Eliseo, estaban
llevando a un hombre a su funeral, tal como se solía hacer, en un féretro
abierto. Pero he aquí, cuando la procesión llegó a su última parada, se
observó la presencia de una de las bandas rapaces moabitas, que, como los
beduinos de los tiempos modernos, asolaban el país, que se cernía
alrededor del lugar donde estaban reunidos los asistentes al funeral. Sólo
una huida muy apresurada podía salvarlos de la muerte o la esclavitud. No
había tiempo para dudar. Apartando la piedra que cerraba la entrada y
abriendo la puerta del sepulcro, colocaron al muerto encima de los huesos
del profeta, y luego huyeron apresuradamente. Pero he aquí que el muerto
recobró vida al ser tocado por el profeta muerto, y «se puso en pie»; el
único hombre vivo en la silenciosa casa de los muertos, a salvo en el
sepulcro de Eliseo tanto de la huida como de los moabitas. Además del
significado inmediato, nadie puede abstenerse de pensar, al contemplar
este relato profético, en la vida que brota al tocar al Cristo crucificado; en
el alzamiento del joven llevado a Naín en su féretro; o incluso en los
tenues rayos de los pensamientos de una resurrección, cuyo resplandor
completo llega a nosotros desde la tumba vacía de la mañana de la pascua.
Al terminar este relato, la narrativa vuelve a lo que es su nota clave (en
vv. 4, 5). De nuevo tenemos el registro de la compasión del Señor, de su
recuerdo fiel del pacto con los padres, y de su aplazamiento
misericordioso del castigo final del pecado de Israel que los barrería de su
tierra. Sucedió tal como Dios lo prometiera. Hazael estaba muerto. Una
vez más, sí tres veces, derrotó Jeoás a Ben-adad (III), el hijo y sucesor de
Hazael, y le arrebató las ciudades que habían sido capturadas en el reinado
de Joacaz.
Pero del mismo modo que del sepulcro hendido en la roca de Eliseo
salió una prueba de su misión divina, así hallamos nosotros en los
monumentos de Asiria confirmación de la derrota de Ben-adad en
cumplimiento de la promesa divina. Porque, mientras que su padre es
mencionado repetidas veces como un guerrero valeroso incluso contra el
19
poder agobiante de Asiria, Ben-adad (III) ni siquiera se cita. Esto es muy
significativo; evidentemente, su reinado fue herido con debilidad, y su
poder había sido totalmente quebrantado.
Capítulo 4
(2 Reyes 14:1–20; 2 Crónicas 25)
Amasías (5°) rey de Judá
Jeoás (13°) rey de Israel
En el segundo año del reinado de Jeoás en Israel, Joás, rey de Judá, fue
sucedido por su hijo Amasías. El reinado del rey, que ascendió al trono a la
edad de veinticinco años, duró veintinueve años. Su inicio se caracterizó
por una continuación de lo que en sentido general se podría considerar,
como en el caso de su padre Joás, como hacer lo que era «justo ante los
1
ojos de Jehová». A esto el Libro de Reyes añade, no obstante, la
observación, «pero no como su padre David», que el Libro de Crónicas
explica con la expresión, «no con un corazón perfecto».
Carácter de su reinado
Preparativos militares
Pero la escena más terrible todavía tenía que tener lugar en la ciudad
conquistada. No cabe duda de que los victoriosos llevaron a sus cautivos
por sus calles hasta la ribera oriental del riachuelo. Allí una «escalera» de
anchos escalones «tallados en la roca» sube por los riscos orientales.
«Arriba, en los riscos, entre dos paredes gigantescas, se halla un templo».
Debe ser en este lugar, o bien en los riscos más altos que lo rodean –o tal
vez en la acrópolis un poco más al sur–, donde hemos de buscar «la
20
cumbre de Sela» (2 Cr. 25:12 , literalmente, «la cumbre», o «cabeza»),
desde donde fueron lanzados los diez mil cautivos edomitas,
precipitándose sus miembros destrozados por los riscos y rocas, y
cubriendo, los restos, el suelo más abajo. Pero, como mucho más tarde
destruyeron Jerusalén y cambiaron su nombre por Aelia Capitolina,
también entonces el rey Amasías cambió el de Sela por Jocteel, «la
sometida por Dios» (2 R. 14:7). Pero ninguno de estos nombres, puestos
21
por el hombre en su orgullo, duró mucho tiempo.
Se trata de una escena tan horrible, escalofriante, tan poco judía que
sólo se puede explicar por el estado de degradación moral que los profetas
contemporáneos Oseas y Amós describen con unas palabras tan explícitas.
Y todavía añadió Judá otra terrible herencia de esta campaña contra Edom.
Es fácil imaginar cuán profundamente impresionara la ciudad rocosa al
rey. Pero una de sus características principales, que todavía atrae al
viajero, es el aspecto fabuloso y la situación extraña de sus templos. Una
mentalidad oriental, no religiosa, sino supersticiosa, se dejaría embaucar
fácilmente por aquellas divinidades cuyos templos eran tan extraños y
grandiosos, tan integrados en la maravilla de la naturaleza que los
22
rodeaba.
«Las huestes judías debieron contemplar un maravilloso espectáculo al descender desde el
este por aquel gran desfiladero que finaliza en el uadi Mûsa –el “Valle de Moisés”–70, el
emplazamiento de la antigua Sela, “roca” –más conocida por su nombre posterior de Petra.
La “hendidura”, o Sîk, que constituía su único acceso, pasa entre rocas perpendiculares de
piedra arenisca, que se elevan a una altura de 30 a 90 metros. Sigue el camino serpenteando
por un torrente que sube a la montaña en media hora, hasta el lugar donde se dice que la
vara de Moisés hizo salir el agua de la roca golpeada».
Este es el Siq, el lecho seco del Uadi Musa, única vía de acceso a Petra, por donde seguramente
los judíos descendieron hasta lograr su victoria sobre los Edomitas. (Desembocadura del Siq,
Petra)
La guerra entre Judá e Israel probablemente tuvo lugar cerca del final
del reinado de Jeoás, rey de Israel. Como que Amasías reinó un total de
veintinueve años sobre Judá (2 R. 14:2), y sobrevivió a Jeoás quince años
(v. 17), concluimos que la guerra judeo-israelita tuvo lugar en el
decimocuarto año, y la guerra edomita probablemente en el decimotercero,
del reinado de Amasías. Los quince años después de la muerte de Jeoás
estuvieron plagados de problemas para el rey de Judá.
Capítulo 5
(2 Reyes 14:21–29)
Reinado de Jeroboam II
Pero aquí también hay un significado más elevado. Si, según lo que
acabamos de sugerir, la herramienta usada para producir las victorias de
Jeroboam II no era la ayuda directa de Jehová, sino la destreza de Asiria,
deberíamos recordar que no cabría esperar una interposición directa de
parte del Señor en favor de un rey como él. Pero, no obstante, tal como se
observa en el texto sagrado (2 R. 14:25), la promesa del Señor dada por
medio del profeta Jonás, el hijo de Amitai, se cumplió literalmente –sólo
que en el curso natural de los acontecimientos políticos. Y para manifestar
más claramente la mano de Dios en lo que pudiera parecer el curso natural
de los acontecimientos, la relación entre estos éxitos y la promesa original
recogida en 2 Reyes 13:4, 5, es indicada en 2 R. XIV. 26, además del
significado más elevado de todo ello (en v. 27).
Porque con este período empieza una nueva fase de la profecía. Hasta
la fecha los profetas habían sido principalmente profesores enviados por
Dios y mensajeros para sus contemporáneos –reprochando, advirtiendo,
guiando, animando. En adelante, el horizonte profético se amplía. Más allá
de sus contemporáneos que se habían endurecido sin esperanza de
recuperación, su punto de mira es en adelante la gran esperanza del reino
mesiánico. Han perdido toda esperanza para el presente y su pensamiento
está en el futuro. Han perdido toda esperanza para el reino de Israel y de
Judá, y el pensamiento divino de preparación que estaba subyacente se
manifiesta cada vez más. Las promesas antiguas adquieren un significado
nuevo y más profundo; adoptan una forma y unas figuras cada vez más
definidas a medida que la luz del día aumenta. Es el futuro, con el rey
mesiánico de Israel que gobierne un pueblo restablecido y convertido, y un
reino sin límites ni fronteras de justicia y paz que en su amplio abrazo
incluye, reconcilia y une a un mundo rescatado, obediente al Señor, lo que
ahora constituye la parte principal de su mensaje, y la seguridad gozosa de
sus pensamientos. Porque al ser maldecido el Israel apóstata según la
carne, tenemos al Israel según el espíritu, y sobre las ruinas de lo antiguo
se levanta lo nuevo: una Jerusalén, un templo, un reino y un rey que
cumplen el ideal de lo que lo terrenal fuera una figura.
No significa esto que aquellos profetas no tuvieran también un
mensaje para el presente: para Israel y Judá, y para sus reyes, tanto con
referencia a hechos contemporáneos o referentes al futuro próximo. De no
haber sido así, no hubiesen sido profetas para sus conciudadanos ni
hubiesen sido comprendidos por ellos. Además, los tratos y la disciplina
de Dios para con Israel todavía continuaban en pie –primeramente hasta el
Cristo que había de venir, y luego hasta el cumplimiento final de sus
propósitos de misericordia. Así, su ministerio también pertenecía al
presente, aunque principalmente como advertencia y anuncio de juicio.
Pero junto con esta desesperación acerca del presente, y debido al mismo,
el destino ideal de Israel se introdujo en las mentes más claras, el
significado del reino de David, y su cumplimiento final en un futuro feliz;
y junto con las denuncias sobre un juicio pendiente llegaba el consuelo de
13
las promesas proféticas del futuro.
Aquí hay dos puntos que se nos ocurren. El primero es que con este
período empieza la era de la profecía escrita. Antes de este momento los
profetas habían hablado; ahora escribían, o –hablando con más precisión–
recogían sus palabras y visiones proféticas en registros permanentes. Y, en
relación con esta nueva fase de la profecía, que era más bien por medio de
la visión y la predicción que por señales y milagros que los profetas ahora
manifestaban su actividad. Pero la importancia de los registros escritos de
la profecía es evidente en sí misma. Sin ellos, tanto la manifestación como
el establecimiento del reino mesiánico en Israel y su extensión al mundo
gentil hubiese sido imposible, desde un punto de vista humano. El
cristianismo no hubiese apelado a la predicción mesiánica como su origen,
ni la palabra profética de Dios hubiese podido llegar a los gentiles. Y con
esto se relaciona íntimamente todavía un segundo hecho de máximo
interés.
Joel
Amós
Las profecías de Joel parecen haber sido ya consultadas por Amós, «el
que lleva la carga» (comp. Amós 1:2; 9:13 con Joel 3:16, 18, 20). Amós
también era judío, originalmente un «pastor de Tecoa» (Am. 1:1; 7:14).
Pero su ministerio estaba en Israel, y durante la última parte del reinado de
Jeroboam, después del ascenso al trono de Uzías (Am. 1:1). Allí en Be-tel,
donde el culto falso de Israel se combinaba con el mayor lujo y disipación,
el profeta se vio confrontado por Amasías, el sacerdote principal. Aunque
en apariencia no tuvo éxito en sus acusaciones de conspiración política
contra el profeta, Amós se vio obligado a retirarse a Judá (Am. 7:10–13).
Aquí escribió sus profecías, redactando un prefacio con el anuncio del
juicio venidero (Am. 1–2) por medio de una nación, evidentemente la
mismísima Asiria, sobre la que se había apoyado la confianza de Jeroboam
(comp. Am. 5:27; 6:14). Pero, en medio de toda esta denuncia, Amós
también miraba hacia adelante, y profetizó sobre el reino mesiánico
glorioso (Am. 9:11–15).
Oseas
Un tercer profeta de aquel período fue Oseas, «ayuda» –el Jeremías del
reino del norte, tal como ha sido descrito acertadamente. A partir de
ciertas alusiones en su libro inferimos que era original del reino del norte
(Os. 1; 6:10; comp. 8:8). Su ministerio seguramente se dio hacia el final
del reinado de Jeroboam, y se extendió hasta el alzamiento de Salum y
Manahem (comp. Os. 6:8; 7:7). Sus profecías nos dan mucha información
sobre las relaciones y los peligros políticos del reino del norte, y sobre la
total corrupción de toda clase. Sus referencias a Judá también son
frecuentes. Aunque aquí también observamos la persistencia de la mirada
en un reinado de David mejor (Os. 3), con muchos aspectos referentes a él
diseminados en todas sus profecías. Finalmente, como otro profeta de
17
aquel período, de nuevo tenemos que mencionar a Jonás, hijo de Amitai,
18
un nativo de Gat-hefer, en el territorio de la tribu de Zabulón, y así en la
parte del norte de Israel.
Jonás
Capítulo 6
(2 Reyes 15:1–7; 2 Crónicas 26)
Adaptando el lenguaje del profeta Amós (9:11)–, que, como casi todos
los anuncios proféticos del futuro mesiánico, toma como punto de inicio y
de referencia el presente, fácilmente entendido, y por ello lleno de
significado para sus contemporáneos, –Uzías encontró, en su ascenso, «el
tabernáculo de David», si bien no «caído» y en «ruinas», sí con «brechas»
amenazándolo. El poder de Judá no había caído nunca tan bajo como
cuando, después de la desastrosa guerra con Israel, el heredero de David
era tributario a Jeoás, y los muros rotos de Jerusalén dejaban la ciudad
abierta e indefensa a los pies de su conquistador. Esta situación fue
totalmente cambiada durante el reinado de Uzías; y a su término Judá no
sólo sostenía el mismo lugar que Israel bajo el reinado anterior, sino que
lo sobrepasaba en poder y gloria.
Cabe poca duda del hecho que Jeroboam II retuviera el mando sobre
Judá que había ganado su padre Jeoás; y esto, no sólo durante los quince
años después de su ascenso, en los que Amasías de Judá todavía ocupaba
el trono, sino incluso durante el comienzo del reinado de Uzías. Porque
«las brechas» como las que se hicieron no se reparan con demasiada
facilidad, y Uzías era, cuando ascendió al trono, un joven de sólo dieciséis
años (2 R. 15:2). Por ello nos inclinamos a adoptar la opinión de que la
observación de otro modo ininteligible (2 R. 15:1), de que Uzías accedió
«en el vigesimoséptimo año de Jeroboam» se refiere al momento en que se
libró de su sumisión a Jeroboam, y «empezó a reinar» en el sentido real de
la palabra. Esto significaría que el período de liberación de Judá fue el año
vigesimoséptimo desde la ascensión al trono de Jeroboam, y el duodécimo
después de la elevación al trono de Uzías, cuando este monarca tenía
1
veintiocho años de edad.
«Si por un lado el desafío de Amasías tenía un tono peculiarmente oriental y orgulloso, la
respuesta de Jeoás lo igualaba e incluso lo superaba en estas características. La alegoría que
usó sobre la “espina” del Líbano que había intentado obtener una alianza familiar con el
cedro, significaba que era una auténtica locura de parte de Amasías considerarse igual a
Jeoás y pretender medir con él sus fuerzas. ¡Una pelea con él! Pasaría sobre él y lo aplastaría
sin lugar a dudas».
Los desafíos de esta índole son frecuentes en la historia antigua, y la costumbre de los ejércitos
contendientes era atenerse con toda lealtad al resultado del duelo. Esta estatuilla de terracota
representa el duelo entre dos campeones y fue descubierta en Ras-Shamra, Siria. (Museo del
Louvre)
Leyendas judías
Capítulo 7
(2 Reyes 15:8–16:18; 2 Crónicas 27–28)
Uzías (10°), Jotam (11°) y Acaz (12°) reyes de Judá Zacarías (15°),
Salum (16°), Menahem (17°), Pekaías (18°) y Peka (19°) reyes de Israel
Esta revolución tuvo lugar el último año de Uzías –es decir, su año
cincuenta y dos. Fue sucedido en Judá por su hijo Jotam, en el segundo año
de Peka, hijo de Remalías. Jotam tenía veinticinco años cuando ascendió
al trono, y se dice que su reinado duró dieciséis años. Pero si este período
debe considerarse a partir de su corregencia (2 R. 15:5; 2 Cr. 26:21), o
desde su reinado solo, es una cuestión de imposible solución. Y aquí puede
15
encontrarse una de las razones de las dificultades de esta cronología.
El reinado de Jotam fue próspero y sólo empezó a entenebrecerse hacia
el final. Tanto religiosa como políticamente fue una continuación exacta
del de Uzías, cuyo corregente, o por lo menos administrador, había sido
Jotam. Según el relato más completo del Libro de Crónicas (2 Cr. 27),
Jotam mantuvo, en su capacidad oficial, el culto de Jehová en su templo,
absteniéndose sabiamente de imitar el intento de su padre de intrusión en
las funciones del sacerdocio. En el pueblo, se continuó con las anteriores
formas corruptas de religión y tuvieron que ser toleradas. Naturalmente
esta corrupción iba en aumento con el paso del tiempo. Entre las obras del
reinado anterior, se continuó con las fortificaciones de Jerusalén, la
defensa interior del país y su ampliación transjordánica. Por lo que a la
primera se refiere, se continuó con la construcción del muro que defendía
16
a Ofel, el descenso del sur del monte del templo. Al mismo tiempo la
casa sagrada fue adornada con la reconstrucción de la puerta «superior» al
norte del templo, donde se halla la terraza de la que tomó su nombre. La
«puerta superior» se abría desde el patio «superior» [o interior] –el de los
sacerdotes– hasta el inferior, que era el del pueblo (2 R. 21:5; 23:12; 2 Cr.
33:5). Cada uno de estos patios estaba delimitado por una muralla.
Probablemente la entrada general al templo era a través de la puerta
17
exterior del norte. Desde allí los adoradores debían pasar a través del
18
patio inferior, exterior o del pueblo hasta la segunda muralla, que
rodeaba el patio interior, superior o de los sacerdotes que se extendía
alrededor de la casa del templo.
Así los adoradores, o por lo menos los que llevaban sacrificios,
deberían tener que entrar por esta puerta del norte reconstruida por Jotam.
Puesto que el patio interior o superior se hallaba en un nivel más alto,
encontramos que se dice del templo de Ezequiel que había ocho escalones
hasta llegar al mismo (Ez. 40:31, 34, 37), y seguramente pasaba lo mismo
con el templo de Salomón. Cerca de esta «puerta más alta» –entrando, a la
derecha– Joiadá había colocado la caja a fin de recoger dinero para las
reparaciones del templo (2 R. 12:9). Finalmente, al ser llamada por
Ezequiel (8:5) «la puerta del altar», inferimos que constituía el acceso
normal de los que ofrecían sacrificios. Su nombre posterior de «puerta
nueva» se debía a su reconstrucción por Jotam, mientras que los pasajes
donde se menciona indican que éste era el lugar donde los príncipes y
sacerdotes solían comunicarse con el pueblo reunido en el patio exterior
(Jer. 26:10; 36:10).
«Semejante perversión, tanto de las funciones sacerdotales en su significado más profundo,
como del servicio real en su objetivo más elevado –y todo ello por orgullo–, debía provocar
un juicio inmediato y ejemplar. Cuando aún tenía en su mano el incensario con sus carbones
candentes y con aspecto y palabras de ira en su cara y sus labios, en presencia del sacerdocio,
fue herido con lo que se consideraba preeminentemente y directamente el azote de la mano
de Dios (comp. Nm. 12:9, 10; 2 R. 5:27). Allí, “junto al altar de incienso”, la mancha de la
plaga de la lepra apareció en su frente. Rápidamente los sacerdotes reunidos echaron del
lugar santo a aquél a quien Dios había herido de forma tan evidente, no fuera que la
presencia del leproso contaminara el santuario. De hecho, él mismo, aterrorizado, se
apresuró a salir. Así el rey, cuyo corazón se había engreído, olvidándose por completo de la
ayuda recibida de Jehová, hasta el punto de atreverse a cometer el más grave sacrilegio,
descendió en vida a la tumba en el momento más elevado de su orgullo».
El orgullo es lo que condujo a Uzías a su desgracia. «Cuando era fuerte su corazón se elevó
para destrucción» al querer ofrecer sacrificios en el templo. Este objeto cúltico del siglo II a.C.
es una pala para el incienso. (Museo del Louvre)
Pero la idolatría introducida por Acaz debía ser llevada hasta todas sus
consecuencias. Un edicto déspota del rey, cuando se hallaba en Damasco,
en particular contraste con la debilidad evidenciada contra sus enemigos
extranjeros, ordenó la construcción de un nuevo altar para el templo según
el modelo enviado a Jerusalén de uno, sin duda dedicado a alguna
divinidad asiria, que él había visto en Damasco y lo aprobaba. Fue
obedecido por un sumo sacerdote servil. Cuando Acaz volvió a su capital
28
ofreció sacrificios en el nuevo altar, probablemente ofrendas de
agradecimiento por su regreso a salvo. Y esto sólo era el comienzo de
otros cambios. No parece improbable que el rey introdujera junto con el
nuevo altar el culto de los dioses de Damasco (2 Cr. 28:23, en relación con
el v. 24). Lo que es cierto es que se le adjudicó un lugar exclusivo. Parece
ser que el sacerdote Urías lo había colocado inicialmente detrás del
antiguo altar de holocaustos, que estaba «delante del Señor», es decir,
«delante de la casa», en otras palabras, de cara a la entrada del santuario.
Pero como que este hecho hubiese indicado la inferioridad del altar nuevo,
29
el rey, a su regreso de Damasco, puso los dos altares en yuxtaposición.
30
En las palabras del texto sagrado (2 R. 16:14): «Y el altar, (el de) bronce
que (estaba) delante de Jehová, lo puso cerca (colocó en yuxtaposición),
desde delante de la casa (el santuario), desde en medio del altar (el nuevo
altar de Damasco) y la casa de Jehová, y lo puso al lado del altar (el nuevo
altar de Damasco), hacia el norte». El significado de esto es que el altar de
bronce, que hasta entonces había estado de cara a la entrada del santuario,
hacia el este, ahora fue llevado al lado norte del nuevo altar, de modo que
éste venía a ser el principal, o más bien, el único altar de sacrificios. En
31
consecuencia, por orden del rey, todo el culto de sacrificios se celebraba
entonces en este nuevo altar pagano; la eliminación del altar antiguo
32
quedaba para posterior consideración.
El nuevo lugar de los sacrificios hizo casi necesarios otros cambios de
mobiliario del templo. El antiguo altar de los holocaustos medía diez
codos, o unos cuatro metros y medio, de altura (2 Cr. 4:1). Por ello había
una subida hasta el mismo, y un circuito a su alrededor, en el que se
ponían los sacerdotes que ministraban. Puesto que los elementos del
sacrificio colocados en el altar debían ser lavados, las «diez fuentes de
bronce» para este propósito, que rodean el altar, fueron colocadas sobre
altas «basas» o soportes, para que los sacerdotes que oficiaban pudiesen
lavar las piezas del sacrifico sin bajar del circuito del altar. Las piezas
laterales que constituían el cuerpo de estos soportes eran de bronce,
adornados profusa y alternadamente con figuras de leones y bueyes, con
guirnaldas por debajo y querubines (comp. 1 R. 7:27–40). Para el nuevo
altar no se necesitaban soportes tan altos, y en consecuencia Acaz arrancó
los laterales de los soportes. De modo parecido rebajó «el mar», sacándolo
33
del pedestal de los «bueyes de bronce», y colocándolo sobre «una basa de
piedra». Posiblemente el rey también debió dejarse influenciar por un
deseo de hacer otro uso de estas piezas de valor del mobiliario del templo
que el que se les había dado originalmente. De todos modos
permanecieron en el templo hasta otro período posterior (comp. Jer.
52:17–20).
Resulta más difícil comprender la importancia de los cambios
realizados por el rey Acaz «por causa del rey de Asiria» en «el pórtico
para el día de reposo», y «la entrada del rey, la exterior» (2 R. 16:18). En
nuestra ignorancia del propósito y la localización exactas de estas
modificaciones, sólo podemos ofrecer las sugerencias que correspondan
con las palabras originales. Suponemos que «el pórtico para el día de
reposo», o el soporte, «que habían construido» –es decir, desde tiempos de
Salomón– era posiblemente un lugar que daba al patio interior o del
sacerdote, ocupado por el rey y su corte cuando asistían a las ceremonias
de los días de reposo y los festivos. Conectada con este patio debería haber
una «entrada» privada a esta plataforma desde el patio «exterior», o a
través del mismo (comp. Ez. 44:1, 2). También conjeturamos que en vistas
a una posible visita del rey de Asiria, o en deferencia al mismo, Acaz
«volvió el pórtico del día de reposo y la entrada del rey, la exterior, a la
casa de Jehová», es decir, sacó ambas cosas y las colocó en el santuario,
probablemente dentro del porche. Consideramos como otra parte de estas
modificaciones el comentario en 2 Crónicas 28:24, junto a la observación
de que Acaz «rompió los vasos de la casa de Dios», que «cerró las puertas
de la casa de Jehová». Esto implica que los servicios del lugar santo se
interrumpieron totalmente. De este modo, el culto se limitaba a los
servicios de sacrificios en el nuevo altar; mientras que el traslado al
porche del templo de la plataforma del rey y de su entrada, no sólo los
acercaba al nuevo altar, sino que además les confería una posición más
prominente y elevada que la que ocupaban antes. Entendemos con
facilidad que dichos cambios en el culto de Judá, y la posición principal
del rey en él, estarían conformes con las opiniones, la práctica y los deseos
del rey de Asiria, por opuestas que fueran al espíritu y las instituciones de
la ley mosaica.
Después de esto no nos sorprende leer que Acaz «le hizo altares en
todos los rincones de Jerusalén», ni que «en toda ciudad de Judá hizo
lugares altos (bamoth) para quemar incienso a otros dioses» (2 Cr. 28:24,
25). Fácilmente entenderemos la influencia de todo esto sobre un pueblo
que ya estaba entregado a la idolatría. Efectivamente, la Santa Escritura
sólo nos da una indicación general de los nefastos cambios realizados en
las instituciones religiosas públicas del país. De la actitud particular del
rey al respecto sólo disponemos de rasgos ocasionales, tales como, por
ejemplo, lo que se observa en la tardía referencia significativa a «los
34
altares» que había erigido «en el tejado» del Aliyah o «aposento alto» del
templo, sin duda para el culto asirio de las estrellas (Jer. 19:13; Sof. 1:5).
Capítulo 8
(2 Reyes 15:29, 30; 16; 2 Crónicas 28)
Acaz (12°) rey de Judá Peka (19°) y Oseas (20°) reyes de Israel
«Había allí un profeta de Jehová, cuyo nombre era Oded». Como en los
días de Asa, el profeta Azarías había salido al encuentro del ejército
victorioso de Judá a su regreso no con palabras de adulación, sino de
amonestación severa (2 Cr. 15:1–7), así también este profeta de Samaria,
que no es mencionado en ningún otro lugar. Y su oscuridad, y su mensaje
repentino y aislado, así como sus efectos, nos instruyen sobre el objetivo y
el carácter del servicio profético. Únicamente un profeta del Señor podía
osar pronunciar, en aquellas circunstancias, unas palabras tan humillantes
para el orgullo de Israel, y tan exigentes en su demanda. Las derrotas y la
pérdida de Judá habían sido un castigo divino del pecado; ¿acaso iban
ellos a añadir a su propia culpabilidad el hacer esclavos a los hijos de Judá
y Jerusalén? ¿O pensaban acaso que eran instrumentos de los juicios de
Dios, olvidando la culpabilidad que tenían sobre ellos? Debían saber que
la ira ya estaba sobre ellos, por sus pecados, por esta guerra fratricida, y
ahora por su propósito de esclavizar a sus hermanos –y debían liberar a sus
cautivos.
«Tal como lo entendemos, su fracaso en la toma de Jerusalén, y el conocimiento de que Acaz
había resuelto apelar a Tiglat-pileser, indujo a los reyes de Siria e Israel a regresar a sus
capitales. Rezín probablemente llevara entonces a sus cautivos a Damasco; mientras el
ejército israelita arrasaba el país, y no sólo tomó mucho botín, sino que más de 200.000
cautivos, principalmente mujeres y niños (“hijos e hijas”) –tal como observa el texto sagrado
de forma significativa, para mostrar la enormidad sin precedentes del crimen: “de sus
hermanos” (2 Cr. 28:8)».
Esta maqueta reconstruye el aspecto que debió tener Jerusalén en aquella época. En primer
plano destaca la fortaleza amurallada de David.
18
No hay ninguna razón para cuestionar la exactitud de este relato, ni
en la de la intervención decisiva en favor de los cautivos de cuatro de los
cabezas de casa de Efraín, cuyos nombres han sido preservados para su
honor. Este hecho es otra confirmación más del carácter histórico del
relato. Efectivamente, incluso si no hubiese sido recogido, hubiésemos
esperado una intervención de este tipo. El partido más serio de Israel, ya
fuera amigo o enemigo de Peka, no debió aprobar los pasos adoptados por
su rey. Ya había habido otras guerras anteriormente entre Israel y Judá;
pero nunca una en la que Israel se uniera con un poder pagano con el fin de
derrotar a la casa de David, y colocar en su trono a un aventurero sirio.
Esto debió despertar todos los sentimientos religiosos y nacionales; y al
ver a 200.000 mujeres y niños judíos llevados a Samaria, exhaustos, con
los pies doloridos, hambrientos y en harapos para ser vendidos como
esclavos, no debió provocar ninguna satisfacción, sino horror e
indignación. A esto creemos que se refieren los cuatro príncipes cuando
hablan de las «transgresiones» ya cometidas por esta guerra, y la
advertencia de añadir a ellas el retener como esclavos a los cautivos. Al
concebir la escena, no nos sorprendemos ante la intervención de los
príncipes, ni ante la reacción popular cuando las palabras del profeta les
demostraron plenamente todo su mal. Ni siquiera tomando sólo el punto
de vista político de ello, podían los príncipes o el pueblo quedarse ciegos
ante la locura de debilitar a Judá y enzarzarse en una guerra con Tiglat-
pileser.
Como sucede muy a menudo en circunstancias similares, la reacción
del sentimiento popular fue inmediata y completa. El botín y los cautivos
fueron entregados a «los príncipes»; los que hacía poco habían sido
prisioneros fueron cuidados con ternura como hermanos y huéspedes de
19 20
honor, y fueron devueltos a la ciudad judía fronteriza de Jericó. Sin
querer suponer que este episodio se hallaba en la mente de nuestro Señor
cuando explicó la parábola de «el buen samaritano», hay algo en la
21
conducta de estos hombres, mencionados por nombre, que nos recuerda
el ejemplo y las lecciones de esta enseñanza de Cristo.
El nombre Sear-jasub
Fue sucedido por el líder del alzamiento, Oseas, que fue tributario a
Asiria. Tras cumplir con la parte más fácil de su tarea, Tiglat-pileser se
dirigió contra Damasco. Allí encontró una resistencia tenaz. La Santa
Escritura sólo dice (2 R. 16:9) que Damasco fue tomada, Rezín matado y
el pueblo llevado cautivo a Kir –una región todavía por identificar con
seguridad, pero que parece ser que perteneció a Media (comp. Is. 21:2;
22:6). De allí provenían originalmente los sirios (Amós 9:7), y allí fueron
deportados de nuevo cuando su obra en la historia hubo acabado (Amós
1:5). Desgraciadamente, las tablas asirias que recogen esta campaña están
mutiladas y la que contenía el relato de la muerte de Rezín se ha perdido.
Pero vemos que el sitio de Damasco duró dos años; que la gran victoria de
los asirios fue caracterizada por una gran masacre; que Rezín fue
encerrado en su capital, a la que había sido llevado; que no sólo todos los
árboles de los jardines que rodeaban a Damasco fueron cortados, sino que,
con las palabras de la tabla, toda la tierra desolada como por una
inundación.
Capítulo 9
(2 Reyes 18)
Hay una extraña tradición judía que afirma que desde el momento en
que Rubén, Gad y la media tribu de Manasés fueron deportados, la
1
observancia de los años de jubileo cesó (Arakh. 32 b; Jer. Shebh. 39 c; Jer.
Gitt. 45 d). Con independiencia de la verdad que haya en esta observación,
hay otras peculiaridades relacionadas con este período tan interesantes e
importantes en esta historia, tanto en retrospectiva como en vistas al
futuro, que las agrupamos juntas de forma ordenada antes de proceder con
2
nuestro relato.
Cuando volvemos al primer y más prominente factor de esta historia,
Israel, nos impresiona esto: –que ahora, desde la separación de las
naciones hermanas, el reino del norte había establecido una alianza formal
contra Judá con una nación pagana, y precisamente con su enemigo por
herencia, Siria. Y el significado de este hecho es cada vez más profundo si
recordamos que el objetivo final no era meramente el de conquistar a Judá,
sino destronar la casa de David, y sustituirla por un gobernador sirio,
seguramente pagano. Hasta tal punto había olvidado Israel su gran
esperanza, y el mismo significado de su existencia como nación. También
por primera vez, por lo menos en el registro bíblico, aparece ahora el
poder asirio en la escena de Palestina, primero para ser sobornado por
Manahem (2 R. 15:19, 20); luego al ser llamado por Acaz, con el resultado
de hacer Judá tributaria, y finalmente para destronar a Israel.
Cuando pasamos de Israel a Judá, encontramos que el país alcanzó
entonces un estado de prosperidad nacional mayor incluso que el de la
época de Salomón. Pero en su tren llegó también el lujo, el vicio, la
idolatría y los pensamientos y las costumbres paganas, hasta la corrupción
total del pueblo. En vano llamaron los profetas al arrepentimiento (Jl.
2:12–14; Is. 1:2–9, 16–20); en vano hablaron del juicio que se acercaba
(Mi. 2:3; Is. 1:24; 3:1–8, 16–4:1; 5:5-final); en vano intentaron animar con
promesas de misericordia (Mi. 4:1–5; Is. 2:2–5). Los sacerdotes y el
pueblo se jactaban dentro y fuera y la observancia formal de las
ordenanzas rituales, como si ellas fueran la sustancia de la religión, y en
esta confianza no prestaban atención a la advertencia de los profetas (Is.
1:11–15). En su confianza arrogante en cuanto al presente, y su política
mundana en cuanto al futuro, se procuraron los males que habían sido
predichos, pero de los cuales se habían considerado a salvo. Y así fue
como un pueblo que no quiso volver a su Dios cuando podía, tuvieron esto
como juicio por el endurecimiento: ya no podían volver a él (Is. 6:9–13).
En efecto, Judá había bajado tanto que no sólo todo tipo de idolatría,
sino incluso el culto de Moloc –la brujería y la necromancia,
explícitamente denunciadas en la ley (Dt. 18:10–13), se practicaban
abiertamente en la tierra (Is. 8:19). El castigo divino de todo esto ya ha
aparecido en la historia precedente. Porque si, al inicio del reinado de
Acaz, Judá había alcanzado su más elevado estado de prosperidad, se
hundió hacia el final en el nivel más bajo jamás alcanzado antes. De
hecho, las tres naciones implicadas en la guerra descrita en el capítulo
anterior recibieron el castigo que merecían. La subsistencia del reino del
norte entonces era sólo una cuestión de tiempo, y el exilio de Israel ya
había empezado. Judá dependía de Asiria, y desde entonces sólo consiguió
sacarse su yugo durante breves períodos, hasta que al final compartió el
mismo destino que su reino hermano. Finalmente, Siria cesó de existir
como poder independiente y se convirtió en provincia de Asiria.
Pero en la historia del reino de Dios cada movimiento es también un
paso más hacia la gran meta, y todo juicio es ocasión para una
misericordia mayor. Y así fue también en esta ocasión. En adelante toda la
escena histórica se verá cambiada. El horizonte profético se amplió. La
caída de Israel ya había empezado a convertirse en la vida del mundo. Las
predicciones más completas sobre la persona y la obra del Mesías y de su
reino universal pertenecen a esta época. Incluso las nuevas relaciones de
Israel constituyeron la base de conceptos más amplios y de progreso
espiritual. Aquellas guerras banales con Siria, Edom, Moab, Amón y
Filistea, que llenaron la historia previa, ahora dejaron de ser elementos de
la misma, e Israel se encontró cara a cara con el gran poder mundial. Este
contacto dio nueva forma a la idea de un reino universal de Dios, tan
amplio como el mundo, que hasta entonces sólo había sido presentado en
un tenue borrador, y del cual sólo el germen había existido en la
conciencia religiosa del pueblo. Así, en todos los detalles, se trataba del
principio de una nueva era: –una era ciertamente de juicio, pero también
de mayor misericordia; una era de nuevo desarrollo en la historia del reino
de Dios; una figura también del endurecimiento final de Israel en el
rechazo de su Mesías, y de la apertura del reino del cielo a todos los
creyentes.
El rey de Israel tenía buenas razones para confiar en aliarse con este
monarca. Era el primer faraón de la vigesi-moquinta dinastía etiópica.
Bajo su mando, Egipto, que hasta entonces se veía presionado en el norte
por los asirios y en el sur por los etíopes, y sufría disensiones internas, se
fortaleció, tuvo paz e independencia. Éste no es el lugar para entrar en
detalles sobre un reino que no sólo fue beneficioso para con su país de
manera significativa, sino que además era de carácter elevado. Sevë era un
monarca demasiado sabio para dejarse persuadir por los embajadores, o
seducir por los «regalos» que Oseas enviara, para establecer una alianza
7 8
activa con Israel contra Asiria. El intento de «conspiración» llegó al
conocimiento de Salmanasar. Se volvió contra Oseas, quien por entonces
había interrumpido el pago del tributo, lo atrapó y lo puso en la cárcel (2
R. 17:4).
Capítulo 10
(2 Reyes 18:1–6; 2 Crónicas 29–31)
Ezequías (13°) rey de Judá Oseas (20°) rey de Israel
Toda esta sucesión de males, y los que tenían que llegar, era la
consecuencia de la incredulidad y el escepticismo de Acaz. Había dejado
la religión de Jehová, y también menospreció su palabra. En las
circunstancias políticas del país, la única alternativa que le quedaba era
confiar en el Señor para la liberación, o bien rendirse a un poder
extranjero. Contra las amonestaciones y advertencias del gran profeta, que
le había asegurado el socorro divino, Acaz escogió la segunda alternativa.
Su resolución no era sólo pecado, también era locura. Su política miope
introdujo otro poder cuya dominación no pudo ser expelida
permanentemente nunca más.
Celebración de la Pascua
El festín subsiguiente
Ezequías decidió, pues, acogerse a esta provisión legal para una pascua
posterior. Consideramos de especial interés en sí mismo, y como un
pronóstico de grandes cambios en la futura organización política y
eclesiástica de Israel, el hecho que Ezequías realizó esto con el consejo de
«sus príncipes y de toda la congregación de Jerusalén» (2 Cr. 30:2). Y
todavía es más interesante ver que la invitación para la pascua dirigida por
el rey «y sus príncipes» no sólo fue enviada a las ciudades de Judá, sino a
todo Israel, «desde Beerseba hasta Dan». A esto el texto añade la
observación que las observancias pascuales anteriores habían sido
parciales, no generales: «porque no lo habían hecho en multitud [en
13
grandes números], como está escrito» (2 Cr. 30:5).
Esta invitación fraternal a la fiesta del nacimiento de Israel y el culto
común de su Dios y Redentor era, por así decirlo, la respuesta que el Judá
arrepentido daba ahora a aquella guerra fratricida que Israel había llevado
a cabo tan recientemente con el objetivo de exterminar el reino de David.
Y las cartas del rey y los príncipes tenían unas referencias tan tiernas al
14
pecado y el juicio pasados, y a la calamidad nacional actual, y respiraban
un espíritu tal de esperanza religiosa para el futuro, hasta el punto que casi
alcanzan el nivel del sentimiento del Nuevo Testamento.
A pesar de la burla con la que, por lo menos al principio, fue recibida
la invitación por la mayoría de lo que todavía quedaba del reino del norte,
la respuesta final fue verdaderamente animadora (comp. v. 10, 18). En
Judá fue de corazón y unánime (2 Cr. 30:12). De otras partes del país «una
multitud de gente, muchos», acudió desde cinco tribus que aún constituían
el reino de Israel. Porque Neftalí había sido anexada a Asiria, y Rubén y
15
Gad habían sido deportadas. La fiesta de Jerusalén fue seguida por un
movimiento nacional espontáneo contra la idolatría. Porque, mientras que
la purificación del templo había sido un acto público de reforma iniciado
por el rey, quedó en manos del pueblo reunido en Jerusalén sacar los
altares de la capital, ya fuere en las casas privadas o en lugares más
públicos, que eran los restos del culto idólatra introducido por Acaz (2 Cr.
28:24).
Senaquerib
5
Sargón reinó un total de diecisiete años. Por la condición defectuosa
de las inscripciones, resulta imposible saber seguro si lo mató un asesino o
no. Fue sucedido por su hijo Senaquerib, quien, después de un reinado de
6
veinticuatro años, pereció en manos de sus propios hijos (2 R. 19:37). El
largo período de descanso entre el segundo año de Sargón y el ascenso de
Senaquerib, sin duda, habían sido usados por Ezequías para mejorar
todavía más la condición del país, posiblemente reforzando las defensas de
Jerusalén, y preparándose para eventualidades futuras (comp. 2 R. 20:20; 2
Cr. 32:5–30, y otras páginas). Éste no es el lugar para ofrecer un relato
detallado de los acontecimientos del reinado de Senaquerib, según vemos
en las inscripciones egipcias, excepto en cuanto incidan en el relato de la
Escritura. E incluso aquí tenemos que tener en cuenta que las inscripciones
ofrecen una falsa impresión a propósito de lo que realmente sucedió en
aquella guerra –hecho aceptado generalmente–, en la que Judea fue
derrotada y Jerusalén sitiada por primera vez, y luego una segunda vez fue
llamada a rendirse. Será más adecuado ofrecer la historia de esta
expedición, en primer lugar, según la explican los registros asirios, antes
de referirnos al relato bíblico.
Parece ser que Senaquerib recibió algunas noticias antes de que los
confederados tuvieran tiempo de llevar a cabo sus planes. El ejército asirio
avanzó rápidamente. Eluleo, rey de Sidón, huyó a Chipre, y Etobal fue
nombrado en su lugar, mientras que las ciudades que se hallaban en el
camino del conquistador asirio se sometían a él o eran tomadas. A
continuación Senaquerib avanzó contra Ascalón, y la tomó. Zidkâ, su rey,
y la familia real, fueron transportados a Asiria; Sarludari, el hijo del rey
anterior, fue nombrado en su lugar; todo el país fue derrotado y, como
Sidón, fue hecho tributario. Probablemente fue en su avance desde Acco a
Ascalón –tal vez desde Jafa– que Senaquerib puso un destacamento en
Judá, que tomó todas las «ciudades fortificadas» (comp. 2 R. 18:13). Las
inscripciones asirias hablan de la captura de cuarenta y seis ciudades
fortificadas y de «innumerables castillos y lugares pequeños», de la
transportación de 200.150 de sus habitantes cautivos, hombres y mujeres;
de la toma de un botín inmenso, y la anexión - probablemente sólo
nominal, y, en cualquier caso, temporal - de las regiones conquistadas a los
dominios de los pequeños potentados al lado del mar, con buenas
relaciones con Asiria. A esta expedición se refiere Isaías 10:28–34, como
sin duda toda la profecía del décimo capítulo de Isaías se aplica a la guerra
8
de Senaquerib contra Judá.
Victorias de Senaquerib
Su reunión
Éstos eran los representantes de ambos lados, que aquel día azaroso se
reunieron para presentar muy claramente ante todos los hombres con quién
estaba el poder: con las armas y la carne, o con Jehová; y si el pueblo
había hecho lo correcto en descansar en las palabras de Ezequías, rey de
Judá, o no (2 Cr. 32:8) .
.
Capítulo 12
(2 Reyes 18:17–19)
Significado y lecciones del relato de la invasión asiria
Capítulo 13
(2 Reyes 20; Isaías 38; 39)
El relato de la enfermedad de Ezequías y de los emisarios de Merodac-
1
baladán, que de forma más sucinta también aparece en el Libro de Isaías
2
(38:1–8, 21, 22; 39), por causas literarias y por su posición en esta
historia, debe ser considerado como un apéndice parecido al que se ha
añadido al relato del reinado de David en los capítulos de finales del
3
Segundo Libro de Samuel. Tanto si fue tomado de una fuente especial y
distinta, como si fue insertado en este lugar para no interrumpir la
continuidad de un relato que tenía un significado espiritual y un objetivo
propios, lo cierto es que los acontecimientos que recoge no podían ser
4
posteriores a la partida final de Senaquerib del territorio de Palestina.
Después de ella no podía haber motivo para la ansiedad en la referencia al
rey de Asiria como para ser tratada por la promesa divina en 2 Reyes 20:6;
y tampoco podía Ezequías haber mostrado esos tesoros a los embajadores
de Merodac-baladán, pues se había privado anteriormente de ellos para
5
Senaquerib (2 R. 18:14–16), ni, por lo que sabemos de la historia de
Merodac-baladán, hubiese podido entonces enviar dicha embajada con el
propósito manifiesto de una alianza contra Asiria, y, finalmente, Ezequías
no hubiese animado entonces tales aperturas.
Anuncio de su muerte
La oración de Ezequías
Y así podemos entender desde todos los puntos de vista que el salmista
diga en su oración: «Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días» (Sal.
11
102:24), y que Ezequías «volvió su rostro a la pared y oró… y lloró con
grande lloro».
Porque, sin duda, el hecho de ser tomado en medio de sus días y de su
obra, le parecería no sólo una indicación de la desaprobación de Dios, sino
incluso de su castigo. Es desde este punto de vista, antes que desde la
expresión de la justicia propia, que consideramos las palabras de la súplica
de Ezequías. Y aparte de esto, no había nada censurable en su deseo de que
su vida se salvara, o en su oración por ello, aunque también aquí hemos de
12
observar el punto más bajo de los que vivían bajo el Antiguo Testamento.
El profeta y el rey
Profecía de Babilonia
Capítulo 14
(2 Reyes 21; 2 Crónicas 33)
Más aún, en la misma «casa» sagrada, erigió los ídolos más viles: «la
imagen tallada del Asera», cuyo culto implicaba toda lascivia. En
3
conjunción con esto hubo la institución de un nuevo sacerdocio,
constituido por los que tenían espíritus familiares, y «brujos», mientras el
4
rey mismo practicaba la adivinación y el encantamiento. Y como siempre,
5
junto con todo esto, el culto de Moloc, con su terrible rito de pasar a los
niños por el fuego, no sólo era promocionado por el ejemplo del rey (2 R.
21:6; 2 Cr. 33:6), sino que aparentemente se convirtió en una práctica
general (2 R. 23:10).
Muerte de Manasés
Reinado de Amón
Capítulo 15
(2 Reyes 22; 23:1–23; 2 Crónicas 34; 35:1–19)
La profetisa Hulda
Esta última expresión nos hace pensar en el caso actual, ante todo, en
el aspecto de la ley que afectaba específicamente al pueblo, y la infracción
de la cual implicaba el juicio nacional que Huida había anunciado, y el
temor del cual había consternado tanto al rey. Si éste es el caso, tal vez no
deberíamos pensar en primer lugar en las ordenanzas rituales que se hallan
en las partes centrales del Pentateuco, y que ahora se llaman generalmente
el «Código Sacerdotal». Éstas hubiesen afectado principalmente al
sacerdocio, y tal vez el pueblo no hubiese podido seguir con completa
comprensión la mera lectura de sus complicados detalles rituales. Además,
la historia anterior nos ha dado suficientes ejemplos para mostrar que, a
diferencia de la Ley, las provisiones y ordenanzas del «Código Sacerdotal»
14
se debían conocer bien. Por otro lado, el contenido principal del Libro de
la Ley leído en presencia del pueblo debía relacionarse con toda la
relación fundamental entre Israel y Jehová. Por ello concluimos que debió
contener, además del Libro de Deuteronomio, en todo caso las partes del
Pentateuco que se referían al mismo tema de gran importancia. No
podemos ir más allá, en la discusión de estas cuestiones, de estas
sugerencias a modo de conjeturas. Pero no podemos tener ninguna duda
con referencia a los puntos principales. En Deuteronomio 31:25, 26,
encontramos indicaciones para colocar el Libro de la Ley en el santuario
más interior, como era de esperar. El hecho que en los diversos problemas,
cuando durante muchos reinados la ley de Moisés y su orden de culto eran
dejados aparte tan a menudo, «el libro» fuese tomado y escondido por
manos piadosas, y que así se extraviara durante un tiempo, no puede
sorprendernos, como tampoco su hallazgo durante la reparación completa
15
del templo. Y sea cual fuere el contenido de este libro especial, todo el
contexto indica, por un lado, que implica la expresión de la ley de Moisés
en el Pentateuco, y, por otro, que la existencia de la ley era conocida de
manera general y admitida universalmente como primitiva, derivada del
gran dador de la ley, válida y divina.
Ahora podemos entender que, al oír «las palabras del Libro de la Ley»,
el rey «rasgó sus vestiduras» y «envió a inquirir al Señor» sobre él mismo
y sobre su pueblo. Porque una infracción del pacto y de la ley, de cuya
culpabilidad ahora él veía responsable a Israel, debía implicar un juicio
ejemplar. Al ejecutar las instrucciones del rey, los enviados, incluyendo al
sumo sacerdote, se dirigieron a Hulda, «la profetisa», esposa de Salum,
16
«guarda de las vestiduras», que «habitaba en Jerusalén, en la segunda
17 18
ciudad». Esta parte de la ciudad también es llamada «el mortero» (Sof.
1:10, 11) –en primer lugar, probablemente, por su forma, hallándose en un
valle vacío y rodeado de elevaciones. Probablemente constituía la primera
adición a la antigua ciudad que el aumento de población debió hacer
19
necesaria ya en tiempos de Salomón. Ocupaba la parte superior del valle
Tiropeón al oeste del área del templo, y al norte de «la ciudad media», y
era el gran barrio de negocios, que contenía los mercados, bazares y
viviendas de la población industrial. Esto podría implicar una posición
exterior de «la profetisa» comparativamente humilde. Resulta imposible
hacer conjeturas sobre la causa de que no se consultara a un Jeremías o a
un Sofonías –si no se hallaban en Jerusalén o por otros motivos. Pero el
hecho de que unos emisarios se dirigieran sin dudar, en situación tan
crítica y en un asunto tan importante, a una mujer, no sólo indica la
20
posición excepcional ocupada por Hulda en la opinión general –junto e
21
incluso por encima de las otras dos profetisas del Antiguo Testamento,
Miriam (Éx. 15:20) y Débora (Jue. 4:4)–, sino que incluso da luz sobre las
relaciones espirituales bajo el Antiguo Testamento, y sobre las condiciones
religiosas de la época. Sobre todo, indica la absoluta libertad del Espíritu
de Dios en su elección de los instrumentos usados en la ejecución de las
comisiones divinas (comp. Jl. 2:28, 29).
Capítulo 16
(2 Reyes 23:29–36; 2 Crónicas 35:20; 36:5)
Historia política
Y desde el norte del Mar Negro, de las estepas de Rusia, los escitas
descendieron y arrasaron el país hasta las orillas del Mediterráneo, y hasta
la frontera con Egipto. Allí Psammetichus consiguió detenerlos con
dinero, y la mayoría de bárbaros volvieron hacia el norte. Algunos autores
han supuesto que entraron en conflicto con Josías, y que Jeremías 4:5–
6:30, además de algunas palabras de Sofonías, se refieren a esto, y que la
presencia de los invasores fue perpetuada en el reciente nombre de
1 2
Escitópolis dado a Bet-sean. Pero ésto es por lo menos dudoso. Cuando,
3
tras muchos años, los medas consiguieron finalmente echar a los escitas,
Asiria estaba totalmente exhausta y la caída de Nínive muy cerca.
La expedición del faraón Necao Resistencia de Josías a su avance
Tributo a Egipto
Capítulo 17
(2 Reyes 24, 25; 2 Crónicas 36:5–Final; con los pasajes
correspondientes de los libros de Jeremías y de Ezequías)
El reinado de Joacim, que duró once años, fue desastroso en todos los
aspectos. En realidad, era el comienzo del final. La obra de reforma de
Josías dejó lugar a un restablecimiento de la antigua idolatría (comp. 2 Cr.
36:8). Como en reinados anteriores, estaba relacionada con una
degradación total de los principios morales del pueblo (comp. Jer. 7:9–15;
17:2; 19:4–9; Ez. 8:9–18). Y esto no sólo entre los laicos, a todos los
niveles, sino también entre los sacerdotes y profetas (comp. Jer. 23:9–14).
Las voces de los profetas Jeremías, Urías y Habacuc se oían cada vez más
fuertes, pero sus advertencias eran ignoradas y provocaban la burla o eran
causa de persecución y martirio (2 R. 24:4; Jer. 26:10, 11; y en especial los
vv. 20–23). En otros aspectos también fue un gobierno desgraciado,
caracterizado por el mal, la violencia, la opresión y la codicia públicas.
Mientras la tierra se empobrecía, el rey se permitía lujos y construía
magníficos palacios, o adornaba ciudades, usando trabajadores forzados,
que no eran pagados, y con el coste de las vidas de un pueblo desgraciado
y esclavizado (Jer. 22:13–18; Hab. 2:9–17).
En estas circunstancias la crisis no podía ser aplazada más tiempo. Tal
como hemos dicho antes, tres años después de su primera expedición,
Necao una vez más avanzó contra el imperio rival en el este. Allí había
habido grandes cambios. Nínive había caído bajo el asalto combinado de
Nabopalasar, rey de Babilonia, y Ciaxares, rey de los medas. Los
comentarios, por breves que sean, de estos acontecimientos parecen
1
necesarios para la comprensión más completa de esta historia.
Avance de Nabucodonosor
Lo que sucedió a continuación se puede entender con facilidad. Al
avanzar Nabucodonosor hacia Palestina (2 R. 24:1) –en el quinto año del
reinado de Joacim– el rey judío en un gran temor, proclamó un ayuno
nacional (Jer. 36:9). Si esto se hizo por motivos supersticiosos, o para
causar un efecto popular, o con la espera de conciliar al profeta y a sus
seguidores, no lo sabemos; lo cierto es que el arrepentimiento profesado
era hipócrita. El libro de las profecías de Jeremías, que Baruc había leído
públicamente en esa ocasión, fue cortado en pedazos por el propio rey, y
echado al fuego (Jer. 36:22, 23). Jeremías y Baruc consiguieron librarse de
la cárcel, o incluso la muerte, al esconderse rápidamente.
Rebelión de Sedequías
La sentencia de Ribla
El profeta Jeremías
Nombramiento de Gedalías
Bibliografía:
F. F. Bruce, Israel y las naciones. Editorial Portavoz, Grand Rapids
1988.
John Bright y W. P. Brown, La Historia de Israel. DDB, Bilbao 2003.
François Castel, Historia de Israel y de Judá. Ed. Verbo Divino, Estella
1984.
Capítulo 1 (2 Reyes 11:1–20; 2 Crónicas 22:10–23:21)
1. Ver Libro 6. Aquí solamente recordamos estos puntos: 1) El cumplimiento literal de las
predicciones proféticas relacionadas con la casa de Acab (1 R. 21:21–24; 2 R. 9:6–10). 2) Que la
reacción contra la idolatría extranjera introducida por Acab y Jezabel consistía en un regreso no
al puro servicio de Jehová, sino al de los becerros de oro instituido por Jeroboam (1 R. 12:27–
33). En pocas palabras, era un intento de volver completamente a la política anterior tanto en la
Iglesia como en el Estado, y de reconstituir el reino de Israel tal como Jeroboam lo había
intentado fundar en su separación inicial de Judá. También pudo ser que el asesinato de Ocozías,
y luego de los príncipes reales de Judá (2 R. 9:27; 10:13, 14), se vieran determinados, desde un
punto de vista político, por el deseo de romper los lazos que estaban reuniendo a los reinos de
Israel y Judá. Finalmente, debemos tener en cuenta el carácter militar de la monarquía fundada
por Jehú, que continuó con sus tres sucesores, aunque sin resultados satisfactorios.
2. Probablemente actuara como Gebhirah, como Maaca, la madre del rey Asa (1 R. 15:13).
3. Incluso entre naciones no judías recordamos el nombre de Dido, del mismo linaje y siglo
que Jezabel y Atalía.
4. Por la ausencia de cualquier nombramiento de este cargo, se ha dudado que Joiadá fuese
realmente el sumo sacerdote. Pero el relato parece que lo implique, y que incluso lo indique en 2
Reyes 12, especialmente en el v. 10.
5. Ambos nombres tienen idéntico significado y se diferencian sólo en la forma. Es casi el
mismo que el de Eliseba o Elisabet.
6. Todas las probabilidades apuntan hacia la exactitud de la afirmación de Josefo (Ant. IX. 7,
1), que Josaba era la hija de Joram (hermanastra de Ocozías) de otra madre distinta de Atalía.
Queda por determinar si era hermana completa de Joás, cuya madre era «Sibia de Beerseba» (2
Cr. 24:1).
7. Comp. el «con ella» de 2 Reyes 11:3, con el «con ellos» de 2 Crónicas 22:12.
8. No se puede aplicar la doble objeción según la cual de acuerdo con 2 Crónicas 8:11, la
esposa del sumo sacerdote no podía vivir en el templo, mientras que, de acuerdo con Nehemías
3:20, 21, el sumo sacerdote tenía una casa fuera del templo. El primer pasaje se aplica
únicamente a la esposa egipcia (extranjera) de Salomón, mientras que el segundo sólo nos
describe la costumbre de la época de Nehemías. De todos modos, parece difícil entender cómo
un niño y su niñera, o con aquella niñera y su tía, podían estar escondidos en el templo durante
seis años, a menos que aquella tía viviera con su marido en el edificio del santuario. Si, como
quisieran algunos críticos que creyéramos, Josaba no estuviese casada con el sacerdote, sino que
simplemente se escondió en el templo con el niño, Atalía sin duda hubiese encontrado su
escondrijo.
9. Éste es el significado real de lo que en ocasiones se traduce por «se animó», 2 Crónicas
23:1.
10. 1 Samuel 22:17.
11. 1 Reyes 22; 2 Reyes 11:4; 2 Crónicas 30:6. aunque quedan muchas dudas sobre la lectura
literal de los «ceretitas y peletitas.» Algunos los consideran como referidos a clanes filisteos;
Kimchi como a dos familias de Israel; mientras que la mayoría traduce «ejecutadores y correos».
Según nuestra opinión, los «Kari», o «tribu Kari», es un nombre referente al antiguo nombre del
cuerpo, parcialmente debido a su composición original, y parcialmente quizás también a las
circunstancias en que fue formado. La traducción correcta de 2 Reyes 11:4 sería: «Los
centuriones de Kari y los Corredores».
12. Algunos la consideran una entrada lateral. Probablemente esta puerta daba fácil acceso a
palacio, aunque no se trataba de la entrada real particular, que salía de «la puerta de la guardia».
13. La palabra (massach), 2 Reyes 11:6, traducida en ocasiones «para que no sea allanada»,
se ha explicado de diversas maneras; pero la versión de este texto creo que da la idea original.
Las sugerencias de los rabís no tienen valor alguno.
14. Las dificultados de menor rango requieren sólo una explicación más breve. La puerta
Shur, en la cual, según 2 Reyes 11:6, se colocó una guardia, es evidentemente la misma puerta
que la «Yesod» («puerta del fundamento») de 2 Crónicas 23:5. La explicación más común, que
Shur es un error de transcripción por Yesod (la יse pierde, y רse cambia por )ד, no es
satisfactoria, y el error puede ser que esté en Crónicas en vez de Reyes. La LXX no nos sirve de
ayuda aquí. Los rabís afirman que se trataba de una puerta oriental, y tenía diferentes nombres,
de los cuales dos eran Shur y Yesod. Esto puede ser cierto, aunque sus comentarios arqueológicos
no tienen gran valor. Por el hecho de que un objeto de la guardia era vigilar los movimientos del
palacio al templo, deducimos que la puerta Shur, que es posible se llamara también Yesod (tal vez
señalaba el emplazamiento de una piedra de fundamento), era, según implica la palabra, «la
puerta del declive», una entrada secundaria a palacio; mientras «la puerta de», o «detrás de»,
«los corredores», era la entrada normal y principal del palacio al templo.
15. El Talmud (Horary. 11b) afirma que ésta es la razón, puesto que los reyes en
descendencia regular de David no eran ungidos. Sobre la misma base, el Talmud explica la
unción de Salomón y de Joacaz.
16. 2 Crónicas 23:13. Aunque hay opiniones diferentes sobre su situación exacta.
17. La palabra usada para «trompetas» es la que se usa normalmente para designar las que
tocan los levitas. En general, se observará que esta referencia, y la de «la gente de la tierra» –sin
duda, todo el relato– no sólo parece que confirmen, sino que además implican la del Libro de
Crónicas.
18. Decimos «en cierto sentido», porque el lector atento de esta historia distinguirá el papel
peculiar de los profetas y el de los líderes seculares del movimiento.
19. Según 2 Crónicas 24:15, Joiadá murió a la edad de 130 años, y puesto que, según 2
Reyes 12:6, la restauración del templo bajo Joiadá tuvo lugar en el decimotercero año de Joás, el
sumo sacerdote debió tener unos 107 años cuando Joás subió al trono.
20. Es descrito como «saciado de días» (traducido también como «lleno de días»). Esta
expresión se usa sólo con referencia a las cinco personas siguientes: Abraham, Isaac, David, Job
y Joiadá. Se ha dudado innecesariamente de la edad de Joiadá. El cálculo de la edad en los libros
históricos es generalmente muy moderado, y este caso se considera como una vida
excepcionalmente larga.
21. Se ha propuesto la traducción «todos sus días», es decir, toda la vida de Joás –pero esto
es imposible. O también, «todos los días que» (mientras). En todo caso, el significado que se
debe expresar es el que figura en este texto.
22. La opinión del texto es apoyada por las versiones antiguas de 2 Reyes 12:2.
23. Canon Rawlinson observa el aspecto adecuado en este caso de una unión temprana,
puesto que toda la semilla real había sido destruida por Atalía. También sugiere que «el número
dos [esposas] que él [Joiadá] fijó implica un deseo de combinar la consideración de la sucesión
junto al intento de disuasión de la poligamia excesiva».
24. Joás murió a la edad de 47 años.
25. La interpretación de esta expresión, como si se refiriera al tributo anual del templo de
medio siclo (Éx. 30:13), no sólo es imposible exegéticamente, sino que no hay, por no decir más,
ninguna evidencia de que la provisión de Éxodo 30:12, 13 fuese diseñada como ley permanente
o que así se obtuviera entonces. Aparece justo la misma expresión para «dinero corriente» en
Génesis 23:16.
26. La ley no asignaba a los sacerdotes ningún dinero en relación con las ofrendas por los
pecados. Pero inferimos que se solía dar un don dinerario a los sacerdotes además de la carne de
los sacrificios (Lv. 6:25–29).
27. Ver especialmente los artículos, «Astarte» y «Baal», en Riehm, Hand-Wörterb. Bibl.
Altert. vol. I.
28. En Mateo 23:35 se le llama hijo de «Berequías». Por la avanzada edad de Joiadá cuando
murió, disponemos de todas las razones internas necesarias para creer que fue sucedido por su
nieto en lugar de su hijo.
29. La historia es contada, aunque con algunas variantes, tanto en el Talmud Babilonio (Snh.
96 b; Gitt. 57 b) como en el Talmud de Jerusalén (Jer. Taan. 69 a, b), y también en el Midrás
sobre Eclesiastés y sobre Lamentaciones. Según la tradición judía, el pecado tenía siete partes:
había asesinado a un sacerdote, profeta y juez; derramaron sangre inocente en el patio del
templo, y era sábado, y además el día de la expiación. Ver el Targum sobre Lament. 2:20. Merece
especial mención observar que aquí Zacarías es llamado, al igual que en Mateo 23:35, «el hijo de
Iddo» (comp. Esd. 5:1; 6:14), que era en realidad el abuelo de Zacarías, y padre de Berequías,
omitiéndose el nombre del padre (como en Gn. 29:5; 2 R. 9:20), tal vez porque Zacarías sucedió
a Iddo (Neh. 12:4, 16).
30. La pregunta de por qué se tuvo que hacer una colecta para sus reparaciones necesarias, si
el templo poseía tantas cosas de valor, se responde fácilmente con la consideración de que la
venta, incluso con esta finalidad, de las cosas santas hubiese sido considerada un sacrilegio. Las
cosas santificadas por reyes anteriores (2 R. 12:18), y que Atalía y sus hijos habían sacado para
el servicio de Baal, sin duda, fueron devueltas al templo con el ascenso de Joás.
31. La expresión, «cuando se desciende a Sila» (2 R. 12:20), probablemente se refiera a una
localidad, pero es de difícil explicación.
32. La diferencia de nombres en 2 Reyes 12:21 y 2 Crónicas 24:26 se explica fácilmente. El
primer nombre en 2 Reyes, Josacar, es en 2 Crónicas Zabad, el «Jo» inicial –Jehová– se ha
perdido, y Zacar ( )זכרse convierte, por un error de transcripción, en Zabad ()זבר. El nombre de la
madre del segundo asesino aparece en Crónicas en la forma completa de Simrit. Debemos al
relato de Crónicas la observación sobre la nacionalidad de las dos madres.
33. El plural, «hijos de Joiadá», en 2 Crónicas 24:25, es evidentemente un error de
transcripción ( )בניpor ()בז. Igualmente en la LXX y la Vulgata.
34. Los escritos rabínicos observan la estricta concordancia entre el final de Joás y su
conducta. Él se desprendió del yugo del reino de Dios, y así sus siervos se desprendieron del
yugo de su gobierno; Joás olvidó lo que debía a Joiadá, y así sus siervos olvidaron lo que debían
a su señor; Joás mató, y fue matado; Joás no respetó la dignidad de su víctima, y tampoco sus
siervos respetaron el hecho que él era un rey, el hijo de un rey.
1. Ésta es la opinión de Kleinert en Riehm Hand-Wörterb II. p. 1704 a. Otros han considerado
el numeral 27 ( )כזcomo un error de transcripción en lugar de 15 ()טו. En cualquier caso, Uzías no
pudo haber ascendido al trono en el año 27 de Jeroboam, según demuestra la comparación con 2
Reyes 14:2, 17, 23.
2. Este hecho parece ser implicado por la que de otro modo sería una extraña añadidura en 2
Reyes 14:22: «después de que el rey durmiera». Comp. lo mismo en 2 Crónicas 26:2.
3. Bähr, u. s., p. 376.
4. Es la décima estación en el camino del Cairo a la Meca.
5. En lugar del actual texto masorético: «( ַהמּבין בּראותentendiendo en visiones»), es evidente,
debemos leer la segunda palabra como בּיראת,ַ «en el temor» –como hacen muchos intérpretes
judíos, Codd., la LXX, Syr. Targ., y casi todos los cristianos. Y la primera palabra, entonces, se
debería traducir por «entendiendo» en el temor de Dios (como la LXX) o «instruyendo» en ella.
Preferimos esta última interpretación (con el Syr. Targ., los rabís y muchos intérpretes). Esta
expresión aparece de nuevo en Nehemías 8:9. Este Zacarías no aparece en ningún otro lugar.
Evidentemente no se trataba del «profeta» con el mismo nombre; ni siquiera el que se menciona
en Isaías 8:2, que vivió una generación más tarde.
6. Ver Libro 6.
7. Para mayor información sobre esta tribu y la confederación en general, comparar Libro 6.
Me parece probable, que incluso si Gur-baal no es exactamente igual que Gezar, a unas tres
horas al sudoeste de Gaza (ver el Targum), se debe buscar en aquella zona. Desde Filistea en el
sudoeste, evidentemente se traza una línea de defensa hasta el extremo sudeste –el territorio de
Amón. Cerca de Gerar, cuya localización es totalmente segura, se abre el uadi que, desde
Hebrón, se extiende hasta Beerseba.
8. Posiblemente Oseas 5:10 contenga una alusión a este hecho, aunque tal vez con mayor
probabilidad a acontecimientos del reinado de Jotam (comp. 2 Cr. 27:5).
9. Ésta es la traducción correcta y no «hondas para tirar piedras». El armamento era el normal
de las naciones de la antigüedad.
10. Omitimos a propósito la referencia a la inscripción asiria que recoge un intento de alianza
entre Hamat y diecinueve ciudades de la región y Azriyahû –Azarías o Uzías (Schrader, vol. 5,
pp. 217–227). Es bastante posible que en su revuelta de Asiria estas ciudades buscaran una
alianza con Uzías, la cual, no obstante, no fue aceptada por este monarca. Pero la referencia a
Uzías en el orgulloso registro de Tiglat-pileser de esta coalición es demasiado imprecisa para
admitir, según nuestra opinión, ninguna inferencia segura (comp. Nowack, Assyr. Bab. Inschr. p.
27, Nota 8). ¿Tenemos que considerar la introducción del nombre de Azriyahu con un
significado literal para este monarca, o sólo con un sentido general refiriéndose a él en sus
sucesores –tal como Omri es introducido en las inscripciones? ¿Y tenemos que considerar esta
referencia como indicadora de un acontecimiento estrictamente histórico? Es difícil de sostener
esto. ¿Se trata, pues, de una referencia general a una política posterior o una inferencia de la
misma o explica una sospecha, o es simplemente alarde jactancioso? Decidimos no entrar en el
tema de la cronología asiria ni en su comparación con la de la Escritura por los motivos indicados
previamente. Ver un intento de conciliación de las dos cronologías (por Oppert), en la conclusión
de Hommel, Abriss d. Bab. Ass. u. Isr. Gesch. Comp. también H. Brandes, Abh. zur Gesch. d.
Orients im Alterth.
11. Comparar también la nota en Josefo. Ant. IX. 10, 4.
12. Algunos críticos han intentado sostener que, en esto, Uzías simplemente intentaba actuar
como David y Salomón, y restablecer el antiguo derecho real de guía de los servicios religiosos.
Pero no hay ninguna evidencia en absoluto de que David o Salomón jamás se adjudicaran
funciones estrictamente sacerdotales, y mucho menos todo lo que vamos a mencionar.
13. La opinión adoptada aquí es la de Rashi y otros comentaristas rabínicos.
14. Algunos críticos han sugerido que por entonces tenía tan sólo veinte años.
15. Ant. IX. 10, 4.
.
Período Intertestamentario
.
La preparación para el Evangelio
El mundo judío en los días de Cristo
(Sanh. 99 a)
Los helenistas
«Por más que se aislaran religiosa y socialmente, dada la naturaleza de las cosas, era
imposible que las comunidades judías en el Occidente quedaran sin ser afectadas por la
cultura y el pensamiento griego; tal como, por otra parte, el mundo griego, a pesar del odio
y desprecio popular entre las clases elevadas para los judíos, no podía librarse del todo de su
influencia. Testigos de ello son los muchos convertidos al judaísmo entre los gentiles; también
la evidente preparación de los países de esta «diáspora» para la nueva doctrina que había de
aparecer en Judea. Había muchas causas que hacían a los judíos del Occidente accesibles a
las influencias griegas».
Éste es el gran friso del altar de Zeus donde podemos entender una alegoría de las victorias
guerreras de los Atálidas. El friso representa el tema de la batalla entre dioses y gigantes. Puede
ser considerado como el símbolo del arte helénico. (Pérgamo)
Carácter de la Septuaginta
Pero esto, naturalmente, no podía ser suficiente. Por otra parte, existía,
como podemos suponer, una curiosidad natural por parte de los estudiosos,
sobre todo en Alejandría, que tenía una población judía tan importante, de
conocer los libros sagrados sobre los cuales se fundaban la religión y la
historia de Israel. Incluso más que esto, hemos de tener en cuenta los
gustos literarios de los tres primeros Ptolomeos (sucesores en Egipto de
Alejandro el Grande) y el favor excepcional que los judíos habían
disfrutado durante un tiempo. Ptolomeo I (Lagi) era un gran mecenas de
los estudios. Proyectó el Museo de Alejandría, que era un hogar para la
literatura y los estudios, y fundó la gran Biblioteca. En estas empresas su
consejero principal era Demetrio Falereo. Los gustos del primer Ptolomeo
fueron heredados por su hijo, Ptolomeo II (Filadelfo) (286–284 a.C.), que
había sido corregente durante dos años. De hecho, este monarca acabó
maniático por los libros, y es difícil creer las cantidades ingentes que pagó
por manuscritos raros, que con frecuencia resultaban ser falsificados. Lo
mismo se puede decir del tercero de estos monarcas, Ptolomeo III
(Euergetes). Sería verdaderamente extraño que estos monarcas no
hubieran procurado enriquecer su biblioteca con una traducción auténtica
de los libros sagrados judíos, o no hubieran estimulado a que se hiciera
esta traducción.
Estas circunstancias nos explican los diferentes elementos que
podemos seguir en la versión griega del Antiguo Testamento, y explican
las noticias históricas o más bien legendarias que tenemos sobre su
composición. Empecemos con las últimas. Josefo ha preservado lo que sin
duda, al menos en su forma presente, es una carta espuria de un tal
8
Aristeas a su hermano Filócrates, en la cual se nos dice que por consejo
de su bibliotecario (?) Demetrio Falereo, Ptolomeo II había enviado, por
medio de él (Aristeas) y otro funcionario, una carta, con ricos presentes, a
un tal Eleazar, Sumo Sacerdote en Jerusalén; el cual a su vez había elegido
setenta y dos traductores (seis de cada tribu) y los había provisto del
manuscrito más valioso del Antiguo Testamento. La carta da luego detalles
de la recepción espléndida de los traductores en la corte egipcia, así como
de su estancia en la isla de Faros, donde habían realizado su obra en
setenta y dos días, después de lo cual regresaron a Jerusalén cargados de
regalos, una vez su traducción hubo recibido la aprobación formal del
Sanedrín judío de Alejandría. De este relato podemos colegir, por lo
menos, estos hechos históricos: que el Pentateuco –porque sólo se da el
testimonio de éste– fue traducido al griego por sugerencia de Demetrio
Falereo, durante el reinado y bajo el mecenazgo –si no la dirección– de
9
Ptolomeo II (Filadelfo). Los relatos de origen judaico están de acuerdo
con esto, y describen la traducción del Pentateuco bajo Ptolomeo; el
Talmud de Jerusalén (Megill. i.) da un relato más sencillo; el de Babilonia
(Megill. 9 a), con adiciones al parecer derivadas de las leyendas de
Alejandría; el primero hace notar de modo expreso trece variaciones del
10
texto original, mientras que el último hace notar quince.
Una vez traducido el Pentateuco, fuera por una persona o, más
11
probablemente, por varias, pronto recibirían el mismo tratamiento los
demás libros. Fueron evidentemente traducidos por un grupo de personas
que poseían calificaciones muy distintas para hacer el trabajo –la
traducción del libro de Daniel resultó tan defectuosa, que tuvo que ser
sustituida por otra hecha por Teodosio más adelante. La versión, en
conjunto, lleva el nombre de LXX (Septuaginta), según han supuesto
algunos, por el número de sus traductores, en conformidad con el relato de
Aristeas –sólo que en este caso debieran haber sido setenta y dos–; o por la
aprobación del Sanedrín de Alejandría –¡aunque Bohl dice que fue el
Sanedrín de Jerusalén!–, si bien en este caso deberían haber sido setenta y
uno; o quizá, debido a la idea popular del número de naciones gentiles, de
las cuales el griego (Jafet) era considerado como típico, que eran setenta.
Sin embargo, tenemos una fecha segura por medio de la cual computar la
terminación de esta traducción. Por el prólogo del libro apócrifo
«Sabiduría de Jesús, hijo de Sirac», sabemos que en los días de su autor el
Canon de la Escritura estaba cerrado; y que a su llegada, a los treinta y
12
ocho años, a Egipto, regida entonces por Euergetes, encontró ya
completada la versión de la Septuaginta cuando él mismo se puso a hacer
una traducción similar en hebreo de la obra de su abuelo. Además, en el
capítulo 50 de esta obra tenemos una descripción del Sumo Sacerdote
Simón, que evidentemente es escrita por un testigo ocular. Por tanto,
tenemos, por un extremo, el pontificado de Simón como fecha más antigua
posible para la vida del primer Jesús (abuelo); y por el otro, el reinado de
Euergetes, en el que el nieto estaba en Alejandría. Ahora bien, aunque
hubo dos Sumos Sacerdotes con el nombre de Simón, y dos reyes egipcios
con el apodo de Euergetes, con todo, en terreno puramente histórico, y
aparte de prejuicios críticos, llegamos a la conclusión de que el Simón de
Ecclus., cap. 50, era Simón I, el Justo, uno de los hombres más
encumbrados en la historia tradicional judaica; y, de modo similar, que el
Euergetes del joven Jesús era el primero que llevó este nombre, Ptolomeo
13
III, que reinó desde 247 a 221 a.C. En su reino, pues, debemos considerar
que quedó completada la versión Septuaginta, por lo menos en lo
sustancial.
De todo ello, pues, se sigue que el Canon del Antiguo Testamento ya
14
estaba prácticamente establecido en tierra Palestina. Este Canon fue
aceptado por los traductores alejandrinos, aunque los puntos de vista más
laxos de los helenistas sobre la «inspiración», y la ausencia de la
vigilancia estricta ejercida sobre el texto en Palestina, llevó a adiciones y
alteraciones, y finalmente incluso a la admisión de los Apócrifos en la
Biblia griega. A diferencia de la ordenación hebrea del texto en la Ley, los
15
Profetas y los Escritos (sagrados) o Hagiógrafos, la Septuaginta los
ordena en libros históricos, proféticos y poéticos, y considera veintidós,
según el alfabeto hebreo, en lugar de veinticuatro como los hebreos. Pero
es posible que estas dos ordenaciones hayan sido posteriores, puesto que
Filón evidentemente conocía el orden judío de los libros (De Vita
Contempl. § 3). Sobre el texto que puedan haber usado los traductores sólo
es posible hacer conjeturas. Difiere en casi innumerables puntos del
16
nuestro, aunque las desviaciones importantes son relativamente pocas.
En la gran mayoría de las pequeñas variaciones nuestro texto hebreo debe
17
ser considerado como el más correcto.
Dejando a un lado los errores de copia y de lectura, y al margen de los
errores de traducción, ignorancia y prisa, notamos ciertos hechos
destacados como característica de la versión griega. Lleva marcas
evidentes de su origen en Egipto en el uso de palabras y referencias
egipcias, y también rastros de su composición judaica. Junto a un
literalismo falso y mimético hay también grandes libertades, si no abusos,
en la forma de tratar el original; errores graves que aparecen junto a
traducciones felices de pasajes muy difíciles, sugiriendo la ayuda de
eruditos y expertos de nota. Hay elementos distintivos judaicos
indudablemente en ella, los cuales sólo pueden ser explicados con
referencia a la tradición judía, aunque son muchos menos de lo que han
18
supuesto algunos críticos. Esto lo podemos entender puesto que
solamente podían ser introducidas las tradiciones que en aquellos tiempos
no sólo fueran aceptadas, sino que tuvieran una circulación general. Los
elementos distintivamente griegos, sin embargo, son de gran interés para
nosotros ahora. Consisten en alusiones a términos mitológicos griegos, y
19
adaptaciones de ideas filosóficas griegas. Aunque fueran pocos, un caso
bien identificado nos permitiría tener sospechas de otros, y en general
daría a la versión el carácter de helenización judaica. En la misma
categoría consideramos lo que constituye la característica más prominente
de la versión Septuaginta y que, por falta de términos mejores,
designaremos como racionalista y apologética. Las dificultades –o lo que
lo parecen– son eliminadas por los métodos más audaces, manejando el
texto con libertad; y sobra añadir que, con frecuencia, de modo muy poco
satisfactorio. Además, y de modo especial, se hace un gran esfuerzo para
descartar toda clase de antropomorfismo, como incompatible con sus ideas
de la Deidad. El observador superficial podría sentirse tentado a
considerar esto como no estrictamente helenista, puesto que lo mismo se
puede notar, si bien está realizado de modo más sistemático, en el Targum
de Onkelos. Quizás estas alteraciones habían sido introducidas en el
20
mismo texto hebreo. Pero hay esta diferencia vital entre el Palestinismo
y el Alejandrismo, que, hablando en general, el esfuerzo por evitar los
antropomorfismos por parte de los hebreos depende de razones objetivas:
teológicas y dogmáticas; el helenista, de razones de carácter subjetivo:
filosóficas y apologéticas. El hebreo los evita, como hace con lo que le
parece incompatible con la dignidad de los héroes bíblicos y de Israel.
«Grande es el poder de los profetas», escribe, «que asemejan el Creador a
la criatura»; o bien (Melchilta en Éx. 19): «una cosa es escrita con miras a
hacerla accesible al oído», para adaptarla a los modos humanos de hablar y
entender; y de nuevo (Ber. 31 b): «las palabras de la Torah son como el
lenguaje de los hijos de los hombres». Pero para este mismo propósito las
palabras de la Escritura pueden ser presentadas en otra forma, y han de ser
incluso modificadas, si es necesario, para evitar malentendidos posibles o
errores dogmáticos. Los alejandrinos llegan a la misma conclusión, pero
partiendo de una dirección opuesta. No piensan en axiomas teológicos,
sino filosóficos, verdades que la verdad más elevada no podía contravenir
y, según ellos, no contradecía. Sólo falta ahondar un poco más; ir más allá
de la letra a aquello hacia lo cual indica; limpiar la verdad abstracta de su
envoltura concreta, nacional, judaica: penetra, a través del atrio que se
halla a media luz, en el templo, y te verás rodeado de un esplendor
deslumbrante, luz de la cual, como los portales han sido abiertos de par en
par, hay rayos esparcidos que han caído sobre la noche del paganismo. Y
así la verdad tenía que aparecer gloriosa más que vindicada a su propia
vista, ¡triunfante a la de los otros!
De esta manera la versión Septuaginta pasó a ser la Biblia del pueblo
para este amplio mundo judío, a través del cual el Cristianismo, más tarde,
tenía que dirigirse a la humanidad. Era parte del caso que esta traducción
fuera considerada por los helenistas como inspirada a la par del original.
De otro modo habría sido imposible hacer una apelación final a las
mismas palabras del griego; menos aún, hallar en ellas un significado
místico y alegórico. Sólo que no hemos de considerar sus opiniones sobre
la inspiración –excepto en lo que se aplica a Moisés, y aun en este caso
sólo parcialmente como idénticas a las nuestras. Para su mente la
inspiración difería cuantitativa, no cualitativamente, de lo que el arrebato
del alma podía experimentar en cualquier momento, de modo que incluso
los filósofos paganos podían, en último término, ser considerados a veces
como inspirados. En lo que se refiere a la versión de la Biblia (y
probablemente sobre la misma base), prevalecieron puntos de vista
similares en un período ulterior incluso en los círculos hebreos, en que se
estableció que el Targum Caldeo sobre el Pentateuco había sido
comunicado de modo original a Moisés en el Sinaí (Ned. 37 b; Kidd. 49 a),
aunque después había sido olvidado hasta que fue restaurado y
reintroducido (Megill. 3 a).
El que la Septuaginta fuera leída o no en las Sinagogas helenistas y si
el culto era dirigido en griego, en todo o en parte, es algo sobre lo cual no
podemos ir más allá de conjeturas. Tenemos, sin embargo, una noticia
significativa (Jer. Megill. iv. 3, ed. Krot. p. 75 c) en el sentido de que entre
los que hablaban una lengua bárbara (no hebrea, el término se refería
especialmente al griego) era costumbre que una persona leyera toda la
Parashah (o lección del día), mientras que entre los judíos que hablaban
hebreo la leían siete personas, que eran llamadas sucesivamente. Esto
parece implicar que, o bien el texto griego era el único que se leía, o que
iba seguido de una lectura hebrea, como el Targum de los orientales. Es
más probable, sin embargo, que se hiciera lo primero, puesto que eran
difíciles de encontrar tanto los manuscritos hebreos como las personas
capaces de leerlos. En todo caso, sabemos que las Escrituras griegas eran
21
reconocidas en Palestina como en posesión de autoridad y que las
22
oraciones diarias ordinarias se podían decir en griego. La Septuaginta
merece esta distinción por su fidelidad en general –al menos en lo que se
refiere al Pentateuco– y por su preservación de la antigua doctrina. Así, sin
referencia ulterior a su reconocimiento pleno de la doctrina de los ángeles
(comp. Dt. 32:8, 33:2), hacemos notar, en especial, que preservaba la
interpretación mesiánica de Génesis 49:10 y Números 24:7, 17, 23,
dándonos evidencia de lo que era el punto de vista generalmente aceptado
dos siglos y medio antes del nacimiento de Jesús. La declaración hecha
repetidamente más adelante por la Sinagoga, de que esta versión había
sido para Israel una calamidad tan grande como la erección del becerro de
23
oro y que con ocasión de su terminación tuvo lugar el terrible presagio de
un eclipse que duró tres días (Hilch. Ged. Taan), se debe al uso que se hizo
de la Septuaginta en las discusiones y en la argumentación. Porque los
rabinos declararon que como resultado de sus investigaciones habían
hallado que la Torah podía sólo ser traducida de modo adecuado al griego,
y amontonan sus elogios sobre la versión griega de Akylas o Aquila, el
prosélito, que fue hecha para contrarrestar la influencia de la Septuaginta
(Jer. Megill. i. 11, ed. Krot. p. 71 b y c). Pero en Egipto el aniversario de la
terminación de la Septuaginta fue celebrado con una fiesta en la isla de
Faros, en la cual acabaron participando incluso los paganos (Filón, De Vita
Mosis, ii., ed. Francf. p. 660).
Capítulo 3
La antigua fe preparando la nueva
Aristeas
Aristóbulo
Era un camino que tentaba a que se entrara en él, y en el cual, una vez
se había entrado, no era posible quedarse quieto. Sólo faltaba dar fijeza al
método alegórico reduciéndolo a ciertos principios o cánones de
criticismo y dar a la masa heterogénea de datos filosóficos griegos y
teológicos judíos la forma de un conjunto, si no de un sistema homogéneo.
Ésta fue la obra de Filón de Alejandría, que nació hacia el año 20 a.C. No
nos corresponde aquí el inquirir cuáles fueron los eslabones que unen a
Aristóbulo con Filón. Hay otro punto más importante que reclama nuestra
atención. Si la filosofía griega antigua conocía las enseñanzas de Moisés,
¿dónde hallamos evidencia histórica de ello? Si no existía, tenía que ser
inventada. Orfeo es un nombre que siempre se ha prestado a los fraudes
literarios (según Valkenaer. Diatr. de Aristob. Jud., p. 73), y así Aristóbulo
audazmente produce cierto número de citas espurias de Hesíodo, Homero,
Lino, pero especialmente de Orfeo, todas ellas bíblicas y judías en su
molde (citas inventadas por él o por otros). Aristóbulo no fue el primero ni
el último que ha cometido este fraude. La Sibila judía, audazmente y con
éxito según veremos, había personificado los oráculos paganos. Y esto
abre, en general, todo un panorama de la literatura judaico-griega. En el
siglo II, y aun el tercero antes de Cristo, hubo historiadores helenistas,
como Eupolemus, Artapanus, Demetrio y Aristeas; poetas trágicos y
épicos, como Ezequiel, el Pseudo-Filón, y Teodoto, que, a la manera de los
antiguos escritores clásicos, pero con propósitos propios, describen ciertos
períodos de la historia judía, o cantan temas tales como el Éxodo,
Jerusalén, o la violación de Dina.
Escritos pseudoepigráficos
Roma
«Los privilegios que los Ptolomeos habían concedido a los judíos fueron confirmados, y aun
ampliados, por Julio César. El comercio de exportación de grano se hallaba ahora en sus
manos, y la policía del puerto y del río estaba a su cargo».
Ptolomeo I confirmó los designios de Alejandro Magno de integrar a los griegos asentados en
Egipto. Durante el reinado de sus sucesores se acrecentó tambien la población judía. Este busto
representa a Ptolomeo I, fundador de la Dinastía Ptolemaica.
No fue sólo en la capital del Imperio que los judíos gozaron de los
derechos de la ciudadanía romana. Muchos en Asia Menor podían
enorgullecerse del mismo privilegio (Jos., Ant. xiv.10, passim; Hch.
22:25–29). Los gobernantes seléucidas de Siria habían concedido ya
privilegios similares a los judíos en muchos lugares. Así que poseían en
algunas ciudades privilegios dobles: la condición de ciudadanos romanos,
y los privilegios de ciudadanos asiáticos. Los que gozaban de la primera
tenían derecho a un gobierno civil propio, bajo arcontes elegidos por ellos
mismos, completamente independientes del régimen y tribunales de las
ciudades en que vivían. Como ejemplo, podemos mencionar los judíos de
Sardis, Éfeso, Delos, y al parecer también los de Antioquía. Pero, tanto si
estaban legalmente autorizados a ello como si no, probablemente en todas
partes reclamaban el derecho al autogobierno y lo ejercían, excepto en
períodos de persecución. Pero, como ya hemos dicho, también poseían,
además de esto, por lo menos en muchos lugares, los privilegios de la
ciudadanía asiática, en la misma extensión que sus conciudadanos
paganos. Este doble estado y jurisdicción podía llevar a complicaciones
serias si los arcontes no se habían confinado en su autoridad a los intereses
estrictamente comunales (comp. Hch. 19:14; 9:2), sin interferir en la
administración ordinaria de justicia, y los judíos se sometían
voluntariamente a las sentencias pronunciadas por sus propios tribunales.
Pero, en verdad, gozaron incluso de más privilegios que la libertad
religiosa y los privilegios comunales. Entraba en el espíritu de aquellos
tiempos que los potentados amigos de Israel concedieran grandes sumas o
bien al Templo de Jerusalén, o a las Sinagogas en las provincias. El
magnífico pórtico del Templo estaba «adornado» con muchos «dones o
regalos dedicados» de este tipo. Así, leemos de repetidas ofrendas costosas
hechas por los Ptolomeos, de una corona de oro que Sosio ofreció después
de haber tomado Jerusalén en conjunción con Herodes, y de ricos frascos
1
que Augusto y su esposa habían donado al Santuario. Y aunque este
mismo emperador alabó a su nieto por no visitar Jerusalén en su viaje de
Egipto a Siria, con todo, hizo provisión para un sacrificio diario en favor
suyo, que sólo cesó cuando se proclamó la última guerra contra Roma
(Jos., Guerra ii.10.4; 2:17.2). Incluso la circunstancia de que había un
«Tribunal de los gentiles», adornado con mármol, que llevaba tabletas que,
en latín y griego, advertían a los gentiles de que no podían ir más
2
adelante, demuestra que el Santuario era frecuentado por otros además de
los judíos; o, en palabras de Josefo, que «era tenido en reverencia por las
naciones de hasta los extremos de la tierra» (Guerra iv.4.3; comp. Guerra
ii.17.2–4).
En Siria también, donde, según Josefo, vivía el mayor número de
judíos (Guerra vii.3.3), experimentaban éstos favor de modo especial. En
Antioquía sus derechos e inmunidades estaban registrados en tablas de
bronce (Guerra vii.5.2).
Ciertamente, la capital de Siria era una de sus residencias favoritas. Se
recordará la importancia concedida a la ciudad en los días de la primitiva
Iglesia Cristiana. Antioquía era la tercera ciudad del Imperio, y se hallaba
junto al territorio de lo que los rabinistas designaban como «Siria» y
todavía consideraban como tierra santa. Así que formaba, por así decirlo,
como una avanzada de Palestina en el mundo gentil. La principal Sinagoga
era un edificio magnífico, a la cual los sucesores de Antíoco Epífanes
habían concedido los despojos que el monarca había traído del Templo. La
relación entre Jerusalén y Antioquía era muy estrecha. Todo lo que ocurría
en esta ciudad era observado con avidez en la capital judaica. La extensión
del Cristianismo tiene que haber causado graves preocupaciones. Aunque
el Talmud es en extremo cuidadoso en no recoger información
desfavorable, que podía luego llevar a problemas ulteriores, sabemos que
tres de los rabinos principales fueron allí con una misión, que no podemos
dudar que tenía por objeto detener el progreso del Cristianismo. Luego,
hallamos en un período posterior un registro de la controversia en
Antioquía entre los rabinos y los cristianos (comp. en general Neubauer,
Géogr. du Talmud., pp. 312, 313). Sin embargo, los judíos de Antioquía
eran estrictamente helenistas, y en una ocasión un gran rabino no pudo
hallar entre ellos una copia ni aun del libro de Ester en hebreo, por lo que
se vio obligado a escribirlo de memoria, para su uso en la Sinagoga. Esta
ciudad era un lugar adecuado, en el borde fronterizo, llena de helenistas,
en íntima relación con Jerusalén, para ser el punto de nacimiento del
nombre «cristiano», para enviar a Pablo en su misión al mundo gentil, a
fin de obtener para él mismo una carta de ciudadanía mucho más noble
que la que quedaba registrada en tabletas de bronce.
Pero, por más privilegios que pudiera gozar Israel, la historia registra
una serie casi continua de intentos, por parte de las comunidades entre las
que vivía, de privarle no sólo de sus inmunidades, sino incluso de sus
derechos comunes. A la cabeza de las razones que explican este
antagonismo hay que colocar la pugna absoluta entre el Paganismo y la
Sinagoga, y el aislamiento social propio que el Judaísmo consideró
necesario. Era reconocido como ilegal para un judío incluso «tener
compañía o acercarse a uno de otra nación» (Hch. 10:28). Luchar contra
esto era hallarle faltas a la ley y a la religión que le hacía judío. Pero,
además, había el orgullo del linaje, credo, iluminación y privilegios
nacionales, que Pablo resume tan gráficamente con «jactarse de Dios y de
la ley» (ver Ro. 2:17–24). Aunque Filón y Hillel lo habrían expresado de
modo diferente, habrían hablado de modo unánime respecto a la absoluta
superioridad del judío como tal. Pretensiones de este tipo tienen que haber
sido más provocativas, por el hecho de que el populacho, en todo caso, ya
envidiaba la prosperidad que la diligencia, talento y capital les había
asegurado a los judíos por todas partes. ¿Por qué debía esta corporación
cerrada y extranjera poseer todos los derechos cívicos y verse libre de
muchas de sus cargas? ¿Por qué debían ser sus reuniones exceptuadas de
los «collegia illicita»? ¿Por qué debían ser los únicos autorizados para
exportar parte de la riqueza nacional, para dedicarla a su superstición en
Jerusalén? El judío no podía fingir ningún interés real en lo que hacía
grande a Éfeso, atractivo a Corinto e influyente a Atenas. Estaba dispuesto
a sacar ventaja de ello; pero su pensamiento interior no podía ser otro que
desprecio, y todo lo que quería era que le dejaran quieto y le protegieran
en sus actividades. ¿Qué interés tenía en los designios, ambiciones y
pugnas mezquinas que agitaban a la población turbulenta de aquellas
ciudades griegas? ¿A quién le importaban sus reuniones populares y sus
ruidosas discusiones? El reconocimiento del hecho que, como judíos, eran
extranjeros en una tierra extraña, los hacía muy leales a los poderes
gobernantes y les procuraba la protección de los reyes y Césares. Pero
también levantaba el odio del populacho.
«Por motivos similares a los que llevaron a la fundación de otras ciudades helénicas, Herodes
el Grande y sus sucesores inmediatos edificaron cierto número de ciudades que eran
habitadas principalmente por gentiles y tenían constituciones independientes como las
ciudades helénicas».
Este busto representa al emperador Adriano, promotor de nuevos proyectos arquitectónicos
realizados posteriormente a la muerte de Herodes en territorio judío. El bronce fue descubierto
en Escitópolis. (Betsán)
Para empezar, todo hijo gentil, tan pronto como nacía, era considerado
como inmundo. Los que realmente adoraban montañas, colinas, arbustos,
etc. –en resumen, los idólatras burdos–, debían ser cortados a espada. Pero,
como era imposible exterminar todo el paganismo, la legislación rabínica
tenía ciertos objetos definidos a la vista, que podían resumirse así:
prevenir que los judíos de modo inadvertido fueran llevados a la idolatría;
evitar toda participación en la idolatría; no hacer nada que pudiera ayudar
a los paganos en su culto; y, más allá de esto, no dar placer, ni aun ayuda, a
los paganos. Esto último implicaba un principio peligroso, capaz, casi, de
aplicación indefinida por el fanatismo. Incluso la Mishnah llega a prohibir
(Ab. Z. ii. 1) ayuda a una madre en la hora de su necesidad, o la
11
alimentación de su bebé, a fin de no criar a un hijo en la idolatría. Pero
esto no es todo. No había que precipitar a los paganos en el peligro,
ciertamente, pero tampoco había que hacer nada para librarles del mismo.
En realidad, algún maestro aislado se atreve a hacer esta afirmación: «Al
mejor entre los gentiles, mátalo; a la mejor de las serpientes, aplástale la
cabeza» (Mechilta, ed. Weiss, p. 33 b, línea 8 desde arriba). Aún más
terrible era el fanatismo cuando ordenaba que los herejes, traidores, y los
que habían dejado la fe judaica, debían ser empujados al verdadero peligro
y, si estaban en él, procurar por todos los medios que pudieran evitarlo. No
había que tener ningún intercambio con los tales, ni siquiera invocar su
12
ayuda médica en un caso urgente para salvar la vida, puesto que se
consideraba que el que tenía algo que ver con los herejes estaba en peligro
13
inminente de volverse uno él mismo; y que si un hereje volvía a la
verdadera fe, se le debía dar muerte al instante, en parte, probablemente,
para expiar su culpa, y, en parte, por temor a que recayera. Aunque esto
pueda sonar terrible, no era posiblemente peor que el fanatismo
desplegado en los que denominamos tiempos más ilustrados. La historia
imparcial debe recogerlo, por penoso que sea, para mostrar las
circunstancias en que se propuso una enseñanza tan diferente por parte de
14
Cristo.
En realidad, el odio acerbo que el judío tenía al gentil sólo puede ser
explicado por la evaluación que hacía el judío del carácter del gentil. Se
les atribuían los crímenes más viles, incluso antinaturales. No era seguro
dejar el ganado a su cargo, ni permitir a sus mujeres que dieran de mamar
a las criaturas, o que sus médicos atendieran a los enfermos, ni andar en su
compañía sin tomar precauciones frente a ataques súbitos y no
provocados. Había que evitarlos, en cuanto fuera posible, excepto en los
casos de necesidad o por causa de negocios. Ellos y los suyos estaban
contaminados; sus casas eran inmundas, puesto que contenían ídolos o
cosas dedicadas a ellos; sus fiestas, sus ocasiones de diversión, su propio
contacto, estaban contaminadas por la idolatría; y no había seguridad, si se
dejaba a un pagano solo en una habitación, de que, fuera por descuido o
bravuconería, no ensuciara el vino o carne de la mesa o el aceite y trigo
almacenados. Bajo tales circunstancias, pues, todo tenía que ser
considerado como si hubiera sido hecho inmundo. Tres días antes de un
festival pagano (y, según algunos, tres días después también) toda
transacción de negocios con ellos quedaba prohibida por temor de darles
ayuda o placer. Los judíos tenían que evitar pasar por una ciudad en que se
celebraba una fiesta idólatra; es más, ni aun podían sentarse a la sombra de
un árbol dedicado al culto a los ídolos. Su leña o madera era contaminada;
si se usaba para el horno, el pan salía contaminado; si una lanzadera había
sido hecha de madera así, no sólo quedaba prohibida toda la tela tejida con
ella, sino que si por descuido se habían mezclado otras piezas de tela, o un
vestido había sido colocado junto a otros vestidos de esta tela, el conjunto
quedaba inmundo. Los obreros judíos no podían trabajar en la
construcción de basílicas, ni estadios, ni lugares de tribunales en que
pronunciaban sentencias los gentiles. Naturalmente, no era legal
alquilarles casas o campos, ni venderles ganado. La leche muñida por un
gentil, si no había estado presente un judío observándolo (Ab. Zar. 35 b),
así como el pan o el aceite preparado por ellos, eran ilegítimos. Su vino
15
estaba totalmente prohibido: el mero contacto con un pagano
contaminaba todo el casco o barril; es más, ¡incluso arrimar la nariz a un
vino pagano estaba estrictamente prohibido!
Es penoso considerar estos detalles, que podrían multiplicarse. Y, con
todo, el fanatismo de estos rabinos no era, quizá, peor que el de muchos
otros sectarios. Era una penosa necesidad lógica de su sistema, contra el
cual su propio corazón, sin duda, con frecuencia, se rebelaba; y hay que
añadir, con veracidad, que en cierta medida se explica por lo terrible que
es la historia de Israel.
.
Capítulo 8
Tradicionalismo: su origen, carácter y literatura
«Al intentar imaginarnos las escenas del Nuevo Testamento, la figura más prominente,
después de la de los actores principales, es la del escriba (סופר, γραμματεύς). Parece hallarse
por todas partes; lo encontramos en Jerusalén, en Judea y aun en Galilea (Lc. 5:17). En
realidad, es indispensable, no sólo en Babilonia, lugar donde posiblemente nació su orden,
sino también entre la “dispersión”».
Estas son las cámaras de sepultura de Beit Shearim, en esta ciudad en el sur de Galilea, se
instalaron muchos de los judíos expulsados de Jerusalén en el 70 d.C. En el siglo II pasó a ser la
sede del Sanedrín.
Una institución que había alcanzado tales proporciones y manejaba un
poder así, no podía ser de aparición reciente. En realidad, su ascenso fue
muy gradual y empezó en el tiempo de Nehemías, si no antes. Aunque por
la total confusión de los datos históricos en los escritos rabínicos, y su
práctica constante de poner fechas atrasadas a los sucesos, es imposible
dar detalles satisfactorios, el desarrollo general de la institución se puede
seguir con suficiente precisión. Si se describe a Esdras en las Sagradas
Escrituras (Esd. 7:6, 10, 11, 12) como un «experto (expertus) escriba», que
«había puesto su corazón en buscar (el pleno significado de) la ley del
Señor, cumplida y enseñada a Israel» ()לדרש ולעשות וללמר, esto podía
indicar a sus sucesores, los sopherim (escribas) la triple dirección que sus
estudios tomaron después: la Midrash, la Halakhah y la Haggadah (Nedar.
5
iv. 3), la primera de las cuales señalaba la investigación escritural; la
segunda, lo que se había de observar; y la tercera, la enseñanza oral en el
sentido más amplio. Pero Esdras dejó su obra sin completar. En su segunda
llegada a Palestina, Nehemías encontró las cosas una vez más en plena
confusión (Neh., cap. 13). Tiene que haber sentido la necesidad de
establecer alguna autoridad permanente que velara por los asuntos
religiosos. Suponemos que ésta debe haber sido «la Gran Asamblea», o,
como se la llama comúnmente, la «Gran Sinagoga». Es imposible
6
determinar con toda certeza cuáles eran los componentes de esta
7
asamblea, o de cuántos miembros consistía. Es probable que constara de
los dirigentes de la Iglesia y el Estado, los principales sacerdotes, los
ancianos y los «jueces» –las últimas dos clases incluyendo «los escribas»,
si realmente esta orden ya estaba organizada por separado (Esd. 10:14;
Neh. 5:7). Probablemente también el término «Gran Asamblea» se refiere
más bien a una serie de personas sucesivas más que a un Sínodo; la
imaginación de tiempos posteriores tendría su parte en el cuadro histórico,
en que se habían dejado espacios vacíos que fueron llenados con noticias
ficticias. Dadas las circunstancias, una asamblea así no podía ejercer un
poder permanente en un país poblado muy escasamente sin una autoridad
central bien establecida. Ni podía haber ejercido poder real durante las
dificultades y problemas políticos de la dominación extranjera. La
tradición más antigua (Ab. i. 1) resume el resultado de su actividad en esta
frase que se les adscribe: «Sé cuidadoso en el juicio, establece muchos
Talmidim, y pon una valla alrededor de la Torah (Ley)».
En el curso del tiempo esta cuerda de arena se disolvió. El Sumo
Sacerdote Simón el Justo (al principio del siglo III a.C.) ya fue designado
como «los restos de la Gran Asamblea». Pero incluso esta expresión no
significa por necesidad que él hubiera pertenecido a la misma. En los
tiempos turbulentos que siguieron a su pontificado, el estudio sagrado
parece quedar confinado a individuos solitarios. El tratado míshnico
Aboth, que registra «los dichos de los Padres», nos da aquí solamente el
nombre de Antígono de Socho. Es significativo que por primera vez
veamos un nombre griego entre las autoridades rabínicas, junto con una
8
alusión vaga a sus discípulos (Ab. i. 3. 4). El largo intervalo entre Simón
el Justo y Antígono y sus discípulos, nos pone en los días terribles de
Antíoco Epífanes y la gran persecución siria. Los extraños dichos que se
atribuyen a estos dos dan la impresión de ser un eco del estado político del
país. Simón acostumbraba decir que la permanencia del mundo (judío)
dependía de tres cosas: de la Torah (fidelidad a la Ley y persistencia en
ella), del culto de adoración (la no participación en el Helenismo) y de las
obras de justicia (Ab. i. 2). Éstos eran tiempos difíciles, en que el pueblo
de Dios perseguido se sentía tentado a pensar que podía ser en vano el
servirle, sobre lo cual Antígano dijo: «No seáis como siervos que sirven a
su amo por la recompensa, sino como siervos que sirven a su señor sin
tener en cuenta la recompensa, y tened el temor del cielo sobre vosotros»
(Ab. i. 3). Después de estos dos nombres vienen los de los llamados cinco
Zugoth, o «parejas», de los cuales Hillel y Shammai fueron los últimos. La
tradición ulterior ha representado a estas parejas sucesivas como el Nasi
(presidente), y Ab-beth-din (vicepresidente del Sanedrín). De las primeras
tres «parejas» se puede decir que, excepto alusiones significativas a las
circunstancias y peligros de aquellos días, los dichos suyos registrados
apuntan claramente hacia el desarrollo de la enseñanza puramente
sopherica, esto es, a la parte rabínica de sus funciones. De la cuarta pareja,
constituida por Simón ben Shetach, que figuró de modo destacado en la
9
historia política de los últimos Macabeos (como Ab-beth-din), y Jehudah
ben Tabbai (como Nasi), superior al otro en conocimiento y juicio,
tenemos otra vez dichos que muestran, en armonía con la historia política
del tiempo, que las funciones judiciales habían sido restauradas una vez
más a los rabinos. La última de las cinco parejas nos lleva al tiempo de
Herodes y de Cristo.
Hemos visto que durante el período de dificultades domésticas serias,
empezando con las persecuciones bajo los Seléucidas, que marcó la lucha
mortal entre el Judaísmo y el Helenismo, la «Gran Asamblea» había
desaparecido de la escena. Los Sopherim habían cesado de ser un partido
en el poder. Habían pasado a ser los Zeqenim, «Ancianos», cuya tarea era
puramente eclesiástica: la preservación de su religión, tal como la labor
dogmática de sus predecesores la habían hecho. Con todo, se abre otro
período con el advenimiento de los Macabeos. Éstos habían ascendido al
poder por el entusiasmo de los Chasidim, o «los piadosos», que formaban
el partido nacionalista del país, y que se habían congregado alrededor de
los libertadores de la fe y la nación. Pero el comportamiento posterior de
los Macabeos había enajenado a los nacionalistas. Por tanto,
desaparecieron de la actividad pública, o más bien, la sección extrema de
los mismos se fundió con la sección extrema de los fariseos, hasta que
nuevas calamidades nacionales despertaron un nuevo partido nacionalista.
En vez de los Chasidim, vemos ahora dos partidos religiosos dentro de la
Sinagoga: los Fariseos y los Saduceos. Estos últimos representaban
originalmente una reacción frente a los Fariseos, los moderados, que
simpatizaban con las últimas tendencias de los Macabeos. Josefo coloca el
origen de estas dos escuelas al tiempo de Jonatán, el sucesor de Judas
Macabeo (160–143 a.C.), y las otras fuentes judaicas están de acuerdo con
ello. Jonatán aceptó del extranjero (los sirios) la dignidad de Sumo
Sacerdote y la combinó con la de gobernante secular. Pero esto no es todo.
Los Macabeos anteriores se habían rodeado de un cuerpo de ancianos
gobernantes (la Γερουσία, 1 Macc. xii. 6; xiii. 36; xiv. 28; Jos. Ant. xiii.4.8;
10
13.5.8). En las monedas de sus reinos este cuerpo político es designado
como el Chebher, o ancianos (asociación de) de los judíos. Así, su
gobierno era lo que Josefo designaba como aristocrático (Ant. xi.4.8), y del
cual dice, de modo algo vago, que duró «desde la Cautividad hasta que los
descendientes de los asmoneos establecieron un gobierno real». En este
gobierno aristocrático el Sumo Sacerdote era más bien el jefe de un
cuerpo, representativo eclesiástico de gobernantes. Este estado de cosas
siguió hasta la gran ruptura entre Hircano, el cuarto después de Judas
11
Macabeo, y el partido farisaico, que tanto Josefo como el Talmud (Ant.
xiii.10.5, 6; Kidd. 66 a) registran con sólo variaciones en los nombres y
detalles. La disputa, al parecer, tuvo lugar por el deseo de los fariseos de
que Hircano se contentara con el poder secular y dimitiera del pontificado.
Pero terminó en la persecución y expulsión del poder de los fariseos. De
modo significativo, la tradición judaica introduce otra vez a este tiempo
las autoridades puramente eclesiásticas que fueron designadas como «las
parejas» (Jer. Maas. Sheni v., final, p. 56 d; Jer. Sot. ix. p. 24 a). En
consonancia con este orden de cosas alterado, el nombre «Chebher»
desaparece ahora de las monedas de los Macabeos, y los personajes
rabínicos (las parejas o Zugoth) son sólo maestros del tradicionalismo y
autoridades eclesiásticas. Los «ancianos» (γερουσσια), que bajo los
12
Macabeos anteriores eran llamados «el tribunal de los Asmoneos» (כית
13
דינו של השמונאימ, Sanh. 82 a; Ab. Z. 36 b), pasan ahora a ser el Sanedrín
(συνέδριον). En el Nuevo Testamento aparece también, una vez γερουσσια
(Hch. 5:21), y dos veces πρεσβυτέριον (Lc. 22:66; Hch. 22:5). Así que
colocamos el origen de esta institución durante el tiempo de Hircano. La
tradición judaica está completamente de acuerdo con ello (comp.
Derenbourg. u.s. p. 95). El poder del Sanedrín, naturalmente, variaba
según las circunstancias políticas, y a veces era casi absoluto, como en el
reinado de la reina Alejandra, devota de los fariseos, mientras que en otros
no tenía otro poder que el eclesiástico. Pero como el Sanedrín estaba en
plena fuerza en tiempo de Jesús, hemos de dedicarle nuestra atención en la
secuela.
Después de este breve bosquejo sobre el origen y desarrollo de una
institución que ejerció una influencia decisiva sobre el futuro de Israel,
parece necesario, de modo similar, seguir el desarrollo de las tradiciones
de los ancianos, a fin de entender lo que, ¡ay!, de modo tan efectivo se
opuso a la nueva doctrina del Reino. El primer lugar aquí debe ser
asignado a las disposiciones legales, que el tradicionalismo declaraba eran
absolutamente obligatorias para todos –no sólo iguales, sino con una
14
obligación mayor aún que las de las mismas Escrituras. Y esto no es
ilógico, puesto que la tradición era igualmente de origen divino como las
Sagradas Escrituras, y explicaba con autoridad su significado; lo
suplementaba; le daba aplicación a casos que no quedaban expresamente
incluidos, quizá no previstos en los tiempos bíblicos; y, en general,
preservaba su santidad, al extender y añadir a sus provisiones,
proporcionando «una valla», alrededor de su «huerto cerrado». Así, en
circunstancias nuevas y peligrosas, el pleno significado de la Ley de Dios,
hasta su última tilde e iota, podía ser averiguado y obedecido. Y lo mismo
sería detenido el pie que se descarriara desde dentro o intentara meterse
desde fuera. En consecuencia, tan importante era la tradición, que el
mayor mérito de un rabino era su adherencia más estricta a las tradiciones
que había recibido de su maestro. Ni podía un Sanedrín anular, o dejar a un
lado, los decretos de sus predecesores. Hasta tal punto llegaba este culto a
la letra, que el gran Hillel acostumbraba pronunciar mal una palabra,
porque su maestro, antes que él, lo hacía (Eduy. 1. 3. Ver el comentario de
Maimónides).
Estas ordenanzas tradicionales, como ya se ha dicho, llevan el nombre
general de Halakhah, que indica a la vez la vía seguida por los padres, y la
15
que los hijos tenían el deber de seguir. Estas Halakhoth eran simplemente
las leyes establecidas en la Escritura; o bien derivadas de ellas, o adscritas
a ellas por un método de exégesis artificial y sutil; o bien añadidas a ellas
por medio de la amplificación y por amor a la seguridad; o, finalmente,
costumbres legalizadas. Proporcionaba la respuesta de todo caso posible e
imposible, entraban en cada detalle de la vida privada, familiar y pública;
y, con una lógica férrea, un rigor inflexible y un análisis minuciosísimo,
perseguían y dominaban al hombre, por más que se revolviera, unciéndole
a un yugo que era verdaderamente insoportable. El provecho o resultado
que ofrecía era el placer y distinción del conocimiento, la adquisición de
la justicia y la consecución final de recompensas; una de sus ventajas
principales sobre nuestro moderno tradicionalismo era que estaba
prohibido de modo expreso sacar inferencias de estas tradiciones, que
debían tener la fuerza de disposiciones legales nuevas (comp. Hamburger,
u.s. p. 343).
16
Al describir el crecimiento histórico de la Halakhah, podemos
despachar en unas pocas líneas las leyendas de la tradición judaica sobre
los tiempos patriarcales. Nos aseguran que había una academia y un
tribunal rabínico de Sem, y nos hablan de las tradiciones transmitidas por
este patriarca a Jacob; de la asistencia diligente de este último al Colegio
Rabínico; de un tratado (en 400 secciones) sobre la idolatría, por
Abraham, y de su observancia de toda la ley tradicional; de la introducción
de las tres horas de oración, sucesivamente, por Abraham, Isaac y Jacob;
de las tres bendiciones, al dar «gracias» por la comida, propuestas por
Moisés, Josué y David y Salomón; de la introducción mosaica de la
práctica de las lecciones de la ley leídas los sábados, lunas nuevas y días
de fiesta, y aun los lunes y los jueves; y de la costumbre de predicar en los
tres grandes festivales sobre estas fiestas, procedentes de las mismas
autoridades. Además, adscriben a Moisés la ordenación del sacerdocio en
ocho cursos u órdenes (la de dieciséis a Samuel, y la de veinticuatro a
David), así como también la duración del tiempo para las festividades de
los casamientos y de los días de luto. Pero, evidentemente, éstas son
declaraciones vagas, con objeto de hacer llegar el tradicionalismo y sus
observancias hasta los tiempos primitivos, tal como la leyenda de que
Adán había nacido circuncidado (Midr. Shochar Tobh sobre Sal. 9:6, ed.
Varsovia, p. 14 b; Ab. de R. Nath. 2), y, según escritores posteriores, que
Adán había guardado todas las ordenanzas.
Pero hay otros principios que se aplican a las tradiciones, desde
Moisés en adelante. Según la idea judaica, Dios había dado a Moisés en el
monte Sinaí tanto la Ley escrita como la oral, esto es, la Ley con todas sus
interpretaciones y aplicaciones. De Éxodo 20:1 se infería que Dios había
comunicado a Moisés la Biblia, la Mishnah, el Talmud y la Haggadah,
17
incluso lo que los eruditos iban a proponer en tiempos posteriores. Como
respuesta a la objeción natural de por qué sólo se había escrito la Biblia, se
decía que Moisés había propuesto escribir todas las enseñanzas que se le
habían confiado, pero que el Todopoderoso se había negado a causa de la
futura sujeción de Israel a las naciones, a que tomarían de Israel la Ley
escrita. Así, la tradición no escrita permanecería para separar Israel de los
gentiles. La exégesis popular hallaba esto indicado incluso en el lenguaje
de la profecía (Os. 8:12; comp. Shem. R. 47).
Mas el tradicionalismo fue más lejos y colocó la Ley oral, en realidad,
por encima de la Ley escrita. La expresión «Conforme a estas palabras he
hecho pacto contigo y con Israel» (Éx. 34:27), se explicaba diciendo que
su significado era que el pacto de Dios se fundaba sobre lo hablado, en
oposición a las palabras escritas (Jer. Chag. p. 76 d). Si se colocaba la Ley
escrita de esta manera, por debajo de la Ley oral, no podemos
maravillarnos de que fuera prohibida la lectura de los Hagiógrafos al
pueblo los sábados, por miedo a que pudiera desviar la atención de los
discursos entendidos de los rabinos. El estudio de los Hagiógrafos en aquel
día sólo estaba permitido si el propósito era el de investigaciones y
discusiones eruditas (Tos. Shabb. xiv. Se menciona otra razón, sin
embargo, para la prohibición).
Aunque se le permitió a Moisés que pusiera por escrito el
tradicionalismo, se habían tomado medidas para evitar su olvido o su
inexactitud. Moisés siempre había repetido una ley tradicional,
sucesivamente, a Aarón, a sus hijos y a los ancianos del pueblo, y éstos, a
su vez, se lo habían repetido entre sí de tal forma que Aarón había oído la
Mishnah cuatro veces, sus hijos tres veces, los ancianos dos veces y el
pueblo una. Pero incluso esto no era todo, porque mediante repeticiones
sucesivas (de Aarón, sus hijos y los ancianos) el pueblo también la había
oído cuatro veces (Erub. 54 b). Y, antes de su muerte, Moisés había
emplazado a todos a que el que hubiera olvidado algo de lo que había oído
y aprendido, diera un paso adelante (Dt. 1:5). Pero estas «Halakhoth de
Moisés del Sinaí» no constituyen el todo del tradicionalismo. Según
Maimónides, consistían en cinco clases, pero de modo más preciso en tres
clases (Hirschfeld, u.s. pp. 92–99). La primera de ellas comprende
ordenanzas tal como se hallan en la misma Biblia, y las llamadas
Halakhoth de Moisés del Sinaí, esto es, leyes y costumbres que
prevalecían desde tiempo inmemorial, y que, según el modo de ver
judaico, habían sido entregadas oralmente a Moisés pero no escritas por él.
Para éstas, pues, no debía buscarse prueba en la Escritura; a lo más,
18
apoyo o alusión confirmatoria (Asmakhtu). Ni estaban tampoco abiertas a
discusión. La segunda clase forma la «ley oral» ( )תורה שבעל פהo
«enseñanza tradicional» ( )דברי קבלהen sentido estricto. A esta clase
pertenecía todo lo que se suponía estaba implicado en la Ley de Moisés, o
19
podía deducirse de ella. Estas últimas, realmente, lo contenían todo,
verdaderamente, en sustancia o en germen; pero no había sido sacado a la
luz, hasta que las circunstancias, sucesivamente, desarrollaron lo que
desde el principio había sido ya provisto. Para esta clase de ordenanzas era
requerida referencia a las Escrituras, y prueba de ellas. No así para la
tercera clase de ordenanzas, que era «la valla» trazada por los rabinos
alrededor de la Ley, para impedir una infracción de la ley o las
costumbres, para asegurar su observancia exacta, o para cubrir
circunstancias o peligros peculiares. Estas ordenanzas constituían «los
dichos de los Escribas» ( )דברי סוריסo «de los rabinos» (( )דבגןpero no
siempre), y eran de carácter positivo (Teqqanoth) o negativo (Gezeroth, de
gazar, cortar). Quizá la distinción de las dos no se puede llevar a cabo de
modo estricto. Pero era probablemente a esta tercera clase en especial, que
se admitía no eran apoyadas por las Escrituras, que se referían las palabras
de Cristo (Mt. 23:3, 4): «Así que todo lo que os digan que guardéis,
guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y
no hacen. Pues atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre
los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren
20
moverlas». Este modo de ver tiene una confirmación doble. Porque esta
tercera clase de ordenanzas halákhicas era la única abierta a discusión de
los entendidos, y la decisión definitiva se tomaba según la mayoría. Con
todo, poseía prácticamente, si no de modo teórico, la misma autoridad que
las otras dos clases. Como confirmación ulterior de nuestro modo de ver
se puede citar lo siguiente: «Una Gezerah (esto es, la tercera clase de
ordenanzas) no se ha de imponer a la congregación, a menos que la
mayoría de la congregación sea capaz de llevarla» (B. Kam. 79 b),
palabras que son equivalentes a un comentario sobre las de Jesús, y
muestran que estas cargas podían ser puestas, o quitadas –movidas–, según
21
el criterio o severidad variable de un Colegio Rabínico.
«Aunque se le permitió a Moisés que pusiera por escrito el tradicionalismo, se habían tomado
medidas para evitar su olvido o su inexactitud. Moisés siempre había repetido una ley
tradicional, sucesivamente, a Aarón, a sus hijos y a los ancianos del pueblo, y éstos, a su vez,
se lo habían repetido entre sí de tal forma que Aarón había oído la Mishnah cuatro veces, sus
hijos tres veces, los ancianos dos veces y el pueblo una».
El candelabro de siete brazos, símbolo del actual estado de Israel, representa también el
menoráh del segundo templo. La cifra siete significa, para los comentaristas de la Torá, los seis
días de la semana iluminados por la claridad del sábado que brilla como una luz. En el famoso
relieve del Arco de Tito podemos contemplar diferentes objetos simbólicos del templo al ser
llevados a Roma.
La Mishnah
El Talmud
El Evangelio de Cristo
Pero así como la Halakhah, por variada que fuera su aplicación, era
algo fijo y estable, la latitud más extrema es la marca de la Haggadah. Es
triste y característico que, prácticamente, el cuerpo principal de teología
moral y dogmática judaica es realmente sólo Haggadah y, por tanto, sin
autoridad absoluta alguna. La Halakhah indica con la más minuciosa y
penosa precisión cada ordenanza legal en cuanto a observancias externas,
y explica cada una de las aplicaciones de la Ley de Moisés. Pero, después
de esto, deja al hombre interior, el móvil de la acción, sin haberlo tocado.
El decidir lo que tenía que creer o sentir era cuestión principalmente de la
Haggadah. Naturalmente, las leyes de la moralidad y la religión, tal como
estaban establecidas en el Pentateuco, eran principios fijos, pero había la
mayor divergencia y latitud en la explicación y aplicación de muchos de
ellos. Uno podía sostener o proponer casi toda clase de puntos de vista,
siempre y cuando no contraviniera la Ley de Moisés, tal como era
entendida, y se mantuviera adherido en enseñanza y práctica a las
ordenanzas tradicionales. En principio era la misma libertad que la Iglesia
de Roma concede a sus miembros profesos, sólo que con mucha más
amplia aplicación, puesto que el terreno debatible abarcaba tantas materias
de fe, y la libertad dada no solamente era de opinión privada, sino de
proclamación pública. Ponemos énfasis en esto porque la ausencia de
dirección prescrita con autoridad y la amplitud de miras en asuntos de fe y
sentimiento interno suelen ir juntas, y en contraste agudo, con la más
minuciosa puntillosidad en todas las materias de observancia externa. Y
aquí podemos hacer resaltar la distinción fundamental entre la enseñanza
de Jesús y el Rabinismo. Jesús dejó la Halakhah sin tocar, poniéndola, por
así decirlo, a un lado, algo por completo secundario, mientras que insistía
de modo primario en lo que para ellos era principalmente cuestión de
Haggadah. Y con razón, porque, en sus propias palabras, «No es lo que
entra en la boca lo que contamina al hombre, sino lo que sale de la boca,
eso es lo que contamina al hombre»; «puesto que lo que sale de la boca,
sale del corazón; y eso es lo que contamina al hombre» (Mt. 15:11, 18). La
diferencia era de principio y fundamental, no meramente de desarrollo, de
forma, de detalle. El uno desarrollaba la Ley en su dirección externa, como
ordenanzas y mandamientos; el otro, en su aplicación interna, como vida y
libertad. Así, el Rabinismo ocupaba un polo, y el resultado de su tendencia
al externalismo puro era la Halakhah; todo lo que era interno y elevado era
meramente haggádico. La enseñanza de Jesús ocupaba el polo opuesto. Su
punto de partida era el santuario interno, en el que Dios era conocido y
adorado, y podía muy bien dejar la Halakhah rabínica a un lado, como algo
de lo que no valía la pena disentir y que podía entretanto ser «cumplida y
observada», en la firme seguridad de que, en el curso de su desarrollo, el
espíritu crearía sus formas apropiadas o, para usar una figura del Nuevo
Testamento, el vino nuevo rompería los odres viejos. Y por último,
íntimamente conectado con todo esto, y alcanzando el clímax de la
contrariedad: el Rabinismo empezaba exigiendo justicia externa y
apuntaba a la filiación como su objetivo; el Evangelio empezaba con el
don gratuito del perdón por medio de la fe y la filiación, e indicaba la
obediencia y la justicia como objetivo.
.
Nuevo Testamento
.
Libro 1
Desde el pesebre de Belén
al
bautismo en el Jordán
«Fortitudo infirmatur, parva fit immensitas;
liberator alligatur, nascitur æternitas.
O quam mira perpetrasti Jesu propter hominem!
Tam ardenter quem amasti paradiso exulem».
«La devoción del pueblo y la munificencia de los ricos no tenían límites. Se dedicaban
fortunas a subvencionar los estudios judíos, a promover la piedad o al fomento de la causa
nacional. Millares de ofrendas votivas y dones costosos en el Templo daban evidencia de ello.
Si la codicia de los sacerdotes había elevado artificialmente el precio de animales para los
sacrificios, una persona rica podía llevar al Templo, a costa suya, el número necesario para
los pobres. La caridad no sólo era abundante, sino muy delicada, y el que en el pasado había
estado en buena situación económica, podía vivir con ella todavía según su estado anterior.
Así que los habitantes de Jerusalén, la gente de la ciudad, eran refinados, graciosos,
simpáticos. Había un tacto en la relación social y una consideración y delicadeza en la
ordenación pública y las provisiones que no se encontraba en parte alguna».
Todos los hebreos del mundo que habían cumplido los veinte años pagaban al Templo un
impuesto anual de dos dracmas. La vida de un esclavo se indemnizaba con treinta «de plata», o
sea, con treinta siclos. Éste es el llamado «tesoro de los siclos»; se trata de monedas de plata
hebreas y tirias, halladas en una vasija de cobre con tapadera. (Jerusalén, Israel Museum)
La mano de este tirano enloquecido se volvió entonces contra su propia
familia. De sus diez esposas, mencionamos solamente aquellas cuyos hijos
ocuparon un lugar en esta historia. El hijo de Doris era Antipater; los de
Mariamne Macabea, Alejandro y Aristóbulo; otra Mariamne, a cuyo padre
Herodes había hecho Sumo Sacerdote, le dio un hijo llamado Herodes
(nombre que también puso a otros hijos suyos); Maltace, una samaritana,
fue madre de Arquelao y Herodes Antipas; y, finalmente, Cleopatra de
Jerusalén le dio a Felipe. Los hijos de la princesa macabea, como
presuntos herederos, fueron enviados a Roma para ser educados. En esta
ocasión Herodes recibió, en recompensa por sus muchos servicios, el
territorio al este del Jordán, y fue autorizado a nombrar al hermano que
aún le quedaba, Feroras, Tetrarca de Perea. A su regreso a Roma, los
príncipes jóvenes se casaron: Alejandro con la hija del rey de Capadocia, y
Aristóbulo con su prima Berenice, la hija de Salomé. Pero ni el parentesco
ni la relación más cercana en que Aristóbulo estaba ahora con respecto a
ella, pudo extinguir el odio de Salomé hacia la princesa macabea muerta, o
sus hijos. Ni los jóvenes príncipes, en el orgullo de su linaje, disimularon
sus sentimientos hacia la casa de su padre. Al principio, Herodes no hizo
caso de las denuncias de su hermana. Después, cedió con vagas
aprensiones. Como primer paso, Antipater, el hijo de Doris, fue llamado
del exilio y enviado a Roma para ser educado. Así se abrió la brecha; y
Herodes llevó a sus hijos a Italia para hacer una acusación formal contra
ellos ante Augusto. Los consejos prudentes del emperador restauraron la
paz durante un tiempo. Pero Antipater, habiendo regresado a Palestina,
unió sus calumnias a las de Salomé. Una vez más el rey de Capadocia
consiguió reconciliar a Herodes con sus hijos. Pero, al fin, las intrigas de
Salomé, Antipater y un extranjero infame que se había abierto paso en la
Corte, prevalecieron y Alejandro y Aristóbulo fueron encarcelados, y se
les acusó de alta traición delante del emperador. Augusto dio a Herodes
plenos poderes, pero le advirtió que convocara un tribunal mixto de judíos
y romanos para juzgar el caso. Como se puede suponer, los dos príncipes
fueron condenados a muerte, y cuando algunos viejos soldados se
atrevieron a interceder por ellos, 300 de los supuestos adherentes a su
causa fueron ejecutados y los dos príncipes murieron estrangulados en la
cárcel. Esto sucedió en Samaria, donde, treinta años antes, Herodes se
había casado con su desgraciada madre.
Antipater era ahora el presunto heredero. Ahora bien, impaciente por
llegar al trono, intrigó con el hermano de Herodes, Feroras, contra su
padre. De nuevo Salomé denunció a su sobrino y a su hermano. Antipater
se retiró a Roma; pero, cuando después de la muerte de Feroras, Herodes
obtuvo indudable evidencia de que su hijo había intrigado contra él, atrajo
con engaños a su hijo a Palestina y, cuando llegó, fue encarcelado. Todo lo
que le faltaba era el permiso de Augusto para ejecutarlo. Llegó, y fue
ejecutado, pero sólo cinco días antes de la muerte del mismo Herodes. Así
terminó un reino que tiene pocos paralelos por su desenfrenada crueldad y
derramamiento de sangre, en que la matanza de los inocentes en Belén es
un episodio trivial entre los innumerables actos sangrientos, que no
parecen merecer ser registrados en la historia de la nación judía.
Pero podemos entender los sentimientos del pueblo hacia un rey así.
Odiaban al idumeo; detestaban su reino semipagano; aborrecían sus actos
de crueldad. El rey se había rodeado de consejeros extranjeros y era
protegido por mercenarios extranjeros de Tracia, Alemania y Galia (Jos.
Ant. xvii.8.3). En tanto vivió, ninguna mujer tenía su honor a salvo, o
ningún hombre la vida segura. Un ejército de espías poderosos estaba
distribuido por Jerusalén; es más, el mismo rey se dice que se rebajó a
hacer de espía (Ant. xv.10.4). Si el desquite o la enemistad privada daban
lugar a una denuncia, la tortura extraía cualquier confesión del más
inocente. Cuál fuera su relación con el Judaísmo se puede inferir
fácilmente. Era un judío, al parecer; incluso había edificado el Templo,
defendido la causa de los judíos en otros países, y, en cierto modo, se
conformaba a la Ley del Judaísmo. Al edificar el Templo, tenía tantos
deseos de conciliar el prejuicio nacional, que el Santuario mismo fue
confiado únicamente a la obra de los sacerdotes. Y tampoco interfirió con
el Santo Lugar, ni con las funciones del sacerdocio. Ninguna de sus
monedas lleva diseños que pudieran haber herido el sentimiento popular.
Ninguno de los edificios que erigió ostentaba emblemas prohibidos. El
4
Sanedrín existió durante su reinado, aunque tiene que haber sido privado
de todo poder real, y su actividad confinada a lo eclesiástico o
semieclesiástico. Lo más extraño de todo: parece que tuvo por lo menos el
apoyo pasivo de dos de los mayores rabinos –Pollio y Sameas,
mencionados por Josefo (Ant. xiv.9.4; xv.1.1.10, 4)–, que se supone
representan a las grandes figuras de la tradición judía, Abtalión y
5
Shemajah (Ab. i. 10. 11). Podemos conjeturar que éstos prefirieron
incluso su gobierno al que lo había precedido y esperaban que llevaría a un
protectorado romano que dejaría a Judea prácticamente independiente, o
más bien bajo el régimen rabínico.
Fue también bajo el gobierno de Herodes que Hillel y Shammai
6
vivieron y enseñaron en Jerusalén, a los cuales la tradición designa como
«los padres de antaño» (Eduj. 1.4). Los dos dieron sus nombres a
«escuelas», cuya dirección fue en general diferente –al parecer, muchas
veces por causa de mutua oposición. Pero no es correcto describir al
7
primero de modo sistemático como liberal y blando. La enseñanza de
ambos se suponía que había sido declarada por la «Voz del Cielo» (the
Bath-Qol) como «las palabras del Dios vivo»; pero la Ley iba a seguir a
partir de entonces la enseñanza de Hillel (Jer. Ber. 3 b, líneas 3 y 2 desde el
final). Pero para nosotros Hillel es intensamente interesante, no sólo como
suave y tierno, ni como el estudiante sincero que vino de Babilonia para
aprender en las academias de Jerusalén; que sostenía a su familia con una
tercera parte de su sueldo como jornalero, para poder pagar la matrícula en
las escuelas; y cuyo celo y méritos sólo fueron descubiertos cuando, tras
una noche severa en que, a causa de su pobreza, no había podido ser
admitido a la academia, su cuerpo entumecido fue sacado del pretil de una
ventana, a la cual se había arrimado para no perder nada de la preciosa
instrucción. Y por amor a él aquel sábado quebrantaron el descanso
sagrado. Ni pensamos en él, según las fábulas, de la tradición, como el
descendiente de David (Ber. R. 98) poseído de toda cualidad del cuerpo,
alma y corazón; ni como el segundo Esdras, cuyo saber le colocó a la
cabeza del Sanedrín, que estableció los principios que más adelante fueron
aplicados y desarrollados por el Rabinismo, y que fue el verdadero
fundador del tradicionalismo. Menos aún pensamos en él de la forma que
algunos le han representado falsamente, como uno cuyos principios se
asemejaban estrechamente a la enseñanza de Jesús, o, según algunos
escritores, que fue la fuente de los mismos. En relación con Jesús
pensamos en otra cosa. Recordamos que, en su edad extrema, y cerca de su
fin, puede haber presidido la reunión del Sanedrín que, como respuesta a la
pregunta de Herodes, señaló a Belén como el lugar del nacimiento del
8
Mesías (Mt. 2:4). Pensamos en él como el abuelo de aquel Gamaliel a
cuyos pies se sentó Saulo de Tarso. Y para nosotros es el reformador
representativo judío, en el espíritu de aquellos tiempos, y en el sentido de
restaurar más bien que de quitar; mientras que pensamos en Jesús como el
Mesías de Israel, en el sentido de traer el Reino de Dios a todos los
hombres y abierto a todos los creyentes.
Así que había dos mundos en Jerusalén, uno al lado de otro. Por un
lado, el Helenismo con sus teatros y anfiteatro; los extranjeros que
llenaban la Corte y pululaban por la ciudad; las tendencias y modas
extranjeras, desde el rey extranjero hacia abajo. Por otro lado había el
antiguo mundo judío, secado y osificado ahora en las escuelas de Hillel y
Shammai, y bajo la sombra del Templo y la Sinagoga. Y cada uno prosigue
su carrera, uno al lado de otro. Si Herodes tenía espías por todas partes, la
ley judía le proporcionaba sus dos magistrados de policía en Jerusalén, los
únicos jueces que recibían remuneración (Jer. Kethub. 35 e; Kethub. 104
9
b). Si Herodes juzgaba cruel y despóticamente, el Sanedrín juzgaba con
una deliberación extrema, y en conjunto se inclinaba a la misericordia. Si
el griego era el lenguaje de la Corte y el militar –y realmente tiene que
haber sido entendido y hablado por la mayoría en el país–, la lengua del
pueblo, hablada también por Cristo y sus apóstoles, era un dialecto del
10
antiguo hebreo, el aramaico palestino u occidental. Parece extraño que se
11
pudiera haber dudado de esto. Un Mesías judío que podía presentar esta
pretensión ante Israel en griego parece una contradicción intrínseca.
Sabemos que el lenguaje del Templo y de la Sinagoga era el hebreo, y que
los sermones o discursos de los rabinos tenían que ser «targumados» al
arameo vernáculo –y ¿podemos creer que, en un servicio hebreo, el Mesías
se hubiera levantado para dirigirse al pueblo en griego, que hubiera
discutido con los fariseos y escribas en esta lengua, especialmente si
12
recordamos que su estudio estaba prohibido, en realidad, por los rabinos?
En verdad, había una mezcla peculiar de dos mundos en Jerusalén: no
sólo el de los griegos y los judíos, sino el de la piedad y la frivolidad
también. La devoción del pueblo y la munificencia de los ricos no tenían
límites. Se dedicaban fortunas a subvencionar los estudios judíos, a
promover la piedad o al fomento de la causa nacional. Millares de
ofrendas votivas y dones costosos en el Templo daban evidencia de ello. Si
la codicia de los sacerdotes había elevado artificialmente el precio de
animales para los sacrificios, una persona rica podía llevar al Templo, a
costa suya, el número necesario para los pobres. La caridad no sólo era
abundante, sino muy delicada, y el que en el pasado había estado en buena
situación económica, podía vivir con ella todavía según su estado
13
anterior. Así que los habitantes de Jerusalén, la gente de la ciudad, eran
refinados, graciosos, simpáticos. Había un tacto en la relación social y una
consideración y delicadeza en la ordenación pública y las provisiones que
no se encontraba en parte alguna. Su misma lengua era distinta. Había un
dialecto en Jerusalén (Bemid. R. 14; ed. Varsov. p. 59 a) vivo, rápido,
ligero (Lishna Qalila, Baba K.). Y su hospitalidad, especialmente en las
temporadas de fiestas, era proverbial. Nadie consideraba como propia su
casa, y ningún forastero o peregrino dejaba de obtener acogida. Y ¡cuánto
había que ver y oír en estas casas lujosamente amuebladas, con sus
diversiones fastuosas! En las habitaciones de las mujeres, las amigas de
otras partes del país podían ver novedades en el vestido, adornos y joyería,
y permitirse el lujo de examinarse en espejos. Sin duda, siendo esto
vanidad femenina, su uso era prohibido a los hombres, excepto si eran
miembros de la familia del presidente del Sanedrín, debido a su trato con
personas de autoridad, siendo ésta la razón por la que se les permitía
también aprender griego (Jer. Shabb. 7 d). Pero las mujeres no podían
mirarse en el espejo en sábado (Shabb. 149 a). Sin embargo, esto sólo se
aplicaba a los que se llevaban en la mano, puesto que uno podía sentirse
tentado a hacer cosas serviles en el día santo, como arreglarse el pelo con
las pinzas sujetas al cabo del espejo; pero podía mirarse en un espejo
colocado en la tapa de una cajita (Kel. xiv. 6), o colgado en la pared (Tos.
Shabb. xiii. ed. Zuckerm. p. 130). Y ¡también una señora podía adquirir
toda clase de cosas en Jerusalén, desde dientes falsos a un velo árabe, un
shawl persa, o un vestido indio!
Mientras las mujeres se mantenían al corriente de la etiqueta y las
modas en sus habitaciones interiores, los hombres podían conversar sobre
las noticias del día o la política. Porque los habitantes de Jerusalén tenían
amigos y corresponsales en las regiones más distantes del mundo, y había
mensajeros especiales que llevaban cartas (Shabb. x. 4) en una especie de
cartera de correo. Es más, parece que había también una especie de oficina
de recepción en las ciudades (Shabb. 19 a), algo que se asemejaba a
nuestro servicio de paquetes (Rosh haSh. 9 b). Y, por extraño que parezca,
incluso una especie de periódico u hoja de información, que circularía
(Mikhtabhin), aunque no se permitía, los sábados, a menos que tratara de
asuntos públicos (Tos. Shabb. xviii.).
Naturalmente, es difícil determinar de modo exacto cuáles de estas
cosas estaban en uso en los tiempos más antiguos, o fueron introducidas en
un período posterior. Quizá puedan considerarse presentes en un cuadro de
la sociedad judía en general. Sin duda, y por desgracia, hay penosa
evidencia de los lujos de la Jerusalén de aquel tiempo, y de la corrupción
moral a que condujeron. Parece claro que comentarios como los que hace
el Talmud (Shabb. 62 b) a Isaías 3:16–24, con respecto a las costumbres y
maneras de atracción practicadas por cierta clase de la población femenina
de Jerusalén, son aplicables a un período muy posterior al del profeta. Con
esto están de acuerdo las expresiones de lascivia encubierta usadas por los
hombres, que dan un espectáculo lamentable del estado de la moral de
muchos en la ciudad (comp. Shabb. 62 b, última línea y primera de 63 a),
y los informes acerca de vestidos indecentes llevados no sólo por algunas
mujeres (Kel. xxiv. 16; xxviii. 9), sino también por jóvenes sacerdotes.
Tampoco dan una impresión mejor del gran mundo de Jerusalén las
exageradas descripciones de lo que la Midrash sobre Lamentaciones (cap.
4:2) describe como la dignidad de los jerosolimitanos; sobre la riqueza
que derrochaban en sus bodas; sobre la etiqueta y ceremonial, que insistía
en repetidas invitaciones a los convidados a un banquete, y el que hombres
de rango inferior no debían ser invitados al mismo; el vestido con el que
aparecían; la clase de platos que se servían, el vino en vasos de cristal
blanco; y el castigo a un cocinero que había cometido algún fallo en el
cumplimiento de sus deberes, y que debía ser porporcionado a la dignidad
de la fiesta.
Y, con todo, era la ciudad de Dios, sobre cuya destrucción no sólo los
patriarcas y Moisés, sino las huestes angélicas –y más aún, el
Todopoderoso mismo y su Shekhinah– se habían lamentado
14
amargamente. Era también la ciudad de los Profetas, puesto que todos
aquellos cuyo lugar de nacimiento no se menciona hay que entender que
nacieron allí (Meg. 15 a). Igualmente, aunque más notable incluso, y esto
para gozo y triunfo, iba a ser la hora del levantamiento de Jerusalén,
cuando daría la bienvenida a su Mesías. ¡Oh!, ¿cuándo vendría? En su
entusiasmo febril de expectación, estaban dispuestos a escuchar la voz de
cualquier pretendiente, por vulgar y torpe que fuera la impostura. Y,
precisamente, estaba a punto de llegar, llegaba en aquel momento: sólo
que no era el Mesías de sus sueños. «A los suyos vino, y los suyos no le
recibieron. Pero a cuantos le recibieron, les dio poder para ser hechos hijos
de Dios, a saber, a los que creen en su Nombre».
Capítulo 3
(Lucas 1:5–25)
«Estaba apuntando el día, cuando por segunda vez se reunían para las suertes, que
designaban a quienes iban a tomar parte en el sacrificio en sí, y que habían de despabilar el
candelabro de oro y preparar el altar de incienso dentro del Lugar Santo».
Este candelabro descubierto en En Guedi es de bronce y no de oro como el que se describe en el
texto; es del siglo VI y tiene siete brazos como el que colocaron los israelitas en el tabernáculo
en el desierto.
«Él es el Hijo de Dios y el Siervo del Señor; pero en este sentido más alto y único verdadero,
que había dado su significado a todo el desarrollo preparatorio. Como fue ‘ungido’ para».
La figura del «Buen Pastor», Cristo buscando a los pecadores y conduciéndolos de nuevo al
rebaño, como aparece en el evangelio de Juan (10, 1–18). Ésta es una de las numerosas
representaciones del siglo III alusivas a Cristo pastor de almas. Se trata de un fresco pintado en
el cubículo de la «velatio» de las catacumbas de Priscila en Roma.
Ésta es, pues, «la esperanza de la promesa hecha por Dios a los
padres», por la cual las doce tribus, «sirviendo constantemente a Dios de
noche y de día», anhelaban con tal viveza y claridad que la veían en casi
cada suceso y promesa; con tal sinceridad que era siempre la esencia de
sus oraciones; con tal intensidad que muchos siglos de desengaños no la
han apagado aún. Su luz, relativamente incierta en los días de sol y de
calma, parecía arder más brillante en la oscuridad de la noche de soledad y
sufrimiento, como si cada ráfaga que sopla sobre Israel sirviera sólo para
encandilarla en llama viva.
A la pregunta de si esta esperanza ha sido alguna vez realizada –o,
mejor, si ha aparecido Alguno que proclamara su derecho a la mesianidad
y cuyas pretensiones hayan resistido la prueba de la investigación y del
tiempo–, la historia imparcial sólo tiene una respuesta. Señala a Belén y a
Nazaret. Si bien las pretensiones de Jesús fueron rechazadas por la nación
judía, Él, por lo menos, sin duda, ha cumplido una parte de la misión
proféticamente asignada al Mesías. Tanto si es o no el León de la tribu de
Judá, a su alrededor, indudablemente, se han reunido las naciones y las
islas han esperado su ley. Pasando los límites estrechos de la oscura Judea,
y allanando los muros de los prejuicios nacionales y el aislamiento, ha
hecho de las más sublimes enseñanzas del Antiguo Testamento la posesión
común del mundo, y ha fundado la gran hermandad, en la cual el Padre es
el Dios de Israel. Él solo también ha exhibido una vida en la cual no se ha
hallado absolutamente una falta; y promulgado una enseñanza a la cual no
puede hacerse objeción alguna. Se le reconoce como el Hombre perfecto,
el ideal de la humanidad; sus doctrinas, la única enseñanza absoluta. El
mundo no ha conocido otro igual. Y el mundo ha reconocido, si no el
testimonio de sus palabras, por lo menos la evidencia de los hechos.
Procediendo de un pueblo así; nacido, viviendo y muriendo en
circunstancias –y usando medios– que son las menos apropiadas para
conseguir tales resultados, el Hombre de Nazaret, por consentimiento
universal, ha sido el factor más poderoso en la historia de nuestro mundo:
tanto política, social e intelectual como moralmente. Si no es el Mesías, al
menos ha hecho la obra del Mesías. Si no es el Mesías, por lo menos no ha
habido otro alguno antes o después de Él. Si no es el Mesías, el mundo no
ha tenido ni tendrá nunca ningún Mesías.
No sólo la predicción del Antiguo Testamento (Mi. 5:2), sino también
el testimonio rabínico, sin vacilar, indicaban que Belén era el lugar del
nacimiento del Mesías. Sin embargo, no puede imaginarse nada más
directamente contrario a los pensamientos y sentimientos judíos que las
circunstancias que, según el relato del Evangelio, dieron como resultado el
nacimiento del Mesías en Belén, por lo que no hay la menor probabilidad
1
de que se tratara de una patraña judaica. Un censo de la población; y este
censo tomado por orden del emperador pagano, y puesto en vigor por
alguien tan odiado por todos como Herodes, representaría el ne plus ultra
2
de todo lo que era repugnante al sentimiento judío. Si el relato de las
circunstancias que trajeron a José y María a Belén no tiene base en los
hechos, sino que es una leyenda inventada para localizar el nacimiento del
Nazareno en la ciudad real de David, tiene que decirse que fue un plan
muy torpe. No hay absolutamente nada para explicar su origen, sea como
sucesos paralelos en el pasado o de lo que podía esperarse en el presente.
¿Por qué, pues, relacionar el nacimiento de su Mesías con lo que era más
repugnante a Israel, especialmente si, como los abogados de la hipótesis
legendaria sostienen, no ocurrió al tiempo en que se tomó algún censo
judío, sino diez años antes?
Pero si es imposible racionalmente explicar por medio de un origen
legendario el relato del viaje de José y María a Belén, la base histórica que
ha servido de impugnación a su exactitud es igualmente insuficiente.
Razonan así: que (aparte del relato del Evangelio) no tenemos evidencia
sólida de que Cirenio estaba en aquel tiempo ocupando el cargo oficial
necesario en el Oriente que le permitiera dar orden de que este
empadronamiento fuera realizado por Herodes. Pero incluso esta débil
3
objeción no es en modo alguno inexpugnable históricamente. En todo
caso, hay dos hechos que hacen muy difícil creer que Lucas incurriera en
algún error histórico en este punto. En primer lugar, se daba perfecta
cuenta de que hubo un Censo bajo Cirenio, diez años más tarde (comp.
Hch. 5:37); segundo, tradúzcase como se quiera Lucas 2:2, por lo menos
hay que admitir que la frase intercalada sobre Cirenio no era necesaria
para el relato, y que el escritor tiene que haber intentado con ella poner
énfasis para precisar un determinado suceso. Pero un autor no es probable
que llame la atención especialmente sobre un hecho del cual sólo tiene un
conocimiento impreciso; más bien, si tiene que mencionarlo, lo hará en
términos indefinidos. Esta presunción en favor de la afirmación de Lucas
es reforzada por la consideración de que un suceso como la tributación de
Judea podía ser fácilmente averiguado por él.
Sin embargo, no nos quedamos con el razonamiento presuntivo
indicado. El hecho de que el emperador Augusto hizo censos del Imperio
Romano, y de los territorios sometidos y tributarios, es algo admitido de
modo general. Este registro, para el propósito de una tributación futura,
tenía que abarcar Palestina. Aun cuando no hubiera sido dada una orden
real en este sentido durante la vida de Herodes, podemos entender que
Herodes consideraría muy conveniente, tanto por el tipo de sus relaciones
con el emperador como por tener en cuenta la probable agitación que un
censo pagano podría causar en Palestina, el dar pasos para hacer una
inscripción, y que ésta fuera hecha en conformidad con la costumbre judía
en vez de la romana. Este censo, pues, dispuesto por Augusto y tomado por
Herodes a su manera, fue, según Lucas, «primero (realmente) llevado a
cabo cuando Cirenio era gobernador de Siria», algunos años después de la
muerte de Herodes y cuando Judea había pasado a ser una provincia
4
romana.
Ahora estamos preparados para seguir el curso del relato del
Evangelio. Como consecuencia del «decreto de César Augusto», Herodes
ordenó la inscripción general que había de ser hecha a modo judaico, en
vez de romano. Prácticamente, en este caso, las dos habrían sido realmente
muy similares. Según la ley romana, todo el pueblo tenía que ser inscrito
en su «propia ciudad», significando con ello la ciudad a la cual estaba
adherido el pueblo o lugar en que el individuo había nacido. Al hacerlo así,
5
se registraba la «casa y linaje» (nomen y cognomen) de cada uno. Según el
modo judío de registro, el pueblo tenía que ser empadronado según las
tribus ()מטית, familias o clanes ( )משפהותy la casa de sus padres (בית
)אבות. Pero como las diez tribus no habían regresado a Palestina, esto sólo
6
podía tener lugar en forma limitada, en tanto que sería fácil para cada uno
registrarse en «su propia ciudad». En el caso de José y María, cuyo linaje
de David no sólo era conocido, sino que, además, por amor del Mesías no
nacido, era muy importante que el hecho quedara anotado de modo muy
claro, es natural que, en conformidad con la ley judaica, fueran a Belén.
Quizá también, por muchas razones que se sugieren por sí mismas, José y
María podían estar contentos de dejar Nazaret y buscar, si fuera posible,
un hogar en Belén. En realidad, tan fuerte era este sentimiento que después
se requirió una instrucción especial divina para inducir a José a que saliera
de este lugar escogido como residencia y regresara a Galilea (Mt. 2:22).
En estas circunstancias, María, ahora la «esposa» de José, aunque
manteniendo sólo para él, en los hechos, la relación de «desposada» (Lc.
2:5), acompañaría naturalmente a su marido a Belén. Al margen de esto,
todo sentimiento y esperanza tiene que haberla inducido a seguir este
curso, y no hay necesidad de discutir si un censo romano o judío hacía
necesaria su presencia; una pregunta que, si se pone, tiene que contestarse
de forma negativa.
7
El corto día invernal probablemente estaría al terminar cuando los dos
viajeros de Nazaret, llevando consigo los pocos útiles necesarios en una
casa pobre oriental, se acercaron al fin de su jornada. Si pensamos en Jesús
como el Mesías del cielo, el ambiente de extrema pobreza, lejos de detraer
de su carácter divino parece muy congruente con él. El esplendor terreno
aquí habría parecido oropel deleznable, y la simplicidad completa, como
el vestido de los lirios, que sobrepasa con mucho la gloria de la corte de
Salomón. Pero sólo en el Oriente habría sido posible la más absoluta
simplicidad y, con todo, ni ella ni la pobreza de la que procedía implicaban
por necesidad el más mínimo desdoro en lo social. El viaje había sido
largo y cansado –tres días de camino, por lo menos, no importa la ruta que
hubieran seguido desde Galilea. Lo más probable es que siguieron la más
común, por el desierto para evitar Samaria, a lo largo de las riberas
8
orientales del Jordán, y por los vados de Jericó. Aunque, al pasar por una
de las regiones más calurosas del país, la temporada del año, aun
aceptando las condiciones más favorables presentes, tenía que haber
aumentado las dificultades de un viaje así. Al alcanzar los ricos campos
que rodeaban la antigua «Casa del Pan», y pasar por el valle que, como un
anfiteatro, se alarga entre las dos colinas por las que se extiende Belén
(2.704 pies sobre el mar), subiendo por viñas y huertos dispuestos en
bancales, ya al final del día tiene que haberles inundado un sentimiento de
descanso y paz a los viajeros. Aunque era invierno, el follaje verde
plateado del olivo, incluso en esta temporada, se mezclaría con el pálido
9
rosado o blanco del almendro –el despertador temprano de la naturaleza–
y con los brotes oscuros de los melocotoneros. La casta belleza y dulce
quietud del lugar les recordarían a Booz, a Isaí y a David. Mucho más les
serían sugeridos estos pensamientos por el contraste entre el pasado y el
presente. Porque cuando los viajeros hubieron alcanzado las alturas de
Belén –y ciertamente mucho antes–, el objeto más prominente a la vista
tiene que haber sido el gran castillo que Herodes había construido, y que
se llamaba por su propio nombre. Encaramado en la colina más alta al
sudeste de Belén era, al mismo tiempo que un magnífico palacio, una
fortaleza ingente y una ciudad para cortesanos (Josefo, Ant. xiv.13.9; xv.
9.4; Guerra, i.13.8; 21.10). ¡Con qué sentimiento de alivio los viajeros
pasarían adelante para notar los perfiles ondulantes de la región
montañosa de Judea, hasta que el horizonte era ceñido por las cordilleras
de Tecoa! Por un corte entre las colinas hacia el Este, la superficie pesada
y plomiza del mar del Juicio aparecería a su vista; hacia el Oeste
culebreaba la carretera hacia el Hebrón; detrás de ellos había los valles y
colinas que separaban Belén de Jerusalén, y escondían de la vista la
Ciudad Santa.
Pero de momento estos pensamientos cederían el paso a la necesidad
inmediata de hallar cobijo y descanso. La pequeña ciudad de Belén estaba
llena por los que habían venido de los distritos cercanos para registrar sus
nombres. Incluso si los forasteros de la lejana Galilea conocieran a alguno
en Belén que pudiera haberles ofrecido hospitalidad, habrían encontrado
su casa ocupada. La misma posada o mesón estaba llena, y el único lugar
10
disponible era el establo en el cual se resguardaba el ganado. Si
recordamos los hábitos simples del Oriente, esto apenas implica lo que
significaría en el Occidente; y quizás este retiro y quietud de la multitud
parlanchina y ruidosa, que llenaba el mesón, serían aún más bienvenidos.
Aunque los detalles son escasos, esto solo ya se puede colegir por
inferencia, aunque no lo diga el relato. Ya al principio, en esta historia, la
ausencia de detalles, que aumenta penosamente al ir avanzando, nos
recuerda que los Evangelios no fueron escritos para proporcionar una
biografía de Jesús, ni aun como materiales para ella; sino con sólo este
doble objeto: que aquellos que los leyeran «pudieran creer que Jesús es el
Cristo, el Hijo de Dios», y que, creyendo, «puedan tener vida por medio de
su Nombre» (Jn. 20:31; comp. Lc. 1:4). El corazón y la imaginación del
cristiano, como es natural, anhelan poder localizar la escena de tan gran
importancia, y se detienen con reverencia afectuosa sobre esta cueva que
ahora está cubierta por «la Iglesia de la Natividad». Puede ser –es más,
parece probable– que este punto, al cual señala la tradición más venerable,
11
fuera el lugar sagrado del mayor suceso de la historia del mundo. Pero
con certeza no lo sabemos. Es mejor que sea así. En cuanto a lo que pasó
en la quietud de aquel «establo», las circunstancias de la «Natividad»,
incluso el momento exacto después de la llegada de María (el período de
espera debe haber sido corto), el relato del Evangelio no nos dice nada.
Sólo esto se nos dice: entonces, y allí, la Virgen-Madre «dio a luz a su hijo
primogénito, lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre». Más allá
de este anuncio de los hechos escuetos, las Sagradas Escrituras, con
propiedad y delicadeza inefables, corren un velo sobre el misterio más
sagrado. Nos quedan dos impresiones en la mente: la de la más extrema
humildad terrena, en las circunstancias que los rodeaban; y el de una
adecuación interna, en el contraste sugerido por ellas. De modo reverente,
sentimos que está bien que sea así. Es lo que corresponde al nacimiento
del Cristo –si Él es lo que el Nuevo Testamento declara que es.
Por otra parte, las circunstancias acabadas de mencionar nos
proporcionan la más fuerte evidencia indirecta de la veracidad del relato.
Porque, si fuera el producto de la imaginación judía, ¿cuál sería la base de
ella en la expectación de aquellos tiempos? ¿Habría la leyenda judaica
presentado a su Mesías naciendo en un establo, al cual la casualidad había
consignado a su madre? Toda la corriente de la opinión judaica se opone
rotundamente. Los oponentes a la autenticidad de este relato se ven
obligados a hacer frente a este hecho. Además, se puede afirmar con toda
seguridad que no hay relato apócrifo o legendario de un suceso
(legendario) que pudiera estar caracterizado por esta escasez o, mejor
todavía, ausencia de detalles. Porque los dos rasgos esenciales, tanto de la
leyenda como de la tradición, son que procuran rodear a sus héroes de un
halo de gloria, e intentan proporcionar detalles que no se pueden obtener
de otra forma. Y, en estos dos aspectos, no es posible que se dé un
contraste más marcado con esto que en el relato del Evangelio.
«No sólo la predicción del Antiguo Testamento (Mi. 5:2), sino también el testimonio rabínico,
sin vacilar, indicaban que Belén era el lugar del nacimiento del Mesías. Sin embargo, no
puede imaginarse nada más directamente contrario a los pensamientos y sentimientos judíos
que las circunstancias que, según el relato del Evangelio, dieron como resultado el nacimiento
del Mesías en Belén, por lo que no hay la menor probabilidad de que se tratara de una
patraña judaica».
Al siglo II se remonta esta curiosa representación de la natividad de Jesús, donde además
podemos apreciar la figura del profeta Isaías. (Catacumbas de Santa Priscila en Roma).
Sólo una vez, con anterioridad, habían caído las palabras del himno de
los ángeles sobre los oídos de los mortales, cuando, ante la visión extática
de Isaías, el alto Templo del cielo se había abierto y la gloria de Jehová
había inundado sus patios, casi derribando los postes trémulos que
sostenían sus puertas. Ahora la misma gloria había envuelto a los pastores
de los llanos de Belén. Entonces el himno de los ángeles había anunciado
la venida del Reino; ahora, que el Rey había llegado. Entonces había sido
el Tris-Hagion de la visión profética anticipada; ahora, el cumplimiento
del Evangelio.
El himno había cesado; la luz, desaparecido del cielo; y los pastores
habían quedado solos. Pero el mensaje angélico estaba con ellos; y la
señal, que había de guiarles al Cristo-niño, iluminó su camino apresurado
por la cuesta hacia el punto en que, a la entrada a Belén, la lámpara,
oscilando sobre el mesón, los dirigió a los forasteros de la ciudad de
David, quienes habían venido de Nazaret. Aunque parece como si en la
hora de su máxima necesidad la Virgen-Madre no hubiera sido ministrada
21
por manos amantes, no obstante, lo que había sucedido en el establo
pronto sería conocido por todo el mesón. Quizá mujeres amables iban de
acá para allá en sus recados de misericordia cuando los pastores llegaron
22
al «establo». Allí hallaron, quizá, no lo que ellos estaban esperando, pero
sí lo que se les había dicho. El grupo santo estaba formado únicamente por
la humilde Virgen-Madre, el humilde carpintero de Nazaret y el niño que
yacía en el pesebre. Lo que pasó después no lo sabemos, excepto que,
habiéndolo visto por sí mismos, los pastores dijeron lo que se les había
23
dicho acerca del niño a todos los que les rodeaban: en el «establo», en los
campos, probablemente también en el Templo, al cual debían llevar sus
ganados, con lo cual prepararían la mente de Simeón, de Ana y de todos
24
aquellos que esperaban la salvación de Israel.
Y ahora la expectación estimulada se apoderó más aún de todos los que
habían oído lo que contaron los pastores; esta vez no únicamente en la
región montañosa de Judea, sino dentro del círculo más amplio que
alcanzaba Belén y la Santa Ciudad. Y, sin embargo, todo parecía tan
súbito, tan extraño. ¡Qué extraño que la salvación del mundo dependiera
de un hilo tan delgado como el latido débil de la vida de un niño, sin que
hubiera ningún cuidado especial sobre su seguridad, no se le proveyera
abrigo mejor que el de un «establo», ni otra cuna que un pesebre! Pero
siempre ha seguido siendo así. De qué hilos tan delgados la vida
continuada de la Iglesia parece con frecuencia haber pendido; qué latidos
tan débiles los de cada hijo de Dios, sin medios de defensa externos para
repeler el peligro, sin hogar confortable, sin descanso restaurador. Pero:
«He aquí, los hijos son la herencia de Jehová», y: «Así guarda Él a sus
25
amados en su sueño».
Capítulo 7
(Lucas 2:21–38)
La purificación de la Virgen y la presentación en el Templo
La persona más destacada entre los que habían oído lo que contaron los
pastores era aquella a la cual más afectaba el hecho, que lo había guardado
en lo profundo de su corazón y traía al mismo los tesoros acariciados del
recuerdo. Era la madre de Jesús. Durante estos meses todo lo relacionado
con el niño apenas podía apartarse de sus pensamientos. Y ahora que era
suyo, aunque no suyo –le pertenecía, aunque no parecía pertenecerle–, el
niño sería más querido a su corazón de madre, por lo que lo hacía tan
cercano, y al mismo tiempo lo apartaba tanto de ella. Y sobre toda su
historia parece que se vertía una luz tan maravillosa, que ella sólo podía
ver el camino que quedaba atrás, el punto hasta donde había avanzado,
mientras que el camino que ahora debía seguir brillaba con una luz tan
deslumbradora que ella apenas podía mirar al presente, y no se atrevía a
hacerlo hacia el futuro.
Al mismo comienzo de esta historia, y más y más a medida que
avanzaba en su curso, hemos de enfrentarnos con la siguiente pregunta: si
el mensaje angélico a la Virgen fue una realidad, y su maternidad tan
supernatural, ¿cómo podía María haberse mostrado, al parecer, tan
ignorante de lo que iba a venir?; es más, ¿cómo podía haberlo entendido
tan mal con frecuencia? Parece extraño que ella «ponderara en su corazón»
el relato de los pastores; más extraño aún que después se hubiera
maravillado de su demora en el Templo entre los maestros de Israel; más
extraño todavía que, al mismo comienzo de sus milagros, el orgullo de su
corazón de madre pudiera tan bruscamente haberse introducido en la
divina melodía de su obra, al dar una nota tan distinta de la nota clave a la
vida de Él, que había sido afinada; o que después, en la plenitud de su
actividad, sus temores amorosos, si no dudas, la habían impulsado a
interrumpir lo que, evidentemente, no había comprendido todavía en la
plenitud de su significado. ¿No podríamos haber esperado, más bien, que
la Virgen-Madre, desde el comienzo de la vida de este niño, hubiera
comprendido que Él era verdaderamente Hijo de Dios? Esta pregunta,
como muchas otras, sólo requiere ser formulada claramente para poder
tener una respuesta enfática. Porque si hubiera sido así, la historia del
niño, su vida humana, cada paso de la cual era de una importancia tan
infinita para la humanidad, no habría sido posible. Aparte del hecho de la
necesidad profunda, tanto por lo que se refiere a su misión como a la
salvación del mundo, de que tuviera un verdadero desarrollo gradual
humano tanto en su consciencia como en su vida personal. Cristo no podía,
en ningún sentido real, haber estado sujeto a sus padres si ellos hubieran
comprendido plenamente que el niño era divino; ni Él podía, en este caso,
haber sido vigilado mientras «crecía en sabiduría y en el favor con Dios y
los hombres». Un conocimiento así habría roto el lazo de su humanidad
con la nuestra, al dividir lo que le unía a Él como niño a su madre.
Nosotros no habríamos podido llegar a ser sus hermanos si Él no hubiera
sido verdaderamente el Hijo de la Virgen. El misterio de la Encarnación
habría sido innecesario e infructuoso si su humanidad no se hubiera
sometido a todas sus condiciones apropiadas y corrientes. Y, aplicando el
mismo principio de modo más amplio, nosotros podemos de esta manera,
hasta cierto punto, comprender por qué el misterio de su Divinidad tenía
que seguir velado mientras estaba en la tierra. De otro modo, el
pensamiento de su Divinidad se habría demostrado absorbente de forma
tan total, que se hubiera hecho imposible el de su humanidad, con todas
sus lecciones. El Hijo del Altísimo, a quien ellos adoraban, no podía haber
sido nunca el Hombre lleno de amor, con el cual podían tener una
conversación íntima. El lazo que unía al Maestro con sus discípulos –el
Hijo del Hombre a la humanidad– se habría disuelto; sus enseñanzas como
Hombre, la Encarnación y habitar entre los hombres, hacer su Tabernáculo
entre ellos, en lugar de la anterior revelación del Antiguo Testamento
desde el cielo, habría sido totalmente imposible. En resumen, un elemento
de nuestra salvación, y el distintivo del Nuevo Testamento habría sido
eliminado. Al principio de su vida Él habría vivido ya con antelación las
lecciones de su fin; es más, no sólo las de su muerte, sino las de su
Resurrección y Ascensión, y las de la venida del Espíritu Santo.
En todo esto hemos estado considerando sólo el lado subjetivo de la
cuestión, no el objetivo; hemos considerado el aspecto terreno de su vida,
no el celestial. Este último, aunque muy real, se halla más allá de nuestro
horizonte presente. No es así con la cuestión que se refiere al desarrollo
del conocimiento espiritual de la Virgen-Madre. Asumiendo que ella había
participado, en su sentido más pleno, del punto de vista de la expectación
mesiánica judaica, y recordando también que ella había sido tan
«altamente favorecida» por parte de Dios, con todo, no había todavía nada,
ni podía haberlo durante muchos años, que la llevara más allá de lo que
podía ser llamado la cumbre de la creencia judía. Por el contrario, había
mucho relacionado con la verdadera humanidad del niño Jesús para
frenarla. Por delgada que parezca, a nuestro modo de pensar retrospectivo,
la línea de separación entre creencia judía y unión hipostática de las dos
naturalezas, el paso de la una a la otra representaba una revolución mental
tan tremenda que implicaba la enseñanza directa divina (1 Co. 12:3). Un
caso ilustrativo va a demostrar esto mejor que el argumento. Leemos, en
un comentario a las palabras iniciales de Génesis 15:18 (Ber. 44, ed. Vars.
p. 81 b) que cuando Dios hizo el pacto con Abram, Él «le reveló a él tanto
esta Olam (dispensación) como la Olam siguiente», habiendo sido esta
última expresión explicada correctamente como refiriéndose a los días del
Mesías. La tradición judaica, por tanto, afirma aquí exactamente lo que
Jesús afirmó en estas palabras: «Vuestro padre Abraham se regocijó al ver
mi día; y lo vio, y se regocijó» (Jn. 8:56). Con todo, sabemos ¡qué
tormenta de indignación el decirlo había de causar entre los judíos!
Así que todo suceso relacionado con la manifestación mesiánica de
Jesús tenía que llegar a la Virgen-Madre como un descubrimiento nuevo y
como una sorpresa. Cada suceso, cuando tenía lugar, estaba aislado en su
mente; no como parte de un conjunto que ella podía ver con antelación, no
como un eslabón en una cadena, sino como algo aparte en sí mismo. Ella
sabía el comienzo, y conocía el fin; pero no conocía el camino que llevaba
del uno al otro; y cada paso en el mismo fue una nueva revelación. De aquí
que ella fuera tan cuidadosa atesorando en su corazón cada nuevo hecho
(Lc. 2:19, 51), poniendo las piezas juntas, hasta que pudo leer en ello el
gran misterio de que Aquél cuya Encarnación ella había concebido era
verdaderamente el Hijo del Dios vivo. Y, como era natural, también era
apropiado que fuera de esta manera. Porque sólo así podía ella
verdaderamente –ya que no era consciente– ser otra cosa que una mujer y
una madre judía, y cumplir todos los requisitos de la Ley, tanto en lo que
se refería a ella como a su Hijo.
El primero de estos deberes era la Circuncisión, que representaba la
sujeción voluntaria a las condiciones de la Ley y la aceptación de las
obligaciones, pero también los privilegios, del Pacto entre Dios y
Abraham y su simiente. Todo intento de mostrar el profundo significado
de este rito en el caso de Jesús, sólo conseguiría debilitar la impresión que
el hecho en sí transmite. La ceremonia tuvo lugar, como en todas las
circunstancias ordinarias, el octavo día, cuando el Niño recibió el nombre
dado por el ángel, Jeshua (Jesús). Quedaban todavía por observar dos
ordenanzas legales más. El primogénito de cada casa, según la Ley, tenía
que ser «redimido» del sacerdote al precio de cinco siclos del Santuario
(Nm. 18:16). La casuística rabínica aquí añadía muchos detalles
innecesarios e incluso repelentes. Lo siguiente, sin embargo, es de interés
práctico. El período de presentación era como mínimo a los treinta y un
días después del nacimiento, para hacer el mes legal completo. El niño
tenía que ser el primogénito de su madre (según algunos escritores, del
1 2
padre también); ni el padre ni la madre tenían que ser de linaje levítico; y
el niño debía estar libre de los defectos físicos que le hubieran
descalificado para el sacerdocio, o como se expresa: «el primogénito para
el sacerdocio». Era una cosa muy temida que el hijo muriera antes de su
redención; pero si su padre moría en el intervalo, el niño tenía que
redimirse a sí mismo cuando llegaba a mayor. Como la ley rabínica
declara de modo expreso que los siclos tenían que ser de «peso tirio»
(Bechor. xiii. 7), el valor del «dinero de redención» equivalía a unos diez a
doce chelines. La redención podía ser hecha por cualquier sacerdote y la
asistencia al Templo no era requerida. Pero con respecto a la «purificación
de la madre» (Lv. 12) la cosa era distinta. La ley rabínica establecía esta
purificación a los cuarenta y un días después del nacimiento de un hijo, y
3
ochenta y uno para una hija, para hacer los términos bíblicos del todo
4
completos. Pero podía tener lugar en cualquier momento después,
especialmente con ocasión de una de las grandes fiestas que llevaban a una
familia a Jerusalén. Así, leemos de casos en que una madre ofrecía varios
sacrificios de purificación al mismo tiempo (comp. Kerith. i. 7). Pero,
verdaderamente, la madre no tenía por que estar presente personalmente
cuando era presentada su ofrenda, o, mejor dicho (como luego veremos)
proporcionada, digamos, por los representantes de los legos que
diariamente tomaban parte en los servicios en representación de los
diversos distritos de los que venían. Esto también está provisto sobre todo
en el Talmud (Jer. Sheq. 50 b). Pero las madres que residían a una distancia
conveniente del Templo, y en especial cuando eran muy devotas,
5
naturalmente, asistirían de forma personal al Templo; y en estos casos,
cuando era practicable la redención del primogénito y la purificación de su
madre, se combinaban. Este, indudablemente, fue el caso de la Virgen-
Madre y su Hijo.
Con este doble propósito la Sagrada Familia subió al Templo cuando se
6
completaron los días prescritos. La ceremonia celebrada para la redención
de su primogénito, sin duda, era más simple de la actual. Consistía en la
presentación formal del niño al sacerdote, acompañado de dos cortas
«bendiciones» –la una para la ley de redención, la otra para el don de un
7
primogénito– después que el dinero de redención había sido pagado. Este
rito tiene que haber sido muy solemne, por celebrarse en este lugar, y al
recordar el significado simbólico como expresión del derecho de Dios
sobre cada familia en Israel.
Por lo que se refiere al rito de la purificación de la madre, la escasez
de información ha llevado a graves afirmaciones erróneas. Toda
comparación con la «presentación en la iglesia» de nuestras mujeres
(como hace, p.ej., el doctor Geikie) es por completo inaplicable, puesto
que esta última consiste en una acción de gracias, y la primera era de
modo primario una oferta por el pecado a causa de la contaminación
levítica simbólicamente adherida al comienzo de la vida, y un holocausto
que marcaba la restauración de la comunión con Dios. Además, como ya
se ha dicho, el sacrificio para la purificación podía ser traído por otro en
ausencia de la madre. Hay equivocaciones similares que prevalecen con
respecto a la rúbrica. No es verdad, como se suele decir, que la mujer era
rociada con sangre, y luego era pronunciada limpia por el sacerdote, o que
8
se ofrecieran oraciones en aquella ocasión. El servicio consistía
simplemente en el sacrificio reglamentario. Éste era lo que, en lenguaje
eclesiástico, se llamaba una ofrenda oleh veyored, esto es, «ascendiendo y
descendiendo», según los medios del que ofrecía. La ofrenda por el pecado
era, en todos los casos, una tórtola o un palomino. Pero aunque los más
ricos traían un cordero para el holocausto, los pobres podían sustituirlo por
9
una tórtola o un palomino. La rúbrica ordenaba que el cuello de la ofrenda
por el pecado tenía que ser fracturado, pero la cabeza no tenía que ser
totalmente separada; que parte de la sangre tenía que ser rociada sobre el
10 11
ángulo suroeste del altar, debajo de la línea roja que había hacia la
mitad del altar, y que el resto debía ser derramada en la base del altar.
Toda la carne pertenecía a los sacerdotes, y tenía que ser comida dentro del
recinto del Santuario. La rúbrica para el holocausto de una tórtola o un
palomino era algo más intrincada (Sebach. vi. 5). La sustitución del
cordero por la tórtola o el palomino se designaba de modo expreso como
«la ofrenda de los pobres». Y con razón, puesto que mientras el cordero
probablemente costaba unos tres chelines, el valor promedio de un par de
tórtolas, tanto para la ofrenda por el pecado como para el holocausto, sería
de unos ocho peniques (comp. Kerith. i. 7), y en alguna ocasión llegó hasta
dos peniques. El precio de la carne y bebida para las ofrendas en el Templo
era fijado para un mes; y los empleados especiales instruían a los que iban
a ofrendar, y les proporcionaban lo que necesitaban (Sheq. iv. 9). Había
también un «superintendente especial de tórtolas y palominos» que eran
requeridas para ciertas purificaciones, y el que ocupaba este cargo es
citado con elogios en la Mishnah (Sheq. v. 1). De su rectitud e integridad
dependían ciertamente muchas cosas. Porque, en todo caso, los
compradores de tórtolas y palominos, en general, tenían que entrar en
tratos con él. En el Patio de las Mujeres había trece arcas en forma de
12
trompa para las contribuciones pecuniarias, llamadas «trompetas». Los
que llevaban la ofrenda de los pobres, dejaban caer en la tercera de estas
«trompetas» el precio de los sacrificios que eran necesarios para su
13
purificación. Como podemos suponer, el sacerdote superintendente tenía
que estar estacionado allí, tanto para informar al oferente del precio de las
tórtolas y palominos, como para ver que todo se hacía en orden. Porque el
oferente de la ofrenda de los pobres no tenía que tratar directamente con el
sacerdote que sacrificaba. A cierta hora del día, esta tercera arca se abría,
y la mitad de su contenido se aplicaba a las ofrendas por el pecado y la
otra a los holocaustos. Así que los sacrificios eran provistos o realizados
para un número correspondiente a los que tenían que ser purificados, sin
tener que avergonzar a los pobres o descubrir innecesariamente el carácter
de la impureza, o ser causa de trajín, ruido y molestias. Aunque este modo
de proceder, como es natural, no era obligatorio, sin duda era el que
generalmente se seguía.
«La Sagrada Familia subió al Templo cuando se completaron los días prescritos. La
ceremonia celebrada para la redención de su primogénito, sin duda, era más simple de la
actual. Consistía en la presentación formal del niño al sacerdote, acompañado de dos cortas
‘bendiciones’ –la una para la ley de redención, la otra para el don de un primogénito–
después que el dinero de redención había sido pagado. Este rito tiene que haber sido muy
solemne, por celebrarse en este lugar, y al recordar el significado simbólico como expresión
del derecho de Dios sobre cada familia en Israel».
En esta reconstrucción del Templo vemos la parte oriental donde se encontraba una puerta de
particular interés, la llamada de Nicanor, que presidía el atrio al que podían entrar también las
mujeres.
.
Capítulo 9
(Mateo 2:19–23; Lucas 2:39, 40)
La vida del niño en Nazaret
El Templo de Jerusalén
Fue, según podemos calcular, en la primavera del año 9 d.C. que Jesús
subió a la Fiesta de la Pascua por primera vez, en Jerusalén. Coponius
estaría allí como Procurador; y Anás regía en el Templo como Sumo
Sacerdote cuando Jesús apareció entre los doctores del mismo. Pero los
pensamientos que ocupaban la mente de Cristo estaban muy alejados de la
política. En realidad, durante un breve período hubo calma en el país. No
había nada que provocara la resistencia activa, y el partido de los celotes,
aunque existía y tenía raíces profundas en el corazón del pueblo, de
momento era lo que Josefo llamaba el «partido filosófico»: sus mentes
estaban ocupadas con un ideal que sus manos no estaban preparadas para
transformar en realidad. Así que cuando, según la costumbre antigua (Sal.
42; Is. 30:29), la compañía festiva de Nazaret fue engrosándose con otros
grupos festivos, camino a Jerusalén, cantando los «Salmos de Ascenso»
(AV «Grados»; Sal. 120–134), con acompañamiento de flauta, se
entregaban de modo implícito a los pensamientos espirituales sugeridos
por las palabras de los mismos.
Cuando los pies de los peregrinos entraron por las puertas de Jerusalén,
no tuvieron dificultad en hallar hospitalidad, por llena que estuviera la
9
Ciudad en tales ocasiones –mucho más a causa de la simplicidad extrema
en las necesidades y costumbres orientales, y la abundancia de provisiones
que los muchos sacrificios de la temporada proporcionaba. Pero sobre este
punto también el relato evangélico guarda silencio. Por más que la vista de
Jerusalén tenía que haber parecido gloriosa a un niño que llegaba por
primera vez de una aldea apartada de Galilea, hemos de tener en cuenta
que el que estaba mirando no era un muchacho corriente. Ni quizá hemos
de tener la idea equivocada de que la vista de esta grandeza, como en otra
ocasión (Lc. 19:41) se demostró, despertaría en Él no ya sentimientos de
admiración exclusivamente que podrían asemejarse al orgullo, sino de
tristeza, por más que Él no fuera del todo consciente de su razón profunda.
Pero el pensamiento que embargaría su mente sería el del Templo. Ésta su
primera visita a sus salas parece haber despertado en Él el primer
pensamiento de que aquel Templo era la casa de su Padre, y con él, el
primer impulso consciente de su misión y su ser. Aquí también sería su
significado superior, más bien que la estructura y apariencia del Templo,
lo que absorbería su mente. Y, con todo, había bastante, incluso en lo
último, para avivar su entusiasmo. Cuando el peregrino ascendía el monte,
coronado por este edificio proporcionado de forma simétrica, que podía
abarcar dentro de su gigantesco perímetro no menos de 210.000 personas,
su asombro aumentaría a cada paso. El monte en sí parecía una isla,
irguiéndose abruptamente desde los valles profundos, rodeado por un mar
de murallas, palacios, calles y casas, y coronado por una masa de mármol,
como nieve y oro reluciente, elevándose terraza tras terraza. En conjunto
medía 1.000 pies cada uno de sus cuatro lados, y era cuadrado; para ser
exacto, las medidas eran 927 según los rabinos. En su ángulo noroeste, y
conectado con él, se veía el ceño adusto del Castillo de Antonia, ocupado
por una guarnición romana. En las paredes elevadas se abrían puertas
enormes: la puerta no utilizada (Tedi), al norte; la puerta Susa, al este, que
se abría sobre una carretera con arcos que se dirigía al monte de los
10
Olivos; las dos puertas llamadas «Huldah» (posiblemente «comadreja»),
11
que a través de túneles comunicaban el barrio Ofel con el patio exterior;
y, finalmente, cuatro puertas al oeste.
Dentro de las puertas había alrededor del perímetro dos columnatas
dobles cubiertas, con bancos aquí y allá para los que acudían allí para la
oración o consultas. La más magnífica de ellas era la del sur, o columnata
doble, con un espacio ancho en medio; la más venerable, el antiguo
«Pórtico de Salomón», o columnata del lado este. Al entrar por el puente
de Xystus, y bajo la torre de Juan (Jos. Guerra vi.3.2), se pasaba a lo largo
de la columnata sur (sobre el túnel de las puertas Huldah) a su extremo
oriental, sobre el cual se levantaba otra torre, probablemente el «pináculo»
de la historia de la Tentación. Desde esta altura se veía debajo el barranco
o valle de Cedrón, unos 450 pies más abajo. Desde este alto pináculo el
sacerdote observaba cada mañana y anunciaba los primeros rayos del sol.
Pasando por la columnata oriental, o Pórtico de Salomón, si la descripción
de los rabinos es de confianza, llegaríamos a la Puerta Susa, en la cual
había una representación tallada de esta ciudad, que recordaba la
Dispersión Oriental. Aquí, se dice, se guardaban las medidas legales del
Templo; y aquí también hemos de localizar el primero de los tres
Sanedrines, o inferior, que según la Mishnah (Sanh. xi.2) celebraba sus
reuniones en el Templo; el segundo, o Tribunal de Apelación intermedio,
que estaba localizado en el «Patio de los Sacerdotes» (probablemente
cerca de la Puerta de Nicanor); y el más elevado, que era el Gran Sanedrín,
que había estado durante un tiempo en la «Sala de las piedras talladas»
(Lishkath ha-Gazith).
Pasando más allá de estas columnatas o pórticos, se entraba en el
«Patio de los Gentiles», o lo que los rabinos llamaban «el Monte de la
Casa», que era más ancho en el lado oeste y más estrecho en los lados este,
sur y norte, respectivamente. Éste era llamado el Chol, o lugar «profano»,
al cual tenían acceso los gentiles. Aquí tiene que haber estado localizado
el mercado para la venta de animales sacrificiales, las mesas de los
12
cambistas y los lugares para la venta de artículos necesarios (Jn. 2:14;
Mt. 21:12; Jerus. Chag., p. 78 a; comp. Neh. 13:4ss., etc.).
Avanzando por este patio se llegaba a una pared baja, que llegaba hasta
el techo, y marcaba el espacio más allá del cual ningún gentil ni persona
alguna levíticamente inmunda podía entrar. Había anuncios en forma de
tabletas con inscripciones que lo indicaban. Había trece aberturas que
admitían a la parte interior del patio. Luego catorce peldaños por los que
se subía a la Chel o Terraza, que estaba rodeada por la muralla de los
edificios del Tempo en el sentido más estricto. Un tramo de escaleras
llevaba a las puertas enormes y espléndidas. Las dos del lado oeste parece
que no tenían importancia, por lo que se refería a los que iban a adorar, y
posiblemente estaban destinadas al uso de los obreros o empleados. Al
13
norte y sur había cuatro puertas. Pero la más espléndida era la del este,
llamada «la Hermosa» (Hch. 3:2).
Entrando por esta puerta se llegaba al Patio de las Mujeres, llamado así
porque las mujeres ocupaban en él dos galerías elevadas y separadas que,
sin embargo, sólo llenaban parte del Patio. Había quince escalones que
llevaban al Patio Superior, que estaba rodeado por una muralla y donde
había la famosa Puerta Nicanor, cubierta de bronce de Corinto. Aquí se
colocaban los levitas, que dirigían la parte musical del servicio. En el
Patio de las Mujeres había el Tesoro y las trece «trompas» o arcas
recolectoras, mientras que en las esquinas había cámaras o vestíbulos,
destinados a propósitos diversos. De modo similar, más allá de los quince
escalones había repositorios para los instrumentos musicales. El Patio
Superior estaba dividido en dos partes por una valla –la parte estrecha
formando el Patio de Israel, y la más ancha, el de los Sacerdotes, en el cual
había el gran altar y el lavatorio.
El Santuario en sí estaba en una terraza más elevada que el Patio de los
Sacerdotes. Doce escalones llevaban a su Pórtico, que se extendía más allá
y a cada lado (norte y sur). Aquí, en cámaras separadas, se guardaba todo
lo necesario para el servicio sacrificial. En dos mesas de mármol, cerca de
la entrada, estaban colocados el pan de la proposición viejo que era
sacado, y el nuevo que se entraba. El Pórtico estaba adornado por
presentes votivos y conspicuos; entre ellos había una parra de oro enorme.
Una puerta de dos niveles se abría hacia el Santuario mismo, que se
dividía a su vez en dos partes. El Lugar Santo tenía el Candelabro de oro
(sur), la Mesa de los panes de la proposición (norte) y el altar de incienso,
entre ellos. Un doble velo de tela gruesa y pesada cerraba la entrada al
Lugar Santísimo, que en el segundo Templo estaba vacío; no había en él
nada más que un pedazo de roca, llamada la Ebhen Shethiyah, o Piedra del
Fundamento, que según la tradición cubría la boca del pozo u hoyo, y
sobre la cual se creía estaba fundado el mundo. Pero todo esto aún no da
idea adecuada de la inmensidad de los edificios del Templo. Porque
alrededor del Santuario y de cada uno de los patios había varias cámaras y
cobertizos que servían para propósitos distintos relacionados con los
14
servicios del Templo.
En algunas partes de este Templo, «sentado en medio de los
15
doctores», y escuchándoles y haciéndoles preguntas, podemos ver al niño
Jesús el tercer día y los dos siguientes a la Fiesta en la que había venido a
visitar el Santuario por primera vez. Sólo en los dos primeros días de la
Fiesta de la Pascua era necesaria la asistencia personal en el Templo. Con
el tercer día comenzaban los llamados días de fiesta, en que era legal
regresar a la casa propia (según los rabinos en general; comp. Hoffmann,
Abh. ii d. pent. Gest. pp. 65, 66), una disposición de la que sin duda se
aprovechaban muchos. En realidad, no había nada de especial interés para
detener a los peregrinos. Porque ya se había comido la Pascua, el sacrificio
festivo (o Chagigah) había sido ofrecido y la cebada que acababa de
madurar había sido segada y llevada al Templo, y presentada como el
primer omer de primicias de harina delante del Señor. Por lo que, vista la
disposición rabínica, la expresión en el relato del evangelio referente a los
«padres» de Jesús, «y después de haber acabado los días» (Lc. 2:43), no
tiene por que indicar de modo necesario que José y la madre de Jesús se
16
hubieran quedado en Jerusalén durante toda la semana de la Pascua. Por
otra parte, las circunstancias relacionadas con la presencia de Jesús en el
Templo hacen esta suposición imposible. Porque Jesús no podía haberse
hallado entre los doctores después de terminada la Fiesta. La primera
pregunta aquí se refiere a la localización del Templo donde ocurrió la
escena. En realidad, se ha supuesto de modo general que había una
Sinagoga en el Templo; pero de esto, para decir lo menos, no hay
17
evidencia histórica alguna. Pero, incluso en el caso de que existiera, el
culto y mensajes de la Sinagoga no habrían ofrecido ninguna oportunidad
para hacer preguntas por parte de Jesús, según implica el relato. Todavía
tiene menos base la idea de que había en el Templo algo parecido a una
Beth ha-Midrash, o academia teológica, sin hablar de la circunstancia de
que un niño de doce años en ningún caso habría podido tomar parte en sus
discusiones. Pero había ocasiones en que el Templo pasaba a ser
virtualmente, si no formalmente, una Beth ha-Midrash. Porque leemos en
el Talmud (Sanh. 88 b) que los miembros del Sanedrín del Templo, que en
días ordinarios se sentaban como Tribunal de Apelación, al final del
sacrificio de la mañana o de la noche, en los sábados y días de fiesta
acostumbraban a salir a «la Terraza» del Templo y allí enseñaban. En esta
instrucción popular había gran libertad para hacer preguntas. Fue en esta
audiencia que se sentó en el suelo, rodeado y mezclado con los doctores, y
de ahí que es durante –no después de la Fiesta– que tenemos que buscar al
niño Jesús.
Pero no hemos mostrado todavía que la presencia y preguntas de un
niño de esta edad no tenían por que implicar nada tan extraordinario como
para dar a los doctores u otros en la audiencia la idea de algo sobrenatural.
La tradición judía da otros ejemplos de estudiantes precoces y
extrañamente adelantados. Además, no era necesaria enseñanza teológica
científica para tomar parte en estas discusiones populares. Si podemos
juzgar por los arreglos tardíos, no sólo en Babilonia, sino en Palestina,
había dos clases de conferencias públicas y dos clases de estudiantes. La
primera, o clase más científica, se designaba Kallah (literalmente,
«desposada»), y los que asistían a ella, Beney-Kallah («hijos de la
desposada»). Estas conferencias eran pronunciadas el último mes de
verano (Elul), antes de la Fiesta de Fin de Año, y en el último mes de
invierno (Adar), inmediatamente antes de la Fiesta de la Pascua.
Implicaban una preparación considerable por parte de los rabinos que las
daban, y por lo menos algún conocimiento talmúdico por parte de los
asistentes. Por otra parte, había los llamados estudiantes del Patio
(Chatsatsta, y en Babilonia Tarbitsa), que durante las conferencias estaban
sentados aparte de los estudiantes regulares, separados por una especie de
valla, fuera, como si estuvieran en el Patio, algunos de los cuales parecían
haber sido ignorantes incluso de la Biblia. Las conferencias dirigidas a una
audiencia general así, naturalmente, tenían un carácter muy distinto
(comp. Jer. Ber. iv, p. 7 d, y otros pasajes).
Pero si no había nada extraordinario como para hacer que su presencia
y preguntas parecieran maravillosas, con todo, los que le oyeron,
18 19
«quedaron asombrados» ante su «inteligencia» y sus «respuestas». Es
prácticamente imposible aventurarse a inquirir sobre qué clase de
preguntas les había hecho. Si juzgamos por lo que sabemos de estas
discusiones, inferimos que pueden haber estado relacionadas con las
solemnidades pascuales. Había serias preguntas pascuales que aparecían.
En realidad, el gran Hillel obtuvo su rango como jefe cuando demostró a
los doctores reunidos que la Pascua podía ser ofrecida incluso en el día de
sábado (Jer. Pes. vi. 1: Pes. 66 a). Muchas otras preguntas podían aparecer
sobre el tema de la Pascua. O bien, ¿dirigió el niño Jesús sus preguntas –
como hizo después, en relación con la enseñanza mesiánica (Mt. 22:42–
45)– al significado más profundo de las solemnidades pascuales, tal como
iba a ser desplegado, cuando Él mismo se ofreció, «el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo?».
Hay otras preguntas que casi se imponen, de modo natural, a la mente,
sobre todo ésta: si con ocasión de esta primera visita al Templo la Virgen-
Madre le había contado a su Hijo la historia de su infancia, y de lo que
había sucedido cuando, por primera vez, Él había sido llevado al Templo.
Parece casi que fue así, si podemos juzgar por el contraste entre la queja
de la Virgen-Madre por la búsqueda de su padre y suya, y el que el niño
enfáticamente apelara a los negocios de su Padre. Pero lo más
sorprendente, verdaderamente maravilloso, tiene que haberle parecido a
José, y aun a la madre de Jesús, el que el niño manso y quieto hubiera sido
hallado entre aquella compañía y ocupado en aquello. Tiene que haber sido
algo muy distinto de lo que esperaban por su pasado, pues de otro modo no
habrían dado por descontado, cuando partieron de Jerusalén, que el niño
estaba con otros parientes o conocidos, quizá mezclado con los niños.
Además, de no haber algo muy inesperado, después de haberlo echado de
menos la primera noche de parada –en Siquem– (Jos. Ant. xv.8.5), si
20
siguieron el camino directo por Samaria, o bien en Acraba (según la
Mishnah) (Maas. Sh. v. 2), no le habrían buscado tan ansiosamente por el
camino y en Jerusalén, ni se habrían quedado «asombrados» cuando le
hallaron en la asamblea de los doctores. La respuesta de Jesús al medio
reproche, medio alivio de la exclamación de ellos que le habían buscado
21
«apenados» estos tres días deja bien claras las tres cosas que tenemos
delante. Jesús había estado tan absorbido por el pensamiento que se
despertaba sobre su ser y su misión, cualquiera que fuera la forma en que
esto había ocurrido, que no sólo había descuidado, sino que se había
olvidado de todo lo que le rodeaba. Es más, incluso le parecía imposible
entender cómo podían haberle buscado, y que no supieran dónde se había
detenido. En segundo lugar: podemos atrevernos a decir que Él ahora se
daba cuenta de que ésta era, de modo enfático, la casa de su Padre. Y
tercero: según podemos juzgar, fue entonces y allí que por primera vez
sintió el impulso fuerte e irresistible –la necesidad divina de su ser– de
22
estar ocupado «en los asuntos de su Padre». Todos, cuando nos
despertamos por primera vez a la consciencia espiritual –o, quizá, cuando
por primera vez participamos en la fiesta en la casa del Señor– podemos
aprender –y con su ejemplo debemos aprender– a hacer ésta la hora de la
decisión en que el corazón y la vida sean totalmente consagrados a los
«asuntos» de nuestro Padre. Pero hay mucho más que esto en el
comportamiento de Cristo en esta ocasión. Este olvido de su vida de niño
era un sacrificio, un sacrificio de sí mismo; la absorción total en los
asuntos de su Padre, sin un pensamiento para sí, fuera en la satisfacción de
la curiosidad, la adquisición de conocimiento o la ambición personal: una
consagración de sí mismo a Dios. Era la primera manifestación de su
obediencia pasiva y activa a la voluntad de Dios. Incluso en este estadio,
era la primera irrupción del significado íntimo de su vida: «Mi comida es
hacer la voluntad de aquél que me envió, y terminar su obra». Y, con todo,
este despertar de la consciencia de Cristo en su primera visita al Templo,
aunque pueda haber sido parcial y quizá temporal, parece como el
despertar de la aurora que observaba desde el pináculo del Templo el
sacerdote antes de llamar a sus hermanos que esperaban debajo para
ofrecer el sacrificio temprano.
Por lo que ya hemos aprendido de esta historia, no nos asombramos de
que la respuesta de Jesús produjera en sus padres una nueva sorpresa.
Porque sólo podemos entender lo que percibimos en su totalidad. Pero
aquí, cada nueva manifestación venía como algo separado y nuevo –no
como parte de un conjunto– y, por tanto, como una sorpresa, el importe y
significado de la cual no podían ser entendidos, excepto en su conexión
orgánica y como un todo. Y para el verdadero desarrollo humano del
Hombre-Dios, lo que era un proceso natural era también necesario, tal
como era el mejor modo de aprender para María, y para la recepción
futura de su enseñanza. Estas tres razones subsidiarias una vez más pueden
ser indicadas aquí en la explicación de la aparente ignorancia por parte de
la Virgen-Madre del verdadero carácter de su Hijo: la necesidad de que
una revelación así fuera gradual; el desarrollo necesario de su
propiaconsciencia del hecho; y el que Jesús no podía haber estado
sometido a sus padres, ni haber tenido una crianza verdadera y
propiamente humana si ellos hubieran conocido claramente que Él era el
Hijo esencial de Dios.
El retiro en Nazaret
.
Capítulo 11
(Mateo 3:1–12; Marcos 1:2–28; Lucas 3:1–18)
En el año quince de Tiberio César y bajo el pontificado de Anás y
Caifás
Ésta era, pues, la condición política del país cuando Juan apareció para
predicar el próximo advenimiento de un Reino con el que Israel asociaba
todo lo que era feliz y glorioso, más allá incluso de los sueños del
entusiasta religioso. E igualmente recia era la llamada de ayuda con
referencia a aquellos que detentaban el poder espiritual sobre el pueblo.
Lucas, de modo significativo los une, como la autoridad religiosa más
9
elevada del país, con los nombres de Anás y Caifás. El primero había sido
designado por Quirinius. Después de detentar el pontificado durante nueve
años, fue depuesto, y le sucedieron otros, de los cuales el cuarto fue su
yerno Caifás. El carácter de los Sumos Sacerdotes durante todo este
período es descrito en el Talmud (Pes. 57 a) en palabras terribles. Y
10
aunque no hay evidencia de que «la casa de Anás» fuera culpable de la
indulgencia grosera, la violencia (Jos. Ant., xx.8.8), lujuria y aun pública
indecencia (Yoma 35 b) de algunos de sus sucesores, están incluidos en los
ayes o calamidades pronunciados sobre los líderes corruptos del
sacerdocio, ante quienes se presenta al Santuario como pidiendo que se
alejen de sus sagrados recintos, pues lo contaminan con su presencia (Pes.
u.s.). Es digno de hacer notar que el pecado especial de que se acusa a la
casa de Anás es «bisbisear» o silbar como las víboras, lo cual parece
referirse a la influencia privada sobre los jueces de la administración de
justicia, por la que la moral es corrompida, el juicio pervertido y la
Shekinah se ha apartado de Israel (Tos. Set. xiv). Como ilustración de esto
recordaremos el terror que impidió a algunos sanedristas ponerse al lado
de Jesús (Jn. 7:50–52), y especialmente la violencia que parece haber
decidido la acción final del Sanedrín (Jn. 11:47–50), contra el cual no
solamente hombres como Nicodemo y José de Arimatea, sino incluso un
Gamaliel, se sentían impotentes. Pero aunque la expresión «Sumo
11
Sacerdote» parece, a veces, haber sido usada en unsentido general, como
designando los hijos del Sumo Sacerdote, e incluso los miembros
principales de su familia (Jos. Guerra vi.2.2), sólo podía haber,
naturalmente, un Sumo Sacerdote real. La conjunción de los dos nombres
12
de Anás y Caifás probablemente indica que, aunque Anás había sido
depuesto del pontificado, todavía seguía presidiendo sobre el Sanedrín;
una conclusión no sólo apoyada por Hechos 4:6, en que Anás aparece
como su presidente real, y por los términos en que se habla de Caifás
como meramente «uno de ellos» (Jn. 11:49), sino por la parte que tomó en
la condenación final de Jesús (Jn. 18:13).
Una combinación así de desastres políticos y religiosos, sin duda
constituía un período de extrema necesidad para Israel. Con todo, no se
hizo ningún intento por parte del pueblo para enderezar las cosas por la
fuerza. En estas circunstancias, el clamor de que el Reino del Cielo estaba
entre ellos, y la llamada a que se prepararan para el mismo, tiene que
haber despertado ecos por todo el país, y sobresaltado a los más
descuidados e incrédulos. Fue, de acuerdo con la afirmación exacta de
Lucas, en el año quince del reinado de Tiberio –contando, como hacían los
13
de las provincias, desde su corregencia con Augusto (que había
comenzado dos años antes su reinado a solas), en el año 26 d.C. (779
A.U.C.). Según nuestro anterior cómputo, Jesús tendría entonces treinta
14
años. El escenario en que apareció por primera vez Juan fue «el desierto
de Judea», esto es, el distrito yermo y desolado alrededor de la
15
desembocadura del Jordán. No sabemos si Juan bautizaba en este lugar,
ni tampoco cuánto tiempo siguió allí; pero se nos dice de modo expreso
que su estancia no estaba confinada a aquella localidad (Lc. 3:3). Poco
después lo hallamos en Betábara (Jn. 1:28). La apariencia externa de los
hábitos del Precursor corresponden al carácter y objeto de su misión. Ni su
16
vestido ni su alimento eran los de los esenios; y el primero era, por lo
menos, como el de Elías (2 Reyes 1:8), cuya misión él venía ahora a
«cumplir».
Esto quedaba demostrado por lo que predicaba y por el nuevo rito
simbólico, del cual derivó el nombre de «Bautista». Lo esencial de su
mensaje era el anuncio de la proximidad del «Reino de los cielos», y la
preparación necesaria de sus oyentes para este Reino. Esta preparación se
procuraba, de modo positivo, por medio de la admonición; negativamente,
por advertencias, si bien dirigía a todos a Aquél que venía, en quien este
Reino pasaría a ser, por así decirlo, individualizado. Así eran, desde el
principio, las «buenas nuevas del Reino», ante las cuales todo lo demás en
la predicación de Juan era subsidiario.
Con respecto a este «Reino de los cielos», que era el gran mensaje de
Juan, y la gran obra de Cristo mismo, podemos decir aquí que es todo el
Antiguo Testamento sublimado, y todo el Nuevo Testamento realizado. La
idea del mismo no estaba escondida en el Antiguo, para ser abierta en el
Nuevo Testamento, como ocurrió con el misterio de su realización (Ro.
16:25, 26; Ef. 1:9; Col. 1:26, 27). Pero este gobierno del cielo y Soberanía
de Jehová eran la misma sustancia del Antiguo Testamento; el objeto de la
vocación y misión de Israel; el significado de todas sus ordenanzas, fueran
17 18
civiles o religiosas; la idea subyacente en todas sus instituciones.
Explicaba igualmente la historia del pueblo, y los tratos de Dios con ellos,
y las perspectivas abiertas por los profetas. Sin él, el Antiguo Testamento
no se puede entender; dio perpetuidad a su enseñanza y dignidad a sus
representaciones. Éste constituía al mismo tiempo el contraste real entre
Israel y las naciones de la antigüedad, y el título real de Israel a la
distinción. Así, todo el Antiguo Testamento era la presentación
preparatoria del Reino del cielo y de la Soberanía de su Señor.
Pero preparatorio no sólo en el sentido de tipo, sino también en el
sentido incoativo. Incluso el doble obstáculo –interno y externo– que el
«reino» encontró lo indicaba. El primero apareció por la resistencia de
Israel a su Rey; el segundo, por la oposición de los reinos circundantes de
este mundo. Tan intenso llegó a ser el anhelo a lo largo de los milenios,
que estos obstáculos podían haber sido barridos por el advenimiento del
Mesías prometido, que estableciera de modo permanente (por medio de su
espíritu) la relación recta entre el Rey y su Reino, al traer una justicia
sempiterna, y también derribar las barreras existentes, al llamar los reinos
de este mundo a que fueran el Reino de su Dios. Esto, realmente, sería el
advenimiento del Reino de Dios, tal como había sido la esperanza
19
resplandeciente sostenida por Zacarías (14:9), la gloriosa visión de
20
Daniel (7:13, 14). Este Reino de Dios implicaba especialmente tres
ideas: universalidad, carácter celestial y permanencia. Tan ancho como el
dominio de Dios sería su dominio; santo, como el cielo en contraste con la
tierra, y Dios con el hombre, sería su carácter; y su continuidad perduraría
triunfalmente. Ésta era la enseñanza del Antiguo Testamento y la gran
esperanza de Israel. No se necesita abarcarlo mentalmente, sólo con la
capacidad moral y espiritual se puede ver su grandeza incomparable, en
contraste incluso con las aspiraciones más elevadas del paganismo, y aun
las ideas enjalbegadas de la cultura moderna.
Nuestras investigaciones anteriores demuestran de qué modo tan
imperfecto entendió Israel este Reino. En realidad, los hombres de este
período únicamente poseían el término como si fuera la forma. Lo que
explicaba su significado, lo llenaba y lo cumplía vino una vez más del
cielo. El Rabinismo y el Alejandrismo mantuvieron viva la idea del
mismo; y, a su propia manera, llenaron el alma de su anhelo, tal como el
estado calamitoso de la Iglesia y el Estado llevaban la necesidad del
mismo a cada corazón de manera angustiosa. Como a lo largo de su
historia, la forma era de aquel tiempo; la sustancia y el espíritu eran de
Aquél cuya venida constituyó el advenimiento de este Reino. Quizá lo que
más se acercaba a ello eran las elevadas aspiraciones del partido
nacionalista, solamente que éstos buscaban su realización, no
espiritualmente, sino en lo externo. El que echa mano de la espada,
perecerá por la espada. Y fue a esto probablemente que se referían tanto
Pilato como Jesús en aquella memorable pregunta, «Luego, ¿tú eres rey?»,
a la cual nuestro Señor, desplegando el significado más profundo de su
misión, contestó: «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este
mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado» (Jn.
18:33–37).
Según el modo de ver rabínico del tiempo, los términos «Reino»,
21
«Reino del cielo» y «Reino de Dios» (en el Targum sobre Miqueas 4:7,
«Reino de Jehová») eran equivalentes. De hecho, la palabra «cielo» era
usada con frecuencia en vez de «Dios» con miras a evitar una
22
familiarización indebida del oído con el Nombre sagrado. Esto explica,
probablemente, el hecho del uso exclusivo de la expresión «Reino del
23
cielo» en el Evangelio de San Mateo. Y el término no implicaba un
contraste con la tierra, como la expresión «el Reino de Dios» lo hacía con
este mundo. La presencia mental de su contraste con la tierra o el mundo
era expresada de modo bien claro en los escritos rabínicos (como en
Shebhu. 35 b; Ber. R. 9, ed. Vars., pp. 19 b, 20 a.).
Este «Reino del cielo», o «de Dios», tiene que distinguirse, sin
embargo, de términos como «el Reinado del Mesías» (Malkhutha
dimeshicha, como en el Targum sobre Salmo 14:7, y sobre Isaías 53:10),
«la edad futura (mundo) del Mesías» (Alma deathey dimeshicha, como en
el Targum sobre 1 R. 4:33 [5:13]); «los días del Mesías», «la edad futura»
24
(saeculum futurum, la Athid labho, tanto ésta como la expresión anterior;
p.ej., en Ber. R. 88, ed. Vars., p. 157 a), «el fin de los días» (Targ. Pseudo-
Jon. sobre Éx. 40:9, 11) y «el fin de la extremidad de los días» (Soph
Eqebh Yomaya, Targ. Jer. sobre Gn. 3:15; Jer. y Targ. Pseudo-Jon. sobre
Nm. 24:14). Esto es más importante aún por el hecho de que el «Reino del
cielo» se ha confundido con frecuencia con el período de su manifestación
triunfante en «dos días», o con «el Reinado del Mesías». Entre el
advenimiento y la manifestación final del «Reino», la expectativa judía
25
colocaba un oscurecimiento temporal del Mesías. No su primera
aparición, sino su manifestación triunfante era lo que había de ser
precedida por los llamados «sufrimientos del Mesías» (los Chebhley shel
26
Mashiach), «las tribulaciones de los últimos días».
Un repaso de los muchos pasajes sobre el tema, muestra que en la
mente judía la expresión «Reino del Cielo» se refiere, no ya a un período
en particular, sino al Régimen de Dios en general, como reconocido,
manifestado y hecho perfecto eventualmente. Pero con frecuencia es el
equivalente del reconocimiento personal de Dios: el tomar uno sobre sí
mismo el «yugo» del «Reino», o los mandamientos –lo primero precede y
condiciona lo segundo– (así expresamente en Mechilta, p. 75 a; Yalkut,
vol. ii. p. 14 a, última línea). En consecuencia, la Mishnah (Ber. ii:2) da
esto como la razón por la que en la colección de pasajes de la Escritura
27
que forman la oración llamada «Shema», la confesión (Dt. 6:4, etc.)
precede a la admonición (Dt. 11:13, etc.), porque un hombre toma sobre sí
primero el yugo del Reino del Cielo, y luego el de los mandamientos. Y, en
este sentido, la repetición de esta Shema, como reconocimiento personal
de la Soberanía de Jehová, es en sí, con frecuencia, designada como
28
«tomar sobre sí el Reino del Cielo». De modo similar, ponerse las
filacterias y lavarse las manos son descritos como tomar sobre sí el yugo
29
del Reino de Dios. Para dar otros ejemplos: Israel se dice que tomó sobre
sí el yugo del Reino de Dios en el monte Sinaí (comp. Siphré, p. 142 b,
143 b); los hijos de Jacob en su última entrevista con su padre (Ber. R. 98);
e Isaías en su llamada a la vocación profética (Yalkut, vol. ii. p. 43 a),
donde se hace notar también que esto debe ser hecho de modo voluntario y
con alegría. Por otra parte, los hijos de Elí y los hijos de Acab se dice que
echaron de sí el Reino del cielo (Midr. sobre 1 S. 2:12; Midr. sobre Eccl.
1:18). Así pues, si el reconocimiento del Gobierno de Dios era considerado
en la profesión y en la práctica como el Reino de Dios, su plena
manifestación se esperaba sólo en tiempo del Advenimiento del Mesías.
Así, en el Targum sobre Isaías 40:9, las palabras «¡He aquí tu Dios!» son
parafraseadas: «El Reino de tu Dios es revelado». De una manera similar
(en Yalkut ii. p. 178 a) leemos: «cuando se acerque el tiempo de que el
Reino del Cielo sea manifestado, entonces se cumplirá el que “el Señor
30
será Rey sobre toda la tierra” (Zac. 14:9)». Por otra parte, la incredulidad
de Israel se manifestaría en que rechazarían estas tres cosas: el Reino del
Cielo, el Reino de la casa de David y la edificación del Templo, según la
predicción de Oseas 3:5 (Midr. sobre 1 S. 8:7; comp. también
generalmente Midr. sobre Sal. 147:1). Se sigue que, después del período de
incredulidad, eran esperadas las liberaciones mesiánicas y las bendiciones
de la «Athid Labho», o edad futura. Pero el carácter completo final de todo
aún era adscrito al «Olam Habba», o mundo futuro. Y los escritos
rabínicos frecuentemente indican que hay una distinción entre el tiempo
31
del Mesías y este «mundo venidero».
Cuando pasamos de las ideas judaicas del tiempo a la enseñanza del
Nuevo Testamento, nos damos cuenta de que hay un cambio completo de
espíritu, si bien la forma en que la idea del Reino del Cielo es presentada
es similar en lo esencial. En consecuencia, hemos de descartar la noción
de que la expresión se refiera a la Iglesia, ya a la visible (según el punto de
32
vista catolicorromano) o invisible (según ciertos escritores protestantes).
«El Reino de Dios», o Gobierno real de Dios, es un hecho objetivo. La
Iglesia visible sólo puede ser el intento subjetivo de su realización externa,
de la cual la verdadera contrapartida es la Iglesia invisible. Cuando Cristo
dice (Jn. 3:3) que «el que no nace de nuevo no puede ver el Reino de
Dios», enseña, en oposición a la representación rabínica de cómo se
tomaba «el Reino», que un hombre ni aun puede comprender esta idea
gloriosa del Reino de Dios, y hacerse uno de sus súbditos, mediante una
entrega personal consciente, a menos que nazca primero de arriba. De
modo similar, el significado de la enseñanza ulterior de Cristo sobre el
tema (en Jn. 3:5) parece ser que, a menos que un hombre nazca del agua
33
(profesión, con bautismo como su símbolo) y del Espíritu, no puede
entrar realmente en la comunión de este Reino.
«El escenario en que apareció por primera vez Juan fue ‘el desierto de Judea’, esto es, el
distrito yermo y desolado alrededor de la desembocadura del Jordán. No sabemos si Juan
bautizaba en este lugar, ni tampoco cuánto tiempo siguió allí; pero se nos dice de modo
expreso que su estancia no estaba confinada a aquella localidad (Lc. 3:3). Poco después lo
hallamos en Betábara (Jn. 1:28). La apariencia externa de los hábitos del Precursor
corresponden al carácter y objeto de su misión. Ni su vestido ni su alimento eran los de los
esenios; y el primero era, por lo menos, como el de Elías (2 Reyes 1:8), cuya misión él venía
ahora a ‘cumplir’».
Los desiertos de Palestina no son casi nunca de arena, sino de caliza, guijarros y materiales
salinos. Aquí vemos el desierto de Judea, una de las zonas más atormentadas de la región. El
desierto es la patria de los nómadas, de los ermitaños, el reino de la sed, del hambre y del
miedo. Pero como no es un desierto de arena sino de caliza, se convierte en tierra fértil y
productiva en cuanto que el hombre le lleva agua.
Cuanto más pensamos en ello, mejor podemos comprender por qué esa
«Voz del que clama en el desierto: ¡Arrepentíos!, porque el Reino de los
cielos se ha acercado», despertó ecos por todo el país y trajo extraños
oyentes de toda ciudad, pueblo y aldea. Porque, de una vez, toda distinción
había quedado nivelada. Fariseo y saduceo, publicano descastado y
soldado semipagano, todos se encontraban allí en un terreno común. Su
lazo de unión era la común «esperanza de Israel», la única esperanza que
quedaba: la del «Reino». El largo invierno del desengaño no la había
destruido, ni las tormentas del sufrimiento la habían desarraigado, ni
ninguna planta de crecimiento espurio podía ahogarla, pues sus raíces
estaban hundidas demasiado profundas en el suelo del corazón de Israel.
Este reino había sido la última palabra del Antiguo Testamento.
1
Cuando el israelita reflexivo, fuera oriental u occidental, consideraba que
la parte central de su adoración consistía en sacrificios y recordaba que sus
propias Escrituras habían hablado de ellos en términos que indicaban algo
2
más allá de su ofrecimiento, tiene que haber sentido que «la sangre de los
toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas sobre el
contaminado», sólo podían «santificar para la purificación de la carne»;
que, realmente, todo el cuerpo del ceremonial y ordenanzas rituales «no
podía hacer perfecto al que los ofrecía en cuanto a la conciencia». Eran
solamente «la sombra de las cosas venideras» de un «pacto nuevo y mejor,
3
establecido sobre mejores promesas». El pensamiento respecto al Reino
era diferente. Cada eslabón sucesivo de la cadena de profecía enlazaba a
Israel de nuevo a esta esperanza, y cada uno parecía trabado al otro de
modo más firme. Y cuando la voz de profecía hubocesado, la dulzura de su
melodía todavía tenía al pueblo bajo su hechizo, aun cuando rompieron en
las fantasías disparatadas de la literatura apocalíptica. Con todo, «la raíz
de Isaí», de donde había de brotar este Reino, estaba enterrada
profundamente en el suelo, como los restos de la antigua Jerusalén están
ahora bajo las desolaciones de muchas generaciones. Los egipcios, los
sirios, los griegos y los romanos los habían pisoteado; los macabeos
habían venido y habían desaparecido, pero el reino no estaba en ellos; el
reino herodiano se había levantado y caído; el fariseísmo, con su
erudición, había hecho sombra a los pensamientos del sacerdocio y el
profetismo; pero la esperanza del Reino davídico, de la cual no había
quedado ningún rastro o representante, era todavía más fuerte que nunca.
Tan íntimamente estaba entrelazado con la misma vida de la nación, que,
para todos los israelitas creyentes, esta esperanza ha sido, a lo largo de la
larga noche de las edades, como la lámpara eterna que arde en la oscuridad
de la Sinagoga frente al grueso velo que guarda el Santuario, que retiene y
esconde los preciosos rollos de la Ley y los Profetas.
Esta gran expectación habría creado una tensión extrema durante la
opresión de las circunstancias exteriores, más desoladoras que cualquiera
de las expresadas con anterioridad; presenciado los intentos repetidos de
levantamientos, que sólo podía haber impulsado la desesperación;
presenciado también la última guerra terrible contra Roma, y, a pesar de
los horrores de su fin, la rebelión de Bar-Kokhabh, el falso Mesías. Y
ahora se levantaba de pronto el clamor: «¡El Reino de los cielos se ha
acercado!». Se oía en los yermos de Judea, como a unas horas de distancia
de Jerusalén. No es de extrañar que los fariseos y saduceos acudieran al
4
lugar. No sabemos cuántos fueron para inquirir, cuántos se quedaron para
ser bautizados, o cuántos se marcharon desengañados en sus esperanzas
«del Reino». Pero no verían nada en el mensajero que pudiera haber
contrariado o encandilado sus expectativas. Su llamada no era a la
resistencia armada, sino al arrepentimiento, tal como todos sabían y
sentían que debía preceder al Reino. La esperanza que él presentaba no era
de posesiones terrenales, sino de pureza. No había nada negativo o
controversial en lo que decía; nada que excitara la pasión o el prejuicio. Su
apariencia inspiraría respeto, y su carácter estaba en consonancia con su
5
apariencia. Su vestido no era rico, ni farisaico con el amplio Tsitsith atado
con una faja de muchos colores, o de tipo sacerdotal, sino el vestido raído
del antiguo profeta con su cinto de cuero. Ni su vida regalada, sino un
6
humilde pasar. Y, luego, este hombre era todo un hombre, un hombre de
veras. «No una caña meneada por el viento», sino enhiesta y firme en
sólidas convicciones; ni ambicioso ni buscando medro, sino muy humilde
en su propia estimación, descartando toda pretensión, excepto la del
servicio más humilde, e indicando a otro distinto que había de venir, a
quien ni tan sólo conocía. Por encima de todo había la sinceridad más
profunda, no hacía acepción de persona alguna, y tenía la creencia más
firme en lo que anunciaba. Para él mismo no buscaba nada; para ellos, sólo
tenía un pensamiento que le dominaba: «El Reino se ha acercado, el Rey
viene, ¡preparaos!».
Una absorción tan total en su misión que nos deja en la ignorancia
respecto a los detalles de su actividad posterior, tiene que haber dado
7
fuerza a su mensaje. Y esta voz, que proclama por todas partes el mismo
mensaje, iba subiendo por la ribera del tortuoso Jordán, que hiende la
tierra de promisión. Era probablemente el otoño del año 779 (A.U.C.), que,
8
como podemos notar, era un año sabático. Libres de los negocios y las
tareas agrícolas, las multitudes se agolpaban desde los pueblos y las aldeas
y caseríos, engrosando el número de los que se apresuraban hacia las
riberas del sagrado río. Ahora había llegado a lo que parece fue la parte
9
más alejada hacia el norte de su viaje misionero, Beth-Abara («la casa del
pasaje» o «embarcadero») –y, según la antigua forma, Betania («la casa de
10
embarcar»), uno de los vados mejor conocidos del Jordán en Perea. Aquí
Juan bautizaba (Jn. 1:28). El vado estaba a un poco más de veinte millas
de Nazaret. Pero mucho antes de que Juan hubiera bautizado en este lugar,
tienen que haber llegado noticias de sus palabras y su trabajo incluso al
lugar retirado en que Jesús vivía.
11
Era, según creemos, al principio del invierno del año 780. Jesús había
estado esperando todos estos meses. Aunque no parece que Jesús y Juan se
conocieran el uno al otro –lo cual no es extraño, pues vivían aparte y sus
esferas de actividad eran muy distintas–, cada uno tiene que haber oído y
sabido del otro. Treinta años de silencio debilitan la mayoría de las
impresiones humanas, o, si son profundas, el entusiasmo que las acompaña
se pasa. Sin embargo, cuando los dos se vieron, y quizá tuvieron una breve
conversación, cada uno se comportó en conformidad con su historia
previa. En cuanto a Juan, era la humildad más profunda, reverente, incluso
hasta el borde de entender mal la misión especial y la obra de iniciación y
preparación para el Reino. Había oído de Él antes de oír su voz, y ahora,
cuando le vio, cuando vio su mirada de dignidad sosegada, con la majestad
de la pureza inmaculada del único Hombre no caído y sin pecado, se
olvidó incluso de la orden expresa de Dios, que le había enviado desde su
soledad a predicar y bautizar, y la misma señal que le había sido dada, por
12
la cual debía reconocer al Mesías (Jn. 1:33). Ante aquella presencia sólo
estaba en su mente la idea de que Jesús era más digno, y era él quien debía
recibir de Jesús el bautismo.
Pero Jesús, del mismo modo que no se había apresurado, no podía
entender las cosas mal. Para Él se trataba del «cumplimiento de toda
justicia». Desde las primeras épocas ha sido discutido por qué Jesús fue a
Juan para ser bautizado. Los Evangelios heréticos ponen en boca de la
Virgen-Madre una invitación para que Él vaya al bautismo, y que Jesús
replicó indicando que Él no tenía pecado, excepto en lo que se refiriera a
13
una limitación de conocimiento. En el fondo de las explicaciones
ofrecidas por los escritores modernos hay objeciones. Incluyen una
negativa audaz del hecho del bautismo de Jesús; la sugerencia profana de
colusión entre Juan y Jesús; o suposiciones como la de su pecaminosidad
personal, de su venida como representante de una raza culpable, o como
portador de los pecados de otros, o de actuar en solidaridad con su pueblo;
o bien para separarse de los pecados de Israel; o su entrega personal por
medio de él a la muerte por el hombre; de su propósito de honrar el
bautismo de Juan; o de dar así una prueba de su mesianidad; o de atarse él
mismo a la observancia de la ley; o, en esta manera, comenzar su obra
mesiánica; o de consagrarse solemnemente a ella; o, finalmente, de recibir
14
los calificativos espirituales para la misma. A estas y otras ideas
15
similares hay que añadir la última viñeta de Renan, que presenta una
escena en que Jesús se contenta durante un tiempo con crecer a la sombra
de Juan, y se somete a un rito que era evidentemente reconocido por
tantos. Pero incluso la más reverente de las explicaciones implica una
equivocación doble. Presentan el bautismo de Juan como un bautismo de
arrepentimiento, e implican un motivo ulterior a la venida de Cristo a las
riberas del Jordán. Pero, como ya hemos mostrado, el bautismo de Juan
era en sí mismo sólo una consagración al nuevo Pacto del Reino, y una
iniciación preparatoria al mismo. En cuanto se aplicaba a hombres
pecadores por necesidad era un «bautismo de arrepentimiento»; pero no
cuando se aplicaba a Jesús, que no tenía pecado. Si de modo primario
hubiera sido un «bautismo de arrepentimiento», Él no se habría sometido
al mismo.
«Pero el primer paso para todo ello fue que bajara voluntariamente al Jordán y, en ello, el
cumplimiento de toda justicia. Su vida previa había sido la de un israelita ideal perfecto –
creyendo sin preguntar, sumiso–, en preparación para eso que, para sus años treinta, había
visto que era su misión. El Bautismo de Cristo fue el último acto de su vida privada; y, al
salir del agua en oración, sabía cuándo había de comenzar su misión y cómo había de
realizarla».
Mientras su padre se queda al servicio sacerdotal, Juan se marcha al desierto para predicar alli
el bautismo para el perdón de los pecados. Aquí vemos uno de los nacimientos del río Jordán.
Además –y lo más importante–, no hemos de buscar ningún motivo
ulterior en el hecho de que Jesús acudiera para su bautismo. Él no tenía
motivo ulterior de ninguna clase: era un acto de simple y sumisa
obediencia por parte del Perfecto –una obediencia sumisa no tiene motivo
alguno en sí. No hace preguntas ni inquiere razones; no lleva propósito
alguno ulterior. Y, así, era «el cumplimiento de toda justicia». Y estaba en
perfecta armonía con toda su vida previa. Nuestra dificultad aquí se halla,
si somos incrédulos, en pensar simplemente en la Humanidad del Hombre
de Nazaret; y, si somos creyentes, en hacer abstracción de su Divinidad.
Pero hasta aquí, por lo menos, todos hemos de conceder que los
Evangelios le presentan siempre como el Dios-Hombre, en una unión
mística inseparable de las dos naturalezas, y que nos presentan incluso la
idea más misteriosa de su autoexinanición, de su oscurecimiento
voluntario de su Divinidad, como parte de su humillación. Colocándonos
en este punto de vista –que es, en todo caso, el del relato evangélico–,
podemos llegar a un modo más correcto de ver este gran suceso. Parece
como si, en la autoexinanición divina, aparentemente conectada por
necesidad con el desarrollo humano perfecto de Jesús, el motivo de un
nuevo avance en la obra y conciencia mesiánica había de ser siempre
algún suceso exterior correspondiente. El primer suceso de esta clase
había sido su aparición en el Templo. Estas dos cosas, entonces, se
presentaron vívidas delante de Él, no en el sentido humano ordinario, sino
en el mesiánico: que el Templo era la Casa de su Padre, y que el estar
ocupado en esto era la obra de su vida. Luego, Jesús regresó a Nazaret y,
en sumisión voluntaria a sus padres, cumplió toda justicia. Y, todavía más,
cuando creció en años, en sabiduría y en favor con Dios y con los hombres,
este pensamiento –mejor aún, este estado de conciencia– ardía en Él y fue
la fuente más interna y recóndita de su vida. Lo que eran estos asuntos Él
aún no lo sabía y esperaba para poder aprenderlo; el cómo y el cuándo de
la consagración de su vida, Él los había dejado sin hacer preguntas y sin
respuestas, en esta fase en que todavía esperaba. Y en esto también vemos
al Hombre perfecto y sin pecado.
Cuando le llegaron noticias de Juan, del bautismo de Juan en su casa,
no hubo prisa alguna por su parte. Incluso a sabiendas de todo lo que se
refería a la relación de Juan con Él, hubo «en el cumplimiento de toda
justicia» una espera sosegada. La pregunta para Él era, como dijo más
adelante: «El bautismo de Juan, ¿de dónde era?, ¿del cielo o de los
hombres?» (Mt. 21:25). Esta pregunta, una vez contestada, no daría más
dudas ni vacilaciones. No fue por ningún motivo ulterior, ni por razón
alguna distinta del hecho de que era Dios. Fue voluntariamente, porque era
así y porque «le convenía», al hacerlo, «cumplir toda justicia». Hay una
gran diferencia entre el que fuera a aquel Bautismo y el que fuera después
al desierto: en el primer caso, su acto tenía un propósito preconcebido; en
el último no era así, sino que fue «llevado» sin propósito suyo previo para
tal efecto –bajo el poder constreñidor del «Espíritu», sin premeditación y
resolución a ello; sin saber incluso el objeto. En un caso era activo, en el
otro, pasivo; en un caso cumplía toda justicia, en el otro, su justicia era
puesta a prueba. Pero así como cuando, con ocasión de su primera visita al
Templo, este ser consciente del «asunto y propósito de su vida» le vino en
la Casa de su Padre, y maduró lenta y plenamente durante aquellos largos
años de quieta sumisión y sabiduría y gracia crecientes en Nazaret, así
también en su Bautismo, con el descenso acompañante del Espíritu Santo
–el que permaneciera en Él– y el testimonio oído de su Padre, le vino el
conocimiento, y en este conocimiento, y con él (y este punto debe ser
mantenido firmemente), la calificación para ocuparse de los asuntos de la
Casa de su Padre. En aquella hora aprendió el cuándo y, en parte, el cómo
del asunto de su vida; este último había de verse un poco más, y desde otro
aspecto, en el desierto; luego, en su vida, en su sufrimiento y, finalmente,
en su muerte. En el hombre, tanto intelectual como moralmente, siempre
están separados lo subjetivo y lo objetivo; en Dios son uno. Lo que Él es,
esto es lo que quiere. Y en el Hombre-Dios tampoco hemos de separar lo
subjetivo de lo objetivo. El ser consciente del cuándo y el cómo del
negocio de su vida se acompañó por necesidad, cuando oraba, del descenso
y la permanencia en Él del Espíritu Santo, y por la Voz que testificaba
desde el cielo. Su conocimiento interior era una calificación real –el poder
que irrumpía–; y fue acompañado inseparablemente por la calificación
externa, en lo que tuvo lugar en su Bautismo. Pero el primer paso para
todo ello fue que bajara voluntariamente al Jordán y, en ello, el
cumplimiento de toda justicia. Su vida previa había sido la de un israelita
ideal perfecto –creyendo sin preguntar, sumiso–, en preparación para eso
que, para sus años treinta, había visto que era su misión. El Bautismo de
Cristo fue el último acto de su vida privada; y, al salir del agua en oración,
sabía cuándo había de comenzar su misión y cómo había de realizarla.
Este pensamiento sobresaliente, pues, «Debo estar en los asuntos de mi
Padre», que había sido el principio de su vida en Nazaret, había madurado
plenamente cuando se hizo cargo de que el grito «¡El Reino de los cielos
se ha acercado!» era de Dios. La primera gran pregunta había sido
contestada. Los asuntos de su Padre eran el Reino de los cielos. Solamente
le quedaba «el estar en ellos», y con esta decisión fue a someterse al rito
iniciatorio del Bautismo. Tenemos evidencia clara, según entendemos –
aun cuando no fuera por otras cosas necesario suponerlo–, que «todo el
pueblo era bautizado» (Lc. 3:21) cuando Jesús fue a Juan. Los dos se
encontraron a solas probablemente por primera vez en la vida. Sobre lo
que pasó entre ellos la Sagrada Escritura ha puesto el velo del silencio
reverente, excepto con respecto al comienzo y al resultado de este
encuentro, que era necesario que nosotros conociéramos. Cuando Jesús fue
allí, Juan no le conocía. Aun cuando le hubiera conocido, esto no era
bastante. Ni el recuerdo de lo que él había oído o de tratos anteriores, ni el
poder sobrecogedor de aquella Pureza inmaculada y Majestad de sumisión
voluntaria eran suficientes. Para un testimonio tan grande como el que
Juan iba a dar, había de darse una demostración visible, allí mismo, desde
el cielo. No que Dios enviara a la Paloma-Espíritu, o el cielo pronunciara
su voz con el propósito de dar esta señal a Juan. Estas manifestaciones
eran necesarias en sí mismas y, podemos decir, habrían tenido lugar al
margen del Bautista. Pero si bien eran necesarias en sí mismas, habían de
ser también una señal para Juan. Y esto, quizá, puede explicar por qué un
Evangelio (el de Juan) parece describir la escena tal como se desarrolló
delante del Bautista, mientras que los otros (Mateo y Marcos) la cuentan
16
como si solamente fuera visible para Jesús. El uno hace referencia al
«testimonio del hecho», los otros al hecho más profundo y necesario que
subraya el «testimonio». Y, más allá de esto, puede ayudarnos a percibir
por lo menos un aspecto de lo que para el hombre es milagroso como algo
intrínsecamente necesario, con una manifestación casual y secundaria al
hombre.
Podemos comprender que lo que él sabía de Jesús, y lo que ahora vio y
oyó, tiene que haber abrumado a Juan con el sentimiento de la dignidad
trascendentalmente más elevada de Cristo, y le llevó a vacilar sobre la
propiedad de administrarle el rito del bautismo a Él, y aun si debía rehusar
17
hacerlo. No porque fuera un «bautismo de arrepentimiento», sino porque
él estaba ante la presencia de Aquél a quien «no era digno de desatar la
correa de su sandalia». Si no se hubiera sentido así no habría sido genuino
psicológicamente; y, si eso no se hubiera escrito, habría habido
dificultades serias para que aceptáramos los hechos. Y, con todo, en su
«tratar de impedírselo», y aun sugiriendo la conveniencia de su propio
bautismo por parte de Jesús, Juan olvidaba su misión y la entendía mal.
Juan mismo no había sido bautizado nunca; él solamente mantenía la
puerta abierta del nuevo Reino; él mismo no entró en él, y el que era
menor en el Reino era mayor que él. Un lugar tan humilde sobre la tierra
parece siempre haberse concertado con la mayor obra para Dios. No
obstante, este malentendido y sugerencia por parte de Juan podría casi
haberse considerado como una tentación para Jesús. No, quizá, la primera,
ni tampoco su primera victoria, puesto que la «pena» de sus padres sobre
la ausencia de Él cuando estaba en el Templo tiene que haber sido para la
sumisión absoluta de Jesús una tentación a desviarse de su camino, aún
más por ser sentida en los años tiernos de su vida y la inexperiencia de una
primera aparición en público. Entonces Él la venció por medio de una
clara conciencia de los asuntos de su vida, que no podían ser contravenidos
por una llamada aparente al deber, por plausible que fuera. Y ahora la
venció al retroceder al principio claro y simple que le había llevado al
Jordán: «Conviene que cumplamos toda la justicia». Así, poniendo a un
lado la objeción del Bautista, sin discusiones, siguió la mano que le
indicaba hacia la puerta abierta del «Reino».
Jesús salió de las aguas bautismales «orando» (Lc. 3:21). Hay una
oración, la única que Jesús enseñó a sus discípulos, que acude a nuestra
18
mente. Aquí tenemos que individualizar y poner énfasis en su aplicación
especial en sus frases iniciales: «Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea tu Nombre. ¡Venga a nosotros tu reino! ¡Sea hecha tu
voluntad en la tierra como en el cielo!». El primer pensamiento y la
primera petición habían sido el resultado consciente de la visita al Templo,
madurado durante los años de Nazaret. Los otros eran ahora la expresión
plena de su sumisión al Bautismo. Conocía su misión; se había consagrado
Él mismo en su Bautismo: «Padre que estás en el cielo, santificado sea tu
nombre». La petición ilimitada de hacer la voluntad de Dios en la tierra,
en la misma forma absoluta que en el cielo, era su propia consagración; la
oración de su Bautismo, como la otra, era su confesión. Y el «santificado
sea tu nombre», la alabanza, el principio de su vida, madurado y
experimental. En qué forma tenía que ser hecha esta voluntad, en conexión
con «el Reino», y cuándo, esto lo había de aprender después de su
Bautismo. Pero es extraño que la petición que siguió a las que habían
estado en los labios de Jesús en aquella hora hubiera de ser el objeto de la
primera tentación o asalto por el enemigo; es extraño también que las
otras dos tentaciones hubieran lanzado la fuerza del asalto sobre las dos
grandes experiencias que había obtenido, y que forman la carga de las
peticiones: «Venga tu Reino. Santificado sea tu Nombre». ¿Era, pues, que
todos los asaltos que Jesús sobrellevó afectaban solamente y ponían a
prueba la realidad de una experiencia pasada y ya realizada, excepto las
últimas en el Huerto y en la Cruz, que eran «sufrimientos» por medio de
los cuales «fue hecho perfecto»?
Pero, como ya hemos visto, este irrumpir interno de la conciencia
mesiánica no podía estar separado de la calificación objetiva para ello y
del testimonio de ello. Cuando la oración de Jesús se elevó hacia el cielo,
su solemne respuesta a la llamada del Reino: «Aquí estoy», «He aquí que
he venido para hacer tu voluntad», vino la respuesta, que en aquel tiempo
fue también la señal predicha al Bautista. Los cielos parecieron abrirse y,
19
en forma corporal, como de paloma, el Espíritu Santo descendió sobre
Jesús y permaneció sobre Él. Era como si, simbólicamente, en las palabras
de Pedro (1 P. 3:21) este bautismo hubiera sido un nuevo diluvio, y Él
quien ahora saliera de él, el Noé –descanso, el que conforta– que tomó en
su arca la paloma con la ramita de olivo, indicativa de una nueva vida.
Aquí, en estas aguas, estaba el Reino, en el cual Jesús había entrado en
cumplimiento de toda justicia; y de ellas salía como el Rey nombrado por
el cielo, calificado por el cielo y proclamado por el cielo. Como tal había
recibido la plenitud del Espíritu para su obra mesiánica –una plenitud
permaneciente en Él–, para que de ella pudiéramos recibir gracia por
gracia. Como tal la voz del cielo lo proclamó, a Él y a Juan: «Tú eres mi
Hijo amado, en quien he puesto mi complacencia». La ratificación de la
gran promesa davídica, el anuncio del cumplimiento de su elemento
20
predictivo en el Salmo 2, fue la solemne declaración de Dios sobre Jesús
como el Mesías, su proclamación pública del mismo y el comienzo de la
obra mesiánica de Jesús. Y así lo entendió el Bautista, cuando «dio
testimonio» de que Él era «el Hijo de Dios» (Jn. 1:34).
Aunque todo esto es inteligible, es ciertamente milagroso; no ya en el
sentido de contravenir las leyes de la naturaleza (por ilógica que sea esta
frase), sino en el sentido de que no tenemos nada análogo en nuestro
conocimiento y experiencia presentes. Pero, ¿no deberíamos haber
esperado que lo supraempírico, lo directamente celestial, estuviera
presente en un acontecimiento así, esto es, si el relato en sí es verdadero, y
Jesús era lo que los Evangelios dicen que era? El rechazar, pues, el relato
porque lo supraempírico lo acompaña, me parece, después de todo, una
triste inversión del razonamiento, un dar por sentado lo que está en
discusión. Pero, para ir un paso más allá: si no hay realidad en el relato,
¿de dónde viene el invento de la leyenda? Ciertamente no tiene base en la
enseñanza contemporánea judaica, e, igualmente cierto, no se le habría
ocurrido a la mentalidad judía. No hay nada en los escritos rabínicos que
nos dé un indicio de un bautismo del Mesías, ni el descenso sobre Él del
Espíritu en forma de paloma. Más bien, estas ideas le parecen, a priori,
repugnantes a la mente judía. Se ha hecho un intento, sin embargo, en la
dirección de identificar dos rasgos de este relato con noticias rabínicas. La
«Voz del cielo» se ha presentado como la Bath-Qol, o «Voz-Hija», de la
cual leemos en los escritos rabínicos, diciendo que lleva el testimonio o
decisión del cielo a dos rabinos perplejos o que perdían una discusión. Y
se ha añadido que, entre los judíos, «la paloma» era considerada como el
emblema del Espíritu. Al tomar nota de estas afirmaciones, permítaseme
algo de calor en el lenguaje.
Con firmeza afirmamos que nadie que haya examinado
21
imparcialmente el asunto puede hallar una analogía real entre la llamada
Bath-Qol y la «Voz del cielo» de la cual da testimonio el Nuevo
Testamento. Por mucho que las opiniones puedan diferir, en algo estamos
todos de acuerdo: la Bath-Qol vino después de que la voz de la profecía y
el Espíritu Santo habían cesado (Jer. Sot. ix. 14; Yoma 9 b; Sot. 33 a, 48 b;
22
Sanh. 11 a), y, por así decirlo, ocuparon su lugar. Pero en el caso del
bautismo de Jesús el descenso del Espíritu Santo fue acompañado de la
voz del cielo. Incluso sobre esta base, pues, no podría haber sido la
rabínica Bath-Qol. Pero, además, esta «Voz-Hija» era considerada más
23
bien como el eco de la Voz de Dios, más que la voz de Dios mismo
(Toseph. Sanh. xi. 1). Las ocasiones en que esta «Voz-Hija» se supone que
ha sido oída son varias, y algunas veces tan sorprendentes, tanto al sentido
común como al moral, que una comparación con los Evangelios está fuera
de consideración. Y aquí también hay que hacer notar que las referencias a
24
esta Bath-Qol aumentan cuanto más nos alejamos de la era de Cristo.
Hemos reservado para el final la consideración de la afirmación de que
entre los judíos el Espíritu Santo era presentado bajo el símbolo de una
paloma. Se admite que no hay apoyo para esta idea en el Antiguo
Testamento ni en los escritos de Filón (Lücke, Evang. Joh., 1, pp. 425,
426), que, en realidad, este simbolismo animal de lo divino es extraño para
el Antiguo Testamento. Pero, a pesar de esto, se apela a los escritos
rabínicos. La sugerencia fue hecha, al parecer, por Wetstein (Nov. Test. 1,
25
p. 268). Se insiste en ello con mucha confianza por parte de Gfrörer y
otros, como evidencia del origen mítico de los Evangelios (Jahrh. des
Heils, vol. 2, p. 433); es repetida por Wünsche y aun reproducida por
escritores que, si hubieran conocido el estado real de las cosas, no habrían
prestado su autoridad a ella. De los dos pasajes con los cuales es apoyada
esta extraña hipótesis, el del Targum sobre Cantares 2:12 se puede
descartar al instante, puesto que su fecha es considerablemente más tardía
que la terminación del Talmud. Queda, pues, solamente el pasaje en el
Talmud (Chag. 15 c), que en general se cita como «El Espíritu de Dios se
movía sobre la superficie de las aguas como una paloma» (Farrar, Life of
Christ, 1, p. 117). Decir que esta cita es incompleta, y que omite la parte
más importante de ella, ya es un cargo muy serio. Porque hecha completa,
se vería mucho más claramente que es inaplicable. El pasaje (Chag. 15 a)
trata de la supuesta distancia entre «las aguas superiores y las inferiores»,
que se dice llega a sólo el grosor de dos o tres dedos. Esto es prueba, por
referencia a Génesis 1:2, de que el Espíritu de Dios se dice que se cernía
sobre la superficie de las aguas, «tal como una paloma incuba sobre sus
pequeños, tocándolos». Se notará que la comparación no es entre el
Espíritu y la paloma, sino entre la proximidad de la paloma incubando
sobre sus pequeños sin tocarlos, y la supuesta proximidad del Espíritu
26
sobre las aguas inferiores sin tocarlas. Pero si aún queda alguna duda,
sería quitada por el hecho de que en un pasaje paralelo (Ber. R. 2) la
expresión usada no es «paloma», sino «este pájaro». Así que basta
respecto a este pasaje mal citado. Pero vamos a ir más adelante, y
afirmaremos que la paloma no era el símbolo del Espíritu Santo, sino de
Israel. Como tal, es tan universalmente adoptada que se ha vuelto casi
histórica (comp. las largas ilustraciones en la Midr. sobre Cnt. 1:15; Sanh.
95 a; Ber. R. 39; Yalk. sobre Sal. 55:7, y otros pasajes). Si se busca, por
tanto, la ilustración rabínica del descenso del Espíritu Santo con la
apariencia visible de una paloma, se hallará en el reconocimiento de Jesús
como el tipo ideal israelita, el representante de su pueblo.
Los detalles prolongados que han sido necesarios para la exposición de
la teoría mítica no habrán sido inútiles si llevan a la mente la convicción
de que esta historia no tiene base en ninguna creencia judía existente. Su
origen, por tanto, no puede ser explicado racionalmente excepto por medio
de la respuesta que dio Jesús: «El bautismo de Juan, ¿de dónde era?, ¿del
cielo o de los hombres?» (Mt. 21:25).
PALESTINA BAJO HERODES EL GRANDE
Bibliografía
Joaquin González Echegaray, Pisando tus umbrales, Jerusalén. Ed.
Verbo Divino, Estella 2004.
——— Arqueología y Evangelios. Ed. Verbo Divino, Estella 1999, 2a
ed.
Thomas A. Idinopulos, Jerusalén. Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile
1995.
J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús. Cristiandad, Madrid 1980.
J. Wilkinson, La Jerusalen que Jesús conoció. Destino, Barcelona
1990.
Capítulo 1 En Jerusalén cuando reinaba Herodes
1. Si descontamos el breve reinado del rey Agripa.
2. Se puede ver que, con la mayoría de los exploradores recientes, localizo el monte de Sión
no en el sitio tradicional, sobre la colina occidental de Jerusalén, sino en la oriental, al sur del
área del Templo.
3. 1 Macc. 1:33 y otros puntos; pero el lugar preciso de este «fuerte» está en disputa.
4. 1 Macc. 12:36; Josefo, Ant. xiii.5.11; comp. con ello xiv.16.2; Guerra vi.7.2; vii.1.1ss.
5. Es muy dudoso si el número de 50 codos (unos 75 pies) que da Josefo a esta roca (Guerra
v.5.8) se aplica a su altura (comp. Speiss, Das Jerus. d. Jos. p. 66).
6. Me permito remitir al lector a la descripción de Jerusalén, y especialmente del Templo, en
mi obra El Templo y sus servicios al tiempo de Jesucristo.
7. El doctor Mühlau, en Riehm Handwörterb, part. viii, p. 682 b, habla de las dimensiones del
antiguo Santuario como un poco mayores que las de una iglesia rural.
8. La antigua Jerusalén se supone que cubría un área doble de la de la ciudad moderna.
Comp. con el doctor Schick en A. M. Luncz, «Jerusalén», para 1882.
9. Aunque Jerusalén cubría sólo unos 300 acres, con todo, debido a lo estrecho de las calles
orientales, podría tener una población mucho mayor que la de cualquier ciudad occidental de la
misma extensión. Además, hemos de recordar que sus límites eclesiásticos se extendían mucho
más allá de la ciudad.
10. Sobre la cuestión de establecer oficialmente el precio del mercado, hay opiniones
divergentes, Baba B. 89 b. Se creía que el precio del mercado debía dejar al productor un
beneficio de una sexta parte del coste (Baba B. 90 a). En general, las leyes sobre estos puntos
forman un tema de estudio interesante. Bloch (Mos. Talm. Polizeir.) sostiene que había dos clases
de alguaciles de mercado. Pero esto no es probado por evidencia suficiente, ni parece que un
arreglo así fuera probable.
11. La tradición exagera su número a 460 (Jer. Kethub. 35 c) o incluso 480 (Jer. Meg. 73 d).
Pero incluso el número mayor mencionado en el texto no debe sorprendernos
(proporcionalmente al tamaño de la ciudad), si recordamos que eran suficientes diez hombres
para formar una Sinagoga, y cuantas Sinagogas –que se pueden llamar privadas– existen al
presente en cada ciudad donde hay una población abundante ortodoxa judía.
12. La ocasión de ella se dice que había sido que los rabinos, como respuesta a una pregunta
de Herodes, citaron Deuteronomio 17:15. De Baba ben Buta mismo se dice que había escapado
de la matanza, ciertamente, pero que le había hecho sacar los ojos.
i
40, = ה8, = 138.
38. El profesor Wünsche (Erlauter. d. Evang. p. 10) propone borrar las palabras «de sus
pecados» como una interpolación no judaica. Como respuesta, basta indicarle los pasajes sobre
este tema que él mismo ha cotejado en una obra previa: Die Leiden des Messias, pp. 63–108. A
éstos sólo añadiré un comentario en la Midrash sobre Cantares 1:14 (ed. Varsovia, p. 11 a y b),
en que la referencia es indudablemente el Mesías (en las palabras del rab. Berakhyah, línea 8
desde el final; y de nuevo en las palabras del rab. Levi, 11 b, línea 5 desde arriba, etc.). La
expresión הבפרse explica allí como que significa «El que hace expiación por los pecados de
Israel», y se añade de modo claro que esta expiación hace referencia a las transgresiones y
maldades de los hijos de Abraham, por los cuales Dios ha provisto a este Hombre como
expiación.
39. «Un buen rey, un año fructífero, un buen sueño».
40. El rabino Zera demuestra esto con una referencia a Proverbios 19:23, en que la palabra
Sabhea (satisfecho) es alterada a Shebba –siendo las dos escritas –שכע, mientras que יליןes
entendida como pasar la noche. Ber. 55 a a 57 b contiene una larga discusión (a veces escabrosa)
sobre sueños, dándoles varias interpretaciones, reglas para evitar las consecuencias de las
pesadillas, etc. El principio fundamental es que «un sueño es conforme a su interpretación» (Ber.
55 b). Estos modos de ver sobre los sueños, sin duda, han sido desde hace mucho tiempo una
creencia popular antes de ser expresados formalmente en el Talmud.
41. La objeción de que el relato del casamiento inmediato de José y María no es compatible
con la designación de María en Lucas 2:5 queda refutada de modo suficiente al considerar que,
en cualquier otro caso, la costumbre judía no le habría permitido a María viajar a Belén en
compañía de José. La expresión usada en Lucas 2:5 tiene que ser leída en conexión con Mateo
1:25.
42. Haupt (Alttestam. Citate in d. vier Evang. pp. 207–215) con razón pone énfasis en las
palabras «todo esto fue hecho». Incluso se extiende su referencia al triple arreglo de la
genealogía de Mateo, implicando el esplendor ascendente de la línea de David, su gloria
meridiana y su declive.
43. El equivalente hebreo correcto de la expresión «para que se cumpliera» ἴνα πληρωθῆ no
es, como Surenhusius (Biblos Katallages, p. 151) y otros dicen: לקייס מה שגחמר, y menos aún
(Wünsche) הרא הוא רכתיכ, sino como traduce el profesor Delitzsch, en su nueva traducción de
Mateo, למלאות את אשר רכריי. La diferencia es importante, y la traducción de Delitzsch queda
completamente establecida por traducciones similares en la Septuaginta de 1 Reyes 2:27 y 2
Crónicas 36:22.
44. Una discusión crítica de Isaías 7:14 no estaría aquí en su lugar; aunque he intentado
expresar mi modo de ver el texto. (El enfoque más parecido al mío es el de Engelhardt en el
Zeitschr. für Luth. Theol. für 1872, Cuad. iv.) La cita de Mateo sigue, apenas sin variación, la
traducción de la Septuaginta. Que ellos hubieran traducido el hebreo עלמהpor παρθεροζ, «una
virgen», es suficiente evidencia de lo admisible de esta traducción. La idea de que el Hijo
prometido iba a ser el de Acaz, o bien el del profeta, no puede resistir la investigación crítica (ver
Haupt., u.s., y Böhl, Alttest. Citate im N.T., pp. 3–6). Nuestras dificultades de interpretación son
debidas, en gran parte, a lo abrupto del lenguaje profético de Isaías y nuestra ignorancia de las
circunstancias del momento. Steinmeyer argumenta con ingenio contra la teoría mítica, o sea, que
como Isaías 7:14 no era interpretado por la antigua Sinagoga en un sentido mesiánico, el pasaje
no podía haber llevado a la «leyenda» sobre el «Hijo de una Virgen» (Gesch. d. Geb. d. Herrn. p.
95). Añadimos además esta pregunta: ¿De dónde se originó?
45. Probablemente la designación de «silla» o «trono de Elías» aplicada a la silla en que el
padrino, sentado, sostenía al hijo, y ciertamente la invocación a Elías, son de fecha posterior. En
realidad, la institución de los padrinos es en sí de origen tardío. ¡Es curioso que el Concilio de
Terracina, en 1330, tuviera que prohibir a los cristianos que actuaran como padrinos en la
circuncisión! Incluso el gran Buxtorf actuó como padrino en 1619 de un niño judío, y se le
condenó a una multa de 100 florines por el delito. Ver Löw, Lebensalter, p. 86.
46. Según Josefo (Ag. Ap. ii. 26), la circuncisión no iba seguida de una fiesta. Pero, si esto es
verdad, la práctica fue alterada pronto y la fiesta tenía lugar la víspera de la circuncisión (Jer.
Keth. i. 5; B. Kama 80 a; B. Bath. 60 b, etc.). Pero Midrashim más tardíos la hacen llegar a la
historia de Abraham y la fiesta del destete de Isaac, que ellos presentaban como la de la
circuncisión (Pirqé del R. Eliez. 29).
47. Wünsche reitera la objeción sin base del rabino Löw (u.s. p. 96) de que sólo se daba un
nombre de familia en recuerdo del abuelo, padre muerto, o de algún otro miembro de la familia.
Aunque parezca extraño que se haya hecho esta afirmación, más extraño aún es que sea repetida
después de haber sido refutada plenamente por Delitzsch. Ciertamente es contraria a Josefa
(Guerra iv. 3, 9), y a la circunstancia de que tanto el padre como el hermano de Josefa llevaban
el nombre de Matías. Ver también Zunz (Z. Gesch. u. Liter. p. 318).
48. El lector hallará que B. H. Auerbach, Berith Abraham (con una introducción hebrea), es
un tratado interesante sobre el tema. Otra versión más reciente de estas palabras, en Löw, u.s., p.
102.
49. De Lucas 1:62 colegimos que Zacarías era lo que los rabinos entendían por דרש, sordo y
mudo también. En consecuencia, se comunicaban con él por medio de « רמזיסseñales», como
Delitzsch traduce correctamente: ל־אביו
ֶ ויַּ ְר ְמזוּ ֶא.
50. Aunque casi todas las autoridades modernas están contra mí, no puedo persuadirme de
que la expresión (Lc. 1:78) «un amanecer», en nuestras versiones, no sea el equivalente del
hebreo « עמתRetoño». La Septuaginta, en todo caso, traduce עמתen Jeremías 23:5; Ezequiel
16:7; 17:10; Zacarías 3:8; 6:12, por ἀνατολή.
51. La inserción del γάρ me parece críticamente establecida, y da su pleno significado.
כל שאתה מוצא גכורתו של הקכייה אתה מוצא ענוותנותו רכר זח
כתנב בתורה בשנוי בנביאיס ומשולש בכתוכיס
«En cada pasaje de la Escritura en que halles la Majestad de Dios,
encuentras cerca su Condescendencia (Humildad).
Así está escrito en la Ley –Deuteronomio 10:17, seguido por el versículo
18–,
repetido por los Profetas –Isaías 57:15– y reiterado en los Hagiográfos
–Salmos 68:4, seguido por el versículo 5».
(Megill. 31 a)
1
Del Jordán al monte de la Transfiguración
Capítulo 1
(Mateo 4:1–11; Marcos 1:12, 13; Lucas 4:1–13)
La tentación de Jesús
La delegación de Jerusalén
«Aparte de la forma repelente carnal que había tomado, hay algo absolutamente sublime en
la continuidad e intensidad de la expectación judía del Mesías. Había sobrevivido no sólo a
una demora de largos siglos, sino a las persecuciones y dispersiones del pueblo; continuó, a
pesar del desengaño de los Macabeos, bajo el gobierno de un Herodes, la administración de
un sacerdocio corrupto y despreciable y, finalmente, el gobierno de Roma».
Un gobierno romano representado por Pilato y sustentado por las legiones del ejército de Roma.
En esta escultura romanizada de arte etrusco, vemos el gesto de un hombre en actitud de orante
con el brazo alzado. Gesto común entre los políticos romanos.
Pero hay también otro aspecto a esta cuestión. Si bien los fariseos
sostenían así la doctrina de la preordenación absoluta, al mismo tiempo
tenían interés en insistir en la libertad de elección del hombre, su
27
responsabilidad personal y su obligación moral. Aunque cada suceso
dependía de Dios, el que un hombre sirviera a Dios o no era algo que
dependía por completo de él. Como consecuencia lógica de esto, el hado
no tenía influencia por lo que se refería a Israel, ya que todo dependía de
oración, arrepentimiento y buenas obras. En realidad, de no ser así, el
arrepentimiento sobre el cual los fariseos insistían tanto no habría tenido
significado. Además, parece como si se hubiera intentado dar la idea de
que, aunque nuestras acciones malas dependían totalmente de nuestra
elección, si un hombre procuraba enmendar sus caminos recibía ayuda de
Dios (Yoma 38 b). Era realmente verdad que Dios había creado el impulso
malo en nosotros; pero Él nos había dado también el remedio en la Ley
(Bab. B. 16 a). Esto es representado en parábola con la figura de un
hombre sentado en una encrucijada, que advierte a todos los viandantes
que si escogen un camino les va a llevar a un erial lleno de espinos,
mientras que siguiendo el otro, después de algunas dificultades van a
terminar en un camino llano (gozo) (Siphré sobre Dt. 11:26, § 53, ed.
Friedmann, p. 98 a). O, poniéndolo en lenguaje del gran Akiba (Ab. iii.15):
«Todo está previsto; al hombre se le concede libre albedrío; y el mundo es
juzgado en bondad». Con esta simple yuxtaposición de dos proposiciones
igualmente verdaderas, pero imposibles de combinar metafísicamente
como son la mayoría de las cosas en que lo cognoscible empíricamente y
lo incognoscible está unido, nos contentamos con dejar el asunto.
Las otras diferencias entre los fariseos y los saduceos se pueden
resumir fácil y brevemente. Se refieren a cuestiones de ceremonial, ritual
y jurídicas. Con respecto a las primeras, la oposición de los saduceos a los
escrúpulos excesivos de los fariseos sobre la cuestión de las
contaminaciones levíticas llevaba a controversia frecuente. Se mencionan
cuatro puntos en disputa, de los cuales, sin embargo, tres parecen más bien
comentarios irónicos que divergencias serias. Así, los saduceos hacían
burla de sus contrarios por sus muchas lustraciones, incluyendo la del
28
candelabro de oro del Templo. Se mencionan dos ejemplos similares (en
Yad. iv. 6. 7). Con miras a guardarse contra la posibilidad de profanación,
los fariseos declararon que el contacto con algo sagrado «contaminaba»
las manos. Los saduceos, por otra parte, ridiculizaban la idea de que las
Sagradas Escrituras «contaminaran» las manos y que no lo hiciera un libro
29
como Homero. En el mismo espíritu, los saduceos preguntaban a los
fariseos cómo el agua vertida de un vaso limpio a otro contaminado no
perdía su pureza y poder purificador. Si éstas son controversias sin
importancia, en otra cuestión ceremonial había una diferencia real, aunque
su existencia muestra la forma en que el espíritu partidista podía impulsar
a los fariseos. Ninguna ceremonia era guardada con mayor cuidado para
impedir la contaminación que la de la preparación de las cenizas de la
30
becerra roja. Lo que parecen ser las ordenanzas originales (Par. iii.; Tos.
Par. 3), ordenaban que siete días antes de ser quemada la becerra roja, el
sacerdote tenía que ser mantenido en separación en el Templo, rociado con
las cenizas de todas las ofrendas por el pecado, y tenía que evitar el
contacto con sus hermanos sacerdotes con un rigor mayor aún que el del
Sumo Sacerdote, en su preparación para el Día de la Expiación. Los
saduceos insistían en que como «hasta la puesta del sol» era la regla de
toda purificación, el sacerdote debía mantenerse limpio hasta entonces,
antes de quemar la becerra roja. Pero, al parecer, por amor a oponerse y en
contravención a sus propios principios, los fariseos en realidad
«contaminaban» al sacerdote en su camino al lugar donde debía ser
quemada, y luego, inmediatamente, le hacían tomar un baño de
purificación que había sido preparado para demostrar que los saduceos
31
estaban equivocados (Parah iii. 7). En el mismo espíritu, los saduceos
parece que prohibían el uso de algo hecho de animales que habían sido
prohibidos como alimento, o a causa de no haber sido sacrificados
propiamente; mientras que los fariseos lo permitían y, en el caso de los
animales limpios levíticamente que habían muerto o habían sido
desgarrados, incluso sus pieles podían ser usadas para hacer pergamino,
que podía ser empleado para propósitos sagrados (Shabb. 108 a).
Puede parecer que éstas son distinciones triviales, pero eran suficientes
para encender las pasiones. Mayor importancia aún se daba a las
diferencias por cuestiones rituales, aunque la controversia aquí era
puramente teórica. Porque los saduceos, cuando ocupaban cargos, siempre
obraban en conformidad con las prácticas prevalecientes farisaicas. Así,
los saduceos interpretaban Levítico 23:11, 15, 16 con el significado de que
la gavilla (o, mejor aún, el omer) había de ser ofrecida el «día siguiente
después del sábado semanal» –esto es, el domingo en la semana de
Pascua–, lo que habría llevado la fiesta de Pentecostés siempre a un
domingo (vv. 15, 16); en tanto que los fariseos entendían el término
32
«sábado» como el día festivo pascual (Menach. x. 3; 65 a; Chag. ii. 4).
Relacionado con esto estaban las disputas sobre el examen de testigos que
testificaban sobre la aparición de la nueva luna, y a los cuales los fariseos
acusaban de haber sido sobornados por sus contrarios (Rosh haSh. i. 7; ii.
1; Tos. Rosh haSh., ed. Z, i. 15).
La objeción de los saduceos a derramar el agua de la libación sobre el
altar en la Fiesta de los Tabernáculos dio lugar a un motín y represalias
sangrientas en la única ocasión en que parece haberse realizado esta
práctica (Sukk. 48 b; comp. Josefo, Ant. xiii.13.5). De modo similar, los
saduceos objetaban a percutir las ramas de los sauces después de la
procesión, alrededor del altar, en el último día de la Fiesta de los
Tabernáculos, si se trataba de un sábado (Sukk. 43 b, y en el Talm. Jer. y
Tos. Sukk. iii. 1). De nuevo los saduceos querían que el Sumo Sacerdote,
en el Día de la Expiación, encendiera el incienso antes de entrar en el
Lugar Santísimo, mientras los fariseos, después de haber entrado en el
Santuario (Jer. Yoma i. 5; Yoma 19 b; 53 a). Finalmente, los fariseos
insistían en que el coste de los sacrificios diarios debía ser pagado del
tesoro general del Templo, en tanto que los saduceos querían que fuera
pagado con las ofrendas voluntarias. Otras diferencias que no parecen ser
bien establecidas, no tienen por que ser discutidas aquí.
Entre las divergencias sobre cuestiones jurídicas, ya se ha hecho
referencia a lo que respecta al matrimonio con la «desposada», o bien la ya
casada, viuda de un hermano que había muerto sin hijos. Josefo, en
realidad, acusa a los saduceos de crueldad extrema en cuestiones de orden
criminal (sobre todo Ant. xx. 9); pero esto debe referirse a que el ingenio o
puntillosidad de los fariseos daba lugar a que muchos ofensores hallaran
un agujero por donde escaparse. Por otra parte, los principios jurídicos
divergentes de los saduceos, que son atestiguados con autoridad de
33
confianza, parecen estar más de acuerdo con la justicia que los de los
fariseos. Se refieren (aparte del matrimonio levirato ya mencionado)
principalmente a tres puntos. Según los saduceos, el castigo de los falsos
testigos (decretado en Dt. 19:21) sólo debía ser ejecutado si la persona
inocente, condenada bajo su testimonio, había sufrido realmente el
castigo, mientras que los fariseos sostenían que debía ser aplicado en caso
de que la sentencia hubiera sido pronunciada, aunque no se hubiera
ejecutado (Makk. i. 6). También, según la ley judía, la propiedad del padre
era heredada por el hijo, pero no por la hija. De esto los fariseos
argumentaban que si, al tiempo de la muerte del padre, el hijo había
muerto dejando solamente una hija, la nieta (como representante del hijo)
debía ser la heredera, mientras que la hija debía ser excluida. Por otra
parte, los saduceos sostenían que, en este caso, la hija y la nieta debían
recibir partes iguales (Bab. B. 115 b; Tos. Yad. ii. 20). Finalmente, los
saduceos argumentaban que si, según Éxodo 21:28, 29, un hombre era
responsable por el daño causado con su ganado, era igualmente
responsable, si no más, por el daño causado por su esclavo, mientras que
los fariseos rehusaban reconocer responsabilidad alguna en el último caso
(Yad. iv. y Tos. Yad.).
Para poder dar datos completos ha sido necesario entrar en detalles que
no poseen interés general. Sin embargo, a pesar de esto, se verá que con la
excepción de diferencias dogmáticas, la controversia giraba sobre
cuestiones de ley canónica. Josefo nos dice que los fariseos dominaban a
las masas (Ant. xiii.10.6), y especialmente a las mujeres (Ant. xvii.2.4),
mientras que los saduceos eran seguidos sólo por una minoría, si bien ésta
pertenecía a la clase más alta. Los sacerdotes principales en Jerusalén
formaban parte de esta clase más alta de la sociedad, naturalmente; y por
el Nuevo Testamento y por Josefo sabemos que las familias de los Sumos
Sacerdotes pertenecían al partido saduceo (Hch. 5:17; Ant. xx.9.1). Pero no
sería correcto suponer que los saduceos representaban el aspecto civil y
político de la sociedad, y los fariseos el religioso; o que los saduceos eran
el partido sacerdotal, en oposición a los fariseos populares y democráticos.
Es más, los hechos históricos lo niegan. Porque no pocos de los líderes
farisaicos eran realmente sacerdotes (Sheqal. iv. 4; vi. 1; Eduy. viii. 2; Ab.
ii. 8ss.), mientras que las ordenanzas farisaicas hacían más amplio el
reconocimiento de los privilegios y derechos de los sacerdotes. Esto no
habría sido el caso si, como algunos han dicho, saduceos y partido
sacerdotal hubieran sido términos convertibles. Incluso por lo que se
refiere a la delegación al Bautista, de «sacerdotes y levitas» de Jerusalén,
se nos dice de modo expreso que «eran de los fariseos» (Jn. 1:4).
Esta hipótesis atrevida, en realidad parece haber sido inventada por
causa de otra aún menos histórica. La derivación del nombre «saduceo»
siempre ha sido disputada. Según una leyenda judaica del siglo séptimo,
aproximadamente, de nuestra era (en la Ab. del rab. Nat. c. 5), el nombre
34
se deriva de un tal Tsadoq (Zadok), un discípulo de Antígono de Socho,
cuyo principio de no servir a Dios por recompensas había sido interpretado
mal, y gradualmente llevado al Saduceísmo. Pero, aparte de la objeción de
que en este caso el partido debería haber tomado el nombre de Antigonitas,
la historia en sí no recibe apoyo ni de Josefo ni de los escritores judíos
primitivos. En consecuencia, los críticos modernos han adoptado otra
hipótesis, que parece igualmente insostenible. Suponiendo que los
saduceos eran el «partido sacerdotal», se dice que el nombre de la secta se
derivó de Zadok (Tsadoq), el Sumo Sacerdote en el tiempo de Salomón.
Pero las objeciones a esto son insuperables. Sin hablar de la dificultad
lingüística de derivar Tsadduqim (Zaddukim, saduceos) de Tsadoq
(Zadok), ni Josefo ni los rabinos saben nada de una tal conexión entre
Tsadoq y los saduceos, razón por la cual sería difícil de percibir. Por otra
parte, ¿es probable que un partido hubiera ido a buscar su nombre muchos
siglos atrás, cuando no había conexión alguna entre el mismo y sus
principios distintivos? El nombre de un partido se deriva de su fundador o
lugar de origen, o bien de lo que defiende como sus principios distintivos
o prácticas (si lo escogen los que lo forman, que no siempre es así). Los
contrarios podrían modificar el nombre, o darle una designación,
posiblemente detractiva, que expresara su reacción al partido o alguna de
sus peculiaridades. Pero ni una ni otra de estas normas puede explicar el
origen del nombre de saduceos como derivado de Zadok. Finalmente, en el
supuesto mencionado, los saduceos tienen que haber dado el nombre a su
partido, puesto que no podemos imaginar que los fariseos hubieran
relacionado a sus oponentes con el nombre honroso del Sumo Sacerdote
Tsadoq.
Si es altamente improbable que los saduceos, que, naturalmente,
profesaban ser los intérpretes correctos de la Escritura, hubieran escogido
nombre de partido alguno, con el que se habrían marcado como sectarios,
esta derivación del nombre es también contraria a la analogía histórica.
Porque incluso el nombre de fariseos, Perushim, «separados», no fue
tomado por el partido mismo, sino que les fue dado por sus contrarios
35
(Yad. iv. 6ss.). De 1 Macabeos 2:42; 7:13; 2 Macabeos 14:6 se ve que
originalmente habían tomado el nombre sagrado de Chasidim, o «los
piadosos» (Sal. 30:4; 31:23; 37:28). Esto, sin duda, en base a que ellos
eran verdaderamente los que, según las indicaciones de Esdras (6:21; 9:1;
10:11; Neh. 9:2), se habían separado (se habían vuelto nibhdalim) «de la
suciedad de los paganos» (toda contaminación pagana) ejecutando las
36
ordenanzas tradicionales. De hecho, Esdras marcó el comienzo de las
«posteriores», en contradistinción con los «iniciales», o Chasidim
escriturales (Ber. v. 1; comp. con Vayyik. R. 2, ed. Vars., t. 3, p. 5 a). Si
vamos por buen camino al suponer que sus oponentes los llamaron los
Perushim, en lugar de la designación escritural de Nibhdalim, se saca la
inferencia de que, mientras los «fariseos» se arrogarían a sí mismos el
nombre escritural de Chasidim, o de «los píos», sus oponentes contestarían
37
que ellos estaban satisfechos con llamarse Tsaddiqim, o «justos». Así, el
nombre Tsaddiqim pasaría a ser el del partido opuesto a los fariseos, o sea,
el de los saduceos. Hay, ciertamente, una dificultad lingüística en el
cambio de sonido i a u (Tsaddiqim a Tsadduqim), pero ¿no puede haber
ocurrido esto por haberlo usado el pueblo con sorna? Esta manera de dar
38
un apodo a un partido o gobierno no es irracional ni infrecuente. Algún
gracioso puede haber sugerido: Leed, no Tsaddiqim, los «justos», sino
Tsadduqim) de Tsadu, )צרוּ, «desolación», «destrucción». Tanto si esta
sugerencia recibe la aprobación de los críticos como si no, la derivación de
saduceos de Tsaddiqim es ciertamente la que ofrece mayor probabilidad.
La inseguridad respecto al origen del nombre de un partido lleva casi
de modo natural la mención de otro, que, realmente, no podría omitirse en
ninguna descripción de esos tiempos. Pero mientras que los fariseos y
saduceos eran partidos dentro de la Sinagoga, los esenios (Ἐσσηνοί o
Ἐσσαῖοι –este último siempre en Filón), aunque eran sectas judaicas
estrictas, eran separatistas, y tanto en doctrina como en culto y práctica se
hallaban fuera del cuerpo eclesiástico judío. Su número alcanzaba sólo a
unos 4.000 (Filón, Quod omnis probus liber, § 12, ed. Mang. ii. p. 457; Jos.
Ant. xviii.1.5). No son citados en el Nuevo Testamento, y sólo de modo
muy indirecto en los escritos rabínicos. Si es correcta la conclusión
respecto a ellos, que indicaremos luego, apenas podemos extrañarnos de
ello. En realidad, su separación completa de todos aquellos que no
pertenecían a su secta, los terribles juramentos con que se obligaban a
guardar secretas sus doctrinas, y que impedían toda discusión religiosa
libre, así como el carácter de lo que se sabe de sus ideas, explicaría las
39
escasas noticias que tenemos de ellos. Josefo y Filón, que hablan de ellos
con mucha simpatía, sin duda se habían tomado muchas molestias para
averiguar todo lo que pudieron sobre ellos. Josefo parece haber tenido
40
oportunidades especiales para conseguirlo. Con todo, lo secreto de sus
doctrinas nos hace depender de escritores que, al menos uno (Josefo), es
sospechoso de partidismo y exageración. Pero podemos estar seguros de
una cosa: ni Juan el Bautista y su Bautismo, ni la enseñanza del
Cristianismo tuvieron nada que ver con el Esenismo. Sería faltar a la
verdad histórica inferir lo contrario de unos pocos puntos de contacto –
éstos solamente de similaridad, no de identidad–, cuando las diferencias
entre ellos son tan fundamentales. Decir que era esenio uno que, como
Juan, predicaba el arrepentimiento y el Reino de Dios a las multitudes,
bautizaba a los no iniciados y daba testimonio supremo de Alguien como
Jesús, son afirmaciones tan extravagantes como decir que Uno que se
mezclaba con la sociedad y cuya enseñanza, similar a este respecto y en
todas sus tendencias, era tan no-esenia, por no decir anti-esenia, hubiera
derivado parte alguna de su doctrina del Esenismo. Además, cuando
recordamos los puntos de vista de los esenios sobre la purificación, la
observancia del sábado, y su negación de la resurrección, sentimos que,
aunque haya algunos puntos de parecido que el ingenio de los críticos
puede hacer resaltar, la enseñanza del Cristianismo iba en dirección
41
opuesta a la del Esenismo.
No poseemos datos para la historia de los orígenes y desarrollo del
Esenismo. Podemos admitir una cierta conexión entre Fariseísmo y
Esenismo, aunque ha sido muy exagerada por los modernos escritores
judíos. Ambas direcciones se originaron en un deseo por la «pureza»,
aunque parece haber una diferencia fundamental entre ellas, tanto en la
idea de lo que constituye pureza como en los medios de alcanzarla. Para el
fariseo se trataba de pureza levítica y legal, conseguida por una «valla» de
ordenanzas con las que se rodeaban. Para el esenio era la pureza absoluta,
en separación de lo «material», que en sí mismo contaminaba. El fariseo
alcanzaba de esta manera el mérito distintivo de un santo; el esenio
obtenía una comunión más elevada con la pureza «interior», divina, y no
sólo libertad de las influencias degradantes, rebajadoras de la materia, sino
dominio sobre la materia y la naturaleza. Como resultado de su comunión
más alta con lo divino, el adepto poseía el poder de la predicción; como
resultado de su libertad de la materia y dominio de la misma, el poder de
las curas milagrosas. Sus purificaciones, observancia estricta del sábado y
otras prácticas, formaban puntos de contacto con los fariseos, como es
natural; y un poco de reflexión mostrará que estas observancias, de modo
natural, serían adoptadas por los esenios, pues quedaban dentro de las
líneas del Judaísmo aunque separadas de su cuerpo eclesiástico. Por otra
parte, su tendencia fundamental era muy distinta de la de los fariseos, y
fuertemente teñida de elementos orientales (pársicos). Después de esto, el
inquirir la fecha precisa de su origen, y si el Esenismo era un brote de los
Chasidim o Asideos (antiguos) originales, parece innecesario.
Ciertamente, hallamos su primera mención hacia el año 150 a.C. (Jos. Ant.
xiii.5.9), y encontramos el primer esenio en el reino de Aristóbulo I (105–
104 a.C.; Ant. xiii.11.2; Guerra i.3.5).
Los cuarenta días que habían pasado desde que Jesús había ido a él,
tienen que haber sido para el Bautista un período de avivamiento del alma,
de desarrollo para su entendimiento y de decisión sazonada. Vemos esto en
su testimonio más enfático de Cristo; en su más plena comprensión de
aquellas profecías que habían formado la garantía y sustancia de su
Misión; pero especialmente en la negación propia más completa, que le
había llevado a tomar una posición más humilde aún, y de buena gana
reconocer que su tarea de mensajero llegaba a su fin, y que lo que restaba
tenía que ser para indicar, a los suyos más cercanos y a aquellos que
habían bebido más profundamente de su espíritu, a Aquél que había
llegado. Y ¿cómo podía ser de otro modo? En su primer encuentro con
Jesús junto al Jordán, había sentido la aparente incongruencia de bautizar a
uno de quien era él que tenía necesidad de ser bautizado. Con todo, esto
quizá más porque él se había mirado a sí mismo a la luz del resplandor de
Cristo que por haber mirado a Cristo mismo. Lo que Juan necesitaba no
era ser bautizado, sino aprender que le correspondía a Cristo cumplir toda
justicia. Ésta fue la primera lección. La siguiente, y que completaba la
anterior, vino cuando después del Bautismo los cielos se abrieron,
descendió el Espíritu y la Voz divina del testimonio indicó y explicó la
señal prometida (Jn. 1:33). Le dijo que la obra que él había empezado en
obediencia de fe había alcanzado la realidad del cumplimiento. La primera
era una lección sobre el Reino; la segunda, sobre el Rey. Y entonces Jesús
le dejó, y fue llevado por el Espíritu al desierto.
¡Habían pasado cuarenta días, desde entonces, con estos sucesos, la
visión, las palabras siempre presentes en su mente! Tuvo que ser un
impulso poderosísimo; es más, una llamada directa desde arriba, lo que
primero llevó a Juan desde la preparación de su vida de comunión solitaria
con Dios a la tarea de preparar a Israel para aquello que él sabía estaba
preparándose para ellos. Él había entrado en la tarea, no sólo sin hacerse
ilusiones, sino con un olvido tan completo de sí mismo que sólo podía ser
obrado por la más profunda convicción de la realidad de lo que anunciaba.
Conocía a aquellos a quienes tenía que hablar: los intereses dominantes, el
embotamiento espiritual, los pecados de la multitud; la hipocresía, la
irrealidad, la impenitencia interna de sus líderes espirituales; lo torcido de
su dirección; lo vacío y engañoso de su confianza como descendientes de
Abraham. Veía bien claro cuál era su carácter real, y sabía cuál era el fin
de todo ello: que el hacha estaba puesta al tronco del árbol infecundo, y
que el terrible bieldo aventaría el tamo separándolo del trigo. Y, con todo,
predicaba y bautizaba porque en lo profundo de su corazón tenía la
convicción de que había un Reino que se iba acercando y un Rey que
venía. Cuando juntamos los elementos de esta convicción, los hallamos
principalmente en el libro de Isaías. Sus palabras e imágenes, y
especialmente la carga de su mensaje, habían sido sacadas de estas
1
profecías. En realidad, su mente parece saturada de ellas; tienen que haber
formado su propia formación religiosa; y eran la preparación para su obra.
Esta colección de los rayos de luz y gloria del Antiguo Testamento en el
crisol de la profecía evangélica había prendido fuego en su alma. No es de
extrañar que, retrayéndose igualmente del externalismo de los fariseos y
del purismo meramente material de los esenios, predicara una doctrina
muy diferente: la del arrepentimiento interior y la renovación de la vida.
Había un cuadro que se reflejaba de modo más brillante en aquellas
páginas de Isaías. Era el del Ungido, Mesías, Cristo, el representante
israelita, el sacerdote, rey y profeta (Is. 9:6ss.; cap. 11; cap. 42; cap.
52:13ss. [3:1ss.]; 61, etc.), en quien la institución y significado
sacramental del Sacerdocio y de los sacrificios hallaba su cumplimiento
(Is. cap. 53). En su anuncio del Reino, en su llamada al arrepentimiento
interior, incluso en su simbólico Bautismo, esta gran personalidad se
hallaba siempre delante de la mente de Juan como una figura que hacía
sombra y dominaba todo el fondo. El cuadro de Isaías del «Rey en su
2
hermosura», la visión de «la tierra dilatada» (Is. 33:17), eran para él una
realidad de la cual el saduceo y el esenio no tenían concepción, y el fariseo
sólo una idea tergiversada. Esto también explica que el mayor nacido de
mujer fuera también el más humilde, el más retirado, el que más se negaba
a sí mismo. En un cuadro como el que cumplía su visión no había lugar
para sí mismo. Junto a una figura así todo lo demás aparecía en su
pequeñez real, y verdaderamente parecía, en el mejor de los casos, como
las sombras proyectadas por su luz. Tanto más la mera sugerencia por
parte de la delegación de Jerusalén, inquiriendo si quizá era el Cristo, tiene
que haberle parecido blasfemia, ante la cual, para protegerse, contestó que
a él apenas le correspondía cumplir el oficio más vil de esclavo. Él no era
Elías. Incluso el hecho de que Jesús, después, en un lenguaje significativo,
indicó la posibilidad de que éste viniera a Israel (Mt. 11:14), demuestra
que él no pretendía serlo (según señala Keim); que ni aun era un profeta.
Él no profesaba tener visiones, revelaciones, mensajes especiales. Todo lo
demás quedaba absorbido en el gran hecho, era solamente la voz de uno
que clamaba: «¡Preparad el camino!». Visto en especial a la luz de
aquellos tiempos de autoglorificación por todas partes, esto no da la
impresión del relato ficticio de una misión ficticia; ni fue talla profesión
de un impostor, un asociado en un complot o un entusiasta. Había una
realidad profunda de convicciones absorbentes que subyacían en una
misión tan abnegada.
Y todo esto tiene que haber madurado durante los cuarenta días de
3
solitud probablemente relativa, sólo aliviada por la presencia de aquellos
«discípulos» que, compartiendo su misma esperanza, se habrían reunido
junto a él. Lo que habían visto y lo que habían oído le devolvían a lo que él
había esperado y creído. No sólo lo habían cumplido, sino que lo habían
transfigurado. No que ello, probablemente, se mantuviera siempre a la
misma altura que había alcanzado. No era en la naturaleza de las cosas que
sucediera así. Con frecuencia, cuando empezamos a subir, obtenemos un
vistazo que después se esconde de nosotros en nuestro laborioso esfuerzo
por ir subiendo, hasta que alcanzamos la cumbre suprema. Mental y
espiritualmente podemos alcanzar casi en seguida resultados, muchas
veces perdidos luego, hasta que de nuevo los aseguramos mediante larga
reflexión, o en el curso de un penoso desarrollo. Esto, en cierta medida
explica la plenitud del testimonio de Juan sobre el Cristo como «el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo», en que ya al principio
nos hallamos casi en la meta de la enseñanza del Nuevo Testamento.
Explica también aquella lucha final de dudas y temor, cuando el cansado
luchador se echó en busca de refrigerio y fuerza, a la sombra de esas
profecías que al comienzo le habían llamado a la pelea. Pero durante estos
cuarenta días, y en los primeros encuentros con Jesús que siguieron, todo
se hallaba bañado en la luz matutina de aquella visión celestial, y esta
divina verdad debilitó en él los ecos de todas aquellas profecías que
durante treinta años habían sido cual dulce música para su alma.
Y ahora, al final de aquellos últimos cuarenta días, simultáneamente
4
con la gran tentación final de Jesús, que tiene que haber resumido todo lo
que había precedido en los días previos, vino la hora de la tentación de
5
Juan por la delegación de Jerusalén. Se le acercó con suavidad, como la
brisa fresca que aviva las brasas y hace subir la llama, no como el huracán
asolador que se abatió sobre el Maestro. Para Juan, como para nosotros
ahora, se trataba sólo de comunión de sus sufrimientos, que Juan llevó al
resguardo de la gran Roca contra la cual ya se había amainado su
intensidad. Con todo, era una tentación verdadera en que la provocación
venía en forma de grados sucesivamente inferiores de afirmación personal,
allí donde lo único que cabía era el negarse a sí mismo de modo total.
Cada sugerencia de un papel inferior (como las tentaciones de Cristo)
marcaba una medida incrementada de tentación, ya que se iba acercando
cada vez más a lo humano en su misión. Y la tentación llegó a su colmo
cuando, tras la victoria final, vino el natural desafío a su autoridad por lo
que hacía y decía. Ésta fue la pregunta entre todas las demás, que en todo
momento, desde el comienzo de su misión hasta el momento de su muerte,
tenía que costarle más contestar, puesto que no solamente tocaba su
conciencia, sino la misma base de su misión; es más, su vida. Que era la
mayor tentación lo evidencia el que, en la hora de su mayor soledad y
depresión, formó la lucha final de Juan en la que se detuvo por un tiempo,
como Jacob en su lucha con el ángel, aunque, como él, Juan tampoco falló.
Porque ¿cuál era el significado de esta pregunta que los discípulos de Juan
hicieron a Jesús: «Eres tú aquél que había de venir, o esperaremos a otro»,
sino la de su propia garantía y autoridad por lo que había dicho y hecho?
Como en la primera ocasión de su prueba en Betábara, venció. En la
primera tentación, por la humildad de su sinceridad intensa; en la segunda,
por la absoluta simplicidad de su propia convicción experimental; la
primera por lo que había visto; la segunda, por lo que había oído referente
al Cristo en las riberas del Jordán. Y así, aunque quizá «de lejos», tiene
que ser para nosotros en tentaciones semejantes.
No obstante, a nuestro modo de ver y no imputando sin necesidad
malicia premeditada a la delegación farisaica, sus preguntas parecían
naturales. Después de su negativa previa de que era el Mesías, hecha al
principio de su predicación (Lc. 3:15), de lo cual en Jerusalén debían tener
conocimiento, la sugerencia de su mesianidad –no hecha de modo expreso
pero suficientemente implicada para recibir la negativa más enérgica
6
según muestra el lenguaje usado por Juan–, sólo podía tratarse ahora de
una tentativa. El mismo resultado obtuvieron con la pregunta de si era
«Elías». No obstante, teniendo en cuenta lo que sabemos sobre las
expectativas judías acerca de Elías y que su apariencia era siempre
7
fácilmente reconocida, esto también es poco probable que fuera dicho de
modo literal, sino más bien como base para seguir preguntando sobre el
objetivo y garantía de su misión. De ahí que el que Juan negara estas
pretensiones no es aclarado satisfactoriamente por las explicaciones
comunes de que negó que era Elías en el sentido de no ser lo que los judíos
esperaban como Precursor del Mesías: el Elías real, idéntico al de los días
de Acab; o bien, el que negara serlo en el sentido de las esperanzas
peculiares judaicas adheridas a su reaparición en los «últimos días». Era
verdadero, ciertamente, que como fue predicho en el anuncio angélico (Lc.
1:17) él había sido enviado «en el espíritu y poder de Elías», esto es, con
el mismo objetivo y las mismas cualificaciones. De modo similar, es
verdad que en su triste mirada retrospectiva al resultado de la misión de
Juan, y la perspectiva de su propio fin, el Salvador dijo de él: «Elías en
verdad vino», pero «no le reconocieron, sino que hicieron con él todo lo
que quisieron» (Mr. 9:13; Mt. 17:12). Pero de este mismo reconocimiento
y aceptación por parte de los judíos dependía el que él fuera Elías para
ellos, que «volviera los corazones de los padres a los hijos, y a los
desobedientes a la sensatez de los justos», y así «restaurara todas las
cosas». Entre el Elías del reino de Acab y el de los tiempos mesiánicos se
hallaba el abismo de una dispensación completamente distinta. El
«espíritu y poder de Elías podía restaurar todas las cosas» porque era la
dispensación del Antiguo Testamento, en la cual el resultado era exterior y
por medios externos. Pero «el espíritu y poder» del Elías del Nuevo
Testamento, que tenía que realizar la restauración interior por medio de la
aceptación penitente del Reino de Dios en su realidad, sólo podía realizar
este objetivo si «ellos lo recibían» –si «ellos le reconocían». Y según su
modo de ver y mirando alrededor y hacia adelante, lo mismo en la realidad
última, aunque lo era en lo divino, él no era realmente el Elías para Israel
–y éste es el significado de las palabras de Jesús: «Y si queréis recibirlo, él
es Elías, el que había de venir» (Mt. 11:14).
Más natural todavía parece la tercera pregunta de los fariseos –en
realidad, casi verdadera– sobre el Bautista: «¿Eres tú el profeta?». La
referencia, aquí, es indudablemente a Deuteronomio 18:15, 18. No que se
esperara la reaparición de Moisés el legislador. Pero como la predicción
del capítulo 18 del Deuteronomio, especialmente cuando era tomada en
conexión con la promesa (Jer. 30:31ss.) de un «nuevo pacto» con «una
nueva ley» escrita en los corazones del pueblo, implicaba un cambio a este
respecto, era natural que hubiera sido esperado en los días mesiánicos,
8
mediante la intervención de «este profeta». Incluso las diversas opiniones
mencionadas en la Mishnah (Eduy. viii. 7) acerca de cuáles habían de ser
las funciones reformadoras y legislativas de Elías demuestran que estas
expectativas estaban relacionadas con el Precursor del Mesías.
Pero al margen de cuáles hubieran sido las ideas de la embajada judía
9
sobre la abrogación, renovación y cambio de la Ley en los tiempos
mesiánicos, el Bautista rechazó la sugerencia de que él era «el profeta»
con la misma energía con que había rechazado el ser Cristo o Elías. Y tal
como notamos –como resultado de aquellos cuarenta días de
comunicación– una humildad y abnegación más profundas por parte del
Bautista, también nos damos cuenta de una intensidad y derechura
aumentada en el testimonio que da ahora de Cristo ante los emisarios de
Jerusalén (Jn. 1:22–28): «Es una voz a la que hay que escuchar, no hacer
preguntas»; y es claro e indudable que lo que dice es: «El que ha de venir,
10
ha llegado».
La recompensa por haber vencido la tentación –aunque con ello vino la
preparación para un conflicto mucho más arduo (y las dos cosas suelen ir
juntas)– la tuvo allí mismo. Después de su pugna victoriosa con el Diablo,
los ángeles vinieron para ministrar a Jesús en cuerpo y alma. Pero hubo
algo mejor para el fiel testigo Juan que una visión de ángeles como
refrigerio. En el mismo día de la tentación del Bautista, Jesús había
abandonado el desierto. Al día siguiente, Juan vio a Jesús que se dirigía
hacia él, y dijo: «¡He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo!». No podemos dudar que la idea presente aquí en la mente de Juan
era la descripción del «Siervo de Jehová» (Is. 52:13), presentada en Isaías
53. Si en todo momento el Bautista había estado lleno de pensamientos
sobre el Reino de Isaías, sin duda en los cuarenta días después de haber
visto al Rey tiene que haber amanecido una nueva «aurora» sobre ellos (Is.
8:20), y el halo de su gloria resplandeció sobre la tan recordada profecía.
Siempre ha sido entendida mesiánicamente (Is. 52:13–53:12); formaba el
fundamento del pensamiento mesiánico de los escritores del Nuevo
Testamento (comp. Mt. 8:17; Lc. 22:37; Hch. 8:32; 1 P. 2:22), y la
Sinagoga lo leía de la misma manera, hasta que las necesidades de la
controversia desviaron su aplicación, no ya de los tiempos, pero sí de la
11
Persona del Mesías. Pero podemos entender cómo en aquellos cuarenta
días esta suprema cumbre de la concepción mesiánica de Isaías era la que
se destacaba ante su vista. Y lo que él creía, esto es lo que dijo cuando
inesperadamente vio a Jesús.
Sin embargo, aun considerando sus palabras como una apelación a la
profecía de Isaías, no debemos excluir otras dos referencias de ellas: la del
Cordero pascual, y la del sacrificio diario. Éstas son, si no directas, al
menos implicadas. Porque el Cordero pascual, en un sentido, era la base de
todos los sacrificios del Antiguo Testamento, no sólo por su importancia
12
salvadora para Israel, sino como lo que realmente los hacía «la Iglesia» y
pueblo de Dios. De ahí que la institución del Cordero pascual, por así
decirlo, era ampliada y aplicada en el sacrificio diario de un cordero, en el
cual se mostraba esta doble idea de la redención y la comunión.
Finalmente, la profecía de Isaías 53 era la realización completa de estas
dos ideas en el Mesías. Y el Cordero pascual, con el sacrificio diario que
lo completaba, no podía ser entendido sin esta profecía de Isaías; y esta
profecía no podía ser debidamente entendida sin referencia a estos dos
grandes tipos. Y aquí es de gran significación un comentario judío con
respecto al sacrificio diario (no indicado previamente) que procede del
mismo tiempo de Jesús. Este pasaje parece casi una interpretación
cristiana del sacrificio. Explica la forma en que los sacrificios de la
mañana y de la tarde tenían por objeto expiar, el uno los pecados de la
noche, el otro, los del día, a fin de dejar a Israel siempre sin culpa delante
de Dios; y de modo expreso los adscribe a la eficacia de un Paracleto –
13
ésta es la palabra usada. Sin seguir más allá este comentario rabínico que
extiende su mirada sobre los sacrificios hasta el Cordero pascual y, más
allá del mismo, al ofrecimiento de Isaac por parte de Abraham, que en el
modo de ver rabínico era el substrato de todos los sacrificios (en i. p. 249),
volvemos a su enseñanza sobre el cordero del sacrificio diario. Aquí
tenemos la afirmación expresa de que tanto la escuela de Shammai como
la de Hillel –esta última de modo más pleno– insisten en la importancia
simbólica de este sacrificio con referencia al perdón de los pecados.
Kebhasim (la palabra hebrea para «corderos»), explicaba la escuela de
Shammai, «porque, según Miqueas 7:19, suprimen nuestras iniquidades (la
14
palabra hebrea Kabhash significa el que suprime)». Todavía más fuerte
es la afirmación de la escuela de Hillel, en el sentido de que los corderos
sacrificiales fueron denominados Kebhasim (de kabhas, «lavan») «porque
ellos lavan los pecados de Israel» (y esto con especial referencia a Is.
1:18). La cita que hemos hecho gana interés adicional por la circunstancia
de que ocurre en una «meditación» (si podemos llamarla así) para la
«nueva luna del mes de la Pascua» (Nisán). En vista de un testimonio tan
claro del tiempo de Cristo, sería mejor que se expresaran con más cuidado
los que afirman que los sacrificios no tienen nada que ver con el perdón de
los pecados, del mismo modo que, en vista de la aplicación que hacen el
Bautista y otros escritores del Nuevo Testamento, parece necesaria más
modestia en la exégesis por parte de los que niegan las referencias
mesiánicas en Isaías.
Si se necesitaran más pruebas de que cuando Juan señalaba a los allí
presentes la figura de Jesús que andaba hacia ellos, con las palabras: «He
aquí el Cordero de Dios», significaba más que mansedumbre y humildad,
proporcionaría la explicación «que quita el pecado del mundo».
Preferimos la traducción «quita» a «lleva», porque éste es el sentido en
que usa la Septuaginta de modo uniforme el término griego. Naturalmente,
tal como lo vemos, quitar presupone llevar sobre sí mismo el pecado del
mundo. Pero no es necesario suponer que el Bautista entendiera
claramente la manera en que nuestro Salvador lo realizaría, algo que
mucho más adelante, y sólo con resistencia por su parte, entendieron los
15
seguidores del Cordero. Que el Bautista entendía la aplicación del
ministerio de Jesús para todo el mundo es lo único que podemos esperar
de uno que había aprendido de Isaías; y que es cierto, en una forma u otra,
la Sinagoga siempre había creído del Mesías. Lo que era distintivo en las
palabras del Bautista parece ser su idea del pecado como una totalidad,
más bien que pecados: implicando el quitar esta gran barrera que hay entre
Dios y el hombre, y el triunfo en esta gran lucha indicada en Génesis 3:15,
que el Israel según la carne había faltado en percibir. Tampoco hemos de
dejar de notar aquí la evidencia, no adrede, del origen hebraico del cuarto
Evangelio; pues un Evangelio efesio que data de fines del siglo II no
habría colocado en su frontispicio, como el primer testimonio público del
Bautista (si realmente lo hubiera presentado en absoluto), una cita de
Isaías, y menos aún una referencia sacrificial.
Los motivos que habían hecho regresar a Jesús a Betábara tienen que
permanecer en la región indefinida en que los ha dejado la Escritura. Por
lo que sabemos, no hubo ninguna entrevista entre Jesús y el Bautista. Jesús
no tenía que decirle entonces ni después nada nuevo al Bautista; y, con
todo, el día siguiente al día en que Juan había designado ante los presentes
a Jesús de esta manera, Jesús estaba allí, y solamente regresó a Galilea al
día siguiente. Aquí se nos aparece un objeto definido, por lo menos. Esto
no era sólo para llamar a sus primeros discípulos, sino para el necesario
descanso del sábado; porque, en este caso, el relato nos proporciona los
medios para averiguar los días de la semana en que el suceso tuvo lugar.
Solamente hemos de suponer que la boda de Caná de Galilea era la de una
doncella, no la de una viuda. Las grandes festividades que la acompañaron
eran poco probables, según las ideas judaicas, en el caso de una viuda; de
hecho toda la mise en scène de la boda lo hace poco probable. Además, si
hubiera sido la boda de una viuda, esto (como se verá en seguida) habría
implicado que Jesús habría regresado del desierto en sábado, lo cual, como
era el día de reposo judío, no puede haber ocurrido. Una costumbre
uniforme establecía el día de la boda de una doncella en miércoles, y el de
16
una viuda en jueves. Contando hacia atrás, a partir del día de la boda de
Caná, llegamos a los siguientes resultados: la entrevista entre Juan y la
delegación del Sanedrín tuvo lugar un jueves. «El día siguiente», viernes,
Jesús regresó del desierto de la Tentación, y Juan dio su testimonio de Él
como el «Cordero de Dios». El día siguiente, cuando Jesús apareció por
segunda vez a la vista, y cuando los dos primeros discípulos se le unieron,
era sábado, el día de reposo judío. Fue, pues, sólo el día siguiente, o
17
domingo (Jn. 1:43), que Jesús regresó a Galilea, llamando a otros por el
camino. «Y al tercer día hubo unas bodas en Caná de Galilea», esto es, el
18
miércoles.
Si agrupamos en estos días los sucesos registrados en cada uno de
ellos, dan la impresión de intensificarse en significado. El viernes en que
Juan señaló a Jesús como el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo, nos recuerda aquel otro viernes en que se manifestó el impacto
pleno del testimonio. El sábado en que por última vez el Bautista vio y dio
testimonio de Cristo es simbólico, retrospectivamente, de la antigua
dispensación. Parece terminar el ministerio de Juan e inaugurar el de
Jesús; es la despedida, por parte de los discípulos de Juan, de lo viejo en
busca de lo nuevo. Y luego, el primer domingo, el comienzo del ministerio
activo de Cristo, la llamada a los primeros discípulos, el primero de la
predicación de Jesús.
23
Era temprano por la mañana –las diez. Lo que pasó en aquel largo día
de sábado no lo sabemos, excepto por lo que vino a continuación. Del
mismo salieron, no dos aprendices, sino dos maestros, que difundieron lo
que habían visto a sus deudos y queridos. La forma del relato y sus
mismas palabras dan idea de que los dos fueron cada uno en busca de su
hermano, Andrés en busca de Simón Pedro, y Juan, de Jacobo, aunque aquí
también, como al comienzo de su historia, la energía presurosa de los hijos
de Jonás sobrepasó la quieta intensidad de Juan (v. 41): «Este (Andrés)
24
halló primero a su hermano Simón». Pero Andrés y Juan, los dos trajeron
el mismo anuncio, todavía hebreo en su forma, y, con todo, lleno del nuevo
vino, no sólo de convicción, sino de captación gozosa: «Hemos hallado al
25
Mesías». Éste es, pues, el resultado para ellos de aquel día: Él era el
Mesías; y éste era el objetivo que tanto habían anhelado alcanzar: «Le
hemos encontrado». Mucho más allá de lo que habían oído del Bautista; es
más, lo que sólo puede ser llevado al corazón por medio del contacto
personal con Jesús.
Y, con todo, este primer día de su primer descubrimiento maravilloso
no había terminado. Casi parece como si el «Venid y ved» de Jesús fuera
emblemático, no meramente de lo que siguió en su propio ministerio, sino
de la manera en que, en todos los tiempos, recibe respuesta el «¿Qué
buscáis?» del alma. Era inevitable que Andrés le hubiera hablado a Jesús
de su hermano y le hubiera pedido permiso para ir a buscarlo. La mirada
26
penetrante, escrutadora, del Salvador ahora lee en el carácter íntimo de
Pedro su vocación y obra futura: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás
27 28
llamado Cefas (que quiere decir Pedro)».
No hay que pensar, por supuesto, que esto representa todo lo que pasó
entre Jesús y Pedro, como tampoco que la expresión referida fue todo lo
que Andrés y Juan habían dicho de Jesús a sus hermanos. De la entrevista
entre Juan y Jacobo su hermano, el escritor, con su acostumbrada
reticencia, se abstiene de hablar. Pero sabemos el resultado; y,
conociéndolo, podemos imaginarnos lo que pasó en aquel atardecer santo
entre el nuevo Mesías y sus primeros cuatro discípulos: de enseñanza
manifestada por su parte, de satisfacción y paz para el corazón de ellos. No
obstante, sólo eran seguidores, alumnos, no apóstoles todavía, con todo lo
que esto implicaba de renuncia al hogar, familia y otras actividades. Esto,
en el curso del desarrollo apropiado, vino luego en otro período. Tanto su
conocimiento como su fe, al presente, necesitaban, y sólo podían llevar, la
29
llamada de un afecto y adhesión personales.
Era domingo por la mañana, el primero en la obra misionera de Cristo,
el primero de su predicación. Él tenía la intención de regresar a Galilea.
Era apropiado que lo hiciera: por amor a sus nuevos discípulos, por lo que
Él tenía que hacer en Galilea, por amor a sí mismo. Tenían que prepararse
Él y ellos para la primera visita a Jerusalén; y no iría allí hasta el
momento oportuno: la Fiesta de la Pascua. Había probablemente una
distancia de veinte millas de Betábara a Caná. Al mismo tiempo había que
ganar a otros dos discípulos, esta vez no traídos, sino llamados; dónde y
bajo qué circunstancias, no lo sabemos. Pero la noticia de que Felipe era
de la misma ciudad de Andrés y de Pedro parece implicar que ellos habían
intervenido. De modo similar colegimos que, después, Felipe estaba algo
más adelante que el resto cuando encontró a su conocido Natanael, y
entabló conversación con él cuando Jesús y los otros se acercaban. Pero
aquí hemos también de notar, como otro rasgo de Juan, que él, y su
hermano con él, parece que se mantenían junto a la persona de Cristo, tal
como hizo María después en casa de su hermano. Es este intenso
exclusivismo de su compañía con Jesús lo que capacita su mente para
trazar la pintura más plena del Hombre-Dios, reflejada en su relato.
La llamada a Felipe de los labios del Salvador, aunque no sabemos en
qué circunstancias tuvo lugar, recibió obediencia en una respuesta
inmediata. Con todo, aunque no habría obstáculos especiales que vencer, y
por ello no se requería una narración especial, tiene que haber implicado
mucho para él en lo que aprendió, a juzgar por lo que hizo y lo que dijo a
Natanael. Hay algo especial sobre la captación, hecha por Cristo, de
Natanael –más bien implicado, quizá, que expresado–, y de lo cual dan
indicios significativos las palabras del Señor. Parecen indicar lo que pasó
por su mente poco antes de que Felipe le hallara. Tanto la expresión «un
israelita de verdad, en quien no hay engaño» (v. 47) –si tenemos en cuenta
lo que había dado lugar al cambio del nombre de Jacob en Israel–, como la
referencia evidente a la realización plena de la visión de Jacob en Betel (v.
51), pueden ser una indicación de que esta misma visión había ocupado
sus pensamientos. Tal como la Sinagoga entendía el relato, su aplicación al
estado en que se hallaban entonces Israel y la esperanza mesiánica se
sugeriría de modo natural. Poniendo de lado todas las excentricidades del
pensamiento de la Sinagoga en relación con ello, el poder creciente de los
gentiles concluiría con la preciosa consolación de la seguridad de la
restauración final de Israel, en Jeremías 30:11 (Tanch. sobre el pasaje, ed.
Vars., p. 38 a, b). Natanael (Teodoro, «el don de Dios»), como leemos con
30
frecuencia de los rabinos, se había sentado para oración, meditación y
31
estudio, a la sombra de una higuera, árbol de ramas extensas y frondosas,
común en Palestina. La proximidad de la temporada de la Pascua, quizá
mezclándose con pensamientos relativos al anuncio de Juan hecho en las
riberas del Jordán, es posible que le sugiriera de modo natural la idea de la
gran liberación de Israel en «la edad venidera» (así en Tanch.), más aún,
tal vez, por el penoso contraste con el presente. Algún versículo como el
que en una obra rabínica bien conocida (Pesiqta) pone término a la
meditación para la nueva luna de Nisán, el mes de la Pascua: «Feliz es
aquél que tiene al Dios de Jacob en su ayuda» (Sal. 146:5; Pesiqta, ed.
Buber, p. 62 a), volvería una y otra vez a su mente y le llevaría al
sugestivo símbolo de la visión de Jacob y su realización en la «edad
venidera» (Tanch. u.s.).
Esto, naturalmente, son sólo suposiciones; pero podría muy bien ser
que Felipe le hubiera hallado cuando estaba ocupado en estos
pensamientos. Es posible que el resultado de ellos –y esto en completo
acuerdo con la creencia judaica en aquel tiempo– fuera que todo lo
necesario para hacer llegar esta feliz «edad venidera» era que Jacob
llegara a convertirse de veras en Israel. En este caso, él mismo habría
estado maduro para «el Reino» que se había acercado. Tiene que haber
sido una respuesta sorprendente a sus pensamientos este anuncio hecho
con la frescor de una convicción reciente y gozosa: «Hemos hallado a
aquél de quien escribió Moisés en la Ley, así como los profetas: a Jesús, el
hijo de José, el de Nazaret». Pero la adición de estas últimas palabras debe
32
de haber sido como un mazazo para Natanael. Era algo tan diferente de
todo lo que él había asociado con la gran esperanza de Israel, o con
Nazaret–que estaba cerca de su propia ciudad–, que su exclamación, que
no tiene por que implicar nada despectivo para la aldea que él conocía tan
bien, no sólo parece natural, sino, psicológicamente, profundamente
verdadera. Había sólo una respuesta a ello, la que Felipe hizo, y que Jesús
había dado a Andrés y Juan, y que a partir de entonces ha sido la mejor
respuesta a las preguntas sobre el Cristianismo: «Ven y ve». Y a pesar de
su decepción, tiene que haber un poder tan conmovedor en la respuesta que
el súbito anuncio de Felipe había dado a sus pensamientos no expresados,
que fue con él. Y ahora, como siempre, cuando acudimos en este espíritu,
las evidencias irrefragables se multiplicaron a cada paso. Al acercarse a
Jesús, oyó que Él decía con sus discípulos palabras referentes a él, que le
recordaban realmente lo que había pasado en su alma. Pero ¿podía ser
verdaderamente que Jesús lo supiera todo? La pregunta con que trató de
averiguarlo le trajo tal prueba que Natanael no pudo por menos de
prorrumpir en un reconocimiento pleno e inmediato: «Tú eres el Hijo de
Dios», que has leído mi pensamiento más íntimo; «Tú eres el Rey de
Israel», que cumples mi anhelo y mi esperanza. Y ¿no es siempre así
cuando la fe del corazón brota a los labios, como el agua de la roca
hendida al contacto con la vara del don de Dios? No se necesita un largo
curso de argumentación, ni una cadena de evidencias intrincada, unida
eslabón tras eslabón, cuando los pensamientos más secretos del corazón
son puestos al descubierto, y satisfechos los anhelos más íntimos.
Entonces, en un momento, ya es de día, y la voz del cántico gozoso saluda
su nacimiento.
Y, no obstante, el camino penoso del aprendizaje lento a la convicción
permanente tiene que ser transitado, sea en los sufrimientos del corazón o
la lucha de la mente. Esto es lo que parece implicado en la pregunta, algo
33
triste, del Maestro, pero con todo, a plena vista del triunfo final
(«mayores cosas que éstas verás») y de la verdadera realización en él de
aquel símbolo glorioso de la visión de Jacob (v. 51).
Y así, Natanael, «el don de Dios», o, como le conocemos en la historia
34
posterior, Bartolomé, «el hijo de Telamion», fue añadido a los discípulos.
Éste fue, aquel domingo, el comienzo pequeño de la gran Iglesia Católica;
y éstas las fuentes pequeñas que fueron aumentando su caudal hasta
formar el río poderoso que, en su curso, ha enriquecido y ha fertilizado el
suelo estéril de las alejadas tierras de los gentiles.
Capítulo 4
(Juan 2:1–12)
Las bodas de Caná de Galilea. El milagro que es «una señal»
Jesús y Nicodemo
Pese a ello, Nicodemo se presentó. Si esto es evidencia de una intensa
sinceridad, también lo es del carácter divino de Jesús y de la veracidad del
relato. Y aunque Jesús no se sentía deprimido por la resistencia de las
autoridades, ni por la «fe de leche» de la multitud, tampoco vemos que
estuviera entusiasmado por la posibilidad de hacer un convertido así, un
miembro del gran Sanedrín. No hay entusiasmo, ni deferencia inapropiada,
ni cortesía ansiosa; no hay compromisos, ni intentos de persuadir; ni tan
sólo acomodación. No. Ni, por otra parte, vemos que asuma superioridad,
ironía o dogmatismo. No hay ni siquiera referencia a los milagros, el
poder evidencial de los cuales había obrado en su visitante la convicción
inicial de que Él era un maestro venido de Dios. Todo es sosegado, sincero,
dignificado –se podría decir de modo reverente–, como correspondía al
Hombre-Dios en la humillación de su enseñanza personal. Decir que todo
ello no es judío es una mera banalidad: es divino. Ningún relato fabricado
podría haber inventado una escena así, ni representar así los actores de la
4
misma.
Aunque sea peligroso dar curso a la imaginación, podemos casi
figurarnos la escena. El carácter del informe de lo que pasó produce la
impresión, más aún que ningún otro relato de los Evangelios, de que fue
tomado de notas pergeñadas por uno que estaba presente. Casi podemos
poner en la forma de breves notas, por medio de un titular, lo que cada uno
dijo, de esta manera: «Nicodemo dijo», o «Jesús dijo». Son simplemente
bosquejos de la conversación, que dan, en cada caso, lo realmente esencial
y dejan brechas abruptas en medio, tal como ocurre en notas así. Sin
embargo, son suficientes para decirnos todo lo que es importante que
sepamos. No podemos dudar que fue el narrador, Juan, el testigo que tomó
las notas. Sus propias reflexiones sobre el hecho, o más bien al repensarlo
a la luz de los hechos posteriores, y bajo la enseñanza del Espíritu Santo,
se presentan en los versículos del escritor que siguen a su relato de lo que
había pasado entre Jesús y Nicodemo (Jn. 3:16–21). También termina con
reflexiones similares (vv. 31–36) la conversación de que se informa entre
el Bautista y sus discípulos. En ninguno de los dos casos los versículos a
los que nos referimos son parte de lo que dijeron Jesús o Juan en aquel
momento, sino lo que, en vista de ello, Juan dice en nombre de la Iglesia
5
del Nuevo Testamento y para ella.
Si de Juan 19:27 podemos inferir que Juan tenía «una casa» en la
misma ciudad de Jerusalén, algo que, considerando la simplicidad de la
vida de aquel tiempo y el costo de las casas, no nos obliga a considerar que
fuera rico, la escena que vamos a describir habría tenido lugar bajo el
techo de la casa del que nos da el informe. En todo caso, las circunstancias
de la vida en aquel tiempo son bien conocidas, de modo que no tenemos
dificultad en imaginarnos el ambiente. Era de noche, una de las noches de
aquella semana de Pascua, tan llena de maravillas. Tal vez podríamos
permitirnos suponer que, como ocurre con frecuencia en circunstancias
análogas, el viento primaveral, soplando vivo por las estrechas calles de la
ciudad, había sugerido la comparación hecha por Jesús (Jn. 3:8) tan llena
de profunda enseñanza para Nicodemo. Arriba en la Aliyah, amueblada de
modo austero –la habitación para los invitados sobre el terrado–, la
lámpara estaría ardiendo todavía y el huésped celestial ocupado con sus
pensamientos. No había necesidad de que Nicodemo pasara por dentro de
la casa, porque hay una escalera en el exterior que lleva al aposento alto.
Era de noche, cuando la superstición judaica hacía que los hombres se
quedaran en casa; una noche de primavera, desapacible, subrayada con
ráfagas bruscas, en que habría pocos nocherniegos por las calles; y
ninguno le vería, en aquella hora tardía, cuando subía por los escalones
hacia la Aliyah. Pronto presentó su mensaje: una frase, en que admitía para
Jesús la calidad de Maestro divino, encerraba todas las preguntas que
quería hacer. Es más, con su misma presencia ya las hacía. O, de otro
modo, la respuesta de Jesús las presentaba. En toda la conversación Jesús
no descendió nunca al punto de vista de Nicodemo, sino más bien procuró
6
elevarle al suyo propio. Era sobre el «Reino de Dios», tan estrechamente
unido con este Maestro venido de Dios, que Nicodemo quiere inquirir.
Y, no obstante, aunque Cristo nunca descendió al punto de vista de
Nicodemo, hemos de tener en cuenta cuáles eran sus ideas como judío si
queremos comprender esta entrevista. Jesús le llevó al único punto desde
el cual podía verse el Reino de Dios. «El que no nace de arriba no puede
7
ver el Reino de Dios». Muchos comentaristas han pensado que hay aquí
una alusión al modo de expresión judío con referencia a los prosélitos, que
se consideraban como «nacidos de nuevo». Pero en este caso Nicodemo lo
habría entendido, y contestado de modo diferente, o, mejor, no habría
expresado su incapacidad de entenderlo. Verdaderamente es cierto que un
gentil al hacerse prosélito –aunque no, como se ha sugerido, un penitente
8
ordinario–, era asemejado a un niño acabado de nacer (Yebam. 62 a).
También es verdad que algunas personas en determinadas circunstancias –
el novio en su boda, el Principal de la Academia al recibir su cargo, el rey
en su entronización– son asemejadas a los nacidos de nuevo (Yalk. sobre 1
S. cap. 13). La expresión, pues, no sólo era común, sino, por así decirlo,
flexible; sólo que cuando era usada era entendida propiamente, tanto ella
como lo implicado. En el primer caso era solamente un símil y nunca se le
hizo transmitir la idea de una regeneración real («como un niño»). Por lo
que se refiere a los prosélitos, significaba que, habiendo entrado en una
nueva relación con Dios, también entraban en una nueva relación con el
hombre, tal como si hubieran nacido de nuevo en aquel momento. Todas
las relaciones antiguas habían cesado; padre, hermano, madre, hermana de
un hombre ya no eran sus parientes más próximos: era un hombre nuevo y
diferente. Luego, y en segundo lugar (como en Yalkut), se implicaba un
nuevo estado, cuando todo el pasado de un hombre quedaba atrás, y sus
pecados le eran perdonados como pertenecientes a este pasado. Se puede
percibir ahora lo imposible que era para Nicodemo entender la enseñanza
de Jesús y, con todo, lo importante para él de esta enseñanza. Porque aun
cuando él se hubiera imaginado que Jesús indicaba el arrepentimiento
como lo que le daría el estado figurativo del «nacido de arriba», o incluso
«nacido de nuevo», esto no le habría servido de nada. Porque, primero,
este segundo nacimiento era solamente un símil. Segundo, según el modo
de ver judío, este segundo nacimiento era la consecuencia de haber
tomado sobre sí «el Reino»; no, como Jesús decía, la causa y condición de
ello. El prosélito había tomado sobre sí «el Reino», y por tanto había
«nacido» de nuevo, mientras Jesús decía que tenía que nacer de nuevo a
fin de ver el Reino de Dios. Finalmente, el nacimiento al cual se hacía
referencia era un «nacimiento de arriba». El Judaísmo podía entender una
nueva relación hacia Dios y el hombre, e incluso el perdón de los pecados.
Pero no tenía concepto para una renovación moral, un nacimiento
espiritual, como la condición inicial para la reforma, y mucho menos la de
ver el Reino de Dios. Y fue porque no tenía idea de un «nacimiento de
arriba» así, de su realidad o incluso de su posibilidad, que el Judaísmo no
pudo ver el Reino de Dios.
«El Bautista había señalado el aspecto negativo del arrepentimiento y puesto a un lado lo
viejo por medio de su Bautismo del agua; y por lo que se refería a su aspecto positivo, había
señala, do a Aquél que iba a bautizar con el Espíritu Santo y con fuego. Esta era la puerta del
ser por medio de la cual un hombre tenía que entrar en el Reino, la que era del Mesías,
porque era de Dios y el Mesías era de Dios, y en este sentido ‘el Maestro venido de Dios’; esto
es, habiendo sido enviado por Dios, enseñaba de Dios llevando a Dios. Esto lo habían
percibido sólo unos pocos de los que habían ido al Bautista, o en realidad podían percibirlo,
porque el Bautista sólo podía transmitir el aspecto negativo de ello en su bautismo, no el
positivo».
Aquí vemos una de las representaciones más antiguas del bautismo en el arte cristiano, que se
encuentra en un muro de las catacumbas de San Calixto, en Roma.
.
Capítulo 8
(Juan 4:1–42)
Jesús en el pozo de Sicar
Saber por qué le indicó Jesús que fuera a buscar a su marido ya es otra
pregunta, y mucho más difícil. La objeción de que el hacerlo, sabiendo que
ella no tenía marido, parece impropia de nuestro Señor, puede sin duda ser
contestada por la consideración de que este modo de «poner a prueba» a
aquellos que estaban bajo su enseñanza estaba en conformidad con su
modo de enseñar, y que elevaba por medio de una serie de preguntas
morales (comp. Jn. 6:6). Pero quizá hay una explicación más simple que
da una mejor respuesta. Parece que la respuesta del versículo 15 marca el
límite máximo de la comprensión de la mujer. Apenas podemos formarnos
una noción adecuada de lo estrecho de un horizonte mental como el suyo.
Esto explica también, por lo menos en un aspecto, la razón de que Él le
hablara sobre su propia mesianidad, y la adoración del futuro, en palabras
mucho más patentes que las que usaba con sus propios discípulos. Ella no
podía comprender ninguna de las declaraciones más simples suyas; y no es
extraño suponer que, habiendo llegado al límite superior de lo que ella era
capaz, el Salvador ahora pidiera la presencia del marido, a fin de poder
ampliar su horizonte por medio de la introducción de otro tan cercano a
18
ella. Éste es el modo de ver sustancialmente de algunos Padres. Pero si
Cristo pedía de modo formal la presencia del marido, sin duda no puede
ser irreverente añadir que en aquel momento la relación peculiar entre el
hombre y la mujer no estaba presente en la mente de Jesús. Ni hay nada
extraño en esto tampoco. El hombre era su marido y no lo era. Ni tampoco
podemos estar seguros de que, aunque no casados, la relación implicada
fuera en absoluto contraria a la ley; y en todos sentidos el hombre podía
ser conocido como su marido. La respuesta de la mujer al instante llama la
atención de Cristo a este aspecto de su historia, que inmediatamente se
presenta clara y completa ante su conocimiento divino. Al mismo tiempo
sus palabras parecen ser una confesión –quizá podríamos decir, una
concesión a las exigencias de su propia conciencia más bien que una
confesión. Aquí, pues, había la oportunidad requerida para llevar más
verdad a su mente, al mostrarle que el que le hablaba era un profeta, y al
mismo tiempo para alcanzar su corazón.
Pero tanto si tomamos este punto de vista de la historia como si no, es
difícil comprender cómo un intérprete sobrio pueda ver en los cinco
maridos de la mujer bien algo simbólico, o mítico, con referencia a las
cinco deidades a las que los antecesores de los samaritanos habían adorado
(2 R. 17:24ss.), y el servicio espurio a Jehová fuera representado por el
marido o no marido. No vale la pena discutir esta extraña sugerencia desde
otro punto de vista que el mítico. Los que consideran los incidentes de los
relatos del Evangelio como mitos que tienen su origen en ideas judaicas,
hallan incluso mayores dificultades por el conjunto de este relato que los
que consideran que este Evangelio es de paternidad efesia. Podemos poner
a un lado las objeciones generales presentadas por Strauss, puesto que
ninguno de sus sucesores se ha aventurado a repetirlas en serio. Es más
importante notar de qué modo tan claro el autor de la teoría mítica ha
fallado en sugerir ninguna base histórica para este «mito». El hablar de
encuentros en el pozo, tales como los de Rebeca o Séfora, es algo tan fuera
de lugar como una apelación a la expectativa judaica de un Mesías
omnisciente. A partir de estos dos elementos se puede construir casi
cualquier historia. Además, el decir que esta historia del éxito de Jesús
entre los samaritanos fue inventada con miras a vindicar la actividad
posterior de los apóstoles entre este pueblo, es simplemente una petitio
19
principii. En estos apuros tan distinguidos un escritor como Keim
aventura esta afirmación: «El encuentro con la samaritana, para todo el
que tiene vista, es algo con significado simbólico, para el cual no hay
hechos históricos». Una afirmación así es quizá refutada mejor por el
20
mero citarla. Por otra parte, de todos los mitos que podrían entrar en la
imaginación judía, el menos probable es el que representara al Cristo en
una conversación familiar con una mujer, y además samaritana,
ofreciéndole una fuente de agua viva saltando para vida eterna, y
presentándole ante ella una adoración espiritual de la que Jerusalén no era
el centro. Cuando fallan de modo completo tanto la teoría efesia como la
mítica, ¿no será mejor volver a la explicación natural, probada por la
simplicidad y naturalidad del relato –o sea, que la historia que se nos
cuenta aquí es real y verdadera? Y si es así, ¿no haremos mejor
agradeciéndola y aceptando sus lecciones?
La convicción que irrumpe, súbita pero firme, de que Aquél que le ha
puesto delante su pasado era realmente un profeta, era ya fe en Él; y así se
ha alcanzado el objetivo, no quizá fe en su mesianidad, sobre lo cual ella
sólo podía tener nociones muy vagas, sino en Él. Y la fe en el Cristo, no en
algo alrededor de Él, sino en Él, personalmente, tiene vida eterna. Una fe
así también lleva a nuevas preguntas y conocimiento. Así como ha sido
una práctica tradicional el descubrir ironía en este dicho o el otro de la
mujer, o el imputarle sentimientos espirituales muy por adelantado de lo
que podía ser su experiencia, en cambio su pregunta sobre el lugar
apropiado para las adoraciones, Jerusalén o Gerizim, no ha recibido la
importancia que merece. Es verdad, ciertamente, que aquellos cuyas
conciencias son tocadas por una presentación de su pecado, con frecuencia
vuelven la conversación hacia otro cauce más o menos religioso. Pero no
hay evidencia de uno u otro en el presente caso. De modo similar, es
también verdad que en aquel punto en que son diferentes, los sectarios de
miras estrechas concentran toda su religión de modo global y absoluto.
Pero en este caso tenemos la impresión de que la mujer no tiene propósitos
o ideas ulteriores en lo que pregunta. Toda su vida había oído que Gerizim
era el monte en que debía adorar, la colina santa que no habían cubierto
21
nunca las aguas del Diluvio, y que los judíos estaban moralmente
equivocados. Pero aquí había indudablemente un profeta, y era un judío.
¿Estaban pues ellos equivocados sobre el lugar legítimo para adorar, o qué
tenía que pensar y hacer ella? El hacer a Jesús esta pregunta era ya
encontrar la solución correcta, aun cuando la pregunta misma pudiera
indicar un nivel poco elevado mental y religiosamente. Nos recuerda la
pregunta que hizo Naamán una vez curado a Eliseo sobre el Templo de
Rimón, y su petición de la carga de un par de mulas de la tierra del Dios
verdadero, con miras a su verdadera adoración.
Una vez más el Señor contesta su pregunta llevándola más allá de ella,
más allá de toda controversia: incluso hacia el objetivo de toda su
enseñanza. El Señor habla de este modo tan maravilloso al simple de
corazón. Es mejor sentarse aquí a los pies de Jesús, y hacerse cargo de la
escena, y seguirle cuando su dedo indica hacia adelante y hacia arriba.
«Está llegando la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al
Padre». Palabras de triste advertencia son éstas; palabras de profecía
también, que ya indicaban la solución más elevada en la adoración de un
Padre común, que sería la adoración no de judíos ni de samaritanos, sino
de hijos. Y, con todo, había verdad en las diferencias presentes: «Vosotros
adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la
22
salvación viene de los judíos». La adoración de los samaritanos era sin
sentido, porque carecían del objetivo de todas las instituciones del Antiguo
Testamento, aquel Mesías «que había de ser del linaje de David» (Ro. 1:3),
porque de los judíos, «en lo referente a la carne», había de venir el Cristo
(Ro. 9:5); porque venía la hora, es más, en realidad ya había llegado,
cuando los verdaderos adoradores «adorarán al Padre en espíritu y en
verdad, porque también el Padre busca tales adoradores que le adoren.
23
Dios es Espíritu» –y solamente los que adoran en espíritu y en verdad
pueden ser aceptables a este Dios.
Ya no se podía presentar una enseñanza más elevada o más semejante a
Cristo. Y la que escuchaba, hasta aquí la entendió, que en el glorioso
cuadro que tenía puesto delante vio la venida del Reino del Mesías. «Sé
24
que va a venir el Mesías. Cuando Él venga, nos aclarará todas las cosas».
Fue entonces que, según la necesidad de esta mujer sin letras, Él le dijo
claramente lo que en Judea, e incluso entre sus discípulos, habría sido
interpretado carnalmente y mal aplicado: que Él era el Mesías. Tan verdad
es esto, que «los niños» pueden aceptar lo que ha de permanecer escondido
largo tiempo de «los sabios y prudentes».
Fue la lección culminante de aquel día. No se podía decir nada más; no
se dijo nada más. Los discípulos habían regresado de Sicar. El que Jesús
conversara con una mujer era tan contrario a todas las nociones judaicas
25
de un rabino que todos se maravillaron. Sin embargo, por respeto, no se
atrevieron a hacerle preguntas. Entre tanto, la mujer, olvidando el motivo
por el que había ido al pozo, y sólo pensando en la nueva fuente de vida
que había surgido en ella, dejó el cántaro sin llenar en el pozo y se
apresuró hacia «la ciudad». Las nuevas que les dio eran muy extrañas; el
mismo modo de su anuncio proporcionaba evidencia de la veracidad:
«Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será
éste el Cristo?». Se nos lleva a inferir que estas noticias extrañas se
extendieron a su alrededor; que ellos le hicieron preguntas y, cuando
averiguaron por medio de ella el hecho indiscutible de su conocimiento
sobrehumano, creyeron en Él hasta el punto en que la mujer podía poner a
Jesús delante de ellos como objeto de fe (Jn. 4:39, 40). Bajo esta
26
impresión «salieron de la ciudad y comenzaron a venir a Él» (v. 30).
Mientras tanto, los discípulos habían instado al Maestro a que comiera
los alimentos que le habían traído. Pero su alma estaba ocupada en otras
cosas. Tenía en la mente pensamientos sobre el glorioso futuro, la
adoración universal al Padre por aquellos a quienes Él había enseñado, y
en los cuales había visto un interés tan sincero como inesperado. Con esto
se mezclaban sentimientos de dolor por el embotamiento espiritual de
aquellos que le rodeaban, que no veían en la conversación con una mujer
de Samaria nada más que una innovación extraña de la costumbre y
dignidad rabínicas, y ahora solamente pensaban en el recado inmediato
que les había llevado a Sicar. Incluso sus palabras de reprensión les
hicieron pensar si, sin saberlo ellos, alguien les había traído comida. No
fue éste el único ejemplo de ofuscación ante las realidades espirituales, ni
fue el último (Mt. 16:6, 7).
Sin embargo, con paciencia divina lo soportó: «Mi comida es que haga
la voluntad del que me envió y que cumpla (lleve a la perfección) su
obra». Para los discípulos esta obra aparecía todavía en un futuro distante.
A ellos les parecía que aún era el tiempo de la siembra; los tallos verdes
sólo estaban brotando; la siega del Reino mesiánico, de la forma en que
ellos lo esperaban, tardaría muchos meses en venir. Para corregir su
equivocación, el divino Maestro, como tantas otras veces y lo mejor que
pudo, se adaptó a sus oyentes y escogió su ilustración de lo que era visible
alrededor. Para mostrarles su significado más claramente, me atrevo a
invertir el orden de la frase que pronunció Jesús: «He aquí os digo:
Levantad vuestros ojos y mirad (con cuidado) los campos, que ya están
blancos para la siega. (Pero) ¿no decís vosotros (o sea, en vuestros
27
corazones) que todavía faltan cuatro meses para que venga la cosecha?».
Las palabras pueden parecer más sorprendentes si (como el profesor
Westcott) tenemos en cuenta que, tal vez en este mismo momento, se
hicieron visibles los samaritanos que venían de Sicar.
Pero consideramos también que indican el tiempo en que tuvo lugar
esta conversación. Generalmente, las palabras «faltan todavía cuatro
meses y luego viene la siega», son consideradas por los comentaristas
como un proverbio, o bien que indican que el Señor dijo esto junto al pozo
de Jacob cuatro meses antes del tiempo de la siega, esto es, el mes de
enero, si se trataba de la cosecha de la cebada, y de febrero, si la del trigo.
La sugerencia de que era un proverbio puede ser descontada porque no hay
rastros de tal proverbio y, luego, porque para darle el significado más
mínimo es necesario añadir: «Entre el tiempo de la siega y el de la cosecha
han de pasar cuatro meses», lo cual no es verdad, porque en Palestina hay
unos seis meses entre una y otra. Por otra parte, por razones que se
28
explican en otro lugar, llegamos a la conclusión de que no podía ser en
enero ni en febrero que Jesús estaba en Sicar. Pero, ¿por qué no invertir la
teoría común y ver en la segunda cláusula, introducida por las palabras
«He aquí, levantad los ojos y observad», una marca del tiempo y las
circunstancias, mientras que la expresión «No decís vosotros: faltan
todavía cuatro meses y luego viene la cosecha», hay que entenderla en el
sentido de las parábolas? Hay que admitir que una de las dos cláusulas es
una marca literal de tiempo y que la otra fue dicha a modo de parábola.
Pero no hay razón para que la segunda no sea la que indique el tiempo,
29
cuando por razones independientes hemos de llegar a la conclusión de
que Cristo regresó de Judea a Galilea a principios del verano.
Pasando de este punto, notamos que el Señor, más adelante, despliega
su propia lección de las operaciones presentes de la siega y su inversión de
30
lo que era sembrar y lo que era segar. «Ya el que siega recibe salario, y
recoge fruto para la vida eterna» (que es la recompensa real del Gran
Segador: ver el trabajo de su alma); de modo que, en este caso, el
31
sembrador se regocija lo mismo que el segador. Y, a este respecto, el
proverbio irónico en otro sentido, que uno era el sembrador y otro el
segador de lo sembrado, halla su verdadera aplicación. Y era en realidad
así, que los siervos de Cristo eran enviados a segar lo que otros habían
sembrado, y entraban en sus labores. Uno había sembrado, otro iba a segar.
Y, con todo, sólo en este caso de los samaritanos el sembrador se
regocijaría también como el segador; es más, los dos se regocijarían juntos
en el fruto recogido para la vida eterna. Y, así, el sembrar con lágrimas en
campo espiritual va mezclado con frecuencia con el regocijo de la siega, y,
desde el punto de vista espiritual, las dos son realmente una. «Cuatro
meses» no es el tiempo entre una y otra; así que, aunque uno puede
sembrar y otro segar, con todo, el que siembra ve la cosecha por la cual el
segador recibe su salario, y se regocija con él en el fruto que es allegado
en el granero eterno.
Fue tal como Cristo había dicho. Los samaritanos, que creyeron «por la
palabra (el mensaje) de la mujer (lo que ella había dicho) cuando
testificó» del Cristo, «cuando llegaron» al pozo «le pidieron que se
quedara con ellos». Y Él se quedó allí dos días. Y muchos más creyeron
por la palabra de Él (sus mensajes, discursos) y dijeron a la mujer: «Ya no
creemos por tus dichos, porque nosotros hemos oído, y sabemos que Éste
32
es verdaderamente el Salvador del mundo».
No sabemos lo que sucedió en aquellos dos días. Al parecer no fueron
obrados milagros, excepto los de su Palabra. Fue la verdad más profunda y
pura que aprendieron estos hombres simples, y de fe simple, que no habían
aprendido de los hombres, sino sólo escuchando su Palabra. El sembrador,
así como el segador, se regocijaron, y se regocijaron juntos. El tiempo de
la siembra y el de la siega se mezclaron cuando por su propia cuenta
supieron y confesaron que Éste era verdaderamente el Salvador del
mundo.
Capítulo 9
(Mateo 4:12; Marcos 1:14; Lucas 4:14; Juan 4:43–54)
La Sinagoga de Nazaret
Culto y disposiciones
No es tan fácil, a primera vista, entender por qué Cristo despidió con
tanta insistencia, casi vehemencia, al leproso curado, casi podríamos decir
23
«le echó». Ciertamente, no fue porque Él desaprobara su acto de
adoración (como sugiere erróneamente Volkmar). Antes bien colegimos,
una vez más, que el Hombre-Dios rehusó aceptar la fama relacionada con
sus milagros –especialmente éste–, que, como hemos visto, eran más una
necesidad externa e interna que un método preferente en su misión. No
debía ser así –seguido por una multitud curiosa y apretujado por
espectadores o aspirantes a beneficios temporales– que había de ser
predicado o fomentado el Reino de los Cielos. Éste habría sido el modo
con que habría procedido un Mesías judío, y habría acabado en su
proclamación como rey por parte del populacho. Pero, cuando estudiamos
el carácter de Cristo, no hallamos contraste al mismo más estridente, y aun
penoso, que una escena semejante. Y así leemos que, a pesar de la orden
del Salvador al leproso curado, de que guardara silencio –y quizá, como
podríamos esperar, debido a ello, el leproso aún lo dio más a conocer,
aunque en realidad es difícil concebir que la cosa hubiera quedado en
silencio–, el resultado fue que Jesús ya no podía entrar en las ciudades,
sino quedarse en lugares apartados, a los que la gente acudía a Él
procedente de todas partes. Y en su retiro, Él hablaba, sanaba y «oraba».
Sin embargo, se puede sugerir otro motivo para explicar la conducta de
Jesús. La orden de guardar silencio que le dio se combinó con la de
presentarse al sacerdote y someterse a los requerimientos rituales de la
24
Ley mosaica en tales casos. No es necesario, prácticamente, refutar la
idea de que en esto Cristo fue impulsado por su deseo de ver al antiguo
leproso restaurado a la sociedad, o bien por el deseo de que alguno de sus
milagros fuera reconocido oficialmente, para poder apelar al mismo más
tarde. Sin hablar de cuán diferente es esto del modo de obrar de Cristo, en
realidad Él no apeló a ello, y el leproso curado desaparece enteramente de
los Evangelios. Y, con todo, su conformidad a la Ley mosaica había de ser
«un testimonio a ellos». El Señor no quería que se quebrantara la Ley de
Moisés, ciertamente, y ésta habría sido infringida, no sobreseída, si Él
mismo hubiera quebrantado sus disposiciones antes que su muerte,
ascensión y la venida del Espíritu Santo hubieran dado lugar a su
cumplimiento.
Pero hay algo más aquí. El curso de esta historia nos muestra que la
ruptura abierta entre Jesús y las autoridades judías había de conducir a
consecuencias prácticas. Por parte de las autoridades judías llevó a
medidas de hostilidad activa. Las Sinagogas de Galilea ya no fueron
escenas sosegadas de su enseñanza y milagros; su palabra y hechos ya no
fueron pasados por alto, sino desafiados. Nunca se les habría ocurrido a
estos galileos, cuando se rendían de modo implícito al poder de sus
palabras, poner en duda su ortodoxia. Pero ahora, inmediatamente después
de este suceso, vemos que le acusan de blasfemia (Lc. 5:21). Ellos no
habían pensado en la infracción de la Ley de Dios cuando en aquel sábado
había curado a algunos en la Sinagoga de Capernaum y en la casa de
Pedro; pero después de esto pasó a ser pecaminoso el hacer objeto de un
acto de misericordia semejante en sábado al que tenía la mano paralizada
(Lc. 6:7). Ellos nunca habían visto nada malo en la condescendencia de su
trato con los pobres y los necesitados; pero ahora trataron de minar la
fidelidad inicial de sus discípulos acusándole de entrar en relación
impropia con publicanos y pecadores (Lc. 5:30), e incitando contra Él
incluso los prejuicios y las dudas de los seguidores medio iluminados de
su propio precursor (Lc. 5:33). Todos estos nuevos incidentes eran debidos
a una sola causa: la presencia y vigilancia hostil de los escribas y fariseos
que ahora, por primera vez, aparecen en la escena de su ministerio. Por
tanto, ¿es excesivo el inferir que inmediatamente después de la fiesta en
Jerusalén las autoridades judías enviaron a algunos correligionarios suyos
a Galilea tras Jesús, y que fue la presencia e influencia de esta delegación
privada lo que dio lugar a que la oposición a Cristo ahora vaya en
aumento? Si es así, entonces no sólo vemos en ello un motivo adicional
para la orden que daba Cristo de que guardaran silencio ésos a quienes
curaba, sino también para su propio apartamiento de las ciudades y de sus
multitudes. Y asimismo, nos ayuda a entender que así como más tarde
contestó a quienes Juan le había enviado para que presentaran sus dudas a
Cristo, indicándoles que miraran a sus obras, también respondió a la
delegación enviada por los escribas de Jerusalén para vigilarle, resistirle y
arrestarle, enviándoles su propia embajada a Jerusalén, el leproso curado,
para que se sometiera a los requerimientos de la Ley. Era su testimonio a
ellos: el suyo, el de uno que era manso y humilde de corazón; y esto estaba
de acuerdo con lo que Él había hecho y estaba haciendo. Con toda
seguridad, Él, que no quebraba la caña cascada, no clamó ni levantó la voz
en las calles pero trajo juicio y verdad. ¡Y en Él confiarán las naciones!
Capítulo 16
(Mateo 9:1–8; Marcos 2:1–12; Lucas 5:17–26)
El regreso a Capernaum
Tiene que haber sido una vista maravillosa, incluso en aquel tiempo y
circunstancias en que lo maravilloso se puede decir que había venido a ser
el pan de cada día. Esta energía y decisión de fe excedía todo lo que se
había visto hasta entonces. Jesús lo vio y habló. Porque hasta ahora los
labios pálidos del paciente no habían pronunciado su petición. Creía
verdaderamente en el poder de Jesús para curar, con toda la certidumbre
que proclamaba no sólo su determinación para hacerse poner a los pies de
Jesús, sino sufrir cualquier molestia o circunstancia por nueva o extraña
que fuera. Se necesitaba verdadera fe para vencer todos los obstáculos en
el caso presente; y todavía más fe tanto para concentrarse así y olvidarlo
todo como para ser descendido de un techo, a través de un boquete abierto
entre las tejas, en medio de una asamblea. Y el fulgor de su fe brillaba aún
más claramente a causa de la cerrazón y nubes de incredulidad que había
en la mente de aquellos escribas que habían venido a vigilar y entrampar a
Jesús.
Hasta ahora nadie había dicho palabra, porque el silencio de la
expectación había caído sobre todos. ¿Podía Él ayudarle, y, si podía,
querría hacerlo, y qué era lo que haría? Pero Él, que percibe los
pensamientos antes de pasar a palabras, sabía que en el paralítico no sólo
había fe, sino temor también. De ahí que sus primeras palabras fueron:
«Ten ánimo, hijo» (Mt. 9:2). Jesús había ido más allá del burdo punto de
vista judaico, ciertamente, según el cual el sufrimiento sería una expiación
del pecado. Se decía entre los rabinos que si la pérdida de un ojo o de un
diente libraba a un esclavo de su esclavitud, mucho más los sufrimientos
de todo el cuerpo libraban al alma de la culpa; y además, que la misma
Escritura indicaba esto por el uso de la palabra «pacto», tanto en conexión
con la sal que hacía los sacrificios aptos para el altar (Lv. 2:13) como con
los sufrimientos (Dt. 28:69 b), que hacían lo mismo para el alma
limpiándola de pecado (Ber. 5 a). Podemos creer fácilmente que, tal como
muestra la experiencia atestiguada de los rabinos (Ber. 5 b), estos dichos
no procuraban alivio al cuerpo ni consuelo al alma de los que realmente
sufrían. Pero había otra idea judaica que estaba todavía más
profundamente enraizada, contenía más verdad en sí y podía tener más
influencia en el alma, especialmente en presencia de la santidad evidente
de Jesús, a saber: que la recuperación no sería concedida al enfermo, a
menos que primero le hubieran sido perdonados los pecados (Ned. 41 a).
Fue a esta necesidad profunda del paciente que tenía delante, por más que
él no se diera cuenta de ella de modo claro, a la que se dirigió Jesús
cuando con palabras tiernas le dio el perdón del alma, y no ya como algo
que ocurriría, sino como un hecho que ha tenido lugar: «Hijo, tus pecados
3
te han sido perdonados». Deberíamos admitir, casi, que Él tenía que decir
primero estas palabras antes de curarle: necesarias en el orden de cosas
psicológico, necesarias también si la enfermedad interior tenía que ser
sanada, y porque la afección interior –o parálisis del alma– en la
conciencia de culpa tenía que ser apartada antes de poder ser quitada la
exterior.
En otro sentido, también había una mayor necesidad de la palabra que
trajera el perdón antes de darle la curación. Aunque no hay que suponer
por un momento que en lo que Jesús hizo había una intención primaria con
relación a los escribas, sin embargo aquí también, como en todos los actos
divinos, la adaptación sin designio y las consecuencias sin designio son
tan apropiadas como lo que nosotros llamamos designado. Porque para
Dios no hay pasado ni futuro, ni inmediato ni mediato, sino que todo es
uno, un presente eterno saturado de Él. Recordemos que Jesús estaba en
presencia de aquellos en quienes los escribas tenían intención de producir
desconfianza, no en su poder de curar la enfermedad –puesto que éste era
patente a todos–, sino en su persona y autoridad; que quizá estas dudas ya
habían sido estimuladas. Y aquí merece noticia especial el que, al hablar
primero de perdón, Cristo no sólo presentó el aspecto moral más profundo
de sus milagros en contra de su adscripción a la magia o a un agente
satánico, sino que también estableció exactamente la pretensión respecto a
su persona y autoridad que ellos procuraban invalidar. En este perdón de
pecados Él presentaba su persona y autoridad como divinas, y lo demostró
mediante el milagro de curación que siguió inmediatamente. Si las dos
cosas hubieran sido invertidas, habría habido evidencia, realmente, de su
poder, pero no de su personalidad divina ni de que tenía autoridad para
perdonar pecados; y esto, no el hacer milagros, era el objeto de su
enseñanza y misión, de la cual los milagros eran una evidencia secundaria.
4
Así, el razonamiento interno de los escribas, que era patente y
5
conocido para Jesús que lee todos los pensamientos, dio como resultado
precisamente lo opuesto de lo que ellos habían esperado. Lo más
impropio, verdaderamente, era el sentimiento de desprecio que podemos
notar en sus palabras cuando las leemos: «¿Quién es éste que habla
blasfemias?». Y desde su punto de vista tenían razón, porque sólo Dios
puede perdonar pecados; y este poder no ha sido delegado nunca a hombre
alguno. Pero, ¿era Él un mero hombre, aunque fuera el más honrado de
todos los siervos de Dios? Era hombre, verdaderamente; pero «el Hijo del
6
hombre» en el sentido enfático y bien entendido de ser el Hombre
representativo que había de traer nueva vida a la humanidad; el segundo
Adán, el Señor del cielo. Parecía fácil decir: «Tus pecados han sido
perdonados». Pero para Él, que tenía «autoridad» para hacerlo en la tierra,
no era más fácil ni más difícil que decir: «Levántate, toma tu lecho, y
anda». Con todo, esto último y con toda seguridad demostró lo primero y
le dio, a la vista de los hombres, una realidad indiscutible. Y así, fueron
los pensamientos de aquellos escribas, que, en cuanto se aplicaban a
Cristo, eran «malos» –puesto que le imputaban blasfemias a Él–, los que
dieron ocasión para ofrecer una evidencia real de aquello que ellos
impugnaban y negaban. De ninguna otra manera podía ser alcanzado el
objeto, tanto de los milagros como de este milagro especial, como por
medio de los «malos pensamientos» de estos escribas, cuando,
milagrosamente puestos a la luz, manifestaron la duda posible más secreta
y señalaron la más alta de todas las cuestiones con respecto a Cristo. Y así
ocurrió una vez más que la ira del hombre redunda en su alabanza.
«Y el resto de la ira él reprimió». Cuando el paralítico curado se
levantó lentamente y, todavía en silencio, enrolló su camilla, se le abrió
paso entre la multitud, y todos le seguirían con ojos de asombro. Luego,
del mismo modo que el asombro mezclado de temor cayó sobre Israel en
el monte Carmelo cuando descendió el fuego del cielo, devoró el
sacrificio, lamió el agua del foso, e incluso consumió las piedras del altar,
y todos cayeron postrados y retumbó hasta el cielo el clamor de la
multitud: «¡Jehová es el Dios! ¡Jehová es el Dios!», así también ocurrió
entre ellos ahora a la vista de esta manifestación de la presencia divina. El
asombro y el temor cayeron sobre ellos ante su Presencia, y glorificaron a
Dios, y dijeron: «¡Hoy hemos visto cosas increíbles!».
.
Capítulo 17
(Mateo 9:9–13; 10:2–4; Marcos 2:13–17; 3:13–19; Lucas
5:27–32; 6:12–19)
Vocación de Mateo. El Salvador recibe a los pecadores
«Como la ‘justicia venía por la Ley’, lo mismo Él retornó a la justicia por parte del pecador.
De ahí que, aunque el Rabinismo no prestaba una buena recepción al pecador, la llamada al
arrepentimiento y la alabanza de sus méritos era incesante. Todos los profetas habían
profetizado sólo del arrepentimiento (Ber. 34 b). Las últimas páginas del Tratado sobre el Día
de la Expiación estaban llenas de alabanzas al arrepentimiento. Y no sólo evitaba el castigo y
prolongaba la vida, sino que traía bien, incluso la redención final a Israel y al mundo en
general».
En esta pintura sobre tabla de pintor judío anónimo, se representa el paso del mar Rojo y
aparece representado Moisés. Este poético episodio lo mencionan actualmente los fieles en un
canto colectivo del sábado judaico. (Museo del arte ritual judaico, Venecia)
Así, en un aspecto u otro, la enseñanza sobre la necesidad de
arrepentimiento por los rabinos va paralela a la de la Biblia. Pero la
diferencia vital entre el Rabinismo y el Evangelio se halla aquí: que
mientras Jesucristo invita gratuitamente a todos los pecadores, sea cual
sea su pasado, asegurándoles gracia y buena recepción, la última palabra
del Rabinismo es sólo desesperanza y cierta clase de pesimismo. Porque se
declara de modo expreso y repetido que en el caso de determinados
pecados, y de modo característico el de herejía, incluso si un hombre se
arrepiente de modo verdadero y genuino tiene que esperar inmediatamente
la muerte; en realidad, su muerte sería la evidencia de que su
arrepentimiento era genuino, dado que, aunque un tal pecador podía
volverse de su mal, le sería imposible, si viviera, echar mano de lo bueno,
retenerlo y hacerlo (Ab. Zar. 17 a).
Es a la luz de lo que ya hemos dicho con respecto a los puntos de vista
rabínicos sobre el perdón y el arrepentimiento que tenemos que entender
la llamada de Leví-Mateo si queremos percibir su pleno significado. No
hay necesidad de suponer que tuvo lugar inmediatamente después de la
cura del paralítico. Por el contrario, el relato más detallado de Marcos
implica que había transcurrido algún tiempo (Mr. 2:13, 14). Si estamos en
lo cierto –que era invierno cuando fue curado el paralítico en Capernaum–,
podemos suponer que fue al principio de la primavera en este lisonjero
distrito cuando «Jesús salió de nuevo a la orilla del mar». Y, como
podremos ver, la sucesión de los acontecimientos está en completo
acuerdo con esto.
Habría pocos, sí es que había alguien, que hubieran tenido mejores
oportunidades que Leví-Mateo para escuchar y pensar con calma sobre la
enseñanza del profeta de Nazaret. No tiene interés especular cuál de los
dos nombres era el original, o si el segundo fue añadido después de su
conversión, puesto que en Galilea era común tener dos nombres, uno
estrictamente judío, y otro galileo (Gitt. 34 b). Y tampoco nos admiramos
de que más adelante el primer nombre, puramente judío, de Leví fuera
abandonado y que sólo se retuviera el de Mateo (Matti, Mattai, Matteya,
Mattithyah). Este último es el equivalente de Natanael, o del griego
Teodoro (don de Dios), y era muy frecuente, al parecer. Leemos que era el
nombre de un antiguo oficial del templo (Sheq. v. 1) y el de varios rabinos
(Eduy. ii. 5; Yoma 84 a). Quizá es de más interés el que el Talmud (Sanh.
43 a) nombre cinco Mateos como discípulos de Jesús, y entre ellos, estos
dos a quienes podemos identificar claramente: Mateo y Tadeo.
«Desde la loma sobre la que se hallaba asentada la ciudad miramos hacia el Norte, a través
de la ancha llanura, al boscoso Tabor, y a mayor distancia el Hermón, coronado de nieve. A
la izquierda (al Oeste) se levantan las colinas que abrigan a Nazaret; a la derecha se halla
Endor; al Sur, Sunem, y más allá, el llano de Jezreel. Por este camino, viniendo de Endor,
llega Jesús con sus discípulos y una multitud que le sigue. Aquí, cerca de la puerta de la
ciudad, en la carretera que lleva hacia el Este, al antiguo cementerio, este gentío que seguía
al Príncipe de la Vida encuentra otra ‘gran muchedumbre’ que acompañaba al muerto a su
sepultura».
Jesús y sus discípulos se encuentran con el entierro del hijo de la mujer viuda. Esta es la
necrópolis judía que subsiste bajo la iglesia del Santo Sepulcro.
Podemos trasladarnos ahora a esta escena. Procediendo de la ciudad
cercana venía esta «gran multitud» que seguía al muerto, con
12
lamentaciones y gemidos de las plañideras, acompañadas por flautas y el
melancólico reteñir de los címbalos, quizá trompetas también (Keth. 17 a;
Moed K. 27 b), entre expresiones de simpatía general. A lo largo de la
carretera de Endor venía una multitud que seguía al «Príncipe de la Vida».
Se encontraron aquí la Vida y la Muerte. El eslabón de unión entre ellas
era la profunda aflicción de la madre viuda. Él la reconoció por ir ella
delante del féretro, precediéndole hacia él camino de la sepultura, la
madre, que le había traído a la vida. Ella estaba todavía llorando; incluso
después de que Él, habiendo apresurado el paso, se puso delante de sus
propios seguidores, ya muy cerca de ella; ésta no le prestaba atención y
13
seguía llorando. Pero, «contemplándola», el Señor «tuvo compasión de
ella». Las amargas y silenciosas lágrimas que le cegaban los ojos eran la
expresión más fuerte de desespero y extrema necesidad, que nunca apela
en vano al corazón de Aquél que ha llevado nuestros dolores. Recordemos,
a modo de contraste, la fórmula común en los entierros en Palestina:
«¡Llorad con ellos, todos vosotros, los que estáis amargados en el
corazón!» (Moed K. 8 a, líneas 7 y 8 desde la base). No fue así que Jesús
habló a aquellos que la rodeaban, ni a ella, sino que dijo de modo
14
característico: «No llores». Y lo que Él dijo, lo hizo. Tocó el féretro,
quizá el mismo cesto de mimbre en que yacía el cuerpo del joven. No
temió la peor de todas las contaminaciones: el contacto con un muerto
(Kel. 1), que el Rabinismo, en su elaboración de la letra de la Ley, había
rodeado de interminables terrores. Su idea de separación era otra que la de
los fariseos: no la de sumisión a ordenanzas, sino el vencer lo que las
hacía necesarias.
Y cuando tocó el féretro, los que lo llevaban se detuvieron. No podían
tener idea de lo que iba a suceder. Pero el temor y el asombro por lo que
iba a ocurrir –podríamos decir, la sombra de las puertas de la vida que se
abrían– habían caído sobre ellos. Una palabra de orden soberana: «y el que
estaba muerto se sentó, y empezó a hablar». No de aquel mundo del cual
había tenido una breve visión. Porque así como uno que pasa súbitamente
de un sueño o trance al estado de vigilia, en lo abrupto de la transición
pierde lo que ha visto, igual el que después del resplandor deslumbrante
había sido devuelto a la luz incierta, a la cual su visión había estado
acostumbrada, tiene que haberle parecido como si hubiera despertado de
un largo sueño. ¿Dónde se hallaba ahora? ¿Quiénes estaban a su alrededor?
¡Qué extraña asamblea! Y ¿quién éste, cuya luz y vida parece que caen
sobre él?
Y todavía era Jesús el enlace entre la mujer y el hijo, que se habían
encontrado de nuevo. Y así, en el sentido más verdadero, «Él lo devolvió a
su madre». ¿Puede alguien dudar que la madre y el hijo, a partir de
entonces, confesaron, amaron y confiaron en Él como el verdadero
Mesías? Si no había motivo moral para este milagro, aparte de la simpatía
de Cristo con el sufrimiento y el desconsuelo intenso de la muerte, ¿no
había resultado moral procedente del mismo? Si la madre y el hijo no
habían clamado a Él antes del milagro, ¿no lo harían a partir del mismo y
para siempre? Y si había, por así decirlo, necesidad interna de que la Vida
encarnada venciera a la muerte –necesidad simbólica y de tipo también–,
¿no era todo aquí congruente con el hecho central de esta historia? La
simplicidad y la ausencia de todo detalle extravagante; la calma y
majestad divinas por parte de Cristo, tan diferentes de la manera con que
la leyenda habría coloreado la escena, incluso de la intensa agitación que
había caracterizado la conducta de un Elías, Eliseo o Pedro en
circunstancias algo similares; y, finalmente, la armonía hermosa donde
todo está en conformidad, desde el primer toque de compasión hasta el
momento en que, olvidándose de los presentes, sin buscar producir efecto
alguno: «Él devuelve el hijo a su madre», ¿no son todos éstos rasgos
dignos del suceso, y evidenciales de la verdad del relato?
Pero, después de todo, ¿podemos considerar esta historia como real?;
15
y, si es así, ¿cuáles son sus lecciones? En un punto, por lo menos, todos
los críticos serios están de acuerdo ahora. Es imposible adscribirlo a la
exageración, o explicarlo a base de fuerzas naturales. La única alternativa
es considerarlo como verdadero o falso adrede. Recuérdese, además, que
no sólo un evangelio, sino todos, refieren alguna historia de resurrección
de muertos, o sea, la de este joven, la hija de Jairo o la de Lázaro. Relatan
también la Resurrección de Cristo, que realmente está en la base de estos
otros milagros. Pero si esta historia de la resurrección del joven es falsa,
¿qué motivo puede sugerirse para explicar su invención?; ¿por qué tiene
que haber habido alguno? Con toda seguridad, no era parte de la
expectativa judía, con respecto al Mesías, que Él ejecutara un milagro así.
16
Y el criticismo negativo ha admitido que las diferencias entre esta
historia y la de la resurrección de los muertos por Elías o Eliseo son tan
numerosas e importantes, que estos relatos no pueden ser considerados
como sugerencias para la resurrección del joven de Naín. Preguntamos de
nuevo: ¿de dónde, pues, viene esta historia, si no es verdadera? Es una
sugerencia histórica ingeniosa –más bien una admisión por el criticismo
negativo (Keim)– que una aldea tan insignificante y, por otra parte,
desconocida como Naín no habría quedado marcada como el lugar de este
milagro, de no haber ocurrido allí algún gran suceso que hiciera una
impresión permanente en la mente de la Iglesia. ¿Cuál fue este suceso? Y
¿no produce la lectura de este relato convicción de su verdad? Las
leyendas no se escriben así. Una vez más, el milagro se nos dice que tuvo
lugar no en el secreto de una cámara, ni delante de testigos interesados,
sino a la vista de una gran multitud que había seguido a Jesús y otra que
había salido de Caná. En esta muchedumbre no habría ninguno de quien
los enemigos del Cristianismo pudieran haber conseguido que lo
desmintiera, si el relato era falso. Más aún, se nos cuenta la historia con
tal precisión de detalles, que no es compatible con la teoría de una
invención posterior. Finalmente, nadie va a desmentir que la creencia en la
realidad de esta «resurrección de los muertos» era un artículo de fe
primario en la Iglesia primitiva, por el cual –como un hecho, no una
posibilidad– todos estaban dispuestos a dar la vida. Y no debemos olvidar
que en una de las apologías más primitivas, dirigida al emperador romano,
Quadratus apela al hecho de que, de aquellos que habían sido curados o
resucitados de los muertos por Cristo, algunos aún vivían, y todos eran
bien conocidos (Eusebio, Hist. Ecles., iv.3). Por otra parte, la única base
real para rechazar este relato es la incredulidad en lo milagroso,
incluyendo, naturalmente, el rechazo del Cristo como el Milagro de los
Milagros. Pero ¿no es un razonamiento en círculo vicioso el rechazar lo
milagroso porque no tenemos confianza en ello?; y ¿no implica este
rechazo mucho más de increíble que la misma fe?
Y, así, con toda la Cristiandad, lo aceptamos con gozo, en la
simplicidad de la fe, como un testimonio verdadero de hombres verídicos;
y es más, que los que lo contaron sabían que era tan increíble, que no sólo
provocaba desprecio (Hch. 17:32; 26:8; 1 Co. 15:12–19), sino que les
exponía a ser acusados de inventar fábulas (2 P. 1:16). Pero los que creen
ven en esta historia en qué forma el Vencedor divino, en su encuentro
accidental con la muerte, con brazo poderoso hizo retroceder la marea, y
cómo a través de los portales del cielo, que Él abrió de par en par, salió el
primer rayo de un nuevo día que se proyectó sobre nuestro mundo. Y aún
podemos aprender otra lección, en algún sentido inferior, en otro
prácticamente más elevado. Porque si bien este encuentro de dos
comitivas fuera de la puerta de Naín fue accidental, sin embargo no lo fue
en el sentido convencional. Ni la llegada de Jesús a aquel lugar y en aquel
momento, ni lo de la comitiva del entierro procedente de Naín fue
preparado, ni tampoco fue milagroso. Ambos resultaron en el curso natural
17
de los sucesos, pero el que concurrieran estos sucesos (συγκυρία), fue por
designio y directamente causado por Dios. En esta concurrencia causada y
planeada por Dios de los sucesos, en sí corrientes y naturales, se halla el
misterio de los actos providenciales especiales, los cuales, a quienquiera
que le sucedan, puede y debe considerarlos como milagros y respuesta a la
oración. Y este principio se extiende mucho más allá: a la oración
pidiendo el pan cotidiano y su provisión, es más, a la mayoría de las cosas;
de modo que, a los que tienen oídos para oír, todas las cosas alrededor les
hablan en parábolas del Reino de los Cielos.
Pero, en cuanto a los que vieron este milagro de Naín, «el temor se
apoderó de todos», temor de la presencia divina, y sus almas fueron
inundadas por el himno de la alabanza divina: temor, porque un gran
Profeta se había levantado entre ellos; alabanza, porque Dios había
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visitado a su pueblo. Y la ola se extendió más y más –sobre Judea, y más
allá, hasta que se deshizo en un breve murmullo contra los muros de la
cárcel en que se hallaba el Bautista esperando su martirio. «¿Era Él, pues,
el que había de venir?»; y si era así, ¿por qué, o cómo era posible que
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aquellas paredes retuvieran al mensajero bajo las garras del tirano?
Capítulo 21
(Lucas 7:36–50)
La mujer que era pecadora
Por más que sea importante y de interés seguir los pasos de nuestro
Señor en su viaje por Galilea, y agrupar en orden las noticias que del
mismo dan los Evangelios, la tarea parece casi condenada al fracaso. En
realidad, como ninguno de los evangelistas tenía el propósito de escribir
una «Vida» de Cristo, el orden estricto histórico de los datos que ofrecían
no era esencial a su propósito. Su punto de vista era el desarrollo interno
de la historia más que el externo. Y así, los acontecimientos afines a su
propósito, los discursos referentes al mismo tema, las parábolas que
apuntaban al mismo tramo de la verdad, fueron agrupados; o, como en el
caso presente, el desarrollo de la enseñanza de Cristo y la oposición
creciente de sus enemigos, mostrados uniendo noticias que, quizá,
pertenecen a períodos diferentes. Y la lección que debemos sacar de ello
es que, tal como el Antiguo Testamento no da ni la historia nacional de
Israel ni la biografía de sus héroes, sino una historia del Reino de Dios en
su desarrollo progresivo, tampoco los Evangelios presentan una «vida de
Cristo», sino la historia del Reino de Dios en su manifestación progresiva.
El retorno a Capernaum
Estamos una vez más con Jesús y sus discípulos junto al lago de
Galilea. Nos gusta pensar que era al comienzo de la mañana, cuando la luz
depositaba sus sombras de oro sobre las aguas tranquilas, y el aire vivo no
tocado por el hombre era fragante del sacrificio matutino de la tierra,
cuando ninguna voz discordante humana echaba a perder el reposo del
sagrado silencio ni interrumpía la alabanza del Salmo de la Naturaleza.
Era una mañana de primavera, también, y de una primavera que sólo es así
no ya en el Oriente, sino sobre todo junto al lago de Galilea: no con la
mezcla de sol y lluvia, calor y tormenta, nubes y resplandor con que la
vida se esfuerza por retornar lenta y débilmente a los miembros
paralizados de nuestros climas nórdicos, sino con el contacto que la misma
pulsa y encabrita las venas de vigor de juventud. Las imágenes del Sermón
del Monte indican que la lluvia y tormentas del invierno ya habían pasado
(Mt. 7:25). Bajo este cielo, la Naturaleza parecía recibir alborozada la
venida de la primavera ataviándose con vestidos más gloriosos que la
pompa real de Salomón. Casi de repente las anémonas encarnadas, los
1
alegres tulipanes, los narcisos impecables y los ranúnculos de oro cubren
con su abigarrado ropaje la hierba de los campos que, ¡ay!, pronto se
marchitará (u.s. 6:28–30), mientras que los árboles exhiben su fragante
promesa de fruto (7:16–20). Así como las imágenes usadas en el Sermón
del Monte confirman la conclusión, que se saca también de otros puntos,
de que fue pronunciado en el breve período que sigue a las lluvias
invernales, cuando los «lirios» adornan la hierba reciente, la escena
descrita en las parábolas pronunciadas junto al lago de Galilea indica una
temporada más avanzada, cuando en los campos asoma la cosecha que será
recogida a su debido tiempo. Y como sabemos que la cosecha de cebada
comienza con la Pascua, no podemos equivocarnos al suponer que la
escena tiene lugar unas pocas semanas antes de esta Fiesta.
No faltan otros datos fehacientes de esto. Por los vv. iniciales (Mt.
13:1, 2) colegimos que Jesús había salido de «la casa» con sus discípulos
sólo, y que cuando estaba sentado junto a la orilla, la multitud que se
congregó le obligó a entrar en una barca, desde donde Él les hablaba de
muchas cosas en parábolas. Que esta enseñanza en parábolas no sigue, y
menos aún que tampoco fue causada por la plena enemistad de los fariseos
2
(Mt. 12:24ss.), se verá claramente más adelante. Entretanto, debe notarse
que la serie primera de parábolas (las pronunciadas junto al lago de
Galilea) no llevan referencia clara a la misma. En este aspecto, señalamos
una escala ascendente en las tres series de parábolas pronunciadas
respectivamente en tres períodos diferentes de la Historia de Cristo, y con
referencia a tres estadios diferentes de oposición farisaica y sentimiento
popular. La primera serie es aquella presentada cuando la oposición
farisaica había acabado de ofrecer la explicación de que sus obras eran de
un agente demónico, y cuando un afecto mal dirigido podría haber
convertido los lazos de la relación terrena en cadenas para aherrojar a
Cristo. A esto hubo sólo una respuesta cuando Cristo extendió su mano
hacia aquellos que habían aprendido, al seguirle, a hacer la voluntad de su
Padre, y declaró que éstos eran sus parientes más próximos. Ésta fue la
respuesta real al intento de su madre y hermanos; aquélla, la respuesta a la
acusación farisaica de ser un agente satánico. Y fue en relación con esto
que, primero a la multitud y luego a los discípulos, pronunció la primera
serie de parábolas, que exhibe las verdades elementales referentes a la
plantación del Reino de Dios, su desarrollo, realidad, valor y vindicación
final.
En la segunda serie de parábolas nos hallamos en un estadio diferente.
Las quince parábolas de que consta (Lc, caps. 10 al 16 y 18, passim)
fueron pronunciadas después de la Transfiguración, durante el descenso al
valle de la humillación. Se refieren también al Reino de Dios, pero aunque
3
la característica prevaleciente es todavía parenética, o más bien
evangélica, tienen un aspecto controversial también, como contrario a
alguna oposición activa, vital al Reino, principalmente por parte de los
fariseos. En consecuencia, aparecen entre los «discursos» de Cristo (Lc,
caps. 11 a 14), y están relacionadas con la culminación de la oposición
farisaica presentada en la acusación, en su forma más desarrollada, de que
Jesús era, por así decirlo, la Encarnación de Satán, el medio constante y el
vehículo de su actividad (Lc. 11:14–36; Mt. 12:22–45; Mr. 3:22–30). Esto
era la blasfemia contra el Espíritu Santo. Todas las parábolas pronunciadas
durante este período hacen referencia más o menos directa a ello, aunque,
como ya se ha dicho, todavía en una forma más bien positiva que negativa;
y el elemento evangelico en ellas es primario, y el judicial sólo
secundario.
El orden se invierte en la tercera serie, que consiste en ocho parábolas
(Mt., caps. 18 a 20; caps. 21, 22, 24, 25; Lc, cap. 19 Aquí el aspecto
controversial no sólo tiene ascendencia sobre el elemento evangélico, sino
que el tono se vuelve enjuiciatorio, y el elemento evangélico aparece
simplemente en la forma de ciertas predicciones relacionadas con el fin
venidero. El Reino de Dios es presentado en su estado final de recogida,
separación, recompensa y pérdida, como realmente podemos esperar en la
enseñanza del Señor inmediatamente antes de su rechazo final por Israel y
su entrega en manos de los gentiles.
Esta conexión interna entre las parábolas y la historia de Cristo explica
mejor su significado. Su agrupación artificial (hecha principalmente por
4
críticos modernos) es demasiado ingeniosa para ser correcta. Hay una
cosa común a todas las parábolas, sin embargo, y forma un punto de
conexión entre ellas. Todas son ocasionadas por algún desinterés o repulsa
por parte de sus oyentes, y esto, incluso tratándose de oyentes que
profesaban ser discípulos. Esto parece indicado en la razón asignada por
Cristo a los discípulos para su uso de la enseñanza en parábolas: que a
ellos les era dado conocer el misterio del Reino de Dios, «pero a los que
están fuera, todas estas cosas se les presentan en parábolas» (Mr. 4:11). Y
esto puede llevarnos a los comentarios generales sobre las parábolas que
son necesarios para su comprensión.
No se saca mucha información de discutir la etimología de la palabra
5
«parábola». El verbo del cual deriva significa «proyectan»; y el término
mismo, «colocar una cosa al lado de la otra». Quizá no hay modo de
6
enseñanza más común entre los judíos que las parábolas. Sólo que en su
caso eran casi enteramente ilustraciones de lo que se había dicho o
7
enseñado, mientras que en el caso de Cristo servían como el fundamento
de su enseñanza. En un caso, la luz de la tierra era proyectada hacia el
cielo; en el otro, la del cielo hacia la tierra; en un caso, el intento era hacer
que la enseñanza espiritual se viera judaica y nacional; en el otro, era
transmitir enseñanza espiritual en forma adaptada al punto de vista de los
oyentes. Esta distinción se hallará que es cierta incluso en casos en que
parece que hay el paralelismo más estrecho entre una parábola rabínica y
una evangélica. Al examinar con más detalle la diferencia entre ellas se
verá que no es meramente de grado, sino de clase, o mejor de punto de
vista. Esto puede ser ilustrado por la parábola de la mujer que buscaba
ansiosamente una moneda que había perdido (Lc. 15:8–10), a la cual hay
un paralelo judío casi literal (en la Midrash sobre Cnt. 1:1). Pero mientras
que en la parábola judía la moraleja es que un hombre debería esforzarse
en estudiar la Torah más que en la búsqueda de la moneda, puesto que la
primera procura una recompensa eterna, mientras que si hallara la moneda
le proporcionaría a lo más un goce temporal, la parábola de Cristo tiene
por objeto mostrar no el mérito del estudio o de las obras, sino la
compasión del Salvador al buscar al perdido y el gozo del cielo ante su
recuperación. No se necesita decir mucho para ver que la comparación
entre las dos parábolas, por lo que se refiere al espíritu, es prácticamente
8
imposible excepto como contraste.
Pero vayamos atrás. En los escritos judíos una parábola (Mimshal,
Mashal, Mathla) es introducida por una fórmula de este tipo: «Voy a
decirte una parábola» ()אמשול לך משתל. «¿A qué se parece la cosa? A
una…», etc. Con frecuencia empieza de modo más breve, así: «Una
parábola. ¿A qué se parece la cosa?»; o bien, simplemente: «¿A qué se
parece la cosa?». Algunas veces incluso se omite esto, y la parábola es
indicada por la preposición «a» al comienzo de la historia ilustrativa. Los
escritores judíos exaltan las parábolas, pues ponen el significado de la Ley
dentro de la comprensión de todos los hombres. El «rey sabio» había
introducido este método, cuya utilidad queda ilustrada por la parábola de
un gran palacio que tiene muchas puertas, de modo que la gente se perdía
en él, hasta que uno ató un ovillo de hilo a la entrada principal, por medio
del cual pudieran hallar fácilmente la entrada y la salida (Midr. sobre Cnt.
1:1). Incluso esto ilustrará lo que se ha dicho de la diferencia entre las
parábolas rabínicas y las usadas por nuestro Señor.
La distinción general entre una parábola y un proverbio, una fábula y
9
una alegoría no se puede discutir aquí en detalle. Será suficiente verlo por
el carácter y características de las parábolas de nuestro Señor. Esta
designación, algunas veces, en realidad se aplica a lo que no son parábolas
en el sentido estricto, mientras que falta cuando uno podría esperarla. Así,
en los Evangelios Sinópticos hay ilustraciones (Mt. 24:32; Mr. 3:23; Lc.
5:36), y aun dichos de tipo de proverbios, como «Médico, cúrate a ti
mismo» (Lc. 4:23), o el que se refiere al ciego guiando a otro ciego (Mt.
15:15), que son designados como parábolas. Además, el término
«parábola», aunque se usa en algunas versiones, no ocurre en el Evangelio
de Juan; y esto, a pesar de que no pocas ilustraciones usadas en este
Evangelio podrían, bajo un examen superficial, considerarse que son
parábolas. El término, por tanto, tiene que ser restringido a condiciones
especiales. La primera de ellas es que todas las parábolas hacen referencia
a escenas bien conocidas, tales como las de la vida diaria; o a sucesos,
sean reales o tales que podría esperarse tuvieran lugar en circunstancias
dadas o estarían en conformidad con nociones prevalecientes. Todo lector
de los Evangelios podrá distinguir estas diferentes clases.
Estos cuadros, familiares a la mente popular, están en la parábola
relacionados con las realidades espirituales correspondientes. Con todo,
aquí también hay lo que distingue la parábola de la mera ilustración. Esta
última no transmite más –quizá no tanto, incluso– que lo que se ha
ilustrado; mientras que la parábola transmite esto y mucho más aún, a
aquellos que pueden seguir sus sombras hasta la luz por medio de la cual
ha sido proyectada. En realidad, las parábolas son sombras perfiladas –
algo difusas, tal vez, y con luz débil, o a media luz–, como la luz de las
cosas celestiales cae sobre escenas bien conocidas, que corresponde a
realidades espirituales y tiene su contrapartida más elevada en ellas.
Porque la tierra y el cielo son partes gemelas de sus obras. Y prevalece en
ellas la misma ley, como también el mismo orden; y forman una gran
unidad en su relación con el Dios viviente que reina. Y del mismo modo
que sólo hay en último término una ley, una fuerza, una vida, que obra de
modo vario, que produce efectos y afecta a todo lo que es fenoménico en
el universo material por diverso que parezca, así también sólo hay una Ley
y Vida con respecto a lo intelectual, moral, y también lo espiritual. Una
Ley, una Fuerza y una Vida, atando lo terreno y lo celestial en una gran
Unidad: el resultado de la Unidad divina, de lo cual es la manifestación.
Así, las cosas en la tierra y en el cielo son afines, parejas, por lo que
pueden pasar a ser para nosotros parábolas la una de la otra. Y así, si el
lugar en que descansamos es Betel, pasan a ser la escalera de Jacob, por la
cual lo del cielo desciende a la tierra y lo de la tierra asciende al cielo.
Y otra característica de las parábolas, en el sentido más estricto, es que
en ellas se usa todo el cuadro o relato como ilustración de alguna
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enseñanza celestial, y no meramente un aspecto o fase de ella, como en
algunas de las ilustraciones y en parábolas y proverbios de los Sinópticos,
o los relatos en parábolas del cuarto Evangelio. Así lo vemos en las
ilustraciones en parábolas sobre el remiendo de tela nueva sobre un
vestido viejo (Lc. 5:36); o el ciego guía del ciego (Lc. 6:39); sobre hojas
que brotan de la higuera (Mt. 24:32); o en el proverbio como parábola
«Médico, cúrate a ti mismo» (Lc. 4:23); o en algunos relatos en parábola
de Juan, como el Buen Pastor (Jn., cap. 10); o de la vid (Jn., cap. 15); en
cada caso, sólo una parte es seleccionada como parábola. Por otra parte,
incluso en las parábolas más cortas, tales como la de la semilla que crece
secretamente (Mr. 4:26–29), la levadura en la harina (Mt. 13:33) y la perla
de gran precio (vv. 45, 46), el cuadro es completo y tiene, no sólo en un
aspecto, sino en todo su importe, una contrapartida en las realidades
espirituales. Pero, como se muestra en la parábola de la semilla que crece
secretamente (Mr. 4:26–29), no es necesario que la parábola contenga
siempre algún relato, con tal que tenga una aplicación espiritual, no sólo
un rasgo, sino toda la cosa relatada.
En vista de lo que se ha explicado, el arreglo de las parábolas en
simbólicas y de tipo (Goebel) sólo puede aplicarse a su forma, no a su
sustancia. En la primera de estas clases hay una escena de la naturaleza o
de la vida que sirve como base para exhibir la realidad espiritual
correspondiente. En la última, lo que se relata sirve como tipo (τύπος) no
en el sentido ordinario del término, sino el que no es infrecuente en la
Escritura, sea para imitación (Fil. 3:17; 1 Ti. 4:12) o como advertencia (1
Co. 10:6, 11). En las parábolas de tipo la ilustración se halla, por así
decirlo, en el exterior; en las simbólicas, en el relato o escena. Las
primeras han de ser aplicadas; las últimas han de ser explicadas.
Es aquí donde se halla la diferencia característica entre las diversas
clases de oyentes. Todas las parábolas en realidad implican algún fondo de
oposición, o bien de falta de receptividad. En el caso de esta primera serie
de ellas (Mt., cap. 13), el hecho de que Jesús hablaba en parábolas al
pueblo (Mt. 13:3 y paralelos), y sólo en parábolas, se hace notar de modo
claro. Al parecer, pues, era la primera vez que Él adoptó este modo de
11
enseñanza popular. En consecuencia, los discípulos no solamente
expresaron su asombro, sino que inquirieron la razón de este método
nuevo (Mt. 13:10 y paralelos). La respuesta del Señor marca una
distinción entre aquellos a quienes «es dado a conocer los misterios del
Reino», y aquellos para quienes «todas las cosas se hacían en parábolas».
Pero, evidentemente, este método de enseñanza no podía haber sido
adoptado para el pueblo, en el sentido de contraposición a los discípulos y
como una medida judicial, puesto que incluso en la primera serie de
parábolas, tres fueron dirigidas a los discípulos después de haber
despedido al pueblo (Mt. 13:36, 44–52). Por otra parte, como respuesta a
sus discípulos, el Señor marca especialmente esto como la diferencia entre
la enseñanza concedida a ellos y las parábolas habladas al pueblo, que el
efecto propuesto de estas últimas era judicial o punitivo: completar el
endurecimiento que, en su comienzo, había sido causado por su rechazo
voluntario de lo que habían oído (Mt. 11:13–17). Pero como no sólo el
pueblo, sino también los discípulos eran enseñados en parábolas, el efecto
de endurecimiento no tiene que ser adscrito al modo de enseñar en
parábolas, ahora adoptado por primera vez por Cristo. Ni es una respuesta
suficiente a la pregunta de qué era lo que causaba este efecto endurecedor,
y, por tanto, influencia endurecedora de la parábola sobre el pueblo, el
decir que la primera serie dirigida a la multitud (Mt. 13:1–9, 24–33)
consistía en un cúmulo de parábolas sin ninguna indicación de su
significado o interpretación. Porque, al margen de otras consideraciones,
estas parábolas eran por lo menos tan fáciles de entender como las que
fueron relatadas inmediatamente después a los discípulos, sobre las cuales,
de modo similar, Jesús no da ningún comentario. Por otra parte, a nosotros
por lo menos nos parece claro que la base del efecto diferente de las
parábolas sobre la multitud incrédula y sobre los discípulos creyentes no
era objetiva, o causada por la sustancia o forma de estas parábolas, sino
subjetiva, causada por el punto de vista diferente de las dos clases de
oyentes hacia el Reino de Dios.
«Así, en los Evangelios Sinópticos hay ilustraciones (Mt. 24:32; Mr. 3:23; Lc. 5:36), y aun
dichos de tipo de proverbios, como ‘Médico, cúrate a ti mismo’ (Lc. 4:23), o el que se refiere
al ciego guiando a otro ciego (Mt. 15:15), que son designados como parábolas. Además, el
término ‘parábola’, aunque se usa en algunas versiones, no ocurre en el Evangelio de Juan; y
esto, a pesar de que no pocas ilustraciones usadas en este Evangelio podrían, bajo un examen
superficial, considerarse que son parábolas».
Antiguos instrumentos quirúrgicos representados en una terracota romana. La cirugía se
practicaba normalmente en Palestina en las varías ciudades de cultura romana o helenística,
mientras que en Jerusalén era poco practicada y sólo en determinados casos.
Esta explicación quita lo que de otro modo sería una dificultad seria.
Porque parece imposible creer que Jesús había adoptado un modo especial
de enseñanza con el propósito de esconder la verdad, que de otro modo
podría haber salvado a aquellos que la escucharan. Sus palabras,
realmente, indican que éste era el efecto de las parábolas. Pero también
indican, con igual claridad al menos, que la causa de este endurecimiento
se hallaba no en el método de enseñar por parábolas, sino en el estado de
insensibilidad espiritual al que habían llegado previamente, por su propia
culpa. A causa de esto, lo que podría haber transmitido instrucción
espiritual y en otras circunstancias lo habría hecho, por necesidad pasaba a
ser lo que todavía endurecía más y fatalmente, y embotaba sus mentes y
corazones. Así, su propio endurecimiento convergía en el juicio de
endurecimiento (Mt. 13:13–15).
Ya podemos, hasta cierto punto, entender por qué Cristo ahora por
primera vez adopta la enseñanza por parábolas. La razón está en las
circunstancias alteradas del caso. Toda su enseñanza anterior había sido
sencilla, aunque inicial. En ella, Él había presentado por medio de
palabras, y exhibido de hecho (en los milagros), este Reino de Dios que Él
había venido a abrir a todos los creyentes. Los oyentes ahora se separaban
en dos grandes grupos. Los que, fuera temporal o permanentemente (según
mostraría el resultado), habían admitido estas premisas hasta el punto en
que las habían entendido, eran sus discípulos profesos. Por otra parte, el
partido farisaico ahora había elaborado una teoría firme y sólida, según la
cual los actos y por tanto también la enseñanza de Jesús eran de origen
satánico. Cristo tenía que predicar aún el Reino; para este propósito había
venido al mundo. Sólo que la presentación de este Reino ahora tenía que
ser con miras a la decisión. Tiene que separar las dos clases, llevando una
hacia una comprensión más clara de los misterios del Reino, el cual no
sólo parece misterioso, sino que para nuestro pensamiento limitado es
realmente misterioso; mientras que la otra clase de oyentes consideraría
ahora estos misterios como totalmente ininteligibles, increíbles, y que
debían ser rechazados. Y la base o causa de esto se hallaba en las
posiciones respectivas de estas dos clases hacia el Reino. «A todo el que
tenga, le será dado, y tendrá más; pero al que no tiene, aun de lo que tiene
le será quitado». Y la manera misteriosa en que eran presentadas en
parábolas era igualmente apropiada al carácter de estos «misterios del
Reino», mostrados ahora no para instrucción inicial, sino para decisión
final. Cuando la luz del cielo cae sobre los objetos terrenos se proyectan
sombras. Pero nuestra percepción de ellas, y su manera, depende de la
posición que nosotros ocupamos con relación a la luz.
Y así no sólo era bueno, sino misericordioso, que estos misterios de
sustancia ahora fueran también presentados como misterios de forma, en
parábolas. Aquí cada uno vería según su punto de vista hacia el Reino. Y
esto era a su vez determinado por la aceptación o rechazo previo de esta
verdad, que antiguamente había sido presentada en una forma sencilla en
la enseñanza y obras de Cristo. Así que, aunque a los que tenían ojos
abiertos y oídos que oían les sería revelado aquello que los Profetas y
justos de antaño habían deseado pero no alcanzaron, a los que
voluntariamente habían puesto a un lado lo que tenían, solamente les
llegaría, en su ver y oír, el juicio final de endurecimiento. Así sería para
cada uno en conformidad con su punto de vista. A uno hubiera venido la
gracia de la revelación final, a otro el juicio final que, después de todo,
había sido elegido por ellos mismos, pero que, cuando de modo voluntario
ocupaban su posición con relación a Cristo, había llegado a formar el
cumplimiento de la terrible predicción de Isaías referente al
endurecimiento final de Israel (Is. 6:9, 10).
Hasta aquí una explicación general. La primera serie de parábolas
contiene tres relatos separados (Mt., cap. 13): el de las parábolas dichas al
pueblo; el de la razón para explicar el uso de la enseñanza por parábolas y
la explicación de las primeras parábolas (esto dirigido sólo a los
discípulos); y, finalmente, otra serie de parábolas dichas a los discípulos.
A cada una de ellas nos referiremos brevemente.
En aquella brillante mañana de primavera en que Jesús habló desde la
barca a la multitud que se apiñaba en la orilla, Él les explicó estas cuatro
parábolas: respecto a aquél que siembra o sembrador; referente al trigo y
la cizaña; respecto a la simiente de mostaza, y respecto a la levadura. La
primera, o quizá las dos primeras, tiene que ser suplementada por lo que
podríamos llamar una quinta parábola, la de la semilla que crece sin ser
observada. Ésta es la única parábola que únicamente Marcos ha preservado
(Mr. 4:26–29). Todas estas parábolas se refieren, como se dice de modo
expreso, al Reino de Dios; esto es, no a ninguna fase o característica
especial, sino al Reino mismo o, en otras palabras, a su historia. En su
forma se adaptan y son apropiadas para alocuciones al aire libre, en esta
estación del año, en aquella localidad y para aquellos oyentes. Y con todo,
hay tal gradación y desarrollo en ellas, que podrían muy bien señalar hacia
arriba y hacia adelante.
La primera parábola es la del que siembra. Casi podemos imaginarnos
al Salvador sentado en la proa del bote, cuando señala a sus oyentes el
fecundo llano que se ve desde la barca, en que el trigo verdea en su
primera fase de crecimiento y da promesa para la siega. Como este trigo es
el Reino de los Cielos que Él ha venido a proclamar. ¿Como qué? No era
todavía como la cosecha, que está aún en el futuro, sino como el campo,
allí cerca. El sembrador (no un sembrador) salió a sembrar la buena
simiente. Si recordamos un modo de sembrar particular (si no estoy
equivocado) de aquellos tiempos, la parábola gana mucho en viveza.
Según las autoridades judaicas se podía sembrar por dos métodos, ya que
la semilla podía ser echada a mano ( )מפולת ידo haciendo uso de animales
(buey, asno) (( )מפולת שווריסArakh. 25 a, línea 18 desde la base). En este
último caso se llenaba de trigo un saco con agujeros y se ponía sobre el
lomo del animal, de modo que al ir éste avanzando, la semilla iba saltando
a sacudidas y repartiéndose. Así, podría muy bien resultar que cayera de
modo indiscriminado sobre el terreno duro del camino, o en lugares
pedregosos pero cubiertos con una capa leve de suelo, o donde los espinos
12
no hubieran sido arrancados, o bien en buena tierra. El resultado en cada
caso no tiene por que ser repetido. Pero ¿qué significado transmitiría todo
esto a los oyentes judíos de Jesús? ¿En qué forma este sembrar y
crecimiento eran semejantes al Reino de Dios? Sin la menor duda, no en el
sentido que ellos esperaban. Para ellos había solamente una rica cosecha,
cuando Israel daría abundante fruto. Además, ¿qué era la semilla, y quién
era el sembrador?, o ¿qué podía significar que hubiera varias clases de
terreno y diferencias en la productividad?
A nosotros, tal como el Señor la explica, todo esto nos parece sencillo
y llano. Pero a ellos tenía que serles ininteligible y ocasión para
malentendidos, a menos que realmente estuvieran en la relación debida
con el Reino de Dios. La condición inicial requerida era creer que Jesús
era el Sembrador divino, que su Palabra era la semilla del Reino; que no
había otro sembrador sino Él, y no había semilla alguna distinta del Reino
que no fuera su Palabra. Si se admitía esto, por lo menos había puestas las
premisas correctas para entender «este misterio del Reino». Según el
modo de ver judío, el Mesías tenía que aparecer en pompa exterior y con
ostentación de poder para establecer el Reino. Pero ésta era la misma idea
del Reino con que Satán había tentado a Jesús al comienzo de su
ministerio. En oposición a ella había ahora este «misterio del Reino»,
según el cual este Reino consistía en la recepción de la semilla de la
Palabra. Esta recepción dependía de la naturaleza del terreno, esto es, de la
mente y el corazón de los oyentes. El Reino de Dios estaba dentro: no
venía con ostentación de poder y, peor aún, el campo sobre el cual era
sembrada la semilla no era ya Israel o los oyentes del Evangelio. Él había
traído el Reino: el Sembrador había salido a sembrar. Esto era la gracia
gratuita, el Evangelio. Pero la semilla podía caer junto al camino y perecer
sin llegar a brotar. O podía caer en pedregales y allí brotar rápidamente,
pero marchitarse antes de dar fruto. O podía caer entre espinos, que
crecían más rápidamente que ella; y así, aunque mostraba promesa de
fruto, aparecía grano en la espiga, el fruto no llegaba a madurar (se vuelve
infructuosa) porque los espinos crecieron más rápidamente y ahogaron el
trigo. Finalmente, a estas tres formas deficientes de terreno, en el cual la
semilla no había brotado, o sólo brotado, o dando promesa de fruto, o no
darlo a perfección, correspondía un triple grado de frutecer en el suelo,
según el cual producía a treinta, a sesenta o a ciento por uno, en la medida
variable de su capacidad.
Por el hecho de que incluso los discípulos fallaron en la comprensión
de todo el importe de este «misterio del Reino», podemos hacernos cargo
de lo extraña y no judía que esta parábola del Reino mesiánico tiene que
haberles parecido a aquellos a quienes los fariseos ya habían influenciado
con su interpretación de la persona y la enseñanza de Cristo. Y con todo,
¡estos mismos oyentes estaban cumpliendo, aunque fuera de modo
inconsciente, lo que Jesús estaba diciéndoles en la parábola!
Aunque no sabemos si la parábola que sólo recoge Marcos (4:26–29),
del crecimiento de la semilla sin ser observada, fue presentada en
particular a los discípulos o, según parece más probable, a ellos y a la
gente en la orilla, éste es el lugar más apropiado para insertarla. Si la
primera parábola, referente al Sembrador y al campo de siembra, resultaba
para todos los que estaban fuera del gremio del discipulado un «misterio»,
mientras que a los que estaban dentro les daba conocimiento de los
mismos misterios del Reino, esto podría decirse aun más plenamente de
esta parábola segunda o suplementaria. En ella estamos viendo la porción
del campo que en la primera parábola se describe como tierra buena. «El
Reino de Dios es como un hombre que echa semilla en la tierra; y ya
duerma, ya se levante, de noche y de día, la semilla brota y crece de un
modo que él mismo no sabe. La tierra da el fruto por sí misma, primero el
tallo, luego la espiga, después grano abundante en la espiga; y cuando el
fruto lo admite, enseguida mete la hoz, porque ha llegado la siega». El
significado de todo esto parece claro. Tal como el sembrador, después de
haber echado la semilla a la tierra, ya no puede hacer más –se va a dormir
por la noche, se levanta al hacerse de día, y la semilla entretanto sigue
creciendo, aunque el sembrador no sepa cómo, y cesa en sus actividades
hasta que llega el momento en que el fruto está maduro, en que
inmediatamente mete la hoz–, así es el Reino de Dios. La semilla está
sembrada; pero su crecimiento continúa dependiendo de la ley inherente a
la semilla y al terreno; dependiendo también de la bendición del cielo, en
cuanto a sol y lluvia, hasta el momento de la madurez, cuando llega el
tiempo de la siega. Sólo podemos ir ocupándonos de nuestra labor
cotidiana, o echarnos a descansar, en tanto que día y noche se van
alternando; vemos que crece la semilla, pero no sabemos cómo. No
obstante, con toda seguridad va a madurar, y cuando ha llegado este
momento, inmediatamente se mete la hoz porque ha llegado la hora de la
cosecha. Y lo mismo respecto al Sembrador. Su actividad exterior sobre la
tierra tuvo lugar al tiempo de la siembra, y otra vez, al de la cosecha. Lo
que yace entre uno y otro pertenece a otra dispensación, la del Espíritu,
hasta que otra vez Él envíe a sus segadores al campo. Pero todo esto tiene
que haber sido para los de fuera un gran misterio, en modo alguno
compatible con las nociones judaicas, mientras que para los de dentro
resultó ser una gran ampliación de sus conocimientos y un despliegue muy
necesario de los misterios del Reino, con muy amplia aplicación a ellos.
El «misterio» se vuelve aún más misterioso, o, al contrario, es todavía
más aclarado en la parábola siguiente referente a la cizaña sembrada entre
el trigo. Según el modo de ver común, esta cizaña representa el Lolium
temulentum, una forma de cañizo o ballico muy venenoso, común en el
Oriente, «que se asemeja muchísimo al trigo hasta que aparece la espiga»,
o bien (según algunos) otra forma de hierba (Triticum repens) cuyas raíces,
arrastrándose por el suelo, van entrelazándose con las del trigo y las
ahogan. Pero la parábola adquiere más sentido si recordamos que, según
las ideas antiguas judías (y en realidad aún modernas en el Oriente), la
cizaña no es una semilla diferente (Kil. 1. 1), sino solamente una forma
degenerada de trigo (Jer. Kil. 26 d). Tanto si es leyenda como si es
símbolo, el Rabinismo insiste en que la tierra había sido culpable de
fornicación antes del juicio del Diluvio, de modo que cuando se sembraba
trigo, salía cizaña (Ber. R. 28, ed. Vars., p. 53 a, hacia la mitad). Los
oyentes judíos de Jesús, por tanto, pensarían que esta cizaña era el trigo
degenerado, originado al tiempo del Diluvio, debido a la corrupción del
suelo, y que ahora, ¡por desgracia!, estaba brotando en sus campos;
totalmente indistinguible del trigo hasta que aparecía el grano: perjudicial,
ponzoñosa y que requería ser separada del trigo, si este último no había de
quedar inutilizado.
Con estas ideas en mente, procuremos comprender la escena descrita.
Una vez más vemos el campo en el cual está creciendo el trigo, no
sabemos cómo. El tiempo de la siembra ha pasado. «El Reino de los Cielos
es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero
13
mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre
14
ambos». Hasta aquí el cuadro es lo que vemos en la vida y en la
naturaleza, puesto que estos hechos hostiles eran y son todavía comunes en
Oriente. Así que nadie se habría dado cuenta de ello; sea lo que sea la
cizaña en cuanto a su significado, no había modo de distinguirla del trigo.
«Y cuando brotó la hierba y dio fruto, entonces apareció también la
cizaña». Lo que sigue es también fiel a los hechos, ya que según el
testimonio de algunos viajeros se hacen enormes esfuerzos en el Oriente
para arrancar la cizaña. De modo similar, en la parábola, los siervos del
dueño de la casa preguntan cuál es el origen de la cizaña; y cuando se les
contesta: «Un enemigo ha hecho esto», los siervos preguntan: «¿Quieres,
pues, que vayamos inmediatamente, la juntemos y la arranquemos?» (en el
original, distinto en algunas versiones). La ausencia de referencia alguna a
desarraigar y quemar la cizaña tiene por objeto indicar que el único
propósito de los siervos es mantener el trigo puro y sin mezcla para la
siega. Pero este su objetivo final quedaría frustrado por el procedimiento
que su celo exagerado sugiere. En realidad, sería por completo imposible
distinguir la cizaña del trigo, y la parábola sigue bajo esta suposición, que
por el fruto se darán a conocer. Pero en el momento presente la separación
sería por completo imposible, a menos que también arrancaran el trigo con
la cizaña. Porque la cizaña había sido sembrada entre el trigo, no al lado, y
sus raíces y hojas estaban entrelazadas. Y así, tienen que crecer juntos
hasta la cosecha. Entonces el peligro ya no existe, porque el período del
crecimiento había pasado y el trigo tenía que ser recogido en el granero.
Éste será el momento de mandar a los segadores que primero recojan la
cizaña en manojos para quemarla, para que después el trigo, puro y sin
mezcla, pueda ser almacenado en el granero.
Aunque el cuadro sea en conformidad a la vida real, con todo, la
parábola era, de todas ellas, quizá disconforme a la mente judaica y, por
tanto, misteriosa e ininteligible. De ahí que los discípulos tuvieron que
pedir especialmente que ésta y sólo ésta les fuera explicada, cuyo tema
principal ha sido designado como la parábola de «la cizaña» (Mt. 13:36).
No obstante, ésta era quizá la que ellos necesitaban entender con
preferencia. Porque ya «el Reino de los Cielos ha pasado a ser» así, aunque
la aparición del fruto no se ha hecho manifiesta, la cizaña ha sido
sembrada entre el trigo. Pero ellos tenían que aprenderlo pronto con su
propia amarga experiencia y como una penosa tentación (Jn. 6:66–70), y
no sólo con respecto a la multitud voluble e impresionable, ni aun al
reducido círculo de seguidores profesos de Jesús, sino que, ¡ay!, en medio
de ellos mismos había un traidor. Y tenían que aprenderlo más y más en el
tiempo venidero, como nosotros tenemos que aprenderlo en todos los
15
tiempos hasta que quede completada la Edad, o Aeon. En extremo
necesaria, aunque también misteriosa, es también otra lección, como ha
mostrado la experiencia de la Iglesia, puesto que casi en cada período de
su historia ha habido testimonio, no sólo de haberse repetido la propuesta
de dejar el trigo puro cuando está creciendo, recogiendo y arrancando la
cizaña, e incluso haciéndolo con denuedo. Todo esto se ha visto que es
inútil, porque el campo es el ancho mundo, no una secta reducida; porque
la cizaña ha sido sembrada en medio del trigo y el que lo ha hecho es el
enemigo; y porque, si se quisiera arrancarla, se vería que las raíces y hojas
de la cizaña y el trigo están entrelazadas y se causaría daño al trigo. Pero
¿por qué tratar de arrancar la cizaña, de no ser por un celo que no
discierne? O ¿qué tenemos que ver nosotros, los siervos del dueño, con
esta actividad que nos ha sido mandada por el dueño? El «fin de la edad» o
del mundo será testigo de la cosecha, cuando no sólo será realizada sin
peligro la separación de la cizaña y el trigo, sino que esto será una
necesidad. Porque el trigo tiene que ser allegado al granero y la cizaña
atada en manojos y quemada. Entonces los segadores serán los ángeles de
Cristo, la cizaña recogida, «todo lo que sirve de tropiezo, y los que hacen
iniquidad», y la quema de los mismos será «echándolos en el horno del
16
fuego».
Más misteriosa todavía si es posible, e incluso más necesaria, era la
instrucción de que el enemigo que había sembrado la cizaña era el Diablo.
A los judíos y más aún a nosotros mismos puede parecernos un misterio
que en «el reino mesiánico del cielo» hubiera una mezcla de cizaña con el
trigo, más misterioso aún porque el Bautista había predicado que el
Mesías venidero limpiaría del todo su era. Pero a los que estaban
capacitados para aceptarla se les explicó que se debía al hecho de que el
Diablo era el «enemigo» de Cristo y de su Reino, y que era él quien había
sembrado la cizaña. Ésta sería, al mismo tiempo, la respuesta más efectiva
a la acusación farisaica de que Jesús era la encarnación de Satán y el
vehículo de su influencia. Y una vez se les hubo enseñado sobre esto,
tenían todavía que aprender las lecciones de la fe y la paciencia,
relacionadas con el hecho de que la buena semilla del Reino crecía en el
campo del mundo; por lo que, debido a las mismas condiciones de su
existencia, la separación por la mano del hombre era imposible en tanto
que el trigo estuviera creciendo. Sin embargo, la separación tendría sin
duda lugar al término de la gran cosecha, que sería un desastre terrible
17
para los hijos del Maligno, y, al revés, como el sol resplandeciente para
los justos en el Reino preparado por su Padre.
Las primeras parábolas tenían por objeto presentar los misterios del
Reino, ilustrados por la siembra, el crecimiento y la mezcla de la semilla.
Las dos parábolas finales presentan otra característica igualmente
misteriosa del Reino: la de su desarrollo y poder, contrastando con la
pequeñez y debilidad de sus comienzos. En la parábola de la semilla de
mostaza esto se muestra en relación con el reino del mundo exterior; en la
de la levadura, con referencia al mundo dentro de nosotros. La una exhibe
lo extensivo de su poder, la otra, lo intensivo; en ambos casos, al principio
escondido, casi imperceptible, y al parecer por completo inadecuado al
resultado final. Una vez más decimos que estas parábolas tienen que haber
sido del todo ininteligibles a todos los que no veían el Reino en el humilde
y despreciado Nazareno y en su enseñanza. Pero para esos cuyos oídos,
ojos y corazones estaban listos para captarlo, no solamente contenían la
instrucción más necesaria, sino el aliento y seguridad preciosos. En
consecuencia, no hallamos que los apóstoles pidieran o recibieran
interpretación de estas parábolas.
Unos comentarios breves van a poner delante de nosotros claramente
el significado especial de estas parábolas. Aquí también las ilustraciones
empleadas estaban a la mano. Cerca estaban los campos, cubiertos de trigo
que crecía verde y lozano, al cual Jesús señalaba; puede que hubiera un
huerto en el que crecían hierbas, arbustos y plantas, y la alquería o casa del
dueño, cuya esposa en aquel momento estaba a la vista, ocupada en la
preparación semanal del pan. En todo caso, es necesario tener en cuenta el
carácter casero de estas ilustraciones. La misma idea de parábola implica
no una exactitud estricta y científica, sino un carácter pictórico popular. Es
característico de las mismas el presentar trazos vívidos que apelan a la
mente popular, y exhibir analogías de verdades más elevadas que así
pueden ser captadas fácilmente por todos. Aquellos a los que se dirigían
no tenían por que sopesar cada detalle –bien lógica o científicamente–,
pero sí al instante reconocer lo apto de la ilustración presentada a la mente
popular. Así, con respecto a la primera de las dos parábolas, la semilla de
la planta de mostaza era tenida en el habla popular como la menor de todas
18
las semillas. De hecho, la expresión «pequeño como una semilla de
mostaza» había pasado a ser un proverbio, y era usada no sólo por nuestro
Señor (Mt. 17:20), sino frecuentemente por los rabinos, para indicar una
cantidad muy pequeña, como una sola gota de sangre (Ber. 31 a), una
contaminación mínima (Nidd. v. 2) o el resto de un destello de sol en el
firmamento (Vayyik. R. 31, ed. Vars., vol. iii., p. 48 a). Pero cuando ha
crecido es mayor que las hortalizas y se hace como un «árbol» o, como
Lucas dice, un gran árbol (Lc. 13:18, 19); naturalmente, no en
comparación con los otros árboles, sino con los arbustos en los huertos.
Este crecimiento de la semilla de mostaza era también un hecho bien
conocido en aquel tiempo, en realidad observado todavía en el Oriente.
Éste es el primero y el más importante de los puntos de la parábola. El
otro, respecto a los pájaros que son atraídos por sus ramas y se alojan
19
(hacen tiendas) en ellas, o bien bajo su sombra. Este rasgo resultaría muy
gráfico, y podemos entender fácilmente que los pájaros fueran atraídos a
las ramas o sombra de la planta de mostaza, cuando sabemos que la
mostaza en Palestina era mezclada con el alimento para los pichones (Jer.
Shabb. 16 c), y es de suponer que buscado por otros pájaros. Y el sentido
general sería captado muy fácilmente, porque un árbol cuyas ramas
extendidas ofrecían alojamiento a los pájaros del cielo, era una figura
familiar del Antiguo Testamento para un reinado poderoso que daba abrigo
a las naciones (Ez. 31:6, 12; Dn. 4:12, 14, 21, 22). En realidad, era usado
de modo específico como una ilustración del Reino mesiánico (Ez. 17:23).
Así, la parábola señalaría esto tan lleno de misterio para los judíos pero
que explicaba el misterio de modo tan claro a los discípulos: que el Reino
de los Cielos, plantado en el campo del mundo como la menor de las
semillas, en una forma muy humilde y poco esperanzadora, crecería hasta
pasar a todas las plantas similares y daría cobijo a todas las naciones bajo
el cielo.
A este poder extensivo del Reino correspondía su carácter intensivo,
fuera en el mundo en general o en el individuo. Éste fue el tema de la
última de las parábolas, dirigida en esta ocasión al pueblo: la de la
levadura. No tenemos por que recurrir a métodos ingeniosos para explicar
«las tres medidas», o seahs, de harina en las cuales debía ser escondido.
Tres seahs eran un efa (Men. vii), cuya exacta capacidad difería en los
diferentes distritos. Según la medida antigua original bíblica o del
desierto, sería el espacio en que cabrían 432 huevos (Erub. viii. 2, 83 a),
mientras que el efa de Jerusalén era un quinto de éste, y el de Séforis (o
20
Galilea), dos quintos o, según otros, una mitad mayor. El mezclar tres
21
medidas de harina era común en tiempos bíblicos y también posteriores.
No se implica, pues, aquí, nada más que un proceso común en la vida
diaria, ordinaria. Y en esto verdaderamente se halla el punto preciso de
esta parábola: que el Reino de Dios, cuando se recibe por dentro, es como
la levadura escondida pero que gradualmente satura, asimila y transforma
el conjunto de una vida común.
Con esta caracterización tan misteriosa y poco judía para la multitud
incrédula del Reino del Cielo, el Salvador despidió a la gente. Ya les había
dicho bastante, si tenían oídos para oír. Y ahora estaba otra vez a solas con
los discípulos «en la casa» en Capernaum, a la cual habían regresado (Mt.
13:36; comp. v. 10 y Mr. 4:10). A los discípulos les habían llegado muchos
pensamientos nuevos y profundos sobre el Reino. Pero ¿por qué había
hablado Jesús a la multitud de modo tan diferente con respecto no sólo a la
forma, sino también a la sustancia de su enseñanza? ¿Y habían entendido
del todo su solemne significado ellos mismos? De un modo más especial,
¿quién era el enemigo cuya actividad iba a poner en riesgo la seguridad de
la cosecha? De esta cosecha ellos ya habían oído hablar en el camino hacia
Samaria (Jn. 4:35). ¿Y qué era aquella «cizaña» que había de continuar en
medio de ellos hasta la separación por el juez en el fin del mundo? A estas
preguntas dio respuesta Jesús ahora. Su explicación de la razón para
adoptar la forma presente de enseñar por parábolas les daría también una
mejor comprensión en estos mismos misterios del Reino, cuya
22
presentación había sido el objeto de estas parábolas. Su explicación no
solicitada de los detalles de la primera parábola llamaría la atención sobre
puntos que podrían de otro modo haber pasado desapercibidos, pero que,
como advertencia e instrucción, les convenía tener a la vista.
La comprensión de esta primera parábola parece que les mostró cuánto
había escondido en su enseñanza, y estimuló su deseo de entender lo que la
presencia y maquinaciones de los fariseos podía, en parte, haberles llevado
a percibir de un modo vago. Sin embargo, no era a los fariseos que el
Señor se refería. El enemigo era el Diablo; el campo, el mundo; la buena
semilla, los hijos del Reino; la cizaña, los hijos del Maligno. Y de modo
especial, el Señor, en este caso, no explicó la parábola en sus detalles
como en el primer caso, sino sólo para indicar, por así decirlo, los pasos
que debían dar para su comprensión. Esto, no sólo para entrenar a los
discípulos, sino porque –al revés de la primera parábola– la de la cizaña
sólo progresivamente desplegaría su significado en el futuro.
Pero ni aun esto era todo. Los discípulos ahora tenían conocimiento
respecto a los misterios del Reino. Pero este Reino no era cuestión de
comprensión solamente, sino de aprehensión personal. Esto implicaba el
descubrimiento de su valor, adquisición individual del mismo y entrega de
todo para su posesión. Y este misterio del Reino fue transmitido a
continuación a los discípulos en las parábolas dirigidas especialmente a
ellos y adecuadas sólo para ellos.
Por más que sean afines o, mejor, se hallen íntimamente unidas, las
diferencias entre las dos parábolas: la del tesoro escondido en el campo y
la de la perla de gran precio –que explicó ahora a sus discípulos–, son
bastante marcadas. En la primera, alguien que probablemente podemos
considerar que intentaba comprar un campo –si no este mismo campo–
descubre un tesoro escondido allí y, gozoso, se desprende de todo lo que
23
tiene para adquirirlo, y con ello el tesoro escondido que había encontrado
inesperadamente. Se ha expresado alguna dificultad respecto a la
moralidad de una transacción así. Como respuesta puede observarse que al
menos era en conformidad total con la ley judía (B. Met. 25 a, b). Si un
hombre encontraba un tesoro en monedas sueltas entre el trigo, era
ciertamente suyo si había comprado el trigo. Si lo había hallado en el
suelo, igualmente le pertenecía, si podía alegar posesión del suelo, y aun si
el campo no fuera suyo, a menos que otro pudiera probar que tenía derecho
al mismo. La ley llegaba a adjudicar al comprador de frutos todo lo que se
encontraba entre estos frutos. Esto bastará para vindicar una cuestión de
detalle que, en todo caso, no es bueno subrayar demasiado en una historia
en forma de parábola.
Pero volvamos a nuestro análisis. En la segunda parábola tenemos un
comerciante prudente que viaja en busca de perlas, y cuando halla una que
excede en valor a todo el resto, va y vende todo lo que tiene a fin de
adquirir aquella joya única. El valor supremo del Reino, el deseo
consiguiente de apropiárselo y la necesidad de desprenderse de todo lo
demás para este propósito son los puntos comunes a esta parábola y la
precedente. Pero, en su caso, se hace notar que este tesoro está escondido
de la vista común en el campo, y el que lo halla hace un descubrimiento
inesperado del mismo, lo que le llena de gozo. En el otro caso, el mercader
está ya en busca de perlas pero tiene el acumen suficiente para darse
cuenta del valor excepcional de esta gema, y la gran sabiduría mayor de
renunciar a toda búsqueda ulterior y adquirirla renunciando a todo lo
demás. Así que se ponen delante de los discípulos dos aspectos diferentes
del Reino y dos condiciones distintas por parte de los que, por amor a él,
se desprenden igualmente de todo.
Y también la parábola final de la red es en gran manera necesaria. Sin
duda, debían darse cuenta, y esto ocurrió así más y más, que el mero
discipulado –la mera inclusión en la red del Evangelio– no era suficiente.
Al echar la red en el mar de este mundo quedaría incluido mucho que,
cuando se sacaba la red en la orilla, se vería que era inútil y aun
perjudicial. El ser un discípulo, pues, no era bastante. Incluso aquí habría
separación. No sólo la cizaña, que el enemigo había sembrado adrede en
medio del trigo, sino que aun en la red del Evangelio, echada en el mar una
vez llevada a la playa, incluía lo que únicamente servía para ser «echado al
horno del fuego, donde será el llanto y el crujir de dientes».
Así termina este día de primavera, de enseñanza por primera vez en
parábolas, al pueblo junto al lago, y en la casa de Capernaum a los
discípulos. Los perfiles eran borrosos, en sombras que se hacían más
débiles en sus rasgos para el pueblo; eran perfiles borrosos que se hacían
más brillantes y claros a los que eran discípulos. Enseñanza la más
maravillosa de todas, y en todos los aspectos de la misma; que incluso los
críticos negativos admiten que realmente formó parte de la instrucción
original dada por Cristo. Pero si éste es el caso, tenemos dos preguntas de
carácter decisivo que hacer. Sin duda estas parábolas no eran de carácter
judío. Esto se ve, no sólo por la comparación con los modos de ver el
Reino por los judíos, sino por el hecho de que su significado resultó
ininteligible a los oyentes de Jesús y que, por rica que sea la enseñanza
judaica en parábolas, no se puede aducir ningún paralelo previo a ellas en
24
absoluto. Nuestra primera pregunta es, por tanto: ¿de dónde le viene esta
enseñanza no judía, y aun antijudía, respecto al Reino a Jesús de Nazaret?
Una segunda pregunta va todavía más allá. Porque si Jesús no era un
profeta –y si era un profeta, entonces no era Hijo de Dios–, ¿cómo puede
comprenderse que pudiera ser concebida una profecía tan extraña e
inesperada, minuciosamente exacta en todos sus detalles, referente a su
Reino, tal como es la descripción que en parábolas Él da de este Reino?
¿No ha demostrado la Historia, con el extraño e inesperado cumplimiento
de aquello que ningún ingenio humano en aquel tiempo habría podido
predecir y ninguna pluma escribir con tal cantidad de detalle preciso, que
Él es más que un mero hombre, que es Aquél que ha sido enviado de Dios,
el Rey divino del Reino divino, en todas las vicisitudes que este Reino
divino ha de experimentar una vez establecido sobre la tierra?
«¿Y qué era aquella ‘cizaña’ que había de continuar en medio de ellos hasta la separación
por el juez en el fin del mundo? A estas preguntas dio respuesta Jesús ahora. Su explicación
de la razón para adoptar la forma presente de enseñar por parábolas les daría también una
mejor comprensión en estos mismos misterios del Reino, cuya presentación había sido el
objeto de estas parábolas».
Entre las parábolas que se refieren al Reino de Dios, destaca la alegoría de la siega aplicada al
momento en que el dueño de la heredad separa la cizaña del trigo. Ésta es la imagen de un
segador perteneciente a la decoración románica del baptisterio de la catedral de Parma.
Capítulo 24
(Mateo 8:18, 23–27; Marcos 4:35–41; Lucas 8:22–25)
.
Capítulo 25
(Mateo 8:28–34; Marcos 5:1–20; Lucas 8:26–39)
En Gadara. La curación de los endemoniados
Parece haber una correspondencia notable entre los dos milagros que
Jesús había obrado al partir de Capernaum y los que hizo a su regreso. En
un sentido son complementarios entre sí. El calmar la tormenta y la
curación del endemoniado eran manifestaciones del poder absoluto
inherente en Cristo; la recuperación de la mujer y la resurrección de la hija
de Jairo, evidencia de la eficacia absoluta de la fe. Lo improbable del
dominio sobre la tormenta, y la orden dada a una legión de demonios,
corresponde a la de la recuperación obtenida de esta forma y la
restauración cuando la enfermedad ha pasado realmente a la muerte.
Incluso las circunstancias parecen corresponderse, aunque en polos
opuestos; en un caso, la Palabra hablada a los elementos inconscientes; en
el otro, el toque del que Cristo no es consciente; en un caso, la orden
absoluta de Cristo sobre un mundo de demonios que se resisten; en el otro,
la certeza absoluta de la fe contra el elemento hostil, del hecho
consumado. Así, el carácter divino del Salvador aparece en lo absoluto de
su omnipotencia y el carácter divino de su misión en la omnipotencia de la
fe que origina.
A la orilla, en Capernaum, había muchos congregados aquella mañana
después de la tormenta. Puede haber sido que los botes que le
acompañaron habían regresado ya al abrigo amistoso, antes de que la
tempestad se abatiera sobre el lago con furor, y habían traído nuevas
alarmantes de tormenta. Allí estaban ahora congregados en la calma de la
mañana amigos que miraban ansiosos en espera del conocido bote que
llevaba al Maestro y sus discípulos. Y cuando fue divisado en lontananza,
rumbo a Capernaum, la multitud también se reuniría en espera del regreso
de Aquél cuyas palabras y hechos eran realmente misterios, pero misterios
del Reino. Y rápidamente, cuando Él puso el pie sobre la orilla, le dieron
la bienvenida, le rodearon, pronto se agolparon a su alrededor
apretujándolo (ver Lc. 8:45; Mr. 5:31), una multitud curiosa, ávida,
expectante. Era como si hubieran estado todos «esperándole» y que Él
hubiera estado fuera demasiado tiempo para su impaciencia. Las noticias
se esparcieron rápidamente, y llegaron a dos casas donde se necesitaba
ayuda; donde, realmente, sólo Él podía ser de alguna utilidad. Los dos más
directamente afectados salieron a buscar esta ayuda casi al mismo tiempo,
impulsados por los mismos sentimientos de esperanza. Tanto Jairo, el
principal de la Sinagoga, como la mujer que padecía de continuas
hemorragias, tenían fe. Pero la debilidad de un caso procedía del exceso y
amenazaba abocar en superstición, mientras que la debilidad del otro era
debida a defecto y amenazaba terminar en desesperación. En ambos casos
la fe tenía que ser estimulada, probada, purificada y perfeccionada; en
ambos lo buscado era humanamente hablando inalcanzable, y los medios
empleados, al parecer, impotentes; con todo, en ambos los resultados
externos e internos requeridos fueron alcanzados por medio del poder de
Cristo y por la disciplina peculiar a la que, en su ordenación omnisciente,
fue sometida la fe.
Suena casi como una confesión de derrota absoluta, cuando los críticos
negativos (como Keim) tienen que basar sus explicaciones míticas de esta
historia en el supuesto significado simbólico de lo que ellos designan
como el nombre ficticio del principal de la Sinagoga –Jair, «él dará luz»
(Jesu v. Nazar. ii. 2, p. 472)–, y cuando (Strauss, Leben Jesu, 2, p. 135)
además apelan a la correspondencia entre la edad de la doncella y los años
(doce) durante los cuales la mujer había sufrido estas hemorragias o flujo
de sangre. Esta coincidencia en realidad es tan trivial que no merece ser
tomada en serio; puesto que no puede haber conexión concebible entre la
edad de una niña y la duración de la enfermedad de una mujer, o
realmente, entre los dos casos, excepto esto: que los dos acudieron a Jesús.
Por lo que se refiere al nombre Jairo, el supuesto simbolismo es
inadecuado mientras haya razones internas que se opongan a la hipótesis
de que sea ficticio. Porque parece muy poco probable que Marcos y Lucas
hubieran hecho fácil el descubrimiento de «un mito» al romper sin
necesidad el silencio de Mateo, dando el nombre de una persona tan
conocida como un principal de la Sinagoga de Capernaum. Y esto más aún
por el hecho de que el nombre, aunque ocurre en el Antiguo Testamento y
en las filas del partido nacionalista en la última guerra judía (Josefo,
1
Guerra, vi. 1.8, final), aparentemente no era común. Pero éstas son
dificultades relativamente pequeñas en el camino de la interpretación
mítica.
Jairo, uno de los principales de la Sinagoga de Capernaum, tenía una
2
hija única, la cual, en el tiempo de este relato, había pasado la infancia y
llegado al período en que la Ley judaica declara a una mujer mayor de
3
edad. Aunque Mateo, contrayendo todo el relato a un breve sumario,
habla de ella como si ya hubiera muerto cuando ocurrió la súplica de Jairo
a Jesús, los otros dos evangelistas, dando detalles más plenos, describen su
situación como si estuviera a punto de morir, literalmente «en su último
aliento» (in extremis). A menos que su enfermedad hubiera sido a la vez
súbita y en extremo rápida, lo cual no es probable, es difícil entender por
qué su padre no había apelado a Jesús el día previo si su fe era tal como se
supone generalmente. Pero si, como muestra todo el tenor de la historia, su
fe había sido sólo general y apenas formada, podemos explicar más
fácilmente la demora. Sólo en la hora de la necesidad suprema, cuando su
única hija yacía moribunda, recurrió a Jesús. Había necesidad de
perfeccionar esta fe, por un lado en la perseverancia de la seguridad y por
otro en la energía de la confianza. La una fue conseguida por medio de la
dilación causada por la solicitud de la mujer, la otra por haber sobrevenido
la muerte de la niña durante el intervalo.
No había nada no judaico ni que dejara de ser natural en la solicitud de
este dirigente a Jesús. Tenía que haber conocido la curación del hijo del
oficial de la corte, y del siervo del centurión, ocurridas allí o en la
vecindad inmediata; ocurridas, como se decía, por las meras palabras de
Cristo. Porque no había habido imposición de silencio respecto a ellas, ni
habría sido posible. No obstante, en ambos casos la recuperación podía ser
adscrita por algunos a coincidencia, por otros a la respuesta a su oración.
Y quizá esto pueda ayudarnos a entender una de las razones de la
prohibición de Jesús de decir lo que Él había hecho en algunos casos,
mientras que en otros no ordenaba el silencio. Naturalmente, había
ocasiones –tales como la resurrección del joven de Naín y de Lázaro– en
que el milagro había sido realizado de modo tan público que el resultado
de una orden de este tipo habría sido nulo. Pero en otras es posible que la
línea de demarcación fuera la siguiente: el silencio no era ordenado
cuando el resultado obtenido, según las nociones del tiempo, podía ser
atribuido a causas distintas del poder directo divino, mientras que en los
4
otros casos se prohibía la publicidad (siempre que era posible). Y esto por
dos razones: que los milagros de Cristo servían para ayudar, no sobreseer
la fe; para dirigir hacia la persona y enseñanza de Cristo, que era lo que
hacía el beneficio real y divino; no para estimular las expectativas
carnales del pueblo judío, sino para llevar en humildad al discipulado a los
pies de Jesús. En resumen, si solamente se daban a conocer los que no
implicaban por necesidad el Poder Divino (según las nociones judaicas),
entonces no sólo se evitarían la distracción y tumulto del entusiasmo
popular, sino que en cada caso la fe en la persona de Cristo sería requerida
antes de que los milagros fueran recibidos como evidencia de sus
5
pretensiones divinas. Y esta necesidad de la fe era el punto principal.
El que, en vista de la muerte inminente de la niña y que conociendo los
«hechos poderosos» comúnmente atribuidos a Jesús, Jairo se hubiera
dirigido a Él en solicitud de ayuda, no tiene por que sorprendernos si
recordamos con qué frecuencia Jesús tiene que haber hablado en la
Sinagoga con el consentimiento y la invitación de este hombre; y ¡qué
irresistible impresión tuvieron que causarle sus palabras! No es necesario
suponer que Jairo figurase entre los ancianos de los judíos que habían
intercedido a Jesús en favor del centurión; la forma de esta petición
presente se opone más bien a ello. Después de todo, no había nada en lo
que dijo Jairo que un judío de esos días no hubiera dicho a un Rabí, como
Jesús tenía que ser considerado en Capernaum por todos los que no
creyeron la horrible acusación lanzada por los fariseos de Judea contra Él.
Aunque no podemos indicar ningún caso en que la imposición de manos de
un gran rabino fuera buscada para la curación, combinada con la oración,
sin duda habría estado en completa conformidad con los modos de ver
judaicos del tiempo. La confianza en el resultado, expresada por el padre
en los relatos de Marcos y Mateo, no es citada por Lucas. Y quizá, siendo
el lenguaje de un oriental, no debería ser tomado en su estricta literalidad
como indicativo de una convicción real por parte de Jairo de que el hecho
de que Jesús impusiera sus manos sobre ella restauraría a la muchacha.
Pero sea como sea, cuando Jesús seguía al dirigente hacia su casa y la
multitud se «agolpaba alrededor de Él» en ansiosa curiosidad, otra persona
se acercó a Él en aquella muchedumbre cuya historia interior era muy
diferente de la de Jairo. La enfermedad que esta mujer padecía desde hacía
doce años la convertía levíticamente en «inmunda». No tiene que haber
sido rara en Palestina, y allí respondía muy mal al tratamiento, como en
nuestros días, cuando es tratada por la ciencia moderna, a juzgar por el
número y variedad de remedios prescritos y por su carácter. En una hoja
del Talmud (Shabb. 110 a y b) se dan nada menos que once remedios
diferentes, de los cuales sólo seis pueden ser considerados como tónicos
astringentes, mientras el resto son meramente producto de la superstición,
6
a la cual se recurre en ausencia del conocimiento. Pero lo que tiene de
interés real para nosotros es que, en todos los casos en que se prescribían
astringentes o tónicos, se ordenaba que, mientras la mujer tomaba el
remedio, había que decir estas palabras: «Levántate (Qum) de tu flujo». No
es sólo que los medios psíquicos tienen, al parecer, que acompañar a la
terapia física de la enfermedad, sino la coincidencia en la orden:
«Levántate» (Qum), con las palabras usadas por Cristo al resucitar a la hija
de Jairo, lo que es sorprendente. Pero aquí sólo vemos contraste con las
curas mágicas de los rabinos. Porque Jesús ni usaba remedios, ni le dijo la
palabra Qum a ella cuando la mujer «se acercó entre el gentío por detrás»
para tocarle «el borde de su manto», en busca de curación.
«No es sólo que los medios psíquicos tienen, al parecer, que acompañar a la terapia física de
la enfermedad, sino la coincidencia en la orden: ‘levántate’ (Qum), con las palabras usadas
por Cristo al resucitar a la hija de Jairo, lo que es sorprendente. Pero aquí sólo vemos
contraste con las curas mágicas de los rabinos. Porque Jesús ni usaba remedios, ni le dijo la
palabra Qum a ella cuando la mujer ‘se acercó entre el gentío por detrás’ para tocarle el
‘borde de su manto’, en busca de curación».
Esta representación antiquísima del milagro es del siglo IV y se contempla en las catacumbas
romanas.
De las otras dos prendas mencionadas para los hombres, la Aphqarsin
o Aphikarsus parece que era un artículo de lujo más bien que de necesidad.
Su propósito preciso es difícil de aclarar. Una comparación de los pasajes
en que ocurre el término produce la impresión de que era un gran pañuelo,
usado, en parte, como tocado para la cabeza, y que colgaba de allí y era
16
atado bajo el brazo derecho. Probablemente se llevaba también sobre la
parte superior del cuerpo. Pero la circunstancia de que, al revés de otras
prendas, no había que rasgarla en caso de luto (Jer. Moed. K. 83 d) y que
cuando lo llevaban las mujeres era considerada una marca de riqueza
(Nidd. 48 b), muestra que no era una prenda de vestir necesaria y, por
tanto, con toda probabilidad no la llevaba Jesús. Otra cosa ocurre con las
prendas exteriores. Hay varias formas y clases de ellas que aún se usan,
como el más ordinario Boresin y Bardesin –el moderno «albornoz»– hacia
arriba. La Gelima era una capa cuyo «borde» o «costura» es mencionado
de modo especial (( )שיפולי גלימאSanh. 102 b y otros). La Gunda era una
prenda peculiar de los fariseos (Sot. 22 b). Pero la prenda exterior que
llevaba Jesús sería, o bien la llamada Goltha, o más probablemente el
Tallith. Ambas iban provistas de cuatro bordes, con los llamados Tsitsith, o
flecos (orlas). Éstos estaban cosidos a los cuatro lados del vestido exterior,
al parecer en cumplimiento de la orden de Números 15:38–41 y
Deuteronomio 22:12. Al principio, esta observancia parece que era
relativamente simple. La cuestión del número de filamentos o hilos de
estos flecos fue decidida en conformidad con la escuela de Shammai.
Cuatro hilos (no tres, como proponían los hillelitas), cada uno de la
longitud de cuatro dedos (éstos, según la tradición posterior, doblados) y
cosidos a los cuatro lados de lo que debía ser una prenda cuadrada
estrictamente; por lo menos éstas eran las reglas primitivas sobre ella
(Siphré, ed. Friedmann, p. 117 a) La Mishnah deja abierta la cuestión de si
los filamentos o hilos debían ser azules o blancos (Menach. iv. 1). Pero el
Targum pone mucho énfasis en que tenía que haber un hilo de color jacinto
entre los cuatro blancos (Targum Sal.–Jn. sobre Nm. 16:2). Parece,
incluso, implicar el modo peculiar simbólico de anudarlos (u.s. sobre Nm.
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15:38). Más detalles simbólicos fueron añadidos en el curso del tiempo.
Como estos flecos eran cosidos a los bordes de toda prenda cuadrada, la
cuestión de si la prenda superior que llevaba Jesús era la Goltha o el
Tallith es de importancia secundaria. Pero como todo lo que se refiere a su
persona sagrada es de profundo interés, podemos inclinarnos, en nuestro
estado de conocimientos, en favor del Tallith. Ambas prendas son citadas
como vestidos distintivos de los maestros, pero la Goltha (en cuanto
difiere del Tallith) parece ser más peculiarmente rabínica.
Podemos formarnos ahora una idea aproximada de la apariencia
externa de Jesús esa mañana de primavera entre la multitud en
Capernaum. Podemos suponer, con garantías, que iba en el vestido
ordinario, no en el más ostentoso, que llevaban los maestros judíos en
Galilea. El tocado de la cabeza probablemente sería el Sudar (Sudarium)
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enrollado en forma de turbante, o quizá la Maaphoreth, que parece haber
servido de cobertura para la cabeza, y haber descendido sobre la nuca y los
hombros, algo así como el «pugaree» indio. Llevaría los pies calzados con
sandalias. La Chaluq, o si se quiere la Kittuna, que formaba su vestido
interior, tiene que haberle ido muy justa, y le llegaba hasta los pies, puesto
que no sólo la llevaban los maestros, sino que se consideraba como
absolutamente necesaria para todo el que quisiera leer públicamente o
«targumar» las Escrituras, o ejercer alguna función en la Sinagoga (Tos.
Megill. iv., p. 45 b, líneas 17 y 16 desde la base). Como sabemos, era «una
túnica sin costura, de un solo tejido, de arriba abajo» (Jn. 19:23). Hacia la
cintura iría ceñida por una faja. La faja no se llevaba al exterior, sobre el
vestido suelto, como piensan algunos. Sobre esta túnica interior muy
probablemente llevaría la prenda cuadrada externa, o Tallith (manto), con
sus acostumbrados flecos de cuatro hilos blancos con uno de color jacinto
anudados en cada uno de los bordes. Hay razones para creer que había tres
prendas cuadradas que llevaban estos flecos que, a modo de ostentación,
los fariseos hacían especialmente anchos para atraer la atención, tal como
hacían anchas las filacterias (Mt. 23:5). Aunque Cristo solamente
denunció esta última costumbre, no las filacterias en sí, es imposible creer
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que Él mismo las llevara, fuera en la frente o el brazo. Las Sagradas
Escrituras no dan base de apoyo o justificación para su uso, y sólo el
externalismo de los fariseos podía presentar su uso como cumplimiento de
lo indicado en Éxodo 13:9, 16 y Deuteronomio 6:8; 11:18. La admisión de
que ni los sacerdotes que oficiaban ni los representantes del pueblo las
llevaban en el Templo (Zebhach.19 a y b) parece indicar que esta práctica
no era seguida por todos. Por otra parte, nos negamos a creer que Jesús,
cual hacían los fariseos, llevara filacterias cada día, y todo el día o aun
gran parte del día. Porque los antiguos las llevaban así, y no meramente,
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como en tiempos modernos, sólo durante la oración.
Un comentario más antes de dejar el tema. Nuestras averiguaciones
sobre esta materia también confirman la exactitud del cuarto Evangelio.
Leemos (Jn. 19:23) que los cuatro soldados que crucificaron a Cristo se
repartieron los bienes que Él poseía en su pobreza, quedándose cada uno
parte de su vestido, mientras que para la túnica, que si la dividían habría
sido hecha retazos, echaron suertes. Esta observación incidental da
evidencia de la paternidad judaica del Evangelio, por el conocimiento
preciso que muestra. Las cuatro prendas de vestido repartidas serían el
tocado de la cabeza, las sandalias, la larga faja y el burdo Tallith: las
cuatro aproximadamente del mismo valor. Y la quinta, indivisa, y
relativamente más costosa, «sin costura, de un solo tejido de arriba abajo»,
probablemente de lana, como correspondía a la temporada del año, era la
Kittuna, o prenda interior. Puede parecer lamentable que lo que la
cristiandad habría considerado de tanto valor, fuera dividido como botín
por la soldadesca. Y, con todo, fue mejor para nosotros, puesto que ni
siquiera las advertencias más serias nos habrían impedido que la
veneración debida a estas prendas hubiera pasado los límites de la mera
reverencia con que debía ser considerado lo que llevó Aquél que murió por
nosotros en la Cruz.
¿Podemos, pues, maravillarnos de que esta mujer judía, «habiendo
oído hablar de Jesús» con su conocimiento imperfecto, y en la debilidad de
su fe fuerte, pensara que con sólo tocar su vestido quedaría sanada? No es
sino lo que nosotros mismos podríamos pensar si Él estuviera andando
todavía por la tierra entre los hombres: es el error que, en una forma u
otra, todavía alimentamos cuando, en la debilidad de nuestra fe –la
diástole de la misma–, nos parece que el no poder tocar esta ayuda
percibida exteriormente, o sea, su presencia, nos deja desgraciados y
enfermos, mientras el toque real, aunque sólo fuera de su vestido, nos
traería perfecta curación. Y en algún sentido es realmente así. Porque, sin
duda, el Señor no puede ser tocado por la enfermedad o la desgracia sin
que salga curación de Él, porque es el Hombre-Dios. Y Él es también el
Salvador amante y compasivo, que no desdeña ni se vuelve de nuestras
debilidades en la manifestación de nuestra fe, como tampoco se volvió de
aquella que tocó el borde de su vestido para ser curada. Podemos
figurarnos la escena mentalmente cuando, mezclada con los demás que se
apretujaban alrededor y contra el Señor, ella extendió su mano y «tocó el
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borde de su manto», muy probablemente la larga Tsitsith o uno de los
bordes de la Tallith. Podemos comprender que la mujer, con una
enfermedad que no sólo la hacía inmunda levíticamente y en una época en
que una mujer no podía permitirse libertades públicamente, pensando en
Aquél cuya palabra, dicha a distancia, había traído curación a otros,
procurara de esta forma conseguir lo que deseaba. ¡Qué fe tan fuerte el
esperar ayuda donde toda ayuda humana, buscada con ansia y durante
mucho tiempo, había fallado del todo! Y ¡qué fe tan fuerte el esperar que
incluso el mero contacto con Él, el toque de su manto, haría que pasara a
ella tal poder divino que la dejaría curada! Con todo, en esta misma fuerza
se halla su debilidad. Ella creía tanto en Él, que sentía que no tenía
necesidad de apelarle personalmente; veía tales obstáculos para hacerle su
petición, que, creyendo tan fuertemente en Él, consideró suficiente tocarle;
y no ya a Él mismo, sino una prenda de ropa que en sí no tenía poder ni
valor, aunque se lo daba el contacto con la persona divina. Es aquí donde
su fe estaba rodeada de un peligro doble. Su exceso podía degenerar en
superstición, como los árboles en su vigor echan brotes que deben ser
cortados si se quiere obtener fruto de ellos, pues agotarían, en su
exuberancia, sus propias vidas. No eran los vestidos con que Él aparecía
entre los hombres y que tocaban su cuerpo sagrado, ni aun este cuerpo,
sino Él mismo el que daba curación. Además, existía el peligro de perder
de vista lo que, como elemento moral, es necesario en la fe: la petición
personal y el contacto personal con Cristo.
Y todo esto es válido para nosotros. Cuando nos damos cuenta del
misterio de la Encarnación, su amor hacia los suyos y su presencia con
ellos y el poder divino de Cristo, no podemos excedernos, por alto que
pensemos, en lo que está o nos pone en contacto con Él. La Iglesia, los
Sacramentos, el ministerio apostólico de su institución: en una palabra, la
gran Iglesia histórica, que es a la vez su morada, su testigo y su
representante en la tierra desde que Él la instituyó, dotada con el don del
Espíritu Santo y santificada por la promesa cumplida de su eterna
presencia, que es para nosotros lo que el manto que Él llevaba era para
aquella que le tocó. Tendremos todo esto y en gran estima en la medida en
que le tengamos en gran estima a Él. Su esposa la Iglesia; los
Sacramentos, que son la comunión de su cuerpo y su sangre, de su
crucifixión y resurrección; el ministerio y embajada suya, entregada a los
apóstoles, y desde entonces continuado con su dirección y promesa, todo
esto no puede ser de importancia secundaria, tiene que ser muy real y lleno
de poder, puesto que están relacionados y nos ponen a nosotros en tal
relación con Él: los puntos de contacto físicoespirituales entre Él, que es el
Hombre-Dios, y los que, siendo hombres, somos también hijos de Dios.
Con todo, en esta fuerza de nuestra fe se halla su peligro, si no su
debilidad. A causa de su exceso puede pasar a superstición, que es el
adscribir poder a algo distinto del Dios vivo; o bien, al hacernos cargo de
nuestra gran enfermedad, la falta de valor puede privar a nuestra fe de su
elemento moral en el trato y contacto personales con Cristo.
Es muy significativo para nosotros que, en nuestros juicios necios y
nuestras condenaciones inmisericordes de los demás, siempre estamos
poniendo en escena la parábola de los dos deudores; el Señor no
decepcionó la fe de esta mujer por la debilidad de su manifestación, tal
como la pseudo-ortodoxia ordenaría hacerlo. El haber decepcionado su fe,
que había nacido de pensamientos tan elevados acerca de Él, habría sido
negarse a sí mismo, y Él no puede negarse a sí mismo. Pero es muy
significativo también que, aunque no decepcionó su fe, corrigió el error de
su dirección y manifestación. Y a esto se dirigió su conducta subsiguiente
respecto a ella. Tan pronto como ella hubo tocado el borde de su manto,
«ella sintió que su cuerpo había sido curado de su enfermedad».
Asimismo, tan pronto como ella hubo tocado su manto Él lo supo:
«percatándose en su interior de que había salido de él un poder».
Tomando este relato de modo completamente literal, no hay razón para
sobrecargarlo añadiendo lo que no transmite el texto. No hay nada en el
lenguaje de Marcos (traducido correctamente), ni en el de Lucas, que nos
obligue a llegar a la conclusión de que este poder salido, que Él percibió
en sí mismo, había sido mediante un acto de cuyo pleno significado Cristo
no se daba cuenta; en otras palabras, que Él no sabía qué persona le había
tocado, y por qué razón. En resumen, «la salida del poder de dentro de Él»
no era ni inconsciente ni involuntaria por su parte. Era causada por la fe de
ella, no por el hecho de haberle tocado. «Tu fe te ha hecho sana». Y la
pregunta de Jesús no puede descarriarnos, cuando se nos dice que
«inmediatamente», «al instante», Él se volvió entre el gentío, pero no para
ver «quién» le había tocado, sino que «continuaba mirando en torno suyo
para ver a la que lo había hecho». Y esta mirada sin palabras se fijó al fin
sobre ella sola de entre la multitud, que, como Pedro dijo con razón, estaba
apretujándole. La mujer, viendo que no podía esconderse (Lc. 8:47), o sea,
«que no había pasado inadvertida», se adelantó e hizo plena confesión.
Así, aunque en su misericordia Él había sobrellevado su debilidad, y en su
fidelidad no había decepcionado su fe, corrigió también su doble error.
Ella aprendió que no era del vestido, sino del Salvador, de quien procedía
el poder; aprendió también que no era el tocarle, sino la fe en Él, lo que la
había curado, y esta fe siempre tiene que proceder de un trato personal con
Él. Y así Él le dijo la palabra de doble ayuda y seguridad: «Hija, tu fe te ha
sanado, vete en paz»; y ella quedó curada de su aflicción.
Aunque el relato de lo ocurrido es breve, el suceso tiene que haber
causado una demora considerable en el progreso hecho por nuestro Señor
en su marcha a la casa de Jairo. Porque entretanto, la muchacha, que
estaba ya en el último suspiro cuando su padre fue a pedir ayuda a Jesús,
no sólo había muerto, sino que la casa estaba en pleno duelo, llena de
parientes, plañideras y músicos, y se preparaba el entierro. La demora
intencional de Jesús cuando le llamaron para ir a ver a Lázaro (Jn. 11:6)
nos lleva a preguntar si un propósito similar no influenciaría su conducta
en este caso. Pero, aunque no fuera así, ningún resultado de las
disposiciones de Dios depende del azar, sino que es planeado. Las
circunstancias que en su concurrencia dan lugar a un acontecimiento,
pueden ser todas de ocurrencia natural, pero su conjunción es ordenada
divinamente y para un propósito más elevado, y esto es lo que constituye
la Providencia divina. Fue en el intervalo de esta dilación que llegaron los
mensajeros que informaron a Jairo de la muerte real de su hija. Jesús lo
oyó cuando los amigos susurraron a oídos del dirigente que no molestara
ya al Maestro, pero Él no hizo caso, excepto en lo que afectaba al padre.
Su admonición específica al padre a no temer, sino a creer, nos ayuda a
comprender el fallo que amenazaba en la fe del dirigente; quizá, también,
el motivo que había sido causa de la demora de Cristo. La necesidad
extrema, que a partir de ahora requeriría una fe extrema por parte de Jairo,
había ya llegado. Pero en lo que iba a pasar dentro de la casa no tenían que
intervenir extraños. Incluso de entre los apóstoles, sólo pudieron
presenciarlo aquellos que ahora por primera vez, y a partir de entonces,
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formaron su círculo más íntimo. La forma en que Jesús despidió a la
multitud, o les mantuvo a raya, y dónde fue que se apartó de todos sus
discípulos excepto Pedro, Jacobo y Juan, no se ve de modo claro, y en
realidad no es importante. Puede haber dejado a los nueve apóstoles con el
gentío, o fuera de la casa, o partido de ellos en el patio de la casa de Jairo,
antes de entrar en las habitaciones interiores.
Dentro, «el alboroto» y el llanto, los gemidos de los presentes,
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afectados por el duelo o contratados, y el triste sonido de las flautas, todo
ello preparación luctuosa del complicado y ostentoso entierro oriental,
contrastaba con la calma majestuosa de la seguridad de victoria sobre la
muerte con que Jesús había entrado en la casa del luto. Pero incluso siendo
así, Él les dijo, como en circunstancias semejantes nos dice a nosotros, que
la niña no estaba muerta, sino que dormía. Los rabinos también usaban
frecuentemente la expresión «dormir» (demakh, דמך, o דמוךcuando el
sueño es abrumador y opresivo) en vez de la palabra «morir». Es muy
posible que Jesús hiciera uso de esta palabra de doble significado en una
forma semejante a ésta: Talyetha dimkhath («la niña duerme»). Y ellos lo
entendieron bien, a su manera, pero no entendieron lo que Él quería
decirles.
Como tantos otros que ahora oyen estas palabras, aquellos a quienes
fueron dichas en su vulgar realismo se burlaron de Él. Porque ¿no sabían
ellos exactamente que la niña había muerto de veras, incluso antes de
enviar a los mensajeros para que no molestaran al Maestro haciéndole
venir? Pero aun estas burlas sirvieron para un propósito más elevado.
Porque nos muestran dos cosas: que los que estaban en la casa tenían la
certeza de que la niña estaba muerta, y que los que escribieron los
Evangelios consideraron la resurrección de los muertos, si bien dentro de
los límites corrientes de la actividad mesiánica, como algo especial
incluso entre los milagros de Cristo. Y esto también es evidencia, por lo
menos en cuanto prueba que los escritores no registraron el suceso a la
ligera, sino con ideas claras de las demandas que haría sobre nuestra fe.
Lo primero que hizo Cristo fue «echar fuera» a todos los que estaban
doliéndose, porque la casa no era una casa de duelo, y porque con su
conducta demostraban que no eran aptos para ser testigos de la gran
manifestación de Cristo. La impresión que produce el relato es que todo
esto tuvo lugar en presencia del padre, que lo miraba estupefacto, pasivo,
sin tomar parte en nada. El gran temor que había caído sobre él cuando los
mensajeros le comunicaron la muerte de su única hija parece haber dejado
su fe entumecida. Siguió a Cristo como un autómata; presenció el
alboroto, alaridos, endechas, sin interferir en nada; oyó la mofa con que se
contestó a la majestuosa declaración de victoria de Cristo sobre la muerte
sin hacer nada para suprimirla. El fuego de su fe se estaba muriendo como
«pábilo que humea». Pero Jesús no lo apaga.
«La Chaluq podía ser de lino o de lana (Jer. Sanh. 20 c, final). Los hombres de letras la
llevaban hasta los pies. Iba cubierta por una prenda exterior, el Tallith (manto), hasta un
palmo de su borde inferior aproximadamente. La Chaluq estaba en contacto con el cuerpo y
no tenía otra abertura que alrededor del cuello y los brazos. Su borde inferior tenía una
especie de costura».
La túnica ‘Chaluq’, fuera larga o corta, no evitaba que el hebreo se sintiera desnudo sin el
manto, especie de gran paño rectangular que se vestía echado por el hombro. También en
Egipto la túnica se llevaba como una camisa y constaba de una pieza sencilla de lino blanco. La
pieza que aquí podemos ver pertenece a la XVIII Dinastía, hacia 1.400 a.C. (Museo Británico,
Londres)