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Uno de los mayores misterios del tiempo es esa sensación de que pasa más rápido en la medida en

que crecemos y acumulamos años, lo cual puede llevar a lamentaciones por las oportunidades
perdidas.

Los seres humanos poseen una buena capacidad para discriminar duraciones de tiempo, pero los
resultados no son siempre los mismos, pueden variar y ser menos precisos a veces. Por eso
necesitamos un reloj, porque no podemos confiar en nuestras evaluaciones subjetivas.

Hasta donde se sabe, el sentido del tiempo no tiene un órgano específico para procesarlo; sólo es
un cálculo estimativo que hace la gente que desea saber lo que dura algo.

Existen algunas teorías que se aventuran a suponer que puede existir en el cerebro un mecanismo
biológico con la capacidad de evaluar la duración del tiempo, pero aún no se ha encontrado; y
aunque se llegara a descubrir, existen factores que influyen en las estimaciones temporales, como
las circunstancias, el contexto, nuestro estado de ánimo; porque la percepción también difiere en
función de nuestro estado interno, el cual cambia la velocidad de nuestro reloj interno.

Nuestras fluctuaciones de humor, por causa de emociones como la ira o el miedo también
producen fluctuaciones en la estimación del tiempo. A una persona que teme viajar en avión, el
viaje le parecerá más largo que a otra que no siente ese miedo.

El estrés produce una aceleración del reloj interno y esto hace que el mundo exterior parezca
marchar más lento, en cambio cuando estamos más activos nos parece que el tiempo pasa más
rápido.

No tenemos, por así decirlo, un reloj o medidor biológico que informe a nuestro cerebro del
tiempo transcurrido, lo que complica nuestra comprensión de cómo lo consigue. Pero es bien
cierto que todos tenemos un sentido del paso del tiempo que nos hace distinguir muy bien lo que
pasó hace años o días de lo que pasó hace un rato o acaba de suceder. Precisamos más todavía,
pues podemos distinguir minutos de segundos y éstos de milisegundos.

Nuestro cerebro tiene relojes biológicos, como el núcleo supraquiasmático del hipotálamo o la
glándula pineal, que controlan los ciclos de sueño y vigilia y la producción de hormonas y
neurotransmisores que influyen en nuestra fisiología y comportamiento. Pero esas estructuras,
aunque colaboran, no son las encargadas de percibir el tiempo subjetivo. Hay también marcadores
o circunstancias externas que nos ayudan a hacerlo, como los relojes artificiales, los cambios de la
luz del día o incluso el ver crecer a los hijos, en diferentes escalas temporales. Y también los hay
internos, como el propio ciclo de sueño y vigilia, la atención que prestamos a la duración de los
eventos o incluso la vejiga de la orina, que nos marca tiempos de evacuación que pueden servirnos
de referencia. Pero todo eso no es suficiente pues la mayor incógnita sigue siendo cómo el cerebro
representa y percibe el paso del tiempo.

Una clave para descubrirlo la tenemos en los diferentes sentidos, pues el tiempo que percibimos
tiene mucho que ver con ellos. Por ejemplo, evaluamos con más precisión lo que dura un sonido
que lo que dura una imagen visual o un estímulo olfatorio. Lo cual no es extraño, pues, por su
naturaleza, el sistema auditivo es el sistema sensorial humano con más especialización y capacidad
para percibir el tiempo. De ahí que un sencillo truco para percibir con precisión la duración de un
evento corto consista en evocar mentalmente una canción conocida que nos sirva de referencia
temporal. Pero la evaluación del tiempo transcurrido es siempre mejor cuando combinamos
diferentes modalidades sensoriales. De ese modo, para evaluar la duración de una nota musical
nos puede ayudar el ver la nota escrita durante el mismo tiempo que la oímos. Igualmente, el ver
al músico que interpreta la melodía puede permitirnos evaluar su duración con más precisión que
si sólo la oímos. Nuestra capacidad para formar recuerdos es otro componente esencial de la
percepción del tiempo, pues la memoria es siempre necesaria para medirlo. Una de las cosas que
pierden los enfermos amnésicos es precisamente capacidad para percibir el tiempo, tanto de
periodos cortos como largos del mismo.

Todo ello nos hace pensar que en el cerebro humano no existe un único reloj biológico que
marque el tiempo subjetivo, sino quizá diferentes relojes que incluso pueden no estar
sincronizados. De hecho, son muchas las partes del mismo que han sido involucradas en la
percepción del tiempo. Entre ellas podemos citar, además de las cortezas auditiva y visual, la
corteza prefrontal, los ganglios basales e incluso el cerebelo. Una amplia red de neuronas podría
estar entonces implicada en la percepción subjetiva del tiempo. Con todo, hay una cierta
especialización funcional, pues sabemos, por ejemplo, que la corteza visual es necesaria para que
percibamos la duración de una imagen pero no para percibir la de un sonido. Sin embargo, todavía
no sabemos cómo puede representarse en esa o en otras partes de la corteza cerebral el tiempo
percibido para cada evento. El cómo esa representación ocurre podría explicar mucho de lo que
conocemos por experiencia sobre la percepción del tiempo, como el que nos equivocamos más
cuando los tiempos a medir son más largos o, como ya dijimos, cuando no le prestamos suficiente
atención a la duración de lo que sea. El cerebro, en cualquier caso, debe de funcionar bien para
que podamos percibir el tiempo con precisión. Los niños de menos de ocho años tienen una
precisión temporal pobre, debido probablemente a falta de madurez de los circuitos neuronales
que lo permiten, y al llegar la vejez hay también cambios neuronales que hacen que los
marcadores internos se enlentezcan haciendo que el tiempo subjetivo pase más rápido. Es
entonces cuando los años se hacen cortos y la vida en general va más deprisa.

Las observaciones y razonamientos anteriores nos ayudan a comprender el valor que tiene la
percepción del tiempo en nuestras vidas. Es por ello que controlar los factores que influyen en esa
percepción resulta muy importante para nuestra salud. Como muy bien ha explicado el profesor
Ramón Bayés (El reloj emocional; Barcelona: Alienta Ed. 2007), gestionar el tiempo interior, es
decir, el que apreciamos subjetivamente, es algo muy importante para conseguir bienestar. El
tiempo que percibimos no siempre coincide con el deseado. A veces queremos que corra y en
muchas ocasiones desearíamos detenerlo. Conocer sus características y razonar sobre los factores
que determinan el tiempo subjetivo puede ayudarnos a equiparar el tiempo que sentimos con el
esperado, o a modificar nuestro sentimiento para adaptarlo al tiempo objetivo, al que marcan los
relojes. Cuando no es así se disparan los sistemas emocionales del cerebro y si ello perdura se
genera un estado de estrés que perjudica nuestra salud. El lector debe recordar que en situaciones
de estrés las glándulas suprarrenales liberan hormonas como el cortisol que dañan el organismo
ya que pueden producir alteraciones cardiovasculares, depresión del sistema inmunológico y
muerte de neuronas en el cerebro. En general no es bueno estar muy pendientes del tiempo. El
trabajo a destajo o contrarreloj es un buen ejemplo, pues cuando se perpetúa puede acabar
castigando al organismo y debilitando la salud somática y mental de quien lo realiza. Controlar
nuestros tiempos o, por lo menos, tener la sensación de que los controlamos, es un factor clave
del bienestar somático y mental de las personas.

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