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RELACIONES DE PODER Y SUFRIMIENTO

PSÍQUICO. LA INFLUENCIA DEL DIAGNÓSTICO


EN SALUD MENTAL.

Teresa Abad Sierra y Sara Toledano Márquez.


Psicólogas

Son muchos los debates, textos y autores que vienen dando cuenta en los
últimos años del momento de crisis en que se encuentra la psiquiatría. Una
multiplicidad de aspectos están contribuyendo a este estado, desde la falta de
evidencia empírica sobre desequilibrio bioquímico cerebral, al hecho de que los
tratamientos no están reduciendo el número de pacientes con enfermedades
mentales crónicas, el empobrecimiento de la visión sobre los seres humanos
fruto de la utilización de manuales de clasificación diagnóstica, o el
estancamiento actual de la investigación en psicofarmacología y genética. A

estos factores se unen otros, como el aumento del número de personas que
viven en situación de riesgo psicosocial, el debilitamiento de los lazos sociales
y familiares, el incremento de las situaciones de exclusión social, o la presencia
de modelos de conducta lesivos para la salud (Desviat, 2016). La psiquiatría

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actual se caracteriza por la detención en su progreso y la acumulación de los
problemas a los que tiene que enfrentarse (Valdecasas y Vispe, 2013).

No es el propósito de este artículo realizar un análisis pormenorizado de todos


los vértices que dan forma a esta situación de crisis, pero sí vamos a
detenernos en uno de ellos que tiene especial relevancia para el objetivo que
nos convoca: el campo de la salud mental es un espacio social de conflicto por
el poder.

Dentro de la psiquiatría siempre han existido luchas entre biologicistas y


psicologicistas, y los paradigmas provenientes de uno y otro lado han ido
predominando según la época en un movimiento pendular, sin que ninguno
haya llegado a dominar la escena epistemológica completamente (Valdecasas
y Vispe, 2013). Las propuestas terapéuticas han ido cambiando en
consonancia con cada uno de los enfoques dominantes. Haciendo un análisis
en términos de campo social (Castón, 1996), el poder que está en disputa es el
poder de definir, de aportar la definición reconocida socialmente como
verdadera sobre el sufrimiento mental. Quienes tienen ese poder también están
autorizados a determinar las soluciones y controlar los recursos económicos
disponibles (Lorenzini, 2017). Esto viene siendo así desde los orígenes de la
disciplina. Pero lo inédito en la actualidad es la entrada en este campo de
conflicto de nuevos actores principales. Los protagonistas tradicionales venían
siendo los profesionales de la salud mental y las instituciones. La irrupción en
la escena actual de los movimientos de usuarios de servicios y personas
diagnosticadas, así como de los intereses de la industria farmacéutica, está
provocando un recrudecimiento de las tensiones, en el contexto de esta pugna
interminable por quién tiene legítimamente el poder de definir qué y cómo han
de ser las cosas.

A pesar de estas tensiones, el paradigma dominante en la actualidad sigue


siendo el biomédico, no tanto por sus resultados, como por la influencia de
factores económicos y políticos (Desviat, 2016). Este paradigma cuenta con el
apoyo de la industria farmacéutica, que a través de las investigaciones y la

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formación a profesionales que financia, busca legitimar a los profesionales que
trabajan desde esta perspectiva, puesto que es la explicación del sufrimiento
psíquico en términos de enfermedad la que sostiene la venta de productos que
reportan beneficios millonarios. La omnipresencia de la industria farmacéutica
en el campo de la salud mental, que patrocina tanto los congresos, como la
formación a profesionales, la investigación y hasta las asociaciones de
usuarios y familiares, da cuenta de la dimensión de los intereses económicos
que están en juego.

El poder dentro del campo de la salud mental está repartido de manera


desigual y esto no es inocuo, puesto que irrumpe en la relación profesional-
paciente y organiza los lugares desde los que éstos se van a relacionar,
estableciendo quién es el que sabe y quién el que debe hacerse objeto de las
intervenciones y cuidados. El profesional experto, que es quien tiene el poder
de de definir, pone nombre al padecer del que sufre, un nombre que alude
siempre al déficit, al desajuste, a la carencia. Ante
esto, el paciente tiene básicamente dos opciones:
rebelarse contra la etiqueta, hecho que suele
confirmar para los clínicos el estado de enajenación
mental, o someterse y aceptarla, para acabar
convirtiéndola en una suerte de identidad prestada
con la que salir al mundo y comprender, en carne
propia, las implicaciones del estigma, que se instala
desde el mismo momento del nombramiento. Los
pacientes en salud mental son, de este modo,
despojados de la capacidad para definir sus
problemas y, por tanto, de poner en marcha
estrategias propias y genuinas para hacerles frente.

Pero cada vez son más las personas que, habiendo sido diagnosticadas, están
organizándose en colectivos y alzando su voz para revertir esa hegemonía.
Estas personas están denunciando los estragos sufridos tras el diagnóstico y la
necesidad imperiosa de que los derechos humanos se tengan en cuenta de

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verdad dentro del campo de la salud mental. Nos están diciendo a los
profesionales qué cosas les ayudan y cuáles no, y se están agrupando al
margen de los servicios para cuidarse dentro de marcos horizontales y de
apoyo mutuo. Estas personas, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras,
están reclamando recuperar el derecho a poner nombre a sus experiencias,
aludiendo a los efectos beneficiosos que para ellos está teniendo definir lo que
les pasa en sus propios términos, a la vez que señalan los daños personales
que les ha supuesto recibir diagnósticos e intervenciones que les han marcado,
estigmatizado y, en muchos casos, retraumatizado.

El establishment psiquiátrico suele denostar este tipo de movimientos de


personas diagnosticadas, puesto que su intención de reconquistar las palabras
que les han sido arrebatadas para poder nombrarse y definir sus experiencias,
- por ejemplo, autodenominándose “escuchadores de voces”, término que
recoge la experiencia subjetiva en lugar de la etiqueta diagnóstica-, significa un
intento de romper la hegemonía que ostentan unos, los profesionales y la
industria, para redistribuir los capitales asociados a la misma entre todos los
demás. Denostar los movimientos que puedan arrebatarles el capital social y
económico en pugna es una estrategia de resistencia para conservar el poder.
Los intentos por romper hegemonías y redistribuir los recursos siempre han
generado resistencias.

Mientras el modelo biomédico sigue en la búsqueda de los marcadores


biológicos de la enfermedad mental, movimientos como el de Escuchadores de
Voces (Hearing Voices Movement) y enfoques de tratamiento como el Diálogo
Abierto - que aparecen como ejemplos de otra manera de hacer las cosas-,
crecen y se expanden a nivel internacional, y demuestran que es posible
desarrollar una práctica diferente a la hegemónica y a la vez contar con el
respaldo de los resultados de la investigación.

Desde el Movimiento de Escuchadores de Voces, se defiende la escucha de


voces como una parte natural de la experiencia humana. Consideran que las
voces tienen significados que pueden entenderse en el contexto de

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acontecimientos de la vida y circunstancias sociales, emocionales y/o
interpersonales. Aceptan que pueda haber diversas explicaciones para el
mismo fenómeno, y defienden el derecho de las personas a apropiarse de su
experiencia y elegir cómo definirla. La escucha de voces se reconoce como un
fenómeno al que se puede dar sentido y que se puede afrontar a través del
apoyo mutuo (Corstens et al, 2014).

Por su parte, el enfoque de Diálogo Abierto basa su práctica en la


conceptualización de la psicosis como un aspecto más de la naturaleza
humana, que nos permite profundizar en la comprensión de quiénes somos.
Los profesionales, desde este enfoque, no son los encargados de definir lo que
le pasa a una persona en crisis, sino los responsables de habilitar contextos
que permitan el desarrollo de un lenguaje común para experiencias que, de
otro modo, no se podrían comunicar. Todas las versiones sobre lo que ocurre
son válidas. El diálogo implica la aceptación de múltiples versiones de la
realidad, no excluyentes, que se conjugan para profundizar en la comprensión
de lo que ocurre. Consideran que lo que le sucede a una persona en crisis le
está ocurriendo también a toda su familia y a su red social, por eso no pivotan
la práctica en encuadres duales profesional-paciente, sino que se reúnen
desde el principio con todos los implicados, lo cual permite un reparto distinto
de la responsabilidad y una gestión del riesgo diferente, y aumenta la
probabilidad de que nadie se quede aislado en su propio sufrimiento (Seikkula
y Arnkil, 2016).

La razón por la que aludimos a estos dos ejemplos es que pensamos que el
análisis de los elementos clave que comparten y que influyen en sus buenos
resultados, puede orientarnos a la hora de pensar qué cambios tenemos que
hacer como profesionales de la salud mental en nuestras prácticas para dar
respuesta a la crisis de paradigma y organizar maneras de hacer que no
vulneren los derechos humanos. Ambos ejemplos comparten muchos aspectos,
pero hay uno que nos parece fundamental: sostienen el derecho de las
personas a definir lo que les pasa en sus propios términos, con lenguajes
diferentes al clínico.

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Hoy, que volvemos a hablar de necesidad de reforma, no podemos repetir las
mismas soluciones esperando resultados diferentes. Dado que uno de los
vértices de la crisis tiene que ver con la lucha de poder en el campo de la salud
mental, la solución no puede pasar por el establecimiento de nuevas teorías y/o
técnicas provenientes sólo del lado profesional, puesto que esto mantendría el
reparto desigual de poder y, en el fondo, no estaríamos cambiando nada. Es
decir, no se trata de reformar la asistencia, sino las ideas que subyacen al
acercamiento profesional a las personas que sufren. Nuestra realidad social
actual requiere nuevas lógicas, unas que - si queremos que de verdad
signifiquen un cambio- necesariamente van a implicar una ruptura. Para poder
establecer nuevas lógicas, un camino posible es encontrar los aspectos
comunes que articulan las lógicas actuales, estrategia que nos lleva a enfocar
directamente lo que, en nuestra opinión, es el núcleo organizador de toda la
práctica en salud mental: el diagnóstico.

El diagnóstico en salud mental


Hay un hecho común a todas las actividades que se realizan en salud mental:
el diagnóstico, que permite determinar la población susceptible de ser incluida
en su campo y de ser diana de los métodos de tratamiento psiquiátrico. Pero a
pesar de su centralidad e importancia, no existen criterios claros, concluyentes
y universalmente aceptados que apoyen que una determinada formulación
diagnóstica es correcta. Es por eso que los actuales sistemas de diagnóstico
psiquiátrico no comparten la misma validez científica que el resto de la
medicina.

El acto diagnóstico es el corazón de la práctica médica. Comprende el conjunto


de observaciones y pruebas que conducen a identificar el proceso patológico
que subyace a una serie de síntomas y signos manifiestos en un cuerpo que se
presenta alterado en su funcionamiento normal. Una vez identificada la
enfermedad, se puede predecir su curso y pueden implementarse tratamientos
específicos dirigidos a modificar el proceso patológico. Sin embargo, en
psiquiatría el diagnóstico está lejos de ser un proceso explicativo de lo que le
ocurre a una persona que dice estar sufriendo psíquicamente -o que

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experimenta emociones, ideas y/o comportamientos inusuales- y pocas veces
supone un hallazgo que determine los resultados del tratamiento.

No está demostrado que haya una enfermedad o estructura psicopatológica


subyacente a las manifestaciones psíquicas, emocionales, conductuales o
cognitivas de un ser humano que está sufriendo y pide ayuda. La investigación
no ha arrojado ninguna evidencia de marcadores biológicos concluyentes que
puedan determinar de manera inequívoca la presencia de una enfermedad
mental (Whitaker, 2015) y, a día de hoy, no existe ninguna prueba objetiva
determinante que sirva para poder diagnosticar.

En psiquiatría, el diagnóstico no se basa en pruebas, sino en palabras, en


suposiciones, en modelos explicativos. Y al igual que las interpretaciones que
hacemos sobre las experiencias humanas están ligadas al contexto cultural y al
momento histórico en que vivimos, el diagnóstico también lo está. Por ejemplo,
la presencia de alucinaciones auditivas se considera en nuestra cultura un
indicador de esquizofrenia. En cambio en otras culturas no significa
necesariamente un fenómeno patológico, pudiendo ser codificadas como
presencia de los antepasados (Luhrman, 2014). Del mismo modo, la
homosexualidad era considerada una patología mental hace no demasiados
años y actualmente no se recoge en ninguna clasificación nosográfica de
“enfermedades mentales”.

En los últimos años, se han documentado un buen número de limitaciones


inherentes al proceso de diagnóstico psiquiátrico: escasa o dudosa fiabilidad,
inconsistencia y tendencia a cambios, frecuentes sesgos y su apoyo casi
exclusivo en criterios subjetivos (Timimi, 2013). Y si, como decíamos, la
existencia de una enfermedad subyacente a las manifestaciones conductuales
o psíquicas de un ser humano es un hecho indemostrado, el diagnóstico de
enfermedad o trastorno mental no sería más que una de las posibles narrativas
que se han construido por nuestra cultura para dar sentido a comportamientos,
maneras de experimentar la realidad o relatos subjetivos difícilmente

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codificables desde los cánones normativos existentes en nuestro contexto
social.

El diagnóstico en psiquiatría es, por tanto, un hecho cultural, y también político,


social, y que responde a influencias económicas. Pero en el mismo momento
en que se formula, adquiere dimensión de realidad, perdiendo su vínculo con la
provisionalidad de la hipótesis y obviando su carácter de simple herramienta de
comprensión. Y ese es su mayor riesgo. Que la narrativa diagnóstica sea la
única que tiene reconocimiento y validación social para explicar el sufrimiento
psíquico, y que se presente como una verdad científica, tiene implicaciones
muy importantes en la intervención -produciendo en ocasiones efectos
indeseados- y consecuencias subjetivas y sociales para las personas que
reciben una etiqueta. Implicaciones suficientes, en nuestra opinión, como para
poder cuestionar si daña más que ayuda.

Desde el punto de vista de la intervención, la formulación diagnóstica


desencadena “una serie de procesos a través de los cuales se entroniza al
individuo y a su aflicción en una doble identidad de paciente y enfermo mental
y se asfixian sus posibilidades de ser y de estar fuera de esa identidad
enferma” (Correa-Urquiza, 2014). Todo lo que el diagnosticado diga, haga o
perciba a partir de entonces adquiere la potencia de ser explicado por la
supuesta existencia del proceso patológico nombrado por el clínico. Todo lo
que ocurra fuera del campo de explicación diagnóstica no será atendido, ni
escuchado, reduciendo toda la experiencia del sujeto a lo que puede ser
codificado en términos acordes a la categoría en la que se le clasificó, y
convirtiéndole en un “paciente” las 24 horas del día, en un “enfermo
total” (Correa-Urquiza, 2014). La terapéutica, desde esta perspectiva, se dirige
casi exclusivamente a hacer desaparecer o paliar lo que se entiende que son
“síntomas del proceso patológico”, en ocasiones poniendo este objetivo por
encima del bienestar de la persona que sufre en pro de restaurar su salud
mental, que se entiende de un modo reduccionista como estabilidad emocional,
normalidad o ausencia de síntomas. En respuesta a la explicación que el
experto da a lo que le está ocurriendo, el paciente comienza también a

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interpretar todas sus experiencias en términos de descompensación o
reagudización de su patología, con el consiguiente empobrecimiento de su
posibilidad de entenderse a sí mismo y al contexto relacional en el que habita,
limitando sus posibilidades de cambio (no habría nada que hacer con una
“enfermedad mental”, cuyo origen y desarrollo no tiene nada que ver con el ser
humano que la padece, más que ponerse en manos de un experto).

Si bien es cierto que, para muchas personas, el hecho de nombrar determinada


experiencia de aflicción como “enfermedad mental” produce cierto alivio al
haber encontrado una causa socialmente validada para sus padecimientos, el
precio que se ha de pagar es el de la identificación a la etiqueta diagnóstica -
que resulta en una identidad tomada por la enfermedad-, y la asunción del
lugar social asignado a los “enfermos mentales” en nuestras sociedades. Para
cualquier ser humano, una etiqueta puede transformar el terror del caos en el
bienestar de lo conocido, la imprecisión del sufrimiento en la claridad de la
verdad médica. De hecho, cuando se cometen actos que no entendemos o que
suponen un desafío a nuestras creencias comunes, los diagnósticos de
trastorno mental acuden a la mente tanto de profanos como de expertos en
salud mental, consiguiendo desplazar el comportamiento desde el ámbito
personal o social al terreno más seguro y comprensible de la ciencia médica.
Pero el efecto de esta operación es que el diagnosticado se convierte en la
figura social encarnada de todos estos miedos, de la incomprensión, la
imprevisibilidad y el desafío al “sentido común”, desencadenando las
consiguientes reacciones sociales de desprecio y discriminación, y las
exigencias de que sea la psiquiatría la que se haga cargo de estas situaciones.

Entre las implicaciones del diagnóstico también se pueden encontrar toda una
serie de desventajas legales, que van desde la declaración de incapacidad civil
hasta la posibilidad de ser internado forzosamente u obligado a seguir
tratamiento, pasando por restricciones administrativas y exclusiones de
procedimientos abiertos a cualquier ciudadano (Cabrera y Carralero, 2017).

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Gran parte de los profesionales de la salud mental somos conscientes de que,
en aras del tratamiento, se provoca a los pacientes cierto grado de daño.
Determinadas situaciones, como los ingresos involuntarios, el empleo de
técnicas agresivas o restrictivas de la libertad, o algunas reacciones de los
pacientes -como la insistencia en que no están enfermos, la petición de que se
interrumpan estos procedimientos o la exigencia de alta - hacen que el riesgo
de daño sea más fácil de reconocer. Pero es aquí donde la existencia de un
diagnóstico, y consecuentemente la necesidad de tratamiento, se convierte en
una justificación avalada social y legalmente que permite actuar sin que los
daños que se infringen sean vistos como transgresores de la libertad y la
dignidad humanas, sino como efectos no deseados de tratamientos que
persiguen la curación o el control de la “enfermedad”.

En definitiva, el sufrimiento se sustantiva en enfermedad a través del


diagnóstico, eludiendo la necesaria implicación para tratar de resolver
complejos problemas humanos. El diagnóstico ejerce de barrera ante el
sufrimiento - del que nos podemos distanciar porque responde a una patología
-, y ponerle una denominación diagnóstica nos permite quedarnos fuera de la
ecuación, estableciendo cierta distancia con lo que podría ocurrirnos a nosotros
en tanto seres humanos. Si tiene un nombre, es una patología, y nosotros no la
tenemos. Pero pensamos también que el corazón de la práctica en salud
mental, más que centrarse en la lucha por la definición del problema -modo en
que hemos caracterizado en este artículo las sucesivas crisis de paradigma en
psiquiatría - debería focalizarse en la lucha por encontrar los métodos más
útiles para ayudar a las personas cuando están sufriendo, y por erradicar las
causas que provocan el sufrimiento con todos los recursos disponibles. Y todo
ello desde el mayor de los respetos por la dignidad y la autonomía individual.
La clínica no debería sumarse a las causas del sufrimiento. Por todo esto, nos
parece que se impone la necesidad ética de implicarnos desde nuestras
acciones cotidianas y también con nuestras reflexiones en empujar un cambio
posible en el modo en que estamos tratando el sufrimiento en nuestras
sociedades.

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Una práctica sin diagnóstico
Nuestra propuesta - y la de muchos otros - es radical en el sentido de que
apunta a la raíz, al núcleo organizador de la práctica profesional: el diagnóstico.
El uso de diagnósticos no es exclusivo de un marco teórico concreto (se utiliza
en todas las vertientes de la psiquiatría y en las diferentes corrientes de la
psicología), ni tampoco de una rama profesional determinada (lo utilizan todos
los profesionales que trabajan en el campo de la salud mental). Como hemos
visto, las personas diagnosticadas acaban internalizándolos y utilizándolos
para definirse, convirtiéndolos en identidades prestadas. Y la sociedad también
los adopta como etiquetas al servicio de dinámicas de exclusión social. Los
diagnósticos sirven para encapsular el sufrimiento humano y convertirlo en un
asunto individual, operando una separación entre sanos y enfermos que deja
fuera de la ecuación las causas sociales y existenciales del malestar humano, y
que nos deja fuera de la ecuación como profesionales. Esta separación que
produce entre sanos y enfermos, entre expertos y profanos, engrasa la
maquinaria de un sistema que parece que funciona porque se mantiene en
movimiento, pero que en realidad es un bucle cuyos resultados distan mucho
de aliviar el sufrimiento y acaba generando más problemas de los que parece
poder resolver.

Creemos que es posible desarrollar una práctica sin diagnósticos ni lenguaje


clínico, que promueva un encuentro humano horizontal, donde el respeto por
los derechos humanos se ponga en primer plano. En la configuración actual de
las relaciones de las personas que piden ayuda y los que estamos encargados
de prestársela, el poder se distribuye de manera desigual, y así es más difícil
que se respeten las libertades fundamentales.

Prescindir del diagnóstico se nos presenta como una manera de activar una
reacción en cadena que desemboque en un cambio real en la forma en que,
los profesionales primero, y la sociedad en general después, nos acercamos al
sufrimiento que nos es inherente como seres humanos, y al causado por la
crisis social y moral de la sociedad en que vivimos. Significa remover la pieza

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clave que sustenta las relaciones de poder en salud mental. Implica abrir
nuestra escucha, aceptar realidades diferentes, otorgar valor a la palabra de
los otros, reconocer que ninguno estamos libres de enloquecer, que el
sufrimiento psíquico y emocional forma parte de la vida y que, lo que llamamos
síntomas son reacciones humanas naturales ligadas al contexto en que
aparecen y a las que se puede encontrar significado.

Nos parece que la clínica en salud mental puede ser un encuentro relacionado
con la gestión de la vida, con los desafíos que a veces nos impone y con lo
difícil que se hace vivir en determinadas circunstancias. Y para elaborar y
acompañar estas situaciones, el lenguaje psicopatológico es inútil.
Necesitamos palabras de la vida para hablar sobre la vida. Es posible construir
otra versión de la historia sobre lo que le ocurre a alguien que sufre que
implique un lenguaje cercano a su experiencia, que sea comprensible por el
contexto social y que produzca muchos menos daños.

Queremos salir de la repetición, cambiar las palabras para cambiar los


significados. La “crisis de paradigma” o “la nueva reforma” son maneras de
hablar sobre lo que percibimos que está sucediendo que nos abocan a más de
lo mismo: ante una crisis de paradigma, un nuevo paradigma, un nuevo
modelo, una nueva reforma . Tenemos la responsabilidad de pensar seriamente
en las claves para que este momento no acabe convirtiéndose en una

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repetición. El cambio no pasa - al menos en este momento- por una técnica
nueva, ni por un nuevo enfoque “psi”, ni por un cambio en las estructuras de
asistencia. El cambio es un cambio cultural profundo, que apuesta por un
mundo más equitativo y sostenible. Pero para lograrlo, tiene que empezar por
nosotros mismos. Necesitamos hacer un cambio global de las prácticas en
salud mental, en todos sus estamentos, y un cambio social en la
conceptualización del sufrimiento psíquico. Y un primer paso para conseguirlo
puede ser eliminar los diagnósticos en psiquiatría, para romper el núcleo que
sostiene las relaciones de poder en la atención al sufrimiento humano.

Bibliografía
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