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Son muchos los debates, textos y autores que vienen dando cuenta en los
últimos años del momento de crisis en que se encuentra la psiquiatría. Una
multiplicidad de aspectos están contribuyendo a este estado, desde la falta de
evidencia empírica sobre desequilibrio bioquímico cerebral, al hecho de que los
tratamientos no están reduciendo el número de pacientes con enfermedades
mentales crónicas, el empobrecimiento de la visión sobre los seres humanos
fruto de la utilización de manuales de clasificación diagnóstica, o el
estancamiento actual de la investigación en psicofarmacología y genética. A
estos factores se unen otros, como el aumento del número de personas que
viven en situación de riesgo psicosocial, el debilitamiento de los lazos sociales
y familiares, el incremento de las situaciones de exclusión social, o la presencia
de modelos de conducta lesivos para la salud (Desviat, 2016). La psiquiatría
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actual se caracteriza por la detención en su progreso y la acumulación de los
problemas a los que tiene que enfrentarse (Valdecasas y Vispe, 2013).
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formación a profesionales que financia, busca legitimar a los profesionales que
trabajan desde esta perspectiva, puesto que es la explicación del sufrimiento
psíquico en términos de enfermedad la que sostiene la venta de productos que
reportan beneficios millonarios. La omnipresencia de la industria farmacéutica
en el campo de la salud mental, que patrocina tanto los congresos, como la
formación a profesionales, la investigación y hasta las asociaciones de
usuarios y familiares, da cuenta de la dimensión de los intereses económicos
que están en juego.
Pero cada vez son más las personas que, habiendo sido diagnosticadas, están
organizándose en colectivos y alzando su voz para revertir esa hegemonía.
Estas personas están denunciando los estragos sufridos tras el diagnóstico y la
necesidad imperiosa de que los derechos humanos se tengan en cuenta de
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verdad dentro del campo de la salud mental. Nos están diciendo a los
profesionales qué cosas les ayudan y cuáles no, y se están agrupando al
margen de los servicios para cuidarse dentro de marcos horizontales y de
apoyo mutuo. Estas personas, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras,
están reclamando recuperar el derecho a poner nombre a sus experiencias,
aludiendo a los efectos beneficiosos que para ellos está teniendo definir lo que
les pasa en sus propios términos, a la vez que señalan los daños personales
que les ha supuesto recibir diagnósticos e intervenciones que les han marcado,
estigmatizado y, en muchos casos, retraumatizado.
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acontecimientos de la vida y circunstancias sociales, emocionales y/o
interpersonales. Aceptan que pueda haber diversas explicaciones para el
mismo fenómeno, y defienden el derecho de las personas a apropiarse de su
experiencia y elegir cómo definirla. La escucha de voces se reconoce como un
fenómeno al que se puede dar sentido y que se puede afrontar a través del
apoyo mutuo (Corstens et al, 2014).
La razón por la que aludimos a estos dos ejemplos es que pensamos que el
análisis de los elementos clave que comparten y que influyen en sus buenos
resultados, puede orientarnos a la hora de pensar qué cambios tenemos que
hacer como profesionales de la salud mental en nuestras prácticas para dar
respuesta a la crisis de paradigma y organizar maneras de hacer que no
vulneren los derechos humanos. Ambos ejemplos comparten muchos aspectos,
pero hay uno que nos parece fundamental: sostienen el derecho de las
personas a definir lo que les pasa en sus propios términos, con lenguajes
diferentes al clínico.
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Hoy, que volvemos a hablar de necesidad de reforma, no podemos repetir las
mismas soluciones esperando resultados diferentes. Dado que uno de los
vértices de la crisis tiene que ver con la lucha de poder en el campo de la salud
mental, la solución no puede pasar por el establecimiento de nuevas teorías y/o
técnicas provenientes sólo del lado profesional, puesto que esto mantendría el
reparto desigual de poder y, en el fondo, no estaríamos cambiando nada. Es
decir, no se trata de reformar la asistencia, sino las ideas que subyacen al
acercamiento profesional a las personas que sufren. Nuestra realidad social
actual requiere nuevas lógicas, unas que - si queremos que de verdad
signifiquen un cambio- necesariamente van a implicar una ruptura. Para poder
establecer nuevas lógicas, un camino posible es encontrar los aspectos
comunes que articulan las lógicas actuales, estrategia que nos lleva a enfocar
directamente lo que, en nuestra opinión, es el núcleo organizador de toda la
práctica en salud mental: el diagnóstico.
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experimenta emociones, ideas y/o comportamientos inusuales- y pocas veces
supone un hallazgo que determine los resultados del tratamiento.
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codificables desde los cánones normativos existentes en nuestro contexto
social.
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interpretar todas sus experiencias en términos de descompensación o
reagudización de su patología, con el consiguiente empobrecimiento de su
posibilidad de entenderse a sí mismo y al contexto relacional en el que habita,
limitando sus posibilidades de cambio (no habría nada que hacer con una
“enfermedad mental”, cuyo origen y desarrollo no tiene nada que ver con el ser
humano que la padece, más que ponerse en manos de un experto).
Entre las implicaciones del diagnóstico también se pueden encontrar toda una
serie de desventajas legales, que van desde la declaración de incapacidad civil
hasta la posibilidad de ser internado forzosamente u obligado a seguir
tratamiento, pasando por restricciones administrativas y exclusiones de
procedimientos abiertos a cualquier ciudadano (Cabrera y Carralero, 2017).
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Gran parte de los profesionales de la salud mental somos conscientes de que,
en aras del tratamiento, se provoca a los pacientes cierto grado de daño.
Determinadas situaciones, como los ingresos involuntarios, el empleo de
técnicas agresivas o restrictivas de la libertad, o algunas reacciones de los
pacientes -como la insistencia en que no están enfermos, la petición de que se
interrumpan estos procedimientos o la exigencia de alta - hacen que el riesgo
de daño sea más fácil de reconocer. Pero es aquí donde la existencia de un
diagnóstico, y consecuentemente la necesidad de tratamiento, se convierte en
una justificación avalada social y legalmente que permite actuar sin que los
daños que se infringen sean vistos como transgresores de la libertad y la
dignidad humanas, sino como efectos no deseados de tratamientos que
persiguen la curación o el control de la “enfermedad”.
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Una práctica sin diagnóstico
Nuestra propuesta - y la de muchos otros - es radical en el sentido de que
apunta a la raíz, al núcleo organizador de la práctica profesional: el diagnóstico.
El uso de diagnósticos no es exclusivo de un marco teórico concreto (se utiliza
en todas las vertientes de la psiquiatría y en las diferentes corrientes de la
psicología), ni tampoco de una rama profesional determinada (lo utilizan todos
los profesionales que trabajan en el campo de la salud mental). Como hemos
visto, las personas diagnosticadas acaban internalizándolos y utilizándolos
para definirse, convirtiéndolos en identidades prestadas. Y la sociedad también
los adopta como etiquetas al servicio de dinámicas de exclusión social. Los
diagnósticos sirven para encapsular el sufrimiento humano y convertirlo en un
asunto individual, operando una separación entre sanos y enfermos que deja
fuera de la ecuación las causas sociales y existenciales del malestar humano, y
que nos deja fuera de la ecuación como profesionales. Esta separación que
produce entre sanos y enfermos, entre expertos y profanos, engrasa la
maquinaria de un sistema que parece que funciona porque se mantiene en
movimiento, pero que en realidad es un bucle cuyos resultados distan mucho
de aliviar el sufrimiento y acaba generando más problemas de los que parece
poder resolver.
Prescindir del diagnóstico se nos presenta como una manera de activar una
reacción en cadena que desemboque en un cambio real en la forma en que,
los profesionales primero, y la sociedad en general después, nos acercamos al
sufrimiento que nos es inherente como seres humanos, y al causado por la
crisis social y moral de la sociedad en que vivimos. Significa remover la pieza
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clave que sustenta las relaciones de poder en salud mental. Implica abrir
nuestra escucha, aceptar realidades diferentes, otorgar valor a la palabra de
los otros, reconocer que ninguno estamos libres de enloquecer, que el
sufrimiento psíquico y emocional forma parte de la vida y que, lo que llamamos
síntomas son reacciones humanas naturales ligadas al contexto en que
aparecen y a las que se puede encontrar significado.
Nos parece que la clínica en salud mental puede ser un encuentro relacionado
con la gestión de la vida, con los desafíos que a veces nos impone y con lo
difícil que se hace vivir en determinadas circunstancias. Y para elaborar y
acompañar estas situaciones, el lenguaje psicopatológico es inútil.
Necesitamos palabras de la vida para hablar sobre la vida. Es posible construir
otra versión de la historia sobre lo que le ocurre a alguien que sufre que
implique un lenguaje cercano a su experiencia, que sea comprensible por el
contexto social y que produzca muchos menos daños.
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repetición. El cambio no pasa - al menos en este momento- por una técnica
nueva, ni por un nuevo enfoque “psi”, ni por un cambio en las estructuras de
asistencia. El cambio es un cambio cultural profundo, que apuesta por un
mundo más equitativo y sostenible. Pero para lograrlo, tiene que empezar por
nosotros mismos. Necesitamos hacer un cambio global de las prácticas en
salud mental, en todos sus estamentos, y un cambio social en la
conceptualización del sufrimiento psíquico. Y un primer paso para conseguirlo
puede ser eliminar los diagnósticos en psiquiatría, para romper el núcleo que
sostiene las relaciones de poder en la atención al sufrimiento humano.
Bibliografía
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