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El teatro tiene que ver con la coexistencia de los cuerpos en el mismo tiempo y
espacio. No se trata solo de la acción, sino sobre todo de la interacción: lo que
ocurre entre las personas que accionan. Ahora que la proximidad está prohibida, el
teatro ha desaparecido por un tiempo. El siglo XXI, reflexiona el dramaturgo Rafael
Spregelburd, nos halló asumiendo que el teatro no estaba para comunicar, ni para
enseñar, ni para entretener. Estaba para contagiar: un entusiasmo, unos temores,
unas incertidumbres, unas pulsiones, unos vacíos. ¿Se podrán chupar de otra manera
estos necesarios ingredientes?
¿No sé?, Matías Romano Alemán, 2019 (Gentileza Media Galería)
Súbitamente, como quien despierta de un mal sueño, me pregunto qué fue de los
fabricantes de pajitas, totopos, sorbetes, sorbetos, canutos, absorbentes,
bombillas, cañitas, pitillos, carrizos, calimetes, en fin, de esa cosa que –ya
vemos– ni siquiera supimos nombrar todos juntos de una vez y para siempre. La
mutabilidad del nombre (como la de un virus acorralado) quizás se deba a que nunca
hizo falta aseverar en serio qué era: una inutilidad frívola para chupar lo que se
podía chupar mucho más fácil de otra manera. Hace apenas un año (parece una
eternidad) se prohibió su uso, con lo cual imagino que las fábricas de pajitas: (a)
cerraron o (b) se reconvirtieron en otra cosa o (c) las fabricaron de papiro y
cera. Al parecer, las pajitas de plástico no hacían más que aparecer en el vientre
de delfines muertos y pingüinos. Eran tan pequeñas que no servían ni para
reciclaje: un placer ínfimo e inmediato que se convierte en basura futura de la que
podemos prescindir.
Ahora tenemos que prescindir no solo de las pajitas sino también del teatro: drama,
posdrama, ópera, opereta, varieté, circo, danza, danza-teatro, music hall, mimo,
stand up, karaoke, performance, sketch, cuentacuentos, biodrama, microteatro,
micro-bio-teatro… Ya ven, nos pasa con el nombre más o menos lo mismo que con las
pajitas. Se me objetará con algo de razón que en el caso de los sorbetes si bien
los nombres son cientos el objeto es idéntico. Contraatacaré: la virtualidad
específica del teatro es una sola. Tiene que ver con el convivio, con la
coexistencia de los cuerpos en el mismo tiempo y espacio, de lo cual surgen una
serie de técnicas singulares y un vínculo irrepetible. No se trata solo de la
acción, sino sobre todo de la interacción: lo que ocurre entre las personas que
accionan. No se trata de la mera narración, sino de la actuación, que es bien otra
cosa, que incluso la niega y reinventa mientras la transita. La docena de variantes
mencionadas simplemente son –si se quiere– producto formal de la prominencia de un
material constructivo por sobre los otros: el virtuosismo por encima de lo humano
(¿circo?), el gesto humano virtualizado por sobre la narración causal (¿danza?), la
brevedad y la gastronomía por encima de la complejidad y lo historizante
(¿microteatro?), etc. Pero en todos los casos esa convivencia es necesaria. El
público (del que nada sabemos) deviene espectador cuando expecta, cuando no solo
mira lo que pasa sino que está allí porque –de lo contrario– lo que tendría que
pasar luego no sucederá sin ellos. La presión de su mirada dota de condición
existencial a los acontecimientos más elementales.
Este rito funciona así. Tal como presagió Susanne Langer en Feeling and form
(1953), lo que está ocurriendo sobre el escenario del teatro no es lo que realmente
nos atrae, sino lo que ocurrirá en unos instantes. Cada acto sencillo está preñado
de miles de posibilidades de bifurcación hacia adelante. La vida que se despliega
en el convivio teatral es una vida virtual futura, a diferencia de aquella de la
novela o del cine, que es una vida virtual pasada, ya que está escrita –o filmada–
y congelada en una caja (un libro, un rollo de celuloide) sin nuestra
participación. Puedo suspender una lectura y seguirla en otro momento; pero no
puedo alterar el tiempo de los acontecimientos teatrales. Puedo irme de la sala de
cine; los actores en la pantalla no se enterarán ni se inmutarán ante nuestro
abandono. Otra consecuencia relevante del convivio es que el público se autootorga
una condición de polis: todo –hasta lo más banal– se hace político. Ya que los
espectadores están allí para juzgar lo que pasa, no están solo para disfrutarlo.
Son la Ciudad.
¿Qué se hizo de los fabricantes de pajitas? ¿Se habrán sentido tan abismados como
nosotros, trabajadores del teatro en época de pandemia? No hace falta establecer
aquí las diferencias entre la fabricación y uso de piezas de teatro y la de
pajitas. Dejo como tarea para el hogar que cada uno haga su lista de siete
diferencias. Sin embargo, hoy me asalta en pesadillas todo aquello en lo que ambas
desapariciones se parecen. Su aparente inutilidad, para empezar. Una inutilidad de
la que nos supimos ufanar. Luego de arduas discusiones entre las vanguardias y las
retaguardias, podríamos decir que el siglo XXI nos halló asumiendo que no estábamos
aquí para comunicar, ni para moralizar, ni para enseñar, ni para crear conciencia,
ni para entretener. Estábamos para contagiar. Un entusiasmo, unos temores, unas
incertidumbres, unas pulsiones, unos vacíos. ¿Se podrán chupar de otra manera estos
necesarios ingredientes? Me sorprende reconocer cuántas veces contagio fue la
palabra exacta que usé para definir qué era lo que estaba haciendo al montar una
pieza y al salir a cuerpearla.
La tercera alternativa (fabricar con otro material) es la más engañosa y por eso no
hacemos más que hablar de ella: hacer pajitas de papel, vender bombillas de lata
(como si la lata no contaminara al delfín). En el caso que nos ocupa, se trataría –
por ejemplo– de imaginar un teatro virtual, sin contacto, un teatro sin convivio.
Esta es la parte del asunto que hoy me interesa especialmente.
Sabemos que decir teatro virtual es un oxímoron. Sabemos también que en estos días
los teatros del mundo han empezado a ofrecer piezas prepandémicas grabadas en
video, óperas online, orquestas reunidas por Zoom con un magnetismo circense. Y
sabemos que –al menos a juzgar por las estadísticas nacionales– mucha gente se ha
volcado a estas formas de teatro virtual como nunca antes.
La oferta ya existía, no es nueva. Ya había empresas que ofrecían por un precio
módico suscripciones para ver en el living de casa obras que ya no se daban. Ni
quienes las ofrecen se han hecho dueños de la gallina de los huevos de oro ni
quienes compran el servicio han dejado de visitar los teatros a por más carne
fresca. No hay por qué temer, entonces, que esta hijastra bastarda y provisoria
vaya a reemplazar por siempre al teatro verdadero. En estos días, yo mismo (con la
misma desorientación que todos sobre este planeta) me he encontrado concibiendo
teatros imposibles. Lo menciono solo para explicar con qué tareas coexiste este
breve artículo, además de la de lavar con lavandina cada fruta recién comprada o
tratar de enseñar lectoescritura a mi hijo con unos archivos algo desordenados de
la escuela pública virtual. Un teatro en Suecia, el Folkteatern Göteborg, me pide
una pieza breve para ser representada sin público, con actores a distancia
prudencial sobre el escenario vacío de su sala, que será subida a la programación
online de esa prestigiosa casa. Escribo sabiendo que no se trata de un guion para
un audiovisual; es algo más raro y me dan solo tres días. Ya hemos demostrado que
no habrá teatro sin convivio. Pero Pina Bausch hizo videodanza, rompió un molde y
abrió una brecha insospechada. Usó una limitación y la explotó al máximo. Claro que
se da una Pina Bausch entre dieciocho millones de artistas, pero el desafío me
interesa, sobre todo porque este abril y este mayo y quizás este junio serán así. Y
no me da la cabeza para imaginar un julio ni un agosto. Siempre que escribo es
porque logro definir una limitación. Sin límite, el papel en blanco es una Caribdis
que todo lo devora. Así que imagino un breve entremés sobre unos suecos que
intercambian su departamento con unos extraterrestres. Todo es urgente. Ellos
quieren irse cuanto antes, explican las instrucciones sobre reciclaje de basura y
alimento para el perro. La pieza se llama Dejando Midgard y se filmará seguramente
con actores que se hablan pero no se tocan. Es lo de menos. Lo tengo en cuenta al
escribir. Los extraterrestres serán de mentira. El perro no aparece. Aunque no hay
evidencia científica de que sean contagiosos. Todo es muy rápido y es justo que
nadie se esté dedicando a esclarecer la cuestión de las mascotas cuando hay tantas
otras prioridades. Midgard es –para el vikingo– la tierra. Y el Ragnarok no es el
fin del mundo, sino el fin del mundo conocido. Le espera otro.
Es cierto que la experiencia del balcón (que es la de un teatro nuevo, mal que le
pese al amargo posmoderno) merece una antropología aparte. No me ocuparé yo porque
carezco de las herramientas de la antropología y porque me impregna de desconfianza
la parte del himno, la marcha de las Malvinas y otros patrioterismos de bolsillo.
Pero apuntaré, inventándome las tales herramientas antropológicas, que me
sorprenden dos rasgos del fenómeno. El primero es que la exhibición rocambolesca
para entretener a un vecino que tal vez cuenta con mejores opciones es compulsiva y
reviste un autoritarismo tan simpático que no podemos menos que rendirnos a su
encanto desesperado. Somos público cautivo. No pedimos ni esperamos calidad; nos
divierte tanto lo bien que lo hacen como lo calamitoso. Aún más lo calamitoso. Esto
explica también el morbo (y el éxito) de “Supón”, esa versión traducida y a
cappella de “Imagine” de Lennon, que se regó como un virus de celular para el puro
placer de la población entera: al reconocernos detractores, todos juntos, quizás
surja una patria que nos contenga.
Pero por primera vez nos encontramos ante una situación planetaria que modifica
muchos aspectos de nuestra forma de ver. La imposición de la distancia como regla
básica de convivencia no solo tendrá consecuencias sobre el teatro, sino sobre
todos los rituales. Lo que es evidente es que no podremos sobrevivir sin ritual.
¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué ahora? ¿Por qué escribo en catalán? ¿Por qué nunca
antes se me invitó a participar de acciones semejantes? Esa tarde, cientos de miles
de fotos de personas vivas aparecieron en las redes recordando a cientos de miles
de personas muertas, de muertes perfectamente evitables, de muertes hipócritamente
no evitadas. El acto, desesperado y humilde, no deja de ser una manualidad. Para
confeccionarla, cualquier humano pasa más o menos por las mismas preguntas que me
he hecho yo. ¿Debo sonreír en la foto o está prohibido? ¿Copio la de algún modelo
que haya visto? ¿Qué conviene que se vea de fondo, una pared blanca o un mundo vivo
y en movimiento? ¿Con letra de imprenta (impersonal) o con manuscrita, que es la
huella de mi mano, mi mano también viva? Quien responde a estas preguntas
transforma una torpe actividad práctica en un ritual. De eso se trata.
Esa misma semana, en Nova Scotia, un vecino se disfrazó de policía, pintó su auto
con los colores de la patrulla canadiense y salió por pequeños pueblos costeros a
matar gente; fue por Portapique, por Truro, por Enfield, en dirección a la capital.
Fingiendo ser policía los hacía salir de la casa y los mataba. Todos estaban en
casa, claro, porque estamos en cuarentena. Prendió fuego a algunas viviendas y
también a algunos coches. ¿Qué es esto? ¿Cómo entenderlo? Es una escena más propia
de la vergonzante alienación armamentística de los Estados Unidos; en Canadá
resulta sencillamente impensable. Como el meteorito que el 29 de abril golpearía la
Tierra, mientras debatimos si habrá teatro en los balcones o en las salas.