1. Adviento-Navidad
Textos bíblicos
del nuevo Leccionario de la Misa,
Comentarios patrísticos a los Evangelios
y Temas del Directorio Homilético
PRIMERA EDICIÓN
Preparado por
Alfertson Cedano Guerrero
Homilías
Dominicales
B
1. Adviento - Navidad
Textos bíblicos
del nuevo Leccionario de la Misa,
Comentarios patrísticos a los Evangelios
y Temas del Directorio Homilético
PRIMERA EDICIÓN
Preparado por
Alfertson Cedano Guerrero
1ª Edición:
Sevilla (España), Mayo del 2020.
www.deiverbum.org
www.liturgiaplus.app
Tabla de Contenido
INTRODUCCIÓN GENERAL ............................................1
TIEMPO DE ADVIENTO ..................................................3
Introducción......................................................................3
“Eres tú, Pedro. Quieres ser aquí el Suelo sobre el que caminan los otros... para llegar
allá donde guías sus pasos... Quieres ser Aquél que sostiene los pasos, como la roca
sostiene el caminar ruidoso de un rebaño: Roca es también el suelo de un templo
gigantesco. Y el pasto es la Cruz’’.
Al escribir estas palabras pensaba tanto en Pedro como en toda la realidad del sa-
cerdocio ministerial, tratando de subrayar el profundo significado de esta postración
litúrgica. En ese yacer por tierra en forma de Cruz antes de la Ordenación, acogiendo
en la propia vida –como Pedro– la Cruz de Cristo y haciéndose con el Apóstol “suelo”
para los hermanos, está el sentido más profundo de toda la espiritualidad sacerdotal.
Introducción General
Durante más de veinte años me he dedicado a recopilar las homilías litúr-
gicas y comentarios a los Evangelios de los Padres de la Iglesia y de los últimos
sucesores de Pedro. Ha sido un trabajo paciente que ha supuesto no solamente
recopilar, sino también traducir, ordenar, clasificar, corregir… porque muchas de
las fuentes de las que provenía el texto eran antiguas y los errores (tipográficos
y ortográficos) varios.
Esta obra recoge todo ese trabajo y también alguna novedad. El contenido se
ha organizado de acuerdo a la siguiente estructura:
Son cuatro pilares sobre los que podremos apoyarnos en la preparación de las
homilías, sabiendo que cada contexto es distinto y que cada predicación, también
la nuestra, es una obra de arte en la que se mezcla nuestra criatura de barro con
la asistencia consoladora del Espíritu Santo.
1 A partir de esa nueva traducción de la Biblia se publicaron los nuevos Leccionarios de la Misa, que son los
leccionarios oficiales desde el mes de septiembre del año 2016.
2 — Introducción General
Plan de la Colección
La distribución es la siguiente:
*Incluye también las tres celebraciones del Señor durante el Tiempo Or-
dinario (Santísima Trinidad, Corpus Christi y Sagrado Corazón de Jesús).
3
Tiempo de Adviento
Introducción
El tiempo de Adviento comienza con las primeras vísperas del domingo
que cae el 30 de noviembre, o más próximo a ese día, y concluye antes de las
primeras vísperas de Navidad.2
En los domingos de Adviento las lecturas del Evangelio tienen una ca-
racterística propia: se refieren a la venida del Señor al final de los tiempos
(primer domingo), a Juan Bautista (segundo y tercer domingos), a los aconte-
cimientos que prepararon de cerca el nacimiento del Señor (cuarto domingo).
2 NUALC n. 40.
3 Cf. OLM n. 93.
4 — Tiempo de Adviento
“Este tiempo (...) nos enseña que la venida de Cristo no solo aprovechó a
los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa y aún
hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos,
la gracia que él nos prometió, y si ordenamos nuestra conducta conforme a
sus mandamientos6 ”.
4 Cf. Congregación para el Culto Divino, Directorio Homilético (2014), nn. 78-109.
5 Cf. Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento.
6 Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento.
Introducción — 5
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este tiempo que nos pre-
para a la Navidad, puede preguntarse: ¿yo qué espero? En este momento de mi
vida, ¿a qué tiende mi corazón? Y esta misma pregunta se puede formular a nivel
de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos juntos? ¿Qué une
nuestras aspiraciones?, ¿qué tienen en común?
Del libro del profeta Isaías 63, 16c-17. 19c; 64, 2b-7
¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!
Sales al encuentro
de quien practica con alegría la justicia
y, andando en tus caminos, se acuerda de ti.
He aquí que tú estabas airado
y nosotros hemos pecado.
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
Hermanos:
A vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
Doy gracias a mi Dios continuamente por vosotros, por la gracia de Dios que se os ha
dado en Cristo Jesús; pues en él habéis sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en
toda ciencia; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que no
carecéis de ningún don gratuito, mientras aguardáis la manifestación de nuestro Señor
Jesucristo.
Él os mantendrá firmes hasta el final, para que seáis irreprensibles el día de nuestro
Señor Jesucristo.
Fiel es Dios, el cual os llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor.
EVANGELIO
Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus cria-
dos su tarea, encargando al portero que velara.
Comentario Patrístico
Pero viene nuestro Dios, y no callará. Guardó silencio cuando era juzgado,
pero no lo guardará cuando venga para juzgar. En realidad, ni aun ahora guarda
silencio si hay quien le escuche; pero se dijo: Entonces no callará, cuando reco-
nozcan su voz incluso los que ahora la desprecian. Actualmente, cuando se reci-
tan los mandamientos de Dios, hay quienes se echan a reír. Y como, de momento,
lo que Dios ha prometido no es visible ni se comprueba el cumplimiento de sus
amenazas, se hace burla de sus preceptos. Por ahora, incluso los malos disfrutan
de lo que el mundo llama felicidad: en tanto que la llamada infelicidad de este
mundo la sufren incluso los buenos.
Los hombres que creen en las realidades presentes, pero no en las futuras,
observan que los bienes y los males de la vida presente son participados indistin-
tamente por buenos y malos. Si anhelan las riquezas, ven que entre los ricos los
hay pésimos y los hay hombres de bien. Y si sienten pánico ante la pobreza y las
miserias de este mundo, observan asimismo que en estas miserias se debaten no
sólo los buenos, sino también los malos. Y se dicen para sus adentros que Dios no
se ocupa ni gobierna las cosas humanas, sino que las ha completamente abando-
nado al azar en el profundo abismo de este mundo, ni se preocupa en absoluto de
nosotros. Y de ahí pasan a desdeñar los mandamientos, al no ver manifestación
alguna del juicio.
Domingo I de Adviento (B) — 11
Pero aun ahora debe cada cual reflexionar que, cuando Dios quiere, ve y con-
dena sin dilación, y, cuando quiere, usa de paciencia. Y ¿por qué así? Pues porque
si al presente jamás ejerciera su poder judicial, se llegaría a la conclusión de que
Dios no existe; y si todo lo juzgara ahora, no reservaría nada para el juicio final.
La razón de diferir muchas cosas hasta el juicio final y de juzgar otras enseguida,
es para que aquellos a quienes se les concede una tregua teman y se conviertan.
Pues a Dios no le gusta condenar, sino salvar; por eso usa de paciencia con los
malos, para hacer de los malos buenos. Dice el Apóstol, que Dios revela su repro-
bación de toda impiedad, y pagará a cada uno según sus obras.
“¿Qué quiere decir ‘velo’?” Quiere decir: me esfuerzo para ser un hombre de con-
ciencia. No apago esta conciencia y no la deformo; llamo por su nombre al bien y
al mal, no los confundo; hago crecer en mí el bien y trato de corregirme del mal,
superándolo en mí mismo. Éste es el problema fundamental, que nunca se podrá
disminuir, ni trasladar a un plano secundario. ¡No!, siempre y en todo lugar, se
trata de un problema de primer plano. Tanto más importante, cuanto más nume-
rosas son las circunstancias que parecen favorecer nuestra tolerancia del mal, y
el hecho de que fácilmente nos absolvemos de él, particularmente si así hacen
los demás… “Velo” quiere decir, además, veo a los otros… Velo quiere decir: amor
al prójimo; quiere decir: fundamental solidaridad “interhumana”.
Aquí ya he pronunciado una vez estas palabras, en Jasna Góra, durante el encuen-
tro con los jóvenes, en 1983, año particularmente difícil para Polonia. Hoy las
repito: “¡Estoy cercano a ti, me acuerdo de ti, velo!”
San Juan Pablo II, papa, Discurso a los Jóvenes en la VI Jornada Mundial de la
Juventud, Czestochowa, 14 de agosto de 1991, nn. 4-5.
12 — Tiempo de Adviento
Homilías
Con este domingo, llega a toda la Iglesia esta nueva llamada: la llamada del
Adviento. La anuncia la liturgia, pero, al mismo tiempo, la advierte todo el Pue-
blo de Dios con su sentido de fe. El Adviento constituye no sólo el primer período
del año litúrgico de la Iglesia, sino también la linfa misma de la vida de sus hijos
e hijas.
He aquí ante todo a Isaías, gran Profeta del único y santísimo Dios, que da
expresión al tema de Dios que se aleja del hombre. En su maravilloso texto, un
verdadero poema teológico, que hemos escuchado hace poco, nos da una imagen
penetrante de la situación de su época y de su pueblo, el cual, después de haber
perdido el contacto vital con Dios, se encontró en caminos impracticables: “Se-
ñor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que
no te tema?” (Is 63, 17).
“Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocul-
tabas tu rostro y nos entregabas al poder de nuestra culpa” (Is 64, 6).
¿En qué medida el mundo y el hombre de hoy, su vida y actividad, sus ins-
tituciones saben expresar la verdad de que toda la realidad que nos rodea, y de
modo especial el hombre, corona de la creación, brotan del amor de Dios que lo
abraza todo? ¿En qué medida vosotros, [ciudadanos de Roma,] fieles dé la Iglesia
construida sobre el fundamento de los Apóstoles y miembros de la comunidad
parroquial [dedicada a Santa Francisca Romana], en qué medida nosotros pre-
sentes aquí en este encuentro de Adviento, y todos nuestros hermanos y her-
manas “santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (1 Cor 1, 2), en qué
medida somos portadores y reveladores de este amor? ¿No estamos en poder de
nuestra iniquidad? Un andar a la deriva que aleja de Dios y crea el pecado y el
vacío. ¿No somos testigos y frecuentemente víctimas de un pecado creciente y de
sus consecuencias? De este “pecado del mundo” que obliga a Dios a alejarse del
hombre y de sus problemas, como son hoy la indiferencia y el odio.
14 — Tiempo de Adviento
Todo esto que con una fuerza tan grande, jamás conocida hasta ahora, ame-
naza al hombre, a su “ser hombre” e incluso a su existencia, ¿acaso no es una
señal y una advertencia urgente de que éste no es el camino? Y las palabras: paz,
justicia, amor, hoy tan frecuente y celosamente pronunciadas y divulgadas, quizá
como nunca hasta ahora, y que con tanta fatiga se abren camino hacia su reali-
zación, ¿acaso no son otra versión, más o menos consciente, de las palabras del
Profeta que hemos leído hoy: “Señor, por qué nos extravías de tus caminos y
endureces nuestro corazón para que no te tema” (Is 63, 17)?
Al escuchar las palabras de San Pablo, con las que él da gracias a Dios Pa-
dre por los fieles de la Iglesia de Corinto, que recibieron la fe mediante su servicio
apostólico, no podemos menos de pensar, con profunda emoción y preocupación,
en el mismo don que hay en nosotros.
Y por esto es necesario que viviendo el Adviento renazca esa fe heroica, que
se manifiesta en las palabras del Profeta: “Tú, Señor, eres nuestro Padre; tu
nombre de siempre es nuestro redentor. Señor, ¿por qué nos extravías de tus
caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?” (Is 63, 16-17).
Al mismo tiempo, con esta fe, que se manifiesta también mediante la confe-
sión de los propios pecados va, por lo tanto, una ardiente esperanza: “Jamás oído
oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en Él” (Is
64, 3).
Y de aquí el grito; “Vuélvete por amor a tus siervos y a las tribus de tu here-
dad” (Is 63, 17).
7. ¿Cuál debe ser, pues, nuestro Adviento? ¿Cuál debe ser el Adviento de los
hombres, [del siglo XX,] el Adviento vivido en esta parroquia?
Así, pues, con esta conciencia, hacemos nuestras y decimos con el corazón
las palabras del Salmo responsorial: “Pastor de Israel, escucha… resplande-
ce… Despierta tu poder y ven a salvarnos. Dios de los ejércitos, vuélvete: mira
desde el cielo, fíjate; ven a visitar tu viña… Que tu mano proteja a tu escogido, al
hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti; danos vida, para que invo-
quemos tu nombre” (Sal 80 [79], 2. 3. 15. 18-19).
Este deseo se hace tanto más vivo, cuanto más profundamente volvemos a
sentir “la amenaza” unida con el alejamiento de Dios. Y la vigilancia no es otra
cosa que el esfuerzo sistemático para quedar cercanos a Dios y no permitir su
alejamiento. Significa estar constantemente dispuestos al encuentro.
Cristo, pues, nos dice a todos, reunidos hoy aquí para celebrar la Eucaristía,
dice a cada uno: “Vigilad”, porque es desconocido el momento, pero es seguro
que vendrá. Lo más importante es la fidelidad a la tarea confiada y al don que
nos hace capaces de realizarla. A cada uno se le ha confiado un deber que le es
propio, esa “casa” de la que debe tener cuidado. Esta casa es cada uno de los hom-
bres, es su familia, el ambiente en que vive, trabaja, descansa. Es la parroquia,
la ciudad, el país, la Iglesia, el mundo, del cual cada uno es corresponsable ante
Dios y ante los hombres. ¿Cuál es mi solicitud por esta “casa”, que me ha sido
confiada, para que reine en ella el orden querido por Dios, que corresponde a las
aspiraciones y a los deseos más profundos del hombre? ¿Cuál es mi aportación
a esta obra, que exige un constante poner orden, renovación, fidelidad? He aquí
nuestras preguntas y los deberes del Adviento.
2. “Tú, Señor, eres nuestro padre, desde siempre te llamas nuestro redentor.
¿Por qué, Señor, nos dejas alejarnos de tus caminos, y dejas que nuestro corazón
se endurezca, para que no te tema? “ (Is 63,16-17).
3. Entonces el profeta grita: “¡Vuelve por el amor de tus siervos, por el amor
de las tribus, tu heredad ... ¡Si rasgases los cielos y descendieras!” (Is 63,17-19).
4. “El oído no ha escuchado, el ojo no ha visto qué Dios, fuera de ti, ha hecho
tanto por aquellos que confían en él. Sales al encuentro de quienes practican la
justicia y recuerdan tus caminos” (Is 64, 3-4).
5. Y aquí está la imagen del pecado de Israel, que Isaías tiene ante sus ojos
en su tiempo: “He aquí que tú estabas airado porque hemos pecado y hemos sido
rebeldes. Todos nos hemos vuelto impuros y sucios, todos nuestros actos estaban
manchados de injusticia: todos estamos arrugados como hojas, nuestras iniqui-
dades nos han llevado como el viento. Nadie invocó tu nombre, nadie se redimió
para aferrarse a ti” (Is 64, 4-6).
6. Lo que dirá Isaías (Is 64, 6) ahora es quizás más difícil: “Porque nos escon-
diste el rostro, nos pusiste a merced de nuestra iniquidad”.
Sí. Esto fue cada vez más grave: el hombre se puso a merced de su iniquidad.
Abandonado a sí mismo: a su orgullo por su debilidad. Esto ya era grave en el
primer pecado, el pecado original, sobre el cual leemos en el libro del Génesis y
en San Pablo. Y es grave en nuestra época, la cual evita llamar al pecado por su
nombre, para no encontrarse con él ante el Dios omnisciente que ama. El hombre
puesto “a merced de su iniquidad” es el hombre que no decide arrepentirse y con-
vertirse. El hombre que permanece en pecado contra el Espíritu Santo.
Sí. En este punto, la imagen pintada con las palabras de Isaías es realmente
seria.
“Pero, Señor, tú eres nuestro padre; somos arcilla y tú quien nos da forma,
todos somos obra de tus manos” (Is 64, 7).
Domingo I de Adviento (B) — 19
[Hoy, el obispo de Roma reflexiona sobre estas palabras con vosotros, que
sois la comunidad de la Iglesia romana en la parroquia dedicada a Santa Ana.]
[...]
“Tú, Señor, eres nuestro padre, siempre te llamas nuestro redentor”. Amén.
20 — Tiempo de Adviento
¿Por qué una nueva venida? Porque el legado de la alianza está amenazado
entre los hombres. El salmista grita: “No nos alejaremos de ti, danos vida para
que invoquemos tu nombre” (Sal 80, 19).
Al mismo tiempo, el Apóstol enfatiza que Dios, quien nos llamó a la comu-
nión con su Hijo, “es un Dios fiel” (cf. 1 Cor 1, 9). Se puede decir, volviendo a las
palabras de Isaías, que “ya ha rasgado los cielos y ha descendido” (cf. Is 63,19), y
al mismo tiempo que, en comunión con él, todavía esperamos el Adviento defini-
tivo: el definitivo desgarramiento del cielo en el fin del mundo.
22 — Tiempo de Adviento
10. [...] Cristo, que ha abierto el misterio insondable de su corazón a los pe-
queños, conceda a todos la victoria sobre la “dureza del corazón”, para que poda-
mos “acogernos unos a otros con un espíritu manso y generoso”.
“Alma Redemptoris Mater”, ¡se nuestra guía en el camino que nos lleva a
conocer a tu Hijo!
Domingo I de Adviento (B) — 23
“Que brille tu rostro y nos salve, Señor... Despierta tu poder y ven a salvar-
nos” (Salmo Responsorial).
Dios vino entre nosotros, viene “hoy” y vendrá al final de los tiempos para
liberar al hombre del pecado y hacer un pacto de comunión y amor con él.
3. Pero aún agrega la oración: “Que brille tu rostro y nos salve”. A pesar del
pecado, Dios ha escuchado la invocación de aquellos que confían en él. De hecho,
24 — Tiempo de Adviento
el rostro del Dios invisible se hizo visible en Cristo, su Hijo, quien se convirtió por
la encarnación en “Hijo del hombre”.
Esta es una de las tareas fundamentales a las que la Iglesia [de Roma] desea
dedicarse, con renovado vigor...
A todos os que digo: empeñaos en un esfuerzo generoso para dar una nueva
cara a vuestra comunidad cristiana. Que ella sepa vivir plenamente el Adviento
del Señor y la alegría de su acción salvadora.
Sed signos vivos de la presencia de Cristo, que viene entre vosotros; Compar-
tid la ansiedad de la Iglesia en la búsqueda de almas, multiplicando los enfoques
y las oportunidades de diálogo con los más distantes y con los que aún no parti-
cipan en la vida de la Iglesia.
Tanto la primera como la segunda venida ya han tenido lugar; en cambio, vi-
vimos anticipando la tercera venida de Cristo, en la cual la creación y la redención
encontrarán su cumplimiento definitivo. Quien ha redimido al mundo de una vez
por todas, debe darse cuenta de la gran recapitulación de la creación y, en primer
lugar, de la historia humana, para conducir cada realidad hacia esa plenitud que
solo se puede encontrar en Dios. Regem venturum, Dominum, venite adoremus!
Isaías cree que Dios quiere salvar al hombre; no quiere dejarlo en el pecado
y en la situación de alejamiento, causada por la caída original; Dios quiere encon-
trarse con el hombre como Salvador. Es lo mismo que expresa el versículo ante-
rior al Evangelio que hemos cantado hoy: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y
danos tu salvación” (Sal 84 [85], 9).
26 — Tiempo de Adviento
[...]
¡Amén!
Domingo I de Adviento (B) — 27
1. “Vigilad…, velad” (Mc 13, 35. 37). Esta insistente llamada a la vigilancia y
esta invitación urgente a estar preparados para acoger al Señor que viene, son ca-
racterísticas del tiempo litúrgico de Adviento, que comenzamos hoy. El Adviento
es tiempo de espera y preparación interior para el encuentro con el Señor. Por
tanto, dispongamos nuestro espíritu para emprender con alegría y decisión esta
peregrinación espiritual que nos llevará a la celebración de la santa Navidad…
Queridos hermanos y hermanas, iluminados por la palabra de Dios y sostenidos
por la gracia del Señor, pongámonos en camino hacia el Señor que viene. Pero,
¿para qué “viene Dios” o, como dice a menudo la Biblia, “nos visita”? Dios viene
para salvar a sus hijos, para hacer que entren en la comunión de su amor.
5. “¡Ojalá rasgaras el cielo y bajaras!” (Is 63, 19). Esta intensa invocación
del profeta Isaías expresa de modo eficaz cuáles deben ser los sentimientos de
nuestra espera del Señor que está a punto de venir. ¡Sí! El Señor ya vino a noso-
tros hace dos mil años, y nos preparamos para celebrar, en la próxima Navidad,
el gran acontecimiento de la Encarnación. Cristo cambió radicalmente el curso
de la historia. Al final, volverá en su gloria, y nosotros lo esperamos, esforzándo-
nos por vivir nuestra existencia como un adviento de esperanza confiada. Es lo
que queremos pedir con esta celebración litúrgica.
Que Dios nos asista con su gracia, para que iniciemos con impulso y buena
voluntad el itinerario del Adviento, saliendo al encuentro de Cristo, nuestro Re-
dentor, con las buenas obras (cf. Oración colecta). María, Hija de Sión, elegida
por Dios para ser Madre del Redentor, nos guíe y acompañe; haga fecunda y llena
de alegría nuestra preparación para la Navidad...
efecto, recogeremos los frutos de nuestro trabajo cuando Cristo entregue al Padre
su reino eterno y universal. María santísima, Virgen del Adviento, nos obtenga
vivir este tiempo de gracia siendo vigilantes y laboriosos, en espera del Señor.
Basílica de San Lorenzo Extramuros en el 1750º aniversario del martirio de San Lorenzo.
Domingo 30 de noviembre del 2008.
Hoy iniciamos con toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo camino de
fe, para vivir juntos en las comunidades cristianas, pero también, como siempre,
para recorrer dentro de la historia del mundo, a fin de abrirla al misterio de Dios,
a la salvación que viene de su amor. El Año litúrgico comienza con el tiempo de
Adviento: tiempo estupendo en el que se despierta en los corazones la espera del
retorno de Cristo y la memoria de su primera venida, cuando se despojó de su
gloria divina para asumir nuestra carne mortal.
Del mismo modo, Isaías, el profeta del Adviento, nos hace reflexionar hoy
con una apremiante oración, dirigida a Dios en nombre del pueblo. Reconoce las
faltas de su gente, y en cierto momento dice: “Nadie invocaba tu nombre, nadie
salía del letargo para adherirse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas
al poder de nuestra culpa” (Is 64, 6). ¿Cómo no quedar impresionados por esta
descripción? Parece reflejar ciertos panoramas del mundo posmoderno: las ciu-
dades donde la vida resulta anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el
hombre el único amo, como si fuera él el artífice y el director de todo: construc-
ciones, trabajo, economía, transportes, ciencias, técnica, todo parece depender
sólo del hombre. Y, a veces, en este mundo que se presenta casi perfecto, suceden
cosas desconcertantes, en la naturaleza o en la sociedad, por las que pensamos
que Dios se ha retirado, que, por así decir, nos ha abandonado a nosotros mis-
mos.
Francisco, papa
La persona que está atenta es la que, en el ruido del mundo, no se deja llevar
por la distracción o la superficialidad, sino que vive de modo pleno y consciente,
con una preocupación dirigida en primer lugar a los demás. Con esta actitud nos
damos cuenta de las lágrimas y las necesidades del prójimo, y podemos percibir
también sus capacidades y sus cualidades humanas y espirituales. La persona
mira después al mundo, tratando de contrarrestar la indiferencia y la crueldad
que hay en él y alegrándose de los tesoros de belleza que también existen y que
deben ser custodiados. Se trata de tener una mirada de comprensión para reco-
nocer tanto las miserias y las pobrezas de los individuos y de la sociedad, como
para reconocer la riqueza escondida en las pequeñas cosas de cada día, precisa-
mente allí donde el Señor nos ha colocado.
63, 17), pero esto era el resultado de la infidelidad del mismo pueblo (cf. 64, 4b).
También nosotros nos encontramos a menudo en esta situación de infidelidad a
la llamada del Señor: Él nos muestra el camino bueno, el camino de la fe, el cami-
no del amor, pero nosotros buscamos la felicidad en otra parte.
Estar atentos y vigilantes son las premisas para no seguir “vagando fuera de
los caminos del Señor”, perdidos en nuestros pecados e infidelidades; estar aten-
tos y alerta, son las condiciones para permitir a Dios irrumpir en nuestras vidas,
para restituirle significado y valor con su presencia llena de bondad y de ternura.
Que María Santísima, modelo de espera de Dios e icono de vigilancia, nos guíe
hacia su Hijo Jesús, reavivando nuestro amor por él.
El evangelista san Marcos narra: «Se llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y
empezó a sentir espanto y angustia. Les dijo: “Mi alma está triste hasta la muer-
te. Quedaos aquí y velad”» (Mc 14, 33-34).
Los relatos evangélicos de Getsemaní muestran dolorosamente que los tres dis-
cípulos, elegidos por Jesús para que estuvieran cerca de él, no fueron capaces de
velar con él, de compartir su oración, su adhesión al Padre, y fueron vencidos por
el sueño. Queridos amigos, pidamos al Señor que seamos capaces de velar con
él en la oración, de seguir la voluntad de Dios cada día incluso cuando habla de
cruz, de vivir una intimidad cada vez mayor con el Señor, para traer a esta “tierra”
un poco del “cielo” de Dios.
Temas
Tribulación final
y venida de Cristo en gloria
CEC 668-677, 769:
668 “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y
vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su
humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: po-
see todo poder en los cielos y en la tierra. El está “por encima de todo principado,
potestad, virtud, dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las
cosas” (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28)
y de la historia. En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación en-
cuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.
669 Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf.
Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permane-
ce en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo,
en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia,
o el reino de Cristo presente ya en misterio” (LG 3), “constituye el germen y el
comienzo de este Reino en la tierra” (LG 5).
Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican:
“Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20; cf. 1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del estableci-
miento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según
los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de
la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo
del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado
todavía por la “tribulación” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta
también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1
Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc
13, 33-37).
675 Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba
final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La per-
secución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-
20) desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa
que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante
el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del
Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí
mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Ts
2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).
36 — Tiempo de Adviento
676 Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez
que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no
puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatoló-
gico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del
Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma
política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso” (cf. Pío XI,
carta enc. Divini Redemptoris, condenando “los errores presentados bajo un falso
sentido místico” “de esta especie de falseada redención de los más humildes”; GS
20-21).
677 La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua
en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Rei-
no no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13,
8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último
desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el cielo a
su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la
forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este
mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13).
769 La Iglesia “sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo” (LG 48), cuan-
do Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, “la Iglesia avanza en su peregrinación a
través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios” (San Agustín,
De civitate Dei 18, 51; cf. LG 8). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor
(cf. 2Co 5, 6; LG 6), y aspira al advenimiento pleno del Reino, “y espera y desea
con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria” (LG 5). La consumación de
la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes
pruebas. Solamente entonces, “todos los justos descendientes de Adán, ‘desde
Abel el justo hasta el último de los elegidos’ se reunirán con el Padre en la Iglesia
universal” (LG 2).
451 La oración cristiana está marcada por el título “Señor”, ya sea en la invita-
ción a la oración “el Señor esté con vosotros”, o en su conclusión “por Jesucristo
nuestro Señor” o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: Ma-
ran atha (“¡el Señor viene!”) o Marana tha (“¡Ven, Señor!”) (1 Co 16, 22): “¡Amén!
¡ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).
1130 La Iglesia celebra el Misterio de su Señor “hasta que él venga” y “Dios sea
todo en todos” (1 Co 11, 26; 15, 28). Desde la era apostólica, la liturgia es atraída
hacia su término por el gemido del Espíritu en la Iglesia: ¡Marana tha! (1 Co 16,22).
La liturgia participa así en el deseo de Jesús: “Con ansia he deseado comer esta
Pascua con vosotros [...] hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” (Lc
22,15-16). En los sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su heren-
cia, participa ya en la vida eterna, aunque “aguardando la feliz esperanza y la
manifestación de la gloria del Gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (Tt 2,13).
“El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven! [...] ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,17.20).
Santo Tomás resume así las diferentes dimensiones del signo sacramental:
“Unde sacramentum est signum rememorativum eius quod praecessit, scilicet pas-
sionis Christi; et desmonstrativum eius quod in nobis efficitur per Christi passio-
nem, scilicet gratiae; et prognosticum, id est, praenuntiativum futurae gloriae”
— “Por eso el sacramento es un signo que rememora lo que sucedió, es decir, la
pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que se realiza en nosotros en virtud
de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que
preanuncia la gloria venidera” (Summa theologiae 3, q. 60, a. 3, c.)
2817 Esta petición es el Marana Tha, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven,
Señor Jesús”:
827 “Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha”, no conoció el pecado,
sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en
su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y
busca sin cesar la conversión y la renovación” (LG 8; cf UR 3; 6). Todos los miem-
bros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf 1 Jn 1,
8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena
semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues,
congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías
de santificación:
2677 “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... ” Con Isabel, nos
maravillamos y decimos: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?”
(Lc 1, 43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra;
podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora por nosotros
como oró por sí misma: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Confiándonos
a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: “Hágase tu volun-
tad”.
2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Su-
plicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez
más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de
pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él,
como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como
el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que
afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza
es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros peca-
dos” (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos
en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).
40 — Tiempo de Adviento
[...] Finalmente, un último punto que quizás parezca un poco difícil para noso-
tros. En la conclusión de su primera carta a los Corintios, san Pablo repite y pone
también en labios de los Corintios una oración surgida en las primeras comu-
nidades cristianas del área de Palestina: Maranà, thà! que literalmente significa
“Señor nuestro, ¡ven!” (1 Co 16, 22). Era la oración de la primera comunidad
cristiana; y también el último libro del Nuevo testamento, el Apocalipsis, se con-
cluye con esta oración: “¡Ven, Señor!”. ¿Podemos rezar así también nosotros? Me
parece que para nosotros hoy, en nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar
sinceramente para que acabe este mundo, para que venga la nueva Jerusalén,
para que venga el juicio último y el Juez, Cristo. Creo que aunque, por muchos
motivos, no nos atrevamos a rezar sinceramente así, sin embargo de una forma
justa y correcta podemos decir también con los primeros cristianos: “¡Ven, Señor
Jesús!”.
Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por otra
parte, queremos que acabe este mundo injusto. También nosotros queremos que
el mundo cambie profundamente, que comience la civilización del amor, que
llegue un mundo de justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo
esto. Pero ¿cómo podría suceder esto sin la presencia de Cristo? Sin la presencia
de Cristo nunca llegará un mundo realmente justo y renovado. Y, aunque sea de
otra manera, totalmente y en profundidad, podemos y debemos decir también
nosotros, con gran urgencia y en las circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Se-
ñor! Ven a tu modo, del modo que tú sabes. Ven donde hay injusticia y violencia.
Ven a los campos de refugiados, en Darfur y en Kivu del norte, en tantos lugares
del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre los ricos que te han
olvidado, que viven sólo para sí mismos. Ven donde eres desconocido. Ven a tu
modo y renueva el mundo de hoy. Ven también a nuestro corazón, ven y renueva
nuestra vida. Ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos ser
luz de Dios, presencia tuya. En este sentido oramos con san Pablo: Maranà, thà!
“¡Ven, Señor Jesús”!, y oramos para que Cristo esté realmente presente hoy en
nuestro mundo y lo renueve.
No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
Yo, el Señor,
te he llamado en mi justicia,
te cogí de la mano, te formé
e hice de ti alianza de un pueblo
y luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la cárcel,
de la prisión a los que habitan en tinieblas».
42 — Tiempo de Adviento
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
No olvidéis una cosa, queridos míos, que para el Señor un día es como mil años y mil
años como un día.
El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con
vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión.
Pero el Día del Señor llegará como un ladrón. Entonces los cielos desaparecerán estre-
pitosamente, los elementos se disolverán abrasados y la tierra con cuantas obras hay en
ella quedará al descubierto.
Puesto que todas estas cosas van a disolverse de este modo, ¡qué santa y piadosa debe
ser vuestra conducta, mientras esperáis y apresuráis la llegada del Día de Dios!
Ese día los cielos se disolverán incendiados y los elementos se derretirán abrasados.
Pero nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en
los que habite la justicia.
Por eso, queridos míos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os
encuentre en paz con él, intachables e irreprochables.
Domingo II de Adviento (B) — 43
EVANGELIO
Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Como está escrito en el profeta
Isaías:
«Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino; voz del que grita
en el desierto: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos”».
Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba
de saltamontes y miel silvestre.
Y proclamaba:
«Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desa-
tarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con
Espíritu Santo».
44 — Tiempo de Adviento
Comentario Patrístico
Orígenes, presbítero
Allanad los senderos del Señor
Homilía sobre el evangelio de san Lucas 22, 1-2: SC 87, 301-302.
Mas cuando vino el Señor Jesús y envió el Espíritu Santo como lugarteniente
suyo, todos los valles se elevaron. Se elevaron gracias a las buenas obras y a los
frutos del Espíritu Santo. La caridad no consiente que subsistan en ti valles; y si
además posees la paz, la paciencia y la bondad, no sólo dejarás de ser valle, sino
que comenzarás a ser “montaña” de Dios.
Vino, pues, mi Señor Jesús y limó tus asperezas y todo lo escabroso lo igualó,
para trazar en ti un camino expedito, por el que Dios Padre pudiera llegar a ti con
comodidad y dignamente, y Cristo el Señor pudiera fijar en ti su morada y decir-
te: Mi Padre y yo vendremos a él y haremos morada en él.
Juan Bautista anuncia al Mesías-Cristo no sólo como el que “viene” por el Espíri-
tu Santo, sino también como el que “lleva” el Espíritu Santo, como Jesús revelará
mejor en el Cenáculo. Juan es aquí el eco fiel de las palabras de Isaías, que en
el antiguo Profeta miraban al futuro, mientras que en su enseñanza a orillas del
Jordán constituyen la introducción inmediata en la nueva realidad mesiánica.
Juan no es solamente un profeta sino también un mensajero, es el precursor
de Cristo. Lo que Juan anuncia se realiza a la vista de todos. Jesús de Nazaret
va al Jordán para recibir también el bautismo de penitencia. Al ver que llega,
Juan proclama: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn
1,29). Dice esto por inspiración del Espíritu Santo (Cf. Jn 1,33 s.), atestiguando el
cumplimiento de la profecía de Isaías. Al mismo tiempo confiesa la fe en la misión
redentora de Jesús de Nazaret. “Cordero de Dios” en boca de Juan Bautista es una
expresión de la verdad sobre el Redentor, no menos significativa de la usada por
Isaías: “Siervo del Señor”.
Así, por el testimonio de Juan en el Jordán, Jesús de Nazaret, rechazado por sus
conciudadanos, es elevado ante Israel como Mesías, es decir “Ungido” con el Espíri-
tu Santo. Y este testimonio es corroborado por otro testimonio de orden superior
mencionado por los Sinópticos. En efecto, cuando todo el pueblo fue bautizado
y mientras Jesús después de recibir el bautismo estaba en oración, “se abrió el
cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma” (Lc
3, 31 s; Cf. Mt 3, 16; Mc 1, 10) y al mismo tiempo “vino una voz del cielo: Este es
mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3, 17).
Es una teofanía trinitaria que atestigua la exaltación de Cristo con ocasión del
bautismo en el Jordán, la cual no sólo confirma el testimonio de Juan Bautista,
sino que descubre una dimensión todavía más profunda de la verdad sobre Jesús
de Nazaret como Mesías. El Mesías es el Hijo predilecto del Padre. Su exaltación
solemne no se reduce a la misión mesiánica del “Siervo del Señor”. A la luz de la
teofanía del Jordán, esta exaltación alcanza el misterio de la Persona misma del
Mesías. Él es exaltado porque es el Hijo de la divina complacencia. La voz de lo
alto dice: “mi Hijo”.
Homilías
“Mirad: Dios, el Señor, llega”, se nos ha dicho, pero, al mismo tiempo, la voz
grita: “En el desierto preparadle un camino al Señor..., que los valles se levanten,
que los montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece, y lo escabroso se
iguale. Se revelará la gloria del Señor...” (Is 40, 3-5).
Aceptemos, pues, con alegría tanto la buena noticia como los deberes que
ella pone ante nosotros. Dios quiere estar con nosotros; viene como dominador,
“su brazo domina”, pero, sobre todo, viene como Pastor, y como tal, “apacienta
el rebaño, su mano los reúne. Lleva en brazos los corderos, cuida de las madres.”
(Is 40, 11).
Esto quiere decir: los hombres tenéis vuestra concepción del tiempo, la uni-
dad de su medida, el calendario, el reloj; tenéis vuestros criterios, según los cua-
les juzgáis que el tiempo se prolonga demasiado o corre poco veloz. Vosotros
vivís en el tiempo, lo vivís a vuestro modo, y así debe ser; pero no trasladéis esta
concepción a Dios, porque ante Él vuestros miles de años son como un solo día;
y un día es como vuestros mil años. Por esto, no juzguéis con vuestras categorías
y no digáis que Dios se ha dado prisa o que tarda.
Y luego escuchamos: “El Señor no tarda en cumplir..., sino que tiene mucha
paciencia con vosotros porque no quiere que nadie perezca sino que todos se
conviertan” (2 Pe 3, 9).
4. Así, pues, de modo inesperado se nos pone delante la imagen de Dios Pe-
dagogo, de ese Pastor al que conocemos bien, que espera pacientemente a todos
los que todavía no han cogido la pala y no han comenzado a “preparar” y “alla-
nar” sus caminos; que han permanecido sordos al grito gozoso: “Mirad a vuestro
Dios... Mirad: Dios, el Señor, viene”.
48 — Tiempo de Adviento
Sin embargo es cierto que “el día del Señor” vendrá, y vendrá inesperada-
mente; será una sorpresa para cada uno de los hombres. Por esto, el problema
de la “conversión”, el problema del “encuentro”, y de “estar con Dios” es cues-
tión de cada día; porque cada día puede ser para cada hombre, para mí, “el día
del Señor”. Debemos hacernos, pues, la pregunta de Pedro: ¿Cómo debemos ser
nosotros en la santidad de la conducta, y en la piedad, esperando y acelerando la
venida del día de Dios? (cf. 2 Pe 3, 11-12).
Las palabras de Juan sobre el Mesías, sobre Cristo: “El os bautizará con Es-
píritu Santo” alcanzan la raíz misma del encuentro del hombre con Dios viviente,
encuentro que se realiza en Jesucristo y se inscribe en el proceso de la espera
de los nuevos cielos y de la nueva tierra, en que habite la justicia: adviento del
“mundo futuro”. En Él, en Cristo, Dios ha asumido la figura concreta del Pastor
anunciado por los Profetas, y al mismo tiempo se ha convertido en el Cordero que
quita el pecado del mundo; por esto, se mezcló con la muchedumbre que seguía
a Juan, para recibir de sus manos el bautismo de penitencia y hacerse solidario
con cada hombre, para transmitirle luego, a su vez, el Espíritu Santo, esa poten-
cia divina que nos hace capaces de liberarnos de los pecados y de cooperar a la
preparación y a la venida “de los nuevos cielos y de la nueva tierra”.
“La espera de una nueva tierra —enseña el Concilio Vaticano II— no debe
amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra,
donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna ma-
nera anticipar una vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir
cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embar-
go, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana,
interesa en gran medida al reino de Dios” (Gaudium et spes, 39).
Domingo II de Adviento (B) — 49
Digamos con alegría estas palabras, porque ellas infunden en nuestros co-
razones la nueva esperanza y la nueva fuerza, porque anuncian que la gloria de
Dios habitará en la tierra, que la salvación, está cerca de los que le buscan. Dios
anuncia la paz, y hace posibles los tiempos de la fidelidad y de la justicia.
“La fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos
dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto” (vv. 12-13).
Dios ha dicho: “Hablad al corazón de Jerusalén” (Is 40, 2). Yo quisiera ha-
blar al corazón de cada uno y cada una de vosotros y, así, a todos vuestros amigos,
a todos los feligreses, para que aceptéis con alegría tanto el mensaje de este do-
mingo de Adviento, como los deberes que él pone ante nosotros.
Visita pastoral a la parroquia romana de Santa María, Reina de los Apóstoles en Montagnola.
9 de diciembre de 1984.
1. Escuchemos lo que el profeta Isaías nos dice hoy. Él es el gran testigo del
primer Adviento, el profeta de Israel, del pueblo que Dios ha elegido para reve-
larse a sí mismo, su justicia y su misericordia. En esta revelación, que se remonta
al mismo comienzo que el mundo y el hombre tienen en Dios-Creador, la gracia
de la Alianza se revela gradualmente. El Dios de la Alianza sale al encuentro del
hombre a pesar del pecado y la infidelidad, y en esta Alianza que concluye con el
pueblo elegido, prepara las vías para que el Redentor venga al mundo.
3. Aquí está la continuación del mensaje profético: “Una voz clama: En el de-
sierto, preparad el camino para el Señor, allanad el camino para nuestro Dios en
la estepa. Que todo valle sea rellenado, que toda montaña y colina sean abajadas;
el terreno irregular se vuelva plano y lo escabroso se iguale” (Is 40, 3-4).
La Iglesia, en este nuestro tiempo difícil, clama para que el camino esté
abierto para nosotros: ¡pero también dice que si Dios no se acerca a nosotros,
pereceremos!
He aquí las palabras de Isaías: “Entonces la gloria del Señor será revelada y
todo hombre la verá, pues la boca del Señor ha hablado... Sube a una montaña
alta, tú que traes buenas noticias a Sion; alza tu voz con fuerza, tú que traes bue-
nas noticias a Jerusalén. Alza tu voz, no tengas miedo: anuncia a las ciudades de
Judá: Contempla a tu Dios” (Is 40, 5.9).
“La gloria del Señor” se reveló en la venida del Mesías: en la noche de Belén
y cerca del Jordán, y en el Gólgota, y en la resurrección del sepulcro y en el apo-
sento alto de Pentecostés.
Esperamos (según la promesa) nuevos cielos y una nueva tierra, en los cua-
les la justicia tendrá un hogar permanente ”(2 Pe 3, 13).
“Para el Señor, un día es como mil años y mil años como un solo día”. Estas
son las palabras del apóstol (2 Pe 3, 8).
Isaías dice: “¡Aquí está tu Dios! He aquí que el Señor Dios viene con poder,
con su brazo manda. He aquí, que trae con Él su salario y su recompensa lo prece-
de. Como pastor, apacienta el rebaño y lo recoge con su brazo; lleva los corderos
en el pecho y cuida él mismo a las ovejas madres” (Is 40, 9-11). ¡Escuchemos a
Isaías! ¡Escucha a Isaías, hombre contemporáneo! ¡Escucha, mundo que te en-
gañas a ti mismo, que has “quitado” todo poder a Dios, tu Creador ocupando su
lugar. Parece que el hombre moderno, y el mundo contemporáneo, se ha conver-
tido en un gobernante invencible y “potente”, pero al mismo tiempo sabemos, –
¡qué bien sabemos! – que es frágil como un cordero, que necesita tanto al Pastor,
que lo toma en sus manos y lo protege del mal.
52 — Tiempo de Adviento
[…]
7. La parroquia es ... una parte viva del “pueblo mesiánico” (Lumen Gen-
tium, 9); a través de ella somos guiados en “los caminos de la venida del Señor”.
Estos caminos conducen de Cristo al hombre, y en Cristo, del hombre a los demás
hombres.
Este “gozo”, en cierto modo, impulsa a Jesús a decir todavía: “Todo me ha sido
entregado por mi Padre, y nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; y quien es
el Padre sino el Hijo, y aquél a quien se lo quiera revelar” (Lc 10, 22; cf. Mt 11, 27).
Este domingo marca la segunda etapa del Tiempo de Adviento. Este período
del año litúrgico pone de relieve las dos figuras que desempeñaron un papel des-
tacado en la preparación de la venida histórica del Señor Jesús: la Virgen María
y san Juan Bautista. Precisamente en este último se concentra el texto de hoy del
Evangelio de san Marcos. Describe la personalidad y la misión del Precursor
de Cristo (cf. Mc 1, 2-8). Comenzando por el aspecto exterior, se presenta a Juan
como una figura muy ascética: vestido de piel de camello, se alimenta de salta-
montes y miel silvestre, que encuentra en el desierto de Judea (cf. Mc 1, 6). Jesús
mismo, una vez, lo contrapone a aquellos que “habitan en los palacios del rey”
y que “visten con lujo” (Mt 11, 8). El estilo de Juan Bautista debería impulsar a
todos los cristianos a optar por la sobriedad como estilo de vida, especialmente
en preparación para la fiesta de Navidad, en la que el Señor —como diría san Pa-
blo— “siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza”
(2 Co 8, 9).
Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo “desde fuera”, desde
lo alto aquí proviene “desde dentro”, es decir, desde la profundidad de lo que es
Jesús. Es otra revelación del Padre y del Hijo, unidos en el Espíritu Santo. Jesús
habla solamente de la paternidad de Dios y de su propia filiación; no habla di-
rectamente del Espíritu que es amor y, por tanto, unión del Padre y del Hijo. Sin
embargo, lo que dice del Padre y de sí como Hijo brota de la plenitud del Espíritu
que está en él y que se derrama en su corazón, penetra su mismo “yo”, inspira
y vivifica profundamente su acción. De ahí aquel “gozarse en el Espíritu Santo”.
La unión de Cristo con el Espíritu Santo, de la que tiene perfecta conciencia, se
expresa en aquel “gozo”, que en cierto modo hace “perceptible” su fuente arcana.
Se da así una particular manifestación y exaltación, que es propia del Hijo del
Hombre, de Cristo-Mesías, cuya humanidad pertenece a la persona del Hijo de
Dios, substancialmente uno con el Espíritu Santo en la divinidad.
Francisco, papa
Isaías se dirige a gente que atravesó un período oscuro, que sufrió una prue-
ba muy dura; pero ahora llegó el tiempo de la consolación. La tristeza y el miedo
pueden dejar espacio a la alegría, porque el Señor mismo guiará a su pueblo por
la senda de la liberación y de la salvación. ¿De qué modo hará todo esto? Con la
solicitud y la ternura de un pastor que se ocupa de su rebaño. Él, en efecto, dará
unidad y seguridad al rebaño, lo apacentará, reunirá en su redil seguro a las ove-
jas dispersas, reservará atención especial a las más frágiles y débiles (cf. v. 11).
Esta es la actitud de Dios hacia nosotros, sus criaturas. Por ello el profeta invita a
quien le escucha —incluidos nosotros, hoy— a difundir entre el pueblo este men-
saje de esperanza: que el Señor nos consuela. Y dejar espacio a la consolación que
viene del Señor.
La Virgen María es la “senda” que Dios mismo se preparó para venir al mun-
do. Confiamos a ella la esperanza de salvación y de paz de todos los hombres y las
mujeres de nuestro tiempo.
60 — Tiempo de Adviento
Temas
Los profetas y la espera del Mesías
CEC 522, 711-716, 722:
711 “He aquí que yo lo renuevo” (Is 43, 19): dos líneas proféticas se van a per-
filar, una se refiere a la espera del Mesías, la otra al anuncio de un Espíritu nuevo,
y las dos convergen en el pequeño Resto, el pueblo de los Pobres (cf. So 2, 3), que
aguardan en la esperanza la “consolación de Israel” y “la redención de Jerusalén”
(cf. Lc 2, 25. 38).
712 Los rasgos del rostro del Mesías esperado comienzan a aparecer en el Libro
del Emmanuel (cf. Is 6, 12) (cuando “Isaías vio [...] la gloria” de Cristo Jn 12, 41),
especialmente en Is 11, 1-2:
713 Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is
42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; y también Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y
por último Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión
de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud:
no desde fuera, sino desposándose con nuestra “condición de esclavos” (Flp 2, 7).
Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
62 — Tiempo de Adviento
714 Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este
pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2):
715 Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu
Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje
de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” (cf. Ez 11, 19; 36, 25-
28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la
mañana de Pentecostés (cf. Hch 2, 17-21). Según estas promesas, en los “últimos
tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en
ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos;
transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la
paz.
716 El Pueblo de los “pobres” (cf. So 2,3; Sal 22,27; 34,3; Is 49,13; 61,1; etc.),
los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de
Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es,
finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiem-
po de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón
del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos.
En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor “un pueblo bien dispuesto” (cf.
Lc 1, 17).
722 El Espíritu Santo preparó a María con su gracia. Convenía que fuese “llena
de gracia” la Madre de Aquel en quien “reside toda la plenitud de la divinidad
corporalmente” (Col 2, 9). Ella fue concebida sin pecado, por pura gracia, como
la más humilde de todas las criaturas, la más capaz de acoger el don inefable del
Omnipotente. Con justa razón, el ángel Gabriel la saluda como la “Hija de Sión”:
“Alégrate” (cf. So 3, 14; Za 2, 14). Cuando ella lleva en sí al Hijo eterno, hace subir
hasta el cielo con su cántico al Padre, en el Espíritu Santo, la acción de gracias de
todo el pueblo de Dios y, por tanto, de la Iglesia (cf. Lc 1, 46-55).
Domingo II de Adviento (B) — 63
523 San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor,
enviado para prepararle el camino (cf. Mt 3, 3). “Profeta del Altísimo” (Lc 1, 76),
sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7, 26), de los que es el último (cf. Mt 11, 13),
e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22; Lc 16,16); desde el seno de su madre ( cf. Lc
1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser “el amigo del esposo”
(Jn 3, 29) a quien señala como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”
(Jn 1, 29). Precediendo a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), da
testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente
con su martirio (cf. Mc 6, 17-29).
717 “Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan”. (Jn 1, 6). Juan
fue “lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1, 15. 41) por obra
del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La
“Visitación” de María a Isabel se convirtió así en “visita de Dios a su pueblo” (Lc
1, 68).
718 Juan es “Elías que debe venir” (Mt 17, 10-13): El fuego del Espíritu lo ha-
bita y le hace correr delante [como “precursor”] del Señor que viene. En Juan el
Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de “preparar al Señor un pueblo bien
dispuesto” (Lc 1, 17).
719 Juan es “más que un profeta” (Lc 7, 26). En él, el Espíritu Santo consuma
el “hablar por los profetas”. Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por
Elías (cf. Mt 11, 13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la
“voz” del Consolador que llega (Jn 1, 23; cf. Is 40, 1-3). Como lo hará el Espíritu de
Verdad, “vino como testigo para dar testimonio de la luz” (Jn 1, 7; cf. Jn 15, 26; 5,
33). Con respecto a Juan, el Espíritu colma así las “indagaciones de los profetas”
y la ansiedad de los ángeles (1 P 1, 10-12): “Aquél sobre quien veas que baja el
Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Y yo lo
he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios [...] He ahí el Cordero de
Dios” (Jn 1, 33-36).
1042 Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del
Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y
alma, y el mismo universo será renovado:
La Iglesia [...] “sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo [...] cuando
llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad,
también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que
alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en
Cristo” (LG 48).
1043 La sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renova-
ción misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
Esta será la realización definitiva del designio de Dios de “hacer que todo tenga a
Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 10).
1044 En este “universo nuevo” (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá
su morada entre los hombres. “Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya
muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap
21, 4; cf. 21, 27).
1047 Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado,
“a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obs-
táculo esté al servicio de los justos”, participando en su glorificación en Jesucristo
resucitado (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 5, 32, 1).
Domingo II de Adviento (B) — 65
1049 “No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más
bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de
la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo.
Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del creci-
miento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede
contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios”
(GS 39).
Antes de Juan Bautista hubo profetas; hubo muchos, grandes y santos, dignos y
llenos de Dios, anunciadores del Salvador y testigos de la verdad. Pero de ningu-
no de ellos pudo decirse lo que se afirmó de Juan: Entre los nacidos de mujer, no
ha habido ninguno mayor que Juan Bautista (Mt 11,11). ¿Qué significa esa grandeza
enviada delante del Grande? Es un testimonio de sublime humildad. Era tan
grande que hasta podía pasar por ser Cristo. Juan pudo abusar del error de los
hombres y, sin fatiga, convencerles de que él era el Cristo, cosa que ya habían
pensado sin que él lo hubiese dicho, quienes lo escuchaban y veían. No tenía
necesidad de sembrar el error, le bastaba con confirmarlo. Pero él, amigo humil-
de del esposo, lleno de celo por él, sin usurpar adúlteramente la condición de
esposo, da testimonio a favor del amigo y confía la esposa al auténtico esposo.
Para ser amado en él, aborreció el ser amado en lugar de él. [...]
Con razón se dijo de él que era más que un profeta. [...] Juan vio a Cristo cuando
ya predicaba. ¿Dónde? A la orilla del Jordán. Allí, en efecto, comenzó el magis-
terio de Cristo; allí se recomendó ya el futuro bautismo cristiano, puesto que se
recibía otro previo que le preparaba el camino. Decía: Preparad el camino al Señor,
enderezad sus senderos (Mt 3,3). El Señor quiso ser bautizado por su siervo para
mostrar lo que reciben quienes son bautizados por el Señor.
[...]
Preste atención vuestra caridad. Habiendo preguntado a Juan quien era él, si el
Cristo o Elías o algún otro profeta, respondió: Yo no soy el Cristo, ni Elías, ni un
profeta. Y ellos: Entonces, ¿quién eres? —Yo soy la voz que clama en el desierto. Dijo
que él era la voz. Observa que Juan es la voz. ¿Qué es Cristo sino la Palabra?
Primero se envía la voz para que luego se pueda entender la palabra. ¿Qué Pala-
bra? Escucha lo que te muestra con claridad: En el principio existía la Palabra y la
Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a
Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella nada se hizo (Jn 1, 20.21,1.2.3.). Sí todo, tam-
bién Juan. ¿Por qué nos extrañarnos de que la Palabra haya creado su voz? Mira
junto al río una y otra cosa: la voz y la Palabra. Juan es la voz, Cristo la Palabra.
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
Hermanos:
Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: esta es la
voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros.
Guardaos de toda clase de mal. Que el mismo Dios de la paz os santifique totalmente, y
que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, se mantenga sin reproche hasta la venida de
nuestro Señor Jesucristo.
EVANGELIO
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para
dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
Y este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes
y levitas a que le preguntaran:
«¿Tú quién eres?».
Le preguntaron:
«¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?».
Él dijo:
«No lo soy».
«¿Eres tú el Profeta?».
Respondió:
«No».
Y le dijeron:
«¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué
dices de ti mismo?».
Él contestó:
«Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el
profeta Isaías».
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando.
70 — Tiempo de Adviento
Comentario Patrístico
No cabe duda de que los que fueron bautizados con el bautismo de Juan –de
Juan que decía al pueblo que creyesen en el que iba a venir después–, y salieron
de esta vida antes de la pasión de Cristo, una vez que Cristo fue bautizado en su
pasión, fueron absueltos de sus pecados por graves que fueran, entraron con él en
el paraíso y con él vieron el reino de Dios. En cambio, los que despreciaron el plan
de Dios para con ellos y, sin haber recibido el bautismo de Juan, abandonaron
la luz de esta vida antes del susodicho bautismo de la pasión de Cristo, de nada
les sirvió el antiguo remedio de la circuncisión; como tampoco les aprovechó la
pasión de Cristo ni fueron sacados del infierno, porque no pertenecían al número
de aquellos de quienes decía Cristo: Y por ellos me consagro yo.
Por otra parte, tampoco conviene olvidar que quienes recibieron el bautismo
de Juan y sobrevivieron al momento en que, glorificado Jesús, fue predicado el
evangelio de su bautismo, si no lo recibieron, si no juzgaron necesario ser bauti-
zados con su bautismo, de nada les valió el haber recibido el bautismo de Juan.
Consciente de ello el apóstol Pablo, habiendo encontrado unos discípulos, les
preguntó: ¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Y de nuevo: Entonces,
¿qué bautismo habéis recibido? –se sobreentiende: si ni siquiera habéis oído
hablar de un Espíritu Santo—, respondiendo ellos: El bautismo de Juan, les dijo:
Domingo III de Adviento (B) — 71
Todavía hoy Juan grita y dice: Preparad los caminos del Señor, allanad los senderos
de nuestro Dios. Se nos manda preparar el camino del Señor, a saber: no de las
desigualdades del camino, sino de la pureza de la fe. Porque el Señor no desea
abrirse un camino en los senderos de la tierra, sino en lo secreto del corazón.
Pero veamos cómo ese Juan que nos manda preparar el camino del Señor, se
lo preparó él mismo al Salvador. Dispuso y orientó todo el curso de su vida a
la venida de Cristo. Fue en efecto amante del ayuno, humilde, pobre y virgen.
Describiendo todas estas virtudes, dice el evangelista: Juan iba vestido de piel de
camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel
silvestre. ¿Cabe mayor humildad en un profeta que, despreciando los vestidos
muelles, cubrirse con la aspereza de la piel de camello? ¿Cabe fidelidad más
ferviente que, la cintura ceñida, estar siempre dispuesto para cualquier servicio?
¿Hay abstinencia más admirable que, renunciando a las delicias de esta vida,
alimentarse de zumbones saltamontes y miel silvestre?
Pienso que todas estas cosas de que se servía el profeta eran en sí mismas una
profecía. Pues el que el Precursor de Cristo llevara un vestido trenzado con los
ásperos pelos del camello, ¿qué otra cosa podía significar sino que al venir Cris-
to al mundo se iba a revestir de la condición humana, que estaba tejida de la
aspereza de los pecados? La correa de cuero que llevaba a la cintura, ¿qué otra
cosa demuestra sino esta nuestra frágil naturaleza, que antes de la venida de
Cristo estaba dominada por los vicios, mientras que después de su venida ha sido
encarrilada a la virtud?
San Máximo de Turín, obispo, Sermón 88, 1-3: CCL 23, 359-360.
72 — Tiempo de Adviento
Homilías
“El Poderoso ha hecho obras grandes por mí”, dice Aquella que en la Anun-
ciación se llamó a Sí misma “esclava”, y en el Magníficat se expresó de manera
análoga: “Ha mirado la humillación de su esclava”. ¡Cuánto amamos a esta es-
clava del Señor! ¡Cuán profundamente le confiamos todo y a todos, la Iglesia, el
mundo! ¡Cuánto nos dice su “humildad”! Constituye como el espacio adecuado
para que en Ella pueda revelarse Dios. Para que de Ella pueda nacer Dios. Para
que por Ella pueda obrar Dios “de generación en generación”.
Domingo III de Adviento (B) — 73
3. El Adviento nos habla en la liturgia de hoy con las palabras del Magníficat
mariano. Habla también con otra figura que retorna continuamente en la litur-
gia de Adviento. Es Juan, hijo de Zacarías e Isabel, el cual predicaba en las orillas
del Jordán. He aquí el testimonio de Juan. ¡Ante todo de sí mismo! “¿Eres tú
Elías? —No lo soy. —¿Eres tú el Profeta? —No. —¿Quién eres? —Yo soy la voz que
grita en el desierto”. Juan es voz. Ha dicho admirablemente San Agustín: “Juan
es la voz, pero el Señor (Jesús) es la Palabra que existe desde el principio. Juan
era una voz provisional, Cristo desde el principio era la Palabra eterna. Quita la
palabra, ¿y qué es la voz? Si no hay concepto, no hay más que un ruido vacío. La
voz sin la palabra llega al oído, pero no edifica el corazón...” (Sermo 293, 3: PL
38, 1328).
Juan responde: “Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no
conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno
de desatar la correa de la sandalia” (Jn 1. 26 s). Juan es un precursor: sabe que
Aquel al que esperan, viene “detrás de él”. Juan es anunciador de Adviento. Dice:
“En medio de vosotros hay uno que no conocéis”. Adviento no es sólo espera.
Es anunciación de la Venida. Juan dice: “El que debe venir ya ha venido”. Las
palabras de Juan junto al Jordán están llenas de Adviento; lo mismo que una vez
las palabras de María en el umbral de la casa de Zacarías, cuando fue a visitar a
Isabel, su pariente, la madre de Juan.
Las palabras de Juan están llenas de Adviento, aun cuando resuenan casi
30 años más tarde. La liturgia une el Adviento, expresado con las palabras de
María, con el Adviento de las palabras de Juan. La venida del Mesías, que nacerá
la noche de Belén del seno de la Virgen, y su venida en la potencia del Espíritu
Santo, en las riberas del Jordán, donde Juan predicaba y bautizaba.
Juan en las riberas del Jordán la define con las palabras citadas. Mediante
ellas vemos lo que dice de sí, cómo se siente ante Aquel al que anunciaba.
74 — Tiempo de Adviento
Y pronuncia estas palabras siempre ante la venida del Señor, ante el advien-
to eucarístico de Cristo: “Señor, no soy digno...”. El Señor viene precisamente
hacia los que sienten en lo más hondo su indignidad y la manifiestan. Nuestras
palabras, cuando inclinamos la cabeza y el corazón ante la santa comunión, están
llenas de Adviento. Aprendamos siempre de nuevo esta actitud.
Escribe el Apóstol: “Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gra-
cias en toda ocasión... No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía;
sino examinadlo todo, quedándoos con lo bueno. Guardaos de toda forma de
maldad” (1 Tes 5, 16-22).
Estos son, por así decirlo, los elementos constitutivos de la actitud interior,
mediante la cual el Adviento perdura en nuestro corazón. Como hemos oído, el
Adviento está compuesto de alegría y de oración constante. La una y la otra están
unidas con el esfuerzo por evitar toda especie de mal. Al mismo tiempo, esta
actitud interior se manifiesta como apertura a toda verdad de la profecía, tanto
de la que proviene de Dios, –y esto se realiza por vía de la revelación y de la fe–,
así como de la que proviene por el camino de la búsqueda honesta por parte del
hombre. Actitud que se expresa en la disposición a hacer todo lo que es bueno,
noble. Perseverando en esta disposición, el hombre permite al Espíritu Santo
actuar en él y no permite que se apague en él la luz, que el Espíritu enciende en
su alma.
Pablo Apóstol, en la primera Carta a los Tesalonicenses, enseñó así a los pri-
meros cristianos. Su enseñanza es siempre actual; la actitud del Adviento da al
hombre la certeza de que Dios ha venido al mundo en Jesucristo; que ha entrado
en la historia del hombre; que está en medio de nosotros; y que, al mismo tiem-
po, da al hombre la madurez del encuentro con Dios durante la vida terrena y la
madurez del encuentro definitivo con Él.
Domingo III de Adviento (B) — 75
Mirad, es el que trae el alegre anuncio a los pobres, que venda las heridas de
los corazones desgarrados, que proclama la liberación a los hombres privados de
libertad, a los hombres obligados interior o exteriormente a la esclavitud. El que
promulga el año de misericordia del Señor (cf. Is 61, 1s).
Que esta actitud interior del Adviento florezca en todos: en las personas an-
cianas que se acercan a los límites de la vida, y en los jóvenes que comienzan esta
vida. Es preciso que esta actitud penetre en vuestras comunidades y en vuestros
ambientes; que se convierta en un clima de la vida familiar. Que en él crezca y
madure cada uno de los hombres en medio de todas las experiencias y pruebas
que la vida nos depara. Que en ella, en la actitud del Adviento, encuentren apoyo
todos los que sufren: “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios:
porque me ha vestido un traje de gala” (Is 61, 10).
2. Aquí están las palabras de María: “Mi alma magnifica al Señor y mi es-
píritu se regocija en Dios, mi salvador, porque miró la humildad de su sierva ...
Grandes cosas hizo en mí el Todopoderoso ... de generación en generación su
misericordia se extiende sobre los que le temen” (Lc 1, 46-50).
Y aquí están las palabras del profeta: “Me regocijo plenamente en el Señor,
mi alma se regocija en mi Dios, porque Él me ha vestido con las vestiduras de
salvación, me ha envuelto con el manto de la justicia ... como una novia que se
adorna con su joyas” (Is 61, 10).
Adviento significa abrir los ojos del alma ampliamente sobre la presencia de
Dios en la creación; y abrir los ojos del alma, sobre la obra de Dios en el mun-
do, especialmente en el corazón humano. Adviento significa adoración llena de
gratitud a Dios. El Magníficat de la Virgen María es el himno de gratitud más
espléndido: “El Todopoderoso hizo grandes cosas en mí”. Finalmente, Adviento
significa la alegría espiritual que proviene de la gratitud; de la admiración por
las grandes obras de Dios. El Domingo de Adviento de hoy lleva dentro de sí un
llamado especial precisamente a ese gozo espiritual.
Solo la oración puede hacer que los ojos de nuestra alma se abran a las
“grandes cosas” que Dios hace con nosotros. Solo la oración puede consolidar en
nuestras almas esa adoración a Dios llena de gratitud, que la Virgen Inmaculada
y el profeta Isaías expresan en la liturgia de hoy. Solo la oración puede abrirnos
completamente a la acción misteriosa y, al mismo tiempo, real del Espíritu Santo
Paráclito, del Espíritu de la verdad. Por lo tanto, San Pablo grita: “No apaguéis el
Espíritu” (1 Ts 5, 19).
[...]
8. “Vino un hombre enviado por Dios, se llamaba Juan. Vino como testigo
para dar testimonio de la luz, para que todos crean a través de él”.
Así, los que nos encontramos en el centro del mundo creado estamos lla-
mados a una alegría que supera este mundo. Esta es exactamente la alegría del
Adviento.
- el bien de la creación
- el bien de la redención
¡Sepamos mirar las fuentes de esta alegría como un punto central! ¡Sepamos
cómo volver a él!
4. Otro protagonista de este período litúrgico también nos conduce hoy por
el camino del Adviento: Juan el Bautista, cerca del Jordán. El precursor del
Mesías.
“Él no era la luz” –escribirá sobre él otro Juan, el evangelista–, “pero debía
dar testimonio de la luz” (Jn 1, 8).
El Apóstol Pablo nos ofrece, en cierto sentido, un método para lograr este
gozo espiritual y descubrirlo en nuestra vida interior. La “receta” es concisa. Él
escribe: “¡Estad siempre alegres, orad sin cesar!” (1 Tes 5, 15). Se puede interpre-
tar de la siguiente manera: si quieres tener alegría espiritual en ti, vuelve a las
fuentes a través de la oración. ¡Cuántos hombres, cuántos cristianos han probado
este “método”! ¡Cuántos pueden confirmar su precisión, su efectividad!
80 — Tiempo de Adviento
Pero el apóstol va más allá e indica lo que debe estar relacionado con la ora-
ción: “No despreciéis las profecías; examinadlo todo, guardad lo que es bueno”
(1 Tes 5, 20-21). Por lo tanto, Pablo nos dirige a la palabra de Dios, la Sagrada
Escritura, la enseñanza de la tradición divina.
[…]
Es decir, es él quien nos hace vivir el espíritu del Adviento como Isaías, como
el Bautista, como la Virgen de Nazaret.
7. Os deseo esta alegría, que tiene su origen en Dios, [queridos fieles de la pa-
rroquia de San Carlo da Sezze]. Si sabéis alimentar vuestra alegría con la oración,
la participación en la liturgia, la coherencia de la vida, también atraeréis a otros,
que aún no conocen a Cristo, para que acepten su mensaje.
Estoy muy feliz de estar entre vosotros hoy. Dirijo mi cordial saludo a todos
aquellos que trabajan por el bien de vuestra comunidad parroquial... Os insto a
preservar con constancia en vuestro carácter de comunidad de fe, acompañada
por el amor.
Por lo tanto, agradezco a todos los que trabajan en la catequesis, para que
se pueda asegurar un camino orgánico de crecimiento para el individuo y la co-
munidad. La catequesis, en primer lugar, incluye la iniciación en la fe de niños y
jóvenes, pero continúa luego, como guía permanente, durante toda la vida...
[…]
“Vino un hombre enviado por Dios: se llamaba Juan. Él vino como testigo
para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él” (Jn 1, 6-8).
3. El Bautista revela la persona y la misión del Mesías con las palabras del
profeta Isaías, escuchadas en la primera lectura: “Soy la voz que clama en el
desierto: preparad el camino del Señor” (Is 40, 3). Como él no es la Luz, tampoco
es la Palabra, la Palabra de Dios, sino solo una voz, es decir, un medio a través del
cual la revelación completa y definitiva de Dios puede alcanzar a cada hombre.
Por esta razón, ... empeñaos en el anuncio del Evangelio, en indicar a Cristo
como el Redentor del hombre, como el que vino, el que viene y el que vendrá a
liberar a los hombres de todas las formas del mal, en primer lugar el pecado. Juan
el Bautista también nos recuerda que el camino privilegiado para una proclama-
ción renovada es el testimonio humilde y fuerte que demos de Cristo. Él es Aquel
que, como Camino, conduce al encuentro con Dios, que libera y hace Alianza;
como Verdad, revela el amor del Padre y da plenitud de significado a la existencia
y a la historia humanas; como Vida, llena de alegría y paz.
Pero vuestra misión será aún más efectiva y conforme a la de Cristo si, al
testimonio, le acompañan los signos mesiánicos de la venida del reino ya predi-
chos por los profetas, a saber: la curación de las heridas de los corazones rotos,
la liberación de los esclavos, la liberación de prisioneros. Esta gran obra tendrá
como fruto la alegría, la alegría que brota de la venida del Señor y de encontrarse
con Él. Solo así será posible inaugurar “el año de la misericordia del Señor”, un
“nuevo” tiempo también para la Iglesia [de Roma]; un acontecimiento de recon-
ciliación y de paz para todos.
Sin embargo, en cierto sentido, toda familia del mundo debe ser testimonio
de luz, en virtud del plan de Dios que hace de ella el santuario de la vida, lugar
de acogida, de esperanza y de solidaridad.
[... El Señor que nos exhorta a invocarlo con fe, sostenida por el esfuerzo
de conversión y comunión fraterna, quiera escuchar nuestros deseos y conceda
finalmente la paz a esa martirizada región, así como a todos los demás pueblos
involucrados en el drama de la guerra.]
La luz que nos señala no es sólo una verdad moral; es la persona de Cristo,
que no duda en decir de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), “Yo soy
la verdad” (Jn 14, 6).
2. Sí, Cristo es luz porque, en su identidad divina, revela el rostro del Padre.
Pero también lo es porque, siendo hombre como nosotros, solidario en todo con
nosotros, a excepción del pecado, revela el hombre al propio hombre. Lamen-
tablemente, el pecado ha ofuscado en nosotros la capacidad de conocer y seguir
la luz de la verdad; más aún, como advierte el apóstol Pablo, ha cambiado “la
verdad de Dios por la mentira” (Rm 1, 25). Con su encarnación, el Verbo de Dios
vino a traer al hombre la luz plena. El Vaticano II dice a este respecto: “Realmen-
te, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”
(Gaudium et spes, 22).
1. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha
enviado para dar la buena noticia a los pobres, (...) para proclamar el año de gra-
cia del Señor” (Is 61, 1-2). Estas palabras, pronunciadas por el profeta Isaías hace
muchos siglos, son muy actuales para nosotros, [mientras nos encaminamos a
grandes pasos hacia el gran jubileo del año 2000]. Son palabras que renuevan la
esperanza, preparan el corazón para acoger la salvación del Señor y anuncian la
inauguración de un tiempo especial de gracia y liberación.
5. “Preparad el camino del Señor” (Jn 1, 23). ¡Acojamos esta invitación del
evangelista! La proximidad de la Navidad nos estimula a una espera más vigi-
lante del Señor que viene, al tiempo que la liturgia de hoy nos presenta a Juan el
Bautista como ejemplo que imitar.
Dios, Padre nuestro,
tú has amado tanto a los hombres
que nos has manda-
do a tu Hijo único Jesús,
nacido de la Virgen María,
para salvarnos y guiarnos
de nuevo a ti. Te pedimos que, con tu bendición,
estas imágenes de Jesús,
que
está a punto de venir a nosotros,
sean en nuestros hogares
signo de tu presencia
y de tu amor.
Domingo III de Adviento (B) — 89
Te lo pedimos en nombre de Jesús,
tu Hijo amado,
que viene para dar al
mundo la paz.
Él vive y reina por los siglos de los siglos.
Amén.
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de Santa María de las Gracias, en Casal Boccone.
Domingo 11 de diciembre del 2011.
Hemos escuchado la profecía de Isaías: “El Espíritu del Señor, Dios, está
sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia
a los pobres... a proclamar un año de gracia del Señor” (Is 61, 1-2). Estas palabras,
pronunciadas hace muchos siglos, resuenan muy actuales también para noso-
tros, hoy, mientras nos encontramos a mitad del Adviento y ya cerca de la gran
solemnidad de la Navidad. Son palabras que renuevan la esperanza, preparan
para acoger la salvación del Señor y anuncian la inauguración de un tiempo de
gracia y de liberación.
¿Quién es, pues, este hombre? ¿Quién es Juan Bautista? Su respuesta refleja
una humildad sorprendente. No es el Mesías, no es la luz. No es Elías que volvió
a la tierra, ni el gran profeta esperado. Es el precursor, un simple testigo, total-
mente subordinado a Aquel que anuncia; una voz en el desierto, como también
hoy, en el desierto de las grandes ciudades de este mundo, de gran ausencia de
Dios, necesitamos voces que simplemente nos anuncien: “Dios existe, está siem-
pre cerca, aunque parezca ausente”. Es una voz en el desierto y es un testigo de la
luz; y esto nos conmueve el corazón, porque en este mundo con tantas tinieblas,
tantas oscuridades, todos estamos llamados a ser testigos de la luz. Esta es preci-
samente la misión del tiempo de Adviento: ser testigos de la luz, y sólo podemos
90 — Tiempo de Adviento
serlo si llevamos en nosotros la luz, si no sólo estamos seguros de que la luz exis-
te, sino que también hemos visto un poco de luz. En la Iglesia, en la Palabra de
Dios, en la celebración de los Sacramentos, en el sacramento de la Confesión, con
el perdón que recibimos, en la celebración de la santa Eucaristía, donde el Señor
se entrega en nuestras manos y en nuestro corazón, tocamos la luz y recibimos
esta misión: ser hoy testigos de que la luz existe, llevar la luz a nuestro tiempo.
Francisco, papa
Para tener esta alegría cristiana, primero, rezar; segundo, dar gracias. ¿Y
cómo hago para dar gracias? Recuerda tu vida, y piensa en las muchas cosas bue-
nas que te dio la vida: muchas. “Sí, Padre, es verdad, pero yo recibí muchas cosas
malas”. —“Sí, es verdad, sucede a todos. Pero piensa en las cosas buenas”. —“Yo
tuve una familia cristiana, padres cristianos, gracias a Dios tengo un trabajo, mi
familia no pasa hambre, estamos todos sanos...”. No lo sé, muchas cosas, y dar
gracias al Señor por esto. Y ello nos acostumbra a la alegría. Rezar, dar gracias...
Y luego, la primera lectura nos sugiere otra dimensión que nos ayudará
a tener alegría: se trata de llevar a los demás la buena noticia. Nosotros somos
cristianos. “Cristianos” viene de “Cristo”, y “Cristo” significa “ungido”. Y noso-
tros somos “ungidos”: el Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me
ha consagrado con la unción. Nosotros somos ungidos: cristianos quiere decir
“ungidos”. ¿Y por qué somos ungidos? ¿Con qué fin? “Me envió para dar la buena
noticia”, ¿a quién? “A los pobres”, “para curar los corazones desgarrados, procla-
mar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad; para proclamar un
año de gracia del Señor” (cf. Is 61, 1-2). Esta es la vocación de Cristo y también la
vocación de los cristianos. Ir al encuentro de los demás, de quienes pasan necesi-
dad, tanto necesidades materiales como espirituales... Hay mucha gente que su-
fre angustia por problemas familiares... Llevar paz allí, llevar la unción de Jesús,
ese óleo de Jesús que hace tanto bien y consuela a las almas.
Que la Virgen nos acompañe en este camino hacia la Navidad. Pero ¡la ale-
gría, la alegría!
94 — Tiempo de Adviento
El corazón del hombre desea la alegría. Todos deseamos la alegría, cada fa-
milia, cada pueblo aspira a la felicidad. ¿Pero cuál es la alegría que el cristiano
está llamado a vivir y testimoniar? Es la que viene de la cercanía de Dios, de su
presencia en nuestra vida. Desde que Jesús entró en la historia, con su nacimien-
to en Belén, la humanidad recibió un brote del reino de Dios, como un terreno
que recibe la semilla, promesa de la cosecha futura. ¡Ya no es necesario buscar
en otro sitio! Jesús vino a traer la alegría a todos y para siempre. No se trata de
una alegría que sólo se puede esperar o postergar para el momento que llegue el
paraíso: aquí en la tierra estamos tristes pero en el paraíso estaremos alegres.
¡No! No es esta, sino una alegría que ya es real y posible de experimentar ahora,
porque Jesús mismo es nuestra alegría, y con Jesús la alegría está en casa, [como
dice ese cartel vuestro: con Jesús la alegría está en casa]... Y sin Jesús, ¿hay ale-
gría? ¡No! Él está vivo, es el Resucitado, y actúa en nosotros y entre nosotros,
especialmente con la Palabra y los Sacramentos.
También san Pablo, en la liturgia de hoy, indica las condiciones para ser
“misioneros de la alegría”: rezar con perseverancia, dar siempre gracias a Dios,
cooperando con su Espíritu, buscar el bien y evitar el mal (cf. 1 Ts 5, 17-22). Si
este será nuestro estilo de vida, entonces la Buena Noticia podrá entrar en mu-
chas casas y ayudar a las personas y a las familias a redescubrir que en Jesús está
la salvación. En Él es posible encontrar la paz interior y la fuerza para afrontar
cada día las diversas situaciones de la vida, incluso las más pesadas y difíciles.
Nunca se escuchó hablar de un santo triste o de una santa con rostro fúnebre.
Nunca se oyó decir esto. Sería un contrasentido. El cristiano es una persona que
tiene el corazón lleno de paz porque sabe centrar su alegría en el Señor incluso
cuando atraviesa momentos difíciles de la vida. Tener fe no significa no tener
momentos difíciles sino tener la fuerza de afrontarlos sabiendo que no estamos
solos. Y esta es la paz que Dios dona a sus hijos.
Domingo III de Adviento (B) — 95
Que la Virgen María, “Causa de nuestra alegría”, nos haga cada vez más ale-
gres en el Señor, que viene a liberarnos de muchas esclavitudes interiores y ex-
teriores.
Los domingos pasados la liturgia subrayó lo que significa tener una actitud
de vigilancia y lo que implica concretamente preparar el camino del Señor. En
este tercer domingo de Adviento, llamado “domingo de la alegría”, la liturgia nos
invita a entender el espíritu con el que tiene lugar todo esto, es decir, precisa-
mente, la alegría. San Pablo nos invita a preparar la venida del Señor asumien-
do tres actitudes. Escuchad bien: tres actitudes. Primero, la alegría constante;
segundo, la oración perseverante; tercero, el continuo agradecimiento. Alegría
constante, oración perseverante y continuo agradecimiento.
Alegría, oración y gratitud son tres comportamientos que nos preparan para
vivir la Navidad de un modo auténtico. Alegría, oración y gratitud... En esta úl-
tima parte del tiempo de Adviento, nos confiamos a la materna intercesión de la
Virgen María. Ella es “causa de nuestra alegría”, no solo porque ha procreado a
Jesús, sino porque nos refiere continuamente a Él.
Pero alguno puede decir: “Estoy en el mundo, por tanto, si me alegro, me alegro
allí donde estoy”. ¿Pero es que por estar en el mundo no estás en el Señor? Es-
cucha al apóstol Pablo cuando habla a los atenienses, según refieren los Hechos
de los apóstoles, y afirma de Dios, Señor y creador nuestro: En él vivimos, nos
movemos y existimos. El que está en todas partes, ¿en dónde no está? ¿Acaso
no nos exhortaba precisamente a esto? El Señor está cerca; nada os preocupe.
San Agustín, obispo, Sermón 171, 1-3. 5: PL 38, 933-935 (LH del 26 de Mayo).
Domingo III de Adviento (B) — 97
Temas
El gozo
CEC 30, 163, 301, 736, 1829, 1832, 2015, 2362:
“Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces pues, si algo
odiases, no lo hubieras creado. Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubie-
ses querido? ¿Cómo se conservaría si no la hubieses llamado? Mas tú todo
lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida” (Sb 11, 24-26).
736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto.
El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos “el fruto del Espíritu,
que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedum-
bre, templanza” (Ga 5, 22-23). “El Espíritu es nuestra Vida”: cuanto más renuncia-
mos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más “obramos también según el Espíritu”
(Ga 5, 25):
1829 La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la prác-
tica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es
siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:
“La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para con-
seguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos”
(San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).
1832 Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu
Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce:
“caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre,
fidelidad, modestia, continencia, castidad” (Ga 5,22-23, vulg.).
2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renun-
cia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis
y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las
bienaventuranzas:
2362 “Los actos [...] con los que los esposos se unen íntima y castamente entre
sí son honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, signifi-
can y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente con
alegría y gratitud” (GS 49). La sexualidad es fuente de alegría y de agrado:
Domingo III de Adviento (B) — 99
“El Creador [...] estableció que en esta función [de generación] los esposos
experimentasen un placer y una satisfacción del cuerpo y del espíritu. Por
tanto, los esposos no hacen nada malo procurando este placer y gozando
de él. Aceptan lo que el Creador les ha destinado. Sin embargo, los esposos
deben saber mantenerse en los límites de una justa moderación” (Pío XII,
Discurso a los participantes en el Congreso de la Unión Católica Italiana de
especialistas en Obstetricia, 29 octubre 1951).
713 Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is
42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; y también Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y
por último Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión
de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud:
no desde fuera, sino desposándose con nuestra “condición de esclavos” (Flp 2, 7).
Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
714 Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este
pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2):
Dios es Amor
218 A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una
razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su
amor gratuito (cf. Dt 4,37; 7,8; 10,15). E Israel comprendió, gracias a sus profetas,
que también por amor Dios no cesó de salvarlo (cf. Is 43,1-7) y de perdonarle su
infidelidad y sus pecados (cf. Os 2).
772 En la Iglesia es donde Cristo realiza y revela su propio misterio como la fi-
nalidad de designio de Dios: “recapitular todo en Cristo” (Ef 1, 10). San Pablo llama
“gran misterio” (Ef 5, 32) al desposorio de Cristo y de la Iglesia. Porque la Iglesia
se une a Cristo como a su esposo (cf. Ef 5, 25-27), por eso se convierte a su vez en
misterio (cf. Ef 3, 9-11). Contemplando en ella el misterio, san Pablo escribe: el
misterio “es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria” (Col 1, 27).
“He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos [...]
Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla
en el papel de cabeza [ex persona capitis] o en el de cuerpo [ex persona
corporis]. Según lo que está escrito: Y los dos se harán una sola carne.
Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia (Ef 5,31-32) Y el
Señor mismo en el evangelio dice: De manera que ya no son dos sino una
sola carne (Mt 19,6). Como lo habéis visto bien, hay en efecto dos personas
diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo conyugal ...
Como cabeza él se llama esposo y como cuerpo esposa (San Agustín, Ena-
rratio in Psalmum 74, 4: PL 36, 948-949).
101
Cuando el rey David se asentó en su casa y el Señor le hubo dado reposo de todos sus
enemigos de alrededor, dijo al profeta Natán:
«Mira, yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habita en una tienda».
Yo te tomé del pastizal, de andar tras el rebaño, para que fueras jefe de mi pueblo
Israel. He estado a tu lado por donde quiera que has ido, he suprimido a todos tus ene-
migos ante ti y te he hecho tan famoso como los grandes de la tierra. Dispondré un lugar
para mi pueblo Israel y lo plantaré para que resida en él sin que lo inquieten, ni le hagan
más daño los malvados, como antaño, cuando nombraba jueces sobre mi pueblo Israel.
A ti te he dado reposo de todos tus enemigos. Pues bien, el Señor te anuncia que te va
a edificar una casa.
En efecto, cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo suscitaré descenden-
cia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Yo seré para él
un padre y él será para mí un hijo.
Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siem-
pre”».
102 — Tiempo de Adviento
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
Hermanos:
EVANGELIO
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada
Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el
nombre de la virgen era María.
Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel.
El ángel le dijo:
«No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre
y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del
Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob
para siempre, y su reino no tendrá fin».
El ángel le contestó:
«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha
concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque
para Dios nada hay imposible».
María contestó:
Y el ángel se retiró.
104 — Tiempo de Adviento
Comentario Patrístico
El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada
Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José; la virgen se
llamaba María. Lo que se dice: de la estirpe de David, se refiere no sólo a José,
sino también a María, pues en la ley existía la norma según la cual cada israelita
debía casarse con una mujer de su misma tribu y familia. Lo atestigua el Apóstol,
cuando escribiendo a Timoteo, dice: Haz memoria de Jesucristo el Señor, resuci-
tado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Este ha sido mi evangelio.
En consecuencia, el Señor nació realmente del linaje de David, ya que su Madre
virginal pertenecía a la verdadera estirpe de David.
El ángel, entrando a su presencia, dijo: “No temas, María, porque has encon-
trado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás
por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le
dará el trono de David su Padre”. Llama trono de David al reino de Israel, que en
su tiempo David gobernó con fiel dedicación por mandato y con la ayuda de Dios.
Orígenes observa que semejante título jamás se dio a un ser humano y que no se
encuentra en ninguna otra parte de la sagrada Escritura (cf. In Lucam 6, 7). Es un
título expresado en voz pasiva, pero esta “pasividad” de María, que desde siem-
pre y para siempre es la “amada” por el Señor, implica su libre consentimiento,
su respuesta personal y original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es
plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de
Dios que se derrama en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su
Hijo, el cual realiza totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisa-
mente obedeciendo ejercita su libertad.
Homilías
Sin embargo, “el arca de Dios está debajo de una tienda” (2 Sam 7, 2). Este
hecho causa remordimiento de conciencia a David cuando piensa que él mismo
“vive en una casa de cedro” (2 Sam 7, 2). El profeta Natan alaba la intención del
corazón real. Sin embargo, anuncia que llevar a cabo este designio no se le conce-
derá a él sino a su hijo (es decir, a Salomón).
3. Ante la inminencia de las fiestas de la Navidad del Señor, toda esta períco-
pa sobre la Anunciación adquiere una particular relevancia. Y aunque conocemos
muy bien este pasaje del Evangelio de San Lucas, debemos insistir en él una vez
más.
“He aquí, concebirás y darás a luz un hijo y lo llamarás Jesús. Será grande y
llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David su padre” (Lc 1,
31-32). “Seré su padre y él será mi hijo”, dijo el profeta Natán al rey David, y estas
palabras parecían referirse al hijo real, que debía construir un templo para Dios
en Jerusalén. Y tal fue probablemente el significado inmediato de esas palabras.
Es el Adviento para el cual toda la antigua alianza ha sido una gran prepara-
ción. El cumplimiento ciertamente excede las expectativas de todos. Y realmente
se necesitó la fe sublime y heroica de la Virgen de Nazaret para poder fijar sus
ojos en la verdad revelada en la palabra “Emmanuel”. “Dios con nosotros” no
significaba solo Dios que vive en el templo de su pueblo. Significaba también que
Dios fue concibido en el vientre de la mujer, “Dios nacido como hombre”, “Hijo
del hombre”.
7. Y es comprensible que este primer Adviento -el Adviento del Hijo-, sea al
mismo tiempo el cumplimiento de las profecías y expectativas: en cierto sentido,
es su término. Y al mismo tiempo es el comienzo. Es el comienzo del segundo
y definitivo Adviento. Este Adviento se logrará solo cuando, a través de la obra
de Cristo, el Hijo, obrando en el Espíritu Santo, devuelva el reino al Padre en su
madurez de gracia y de gloria, para que “Dios sea todo en todos” (1 Cor 15, 28).
[...]
11. Leamos una vez más, como conclusión, las palabras del Apóstol en la
Carta a los Romanos que la liturgia de hoy nos propuso: “Al que puede con-
solidaros según mi Evangelio ... conforme a la revelación del misterio mantenido
en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora... a Dios, único Sabio, por
Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Rom 16, 25-27).
Domingo IV de Adviento (B) — 109
El nombre de Jesús, con el que Cristo era llamado en su familia y por sus
amigos en Nazaret, exaltado por las multitudes e invocado por los enfermos en
los años de su ministerio público, evoca su identidad y su misión de Salvador.
En efecto, Jesús significa: “Dios salva”. Nombre bendito, que se reveló también
signo de contradicción, y acabó escrito en la cruz, dentro de la motivación de la
condena a muerte (cf. Jn 19, 19). Pero este nombre, en el sacrificio supremo del
Calvario resplandeció como nombre de vida, en el que Dios ofrece a todos los
hombres la gracia de la reconciliación y de la paz.
El recuerdo más sugestivo del nacimiento del Señor, ya inminente, viene del
belén, que en numerosas casas ya ha sido montado.
Pero la sencillez del belén contrasta con la imagen de la Navidad que los
mensajes publicitarios proponen a veces de modo insistente. También la hermo-
sa tradición de intercambiarse, entre familiares y amigos, los regalos con ocasión
de la Navidad, bajo el influjo de cierta mentalidad consumista corre el riesgo de
perder su auténtico sentido “navideño”. En efecto, esta costumbre se comprende
partiendo del hecho de que Jesús en persona es el Don de Dios a la humanidad,
del que nuestros regalos en esta fiesta quieren ser reflejo y expresión. Por esta ra-
zón, es muy oportuno privilegiar los gestos que manifiestan solidaridad y acogida
con respecto a los pobres y los necesitados.
Ante el belén, la mirada se detiene sobre todo en la Virgen y en José, que es-
peran el nacimiento de Jesús. El evangelio de este IV domingo de Adviento, con
la narración de la Anunciación, nos muestra a María a la escucha de la Palabra
de Dios y dispuesta a cumplirla fielmente. Así, en ella y en su castísimo esposo
vemos realizadas las condiciones indispensables para prepararnos a la Navidad
de Cristo. Ante todo, el silencio interior y la oración, que permiten contemplar
el misterio que se conmemora. En segundo lugar, la disponibilidad a acoger la
voluntad de Dios, sea cual sea la forma en que se manifieste.
Pero conviene destacar, en primer lugar, que las palabras del ángel son la
repetición de una promesa profética del libro del profeta Sofonías. Encontramos
aquí casi literalmente ese saludo. El profeta Sofonías, inspirado por Dios, dice a
Israel: “Alégrate, hija de Sión; el Señor está contigo y viene a morar dentro de ti”
(cf. Sf 3, 14). Sabemos que María conocía bien las sagradas Escrituras. Su Magní-
ficat es un tapiz tejido con hilos del Antiguo Testamento. Por eso, podemos tener
la seguridad de que la Virgen santísima comprendió en seguida que estas eran las
palabras del profeta Sofonías dirigidas a Israel, a la “hija de Sión”, considerada
como morada de Dios.
el profeta y que, por consiguiente, el Señor tiene una intención especial para ella;
que ella está llamada a ser la verdadera morada de Dios, una morada no hecha de
piedras, sino de carne viva, de un corazón vivo; que Dios, en realidad, la quiere
tomar como su verdadero templo precisamente a ella, la Virgen. ¡Qué indicación!
Y entonces podemos comprender que María comenzó a reflexionar con particu-
lar intensidad sobre lo que significaba ese saludo.
Tal vez a nosotros, los católicos, que lo sabemos desde siempre, ya no nos
sorprende; ya no percibimos con fuerza esta alegría liberadora. Pero si miramos
al mundo de hoy, donde Dios está ausente, debemos constatar que también él
está dominado por los miedos, por las incertidumbres: ¿es un bien ser hombre,
o no?, ¿es un bien vivir, o no?, ¿es realmente un bien existir?, ¿o tal vez todo es
negativo? Y, en realidad, viven en un mundo oscuro, necesitan anestesias para
poder vivir. Así, la palabra: “alégrate, porque Dios está contigo, está con noso-
tros”, es una palabra que abre realmente un tiempo nuevo. Amadísimos herma-
nos, con un acto de fe debemos acoger de nuevo y comprender en lo más íntimo
del corazón esta palabra liberadora: “alégrate”. Esta alegría que hemos recibido
no podemos guardarla sólo para nosotros. La alegría se debe compartir siempre.
Una alegría se debe comunicar. María corrió inmediatamente a comunicar su
alegría a su prima Isabel. Y desde que fue elevada al cielo distribuye alegrías en
todo el mundo; se ha convertido en la gran Consoladora, en nuestra Madre, que
comunica alegría, confianza, bondad, y nos invita a distribuir también nosotros
la alegría.
Domingo IV de Adviento (B) — 113
“No temas”. María nos dice esta palabra también a nosotros. Ya he destaca-
do que nuestro mundo actual es un mundo de miedos: miedo a la miseria y a la
pobreza, miedo a las enfermedades y a los sufrimientos, miedo a la soledad y a
la muerte. En nuestro mundo tenemos un sistema de seguros muy desarrollado:
está bien que existan. Pero sabemos que en el momento del sufrimiento pro-
fundo, en el momento de la última soledad, de la muerte, ningún seguro podrá
protegernos. El único seguro válido en esos momentos es el que nos viene del
Señor, que nos dice también a nosotros: “No temas, yo estoy siempre contigo”.
Podemos caer, pero al final caemos en las manos de Dios, y las manos de Dios
son buenas manos.
Desde luego, la función de san José no puede reducirse a este aspecto legal.
Es modelo del hombre “justo” (Mt 1, 19), que en perfecta sintonía con su esposa
acoge al Hijo de Dios hecho hombre y vela por su crecimiento humano. Por eso,
en los días que preceden a la Navidad, es muy oportuno entablar una especie de
coloquio espiritual con san José, para que él nos ayude a vivir en plenitud este
gran misterio de la fe.
El amado Papa Juan Pablo II, que era muy devoto de san José, nos ha dejado
una admirable meditación dedicada a él en la exhortación apostólica Redempto-
ris Custos, “Custodio del Redentor”. Entre los muchos aspectos que pone de re-
lieve, pondera en especial el silencio de san José. Su silencio estaba impregnado
de contemplación del misterio de Dios, con una actitud de total disponibilidad
a la voluntad divina. En otras palabras, el silencio de san José no manifiesta un
vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe que lleva en su corazón y que
guía todos sus pensamientos y todos sus actos. Un silencio gracias al cual san
José, al unísono con María, guarda la palabra de Dios, conocida a través de las
Domingo IV de Adviento (B) — 115
De hecho, la Virgen María no sólo concibió, sino que lo hizo por obra del
Espíritu Santo, es decir, de Dios mismo. El ser humano que comienza a vivir en
su seno toma la carne de María, pero su existencia deriva totalmente de Dios. Es
plenamente hombre, hecho de tierra —para usar el símbolo bíblico—, pero viene
de lo alto, del cielo. El hecho de que María conciba permaneciendo virgen es, por
consiguiente, esencial para el conocimiento de Jesús y para nuestra fe, porque
atestigua que la iniciativa fue de Dios y sobre todo revela quién es el concebido.
Como dice el Evangelio: “Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de
Dios” (Lc 1, 35). En este sentido, la virginidad de María y la divinidad de Jesús
se garantizan recíprocamente.
Por eso es tan importante aquella única pregunta que María, “turbada gran-
demente”, dirige al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34).
En su sencillez, María es muy sabia: no duda del poder de Dios, pero quiere en-
tender mejor su voluntad, para adecuarse completamente a esa voluntad. María
es superada infinitamente por el Misterio, y sin embargo ocupa perfectamente
el lugar que le ha sido asignado en su centro. Su corazón y su mente son plena-
mente humildes, y, precisamente por su singular humildad, Dios espera el “sí” de
esa joven para realizar su designio. Respeta su dignidad y su libertad. El “sí” de
María implica a la vez la maternidad y la virginidad, y desea que todo en ella sea
para gloria de Dios, y que el Hijo que nacerá de ella sea totalmente don de gracia.
Domingo IV de Adviento (B) — 117
San Juan Pablo II, papa, Catequesis, audiencia general, 28 de enero 1987, nn. 7-9.
118 — Tiempo de Adviento
Francisco, papa
Ante todo su fe, su actitud de fe, que consiste en escuchar la Palabra de Dios
para abandonarse a esta Palabra con plena disponibilidad de mente y de corazón.
Al responder al Ángel, María dijo: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra” (v. 38). En su “heme aquí” lleno de fe, María no sabe por cuales
caminos tendrá que arriesgarse, qué dolores tendrá que sufrir, qué riesgos afron-
tar. Pero es consciente de que es el Señor quien se lo pide y ella se fía totalmente
de Él, se abandona a su amor. Esta es la fe de María.
Cada uno de nosotros está llamado a responder, como María, con un “sí”
personal y sincero, poniéndose plenamente a disposición de Dios y de su mise-
ricordia, de su amor. Cuántas veces pasa Jesús por nuestra vida y cuántas veces
Domingo IV de Adviento (B) — 119
nos envía un ángel, y cuántas veces no nos damos cuenta, porque estamos muy
ocupados, inmersos en nuestros pensamientos, en nuestros asuntos y, concreta-
mente, en estos días, en nuestros preparativos de la Navidad, que no nos damos
cuenta que Él pasa y llama a la puerta de nuestro corazón, pidiendo acogida,
pidiendo un “sí”, como el de María. Un santo decía: “Temo que el Señor pase”.
¿Sabéis por qué temía? Temor de no darse cuenta y dejarlo pasar. Cuando noso-
tros sentimos en nuestro corazón: “Quisiera ser más bueno, más buena... Estoy
arrepentido de esto que hice...”. Es precisamente el Señor quien llama. Te hace
sentir esto: las ganas de ser mejor, las ganas de estar más cerca de los demás, de
Dios. Si tú sientes esto, detente. ¡El Señor está allí! Y vas a rezar, y tal vez a la
confesión, a hacer un poco de limpieza... esto hace bien. Pero recuérdalo bien: si
sientes esas ganas de mejorar, es Él quien llama: ¡no lo dejes marchar!
Sin embargo, la respuesta de María es una frase breve que no habla de glo-
ria, no habla de privilegio, sino solo de disponibilidad y de servicio: “He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (v. 38). También el contenido
es diferente. María no se exalta frente a la perspectiva de convertirse incluso en
la madre del Mesías, sino que permanece modesta y expresa la propia adhesión
al proyecto del Señor. María no presume. Es humilde, modesta. Se queda como
siempre. Este contraste es significativo. Nos hace entender que María es verdade-
ramente humilde y no trata de exponerse. Reconoce ser pequeña delante de Dios,
y está contenta de ser así. Al mismo tiempo, es consciente de que de su respuesta
depende la realización del proyecto de Dios, y que por tanto Ella está llamada a
adherirse con todo su ser.
“Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo”, dice a María el ángel. “No temas...
porque has encontrado gracia ante Dios” (Lc 31, 30). ¿Es posible pensar en algo
más grande? ¿Puede haber una gracia, un don más excelso que éste: ser Madre
de Dios? ¿Puede existir una dignidad más grande? ¡El Verbo de Dios se encarnó
en las entrañas de la Virgen María! María, la Virgen de Nazaret, al habla con el
mensajero de Dios que pide su consentimiento para entrar en la historia de los
hombres, continúa en la Iglesia de todos los tiempos esta misión singular: ofre-
cernos a Cristo, manifestarlo, indicarlo como único Salvador. Como hizo en Belén
con los pastores, y más tarde con los Magos venidos de Oriente.
Temas
La Anunciación
CEC 484-494:
484 La Anunciación a María inaugura “la plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4),
es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada
a concebir a aquel en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad”
(Col 2, 9). La respuesta divina a su “¿cómo será esto, puesto que no conozco va-
rón?” (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá
sobre ti” (Lc 1, 35).
485 La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo
(cf. Jn 16, 14-15). El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen
María y fecundarla por obra divina, él que es “el Señor que da la vida”, haciendo
que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya.
486 El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la
Virgen María es “Cristo”, es decir, el ungido por el Espíritu Santo (cf. Mt 1, 20; Lc
1, 35), desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tu-
viera lugar sino progresivamente: a los pastores (cf. Lc 2,8-20), a los magos (cf. Mt
2, 1-12), a Juan Bautista (cf. Jn 1, 31-34), a los discípulos (cf. Jn 2, 11). Por tanto,
toda la vida de Jesucristo manifestará “cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y
con poder” (Hch 10, 38).
487 Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca
de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo.
La predestinación de María
488 “Dios envió a su Hijo” (Ga 4, 4), pero para “formarle un cuerpo” (cf. Hb
10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad,
Dios escogió para ser la Madre de su Hijo a una hija de Israel, una joven judía de
Nazaret en Galilea, a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la
casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26-27):
489 A lo largo de toda la Antigua Alianza, la misión de María fue preparada por
la misión de algunas santas mujeres. Al principio de todo está Eva: a pesar de su
desobediencia, recibe la promesa de una descendencia que será vencedora del
Maligno (cf. Gn 3, 15) y la de ser la madre de todos los vivientes (cf. Gn 3, 20). En
virtud de esta promesa, Sara concibe un hijo a pesar de su edad avanzada (cf. Gn
18, 10-14; 21,1-2). Contra toda expectativa humana, Dios escoge lo que era tenido
por impotente y débil (cf. 1 Co 1, 27) para mostrar la fidelidad a su promesa: Ana,
la madre de Samuel (cf. 1 S 1), Débora, Rut, Judit, y Ester, y muchas otras mujeres.
María “sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de él con
confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella, excelsa Hija de Sión, des-
pués de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo
plan de salvación” (LG 55).
La Inmaculada Concepción
490 Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la
medida de una misión tan importante” (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de
la anunciación la saluda como “llena de gracia” (Lc 1, 28). En efecto, para poder
dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella
estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios.
491 A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María “llena
de gracia” por Dios (Lc 1, 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que
confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa
Pío IX:
492 Esta “resplandeciente santidad del todo singular” de la que ella fue “enri-
quecida desde el primer instante de su concepción” (LG 56), le viene toda entera
de Cristo: ella es “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de
su Hijo” (LG 53). El Padre la ha “bendecido [...] con toda clase de bendiciones espi-
rituales, en los cielos, en Cristo” (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada.
Él la ha “elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada
en su presencia, en el amor” (cf. Ef 1, 4).
493 Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios “la Toda
Santa” (Panaghia), la celebran “como inmune de toda mancha de pecado y como
plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo” (LG 56). Por la gracia
de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda
su vida.
494 Al anuncio de que ella dará a luz al “Hijo del Altísimo” sin conocer varón,
por la virtud del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 28-37), María respondió por “la obedien-
cia de la fe” (Rm 1, 5), segura de que “nada hay imposible para Dios”: “He aquí
Domingo IV de Adviento (B) — 123
la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 37-38). Así, dando su
consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptan-
do de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo
impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo,
para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la
Redención (cf. LG 56):
«Ella, en efecto, como dice san Ireneo, “por su obediencia fue causa de la
salvación propia y de la de todo el género humano”. Por eso, no pocos Padres
antiguos, en su predicación, coincidieron con él en afirmar “el nudo de la desobe-
diencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su
falta de fe lo desató la Virgen María por su fe”. Comparándola con Eva, llaman a
María “Madre de los vivientes” y afirman con mayor frecuencia: “la muerte vino
por Eva, la vida por María». (LG. 56; cf. Adversus haereses, 3, 22, 4).
La virginidad de María
Así, san Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): “Estáis firmemente
convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza
de David según la carne (cf. Rm 1, 3), Hijo de Dios según la voluntad y el
poder de Dios (cf. Jn 1, 13), nacido verdaderamente de una virgen [...] Fue
verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato [...]
padeció verdaderamente, como también resucitó verdaderamente” (Epis-
tula ad Smyrnaeos, 1-2).
124 — Tiempo de Adviento
559 ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tenta-
tivas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y prepara los
detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de “David, su padre” (Lc 1,32; cf.
Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación (“Hosanna”
quiere decir “¡sálvanos!”, “Danos la salvación!”). Pues bien, el “Rey de la Gloria”
(Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no conquista a
la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la
humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbditos de su
Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los “pobres de Dios”,
que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2,
14). Su aclamación “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Sal 118, 26), ha
sido recogida por la Iglesia en el Sanctus de la liturgia eucarística para introducir
al memorial de la Pascua del Señor.
CREO: La obediencia de la fe
146 Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos:
“La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven”
(Hb 11,1). “Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia” (Rm 4,3; cf.
Gn 15,6). Y por eso, fortalecido por su fe, Abraham fue hecho “padre de todos los
creyentes” (Rm 4,11.18; cf. Gn 15, 5).
149 Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús,
su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el “cumpli-
miento” de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realiza-
ción más pura de la fe.
126 — Tiempo de Adviento
494 Al anuncio de que ella dará a luz al “Hijo del Altísimo” sin conocer varón,
por la virtud del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 28-37), María respondió por “la obedien-
cia de la fe” (Rm 1, 5), segura de que “nada hay imposible para Dios”: “He aquí
la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 37-38). Así dando su
consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptan-
do de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo
impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo,
para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la
Redención (cf. LG 56):
Ella, en efecto, como dice S. Ireneo, “por su obediencia fue causa de la sal-
vación propia y de la de todo el género humano”. Por eso, no pocos Padres
antiguos, en su predicación, coincidieron con él en afirmar “el nudo de la
desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen
Eva por su falta de fe lo desató la Virgen María por su fe”. Comparándola
con Eva, llaman a María ‘Madre de los vivientes’ y afirman con mayor fre-
cuencia: “la muerte vino por Eva, la vida por María” (LG. 56).
La fe
2087 Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su
amor. San Pablo habla de la “obediencia de la fe” (Rm 1, 5; 16, 26) como de la
primera obligación. Hace ver en el “desconocimiento de Dios” el principio y la
explicación de todas las desviaciones morales (cf Rm 1, 18-32). Nuestro deber para
con Dios es creer en Él y dar testimonio de Él.
He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. [...] de esta forma,
nacido en aquella carne, cuando era pequeño, salió de un seno cerrado, y en la
misma carne, cuando era grande, ya resucitado, entró por puertas cerradas. Estas
cosas son maravillosas, porque son divinas; son inefables, porque son también
inescrutables; la boca del hombre no es suficiente para explicarlas, porque tam-
poco lo es el corazón para investigarlas.
Creyó María, y se cumplió en ella lo que creyó. Creamos también nosotros para
que pueda sernos también provechoso lo que se cumplió. Aunque también este
nacimiento sea maravilloso, piensa, sin embargo, ¡oh hombre!, qué tomó por ti tu
Dios, qué el creador por la creatura: Dios que permanece en Dios, el eterno que
vive con el eterno, el Hijo igual al Padre, no desdeñó revestirse de la forma de
siervo en beneficio de los siervos, reos y pecadores. Y esto no se debe a méritos
humanos, pues más bien merecíamos el castigo por nuestros pecados... Por los
siervos impíos y pecadores, el Señor se dignó nacer, como siervo y hombre, del
Espíritu Santo y de la virgen María.
Tiempo de Navidad
Introducción
Normativa litúrgica8
En la vigilia y en las tres misas de Navidad, las lecturas, tanto las profé-
ticas como las demás, se han tomado de la tradición romana.
En la fiesta del Bautismo del Señor, los textos se refieren a este misterio.
“En la vigilia y en las tres Misas de Navidad, las lecturas, tanto las pro-
féticas como las demás, se han tomado de la tradición Romana” (OLM 95).
Un momento distintivo de la Solemnidad de la Navidad del Señor es la cos-
tumbre de celebrar tres misas diferentes: la de medianoche, la de la aurora
y la del día. Con la reforma posterior al Concilio Vaticano II se ha añadido
una vespertina en la vigilia. A excepción de las comunidades monásticas, no
es normal que todos participen en las tres (o cuatro) celebraciones; la mayor
parte de los fieles participará en una Liturgia que será su “Misa de Navidad”.
Por ello se ha llevado a cabo una selección de lecturas para cada celebración.
No obstante, antes de considerar algunos temas integrales y comunes a los
textos litúrgicos y bíblicos, resulta ilustrativo examinar la secuencia de las
cuatro misas.
9 Cf. Congregación para el Culto Divino, Directorio Homilético (2014), nn. 110-119.
Introducción — 129
Somos como aquellos que se despertaron en la gélida luz del alba, pregun-
tándose si la aparición angélica en medio de la noche había sido un sueño. Los
pastores, con ese innato buen sentido propio de los pobres, piensan entre sí:
“Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado
el Señor”. Van corriendo y encuentran exactamente lo que les había anuncia-
do el Ángel: una pobre pareja y su Hijo apenas recién nacido, dormido en un
pesebre para los animales. ¿Su reacción a esta escena de humilde pobreza?
Vuelven glorificando y alabando a Dios por lo que han visto y oído, y todos
los que los escuchan quedan impresionados por lo que les han referido. Los
pastores vieron, y también nosotros estamos invitados a ver, algo mucho más
trascendente que la escena que nos llena de emoción y que ha sido objeto de
tantas representaciones artísticas. Pero esta realidad se puede ver sólo con los
ojos de la fe y emerge con la luz del día, en la siguiente Celebración.
Las oraciones propias de la Misa del día hablan de Cristo como autor de
nuestra generación divina y de cómo su nacimiento manifiesta la reconcilia-
ción que nos hace amables a los ojos de Dios. La colecta, una de las más anti-
guas del tesoro de las oraciones de la Iglesia, expresa sintéticamente porqué el
Verbo se hace carne: “Oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre
a tu imagen y semejanza; y de modo más admirable todavía restableciste su
dignidad por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy
se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”.
10 San Juan Pablo II, papa. Catequesis, Audiencia general, 27 de diciembre de 1978.
Introducción — 133
Hijo de Dios en cada uno de nosotros, que hemos sido adoptados en la nueva
unión con el Padre. La irradiación de este misterio se expande lejos, muy le-
jos; alcanza también aquellas partes o esferas de la existencia de los hombres
en las que todo pensamiento acerca de Dios ha sido como ofuscado, y parece
estar ausente como si se hubiera quemado y apagado del todo. Y he aquí que
con la noche de Navidad apunta un resplandor: ¿Acaso... a pesar de todo?
Bienaventurado este “acaso... a pesar de todo”: es un indicio de fe y esperanza.
Y he aquí que el Evangelio habla de los sencillos, los modestos, los pobres
de Israel: de los pastores que fueron los primeros en encontrarle. Además,
habla con toda sencillez, como si se tratara de un acontecimiento “exterior”;
han buscado dónde podría estar y finalmente lo han encontrado. A la vez,
este “encontraron” de Lucas, indica una dimensión interior, lo que se verificó
en los hombres la noche de Navidad, en aquellos sencillos pastores de Belén:
“Encontraron a María, a José y al Niño acostado en un pesebre”, y después “...
se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto,
según se les había dicho” (Lc 2, 16. 20).
El hombre es el ser que busca a Dios. Varios son los senderos de esta
búsqueda. Múltiples son las historias del alma humana precisamente en esos
caminos. A veces las vías parecen muy sencillas y próximas. Otras veces son
difíciles, complicadas, alejadas. Unas veces el hombre llega fácilmente a su
“¡eureka!”, ¡he encontrado! Otras veces lucha con dificultades como si no pu-
diera penetrar en sí mismo ni en el mundo y, sobre todo, como si no pudiese
comprender el mal que hay en el mundo. Es sabido que incluso en el contexto
de la Navidad este mal ha hecho ver su rostro amenazador.
No son pocos los hombres que han descrito su búsqueda de Dios por los
caminos de la propia vida. Son aún más numerosos los que callan consideran-
do como su misterio más profundo y más íntimo todo lo que han vivido en esos
caminos: lo que han experimentado, cómo han buscado, cómo han perdido la
orientación y cómo la han encontrado de nuevo.
¿Qué decir del ateísmo frente a esta verdad? Es necesario decir muchas
cosas, más de las que se pueden encerrar en el marco de este breve discurso
mío. Pero es preciso decir al menos una cosa: es indispensable aplicar un cri-
terio, el criterio de la libertad del espíritu humano. No va de acuerdo con este
criterio —criterio fundamental— el ateísmo, ya sea cuando niega a priori que
el hombre es el ser que busca a Dios, o también cuando mutila de diversas ma-
neras esa búsqueda en la vida social, pública y cultural. Tal comportamiento
es contrario a los derechos fundamentales del hombre.
Ha venido al mundo para que lo puedan encontrar los hombres; los que lo
buscan. Al igual que lo encontraron los pastores en la gruta de Belén.
Diré más todavía. Jesús ha venido al mundo para revelar toda la digni-
dad y nobleza de la búsqueda de Dios, que es la necesidad más profunda del
alma humana, y para salir al encuentro de esta búsqueda.
135
Misa de la Vigilia
Lecturas
PRIMERA LECTURA
Ya no te llamarán «Abandonada»,
ni a tu tierra «Devastada»;
a ti te llamarán «Mi predilecta»,
y a tu tierra «Desposada»,
porque el Señor te prefiere a ti,
y tu tierra tendrá un esposo.
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
Cuando Pablo llegó a Antioquía de Pisidia, se puso en pie y, haciendo seña con la mano
de que se callaran, dijo:
«Israelitas y los que teméis a Dios, escuchad:
El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres y multiplicó al pueblo cuando
vivían como forasteros en Egipto. Los sacó de allí con brazo poderoso.
Después, les suscitó como rey a David, en favor del cual dio testimonio, diciendo:
Encontré a David, hijo de Jesé,
hombre conforme a mi corazón,
que cumplirá todos mis preceptos.
Juan predicó a todo Israel un bautismo de conversión antes de que llegara Jesús; y,
cuando Juan estaba para concluir el curso de su vida, decía:
“Yo no soy quien pensáis, pero, mirad, viene uno detrás de mí a quien no merezco des-
atarle las sandalias de los pies”.
Misa de la Vigilia — 137
Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus her-
manos. Judá engendró, de Tamar, a Fares y a Zará, Fares engendró a Esrón, Esrón engen-
dró a Arán, Arán engendró a Aminadab, Aminadab engendró a Naasón, Naasón engendró
a Salmón, Salmón engendró, de Rajab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed
engendró a Jesé, Jesé engendró a David, el rey.
José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado.
Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor
que le dijo:
«José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en
ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque
él salvará a su pueblo de sus pecados».
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del
profeta:
«Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo
y le pondrán por nombre Enmanuel,
que significa “Dios-con-nosotros”».
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a
su mujer. Y sin haberla conocido, ella dio a luz un hijo al que puso por nombre Jesús.
138 — Tiempo de Navidad
María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella
esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado.
Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor
que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura
que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre
Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados».
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del
profeta:
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su
mujer.
Y sin haberla conocido, ella dio a luz un hijo al que puso por nombre Jesús.
Misa de la Vigilia — 139
Comentario Patrístico
Para enseñar y justificar a los hombres, la omnipotencia del Hijo de Dios po-
día haber aparecido, por supuesto, del mismo modo que había aparecido ante los
patriarcas y los profetas, es decir, bajo apariencia humana: por ejemplo, cuando
trabó con ellos un combate o mantuvo una conversación, cuando no rehuyó la
hospitalidad que se le ofrecía y comió los alimentos que le presentaban.
Pues de no haber sido porque el hombre nuevo, encarnado en una carne pe-
cadora como la nuestra, aceptó nuestra antigua condición y, consustancial como
era con el Padre, se dignó a su vez hacerse consustancial con su madre, y, siendo
como era el único que se hallaba libre de pecado, unió consigo nuestra naturale-
za, la humanidad hubiera seguido para siempre bajo la cautividad del demonio.
Y no hubiésemos podido beneficiarnos de la victoria del triunfador, si su victoria
se hubiera logrado al margen de nuestra naturaleza.
Por lo cual, el evangelista dice de los creyentes: Estos no han nacido de san-
gre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
3. [...] la sencillez, viveza y concisión con las que Mateo y Lucas refieren las cir-
cunstancias concretas de la Encarnación del Verbo, de la que el prólogo del IV
Evangelio ofrecerá después una profundización teológica, nos hacen descubrir
qué lejos está nuestra fe del ámbito mitológico al que queda reducido el con-
cepto de un Dios que se ha hecho hombre, en ciertas interpretaciones religiosas,
incluso contemporáneas.
San Juan Pablo II, papa, Catequesis, audiencia general, 4 abril 1990, n. 3.
Misa de la Vigilia — 141
Homilías
Las homilías para esta celebración están tomadas de textos que tocan algunos aspectos de la
Navidad en particular o relacionados con alguno de los pasajes bíblicos que se leen en la misma.
Conviene señalar que estas homilías pueden iluminar aspectos de cualquiera de las otras celebra-
ciones durante el tiempo de Navidad.
Luego, adorado por los magos, recibe la significativa ofrenda de los tres do-
nes, para que quien por nosotros se había hecho mortal, fuera reconocido como
Rey y Señor de los siglos. Quiso también ser presentado en el templo y aceptó
que se ofrecieran por él una tórtola y una paloma, dándonos ejemplo, para que
cuando nos acerquemos al altar, inmolemos víctimas de castidad, de inocencia y
de las demás virtudes.
A los doce años se queda en el templo sin saberlo la Virgen Madre. Se le bus-
ca inmediatamente con rapidez y solicitud amorosa, y se le encuentra sentado en
medio de los maestros, no enseñando, sino aprendiendo y escuchando. Y al pre-
guntarle su madre por qué se quedó sin decírselo, le responde que está en la casa
de su Padre. Estos episodios de la infancia de Jesús tienen el refrendo de la auto-
ridad de la fe católica. Indudablemente, cuando Jesús es buscado por su madre,
se le reconoce como verdadero hombre; y cuando asegura que es conveniente que
él esté en la casa de su Padre, todo creyente le reconoce como verdadero y único
Hijo de Dios. Sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles
preguntas, nos indica que nadie debe arrogarse el ministerio de la predicación
antes de llegar a la edad adulta.
142 — Tiempo de Navidad
afirma que “él es el Hijo único, que está en el seno del Padre” (Jn 1, 18); así sólo él,
desde la intimidad de Dios mismo, podía revelarnos a Dios y también revelarnos
quiénes somos nosotros, de dónde venimos y hacia dónde vamos.
“Mirar a Cristo” [es el lema de este día]. Para el hombre que busca, esta
invitación se transforma siempre en una petición espontánea, una petición diri-
gida en particular a María, que nos dio a Cristo como Hijo suyo: “Muéstranos
a Jesús”. Rezamos hoy así de todo corazón; y rezamos, más allá de este momen-
to, interiormente, buscando el rostro del Redentor. “Muéstranos a Jesús”. María
responde, presentándonoslo ante todo como niño. Dios se ha hecho pequeño por
nosotros. Dios no viene con la fuerza exterior, sino con la impotencia de su amor,
que constituye su fuerza. Se pone en nuestras manos. Pide nuestro amor. Nos in-
vita a hacernos pequeños, a bajar de nuestros altos tronos y aprender a ser niños
ante Dios. Nos ofrece el Tú. Nos pide que nos fiemos de Él y que así aprendamos a
Misa de la Vigilia — 145
El Decálogo es ante todo un “sí” a Dios, a un Dios que nos ama y nos guía,
que nos sostiene y que, sin embargo, nos deja nuestra libertad, más aún, la trans-
forma en verdadera libertad (los primeros tres mandamientos). Es un “sí” a la
familia (cuarto mandamiento); un “sí” a la vida (quinto mandamiento); un “sí” a
un amor responsable (sexto mandamiento); un “sí” a la solidaridad, a la respon-
sabilidad social y a la justicia (séptimo mandamiento); un “sí” a la verdad (octavo
mandamiento); y un “sí” al respeto del prójimo y a lo que le pertenece (noveno
y décimo mandamientos). En virtud de la fuerza de nuestra amistad con el Dios
vivo, vivimos este múltiple “sí” y, al mismo tiempo, lo llevamos como señal del
camino en esta hora del mundo.
“Muéstranos a Jesús”. Con esta petición a la Madre del Señor nos hemos
puesto en camino hacia este lugar. Esta misma petición nos acompañará en nues-
tra vida cotidiana. Y sabemos que María escucha nuestra oración: sí, en cualquier
momento, cuando miramos a María, ella nos muestra a Jesús. Así podemos en-
contrar el camino recto, seguirlo paso a paso, con la alegre confianza de que ese
camino lleva a la luz, al gozo del Amor eterno. Amén.
146 — Tiempo de Navidad
Temas
El Directorio Homilético recoge los temas de la Navidad en un solo grupo, ver página 214.
[...] hemos escuchado: “El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran
luz” (Is 9,1). El pueblo que caminaba, el pueblo en medio de sus actividades, de
sus rutinas; el pueblo que caminaba cargando sobre sí sus aciertos y sus equivo-
caciones, sus miedos y sus oportunidades. Ese pueblo ha visto una gran luz. El
pueblo que caminaba con sus alegrías y esperanzas, con sus desilusiones y amar-
guras, ese pueblo ha visto una gran luz. El Pueblo de Dios es invitado en cada
época histórica a contemplar esta luz. Luz que quiere iluminar a las naciones.
Así, lleno de júbilo, lo expresaba el anciano Simeón. Luz que quiere llegar a cada
rincón de esta ciudad, a nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida.
“El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz”. Una de las particu-
laridades del pueblo creyente pasa por su capacidad de ver, de contemplar en
medio de sus “oscuridades” la luz que Cristo viene a traer. Ese pueblo creyente
que sabe mirar, que sabe discernir, que sabe contemplar la presencia viva de
Dios en medio de su vida, en medio de su ciudad. Con el profeta hoy podemos
decir: el pueblo que camina, respira, vive entre el “smog”, ha visto una gran luz,
ha experimentado un aire de vida.
[...] Saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose vitalmen-
te con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única historia
de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera de esa fuerza
que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los demás, de la
vida de nuestra ciudad. Una esperanza que nos libra de “conexiones” vacías,
de los análisis abstractos o de rutinas sensacionalistas. Una esperanza que no
tiene miedo a involucrarse actuando como fermento en los rincones donde nos
toque vivir y actuar. Una esperanza que nos invita a ver en medio del “smog” la
presencia de Dios que sigue caminando en nuestra ciudad. Porque Dios está en
la ciudad.
¿Cómo es esta luz que transita nuestras calles? ¿Cómo encontrar a Dios que
vive con nosotros en medio del “smog” de nuestras ciudades? ¿Cómo encontrar-
nos con Jesús vivo y actuante en el hoy de nuestras ciudades pluriculturales? El
profeta Isaías nos hará de guía en este “aprender a mirar”. Habló de la luz, que
es Jesús. Y ahora nos presenta a Jesús como “Consejero maravilloso, Dios fuerte,
Padre para siempre, Príncipe de la paz” (9,5-6). De esta manera, nos introduce en
la vida del Hijo para que también esa sea nuestra vida. [...]
Misa de Medianoche
Lecturas
PRIMERA LECTURA
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
Querido hermano:
Se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres,
enseñándonos a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya
desde ahora una vida sobria, justa y piadosa, aguardando la dicha que esperamos y la
manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, el cual se entre-
gó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su
propiedad, dedicado enteramente a las buenas obras.
Misa de Medianoche — 149
EVANGELIO
Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se
empadronase todo el Imperio.
Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a
empadronarse, cada cual a su ciudad.
También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret,
en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con
su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella
el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó
en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.
En aquella misma región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando
por turno su rebaño.
De repente un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de clari-
dad, y se llenaron de gran temor.
«No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo:
hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la
señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».
De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a
Dios diciendo:
Comentario Patrístico
Imaginaros a San José con la Santísima Virgen cuando llegó la hora del par-
to, ya en Belén y buscando, por todas partes, sin encontrar un lugar ni persona
que les quisiera recibir. ¡Dios mío, qué desprecio, qué rechazo el del mundo para
con los seres celestiales y los santos! Y ¡de qué forma abrazaron esta abyección
esas dos almas santas!
¡Qué desprecio de las grandezas del mundo nos ha enseñado el divino Salva-
dor! Bienaventurados los que saben amar la santa sencillez y moderación.
Homilías
Las lecturas para esta solemnidad son las mismas en los tres ciclos dominicales. No obstante, las
homilías han sido distribuidas en esta obra en tres grupos, tomando en cuenta el ciclo litúrgico
correspondiente al año en que fueron pronunciadas.
1. [Nos hallamos en la basílica de San Pedro, a esta hora insólita. Nos hace
de marco la arquitectura dentro de la cual enteras generaciones, a través de los
siglos, han expresado su fe en el Dios encarnado, siguiendo el mensaje traído
aquí a Roma por los Apóstoles Pedro y Pablo. Todo cuanto nos rodea habla con
la voz de los dos milenios que nos separan del nacimiento de Cristo. El segundo
milenio se está acercando rápidamente a su fin.] Permitidme que, así como esta-
mos, en este contexto de tiempo y de lugar, yo vaya con vosotros a aquella gruta
en las cercanías de la ciudad de Belén, situada al sur de Jerusalén. Hagámoslo de
manera que estemos todos juntos más allí que aquí: allí, donde “en el silencio de
la noche” se ha oído el vagido del recién nacido, expresión perenne de los hijos
de la tierra. En este mismo tiempo se ha hecho oír el cielo, “mundo” de Dios que
habita en el tabernáculo inaccesible de la gloria. Entre la majestad de Dios eterno
y la tierra-madre, que se hace presente con el vagido del Niño recién nacido, se
deja entrever la perspectiva de una nueva paz, de la reconciliación, de la Alianza:
“Nos ha nacido el Salvador del mundo: todos los confines de la tierra han
contemplado la salvación de nuestro Dios”.
Es una fiesta extraña: sin ningún signo de la liturgia de la sinagoga, sin lec-
turas proféticas y sin canto de los Salmos. “No quisiste sacrificios ni oblaciones,
pero me has preparado un cuerpo” (Heb 10, 5), parece decir, con su vagido, el que
siendo Hijo Eterno, Verbo consustancial al Padre, “Dios de Dios, Luz de luz”, se
ha hecho carne (cf. Jn 1, 14). Él se revela en aquel cuerpo como uno de nosotros,
pequeño infante, en toda su fragilidad y vulnerabilidad. Sujeto a la solicitud de
los hombres, confiado a su amor, indefenso. Llora y el mundo no lo siente, no
puede sentirlo. El llanto del niño recién nacido apenas puede oírse a pocos pasos
de distancia.
3. Os ruego por tanto, hermanos y hermanas [que llenáis esta basílica]: tra-
temos de estar más presentes allí que aquí. [No hace muchos días manifesté mi
gran deseo de hallarme en la gruta de la Navidad, para celebrar precisamente allí
el comienzo de mi pontificado. Dado que las circunstancias no me lo consienten,
y encontrándome aquí con todos vosotros,] trato de estar más allí espiritualmen-
te con vosotros todos, para colmar esta liturgia con la profundidad, el ardor, la
autenticidad de un intenso sentimiento interior. La liturgia de la noche de Navi-
dad es rica en un realismo particular: realismo de aquel momento que nosotros
renovamos y también realismo de los corazones que reviven aquel momento.
Todos, en efecto, nos sentimos profundamente emocionados y conmovidos, por
más que lo que celebramos haya ocurrido hace [casi dos mil años].
Pensemos por tanto esta noche en todos los hombres que caen víctima de la
humana inhumanidad, de la crueldad, de la falta de todo respeto, del desprecio
de los derechos objetivos de cada uno de los hombres. Pensemos en aquellos que
están solos, en los ancianos, en los enfermos; en aquellos que no tienen casa,
que sufren el hambre y cuya miseria es consecuencia de la explotación y de la
injusticia de los sistemas económicos. Pensemos también en aquellos, a los que
no les está permitido esta noche participar en la liturgia del nacimiento de Dios y
que no tienen un sacerdote que pueda celebrar la Misa. Vayamos también con el
Misa de Medianoche — 153
¿Quién siente el vagido del Niño? Pero el cielo habla por Él y es el cielo el
que revela la enseñanza propia de este nacimiento. Es el cielo el que la explica
con estas palabras: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres
de buena voluntad” (Lc 2, 14). Es necesario que nosotros, impresionados por el
hecho del nacimiento de Jesús, sintamos este grito del cielo. Es necesario que
llegue ese grito a todos los confines de la tierra, que lo oigan nuevamente todos
los hombres.
Viene al mundo del seno de la Madre, al igual que tantos niños desde el co-
mienzo y continuamente…
Nace…
Aunque único e irrepetible por su divinidad, así como por su virginal con-
cepción y nacimiento, el Niño ha nacido como nacen los hijos de los pobres. Esto
no lo había profetizado Isaías, aunque sí había anunciado este nacimiento en lo
más profundo de la noche, al escribir:
“El pueblo que caminaba en tinieblas, vio una luz grande; habitaban, tierras
de sombras, y una luz les brilló” (Is 9, 2).
2. Nosotros, los aquí reunidos, así como todos nuestros hermanos y herma-
nas del mundo entero, vamos al encuentro de esa Luz:
Se nos ha dado un hijo: Hijo de la Luz, Dios de Dios, Luz de Luz. Un hijo nos
ha sido dado: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo…”
(Jn 3, 16).
Pero son grandes por el nacimiento de Dios: un hijo nos ha sido dado.
Esto nos enseña el Niño que ha nacido, el Hijo que se nos ha dado.
¿Nadie? Y, con todo, hay ya algunos que han sido los primeros en conocerlo.
Han sido los primeros en acoger la buena noticia. Y han venido los primeros.
Misa de Medianoche — 155
Son los pastores. El Ángel les había dicho: “Encontraréis un niño envuelto
en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12).
Son los primeros entre los habitantes de la tierra que se unieron “al ejército
celestial”, proclamando la llegada del Hijo Eterno y el comienzo del reino de Dios
en el corazón de los hombres.
4. ¿Qué poder se da sobre los hombros de este Niño que nace en la soledad y
el vacío de la noche de Belén?
Esta primera noche sin techo del Hijo que se nos ha dado, está libre de cual-
quier signo de poderío y fuerza humana.
Todo lo contrario…
5. Y, sin embargo, esta noche de Belén, que recordamos cada año con la ma-
yor emoción posible, suscita esperanza y es portadora de alegría: una alegría
que el mundo no puede dar a pesar de todos y sus bien conocidos medios de
poderío y fuerza terrena.
De esta alegría está llena la liturgia de la Iglesia, que “canta al Señor un cán-
tico nuevo” (Sal 95 [96], 1), e invita “toda la tierra” a este canto.
Así, hace ocho siglos, esta misma alegría llenó el alma y el corazón de San
Francisco, el Pobrecillo de Asís.
6. A todos vosotros, los que me escucháis aquí —en esta basílica— y en cual-
quier lugar de la tierra, os deseo de todo corazón la revelación de esta Gracia.
¡Gloria a Dios en los cielos y en la tierra paz a los hombres de buena volun-
tad! Así sea.
156 — Tiempo de Navidad
25 de diciembre de 1984.
1. “Apparuit gratia” ... [...] A todos nos reúne la noche de Belén. La misma
noche todos los años. La reclamamos a través de los siglos y las generaciones
con la misma trepidación de esperanza inscrita en el “corazón del hombre”, en
su destino eterno. “Apparuit gratia... Apparuit gratia Dei... Apparuit gratia Dei
Salvatoris nostri”. Esta noche es santa para nosotros.
2. ¿Qué es la gracia?
Desde el centro de la gran luz que los rodea, los pastores escuchan estas pa-
labras: “Encontrarás un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc
2, 12). Y así fue en realidad. “Apparuit gratia”...
El profeta dice: “Puer natus est nobis, Filius datus est nobis”. Un niño nos
ha nacido, un hijo se nos ha dado. En este niño, nacido de la Virgen, se nos ha
dado al Hijo. La madre es virgen. En la tierra no tiene padre. Nació eternamente.
Y nacido eternamente: Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verda-
dero; engendrado, no creado: de la misma sustancia que el Padre. En esta noche
nos fue dado: dado a través del nacimiento terrenal de la Virgen, a través del
nacimiento en la noche de Belén, a través del nacimiento en la pobreza. Nos ha
Misa de Medianoche — 157
7. Así fue entonces... Ahora, [casi dos mil años] nos separan de ese “enton-
ces”. Y aquí siempre venimos, siempre nos encontramos a medianoche. Evoca-
mos esta única noche en la historia humana desde lejos.
“El pueblo que caminaba en las tinieblas”; tinieblas de todas las épocas. Y sin
embargo, cada año regresa esta noche. La misma noche de Belén en todos los lu-
gares de la tierra en torno a la cual nos reunimos. Estamos aquí al lado del Verbo
Encarnado, como María y José con un corazón abierto para recibir el mensaje de
esperanza que la Navidad trae a la humanidad también hoy. “Apparuit gratia” ...
158 — Tiempo de Navidad
1. “Os anuncio una gran alegría” (Lc 2, 10). Esta voz vino de arriba. Penetró
en la noche profunda, y llegó a los pastores que estaban en los campos, cerca de
Belén. Hoy la Iglesia se hace eco de esta voz en todos los lugares de la tierra: “Os
anuncio una gran alegría”.
El Ángel del Señor les dice a los pastores, que al principio estaban asustados:
“Fueron invadidos por un gran temor”. Por esta razón, agrega de inmediato: “No
temáis, he aquí que os anuncio una gran alegría, que lo será también para todo
el pueblo” (Lc 2, 9.10). ¡Sí! Lo será para el pueblo “que camina en la oscuridad”,
como para “los que viven en una tierra tenebrosa”. En medio de la noche, la voz
del mensajero anuncia alegría. Es la alegría de la creación. Es la alegría del tiem-
po que alcanza su plenitud, de acuerdo con los planes de Dios.
Por esta razón, el profeta Isaías tiene ante los ojos no a los pastores, sino a
los segadores. “Se regocijan ante ti como se regocijan en la cosecha” (Is 9, 2). Y así
los pastores se regocijaron en los campos de Belén. La cosecha significa madurez.
Significa la plenitud del tiempo.
No obstante, Isaías dice: “Su gobierno será grande y la paz nunca tendrá fin
en el trono de David” (Is 9, 6). Y María había escuchado durante la Anunciación:
“El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre... y su
reino no tendrá fin” (Lc 1, 32).
6. ¿Amor celoso?
Celoso puede ser el amor de un hombre que, aunque ama, no puede superar
el límite de su “yo”. ¿Pero puede el amor de Dios ser celoso? ¿De qué nos está
hablando esta noche en Belén? ¿No da acaso testimonio de Dios, que “excedió
los límites” de su “yo” divino? ¿De Dios que yace en el pesebre (destinado a los
animales) como un niño envuelto en pañales (cf. Lc 2, 7)?
¿Amor celoso? Cuéntanos sobre eso, Isaías... ¿No es ese amor el que se en-
trega al fin y sin fin? Este amor vino al mundo esta noche.
11 En el texto bíblico italiano se usa el término amor celoso en el pasaje de Is 9,6: “Questo farà l’amore
geloso del Signore degli eserciti”. La nota (b) referente a Is 9,6 de la Biblia de Jerusalén en Castellano dice lo
siguiente: “El amor celoso de Yahvé por su pueblo le lleva a la vez a castigar sus infidelidades, ver Ex 20, 5; Dt
4, 24, y a procurarle la salvación”.
160 — Tiempo de Navidad
24 de diciembre de 1990.
“Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine et homo factus est”.
1. Al pronunciar estas palabras del Credo, nos arrodillamos esta noche. Ellas
expresan el misterio que la noche de la vigilia navideña nos hace presente cada
año. La liturgia de la misa de medianoche contiene, en primer lugar, la descrip-
ción de los acontecimientos que tuvieron lugar en Belén, pueblo al sur de Jerusa-
lén. Estos acontecimientos pertenecen a la historia: la de las personas concretas
de María, de José, de los pastores que vigilaban el rebaño. Y, al mismo tiempo, la
de César Augusto, Quirino y los habitantes de Jerusalén.
¿No podemos decir que estos primeros momentos del nacimiento de Jesús
de Nazaret trazan, de alguna manera, todo su viaje terrenal, el viaje del Mesías y
Redentor? De hecho, sabemos que en la liturgia de la Igleia llegará el día en que
todo el mundo se arrodillará de nuevo. Esto sucederá el Viernes Santo, durante
la adoración de la cruz..
Esta noche: “Christus natus est nobis venite adoremus”. Viernes Santo:
“Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit, venite adoremus”.
3. “Salus mundi”. “Os anuncio una gran alegría... hoy os ha nacido un salva-
dor, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10). Estas son las palabras que los pastores de
Belén escuchan esta noche.
Todo comenzó esta noche en Belén. Aquí nace el nuevo principio de la his-
toria humana. La gracia se revela en Jesucristo. Dios confirma su amor por el
hombre en Él. De hecho, el villancico navideño de la noche de Belén habla de los
hombres a quienes Dios ama (cf. Lc 2, 14).
4. Aquí hay una gran alegría: “Os anuncio una gran alegría, que lo será para
todo el pueblo”. Esta alegría no es solo para el pueblo elegido, del cual nació Je-
sús, es la alegría de todos los hombres. La alegría de todo hombre. El misterio de
la noche de Belén tiene un significado universal. Es la primera palabra del Evan-
gelio, es decir, de la buena nueva.
Una gran alegría. Esta es la alegría de toda la creación, ya que en esta noche
nace el “engendrado ante cada criatura” (cf. Col 1, 15). Toda creación encuentra
en él, en la Palabra de Dios, su origen eterno, su lugar: “todo se hizo a través de
Él, y sin Él nada se hizo de todo lo que existe” (Jn 1, 3 )
¡Oh, noche de Belén! ¡Nos has consentido hablar con la voz de todas las cria-
turas! ¡Permítanos hablar con los idiomas de todos los pueblos y de todos los
hombres! Noche de Belén, te saludamos. Christus natus est nobis! ¡Venite, ado-
remus!
162 — Tiempo de Navidad
¿Qué luz brilló en la noche en Belén de Judá? ¿Todos vieron su brillo? ¿Qué
tan lejos llegó? En el Evangelio hemos escuchado: “Había algunos pastores en
esa región que observaban de noche vigilando a su rebaño. Un ángel del Señor
apareció ante ellos y la gloria del Señor los envolvió en luz” (Lc 2, 8-9). Por lo
tanto, la luz brillaba en los ojos y corazones de esos pastores: luz inusual y por
esta razón “fueron invadidos de un gran temor” (Lc 2, 9). ¿Y cómo no asustarse
en la noche profunda?
Esa luz anuncia el nuevo comienzo. El ángel dice: “He aquí, os anuncio una
gran alegría ... hoy ha nacido un salvador en la ciudad de David” (Lc 2, 10-11). Be-
lén de Judá es la ciudad de David, ubicada cerca de Jerusalén, e indicada por los
profetas como una tierra que habría acogido con beneplácito la llegada del Me-
sías al mundo. Cristo es la verdadera luz que entró en el mundo (cf. Jn 1, 9), que
“brilla en la oscuridad, pero la oscuridad no la ha aceptado” (Jn 1, 5). Solo los ojos
iluminados por la fe pueden realmente “verlo”. Los pastores, simples y pobres en
espíritu, fueron los primeros testigos afortunados del nacimiento del Salvador.
¿Por qué ellos y no otros habitantes de Belén? ¿Por qué no todo Israel, gente
a quien Dios ha elegido? En el Evangelio de Juan encontramos la respuesta: “La
luz ha venido al mundo, pero los hombres han preferido la oscuridad a la luz” (Jn
3, 19). ¿Podemos maravillarnos entonces? Uno puede maravillarse si los hom-
bres no han visto la luz: Yahweh, Dios llamó a todo el pueblo a anunciar la venida
del Mesías, pero en la noche de su venida eligió solo unos pocos para ser testigos:
los pastores de Belén.
los sentidos a cada hombre” (Gaudium et Spes, 22). ¡Para todo el mundo! Nació
para salvar a todos, en todas las épocas de la historia.
El profeta habla del pueblo que caminaba en las tinieblas y que vio una
gran luz. Nos habla de aquellos que vivían en una tierra oscura en la que una luz
ha brillado (cf. Is 9,1). ¡Isaías habla de nosotros! Los textos litúrgicos de Advien-
to a menudo describen la noche y el desierto. Han anunciado el rocío que debe
hacer que este desierto sea fructífero. Y he aquí que en la liturgia de esta Noche
Santa toda la creación es invitada a la alegría. “Vitoreen los campos y cuanto hay
en ellos, aclamen los árboles del bosque... Alégrese el cielo, goce la tierra, retum-
be el mar y cuanto lo llena...” (Sal 96, 11-12). He aquí que viene Aquel que ha sido
“engendrado antes de toda criatura” (Col 1, 15).
4. ¿De dónde viene la luz que brillaba en Belén y que vieron esos pobres
pastores? Viene del cielo. El esplendor, que se extiende sobre el firmamento, se
origina de Aquel que dirá de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), que
vino a iluminar los caminos confusos del hombre en la tierra. Se origina en Aquel
que se levantará al tercer día, para testificar hasta el final que Él es el sol de jus-
ticia capaz de iluminar a cada hombre que viene al mundo. ¡Él es la luz! En el
monte Tabor su rostro se volverá tan claro como el día, revelando la luz de la vida
divina presente en Él. En la noche de Navidad, solo los pastores vieron esa luz y
sin demora fueron a la fuente de donde provenía.
La Santa Navidad es la fiesta del hombre, al que Dios llama a ser su hijo, a
través de su Hijo Eterno, y así encontrar la salvación. Dios quiere que la luz brille
sobre los pueblos de todos los continentes y que la humanidad se regocije en el
“esplendor de la verdad” (Veritatis splendor). ¿Qué otra cosa mejor puede desear
Dios para el hombre?
“Gloria a Dios en lo alto del cielo y paz en la tierra a los hombres que Él ama”
(Lc 2, 14).
164 — Tiempo de Navidad
Desde hace veinte siglos brota del corazón de la Iglesia este anuncio alegre.
En esta Noche Santa el ángel lo repite a nosotros, hombres y mujeres del final de
milenio: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría… Os ha nacido hoy, en
la ciudad de David, un salvador” (Lc 2,10-11). Nos hemos preparado a acoger
estas consoladoras palabras durante el tiempo de Adviento: en ellas se actualiza
el “hoy” de nuestra redención.
Sí, el Hijo de Dios, de la misma naturaleza del Padre, Dios de Dios y Luz de
Luz, engendrado eternamente por el Padre, tomó cuerpo de la Virgen y asumió
nuestra naturaleza humana. Nació en el tiempo. Dios entró en la historia huma-
na. El incomparable “hoy” eterno de Dios se ha hecho presencia en las vicisitudes
cotidianas del hombre.
Ante el Verbo encarnado ponemos las alegrías y temores, las lágrimas y es-
peranzas. Sólo en Cristo, el hombre nuevo, encuentra su verdadera luz el misterio
del ser humano.
¡Tú, Cristo, eres el Hijo unigénito del Dios vivo, venido en la gruta de Belén!
[Después de dos mil años] vivimos de nuevo este misterio como un aconteci-
miento único e irrepetible. Entre tantos hijos de hombres, entre tantos niños ve-
nidos al mundo durante estos siglos, sólo Tú eres el Hijo de Dios: tu nacimiento
ha cambiado, de modo inefable, el curso de los acontecimiento humanos.
Ésta es la verdad que en esta noche la Iglesia quiere transmitir al tercer mi-
lenio. Y todos vosotros, que vendréis después de nosotros, procurad acoger esta
verdad, que ha cambiado totalmente la historia. Desde la noche de Belén, la hu-
manidad es consciente de que Dios se hizo Hombre: se hizo Hombre para hacer
al hombre partícipe de la naturaleza divina.
4. ¡Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo! En el umbral del tercer milenio, la
Iglesia te saluda, Hijo de Dios, que viniste al mundo para vencer a la muerte. Vi-
niste para iluminar la vida humana mediante el Evangelio. La Iglesia te saluda y
junto contigo quiere entrar [en el tercer milenio]. Tú eres nuestra esperanza. Sólo
Tú tienes palabras de vida eterna.
Tú, que viniste del Padre, llévanos hacia Él en el Espíritu Santo, por el cami-
no que sólo Tú conoces y que nos revelaste para que tuviéramos vida y la tuvié-
ramos en abundancia.
Tú, Cristo, Hijo del Dios vivo, ¡sé para nosotros la Puerta!
¡Sé para nosotros la verdadera Puerta, [simbolizada por aquélla que en esta
Noche hemos abierto solemnemente]! Sé para nosotros la Puerta que nos intro-
duce en el misterio del Padre. ¡Haz que nadie quede excluido de su abrazo de
misericordia y de paz!
“Hodie natus est nobis Salvator mundi”: ¡Cristo es nuestro único Salvador!
Éste es el mensaje de Navidad [de 1999]: el “hoy” de esta Noche Santa [da inicio
al Gran Jubileo].
María, aurora de los nuevos tiempos, quédate junto a nosotros, mientras con
confianza recorremos [los primeros pasos del Año Jubilar].
Amén.
166 — Tiempo de Navidad
Misa de Medianoche.
Martes 24 de diciembre de 2002.
En las catedrales y en las basílicas, así como en las iglesias más pequeñas y
diseminadas por todos los lugares de la tierra, se eleva con emoción el canto de
los cristianos: “Hoy nos ha nacido el Salvador” (Salmo responsorial).
¿Quién puede pensar que ese pequeño ser humano es el “Hijo del Altísimo”?
(Lc 1, 32). Sólo ella, su Madre, conoce la verdad y guarda su misterio.
En esta no-
che también nosotros podemos “pasar” a través de su mirada, para reconocer en
este Niño el rostro humano de Dios. También para nosotros, hombres del tercer
milenio, es posible encontrar a Cristo y contemplarlo con los ojos de María.
La
noche de Navidad se convierte así en escuela de fe y vida.
¡Oh Navidad del Señor, que has inspirado a santos de todos los tiempos!
Pienso, entre otros, en san Bernardo y en sus elevaciones espirituales ante la
conmovedora escena del belén; pienso en san Francisco de Asís, inventor ins-
pirado de la primera animación “en vivo” del misterio de la Noche santa; pienso
en santa Teresa del Niño Jesús, que con su “caminito” propuso nuevamente el
auténtico espíritu de la Navidad a la orgullosa conciencia moderna.
“No temáis, pues os anuncio una gran alegría. (...) Os ha nacido hoy, en la ciudad
de David, un salvador” (Lc 2, 10-11). El mensaje de la venida de Cristo, que llegó
del cielo mediante el anuncio de los ángeles, sigue resonando en esta ciudad, así
como en las familias, en los hogares y en las comunidades de todo el mundo. Es
una “gran alegría”, dijeron los ángeles, “para todo el pueblo”. Este mensaje pro-
clama que el Mesías, el Hijo de Dios e hijo de David nació “por vosotros”: por ti y
por mí, y por todos los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar. En el plan de
Dios, Belén, “el menor entre los clanes de Judá” (Mi 5, 1) se convirtió en un lugar
de gloria imperecedera: el lugar donde, en la plenitud de los tiempos, Dios eligió
hacerse hombre, para acabar con el largo reinado del pecado y de la muerte, y
para traer vida nueva y abundante a un mundo ya viejo, cansado y oprimido por
la desesperación.
Para los hombres y mujeres de todo lugar, Belén está asociada a este alegre
mensaje de renacimiento, renovación, luz y libertad. Y, sin embargo, aquí, en
medio de nosotros, ¡qué lejos de hacerse realidad parece esa magnífica promesa!
¡Qué distante parece el Reino de amplio dominio y paz, de seguridad, justicia e
integridad, que el profeta Isaías anunció, como hemos escuchado en la primera
lectura (cf. Is 9, 7) y que proclamamos como definitivamente establecido con la
venida de Jesucristo, Mesías y Rey!
“El Señor me ha dicho: “Tu eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”. Con estas
palabras del Salmo segundo, la Iglesia inicia la Santa Misa de la vigilia de Na-
vidad, en la cual celebramos el nacimiento de nuestro Redentor Jesucristo en el
establo de Belén. En otro tiempo, este Salmo pertenecía al ritual de la coronación
del rey de Judá. El pueblo de Israel, a causa de su elección, se sentía de modo
particular hijo de Dios, adoptado por Dios. Como el rey era la personificación de
aquel pueblo, su entronización se vivía como un acto solemne de adopción por
parte de Dios, en el cual el rey estaba en cierto modo implicado en el misterio
mismo de Dios. En la noche de Belén, estas palabras que de hecho eran más la
expresión de una esperanza que de una realidad presente, adquirieron un signi-
ficado nuevo e inesperado. El Niño en el pesebre es verdaderamente el Hijo de
Dios. Dios no es soledad eterna, sino un círculo de amor en el recíproco entregar-
se y volverse a entregar. Él es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Más aún, en Jesucristo, el Hijo de Dios, Dios mismo, Dios de Dios, se hizo
hombre. El Padre le dice: “Tu eres mi hijo”. El eterno hoy de Dios ha descendido
en el hoy efímero del mundo, arrastrando nuestro hoy pasajero al hoy perenne
de Dios. Dios es tan grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan poderoso
que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso para
que podamos amarlo. Dios es tan bueno que puede renunciar a su esplendor di-
vino y descender a un establo para que podamos encontrarlo y, de este modo, su
bondad nos toque, se nos comunique y continúe actuando a través de nosotros.
Esto es la Navidad: “Tu eres mi hijo, hoy yo te he engendrado”. Dios se ha hecho
uno de nosotros para que podamos estar con él, para que podamos llegar a ser
semejantes a él. Ha elegido como signo suyo al Niño en el pesebre: Él es así. De
este modo aprendemos a conocerlo. Y en todo niño resplandece algún destello
de aquel “hoy”, de la cercanía de Dios que debemos amar y a la cual hemos de
someternos; en todo niño, también en el que aún no ha nacido.
Misa de Medianoche — 169
Pero luz significa sobre todo conocimiento, verdad, en contraste con la os-
curidad de la mentira y de la ignorancia. Así, la luz nos hace vivir, nos indica el
camino. Pero además, en cuanto da calor, la luz significa también amor. Donde
hay amor, surge una luz en el mundo; donde hay odio, el mundo queda en la
oscuridad. Ciertamente, en el establo de Belén aparece la gran luz que el mundo
espera. En aquel Niño acostado en el pesebre Dios muestra su gloria: la gloria del
amor, que se da a sí mismo como don y se priva de toda grandeza para conducir-
nos por el camino del amor.
[Junto con el árbol de Navidad, nuestros amigos austriacos nos han traído
también una pequeña llama que encendieron en Belén, para decirnos así que
el verdadero misterio de la Navidad es el resplandor interior que viene de este
Niño.] Dejemos que este resplandor interior llegue a nosotros, que se encienda
en nuestro corazón la llamita de la bondad de Dios; llevemos todos, con nuestro
amor, la luz al mundo. No permitamos que esta llama luminosa, encendida en
la fe, se apague por las corrientes frías de nuestro tiempo. Custodiémosla fiel-
mente y ofrezcámosla a los demás. En esta noche, en que miramos hacia Belén,
queremos rezar de modo especial también por el lugar del nacimiento de nuestro
Redentor y por los hombres que allí viven y sufren. Queremos rezar por la paz en
Tierra Santa: Mira, Señor, a este rincón de la tierra, al que tanto amas por ser tu
patria. Haz que en ella resplandezca la luz. Haz que llegue la paz a ella.
los pastores la “gloria de Dios en lo alto del cielo” y la “paz en la tierra”. Antes se
decía: “a los hombres de buena voluntad”; en las nuevas traducciones se dice: “a
los hombres que él ama”. ¿Por qué este cambio? ¿Ya no cuenta la buena volun-
tad? Formulemos mejor la pregunta: ¿Quiénes son los hombres a los que Dios
ama y por qué los ama? ¿Acaso Dios es parcial? ¿Es que ama sólo a determinadas
personas y abandona a las demás a su suerte?
Esto es lo que a Dios le interesa. Él ama a todos porque todos son criaturas
suyas. Pero algunas personas han cerrado su alma; su amor no encuentra en ellas
resquicio alguno por donde entrar. Creen que no necesitan a Dios; no lo quieren.
Otros, que quizás moralmente son igual de pobres y pecadores, al menos sufren
por ello. Esperan en Dios. Saben que necesitan su bondad, aunque no tengan
una idea precisa de ella. En su espíritu abierto a la esperanza, puede entrar la luz
de Dios y, con ella, su paz. Dios busca a personas que sean portadoras de su paz
y la comuniquen. Pidámosle que no encuentre cerrado nuestro corazón. Esfor-
cémonos por ser capaces de ser portadores activos de su paz, concretamente en
nuestro tiempo.
San Lucas nos cuenta, además, que los pastores mismos estaban “envuel-
tos” en la gloria de Dios, en la nube de luz, que se encontraron en el íntimo res-
plandor de esta gloria. Envueltos por la nube santa escucharon el canto de ala-
banza de los ángeles: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres
que Dios ama”. Y, ¿quiénes son estos hombres de su benevolencia sino los peque-
ños, los vigilantes, los que están a la espera, que esperan en la bondad de Dios y
lo buscan mirando hacia Él desde lejos?
El teólogo medieval Guillermo de S. Thierry dijo una vez: “Dios ha visto que
su grandeza –a partir de Adán– provocaba resistencia; que el hombre se siente
limitado en su ser él mismo y amenazado en su libertad. Por lo tanto, Dios ha
elegido una nueva vía. Se ha hecho un niño. Se ha hecho dependiente y débil,
necesitado de nuestro amor. Ahora –dice ese Dios que se ha hecho niño– ya no
Misa de Medianoche — 173
Con estos pensamientos nos acercamos en esta noche al Niño de Belén, a ese
Dios que ha querido hacerse niño por nosotros. En cada niño hay un reverbero
del niño de Belén. Cada niño reclama nuestro amor. Pensemos por tanto en esta
noche de modo particular también en aquellos niños a los que se les niega el amor
de los padres. A los niños de la calle que no tienen el don de un hogar doméstico.
A los niños que son utilizados brutalmente como soldados y convertidos en ins-
trumentos de violencia, en lugar de poder ser portadores de reconciliación y de
paz. A los niños heridos en lo más profundo del alma por medio de la industria de
la pornografía y todas las otras formas abominables de abuso. El Niño de Belén es
un nuevo llamamiento que se nos dirige a hacer todo lo posible con el fin de que
termine la tribulación de estos niños; a hacer todo lo posible para que la luz de
Belén toque el corazón de los hombres. Solamente a través de la conversión de los
corazones, solamente por un cambio en lo íntimo del hombre se puede superar la
causa de todo este mal, se puede vencer el poder del maligno. Sólo si los hombres
cambian, cambia el mundo y, para cambiar, los hombres necesitan la luz que vie-
ne de Dios, de esa luz que de modo tan inesperado ha entrado en nuestra noche.
24 de diciembre de 2011.
En las tres misas de Navidad, la liturgia cita un pasaje del libro del profe-
ta Isaías, que describe más concretamente aún la epifanía que se produjo en
Navidad: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el
principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo,
Príncipe de la paz. Para dilatar el principado con una paz sin límites” (Is 9,5s). No
sabemos si el profeta pensaba con esta palabra en algún niño nacido en su época.
Pero parece imposible. Este es el único texto en el Antiguo Testamento en el que
se dice de un niño, de un ser humano, que su nombre será Dios fuerte, Padre
para siempre. Nos encontramos ante una visión que va mucho más allá del mo-
mento histórico, hacia algo misterioso que pertenece al futuro. Un niño, en toda
su debilidad, es Dios poderoso. Un niño, en toda su indigencia y dependencia, es
Padre perpetuo. Y la paz será “sin límites”. El profeta se había referido antes a
Misa de Medianoche — 175
esto hablando de “una luz grande” y, a propósito de la paz venidera, había dicho
que la vara del opresor, la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de
sangre serían pasto del fuego (cf. Is 9,1.3-4).
convertido hoy en una fiesta de los comercios, cuyas luces destellantes esconden
el misterio de la humildad de Dios, que nos invita a la humildad y a la sencillez.
Roguemos al Señor que nos ayude a atravesar con la mirada las fachadas des-
lumbrantes de este tiempo hasta encontrar detrás de ellas al niño en el establo de
Belén, para descubrir así la verdadera alegría y la verdadera luz.
Francisco hacía celebrar la santa Eucaristía sobre el pesebre que estaba en-
tre el buey y la mula (cf. 1 Celano, 85: Fonti, 469). Posteriormente, sobre este
pesebre se construyó un altar para que, allí dónde un tiempo los animales comían
paja, los hombres pudieran ahora recibir, para la salvación del alma y del cuerpo,
la carne del Cordero inmaculado, Jesucristo, como relata Celano (cf. 1 Celano, 87:
Fonti, 471). En la Noche santa de Greccio, Francisco cantaba personalmente en
cuanto diácono con voz sonora el Evangelio de Navidad. Gracias a los espléndi-
dos cantos navideños de los frailes, la celebración parecía toda una explosión de
alegría (cf. 1 Celano, 85 y 86: Fonti, 469 y 470). Precisamente el encuentro con la
humildad de Dios se transformaba en alegría: su bondad crea la verdadera fiesta.
Francisco, papa
“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras
de sombras y una luz les brilló” (Is 9,1). “Un ángel del Señor se les presentó [a
los pastores]: la gloria del Señor los envolvió de claridad” (Lc 2,9). De este modo,
la liturgia de la santa noche de Navidad nos presenta el nacimiento del Salvador
como luz que irrumpe y disipa la más densa oscuridad. La presencia del Señor en
medio de su pueblo libera del peso de la derrota y de la tristeza de la esclavitud,
e instaura el gozo y la alegría.
A lo largo del camino de la historia, la luz que disipa la oscuridad nos revela
que Dios es Padre y que su paciente fidelidad es más fuerte que las tinieblas y
que la corrupción. En esto consiste el anuncio de la noche de Navidad. Dios no
conoce los arrebatos de ira y la impaciencia; está siempre ahí, como el padre de la
parábola del hijo pródigo, esperando atisbar a lo lejos el retorno del hijo perdido;
y todos los días, pacientemente. La paciencia de Dios.
178 — Tiempo de Navidad
Y más aún: ¿tenemos el coraje de acoger con ternura las situaciones difíciles
y los problemas de quien está a nuestro lado, o bien preferimos soluciones imper-
sonales, quizás eficaces pero sin el calor del Evangelio? ¡Cuánta necesidad de ter-
nura tiene el mundo de hoy! Paciencia de Dios, cercanía de Dios, ternura de Dios.
La respuesta del cristiano no puede ser más que aquella que Dios da a nues-
tra pequeñez. La vida tiene que ser vivida con bondad, con mansedumbre. Cuan-
do nos damos cuenta de que Dios está enamorado de nuestra pequeñez, que él
mismo se hace pequeño para propiciar el encuentro con nosotros, no podemos
no abrirle nuestro corazón y suplicarle: “Señor, ayúdame a ser como tú, dame la
gracia de la ternura en las circunstancias más duras de la vida, concédeme la gra-
cia de la cercanía en las necesidades de los demás, de la humildad en cualquier
conflicto”.
Vayamos unos versículos atrás. Por decreto del emperador, María y José se
vieron obligados a marchar. Tuvieron que dejar su gente, su casa, su tierra y po-
nerse en camino para ser censados. Una travesía nada cómoda ni fácil para una
joven pareja en situación de dar a luz: estaban obligados a dejar su tierra. En su
corazón iban llenos de esperanza y de futuro por el niño que vendría; sus pasos
en cambio iban cargados de las incertidumbres y peligros propios de aquellos que
tienen que dejar su hogar.
Y luego se tuvieron que enfrentar quizás a lo más difícil: llegar a Belén y ex-
perimentar que era una tierra que no los esperaba, una tierra en la que para ellos
no había lugar.
En los pasos de José y María se esconden tantos pasos. Vemos las huellas
de familias enteras que hoy se ven obligadas a marchar. Vemos las huellas de
millones de personas que no eligen irse sino que son obligados a separarse de los
suyos, que son expulsados de su tierra. En muchos de los casos esa marcha está
cargada de esperanza, cargada de futuro; en muchos otros, esa marcha tiene solo
un nombre: sobrevivencia. Sobrevivir a los Herodes de turno que para imponer
su poder y acrecentar sus riquezas no tienen ningún problema en cobrar sangre
inocente.
María y José, los que no tenían lugar, son los primeros en abrazar a aquel
que viene a darnos carta de ciudadanía a todos. Aquel que en su pobreza y peque-
ñez denuncia y manifiesta que el verdadero poder y la auténtica libertad es la que
cubre y socorre la fragilidad del más débil.
180 — Tiempo de Navidad
Esa noche, el que no tenía lugar para nacer es anunciado a aquellos que no
tenían lugar en las mesas ni en las calles de la ciudad. Los pastores son los prime-
ros destinatarios de esta buena noticia. Por su oficio, eran hombres y mujeres que
tenían que vivir al margen de la sociedad. Las condiciones de vida que llevaban,
los lugares en los cuales eran obligados a estar, les impedían practicar todas las
prescripciones rituales de purificación religiosa y, por tanto, eran considerados
impuros. Su piel, sus vestimentas, su olor, su manera de hablar, su origen los
delataba. Todo en ellos generaba desconfianza. Hombres y mujeres de los cua-
les había que alejarse, a los cuales temer; se los consideraba paganos entre los
creyentes, pecadores entre los justos, extranjeros entre los ciudadanos. A ellos
(paganos, pecadores y extranjeros) el ángel les dice: “No teman, porque les traigo
una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de
David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11).
La fe de esa noche nos mueve a reconocer a Dios presente en todas las si-
tuaciones en las que lo creíamos ausente. Él está en el visitante indiscreto, tantas
veces irreconocible, que camina por nuestras ciudades, en nuestros barrios, via-
jando en nuestros metros, golpeando nuestras puertas.
Y esa misma fe nos impulsa a dar espacio a una nueva imaginación social, a
no tener miedo a ensayar nuevas formas de relación donde nadie tenga que sentir
que en esta tierra no tiene lugar. Navidad es tiempo para transformar la fuerza
del miedo en fuerza de la caridad, en fuerza para una nueva imaginación de la ca-
ridad. La caridad que no se conforma ni naturaliza la injusticia sino que se anima,
en medio de tensiones y conflictos, a ser “casa del pan”, tierra de hospitalidad.
Nos lo recordaba san Juan Pablo II: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de
par en par las puertas a Cristo!” (Homilía en la Misa de inicio de Pontificado, 22
de octubre de 1978).
Conmovidos por la alegría del don, pequeño Niño de Belén, te pedimos que
tu llanto despierte nuestra indiferencia, abra nuestros ojos ante el que sufre. Que
tu ternura despierte nuestra sensibilidad y nos mueva a sabernos invitados a re-
conocerte en todos aquellos que llegan a nuestras ciudades, a nuestras historias,
a nuestras vidas. Que tu ternura revolucionaria nos convenza a sentirnos invita-
dos, a hacernos cargo de la esperanza y de la ternura de nuestros pueblos.
Misa de Medianoche — 181
Temas
El Directorio Homilético recoge los temas de la Navidad en un solo grupo, ver página 214.
Abramos nuestros corazones para recibir la gracia de este día, que es Él mismo:
Jesús es el “día” luminoso que surgió en el horizonte de la humanidad. El día de
la misericordia, en el cual Dios Padre ha revelado a la humanidad su inmensa
ternura. Día de luz que disipa las tinieblas del miedo y de la angustia. Día de
paz, en el que es posible encontrarse, dialogar, y sobre todo reconciliarse. Día de
alegría: una “gran alegría” para los pequeños y los humildes, para todo el pueblo
(cf. Lc 2,10).
En este día, ha nacido de la Virgen María Jesús, el Salvador. El pesebre nos mues-
tra la “señal” que Dios nos ha dado: “un niño recién nacido envuelto en pañales
y acostado en un pesebre” (Lc 2,12). Como los pastores de Belén, también no-
sotros vamos a ver esta señal, este acontecimiento que cada año se renueva
en la Iglesia. La Navidad es un acontecimiento que se renueva en cada familia,
en cada parroquia, en cada comunidad que acoge el amor de Dios encarnado
en Jesucristo. Como María, la Iglesia muestra a todos la “señal” de Dios: el niño
que ella ha llevado en su seno y ha dado a luz, pero que es el Hijo del Altísimo,
porque “proviene del Espíritu Santo” (Mt 1,20). Por eso es el Salvador, porque es
el Cordero de Dios que toma sobre sí el pecado del mundo (cf. Jn 1,29). Junto a
los pastores, postrémonos ante el Cordero, adoremos la Bondad de Dios hecha
carne, y dejemos que las lágrimas del arrepentimiento llenen nuestros ojos y
laven nuestro corazón. Todos lo necesitamos.
Sólo él, sólo él nos puede salvar. Sólo la misericordia de Dios puede liberar a
la humanidad de tantas formas de mal, a veces monstruosas, que el egoísmo
genera en ella. La gracia de Dios puede convertir los corazones y abrir nuevas
perspectivas para realidades humanamente insuperables.
Jesús que nace, nace como nuestro Redentor. Señalándolo a las muchedumbres
sedientas de luz y de interior consolación, Juan el Bautista decía: “Ecce qui tollit
peccata mundi”. Es la primera y la gran bendición de esta Navidad: Cada hombre
se purifica, ve más claro delante de sí, se dispone a servir más cumplidamente
sus responsabilidades no inspirado ni movido por otro ideal que no sea éste que
se resume en la obra de la redención.
Jesús que nace, nace como nuestra gloria. Ipse dat maiestatem populo suo. Lo
mismo la historia de los siglos pasados que la del siglo presente, se endereza a
Él. Sin Él es un esfuerzo ineficaz pretender dar orientación segura a los pueblos;
sin Él en vano se esfuerzan los pueblos y los individuos en una edificación indi-
vidual, familiar y social
Como ayer, así en el futuro: las construcciones que no tengan en Jesús, que hoy
nace en la historia, la piedra fundamental, que no aceptan la palabra, los ejem-
plos, la redención operada por Cristo o la rechazan están destinadas todas, al
primer soplo, seguido del huracán, a ceder y perecer.
Jesús que nace, nace como nuestra paz. Deus fortis, dominator, princeps pacis. Los
poderosos apenas si distinguen la debilidad del Niño en una gruta fuera de la
población; los humildes, llamados, en cambio, y conducidos a Él por la fe, reco-
nocen su fuerza y le adoran. Su pacifico principado presupone en el hombre la
cooperación más vigilante y más pronta que se inicia en el dominio de sí mismos,
en la disciplina del espíritu y del cuerpo, en la dignidad de la vida y en la firmeza
de los propósitos.
Una vez mas, pues, abierto el ánimo a la mayor confianza, invitamos a nuestros
hijos esparcidos por toda la tierra y con ellos invitamos a todos los hombres que
aman la bondad a dirigir sus pasos hacia Belén. Como el Padre celestial, Nos
que representarnos sobre la tierra su universal paternidad, no os decimos: Ipsum
audite, porque Jesús no habla todavía; os decimos, sin embargo: Ipsum videte.
Pensadlo bien, queridos hijos. Esta es la Navidad: Jesús que nos redime, Jesús
que nos da la gloria, Jesús que nos da la paz; y esto es todo. Viendo a Jesús, el
omnipotente y humilde, infinito y pobre, Verbo de Dios y callado, todo hombre
puede ver la salvación que viene de Dios, tomar alientos para reformar su vida,
para hacer meritorio para sí y beneficioso para sus semejantes este misterioso y
providencial trance que es nuestra humana existencia.
Como el Padre celestial os invita hacia su Hijo, hecho nuestro hermano, así la
Iglesia, repitiendo el gesto santo de María, os presenta a Jesús a través del mi-
nisterio sacerdotal que nosotros continuamos. Venid, venid a Jesús; venid todos
cuantos estáis en el mundo, cuantos sufrís y tenéis penas; Él os llama con nues-
tra palabra, Él os alarga los brazos, como hacemos Nos en este momento, Él os
bendice en las palabras de nuestra bendición.
Misa de la Aurora
Lecturas
PRIMERA LECTURA
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
Querido hermano:
EVANGELIO
Sucedió que, cuando los ángeles se marcharon al cielo, los pastores se decían unos a
otros:
«Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comuni-
cado».
Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. María, por
su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Y se volvieron los
pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a
lo que se les había dicho.
Misa de la Aurora — 185
Comentario Patrístico
Pues la verdad brota de la tierra: Cristo, que dijo: Yo soy la verdad, nació
de una virgen. Y la justicia mira desde el cielo: puesto que, al creer en el que ha
nacido, el hombre no se ha encontrado justificado por sí mismo, sino por Dios.
La verdad brota de la tierra: porque la Palabra se hizo carne. Y la justicia mira
desde el cielo: porque todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba. La
verdad brota de la tierra: la carne, de María. Y la justicia mira desde el cielo:
porque el hombre no puede recibir nada, si no se lo dan desde el cielo.
Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios,
porque la justicia y la paz se besan. Por medio de nuestro Señor Jesucristo, por-
que la verdad brota de la tierra. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta
gracia en que estamos: y nos gloriamos apoyados en la esperanza de alcanzar
la gloria de Dios. No dice: “Nuestra gloria”, sino: La gloria de Dios; porque la
justicia no procede de nosotros, sino que mira desde el cielo. Por tanto, el que se
gloríe, que se gloríe en el Señor, y no en sí mismo. Por eso, después que la Virgen
dio a luz al Señor, el pregón de las voces angélicas fue así: Gloria a Dios en el cie-
lo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. ¿Por qué la paz en la tierra,
186 — Tiempo de Navidad
Alegrémonos, por tanto, con esta gracia, para que el testimonio de nuestra
conciencia constituya nuestra gloria: y no nos gloriemos en nosotros mismos,
sino en Dios. Por eso se ha dicho: Tú eres mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza.
¿Pues qué gracia de Dios pudo brillar más intensamente para nosotros que ésta:
teniendo un Hijo unigénito, hacerlo hijo del hombre, para, a su vez, hacer al hijo
del hombre hijo de Dios? Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si
encuentras algo que no sea gracia.
[...] El Ángel anunció ese prodigioso nacimiento de los Pastores; de hecho, dijo
este espléndido Ser que apareció en la oscuridad de esa noche: “hoy os ha nacido
un Salvador ...” (Lc 2, 11). Lo repito aquí: Jesucristo nació para vosotros, para cada
uno de vosotros... ¿Cómo puede ser? ¡Es así, porque la venida de Dios en carne
humana es un hecho tan grande que es universal, afecta a toda la humanidad! Y
luego Él, Jesús, entrando en la escena de la historia humana, quería encontrarse
preferiblemente con hombres simples, humildes y pobres...
Todo hombre puede decir: Cristo vino por mí, solo por mí (cf. Gal. 2, 20). [...] cada
uno de vosotros puede decirlo: Dios vino al mundo por mí, para encontrarse con-
migo, para visitarme, para salvarme... Quizás nunca hayáis reflexionado clara-
mente sobre este propósito directo de la Navidad. Es decir, lo que estoy tratando
de haceros entender, esculpir en vuestra memoria. Cristo se hizo uno de vosotros
para revelaros un secreto que le preocupa: ¡Él te ama! Tú eres el objeto, el punto
de llegada de su venida del cielo. No sois personas ordinarias; no eres olvidado
por el corazón de Cristo, no estás “marginado”, no eres un número simple entre
millones de otros números; eres el hombre, como él, eres la persona con la que
Él quiere estar. No lo dudes: es así, es la verdad. No tengas miedo: Él te conoce,
te ama, te llama por tu nombre; Él vino a buscarte. Y si vosotros fuerais niños
pobres del mundo, que han perdido el camino del bien y no saben cómo regresar
a la casa de Dios, el Padre, Él, si lo deseáis, os toma de la mano; como se muestra
en la parábola de la oveja perdida (Lc 15, 5), Él está dispuesto a llevaros sobre
sus hombros y cargar vuestro peso en el redil de su justicia y su felicidad.
Homilías
Las homilías para esta celebración están tomadas de textos que tocan algunos aspectos de la
Navidad en particular o relacionados con alguno de los pasajes bíblicos que se leen en la misma.
Conviene señalar que estas homilías pueden iluminar aspectos de cualquiera de las otras celebra-
ciones durante el tiempo de Navidad.
25 de diciembre de 2009.
Pero la Biblia y la Liturgia no nos hablan de la luz natural, sino de una luz
diferente, especial, de algún modo proyectada y orientada hacia un “nosotros”,
el mismo “nosotros” por el que el Niño de Belén “ha nacido”. Este “nosotros” es
la Iglesia, la gran familia universal de los creyentes en Cristo, que han aguardado
con esperanza el nuevo nacimiento del Salvador, y hoy celebran en el misterio la
perenne actualidad de este acontecimiento.
sucede con sencillez y en lo escondido, según el estilo con el que Dios actúa en
toda la historia de la salvación. Dios quiere ir poniendo focos de luz concretos,
para dar luego claridad hasta el horizonte. La Verdad, como el Amor, que ella
contiene, se enciende allí donde la luz es acogida, difundiéndose después en cír-
culos concéntricos, casi por contacto, en los corazones y en las mentes de los que,
abriéndose libremente a su resplandor, se convierten a su vez en fuentes de luz.
Es la historia de la Iglesia que comienza su camino en la gruta pobre de Belén, y
a través de los siglos se convierte en Pueblo y fuente de luz para la humanidad.
También hoy, por medio de quienes van al encuentro del Niño Jesús, Dios sigue
encendiendo fuegos en la noche del mundo, para llamar a los hombres a que re-
conozcan en Él el “signo” de su presencia salvadora y liberadora, extendiendo el
“nosotros” de los creyentes en Cristo a toda la humanidad.
Dondequiera que haya un “nosotros” que acoge el amor de Dios, allí resplan-
dece la luz de Cristo, incluso en las situaciones más difíciles. La Iglesia, como la
Virgen María, ofrece al mundo a Jesús, el Hijo que ella misma ha recibido como
un don, y que ha venido para liberar al hombre de la esclavitud del pecado. Como
María, la Iglesia no tiene miedo, porque ese Niño es su fuerza. Pero no se lo
guarda para sí: lo ofrece a cuantos lo buscan con corazón sincero, a los humildes
de la tierra y a los afligidos, a las víctimas de la violencia, a todos los que desean
ardientemente el bien de la paz. También hoy, dirigiéndose a la familia humana
[profundamente marcada por una grave crisis económica, pero antes de nada de
carácter moral, y por las dolorosas heridas de guerras y conflictos,] la Iglesia re-
pite con los pastores, queriendo compartir y ser fiel al hombre: “Vamos derechos
a Belén” (Lc 2, 15), allí encontraremos nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, qué gran don es formar parte de una co-
munión que es para todos. Es la comunión de la Santísima Trinidad, de cuyo
corazón ha descendido al mundo el Enmanuel, Jesús, Dios-con-nosotros. Como
los pastores de Belén, contemplemos embargados de maravilla y gratitud este
misterio de amor y luz. Feliz Navidad a todos.
Misa de la Aurora — 189
y del espacio, para hacer posible “hoy” el encuentro con él. Los textos litúrgi-
cos navideños nos ayudan a comprender que los acontecimientos de la salvación
realizada por Cristo siempre son actuales, afectan a cada hombre y a todos los
hombres. Cuando escuchamos y pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas,
la frase “hoy nos ha nacido el Salvador”, no estamos utilizando una expresión
convencional vacía, sino que queremos decir que Dios nos ofrece “hoy”, ahora,
a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como
hicieron los pastores en Belén, para que él nazca también en nuestra vida y la
renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia.
A todos vosotros y a vuestras familias deseo que celebréis una Navidad ver-
daderamente cristiana, de modo que incluso las felicitaciones que os intercam-
biéis en ese día sean expresión de la alegría de saber que Dios está cerca de noso-
tros y quiere recorrer con nosotros el camino de la vida.
192 — Tiempo de Navidad
Temas
El Directorio Homilético recoge los temas de la Navidad en un solo grupo, ver página 214.
Augurio de luz. Ante todo de luz. Nosotros nos sentimos hijos de la luz: nosotros
creemos. El Niño que da vagidos en la cuna de Belén, iluminado por el rostro lla-
meante de los ángeles, no es simplemente el hijo de una mujer electísima, sino
el Hijo de Dios. Es el que “ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,
9); el Sol de justicia, ante el cual se disipan las tinieblas de los errores humanos;
es el Nuncio de los secretos escondidos por los siglos en Dios; Él es el Redentor
del mundo; el Dador de la vida eterna. Navidad significa para nosotros docilidad
a la verdad de su doctrina, a la práctica del amor a fin de que “luminados con la
luz nueva del Verbo Encarnado, resplandezca en nuestras obras lo que por la fe
brilla en nuestras mentes”.
Augurio de paz. Por último, un augurio de paz. Es el canto inmortal de los celes-
tes mensajeros en la noche santa. La paz es el don del cielo que se ofrece en la
tierra a la buena disposición de los hombres sinceros... Que haya paz en vuestras
conciencias dentro del respeto a la Ley de Dios y de la Iglesia, en el orden, en el
cumplimiento generoso del propio deber; paz en vuestras familias; en la dulzura
y en la paciencia y en el florecimiento de toda virtud; paz en las naciones y en
el mundo entero, fruto de la búsqueda sincera del bien de los pueblos, con la
tutela de la libertad.
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los
profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero
de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos.
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su
nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han
nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria
como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: El que viene detrás de
mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio
de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien
lo ha dado a conocer.
196 — Tiempo de Navidad
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su
nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han
nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria
como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Misa del Día — 197
Comentario Patrístico
Francisco, papa
Se hizo hombre
Catequesis en la audiencia general:
9 de enero del 2013.
En este tiempo navideño nos detenemos una vez más en el gran misterio de
Dios que descendió de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús, Dios se
encarnó; se hizo hombre como nosotros, y así nos abrió el camino hacia su Cielo,
hacia la comunión plena con Él.
“El Verbo se hizo carne” es una de esas verdades a las que estamos tan acos-
tumbrados que casi ya no nos asombra la grandeza del acontecimiento que ex-
presa. Y efectivamente en este período navideño, en el que tal expresión se repite
a menudo en la liturgia, a veces se está más atento a los aspectos exteriores, a los
“colores” de la fiesta, que al corazón de la gran novedad cristiana que celebramos:
algo absolutamente impensable, que sólo Dios podía obrar y donde podemos en-
trar solamente con la fe. El Logos, que está junto a Dios, el Logos que es Dios, el
198 — Tiempo de Navidad
Creador del mundo (cf. Jn 1, 1), por quien fueron creadas todas las cosas (cf. 1, 3),
que ha acompañado y acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf. 1, 4-5;
1, 9), se hace uno entre los demás, establece su morada en medio de nosotros, se
hace uno de nosotros (cf. 1, 14). El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: “El
Hijo de Dios... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre,
obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen
María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros
excepto en el pecado” (const. Gaudium et spes, 22). Es importante entonces re-
cuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la grandeza de este
acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo, recorrió como hombre
nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su mis-
ma vida (cf. 1 Jn 1, 1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete
con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.
modo práctico. Dios no se quedó en las palabras, sino que nos indicó cómo vivir,
compartiendo nuestra misma experiencia, menos en el pecado. El Catecismo de
san Pío X, que algunos de nosotros estudiamos cuando éramos jóvenes, con su
esencialidad, ante la pregunta: “¿Qué debemos hacer para vivir según Dios?”,
da esta respuesta: “Para vivir según Dios debemos creer las verdades por Él re-
veladas y observar sus mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene
mediante los sacramentos y la oración”. La fe tiene un aspecto fundamental que
afecta no sólo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.
Propongo un último elemento para vuestra reflexión. San Juan afirma que el
Verbo, el Logos estaba desde el principio junto a Dios, y que todo ha sido hecho
por medio del Verbo y nada de lo que existe se ha hecho sin Él (cf. Jn 1, 1-3). El
evangelista hace una clara alusión al relato de la creación que se encuentra en
los primeros capítulos del libro del Génesis, y lo relee a la luz de Cristo. Este es
un criterio fundamental en la lectura cristiana de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo
Testamento se han de leer siempre juntos, y a partir del Nuevo se abre el sentido
más profundo también del Antiguo. Aquel mismo Verbo, que existe desde siem-
pre junto a Dios, que Él mismo es Dios y por medio del cual y en vista del cual
todo ha sido creado (cf. Col 1, 16-17), se hizo hombre: el Dios eterno e infinito se
ha sumergido en la finitud humana, en su criatura, para reconducir al hombre y
a toda la creación hacia Él. El Catecismo de la Iglesia católica afirma: “La pri-
mera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo,
cuyo esplendor sobrepasa el de la primera” (n. 349). Los Padres de la Iglesia han
comparado a Jesús con Adán, hasta definirle “segundo Adán” o el Adán definiti-
vo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios tiene lugar
una nueva creación, que dona la respuesta completa a la pregunta: “¿Quién es el
hombre?”. Sólo en Jesús se manifiesta completamente el proyecto de Dios sobre
el ser humano: Él es el hombre definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo
reafirma con fuerza: “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (const. Gau-
dium et spes, 22; cf. Catecismo de la Iglesia católica, 359). En aquel niño, el Hijo
de Dios que contemplamos en Navidad, podemos reconocer el rostro auténtico,
no sólo de Dios, sino el auténtico rostro del ser humano. Sólo abriéndonos a la
acción de su gracia y buscando seguirle cada día, realizamos el proyecto de Dios
sobre nosotros, sobre cada uno de nosotros.
Homilías
Las homilías para esta celebración están tomadas de textos que tocan algunos aspectos de la
Navidad en particular o relacionados con alguno de los pasajes bíblicos que se leen en la misma.
Conviene señalar que estas homilías pueden iluminar aspectos de cualquiera de las otras celebra-
ciones durante el tiempo de Navidad.
El niño Jesús que nos ha nacido y que, en los que le reciben, crece diversa-
mente en sabiduría, edad y gracia, no es idéntico en todos, sino que se adapta a la
capacidad e idoneidad de cada uno, y en la medida en que es acogido, así aparece
o como niño o como adolescente o como perfecto. Es lo que ocurre con el racimo
de uvas: no siempre se muestra idéntico en la vid, sino que va cambiando al ritmo
de las estaciones: germina, florece, fructifica, madura y se convierte finalmente
en vino.
Y como quiera que quien plenamente se adhiere a la ley del Señor y la medita
día y noche, se convierte en árbol perenne, pingüe con el frescor de aguas vivas
y fructificando a su tiempo, por esta razón la viña del Esposo, que hunde sus
raíces en el ubérrimo oasis de Engadí, esto es, en la profunda meditación regada
y alimentada por la sagrada Escritura, produjo este racimo pletórico de flor y de
vitalidad, fija la mirada en quien lo plantó y lo cultivó. ¡Qué bello cultivo, cuyo
Misa del Día — 201
Entró Jesús en Egipto para poner fin al llanto de la antigua tristeza; suplantó
las plagas por el gozo, y convirtió la noche y las tinieblas en luz de salvación.
Entonces fue contaminada el agua del río con la sangre de los tiernos niños.
Por eso entró en Egipto el que había convertido el agua en sangre, comunicó a las
aguas vivas el poder de aflorar la salvación y las purificó de su fango e impureza
con la virtud del Espíritu. Los egipcios fueron afligidos y, enfurecidos, no recono-
cieron a Dios. Entró, pues, Jesús en Egipto y, colmando las almas religiosas del
conocimiento de Dios, dio al río el poder de fecundar una mies de mártires más
copiosa que la mies de grano.
¿Qué más diré o cómo seguir hablando? Ved a un Niño envuelto en pañales y
que yace en un pesebre: está con él María, que es Virgen y Madre; le acompañaba
José, que es llamado padre.
202 — Tiempo de Navidad
José era sólo el esposo: fue el Espíritu quien la cubrió con su sombra. Por eso
José estaba en un mar de dudas y no sabía cómo llamar al Niño. Esta es la razón
por la que, trabajado por la duda, recibe, por medio del ángel, un oráculo del
cielo: José, no tengas reparo en llevarte a tu mujer, pues la criatura que hay en
ella viene del Espíritu Santo. En efecto, el Espíritu Santo cubrió a la Virgen con
su sombra. Y ¿por qué nace de la Virgen y conserva intacta su virginidad? Pues
porque en otro tiempo el diablo engañó a la virgen Eva; por lo cual a María, que
dio a luz siendo virgen, fue Gabriel quien le comunicó la feliz noticia. Es verdad
que la seducida Eva dio a luz una palabra que introdujo la muerte; pero no lo es
menos que María, acogiendo la alegre noticia, engendró al Verbo en la carne, que
nos ha merecido la vida eterna.
3. “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. Él
estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se
hizo nada de cuanto ha sido hecho” (Jn 1, 1-3). “Y el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros, y hemos visto su gloria, como de Unigénito del Padre, lleno de
gracia y de verdad” (Jn 1, 14)... “Estaba en el mundo y por Él fue hecho el mundo,
pero el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn
1, 10-11). “Mas a cuantos le recibieron dióles poder de venir a ser hijos de Dios:
a aquellos que creen en su nombre; que no de la sangre, ni de la voluntad carnal,
ni de la voluntad de varón, sino de Dios, son nacidos” (Jn 1, 12-13). “A Dios nadie
lo vio jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a
conocer” (Jn 1, 18).
6. El prólogo del Evangelio de Juan (lo mismo que, de otro modo, la Carta a
los Hebreos), expresa, pues, bajo la forma de alusiones bíblicas, el cumplimien-
to en Cristo de todo cuanto se había dicho en la Antigua Alianza, comenzando
por el libro del Génesis, pasando por la ley de Moisés (cf. Jn 1, 17) y los Profetas,
hasta los libros sapienciales. La expresión “el Verbo” (que “estaba en el principio
204 — Tiempo de Navidad
8. Estamos, pues, muy cerca de las primeras palabras del prólogo de Juan.
Aún más cerca se hallan estos versículos del libro de la Sabiduría que dicen: “Un
profundo silencio lo envolvía todo, y en el preciso momento de la medianoche, tu
Palabra omnipotente de los cielos, de tu trono real... se lanzó en medio de la tie-
rra destinada a la ruina llevando por aguda espada tu decreto irrevocable” (Sab
18, 14-15). Sin embargo, esta “Palabra” a la que aluden los libros sapienciales,
esa Sabiduría que desde el principio está en Dios, se considera en relación con
el mundo creado que ella ordena y dirige (cf. Prov 8, 22-27). En el Evangelio de
Juan, por el contrario, “el Verbo” no sólo está “al principio”, sino que se revela
como vuelto completamente hacia Dios (pros ton Theon) y siendo Dios Él mismo.
“El Verbo era Dios”. Él es el “Hijo unigénito, que está en el seno del Padre”, es
decir, Dios-Hijo. Es en Persona la expresión pura de Dios, la “irradiación de su
gloria” (cf. Heb 1, 3), “consubstancial al Padre”.
9. Precisamente este Hijo, el Verbo que se hizo carne, es Aquel de quien Juan
da testimonio en el Jordán. De Juan Bautista leemos en el prólogo: “Hubo un
hombre enviado por Dios de nombre Juan. Vino éste a dar testimonio de la luz...”
(Jn 1, 6-7). Esa luz es Cristo, como Verbo. Efectivamente, en el prólogo leemos:
“En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1, 4). Esta es “la luz
verdadera que... ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). La luz que “luce en las tinie-
blas, pero las tinieblas no la acogieron” (Jn 1, 5).
Así, pues, según el prólogo del Evangelio de Juan, Jesucristo es Dios porque
es Hijo unigénito de Dios Padre. El Verbo. Él viene al mundo como fuente de vida
y de santidad. Verdaderamente nos encontramos aquí en el punto central y deci-
sivo de nuestra profesión de fe: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
Misa del Día — 205
Desde entonces, todos los años, después de la intensa preparación del Ad-
viento y como conclusión de la novena especial, los creyentes conmemoran el
acontecimiento de la encarnación del Hijo de Dios en un clima de especial ale-
gría. San León Magno, que fue Sumo Pontífice del año 440 al 461, exclamaba
así en una de sus numerosas y magníficas homilías navideñas: “Exultemos en
el Señor, queridos hermanos, y abramos nuestro corazón a la alegría más pura,
porque ha clareado el día que para nosotros significa la nueva redención, la an-
tigua preparación y la felicidad eterna. En efecto, en el ciclo anual, se renueva
para nosotros el elevado misterio de nuestra salvación, que, prometido al inicio
y realizado al final de los tiempos, está destinado a durar sin fin” (Homilía XXII,
Ed. UTET, 1968).
De rodillas ante Jesús Niño, junto con María y José, nos preparamos a co-
menzar el año dedicado a la familia. Elevemos con fervor nuestra oración al Al-
tísimo para pedirle la fidelidad y la concordia para todas las familias, hoy tan
amenazadas por los falsos profetas de la cultura hedonista y materialista.
Que la Navidad sea para cada núcleo familiar motivo de alegría y de gran
consuelo. Que las familias cristianas, siguiendo el ejemplo de la Sagrada Familia,
difundan a su alrededor el mensaje de amor abierto a la vida, alimentando así la
esperanza de un futuro mejor.
Pero, ¿tiene todavía valor y sentido un “Salvador” para el hombre del tercer
milenio? ¿Es aún necesario un “Salvador” para el hombre que ha alcanzado la
Luna y Marte, y se dispone a conquistar el universo; para el hombre que investi-
ga sin límites los secretos de la naturaleza y logra descifrar hasta los fascinantes
códigos del genoma humano? ¿Necesita un Salvador el hombre que ha inventado
la comunicación interactiva, que navega en el océano virtual de internet y que,
gracias a las más modernas y avanzadas tecnologías mediáticas, ha convertido la
Tierra, esta gran casa común, en una pequeña aldea global? Este hombre del siglo
veintiuno, artífice autosuficiente y seguro de la propia suerte, se presenta como
productor entusiasta de éxitos indiscutibles.
para ayudar a los que, engañados por fáciles profetas de felicidad, a los que son
frágiles en sus relaciones e incapaces de asumir responsabilidades estables ante
su presente y ante su futuro, se encaminan por el túnel de la soledad y acaban
frecuentemente esclavizados por el alcohol o la droga? ¿Qué se puede pensar de
quien elige la muerte creyendo que ensalza la vida?
12 En este punto el Papa evoca los principales conflictos activos en diversas partes del mundo, pidiendo
a Dios que esos conflictos terminen y llamando igualmente a la paz a los principales actores de los mismos.
Misa del Día — 209
Que la luz de Cristo, que viene a iluminar a todo ser humano, brille por fin
y sea consuelo para cuantos viven en las tinieblas de la miseria, de la injusti-
cia, de la guerra; para aquellos que ven negadas aún sus legítimas aspiraciones
a una subsistencia más segura, a la salud, a la educación, a un trabajo estable, a
una participación más plena en las responsabilidades civiles y políticas, libres
de toda opresión y al resguardo de situaciones que ofenden la dignidad humana.
Las víctimas de sangrientos conflictos armados, del terrorismo y de todo tipo de
violencia, que causan sufrimientos inauditos a poblaciones enteras, son especial-
mente las categorías más vulnerables, los niños, las mujeres y los ancianos. A su
vez, las tensiones étnicas, religiosas y políticas, la inestabilidad, la rivalidad, las
contraposiciones, las injusticias y las discriminaciones que laceran el tejido in-
terno de muchos países, exasperan las relaciones internacionales. Y en el mundo
crece cada vez más el número de emigrantes, refugiados y deportados, también
por causa de frecuentes calamidades naturales, como consecuencia a veces de
preocupantes desequilibrios ambientales.
En este día de paz, pensemos sobre todo en donde resuena el fragor de las ar-
mas [...]13 y en tantas otras situaciones de crisis, desgraciadamente olvidadas con
frecuencia. Que el Niño Jesús traiga consuelo a quien vive en la prueba e infunda
a los responsables de los gobiernos sabiduría y fuerza para buscar y encontrar
soluciones humanas, justas y estables. A la sed de sentido y de valores que hoy
se percibe en el mundo; a la búsqueda de bienestar y paz que marca la vida de
toda la humanidad; a las expectativas de los pobres, responde Cristo, verdadero
Dios y verdadero Hombre, con su Natividad. Que las personas y las naciones no
teman reconocerlo y acogerlo: con Él, “una espléndida luz” alumbra el horizonte
de la humanidad; con Él comienza “un día sagrado” que no conoce ocaso. Que
esta Navidad sea realmente para todos un día de alegría, de esperanza y de paz.
“Venid, naciones, adorad al Señor”. Con María, José y los pastores, con los
Magos y la muchedumbre innumerable de humildes adoradores del Niño recién
nacido, que han acogido el misterio de la Navidad a lo largo de los siglos, dejemos
también nosotros, hermanos y hermanas de todos los continentes, que la luz de
este día se difunda por todas partes, que entre en nuestros corazones, alumbre
y dé calor a nuestros hogares, lleve serenidad y esperanza a nuestras ciudades, y
conceda al mundo la paz. Éste es mi deseo para quienes me escucháis. Un deseo
que se hace oración humilde y confiada al Niño Jesús, para que su luz disipe las
tinieblas de vuestra vida y os llene del amor y de la paz. El Señor, que ha hecho
resplandecer en Cristo su rostro de misericordia, os colme con su felicidad y os
haga mensajeros de su bondad. ¡Feliz Navidad!
13 El Papa evoca los principales conflictos y calamidades en todo el mundo pidiendo la ayuda de Dios.
212 — Tiempo de Navidad
25 de diciembre de 2010.
“Verbum caro factum est” – “El Verbo se hizo carne” (Jn 1,14).
“El Verbo se hizo carne”. Ante esta revelación, vuelve a surgir una vez más
en nosotros la pregunta: ¿Cómo es posible? El Verbo y la carne son realidades
opuestas; ¿cómo puede convertirse la Palabra eterna y omnipotente en un hom-
bre frágil y mortal? No hay más que una respuesta: el Amor. El que ama quiere
compartir con el amado, quiere estar unido a él, y la Sagrada Escritura nos pre-
senta precisamente la gran historia del amor de Dios por su pueblo, que culmina
en Jesucristo.
“El Verbo se hizo carne”. La luz de esta verdad se manifiesta a quien la acoge
con fe, porque es un misterio de amor. Sólo los que se abren al amor son cubier-
tos por la luz de la Navidad. Así fue en la noche de Belén, y así también es hoy. La
encarnación del Hijo de Dios es un acontecimiento que ha ocurrido en la historia,
pero que al mismo tiempo la supera. En la noche del mundo se enciende una nue-
va luz, que se deja ver por los ojos sencillos de la fe, del corazón manso y humilde
de quien espera al Salvador. Si la verdad fuera sólo una fórmula matemática, en
Misa del Día — 213
cierto sentido se impondría por sí misma. Pero si la Verdad es Amor, pide la fe,
el “sí” de nuestro corazón.
Y, en efecto, ¿qué busca nuestro corazón si no una Verdad que sea Amor?
La busca el niño, con sus preguntas tan desarmantes y estimulantes; la busca el
joven, necesitado de encontrar el sentido profundo de la propia vida; la busca el
hombre y la mujer en su madurez, para orientar y apoyar el compromiso en la
familia y en el trabajo; la busca la persona anciana, para dar cumplimiento a la
existencia terrenal.
“El Verbo se hizo carne”. El anuncio de la Navidad es también luz para los pue-
blos, para el camino conjunto de la humanidad. El “Emmanuel”, el Dios-con-no-
sotros, ha venido como Rey de justicia y de paz. Su Reino –lo sabemos– no es de
este mundo, sin embargo, es más importante que todos los reinos de este mundo.
Es como la levadura de la humanidad: si faltara, desaparecería la fuerza que lleva
adelante el verdadero desarrollo, el impulso a colaborar por el bien común, al
servicio desinteresado del prójimo, a la lucha pacífica por la justicia. Creer en el
Dios que ha querido compartir nuestra historia es un constante estímulo a com-
prometerse en ella, incluso entre sus contradicciones. Es motivo de esperanza
para todos aquellos cuya dignidad es ofendida y violada, porque Aquel que ha
nacido en Belén ha venido a liberar al hombre de la raíz de toda esclavitud.
[...] Que el amor del “Dios con nosotros” otorgue perseverancia a todas las
comunidades cristianas que sufren discriminación y persecución, e inspire a los
líderes políticos y religiosos a comprometerse por el pleno respeto de la libertad
religiosa de todos.
Temas
“¿Por qué el Verbo se hizo carne?”
CEC 456-460, 566:
457 El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos
amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). “El
Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (1 Jn 4, 14). “Él se manifestó
para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5):
458 El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios:
“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su
Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). “Porque tanto amó Dios
al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino
que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
459 El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre
vosotros mi yugo, y aprended de mí ... ” (Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad
y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la
Transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7; cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el
modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a
los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la
ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
Misa del Día — 215
La Encarnación
CEC 461-463, 470-478:
461 Volviendo a tomar la frase de san Juan (“El Verbo se encarnó”: Jn 1, 14), la
Iglesia llama “Encarnación” al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una na-
turaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación. En un himno citado
por san Pablo, la Iglesia canta el misterio de la Encarnación:
“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual,
siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino
que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose seme-
jante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló
a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 5-8; cf.
Liturgia de las Horas, Cántico de las Primeras Vísperas de Domingos).
“El Hijo de Dios [...] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia
de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Na-
cido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo
semejante a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22, 2).
472 Este alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero
conocimiento humano. Como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desen-
volvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo.
Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar “en sabiduría, en
estatura y en gracia” (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la condición
humana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6, 38; 8, 27; Jn 11, 34; etc.).
Eso correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario en “la condición de
esclavo” (Flp 2, 7).
474 Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encar-
nado, el conocimiento humano de Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los
designios eternos que había venido a revelar (cf. Mc 8,31; 9,31; 10, 33-34; 14,18-20.
26-30). Lo que reconoce ignorar en este campo (cf. Mc 13,32), declara en otro lugar
no tener misión de revelarlo (cf. Hch 1, 7).
Misa del Día — 217
El misterio de la Navidad
CEC 437, 525-526:
437 El ángel anunció a los pastores el nacimiento de Jesús como el del Mesías
prometido a Israel: “Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es
el Cristo Señor” (Lc 2, 11). Desde el principio él es “a quien el Padre ha santificado
y enviado al mundo” (Jn 10, 36), concebido como “santo” (Lc 1, 35) en el seno vir-
ginal de María. José fue llamado por Dios para “tomar consigo a María su esposa”
encinta “del que fue engendrado en ella por el Espíritu Santo” (Mt 1, 20) para que
Jesús “llamado Cristo” nazca de la esposa de José en la descendencia mesiánica
de David (Mt 1, 16; cf. Rm 1, 3; 2 Tm 2, 8; Ap 22, 16).
218 — Tiempo de Navidad
526 “Hacerse niño” con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino
(cf. Mt 18, 3-4); para eso es necesario abajarse (cf. Mt 23, 12), hacerse pequeño;
más todavía: es necesario “nacer de lo alto” (Jn 3,7), “nacer de Dios” (Jn 1, 13)
para “hacerse hijos de Dios” (Jn 1, 12). El misterio de Navidad se realiza en noso-
tros cuando Cristo “toma forma” en nosotros (Ga 4, 19). Navidad es el misterio de
este “admirable intercambio”:
La virginidad de María
Así, san Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): “Estáis firmemente
convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza
de David según la carne (cf. Rm 1, 3), Hijo de Dios según la voluntad y el
poder de Dios (cf. Jn 1, 13), nacido verdaderamente de una virgen [...] Fue
verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato [...]
padeció verdaderamente, como también resucitó verdaderamente” (Epis-
tula ad Smyrnaeos, 1-2).
559 ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tenta-
tivas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y prepara los
detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de “David, su padre” (Lc 1,32; cf.
Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación (“Hosanna”
quiere decir “¡sálvanos!”, “Danos la salvación!”). Pues bien, el “Rey de la Gloria”
(Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no conquista a
la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la
humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbditos de su
Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los “pobres de Dios”,
que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2,
14). Su aclamación “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Sal 118, 26), ha
sido recogida por la Iglesia en el Sanctus de la liturgia eucarística para introducir
al memorial de la Pascua del Señor.
“Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no
tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra [...];
porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo
en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese
preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una
necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en
Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad” (San Juan de la Cruz, Subida
del monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos
1929), p. 184.).
102 A través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una
palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3):
“En otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura no podía de ningún
modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver
en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de
lo que he visto de Dios. [...] Nosotros sin embargo, revelado su rostro, con-
templamos la gloria del Señor” (San Juan Damasceno, De sacris imaginibus
oratio 1,16).
1162 “La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta
para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón
para dar gloria a Dios” (San Juan Damasceno, De sacris imaginibus oratio 127). La
contemplación de las sagradas imágenes, unida a la meditación de la Palabra de
Dios y al canto de los himnos litúrgicos, forma parte de la armonía de los signos de
la celebración para que el misterio celebrado se grabe en la memoria del corazón
y se exprese luego en la vida nueva de los fieles.
San Juan Pablo II, papa, Catequesis, 10 de diciembre 1997, nn. 1-2.
223
PRIMERA LECTURA
Abrán contestó: «Señor Dios, ¿qué me vas a dar si soy estéril, y Eliezer de Damasco será
el amo de mi casa?».
Y añadió:
«Así será tu descendencia».
Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia. El Señor visitó a Sara, como había di-
cho. El Señor cumplió con Sara lo que le había prometido. Sara concibió y dio a Abrahán
un hijo en su vejez, en el plazo que Dios le había anunciado. Abrahán llamó Isaac al hijo
que le había nacido, el que le había dado Sara.
224 — Tiempo de Navidad
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
Hermanos:
Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en here-
dad. Salió sin saber adónde iba. Por la fe también Sara, siendo estéril, obtuvo vigor para
concebir cuando ya le había pasado la edad, porque consideró fiel al que se lo prometía.
Y así, de un hombre, marcado ya por la muerte, nacieron hijos numerosos, como las
estrellas del cielo y como la arena incontable de las playas.
Por la fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac: ofreció a su hijo único, el destina-
tario de la promesa, del cual le había dicho Dios: «Isaac continuará tu descendencia».
Pero Abrahán pensó que Dios tiene poder hasta para resucitar de entre los muertos, de
donde en cierto sentido recobró a Isaac.
Sagrada Familia (B) — 225
Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, los padres de
Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la
ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la
oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que
aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado
por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado
por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado
según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo
y dijo a María, su madre:
«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un
signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se
pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada
en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y
cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día.
Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los
que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron
a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose,
lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
226 — Tiempo de Navidad
Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, los padres de
Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron
a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose,
lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Mientras la Ley exigía sólo a la madre la purificación después del parto, Lucas
habla de “los días de la purificación de ellos” (Lc 2, 22), tal vez con la intención
de indicar a la vez las prescripciones referentes a la madre y a su Hijo primogé-
nito. La expresión “purificación” puede resultarnos sorprendente, pues se refiere
a una Madre que, por gracia singular, había obtenido ser inmaculada desde el
primer instante de su existencia, y a un Niño totalmente santo. Sin embargo, es
preciso recordar que no se trataba de purificarse la conciencia de alguna mancha
de pecado, sino solamente de recuperar la pureza ritual, la cual, de acuerdo con
las ideas de aquel tiempo, quedaba afectada por el simple hecho del parto, sin
que existiera ninguna clase de culpa.
San Juan Pablo II, papa, Catequesis, 11 de diciembre 1996, nn. 1-2.
Sagrada Familia (B) — 227
Comentario Patrístico
Entró Jesús en Egipto para poner fin al llanto de la antigua tristeza; suplantó
las plagas por el gozo, y convirtió la noche y las tinieblas en luz de salvación. Enton-
ces fue contaminada el agua del río con la sangre de los tiernos niños. Por eso entró
en Egipto el que había convertido el agua en sangre, comunicó a las aguas vivas el
poder de aflorar la salvación y las purificó de su fango e impureza con la virtud del
Espíritu. Los egipcios fueron afligidos y, enfurecidos, no reconocieron a Dios. Entró,
pues, Jesús en Egipto y, colmando las almas religiosas del conocimiento de Dios, dio
al río el poder de fecundar una mies de mártires más copiosa que la mies de grano.
¿Qué más diré o cómo seguir hablando? Veo a un artesano y un pesebre; veo a
un Niño y los pañales de la cuna, veo el parto de la Virgen carente de lo más impres-
cindible, todo marcado por la más apremiante necesidad; todo bajo la más absoluta
pobreza. ¿Has visto destellos de riqueza en la más extrema pobreza? ¿Cómo, siendo
rico, se ha hecho pobre por nuestra causa? ¿Cómo es que no dispuso ni de lecho ni
de mantas, sino que fue depositado en un desnudo pesebre? ¡Oh tesoro de riqueza,
disimulado bajo la apariencia de pobreza! Yace en el pesebre, y hace temblar el orbe
de la tierra; es envuelto en pañales, y rompe las cadenas del pecado; aún no sabe
articular palabra, y adoctrina a los Magos induciéndolos a la conversión.
¿Qué más diré o cómo seguir hablando? Ved a un Niño envuelto en pañales y
que yace en un pesebre: está con él María, que es Virgen y Madre; le acompañaba
José, que es llamado padre. José era sólo el esposo: fue el Espíritu quien la cubrió
con su sombra. Por eso José estaba en un mar de dudas y no sabía cómo llamar al
Niño. Esta es la razón por la que, trabajado por la duda, recibe, por medio del ángel,
un oráculo del cielo: José, no tengas reparo en llevarte a tu mujer, pues la criatura
que hay en ella viene del Espíritu Santo. En efecto, el Espíritu Santo cubrió a la Vir-
gen con su sombra. Y ¿por qué nace de la Virgen y conserva intacta su virginidad?
Pues porque en otro tiempo el diablo engañó a la virgen Eva; por lo cual a María, que
dio a luz siendo virgen, fue Gabriel quien le comunicó la feliz noticia. Es verdad que
la seducida Eva dio a luz una palabra que introdujo la muerte; pero no lo es menos
que María, acogiendo la alegre noticia, engendró al Verbo en la carne, que nos ha
merecido la vida eterna.
228 — Tiempo de Navidad
Homilías
— para nutrir esta piedad con aquellos motivos que deben hacerla verdade-
ra, profunda, única, como los designios de Dios quieren que sea: a la Llena de
Gracia, a la Inmaculada, a la siempre Virgen, a la Madre de Cristo —Madre por
eso mismo de Dios— y Madre nuestra, a la que por su Asunción está en el cielo, a
la Reina beatísima, modelo de la Iglesia y esperanza nuestra.
- la oración para que nos conserve en el alma una sincera devoción hacia
Ella,
Lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del “Hijo del Carpintero”, cómo
querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa, y redentora de la fatiga
humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo; recordar aquí
cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto más libre y alto
sea, tanto lo serán, además del valor económico, los valores que tiene como fin;
saludar aquí a los trabajadores de todo el mundo y señalarles su gran colega, su
hermano divino, el Profeta de toda justicia para ellos, Jesucristo Nuestro Señor!
He aquí que Nuestro pensamiento ha salido así de Nazaret y vaga por estos
montes de Galilea que han ofrecido la escuela de la naturaleza a la voz del Maes-
tro y Señor. Falta el tiempo y faltan las fuerzas suficientes para reafirmar en este
momento su divino e inconmensurable mensaje. Pero no podemos privarNos, de
mirar al cercano monte de las Bienaventuranzas, síntesis y vértice de la predica-
ción evangélica, y de procurar oír el eco que de aquel discurso, como si hubiese
quedado grabado en esta misteriosa atmósfera, llega hasta Nos.
No quedaremos engañados para siempre. Así Nos parece volver a oír hoy su
voz. Entonces era más fuerte, más dulce y más tremenda: era divina. Pero a Nos,
procurando recoger algún eco de la palabra del Maestro, Nos parece hacerNos
sus discípulos y poseer, no sin razón, una nueva sabiduría, un nuevo valor.
[...] En el templo, José y María se encuentran con Simeón, “hombre justo y piado-
so, que esperaba la consolación de Israel” (Lc 2, 25). La narración lucana no dice
nada de su pasado y del servicio que desempeña en el templo; habla de un hom-
bre profundamente religioso, que cultiva en su corazón grandes deseos y espera
al Mesías, consolador de Israel. En efecto, “estaba en él el Espíritu Santo” (Lc 2,
25), y “le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes
de haber visto al Mesías del Señor” (Lc 2, 26). Simeón nos invita a contemplar
la acción misericordiosa de Dios, que derrama el Espíritu sobre sus fieles para
llevar a cumplimiento su misterioso proyecto de amor.
Simeón, modelo del hombre que se abre a la acción de Dios, “movido por el Es-
píritu” (Lc 2, 27), se dirige al templo, donde se encuentra con Jesús, José y María.
Tomando al Niño en sus brazos, bendice a Dios: “Ahora, Señor, puedes, según tu
palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz” (Lc 2, 29).
Sin embargo, ninguno de los hijos de los hombres, que ha venido al mun-
do en cualquier tiempo, en cualquier familia humana, ha sido tan consagrado
a Dios como Jesús, ya en la misma concepción y en su nacimiento. Por tanto,
Él revela más plenamente a la humanidad esta verdad, a saber, que la familia
humana es la comunidad en la que nace el hombre a fin de vivir para Dios y para
los hombres. Nace para vivir a medida de estos destinos, que tienen su comienzo
en el Amor eterno.
Haz que tu gracia guíe los pensamientos y las obras de los esposos
hacia el bien de sus familias
y de todas las familias del mundo.
Haz que el amor corroborado por la gracia del sacramento del matrimonio,
se demuestre más fuerte que cualquier debilidad y cualquier crisis,
por las que a veces pasan nuestras familias.
3. [...] Los frutos del Sínodo, que se celebró en octubre de 1980, conforme al
deseo de los obispos que participaron en él, han encontrado su expresión en la
Exhortación Apostólica Familiaris consortio. Juntamente con esta Exhortación
se han enviado al Consejo para la Familia, instituido recientemente, todas las
“Proposiciones” del Sínodo, a fin de que todas juntas constituyan un fundamento
para el trabajo con el que la Iglesia quiere manifestar su amor por la familia.
1. “El ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra del Espíritu San-
to”. Esta concepción por obra del Espíritu Santo da comienzo a la vida humana
del Verbo eterno. Es concebido en el seno de la Virgen Madre el que es engendra-
do eternamente por el Padre como Hijo consustancial con Él.
Antes de la concepción por obra del Espíritu Santo, María era ya esposa de
José; y tras el nacimiento ―también éste por obra del Espíritu Santo―, el esposo
de la Virgen pasa a ser ante los hombres “padre putativo” de Jesús. A él se con-
cedió compartir la solicitud del mismo Padre eterno hacia su Hijo eterno, que
nació en cuanto hombre la noche de Belén.
Con las palabras del Apóstol, que se oyen en la liturgia de este domingo, les
dice: “La paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón” (Col 3, 15).
“La pala-
bra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza” (Col 3, 16).
Oremos especialmente por las familias que sufren, pasan por muchas difi-
cultades o se ven amenazadas en su indisolubilidad y en el gran servicio al amor
y a la vida para el que Dios las eligió.
Sagrada Familia (B) — 235
3. El Hijo de Dios vino a la tierra para salvar a todos los seres humanos,
transformándolos profundamente desde dentro, para hacerlos semejantes a Él,
Hijo del Padre celestial. Para llevar a cabo esa misión, pasó la mayor parte de
su vida terrena en el seno de una familia, con el fin de hacernos comprender la
importancia insustituible de esta primera célula de la sociedad, que contiene vir-
tualmente todo el organismo.
de los hijos; y de allí la función de apoyo, que el Estado debe desempeñar con
respecto a la familia. La enseñanza de la Rerum novarum es clara: “Si el hombre,
si la familia, al entrar a formar parte de la sociedad civil, no encontraran en el Es-
tado ayuda, sino ofensa y no encontraran tutela, sino disminución de sus propios
derechos, sería mejor rechazar que desear la convivencia civil...”.
Por la misma razón, León XIII, que tenía presente de forma especial a la
masa obrera, cuyas familias son las más necesitadas de tutela y de apoyo, reivin-
dicaba para los trabajadores un salario justo que les permitiera vivir decorosa-
mente y proveer también a un ahorro razonable. Es una enseñanza de cosas sa-
nas y buenas, que la Iglesia no puede menos de repetir también hoy, exhortando
a todos a esforzarse especialmente por solucionar el problema de la seguridad
del trabajo y de la casa, y por practicar esa parsimonia que es fruto de virtud y
manantial de verdadero bienestar. Esta línea de sabiduría, en el trabajo y en la
vida, nos viene de la familia artesana de Nazaret, cuya luz y bendición recibimos
principalmente en este día.
1. [...] Fue allí [en Nazaret] donde, en la Anunciación, “la Palabra se hizo
carne, y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1 14). Fue allí donde Cristo, viviendo
bajo la mirada amorosa de la Virgen santísima y de san José, valorizó y santificó
la familia. Hace casi exactamente treinta años, el 5 de enero de 1964, mi venerado
predecesor Pablo VI, precisamente desde la basílica de la Anunciación en Naza-
ret, pronunciaba una vigorosa meditación, que conserva una palpitante actuali-
dad. Presentaba a Nazaret como escuela de Evangelio y escuela de vida familiar.
“Enseñe Nazaret —decía— lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla
y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible
que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología”.
2. Hoy es más urgente que nunca redescubrir el valor de la familia, como co-
munidad basada en el matrimonio indisoluble de un hombre y de una mujer que
en el amor funden juntos su existencia y se abren al don de la vida; redescubrir
la familia como ambiente vital donde cada niño que viene al mundo es acogido,
desde su concepción, con ternura y gratitud, y encuentra todo lo que necesita
para crecer serenamente, como dice el evangelio refiriéndose a Jesús, “en sabi-
duría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52). El redes-
cubrimiento de ese originario plan divino es de importancia decisiva, en la crisis
que atraviesa la humanidad en nuestra época. El futuro depende, en gran parte,
de la familia, pues, como escribí en el mensaje para la próxima Jornada mundial
de la paz, “lleva consigo el porvenir mismo de la sociedad, su papel especialísimo
es el de contribuir eficazmente a un futuro de paz” (n. 2; cf. L’Osservatore Roma-
no, edición en lengua española, 17 de diciembre de 1993, p. 5).
238 — Tiempo de Navidad
Pero la ayuda que pedimos al Señor, como siempre, supone nuestro esfuer-
zo y exige nuestra correspondencia. Debemos pues, ponernos a la escucha de la
palabra de Dios, valorando este año como ocasión privilegiada para una cate-
quesis sobre la familia, realizada sistemáticamente en todas las Iglesias locales
esparcidas por el mundo, a fin de ofrecer a las familias cristianas la oportunidad
de una reflexión que les ayude a crecer en la conciencia de su vocación. En esta
catequesis deseo, por tanto, ofrecer algunos puntos de meditación, tomados de
varios pasajes de la sagrada Escritura.
Recordando esa terrible prueba vivida por el Hijo de Dios y sus coetáneos, la
Iglesia se siente invitada a orar por todas las familias amenazadas desde dentro
o desde fuera. Y ora, en particular, por los padres, cuya gran responsabilidad
pone de relieve especialmente el evangelio de san Lucas. En efecto, Dios confía su
Hijo a María, y ambos a José. Es preciso orar con insistencia por todas las madres
y todos los padres, para que sean fieles a su vocación y sean dignos de la confianza
que Dios deposita en ellos al encomendarles el cuidado de sus hijos.
de vida que cada joven debe tratar de elaborar precisamente durante el tiempo
de su juventud. Como Jesús, a sus doce años, estaba completamente entregado a
las cosas del Padre, así cada uno está llamado a plantearse la pregunta: ¿Cuáles
son esas “cosas del Padre”, de las que debo ocuparme durante toda la vida?
7. La Sagrada Familia de Nazaret nos ayude a comprender cada vez más pro-
fundamente la vocación de toda familia que encuentra en Cristo la fuente de su
dignidad y de su santidad. En la Navidad Dios ha salido al encuentro del hombre
y lo ha unido indisolublemente a sí: este “admirabile consortium” incluye tam-
bién el “familiare consortium”. Contemplando esta realidad la Iglesia se pone
de rodillas como ante un “gran misterio” (cf. Ef 5, 32): en la experiencia de co-
munión a que está llamada la familia ve un reflejo, en el tiempo, de la comunión
trinitaria y sabe bien que el matrimonio cristiano no es sólo una realidad natural
sino también el sacramento de la unidad esponsal de Cristo con su Iglesia. El
concilio Vaticano II nos ha invitado a promover esta sublime dignidad de la fami-
lia y del matrimonio. Benditas las familias que sepan comprender y realizar este
proyecto originario y maravilloso de Dios, caminando por las sendas marcadas
por Cristo.
240 — Tiempo de Navidad
Por eso, deseo felicitar de manera especial a las familias: ¡Feliz Navidad y
feliz Año jubilar a todas vosotras, familias de Roma y del mundo entero! El jubi-
leo bimilenario del nacimiento de Cristo es vuestro de modo particular, porque
recuerda que Dios quiso entrar en la historia humana a través de la familia.
3. Hoy la familia necesita una especial tutela por parte de los poderes públi-
cos, que con frecuencia se hallan sometidos a la presión de grupos interesados en
que se considere derecho lo que en realidad es fruto de una mentalidad indivi-
dualista y subjetivista.
Que nos ayude en esto la Sagrada Familia de Nazaret, que acogió y ayudó a
crecer al Redentor del mundo.
Sagrada Familia (B) — 241
Toda familia cristiana está llamada a dar “un ejemplo convincente de la po-
sibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto
de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana: tanto de la de los
cónyuges como, sobre todo, de la de los más frágiles, que son los hijos” (Novo
millennio ineunte, 47).
Una familia unida, que camina siguiendo estos principios, supera con más
facilidad las pruebas y las dificultades que encuentra en su camino. En el amor
fiel de los padres, don que es preciso alimentar y conservar continuamente, los
hijos pueden hallar las mejores condiciones para madurar ellos mismos, con la
ayuda de Jesús, que “crecía en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2, 52).
En este domingo, que sigue al Nacimiento del Señor, celebramos con alegría
a la Sagrada Familia de Nazaret. El contexto es el más adecuado, porque la Navi-
dad es por excelencia la fiesta de la familia. Lo demuestran numerosas tradicio-
nes y costumbres sociales, especialmente la de reunirse todos, precisamente en
familia, para las comidas festivas y para intercambiarse felicitaciones y regalos.
Y ¡cómo no notar que en estas circunstancias, el malestar y el dolor causados por
ciertas heridas familiares se amplifican!
Jesús quiso nacer y crecer en una familia humana; tuvo a la Virgen María
como madre; y san José le hizo de padre. Ellos lo criaron y educaron con inmenso
amor. La familia de Jesús merece de verdad el título de “santa”, porque su mayor
anhelo era cumplir la voluntad de Dios, encarnada en la adorable presencia de
Jesús. Por una parte, es una familia como todas las demás y, en cuanto tal, es mo-
delo de amor conyugal, de colaboración, de sacrificio, de ponerse en manos de la
divina Providencia, de laboriosidad y de solidaridad; es decir, de todos los valores
que la familia conserva y promueve, contribuyendo de modo primario a formar el
entramado de toda sociedad. Sin embargo, al mismo tiempo, la Familia de Naza-
ret es única, diversa de todas las demás, por su singular vocación vinculada a la
misión del Hijo de Dios. Precisamente con esta unicidad señala a toda familia, y
en primer lugar a las familias cristianas, el horizonte de Dios, el primado dulce y
exigente de su voluntad y la perspectiva del cielo al que estamos destinados. Por
todo esto hoy damos gracias a Dios, pero también a la Virgen María y a san José,
que con tanta fe y disponibilidad cooperaron al plan de salvación del Señor...
[...] La familia es ciertamente una gracia de Dios, que deja traslucir lo que
él mismo es: Amor. Un amor enteramente gratuito, que sustenta la fidelidad sin
límites, aun en los momentos de dificultad o abatimiento. Estas cualidades se en-
carnan de manera eminente en la Sagrada Familia, en la que Jesús vino al mundo
y fue creciendo y llenándose de sabiduría, con los cuidados primorosos de María
y la tutela fiel de san José.
Sagrada Familia (B) — 243
Queridos amigos, por estos diversos aspectos que, a la luz del Evangelio, he
señalado brevemente, la Sagrada Familia es icono de la Iglesia doméstica, llama-
da a rezar unida. La familia es Iglesia doméstica y debe ser la primera escuela de
oración. En la familia, los niños, desde la más temprana edad, pueden aprender a
percibir el sentido de Dios, gracias a la enseñanza y el ejemplo de sus padres: vi-
vir en un clima marcado por la presencia de Dios. Una educación auténticamente
cristiana no puede prescindir de la experiencia de la oración. Si no se aprende
a rezar en la familia, luego será difícil colmar ese vacío. Y, por lo tanto, quiero
dirigiros la invitación a redescubrir la belleza de rezar juntos como familia en
la escuela de la Sagrada Familia de Nazaret. Y así llegar a ser realmente un solo
corazón y una sola alma, una verdadera familia. Gracias.
Al revelar el futuro del Salvador, Simeón hace referencia a la profecía del “Sier-
vo”, enviado al pueblo elegido y a las naciones. A él dice el Señor: “Te formé, y
te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes” (Is 42, 6). Y también:
“Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y hacer vol-
ver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi
salvación alcance hasta los confines de la tierra” (Is49, 6).
¿Cómo no asombrarse ante esas palabras? “Su padre y su madre estaban admi-
rados de lo que se decía de él” (Lc 2, 33). Pero José y María, con esta experiencia,
comprenden más claramente la importancia de su gesto de ofrecimiento: en el
templo de Jerusalén presentan a Aquel que, siendo la gloria de su pueblo, es
también la salvación de toda la humanidad.
San Juan Pablo II, papa, Catequesis, audiencia general, 11 de diciembre 1996, n. 4.
Sagrada Familia (B) — 247
Con ocasión de la Fiesta de la Sagrada Familia en Madrid. Viernes 30 de diciembre del 2011.
Francisco, papa
El Niño Jesús con su Madre María y con san José son una imagen familiar
sencilla pero muy luminosa. La luz que ella irradia es luz de misericordia y de
salvación para todo el mundo, luz de verdad para todo hombre, para la familia
humana y para cada familia. Esta luz que viene de la Sagrada Familia nos alien-
ta a ofrecer calor humano en esas situaciones familiares en las que, por diver-
sos motivos, falta la paz, falta la armonía y falta el perdón. Que no disminuya
nuestra solidaridad concreta especialmente en relación con las familias que están
viviendo situaciones más difíciles por las enfermedades, la falta de trabajo, las
discriminaciones, la necesidad de emigrar... Y aquí nos detenemos un poco y en
silencio rezamos por todas esas familias en dificultad, tanto dificultades de enfer-
medad, falta de trabajo, discriminación, necesidad de emigrar, como dificultades
para comprenderse e incluso de desunión. En silencio rezamos por todas esas
familias... (Dios te salve María...).
Al revelar el futuro del Salvador, Simeón hace referencia a la profecía del “Sier-
vo”, enviado al pueblo elegido y a las naciones. A él dice el Señor: “Te formé, y
te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes” (Is 42, 6). Y también:
“Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y hacer vol-
ver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi
salvación alcance hasta los confines de la tierra” (Is49, 6).
¿Cómo no asombrarse ante esas palabras? “Su padre y su madre estaban admi-
rados de lo que se decía de él” (Lc 2, 33). Pero José y María, con esta experiencia,
comprenden más claramente la importancia de su gesto de ofrecimiento: en el
templo de Jerusalén presentan a Aquel que, siendo la gloria de su pueblo, es
también la salvación de toda la humanidad.
Este gesto subraya que solo Dios es el Señor de la historia individual y fami-
liar; todo nos viene por Él. Cada familia está llamada a reconocer tal primado,
custodiando y educando a los hijos para abrirse a Dios que es la fuente de la
misma vida. Pasa por aquí el secreto de la juventud interior, testimoniado para-
dójicamente en el Evangelio por una pareja de ancianos, Simeón y Ana. El viejo
Simeón, en particular, inspirado por el Espíritu Santo dice a propósito del niño
Jesús: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y para dar
señal de contradicción […] a fin de que queden al descubierto las intenciones de
muchos corazones” (vv. 34-35).
Estas palabras proféticas revelan que Jesús ha venido para hacer caer las
falsas imágenes que nos hacemos de Dios y también de nosotros mismos; para
“rebatir” las seguridades mundanas sobre las que pretendemos apoyarnos; para
hacernos “resurgir” hacia un camino humano y cristiano verdadero, sobre los
valores del Evangelio. No hay situación familiar que esté excluida de este camino
nuevo de renacimiento y de resurrección. Y cada vez que las familias, también las
heridas y marcadas por la fragilidad, fracasos y dificultades vuelven a la fuente de
la experiencia cristiana, se abren caminos nuevos y posibilidades inimaginables.
Temas
La Sagrada Familia
CEC 531-534:
532 Con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple con per-
fección el cuarto mandamiento. Es la imagen temporal de su obediencia filial a
su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María anunciaba y
anticipaba la sumisión del Jueves Santo: “No se haga mi voluntad ...” (Lc 22, 42).
La obediencia de Cristo en lo cotidiano de la vida oculta inauguraba ya la obra de
restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido (cf. Rm 5, 19).
533 La vida oculta de Nazaret permite a todos entrar en comunión con Jesús a
través de los caminos más ordinarios de la vida humana:
2204 “La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específi-
cas de la comunión eclesial; por eso [...] puede y debe decirse Iglesia doméstica”
(FC 21, cf LG 11). Es una comunidad de fe, esperanza y caridad, posee en la Iglesia
una importancia singular como aparece en el Nuevo Testamento (cf Ef 5, 21-6, 4;
Col 3, 18-21; 1 P 3, 1-7).
2215 El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para quie-
nes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos al mun-
do y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. “Con todo tu
corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por
ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?” (Si 7, 27-28).
2217 Mientras vive en el domicilio de sus padres, el hijo debe obedecer a todo
lo que éstos dispongan para su bien o el de la familia. “Hijos, obedeced en todo
a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor” (Col 3, 20; cf Ef 6, 1).
Los niños deben obedecer también las prescripciones razonables de sus educado-
res y de todos aquellos a quienes sus padres los han confiado. Pero si el niño está
persuadido en conciencia de que es moralmente malo obedecer esa orden, no
debe seguirla.
254 — Tiempo de Navidad
Cuando se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus padres. De-
ben prevenir sus deseos, solicitar dócilmente sus consejos y aceptar sus amones-
taciones justificadas. La obediencia a los padres cesa con la emancipación de los
hijos, pero no el respeto que les es debido, el cual permanece para siempre. Este,
en efecto, tiene su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu Santo.
2218 El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus respon-
sabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben pres-
tarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y
en momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud
(cf Mc 7, 10-12).
“El Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre
su prole. Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es quien
da gloria a su madre. Quien honra a su padre recibirá contento de sus hijos, y en
el día de su oración será escuchado. Quien da gloria al padre vivirá largos días,
obedece al Señor quien da sosiego a su madre” (Si 3, 2-6).
2219 El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar; atañe tam-
bién a las relaciones entre hermanos y hermanas. El respeto a los padres irradia
en todo el ambiente familiar. “Corona de los ancianos son los hijos de los hijos”
(Pr 17, 6). “[Soportaos] unos a otros en la caridad, en toda humildad, dulzura y
paciencia” (Ef 4, 2).
2220 Los cristianos están obligados a una especial gratitud para con aquellos
de quienes recibieron el don de la fe, la gracia del bautismo y la vida en la Iglesia.
Puede tratarse de los padres, de otros miembros de la familia, de los abuelos, de
los pastores, de los catequistas, de otros maestros o amigos. “Evoco el recuerdo
[...] de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en
tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti” (2 Tm 1, 5).
2222 Los padres deben mirar a sus hijos como a hijos de Dios y respetarlos
como a personas humanas. Han de educar a sus hijos en el cumplimiento de la
ley de Dios, mostrándose ellos mismos obedientes a la voluntad del Padre de los
cielos.
Sagrada Familia (B) — 255
2223 Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos.
Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la
ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son norma.
La familia es un lugar apropiado para la educación de las virtudes. Esta requiere el
aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de
toda libertad verdadera. Los padres han de enseñar a los hijos a subordinar las di-
mensiones “materiales e instintivas a las interiores y espirituales” (CA 36). Es una
grave responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo
reconocer ante sus hijos sus propios defectos, se hacen más aptos para guiarlos y
corregirlos:
“El que ama a su hijo, le corrige sin cesar [...] el que enseña a su hijo, sa-
cará provecho de él” (Si 30, 1-2). “Padres, no exasperéis a vuestros hijos,
sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el
Señor” (Ef 6, 4).
2224 La familia constituye un medio natural para la iniciación del ser humano
en la solidaridad y en las responsabilidades comunitarias. Los padres deben ense-
ñar a los hijos a guardarse de los riesgos y las degradaciones que amenazan a las
sociedades humanas.
2225 Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han recibido la
responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos. Desde su primera edad,
deberán iniciarlos en los misterios de la fe, de los que ellos son para sus hijos los
“primeros [...] heraldos de la fe” (LG 11). Desde su más tierna infancia, deben
asociarlos a la vida de la Iglesia. La forma de vida en la familia puede alimentar
las disposiciones afectivas que, durante toda la vida, serán auténticos cimientos y
apoyos de una fe viva.
2226 La educación en la fe por los padres debe comenzar desde la más tierna
infancia. Esta educación se hace ya cuando los miembros de la familia se ayudan
a crecer en la fe mediante el testimonio de una vida cristiana de acuerdo con el
Evangelio. La catequesis familiar precede, acompaña y enriquece las otras formas
de enseñanza de la fe. Los padres tienen la misión de enseñar a sus hijos a orar y
a descubrir su vocación de hijos de Dios (cf LG 11). La parroquia es la comunidad
eucarística y el corazón de la vida litúrgica de las familias cristianas; es un lugar
privilegiado para la catequesis de los niños y de los padres.
2231 Hay quienes no se casan para poder cuidar a sus padres, o sus hermanos
y hermanas, para dedicarse más exclusivamente a una profesión o por otros mo-
tivos dignos. Estas personas pueden contribuir grandemente al bien de la familia
humana.
2232 Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos.
A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales,
la vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los
padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para se-
guirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a
Jesús (cf Mt 16, 25): “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno
de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37).
Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llama-
miento del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por el Reino,
en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.
La Presentación en el Templo
CEC 529, 583, 695:
Jesús y el Templo
583 Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al
Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después
de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el
Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2,
46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la
Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones
a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn 2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1.
10. 14; 8, 2; 10, 22-23).
La obediencia de la fe
146 Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos:
“La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven”
(Hb 11,1). “Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia” (Rm 4,3; cf.
Gn 15,6). Y por eso, fortalecido por su fe, Abraham fue hecho “padre de todos los
creyentes” (Rm 4,11.18; cf. Gn 15, 5).
165 Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abra-
ham, que creyó, “esperando contra toda esperanza” (Rm 4,18); la Virgen María
que, en “la peregrinación de la fe” (LG 58), llegó hasta la “noche de la fe” (Juan
Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la
noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: “También nosotros, teniendo
en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que
nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos
en Jesús, el que inicia y consuma la fe” (Hb 12,1-2).
489 A lo largo de toda la Antigua Alianza, la misión de María fue preparada por
la misión de algunas santas mujeres. Al principio de todo está Eva: a pesar de su
desobediencia, recibe la promesa de una descendencia que será vencedora del
Maligno (cf. Gn 3, 15) y la de ser la madre de todos los vivientes (cf. Gn 3, 20). En
virtud de esta promesa, Sara concibe un hijo a pesar de su edad avanzada (cf. Gn
18, 10-14; 21,1-2). Contra toda expectativa humana, Dios escoge lo que era tenido
por impotente y débil (cf. 1 Co 1, 27) para mostrar la fidelidad a su promesa: Ana,
la madre de Samuel (cf. 1 S 1), Débora, Rut, Judit, y Ester, y muchas otras mujeres.
María “sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de él con
confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella, excelsa Hija de Sión, des-
pués de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo
plan de salvación” (LG 55).
Sagrada Familia (B) — 259
2572 Como última purificación de su fe, se le pide al “que había recibido las
promesas” (Hb 11, 17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila:
“Dios proveerá el cordero para el holocausto” (Gn 22, 8), “pensaba que poderoso
era Dios aun para resucitar a los muertos” (Hb 11, 19). Así, el padre de los cre-
yentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo, sino que lo
entregará por todos nosotros (cf Rm 8, 32). La oración restablece al hombre en la
semejanza con Dios y le hace participar en la potencia del amor de Dios que salva
a la multitud (cf Rm 4, 16-21).
“Dios te salve, María (Alégrate, María)”. La salutación del ángel Gabriel abre
la oración del Avemaría. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda
a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que
Dios ha puesto sobre su humilde esclava (cf Lc 1, 48) y a alegrarnos con el gozo que
Dios encuentra en ella (cf So 3, 17).
“Llena de gracia, el Señor es contigo”: Las dos palabras del saludo del ángel se
aclaran mutuamente. María es la llena de gracia porque el Señor está con ella. La
gracia de la que está colmada es la presencia de Aquel que es la fuente de toda
gracia. “Alégrate [...] Hija de Jerusalén [...] el Señor está en medio de ti” (So 3, 14,
17a). María, en quien va a habitar el Señor, es en persona la hija de Sión, el Arca
de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del Señor: ella es “la morada de Dios
entre los hombres” (Ap 21, 3). “Llena de gracia”, se ha dado toda al que viene a
habitar en ella y al que entregará al mundo.
Ella, pues, que es madre de Cristo, es también madre de nuestra sabiduría, madre
de nuestra justicia, madre de nuestra santificación, madre de nuestra redención.
Por lo tanto, es para nosotros madre en un sentido mucho más profundo aún
que nuestra propia madre según la carne. Porque nuestro nacimiento de María
es mucho mejor, pues de ella viene nuestra santidad, nuestra sabiduría, nuestra
justicia, nuestra santificación, nuestra redención.
Afirma la Escritura: Alabad al Señor en sus santos. Si nuestro Señor debe ser ala-
bado en sus santos, en los que hizo maravillas y prodigios, cuánto más debe ser
alabado en María, en la que hizo la mayor de las maravillas, pues él mismo quiso
nacer de ella.
Beato Elredo, abad, Sermón 20, en la Natividad de santa María: PL 195, 322-324
(Liturgia de las Horas, Común de la Bienaventurada Virgen María).
261
«Di a Aarón y a sus hijos, esta es la fórmula con la que bendeciréis a los hijos de Israel:
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
Hermanos:
Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la
ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial.
Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama:
«¡Abba, Padre!». Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también here-
dero por voluntad de Dios.
EVANGELIO
En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo hacia Belén y encontraron a María y a
José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de
aquel niño.
Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. María, por su
parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y
visto, conforme a lo que se les había dicho.
Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre
Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.
Santa María Madre de Dios — 263
Comentarios Patrísticos
Pues aun siendo por su misma naturaleza verdadero Dios, Verbo que pro-
cede de Dios Padre, consustancial y coeterno con el Padre, resplandeciente con
la excelencia de su propia dignidad, y de la misma condición del que lo había
engendrado, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de
su rango, y tomó de santa María la condición de esclavo, pasando por uno de
tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse
incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Y de este modo quiso humillarse has-
ta el anonadamiento el que a todos enriquece con su plenitud. Se anonadó por
nosotros sin ser coaccionado por nadie, sino asumiendo libremente la condición
servil por nosotros, Él que era libre por su propia naturaleza. Se hizo uno de no-
sotros el que estaba por encima de toda criatura; se revistió de mortalidad el que
a todos vivifica. Él es el pan vivo para la vida del mundo.
Con nosotros se sometió a la ley quien, como Dios, era superior a la ley y le-
gislador. Se hizo –insisto– como uno de los nacidos cuya vida tiene un comienzo,
el que existía anterior a todo tiempo y a todos los siglos; más aún, Él que es el
Autor y Hacedor de los tiempos.
264 — Tiempo de Navidad
Concilio Vaticano II
María, tipo de la Iglesia
Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, nn. 63-65.
Por lo cual, también en su obra apostólica, con razón la Iglesia mira hacia
aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la
Virgen, precisamente para que, por la Iglesia, nazca y crezca también en los cora-
zones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno que
debe animar también a los que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan
para regenerar a los hombres.
266 — Tiempo de Navidad
Homilías
Las lecturas para esta solemnidad son las mismas en los tres ciclos dominicales. No obstante, las
homilías han sido distribuidas en esta obra en tres grupos, tomando en cuenta el ciclo litúrgico
correspondiente al año en que fueron pronunciadas.
1. Año 1979. Primer día del mes de enero. Primer día del año nuevo.
Al entrar hoy por las puertas de esta basílica, junto a vosotros, queridísimos
hermanos y hermanas, quisiera saludar este año, quisiera decirle: ¡bienvenido!
El año es la medida humana del tiempo. El tiempo nos habla del “transcu-
rrir” al cual está sometido todo lo creado. El hombre tiene conciencia de este
transcurrir. Él no solamente pasa con el tiempo, sino que también “mide el tiem-
po” de su vida: tiempo hecho de días, semanas, meses y años. En este fluir hu-
mano se da siempre la tristeza de despedirse del pasado y, al mismo tiempo, la
apertura al futuro. Precisamente esta despedida del pasado y esta apertura al
futuro están inscritos, mediante el lenguaje y el ritmo de la liturgia de la Iglesia,
en la solemnidad de la Navidad del Señor.
En estos días hemos sido, además y de un modo particular, testigos del naci-
miento terrestre de este Hijo. Naciendo, en Belén, de María Virgen, como Hom-
bre, Dios-Verbo, acepta el tiempo. Entra en la historia. Se somete a la ley del fluir
humano. Cierra el pasado: con Él termina el tiempo de espera, esto es, la Antigua
Alianza. Abre el futuro: la Nueva Alianza de la gracia y de la reconciliación con
Dios. Es el nuevo “Comienzo” del Tiempo Nuevo. Todo nuevo año participa de
este Comienzo. Es el año del Señor. ¡Bienvenido año 1979! Desde tu mismo co-
mienzo eres medida del tiempo nuevo, inscrita en el misterio del nacimiento del
Señor.
2. En este primer día del año nuevo toda la Iglesia reza por la paz. Fue el
gran Pontífice Pablo VI quien hizo del problema de la paz, tema de la plegaria de
la primera jornada del año en toda la Iglesia. Hoy, siguiendo su noble iniciativa,
tomamos de nuevo este tema con plena convicción, fervor y humildad. De hecho,
en este día en que se abre el año nuevo, no es posible ciertamente formular un
deseo más fundamental que el de la paz. “Líbranos del mal”. Recitando estas pa-
labras de la plegaria de Jesús es muy difícil darles un contenido distinto de aquel
que se opone a la paz, la destruye, la amenaza. Así, pues, roguemos: líbranos de
la guerra, del odio, de la destrucción de vidas humanas: No permitas que mate-
mos. No permitas que se utilicen los medios que están al servicio de la muerte, la
destrucción, y cuya potencia, cuyo radio de acción y de precisión traspasan los lí-
mites conocidos hasta ahora. No permitas que sean empleados jamás. “Líbranos
del mal”. Defiéndenos de la guerra. De todas las guerras. Padre que estás en los
cielos, Padre de la vida y Dador de la paz: te lo pide el Papa, hijo de una nación
que a través de la historia, y particularmente en nuestro siglo, ha sido una de las
más probadas por el horror, la crueldad, el cataclismo de la guerra. Te lo pide
para todos los pueblos del mundo, para todos los países y para todos los conti-
nentes. Te lo suplica en nombre de Cristo, Príncipe de la paz.
Esta dimensión de paz, es la dimensión más profunda, que sólo Cristo puede
dar al hombre. Es la plenitud de la paz, radicada en la reconciliación con Dios
mismo. La paz interior que comparten los hermanos mediante la comunión espi-
ritual. Esta paz es la que nosotros imploramos antes que ninguna otra cosa. Pero
conscientes de que “el mundo” por sí solo —el mundo después del pecado origi-
nal, el mundo en pecado— no puede darnos esta paz, la pedimos al mismo tiempo
para el mundo. Para el hombre en el mundo. Para todos los hombres. Para todas
las naciones de lengua, cultura o razas diversas. Para todos los continentes. La
paz es la primera condición del progreso auténtico. La paz es indispensable para
que los hombres y los pueblos vivan en libertad. La paz está condicionada al mis-
mo tiempo —como enseñan Juan XXIII y Pablo VI— por la garantía de que se
asegure a todos los hombres y pueblos el derecho a la libertad, a la verdad, a la
justicia, y al amor.
268 — Tiempo de Navidad
“La convivencia entre los hombres —enseña Juan XXIII— será consiguien-
temente ordenada, fructífera y propia de la dignidad de la persona humana si se
funda sobre la verdad… Ello ocurrirá cuando cada uno reconozca debidamente
los recíprocos derechos y las correspondientes obligaciones. Esta convivencia así
descrita llegará a ser real cuando los ciudadanos respeten efectivamente aquellos
derechos y cumplan las respectivas obligaciones; cuando estén vivificados por tal
amor, que sientan como propias las necesidades ajenas y hagan a los demás par-
ticipantes de los propios bienes: finalmente, cuando todos los esfuerzos se aúnen
para hacer siempre más viva entre todos la comunicación de valores espirituales
en el mundo; … y debe estar integrada por la libertad, en el modo que conviene
a la dignidad de seres racionales que, por ser tales, deben asumir la responsa-
bilidad de las propias acciones” (Pacem in terris, 35; cf. Pablo VI, Populorurn
progressio, 44).
Pero hay aún otra imagen de la Madre con el Hijo en brazos. Y se encuentra
en esta basílica; es la “Piedad”, María con Jesús bajado de la cruz, con Jesús que
ha expirado ante sus ojos en el monte Gólgota, y que después de la muerte vuelve
a aquellos brazos que lo ofrecieron en Belén cual Salvador del mundo.
Así, pues, quisiera unir hoy nuestra oración por la paz a esta doble imagen.
Quisiera enlazarla con esta Maternidad que la Iglesia venera de modo particular
en la octava del nacimiento del Señor.
Santa María Madre de Dios — 269
Madre de la Paz,
en toda la belleza y majestad de tu Maternidad
que la Iglesia exalta y el mundo admira,
te pedimos:
1 de enero de 1985.
Según el cálculo humano del tiempo, hoy comienza el nuevo año 1985. Este
cálculo refleja el ritmo cósmico del devenir, al que está sujeto el hombre y del
que participa conscientemente. La Iglesia extrae el significado del nuevo año del
misterio del nacimiento de Dios. La liturgia, de hecho, nos conduce una vez más
con el pensamiento a la cueva de Belén: participamos en el acontecimiento de la
noche santa y miramos con los ojos de los pastores al Niño que yace en el pesebre,
rodeado de María y de José.
Hoy es el día de la octava de Navidad. Nuestros ojos están llenos de esa ma-
ravilla que surge de la revelación y la fe ante lo inaudito del misterio. El misterio
de Jesucristo, del Dios-hombre que se esconde en sí mismo y al mismo tiempo
revela el misterio de María, su Madre terrenal. Siguiendo los pasos de los pasto-
res de Belén, la Iglesia profesó este misterio desde el principio y al mismo tiempo
lo profundizó de una manera cada vez más perspicaz: la Madre del hombre-Dios
es la Madre del Dios-hombre: “Theotokos”, Madre de Dios. El día de la octava de
Navidad, la Iglesia centra su atención en la Santísima Maternidad de la Virgen.
La maternidad divina de la Virgen pertenece a la plenitud de los tiempos: “Cuan-
do llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer...
“: ¡Theotokos!
los hombres en Jesucristo, en su Hijo eterno, nacido de la Virgen María: los salva
como hijos en el Hijo. Quiere asegurar que la humanidad de cada uno de noso-
tros, los hombres, sea penetrada de la filiación divina de Jesucristo.
[…]
6. “María, por su parte, guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 19).
[Esta liturgia nos hace presente] el plan divino de salvación, ese programa
salvífico, que San Pablo nos recuerda hoy en la octava de Navidad. El mensaje
de paz del Evangelio también está contenido en este programa. [El anuncio
del Evangelio, siembra] en los corazones humanos las semillas de esa paz, que el
mundo no puede dar, que proviene de Dios...
Saludamos esta nueva fase del tiempo humano, fijando nuestra mirada en el
misterio que indica la plenitud del tiempo.
2. ¡Oh año nuevo, te saludamos a la luz del misterio del nacimiento divino!
Este misterio hace que tú, o el tiempo humano, pase, participe en lo que no pasa.
De aquello que la eternidad tiene como criterio.
El Apóstol manifestó todo esto en su carta de una manera quizás más concisa
y penetrante.
“Dios envió a su Hijo... para que recibiéramos la adopción como hijos” (Gal
4, 4-5). Esta es la primera dimensión del misterio, que indica la plenitud del
tiempo. Y luego está la segunda dimensión, orgánicamente unida a la primera:
“La prueba de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!” (Gal 4, 6).
Precisamente este “Abbà, Padre”, este grito del Hijo, que es consustancial
con el Padre, esta invocación dictada por el Espíritu Santo a los corazones de los
hijos e hijas de esta tierra, es un signo de la plenitud del tiempo.
3. Hoy, el primer día del año nuevo, ampliamos nuestra mirada: tratamos,
con nuestros pensamientos y nuestros corazones, de abrazar a todos los hombres
que viven en nuestro planeta. Aquellos a quienes ahora ha llegado este misterio y
aquellos que aún no lo saben. A todos. Y a todos también, desde este umbral del
tiempo humano, queremos decir: Hermanos y hermanas, ¡no solo somos la “raza
humana” que puebla la faz de la tierra, somos una familia!
Desde el comienzo de la historia terrenal del hombre, las mujeres han estado
caminando en esta tierra. Su primer nombre es Eva, madre de todos los vivientes.
Su segundo nombre sigue vinculado a la promesa del Mesías en el Protoevange-
lio.
De hecho, “no por la voluntad de la carne, ni por la voluntad del hombre” (cf.
Jn 1,13), sino que su maternidad proviene del Espíritu Santo.
5. Vemos esta maternidad de María a través del “niño que yacía en el pese-
bre” (Lc 2, 16), en Belén, durante la visita de los pastores: los primeros llamados
a acercarse al misterio que marca la plenitud del tiempo.
Esa sumisión a la ley, la herencia del antiguo testamento, debía abrir el ca-
mino a la redención a través de la sangre de Cristo, abrir el camino a la herencia
de la nueva Alianza.
[...]
¿Qué forma le hemos dado en la vida de las personas y las comunidades? ¿En
la vida corporativa, en la vida internacional?
¿No usamos esta libertad despreciando al Creador mismo, que nos la dio?
10. ¡Jesucristo! Hijo del Padre eterno, Hijo de la mujer, Hijo de María, ¡no
nos dejes a merced de nuestra debilidad y orgullo!
1. El hecho tuvo lugar, de acuerdo con la ley de Moisés, el octavo día des-
pués del nacimiento, y ocurrió simultáneamente con el rito de la circuncisión. El
evangelista agrega que el ángel le había dado ese nombre al Hijo de María “an-
tes de que fuera concebido en el vientre de la madre” (Lc 2,21), en la Anunciación.
“Que el Señor ilumine su rostro sobre nosotros y nos conceda paz” (cf. Nm
6, 26).
2. Es cierto que los años del calendario fluyen y cambian, pero la “plenitud
de los tiempos”, de la cual habla el Apóstol en la Carta a los Gálatas, permane-
ce. Esta “plenitud” está conectada con el misterio de la Encarnación redentora.
El nombre de Jesús, dado al recién nacido por María y José el octavo día des-
pués del nacimiento, tiene precisamente este contenido divino eterno. Manifiesta
la voluntad divina de salvar al mundo. Jesús literalmente significa: “Dios salva”.
276 — Tiempo de Navidad
4. El primer día del año nuevo nos detenemos ante este Nombre junto con
María, Madre de Cristo. La Navidad, tiempo que se extiende desde la noche de
Belén hasta la octava de hoy, es también la fiesta más grande de la Virgen Madre.
Es la revelación de la verdad divina sobre la hija elegida de Israel. La verdad so-
bre ella se revela completamente a través de la Maternidad divina, de este modo
María toma parte en la historia de la salvación.
¿Podría el obispo de Roma desear a principios de este año, para todos los
hombres, para todos sus hermanos y hermanas de todo el mundo, algo más si no
exactamente lo que ha recordado el Concilio? ¿Qué es lo más necesario para el
hombre de todos los tiempos, y en particular para el de nuestros tiempos, si no es
la revelación de la plenitud del hombre que está estrechamente relacionada con
el Nombre de Jesús? ¿Qué otra cosa hay que esperar, sino que todos los hombres
participen de la fuerza de este Nombre, que lleguen al conocimiento de la verdad
y encuentren la salvación en el Hijo, el único en quien puede encontrarla?
[En este Año del Señor 1991, la Iglesia conmemora un gran acontecimiento,
de importancia mundial, que con el paso del tiempo ha revelado su valor proféti-
co: la promulgación de la Encíclica Rerum novarum por el Papa León XIII, el 15
de mayo de 1891, primera encíclica “social” de los tiempos modernos, teniendo
como tema: “La condición de los trabajadores”.
Por lo tanto, quiero proclamar el año que hoy comienza el Año de la Doctrina
Social de la Iglesia, invitando así a los fieles, en el contexto de la conmemoración
de la Encíclica Rerum novarum, a aprender más, profundizar y difundir la ense-
ñanza de la Iglesia sobre asuntos sociales.
¡Oh Año Nuevo, iniciado hoy por todos los cristianos en el poder del Nombre
de Jesús, sé el año de la salvación!
¡Oh Año Nuevo iniciado por toda la humanidad en el poder del Nombre de
Jesús, sé el año de la paz!
“Que el Señor ilumine su rostro sobre nosotros y nos conceda paz” (Nm 6,
26).
278 — Tiempo de Navidad
2. Dios envió a su Hijo “para que recibamos la adopción filial” (Gál 4, 5). En
la noche de Belén, Él provee el nacimiento humano del Verbo a través de la libre
colaboración de la Virgen, de modo que se cumpla, en armonía con su plan eter-
no, lo que el corazón del hombre aspira a lograr: poder recurrir a Dios llamán-
dolo con el nombre de Padre. Y es que solo un hijo (Cristo) puede decirle a Dios:
“¡Abbá, padre!” (Gal 4, 6). Por lo tanto, es Dios mismo quien quiere que seamos
como Él, “hijos en el Hijo”, que seamos “como Dios” (cf. Ef 1, 5). Sin embargo,
esta aspiración original del hombre fue distorsionada desde el principio, convir-
tiéndose en el tema de la tentación puesta en práctica por el espíritu del mal.
5. “María, por su parte, guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 19).
Estas eran cosas de suma importancia: ¡tanto para ella como para nosotros! A lo
largo de su vida, María continuaría recordando los acontecimientos a través de
los cuales Dios la guió. Recordó la noche de Navidad, la gran preocupación de
José, advertido por Dios del peligro que se cernía sobre el Niño, el viaje a Egipto.
También recordó lo que había escuchado de la boca de Simeón cuando el Niño
fue presentado en el Templo; y las palabras de Jesús, con solo doce años, con
ocasión de su primera visita al Templo: “¿No sabías que tengo que ocuparme de
las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). Todo esto María lo recordaba, meditándolo en
su corazón. Se puede suponer que luego habló de estos hechos a los Apóstoles y
discípulos, a San Lucas y a San Juan. De esta manera, la verdad sobre la mater-
nidad divina encontró su lugar en los Evangelios.
- en Guadalupe en México;
7. “Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te sea propicio [...] y te con-
ceda la paz” (Nm 6, 25-26). Nos reunimos [aquí] el primer día del Año Nuevo,
para [pedir] que esta bendición de paz llegue a las naciones de todo el mundo. Es
por eso que su presencia hoy es tan importante, distinguidos Embajadores de la
Sede Apostólica. Estás al servicio de la causa de la paz y la justicia en el mundo.
[...]
Los pueblos acuden a María desde todos los rincones de la tierra. Se dirigen
a ella en modo particular los que están más puestos a prueba y atormentados...
Durante el año nuevo, el Señor hace que su rostro brille sobre todas las fami-
lias y sea propicio para ellas.
Que el Señor nos bendiga y nos conceda paz. Es lo que imploramos [con
vuestro canto, queridísimos Pueri Cantores de muchos países de nuestro conti-
nente y de todo el mundo].
1. “Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por
nombre Jesús” (Lc 1, 31).
Jesús quiere decir: “Dios salva”. Jesús, nombre que le dio Dios mismo, signi-
fica que “en ninguno otro hay salvación” (Hch 4, 12) excepto en Jesús de Nazaret,
que nació de María, la Virgen. En él Dios se hizo hombre, saliendo así al encuen-
tro de todo ser humano.
Jesús vino al mundo para salvar a la humanidad. Por eso, cuando le pusieron
este nombre, se reveló al mismo tiempo quién era Él y cuál iba a ser su misión.
Muchos en Israel llevaban ese nombre, pero él lo llevó de modo único, realizando
en plenitud su significado: Jesús de Nazaret, Salvador del mundo.
San Pablo, a continuación, profundiza esta verdad: “La prueba de que sois
hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que cla-
ma: ¡Abbá, Padre!” (Ga 4, 6). En nosotros, los hombres, la filiación divina proce-
de de Cristo y se hace realidad por obra del Espíritu Santo. El Espíritu viene a en-
señarnos que somos hijos y, al mismo tiempo, a hacer efectiva en nosotros esta
filiación divina. El Hijo es quien con todo su ser dice a Dios: “¡Abbá, Padre!”.
6. La Iglesia ora y trabaja por la paz en todas sus dimensiones: por la paz de
las conciencias, por la paz de las familias y por la paz entre las naciones. Siente
solicitud por la paz en el mundo, pues es consciente de que sólo en la paz se puede
desarrollar de modo auténtico la gran comunidad de los hombres.
la paz! Por esto, pensando en la humanidad llamada a vivir otro año de gracia,
repetimos con Moisés las palabras de la antigua alianza: “El Señor te bendiga y
te guarde; el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te mues-
tre su rostro y te conceda la paz” (Nm 6, 24-26). Y repetimos también con fe y
esperanza las palabras del Apóstol: “Cristo es nuestra paz” (cf. Ef 2, 14). Confia-
mos en la ayuda del Señor y en la protección maternal de María, Reina de la paz.
Fundamos esta esperanza en Jesús, nombre de salvación dado a los hombres de
toda lengua y raza. Proclamando su nombre, caminamos seguros hacia el futuro,
con la certeza de que no quedaremos defraudados si confiamos en el santísimo
nombre de Jesús.
5. “Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, (…) para
que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Ga 4, 4-5). En la plenitud de los
tiempos, recuerda san Pablo, Dios envió al mundo un Salvador, nacido de una
mujer. Por tanto, el nuevo año comienza bajo el signo de una mujer, bajo el signo
de una madre: María. En continuación ideal con el gran jubileo, cuyo eco no se ha
extinguido aún, proclamé, el pasado mes de octubre, el Año del Rosario. Después
de proponer de nuevo con vigor a Cristo como único Redentor del mundo, he
deseado que este año se caracterice por una presencia particular de María. En la
carta apostólica Rosarium Virginis Mariae escribí que “el rosario es una oración
orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla
a Cristo, Príncipe de la paz y ‘nuestra paz’ (Ef 2, 14). Quien interioriza el misterio
de Cristo –y el rosario tiende precisamente a eso– aprende el secreto de la paz y
hace de él un proyecto de vida” (n. 40).
Que María nos ayude a descubrir el rostro de Jesús, Príncipe de la paz. Que
ella nos sostenga y acompañe en este año nuevo, y nos obtenga a nosotros y al
mundo entero el anhelado don de la paz. ¡Alabado sea Jesucristo!
Santa María Madre de Dios — 285
¿No son los pastores, que el evangelista san Lucas nos describe en su pobre-
za y en su sencillez obedeciendo al mandato del ángel y dóciles a la voluntad de
Dios, la imagen más fácilmente accesible a cada uno nosotros del hombre que se
deja iluminar por la verdad, capacitándose así para construir un mundo de paz?
¡La paz! Este gran anhelo del corazón de todo hombre y de toda mujer se edi-
fica, día tras día, con la aportación de todos, aprovechando también la admirable
herencia que nos legó el concilio Vaticano II con la constitución pastoral Gau-
dium et spes, donde se afirma, entre otras cosas, que la humanidad no logrará
construir “un mundo más humano para todos los hombres, en todos los lugares
de la tierra, a no ser que todos, con espíritu renovado, se conviertan a la verdad
de la paz” (n. 77). El momento histórico en el que fue promulgada la constitución
Gaudium et spes, el 7 de diciembre de 1965, no era muy diverso del nuestro.
Entonces, como por desgracia también en nuestros días, se cernían sobre el ho-
rizonte mundial tensiones de diverso tipo. Ante la persistencia de situaciones de
injusticia y violencia que siguen oprimiendo a varias zonas de la tierra, ante las
que se presentan como las nuevas y más insidiosas amenazas a la paz —el terro-
rismo, el nihilismo y el fundamentalismo fanático—, resulta más necesario que
nunca trabajar juntos en favor de la paz.
En el primer día del año, la divina Providencia nos reúne para una celebra-
ción que cada vez nos conmueve por la riqueza y la belleza de sus coincidencias:
el inicio del año civil se encuentra con el culmen de la octava de Navidad, en el
que se celebra la Maternidad divina de María, y el encuentro de ambos tiene una
feliz síntesis en la Jornada mundial de la paz.
A la luz del Nacimiento de Cristo, me complace dirigir a cada uno mis me-
jores deseos para el año que acaba de comenzar. [...] Mis deseos se hacen eco
del augurio que el Señor mismo nos acaba de dirigir en la liturgia de la Palabra.
Una Palabra que, a partir del acontecimiento de Belén, evocado en su realidad
histórica concreta por el evangelio de san Lucas (cf. Lc 2, 16-21) e interpretado en
todo su alcance salvífico por el apóstol san Pablo (cf. Ga 4,4-7), se convierte en
bendición para el pueblo de Dios y para toda la humanidad.
El concilio Vaticano II dijo, a este respecto, que “el Hijo de Dios, con su en-
carnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes, 22).
Esta unión ha confirmado el plan original de una humanidad creada a “imagen y
semejanza” de Dios. En realidad, el Verbo encarnado es la única imagen perfecta
y consustancial del Dios invisible. Jesucristo es el hombre perfecto. “En él —afir-
ma asimismo el Concilio— la naturaleza humana ha sido asumida (…); por eso
mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime” (ib.). Por
esto, la historia terrena de Jesús, que culminó en el misterio pascual, es el inicio
de un mundo nuevo, porque inauguró realmente una nueva humanidad, capaz
de llevar a cabo una “revolución” pacífica, siempre y sólo con la gracia de Cristo.
Esta revolución no es ideológica, sino espiritual; no es utópica, sino real; y por
eso requiere infinita paciencia, tiempos quizás muy largos, evitando todo atajo y
recorriendo el camino más difícil: el de la maduración de la responsabilidad en
las conciencias.
cia cada vez que prepara el Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz.
Al recorrer este camino es oportuno quizás volver sobre aspectos y problemas
ya afrontados, pero tan importantes que requieren siempre nueva atención. Es
el caso del tema que elegí para el Mensaje de este año: “Combatir la pobreza,
construir la paz”. Un tema que se presta a un doble orden de consideraciones,
que ahora sólo puedo señalar brevemente. Por una parte, la pobreza elegida y
propuesta por Jesús; y, por otra, la pobreza que hay que combatir para que el
mundo sea más justo y solidario.
Este es un punto decisivo, que nos hace pasar al segundo aspecto: hay una
pobreza, una indigencia, que Dios no quiere y que es preciso “combatir”, como
dice el tema de la Jornada mundial de la paz de hoy; una pobreza que impide a
las personas y a las familias vivir según su dignidad; una pobreza que ofende la
justicia y la igualdad, y que como tal amenaza la convivencia pacífica. En esta
acepción negativa entran también las formas de pobreza no material que se en-
cuentran incluso en las sociedades ricas o desarrolladas: marginación, pobreza
relacional, moral y espiritual (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de
2009, n. 2).
rar sus relaciones con la pobreza a gran escala. Por desgracia, frente a plagas
difundidas como las enfermedades pandémicas (cf. n. 4), la pobreza de los niños
(cf. n. 5) y la crisis alimentaria (cf. n. 7), tuve que volver a denunciar la inacep-
table carrera de armamentos, que va en aumento. Por una parte se celebra la
Declaración universal de derechos humanos; y, por otra, se aumentan los gastos
militares, violando la misma Carta de las Naciones Unidas que compromete a
reducirlos al mínimo (cf. art. 26).
Así pues, hay que tratar de establecer un “círculo virtuoso” entre la pobreza
“que conviene elegir” y la pobreza “que es preciso combatir”. Aquí se abre un
camino fecundo de frutos para el presente y para el futuro de la humanidad, que
se podría resumir así: para combatir la pobreza inicua, que oprime a tantos hom-
bres y mujeres y amenaza la paz de todos, es necesario redescubrir la sobriedad
y la solidaridad, como valores evangélicos y al mismo tiempo universales. Más
concretamente, no se puede combatir eficazmente la miseria si no se hace lo que
escribe san Pablo a los Corintios, es decir, si no se promueve “la igualdad”, redu-
ciendo el desnivel entre quien derrocha lo superfluo y quien no tiene ni siquiera
lo necesario. Esto implica hacer opciones de justicia y de sobriedad, opciones
por otra parte obligadas por la exigencia de administrar sabiamente los recursos
limitados de la tierra.
San Pablo, cuando afirma que Jesucristo nos ha enriquecido “con su pobre-
za”, nos ofrece una indicación importante no sólo desde el punto de vista teoló-
gico, sino también en el ámbito sociológico. No en el sentido de que la pobreza
sea un valor en sí mismo, sino porque es condición para realizar la solidaridad.
Cuando san Francisco de Asís se despoja de sus bienes, hace una opción de testi-
monio inspirada directamente por Dios, pero al mismo tiempo muestra a todos
el camino de la confianza en la Providencia. Así, en la Iglesia, el voto de pobreza
es el compromiso de algunos, pero nos recuerda a todos la exigencia de no ape-
garse a los bienes materiales y el primado de las riquezas del espíritu. He aquí el
mensaje que se nos transmite hoy: la pobreza del nacimiento de Cristo en Belén,
además de ser objeto de adoración para los cristianos, también es escuela de vida
para cada hombre. Esa pobreza nos enseña que para combatir la miseria, tanto
material como espiritual, es preciso recorrer el camino de la solidaridad, que im-
pulsó a Jesús a compartir nuestra condición humana.
290 — Tiempo de Navidad
A María, Madre del Hijo de Dios que se hizo hermano nuestro, dirijamos
confiados nuestra oración, para que nos ayude a seguir sus huellas, a combatir y
vencer la pobreza, a construir la verdadera paz, que es opus iustitiae. A ella con-
fiemos el profundo deseo de vivir en paz que existe en el corazón de la inmensa
mayoría de las poblaciones [israelí y palestina, una vez más puestas en peligro
por la intensa violencia desatada en la franja de Gaza, como respuesta a otra
violencia]. También la violencia, también el odio y la desconfianza son formas de
pobreza —quizás las más tremendas— “que es preciso combatir”. Es necesario
evitar que triunfen.
[En este sentido, los pastores de esas Iglesias, en estos días tan tristes, han
hecho oír su voz. Juntamente con ellos y con sus queridos fieles, sobre todo los de
la pequeña pero fervorosa parroquia de Gaza], encomendemos a María nuestras
preocupaciones por el presente y los temores por el futuro, pero también la fun-
dada esperanza de que, con la sabia y clarividente contribución de todos, no será
imposible escucharse, ayudarse y dar respuestas concretas a la aspiración gene-
ralizada a vivir en paz, en seguridad y en dignidad. Digamos a María: acompáña-
nos, Madre celestial del Redentor, a lo largo de todo este año que hoy comienza,
y obtén de Dios el don de la paz [para Tierra Santa] y para toda la humanidad.
Santa Madre de Dios, ruega por nosotros. Amén.
Santa María Madre de Dios — 291
En el primer día del año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia extendida
por el mundo la antigua bendición sacerdotal que hemos escuchado en la pri-
mera lectura: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te
conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz” (Nm 6,24-26). Dios,
por medio de Moisés, confió esta bendición a Aarón y a sus hijos, es decir, a los
sacerdotes del pueblo de Israel. Es un triple deseo lleno de luz, que brota de la
repetición del nombre de Dios, el Señor, y de la imagen de su rostro. En efecto,
para ser bendecidos hay que estar en la presencia de Dios, recibir su Nombre y
permanecer bajo el haz de luz que procede de su rostro, en el espacio iluminado
por su mirada, que difunde gracia y paz.
María, la virgen, esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer instan-
te de su existencia para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha sido la primera
en ser colmada de esta bendición. Ella, según el saludo de santa Isabel, es “ben-
dita entre las mujeres” (Lc 1,42). Toda su vida está iluminada por el Señor, bajo
el radio de acción del nombre y el rostro de Dios encarnado en Jesús, el “fruto
bendito de su vientre”. Así nos la presenta el Evangelio de Lucas: completamente
dedicada a conservar y meditar en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús
(cf. Lc 2,19.51). El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy, contie-
ne de manera sobreabundante aquel don de gracia que toda maternidad humana
lleva consigo, de modo que la fecundidad del vientre se ha asociado siempre a
la bendición de Dios. La Madre de Dios es la primera bendecida y quien porta
la bendición; es la mujer que ha acogido a Jesús y lo ha dado a luz para toda la
familia humana. Como reza la Liturgia: “Y, sin perder la gloria de su virginidad,
derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro” (Prefacio I de
Santa María Virgen).
“Educar a los jóvenes en la justicia y la paz” es la tarea que atañe a cada ge-
neración y, gracias a Dios, la familia humana, después de las tragedias de las dos
grandes guerras mundiales, ha mostrado tener cada vez más conciencia de ello,
como lo demuestra, por una parte las declaraciones e iniciativas internaciones
y, por otra, la consolidación entre los mismos jóvenes, en los últimos decenios,
de muchas y diferentes formas de compromiso social en este campo. Educar en
la paz forma parte de la misión que la Comunidad eclesial ha recibido de Cris-
to, forma parte integrante de la evangelización, porque el Evangelio de Cristo es
también el Evangelio de la justicia y la paz. Pero la Iglesia en los últimos tiempos
se ha hecho portavoz de una exigencia que implica a las conciencias más sensi-
bles y responsables por la suerte de la humanidad: la exigencia de responder a un
desafío tan decisivo como es el de la educación. ¿Por qué “desafío”? Al menos por
dos motivos: en primer lugar, porque en la era actual, caracterizada fuertemente
por la mentalidad tecnológica, querer no solo instruir sino educar es algo que no
se puede dar por descontado sino que supone una elección; en segundo lugar,
porque la cultura relativista plantea una cuestión radical: ¿Tiene sentido todavía
educar? Y, al fin y al cabo, ¿para qué educar?
en la que crecen los puede llevar a pensar y actuar de manera contraria, incluso
intolerante y violenta. Solo una sólida educación de sus conciencias los puede
proteger de estos riesgos y hacerlos capaces de luchar contando siempre y solo
con la fuerza de la verdad y el bien. Esta educación parte de la familia y se desa-
rrolla en la escuela y en las demás experiencias formativas. Se trata esencialmen-
te de ayudar a los niños, los muchachos, los adolescentes, a desarrollar una per-
sonalidad que combine un profundo sentido de justicia con el respeto del otro,
con la capacidad de afrontar los conflictos sin prepotencia, con la fuerza interior
de dar testimonio del bien también cuando comporta un sacrificio, con el perdón
y la reconciliación. Así podrán llegar a ser hombres y mujeres verdaderamente
pacíficos y constructores de paz.
Francisco, papa
Vuelven hoy a la mente las palabras con las que Isabel pronunció su bendi-
ción sobre la Virgen Santa: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de
tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” (Lc 1,42-43).
Esta bendición está en continuidad con la bendición sacerdotal que Dios ha-
bía sugerido a Moisés para que la transmitiese a Aarón y a todo el pueblo: “El
Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El
Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Nm 6,24-26). Con la celebración
de la solemnidad de María, la Santa Madre de Dios, la Iglesia nos recuerda que
María es la primera destinataria de esta bendición. Se cumple en ella, pues nin-
guna otra criatura ha visto brillar sobre ella el rostro de Dios como María, que
dio un rostro humano al Verbo eterno, para que todos lo puedan contemplar.
Además de contemplar el rostro de Dios, también podemos alabarlo y glorificarlo
como los pastores, que volvieron de Belén con un canto de acción de gracias des-
pués de ver al niño y a su joven madre (cf. Lc 2,16). Ambos estaban juntos, como
lo estuvieron en el Calvario, porque Cristo y su Madre son inseparables: entre
ellos hay una estrecha relación, como la hay entre cada niño y su madre. La carne
de Cristo, que es el eje de la salvación (Tertuliano), se ha tejido en el vientre de
María (cf. Sal 139,13). Esa inseparabilidad encuentra también su expresión en
el hecho de que María, elegida para ser la Madre del Redentor, ha compartido
íntimamente toda su misión, permaneciendo junto a su hijo hasta el final, en el
Calvario.
María está tan unida a Jesús porque él le ha dado el conocimiento del cora-
zón, el conocimiento de la fe, alimentada por la experiencia materna y el vínculo
íntimo con su Hijo. La Santísima Virgen es la mujer de fe que dejó entrar a Dios
en su corazón, en sus proyectos; es la creyente capaz de percibir en el don del
Hijo el advenimiento de la “plenitud de los tiempos” (Ga 4,4), en el que Dios, eli-
giendo la vía humilde de la existencia humana, entró personalmente en el surco
de la historia de la salvación. Por eso no se puede entender a Jesús sin su Madre.
Que esta madre dulce y premurosa nos obtenga la bendición del Señor para
toda la familia humana. De manera especial hoy, Jornada Mundial de la Paz,
invocamos su intercesión para que el Señor nos de la paz en nuestros días: paz
en nuestros corazones, paz en las familias, paz entre las naciones. Este año, en
concreto, el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz lleva por título: “No más
esclavos, sino hermanos”. Todos estamos llamados a ser libres, todos a ser hijos
y, cada uno de acuerdo con su responsabilidad, a luchar contra las formas moder-
nas de esclavitud. Desde todo pueblo, cultura y religión, unamos nuestras fuer-
zas. Que nos guíe y sostenga Aquel que para hacernos a todos hermanos se hizo
nuestro servidor. Miremos a María, contemplemos a la Santa Madre de Dios.
Os propongo que juntos la saludemos como hizo aquel pueblo valiente de Éfeso,
que gritaba cuando sus pastores entraban en la Iglesia: “¡Santa Madre de Dios!”.
Qué bonito saludo para nuestra Madre… Hay una historia que dice, no sé si es
verdadera, que algunos de ellos llevaban bastones en sus manos, tal vez para dar
a entender a los obispos lo que les podría pasar si no tenían el valor de proclamar
a María como “Madre de Dios”. Os invito a todos, sin bastones, a poneros en pie
y saludarla tres veces con este saludo de la primitiva Iglesia: “¡Santa Madre de
Dios!”.
296 — Tiempo de Navidad
En este primer día del año, en el clima gozoso —aunque frío— de la Navidad,
la Iglesia nos invita a fijar nuestra mirada de fe y de amor en la Madre de Jesús.
En Ella, humilde mujer de Nazaret, “el Verbo se hizo carne y vino a habitar entre
nosotros” (Jn 1, 14). Por ello es imposible separar la contemplación de Jesús, el
Verbo de la vida que se hizo visible y palpable (cf. 1 Jn 1, 1), de la contemplación
de María, que le dio su amor y su carne humana.
Hoy escuchamos las palabras del apóstol Pablo: “Dios envió a su Hijo, na-
cido de mujer” (Gal 4, 4). La expresión “nacido de mujer” habla de modo esencial
y por ello es más fuerte la auténtica humanidad del Hijo de Dios. Como afirma un
Padre de la Iglesia, san Atanasio: “Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre
y de Él vino la salvación de toda la humanidad” (Carta a Epíteto: PG 26).
Pero san Pablo añade también: “nacido bajo la ley” (Gal 4, 4). Con esta ex-
presión destaca que Cristo asumió la condición humana liberándola de la cerrada
mentalidad legalista. La ley, en efecto, privada de la gracia, se convierte en un
yugo insoportable, y en lugar de hacernos bien nos hace mal. Jesús decía: “El
sábado es para el hombre, no el hombre para el sábado”. He aquí, entonces, el
fin por el cual Dios manda a su Hijo a la tierra a hacerse hombre: una finalidad
de liberación, es más, de regeneración. De liberación “para rescatar a los que
estaban bajo la ley” (v. 5); y el rescate tuvo lugar con la muerte de Cristo en la
cruz. Pero sobre todo de regeneración: “para que recibiéramos la adopción filial”
(v. 5). Incorporados a Él, los hombres llegan a ser realmente hijos de Dios. Este
paso estupendo tiene lugar en nosotros con el Bautismo, que nos inserta como
miembros vivos en Cristo y nos introduce en su Iglesia.
Al inicio de un nuevo año nos hace bien recordar el día de nuestro Bautis-
mo: redescubramos el regalo recibido en ese Sacramento que nos regeneró a una
vida nueva: la vida divina. Y esto por medio de la Madre Iglesia, que tiene como
modelo a la Madre María. Gracias al Bautismo hemos sido introducidos en la
comunión con Dios y ya no estamos bajo el poder del mal y del pecado, sino que
recibimos el amor, la ternura y la misericordia del Padre celestial. Os pregunto
nuevamente: ¿Quién de vosotros recuerda el día que fue bautizado? Para quie-
nes no recuerdan la fecha de su Bautismo, les doy una tarea para hacer en casa:
buscar esa fecha y conservarla bien en el corazón. Podéis también pedir la ayuda
de los padres, del padrino, de la madrina, de los tíos, de los abuelos... El día en el
que fuimos bautizados es un día de fiesta. Recordad o buscad la fecha de vuestro
Bautismo, será muy hermoso para dar gracias a Dios por el don del Bautismo.
Esta cercanía de Dios a nuestra vida nos dona la paz auténtica: el don divino
que queremos implorar especialmente hoy, Jornada mundial de la paz. Leo allí:
“La paz es siempre posible”. ¡Siempre es posible la paz! Debemos buscarla... Y en
Santa María Madre de Dios — 297
que no nos podrán quitar jamás esta infancia nuestra. Es reconocerse en el Dios
frágil y niño que está en los brazos de su Madre y ver que para el Señor la huma-
nidad es preciosa y sagrada. Por lo tanto, servir a la vida humana es servir a Dios,
y que toda vida, desde la que está en el seno de la madre hasta que es anciana, la
que sufre y está enferma, también la que es incómoda y hasta repugnante, debe
ser acogida, amada y ayudada.
El Evangelio sigue diciendo que María custodiaba todas estas cosas, me-
ditándolas. ¿Cuáles eran estas cosas? Eran gozos y dolores: por una parte, el
nacimiento de Jesús, el amor de José, la visita de los pastores, aquella noche
luminosa. Pero por otra parte: el futuro incierto, la falta de un hogar, “porque
para ellos no había sitio en la posada” (Lc 2,7), la desolación del rechazo, la des-
ilusión de ver nacer a Jesús en un establo. Esperanzas y angustias, luz y tiniebla:
todas estas cosas poblaban el corazón de María. Y ella, ¿qué hizo? Las meditaba,
es decir las repasaba con Dios en su corazón. No se guardó nada para sí misma,
no ocultó nada en la soledad ni lo ahogó en la amargura, sino que todo lo llevó a
Dios. Así custodió. Confiando se custodia: no dejando que la vida caiga presa del
miedo, del desconsuelo o de la superstición, no cerrándose o tratando de olvidar,
sino haciendo de toda ocasión un diálogo con Dios. Y Dios que se preocupa de
nosotros, viene a habitar nuestras vidas.
lo que importa. Aquí está hoy, frente a nosotros, el punto de partida: la Madre
de Dios. Porque María es como Dios quiere que seamos nosotros, como quiere
que sea su Iglesia: Madre tierna, humilde, pobre de cosas y rica de amor, libre del
pecado, unida a Jesús, que custodia a Dios en su corazón y al prójimo en su vida.
Para recomenzar, contemplemos a la Madre. En su corazón palpita el corazón de
la Iglesia. La fiesta de hoy nos dice que para ir hacia delante es necesario volver
de nuevo al pesebre, a la Madre que lleva en sus brazos a Dios.
En la primera página del calendario del año nuevo que el Señor nos dona,
la Iglesia pone, como una hermosa miniatura, la solemnidad litúrgica de María
Santísima Madre de Dios. En este primer día del año solar, fijamos la mirada en
Ella, para retomar, bajo su materna protección, el camino a lo largo de los sen-
deros del tiempo. El Evangelio de hoy (cf Lc 2, 16-21) nos reconduce al establo
de Belén. Los pastores llegan a toda prisa y encuentran a María, José y el Niño; e
informan del anuncio que les han dado los ángeles, es decir que ese recién nacido
es el Salvador. Todos se sorprenden, mientras que “María, por su parte, guarda-
ba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (v. 19). La Virgen nos hace
entender cómo acoger el evento de la Navidad: no superficialmente sino en el
corazón. Nos indica el verdadero modo de recibir el don de Dios: conservarlo en
el corazón y meditarlo. Es una invitación dirigida a cada uno de nosotros a rezar
contemplando y gustando este don que es Jesús mismo.
300 — Tiempo de Navidad
Temas
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre
CEC 464-469:
465 Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su hu-
manidad verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana
insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, “venido en la carne” (cf. 1
Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo
de Samosata, en un Concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es Hijo de Dios
por naturaleza y no por adopción. El primer Concilio Ecuménico de Nicea, en el
año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es «engendrado, no creado, “de
la misma substancia” [en griego homousion] que el Padre» y condenó a Arrio que
afirmaba que “el Hijo de Dios salió de la nada” (Concilio de Nicea I: DS 130) y que
sería “de una substancia distinta de la del Padre” (Ibíd., 126).
466 La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la perso-
na divina del Hijo de Dios. Frente a ella san Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio
Ecuménico reunido en Efeso, en el año 431, confesaron que “el Verbo, al unirse en
su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre” (Concilio
de Efeso: DS, 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona di-
vina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso
el concilio de Efeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad
Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: “Madre
de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino
porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional
[...] unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la
carne” (DS 251).
467 Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de exis-
tir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. En-
frentado a esta herejía, el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia, confesó en
el año 451:
302 — Tiempo de Navidad
Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit – “Sin dejar de ser lo que
era ha asumido lo que no era”, canta la liturgia romana (Solemnidad de la
Santísima Virgen María, Madre de Dios, Antífona al “Benedictus”; cf. san
León Magno, Sermones 21, 2-3: PL 54, 192).
“¡Oh Hijo unigénito y Verbo de Dios! Tú que eres inmortal, te dignaste, para
salvarnos, tomar carne de la santa Madre de Dios y siempre Virgen María.
Tú, Cristo Dios, sin sufrir cambio te hiciste hombre y, en la cruz, con tu
muerte venciste la muerte. Tú, Uno de la Santísima Trinidad, glorificado
con el Padre y el Santo Espíritu, ¡sálvanos! (Oficio Bizantino de las Horas,
Himno O’ Monogenés”).
Santa María Madre de Dios — 303
495 Llamada en los Evangelios “la Madre de Jesús” (Jn 2, 1; 19, 25; cf. Mt 13,
55, etc.), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como “la madre de mi Se-
ñor” desde antes del nacimiento de su hijo (cf Lc 1, 43). En efecto, aquél que ella
concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdadera-
mente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda
persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente
Madre de Dios [Theotokos] (cf. Concilio de Éfeso, año 649: DS, 251).
2677 “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... ” Con Isabel, nos
maravillamos y decimos: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?”
(Lc 1, 43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra;
podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora por nosotros
como oró por sí misma: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Confiándonos
a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: “Hágase tu volun-
tad”.
52 Dios, que “habita una luz inaccesible” (1 Tm 6,16) quiere comunicar su pro-
pia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su
Hijo único, hijos adoptivos (cf. Ef 1,4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer
a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo
que ellos serían capaces por sus propias fuerzas.
304 — Tiempo de Navidad
422 “Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de
mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para
que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). He aquí “la Buena Nueva de
Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1, 1): Dios ha visitado a su pueblo (cf. Lc 1, 68), ha
cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia (cf. Lc 1, 55); lo ha
hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su “Hijo amado” (Mc 1, 11).
654 Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del
pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en pri-
mer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) “a fin
de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos [...] así también no-
sotros vivamos una nueva vida” (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte
y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza
la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como
Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: “Id, avisad a mis
hermanos” (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la
gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del
Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
1709 El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo trans-
forma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de
obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador, el discípulo
alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la
gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.
Santa María Madre de Dios — 305
Jesús y la Ley
577 Al comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hace una advertencia solem-
ne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza,
a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:
«No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir
sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes
que pase una “i” o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por
tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe
a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los
observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos» (Mt 5, 17-19).
578 Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los
cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores
preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer per-
fectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido
cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos (cf. Jn 7, 19;
Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de
Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley cons-
tituye un todo y, como recuerda Santiago, “quien observa toda la Ley, pero falta
en un solo precepto, se hace reo de todos” (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).
580 El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Le-
gislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús
la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino “en el fondo del corazón”
(Jr 31, 33) del Siervo, quien, por “aportar fielmente el derecho” (Is 42, 3), se ha
convertido en “la Alianza del pueblo” (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar
sobre sí mismo “la maldición de la Ley” (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los
que no “practican todos los preceptos de la Ley” (Ga 3, 10) porque “ha intervenido
su muerte para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza” (Hb 9, 15).
581 Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un “rab-
bi” (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco
de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn
7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores
de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos,
sino que “enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mt 7,
28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley
escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas
(cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de
modo divino su interpretación definitiva: “Habéis oído también que se dijo a los
antepasados [...] pero yo os digo” (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina,
desaprueba ciertas “tradiciones humanas” (Mc 7, 8) de los fariseos que “anulan la
Palabra de Dios” (Mc 7, 13).
582 Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimen-
tos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido “pedagó-
gico” (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina: “Todo lo que de fuera
entra en el hombre no puede hacerle impuro [...] —así declaraba puros todos los
alimentos—. Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque
de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7, 18-21).
Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio en-
frentado a algunos doctores de la Ley que no aceptaban su interpretación a pesar
de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36;
10, 25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado:
Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn 7,
22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios (cf. Mt
12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.
Santa María Madre de Dios — 307
580 El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Le-
gislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús
la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino “en el fondo del corazón”
(Jr 31, 33) del Siervo, quien, por “aportar fielmente el derecho” (Is 42, 3), se ha
convertido en “la Alianza del pueblo” (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar
sobre sí mismo “la maldición de la Ley” (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los
que no “practican todos los preceptos de la Ley” (Ga 3, 10) porque “ha intervenido
su muerte para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza” (Hb 9, 15).
1972 La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que
infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la
fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad (cf
St 1, 25; 2, 12), porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley
antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos
hace pasar de la condición del siervo “que ignora lo que hace su señor”, a la de
amigo de Cristo, “porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”
(Jn 15, 15), o también a la condición de hijo heredero (cf Ga 4, 1-7. 21-31; Rm 8,
15).
683 «Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por influjo del Espíritu Santo»
(1 Co 12, 3). “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama
¡Abbá, Padre!” (Ga 4, 6). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu
Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido
atraído por el Espíritu Santo. Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe.
Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la vida, que tiene su fuente en
el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por
el Espíritu Santo en la Iglesia:
El Bautismo “nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio
de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que son portadores del Espíritu
de Dios son conducidos al Verbo, es decir al Hijo; pero el Hijo los presenta
al Padre, y el Padre les concede la incorruptibilidad. Por tanto, sin el Espíri-
tu no es posible ver al Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al
Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del
Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo” (San Ireneo de Lyon, Demonstra-
tio praedicationis apostolicae, 7: SC 62 41-42).
308 — Tiempo de Navidad
2766 Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico (cf
Mt 6, 7; 1 R 18, 26-29). Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de
la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre. Jesús no sólo
nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por
el que estas se hacen en nosotros “espíritu [...] y vida” (Jn 6, 63). Más todavía: la
prueba y la posibilidad de nuestra oración filial es que el Padre «ha enviado [...]
a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abbá, Padre!”» (Ga 4, 6).
Ya que nuestra oración interpreta nuestros deseos ante Dios, es también “el que
escruta los corazones”, el Padre, quien “conoce cuál es la aspiración del Espíritu,
y que su intercesión en favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 27). La oración al
Padre se inserta en la misión misteriosa del Hijo y del Espíritu.
«La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meter-
nos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad
de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo, no nos empujasen a proferir
este grito: “Abbá, Padre” (Rm 8, 15) ... ¿Cuándo la debilidad de un mortal se
atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hom-
bre está animado por el Poder de lo alto?» (San Pedro Crisólogo, Sermón 71, 3).
Santa María Madre de Dios — 309
2778 Este poder del Espíritu que nos introduce en la Oración del Señor se ex-
presa en las liturgias de Oriente y de Occidente con la bella palabra, típicamente
cristiana: parrhesia, simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre,
audacia humilde, certeza de ser amado (cf Ef 3, 12; Hb 3, 6; 4, 16; 10, 19; 1 Jn
2,28; 3, 21; 5, 14).
El nombre de Jesús
CEC 430-435, 2666-2668, 2812:
432 El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente
en la Persona de su Hijo (cf. Hch 5, 41; 3 Jn 7) hecho hombre para la Redención
universal y definitiva de los pecados. Él es el Nombre divino, el único que trae la
salvación (cf. Jn 3, 18; Hch 2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por
todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación (cf. Rm 10, 6-13)
de tal forma que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que
nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12; cf. Hch 9, 14; St 2, 7).
433 El Nombre de Dios Salvador era invocado una sola vez al año por el sumo
sacerdote para la expiación de los pecados de Israel, cuando había asperjado el
propiciatorio del Santo de los Santos con la sangre del sacrificio (cf. Lv 16, 15-16; Si
50, 20; Hb 9, 7). El propiciatorio era el lugar de la presencia de Dios (cf. Ex 25, 22;
Lv 16, 2; Nm 7, 89; Hb 9, 5). Cuando san Pablo dice de Jesús que “Dios lo exhibió
como instrumento de propiciación por su propia sangre” (Rm 3, 25) significa que en
su humanidad “estaba Dios reconciliando al mundo consigo” (2 Co 5, 19).
2666 Pero el Nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe
en su encarnación: JESÚS. El nombre divino es inefable para los labios humanos
(cf Ex 3, 14; 33, 19-23), pero el Verbo de Dios, al asumir nuestra humanidad, nos
lo entrega y nosotros podemos invocarlo: “Jesús”, “YHVH salva” (cf Mt 1, 21). El
Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el hombre y toda la Economía de la crea-
ción y de la salvación. Decir “Jesús” es invocarlo desde nuestro propio corazón. Su
Nombre es el único que contiene la presencia que significa. Jesús es el resucitado,
y cualquiera que invoque su Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó
por él (cf Rm 10, 13; Hch 2, 21; 3, 15-16; Ga 2, 20).
Domingo II de Navidad
Lecturas
PRIMERA LECTURA
SALMO RESPONSORIAL
SEGUNDA LECTURA
Por eso, habiendo oído hablar de vuestra fe en Cristo y de vuestro amor a todos los
santos, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones, a fin de que
el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y
revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis
cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a
los santos.
Domingo II de Navidad — 313
EVANGELIO
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su
nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han
nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria
como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: El que viene detrás de
mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio
de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien
lo ha dado a conocer.
314 — Tiempo de Navidad
Comentario Patrístico
Hoy ha salido para el mundo el verdadero sol, hoy en las tinieblas del siglo
ha surgido la luz. Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios;
el Señor asumió la forma de esclavo para que el siervo se convierta en Señor; el
morador y creador de los cielos habitó en la tierra para que el hombre, colono de
la tierra, pueda emigrar a los cielos.
¡Oh día más lúcido que cualquier sol! ¡Oh momento más esperado de todos
los siglos! Lo que anhelaban los ángeles, lo que ni serafines ni querubines ni co-
ros celestiales conocieron, esto es lo que se ha revelado en nuestros días; lo que
ellos veían como en un espejo y a través de imágenes, nosotros lo contemplamos
en su misma realidad. El que habló al pueblo de Israel por boca de Isaías, Jere-
mías y demás profetas, ahora nos habla por su Hijo. ¡Qué diferencia entre el an-
tiguo y nuevo Testamento! En aquél, Dios hablaba a través de la nube; a nosotros
nos habla a cielo despejado; allí Dios se mostraba en la zarza, aquí Dios nace de la
Virgen; allí era el fuego el que consumía los pecados del pueblo, aquí es un hom-
bre el que perdona los pecados del pueblo, mejor dicho, es el Señor que perdona
a sus siervos, pues nadie, fuera de Dios, puede perdonar pecados.
Homilías
Dado que esta celebración tiene lugar solamente algunos años y que las lecturas son las mismas
para los tres ciclos dominicales, las homilías que siguen corresponden a los últimos años en que ha
tenido lugar esta celebración.
De esa revelación nos hablan hoy, en la liturgia eucarística, tres lecturas bíbli-
cas de una riqueza extraordinaria: el capítulo 24 del Libro del Sirácida, el himno que
abre la Carta a los Efesios de san Pablo y el prólogo del Evangelio de san Juan. Estos
textos afirman que Dios no sólo es el creador del universo —aspecto común también a
otras religiones— sino que es Padre, que “nos eligió antes de crear el mundo (...) pre-
destinándonos a ser sus hijos adoptivos” (Ef 1, 4-5) y que por esto llegó hasta el punto
inconcebible de hacerse hombre: “El Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros”
(Jn 1, 14). El misterio de la Encarnación de la Palabra de Dios fue preparado en el
Antiguo Testamento, especialmente donde la Sabiduría divina se identifica con la Ley
de Moisés. En efecto, la misma Sabiduría afirma: «El creador del universo me hizo
plantar mi tienda, y me dijo: “Pon tu tienda en Jacob, entra en la heredad de Israel”»
(Si 24, 8). En Jesucristo, la Ley de Dios se ha hecho testimonio vivo, escrita en el co-
razón de un hombre en el que, por la acción del Espíritu Santo, reside corporalmente
toda la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9).
Domingo II de Navidad — 317
Os renuevo a todos mis mejores deseos para el año nuevo y doy las gracias a
cuantos me han enviado mensajes de cercanía espiritual. La liturgia de este domingo
vuelve a proponer el Prólogo del Evangelio de san Juan, proclamado solem-
nemente en el día de Navidad. Este admirable texto expresa, en forma de himno,
el misterio de la Encarnación, que predicaron los testigos oculares, los Apóstoles,
especialmente san Juan, cuya fiesta, no por casualidad, se celebra el 27 de diciembre.
Afirma san Cromacio de Aquileya que “Juan era el más joven de todos los discípulos
del Señor; el más joven por edad, pero ya anciano por la fe” (Sermo II, 1 De Sancto
Iohanne Evangelista: CCL 9a, 101).
Cuando leemos: “En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba con Dios, y
el Verbo era Dios” (Jn 1, 1), el Evangelista —al que tradicionalmente se compara con
un águila— se eleva por encima de la historia humana escrutando las profundidades
de Dios; pero muy pronto, siguiendo a su Maestro, vuelve a la dimensión terrena di-
ciendo: “Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1, 14). El Verbo es “una realidad viva: un Dios
que... se comunica haciéndose él mismo hombre” (J. Ratzinger, Teologia della litur-
gia, LEV 2010, p. 618). En efecto, atestigua Juan, “puso su morada entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria” (Jn 1, 14). “Se rebajó hasta asumir la humildad de
nuestra condición —comenta san León Magno— sin que disminuyera su majestad”
(Tractatus XXI, 2: CCL 138, 86-87). Leemos también en el Prólogo: “De su plenitud
hemos recibido todos, gracia por gracia” (Jn 1, 16). “¿Cuál es la primera gracia que
hemos recibido? —se pregunta san Agustín, y responde— Es la fe”. La segunda gracia,
añade en seguida, es “la vida eterna” (Tractatus in Ioh. III, 8.9: ccl 36, 24.25).
318 — Tiempo de Navidad
Francisco, papa
Así Dios es Dios con nosotros, Dios que nos ama, Dios que camina con no-
sotros. Éste es el mensaje de Navidad: el Verbo se hizo carne. De este modo la
Navidad nos revela el amor inmenso de Dios por la humanidad. De aquí se deriva
también el entusiasmo, nuestra esperanza de cristianos, que en nuestra pobreza
sabemos que somos amados, visitados y acompañados por Dios; y miramos al
mundo y a la historia como el lugar donde caminar juntos con Él y entre noso-
tros, hacia los cielos nuevos y la tierra nueva. Con el nacimiento de Jesús nació
una promesa nueva, nació un mundo nuevo, pero también un mundo que puede
ser siempre renovado. Dios siempre está presente para suscitar hombres nuevos,
para purificar el mundo del pecado que lo envejece, del pecado que lo corrompe.
En lo que la historia humana y la historia personal de cada uno de nosotros pue-
da estar marcada por dificultades y debilidades, la fe en la Encarnación nos dice
que Dios es solidario con el hombre y con su historia. Esta proximidad de Dios
al hombre, a cada hombre, a cada uno de nosotros, es un don que no se acaba
jamás. ¡Él está con nosotros! ¡Él es Dios con nosotros! Y esta cercanía no termi-
na jamás. He aquí el gozoso anuncio de la Navidad: la luz divina, que inundó el
corazón de la Virgen María y de san José, y guio los pasos de los pastores y de los
magos, brilla también hoy para nosotros.
Domingo II de Navidad — 319
Que María, Madre de Dios y nuestra Madre de ternura, nos sostenga siem-
pre, para que permanezcamos fieles a la vocación cristiana y podamos realizar los
deseos de justicia y de paz que llevamos en nosotros al inicio de este nuevo año.
Dice san Juan en el Evangelio que leímos hoy: “En Él estaba la vida, y
la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo
recibió... El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (1, 4-5.9).
Los hombres hablan mucho de la luz, pero a menudo prefieren la tranquilidad
engañadora de la oscuridad. Nosotros hablamos mucho de la paz, pero con fre-
cuencia recurrimos a la guerra o elegimos el silencio cómplice, o bien no hacemos
nada en concreto para construir la paz. En efecto, dice san Juan que “vino a su
casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11); porque “este es el juicio: que la luz
—Jesús— vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus
obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la
luz, para no verse acusado por sus obras” (Jn 3, 19-20). Así dice san Juan en el
Evangelio. El corazón del hombre puede rechazar la luz y preferir las tinieblas,
porque la luz revela sus obras malvadas. Quien obra el mal, odia la luz. Quien
obra el mal, odia la paz.
San Pablo bendice a Dios por su plan de amor realizado en Jesucristo (cf.
Ef 1, 3-6; 15-18). En este plan, cada uno de nosotros encuentra su vocación fun-
damental. ¿Y cuál es? Esto es lo que dice Pablo: estamos predestinados a ser hijos
de Dios por medio de Jesucristo. El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos a
nosotros, hombres, hijos de Dios. Por eso el Hijo eterno se hizo carne: para intro-
ducirnos en su relación filial con el Padre.
Que la Virgen María nos ayude a acoger con alegría y gratitud el diseño divi-
no de amor realizado en Jesucristo.
322 — Tiempo de Navidad
Temas
Prólogo del Evangelio de Juan
CEC 151, 241, 291, 423, 445, 456-463, 504-505, 526, 1216, 2466, 2787:
241 Por eso los Apóstoles confiesan a Jesús como “el Verbo que en el principio
estaba junto a Dios y que era Dios” (Jn 1,1), como “la imagen del Dios invisible”
(Col 1,15), como “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” (Hb 1,3).
291 “En el principio existía el Verbo [...] y el Verbo era Dios [...] Todo fue he-
cho por él y sin él nada ha sido hecho” (Jn 1,1-3). El Nuevo Testamento revela que
Dios creó todo por el Verbo Eterno, su Hijo amado. “En él fueron creadas todas las
cosas, en los cielos y en la tierra [...] todo fue creado por él y para él, él existe
con anterioridad a todo y todo tiene en él su consistencia” (Col 1, 16-17). La fe de
la Iglesia afirma también la acción creadora del Espíritu Santo: él es el “dador de
vida” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano), “el Espíritu Creador” (Liturgia de las
Horas, Himno Veni, Creator Spiritus), la “Fuente de todo bien” (Liturgia bizantina,
Tropario de vísperas de Pentecostés).
423 Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una
hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador
César Augusto I; de oficio carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el
procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo
eterno de Dios hecho hombre, que ha “salido de Dios” (Jn 13, 3), “bajó del cielo”
(Jn 3, 13; 6, 33), “ha venido en carne” (1 Jn 4, 2), porque “la Palabra se hizo carne,
y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del
Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad [...] Pues de su plenitud hemos
recibido todos, y gracia por gracia” (Jn 1, 14. 16).
Domingo II de Navidad — 323
457 El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos
amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). “El
Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (1 Jn 4, 14). “Él se manifestó
para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5):
458 El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios:
“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su
Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). “Porque tanto amó Dios
al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino
que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
459 El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre
vosotros mi yugo, y aprended de mí ... ” (Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad
y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la
Transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7; cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el
modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a
los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la
ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
461 Volviendo a tomar la frase de san Juan (“El Verbo se encarnó”: Jn 1, 14), la
Iglesia llama “Encarnación” al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una na-
turaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación. En un himno citado
por san Pablo, la Iglesia canta el misterio de la Encarnación:
“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual,
siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino
que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose seme-
jante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló
a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 5-8; cf.
Liturgia de las Horas, Cántico de las Primeras Vísperas de Domingos).
504 Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen
María porque él es el Nuevo Adán (cf. 1 Co 15, 45) que inaugura la nueva creación:
“El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo viene del cielo” (1
Co 15, 47). La humanidad de Cristo, desde su concepción, está llena del Espíritu
Santo porque Dios “le da el Espíritu sin medida” (Jn 3, 34). De “su plenitud”, ca-
beza de la humanidad redimida (cf Col 1, 18), “hemos recibido todos gracia por
gracia” (Jn 1, 16).
505 Jesús, el nuevo Adán, inaugura por su concepción virginal el nuevo naci-
miento de los hijos de adopción en el Espíritu Santo por la fe “¿Cómo será eso?”
(Lc 1, 34; cf. Jn 3, 9). La participación en la vida divina no nace “de la sangre, ni
de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios” (Jn 1, 13). La acogida de
esta vida es virginal porque toda ella es dada al hombre por el Espíritu. El sentido
esponsal de la vocación humana con relación a Dios (cf. 2 Co 11, 2) se lleva a cabo
perfectamente en la maternidad virginal de María.
Domingo II de Navidad — 325
526 “Hacerse niño” con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino
(cf. Mt 18, 3-4); para eso es necesario abajarse (cf. Mt 23, 12), hacerse pequeño;
más todavía: es necesario “nacer de lo alto” (Jn 3,7), “nacer de Dios” (Jn 1, 13)
para “hacerse hijos de Dios” (Jn 1, 12). El misterio de Navidad se realiza en noso-
tros cuando Cristo “toma forma” en nosotros (Ga 4, 19). Navidad es el misterio de
este “admirable intercambio”:
1216 “Este baño es llamado iluminación porque quienes reciben esta enseñan-
za (catequética) su espíritu es iluminado” (San Justino, Apología 1,61). Habiendo
recibido en el Bautismo al Verbo, “la luz verdadera que ilumina a todo hombre”
(Jn 1,9), el bautizado, “tras haber sido iluminado” (Hb 10,32), se convierte en “hijo
de la luz” (1 Ts 5,5), y en “luz” él mismo (Ef 5,8):
El Bautismo “es el más bello y magnífico de los dones de Dios [...] lo llama-
mos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño
de regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es con-
ferido a los que no aportan nada; gracia, porque es dado incluso a culpa-
bles; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque
es sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz
resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque
lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios” (San
Gregorio Nacianceno, Oratio 40,3-4).
2787 Cuando decimos Padre “nuestro”, reconocemos ante todo que todas sus
promesas de amor anunciadas por los profetas se han cumplido en la nueva y
eterna Alianza en Cristo: hemos llegado a ser “su Pueblo” y Él es desde ahora en
adelante “nuestro Dios”. Esta relación nueva es una pertenencia mutua dada gra-
tuitamente: por amor y fidelidad (cf Os 2, 21-22; 6, 1-6) tenemos que responder a
la gracia y a la verdad que nos han sido dadas en Jesucristo (cf Jn 1, 17).
326 — Tiempo de Navidad
272 La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la expe-
riencia del mal y del sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz
de impedir el mal. Ahora bien, Dios Padre ha revelado su omnipotencia de la ma-
nera más misteriosa en el anonadamiento voluntario y en la Resurrección de su
Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo crucificado es “poder de Dios y
sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los
hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres” (1 Co 2,
24-25). En la Resurrección y en la exaltación de Cristo es donde el Padre “desplegó
el vigor de su fuerza” y manifestó “la soberana grandeza de su poder para con
nosotros, los creyentes” (Ef 1,19-22).
295 Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría (cf. Sb 9,9). Este no es
producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos
que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las
criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad: “Porque tú has creado todas las
cosas; por tu voluntad lo que no existía fue creado” (Ap 4,11). “¡Cuán numerosas
son tus obras, Señor! Todas las has hecho con sabiduría” (Sal 104,24). “Bueno es el
Señor para con todos, y sus ternuras sobre todas sus obras” (Sal 145,9).
299 Porque Dios crea con sabiduría, la creación está ordenada: “Tú todo lo
dispusiste con medida, número y peso” (Sb 11,20). Creada en y por el Verbo eter-
no, “imagen del Dios invisible” (Col 1,15), la creación está destinada, dirigida al
hombre, imagen de Dios (cf. Gn 1,26), llamado a una relación personal con Dios.
Nuestra inteligencia, participando en la luz del Entendimiento divino, puede en-
tender lo que Dios nos dice por su creación (cf. Sal 19,2-5), ciertamente no sin gran
esfuerzo y en un espíritu de humildad y de respeto ante el Creador y su obra (cf.
Jb 42,3). Salida de la bondad divina, la creación participa en esa bondad (“Y vio
Dios que era bueno [...] muy bueno”: Gn 1,4.10.12.18.21.31). Porque la creación es
querida por Dios como un don dirigido al hombre, como una herencia que le es
destinada y confiada. La Iglesia ha debido, en repetidas ocasiones, defender la
bondad de la creación, comprendida la del mundo material (cf. San León Magno, c.
Quam laudabiliter, DS, 286; Concilio de Braga I: ibíd., 455-463; Concilio de Letrán
IV: ibíd., 800; Concilio de Florencia: ibíd.,1333; Concilio Vaticano I: ibíd., 3002).
474 Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encar-
nado, el conocimiento humano de Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los
designios eternos que había venido a revelar (cf. Mc 8,31; 9,31; 10, 33-34; 14,18-20.
26-30). Lo que reconoce ignorar en este campo (cf. Mc 13,32), declara en otro lugar
no tener misión de revelarlo (cf. Hch 1, 7).
Domingo II de Navidad — 327