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Pues claro que no es fácil amar.

En primer lugar porque tienes que olvidarte de ti y estar


pendiente del otro. Y eso es un asunto peliagudo y de lo más incómodo y exigente. Un
asunto en el que no valen disimulos o divagaciones. Es algo concreto y personal. Tan
concreto y personal como hacer el desayuno todas las mañanas o sacar ternura de debajo
de las piedras. El amor no es una fábula milesia o una abstracción solitaria. Ni es sólo
una prerrogativa sexual o un derecho que me corresponde porque sí. El amor -no nos
vamos a andar con rodeos- es una difícil convivencia que sortea terquedades,
desavenencias y demasiados silencios. Pero con todo eso nos basta una mirada, una
caricia o una palabra -o quizá nada- para saber que nuestra felicidad pasa por ella. O por
él. Y que aunque seamos toscos y zafios, y ellas el mayor misterio de la naturaleza, hay
algo que nos lleva a entregar nuestras vidas. Con cariño y sin complejos.

El amor no es un éxtasis que se prolongue demasiado (aunque tiene sus momentos), más
bien es algo árido, donde el cansancio se lleva la palma y la contradicción parece la
norma. El amor es un estado de alma, no de ánimo. El amor es esa alegría que nos sale
de dentro, y que se ha ido sedimentando con la sinceridad y los paseos. Por eso puede
resistir con aplomo la tentación de la desesperanza o de la ira. Y volver a seducirnos con
su innata vocación de infinito. El amor es nuestra propia identidad, y la paciencia.

No, no es fácil amar, pero lo necesitamos. Y en concreto necesitamos de esa persona


que está a nuestro lado. Tal y como es. Sin excusas y con determinación. Ayudándole a
solventar sus preocupaciones e insolvencias. Con delicadeza y corazón. Y ella nos
necesita a nosotros. Y juntos vamos aprendiendo a educar los sentimientos y a pulir el
carácter. Amar, entregarse. Es el don mayor de Dios. Y en ello debemos poner toda
nuestra ilusión y pericia.

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