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Las Manos

–Y ¿qué ocurrió después, abuelita?– Comentó el dulce niño presurosamente, pues su ruta
del colegio ya había arribado a las puertas de la humilde casa. Pero no deseaba partir sin
antes escuchar cómo iba a terminar aquella anécdota, que, gracias a sus tíos, se mantenía
como una de las más graciosas entre las contadas por la abuela.
–¡No no, muchachito! Vaya más bien, que si no la ruta lo va a terminar dejando tirado, y su
mama me va a regañar por alcahueta. Por la tarde, después de hacer esa vaina de
matemáticas, le termino de contar mijito.
–Okey abuelita, que no se te olvide, como las pastillas.
Dijo el niño, mientras toma su remendada lonchera y sale velozmente al encuentro
del automóvil, el cual llevaba insistiendo ya un buen tiempo con el desesperante sonar de la
bocina. Su madre salía a trabajar temprano, levantándose incluso antes que el propio sol,
para llegar a tiempo a la fábrica debido a los fuertes trancones y las dificultades que
acarreaba el transporte público. Sus turnos eran largos, a veces incluso inhumanos. Las
horas extra eran bien recibidas, pues el arriendo y un buen colegio no llegarían por arte de
magia, incluso pese a que cada día ella le implorara fervientemente a Dios, eso no era un
criterio suficiente para lanzarse ciegamente a su confianza. Tras las agotadoras labores,
llegó a casa poco después de la comida, cuando el niño ya caía presa del sueño.
–Bendición mamita– le dijo entre bostezos al verla –¿cómo te fue hoy? Mira que ya terminé
todo ese trabajote de matemáticas, mi abuelita me ayudó, pero no mucho, porque ya no
recuerda cómo es que se dividen esos fraccionarios.
–Dios te bendiga papito, me alegra mucho, debes estar muy cansadito, y si te digo la verdad
claramente yo estoy como igual. ¿Te parece si nos vamos a dormir? Mañana ambos
tenemos que madrugar.
El niño se adelantó a la habitación. –Buenas noches mamita, de la abuela ya me
despedí entonces no importa, y creo que ya se durmió viendo su novela–. La madre se
asomó tras la pared para vislumbrar a la abuela, tendida en la silla con el televisor prendido.
Se acercó vehementemente con un vaso de agua y un sobre de pastillas.
–Madre, venga no se me duerma todavía que fijo no se ha tomado las pastillas.
–¡Ahhhh, esta verraca! Me pegó severo susto hombre, un día me va a matar o algo y ya
verá entonces quién le ayuda con ese muchachito.
–Ya madre, relájese. Vea, más bien tómese esta vaina y váyase a dormir a su cuarto…
También le quería decir que si por favor mañana puede llevar al niño en la tarde al médico,
yo no voy a poder llegar para la cita.
–Mija, usted se va a terminar toteando con tanta cosa… ¿No ha hablado con el man ese
para que le ayude con algo? Pero eso sí, donde se ponga repostero vamos y le bajamos los
vidri...
–¡Ya madre! Ese no nos va a ayudar, no se haga ilusiones por malas que sean. Usted no se
preocupe, colabóreme con el niño, de verdad se lo agradezco. Yo me encargo del resto. Y
bueno, me voy a dormir. Que descanse, madre.
Salió lánguidamente arrastrando los pies hacia una pequeña habitación con dos
camas. En una ya dormía plácidamente el niño, soñando con las historias que le contaba su
abuela. La madre con lástima y ternura lo miraba. Pero no la siente por él, sino más por
ella, envidiaba su ignorancia y calma. ¿Cuándo perdemos nosotros esa sonrisa y ese vigor
con el que el niño llegaba a saludar a su abuelita? Ansioso simplemente por escuchar esas
viejas historias, que ya ahora no son más que ligeros esbozos de aquello que antes fue. La
madre fijó su mirada en sus propias manos, denotó una infinitud de arrugas que trazaban
caminos por sus palmas, pese a su relativamente corta edad, además de una textura áspera y
deshidratada, gracias al constante contacto con los químicos y herramientas. Dirige su
oración al cielo, preguntando si acaso tiene sentido todo su esfuerzo. Pero con solo bajar la
mirada y ver a su niño entiende que lo vale, que Él está aceptando su ofrenda. Cayó en la
cama, destendida, rendida ante sus pensamientos, ante el peso de su propio esfuerzo, sin
quitarse si quiera la ropa de trabajo, simplemente a esperar que pasara la noche para
amanecer la mañana siguiente.

–¡Mija, despierte! –grita sorpresivamente una anciana– vea y me había dicho que dizque no
la llamara. Ya va como tarde ¿no?, incluso el chino ya se levantó.
Presurosa, entra en pánico la madre. –¡No, no puede ser! Hoy tengo que ir a la sede
del sur, madre, no puedo llegar tarde. Salgo ya, despídame del niño–. Dijo mientras se
levantaba, somnolientamente se da unos retoques estéticos, para luego tomar la cartera y
salir por la puerta trasera con la mayor de las prisas. Corriendo entre el gentío y la fría
mañana, una sonrisa ilumina su rostro.
–Pobrecita su mamita, pero bueno. Acabe rápido de desayunar que pronto llega la ruta,
mijito.– Dijo la abuela al sentarse en la mesa, llena de cartulinas y cuadernos, junto al niño.
–Se le va a correr la teja un día de estos si sigue así– murmuró para sí misma.
El niño no comprendía aquello, los misterios de la vida adulta no cabían en su
entendimiento del mundo. Tal vez a eso se dedican los adultos, pensaba, mientras que los
niños a estudiar. Este era su planteamiento más firme, el cual le resultaba indubitable.
–Ahora sí, ¿vas a terminar de contarme la historia, abuelita?– dijo con creciente
expectativa– Ayer se te olvidó de nuevo, al igual que las pastillas. Hoy debes contarme el
final, para poder ir a contársela a mis amigos.
–¡No, nono!, a los amigos no se les cuenta las anécdotas de la casa, hombre. Un día, cuando
crezcas, se las vas a contar es a tus hijos y nietos.
–¡Guacala, abuelita! Ya sé de donde vienen los niños, y yo no quiero hacer eso nunca–
comenta entre risas ante la mirada un poco perpleja de la anciana.
–No sé ahora qué les enseñan en esos verracos colegios. Pero bueno, sigamos donde me
había quedado. ¿Dónde era? Ah, sí, que después de volver de la finca…

En la tarde, ambos caminaban por el parque tomados de la mano. –Corra hombre que
vamos a llegar tarde a la cita, si usted supiera lo fregado que es para conseguir una cita con
estas verracas E.P.S. Usted se puede estar muriendo y antes le dicen “el único espacio es el
próximo lunes… digo, el próximo lunes del otro mes, mil disculpas”. Dan ganas de ir a …
–Tranquila, abuelita, ahí vamos temprano. Y de regreso comprémosle algo de comer a mi
mamita, que siempre llega con hambre.
–Uy, pero yo no sé con qué plata, porque solo traje los cinco mil para lo de la cita. Présteme
entonces y yo se los doy en la casa mijo, puede ser que llevándole algo rico se le baje el
estrés que tiene a esa mujer toda flaca y despeinada.

Muy entrada la noche, llegó la madre. Abrió la puerta con el mayor de los silencios
para no despertar a los miembros de la casa. Cabizbaja, pasó el umbral hasta la habitación
donde un niño duerme en una extraña posición, que, en últimas, denota el mayor de los
descansos. Siendo finalmente el último día de la semana, la madre se dispuso a descansar lo
que el resto de días no pudo. Los sábados tenía turno nocturno, lo cual le permitía disfrutar,
en lo pronto, de al menos un sol en compañía de su madre y su niño.
–Te estaba esperando, mamita– comentó el niño, aún con los ojos casi completamente
cerrados. –Debes tener hambre, en la mesa hay algo que te compramos de regreso con la
abuela. Es tu comida preferida ¿no? Dices que siempre te dan pasta de almuerzo en el
trabajo, debe ser porque te gusta muchísimo.
Tras esto, el niño cae de nuevo profundamente, con la tranquilidad de que su misión
se había cumplido. La madre, sin palabras, se dirige a la cocina. Una bolognesa la esperaba
humeante sobre la mesa. Recordó el horrendo sabor de los carbohidratos con los que se
alimentaba cada día desde hacía mucho tiempo. Pero, en cambio, el olor que inundaba la
pequeña casa, el aroma de esa apetitosa pasta, la cual aún conservaba el calor de una
cocción hecha con delicadeza y específicamente para ella, resultaba sobremanera
hipnotizante. Los ojos se le humedecieron ante una retribución tal que, pese a lo pequeña,
era digna de sus esfuerzos. Se sentó a la mesa, incapaz de rechazar un gesto que
significaba, finalmente, incluso más que toda la suma de las míseras pagas por sus arduas
labores. Le dio las gracias a Dios y, tras comer, volvió renovada a la diminuta habitación.
Se acostó en la misma cama del niño, el cual la abraza instintivamente. Se toman de las
manos para dormir y soñar con esas historias de antaño, que ahora estaban en manos de
otro para, en un futuro, ser contadas entre risas y caricias.

Ahora lo veo bien, más claro que nunca. Mis hijos continuamente insisten –¡papá
papá!, cuéntanos esa graciosa historia que la abuela te contó aquella vez–. Sinceramente
mis recuerdos de esa época son bastante difusos. Tengo oscuras memorias de días duros,
fríos y angustiantes. El recuerdo de mi abuela me acompaña, junto a sus jocoso
comentarios. Pero el de madre confunde mis pensamientos. Me llena tanto de ternura como
de estupor; tanto de amor como de indignación. Esa vida mísera y triste, plagada de
preocupación, sin saber siquiera si alcanzaría para el día siguiente. Soy incapaz ahora de
entender cómo un ser tan frágil y noble puede soportar tal situación por tanto tiempo. Cómo
es que Dios permite que uno de sus ángeles pase por esos terribles tormentos. Pero, entre
todo, hay algo que me es claro, algo que mi memoria reconstruye de una forma tan vívida,
que es como si las tuviera aquí mismo frente a mí: recuerdo sus manos. Unas que abrazan,
consuelan y acarician delicadamente. Pero que al tiempo se esfuerzan sobremanera, que son
cortadas, lastimadas, plagadas de callosidades, cicatrices y ásperas marcas para toda la vida.
Sin embargo, esas mismas manos, deformadas a tal punto, yo las veo claras y limpias, las
veo hermosas. No eran codiciosas, sino humildes, nunca pude ver el odio en esas manos,
pues solo irradiaban compasión y amor. Pero ahora, veo que esas manos brillaban sola y
únicamente para mí. Mi madre las entregó, lastimadas, sin el menor reparo; me las entregó
a mí como el mayor de sus regalos. Ahora, yo veo las mías y no puedo evitar sentir una
profunda tristeza, mi sonrisa se alegra mientras mi corazón se contrae al pensarlo. Las mías
están limpias y sanas, sin manchas ni cicatrices. Las lágrimas apartan la ceguera que por
tanto tiempo me cubrió los ojos. Por fin veo que ese fue su obsequio para conmigo, le
entregó a Dios sus manos, a cambio de las mías.

Por: Santiago Grisazul

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