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LO POLÍTICO

En griego, el adjetivo «político» puede ser sustantivado en los tres géneros. En


masculino, el nombre designa «el hombre político». En femenino, marca la
actividad específica a la cual aquél se consagra. En neutro, se multiplican los
sentidos. En neutro singular, apunta, ya sea al cuerpo político -que podemos
convenir en llamar «politía»—, o a lo que es político. En neutro plural, expresa los
asuntos público, el conjunto de los «políticos», en el sentido del inglés policy.
Añadamos que se traducirá por «régimen político».

Todos estos sentidos son legítimos, cada palabra conserva un aspecto del objeto.
Sin embargo, el segundo neutro singular gana en importancia sobre los demás
puesto que promete descubrir lo que es lo político absolutamente, revelación
previa a toda designación posible de grupos, de hombres y de acciones como
políticos. Es en este sentido como tomamos la palabra, y tratamos de analizarla,
con el fin de encontrar las demás acepciones en su realidad y precisión.

La captación de la esencia de lo político proporciona criterios seguros para señalar


lo no político y lo antipolítico. Lo no político ordena lo político en un orden
específico de actividades humanas, al lado de otros órdenes que serían lo
económico, lo religioso, lo demográfico, lo estético... Lo antipolítico nace de la
corrupción o de la perversión de lo político. A este respecto, puede ser calificado
de político, pero a la manera en que las enfermedades dependen de lo biológico
como la salud: siguen también las leyes físico-químicas propias de los organismos
vivos, pero desordenadas.

Lo político distingue lo no político y define lo antipolítico. Su definición propia y su


esencia son reveladas por el análisis de su lugar, de su régimen, de su finalidad,
de sus medios y de su lógica.

I. El lugar de lo político

El estado político, el hecho de vivir en politías así definidas, es propio a todos los
hombres. Lo político es una dimensión universal de la condición humana.
Universal, pero no uniforme. Si la politía se define en todas partes y siempre por la
búsqueda de la concordia interior y de la seguridad exterior, los tipos de politía
varían según las morfologías. Una morfología es una cierta manera de hacer vivir
a los hombres en sociedad. La banda es el reagrupamiento de cuatro o cinco
familias nucleares en una minúscula politía de veinticinco individuos de media, a
su vez elemento de un conjunto cultural que reagrupa una veintena de politías. La
tribu descansa en una jerarquía de segmentos de linajes que, por mecanismos
espontáneos de fusión y decisión, oponen, en todos los niveles, fuerzas casi
equivalentes y llegan a equilibrios estables. Las variantes originales de morfología
segmentaria son realizadas por el régimen feudal y el régimen de castas. La
ciudad se caracteriza por su pequeño tamaño, por la soberanía absoluta y por el
centramiento en un lugar público, pueblo o villa. Podemos también señalar el
imperio, que reagrupa por la fuerza elementos heterogéneos y la nación, cuyos
miembros tienen la conciencia y la voluntad de compartir un pasado, un presente y
un futuro comunes.

La configuración de la politía varía en función de la morfología: Atenas no es el


Imperio chino, el cual no es una tribu del Nilo, la cual no es Francia, la cual no es
una banda esquimal. Los aspectos de la politía están también afectados por la
cultura en la que ella se desarrolla: Esparta y Atenas son ciudades griegas, que
difieren mucho de las ciudades en los lagos de la Costa de Marfil. Cada una, en
definitiva, recibe sus rasgos singulares de una historia singular: no confundiremos
Atenas con Esparta. A pesar de esta infinita diversidad, todas son politías, todas
tienen que resolver el problema de la concordia y de la seguridad. Todas las
sociedades humanas conocen lo político incluso si cada una lo transcribe en la
materia histórica en función de su morfología, de su cultura y de su historia.

Todas las politías, sin excepciones notables, resultan ya sea de adaptaciones o de


historias. Ninguna es el resultado de deliberaciones. La politía no descansa en un
contrato original; es un dato que se impone a cada uno y que cada uno debe tener
en cuenta para alcanzar sus fines. Los hombres nunca han tenido que inventar lo
político, como tampoco podrían decidir arreglárselas sin ello. Lo político es lo
propio del hombre, porque el hombre es por naturaleza un ser de conflictos, y es
un ser de conflictos porque es libre. La libertad que funda lo político, sin
confundirse con la libertad política, se define por la capacidad propia del hombre
de colocar, entre los estímulos internos o externos y las acciones, un momento en
que son forjados proyectos, más o menos deliberados. El hombre es el único
animal que actúa, en el sentido en que moviliza representaciones para alcanzar
sus fines, hacia los cuales le empujan sus pasiones. Como las pasiones son
salvajes, los fines múltiples y las representaciones infinitas, los conflictos son
inevitables. Ahora bien, corresponde a la naturaleza del conflicto el poder en todo
momento recurrir a la violencia física. Como el reino permanente de la violencia
sería insoportable y amenazaría la supervivencia de la especie, es necesario
controlarla. La única solución es producir procedimientos que permitan a las
pasiones, a los intereses y a las representaciones expresarse sin recurrir a la
violencia. En una palabra, la solución consiste en transformar los conflictos en
competencias y en emulaciones pacíficas. En cuanto se adoptan los
procedimientos, se corre el riesgo de que algunos no los respeten. No es
suficiente con encontrar procedimientos, es necesario, además, imponerlos y
reservarse la posibilidad de recurrir a la fuerza para contener o eliminar a los
tramposos. Esta obligación ineludible basta para explicar el reparto de la
humanidad en infinidad de politías, incluso si hasta hoy y durante alrededor de
cuarenta mil años, un proceso caótico pero irresistible de reagrupamiento en
conjuntos cada vez más amplios estuviera en marcha. La politía es el espacio
social donde la competencia pacífica puede ser impuesta; se detiene en los
caminos donde el salvajismo de los conflictos no puede ser contenido por
procedimientos deliberados; el paso de la frontera marca la caída de la concordia
en la guerra.

II. El régimen de lo político

Un régimen político es una manera específica de regular las relaciones de poder


en el seno de una politía en cuanto tal. El poder es la capacidad de un actor A
para suscitar o impedir a un actor B realizar o no realizar una acción X. Una
relación de poder implica cuatro elementos: la voluntad de A; la obediencia de B;
la desobediencia posible de B, pues si B no pudiese desobedecer no habría un
poder, sino un mecanismo; la sanción a la desobediencia, puesto que la ausencia
de sanción quitaría todo freno a la desobediencia y echaría a perder al poder.
Estos cuatro elementos necesarios están reunidos en tres modalidades
radicalmente diferentes de poder. Llamaremos potencia a la modalidad en que A
dispone de la violencia y de la astucia para imponer su voluntad; en que B
obedece por miedo, puede rebelarse y encontrarse condenado a muerte.
Hablaremos de autoridad, si A es el vicario de un príncipe sobresaliente; si B
obedece por admiración o respeto; si puede dejar de reconocer a A un
antecedente en la realización de un valor; si es castigado con la excomunión por el
grupo de creyentes. Denominaremos dirección a la modalidad de poder que
descansa sobre la competencia real o supuesta de A; sobre el cálculo de B que
tiene interés en obedecer a A; sobre la posibilidad de que B haga trampas; sobre
el fracaso de la asociación o exclusión de B en función de que las trampas sean
numerosas o aisladas.

III. Los fines de lo político

La historia ha reunido a los individuos en politía. Adoptando un régimen


democrático, estos miembros de la sociedad se han convertido en ciudadanos. Es
necesario precisar los fines que persiguen, tanto como miembros de la sociedad
cuanto como ciudadanos. Asignar como fines de lo político la concordia interior y
la seguridad exterior es demasiado vago. Podemos precisarlos, analizando los
términos del cálculo, que convence a los individuos independientes y egoístas
para que obedezcan en su propio interés.

Los actores tienen que elegir entre el estado político y el estado de naturaleza. En
éste, usan toda la potencia recibida de la naturaleza, para perseguir sus fines
egoístas. Por definición, no hay entre ellos ni comunicación, ni cooperación. De
ello resulta para cada uno una inseguridad permanente, una penuria radical y una
no libertad absoluta. Cada uno ignora cuál es la potencia de los demás y si sería
capaz de oponer una potencia superior o igual a la de todo agresor: cada uno vive
con la obsesión de sucumbir en cualquier momento a un asalto exterior. El
aislamiento en el que vive cada uno, impide toda repartición de las tareas y toda
división del trabajo. La eficacia de los esfuerzos de cada uno no tiende hacia nada,
y todos viven en la penuria. En cuanto a la libertad, se desvanece enteramente,
sea cual sea la definición considerada. Si la libertad es la facultad en una gama de
posibles, la penuria cierra el abanico de las elecciones. Si se identifica con el
disfrute de una esfera de autonomía, la inseguridad se reduce a nada. Si, en
definitiva, consiste en la posibilidad de ser parte en las decisiones que
comprometen al actor, la penuria y la inseguridad la eliminan enteramente e
imponen a cada uno obligaciones incontrolables.

El paso al estado político —que, según los análisis precedentes, se descompone


de entrada en politía y en la adopción del régimen político natural—, invierte la
situación. La inseguridad, interior y exterior, se borra por la renuncia de cada uno a
usar su potencia a título personal y por su trasferencia a todos en cuanto
ciudadanos, para hacer de ella un uso común contra los enemigos exteriores y los
tramposos interiores. La cooperación pone fin a la penuria, los asociados pueden
comenzar a explorar el campo de los posibles abierto por las capacidades de la
especie. En fin, la libertad nace de la prosperidad, de la seguridad y de la
ciudadanía.

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