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CAPÍTULO QUINTO

EL CONSTITUCIONALISMO ESPANOL Y LA LIBERTAD DE CREENCIAS

SUMARIO: I. ORÍGENES DEL CONSTITUCIONALISMO ESPAÑOL.– II.


CONFESIONALIDAD ESTATAL E INTOLERANCIA RELIGIOSA.– III. LA SOLUCIÓN
CONCORDATARIA. EL DIFÍCIL CAMINO DE LA LIBERTAD RELIGIOSA.– IV.
LAICISMO ESTATAL Y LIBERTAD DE CULTO.– V. LA CRISIS DEL
CONSTITUCIONALISMO: LA NEOCONFESIONALIDAD ESTATAL.

I. ORÍGENES DEL CONSTITUCIONALISMO ESPAÑOL

El constitucionalismo español nace en un ambiente cargado de contradicciones. En las Cortes


constituyentes se encuentra una generosa representación de diputados ilustrados, “afrancesados”,
según la terminología de la época, deseosos de implantar en nuestro país muchos de los logros de la
Revolución francesa. Al mismo tiempo, sin embargo, estos diputados están recluidos en el punto
más alejado de España, acosados por las tropas francesas, que dominan ya la mayoría del territorio
nacional.
Los diputados, por otra parte, pretenden constituir un Estado sobre los mismos pilares de la
monarquía a la que no pretenden suplantar ni derribar, sino simplemente realizar con ella una
reforma constitucional que facilite la reorganización del Estado de acuerdo con los nuevos
principios revolucionarios. Pero la monarquía española ha abdicado sus derechos en Napoleón, que
nombra rey a su hermano José, con lo que aquella monarquía resulta incompatible con las
pretensiones de los diputados españoles.
Esto supone una dificultad añadida para quienes, desde una visión tradicionalista, querían
implantar las nuevas instituciones, pero no a imagen y semejanza de los franceses, sino recurriendo
a nuestro Derecho histórico.
En este cruce de contradicciones debió llevar a cabo su trabajo la Comisión, y sin reparar en
dificultades, en su presentación del Proyecto de Constitución.
De la Nación española se habla en los cuatro primeros artículos, garantizando que es libre e
independiente, y no es, ni puede ser, patrimonio de ninguna familia ni persona. Napoleón, para
usurpar el trono de España, intentó establecer, como principio incontrastable, que la nación era una
propiedad real, y bajo tan absurda suposición arrancó en Bayona las cesiones de los reyes, padre e
hijo».
La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta
exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales ’. Del rey se comenzará a hablar en
el art. 168 de la Constitución, atribuyéndole la facultad de hacer ejecutar las leyes.
Salvadas las principales contradicciones que señoreaban el ambiente de las Cortes nos vamos
a detener un momento en el campo de las libertades. La C.E. de 1812 no procede a enumerar una
tabla de libertades siguiendo el modelo francés, aunque sea al margen de la Constitución. Hay que
hacer un largo recorrido de la ya de por sí larga Constitución para encontrar una breve referencia a
las libertades, se reconoce que: todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar
sus ideas políticas sin necesidad de licencia o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las
restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes.
La mayor dificultad para aplicar esta libertad se encontrará, sin embargo, en otra
contradicción, esta vez no salvada por Arguelles, que consiste en reconocer la libertad de

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pensamiento y, al mismo tiempo, declarar que: «la religión de la Nación española es y será
perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por medio de
leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra».
Reconocer la libertad de pensamiento e imprenta y mantener la censura eclesiástica y el
Tribunal de la Inquisición entraña una manifiesta incoherencia que, percibieron pronto y con nitidez
los diputados liberales: «en realidad, el conflicto que se abrió entonces era el resultado lógico de la
latente contradicción de principios defendidos por las Cortes; o sea, sostener la libertad de imprenta
junto a la apariencia de una religiosidad impecable.
Se consagraba de nuevo la intolerancia religiosa ya que para establecer la doctrina contraria
habría sido necesario luchar frente a frente con toda la violencia y furia teológica del clero, cuyos
efectos demasiados experimentados estaban ya así dentro como fuera de las Cortes. Por eso se creyó
prudente dejar al tiempo... que corrigiera, sin lucha ni escándalo, el espíritu intolerante que
predominaba en gran parte del estado eclesiástico.

II. CONFESIONALIDAD ESTATAL E INTOLERANCIA RELIGIOSA

El período constitucional, que se inicia en España con la Constitución de 1812, conserva la


confesionalidad católica como principio rector de la regulación del factor religioso. En su art. 12
nuestro primer texto constitucional declara que «la religión de la nación española es y será
perpetuamente la católica, apostólica romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias
y justas y prohibe el ejercicio de cualquier otra» Este texto consagra la confesionalidad de estado y
la intolerancia religiosa.
La Constitución de 1837 reconoce la confesionalidad sociológica de la nación española y
pretende eludir la confesionalidad formal del Estado, asumiendo, sin embargo, el mantenimiento del
culto y clero, reflejada en la siguiente fórmula: «la nación se obliga a mantener el culto y los
ministros de la religión católica que profesan los españoles» [art. 1.1].
Con esta fórmula utilizada por la Constitución de 1837, por la que la nación se obliga a
mantener el culto y los ministros de la religión católica, el estado pretende reparar los perjuicios
económicos que las medidas adoptadas por los gobiernos liberales habían causado a la economía de
la Iglesia, afectando gravemente a su autonomía económica y patrimonial. Pero esta obligación
refleja también una pretensión del Gobierno de mayor calado político: el sometimiento económico
de la Iglesia española y la tendencia gubernamental, cada vez más acusada, a procurar su conversión
en Iglesia nacional, independiente de Roma. Una fórmula encubierta de confesionalidad que va a
tener una larga pervivencia en el Derecho español.
La Constitución de 1869 que comienza reconociendo que «la nación española se obliga a
mantener el culto y los ministros de la religión católica». A continuación, sin embargo, abre un
resquicio a la libertad religiosa al decir que: «el ejercicio público o privado de cualquier otro culto
queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más reglas que las universales de
la moral y el Derecho». Esta fórmula original, que garantiza la libertad religiosa a los extranjeros
residentes en España, se completará reconociendo este mismo derecho a los españoles.
Frente a la intolerancia religiosa, consagrada en la Constitución de 1812, la de 1837 guarda
silencio en esta materia; presupone que todos los españoles son católicos para lo que no parece
necesario garantizar ni la libertad religiosa, ni siquiera la tolerancia. He aquí la principal diferencia
con la Constitución de 1869, que aun con cierta timidez reconoce por primera vez en el
constitucionalismo español el derecho de libertad religiosa.
La Constitución de 1845 acoge una fórmula plenamente confesional: «La religión de la

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nación española es la católica, apostólica, romana».
(Art. 11). Una declaración de confesionalidad que no admite lugar a dudas y que se
complementa con la obligación por parte del Estado del mantenimiento del culto y sus ministros,
asumiendo así el compromiso contraído por la nación española en la Constitución de 1837. Sin
embargo, nada se dice tampoco de la posición del Estado respecto a los súbditos.
La Constitución de 1876 se inspira en la de 1845 a la hora de definir la posición confesional
del Estado: «La religión católica, apostólica, romana es la del Estado. La nación se obliga a
mantener el culto y sus ministros. » Pero además establece un régimen de tolerancia.
Se hace preciso advertir que la confesionalidad constitucional no sólo expresa la religión
oficial de la nación, sino que, además, mantiene un régimen de intolerancia y de manifiesta
inseguridad jurídica respecto de aquellos españoles que no la profesan, por tanto la confesionalidad
católica y la intolerancia religiosa, constituyen los rasgos más sobresalientes del constitucionalismo
español en materia religiosa.
El Concordato de 1851 dio estado oficial a una Iglesia renovada en su organización y que si
se ha visto forzada a renunciar a privilegios y propiedades conserva una sólida implantación en la
sociedad, y desde el momento en que abandona su posición beligerante contra la sociedad liberal se
sientan las bases de la alianza con la burguesía moderada, que ejerce el poder de manera casi
ininterrumpida durante todo el siglo».
La legislación ordinaria dictada por los gobiernos liberales, dentro del marco de la
confesionalidad constitucional, abarca fundamentalmente a los siguientes campos:
a) Una nueva organización de la Iglesia española, tanto de carácter personal (población
eclesiástica) como de carácter territorial.
b) una profunda reforma fiscal, en la que destaca la supresión e impuesto de diezmos y
primicias, autorizándose únicamente las prestaciones no coercitivas, tales como la limosna
o los aranceles por servicios específicos (por ejemplo, derechos de estola).
c) la enajenación del patrimonio eclesiástico, especialmente a través de la desamortización
de bienes eclesiásticos.

a) Entre las primeras medidas se encuentran las destinadas a reducir la población


eclesiástica (clérigos y religiosos) la reducción va a afectar principalmente e al clero regular
religiosos) mediante la supresión de conventos la exclaustración de religiosos, la supresión de
órdenes monacales, etc. Las primeras disposiciones de este carácter se produjeron ya en 1808 1809,
bajo dominación francesa, y posteriormente durante el trienio liberal (1820-1823).
La reforma territorial tenía como objetivo la adecuación de la organización territorial
eclesiástica a la nueva distribución territorial y administrativa del estado. Esta reforma supuso la
supresión de numerosas diócesis, una nueva delimitación territorial para la mayoría y la creación de
algunas nuevas diócesis, entre ellas la de Madrid. En cualquier caso, ninguna razón podía urgir esta
adaptación salvo la idea de favorecer la creación de una Iglesia nacional.

b) Las medidas económicas tuvieron como principal objetivo la reforma fiscal y la supresión
del patrimonio eclesiástico. La supresión des los diezmos y primicias.
Los diezmos y primicias constituyen un impuesto interno de la Iglesia basado en los textos
bíblicos, cuya exigibilidad, sin embargo, se apoyaba en el poder coercitivo del Estado. Su contenido
consiste en la entrega de la décima parte de los frutos de todas las tierras cultivables.

c) Finalmente, la supresión del patrimonio eclesiástico se va a producir mediante la

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liberación de los bienes eclesiásticos amortizados y su venta obligatoria, normalmente por el
procedimiento de la subasta. Se denominaba bien amortizado o de manos muertas aquel que
pertenecía a una persona jurídica, y para garantizar su integridad se declaraba vinculado o
amortizado, no pudiendo ser enajenado. Por tanto la desvinculación o de desamortización consiste,
en la autorización para proceder a su venta o enajenación.
Por lo que aquí interesa, baste decir que si bien los primeros proyectos desamortizadores se
van a producir bajo la dominación napoleónica. Durante el trienio liberal se dispone por decreto la
disolución de los mayorazgos y la extinción de las ordenes monásticas, incorporando sus bienes al
patrimonio de la nación (1820).
El proceso desamortizador propiamente dicho comenzará sin embargo, en 1835 bajo la
dirección e Juan Alvarez Mendizábal, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, que declara
disueltas todas las órdenes religiosas radicadas en España (1835), y unos meses más tarde dispone
en estado e venta todos los bienes raíces de las órdenes disueltas (1836).

III. LA SOLUCIÓN CONCORDATARIA. EL DIFÍCIL CAMINO DE LA LIBERTAD


RELIGIOSA

La legislación liberal en materia eclesiástica, hecha a espaldas del Vaticano e invadiendo sus
propias competencias, provocó la reacción airada de la Santa Sede, incrementándose el clima de
tensión entre la Iglesia y el Estado español, que alcanzaría su momento más crítico en 1841.
Una alocución del papa Gregorio XVI protestaba por los decretos de la regencia sobre
asuntos eclesiásticos y se lamenta de la colaboración que encuentra el Gobierno por parte de
miembros del clero que, «olvidados de su orden y oficio, no dudaron de conspirar con aquél para
oprimir a la Iglesia», fue contestada duramente por el Gobierno español en un manifiesto en el que
calificaba a la Santa Sede como una potencia temporal enemiga de la nación española. Como
aplicación práctica de este manifiesto, el ministro de Gracia y Justicia presentará en las Cortes dos
proyectos de ley en los que se dispone la abolición de la jurisdicción eclesiástica y la ruptura con
Roma: en realidad se trata, más bien, de un proyecto de creación de una Iglesia española autónoma y
la formalización del cisma con la Iglesia romana. La caída de los progresistas y la posterior entrada
en el Gobierno de los moderados hicieron fracasar el proyecto.
La política eclesiástica de los moderados se va a inspirar en la pacificación de las relaciones
con Roma y a tal fin van a dedicar diez años de negociaciones, llenas, de dificultades y altibajos, en
las que se pretendían conservar gran parte de los logros revolucionarios en esta materia y, al mismo
tiempo, restaurar el clima de entendimiento con la Santa Sede.
El objetivo gubernamental se va a lograr finalmente con la firma del Concordato entre la
Santa Sede y el Gobierno español el 16 de marzo de 1851. El Concordato comienza, en su art. 1, con
una solemne declaración de confesionalidad por parte del Gobierno español: «La religión católica,
apostólica, romana, que con exclusión de cualquier otro culto continúa siendo la única de la nación
española. La Santa Sede, además, consiguió el reconocimiento del derecho de propiedad y de
adquisición, de bienes; la devolución de los bienes eclesiásticos desamortizados todavía no
vendidos; la consolidación de la partida presupuestaría de dotación de culto y clero; la revocación de
todas las leyes que se opusieran al contenido del Concordato, que sería publicado y reconocido
como ley del reino; el control y la ortodoxia de la educación... El Gobierno, por su parte, conseguía,
principalmente, la sanción de los bienes desamortizados y la consiguiente irreversibilidad y
legitimidad de las ventas de los bienes eclesiásticos.
La firma del Concordato trae consigo un período de convivencia pacífica entre ambos

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poderes. La jerarquía eclesiástica abandona su tradicional beligerancia a sistema constitucional y se
alcanza un clima de entendimiento con el Gobierno, que permite una importante y eficaz
reorganización de las estructuras eclesiásticas. Los límites de esta obra no nos permiten reseñar las
incidencias producidas durante este período de distensión, que, por lo regular, han sido escasamente
relevantes, salvo las registradas durante el bienio progresista como consecuencia de algunas
decisiones del Gobierno poco acordes con lo dispuesto en el Concordato.
Ciertamente, la legislación eclesiástica durante esta etapa se limita fundamentalmente al
desarrollo de las disposiciones concordatarias.
Por una parte, los progresistas, ya al comienzo sesenta van a fijar su posición política en
materia eclesiástica en una triple vertiente:
a) conclusión del proceso desamortizador de los bienes eclesiásticos.
b) reconocimiento del pluralismo religioso.
c) y, por último, apoyo a la creación del reino de Italia.
Esta postura va a provocar una actitud de recelo y una reacción desfavorable de la jerarquía
eclesiástica.
Por su parte, la Santa Sede va a sentar su doctrina frente al liberalismo por medio de dos
documentos decisivos: las encíclicas cuanta cura y el Syllabus, que van a desagradar
profundamente a moderados y progresistas.
Estas circunstancias estarán presentes en los movimientos ideológicos que inspiran la
Revolución de 1868.
Los gobiernos nacidos de este proceso revolucionario van a desarrollar una legislación
significativa en esta materia: a)derogación del fuero eclesiástico)supresión de las comunidades
religiosas creadas al amparo del Decreto de 29 de julio de 37, c)derogación de las subvenciones
estatales a los seminarios y expulsión de los jesuitas.
La Constitución de 1869, aun conservando la confesionalidad católica del Estado y la
obligación de mantener el culto y el clero, va a reconocer por primera vez la libertad de cultos en
una clara frontal oposición a lo dispuesto en el Concordato.
Por su parte, la legislación ordinaria va a abordar, al mismo tiempo, dos reformas de especial
trascendencia en esta materia: a) el reconocimiento del matrimonio civil que se establece con
carácter obligatorio, b) y el reconocimiento de la libertad de enseñanza y de la libertad de cátedra,
que rompe el monopolio eclesiástico en el campo de la educación y la hegemonía de la doctrina
católica en la enseñanza.
La restauración de la monarquía borbónica va a favorecer un nuevo clima de entendimiento
entre el Estado y la Iglesia para ello, el Gobierno deroga la legislación precedente más conflictiva y,
en concreto, el matrimonio civil y la libertad de cátedra. Al mismo tiempo se alcanza una fórmula
equilibrada en materia de libertad de cultos a través del instituto jurídico de la tolerancia, que
consigue salvar los recelos eclesiásticos, aunque ello sea a costa de un notable retroceso en el
reconocimiento y consolidación de la libertad religiosa.
Sobre esta materia la Constitución de 1876, en su art. 11, se va a pronunciar en los siguientes
términos: «La religión católica, apostólica, romana es la del Estado. La nación se obliga a mantener
el culto y sus ministros. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas ni
por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirán,
sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado».
Más importante que la acción legislativa producida durante este período va a ser la
penetración y consolidación de una corriente anticlerical, que va a tener su reflejo inmediato en la
Constitución y en la legislación de la Segunda República.

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IV. LAICISMO ESTATAL Y LIBERTAD DE CULTOS

Los presupuestos ideológicos que habían favorecido el advenimiento de la segunda


República ciertamente no eran compatibles con la política eclesiástica seguida durante la
Restauración.
Así, la confesionalidad católica que había presidido el constitucionalismo español del siglo
XIX va a ser cancelada con una declaración, tan breve como tajante, ubicada en el art. 3 de la
Constitución republicana: «El Estado español no tiene religión oficial«.
Quedaba proclamada así la aconfesionalidad estatal. inspirada claramente en el principio de
separación entre la Iglesia y el Estado. Naturalmente este principio aparece flanqueado por otro que
es consustancial a un régimen democrático: el pluralismo religioso. El art. 27 de la Constitución
reconoce el derecho de libertad religiosa al declarar que la libertad de conciencia y el derecho de
profesar y practicar libremente cualquier religión quedan garantizados en todo el territorio español,
salvo el respeto a las exigencias de la moral pública. Esta declaración se complementa:
a) con el principio de igualdad religiosa reconocido en el art. 25, al decir que no podrán ser
fundamentos de privilegio: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas
políticas ni las creencias religiosas; . b) y con la inmunidad religiosa garantizada en el art. 27.4, al
disponer que nadie podrá ser compelido a declarar oficialmente sus creencias religiosas.
El reconocimiento del derecho de libertad religiosa, correctamente formulado en los
preceptos constitucionales antes citados, sufre un manifiesto recorte al aplicarlo a las confesiones
religiosas; en efecto, por una parte se dispone que todas las confesiones religiosas serán
consideradas como asociaciones sometidas a una ley especial (art. 26.1), y a continuación, al
reconocer que si bien todas las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente, sin embargo, las
manifestaciones públicas de culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno (art.
27.3).
En el conjunto de disposiciones constitucionales restrictivas e incluso incompatibles con el
derecho de libertad religiosa destacan de manera especial las dedicadas a la disolución de órdenes
religiosas. Aunque no constituyen una novedad en nuestro Derecho histórico, sí resultan
sorprendentes por su evidente incompatibilidad con la propia libertad religiosa.
La Constitución dispone, sin embargo, que quedan disueltas aquellas ordenes religiosas que
estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro de especial obediencia a
autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines
benéficos y docentes. El precepto constitucional, tras un largo rodeo, está dedicado íntegramente a
los jesuitas. Los jesuitas, tantas veces expulsados de nuestro territorio nacional por gobiernos
confesionales y mediante simple decreto, ahora merecieron ser elevados a rango constitucional por
el laicismo republicano mediante la mención identificadora del cuarto voto de obediencia al roma
pontífice.
Esta actitud beligerante en relación con las confesiones religiosas católicas se hace todavía
más patente con las disposiciones que completan el contenido del citado art. 26.
En efecto, después de decretar la disolución de los jesuitas en el texto constitucional dispone
que las demás confesiones religiosas se someterán a lo dispuesto en una ley especial que deberá
ajustarse a las siguientes bases:
a) disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad de
Estado.
b) inscripción de las que deban subsistir en un registro especial dependiente del Ministerio

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de Justicia
c) incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes de los
que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines
privativos.
d) prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza;
e) sumisión a todas las leyes tributarias del país,
f) obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en
relación con los fines de su asociación.
g) los bienes de las órdenes religiosas podrán ser nacionalizados.
A estas leyes hay que añadir la legislación matrimonial. que, en desarrollo del art. 43 de la
Constitución, regulaba el matrimonio civil obligatorio y el divorcio, así como la legislación en
materia de enseñanza, que, a tenor del art. 48, lesionaba directamente los tradicionales derechos de
la Iglesia en el ámbito docente.

V. LA CRISIS DEL CONSTITUCIONALISMO: LA NEOCONFESIONALIDAD ESTATAL

El régimen político surgido de la Guerra Civil (1936-1939) va a suponer un cambio


sustancial en las relaciones Iglesia-Estado respecto al período republicano. El apoyo de la Iglesia al
bando vencedor se tradujo, una vez concluida la contienda en la adjudicación de una posición
privilegiada en el entramado del Régimen, convirtiéndose, tanto de hecho como en derecho, en uno
de los pilares del nuevo orden político.
El principio básico de estas relaciones será el retorno a la 'vieja fórmula confesional
proclamada de manera reiterada y con diversas formas en los textos legales de rango fundamental.
La doctrina llegó a distinguir hasta tres modelos de confesionalidad: sociológica, formal y doctrinal,
y todos ellos llegaron a converger en el nuevo modelo de Estado.
El art. 6 del Fuero de los Españoles declaraba que la profesión práctica de la religión
católica, que es la del Estado español, gozará de protección oficial.
El retorno a la fórmula confesional implicará, al mismo tiempo, la supresión del derecho a la
libertad religiosa garantizado en la Constitución republicana. La solución resultaba acorde con los
principios políticos inspiradores de un régimen autoritario incompatible con la libertad y, por tanto,
con el reconocimiento y protección jurídica de las libertades públicas, entre las que se encuentran la
libertad ideológica y la libertad religiosa.
Pero esta solución resultaba también coherente con la doctrina de la Iglesia que no sólo no
reconocía la libertad religiosa, sino que establecía el propio art. 6.2 del Fuero de los Españoles la
postura del Estado español ya que «nadie será molestado por sus creencias religiosas o por el
ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras manifestaciones externas que las de la religión
católica.
Sería necesario que, veinte años, en 1965, después, el Concilio Vaticano II a través de la
declaración Dignitatis humanas, reconociera el derecho civil a la libertad religiosa y urgiese a los
Estados su reconocimiento y protección para que el Estado español, como consecuencia
precisamente de su confesionalidad doctrinal, se encontrara en la obligación de adecuar su
legislación al magisterio católico y, por tanto, en la necesidad de reconocer el derecho de libertad
religiosa y modificar su legislación.
Esta adecuación se producirá precisamente mediante la reforma del art. 6 del Fuero de los
Españoles, que en su nueva redacción decía así: «el Estado asumirá la protección de la libertad
religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica que, a la vez, salvaguarde la moral y el

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orden público». Para desarrollar este precepto se promulgará la Ley de Libertad Religiosa de 28 de
junio de 1967. A partir de este momento se va a instaurar un modelo singular de confesionalidad
estatal y libertad religiosa cuyas dificultades de adecuación fueron evidentes.
El clima de entendimiento entre la Iglesia y el Estado va a propiciar la conclusión de normas
bilaterales, de tal manera que tras la firma de diversos convenios ambas partes suscribirán, en 1953,
un nuevo Concordato.
Otros acuerdos se referirán a la contribución económica del Estado para el sostenimiento de
seminarios y universidades y a la convalidación de estos estudios a efectos civiles (acuerdo sobre
Seminarios y Universidades Eclesiásticas de 8 de diciembre de 1946).
No obstante, el momento estelar de estas relaciones tendrá lugar con ocasión de la firma del
Concordato de 1953. Para el Gobierno español, aislado internacionalmente, el Concordato supuso,
junto con el Tratado de Amistad con Estados Unidos, un apoyo inestimable y el comienzo de la
apertura de relaciones diplomáticas con numerosos países hostiles hasta entonces.
El Concordato de 1953 ratifica la confesionalidad del Estado español al proclamar que a
religión católica, apostólica, romana sigue siendo la única de la nación española. Y gozará de los
derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la ley divina y el Derecho
canónico. Dentro de estos numerosos derechos – auténticos privilegios en una sociedad civil y en un
Estado soberano, reconocidos en el Concordato, se encuentran:
a) el reconocimiento de la jurisdicción eclesiástica.
b) el sostenimiento de la Iglesia española con cargo al Estado.
c) la exención de impuestos y contribuciones, y las subvenciones correspondientes para la
conservación restauración del patrimonio artístico de la Iglesia.
d) Se reconoce igualmente plena eficacia civil al matrimonio canónico y competencia
exclusiva a la jurisdicción eclesiástica en las causas referentes a dichos matrimonios canónicos, por
lo que, se convierte en obligatorio para todos los católicos españoles, que tendrán vetado el acceso al
matrimonio civil.
e) La enseñanza de la religión católica será materia ordinaria y obligatoria en todos los
centros dgcentes, sean estatales o no estatales, de cualquier orden o grado y se garantiza la asistencia
religiosa a las Fuerzas Armadas.
Después de la celebración del Concilio Vaticano II el Concordato de 1953 entró en una
situación de crisis, que coincidió con buena parte de la última década de la historia el Régimen,
durante la que sus relaciones con la Iglesia fueron mucho más difíciles».
Las relaciones de amistad entre la Iglesia católica y el Estado español, del general Franco que
alumbraron el Concordato de 1953, fueron tensas y, en ocasiones, litigiosas. Aquel marco jurídico
de amistad que supuso el Concordato de 1953 acabó resultando inadecuado para resolver las nuevas
relaciones entre ambas partes.
A este dato sociológico, que afecta a la eficacia jurídica y a la credibilidad política, hay que
sumar un hecho importante: la celebración del Concilio Vaticano II y la introducción de importantes
reformas doctrinales, especialmente lar renovación de los principios informadores de las relaciones
Iglesia y Estado. Bajo el principio fundamental de preservar la independencia y autonomía de la
Iglesia respecto al Estado, la doctrina conciliar dispone que en lo sucesivo nunca más se concedan a
las autoridades civiles ni derechos ni privilegios de elección, nombramiento, representación o
designación para el ministerio episcopal y a las autoridades civiles se les ruega con toda delicadeza
que tengan a bien renunciar por su propia voluntad, de acuerdo con la Sede Apostólica, a los
derechos o privilegios que disfruten actualmente por convenio o por costumbre.
La primera reacción postconciliar respecto a las relaciones entre la Santa Sede y el Gobierno

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español va a traducirse en una carta del papa Pablo VI dirigida al general Franco, en la que le pide
expresamente que renuncie al privilegio de presentación de obispos, de acuerdo con la doctrina del
Concilio Vaticano II. La respuesta del jefe del Estado español no facilita las cosas, dando largas a
las pretensiones pontificias alegando que no se puede producir una renuncia unilateral a un derecho
sin plantear la revisión conjunta del Concordato. Para ello Franco manifiesta la plena disponibilidad
del Gobierno para llevar a cabo «una revisión de todos los privilegios de ambas potestades dentro
del espíritu del concilio.
Entre 1968 y 1971 se producen una serie de intercambios y negociación entre el Gobierno
español la iglesia católica para revisar el Concordato. Durante este período se barajan diversas
hipótesis: a)revisión del texto del Concordato de 1953 b) elaboración de un nuevo Concordato c)
aprobación de acuerdos específicos y sucesivos sobre materias concretas.
Después de una etapa sin noticias sobre nuevas negociaciones, el acceso a la jefatura de
estado de Juan Carlos a título de Rey va a provocar un cambio político profundo, ya que el Rey Juan
Carlos renuncia de forma unilateral al privilegio de presentación de obispos, y el día 28 del mismo
mes el Gobierno y la Santa Sede suscriben un acuerdo marco o básico que va a suponer el comienzo
de una nueva etapa en las relaciones Iglesia-Estado.

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