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Elementos elegíacos en la poesía de Claudio Rodríguez

Jorge Fernández Gonzalo


Universidad Complutense de Madrid
jfgvk@hotmail.com

Resumen: En el presente estudio trazamos algunas de las principales líneas de la


poética de Claudio Rodríguez por lo que respecta al uso de materiales elegíacos en sus
obras. La elegía y la muerte son motivos especialmente tratados por el autor como lo
demuestran los poemas «Eugenio de Luelmo», «Herida en cuatro tiempos» y «Perro de
poeta», que analizamos en estas líneas.
Palabras clave: Elegía, Claudio Rodríguez, poética.

Claudio Rodríguez (1934-1999) es una de las últimas grandes figuras que nos ha
dejado el siglo XX en la poesía de lengua castellana. Aunque los trabajos críticos sobre
su obra ya empiezan a ser varios y de calidad, aún queda mucho para que consiga la
difusión de un Neruda o de un poeta del 27, por mucho que su calidad poética no diste
de la de éstos. Con sólo cinco libros, Claudio Rodríguez se ha hecho con algunos de los
premios más importantes de nuestras letras (el Príncipe de Asturias, el Reina Sofía de
Poesía Iberoamericana), él que nunca se dejó zarandear por las comidillas literarias ni
por las tertulias de los autores de su generación. Con Don de la Ebriedad (1954), su
primera obra, escrita con tan sólo 17 años durante sus largos paseos por los campos de
Zamora, consigue nada más y nada menos que el prestigioso premio Adonáis. Gracias a
un uso irracional de la palabra, casi a la manera de Rimbaud, Claudio nos muestra su
sensibilidad ante la naturaleza y un afán de conocimiento o claridad, en la terminología
claudiana. La agudeza de aquel joven escritor supone un revuelo en el panorama lírico
de la época, y pronto Vicente Aleixandre se fija en él y traban juntos sincera amistad.
Claudio, ya en Madrid, estudia Románicas en la Universidad Central (hoy
Complutense) aunque llega a destacar más como jugador de fútbol en el equipo
universitario que como estudiante. Su memoria de licenciatura, «El elemento mágico en
las canciones infantiles de corro castellanas», nos remite directamente a su segundo
libro de poesía, Conjuros (1958), en donde la palabra es capaz de conjurar la esencia de
las cosas igual que en el lenguaje intuitivo de los niños.
En los años más importantes de su formación poética disfrutó de un lectorado en
Nottingham (1958-1960) que le acercó a la literatura inglesa, en concreto a T. S. Eliot (a
quien tradujo) y a Dylan Thomas, con quien le une, muy especialmente en los últimos
años, un uso del lenguaje irracional e imaginativo, pero nunca surrealista. Del año 1965
es su obra maestra Alianza y Condena, con la cual consiguió el Premio Nacional de
Literatura. En esta obra se sopesa la dicotomía entre conocimiento posible del mundo
(alianza) y la imposibilidad de llegar a las consecuencias últimas de la cognición
(condena). Todo el poemario, y en cierto modo toda su obra de nuestro autor, se mueve
en esta dicotomía entre posesión y pérdida de la realidad.
La siguiente obra, el vuelo de la celebración (1976), constituye un viaje consciente
hacia la felicidad y el arrobo de las sensaciones a través de la palabra poética y de la
posibilidad de captar el mundo mediante los sentidos. A pesar de todo, el arranque de
esta obra, el poema «Herida en cuatro tiempos», supondrá una composición llena de
amargura como veremos en estas páginas; cerca de su fecha de elaboración hemos de
situar la muerte de su madre y de una hermana, a lo que debemos añadir la temprana
pérdida del padre cuando nuestro autor contaba tan sólo 13 años.
Para muchos Casi una leyenda (1991) supone un descenso en la calidad de la obra
claudiana. Pero nada más lejos de la realidad: el lenguaje y el ritmo se convierten en una
partitura musical en donde los temas de la muerte y del conocimiento del mundo a
través del amor se alternan durante todo el poemario.
Claudio Rodríguez murió en Madrid, el 22 de julio de 1999, dejando inacabado un
poemario que habría de llevar el provisional título de Aventura (2005), y que hoy está
recogido en edición facsímil por el estudioso de su obra Luis Miguel García Jambrina.
Más tarde, en 2006, apareció otra publicación del poeta, Poemas laterales, con
composiciones que habían quedado fuera de sus libros canónicos, y con lo que se el
broche final de la producción poética claudiana.
Para nuestro trabajo sobre la elegía en su obra seleccionaremos algunos de sus textos
más claramente relacionados con el género, así como otros versos que nos puedan
ayudar a comprender su concepción sobre la muerte y cómo los temas elegíacos entran a
formar parte de la poética claudiana. Como ha señalado Díaz de Castro, la elegía
“constituye uno de los modos más destacados y difícilmente evitables de la poesía de
todo tiempo” (Díaz de Castro, 2005: 31), y nuestro poeta no será una excepción. Para el
análisis de sus textos utilizaremos el clásico estudio de María Rosa Lida de Malkiel
sobre la estructura de la elegía en composiciones clásicas como el Libro del buen amor,
del Arcipreste de Hita, o las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Dicha
estructura se constituiría de tres partes: consideraciones sobre la muerte, lamento de
supervivientes y alabanzas del difunto (Lida de Malkiel, 1941: 159).

Poema «Eugenio de Luelmo» [1]

La primera composición de nuestro autor en que aparece claramente un componente


elegíaco como tema integrador del poema tardará en llegar. Su tercera obra, Alianza y
Condena, comprende una composición dedicada a un vecino de su pueblo natal en
Zamora. Destaca, para el conocedor de la obra claudiana, que tanto el tono como los
motivos se asemejan más a la dinámica de Conjuros, su segunda obra (más cercana a un
realismo social, pero trascendido gracias al fulgor de la palabra poética) que a esta obra
central de nuestro autor, en donde no es tanto el plano humano como el plano del
conocimiento el verdadero protagonista. Por otro lado, el nivel métrico y formal se
acerca un paso al conjunto de Alianza y Condena, con interesantes juegos de polimetría
(versos de 7 y 11 principalmente), y abandono de la rima consonante que con tanto
acierto había cultivado Claudio en su segundo libro. La elegía muestra, a grandes
rasgos, la personalidad humilde y despreocupada, la sencillez y la llaneza de Eugenio de
Luelmo, siempre en un ambiente cotidiano (el pueblo, las partidas de cartas, etc.),
acompañadas de reflexiones sobre la vida y la muerte y de la posición del autor ante
estos trágicos sucesos. Un cantor de la vida y de lo asombroso como es Claudio
Rodríguez se enfrenta aquí, por primera vez en su andadura poética, ante un hecho que
escapa a su concepción optimista del mundo. Y aun a pesar de ello, la composición no
aborda el tema con pesimismo y desgarro, sino con cierta aceptación y ternura, actitud
moderna con respecto al tratamiento de la elegía en siglos anteriores:
Como quien fuma al pie
de un polvorín sin darse cuenta íbamos con él
y como era tan fácil
de invitar no veíamos
que besaba al beber y que al hacerle trampas
en el tute, más en el mus, jugaba
de verdad, con sus cartas
sin marca.
(PC: 151, versos 15-22)

El poema está divido en tres partes a través de las cuales los temas y motivos
elegíacos avanzan de una manera rigurosamente ordenada. La primera nos presenta en
unas pocas pinceladas el tema y al amigo homenajeado: aparece Eugenio del Luelmo
como un hombre ingenuo, a la vez que honrado y optimista, cuyo oficio sin horario era
la compañía, nos dirá Claudio. Sin embargo, la descripción del protagonista está
enmarcada en dos tramos de reflexión y meditación teórica, imprescindibles para la
comprensión del poema. En primer lugar, la apertura de la composición no se
corresponde con el esquema clásico de la elegía, al menos no si analizamos bien cual es
la verdadera intención de nuestro autor:

Cuando amanece alguien con gracia de tan sencillas


como a su lado son las cosas, casi
parecen nuevas, casi
sentimos el castigo, el miedo oscuro
de poseer.
(PC: 151, vv. 1-5)

No se trata, como pudiera parecer a primera vista, de un homenaje, sin más, al amigo
ausente, sino que aparece implícito un tema distinto (¿secundario o principal?) como es
el de la posesión. Recuérdese cómo en las primeras composiciones del libro el tema de
la posesión del mundo («Porque no poseemos» es el título del tercer poema) había
introducido y desarrollado las ideas poéticas de Claudio Rodríguez. El mismo título del
poemario, Alianza y Condena, constituye una dicotomía que sintetiza los modelos de
acercamiento del poeta a la realidad cognitiva, proximidad y ebriedad unas veces,
oscuro desamparo por la otredad insalvable del mundo otras. Posesión y pérdida, por
tanto. Entonces, tal y como veremos al analizar el resto de la composición, nuestro
poema está inserto en un macrocontexto temático cuyo tema es la cognición, y no la
muerte, lo que le permite a su autor una total adecuación a las directrices de esta obra y
a su conflicto principal sobre el conocimiento y la apariencia. El final del fragmento se
acerca más al tono elegíaco, incluso cabe destacar el curioso efecto dramático de la
elipsis final en donde se indica que el Duero es mal vecino: ¿por qué habría de serlo?
¿Acaso es el río la causa de la muerte de su viejo amigo?
El segundo movimiento se plantea de forma estática con altos visos de lirismo.
Frente a la tremenda carga realista y cotidiana de los fragmentos anteriores, nos
encontramos aquí algunas construcciones metafóricas (Esa velocidad conquistadora /
de su vida, su sangre / de lagartija, de águila y de perro) pero siempre desde el ámbito
rural en que el protagonista se movía (oliendo a cal, a arena, a vino, a sebo), muy lejos
ya de los largos panegíricos del Siglo de Oro en donde todo eran hazañas imperecederas
y descripción de altos valores morales. Un dato, sin embargo, contrasta con la riqueza
simbólica del pasaje, y es el de su edad: 72 años, seguido por la puntillosa aclaración
sobre su manera de andar (encorvado como una alondra, dirá el autor, justamente por
haber cargado con el peso de la vida), lo que nos remite al concepto de homo faber
ensalzado, de obrero dignificado ante la visión del poeta. El fragmento se cerrará con
algunas de las obsesiones típicas de Claudio Rodríguez: “¿cómo vamos ahora / a
celebrar lo que es suceso puro, / noticia sin historia, trabajo que es hazaña?”. El poeta
se encuentra aquí desconcertado ante la proximidad real de la muerte.
El último de los fragmentos del poema es una solución al problema que la muerte
plantea dentro de su concepción epifánica. Eugenio de Luelmo, tan cercano antes, se
difumina en el transcurso del párrafo a pesar de que el poeta fuerza su aparición (dos
veces sale su nombre, otras tantas el pronombre personal Tú y tres su homófono átono
tu). Las primeras líneas retoman el tema manriqueño de la muerte como un río y la
relación del moribundo con este medio (“¿en qué aguas / te has metido?”; casi a modo
de moderno ubi sunt), lo que parece confirmar la duda que quedó abierta en el primer
movimiento: la posibilidad de una muerte por ahogamiento. Tras un giro esencial en el
tema de la vida como río, Claudio retoma en la última parte –nótese el adelgazamiento
de los versos con el fin de lograr cierto tono intimista– el tema de la posesión del
mundo a través de los sentidos:

Nos da como vergüenza


vivir, nos da vergüenza
respirar, ver lo hermosa
que cae la tarde.
(PC: 154, vv. 91-94)

Ante el suceso amargo de la muerte, Claudio Rodríguez parece replegarse y


despreciar su propia actitud celebratoria, si bien en última instancia, y con la lección ya
aprendida de la sencillez de su amigo, el poeta utiliza el símbolo de la llave para
representar la memoria de Eugenio de Luelmo y lograr así una vía de escape, una
reconciliación entre los sentidos y las cosas:

Pero
por el ojo de todas la cerraduras del mundo
pasa tu llave y abre
familiar, luminosa
y así entramos en casa
como aquel que regresa de una cita cumplida.
(PC: 154, vv. 94-99)

Por lo que respecta al uso de motivos elegíacos, Claudio Rodríguez ordenaría aquí el
material poético mediante un proceso que podría haber heredado de otro genio, esta vez
de la pintura: Velázquez. Ambos retrataron la ingenuidad y la miseria del hombre con la
misma dignidad con que se puede trazar el retrato de un rey o de un noble. La palabra
claudiana respeta, reclama la figura de Eugenio de Luelmo y nos la muestra digna
dentro del espectro de tipos humanos. Quien sabe sí, ante su pérdida inesperada, el
propio Claudio hubiera querido demostrarse la importancia del amigo ido, de aquel
hombre que pasó sin ser notado por la vida.
El principal motivo que nos muestra el poema y que nos acerca a la tradición
elegíaca es la metáfora de la muerte como un río, de arraigada tradición bíblica, aunque
entregado a la posteridad en las palabras de Jorge Manrique:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar
que es el morir.

Sin embargo, los versos de Claudio Rodríguez contradicen al poema medieval. “La
muerte no es un río, como el Duero”. El mar, como el amor, acaba en cuatro paredes
(vv. 63-66), y no representa un espacio inabarcable e ignoto.
Merece recordarse, al respecto, la importancia que el Duero tiene en la poesía de
Claudio Rodríguez en relación al tema de la muerte –podríamos hablar de “campos
simbólicos” de asociación, similares a los campos semánticos– por motivos que
deberíamos buscar en la biografía del propio poeta. Una costumbre en el pueblo de
Claudio Rodríguez era arrojar un ramo de flores al Duero una vez al año: el ramo
simboliza la muerte –una muerte genesíaca, “florida”, en palabras del poeta– que los
niños persiguen para tirarle piedras y ahuyentar así a la muerte antes de recibir a la
primavera. El poema “un ramo por el río” nos describe la escena.

¡Que nadie hable de muerte en este pueblo!


¡Fuera del barrio del ciprés hoy día
en que los niños van a echar el ramo,
a echar la muerte al río!
¡Salid de casa: vámonos a verla!
¡Ved que allá va, miradla, ved que es cosa
de niños! Tanto miedo
para esto. Tirad, tiradle piedras
que allá va, que allá va.
(...)
¡Nadie se quede en casa hoy! ¡Al río,
que allá va el ramo, allá se va la muerte
más florida que nunca!
...Ya no se ve, Dios sabe
si volverá, pero este año
será de primavera en nuestro pueblo.
(PC: 121)

Es un rasgo importante de la poética claudiana esta desdramatización de la muerte;


no hay que temerla, porque es sólo parte del orden de la naturaleza. Así, todos los
intentos de Claudio por desdramatizar la muerte cuajan en el poema de Eugenio de
Luelmo, en el cual los símbolos acuáticos, relacionados con una muerte cristiana, son
sustituidos por fuerzas telúricas en donde la tierra aparece como engendradora de vida y
en donde la idea de muerte carecería de ese sentimiento de telicidad cristiano. “Como
tierra, posees”, nos dice nuestro autor: la tierra es posesión y el agua pérdida, del mismo
modo que las religiones orientales tienen una visión cíclica de la muerte y la religión
cristiana habla de marcha del alma del cuerpo. De hecho, en su libro Casi una Leyenda,
en el poema «Secreta» (el último del tomo de Poesías completas), la visión
desdramatizada de la muerte llegará a su apogeo con un verso que revertirá todo su
poder destructor: “Tú no sabías que la muerte es bella” (PC: 365).
La poesía sirve de consuelo en este primer poema elegíaco dentro de la obra
claudiana. Del mismo modo que la palabra puede alterar nuestra visión del mundo y
transformarlo, la muerte debe hacerse materia del poema para poder sobrellevar su
carga.

Poema «Herida en cuatro tiempos» [2]

¿A qué herida se refiere nuestro poeta? Son varias las pistas que lo denuncian:

Te has ido. No te vayas. Tú me has dado la mano.


No te irás. Tú, perdona, vida mía,
hermana mía,
(...)
Y que tu asesinato
espere mi venganza, y que nos salve.
(PC: 230, vv. 129-139)

Las palabras que destacamos en itálicas pueden servirnos de ayuda para situar uno de
los hechos más dramáticos que le tocó vivir a nuestro poeta: el 31 de julio de 1974
muere asesinada a manos de un antiguo novio su hermana María del Carmen [3]. Con
motivo de aquel trágico suceso, Claudio escribe uno de los poemas más angustiosos de
su obra, aunque por momentos pueda parecer que el motivo principal, la muerte de la
hermana, aparezca desdibujado.
De nuevo nos enfrentamos ante un poema de largas dimensiones, hecho frecuente en
nuestro poeta. La división cuatripartita responde a un mínimo de narratividad que
supone el viaje de vuelta a casa, el dolor (dos secciones) y el miedo al olvido de la
funesta tragedia. El primero de estos tiempos, titulado “Aventura de una destrucción”,
se abre con la voz del poeta ante la casa familiar, ante su cama y su almohada,
mostrando un sentimiento de desolación y pérdida por la nostalgia de su propia infancia.
Esa cama que fue nido en su infancia, es ahora alimaña, ruina. La voz del poeta se
muestra desamparada, sin amor ni familia, por lo que rememora la figura de su padre
(fallecido en 1947), a sus hermanos y a su madre (fallecida en 1975, presumiblemente
antes de la creación del poema). El comentario final, que estructura el poema, es tajante:
“donde mi salvación fue vuestra muerte”. El ambiente familiar enrarecido en la casa de
los Rodríguez fue una pesada losa que condicionó la personalidad del joven Claudio,
niño retraído y no especialmente alegre (cfr. Cañas, 1988). Sólo las escapadas por los
campos de Zamora y los primeros poemas (ambos a la vez; Claudio Rodríguez
componía poemas andando) pudieron salvarlo en su juventud del hastío y la rutina
familiar, así como años después la huida a Inglaterra con Clara Miranda.
Tras el enfrentamiento con su pasado, el bloque número dos es una reflexión
compleja y desordenada sobre el paso del tiempo, el dolor por permanecer en aquel
cuarto, y las calles, y el Duero nuevamente... Todo sucede de noche, como las pesadillas
que dan nombre al título, hasta que llega el amanecer. El fragmento está escrito bajo un
cierto ilogismo onírico, podría decirse, característico de quien deambula desorientado
por las calles o por las habitaciones sin saber cómo contener los sentimientos que le
abruman. El final situará al poeta frente a un almendro, junto a su sombra; ¿símbolo
acaso del dolor, del dolor conocido –Qué bien sé su sombra– como nos dice Claudio?
“Herida” es el título del tercero de los movimientos. El dolor no es ya un símbolo ni
una manifestación onírica, sino herida física, de hondo pétalo (¿compara nuestro poeta
la herida con una flor?) que está arropando su vida.
Pero ésta no es una herida normal, no muestra el desencanto de los desdichados, ni
el esqueleto del odio, ni siquiera un dolor inocente ni el sacrificio de lo que se cotiza;
ahora el dolor y la herida son sinceros, no motivos poéticos, no materia del poema, sino
auténtico dolor por el hecho fatal que el poema aún no nos ha revelado en este punto de
la lectura. La herida es, quizá, (“Ella me abraza. Y basta”) el tributo que los que
permanecen rinden a los que se han ido, el luto con que guardar su memoria.
La cuarta y última parte concluye con un sentimiento de pérdida de ese dolor. El
poeta se pregunta el porqué de esa falta, de ese olvido. Aparece ya con perfecta nitidez
un tú poético, identificado con la hermana. El dramatismo llega a su apogeo en versos
como: “Te has ido. No te vayas. Tú me has dado la mano”, en donde el poeta exige, a
pesar de conocer la imposibilidad de su deseo, el regreso de su hermana María del
Carmen. Novedosa es para la tradición poética la idea de venganza, de venganza real
por el asesinato, con que se cierra el poema (“Y que tu asesinato / espere mi venganza, y
que nos salve”); Claudio Rodríguez nos muestra sin tapujos un dolor real, un
sentimiento que no necesita de adornos metafóricos para vibrar y hacerse materia del
poema.
Se conservan en este texto, con bastante fidelidad dentro de las muchas posibilidades
de la elegía del siglo XX, las unidades estructurales que María Rosa Lida de Malkiel
consideraba necesarias para los moldes clásicos de la elegía: consideraciones sobre la
muerte, lamento de los supervivientes, alabanza del difunto. El poema claudiano sigue,
al menos, este movimiento de concreción, desde un discurso más general (en su poema
son reflexiones sobre el dolor, no tanto sobre la muerte) hasta avanzar hacia la figura del
muerto (muerta) pero sin pasar por el discurso de alabanza que habría sido innecesario
en una composición de este tipo.
De nuevo, encontramos una alusión al río Duero:

Y pasa el agua
nunca tardía para amar del Duero,
emocionada y lenta,
quemando infancia.
(PC: 226, vv. 59-62)

Encontramos aquí una clara referencia a la infancia: el río Duero fue testigo de las
correrías del joven Claudio por los campos de Zamora y no es extraño que asocie una
vuelta al hogar con la imagen de sus aguas. Las sábanas de la cama y la figura del río se
nos muestran como objetos incorruptibles ante el paso del tiempo, lo que le induce a
rememorar los primeros años en la casa familiar. Ahora bien, es necesario incidir en
cómo de nuevo está presente la imagen del río en un poema elegíaco de nuestro poeta.
Como ya hemos visto, el agua se asocia a la vida en la imaginación claudiana; el mismo
río es símbolo de muerte y “fundador de ciudades”, como llegará a decir en otro lugar el
poeta (PC: 83). Sin embargo, no es atípica esta clase de metáforas bilaterales en la obra
de nuestro autor si entendemos el sentido genesíaco de la muerte en toda su poesía,
desde la muerte florida del poema «Un ramo por el río», o las potentes imágenes del
poema «Solvet Seclum»:

(...) del hueso que está a punto de ser flauta,


y el cerebro de ser panal o mimbre
junto a los violines del gusano,
la melodía en flor de la carcoma,
(...)
con la putrefacción que es amor puro,
donde la muerte ya no tiene nombre...
(PC: 362-363)

Esta concepción de la muerte sin dramatismo hace que el motivo del río eslabone una
serie de asociaciones simbólicas o campos simbólicos en donde la muerte sólo puede ser
comparada con un río en el sentido de fuerza generadora, no como dirección hacia un
fin desconocido o hacia un destino trágico.

Poema «Perro de poeta» [4]

Nos encontramos ante una elegía a un animal, en concreto al perro de Vicente


Aleixandre, Sirio II [5]. El tema no es excepcional dentro de la literatura española. En
concreto, un interesante poema de Unamuno –uno de esos pocos que nos confirman la
certeza de un auténtico poeta en el filósofo salmantino– ofrecería una idea muy similar
pero con fines muy distintos:

ELEGÍA A LA MUERTE DE UN PERRO

La quietud sujetó con recia mano


al pobre perro inquieto,
y para siempre
fiel se acostó en su madre
piadosa tierra.
Sus ojos mansos
no clavará en los míos
con la tristeza de faltarle el habla;
no lamerá mi mano
ni en mi regazo su cabeza fina
reposará.
(...)
(En Cancionero, poema número 260)

El largo poema unamuniano desemboca en una profunda meditación sobre la muerte.


Frente a este poema, de sorprendente intuición filosófica, nos encontramos con el
poema claudiano, más luminoso y musical, pero de menor intensidad dramática [6].
Como en otros muchos poemas que se han escrito de contenido elegíaco y laudatorio,
“de circunstancias”, como reza la terminología al uso, la calidad decae a menudo. Y
aunque Claudio Rodríguez ha dejado muestras impresionantes de elegías, como el
comentado «Herida en cuatro tiempos», esta composición en concreto sacrifica parte de
su calidad literaria para enaltecer la figura del personaje homenajeado. Otros autores,
como el propio Aleixandre o Carlos Bousoño, habían probado similar suerte al
componer poemas en homenaje a las mascotas que llegó a tener poeta del 27: Sirio I,
homenajeado por su propio amo, y Sirio III, por Bousoño. Poemas todos ellos de escasa
altura literaria en contraste con el resto de sus respectivas trayectorias poéticas. Nos toca
analizar aquí la importancia de la composición de Claudio Rodríguez, la única de entre
las tres que constituye una elegía.
El poema está estructurado en dos párrafos casi idénticos en extensión (21 y 22
versos, respectivamente). La primera parte es una descripción de Sirio, recordado seis
años después de que poeta y perro se conociesen. No debieron ser escasas las visitas de
Claudio a su amigo Vicente Aleixandre, como harían muchos otros poetas de tres
generaciones de escritores.
Los últimos tres versos de esta estrofa muestran el hecho fatídico de la muerte con
una imagen de una enorme fuerza expresiva:

un buen día, atizado por todas las golondrinas del mundo


hasta ponerlo al rojo,
callaste para aullar eterno aullido.
(PC: 242, vv. 19-21)

La segunda parte presenta mayor desorden, aunque todo se encamina hacia un


motivo concreto: la transformación del perro en estrella una vez muerto, como sugiere
su nombre celeste, Sirio. Se describe, para ello, una escena (¿real o simbólica?, ¿causa
de la muerte del animal?) en donde unos niños juegan con él y le cuelgan latas del rabo.
Como ya ocurriera en el poema «Herida en cuatro tiempos», encontramos de nuevo una
necesidad de comunicación con el ser ido, una negación de la pérdida: “y te silbo, y te
hablo, y acaricio (...)”, con lo que volvemos al anhelo claudiano por eliminar todos los
elementos escatológicos y amargos de la muerte. El final del poema ofrece una imagen
onírica en donde el recuerdo del animal sirve de consuelo a los vivos.

Sirio,
buen amigo del hombre
compañero del poeta, estrella que allá brillas
con encendidas fauces
en las que hoy meto al fin, sin miedo, entera
esta mano mordida por tu recuerdo hermoso.
(PC: 243, vv. 38-43)

El esquema total no difiere mucho de los usos clásicos de la elegía: homenaje inicial;
circunstancias de la muerte y lamento. Se trastoca sólo en el orden la estructura que
María Rosa Lida proponía para la elegía (consideraciones sobre la muerte, lamento de
supervivientes y alabanzas del difunto; en nuestro poema este tercer punto pasaría a
ocupar el primer lugar), dejando así el giro melancólico como nota final del poema.
Una de las imágenes más interesantes del poema, como ya dijimos, es aquella que
relaciona la muerte con las golondrinas. Sin los tintes macabros de la corneja o del
cuervo, a pesar de las posibles implicaciones simbólicas de su plumaje negro, la
golondrina goza en la tradición literaria de buena fama. Así lo confirman los famosos
versos de Bécquer, en donde las aves se comportan como símbolos del advenimiento de
la primavera en su famosa rima LIII. En el poema claudiano aparecen relacionadas con
la muerte, si bien estos inquietos animales también son protagonistas de otra de las
composiciones claudianas (“A las golondrinas”, PC: 91-92) en donde se destaca más la
marcha que la vuelta (“cuantas veces / quise alejarme con vosotras”). También
sobrevolarán los versos de «Brujas a mediodía», primera composición del libro Alianza
y Condena:

(...) contemplamos
el hondo estrago y el tenaz progreso
de las cosas, su eterno
delirio, mientras chillan
las golondrinas de la huida.
(PC: 136)

Esta información nos sirve para enmarcar el símbolo de las golondrinas dentro del
pensamiento claudiano, símbolo de viaje y transición, pero especialmente de huida.
Quizá hasta podríamos ver una cierta visión negativa de estos pájaros propiciada por la
estridente repetición del fonema /i/ en los versos finales, que representa el sonido agudo
de su graznido. De cualquier manera, parece que la muerte también aparece
representada en el imaginario mítico de Claudio Rodríguez como un viaje, una huida,
por lo que el símbolo de las golondrinas encajaría dentro de la concepción clásica de la
muerte; el resto del poema presenta temas muy similares a los ya estudiados, como
cercanía del ser ido (“con encendidas fauces / en las que hoy meto al fin, sin miedo,
entera / esta mano mordida por tu recuerdo hermoso”) y desdramatización de la
pérdida.

Otros elementos elegíacos

La obra de Claudio Rodríguez no presenta muchos más momentos que pudiéramos


relacionar con la elegía. Varios de esos poemas ya los hemos citado: «Un ramo por el
río» nos ofrecía la imagen casi ritual de unos niños arrojando piedras al ramo a la
deriva, símbolo de la muerte en la conciencia de todos los vecinos; «Solvet seclum», por
su parte, supone el compendio de la teoría de Claudio para explicar el fenómeno de la
muerte. Sin duda es el último libro publicado por nuestro autor, Casi una leyenda, el de
más ricas interpretaciones sobre dicho fenómeno. De hecho, una de las secciones se
titulará “Nunca vi muerte tan muerta”, en donde poemas como «Los almendros de
Marialba» ofrecen imágenes simbólicas de muerte cíclica, como las sucesiones del
invierno y la primavera, o la regeneración de la flor del almendro. El poema «Sin
epitafio» corrobora la idea de una no-muerte, de una disolución del hombre con la
naturaleza (“tanto secreto que es renacimiento”). En la siguiente composición se nos
ofrece una curiosa representación de la muerte, muy alejada de las violentas
personificaciones medievales, pero también mediante una figura alegórica, como es un
cristalero que representaría la muerte corporal, y con idénticos motivos de baile que en
las Danzas de la muerte (“Danza sobre esta lápida”) no ya para mostrar el poder
igualatorio de la muerte, sino para insertarla en un entorno festivo y desmitificador, bajo
el sugerente título «El cristalero azul (la muerte)». El último poema, «Secreta», nos
presenta la idea de una resurrección posible (“¿Y si la primavera es verdadera?”), con
lo que se cierra la obra publicada en vida de nuestro autor.
Junto a su concepción de la muerte, cabe mencionar los poemas de despedida,
relacionados en muchas ocasiones con los tonos elegíacos. El poema «Adiós»
constituye una despedida, fría por lo demás, hacia un tú no especificado, quizá genérico,
para escapar de esa “tierra del escarmiento”, como él la llama:

(...) Queda
tú con las cosas nuestras, tú, que puedes,
que yo me iré donde la noche quiera.
(PC: 191)
El poema «Ballet del papel», y su sencillo endecasílabo de cierre (“Adiós, y buena
suerte. Buena suerte”) nos ofrece una escena de despedida, no de personas, pero sí de
los papeles que el viento arrastra y que provocan cierto estado de ánimo en el autor.
Podríamos ampliar el objetivo de nuestro trabajo e incluir en este apartado todo lo que
supone para nuestro poeta un sentimiento de pérdida, pero eso nos obligaría a incluir
demasiado material; baste este sencillo poema, muy explícito, en donde se muestra
cómo la sensibilidad de nuestro autor se lamenta ante la pérdida de la realidad, en ese
punto en que los sentidos se vuelven engañosos y la certeza de la palabra parece
tambalearse y dudar. Toda la obra de Claudio Rodríguez es una alternancia de
movimientos entre la certeza del mundo y su celebración (Alianza) y la imposibilidad de
alcanzar una conciencia plena del conjunto de la realidad (Condena). Pero esto merece
un trabajo más minucioso que el nuestro y un enfoque totalmente diferente.

Conclusiones

Terminamos nuestra aproximación a las trazas elegíacas de la poesía de Claudio


Rodríguez retomando algunas de las ideas que han formado parte del estudio. Por un
lado, vimos cómo la poética celebratoria de Claudio es coherente en todos los sentidos,
a pesar de que la balanza se incline unas veces a favor de la condena y otras de la
alianza; el fenómeno de la muerte tiene que hallar cabida en el pensamiento de aquél
que tanto se había esforzado por cantar la vida. La solución la encuentra Claudio en un
imaginario simbólico con abundantes referencias a la tierra y a la resurrección. Cuando
el agua hace su aparición en los poemas de tono elegíaco nunca se corresponde con la
visión cristiana de telicidad; todo es resurrección en la poesía de Claudio Rodríguez,
por eso la muerte es un ramo de flores que se hecha al río, en un intento simbólico de
matar la muerte. No cabe duda de que hay cierta concepción agraria del mundo en su
obra, sin que esto, a estas alturas, pueda representar un menosprecio de su quehacer
poético. Los núcleos urbanos no tienen tan presente el ciclo de las estaciones como un
movimiento circular de vida y muerte, en donde lo que se acaba servirá para abonar la
nueva vida. Claudio no hace sino equiparar esta visión del mundo en constante
renovación con su honda poética, una de las más interesantes de las últimas décadas.
Así, hasta la pérdida más dolorosa se ve atenuada por el rigor del poema, por la
lógica de la palabra, capaz de acercar aquello que se había alejado físicamente: “Te has
ido. No te vayas. Tu me has dado la mano”. De cualquier modo, es fácil percibir cómo
la elegía claudiana se inserta siempre en una finalidad secundaria o en un marco que
enriquece la línea temática elegíaca: en el primero de nuestros ejemplos veíamos cómo
el problema de la posesión encerraba en un marco estructural distinto los motivos
elegíacos. «Herida en cuatro tiempos», el más logrado de los tres poemas con
diferencia, está dividido en partes que nos van acercando al tema en un tono creciente
de desgarro e intimismo. El regreso al nido familiar y la infancia son argumentos que se
desarrollan en los primeros tiempos del poema para presentarnos con mayor cercanía el
dolor por la pérdida de la hermana y el deseo final de venganza. Por último, el poema a
Sirio parece girar en torno a una idea de ascensión (recordemos el título del poemario,
El vuelo de la celebración”) que acabará por fusionar el objeto nombrado con la idea
que representa, la brillante estrella Sirio.
Finalmente, cabe señalar cómo la poesía de nuestro autor comenzaba con escasas
referencias a temas elegíacos (no hay elegías propiamente dichas en ninguno de sus dos
primeros libros) para acabar, en Casi una leyenda, con toda una sección preocupada por
esa visión cíclica y desmitificadora de la muerte. Si bien no es original, al menos sí es
perfectamente coherente con su poética, lo que nos muestra una obra escueta pero
cerrada, una de los principales monumentos poéticos que han ofrecido los últimos años
del siglo XX en el panorama poético en habla castellana.

Notas

[1] El lector podrá encontrar el poema en


http://www.scribd.com/doc/38477804/Poema-Eugenio-de-Luelmo-de-Claudio-
Rodriguez

[2] Disponible en
http://www.scribd.com/doc/38480189/Poema-Herida-en-Cuatro-Tiempos

[3] El suceso está referido en la obra de Antonio Machín Romero Claudio Rodríguez: la
época, la poesía y sus poemas.

[4] Disponible en
http://enbuscadeitaca-ada.blogspot.com/search/label/Claudio%20Rodr%C3%ADguez
[5] Aunque el poema no lo indica, es éste el segundo perro que Aleixandre bautizó con
el nombre de Sirio. Para más información sobre las mascotas del poeta de 27, cfr.
Bousoño, 1987: 239n.

[6] En este punto nos avala la opinión del profesor García Berrio (1998: 644), quien
destaca cierta mediocridad en este poema, sobre todo en comparación con el tono
general del poemario.

Bibliografía consultada

BOUSOÑO, Carlos (1987): Oda a la ceniza. Monedas contra la losa, Madrid, Clásicos
Castalia.
BUSTOS TOVAR, Jesús José (1986): «La elegía como forma del discurso poético»,
en Teoría del discurso poético, Toulouse-Le Mirail, Universidad (pp.9-20).
CAMACHO GUIZADO, E. (1969): La elegía funeral en la poesía española, Madrid,
Gredos.
CAÑAS, Dionisio (1988): Claudio Rodríguez, Madrid, Júcar.
DÍAZ DE CASTRO, Francisco (2005): «Formas de la elegía en la poesía española
reciente (notas de aproximación)», en Conde Parrado, Pedro, y García
Rodríguez, Javier, eds., Orfeo XXI. Poesía española contemporánea y tradición
clásica, Gijón, Llibros del Pexe-Cátedra Miguel Delibes.
GARCÍA BERRIO, Antonio (1998): Forma interior: la creación poética de Claudio
Rodríguez, Málaga, Ayuntamiento.
LIDA DE MALKIEL; María Rosa, ed. (1941): ‘Libro de Buen Amor’: selección,
Buenos Aires, Losada, 1941.
MACHÍN ROMERO, Antonio (2001): Claudio Rodríguez: la época, la poesía y sus
poemas, Barcelona, PPU.
RODRÍGUEZ, Claudio (2004): Poesía Completa (1953-1991); Barcelona, Tusquets.
––––––(2005): Aventura, Salamanca, Tropismos. Edición facsímile de Luis Miguel
García Jambrina
––––––(2006): Poemas laterales, Lanzarote, Fundación Cesar Manrique.

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