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El delito y la defensa social.

José Ingenieros
1909.

1- Nueva definición del delito.


Las ideas de honestidad y delincuencia parecen vincularse en el espíritu humano a
determinadas premisas morales: el bien y el mal.
Los hombres suelen relacionar la noción de deber a la de virtud y la noción de la pena a
la de castigo.
Ese modo de ver, cómodo para el espíritu vulgar pues tiene a su favor muchos signos de
rutina (...) de fundamento si analizamos en su esencia el fenómeno delictuoso. Fácil nos
será demostrarlo: buscaremos en seguida, una definición del delito, fundado en las
ciencias biológicas y sociales independientemente de toda premisa moral.
El bien y el mal son idénticos si se les considera en sí mismos, objetivamente como
“hechos”: solo se diferencian en nuestro juicio humano. Cuando dos sujetos tiran una
monea al aire y apuestan “a cara o escudo”, la moneda en si, es una y no representa al
bien ni al mal. Esos conceptos básicos de la ética son, pues, modos elementales de
juicio: acompañan a nuestra mente a la noción de lo útil o lo nocivo y, por ende son la
elaboración psíquica superior de los fenómenos biológicos de placer y de dolor.

El bien y el mal son las movedizas sombras chinescas que los fenómenos reales
proyectan en nuestra conciencia: son la clasificación subjetiva que los hombres hacemos
de fenómenos objetivos indiferentes a sí mismos. Esa calificación subjetiva transmuta
(...) transformándose sin cesar el bien en el mal
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y viceversa: en ultimo análisis son dos aspectos de una misma realidad, dos modos de
juzgar un fenómenos único. Ya Emerson ha sostenido que cada vicio es solamente
exceso o algidez de una virtud, y dice que “la primera lección de la historia es la bondad
de lo malo”. El viejo dualismo moral que ponía un abismo insondable entre principios
eternamente opuestos – el bien y el mal, el egoísmo y el altruismo, el amor y el odio, la
lucha por la vida y la cooperación en la lucha – ha recorrido ya su parábola ilusoria, su
dominio aménguase ahora entre los cultores de la filosofía científica. Esa concepción de
los fundamentos de la moral reside en la diferencia ideológica traducida por los
términos bien y mal, que son una etiqueta aplicada a los fenómenos y no una condición
intrínseca de éstos.
Ante un examen incompleto de las formulas utilitarias y hedonistas –equivalentes entre
así, en definitiva – parecen superficiales e imprecisas, pero conviene advertir que al
estudiar la moral como fenómeno colectivo, ellas deben entenderse con un criterio
sociológico. Tomando lo útil y lo nocivo, el placer y el dolor, en su sentido social, la
ética hedonista y utilitaria en ese mismo sentido, es decir subordinando la conducta del
individuo a las conveniencias de la sociedad de que forma parte.

La especie humana no se compone de individuos originariamente buenos ni malos, cada


hombre – y siempre en sentido relativo y contingente – resulta bueno o malo según la
herencia biológica que recibe al nacer (a la que no puede sustraerse) y según las
influencias del medio social (que gravitan inevitablemente sobre sí desde su
nacimiento). Por eso los grupos y los individuos tienen morales distintas, en lo
particular, aunque colectivamente tienden a adaptarse a un criterio común que limita la
acción nociva de las diferenciaciones particulares.
Los cánones de la moral no son absolutos ni inviolables, siendo el reflejo de
condiciones sociológi
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cas derivadas de la agregación de los individuos en grupos, ellos varían y se
transforman obedeciendo al enmarañado determinismo de la evolución social.
En cada ambiente y cada momento histórico existe un criterio moral medio que
sanciona como buenos o malos, como honestos o delictuosos, como permitidos o
inadmisibles, los actos de la conducta individual que son útiles o perjudiciales a la
estética y al progreso del agregado social. El criterio medio de cada momento histórico
es el elemento básico de la moral, variable en el tiempo y en el espacio.
La ética es el cartabón de la conducta individual en la lucha por la vida, la norma que la
sociedad fija a los actos de cada miembro para impedirle costar al desenvolvimiento de
los demás: es el programa condicional con que el individuo entra a luchar en el
escenario multiforme de la sociedad.
La moral, no nace, pues, de principios abstractos anteriores a la vida en sociedad. No se
conciben preceptos o dogmas éticos que primen sobre la actividad colectiva de cada
agregado humano, solamente la pequeñez de nuestro espíritu, frente al espacio y al
tiempo infinitos, podría inducirnos en el error de suponer que existen principios morales
eternos o inmutables.
El bien y el mal, la virtud y el vicio, la honradez y el crimen, aplicados a la clasificación
de un acto aislado o de una conducta permanente, son, en suma, conceptos efímeros,
provisorios. La evolución de los agregados sociales los deforma y subvierte, cuando la
utilidad colectiva lo exige, cada vez que los intereses biológicos de la especie lo
requieren.

El hombre no es un aerolito caído sobre el planeta por capricho de fuerzas


sobrenaturales: es una complicada manifestación de la vida, como ésta lo es de la
materia y de la energía universal. El hombre es un ser viviente, nada más; la vida asume
en él manifestaciones intrincadas hasta lo infinito, pero sin escapar a las leyes comunes
de la biología y a sus principios generales. Lo mismo que los demás seres vivientes,
lucha por la vida para satisfacer necesidades elementales e indispensables: la
conservación del individuo y la reproducción de la especie. La humanidad, considerada
como grupo biológico, no tiene misión alguna que desempeñar en el universo, como no
la tienen los peces o la mala yerba, esa falta de finalidad excluye la existencia de
principios morales absolutos. El resorte que pone en juego la actividad social del
hombre –su conducta- es la suma de sus necesidades: la conciencia de éstas –sometida a
un determinismo riguroso – es el móvil de toda acción individual o colectiva.
Las condiciones propias del progreso humano, desarrollan, en verdad, algunos
elementos esenciales en la lucha por la vida, entre los cuales prima la necesidad de
producir los medios de subsistencia: pero este desenvolvimiento –que puede
considerarse característico de la especie animal a la que pertenecemos- solo es una
forma superior muy evolucionada, de la tendencia a satisfacer necesidades
fundamentales, comunes a todos los seres vivos. La esencia de los factores económicos
está constituida por las necesidades puramente biológicas del hombre, considerado
como una de tantas ramas de la polimorfa evolución filogenética.
La moral, en suma, es el reflejo de las limitaciones que la mentalidad social pone a las
condiciones de la lucha por la vida: es el exponente psicosocial de una función biológica
de defensa colectiva.
Es necesario añadir que la moral reflejada en las instituciones y en la ley, no es la
moralidad de toda la colectividad, sino la del grupo o clase que gobierna a la sociedad.
Cada grupo o clase tiene su moral, sin que nada autorice a creer que la dominante en
cada época y lugar sea mejor que las otras; solo puede admitirse que es más útil a la
clase o grupo que la impone, siendo la fuerza la única razón de su preeminencia legal.
Estas restricciones parciales de la moral de grupo o de clase, son mas perceptibles en la
apreciación de los delitos contra el orden social, que no en los delitos contra las
personas o la propiedad: en estos dos tipos fundamentales el consentimiento de todos
los grupos y clases de la sociedad tiende a ser general.

Es indudable que el advenimiento de toda nueva moral debe acompañarse de una


transformación de las nociones de honestidad y delincuencia, de virtud y
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de vicio, de bien y de mal. En este sentido, puede inferirse que la difusión de la
filosofía científica subvertirá completamente el concepto legal del delito,
aproximándolo cada vez más a su concepto biológico.
Los criminólogos desligados de todo concepto dogmático y misoneísta aceptan como
noción corriente el carácter instable del derecho penal, correlativo a la instabilidad de la
moral: su mejor prueba es el vasto movimiento en que están empeñados los penalistas
de todas las escuelas, tendiente a reformar los criterios fundamentales de la legislación y
los medios prácticos de la represión misma.
Un acto no es honesto ni delictuoso en sí mismo, como tampoco es moral ni inmoral: su
carácter es relativo al medio en que se produce. Por eso, cuando las condiciones de la
lucha por la vida entre los hombres se transforman, modifícase el carácter de ciertos
actos y varía su interpretación ante la conciencia social de cada momento histórico: en
un sentido paralelo tiende a modificarse su calificación en la ley escrita.
Siempre, en toda epoca y lugar, las leyes tienden a traducir el criterio moral vigente,
procurando garantizar a todos los individuos el derecho de vivir y reproducirse dentro
de ciertas limitaciones de la lucha por la vida. Según ese criterio, el delito se nos
presenta como un medio amoral de la lucha por la vida, como una extralimitación del
individuo en detrimento de los otros miembros del agregado social a que pertenece: su
característica (esencialmente biológica) consiste en que atenta al ajeno derecho a la
vida. En ciertos casos la lesiona o suprime (directamente) y en otros la compromete
(indirectamente), substrayendo los medios necesarios para su conservación. Esa
característica biosociológica de todos los actos delictuosos (sea cual fuere el concepto
moral vigente y dentro de cualquier expresión escrita en las leyes) es más perceptible en
sus dos fenómenos fundamentales: delito contra la persona y delito contra la propiedad.
Esas premisas nos permiten formular una nueva definición del delito, cimentada en
bases biológicas y conforme al carácter relativo y contingente que le imponen las
oscilaciones de la moral y de la ley. “El delito es una trasgresión de las limitaciones
impuestas por la colectividad al individuo en la lucha por la existencia. Lesiona directa
o indirectamente el (mismo)
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derecho a la vida cuyas normas establece la ética social y tienden a fijarse en formulas
jurídicas variables en determinadas circunstancias de tiempo, modo y lugar.

II – La delincuencia natural.
La ética (función normativa de la adaptación individual al medio) y el derecho penal
(función defensiva del medio contra la inadaptación del individuo), necesitan
transformarse continuamente de acuerdo con las modificaciones incesantes de la vida
social misma, reflejadas en todas sus instituciones. No hay motivo para suponer que la
ética y el derecho de castigar deben permanecer cristalizados en sus criterios y formas
actuales, mientras evoluciona toda la superestructura social. El devenir de ambos
ordenes de fenómenos es paralelo, pero no concomitante; en cualquier sociedad y en
todo momento puede advertirse un desequilibrio (...) sanciones morales y las sanciones
legales.
Ese desequilibrio entre la evolución de la ética y del derecho es la causa de la diferencia
entre el “delito natural” y el “delito legal”. Se admite que el uno y el otro difieren entre
sí, aceptándose también que el delito legal tiende a coincidir con el delito natural.
Podemos precisar los términos del problema, diciendo que el primero es correlativo a la
ley escrita y el otro a la moral, siendo ambos variables y contingentes.

El estudio de los modos antisociales de lucha por la vida, que escapan a la sanción de la
ley, no obstante ser nocivos a la colectividad social, nos muestra una zona vastísima de
delincuentes naturales que no son delincuentes legales. Gravita sobre ellos el peso de la
sanción moral sin que la ley los sindique o reprima; constituyen en su mayor parte la
“mala vida”, nombre consagrado por varios criminologistas.
Diremos pues, que hay una “mala acción” o “mala vida” (delincuencia natural) toda vez
que un acto aislado o una línea de conducta permanente son antisociales con respecto a
un criterio ético del ambiente en que se producen. Y diremos que “strictu senso”, hay
delito y “criminalidad” (delincuencia legal) cuando el acto o la conducta tiene una
calificación especial en las leyes penales vigentes. En suma, la “mala vida” implica
inadaptación moral de la conducta y la “criminalidad” requiere su inadaptación legal.
Fácil es comprender que muchos actos nocivos al agregado social no tienen sanción
legal: son “delitos naturales” sin ser “delitos legales”. El número de antisociales que
infringen la moral excede, pues, en mucho, al de los delincuentes que violan la ley. En
algunos, la conducta antisocial es consuetudinaria y constituye su sistema permanente
de lucha por la vida; en otros, la conducta oscila por acaso hasta acciones antisociales
que se engolfan en la inmoralidad y en la malvivencia; son las “fronteras del delito”
comparables a las fronteras “de la locura”.

En los últimos cincuenta años florecieron estudios de psicopatología no sospechados


por los observadores empiristas de antaño. Entre el hombre normal y el loco,
describiéronse innumerables anormales y desequilibrados, fluctuando desde el genio
hasta el delincuente, desde el místico hasta el avaro. Casi todos los individuos que en la
lucha por la vida intensifican un carácter determinado, exaltando un vicio o virtud, salen
del marco modesto de la mediocridad para asumir fisonomía propia en la borrascosa
marejada de la vida social. Ellos componen esa inmensa “zona intermedia” donde la
vida, bien o mal, se vive intensamente; todos poseen allí caracteres psicológicos
diferenciados de la masa amorfa y equilibrada; “el rebaño de los que pasan en los siglos
sin nombre y sin número”.
De esa pléyade anormal se desprenden los fronterizos del delito, lo mismo que los de la
locura. Su débil sentido moral les impide conservar intachable su conducta sin caer por
ello en plena delincuencia legal: son los imbéciles de la honestidad, distintos del idiota o
del demente moral que ruedan a la cárcel. No son delincuentes ante la ley, pero son
incapaces de mantener (...) su (...) de honestidad: estos pobres espíritus, de carácter
claudicante y voluntad relajada, no saben poner vallas seguras a los factores
ocasionales, a las sugestiones del medio, a la tentación del lucro fácil, al contagio
imaginativo.
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Viven solicitados por tendencias opuestas, oscilando entre el bien y el mal, en situación
semejante a la del asno de Buridán. Son caracteres amorfor o indiferentes que
constituyen la masa anodina o el numero abstracto sin modalidades propias,
conformados minuto por minuto en el molde instable de las circunstancias del medio, de
la educación, de los hombres, de las cosas. Su insuficiencia moral los expone a ceder a
la más leve presión, sufriendo todas las influencias buenas y malas, altas y bajas,
grandes y pequeñas. Ora son auxiliares permanentes del vicio y del delito, ora delinquen
a medias por incapacidad de ejecutar un pian completo de completo de conducta
antisocial, ora tienen suficiente astucia y previsión para llegar al borde mismo del
Codigo Penal sin caer en sus sanciones.
Esos sujetos de inmoralidad completa, larvada, accidental o alternante deben ser
abarcados en el estudio amplio del delito natural; ellos sirven para mostrar las etapas de
transición entre la honestidad y el delito, la zona de interferencia socialmente
considerados.

Todas las formas corrosivas y antisociales de la degeneración desfilan en ese


caleidoscopio de la delincuencia natural, como si al conjuro de un maléfico exorcismo
se convirtieran en pavorosa realidad los más sórdidos ciclos de un infierno dantesco.
Son los parásitos de la escoria social, los fronterizos de la infamia, los comensales del
vicio y de la deshonra, los tristes que se mueven acicateados por los sentimientos
anormales; espiritus que sobrellevan la fatalidad de herencias enfermizas y sufren la
carcoma inexorable de las miserias ambientes.
Pasan impertérritos y sombríos llevando sobre las frentes fugitivas el estigma de su
delito involuntario y sobre los mudos labios la mueca oblicua del que escruta a sus
semejantes con ojo enemigo. Parecen ignorar que son las victimas de un complejo
determinismo superior a todo freno ético, súmase en ellos los desequilibrios
transfundidos por una hereditariedad mórbida., las deformes configuraciones morales
plasmadas en el medio social y las mil circunstancias ineludibles que atraviésase al azar
en la abrupta travesía de la exis
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tencia. La ciénaga en la que chapalean su conducta, asfixia los gérmenes posibles de
todo sentido moral, desarticulando las últimas apastomósis que los vinculan al solidario
consorcio de los honestos. Viven adaptados a una moral aparte, con panoramas de
umbrosas perspectivas, esquivando los clarores luminosos y escurriéndose entre las
penumbras más densas: fermentan y pululan en el agitado aturdimiento de las grandes
ciudades modernas, retoñando en todas las grietas del edificio social y conspirando
sordamente contra su estabilidad, ajenos a las normas de conductas características de la
que por antítesis podría llamarse “vida honesta”. La imaginación alínea sus torvas
siluetas sobre un lejano horizonte donde la lobreguez crepuscular vuelca sus tonos
violentos de otro y de púrpura, de incendio y de hemorragia, como asistiendo al desfile
de una legión macabra atropelladamente hacia la ignominia.
Es una horda extranjera y hostil dentro de su propio terruño, audaz en la acechanza,
embozada en el procedimiento infatigable en la tramitación aleve de sus programas
trágicos. Algunos confian la vanidad de sus ideales al filo de la cuchilla subrepticia,
siempre alertas para blandirla con fulgurante presteza contra el corazón o la espalda:
otros deslizan furtivamente su ágil garra sobre el oro o la gema que tientan su avidez
con seducciones irresistibles; estos violentan como infantiles juguetes los obstáculos
con que la prudencia del burgués custodia el tesoro acumulado en interminables etapas
de ahorro y de sacrificios; aquellos denigran a la inocente doncella para lucrar
ofreciendo los encantos de su cuerpo vetusto a la insaciable lujuria de sensuales y
libertinos; muchos surcan la entraña de la miseria en inverosímiles aritméticas de usura,
como tenias solitarias que nutren su inextinguible voracidad en los jugos icorosos del
intestino social enfermo; otros sobornan conciencia inexpertas para explotar los
riquísimos filones de la ignorancia, el fanatismo y el prejuicio. Todos son equivalentes
en el desempeño de su parasitaria función antisocial, idénticos todos en la perturbación
de sus sentimientos más elementales, converge en ellos esa inverterada complicidad de
instintos y de perversiones que hace de cada conciencia una pústula, arrastrándola a mal
vivir del vicio, de la mentira y del delito.
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Encontramos, sin embargo, una pincelada característica, común, en el boceto
psicológico de los delincuentes naturales: la incapacidad probada para adaptar su
conducta a las condiciones que, en cada colectividad humana, limitan la lucha por la
vida.

En ciertos casos la inadaptación de la conducta al medio puede ser un signo de


superioridad moral, de una avanzada evolución psíquica que impide encuadrar la
personalidad en los moldes estrechos de la ley o de la ética vigente.
Algunos delincuentes naturales son simples precursores de las transformaciones de la
ètica social: ante el concepto de otro medio o de otra época no lo serían y hasta pudieran
parecer artistas geniales: es el caso de los grandes reformadores sociales, políticos,
ingeniosos, etc.
Otros sujetos anticipan su conducta a las transformaciones de la legislación, pues, con
frecuencia, la ley sigue especificando como delitos hechos que ya no lo son para la ética
del grupo social en que se producen. Estos “delincuentes legales” ya no son
“delincuentes naturales” como sucede con cierta delincuencia política, el adulterio,
algunos delitos de imprenta, etc.
Muchos anormales evolutivos han sido considerados locos o delincuentes en su época,
siendo más tarde glorificaos como precursores o héroes, cuando la evolución del medio
permitió comprender que su inadaptabilidad consistió en anticiparse al devenir de
nuevas fórmulas morales o jurídicas. Por obra de esos evolutivos el mundo adelanta y
progresa, como por obra de los involutivos atrasa y desorienta; conviene, pues, advertir
que los primeros suelen ser un elementos benéfico para el desenvolvimiento e la
humanidad, aunque circunstancias accidentales puedan inadaptarlos al medio y
colocarlos en las fronteras de la locura o del delito.
Toda hipertrofia de una función psíquica, suele causar esas inadaptaciones de la
conducta al medio, pues intensifica el esfuerzo en la lucha por la vida. Los anormales
superiores o inferiores son siempre excesivos, personifican cualidades atenuadas, suelen
existir en todos los individuos; pero sin ellos se inmo-
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vilizaría la marcha de la vida social, como velero sorprendido en alta mar por la
bonanza. Se ha dicho, con razón, que los avaros mueren de privaciones excitando una
tendencia natural, pero ellos sintetizan, enseñándola a los demás, la función útil del
ahorro. Los pródigos, exaltando el carácter opuesto, la disipación, dan estímulo y
ejemplo para el ejercicio de la filantropía; los sinceros son la antítesis y también la
cualidad moralizadora de los mentirosos; los vanidosos restablecen el equilibrio roto por
los modestos, los ambiciosos neutralizan la acción depresiva de los apáticos. Cada vicio
o cada virtud, en suma, concurre a equilibrar en sentido favorable para el conjunto los
inconvenientes de la tendencia contraria.
Así también la delincuencia, natural o legal, puede contener algunos gérmenes de
inmoralidad o moralidad que el porvenir podría consagrar como formas nuevas de
virtud y honestidad: embriones negativos que escapan a nuestra frágil previsión. Así
como varía la calificación legal del delito, cambian también las normas de l a ética
social que rigen la conducta.
Algunos autores han puesto ya de relieve la utilidad que reportan a la sociedad ciertas
formas de delincuencia: bastó recordar la ingeniosa “defensa de los criminales” de
Edward Carpenter y “la función social del delito” de Cesar Lombroso. Sin necesidad de
incurrir en extremos paradojales, limitémonos a recordar siempre que entre tanto mal,
suele incubarse el germen de algún bien, pues, como dice Barres, el mal, el atentado
contra una cosa reputada inviolable, la revuelta. He ahí una de las condiciones
esenciales de la evolución humana.
La defensa social contra estas formas demasiado instables de criminalidad, debe
ejercitarse recordando que reprimir el mal de hoy, no implica negar que pueda serel bien
de mañana; y ninguna sociedad podría fijar los límites precisos entre la delincuencia
evolutiva y la involutiva, cuya sanción suele corresponder a otra época. Esa duda
saludable mitigará el rigor de los honestos hacia los tristes que viven arrastrándose al
margen de la moral o de la ley permitiendo que nos defendamos de ellos con mano
segura pero con serenidad ecuánime “cum studio et sine odio”.

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existe, pues, una vasta serie de delincuentes que violan la ética de una época
determinada (delincuencia natural) sin violar la ley (delincuencia legal); y hay tambien
delitos legales que ya no son considerados tales por la moral de su tiempo. El fenómeno
es debido a la falta de isocronismo entre la evolución de la moral y la evolución de la
ley. Ello obliga a tener presente la relatividad de toda ética o de todo derecho; y a poner
el fundamento de la defensa social en razones biológicas mas estables que las
movedizas formulas morales o jurídicas de cada época.

III. LA FUNCION BIOLÓGICA DEL DERECHO PENAL.


Las sociedades humanas son asociaciones de seres vivos sometidos al principio
biológico de la lucha por la vida; lo mismo que los grupos de otras especies vivientes
aptas para formar colonias o sociedades.
Las instituciones represivas del delito, cuya expresión concreta es la ley penal,
representa el conjunto de disposiciones de cada agregado sociológico para defender la
vida y los medios de vida de sus componentes, evitando o reprimiendo las
transgresiones de cuantos no subordinan sus medios de lucha al criterio ético o legal
predominante.
Sergi ha llamado estofilaxis al conjunto de funciones destinadas a proteger la existencia
de los seres vivientes; demostrando también que la psiquis humana es la expresión más
evolucionada de esa “función protectiva” en el individuo. En ese mismo sentido
podemos decir que las instituciones jurídicas, consideradas como exponentes de la
psiquis social o de la mentalidad colectiva, tienen análoga función protectora en la vida
de los agregados sociales. Corresponde al derecho penal el ejercicio de esa función
estofiláctica respecto del delito.
Esta “función protectiva” o “estofiláctica” del derecho penal se manifiesta a través de
toda su evolución, cuyas líneas generales hemos señalado en estudios precedentes. (3?)
A pesar de las reservas de Tarde y otros criminólogos, el instinto de defensa contra el
delito es,
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en su origen, una simple manifestación refleja, un fenómeno idéntico a los llamados en
neuropatología “reflejos defensivos”; puede encontrarse en Letouraeau la demostración
sistemática de ese concepto. Todo ser vivo, en presencia de una causa que perjudica su
vitalidad, reacciona contra ella. Los organismos unicelulares puestos en contacto con
una substancia que amenaza su existencia, se contraen, sustrayéndose a la acción de la
causa perniciosa: las ranas decapitadas a quienes se coloca una gota de ácido nítrico
sobre una pata, procuran evitar su acción mediante movimientos reflejos, no obstante
estar interrumpidas las vías de comunicación entre el cerebro y la médula. El mismo
fenómeno puede constatarse en toda la serie animal; si se pega a un asno, o a un perro, o
a un gato, ellos reaccionan a la agresión mediante una coz, un mordisco o un arañazo. El
hombre mismo, si recibe de improviso un golpe, contestará casi automáticamente con
otro. El acto defensivo no es deliberado en ninguno de esos casos; sigue inmediatamente
a la acción perjudicial, no interviniendo en su determinación procesos psíquicos
superiores, ni dando lugar o tiempo a procesos de inhibición.
Este es el núcleo biológico de todo derecho punitivo; rechazar cualquier acto que
represente una agresión a nuestra vida, sea lesionando el organismo, sea privándonos de
los medios necesarios a su subsistencia: en torno a este núcleo se desarrollan y florecen
todas las instituciones penales, desde sus larvadas manifestaciones en los pueblos
primitivos, hasta los contraproducentes refinamientos de algunos códigos
contemporáneos. Es, sin duda, exacta, la opinión de Tarde cuando niega la
homogeneidad primitiva de todos los grupos sociales entre sí, y la identidad inicial de
sus instituciones; pero ese “poligenismo jurídico” –permítasenos llamarle así- no
implica la diversidad del fenómeno fundamental, sino que un mismo fenómeno, asume
formas distintas según la diversidad de circunstancias del ambiente en que cada
agregado social se constituye.
Una de las características de la especia humana es la tendencia a la asociación,
ampliándose progresivamente a expensas del antagonismo; tendencia al predominio de
la cooperación sobre la rivalidad en la lucha por la vida. El hombre no vive aislado,
sino, agrupándose en agregados sociales regidos por vínculos de solidaridad entre los
componentes;

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esta solidaridad lleva a considerar el daño inferido a un miembro cualquiera de una
agregado como una lesión a todo el conjunto. En esas condiciones, el fenómeno
puramente biológico se transforma en fenómeno sociológico, el delito y por
consiguiente su represión aparece como hecho social perdiendo progresivamente su
primitivo carácter de reacción defensiva, directa y espontánea.
De esa manera, la función estofiláctica “individual” se transforma en función “social”,
siendo el derecho primitivo su exponente concreto en las sociedades civilizadas. La
evolución del “reflejo defensivo” hacia el “sistema jurídico” que socializa sus
funciones, no se opera simultáneamente en todos los agregados sociales, en los pueblos
salvajes y bárbaros contemporáneos, sigue dominando la forma refleja e individual
como procedimiento defensivo consuetudinario. Por eso, la venganza, el linchamiento y
el exceso de defensa deben considerarse como formas atípicas y antisociales de justicia
penal.
Pero, en conjunto, el hecho objetivo consiste en que los individuos al asociarse en la
lucha por la vida, constituyendo agregados sociales, tienden a socializar las funciones de
defensa biológica individual, reflejan en las instituciones jurídicas las restricciones
condicionales establecidas por su moral. Por eso puede formularse esta definición: “la
legislación penal, es la garantía recíproca de los derechos fundamentales del individuo
en la “lucha por la existencia”

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