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Constitución
Arles Porras
01– 09 – 15
La democracia es lo que la dirigencia colombiana le ha negado a la patria desde antaño: poder para el
pueblo, esto es, la participación activa y dinámica de cada ciudadano sin importar su región natal, sin
distinción étnica o posición socio-económica, en la toma de decisiones de carácter local, departamental
y nacional; para así, construir el país en beneficio de la multiculturalidad y la plurietnicidad
consagradas en la Carta Magna, y no de unas cuantas familias de apellido respetable, pues
anteriormente las leyes se gestaban dentro del confort capitalino entre ciertas mentes ilustres que
muchas veces no conocían del territorio ni de las comunidades asentadas en este y para las cuales
creaban dichas leyes, excluyendo y sometiendo de esta manera a sus intereses a la vasta cantidad de
gentes dispersadas por toda Colombia.
La creencia popular define a la democracia como el simple y mero hecho de salir a las urnas electorales
cada cuatro años para “escoger” al candidato que más le convenga, cuando la democracia exige mucho
más que eso, por ejemplo, estar al tanto de las jugadas que hacen los políticos en este tablero de ajedrez
que son los municipios y departamentos, para poder refutar o manifestar nuestro inconformismo ante
aquellos y apoyándonos siempre con su majestad la Constitución. .
Según el portal web La Guía 2000 (2008), Aristóteles clasificó a las formas de gobierno “puras” según
el número de miembros que las componían de la siguiente manera:
Por otro lado, a las formas de gobierno que contraponían a las anteriores las denominó “impuras”,
clasificándolas de la siguiente forma:
Las ciencias sociales de la primaria nos enseñan que los poderes ejecutivo, legislativo y judicial
conforman la base de la organización política de las sociedades actuales, donde el primero, lo encabeza
el presidente, el cual toma las decisiones de carácter nacional, el segundo, se encarga de aprobar o no
las leyes que rigen a los ciudadanos, y el tercero, tiene la función de conocer y resolver los conflictos
entre los particulares.
Para infortunio de los no-nacidos dentro del seno de las familias de la “gente de bien” de este país, el
sistema judicial, en su gran mayoría, funciona u opera en función del papel moneda y de las
influencias, dejando a un lado la imparcialidad, la transparencia y la objetividad que debe caracterizar
a todo proceso judicial. Siguiendo con la misma línea temática, podemos señalar que el sistema
legislativo también se encuentra manchado con la inmoral y sucia corrupción, pues estos al legislar se
olvidan de los miles de votos que obtuvieron de gente incauta e inocente, tal vez, que los eligió,
postrándose o inclinándose de igual forma que el sistema mencionado ulteriormente, ante el egoísta
interés de sus familiares, amigos y socios. Desafortunadamente son pocos los que una vez llegados a
los cómodos y confortables sillones del senado de la República trabajan en pro de las comunidades más
vulnerables y que depositaron su confianza en ellos.
A continuación extraemos las ventajas del proceso independentista en Colombia citadas por
Kalmanovitz (2008): el paso de ser una dependencia del Imperio Español hacia una Nación
independiente, la declaratoria del indígena como ciudadano sujeto de derechos y deberes –el cual
siempre se vio favorecido por las leyes en comparación a los pueblos afro–, la liquidación de la
esclavitud, una reducción apreciable de los impuestos (incluido el diezmo eclesiástico); una
modernización de las constituciones y del código civil; la profundización de un mercado de tierras; la
modernización de la legislación comercial, bancaria, de sociedades y de pesas y medidas y la abolición
del monopolio del comercio, de los estancos y del crédito, que era detentado por la Iglesia, lo que hizo
posible la aparición de bancos modernos y privados.
Por otro lado, la guerra de liberación, combinada con el enfrentamiento social, ocasionó grandes costos
(desventajas): pérdida de vidas, fuga de capitales, destrucción de activos productivos, reses, mulas y
caballos, aumento de robos y asesinatos, muchas haciendas en ruinas, víctimas de la confiscación y el
saqueo durante las guerras y las venganzas personales después de ella.
La sociedad en la Colombia decimonónica se dividía en dos grupos que diferían dos cosas, unos
abogaban por la tradición política con la que se venía, y en este grupo estaban: los esclavistas,
burócratas, terratenientes, militares de alto rango y clero, para quienes la situación era ideal y debía ser
mantenida a toda costa, es decir, aquí se encontraban los conservadores que, valga la redundancia,
"tenían mucho que conservar". Los otros –los liberales–, apoyaban la idea de transformar al Estado
Colombiano y eran los comerciantes, los indígenas, los esclavos y los artesanos. Pero estas
transformaciones podían interferir con los intereses económicos de la clase dominante: la abolición de
la esclavitud, por ejemplo, afectaba los intereses económicos de los esclavistas, porque perderían el
dinero que los esclavos les habían costado y se verían obligados a contratar jornaleros. Además,
convertir, en términos jurídicos iguales a todos los hombres, les derrumbaba su poder social
(Subgerencia Cultural del Banco de la República, 2015).
Pero los campesinos liberales y conservadores tenían que comprender que esos dos partidos, que no
eran dos doctrinas sino una sola ambición, no los representaban y tal vez no los habían representado
nunca; que más bien los habían utilizado mucho tiempo en proyectos de los que el pueblo no era jamás
el beneficiario. Prueba de lo anterior fue el espíritu que imperó en Colombia a lo largo del siglo XX: el
poder de la iglesia, la negación de la diversidad, la negativa a reconocerse en el territorio, la exaltación
de la lógica de la conquista española, la glorificación del conquistador blanco sobre las supuestas razas
inferiores, el encierro en un nacionalismo excluyente que discrimina a su propio pueblo e inviste de
derechos sólo a una élite privilegiada, el ejercicio del gobierno con espíritu de cruzada religiosa y racial
(Ospina, 2013).
En 1958 los jefes de los partidos Liberal y Conservador, que habían profanado y ensangrentado a
Colombia, firmaron la paz. No lo hicieron para pedir perdón al país por los 300.000 muertos de la
Violencia y por todas las tragedias colaterales, sino para imponerle un curioso contrato: repartirse el
poder durante 16 años sin permitir la expresión de ninguna otra fuerza política, pues sólo buscaban
perpetuar el mando de la vieja dirigencia y la persistencia de sus intereses (Ospina, 2013), constatando
lo dicho anteriormente.
Un estudio de Arana (s.f.), nos comenta que mediante la Constitución de 1858 se creó la Confederación
Granadina, con un régimen federal, sin el contrapeso de un gobierno central, suficientemente vigoroso,
como para conservar el orden.
El gobernador del Cauca, General Tomás Cipriano de Mosquera, consideró que con la expedición de
algunas leyes en el año de 1859, se había roto el pacto federal y conculcado la soberanía de los Estados,
por lo tanto, se alzó en armas contra el gobierno de la Confederación presidido por Mariano Ospina
Rodríguez.
Bibliografía:
Ospina (2013). Pa’ que se acabe la vaina. Bogotá: Editorial Planeta. p 240.