Está en la página 1de 3

La literatura, un solitario confinamiento

Por: Gabriel Mendoza Rodríguez

Ninguna clase de excelsa literatura se concibe en el bullicio: nace, crece, se


reproduce y nunca muere, es en el rincón de los solitarios, lugar común que no se
va a desgastar, donde ocurre la creación. Justo allí donde habita el titán que hurta
el fuego, que rescata palabras del silencio donde preexistían en total
inarticulación. Con esta premisa se han creado los más enigmáticos personajes
que han terminado siendo un referente más cercano a cierta postura vital que a un
producto del ejercicio ficcional; en este sentido, es la soledad la que puede
engendrar soledades de este calibre, únicas, poderosas, porque se nutren de un
núcleo que yace en el fondo de lo incomprensible. Por tal motivo, la verdadera
soledad nunca será una pandemia, porque los malditos hacen parte de una isla o
de varias islas desplegadas en los vastos océanos del absurdo en un mundo que
gira dentro de una espiral autodestructiva repleta de espejismos.
El virus avanza, los días de reclusión impuesta siguen su curso, buscan
materializarse como una forma de hacerse más productivos, pero no es cierto,
solo se van perdiendo en la insignificancia, en soledades de aquellas que se
promocionan en redes sociales y en los vericuetos del hastío. Nuestro tiempo, el
de los relojes, está destinado a perderse sin mayores traumas, el movimiento que
es su medida, es inane frente al vicio de envejecer y morir. Sin embargo, ciertos
espíritus poseen artimañas para burlar esos designios y plasman sus formas en
obras que encubren soledades de personajes memorables: no por nada, el
coronel Aureliano Buendía sigue elaborando pescaditos de oro en algún paraje del
camino de nuestra memoria, así como lo dijera Susan Sontag: “Volverse ‘pasado’
es ‘volverse arte’”.

Si optáramos por acoger esa metáfora del camino, sin duda alguna nos
encontraríamos a Juan Pablo Castel persiguiendo a algún viejo fantasma o a
Harry Haller y su ritual zoomórfico. La soledad ha creado una senda para
personajes de una estirpe distinta: aquellos que han escapado del ilusionismo
idiotizante del ancho mundo, personajes habitantes de un pasado cuya memoria
ofrenda imágenes que se extienden como un animal dormido en el suelo. Es en
esa memoria álgida y resbalosa, cual canción que bordea la lengua para siempre
en la que no existen paredes, donde se escribe con tinta profunda lo que el
pensamiento dicta; pues es ahí donde todo perdura y se logra someter la anarquía
del tiempo: un año no es un año medido en el tiempo de la soledad, un año bien
puede ser una estación donde Ana Karenina espera un tren.
Tratando de aproximarse al significado profundo de soledad, partiendo de esas
paradojas, afirmando desde la negación, decía Pizarnik “La soledad no es estar
parada en el muelle, a la madrugada, mirando el agua con avidez. La soledad es
no poder decirla por no poder circundarla por no poder darle un rostro por no
poderla hacer sinónimo de un paisaje. La soledad sería esta melodía rota de mis
frases.”
La soledad ni siquiera sería el producto o la resultante de una causa, se
expresaría mejor como condición inherente de algunos espíritus que van más allá
del atrevimiento de portarla como un signo de una herencia familiar arcana o un
carácter ligado a la personalidad. Solo una soledad amparada en la literatura
puede crear frases concluyentes en una novela :“Y volví al hotel, bajo la lluvia”,
frase simple si Adiós a las armas de Hemingway no fuese un relato crudo y
corrosivo de una de tantas guerras que suelen dejar una inconclusa sensación de
orfandad que, como diría Blanchot: “Lo que atrae al escritor, lo que hace vibrar al
artista, no es directamente la obra, sino su búsqueda, el movimiento que conduce
a ella, la aproximación de lo que hace posible a la obra: el arte, la literatura y lo
que disimulan estas dos palabras.”

No es una idea tan fácil de aceptar: fuimos educados para pensar en una relación
causa-efecto como instrumento de análisis que nos ayude a explicar el mundo,
pero el mundo responde a relaciones disueltas en el caos y a las secretas
anarquías del tiempo. Lo incomprensible se vuelve misterio, el misterio se vuelve
arcilla y toma forma en manos del alfarero o en la página del escritor forjada a
través de la mano placentera de un hombre arrojado a la oscuridad. Todo eso es
el lenguaje del absurdo, de aquellas horas donde todo cae en el silencio y no hay
certeza de tener conciencia o de tener exceso de la misma. Por eso los dioses no
son poetas. Los poetas son los primeros en saber que van a morir, que la carne
sucumbe en la medida que el pensamiento va creando otras formas de eternidad.
Explicar el mundo es doloroso, sería mejor hablar del sabor perecedero del día o
naufragar en alguna canción escuchada por accidente y al final hundirnos en la
misma noche de todos los días, noches encontradas por el insomnio y el miedo al
contagio.
Para aquellas vidas que transcurren en la oscura belleza de la soledad, que en
pleno confinamiento nos ofrecen otras formas de acceder al mundo mediante
personajes henchidos de sentido, hemos de ofrendarle los ojos de leer y ejercer
una relación activa donde somos intérpretes de sueños consignados en páginas
que tapizan ese camino que todavía no encuentra un epítome, porque al fin y al
cabo, como lo expusiese Steiner: “El amor más intenso, quizá más débil que el
odio, es una negociación, nunca concluyente, entre soledades.” La literatura es
comunión con la soledad y el confinamiento propio nos enfrenta a las múltiples
versiones de esa sombra que nos imita y nos recuerda la fragilidad y el horror que
nos preceden, se reeditan con nuevas formas. Afuera espera paciente el virus,
necesita huéspedes que necesiten el abrigo y la cercanía de otros. De una u otra
manera la soledad literaria, paradójicamente, al necesitar del aislamiento, evita el
contagio de virus tan letales como el que visita nuestra humanidad enviciada en la
infamia y la indiferencia.

También podría gustarte