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SAN IGNACIO

UNIVERSITY
MIAMI,FL

AMERICAN LITERATURE
Material de lectura

Dirección de Doble Grado Dirección de Estudios Generales


AMERICAN LITERATURE
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Dirección de Doble Grado Dirección de Estudios Generales


An
SHER WOOD ANDERSON
()

1
Winesburg, Ohio 1
LETRAS UNIVERSALES Edición de M.' Eugenia Díaz
Traducción de A. Ros
Revisión de la traducción de Eduardo Rodríguez

CATEDRA
LETRAS UNIVERSALES

LIBRARY
ST.MARY'S
COlLEGE
F

Título original de la obra:


Winesburg, Ohio

INTRODUCCIÓN

Diseño de cubierta: Diego Lar a


Ilustración de cubierta: Dionisio Simón

© Viking Penguin Inc.


Ediciones Cátedra, S. A., 1990
Josefa Valcárcel, 27. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 39535-1990
ISBN: 84-376-0951-8
Printed in Spain
Impreso en Selecciones Gráficas
Carretera de Irún, km. 11,500 - Madrid
WINESBURG, OHIO
A la memoriade mi madre,
Emma Smith Anderson,
cuyas agudasobservaciones acerca
de la vida de los que estabana su
alrededor,despertaronen mí, por
vez primera, el ansia de ahondar en
las vidas más abajo de la supe,ficie, dedicoeste libro
0*01J·9'_
~~~..
MAPA DE
WINESBURG
OHIO

EL LIBRO DE LO GROTESCO 1

escritor, un anciano de bigote blanco, se veía en

E
L
dificultades para encaramarse a su cama. Las ven-
tanas de la casa en que vivía eran altas, y al anciano
le gustaba ver los árboles cuando abría los ojos por la ma-
ñana. Vino un carpintero para colocar la cama de manera
que estuviese al mismo nivel de la ventana.
Con este motivo se armó un gran barullo. El carpintero,
un veterano de la Guerra Civil2, entró en el cuarto del es-
critor y tomó asiento para exponer su idea de construir
una tarima, instalando encima de ella la cama. El escri-
tor tenía por allí unos puros, y el carpintero se puso a
fumar.
Estuvieron los dos hombres durante un rato hablando
de levantar la cama; pero luego cambiaron de conversa-
ción. El soldado empezó a hablar de la guerra. A decir ver-
dad, fue el escritor quien le llevó a ese tema. El carpintero
había estado encerrado en la prisión de Andersonville 1 y

1 Este era el titulo original de la novela hasta que, por motivos edito-
PUNTOS DE INTERÉS riales, fue cambiado por IF'inesburg,Ohio. Este capítulo ya había sido publica-
do en la revista Masses,núm. VIII, pág. 17, en febrero de 1916, con el mismo
1 Oficina, WinesburgEagle 5 Estación del ferrocarril título.
2 Tienda de Ultramarinos de Hern 6 Nueva Casa Willard 2 Recordemos que se refiere a la cruenta Guerra Civil americana, que
3 ferretería de Sinning 7 Recinto de la Feria tuvo lugar en las fechas 1861-1865.
1 Situada en el estado de Georgia, ésta fue una conocida prisión de los
4 Casa de Comidas de Biff Carter 8 Depósito de Aguas
Confederados, el ejército del Sur, de febrero ele 1864 a mayo de 1865, duran-
te la Guerra Civil americana. Tras el acuerdo al que llegaron los dos bandos
enfrentados, se llevó a cabo un intercambio de prisioneros. Andersonville
Plano de Winesburg, Ohio fue elegida para ser la prisión que sustituyera a Richmond. Antes de que fue-
había perdido a un hermano. El hermano había muerto de ramente importa saber es en qué pensaba el escritor, o
hambre; siempre que el carpintero tocaba este asunto se aquel ser joven que había en su interior.
ponía a lloriquear. También él tenía el bigote cano, como Como cualquier persona, el anciano escritor había ido
el escritor, y al lloriquear arrugaba sus labios y el bigote se albergando en su cabeza, durante su larga vida, muchas
agitaba tembloroso. Daba risa ver llorar al viejo con el ideas. En un tiempo había sido bastante guapo, y se habían
puro en la boca. Acabaron por olvidarse del plan que tenía enamorado de él no pocas mujeres. Y entonces, por su-
el escritor para elevar la cama 4. El carpintero lo hizo luego puesto, había conocido a mucha gente; los conoció de un
a su gusto y, el escritor, que había pasado ya de los sesenta, modo especialmente íntimo, de una manera distinta a
tuvo que echar mano de una silla para encaramarse a su como tú, lector, y yo conocemos a las personas. Por lo me-
cama por la noche. nos, así lo creía el escritor, y esta creencia le halagaba.
Una vez dentro de ella, el escritor se tumbaba de costa- ¿Para qué vamos a pelearnos con un anciano a propósito
do y permanecía inmóvil. Lo perseguían desde hacía mu- de sus creencias?
chos años ciertos temores sobre el estado de su corazón. Ya en el lecho, tuvo el escritor un sueño que no era real-
Era un fumador empedernido, y su corazón palpitaba de- mente un sueño. Conforme se iba quedando amodorrado,
sordenadamente. Se le había metido en la cabeza que había sin perder la conciencia, empezaron a surgir ante sus ojos
de morir repentinamente y esta idea le asaltaba siempre al algunas imágenes. El anciano se imaginó que aquel ser jo-
acostarse. Pero no se sobresaltaba. Era una cosa rara, que ven, imposible de describir, que llevaba dentro, iba ha-
no es fácil de explicar. En estos momentos, dentro del le- ciendo desfilar por delante de sus ojos una larga procesión
cho, vivía con más intensidad que nunca. Permanecía in- de imágenes.
móvil; su cuerpo era viejo y no servía para mucho, pero Lo interesante del caso es que todas las imágenes que
había algo dentro de ese cuerpo que seguía siendo entera- surgían ante los ojos del escritor eran grotescas. Todos los
mente joven. Parecía una mujer embarazada; pero en lugar hombres y todas las mujeres que había conocido el escritor
de llevar dentro un niño, lo que él llevaba era un joven. se convertían en seres grotescos.
Tampoco un joven, sino una mujer joven vestida con una No todos ellos eran horribles. Los había divertidos; al-
cota de mallas, como un caballero. La verdad es que resul- gunos eran casi bellos, y uno, una mujer, dibujada con ras-
ta absurdo intentar explicar lo que el anciano escritor lle- gos desproporcionados, llamó la atención del anciano por
vaba dentro, cuando estaba tumbado en su alta cama y es- su extravagancia. Al pasar, dejó oír un ruido que se parecía
cuchaba las palpitaciones de su corazón. Lo que verdade- al lamento de un perrito. Quien hubiese penetrado en
aquel momento dentro de la habitación, habría supuesto
ra terminada ya residían allí 12.000 prisioneros y en unos meses llegó a tener que el anciano tenía alguna pesadilla o sufría una indi-
32.!Hlll. Las provisiones eran escasas y el agua se contaminó. Todo ello hizo gestión.
que en siete rnescs un tercio de los prisioneros muriera. En total, durante la
guerra, de 49.485 prisioneros allí encarcelados murieron 13.000. Esta cir-
Aquella procesión de caricaturas estuvo desfilando ante
cunstancia fue utilizada por el ejército del Norte como propaganda contra los los ojos del anciano durante más de una hora; entonces
confederados. éste, aunque le costó mucho trabajo, se deslizó de la cama
4 i\nderson cuenta en sus Me1JJoirs que había hecho elevar su cama en la al suelo y se puso a escribir. Algunos de aquellos seres gro-
casa del número 735 de la calle Cass, en Chicago, donde vivía tras su separa-
ción de El izabeth. Durante varias noches estuvo observando desde su cama
tescos habían dejado en él una impresión profunda y que-
las siluetas que pasaban por la calle y una noche, al llegar a su casa tras su jor- ría describirlos.
nada en la oficina de la agencia de publicidad Critchfield, se puso a escribir El escritor estuvo en la mesa trabajando durante una
frenéticamente sobre esas figuras grotescas que componen el libro. hora. Acabó escribiendo un libro, al que puso por título

[73]
«El libro de lo grotesco». No se llegó a publicar nunca; bía pasado toda la vida escribiendo y estaba lleno de pala-
pero yo lo tuve una vez en mis manos y dejó en mi cerebro bras, escribió centenares de páginas sobre la cuestión. Ta-
una impresión indeleble. El libro tenía una idea central de les proporciones llegó a tomar esto en su cabeza, que estu-
gran originalidad y que no se ha apartado nunca de mi me- vo a punto de convertirse, también él, en un ser grotesco.
moria. Gracias a él, conseguí llegar a comprender a mucha No llegó a serlo, supongo, por la misma razón por la que
gente y muchas cosas que hasta entonces habían sido inin- 00 llegó a dar su libro a la imprenta. Al anciano lo salvó
teligibles para mí. La idea era bastante complicada; pero se aquel ser joven que llevaba dentro.
podría resumir, más o menos, de la siguiente forma: Al viejo carpintero que arregló la cama del escritor, lo
Al principio, cuando el mundo era joven, había una he mencionado porque él, como todos los que llamamos
gran cantidad de ideas; pero no se conocía lo que se llama personas_ normales, es lo :11áscercano a lo que es_compren-
la verdad 5 • Eran los hombres los que se construían las ver- sible y digno de ser quendo de entre todas las figuras gro-
dades, y cada verdad estaba compuesta de una gran canti- tescas del libro del anciano.
dad de pensamientos difusos. Las verdades se hallaban por
todo el mundo, y todas eran hermosas.
Nuestro anciano había anotado en su libro centenares
de verdades. Y o no voy a repetirlas todas. Allí estaba la
verdad de la virginidad y la verdad de la pasión, la verdad
de la riqueza y la verdad de la pobreza, de la mesura y del
despilfarro, del esmero y del abandono 6 • Las verdades se
contaban por centenares y todas eran hermosas.
Entonces apareció la gente. Cada persona que aparecía
cogía una de las verdades; había personas de mucha fuerza
que se apoderaban hasta de media docena.
Lo que hacía grotescas a las personas eran las verdades.
El anciano exponía una intrincada teoría a propósito de
esto. Sostenía que en el momento mismo en que una per-
sona se apropiaba de una verdad, la llamaba su verdad y se
esforzaba por adaptar a ella su vida, se convertía en un ser
grotesco, y aquella verdad a la que se había abrazado se
tornaba mentira.
Y a se imaginará el lector que aquel anciano, que se ha-

5 El narrador evoca claramente las conocidas palabras con que se inicia el


libro del Génesis.
<, Aunque el texto corregido por Malcolm Cowley, el que utilizamos en
esta traducción, no hace esta corrección, seguimos aquí a William L. Philips
que ha probado a través de los manuscritos que la palabra «carelessness»
(descuido) es una errata y debería figurar «carefulness» (esmero). De este
modo el juego de los opuestos a que se refiere el anciano escritor alcanza un
sentido completo.
MANOS 7

el porche medio desvencijado de una casita de

E
N
madera que se alzaba junto al borde de un barran-
co, cerca del pueblo de Winesburg, Ohio, iba y ve-
nía nerviosamente un hombrecito, viejo y rechoncho.
Veía desde allí la carretera, que pasaba al otro lado de un
extenso campo en el que se había sembrado semilla de tré-
bol, pero que había producido solamente una tupida cose-
cha de yerbajos de mostaza amarilla; por la carretera pasa-
ba una carreta que regresaba al pueblo cargada de recolec-
tores de fruta 8 • Eran hombres y mujeres jóvenes, que reían
y gritaban ruidosamente. Un mozo de camisa azul saltó de
la carreta e intentó arrastrar consigo a una de las mozas,
que se puso a gritar y protestar agudamente. En la carrete-
ra los pies del mozo levantaron una nube de polvo, que
quedó flotando y oscureció el disco del sol, ya en su ocaso.
Desde el otro lado del extenso campo, llegó una voz aguda
de chica joven: «¡Eh, Wing 9 Biddlebaum, péinate esos me-
chones, que te caen hasta los ojos!», ordenó aquella voz al
hombrecito calvo, que se acariciaba la frente, desnuda y
blanca, con sus manos menudas y nerviosas, como si arre-
glara un liado mechón de rizos:
7
Este capítulo fue publicado originariamente en la revista Masses,núme-
ro VIII (1916), págs. 5 y 7, antes incluso de gue apareciera publicada su pri-
mera novela, IJ711uly A1cPheno11'sSon.
8 Se refiere fundamentalmente a recolectores de fresas.
'J Wing significa en inglés «ala» y es el mote gue recibe Adolph Myers por
su amanerado uso de las manos como si de alas se tratara.

[77]
Wing Biddlebaum, asustado siempre y como perseguido Wing Biddlebaum decía mucha~ cosas con la~ manos.
por un mohtón fantasmal de dudas, no se consideraba en Aquellos dedos, afinados y expresivos, activos siempre y
manera alguna como parte integrante de la vida de aquel siempre violentándose para esconderse en los bolsillos o
pueblo, en el que residía desde hacía veinte años. Uno detrás de la espalda, se exhibían entonces y se convertían
sólo, entre todos los habitantes de Winesburg, se había en las bielas de su mecanismo de expresión.
acercado a él: George Willard, hijo de Tom Willard, pro- La historia de W ing Biddlebaum es la historia de unas
pietario de la nueva Casa Willard, con quien tenía algo pa- manos. A ellas, a su incansable actividad, que las hacía pa-
recido a la amistad. Hacía de reportero en el WinesburgEa- recerse a unas alas de pájaro enjaulado, debía su apodo.
gle 111, y algunas veces, al caer la tarde, solía ir paseando por Debió ocurrírsele a algún anónimo poeta del pueblo.
la carretera hasta la casa de Wing Biddlebaum. Y ahora Aquellas manos tenían alarmado a su propietario. Se es-
mientras iba y venía por el porche, moviendo nerviosa- forzaba por ocultarlas, y miraba con asombro las ~anos
mente sus manos de un lado para otro, el anciano ardía en pausadas e inexpresivas de los hombres que traba¡aban
deseos de que George Willard viniese a pasar la velada con junto a él e!1 los campos, o 9ue pasaban a su lado en_los
él. Por eso, cuando desapareció el carro cargado de reco- caminos, gmando las adormecidas yuntas de ammales de tiro.
lectores de fruta, atravesó el campo por entre los altos yer- Cuando hablaba con George Willard, Wing Biddle-
bajos de mostaza y, encaramándose en el borde del vallado, baum cerraba sus puños y golpeaba con ellos en la mesa o
miró con ansia carretera adelante, en dirección a la ciu- sobre las paredes de su casa. Esto le hacía sentirse mejor. Si
dad. Permaneció así un momento, frotándose las manos, cuando paseaban por los campos le acometía el deseo de
recorriendo con sus ojos la carretera, hasta que vencido hablar buscaba un tocón de árbol o el listón superior de
por el miedo, echó a correr hasta su casa y reanudó sus pa- un vallado y, tamborileando sin cesar sobre ellos, rompía a
seos por el porche. hablar con renovada facilidad.
Wing Biddlebaum, que había tenido intrigado al pueblo La historia de las manos de Wing Biddlebaum merece
durante veinte años, perdía algo de su timidez cuando se todo un libro. Escrita con simpatía, disimularía muchas
hallaba en presencia de George Willard; y su oscura perso- cualidades raras y hermosas de hombres oscuros. Es una
nalidad, que vivía sumergida dentro de un mar de dudas, tarea propia de un poeta. Aquellas manos no habí_a~ lla-
emergía a la superficie para mirar al mundo. Teniendo a mado la atención en Winesburg más que por su actividad.
su lado al joven reportero, se arriesgaba en pleno día a ir Wing Biddlebaum había recogido con ellas en un sólo día
hasta la calle Mayor, o paseaba arriba y abajo por el des- no menos de ciento cuarenta cuarterones 11 de fresas. Fue-
vencijado porche de su casa, hablando con gran anima- ron las manos su rasgo distintivo, el origen de su fama.
ción. Su voz, de ordinario apagada y temblorosa, se hacía Fueron también ellas las que hicieron más extravagante su
aguda y chillona. Su encorvada figura se erguía. Y Biddle- personalidad, ya de por sí extravagante y misteriosa. Wi-
baum, el silencioso, se retorcía como un pez al que el pes- nesburg estaba orgulloso de las manos de Wing Biddle-
cador tira de nuevo al arroyo, y rompía a hablar, ansioso baum, del mismo modo que se enorgullecía de la nueva
por encontrar palabras con que expresar las ideas que se casa de piedra del banquero White y del garañón bayo de
habían ido acumulando en su mente durante largos años Wesley Moyer, Tony Tip, que había ganado la carr:ra de
de silencio. «dos quince» para trotones, en el concurso de otono en
Cleveland.
111 Es el periódico que se publica en el pueblo y su traducción literal es «El
águila de \Xlinesburg». 11 Es un cuarto de galón, lo que equivale a 0,94 litros.

[79]
George Willard había querido muchas veces hacerle al-
guna pregunta a propósito de las manos. Hubo momentos todo lo que ha aprendido -dijo el anciano-. Tiene usted
en que se apoderó de él una curiosidad casi invencible. Te- que empezar a soñar. De hoy en adelante tendrá que cerrar
nía la impresión de que aquella su extraña actividad y sus oídos al sonido de las voces.»
aquel empeño en esconderse ocultaban un misterio; y sólo Wing Biddlebaum hizo una pausa y clavó en George
el respeto, cada vez mayor, que le inspiraba Wing Biddle- Willard una mirada larga y ansiosa. Sus ojos brillaban.
baum le impedía formular bruscamente las preguntas que Alzó otra vez las manos para acariciar al muchacho, y de
con tanta frecuencia le asaltaban. súbito se nubló su rostro con una expresión de horror.
Una vez estuvo a punto de preguntarle. Paseaban los Un estremecimiento convulsivo sacudió el cuerpo de
dos por el campo en una tarde veraniega, y se sentaron en Wing Biddlebaum; se puso en pie de un salto y hundió sus
un ribazo cubierto de hierba. Wing Biddlebaum había es- manos en lo más hondo de los bolsillos del p;mtalón. Sus
tado hablando toda la tarde como un iluminado. Se había ojos se llenaron de lágrimas. «Es hora ya de que regrese a
detenido junto a un vallado, y, golpeando encima de él mi casa. No puedo seguir hablando con usted», dijo ner-
como un gigantesco pájaro carpintero, empezó a regañar a viosamente.
George Willard, censurándole su tendencia a dejarse in- Y sin volver la vista atrás, echó el anciano a andar pre-
fluir demasiado por las personas que lo rodeaban. «Se está cipitadamente colina abajo y atravesó un prado, dejando a
echando usted a perder -exclamó-. Usted es una perso- George Willard perplejo y asustado en el verde ribazo. El
na dada a la soledad y a soñar; pero le asustan los sueños. muchacho se levantó temblando de miedo y siguió por la
Se empeña usted en ser como el resto de la gente de este carretera hacia la población. «No le haré ninguna pregun-
pueblo. Les oye usted hablar y se dedica a imitarlos.» ta a propósito de sus manos -se dijo para sí, impresiona-
Wing Biddlebaum insistió otra vez en el mismo tema do por el recuerdo del terror que había visto en los ojos de
mientras estaban sentados en aquel ribazo cubierto de aquel hombre-. Hay algo que está fuera de lo normal;
hierba. Su voz se hizo suave y evocadora; dejó escapar un pero no quiero averiguarlo. Sus manos tienen algo que ver
suspiro de satisfacción y se enfrascó en una larga charla con el miedo que yo y todo el mundo le inspira.»
llena de divagaciones, hablando como una persona en Y George Willard tenía razón. Echemos una ojeada a la
sueños. historia de aquellas manos. Tal vez al hablar nosotros de
Y en aquel su soñar, trazó Wing Biddlebaum un cuadro ellas inspiraremos al poeta para que nos cuente la historia,
destinado a George Willard. En aquel cuadro se represen- asombrosa y oscura, de la influencia por la que las manos
taba a los hombres volviendo a vivir en una especie de idí- eran ondulantes gallardetes llenos de promesas.
lica edad de oro. Jóvenes fornidos cruzaban un paisaje de Wing Biddlebaum había sido, de joven, maestro de es-
verdes llanuras, unos a pie, otros montados a caballo. Los cuela en un pueblo de Pennsylvania. Entonces no se lla-
jóvenes venían en tropel y se agrupaban en torno a un an- maba Wing Biddlebaum, sino que era conocido por el
ciano que se hallaba sentado bajo un árbol, en un minúscu- nombre menos eufónico de Adolph Myers. Como Adolph
lo jardín, y que les hablaba. Myers lo adoraban los niños de su escuela.
Wing Biddlebaum se sintió arrebatado por la inspira- Había nacido Adolph Myers para educar a la juventud.
ción, y se olvidó, por una vez, de sus manos. Se deslizaron Era uno de esos hombres poco frecuentes y mal compren-
éstas poco a poco hacia adelante, y se posaron en los hom- didos, que saben dirigir con una autoridad tan bondadosa
bros de George Willard. Había en la voz del que hablaba que suele ser considerada por los demás como una señal de
algo nuevo y valiente. «Debe usted esforzarse por olvidar enternecedora debilidad. Los sentimientos que esa clase de

(80] [81]
hombres abrigan hacia los muchachos que están a su cui- darle de puñetazos. Conforme sus duros nudillos golpea-
dado no están muy alejados del más delicado amor de una ban en la cara asustada del maestro, su furia iba en aumen~
mujer hacia un hombre. to, haciéndose más terrible cada vez. Los niños se despa-
Pero esta manera de hablar resulta demasiado cruda. rramaron entre gritos de terror, como insectos desorienta-
Haría falta un poeta para explicar esto. Adolph Myers, ro- dos. «Te voy a enseñar a que no toques con tus manos a mi
deado de los muchachos de su escuela, solía pasear en los muchacho, cerdo», rugía el tabernero hasta que, cansado
atardeceres o sentábase en los escalones de la puerta del de dar puñetazos al maestro, empezó a perseguirlo por el
edificio, conversando hasta que llegaba la oscuridad, per- patio a puntapiés.
dido en una especie de ensueño. Sus manos se movían de Aquella noche sacaron del pueblo a Adolph Myers. Una
un lado para otro, acariciando las espaldas de los niños, ju- docena de hombres provistos de linternas llegaron a la
gueteando en sus cabezas enmarañadas. Cuando hablaba, puerta de la casa en que vivía solo, y le ordenaron que se
su voz se iba haciendo aterciopelada y cantarina. También vistiese y saliese a la calle. Llovía, y uno de los hombres
en su voz había como una caricia. Aquella voz y aquellas llevaba en sus manos una cuerda. Tenían el propósito de
manos, los golpes suaves en la espalda y el pasar la mano ahorcar al maestro, pero algo había en su cara, tan peque-
por los cabellos, eran, en cierto modo, una parte del es- ña, pálida y digna de lástima, que les conmovió. Le deja-
fuerzo que hacía el maestro para inculcar un sueño en las ron escapar; pero al verle correr en medio de la oscuridad,
inteligencias infantiles. Exteriorizábase a sí mismo en las se arrepintieron de su debilidad y corrieron tras él, perju-
caricias de sus dedos. Era uno de esos hombres en los que rando, y arrojando estacas y grandes bolas de barro contra
la fuerza vital no se halla centralizada, sino que es difusa. aquella sombra que gritaba y se adentraba más y más en la
Bajo las caricias de sus manos salían de las inteligencias de oscuridad.
los muchachos la duda y la incredulidad, y empezaban Veinte solitarios años había pasado Adolph Myers en
también a soñar. Winesburg. No tenía más que cuarenta, pero aparentaba
Y entonces se produjo la tragedia. Un muchacho medio sesenta y cinco años. El nombre de Biddlebaum lo tomó
idiota que asistía a la escuela se prendó del joven maestro. de una caja de víveres que vio en una terminal de carga
Durante la noche, cuando el muchacho estaba acostado, se mientras atravesaba un pueblo de la región oriental de
dedicaba a pensar actos inconfesables; y a la mañana si- Ohio. Tenía en Winl'sburg una tía, una anciana de dientes
guiente hablaba de sus sueños como si fueran hechos rea- ennegrecidos que se dedicaba a la cría de gallinas, y con
les. De su boca, siempre entreabierta y de labios caídos, ella vivió hasta su muerte. Después de lo que le ocurrió en
surgieron acusaciones increíbles y hediondas. Aquel pue- Pennsylvania, estuvo enfermo durante un año, y cuando
blo de Pennsylvania sintió un escalofrío. Ocultas y vagas se repuso se dedicó a trabajar en el campo como jornalero;
sospechas sobre Adolph Myers, que abrigaban algunos andaba de un lado para otro, teniendo gran cuidado de
hombres, se convirtieron en certidumbre. ocultar sus manos. Aunque no acertaba a explicarse lo
La tragedia no se detuvo: se arrancó de sus camas a los ocurrido, experimentaba la sensación de que eran sus ma-
muchachos temblorosos y se les sometió a interrogatorio. nos las culpables de todo. Los padres de los niños habían
«Me rodeó con sus brazos», dijo uno. «Sus dedos acaricia- hecho una y otra vez alusiones a sus manos. «Métete las
ban siempre mis cabellos», dijo el otro. manos donde te quepan», había rugido el tabernero, brin-
Un hombre del pueblo, llamado Henry Bradford, que cando furioso en el patio de la escuela.
tenía una taberna, llegó una tarde a la puerta de la escuela. Wing Biddlebaum continuó sus paseos por el porche de
Llamó a Adolph Myers para que saliera al patio y se puso a su casa, junto al barranco, hasta que desapareció el sol, y la

[82]
carretera que pasaba al otro lado del campo se perdió entre
las sombras grises. Entró en la casa, partió unas rebanadas
de pan y las untó de miel. Cuando el rumor del tren ves-
pertino, que se llevaba del pueblo los vagones especiales
cargados con la diaria cosecha de frutas, se perdió a lo lejos
y reinó de nuevo el silencio de aquella noche de verano,
salió otra vez a pasear por el porche. No veía ya sus manos
en la oscuridad, y aquéllas se sosegaron. Aunque sentía un
deseo ardiente de tener a su lado al muchacho, que era el
medio por el que expresaba su amor a los hombres, ese de- BOLITAS DE P APEL1 2
seo se convirtió otra vez en parte de su soledad y de su es-
pera. Wing Biddlebaum fregó los pocos platos que había un viejo de barba blanca y de nariz y manos muy

E
RA
empleado en su sencilla comida, y extendiendo una cama gruesas. Mucho antes de la época en que vamos a
plegable la colocó junto a la puerta que daba al porche y se trabar relación con él, desempeñaba la profesión
preparó para pasar la noche. Junto a la mesa, en el suelo de médico e iba de casa en casa por las calles de Winesburg
bien fregado, se veían desparramadas algunas migajas de en una calesa tirada por un cansino rocín blanco. Después
pan blanco; colocó la lámpara sobre un taburete bajo y se se casó con una joven adinerada, que había heredado a la
puso a recogerlas, llevándolas una a una a la boca con in- muerte de su padre una granja muy extensa y fértil. Era
creíble rapidez. En la intensa mancha de luz proyectada una muchacha tranquila, alta, morena, y eran muchos los
bajo la mesa, se parecía aquel hombre arrodillado a un sa- que la encontraban muy hermosa. Todo Winesburg se pre-
cerdote que estuviese oficiando en su iglesia. Y los dedos, guntó por qué se había casado con el doctor. Y al año de
nerviosos y expresivos, entrando y saliendo como dardos haberse casado, murió.
en el círculo de luz, podrían confundirse con los dedos de Los nudillos de las manos del doctor eran extraordina-
un devoto que se deslizasen presurosos por las cuentas de riamente voluminosos. Cuando cerraba los puños pare-
un rosario. cían racimos de bolas de madera sin pintar, tan abultados
como nueces unidas por varillas de acero. Fumaba en una
pipa de mazorca y, después de que murió su mujer, se pasa-
ba el día en su consulta vacía, sentado junto a una ventana
cubierta de telarañas. No abrió jamás aquella ventana. Lo
intentó cierto día caluroso de agosto, pero se encontró con
que estaba fuertemente pegada y ya no volvió a acordarse
más de abrirla.
Winesburg había olvidado ya al anciano, pero en el doc-
tor Reefy 11 se ocultaban promesas de algo muy elevado.
12 Apareció publicado con el título «The Philosophern («E/filósofo"), en
Little Revieiv, núm. III (1916), págs. 7-9.
1.1 Tiene un antecedente este personaje en la figura del padre de Talbot
Whittingham, protagonista de la novela que Anderson estaba escribiendo
cuando empezó con las historias de Winesburg. El padre de Talbot también
era un médico rural con ideas liberales.
MADRE 17

LIZABETHWrLLARD,madre de George Willard, era

E una mujer alta y enjuta, con la cara picada de virue-


las. Aunque sólo tenía cuarenta y cinco años, algu-
na oculta enfermedad había apagado el fuego de su cuerpo.
Iba y venía con indiferencia por el viejo hotel en desorden,
fijándose en el descolorido empapelado de las paredes y en
las alfombras deshilachadas, o haciendo, en los momentos
que tenía libres, el trabajo de camarera, arreglando las ca-
mas manchadas por sueños de viajantes gordinflones. Su
marido, Tom Willard, procuraba olvidar a su mujer; era.
un hombre esbelto y ágil, cuadrado de hombros, que cami-
naba con paso militar; tenía el bigote negro y se lo arregla-
ba de modo que sus puntas se mantuviesen erguidas. La
presencia de aquella figura de mujer, que parecía una apa-
rición y que atravesaba con paso lento el vestíbulo del ho-
tel, se la tomaba como un reproche a su persona. Cuando
pensaba en ella, se enfurecía y maldecía. El hotel no era un
buen negocio, estaba siempre al borde de la quiebra, y hu-
biera querido desembarazarse de él. Pensaba en la vieja
casa y en la mujer que vivía en ella como en cosas vencidas
y acabadas. El hotel donde tan esperanzado empezara su
vida no era ya sino una sombra de lo que debiera ser un
hotel. A veces, cuando iba caminando con paso ligero,
paso de hombre atareado, por las calles de Winesburg, se

17 Apareció por primera vez en prensa en la revista de Chicago SevenArts,

núm. I ( 1917), págs. 452-461.


detenía y miraba rápidamente hacia atrás, como si le asal- resignada cuantos golpes me toquen, a condición única-
tase el temor de que el espíritu del hotel y de la mujer le si- mente de que a mi hijo le sea dado expresar algo en nom-
guiese hasta por las calles. «¡Maldita vida, maldita!», farfu- bre suyo y en el mío.» Se detuvo indecisa, revolviendo su
llaba entre dientes, sin una idea fija. mirada extraviada por la habitación del muchacho. «Y no
Tom Willard era un apasionado de la política local y permitáis que llegue a ser un hombre agudo, ni un triunfa-
durante muchos años fue abanderado de los demócratas en dor», añadía vagamente.
una comunidad fuertemente republicana. «Llegará un mo- Exteriormente, aquella comunión que existía entre
mento, se decía, en que la corriente política correrá a mi George Willard y su madre era una cosa formal y despro-
favor, y entonces todos estos años de lucha desinteresada vista de sentido. Cuando ella estaba enferma y permanecía
pesarán mucho en el reparto de premios.» Soñaba con ir al sentada junto a la ventana, el hijo iba algunas veces a visi-
Congreso y hasta con que lo hiciesen gobernador. Cierta tarla al anochecer. Se sentaban junto a una ventana desde
vez que un miembro joven del partido se levantó en una la que se veía la calle Mayor, por encima del tejado de una
conferencia política y empezó a jactarse de sus leales servi- pequeña casa de madera. Volviendo sus cabezas podían di-
cios, Tom Willard se puso hecho una fiera: «¿Qué sabe us- rigir la vista por otra ventana hacia un callejón al que daba
ted de trabajar por el partido? ¡Usted es un mocoso! ¡Fíjese la parte trasera de los almacenes de la calle Mayor, y la
en mi actuación! Cuando el ser demócrata era un crimen puerta trasera de la panadería de Abner Groff. Estando así
en Winesburg, yo lo era ya. En mis viejos tiempos nos per- sentados, se desarrollaba en ocasiones ante su vista un cua-
seguían poco menos que a tiros.» dro de la vida pueblerina. Abner Groff aparecía en la
Entre Elizabeth y su único hijo, George, existía un puerta de su establecimiento armado de un garrote o esgri-
vínculo de callada simpatía, que arrancaba de los sueños miendo una botella vacía de leche. Hacía mucho tiempo
juveniles de una mujer, sueños que habían muerto hacía que el panadero tenía declarada la guerra a un gato gris,
mucho tiempo. La madre se mostraba tímida y reservada propiedad de Sylvester West, el farmacéutico. El mucha-
en presencia de su hijo; pero en ocasiones, mientras él co- cho y su madre veían cómo el gato se deslizaba cauteloso
rría por la población entregado a sus tareas de reportero, puerta adentro hacia la panadería, para volver a salir ense-
entraba en su cuarto, cerraba la puerta y se arrodillaba jun- guida; y tras él, maldiciendo y agitando sus brazos, el pana-
to al pequeño escritorio, hecho con una mesa de cocina, dero. Abner Groff tenía unos ojos pequeños e inyectados
que estaba colocado junto a una ventana. Y allí, junto al en sangre, y el polvo de harina blanqueaba su barba y cabe-
escritorio, realizaba una ceremonia que era mitad plegaria, llos negros. A veces se ponía tan furioso que, a pesar de no
mitad súplica que dirigía al cielo. Ansiaba ver renacer en ver al gato, lanzaba pedazos de maderas, trozos de cristales
aquel cuerpo de muchacho algo, medio olvidado ya, que y hasta algunas de las herramientas de su oficio. Una vez
fue en tiempos parte de sí misma. A eso se refería su plega- rompió el cristal de una ventana de la parte posterior de la
ria. «Aunque yo muera, sabré de un modo u otro apartar ferretería de Sinning. Y el gato, entretanto, se agazapaba
de ti la derrota», decía llorando; y era tan profunda su re- detrás de unos barriles llenos de restos de papeles y de bo-
solución que todo su cuerpo se estremecía. Brillaban sus tellas rotas, sobre los que se cernía un negro enjambre de
ojos y apretaba los puños. «Si llego a morir y veo que lleva moscas. En una ocasión en que Elizabeth Willard se en-
trazas de convertirse en una persona insignificante y oscu- contraba sola, y después de ser testigo de un largo e inútil
ra como yo, entonces ¡volveré! -decía-. Pido a Dios arrebato del panadero, inclinó su cabeza sobre sus pálidas
que me otorgue esa gracia. Pagaré con lo que haya quepa- manos alargadas y lloró. Y ya no volvió a dirigir su vista al
gar. Se lo exijo. Puede tratarme Dios a puñetazos. Recibiré callejón, sino que hizo esfuerzos para olvidar la pugna en-

[93]
tre aquel hombre barbudo y el gato. Le parecía una repre- tad. El aire salía sibilante por entre sus dientes. Al ir avan-
sentación de su propia vida, hecha con una terrible vivaci- zando presurosa se dio cuenta de que aquello era una locu-
dad. ra. «Seguramente anda preocupado con cosas de mucha-
Cuando en los atardeceres el hijo tomaba asiento junto a chos -se dijo a sí misma-. Tal vez haya empezado a salir
su madre, sentíanse ambos cohibidos por el silencio. Lle- de noche con chicas jóvenes.»
gaban la oscuridad y el tren vespertino a la estación. Aba- A Elizabeth Willard le asustaba la idea de que la viesen
jo, en la calle, resonaban sobre la acera de madera los pasos los huéspedes que había en el hotel, que perteneció en
de la gente que iba y venía. Después de salir el tren, reina- tiempos a su padre y del que figuraba todavía como dueña
ba en el patio de la estación un profundo silencio. Skinner en los registros de la propiedad del condado. El hotel iba
Leason 18, el agente de transportes, arrastraba tal vez una perdiendo constantemente clientela por su progresivo
carretilla a lo largo del andén de la estación. Resonaba en abandono y ella también se veía abandonada. Hasta su ha-
la calle Mayor la carcajada de un hombre. La agencia de bitación estaba en un rincón oscuro; y cuando se sentía
transportes se cerraba de un portazo. George Willard se le- con fuerzas para trabajar, prefería ocuparse en arreglar las
vantaba, cruzaba la habitación y buscaba a tientas la mane- camas, porque era un trabajo que se podía hacer cuando
cilla del picaporte. A veces tropezaba con una silla y se oía los huéspedes estaban fuera procurando hacer negocio con
el ruido que hacía al arrastrarla por el suelo. La enferma los comerciantes de Winesburg.
permanecía junto a la ventana, inmóvil, absorta. Sus ma- Cuando llegó la madre a la puerta de la habitación de su
nos alargadas, pálidas y exangües, colgaban al extremo de hijo, se arrodilló en el suelo y escuchó, por si oía algún rui-
los brazos del sillón. «Creo que deberías salir con los de- do en el interior. Al oír los pasos del muchacho, que anda-
más muchachos. Estás demasiado tiempo encerrado», de- ba dentro y que hablaba en voz baja, asomó a sus labios
cía, haciendo un esfuerzo para suavizar la turbación del una sonrisa. George Willard tenía la costumbre de hablar
muchacho al retirarse. «Pensaba dar un paseo», contestaba en voz alta consigo mismo, y su madre había experimenta-
George Willard, entre torpe y confuso. do siempre un placer especial al oírlo. Le daba la impre-
Una noche del mes de julio, cuando escaseaban los hués- sión de que esa costumbre de su hijo reforzaba el vínculo
pedes que se hospedaban temporalmente en la nueva Casa secreto que existía entre los dos. Mil veces se lo había susu-
Willard, cuando los pasillos que daban al salón de entrada, rrado a sí misma. «Anda tanteando a su alrededor, procu-
iluminados con lámparas de petróleo a media luz, estaban rando encontrarse a sí mismo -pensó-. No es un maja-
sumidos en la penumbra, le ocurrió a Elizabeth Willard dero cualquiera, todo palabrería y buenas maneras. Lleva
una aventura. Llevaba enferma y en cama varios días, sin dentro, oculto, algo que pugna por crecer. Y ese algo es lo
que su hijo hubiese ido a visitarla. Y esto la tenía alarma- que yo dejé que matasen dentro de mí.»
da. El débil rescoldo de vida que se ocultaba en su cuerpo En la oscuridad del pasillo, junto a la puerta, la enferma
se avivó hasta hacerse llama a impulsos de su ansiedad; sa- se levantó y echó a andar de nuevo hacia su habitación.
lió del lecho, se vistió y fue presurosa por el pasillo en di- Tenía miedo de que se abriese la puerta y de que el mucha-
rección del cuarto de su hijo, agitada por temores exagera- cho la descubriera. Cuando llegó a una distancia prudente
dos. Caminaba apoyándose en la mano, deslizándose a lo e iba a doblar un ángulo para seguir por otro segundo pasi-
largo de las paredes empapeladas y respirando con dificul- llo, se detuvo; y, sosteniéndose con ambas manos, esperó a
que le pasase un acceso tembloroso de debilidad, que la ha-
18 En el manuscrito que se encuentra en la Newberry Library se lee
«Letson» tachado y sustituido por «Leason». Skinner Letson era un habitante
bía acometido de pronto. Se había sentido feliz al darse
de Clyde cuyo nombre Anderson trataba de enmascarar en la novela. cuenta de que el muchacho estaba dentro de la habitación.

[94]
- t emo res, que la habían asaltado estando en en un sillón cerca del despacho. Entonces ella volvió hasta
L os peqQenos ,
su lecho durante ]as largas horas de soledad, hab1~n toma- la puerta de la habitación de su hijo. Su debilidad desapare-
ció como. por milagro, y caminó resueltamente pasillo
d o pro P orciones desmesuradas. Pero todos se habian esfu-
mado ya, «Cuando esté d e vue 1ta en e 1cuarto me d ormire»,
· ' adelante. Mil ideas bullían en su cerebro. Al oír el crujido
murmuraba agradecida. de una silla y el ruido de una pluma que arañaba el papel,
Pero Elizabeth Willard no iba a volver a su lecho, ni iba se volvió de nuevo por donde había venido, y regresó a su
tampoco a dormir. Mientras ella permanecía temblorosa habitación.
en la oscuridad, se abrió la puerta de la habitación de su El cerebro de la derrotada esposa del hotelero de Wines-
hijo y salió de ella su padre, Tom Willard. Permaneció con burg se iluminó con una resolución concreta. Esa resolu-
la mano agarrando el picaporte, iluminado por la luz que ción venía a ser el resultado de largos años de reflexiones
se proyectaba desde el interior, y dijo algo. Lo que dijo pacíficas y estériles. «Ahora es cuando yo actuaré -se dijo
sacó de quicio a la mujer. a sí misma-. Algún peligro amenaza a mi hijo y yo le voy
Tom Willard ambicionaba un porvenir para su hijo. Se a proteger.» La sacaba de quicio aquella serenidad y natu-
consideraba a sí mismo un triunfador, aunque jamás había ralidad con que habían hablado Tom Willard y su hijo,
salido con bien de ninguna de sus iniciativas. Pero en como si los dos se comprendieran. Ella detestaba desde ha-
cuanto perdía de vista la nueva Casa Willard y estaba segu- cía muchos años a su marido; pero aquel aborrecimiento
ro de no tropezar con su mujer, fanfarroneaba y se hacía era una cosa completamente impersonal. Su marido no era
pasar por una de las personalidades más destacadas de la más que una parte de otra cosa que ella odiaba. Pero ese
población. Quería que su hijo triunfase. Era él quien había odio se había personificado en aquel momento, por efecto
conseguido para el muchacho el empleo que desempeñaba de aquellas pocas palabras pronunciadas en la puerta. En
en el periódico WinesburgEagle. Ahora, poniendo en su voz la oscuridad de su habitación apretó los puños y dirigió a
un tono severo, le daba consejos acerca de la manera de su alrededor miradas de acecho. Avanzó hasta un bolso de
comportarse, «Te digo, George, que tienes que espabilar- tela que colgaba de un clavo en la pared y sacó un par de ti-
te», exclamó vivamente. «Will Henderson me ha abordado jeras muy largas, empuñándolas como si fuesen una daga.
ya tres veces a este propósito. Dice que te pasas las horas «Lo mataré de una puñalada -exclamó en voz alta-. Se
sin escuchar cuando te hablan, que te portas como una ha empeñado en ser el portavoz del mal, y yo le mataré.
chica atontada. ¿Qué te ocurre?» Tom Willard se echó a Cuando lo haya matado estallará algo dentro de mí y mori-
reír con buen humor. «Bueno, supongo que eso pasará ré yo también. Será para los dos una liberación.»
-dijo-. Así se lo dije a Will. No eres un imbécil y menos En su juventud, antes de casarse con Tom Willard, tenía
una mujer. Eres el hijo de Tom Willard, y ya te espabilarás. Elizabeth, en Winesburg, una reputación algo dudosa.
Estoy seguro. Lo que me has dicho pone las cosas en claro; Durante muchos años estuvo fascinada por los escenarios,
si ser periodista te ha metido en la cabeza la idea de hacerte y se había exhibido en las calles con viajantes que se hospe-
escritor, me parece bien. Pero me parece que también para daban en el hotel de su padre; vestía trajes llamativos y les
eso tendrás que sacudirte la modorra, ¿estamos?» instaba a que le contasen cosas de las ciudades de donde
Tom Willard echó a andar con paso ligero por el pasillo ellos venían. En cierta ocasión dejó estupefacto al pueblo
y descendió por un tramo de escaleras al despacho. La mu- vistiéndose con ropas de hombre y paseándose en bicicleta
jer, que permanecía en la oscuridad, pudo oír cómo se reía por la calle Mayor.
hablando con un huésped que procuraba matar el tiempo En su misma cabeza la muchacha alta y de pelo negro
durante aquella velada aburrida, cabeceando soñoliento era un enigma. Vivía intranquila y la intranquilidad se
manife;staba de dos maneras. Sentía, en primer lugar, un lárnpara y la colocó encima del tocador_ que estaba junto a
deseo desasosegado de algo nuevo, ~e un ca~~io brusco y la puerta. Había surgi_do de p 7ont~ una idea en _su c~rebro;
profundo en el rumbo de_su vida. Este sent1m1ento fue el se dirigió a un armano y saco de el una _pequena ~a¡a c:1a-
que la hizo pensar en ded1earse al teatro. Soñaba con unir- drada, que colocó sobre la mesa. La ca¡a contema vanos
se a alguna compañía de cómicos para correr el mundo rtículos de maquillaje y estaba ol viciada allí desde que se
viendo siempre caras nuevas y entregando un poco de sí :lojó en el hotel~?ª compañía de com_ediante~ que recaló
misma a todos. A veces, por las noches, este pensamiento en Winesburg. Elizabeth W 1llard habia dec1d1do parecer
la tranquilizaba; pero cuando intentaba hablar del asunto a hermosa. Sus cabellos eran _todavía negros y formaban 1;1na
los miembros de las compañías teatrales que llegaban a gran masa trenzada y recogida alrededor ele su cabeza. Em-
Winesburg y _paraban en el hotel de su padre, no sacaba pezó a dibujarse en su imaginación la escena que iba a de-
nada en limpio. No parecían comprender el sentido de sus sarrollarse en el despacho. Tom Willarcl no vería alzarse
palabras; y cuando ella cor:iseguía dar expresión a una par- frente a él la figura de una mujer gastada, sino algo inespe-
te d~ sus apas10nados sentimientos, se limitaban a echarse rado v sorprendente. Alta, con las mejillas sombreadas y la
a re1r. «No es eso -le decían-. Es una vida tan monóto- mata'de cabellos cayendo sobre sus espaldas, descendería
na y sin relieve como la de aquí. No conduce a nada.» por las escaleras una figura ele mujer, ~ la vista de los sor-
Lo que le ocurría con los viajantes que paseaban con prendidos ocupantes que pasaban el tiempo en el despa-
ella por la cmdad y lo que le ocurrió después con Tom Wi- cho del hotel. Sería una figura silenciosa, pero rápida y te-
llard, ern algo muy distinto. Todos parecían comprenderla rrible. Surgiría como una tigresa que viese en peligro a su
y simpatizar con ella. En las calles poco frecuentadas del cachorro, saliendo de entre las sombras, deslizándose sin
pueblo, en la oscuridad proyectada por los árboles, cogían ruido y empuñando aquellas graneles tijeras malditas.
su mano, y entonces ella _se imaginaba que emergía de su Elizabeth Willard apagó la luz que estaba sobre la mesa
intenor algo que no sabia expresar y que se fundía con y dominando en su garganta un pequeño sollozo entrecor-
algo que tampoco ellos sabían expresar. tado, permaneció débil y temblorosa en la ocundad. La
Y luego estaba la segunda manera de dar salida a su in- abandonó de pronto aquella fortaleza que había ciado mi-
quietud. Cuando esto ocurría, se sentía como liberada y fe- lagrosamente ánimos a su cuerpo y estuvo a punto de des-
liz dura~te algún tiempo. No culpaba a los hombres que la plomarse; se agarró al respaldo del sillón en que había pa-
acompanaban, y tampoco culpó, andando el tiempo, a sado tantos días interminables contemplando la calle Ma-
Tom Willard. Las cosas ocurrían siempre de la misma ma- yor ele Winesburg por encima de los techos de hojalata. Se
nera; empezaban con besos y terminaban, después de una oyeron pasos en el corredor y apareció en la puerta George
sene de emoc10nes extrañas y desordenadas con una sen- Willard. Se sentó en una silla junto a su madre y empezó a
sa~ión de sosiego y, finalmente, con lágrim;s y arrepenti- hablar. «Me voy a marchar del pueblo-dijo-. No sé a dónde
miento. Cuando ella rompía a llorar, cubría con sus manos iré ni lo que voy a hacer, pero sí te digo que me marcho.»
el rostro_del hombre que estaba con ella, y le asaltaba siem- La mujer que estaba en el sillón esperó trémula. Tuvo
pre el mismo pensamiento. Aunque fuese un hombrachón una inspiración. «Creo que lo mejor que puedes hacer es
con ~:rba, le parecí_a que se había convertido de pronto en espabilarte -dijo-. ¿No te parece? ¿Por qué no te va~ a
un mno. Y se admiraba de que no rompiese a sollozar él una ciudad y ganas dinero? ¿Eh? ¿No crees que lo me¡or
también.
que puedes hacer es convertirte en un hombre de nego-
D~r:itro, ya de s_uhabitación, agazapada en un rincón de cios, y ser activo, agudo y despierto?» Esperó la respuesta
la vie¡a Casa Willard, encendió Elizabeth Willard una temblando.

[99]
EJ hijo movió su cabeza. «Creo que no podré hacer que
me comprendas, aunque me gustaría -dijo vivamente-.
Con mi padre no puedo ni siquiera hablar de] asunto. Ni
Jo intento. No conduciría a nada. No sé lo que haré. Quie-
ro soJament~ ma~cha~me, conocer gente y meditar.»
. Se apodero ~l silenc10 de la habitación en que estaban el
¡oven y la mu¡er, sentados uno junto a otro. y otra vez
como les ocurría las demás noches, se sintieron incómo~
dos. Al ca_~ode un rato intentó el muchacho reanudar la
conversac10_n. «Supongo que no lo haré hasta dentro de
uno _0 dos_a_n??,pero lo estoy pensando -dijo poniéndose EL FILÓSOFO
en pie Ydmgiendose_ hac,ia _lapuerta-. Me ha dicho padre
una cosa_que me obligara srn remedio a marcharme.» Hizo
doctor Parcival era un hombre corpulento con la

E
girar a tientas la ~ª1:?cilla d_elpicaporte; el silencio que L

remaba e~ la habitacion se hizo insoportable para la mu- boca caída cubierta por un bigote amarillo. Lleva-
¡e;. Quena llorar de alegría por aquellas palabras que ha- ba siempre un sucio chaleco blanco, de cuyos bolsi-
bian_sa!ido de la boca, de su hijo. Pero ya no sabía expresar llos asomaban puros negros de los que se llaman corriente-
sentimien_tos de alegna. «Creo que lo mejor que puedes ha- mente vegueros. Tenía los dientes ennegrecidos e irregula-
c_eres sal1r con los demás muchachos. Vives demasiado res, y había en sus ojos un no sé qué extraño. En el párpado
tiempo encerrad~» -_dijo~. «Pensaba dar un pequeño del ojo izquierdo tenía un tic, se le caía y le volvía a subir
pas_e,o»-contesto el hi¡o, saliendo torpemente de la habi- produciendo exactamente la impresión de una persiana de
tacion y cerrando la puerta. cuya cuerda se entretenía en tirar alguien que estaba den-
tro de la cabeza del doctor.
El doctor Parcival tenía debilidad por el muchacho,
George Willard. La cosa empezó cuando George llevaba
ya un año trabajando en el WinesburgEagle, y la iniciativa
de aquellas relaciones fue obra exclusiva del doctor.
Will Henderson, propietario y editor del Eagle, solía ir a
última hora de la tarde al bar de Tom Willy. Tomaba por
una callejuela y, deslizándose al interior por una puerta
trasera, empezaba a beber una mezcla compuesta de gine-
bra de endrino y soda. Will Herdenson era un sensualis-
ta 1'!, y andaba ya por los cuarenta y cinco. Se imaginaba
que la ginebra lo rejuvenecía. Disfrutaba, como muchos
hombres dados a los placeres, hablando de mujeres, y se
pasaba una hora charlando con Tom Willy. El dueño del

1'J Adepto a la doctrina filosófica que no admite como fuente de conoci-


mientos más que las sensaciones recibidas del exterior.
[100]
[101]
UNA A VENTURA

LICE Hindman, que tenía ya veintisiete años cuan-

A do George Willard era todavía un muchacho, ha-


bía pasado toda su vida en Winesburg. Estaba em-
pleada en la tienda de confecciones de Winney, y vivía
en c~sa de su madre, que estaba casada en segundas
nupcias.
El padrastro de Alice, pintor de carruajes, era dado a la
bebida. Tenía una historia muy extraña; valdrá la pena que
la cuente algún día.
Cuando Alice tenía veintisiete años era una muchacha
alta y más bien delgada. Su cabeza, muy voluminosa, era lo
que más destacaba de su cuerpo; tenía las espaldas un poco
inclinadas; los ojos y los cabellos castaños. Alice era una
mujer muy tranquila que ocultaba, bajo apariencias de pla-
cidez, un fermento interior en continua actividad.
Alice había tenido una aventura amorosa con cierto jo-
ven, siendo ella una chiquilla de dieciséis años. En aquel
entonces no había empezado todavía a trabajar en el alma-
cén. El joven, que se .llamaba Ned Currie, era mayor que
Alice. Estaba empleado, como George Willard, en el Wi-
nesburgEagle;durante mucho tiempo se veía casi todas las
noches con Alice. Paseaban juntos bajo los árboles, por las
calles del pueblo, y hablaban del destino que darían a sus
vidas. Alice era entonces una chica muy guapa, y Ned Cu-
rrie la estrechaba entre sus brazos y la besaba. El joven se
exaltaba y dfcía cosas que no pensaba; también Alice se
exaltaba, traicionada por su deseo de que entrase en su
vida monótona un rayo de belleza. También ella hablaba, de su padre: «De aquí en adelante tendremos que seguir
se quebró lá corteza exterior de su vida, toda su reserva y unidos, suceda lo que suceda.»
desconfianza características, y se entregó por completo a El joven periodista no consiguió colocarse en Cleveland
las emociones del amor. A finales del otoño, Ned Currie se y marchó hacia el Oeste, a Chicago. Durante algún tiempo
marchó a Cleveland, esperando colocarse en un periódico sentía su soledad y escribía todos los días a Alice. Pero la
de aquella ciudad y abrirse camino en el mundo; y ella, vida de la ciudad lo envolvió en su torbellino; fue hacien-
con sus dieciséis años, quería irse con él. Le manifestó con do amigos y descubrió en la vida nuevos motivos de atrac-
voz temblorosa su oculto pensamiento. «Yo trabajaré y tú ción. Se hospedaba en Chicago en una pensión en la que
podrás también trabajar -le dijo-. No quiero echarte había varias mujeres. Una de ellas despertó su interés y se
encima una carga inútil que te impida progresar. No te ca- olvidó de Alice, que había quedado en Winesburg. Antes
ses ahora conmigo. Podemos no estar casados, aunque vi- de finalizar el año dejó de escribir y sólo se acordaba de la
vamos juntos. Nadie murmurará aunque vivamos en la muchacha muy de tarde en tarde, cuando se sentía solita-
misma casa, porque nadie nos conocerá en aquella ciudad rio o cuando paseaba por algunos de los parques de la ciu-
y la gente no se fijará en nosotros.» dad y veía brillar la luz de la luna sobre la hierba, como
Ned Currie se quedó confuso ante aquella resolución y brillaba aquella noche en el prado cercano al arroyo
entrega que de sí misma le hacía su novia, pero se sintió Wine.
también conmovido. Su primer deseo había sido hacer de La muchacha de Winesburg, iniciada ya en el amor, fue
la muchacha su amante, pero cambió de opinión. Pensó en creciendo hasta hacerse mujer. Cuando tenía veintidós
protegerla y cuidar de ella. «No sabes lo que dices -le años falleció de repente su padre, que tenía una guarnicio-
contestó con aspereza-. Ten la seguridad de que no voy a nería. Como el guarnicionero era un antiguo soldado, su
consentir que hagas algo así. En cuanto consiga un buen viuda empezó a cobrar al cabo de algunos meses una pen-
empleo regresaré. Por el momento tendrás que quedarte sión de viudedad. Invirtió el primer dinero que cobró en
aquí. Es lo único que podemos hacer.» comprar un telar, para dedicarse a tejer alfombras. Alice
La víspera del día en que había de marchar de Wines- consiguió un empleo en la tienda de Winney. Durante va-
burg para empezar su nueva vida en la ciudad, Ned Currie rios años no hubo nada capaz de hacerle creer que Ned
fue a buscar a Alice. Empezaba a anochecer. Pasearon por Currie no acabaría por volver a buscarla.
las calles durante una hora, luego alquilaron una calesa en Se alegró de estar empleada, porque la diaria rutina del
las caballerizas de W es ley Moyer y salieron a dar un paseo trabajo en la tienda hacía menos largo y aburrido el tiempo
por el campo. Salió la luna y los muchachos no sabían qué de la espera. Empezó a ahorrar dinero, con la idea de ir a la
decirse. La tristeza le hizo olvidar al joven las decisiones ciudad en busca de su amante en cuanto tuviese ahorrados
que había tomado respecto a la forma de comportarse con dos o trescientos dólares, a fin de intentar reconquistar su
la joven. cariño con su presencia.
Bajaron del coche junto a un extenso prado que descen- Alice no censuraba a Ned Currie por lo que había ocu-
día hasta el lecho del arroyo Wine, y allí, en la pálida clari- rrido en el campo, a la luz de la luna, pero experimentaba
dad, se hicieron amantes. Cuando regresaron a la pobla- la sensación de que no sería capaz ya de casarse con otro
ción, hacia la media noche, los dos estaban alegres. Les pa- hombre. Le parecía una monstruosidad la idea de entregar
recía que ningún acontecimiento futuro podía borrar la a otro lo que ella tenía conciencia de que sólo podía perte-
maravilla y la belleza de lo que acababa de ocurrir. Ned necer a Ned. No hizo caso alguno de otros jóvenes que
Currie dijo al despedirse de la joven a la puerta de la casa procuraron atraer su interés. «Soy su mujer y continuaré
siéndolo vuelva o no vuelva», se decía a sí misma; Y por sin que entrase un solo cliente. Entonces Alice arreglaba y
muy dispuesta que estuviese a mirar Pº: su propio interé~, volvía a arreglar los géneros de la tienda. Permanecía de
no habría sido capaz de ~omprender el ideal, c~da vez ~as pie junto al escaparate, desde donde podía observar la calle
difundido hoy, de una mujer dueña de sus pr_op1_os ~estmos desierta, y pensaba en las noches en que paseaba con Ned
y persiguiendo, en un toma y daca, su propia fmaltdad en Currie y en las cosas que éste le había dicho. «De aquí en
la vida. adelante tendremos que ser el uno del otro.» Aquellas pa-
Alice trabajaba en la tienda desde las ocho de la mañ~na labras resonaban una y otra vez en el cerebro de aquella
hasta las seis de la noche, y tres tardes por semana volvta a mujer que iba entrando en años. Asomaban las lágrimas a
la tienda a trabajar de siete a nueve. Conforme fue pasan?º sus ojos. A veces, cuando había salido su patrón y ella se
el tiempo y ella sintió cada vez más su soledad, empezo a quedaba sola en la tienda, apoyaba su cabeza en el mostra-
poner en práctica los recursos comunes ~ todas las perso- dor y lloraba. «Ned, te estoy esperando», murmuraba una y
nas solitarias. Por la noche, cuando subta a su cuarto, se otra vez; y el temor, que se iba deslizando en su interior,
arrodillaba en el suelo para rezar, y en medio de sus rezos de que no volviese nunca más adquiría cada vez mayor
murmuraba las cosas que hubiera querido decir a su ~~an- fuerza.
te. Se aficionó a objetos inanimados, y no consm_t10 _9ue La región que rodea a Winesburg es deliciosa durante la
nadie pusiese la mano en _los muebles de_ su ,hab1tac1on, primavera, después de las lluvias del invierno y antes de
porque ésta era suya exclusivamente. Contm~~ ahorrando que lleguen los calurosos días del estío. El pueblo se levan-
dinero, aun después de abandonar s~ propos1to de mar- ta en medio de una llanura, pero más allá de los sembrados
char a la ciudad en busca de Ned Curne. El ahorro se c~m- surgen encantadoras extensiones de bosques. Hay en esas
virtió para ella en un hábito adquirido, y aunque necesita- arboledas muchos pequeños rincones escondidos, lugares
ra comprar ropa nueva no lo ha~ía. A veces, en tardes _l~u- sosegados a donde suelen ir a sentarse los enamorados en
viosas sacaba en el almacén su libreta del Banco y, tenten- las tardes de los domingos. Por entre los árboles se descu-
dola abierta delante suyo, se pasaba las ~oras soñ~ndo co- bre la llanura y se ve desde allí a la gente de las granjas ata~
sas imposibles para economizar una c~nttdad _dedm~r? su- reada en los corrales y a las personas que van y vienen en
ficiente para que ella y su futuro mando pudiesen vtvtr de carruaje por las carreteras. Repican las campanas en el
las rentas. pueblo y de vez en cuando pasa un tren que, visto a lo le-
«A Ned le ha gustado siempre viajar por el mundo jos, parece de juguete.
-pensó-. Yo le daré la oportunidad de hacerlo. Cuando Durante unos años después de la marcha de Ned Currie
estemos ya casados y pueda yo ahorrar su ~i1:1er?y el mío, no volvió Alice al bosque los domingos con otros jóvenes;
nos haremos ricos. Entonces podremos vtaJar Juntos por pero cierto día, a los dos o tres años de la marcha de aquél,
todo el mundo.» . . haciéndosele insoportable su soledad, se vistió con sus me-
Y fueron pasando las seman~s, que ~e c~nvtrtteron en jores ropas y salió del pueblo. Encontró un pequeño espa-
meses, y los meses en años, y Altee co_ntmuo esperando en cio abrigado desde el cual podía distinguir el pueblo y una
la tienda de confecciones, soñando siempre con la vuelta ancha faja de campo y se sentó. Le asaltó el temor de su
de su amante. Su patrón, un anciano de pelo ~ntrecano, edad y de la inutilidad de todo lo que hiciese. No pudo
dentadura postiza y un bigotito ralo que le cata sobre, la permanecer sentada y se levantó. Puesta en pie, y al ir re-
boca, era poco aficionado a la charla; a veces, en los d1as corriendo con la mirada el paisaje, hubo algo, tal vez el
lluviosos o en los días de invierno en que el temporal se pensamiento de aquella vida que no se interrumpía jamás
desencadenaba sobre la calle Mayor, pasaban horas y horas a través de la cadena de las estaciones del año; hubo algo

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que hizo fijar su atención en los años que pasaban. Se dio con mayor resolución. Caminaba en silencio al lado del
cuenta de qÚe había perdido la belleza y la frescura de la ju- empleado de la farmacia; pero más de una vez, en la oscu-
ventud y se estremeció de temor. En aquel momento tuvo ridad mientras caminaban como dos estúpidos, alargó la
por primera vez la sensación de que la habían estafado. No man~ para tocar suavemente los pliegues de su abrigo.
le echaba la culpa a Ned Currie y no sabía tampoco a quién Cuando se despedía de ella, frente a la puerta de la casa de
echársela. Se sintió invadida de tristeza; cayó de rodillas y su madre, Alice, en lugar de entrar en casa, se quedaba un
se esforzó por rezar, pero en lugar de oraciones salieron de momento junto a la puerta. Sentía impulsos de llamar al
sus labios palabras de protesta. «No volverá ya a mí. No empleado aquel, de rogarle que se sentase con ella en la os-
volveré a encontrar ya la felicidad. ¿Por qué trato de enga- curidad del porche de la casa, pero temía que no la com-
ñarme a mí misma?», exclamó; y se sintió poseída de una prendiese. «No es a él a quien Y?quier? -se decía a s~
extraña sensación de alivio, nacida de aquel primer esfuer- misma-. Lo que yo busco es hmr de m1 gran soledad. S1
zo para enfrentarse con el miedo, que había llegado a ser no tomo precauciones acabaré por desacostumbrarme al
parte de su vida diaria. trato de la gente.»
El año en que Alice cumplió veinticinco ocurrieron dos
cosas que rompieron la triste monotonía de sus días. Su A principios de otoño del año en que cumplía los vein-
madre se casó con Bush Milton, el pintor de coches de Wi- tisiete, se apoderó de Alice un desasosiego apasionado. _No
nesburg, y ella, por su parte, ingresó en la Iglesia Metodis- podía sufrir la compañía del empleado de la farmacia y
ta. Alice se habia hecho de la iglesia porque tenía miedo de cuando llegaba, al atardecer, para sacarla d~ paseo, ell~ l?
la soledad de su vida. El segundo matrimonio de su madre despachaba. Su cerebro trabajaba con una mtensa act1v1-
había puesto más aún de relieve su aislamiento. «Me estoy dad; volvía a casa fatigada de permanecer largas horas de-
haciendo vieja y rara. Si Ned vuelve, ya no me querrá. Los trás del mostrador y se metía en la cama, pero no podía
hombres de la ciudad donde él está viven una perpetua ju- conciliar el sueño. Permanecía con los ojos muy abiertos,
ventud. Son tantas las cosas que allí ocurren que no tienen queriendo penetrar en la oscuridad. Su imaginación jugaba
tiempo de hacerse viejos», se decía a sí misma con una son- dentro del cuarto como un niño que se despierta después
risa de amargura; y empezó a relacionarse muy decidida de muchas horas de sueño. En lo más profundo de su ser
con otras personas. Todos los martes por la noche, des- había algo que no se dejaba engañar con fantasías y que
pués de cerrar la tienda, iba a una reunión religiosa que se exigía de la vida una respuesta bien definida. ,
celebraba en el sótano de la iglesia, y los domingos por la Alice cogió una almohada entre sus brazos y la apreto
noche, acudía a las reuniones de una sociedad que se lla- fuertemente contra sus senos. Salió de la cama y arregló la
maba la Liga de Epworth. manta de manera que, en la oscuridad, abultaba como si
Alice no dijo que no cuando Will Hurley, un hombre de hubiese alguien entre las sábanas; se arrodilló junto al le-
mediana edad, empleado en una farmacia y que pertenecía cho y acarició aquel bulto, susurrando una y otr~ vez c~mo
también a la iglesia, se ofreció a acompañarla hasta su casa. una cantilena: «¿Por qué no ocurre algo de 1mprov1so?
«Claro está que no consentiré que se acostumbre a estar ¿Por qué me dejan sola?» Aunque algunas veces se acorda-
conmigo, pero no veo peligro alguno en que venga de ba de Ned Currie, lo cierto es que no contaba ya con él. Sus
cuando en cuando», pensó, decidida todavía a continuar deseos se habían hecho imprecisos. No suspiraba por Ned
siendo fiel a Ned Currie. Currie ni por ningún otro hombre determinado. Quería
Alice, sin que ella misma se diese cuenta, intentaba asir- ser amada, que hubiese algo que hiciese eco a la llamada
se de nuevo a la vida, débilmente al principio, pero luego que surgía de su interior cada vez con mayor fuerza.
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hundió su rostro en la almohada y_sollozó desconsola~a-
Así las cosas tuvo Alice una aventura; fue en una noche mente. «¿Qué es lo que me pasa? S1,no tomo precacuc10-
de lluvia, y aqu'ella ave°:tura la llenó de terror y co1;fusió1_1. es un día haré algún disparate horrible», pensaba. Se vol-
Había regresado de la tienda a las nueve y no habia nadt,e
~ió' de cara a la pared y procuró armarse de valor para ha-
en casa. Bush Milton andaba por el pueblo y su madre ha-
bía ido a casa de una vecina. Alice subió a su cuarto y se cerse a la idea de que son muc~as l.as personas que se ven
desvistió a oscuras. Permaneció un momento junto a la obligadas a vivir y morir sohtanas, mcluso en W mesburg.
ventana, escuchando el ruido de las gotas que golpeaban
los cristales, y de pronto se apoderó de ella un extraño de-
seo. Sin detenerse a pensar en lo que iba a hacer, echó a co-
rrer escaleras abajo por la casa en tinieblas y se zambulló
en la lluvia que caía. Mientras permanecía de pie en el pe-
queño espacio sembrado de yerba que había frente a su
casa, sintiendo correr por su cuerpo la fría lluvia, se adue-
ñó por completo de ella un deseo loco de echar a correr
desnuda por las calles.
Se imaginó que la lluvia ejercía sobre su cuerpo un in-
flujo creador y maravilloso. Hacía muchos años que no se
había sentido tan llena de juventud y de energía. Sentía
impulsos de saltar y de correr, de gritar, de topar con algún
ser humano solitario y abrazarse a él. Por la acera enladri-
llada se oyeron las torpes pisadas de un hombre que iba ca-
mino de su casa. Alice echó a correr. La poseía un capri-
cho salvaje y desesperado. «¡Qué me importa quién sea!
Está solo, y voy a ir hasta él -pensó; y sin detenerse a re-
flexionar en las posibles consecuencias de su locura, lo lla-
mó cariñosamente de este modo-: ¡Espera! No te vayas.
Seas quien seas, tienes que esperar.»
El hombre que pasaba por la acera se detuvo y se quedó
escuchando. Era viejo y algo sordo. Se llevó la mano a la
boca para dar más resonancia a sus palabras y gritó con
toda su fuerza: «¿Cómo? ¿Qué dice?»
Alice se dejó caer al suelo toda temblorosa. Tan asustada
quedó, pensando en lo que había hecho, que cuando el
hombre siguió su camino ella no tuvo valor para ponerse
en pie, sino que se dirigió hasta su casa gateando sobre la
yerba. Cuando llegó a su cuarto, se cerró por dentro y arri-
mó la mesa de tocador a la puerta. Su cuerpo tiritaba como
si hubiese cogido frío; y era tal el temblor de sus manos
que no podía ponerse el camisón. Se metió en la cama,

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