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Ciencia

Un día comencé una investigación muy particular. Tomé ciertas escenas, muy representativas, y
las examiné con microscopio.
Escogí de primera escena, el orgasmo unísono de un par de espíritus encarnados. Creí que este
sería el yacimiento más fértil de lo que buscaba. Observé y encontré el secreto de una muerte
placentera, también la comunión y el reencuentro de dos eternas existencias a la deriva, y la
manifestación material de la divinidad misma. Pero entre tan fantásticas riquezas, no encontré lo que
buscaba.
Examiné entonces algo de temporalidad más amplia: el éxtasis al admirar la hermosura de la
contraparte, del prójimo. Pero lo único que encontré en este caso, y con gran decepción, fue la
camuflada obsesión lasciva, escondida en el torrente sanguíneo.
Entonces amplié las premisas de esta admiración, más allá de lo físico, y ¡oh sorpresa! Descubrí
las ambiciosas expectativas de poseer al otro como un trofeo de vida.
Decidí, debido a esto, enfocar mi búsqueda no en la complementariedad. Así pues, observé el
resguardo que se busca en los abrazos de una madre, una abuela; de un padre, de un abuelo. Ahí pude
distinguir la preservación mutua de la vida, el cariño y la inversión genética, el proceso ancestral tras
bambalinas. Sin embargo, ahí tampoco encontré aquello que buscaba.
En el proceso científico no hay error que no signifique aprendizaje. Valoré mucho estos
descubrimientos, por más dolorosos e incluso frustrantes, y luego de meditar y replantear mis
objetivos retorné a la observación, pero esta vez de forma menos diseccionante. Opté por la oscuridad,
cerré los ojos.
Transité por los recuerdos que más me habían provocado esto que ahora buscaba tangibilizar.
Fotogramas precisos, no escenas compuestas. Los cariños perrunos recibidos al llegar a casa. El efecto
del adorable chantaje de la mirada y el maullido. El olor de la comida al terminar de prepararla, la
reacción facial en los comensales al primer bocado. El agitar de mi cabeza al oír la estridencia de mis
ídolos. El alcanzar el punto final de un texto. Las fotografías de aves, el florecer del jardín, el sonido
de la lluvia. El despertar luego de pernoctar en la calle. El brillo hipnótico de la luna.
No necesité buscar más recuerdos. Abrí los ojos y entendí cuál había sido mi error. Entonces cogí
nuevamente las escenas descartadas y les devolví mi observación, tal como a mis recuerdos. ¡Y en
efecto, encontré lo que buscaba en todas!
Ahí estaba, estuvo siempre. En la respiración y en los latidos post-orgásmicos. En descubrir la
hermosura viva en forma humana. En el saber de la existencia de personas admirables. En el
reconocimiento de un origen.
En la maravillosa sensación de instantánea eternidad, en esas descargas de vida. Ahí está la fuente
tangible de lo que tanto buscaba. Aquello de lo cual había olvidado su forma y como se sentía, y por
ende confundí con otras cosas. El amor.

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