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En efecto, fue sólo con el anuncio de su ejecución de aquel monarca indígena que sus
generales, muerto ya su señor —liberados por tanto de toda promesa de pasividad—,
empezaron las campañas militares contra los cristianos. Se iniciaron entonces las
cruentas guerras de la Conquista del Perú; luchas en las cuales el español tuvo siempre a
su lado a decenas de miles de indios aliados. Fue aquel un prolongado proceso heroico
de cien batallas hasta hoy ignoradas por nosotros. Gloriosa resistencia que nos
enorgullece con varías triunfos incaicos sobre las armas hispánicas. Épicas campañas en
las cuales se formó un audaz pelotón de caballería peruana; y una elemental arcabucería
incaica. Larga lucha que sólo habría de cerrarse con el asesinato de Manco Inca en las
montañas de Vilcabamba la Vieja.
Por estas ideas nuestro libro constituye el primer intento peruano de escribir la historia
de la conquista del Perú en forma integral. Pero posee, además, otra característica, que
señalamos con interés. La de presentar también la “visión de los vencidos” y no sólo la
de los vencedores. Al igual que un cronista del siglo XVI podemos afirmar nosotros que
hemos trabajado esta obra “prosiguiendo la descendencia de los Reyes Incas de este
reyno, y lo a ellos perteneciente, sin tratar despacio las cosas de los españoles, que por
otros han sido ya tratadas”. De ahí que tanto resaltemos las victorias cuzqueñas sobre
las mesnadas castellanas.
Esta fragmentación interna fue aún más notoria cuando la gran sublevación de Manco
Inca. Con tantas discordias se careció de elementos esenciales para la consecución del
triunfo: simultaneidad en los pronunciamientos sincronización entre los dirigentes;
unidad en la estrategia. Fue funesto a los rebeldes que, a causa de rencillas aristocráticas
y de odios dinásticos, jamás lograse Manco unir a todas las fuerzas nativas; las que,
juntas habrían resultado imbatibles. La sublevación carecía de mando único y, con
frecuencia, los peninsulares utilizaron hábilmente a su favor estas escisiones y,
atizándolas, lanzaron a unos indios contra otros.
Sucedió así que hubo varias rebeliones en lugar de una maciza. Cada señorío procedió
por su cuenta, levantándose a destiempo y acatando a sus caciques, quienes no siempre
mantuvieron fidelidad a las exigencias populares. Distintos régulos por rivalidad con los
Incas, no prestaron suficiente respaldo al movimiento central cuzqueño. Asimismo,
ciertos Curacas engañados por la perfidia del agresor, o corrompidos por los españoles,
lucharon, al igual que en México, al lado de los conquistadores, siguiéndolos en tan
equívoco empeño, considerables masas de indios sometidos al mandato irrefutable de
esos soberanos locales.
El Inca contó de modo permanente sólo con el poderoso núcleo tribal forjador del
Tahuantinsuyo: los clanes gloriosos de los Cuzcos. Estos ayllus, creadores del Imperio
Incaico, fueron el alma de la insurrección. Allí, en la estrecha franja ceñida por los ríos
Vilcanota y Apurímac, estuvo el baluarte principal de la resistencia. Guerreando contra
España, aspiraban a reconstruir el perdido Tahuantinsuyo. Distinta fue la actitud de
otros grupos nativos. En efecto, las demás “naciones” autóctonas combatientes
intervinieron, aunque con valentía, sólo en una que otra fase de la Reconquista sin
aceptar la supremacía de los Cuzcos. Aspiraron a su propia autonomía.
Pese a esa situación, tan adversa, las derrotas ibéricas frente al Inca fueron numerosas.
Podrían relievarse las infligidas a Hernando Pizarro en Ollantaytambo y a Gonzalo
Pizarro en Chuquillusca; y estas batallas no constituyeron excepción. Manco venció a
diversos jefes castellanos en Pillcosuni, Curahuasí, Jauja y Yeñupay. Por años tuvo en
jaque a sus enemigos. Pero esto no fue todo.
¡Indios contra indios! Tal fue en realidad, el secreto de la rápida conquista del
Tahuantinsuyo; porque las guerras de la penetración castellana eran, esencialmente,
sanguinarias campañas de unas confederaciones tribales contra otras. Atroz contienda
entre indios. Espantosas guerras civiles que los españoles aprovecharon hábilmente y
sin escrúpulos. Anarquía política que los castellanos supieron reforzar a través del
atizamiento del espíritu levantisco de numerosos régulos indígenas contra el orden
imperial incaico.
Los españoles fueron así penetrando al Imperio. Auxiliaban a uno u otro bando según
las conveniencias del momento. Aprovechando el caos, burlando a los jefes indios,
minaron toda posibilidad de resistencia organizada. Frente al arrojo de los cuzqueños
que se lanzaban sin miedo Contra el acero y el fuego, pudo más la astucia de los
peninsulares, quienes eran protegidos por grandes masas de indios aliados. Las energías
incaicas se gastaron en la lucha fratricida. Las de Occidente, en cambio, se aplicaron en
objetivos muy concretos y perfectamente determinados.
Fue en medio de estas condiciones que se hizo factible el que unos diez mil españoles
conquistasen el Perú en un decenio, cayendo dos mil de ellos en la lucha.
Verdaderamente, tan reducida cifra de conquistadores llamó siempre la atención porque
se había descuidado el estudio de la crisis interna que sufría la sociedad incaica. Y tal
vez porque, también, olvidábamos que tal clase de derrumbes se han producido
numerosas veces en la historia universal. Al respecto quizás el ejemplo más categórico
lo proporcione el formidable Imperio Persa. Abarcaba desde el Danubio hasta el Indo,
pero fue destruido por un pequeño número de falanges de Alejandro. Ocurrió así merced
a terribles tensiones internas que afrontaba Darío III Codomano; las cuales estallaron
ante la presencia del conquistador macedonio. Aunque ejemplo no menos válido lo
proporciona la misma España Visigótica que apenas en un par de años fue conquistada
desde Gibraltar hasta los Pirineos por sólo trescientos árabes, seguidos de algo más de
cinco mil auxiliares bereberes norafricanos. Las luchas internas españolas frustraron una
resistencia eficaz. Tanto la aristocracia coma el pueblo estuvieron divididos; en ambos
grupos hubo una fracción poderosa a favor de los musulmanes invasores.
Aquí, por igual, se desintegró el Estado Incaico. Los curacas levantados contra Cuzco o
contra Quito no midieron la trascendencia de su actitud. Como carecían de una
conciencia nacional única, cada aristocracia actuó conforme a lo que creyó conveniente
en aquel momento. La Política, —como se ha dicho— no era aún una ciencia muy
avanzada entre aquellos nuestros pueblos de totems y de magia y de sagrados señoríos.
Pero sí, en cambio, la Política gozaba de plenitud de desarrollo entre los peninsulares,
quienes procedían de un mundo ya en plena mentalidad lógica.
“El fin justifica los medios”, era un pensamiento que se practicaba con naturalidad en el
viejo mundo, aunque no se confesase. Aventureros salidos de esos pueblos europeos
fueron los que chocaron contra la sencillez de las colectividades antiguas del Perú. No
sólo se enfrentaron, pues, el hierro contra a piedra y el arcabuz a la valentía elemental.
Los dos mil quinientos años de evolución histórica que separaban al Tahuantinsuyo de
España se reflejaron, por cierto, en ausencia de rueda y alfabeto, de pólvora y acero, de
corceles y navíos entre nuestros indios, pero también plasmó tan dilatado lapso de
diferenciación cultural en una conciencia política de menor desarrollo. En una
mentalidad más llana; menos capaz del complicado juego de intrigo y ardid. Recursos
que tanto cuentan en toda invasión.
Por estos motivos, con mayor razón aún, rendimos honores a los guerreros indígenas,
especialmente cuzqueños, que cayeron heroicamente en defensa de su patria. A los que
supieron morir en los mil combates que jalonan la historia de la Conquista del Perú.
Titanes de la talla de Cahuide, negados hasta ahora en las historias oficiales. Héroes que
hoy el pueblo peruano empieza a recuperar de un injusto olvido.