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LA GUERRA DE LOS VIRACOCHAS

(Visión Autóctona de la Conquista del Perú) Recopilado: C. Suárez

Por: JUAN JOSÉ VEGA

Ordinariamente se ha estimado que la Conquista del Perú acabó con la ejecución de


Atao Huallpa; y así se enseña todavía. Pero no existe afirmación más falsa. Cuando el
Inca fue agarrotado en Cajamarca, las guerras de los conquistadores contra los caudillos
indígenas no se habían iniciado aún.

En efecto, fue sólo con el anuncio de su ejecución de aquel monarca indígena que sus
generales, muerto ya su señor —liberados por tanto de toda promesa de pasividad—,
empezaron las campañas militares contra los cristianos. Se iniciaron entonces las
cruentas guerras de la Conquista del Perú; luchas en las cuales el español tuvo siempre a
su lado a decenas de miles de indios aliados. Fue aquel un prolongado proceso heroico
de cien batallas hasta hoy ignoradas por nosotros. Gloriosa resistencia que nos
enorgullece con varías triunfos incaicos sobre las armas hispánicas. Épicas campañas en
las cuales se formó un audaz pelotón de caballería peruana; y una elemental arcabucería
incaica. Larga lucha que sólo habría de cerrarse con el asesinato de Manco Inca en las
montañas de Vilcabamba la Vieja.

Por estas ideas nuestro libro constituye el primer intento peruano de escribir la historia
de la conquista del Perú en forma integral. Pero posee, además, otra característica, que
señalamos con interés. La de presentar también la “visión de los vencidos” y no sólo la
de los vencedores. Al igual que un cronista del siglo XVI podemos afirmar nosotros que
hemos trabajado esta obra “prosiguiendo la descendencia de los Reyes Incas de este
reyno, y lo a ellos perteneciente, sin tratar despacio las cosas de los españoles, que por
otros han sido ya tratadas”. De ahí que tanto resaltemos las victorias cuzqueñas sobre
las mesnadas castellanas.

Tales afirmaciones no pueden extrañar. La Conquista Española fue, en realidad, el fruto


de varias guerras; y se logró en un dilatado ciclo, muy sangriento, durante el cual brilló
el valor de un pueblo que se resistía a la dominación extranjera. Etapa aquella en la que,
asimismo, resaltó la astucia por encima de las virtudes del soldado. Los conquistadores,
en efecto, si bien empezaron utilizando a miles de indios nicaraguas, guatemalas y
panamás, así como a gran cantidad de negros africanos, pronto supieron, astutamente,
obtener un apoyo mucho más efectivo. Engañando a numerosos caciques peruanos,
apareciendo como dioses, y ofreciendo autonomía y privilegios, así como corrompiendo
a jefezuelos locales, consiguieron la adhesión de numerosos régulos indígenas. Creemos
que a la osada voluntad de aventura, sumaron siempre los castellanos la treta y la
trampa. Cosas corrientes en aquellos tiempos y que el Occidente por igual aplicó, en
todas partes, durante la conquista del mundo.

Aquí en el Tahuantinsuyo los españoles, dotados de cerca de medio siglo de experiencia


en la sujeción de América, emplearon, con gran éxito, una antiquísima máxima: dividir
para vencer. Lanzando a unos indios contra otros fueron destruyendo, en cruentas
batallas, a los dos fuertes núcleos incaicos: Cuzco y Quito. Pero los cristianos no sólo
azuzaron los odios mortales que dividían a las aristocracias Hanan y Hurin de estas dos
metrópolis. Simultáneamente favorecieron el alzamiento de poderosos curacazgos
integrantes del Imperio de los Incas.
Cuzco y Quito, así, no sólo se combatieron ferozmente con trágica e implacable saña,
mientras los españoles se fortalecían en el Perú. Libraron también guerras intestinas.
Cuzqueños y quiteñistas hubieron de soportar dentro de sus respectivas áreas de
influencia, una insurrección de curacas súbditos en varias de las más importantes
comarcas del Tahuantinsuyo. Estos caudillos indígenas locales, con su ciega rebeldía,
fueron instrumentos inconscientes de los cristianos en la lucha hispánica contra los
principales centros incaicos.

Esta fragmentación interna fue aún más notoria cuando la gran sublevación de Manco
Inca. Con tantas discordias se careció de elementos esenciales para la consecución del
triunfo: simultaneidad en los pronunciamientos sincronización entre los dirigentes;
unidad en la estrategia. Fue funesto a los rebeldes que, a causa de rencillas aristocráticas
y de odios dinásticos, jamás lograse Manco unir a todas las fuerzas nativas; las que,
juntas habrían resultado imbatibles. La sublevación carecía de mando único y, con
frecuencia, los peninsulares utilizaron hábilmente a su favor estas escisiones y,
atizándolas, lanzaron a unos indios contra otros.

Sucedió así que hubo varias rebeliones en lugar de una maciza. Cada señorío procedió
por su cuenta, levantándose a destiempo y acatando a sus caciques, quienes no siempre
mantuvieron fidelidad a las exigencias populares. Distintos régulos por rivalidad con los
Incas, no prestaron suficiente respaldo al movimiento central cuzqueño. Asimismo,
ciertos Curacas engañados por la perfidia del agresor, o corrompidos por los españoles,
lucharon, al igual que en México, al lado de los conquistadores, siguiéndolos en tan
equívoco empeño, considerables masas de indios sometidos al mandato irrefutable de
esos soberanos locales.

El Inca contó de modo permanente sólo con el poderoso núcleo tribal forjador del
Tahuantinsuyo: los clanes gloriosos de los Cuzcos. Estos ayllus, creadores del Imperio
Incaico, fueron el alma de la insurrección. Allí, en la estrecha franja ceñida por los ríos
Vilcanota y Apurímac, estuvo el baluarte principal de la resistencia. Guerreando contra
España, aspiraban a reconstruir el perdido Tahuantinsuyo. Distinta fue la actitud de
otros grupos nativos. En efecto, las demás “naciones” autóctonas combatientes
intervinieron, aunque con valentía, sólo en una que otra fase de la Reconquista sin
aceptar la supremacía de los Cuzcos. Aspiraron a su propia autonomía.

Pese a esa situación, tan adversa, las derrotas ibéricas frente al Inca fueron numerosas.
Podrían relievarse las infligidas a Hernando Pizarro en Ollantaytambo y a Gonzalo
Pizarro en Chuquillusca; y estas batallas no constituyeron excepción. Manco venció a
diversos jefes castellanos en Pillcosuni, Curahuasí, Jauja y Yeñupay. Por años tuvo en
jaque a sus enemigos. Pero esto no fue todo.

Para comprender integralmente la magnitud de la Guerra de Reconquista, cabría agregar


los sitios largos de Cuzco y Lima y los encuentros ganados por los lugartenientes del
Inca. Tal 31 caso de las victorias alcanzadas por Titu Yupanqui, quien, sucesivamente,
deshizo cuatro ejércitos conquistadores: los de los Capitanes Diego Pizarro, Gonzalo de
Tapia, Cristóbal de Mogrovejo y Alonso de Gaete. De los mílites de esas magníficas
expediciones, apenas quedaron vivos unos pocos: acabaron como siervos de Manco
Inca. Campaña apoteósica la de Titu Yupanqui que culminó en la fuga de las tropas de
Francisco de Godoy, ante las fuerzas incásicas que avanzaban, invencibles, hacia el
océano. Fue entonces cuando los cuzqueños cercaron Lima. Otros héroes victoriosos
fueron Ylla Tupac y Tisoc Inca, en el centro del Imperio y en el Titicaca,
respectivamente.

¡Indios contra indios! Tal fue en realidad, el secreto de la rápida conquista del
Tahuantinsuyo; porque las guerras de la penetración castellana eran, esencialmente,
sanguinarias campañas de unas confederaciones tribales contra otras. Atroz contienda
entre indios. Espantosas guerras civiles que los españoles aprovecharon hábilmente y
sin escrúpulos. Anarquía política que los castellanos supieron reforzar a través del
atizamiento del espíritu levantisco de numerosos régulos indígenas contra el orden
imperial incaico.

Pero la crisis dinástica incaica, al momento de la conquista española, no puede


explicarlo todo. Existían factores más profundos. Al caos político indígena se agregaron
elementos que no eran fruto de las circunstancias de última hora, sino derivados de la
esencia misma del Tahuantinsuyo. Nos referimos a la conformación multitribal del
Imperio de los Incas. Como todo Imperio, fue un Estado constituido por diversas
“nacionalidades”. Vastos señoríos separados entre sí por lenguas, dioses, costumbres,
leyes y tradiciones. Eran federaciones cuyas altivas aristocracias, vencidas poco tiempo
atrás por los Incas, apenas si permanecían sujetas por la autoridad imperial. No existía
sentimiento nacional. Al ser atacada la organización incaica en su base por los
conquistadores, muchos Curacas —ingenuamente— no vacilaron en dar su decidida
adhesión a los cristianos, a los cuales, con frecuencia, se vio como portadores de
autonomía local.

El Tahuantinsuyo no se hallaba, pues, suficientemente cuzqueñizado al producirse la


agresión hispánica. La acción Unificadora del Cuzco había durado demasiado poco; y
mucho faltaba aún Para que se formara una línea mínima de conciencia nacional, que
comprendiese a todos los pobladores del imperio. Por ello, en algunos casos, el nivel
político, todavía poco desarrollado en el Perú pre-hispánico hizo ver a los cristianos, no
como conquistadores sino como libertadores. La conquista europea tomó forma de
insurrecciones regionales contra el Inca.

Los españoles fueron así penetrando al Imperio. Auxiliaban a uno u otro bando según
las conveniencias del momento. Aprovechando el caos, burlando a los jefes indios,
minaron toda posibilidad de resistencia organizada. Frente al arrojo de los cuzqueños
que se lanzaban sin miedo Contra el acero y el fuego, pudo más la astucia de los
peninsulares, quienes eran protegidos por grandes masas de indios aliados. Las energías
incaicas se gastaron en la lucha fratricida. Las de Occidente, en cambio, se aplicaron en
objetivos muy concretos y perfectamente determinados.

Fue en medio de estas condiciones que se hizo factible el que unos diez mil españoles
conquistasen el Perú en un decenio, cayendo dos mil de ellos en la lucha.
Verdaderamente, tan reducida cifra de conquistadores llamó siempre la atención porque
se había descuidado el estudio de la crisis interna que sufría la sociedad incaica. Y tal
vez porque, también, olvidábamos que tal clase de derrumbes se han producido
numerosas veces en la historia universal. Al respecto quizás el ejemplo más categórico
lo proporcione el formidable Imperio Persa. Abarcaba desde el Danubio hasta el Indo,
pero fue destruido por un pequeño número de falanges de Alejandro. Ocurrió así merced
a terribles tensiones internas que afrontaba Darío III Codomano; las cuales estallaron
ante la presencia del conquistador macedonio. Aunque ejemplo no menos válido lo
proporciona la misma España Visigótica que apenas en un par de años fue conquistada
desde Gibraltar hasta los Pirineos por sólo trescientos árabes, seguidos de algo más de
cinco mil auxiliares bereberes norafricanos. Las luchas internas españolas frustraron una
resistencia eficaz. Tanto la aristocracia coma el pueblo estuvieron divididos; en ambos
grupos hubo una fracción poderosa a favor de los musulmanes invasores.

Aquí, por igual, se desintegró el Estado Incaico. Los curacas levantados contra Cuzco o
contra Quito no midieron la trascendencia de su actitud. Como carecían de una
conciencia nacional única, cada aristocracia actuó conforme a lo que creyó conveniente
en aquel momento. La Política, —como se ha dicho— no era aún una ciencia muy
avanzada entre aquellos nuestros pueblos de totems y de magia y de sagrados señoríos.
Pero sí, en cambio, la Política gozaba de plenitud de desarrollo entre los peninsulares,
quienes procedían de un mundo ya en plena mentalidad lógica.

Así, mientras el Cuzco, —y con él buena parte del Tahuantinsuyo—, reconoció al


principio como intocables dioses a los españoles, otorgándoles el divino nombre de
Viracochas, los conquistadores, duchos en los más arteros menesteres de la guerra,
mantuvieron falazmente el engaño. Poco, pues, podían hacer indios que aún creían en
deidades Viracochas salidas de las aguas, contra españoles venidos de la Europa
Renacentista, cuyos ídolos eran el dinero y la inteligencia. Era el enfrentamiento de la
franca amoralidad política del Occidente del siglo XVI con un pueblo que aún se
enorgullecía del ama llulla”, del “no mentir”.

“El fin justifica los medios”, era un pensamiento que se practicaba con naturalidad en el
viejo mundo, aunque no se confesase. Aventureros salidos de esos pueblos europeos
fueron los que chocaron contra la sencillez de las colectividades antiguas del Perú. No
sólo se enfrentaron, pues, el hierro contra a piedra y el arcabuz a la valentía elemental.
Los dos mil quinientos años de evolución histórica que separaban al Tahuantinsuyo de
España se reflejaron, por cierto, en ausencia de rueda y alfabeto, de pólvora y acero, de
corceles y navíos entre nuestros indios, pero también plasmó tan dilatado lapso de
diferenciación cultural en una conciencia política de menor desarrollo. En una
mentalidad más llana; menos capaz del complicado juego de intrigo y ardid. Recursos
que tanto cuentan en toda invasión.

Por estos motivos, con mayor razón aún, rendimos honores a los guerreros indígenas,
especialmente cuzqueños, que cayeron heroicamente en defensa de su patria. A los que
supieron morir en los mil combates que jalonan la historia de la Conquista del Perú.
Titanes de la talla de Cahuide, negados hasta ahora en las historias oficiales. Héroes que
hoy el pueblo peruano empieza a recuperar de un injusto olvido.

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