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RANIERO

CANTALAMESSA
JESUCRISTO,
el Santo de Dios
MEDITACIONES SOBRE LA DIVINIDAD
Y LA HUMANIDAD DE CRISTO

LUMEN
El autor

Raniero Cantalamessa

Sacerdote y t e ó l o g o italiano,
n a c i d o en 1934. F r a n c i s c a n o
c a p u c h i n o , fue o r d e n a d o sacerdote
en 1958 y se licenció en t e o l o g í a y
letras clásicas. En 1980 a b a n d o n ó
la d o c e n c i a universitaria para
dedicarse enteramente a la
p r e d i c a c i ó n , c o n especial hincapié
en el d i á l o g o e c u m é n i c o .
D e s d e 1980 es p r e d i c a d o r p e r s o n a l
del Papa y de la C a s a Pontificia.
C o m o tal predica c a d a s e m a n a en
C u a r e s m a y en A d v i e n t o en la
presencia del Papa, de los
cardenales y o b i s p o s de la C u r i a
r o m a n a y de los s u p e r i o r e s de
las ó r d e n e s religiosas.

Ha publicado numerosas obras,


que se solicitan en el m u n d o
entero. En L u m e n es autor de
Predicamos a un Cristo crucificado
y La subida al Monte Sinaí.
Raniero Cantalamessa

Jesucristo, el Santo de Dios

Grupo Editorial Lumen


Buenos Aires - México
Colección: Caminos interiores
Dirección: P. Luis Glinka, ofm

Titulo original:
Gesü Cristo, il Santo di Dio.
© 1990, Edizioni Paoline, Milán, Italia.

Traducción: Fiorella Frediani

Revisión y corrección: M. del Carmen Bustos de Sironi

ISBN: 950-724-418-2

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vio y por escrito del editor.

© Editorial Distribuidora Lumen SRL, 1995.

2. reimpresión, 2007.
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LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA


PRINTEDIN ARGENTINA

Se terminó de imprimir en el mes de marzo de 2007


en el Establecimiento Gráfico LIBRIS S. R. L.
MENDOZA 1523 • (B1824FTI) LANÚS OESTE
BUENOS AIRES • REPÚBLICA ARGENTINA
Introducción

EL HÉROE Y EL POETA

Bulle mi corazón de palabras graciosas


voy a recitar mi poema para un rey. (Sal 44)

H ay distintos caminos, distintos métodos, para acercarse


a la persona de Jesús. Por ejemplo, se puede empezar directa-
mente por la Biblia y, también en este caso, se pueden seguir dis-
tintos caminos: el tipológico, que fue utilizado desde la primera
catequesis de la Iglesia, que explica a Jesús a la luz de las profe-
cías y de las figuras del Antiguo Testamento; el camino histórico,
que reconstruye el desarrollo de la fe en Cristo a partir de las dis-
tintas tradiciones, autores y títulos cristológicos, o por los distin-
tos ambientes culturales del Nuevo Testamento. Y viceversa, se
puede partir desde las preguntas y los problemas del hombre de
hoy, o partir directamente de nuestra propia experiencia de Cris-
to, y desde allí remontarse a la Biblia. Son todos caminos larga-
mente explorados.
La Tradición de la Iglesia ha elaborado, bien pronto, un cami-
no de acceso al misterio de Cristo muy suyo, una manera muy
suya de recoger y organizar los datos bíblicos que a Él se refie-
ren, y esta forma se llama el dogma cristológico, la vía dogmáti-
ca. Entiendo por dogma cristológico las verdades fundamentales
sobre Cristo, definidas en los primeros concilios ecuménicos, so-
bre todo en el de Calcedonia, las que, en su esencia, se reducen
a tres puntos fundamentales: Jesucristo es verdadero hombre, es
verdadero Dios, es una sola persona.

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Jesucristo, el Santo de Dios

En estas meditaciones he intentado acercarme a la persona de


Jesucristo siguiendo, precisamente, este camino clásico de la Igle-
sia. Se trata de seis reflexiones, dos dedicadas a la humanidad de
Cristo, dos a su divinidad y dos a su unidad como persona. Les
sigue un capítulo conclusivo, de carácter distinto a los anteriores,
una especie de excursus, en el que busco dar una valoración crí-
tica de las tesis aparecidas recientemente, en algunas llamadas
"nuevas cristologías", principalmente sobre la problemática de la
divinidad de Cristo.
El dogma cirstológico no quiere ser una síntesis de todos los
datos bíblicos, una especie de destilación que encierra en sí toda
la inmensa riqueza de las afirmaciones referentes a Cristo que se
leen en el Nuevo Testamento, reduciéndolo todo a la descarnada
y árida fórmula: "dos naturalezas, una persona". Si fuese así, el
dogma sería tremendamente restrictivo y además, peligroso. Pe-
ro no es así. La Iglesia cree y predica de Cristo todo lo que el
Nuevo Testamento afirma de Él, sin excluir nada. Por medio del
dogma, solamente ha intentado trazar un cuadro de referencia,
como para establecer una especie de "ley fundamental" que toda
afirmación sobre Cristo debe respetar. Todo lo que se dice de
Cristo debe por tanto respetar este dato cierto e incontrovertible,
es decir, que Él es Dios y hombre al mismo tiempo; o mejor di-
cho, en la misma persona.
Los dogmas son "estructuras abiertas", listas para acoger todo
lo que cada época descubre de nuevo y genuino en la Palabra de
Dios, acerca de esas verdades que ellos han pretendido definir,
pero no acabar. Están llamados a desarrollarse desde su interior,
siempre que se mantengan en "el mismo sentido y en la misma
línea". Es decir, sin que la interpretación hecha en una época
contradiga la de la época precedente.
Sin embargo, también es cierto que, en el transcurso de los si-
glos algunas veces se ha olvidado este papel del dogma y se ha
tergiversado su relación con las Escrituras, de modo tal que ya no
eran las Escrituras la base, y el dogma el exponente, sino lo con-
trario, el dogma la base y las Escrituras el exponente. O sea, ya
no era el dogma, el que explicaba las Escrituras, sino las Escritu-

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Raniero Cantalamessa

ras las que servían para explicar el dogma, con frecuencia, redu-
cida a muchas pequeñas frases cortadas, presentadas como con-
firmación de tesis dogmáticas ya constituidas, como una de tan-
tas "pruebas", junto a las que eran extraídas de la razón, de la tra-
dición, de la Liturgia, etc.
Una vez vuelto a su significado originario, el dogma constitu-
ye, hoy como siempre, el camino más seguro para iniciar el des-
cubrimiento del verdadero Jesús. Y no sólo el más seguro, sino
también la vía más bella, la más joven, la más rica en promesas,
como todas las cosas que no se improvisan de un día para el
otro, siguiendo la última teoría de moda, sino que han madura-
do lentamente, casi al sol y al agua de la historia, y a las que to-
das las generaciones han aportado su contribución. "La termino-
logía dogmática de la Iglesia primitiva —dice Kierkegaard— es
como un castillo de hadas, donde reposan en un sueño profun-
do los príncipes y las princesas más airosas. Sólo es necesario
despertarlos, para que se yergan en toda su gloria." 1

Acercarse a Cristo por la vía del dogma no significa, por tan-


to, tener que resignarse a repetir siempre las mismas cosas sobre
Él, tal vez sólo cambiando las palabras. Significa leer las Escritu-
ras en la Tradición, con los ojos de la Iglesia, es decir, leerla de
modo siempre antiguo y siempre nuevo. La verdad revelada —
decía san Ireneo— es "como un licor precioso contenido en un
vaso de valor; por obra del Espíritu Santo, éste rejuvenece y ha-
ce rejuvenecer también el vaso que lo contiene". La Iglesia pue- 2

de leer las Escrituras en una forma siempre nueva, porque ella se


renueva siempre por las Escrituras. Éste es el gran y simple secre-
to descubierto por san Ireneo y que explica la perenne juventud
de la Tradición y, por tanto, de los dogmas que son su expresión
más elevada. En las palabras de san Ireneo se dice también, sin
embargo, cuál es la condición, o mejor dicho el agente principal
de esta perenne novedad y juventud: es el Espíritu Santo. El Es-
píritu Santo guía a la Iglesia para que recoja los estímulos siem-

1
Kierkegaard, S., Diario, II A 110 (tracl. ital. de C. Fabro), Brescia, 1962.
2
San Ireneo, Adv. Haer. III, 24, 1.

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Jesucristo, el Santo de Dios

pre renovados que, poco a poco, suben desde la historia y el


pensamiento de los hombres (los llamados "signos de los tiem-
pos") y, debido a esta ayuda, pueda leer de una manera siempre
nueva y más profunda la Palabra de Dios. Un padre de la Iglesia
llama al Espíritu Santo "luz de los dogmas". Es una excelente de-
finición que nos dirige hacia una esperanza valiente. En este
tiempo nuestro, en el que estamos invocando y, en parte, expe-
rimentando, una renovación por obra del Espíritu Santo, de tan-
tas cosas en la Iglesia —de la oración, de la vida religiosa, de las
instituciones—, de pronto se nos presenta otro campo en el cual
el Espíritu Santo puede y quiere llevar una nueva vitalidad: el del
dogma.
Renovar el dogma del Espíritu Santo no significa hablar lo más
frecuentemente posible del Espíritu Santo, referido a cualquier
cuestión de teología. El Espíritu Santo es como la luz. La luz ilu-
mina y hace visibles las cosas, no cuando la tenemos frente a los
ojos, o cuando miramos su fuente, sino cuando está a nuestras
espaldas; ilumina todo lo que está frente a nosotros, y ella se
mantiene, por así decirlo, abscondida. El Espíritu es aquel que
proyecta la luz sobre Jesucristo y hace que lo conozcamos. Así
como no se puede proclamar que "Jesús es el Señor" si no es "en
el Espíritu Santo" (cf. 1 Co 12, 3), no se puede proclamar que Él
es "verdadero Dios y verdadero hombre", si no es "en el Espíritu
Santo". La misma diferencia que existe, desde el punto de vista
estrictamente religioso del arte sacro, entre un icono oriental de
la Madre de Dios y una Madonna de Leonardo, Botticelli, o Ra-
fael, existe también entre un discurso sobre Cristo hecho "en el
Espíritu Santo" y un discurso, aunque fuera sapientísimo y técni-
camente perfecto, pero no hecho en el Espíritu Santo. El prime-
ro ayuda a creer y a rezar, el otro no.
En esto el dogma comparte, hechas las debidas distinciones,
las prerrogativas de las Escrituras. La Escritura, inspirada por el
Espíritu Santo, no puede ser comprendida, en su más profunda
intención, si no se la lee "espiritualmente", es decir en el Espíri-
tu Santo, y también el dogma, definido por la Iglesia bajo el in-
flujo del Espíritu Santo, no puede ser comprendido, en su natu-

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Raniero Cantalamessa

raleza y dinámica profundas, si no lo es en la luz del mismo Es-


píritu Santo.
En este libro, me propongo precisamente esto. Mostrar cómo
el Espíritu Santo, que vivifica todas las cosas en la Iglesia, puede
también sobre todo vivificar el dogma católico, hacerlo brillar con
una nueva luz, hacer que los creyentes se enamoren de él, des-
pués de haberlos llevado a una experiencia cercana. Mostrar có-
mo el dogma es no solamente el que trae las certezas, sino tam-
bién da energía a la Iglesia. Intentar, resumiendo, un esbozo de
cristología "espiritual".
En una época como la actual, en la que asistimos a un gene-
ralizado rechazo de todo lo que, en la fe, es objetivo, es hereda-
do, y es doctrinariamente comprometedor, en favor de nuevas
formas de religiosidad extemporáneas y esotéricas en las que to-
do se deja librado al gusto espiritual del individuo y a su propia
"experiencia", volver a descubrir la verdadera naturaleza y el ver-
dadero "rostro" de los dogmas de la fe cristiana resulta un deber
urgente y vital. "Una sola cosa —decía Tertuliano, al dirigirse a
los paganos de su tiempo— pide la verdad cristiana, no ser con-
denada, sin ser antes conocida, ne ignorata damnetur"$
Tal vez todo lo que yo llegue a decir, de hecho, será bien po-
co, pero me basta para mostrar esta posibilidad, dejar la idea flo-
tando, en la esperanza de que ella sea recogida y realizada por
otros que podrán hacerlo mejor que yo. En este intento me ha
ayudado mucho la obra de Kierkegaard, quien —con algunas de-
bidas reservas— ha tenido el indudable mérito de incrustar las
verdades dogmáticas de la Iglesia antigua en lo más vivo del pen-
samiento moderno, sin que por esto se disolvieran en él, demos-
trando de este modo, que las dos cosas —dogmas de fe y pen-
samiento moderno— no son, como muchas veces se ha pensa-
do, incompatibles.
Para terminar, unas palabras sobre el objetivo práctico y sobre
los destinatarios de estas reflexiones. Ellas han surgido como me-
ditaciones durante el Adviento, en la Casa Pontificia. Si me he de-

3 Tertuliano, Apologeticum I, 2, CC 1 pág. 85.

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Jesucristo, el Santo de Dios

cidido a darlas a la prensa es en la esperanza de que puedan ser-


vir como una integración, muy modesta, y en algún caso también
como corrección, para tener presente durante el estudio de la
cristología.
Pero más que al estudio es mi deseo hacer mi pequeña con-
tribución al anuncio del Cristo hoy. En vista de una "nueva ola"
de evangelización, para preparar el adviento del tercer milenio
del nacimiento de Cristo, se necesitan, no sólo especialistas en
cristología, sino además y sobre todo, enamorados que sepan ha-
blar de Él y preparar los caminos con la misma humildad y con
el mismo ardor con que lo hizo, la primera vez, el Precursor Juan
el Bautista.
"Ese Dios —dice nuevamente Kierkegaard— que ha creado al
hombre y a la mujer, también ha formado al héroe y al poeta u
orador. Éste no puede hacer lo que aquél hace; él solo puede ad-
mirar, amar, alegrarse con el héroe. Pero él también es feliz, no
menos que aquél. El héroe es su mejor esencia, aquello de lo que
está enamorado, feliz de no serlo él mismo. De modo que su
amor puede manifestarse por medio de la admiración. Él es el ge-
nio del recuerdo que no puede hacer nada sin recordar lo que ha
sido hecho, ni nada sin admirar lo que ha sido hecho, no toma
nada de lo suyo, pero es celoso de lo que le ha sido confiado. Él
sigue la elección de su corazón, pero cuando ha encontrado lo
que busca, entonces va de puerta en puerta con sus cánticos y
con sus dichos, proclamando que todos deben admirar al héroe
como hace él, estar orgullosos del héroe como él. Ésta es su ta-
rea, su humilde acción, éste su fiel servicio en la casa del héroe." 4

Me consideraría feliz si hubiese, siquiera, un solo joven que


por la lectura de estas páginas sintiese nacer en su interior la vo-
cación de pertenecer también él a las filas de esos poetas y admi-
radores que van de puerta en puerta, de ciudad en ciudad, pro-
clamando el nombre y el amor de Cristo, el único verdadero "hé-
roe" del mundo y de la historia. Único porque también es Dios.

4
Kierkegaard, S., Temor y temblor, en Obras, por C. Fabro, Florencia, 1972,
pág. 45.

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"EN TODO IGUAL A NOSOTROS,
EXCEPTO EN EL PECADO"
La santidad de la humanidad de Cristo

CAPÍTULO I
En el cuarto Evangelio se narra un episodio que tiene
toda la apariencia de ser el equivalente, en Juan, de la confesión
de Pedro en Cesárea de Filipo. Cuando, después del discurso en
la sinagoga de Cafarnaún sobre el pan de vida y la reacción ne-
gativa de algunos discípulos, Jesús pregunta a los Apóstoles si
ellos también quieren irse, Pedro responde: "¿Señor, donde quién
vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos
y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68-69).
El "Santo de Dios", título que equivale a "Cristo" (Me 8, 29), o
a "Cristo de Dios" (Le 9, 20), o a "Cristo, el Hijo del Dios vivien-
te" (Mt 16, 16) que se tiene en la confesión de Pedro en Cesárea.
También en este caso, la declaración de Pedro se presenta como
una revelación de lo alto y no como fruto de un razonamiento o
deducción humanos.
En los Evangelios encontramos nuevamente este mismo título
"Santo de Dios" en un contexto totalmente opuesto, aunque tam-
bién ambientado en la sinagoga de Cafarnaún. Un hombre poseí-
do por un espíritu inmundo, cuando Jesús aparece, se pone a gri-
tar: "¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has ve-
nido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios" (Le 4, 34).
La misma percepción de la santidad de Cristo, aquí ocurre por
contraste. Entre el Espíritu Santo que está en Jesús y el espíritu
inmundo existe una oposición mortal y los demonios son los pri-
meros que lo experimentan. Ellos no pueden "soportar" la santi-
dad de Cristo.
El título "Santo de Dios" reaparece varias veces en el Nuevo
Testamento y se relaciona con el Espíritu Santo que Jesús ha re-
cibido en el momento de su concepción (cf. Le 1, 35), o de su
bautismo en el Jordán. El Apocalipsis llama a Jesús simplemente
"el Santo": "Así habla el Santo..." (Ap 3, 7). Es un título conside-
rado "entre los más antiguos y ricos de significado" y tal como
para ayudarnos a descubrir un aspecto poco explorado de la per-

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Jesucristo, el Santo de Dios

sona de Cristo y como para encender nuevamente en nosotros el


deseo y la nostalgia de la santidad.

1. Una santidad absoluta

1^ uede parecer extraño que dediquemos esta primera re-


flexión sobre el dogma de las divinidad de Cristo, a considerar su
santidad, pero el motivo se aclarará seguidamente, cuando pase-
mos a considerar el problema de la humanidad de Cristo en el
mundo de hoy. Por ahora bástenos notar una cosa, que el tema
de la santidad de Jesús, o de la ausencia en Él de todo pecado,
está estrechamente ligado, en el Nuevo testamento, al de su hu-
manidad en todo similar a la nuestra: "... en todo igual que no-
sotros, excepto en el p.ecado" (Hb 4, 15).
La santidad de Jesús sale a la luz, en el Nuevo Testamento, so-
bre todo en su aspecto negativo de ausencia de todo pecado:
"¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?", dice Jesús
a sus adversarios (Jn 8, 46). Sobre este punto tenemos un coro
unánime de testimonios apostólicos: "Él no había conocido peca-
do" (2 Co 5, 21). "Él no cometió pecado y no se encontró enga-
ño en su boca" (1 P 2, 22). "Él fue probado en todo igual que no-
sotros, excepto en el pecado" (Hb 4, 15). "Así es el Sumo Sacer-
dote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado
de los pecadores" (Hb 7, 26). Juan en su primera carta, no se can-
sa de proclamar: "Él es puro...; en Él no hay pecado...; Él es jus-
to" (1 Jn 3, 3-7).
Ante esta afirmación unánime de la absoluta ausencia de todo
pecado en el hombre Jesús de Nazáret, se nos plantean dos inte-
rrogantes. Primero, ¿de dónde viene el conocimiento que han te-
nido los Apóstoles de la ausencia de todo pecado en Jesús?, pues-
to que todas las afirmaciones de este hecho se remontan a ellos;
en segundo lugar, ¿de dónde deriva el hecho de la ausencia de
todo pecado en Jesús?, es decir, ¿cómo Él pudo, al ser también
hombre como los demás, estar exento de todo pecado?

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Raniero Cantalamessa

La teología tradicional, antigua y medieval, ha ignorado total-


mente el primer problema, que es un problema histórico y her-
menéutico típicamente moderno, y se ha formulado inmediata-
mente la segunda pregunta que es de orden ontológico. Ha bus-
cado, como era habitual en la cultura de la época, el fundamen-
to o el principio de la cosa, sin preocuparse demasiado de su de-
sarrollo. Los Padres han hecho siempre derivar la impecabilidad
de Cristo de la unión hipostática, o —algunos que pertenecen a
la escuela de Antioquía— de la unión moral existente en Jesús
entre Dios y el hombre. Puesto que el que peca no es la natura-
leza, sino la persona, que en Jesús está representada por la per-
sona divina del Verbo, decir que Él hubiera podido pecar es co-
mo decir que Dios mismo pudiese pecar, y esto es un absurdo.
Así explica Orígenes, por ejemplo, la falta de pecado en Jesús:
"Nosotros creemos que a todos los santos les llega el calor de la
Palabra de Dios; pero en esta alma (el alma de Cristo) ha toma-
do posesión de modo substancial el mismo fuego divino, del que
llega a los demás un poco de calor. Las palabras: T e ha ungido
Dios, tu Dios, con el óleo de la alegría más que a tus compañe-
ros' (Sal 45, 8), muestran que de una manera es ungida con el
aceite de la alegría, es decir con la Palabra y la Sabiduría de Dios,
esta alma, y de otra manera son ungidos los que participan de
ella, es decir los profetas y los Apóstoles. En efecto, de éstos se
dice que se han acercado al olor de sus perfumes (cf. Ct 1, 4 y
ss.); en cambio esta alma ha sido el mismo vaso de perfume, y al
participar de su fragancia quien era digno de ello se volvía pro-
feta o apóstol. Así, como una cosa es el envase del perfume, y
otra la sustancia que perfuma, de forma semejante, una cosa es
Cristo y otra quienes de Él participan. Y así, como el vaso que
contiene el perfume de ninguna manera puede contener mal
olor, pero aquellos que han participado de su perfume, si se han
alejado demasiado, pueden tomar mal olor, así Cristo, en cuanto
vaso que contenía el perfume, no puede tomar olor desagrada-
ble; y quienes participan de Él cuanto más cerca están del vaso,
tanto más participan de su perfume." 1

1
Orígenes, De principas, II, 6, 6 (PG 11, 214).

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Jesucristo, el Santo de Dios

Jesús, por tanto, no puede pecar, desde este punto de vista,


porque su alma está substancialmente (más adelante se dirá: hi-
postáticamente) unida a la fuente misma de la santidad que es el
Verbo. La teología reciente, llamada kerigmática, ha recorrido un
camino en cierto sentido inverso. Sin tener en cuenta el proble-
ma ontológico —es decir, de donde deriva la ausencia de peca-
do en Cristo— se ha planteado el problema crítico, es decir, de
donde viene el conocimiento, o la certeza, que los Apóstoles han
tenido de tal ausencia de pecado. La respuesta ha sido: ¡La resu-
rrección!
La certeza de la ausencia en Cristo de todo pecado no deriva
de la observación directa de su vida. La vida o la conducta de Je-
sús había sido, a los ojos de los demás, ambigua, es decir, sujeta
a distintas evaluaciones. Podía haber sido tomado como el mayor
blasfemo y pecador, o bien como el santo más grande y justo por
excelencia. Fue sólo con la resurrección, como dice Pablo frente
al Aerópago, que Dios dio "una prueba segura" sobre Jesús (cf.
Hch 17, 31). Jesús fue "justificado en el Espíritu", mediante la re-
surrección, es decir, fue proclamado justo (cf. 1 Tm 3, 16). La re-
surrección fue el momento en que el Espíritu Santo convenció al
mundo "en cuanto a la justicia" de Cristo (cf. Jn 16, 10). Sin este
juicio de Dios, se nos habría vedado, a nosotros y a los Apósto-
les, toda posibilidad de conocimiento. La impecabilidad de Cris-
to no deriva, por tanto, de algo a priori, sino de algo a posterio-
ri, no de lo que está en el principio de su existencia —la unión
hipostática— sino de lo que está al final: la resurrección.
Todo esto ciertamente constituye un progreso. Sin embargo, la
perspectiva reciente, kerigmática, no contradice y no hace inútil
o superada la perspectiva tradicional de los Padres y de los con-
cilios, como algunas veces se nos quiere dar a entender, sino que
sólo la completa y es a su vez completada por ella. Es más, am-
bas se exigen recíprocamente. En la resurrección, Jesús se ha ma-
nifestado y ha sido reconocido sin pecado, así como —siempre
en la resurrección— ha sido manifestado "Hijo de Dios con po-
tencia" (cf. Rm 1, 4). Pero acaso el hecho de que en la resurrec-

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Raniero Cantalamessa

ción Jesús se manifestó "Hijo de Dios con potencia", ¿excluye el


que lo fuera también antes de ese momento? La resurrección ha
traído a la luz la realidad, no la ha creado de la nada; decir lo
contrario sería caer en la herejía adopcionista. Lo mismo es váli-
do para la impecabilidad. Ésta existía en vida de Jesús, aun sí, hi-
potéticamente, nadie se hubiese dado cuenta de ello. Por tanto,
los Padres no se plantean un problema falso, cuando indagan so-
bre los fundamentos de esta impecabilidad y la encuentran en la
unión, obrada en Él, de la humanidad con la divinidad.
No debe, entonces, repudiarse la explicación tradicional onto-
lógica, y reemplazarla por la moderna kerigmática, ni viceversa,
repudiar la fecunda explicación moderna, para atenerse exclusi-
vamente a la antigua. Es necesario, más bien, hacer una síntesis
entre ambas. Esto salva el principio de la Tradición, que es el de
enriquecerse con el progreso, mientras que lo contrario lo destru-
ye, poniendo en el lugar del principio de Tradición, el de susti-
tución. Tenemos dos fuentes de luz para descubrir, desde distin-
tos puntos, la santidad de Jesús: la resurrección y la encarnación.
La resurrección nos permite afirmar que en Cristo no hubo peca-
do, la unión hipostática nos permite afirmar que en Cristo no po-
día haber pecado. La primera funda la falta de pecado de Cristo,
la otra, también la impecabilidad de Cristo, que es algo más. De-
bemos usar ambas fuentes de luz. Tomadas aisladamente, cada
una de las dos perspectivas presenta el grave inconveniente de
hacer prácticamente irrelevante la santidad real del Jesús de los
Evangelios que es, en cambio, la cosa más importante para nues-
tra imitación.
Fundar la santidad de Cristo unilateralmente sobre su resurrec-
ción, puede conllevar un peligro: el de concebir, tácitamente, la
resurrección de Cristo —a la luz del concepto luterano de justifi-
cación— como una imputación externa de la justicia; como una
declaración de justicia, que se opera en el soberano juicio de
Dios, prescindiendo del hecho de que existan o no, estas justicia
y santidad en la persona. La inocencia o la ausencia de pecado
en Cristo consistiría, en este caso, en el juicio que Dios da de ella,

17
Jesucristo, el Santo de Dios

resucitando a Jesús de la muerte. "También la justicia de Jesús —


se lee en uno de estos autores— era puesta fuera de sí, en las
manos del Padre, en el juicio de Dios." Se admite, es verdad, que
2

"Jesús fue de hecho, en sí mismo, sin pecado", pero no parece


que esto contara mucho; mientras que para los autores del Nue-
vo Testamento esto es tan importante como para volver sobre
ello continuamente.

2. Una santidad vivida

N o debemos temer, inclusive en el contexto teológico


actual, consultar los Evangelios para contemplar en ellos la san-
tidad de Cristo, como si esta santidad vivida de Jesús fuera sólo
una proyección hacia atrás de una convicción adquirida por los
Apóstoles después de la Pascua.
La lectura de los Evangelios nos lleva enseguida a ver que la
santidad de Jesús no es solamente un principio abstracto, o una
deducción metafísica, sino que es una santidad real, vivida en ca-
da momento y en las situaciones más concretas de la vida. Las
Bienaventuranzas, por ejemplo, no son sólo un bonito programa
de vida que Jesús marca para los demás, sino que es su misma
vida y su experiencia que Él muestra a sus discípulos, llamándo-
los a entrar en su mismo círculo de santidad. Él enseña lo que
hace, por esto puede decir: "Aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón" (Mt 11, 29). Él dice que perdonemos a nues-
tros enemigos, porque Él mismo llega a perdonar hasta a los que
lo están crucificando, cuando dice: "Padre, perdónalos porque no
saben lo que hacen" (Le 23, 24).
No es, por otra parte, este u otro episodio que se presten pa-
ra ilustrar la santidad de Jesús, sino todas sus acciones, cada pa-
labra salida de su boca. "Nunca —escribe Kierkegaard— se en-
contró el engaño en sus labios (cf. 1 P 2, 22), sino que en Él to-

2
Pannenberg, W., Grundzüge der Christologie, Gütersloh 1964, pp. 377 y ss.

18
Raniero Cantalamessa

do era verdad. En su amor no había distancia alguna entre la exi-


gencia de la ley y su cumplimiento, ni siquiera de un momento,
de un sentimiento, de un proyecto. Él no dijo que sí, como el pri-
mer hermano, y no dijo que no como el segundo (cf. Mt 21, 28
y ss.), dado que su alimento era hacer la voluntad de Dios (cf. Jn
4, 34). Así Él era una sola cosa con el Padre, una sola cosa con
la exigencia de la ley, su única necesidad era cumplirla, la única
cosa necesaria de su vida. El amor era en Él una obra continua.
No hubo ningún momento de su vida, ni siquiera un instante, en
que su amor se diluyera en el vacío de un sentimiento, conten-
tándose con palabras que el tiempo dispersa, en el que fuese una
simple impresión de complacencia de sí mismo y replegada so-
bre sí, sin ningún compromiso. No, su amor era una obra conti-
nua; incluso cuando lloró, esto no fue una pérdida de tiempo,
porque Jerusalén no conoció lo que servía para su paz (cf. Le 19,
41). Él lo sabía. Y si los dolientes ante la tumba de Lázaro no sa-
bían lo que iba a suceder, Él sabía lo que iba a hacer. Su amor
estaba presente en las cosas más pequeñas, tanto como en las
más grandes; y no se concentraba con mayor intensidad en algu-
nos momentos grandiosos, como si los otros momentos de la vi-
da cotidiana fueran extraños a las exigencias de la ley. Él era el
mismo en todo momento; no más grande cuando expiró en la
cruz del Calvario que cuando nació en el pesebre de Belén." 3

Este texto aclara la perfección de Jesús considerada desde el


punto de vista del amor. La historia de la espiritualidad cristiana
ha traído a la luz muchas formas distintas de santidad y perfec-
ción, las que se deben atribuir todas a Cristo en grado sumo, por-
que derivan de Él. Una de ellas es el ideal de la sobriedad o de
la pureza del corazón, practicado en el seno del monaquismo
oriental. Esto consiste en sustraer poco a poco a la mente, por
medio de una terrible y delicadísima lucha interior, todo tipo de
pensamiento interior inútil o extraño, hasta dejarle, como única
actividad, el pensamiento de Dios y la oración. Este estado subli-
me, Jesús lo vivió a lo largo de toda su vida. Él podía decir que

3
Kierkegaard, S., Los actos del amor, por C. Fabro, Milán, 1983, p. 260.

19
Jesucristo, el Santo de Dios

su alimento y su aliento eran hacer la voluntad del Padre.


La santidad de Cristo representa el infinito en el orden ético,
que no es menos grande e importante que el infinito metafísico.
También al considerar este infinito moral, o de perfección, nues-
tra mente se pierde y experimenta un naufragio. ¡Ningún pecado,
ningún instante de separación de la voluntad del Padre, ninguna
pausa en el querer y en el hacer el bien! "Yo hago siempre lo que
le agrada a Él" (Jri 8, 29).
La santidad de Cristo resulta, como se ve, de dos elementos:
uno negativo, que es la absoluta falta de todo pecado, y uno po-
sitivio, que es la constante y absoluta adhesión a la voluntad del
Padre. En Jesús hubo una perfecta coincidencia entre ser, deber
ser y poder ser. En efecto, Él no hizo en su vida, sólo lo que de-
bía, sino también todo lo que podía que, en su caso, es infinita-
mente más. Su medida no fue una ley, sino el amor.
Hoy nosotros tenemos la posibilidad de acercarnos a un nue-
vo aspecto de la santidad de Cristo, vedado a los Padres por cau-
sa de ciertos condicionamientos debidos a la cultura de su tiem-
po y a la preocupación de no favorecer la herejía arriana. Basan-
do la santidad de Cristo sobre la unión hipostática, o sobre la en-
carnación, ellos estaban constreñidos a atribuir a Jesús una santi-
dad esencial, existente en Él desde la iniciación de la vida e in-
mutable, que el paso de los años a lo sumo podía contribuir a
que se manifestara, y no que aumentara. El Espíritu Santo que Je-
sús recibe en el bautismo del Jordán no estaba dirigido, según
ellos, a santificar la humanidad de Cristo, sino la nuestra.
"El descendimiento del Espíritu Santo sobre Jesús en el Jordán
—escribe san Atanasio— nos concierne, puesto que Él tenía
nuestro cuerpo, y no ocurrió para el perfeccionamiento del Ver-
bo, sino para nuestra santificación." Admitir que Cristo fuese per-
4

fectible era, en ese momento, peligroso, porque los arríanos ha-


brían llegado inmediatamente a la conclusión de que, también el
Verbo era perfectible, y si era perfectible, no era verdaderamen-
te Dios.
4
San Atanasio, Contra Arianos, I, 47 (PG 26, 108).

20
Raniero Cantalamessa

Ahora, nosotros ya no tenemos este condicionamiento. Pode-


mos reconocer, en la vida de Jesús, una doble santidad: una san-
tidad objetiva, o dada, ya sea de índole personal, derivada de la
unión hipostática, ya sea de índole ministerial (es decir ligada a
su oficio mesiánico), derivada de la unción de su bautismo; y
una santidad subjetiva, querida y conquistada por Él en el trans-
curso del tiempo, mediante su acatación perfecta de la voluntad
del Padre. Jesús es aquel a quien "el Padre ha santificado y en-
viado al mundo" (Jn 10, 36), pero es también el que "se santifica
a sí mismo" (Jn 17, 19) es decir, se ofrece espontáneamente a la
voluntad del Padre.
Jesús creció en santidad como —está escrito— creció "en sa-
biduría y gracia" (Le 2, 52). Y no es que su respuesta a las exi-
gencias de Dios fuese, en algún momento, imperfecta, sino que
era perfecta para ese momento, según lo que el Padre le solicita-
ba y que Él podía dar, en el grado de desarrollo de su humani-
dad y de su vocación, a la que había arribado. Pensar que la san-
tidad de Cristo fuese la misma antes y después del grande y te-
rrible "fíat" del Getsemaní, sería como vaciar de significado su vi-
da e incluso su misterio pascual. Jesús fue el primero en vivir lo
que nosotros llamamos la "tendencia hacia la santidad". De esta
tendencia tenemos un sinfín de signos reveladores, como el día
en que exclamó: "Con un bautismo tengo que ser bautizado, y
¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!" (Le 12, 50).
En los Evangelios también descubrimos otra cosa importante
acerca de la santidad de Jesús, es decir su conciencia, su saber
de ser sin pecado, de hacer siempre la voluntad del Padre. La
conciencia de Jesús es un cristal transparente. Nunca ni siquiera
una pequeña vislumbre de admisión de culpa, o de pedir excu-
sas o perdón, ni respecto de Dios, ni de los hombres. Siempre la
tranquila certeza de estar en lo cierto y en lo justo, de haber obra-
do bien; que es una cosa totalmente distinta a la presunción hu-
mana de obrar con justicia. Una ausencia tal de culpa y de admi-
sión de culpa no está relacionada a este o a aquel pasaje o dicho
del Evangelio, cuya historicidad podría ponerse en duda, sino

21
Jesucristo, el Santo de Dios

que está en todo el Evangelio. Es un estilo de vida que se refle-


ja en todo. Se puede escarbar en los pliegues más escondidos de
los Evangelios y el resultado es siempre el mismo. Éste es un sig-
no totalmente divino, un signo de que este hombre no es sola-
mente un hombre, por más excelso que sea. No es suficiente pa-
ra explicar todo esto, la idea de una humanidad excepcionalmen-
te santa y ejemplar. En efecto, ésta se vería desmentida por aque-
llo. Una seguridad tal, una exclusión tal de pecado, como la que
se nota en Jesús de Nazaret, indicaría sí una humanidad excep-
cional, pero excepcional en el orgullo, no en la santidad. Una
conciencia así, constituye en sí misma el más grande pecado ja-
más cometido, mayor aún que el de Lucifer, o es en cambio la
pura verdad. La resurrección de Cristo demuestra que era la pu-
ra verdad.
La conciencia de Jesús de ser sin pecado es más fácil de ex-
plicar que la conciencia de ser Hijo de Dios. Pues, cuando exis-
te la culpa, se manifiesta bajo la forma de sentido de culpa y de
remordimiento. Existe una fenomenología del pecado que cae
bajo nuestra observación. Como hombre, Jesús podía no tener la
conciencia de ser el Hijo Unigénito del Padre o, si la tenía, noso-
tros no podemos explicar cómo esto ocurría, porque en el medio
está la distancia entre una naturaleza y la otra. Pero como hom-
bre, Él podía muy bien tener conciencia de ser sin culpa, porque
esto entra en el ámbito de la misma naturaleza humana. Es esta
conciencia de ser sin culpa que Juan ha querido afirmar al poner
en boca de Jesús esas inauditas palabras que ya hemos mencio-
nado: "¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?" (Jn 8,
46).

3- Tu solus Sanctus

La Liturgia de la Iglesia nos invita a la contemplación de


esta santidad de Cristo, cuando en el Gloria, refiriéndose a Él en
la plegaria exclama: Tu solus Sanctus!, Tú sólo eres Santo. "Sólo"

22
Raniero Cantalamessa

se entiende, no en el seno de la Trinidad, sino en el seno de la


humanidad. Tú sólo eres el hombre total y plenamente santo, el
verdadero "Santo de los santos" (cf. Dn 9, 24). Es precisamente
por su santidad que Jesús constituye la cima absoluta de toda la
realidad y de la historia.
Pascal ha formulado el célebre principio de los tres órdenes,
o planos de la realidad: el orden de los cuerpos o de la materia,
el orden del espíritu o de la inteligencia, y el orden de la santi-
dad. Una distancia infinita, cualitativa, separa el orden de la inte-
ligencia del de la materia; pero una distancia "infinitamente más
infinita" separa el orden de la santidad del de la inteligencia por-
que éste está más allá de la naturaleza. Los genios, que pertene-
cen al orden de la inteligencia no necesitan de las grandezas car-
nales ni materiales; éstas no les agregan nada. Así los santos, que
pertenecen al orden de la caridad, "no necesitan las grandezas
carnales ni las intelectuales que no les agregan ni les quitan na-
da. Son vistos por Dios y por los ángeles, no por los cuerpos ni
por las mentes curiosas: a ellos les basta Dios". Así, el Santo de
los santos, Jesucristo. "Jesucristo, sin riquezas y sin ninguna ma-
nifestación externa de ciencia, está en su propio orden de santi-
dad. No inventó nada, no reinó; sino que fue humilde, paciente,
santo, santo para Dios, terrible para los demonios, sin pecado...
A nuestro Señor Jesucristo le hubiera resultado inútil, para brillar
en su Reino de santidad, descender de reyes, pero Él vino con el
esplendor de su orden." 5

Jesús no es sólo la culminación del orden de la santidad, sino


también su fuente, porque de Él, como lo veremos seguidamente,
deriva históricamente toda la santidad de los santos y de la Igle-
sia. La santidad de Cristo es el reflejo de la santidad misma de
Dios, su manifestación visible, su imagen. Los Padres atribuyen a
Cristo el título de "imagen de la bondad de Dios" (Sb 7, 26) dado
a la sabiduría. Lo mismo que la carta a los Hebreos dice de Cris-
6

to referente a la gloria y a la substancia del Padre, debe ser dicho

5
Pascal, B., Pensamientos, 793, Brunsvigc.
6
Cf. Orígenes, In Ioh. Evang., XIII, 36 (PG 14, 461).

23
Jesucristo, el Santo de Dios

también con referencia a su santidad: "Este Hijo es resplandor e


impronta de su substancia" (Hb 1, 3), la misma exclamación: Tu
solus Sanctus que la Iglesia dirige a Cristo es la misma que en el
Apocalipsis, se dirige a Dios: "¿Quién no te temerá, oh Señor, y no
glorificará tu nombre? Puesto que tú sólo eres Santo" (Ap 15, 4).
"Santo", Qadosh, es el título más numinoso que existe sobre
el Dios de la Biblia. Nada consigue darnos el sentido de Dios tan-
to como la cercanía y percepción de su santidad. La impresión
más fuerte que el profeta Isaías extrajo de su visión de Dios fue
la de su santidad, proclamada por los serafines con las palabras:
"Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos" (Is 6, 3). Tam-
bién respecto de Jesús ocurría algo parecido.
El término bíblico qadosh sugiere la idea de separación, de di-
versidad. Dios es santo porque es el "Totalmente Otro" respecto
de todo lo que el hombre puede pensar y hacer. Es el Absoluto,
en el sentido original de ab-solutus, es decir suelto, separado de
todo el resto y aparte. Es el Trascendente, en el sentido de que
está más allá de todas nuestras categorías. Pero todo esto debe-
mos entenderlo, no tanto en un sentido metafísico, sino moral, es
decir, que no sólo comprenda el ser, sino, mucho más, el obrar
de Dios. Son llamados santos, o rectos, en la Biblia, sobre todo
los juicios de Dios, sus obras y sus caminos (cf. Dt 32, 4; Dn 3,
27; Ap 16, 7).
Santo no es, sin embargo, un concepto principalmente negati-
vo que indica separación o ausencia de mal y de mezcla en Dios,
sino que es un concepto sumamente positivo. Indica una "pura
plenitud". En nosotros nunca la "plenitud" concuerda totalmente
con la "pureza". Una contradice a la otra. Nuestra pureza se ob-
tiene siempre por medio del "arte de quitar", es decir, purificán-
donos, quitando el mal de nuestras acciones. En Dios y en el
hombre Jesús de Nazaret, no ocurre así. Plenitud y pureza coe-
xisten juntas y constituyen la suma simplicidad y santidad de
Dios. La Biblia expresa perfectamente este concepto, diciendo
que a Dios "nada se le puede añadir y nada quitar" (cf. Si 42, 21).
Por cuanto es suma pureza, nada le debe ser quitado; por cuan-
to es suma plenitud, nada le puede ser añadido.

24
Raniero Cantalamessa

En este sentido, la santidad de Cristo, como pura plenitud,


coincide con la belleza de Cristo. Contemplar la santidad de Je-
sús es contemplar, al mismo tiempo, su inefable belleza. Ciertos
iconos orientales del Cristo Señor o Pantocrator, como por ejem-
plo la de Rublev, parecen expresar plásticamente la idea del Dios
que es "majestuoso en santidad" (cf. Ex 15, 11).
En los Evangelios encontramos con frecuencia el sentimiento
de la bondad y santidad de Jesús expresado por medio del con-
cepto de belleza. "Ha hecho todas las cosas de modo bello (ka-
Ios)", dicen de Él las multitudes (cf. Me 7, 37). Jesús mismo se de-
fine como "el bello (kalós) Pastor" y dice que ha hecho ver a los
hombres muchas obras bellas ikalá) (cf. Jn 10, 11. 32). Pedro, en
el monte Tabor, exclamó: "Señor, es bello (kalóri) para nosotros
estar aquí" (Mt 17, 4).
Bello, como santo, es para la Biblia todo lo que tiene que ver
con Dios. San Gregorio de Nissa escribe: "Fuera de ti, nada pare-
ce ser bello; Tú en cambio eres el único verdaderamente bello. Y
no solamente bello, sino la misma esencia eterna y personal de
la belleza." Dostoievski, que había intentado representar en uno
7

de sus personajes el ideal de una belleza hecha de bondad sin lo-


grarlo plenamente, casi excusándose escribía en una carta: "En el
mundo existe un sólo ser absolutamente bello, Cristo, pero la
aparición de este ser infinitamente bello es ciertamente un infini-
to milagro." También la Iglesia expresa esta sensación de belle-
8

za que se tiene en presencia de Cristo y lo hace dirigiéndole una


exclamación del salmo: "Tú eres hermoso, el más hermoso de los
hijos de Adán" (Sal 44, 3).

4. "Santificados en Cristo Jesús"

P asemos ahora a ver lo que la santidad de Cristo signi-


fica para nosotros y exige de nosotros. Pasemos, con otras pala-

7
San Gregorio de Nissa, In Cant. hom. IV(PG 44, 836).
8
Dostoievski, E, Carta a la sobrina Sonia Ivanova, en "El Idiota", Milán, 1982, p. XII.

25
Jesucristo, el Santo de Dios

bras, del kerigma a la parénesis, de lo hecho a lo que debe hacer-


se. Pero antes que nada una buena noticia.
Hay una buena noticia y un gozoso anuncio también respec-
to de la santidad de Cristo, y esta buena nueva que ahora quere-
mos acoger, no es tanto que Jesús es el Santo de Dios, o el he-
cho de que también nosotros debemos ser santos e inmaculados,
sino que Jesús comunica, dona, nos regala su santidad. Que su
santidad es también la nuestra. Más aún, que Él mismo es nues-
tra santidad. Está escrito en efecto que Él se ha vuelto, por noso-
tros, sabiduría, santificación y redención (1 Co 1, 30).
Cada padre humano puede transmitir a sus hijos lo que tiene,
no lo que es. Si es un artista, un científico, o también un santo,
no necesariamente los hijos nacerán artistas, científicos o santos.
Él puede a lo sumo lograr que amen estas cosas, enseñárselas,
pero no transmitirlas casi por herencia. En cambio, Jesús en el
bautismo, no sólo nos transmite lo que tiene, sino también lo que
es. Él es santo y nos hace santos; es Hijo de Dios y nos hace hi-
jos de Dios.
Después de haber contemplado la santidad e impecabilidad
de Cristo, nos queda apropiarnos de dicha maravillosa santidad;
revestirnos con ella y envolvernos también nosotros "con el man-
to de la justicia" (cf. Is 6 l , 10). Ha sido escrito que "lo que es de
Cristo es más nuestro que lo que está en nuestra posesión". 9

Como nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros mis-


mos (cf. 1 Co 6, 19-20), así, recíprocamente, Cristo nos pertene-
ce mayormente, nos es más íntimo, que nosotros mismos. Enton-
ces, se entiende porque san Pablo deseaba ser encontrado, no
con una justicia suya o santidad personal que deriva de la obser-
vación de la ley, sino con la santidad o justicia que deriva de la
fe en Cristo, es decir con una santidad derivada de Dios (cf. Flp
3, 9). Consideraba suya, no su santidad, sino la de Cristo.

9 Cabasilas, N., Vida en Cristo, IV, 6 (PG 150, 613), con el comentario de U. Ne-
ri, en la edición italiana, Turín 1971, p. 241.

26
Raniero Cantalamessa

Hemos llegado, en otras palabras, a la doctrina de la gracia de


Cristo que distingue la fe cristiana de cualquier otra fe y religión
conocidas. Por ella, Cristo no es para nosotros sólo un sublime
modelo de santidad, o un simple "maestro de justicia", sino que
es infinitamente más que eso. Es causa y forma de nuestra santi-
dad. Para entender la novedad de esta visión, puede ayudar una
comparación con otras religiones, por ejemplo con lo que ocurre
en el budismo. La liberación budista es una liberación individual
e incomunicable. El discípulo no tiene delante de sí un modelo
que pueda ser objeto de repetición mística o salvífica; no tiene la
gracia. Él debe encontrar la salvación en sí mismo. Buda le
ofrece una doctrina, pero no lo ayuda, de ninguna manera, en su
realización. Por el contrario, Jesús dice: "Si, pues, el Hijo os da la
libertad, seréis realmente libres" (Jn 8, 36). No existe para el cris-
tiano una autoliberación. Somos libres si somos liberados por
Cristo.
Decir que nosotros participamos de la santidad de Cristo, es
como decir que participamos del Espíritu Santo que viene de Él.
Estar o vivir "en Jesucristo" equivale, para san Pablo, a estar o vi-
vir "en el Espíritu Santo". "En esto conocemos —escribe a su vez
san Juan— que permanecemos en Él y Él en nosotros: en que nos
ha dado su Espíritu" (1 Jn 4, 13). Cristo permanece en nosotros y
nosotros permanecemos en Cristo, gracias al Espíritu Santo. Por
tanto, es el Espíritu Santo el que nos santifica. No el Espíritu San-
to en general, sino el Espíritu Santo que estuvo en Jesús de Naza-
ret, que santificó su humanidad, que se recogió en Él como en un
vaso de alabastro y que, en Pentecostés, Él efundió sobre la Igle-
sia. Por esto, la santidad que está en nosotros no es una segunda
y distinta santidad, aunque fuese obrada por el mismo Espíritu, si-
no que es la misma santidad de Cristo. Nosotros somos verdade-
ramente "santificados en Cristo Jesús" (1 Co 1, 2). Como en el bau-
tismo el cuerpo del hombre se sumerge y se lava en el agua, así
su alma es, por así decirlo, bautizada en la santidad de Cristo: "Ha-
béis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados
en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro
Dios", dice el Apóstol refiriéndose al bautismo (1 Co 6, 11).

27
Jesucristo, el Santo de Dios

Dos medios, en especial nos permiten apropiarnos de la san-


tidad de Cristo: la fe y los sacramentos. La fe es la única posibili-
dad que tenemos para entrar en contacto con Cristo. "Toca a Cris-
to —dice san Agustín— quien cree en Cristo." Si nos pregunta- 10

mos cómo puede la experiencia de Dios, hecha por un hombre


que ha vivido hace dos mil años en un punto limitado del tiem-
po y del espacio, superar el tiempo y el espacio y comunicarse a
cada hombre, volviéndose su experiencia y su santidad, la res-
puesta está en la fe. De parte de Cristo que comunica una tal san-
tidad, esto se vuelve posible por el hecho de que Él es Dios y
hombre; es el mediador; que la salvación obrada por Él se ha rea-
lizado dentro de la humanidad, que ha sido pensada y querida
para todos los hombres y, por tanto, está destinada a ellos y es
por esto, en un cierto sentido, de ellos por derecho. Pero de par-
te de quien le es comunicada esta santidad, es decir, del hombre,
esto es posible sólo por la fe. Es por la fe —dice san Pablo— que
Cristo habita en nuestros corazones (cf. Ef 3, 17). También los sa-
cramentos, sin la fe, son válidos, pero ineficaces; son obrados,
pero inoperantes.
El segundo medio por el cual nos apropiamos de la santidad
de Cristo lo constituyen los sacramentos, en particular la eucaris-
tía. Con ella, no sólo entramos en contacto con esta o aquella vir-
tud o doctrina de Cristo, como cuando escuchamos la Palabra si-
no con el mismo "Santo de Dios". En la eucaristía, "Cristo se vuel-
ca en nosotros y con nosotros se funde, cambiándonos y trans-
formándonos en sí como una gota de agua en un infinito océa-
no de ungüento perfumado. Éstos son los efectos que puede pro-
ducir este ungüento en los que lo encuentran: no sólo los vuel-
ve perfumados, no sólo les hace aspirar ese perfume, sino que
transforma su misma sustancia en el perfume de ese ungüento y
nosotros nos volvemos el buen olor de Cristo". 11

1 0
San Agustín, Sermo 243, 2 (PL 38, 1144).
1 1
Cabasilas, N, Vida en Cristo, IV, 3 (PG 150, 593).

28
Raniero Cantalamessa

5. "Llamados a ser santos"

H asta ahora hemos hecho dos cosas, respecto de la san-


tidad de Cristo: primero la hemos contemplado, y luego nos la
hemos apropiado. Nos queda otra cosa por hacer, sin la cual to-
do podría quedar como suspendido en el vacío y sin futuro, y es
imitarla. Haciendo esto, no pasamos a "otro género", es decir de
la exégesis a la ascesis, de la teología a una piadosa considera-
ción. Ésta es la mentira que ha llevado a la teología a una falsa
neutralidad y a un falso cientificismo, por lo que cierto estudio
de la teología reseca muchas veces la fe y la piedad de los jóve-
nes, en vez de incrementarla. Para el Nuevo Testamento es inad-
misible una consideración sobre Cristo que no termine en un lla-
mado, con un "por lo tanto..." "Os exhorto, por tanto, hermanos,
por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos co-
mo una víctima viva, santa, agradable a Dios": así san Pablo ter-
mina su exposición del misterio de Cristo en la Epístola a los Ro-
manos (Rm 12, 1). Ha sido dicho con razón que "desde el punto
de vista cristiano, todo, pero todo, debe ser edificante y ese gé-
nero de representación científica que no termina edificando es,
precisamente por esto, anticristiano". No siempre la dimensión
12

edificante debe estar presente del mismo modo o con el mismo


grado de claridad, pero es ciertamente necesario que ella pueda
verse como en trasparencia y sea, de vez en cuando, puesta de
manifiesto.
Después de la contemplación de la santidad de Cristo y de la
apropiación mediante la fe, hemos llegado a la imitación. Pero,
¿qué otra cosa nos falta si ya hemos sido "santificados en Cristo
Jesús"? La respuesta la encontramos continuando la lectura de lo
que Pablo escribe después de estas palabras: "A los santificados
en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier
lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro y de ellos"
(1 Co 1, 2). Los creyentes son "santificados en Cristo Jesús", y al

1 2
Kierkegaard, S., La enfermedad mortal, pref. en Obras, op. cit.

29
Jesucristo, el Santo de Dios

mismo tiempo "llamados a ser santos". A la buena nueva de que


somos santos, de que la santidad de Cristo es nuestra, sigue in-
mediatamente la exhortación para llegar a ser santos: "Así como
el que os ha llamado es Santo, así también sed santos en toda
vuestra conducta, como dice la Escritura: 'Seréis santos, porque
santo soy yo'" (1 P 1, 15-16).
Hemos visto que también Jesús, en su vida, es santificado
("aquel que el Padre ha santificado y enviado al mundo") y "se
hace" santo ("por ellos me santifico a mí mismo"). También en
Jesús hubo una santidad dada y una santidad adquirida. Esto nos
abre hacia el gran horizonte de la imitación de Cristo. "Puesto
que, —se ha escrito— la Edad Media se había desviado cada vez
más en acentuar el lado de Cristo como modelo, Lutero acentuó
el otro lado, afirmando que Él es don, y que este don tiene que
ser aceptado por la f e . " Pero el mismo autor que hacía notar es-
13

to, agregaba, aun siendo él también protestante, que ahora, "so-


bre lo que debemos insistir es sobre todo el lado de Cristo mo-
delo" para que la doctrina sobre la fe no se convierta en una ho-
ja de parra para cubrir las omisiones más anticristianas. 14

Tenemos sobre esto espléndidos tratados del Concilio Vatica-


no II, donde se habla de la llamada universal de los bautizados a
la santidad. También el Concilio funda el llamado a la santidad
de los cristianos sobre la santidad de Jesús, que es el "Santo de
Dios". Después de citar los textos bíblicos que hablan de la san-
tidad de Cristo y de la Iglesia santificada por Él, el texto conciliar
prosigue diciendo: "Por tanto, todos en la Iglesia, ya sea que per-
tenezcan a la jerarquía, ya sea que sean dirigidos por ella, son lla-
mados a la santidad, según el dicho del Apóstol: 'Ésta es la vo-
luntad de Dios, que os santifiquéis' " (1 Ts 4, 3 ) . No se trata de
1 5

una nueva santidad para agregar a la que recibimos de Cristo, por


medio de la fe y los sacramentos, sino de mantener, aumentar y

1 3
Kierkegaard, S., Diario X, 1 A 154.
1 4
Ibídem.
1
^ Lumen gentium, n. 39.

30
Raniero Cantalamessa

manifestar en la vida esa misma santidad recibida de Cristo: "Ellos


—prosigue el texto del Concilio— deben, con la ayuda de Dios,
mantener y perfeccionar, viviendo, la santidad que han recibi-
d o . " La santidad de Cristo se desmenuza en miles de colores
16

distintos, tantos como son los santos en la Iglesia, ya que no hay


ningún santo igual a otro; pero ella se produce por una única luz:
"Nadie tiene por sí la santidad, y ésta no es obra de la virtud hu-
mana, sino que todos la reciben del Cristo y por medio de Él, co-
mo si muchos espejos fuesen puestos bajo el sol: todos brillan y
envían rayos, de modo que parecería que hubiera muchos soles,
pero en realidad es único el sol que brilla en todos". 17

Este llamado a la santidad es el más necesario y el más urgen-


te cumplimiento del Concilio. Sin él todos los demás cumplimien-
tos son imposibles, o inútiles; en cambio, éste es el que suele ser
más dejado de lado, puesto que es sólo Dios o la conciencia
quienes lo exigen o reclaman, y no presiones o intereses de gru-
pos humanos particulares de la Iglesia. A veces, se tiene la im-
presión de que, en algunos ambientes y en ciertas familias reli-
giosas, después del Concilio se puso más empeño en el "hacer
santos" que en "hacerse santos", es decir, dedicarse más a llevar
al altar a sus propios fundadores o cofrades que a imitar sus
ejemplos y virtudes.

6. Volver nuevamente al camino de la santidad

N uestra tendencia a la santidad se asemeja mucho a la


caminata del pueblo elegido en el desierto, hacia la Tierra Pro-
metida. Es éste también un camino hecho de continuas paradas
y partidas. Cada tanto, el pueblo se detenía en el desierto y plan-
taba las tiendas, ya sea por encontrarse cansado o por haber en-
contrado agua y comida, o porque se sentía cómodo. Pero he
aquí, que surgía la orden del Señor de levantar las tiendas y de

1 6
Lumen gentium, n. 40.
1 7
Cabasilas, N., Comentario a la Liturgia divina, 36 (PG 150, 449).

31
Jesucristo, el Santo de Dios

retomar la marcha: "Levántate, y sal de aquí, tú y tu pueblo ha-


cia la tierra que he prometido", dice Dios a Moisés, y toda la co-
munidad se lee que levantaba el campamento y se ponía nueva-
mente en marcha (cf. Ex 15, 22; 17, 1).
En la vida de la Iglesia, estas periódicas partidas y etapas en
el camino están representadas por el comienzo de un nuevo año
litúrgico, o por un tiempo fuerte del año, como el Adviento y la
Cuaresma. Para cada uno de nosotros tomado en particular, el
tiempo de levantar la tienda y de retomar el camino llega cuan-
do advertimos, en nuestro interior, el misterioso reclamo que nos
viene de la gracia. Éste no es un deseo que puede llegar "de la
carne y de la sangre", sino sólo del Padre que está en los Cielos.
Se trata de un momento bendito, de un encuentro inefable entre
Dios y su criatura, entre la gracia y la libertad, que tendrá reso-
nancias, positivas o negativas, para toda la eternidad. Al princi-
pio, hay un momento de detención. Uno se detiene, en el tráfico
de sus quehaceres o en el ritmo de los compromisos diarios; se
aleja de ellos por un breve tiempo. Toma, como suele decirse,
distancia, para mirar, por una vez, su vida casi desde afuera, o
desde lo alto, y ver hacia dónde va. Es el momento de la verdad,
de las preguntas fundamentales: "¿Quién soy?, ¿de dónde vengo?,
¿adonde voy?, ¿qué es lo que quiero?"
Se cuenta que incluso san Bernardo, cada tanto, se detenía, ca-
si entrando en un diálogo consigo mismo, y se repetía: "Bernar-
de, ad quid venistt? " ¿Bernardo, para qué viniste a esta orden y
al monasterio?" Lo mismo deberíamos hacer nosotros. Llamar-
18

nos por nuestro nombre (porque esto ayuda) y preguntarnos: Ad


quid venisti? ¿Por qué estás donde estás y haces el trabajo que
haces? ¿No es acaso para cumplir la voluntad de Dios de hacerte
santo?, y, ¿si es para hacerte santo, lo estás haciendo? Hay una so-
la desgracia verdaderamente tal e irreparable en la vida —ha si-
do dicho con profunda verdad— y es el no ser santos.

1 8
Guillermo de Saint-Thierry, Vita prima, I, 4 (PL 185,238).

32
Raniero Cantalamessa

En el Nuevo Testamento se describe un tipo de conversión


que podríamos llamar la conversión-despertar, o la conversión de
la tibieza. En el Apocalipsis se leen siete cartas escritas a los án-
geles (alguno interpreta a los "obispos") de otras tantas Iglesias
del Asia Menor. Estas cartas están todas construidas con un es-
quema común. Es Jesús resucitado, el Santo, quien habla. En la
carta al ángel de Éfeso, Él empieza reconociendo lo que el desti-
natario hizo de bueno: "Conozco tus obras, tus fatigas y tu cons-
tancia... Eres constante y has sufrido mucho por mi nombre, sin
desfallecer." Luego pasa a enumerar lo que, en cambio, le disgus-
ta de él: "Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes."
Y he aquí que, en este momento, resuena como un toque de
trompeta en la noche, entre durmientes, el grito del Resucitado:
Metanóeson, es decir, ¡Conviértete! ¡Muévete! ¡Despierta! (Ap 2, 1
y ss.).
Ésta es la primera de las siete cartas. Sabemos que suena más
severa la última de las siete cartas, que está dirigida al ángel de
la Iglesia de Laodicea: "Conozco tu conducta: no eres ni frío ni
caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Conviértete y vuelve a ser
ferviente", (Ap 3, 15 y ss.). También esta carta, como todas las an-
teriores, termina con esta misteriosa advertencia: "El que tenga oí-
dos oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias" (Ap 3, 22). Por el
contexto, no queda ninguna duda acerca de qué es lo que el Es-
píritu dice a las Iglesias; dice, ¡Conversión, resurgimiento!
¿Qué hacer entonces? San Agustín nos hace una sugerencia:
empezar a despertar el deseo: "Toda la vida del buen cristiano —
escribe— consiste en un santo deseo (o en un deseo de santi-
dad): Tota vita christiani boni, sanctum desideríum est. Por me-
dio del deseo, tú te dilatas, así luego podrás ser llenado, cuando
llegues a la visión. Dios, con la espera, ensancha nuestro deseo,
con el deseo agranda el ánimo y, dilatándolo, lo vuelve más ca-
paz. Vivamos por tanto, hermanos, de deseo, puesto que debe-
mos ser llenados." No nos podemos volver santos sin un gran
19

deseo de serlo. No se hace nada grande sin deseo. El deseo es el

1 9
San Agustín, In Epist. Ioh. 4, 6 (PL 35, 2008).

33
Jesucristo, el Santo de Dios

viento que hincha las velas y hace andar la barca; es el motor de


la vida espiritual.
Pero, ¿quién puede tener el deseo de la santidad si no se lo
infunde el Espíritu Santo? Por esto, san Buenaventura terminaba
su Itinerario de la mente en Dios con estas palabras inspiradas:
"Esta misteriosa y escondida sabiduría, no la conoce nadie, sino
el que la recibe; ninguno la recibe, sino el que la desea y nadie
la desea, sino aquel que está íntimamente inflamado por el Espí-
ritu Santo enviado por Cristo." 20

2 0
S. Buenaventura, Itinerarium mentís in Deum, VII, 4.

34
JESUCRISTO, EL HOMBRE NUEVO
La fe en la humanidad de Cristo actualmente

CAPITULO II
1. Cristo, hombre perfecto

D urante la vida terrenal de Jesús y también después de


la Pascua, nadie puso nunca en duda la realidad de la humani-
dad de Cristo, es decir, el hecho de que Él fuese un hombre co-
mo los demás. ¿Acaso no eran conocidos su madre, sus herma-
nos, su patria, su edad y su trabajo? Lo que se podía discutir no
era su humanidad, sino tal vez su divinidad. La acusación de los
judíos era: "Tú, que eres hombre, te haces Dios" (Jn 10, 33). Por
esto, cuando habla de la humanidad de Jesús, el Nuevo Testa-
mento se muestra interesado más en la santidad de la misma que
en la verdad o realidad de ella.
Menos de un siglo después de la muerte de Jesús, esta situa-
ción aparece totalmente cambiada. Ya, por las cartas de san Juan
se sabe que algunos niegan que Cristo haya venido "en la carne"
(cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Una de las mayores preocupaciones de
san Ignacio de Antioquía, en sus cartas, es la de demostrar la ver-
dad de la humanidad de Jesús y de las acciones realizadas por Él
en la carne: que verdaderamente ha nacido, que verdaderamen-
te ha sufrido, que verdaderamente ha muerto, y no "sólo en apa-
riencia, como dicen algunos sin Dios y sin fe". 1

Estamos, en una palabra, frente a la herejía del docetismo, que


niega la realidad de la encarnación y la verdad del cuerpo huma-
no de Cristo. Tertuliano resumió así las varias formas que esta he-
rejía presentaba en su tiempo: "Marción, para poder negar la car-
ne de Cristo, negó también su nacimiento. Apeles admitió la car-
ne, pero negó su nacimiento. Valentino admitió la una y lo otro,
ya sea la carne como el nacimiento, salvo que luego los explicó
a su manera. En efecto, él consideró que era del orden de la apa-
riencia (to dokein), y no de la realidad, no sólo su carne, sino
también su misma concepción, su gestación, su nacimiento de la
Virgen y todo lo demás." "Debemos, por tanto —concluía— ocu-
2

1
San Ignacio de Antioquía, Ad TralL, 9-10.
2
Tertuliano, De carne Christi, 1, 2 y ss. (CC 2, 873).

37
Jesucristo, el Santo de Dios

parnos de la humanidad del Señor, porque su divinidad está ase-


gurada. Es su humanidad la que está cuestionada, la verdad y ca-
lidad de la misma." Para este autor, se trata de algo tan vital pa-
ra la fe, que le hace exclamar, dirigiéndose al herético: "Ahorra la
que es la única esperanza de todo el mundo (Parce unicae spei
totius orbis). ¿Por qué quieres destruir el escándalo necesario de
la fe? Lo que es Indigno' de Dios es para mí la salvación." 3

En el Nuevo Testamento, toda la atención estaba dirigida ha-


cia la novedad de la humanidad de Cristo (a Cristo hombre "nue-
vo" y "nuevo" Adán); ahora ella se dirige toda hacia la verdad, o
consistencia ontológica, de ella. La afirmación más común, en es-
te nuevo contexto, es que Jesús fue un "hombre perfecto" (télelos
anthropos), entendiendo "perfecto" no en el sentido moral de
"santo", de "sin pecado", sino en el sentido metafísico de "com-
pleto" y de realmente existente.
¿Qué fue lo que provocó, en tan poco tiempo, un cambio se-
mejante de perspectiva? Simplemente el hecho de que la fe cris-
tiana se ha asomado ahora a un nuevo horizonte cultural y ha te-
nido que afrontar los desafíos y los problemas propios de esta
nueva cultura, que es la cultura helenística. En efecto, muchos
factores contribuían a hacer inaceptable, en esta nueva cultura, el
anuncio de Dios llegado en la carne. Primero un factor teológico:
¿cómo puede Dios, que es inmutable e impasible, someterse a un
nacimiento, a un crecimiento y aún más, a un sufrimiento en la
cruz? Un factor cosmológico: la materia es el reino de un dios in-
ferior (el Demiurgo) y es incapaz de conseguir la salvación; por
tanto, ¿cómo se le puede atribuir a Dios un cuerpo material? Un
factor antropológico: es el alma la que constituye al verdadero
hombre, que es de naturaleza celeste y divina; el cuerpo (soma)
es más bien tumba (sema) que compañero del alma; ¿por qué en-
tonces el Salvador, que vino a librar al alma presa de la materia,
se hizo a sí mismo prisionero de un cuerpo? Para finalizar, un fac-
tor cristológico: ¿cómo pudo Cristo ser el hombre "sin pecado", si

3 Ibídem, 5, 3 (CC 2, 881).

38
Raniero Cantalamessa

tuvo contacto con la materia que es en sí misma mala? ¿Cómo


puede pertenecer al mundo de Dios, si pertenece al mundo sen-
sible que es incompatible con el mismo? 4

La Iglesia tuvo que conquistar, palmo a palmo su fe en la ple-


na humanidad de Cristo. Una conquista que no terminó hasta el
siglo VIL Primero, en la lucha contra el docetismo, se conquistó
la certeza de la realidad del cuerpo humano del Cristo y de su
nacimiento humano de María; luego, en la lucha contra la here-
jía de Apolinario de Laodicea, se conquistó la certeza de la exis-
tencia en Cristo también de un alma humana; y al final, precisa-
mente en el siglo VII, en la lucha contra la herejía monotelita, se
conquistó la certeza de la existencia, en Cristo, también de una
voluntad y una libertad humanas. Cristo, entonces, tuvo un cuer-
po, este cuerpo estaba dotado de un alma, ¡y esta alma era libre!
Por tanto, Él fue "en todo similar a nosotros" verdaderamente.
Todas estas conquistas, excepto la última que se agregó más tar-
de, entraron en la definición dogmática de Calcedonia, donde se
lee que Cristo es "perfecto en su divinidad y perfecto en su huma-
nidad, verdadero Dios y verdadero hombre, que resulta de un al-
ma racional, y de un cuerpo, consubstancial con el Padre en cuan-
to a la divinidad y consubstancial con nosotros en cuanto á la hu-
manidad, hecho en todo similar a nosotros, salvo en el pecado"^
Así se formó el dogma de Cristo "verdadero hombre", que
quedó operante e inmutable hasta nuestros días.

2. El dogma de Cristo verdadero hombre


en el actual contexto cultural

Chorno consecuencia del encuentro con la cultura del


tiempo y por causa de ciertas herejías nacidas de ella, todo el in-

4
Cf. Davies, J., The Origins ofDocetism, in Studia Patrística, VI (TuU, 81), Ber-
lín, 1962, pp. 13-15.
5 Denzinger-Schónmetzer, Enchiridion Symbolorum, Herder, 1967, n. 391.

39
Jesucristo, el Santo de Dios

teres por el Cristo "hombre" se desvió del problema de la nove-


dad o santidad, de dicha humanidad, al de su verdad o plenitud
ontológica. Todo se concentró en la idea de la asunción de una
humanidad por parte del Verbo. El hecho fundamental es que
Cristo asume, o se vuelve, lo que nosotros somos; no es que
cuestione al hombre, sino que lo toma así como es. Sólo en esto
se encuentra la posibilidad, para el hombre, de ser salvado por
entero. "El hombre no podría ser salvado en su totalidad si Cris-
to no hubiese asumido al hombre en su totalidad." Cristo debía 6

tener un cuerpo para que el nuestro fuese redimido, debía tener


un alma, para que fuese redimida nuestra alma y debía tener una
voluntad libre para que fuese redimida nuestra libertad.
La Iglesia supo extraer entonces de la revelación el antídoto
necesario para la enfermedad de ese momento. Lo que ocurre es
que desde entonces ha cambiado completamente la situación cul-
tural y el tipo de amenaza a la fe, mientras que no ha cambiado
adecuadamente la respuesta. En efecto, si observamos atenta-
mente, notamos que toda la problemática actual acerca de la hu-
manidad de Cristo (por lo menos, cuando se trata de definir la
persona misma de Cristo, es decir en las discusiones cristológi-
cas) continúa girando alrededor de un problema viejo, que ya no
existe. Hoy ya nadie niega que Jesús haya sido hombre, como los
docetistas. Es más, se asiste a un fenómeno extraño e inquietan-
te: la "verdadera" humanidad de Cristo es afirmada en tácita al-
ternativa a su divinidad, como una especie de contrapeso. Es una
especie de carrera general para ver quien supera al otro al afir-
mar la plena humanidad de Jesús de Nazaret. El hecho de ser ple-
na e integralmente hombre —leemos en un autor contemporá-
n e o — significaba en Jesús, además del sufrimiento, la angustia,
la tentación y la duda, también la "posibilidad de cometer erro-
res." Afirmación ésta, absolutamente nueva en la tradición cris-
7

tiana.

6 Orígenes, Diálogo con Heráclito, 1 (SCh 67, p. 71).


7
Küng, H., Ser cristianos, Milán, 1976, p. 509.

40
Raniero Cantalamessa

Así el dogma de Jesús "verdadero hombre" se vuelve, una ver-


dad por descontado que no molesta y que no inquieta a nadie,
incluso una verdad peligrosa que sirve para legitimar, antes que
para contrarrestar el pensamiento secular. Afirmar la plena huma-
nidad de Cristo es hoy en día como derribar una puerta abierta.
Los signos de esta tendencia se notan tanto en los niveles más
altos de la teología como en los más populares de la mentalidad
común y de los mass media. Para algunos, en la expresión "ver-
dadero hombre", todo lo que expresa el adjetivo "verdadero" es
lo que hay de más de humanidad en Cristo, la excelencia o el
ejemplo de su humanidad, que los creyentes llaman su "divini-
dad". Partiendo desde un concepto secular de hombre y enfati-
zando su "verdadera" humanidad, se llega así a considerar super-
flua o a negar la divinidad de Cristo. El concepto moderno secu-
lar de hombre requiere una total y absoluta autonomía, por lo
que Dios y el hombre son incompatibles y se excluyen recípro-
camente; "donde nace Dios muere el hombre".
Estas ideas se ven en autores que intentan delinear un "Jesús
para ateos". Pero también ciertos bosquejos modernos de cristo-
8

logia trasuntan una tendencia análoga, de otra forma. Alguien, al


afirmar la humanidad de Cristo, ha llegado más allá del mismo
Concilio de Calcedonia, atribuyéndole a Cristo, no sólo una car-
ne, un alma y una voluntad humanas, sino una personalidad hu-
mana, con la consiguiente necesidad inevitable de afirmar, que
no es Dios o que es "dos personas" y no "una persona". Se ha-
bla en este sentido de una trascendencia
u
humana de Cristo",
por la que Cristo trascendería la historia, no como Dios, sino co-
mo hombre. Se habla también de un " h u m a n i s m o cristológico in-
tegral'? La insistencia sobre la humanidad, como vemos, se des-
perdicia.
La tendencia también se encuentra a nivel de mentalidad difu-
sa. El film "La última tentación de Cristo", tomado de la novela de
Nikos Kazantzakis (un ortodoxo excomulgado, por esto, de su

8
Cf. Machovec, M., Jesús para los ateos, Asís, 1973.
9 Cf. P. Schoonemberg, Un Dios de hombres, Brescia, 1971.

41
Jesucristo, el Santo de Dios

Iglesia), muestra a un Jesús que busca desesperadamente, toda la


vida, sustraerse a las exigencias de la voluntad del Padre y que
al fin, en la cruz, está como hipnotizado por imágenes de peca-
do. Se trata de un ejemplo extremo y torpe de dicha mentalidad,
pero bastante indicativo. En defensa del film se dijo también de
parte de algún teólogo: "Si Jesús era verdadero hombre, ¿qué hay
de escandaloso en todo esto? El hombre real está hecho así."
Alguien comentaba positivamente que, de este modo, sentía
más próximo a sí y a su propia experiencia, a este Jesús que tiene
sus dudas, sus incertidumbres, sus rebeliones. Se repite, en cierto
sentido, lo que sucedía en el tiempo del paganismo. Al no estar
dispuestos a abandonar sus vicios, como el adulterio y el hurto,
¿qué hicieron —se preguntaba, ya Agustín— los paganos? Atribu- 10

yeron, en sus mitos, estos vicios también a sus divinidades, de mo-


do que pudieran sentirse excusados al cometerlos ellos luego. ¿Có-
mo puede reprocharse al hombre por cosas que ni siquiera la di-
vinidad puede evitar?
La causa de todo esto es que la afirmación de la plena huma-
nidad de Cristo cae hoy, sobre un terreno cultural que es exacta-
mente lo contrario al antiguo, donde se formó el dogma de Cris-
to "verdadero hombre". Los Padres vivían en una cultura marca-
da por la espiritualidad y el desprecio (al menos teórico) de la
materia; nosotros vivimos en una cultura inmersa en el materia-
lismo y la exaltación de la materia y del cuerpo. ¿Cuál es el de-
safío y la disputa que la cultura moderna envía a la fe, acerca del
hombre? No es ciertamente el prejuicio anticósmico y maniqueo
del hombre "extraño al mundo", sino que es el principio de la ra-
dical mundanería del hombre. El discurso ya no se ocupa tanto
de la naturaleza del hombre, o del hombre como entidad, sino
más bien del hombre como proyecto. Dos famosas declaraciones
escritas bajo este nuevo contexto aclaran la crudeza de este ideal
del hombre "terrestre" y del hombre "dueño de sí mismo": "Si
Dios existe, el hombre es nada. Dios no existe... No más Cielo.

1 0
San Agustín, Confesiones, I, 16, 25.

42
Raniero Cantalamessa

No más Infierno. Nada más que la Tierra." "No hay ya nada en11

el Cielo - ni Bien, ni Mal, ni ninguna persona que pueda darme


órdenes... Soy un hombre, y cada hombre debe inventar su pro-
pio camino." 12

Existe actualmente una especie de docetismo al revés. Ya no


es la materia la que es "proyección", sombra o imagen ilusoria del
mundo divino y espiritual, como lo era en la visión platónica, si-
no que, por el contrario, es el mundo divino el que es proyec-
ción e imagen del hombre histórico. Es Dios quien es visto como
imagen del hombre, no el hombre como imagen de Dios. Es la
ideología del secularismo radical, que por suerte no es la única
existente y seguida en el mundo de hoy, pero está ciertamente
muy difundida y es muy peligrosa. Si Tertuliano decía: "Ocupé-
monos de la humanidad del Salvador, porque su divinidad está
asegurada", hoy nosotros debemos decir, en el nuevo contexto
cultural: "Volvamos a ocuparnos cuanto antes de la divinidad de
Cristo, porque su humanidad está demasiado segura. Redescubra-
mos lo que Crsito tiene de distinto a nosotros, porque lo que tie-
ne en común con nosotros es demasiado pacífico y seguro. ¡Re-
descubramos, junto a Cristo hombre Verdadero', a Cristo hombre
'nuevo'!"
¿Qué hacer en esta nueva situación que se ha suscitado a raíz
del dogma cristológico? La historia del pensamiento cristiano y de
la misma revelación bíblica está llena de ejemplos de afirmacio-
nes hechas para contestar a problemas particulares de un mo-
mento, que son luego revisadas y adaptadas, para contestar otras
distintas instancias, o para hacer frente a nuevas y distintas here-
jías. Podríamos demostrar fácilmente cómo ocurrió esto también
con el dogma de la unidad de Cristo. La fórmula que habla de
Cristo "uno e idéntico" (unus et ídem), elaborada por Ireneo con-
tra los gnósticos fue luego tomada por Cirilo de Alejandría y el
13

Concilio de Calcedonia, en un sentido muy distinto, en el que el

1 1
Sartre, J. R, El diablo y el buen Dios, en Teatro, Milán, 1950.
1 2
Sartre, J. P., Las moscas, París 1943, p. 134 y ss.
1 3
San Ireneo, Adv. Haer. III, 16, 8-9.

43
Jesucristo, el Santo de Dios

único e idéntico sujeto es la persona preexistente del Verbo que


se hace carne. El dogma es una "estructura abierta", por lo que
puede aplicarse a nuevos contextos, manteniendo su identidad
fundamental, y manteniéndose así perennemente vivo y operan-
te. Sólo es necesario que se le permita obrar, introduciéndolo en
la nueva situación. El dogma no se aplica mecánicamente y de la
misma manera a todas las situaciones que se presentan durante
la sucesión de los ^siglos. Para hacer esto es necesario ponerlo,
cada vez, en contacto con su base, que es la Escritura.
El dogma tiene un valor ejemplar; nos invita a hacer hoy lo
que los Padres hicieron en su tiempo. Ellos asumieron esa parte
del dato bíblico necesaria para contestar a la necesidad del mo-
mento, para poder defender esa parte de la fe que era discutida,
dejando de lado lo que en cambio no presentaba controversias.
Al tener que defender el hecho de que Jesús era hombre, les bas-
taba, por ejemplo, tener en cuenta casi solamente la encarnación,
que es el momento en el que el Verbo asumió al hombre. Si en
otro momento la cosa más necesaria no es afirmar "que Jesús es
hombre", sino aclarar "qué hombre es Jesús", evidentemente en-
tonces no bastará solamente la encarnación, sino que habrá que
tomar en cuenta también el misterio pascual; no sólo el nacimien-
to de Cristo, sino también su vida y su muerte.
Con este espíritu, volvamos entonces a interrogar al Nuevo
Testamento, acerca de la humanidad del Salvador. Veremos que
esto no disminuye la importancia del dogma de la "perfecta" hu-
manidad de Cristo definido en Calcedonia, sino que ayuda a des-
cubrir en esto nuevas riquezas e implicancias.

3. Jesús, hombre nuevo

Nuevo Testamento —decía— no está interesado tan-


to en afirmar que Jesús es un hombre verdadero, sino en que es
el hombre nuevo. Él es definido por san Pablo como "el último
Adán" (eschatos), es decir "el hombre definitivo", del cual el pri-

44
Raniero Cantalamessa

mer Adán era apenas un esbozo, una realización imperfecta (cf.


1 Co 15, 45 y ss.; Rm 5, 14). Cristo ha revelado al hombre nue-
vo, ese que fue "creado según Dios en la justicia y en la santidad
verdadera" (Ef 4, 26; cf. Col 3, 10).
La novedad del hombre nuevo no consiste, como se ve, en al-
gún componente nuevo que tiene de más, respecto del hombre
precedente, sino que consiste en la santidad. Cristo es el hombre
nuevo porque es el Santo, el justo, el hombre a imagen de Dios.
Y sin embargo, se trata de una novedad no accidental, sino esen-
cial, que no influye solamente en el obrar del hombre, sino tam-
bién en su ser. ¿Qué es, en efecto, el hombre? Para el pensamien-
to profano y en particular para el pensamiento griego, él es esen-
cialmente una naturaleza, un ser definido sobre la base de lo
que tiene por nacimiento: "un animal racional", o como quiera
que se defina esta naturaleza. Pero para la Biblia, el hombre no
es sólo naturaleza, sino, en igual medida, también vocación, es
también lo que está llamado a ser, mediante el ejercicio de su li-
bertad, en la obediencia a Dios. Los Padres expresaban esto dis-
tinguiendo en Génesis 1, 26, entre el concepto de "imagen" y el
de "semejanza". El hombre es por naturaleza o por nacimiento "a
imagen" de Dios, pero se vuelve "a semejanza" de Él sólo en el
transcurso de su vida, por medio del esfuerzo de asemejarnos a
Dios, por medio de la obediencia. Sólo por el hecho de existir,
somos a imagen de Dios, pero por el hecho de obedecer somos
también a su semejanza, porque queremos las cosas que Él quie-
re. "En la obediencia, decía un antiguo Padre del desierto, se ac-
túa la semejanza con Dios y no sólo el ser a su imagen." 14

Debemos decir, además, que este modo de definir al hombre


sobre la base de su vocación, más que por su naturaleza, es
compartido por el pensamiento contemporáneo, aunque en él
cae la dimensión, esencial para la Biblia, de la obediencia, y que-
da solamente la de la libertad, por lo que en vez de vocación se
habla de proyecto ("Proyecto" es la categoría central con que se
habla del hombre en Ser y tiempo de M. Heidegger y en El ser y

1 4
Diadoco de Fótica, Discursos ascéticos, 4 (SCh 5 bis, pp. 108 y ss.).

45
Jesucristo, el Santo de Dios

la nada de J . P. Sartre). También desde este punto de vista, la res-


puesta más eficaz a las instancias del pensamiento moderno no
viene tanto de la insistencia sobre el Cristo "verdadero hombre",
entendido en el sentido antiguo de "naturalmente completo",
cuando de la insistencia sobre el Cristo hombre nuevo, revelador
del proyecto definitivo del hombre.
El Verbo de Dios no se limita a hacerse hombre, como si exis-
tiese un modelo, una horma, de hombre ya hecho, dentro del
cual Él, por así decirlo, se introduce. Él revela también quien es
el hombre; con Él aparece el modelo mismo porque es Él la ver-
dadera y perfecta "imagen de Dios" (Col 1, 15). Somos nosotros
quienes somos llamados a volvernos "conformes a la imagen que
es el Hijo" (Rm 8, 29), mucho más de lo que Cristo sea llamado
a volverse conforme a nuestra imagen. El Concilio Vaticano II di-
ce claramente: "En realidad, solamente en el misterio del Verbo
encarnado encuentra la luz el misterio del hombre. Adán, el pri-
mer hombre, era figura del hombre futuro, es decir de Cristo Se-
ñor. Cristo, que es el nuevo Adán, precisamente revelando el mis-
terio del Padre y de su amor, aclara también plenamente el hom-
bre al hombre." 15

Por tanto, Jesús no es solamente el hombre que se asemeja a


todos los otros hombres, sino también el hombre al que todos los
demás hombres deben asemejarse. Este "hombre definitivo", es
también, en cierto sentido, el hombre primitivo, si es verdad lo
que decían los Padres, que fue a imagen de este hombre futuro
—a imagen de la Imagen— que fue creado Adán. "Él hizo el
hombre —escribe Ireneo— a imagen de Dios (Gn 1, 26). La ima-
gen de Dios es el Hijo de Dios (Col 1, 15), a imagen del cual fue
hecho del Hombre." 16

Todo esto constituye una aplicación coherente de la afirma-


ción paulina según la cual Cristo es "el Primogénito de toda cria-

1 5
Gaudium et spes, n. 22.
1 6
San Ireneo, Demostración de la Predic. Apost., 22.

46
Raniero Cantalamessa

tura" (Col 1, 15) y de la de Juan, del Verbo "por medio del cual
todo ha sido hecho" (cf. Jn 1. 3). El hombre no tiene en Cristo
sólo a su modelo, sino a su propia "forma substancial". Como en
la ejecución de una estatua, la forma, o el proyecto, que en el
pensamiento precede a la realización, le da sustento a la materia
y la plasma, así Cristo, arquetipo del hombre, lo plasma y lo con-
figura como así mismo, definiendo su verdadera naturaleza. "Si
fuese posible —escribe Cabasilas— algún artificio para ver, con
los ojos, el alma del artista, verías en ella, sin materia, la casa, la
estatua, o cualquier otra obra." No por medio de un artificio,
17

sino por revelación divina, Juan, Pablo y los autores inspirados


han "visto" el alma del Artista, de Dios, y han notado en ella, sin
materia, al hombre ideal contenido en Cristo. Causa gozo volver
a encontrar esta visión patrística de la relación entre el hombre y
Cristo, prácticamente idéntica, en un teólogo moderno como K.
Barth, porque esto demuestra que ella no es incompatible con el
modo de pensar moderno, sino que sólo es incompatible con la
incredulidad moderna. "El hombre —escribe Barth— es ser hu-
mano en cuanto es un sólo ser con Jesús, tiene su base en la elec-
ción divina y, por otra parte, en cuanto es un sólo ser con Jesús
está constituido por su facultad de escuchar la Palabra de Dios." 18

Considerada bajo esta luz, la expresión "excepto en el peca-


do" (absquepeccato) que se dice de Jesús (cf. Hb 4, 15) no apa-
rece como excepción a la plena y definitiva humanidad de Cris-
to, como si fuese en todo verdadero hombre como nosotros, me-
nos en una cosa, el pecado; como si el pecado fuese una parte
esencial y natural del hombre. Lejos de quitar a la plena huma-
nidad de Cristo, el "excepto el pecado" constituye el rasgo distin-
tivo de su verdadera humanidad, porque el pecado es la única
verdadera superestructura, el único agregado espurio al proyec-
to divino del hombre. Es sorprendente como se ha llegado a con-
siderar como la cosa más humana, precisamente, la que es me-
nos humana. "Hasta tal punto ha llegado la perversidad humana

1 7
Cabasilas, Vida en Cristo, V, 2 (PG 150, 629).
1 8
Barth, K., Dommatica ecclesiastica, III, 2, 170.

47
Jesucristo, el Santo de Dios

—escribe san Agustín— que el que se deja vencer por su lujuria


es considerado hombre, mientras que no sería un hombre quien
venciera su lujuria. ¡No serían hombres los que vencen al mal, y
serían hombres quienes son vencidos por él!" Humano ha lle- 19

gado a indicar más lo que tiene en común el hombre con los ani-
males, que lo que lo distingue de ellos, como la inteligencia, la
voluntad, la conciencia, la santidad.
Jesús es, por tanto, Verdadero" hombre, no a pesar de ser sin
pecado, sino precisamente porque es sin pecado. San León Mag-
no, en su famosa carta dogmática que inspiró la definición de
Calcedonia y que, por algunos versos, constituye su mejor co-
mentario, escribía: "Él, Dios verdadero, nació con una íntegra y
perfecta naturaleza como verdadero hombre, con todas las pre-
rrogativas, tanto divinas como humanas. Al decir 'humanas', nos
referimos a esas cosas que en el principio el Creador puso en no-
sotros y que luego vino a restaurar; mientras que no hubo en el
Salvador ningún vestigio de esas cosas que el engañador super-
puso y que el hombre engañado acogió. No debemos pensar que
Él, por el hecho de que quiso compartir nuestras debilidades,
participara también de nuestras culpas. Él asumió la condición de
esclavo, pero sin la contaminación del pecado. Así, enriqueció al
hombre, pero no disminuyó a Dios." 20

Por este texto vemos como revitalizado el dogma a partir de


la Escritura, en la línea de la Tradición, con el sentido de la Igle-
sia, éste deja de ser una verdad antigua, incapaz de contener el
asalto del pensamiento moderno, "como una pared derruida, o
como un muro que se derrumba", sino que se vuelve verdad nue-
va y enérgica, que es "capaz de arrasar fortalezas, deshacer sofis-
mas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de
Dios y reduce a cautiverio todo entendimiento para obediencia
de Cristo" (cf. 2 Co 10, 4-6). Tenía razón Kierkegaard cuando de-
cía que "la terminología dogmática de la Iglesia primitiva es co-
mo un castillo de hadas, donde descansan en un profundo sue-

1 9
San Agustín, Sermo 9, 12 (CC 41, 131 y ss.).
2 0
San León Magno, Tomus ad Flavianum, I 3 (PL 54, 757 y ss.)

48
Raniero Cantalamessa

ño los príncipes y las princesas más encantadoras. Sólo hace fal-


ta despertarlos para que surjan en toda su gloria". 21

El dogma de Cristo verdadero hombre y hombre nuevo es ca-


paz de obrar un cambio completo de mentalidad. Él nos obliga a
pasar de un Cristo "medido" con el centímetro de nuestra huma-
nidad, al Cristo que "mide" nuestra humanidad; del Cristo juzga-
do por los filósofos y por la historia, al Cristo que juzga a los fi-
lósofos y a la historia: "No ha sido Él —escribió el mismo filóso-
fo arriba citado— el que, al aceptar nacer y manifestarse en Ju-
dea, se ha presentado al examen de la historia; Él es el que exa-
mina y su vida es el examen al que está sometida no solamente
su generación, sino todo el género humano." 22

4. Obediencia y novedad

N os queda ahora ilustrar brevemente el último punto:


¿Cómo se presenta el hombre nuevo revelado por Cristo y cuál
es la parte esencial que lo distingue del hombre viejo ? Debemos
conocer a este hombre nuevo, dado que estamos llamados a re-
vestirnos de Él. Hemos llegado, esta vez también, al punto en que
desde el kerigma debemos pasar a la parénesis, de la contempla-
ción de Cristo hombre "nuevo" a la imitación de su novedad.
La diferencia entre los dos tipos de humanidad está encerrada
por san Pablo en la antítesis: desobediencia - obediencia: "Así
como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron
constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno so-
lo todos serán constituidos justos" (Rm 5, 19). Por eso decía más
arriba que para descubrir "que Jesús es hombre", bastaba sólo
con mirar la encarnación, pero para descubrir "qué hombre es Je-
sús", debemos mirar también el misterio pascual. Porque es aquí
donde el nuevo Adán se revela obediente.
El hombre nuevo es un hombre que no hace nada "por sí mis-

2 1
Kierkegaard, S., Diario, II A 110.
2 2
Kierkegaard, S., Ejercicio del cristianismo, I.

49
Jesucristo, el Santo de Dios

mo", o "para sí mismo" y su gloria. Es un hombre cuyo alimento


es hacer la voluntad del Padre. Es el que llega en su obediencia
hasta la muerte y a la muerte de cruz. El hombre nuevo es el que
vive en total, absoluta dependencia de Dios y encuentra en esa
dependencia su fuerza,- su alegría y su libertad. No encuentra en
ella su límite, sino el camino para superar sus límites. En una pa-
labra, encuentra en dicha dependencia su ser. "Cuando hayáis le-
vantado al Hijo del hombre, —dice Jesús— entonces sabréis que
Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino lo que
el Padre me ha enseñado" (Jn 8, 28). "Yo Soy" porque "no hago
nada por mi propia cuenta". El ser de Cristo radica en su sumi-
sión al Padre. Él es porque obedece.
El ser del hombre se mide por el grado de su dependencia res-
pecto de Dios, su Creador, hasta coincidir, en su vértice último
que es Jesucristo, con el ser absoluto que es Dios mismo y poder
decir, también como hombre: "¡Yo Soy!" Esto es lo que constitu-
ye la verdadera afirmación del hombre y el verdadero humanis-
mo. Los representantes de otros tipos de humanismo pueden no
aceptar esta afirmación, es más, pueden rebelarse contra ella, pe-
ro nosotros sabemos que es la verdad. Si el hombre no es sólo
naturaleza, sino también vocación, aquí se realiza la vocación del
hombre que es de ser "a imagen y semejanza de Dios".
Los creyentes deben hacer dos cosas, respecto de este hom-
bre nuevo: proclamarlo y revestirse de él, es decir, vivirlo. Para
proclamarlo nos sirven de ejemplo los grandes Padres de la Igle-
sia del siglo IV: Basilio, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nissa,
Agustín... Ellos eran hombres embebidos de la cultura de su
tiempo; podían decir, hablando de sus interlocutores paganos:
"¿Son griegos? ¡Yo también!" Pero se convirtieron, se hicieron ne-
cios a los ojos de los doctos, al abrazar la humildad de Cristo, y
se convirtieron así en el "lugar" en el que tomó forma una nue-
va manera de pensar, una nueva visión del hombre, el "crisol" en
el cual el helenismo se cristianizó y el cristianismo se helenizó,
en buen sentido, es decir, se hizo "griego con los griegos". Ellos
asumieron la idea de hombre de su cultura, salvando lo válido

50
Raniero Cantalamessa

que había en ella —como por ejemplo, la afirmación de "que no-


sotros somos progenie de Dios" (Hch 17, 2 8 ) — y corrigiendo lo
que tenía de erróneo, como la afirmación de "que la carne no es
capaz de salvación". Así debemos hacer nosotros actualmente, en
nuestra cultura que no tiene dificultades en admitir la salvación y
la bondad de la materia, mientras que tiene dificultades para ad-
mitir que somos "progenie de Dios", creados por Él. Ellos, los Pa-
dres, también salvaron su cultura, obligándola, desde adentro, a
abrirse a nuevos horizontes. Supieron reconocer también las
grandes conquistas de la cultura de su tiempo y no sólo indicar
sus carencias, y así debemos hacer también nosotros.
Un punto neurálgico, en sus tiempos, lo constituía la "sabidu-
ría"; hoy un punto neurálgico es la "libertad". Pablo decía: "Los
griegos buscan la sabiduría, nosotros predicamos a Cristo cruci-
ficado, necedad para los gentiles, pero para los que son llama-
dos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (cf. 1 Co 1, 22-24). No-
sotros podemos decir: "Los hombres de hoy buscan la libertad y
la independencia ¡y nosotros predicamos a Cristo obediente has-
ta la muerte, potencia de Dios y libertad de Dios!"
Todas las aberraciones que se escuchan hoy acerca de la hu-
manidad de Cristo y sus presuntas luchas y rebeliones, como tam-
bién la idea de que Cristo no es completo si no tiene una "per-
sonalidad humana", derivan del hecho de que por fin se han re-
signado tácitamente al presupuesto del humanismo ateo, según
el cual existe una sorda rivalidad e incompatibilidad entre Dios y
el hombre y que "donde nace Dios muere el hombre". Antes que
destruir los razonamientos que se oponen a la fe, convirtiendo to-
da inteligencia humana sometida a la fe, es la fe que, de este mo-
do, se somete a la inteligencia humana.

5. "Si el Hijo os hará Ubres..

P roclamar a Cristo hombre "sin pecado" no tiene cierta-


mente el fin de confutar al mundo ni al hombre de hoy, sino por

51
Jesucristo, el Santo de Dios

el contrario, tiene el objeto de infundirle confianza y esperanza.


Pocos temas evangélicos tienen la fuerza liberadora de éste. Re-
cuerdo aún cómo fue para mí, la primera vez, el "descubrimien-
to" de la santidad de Cristo. Observando mis actos y mis pensa-
mientos, veía con claridad como no había ni uno siquiera que pu-
diese decirse absolutamente puro o no contaminado, de alguna
manera, con mi "yo" pecador. Esta situación me alentaba para
que buscase, con el pensamiento, una vía de escape cualquiera,
como cuando san Pablo clamaba: "¿Quién me librará de este
cuerpo que me lleva a la muerte?" (Rm 7, 24). Fue en ese mo-
mento que descubrí el Jesús "sin pecado", y comprendí, por pri-
mera vez, la desmedida importancia que tiene, en la Biblia, ese
agregado absque peccato. Esta visión me infundía en el alma una
gran paz y confianza, como el náufrago que ha encontrado algo
de donde agarrarse. El pecado —volvía a repetirme— no es en-
tonces omnipresente y, si no es omnipresente, ¡tampoco es om-
nipotente! Ha habido —y aún lo hay—, un punto en el universo
desde el cual ha empezado su retirada que terminará, ineludible-
mente, en su definitiva eliminación. Tuve, entonces, el deseo de
abrir la Biblia, en la esperanza de encontrar en ella una palabra
que me hablase, de alguna manera, de este Jesús sin pecado. Mis
ojos se detuvieron en ese pasaje de Juan donde Jesús dice: "En
verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un es-
clavo... Si pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres"
(Jn 8, 34-36). Entendí entonces que aquí Jesús no habla de toda
libertad o de la libertad en general, sino de la liberación del pe-
cado: si el Hijo os hará libres del pecado, seréis verdaderamente
libres. Algún día seremos también nosotros libres del pecado, es
decir, libres "de verdad", con una libertad que ahora no alcanza-
mos ni siquiera a imaginarnos. Comentando el texto de 2 Co 3,
17 ("Donde está el Espíritu del Señor hay libertad"), san Agustín
revela el secreto de la verdadera libertad: "Donde está el Espíritu
del Señor —dice— ya no podemos ser seducidos por el placer de
pecar, y ésta es la libertad; donde ese Espíritu no está, nos deja-
mos seducir por el placer de pecar, y esto es esclavitud." El "Es- 23

píritu del Señor" ¡es el Espíritu del Señor Jesús!

2 3
San Agustín, De Spiritu et Littera, 16, 28 (CSEL 60, 181).

52
Raniero Cantalamessa

Todo esto encierra la proclamación de Cristo hombre nuevo.


Pero, más que para proclamar al mundo al hombre nuevo, noso-
tros, —decía— somos llamados a revestirlo y a vivirlo: "Debéis
despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo
que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias
y deberéis renovar el espíritu de vuestra mente y revestiros del
hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la
verdad" (Ef 4, 22-24).
Nosotros no podemos imitar a Cristo en su ser Dios, en hacer
milagros y resucitar. Por otra parte, no debemos imitarlo en cuan-
to a ser hombre verdadero, desde el momento en que, como
hombre, es más bien Él quien nos imitó a nosotros. ("Se habla
siempre, dice Dios, en la Imitación de Jesucristo, que es la imita-
ción, la fiel imitación de mi hijo por parte de los hombres... Pe-
ro en fin, no debemos olvidar que mi hijo había empezado con
esa singular imitación del hombre. Singularmente fiel, que fue lle-
vada hasta la identidad perfecta. Cuando tan perfectamente, tan
fielmente revistió la suerte mortal. Cuando tan fielmente, tan per-
fectamente imitó el nacer. Y el sufrimiento. Y el vivir. Y la muer-
t e . " ) Entonces, nosotros no podemos imitar a Jesús en cuanto
24

Dios y no debemos imitarlo en cuanto verdadero hombre. Pode-


mos, sin embargo, y debemos imitar a Jesucristo en cuanto hom-
bre nuevo, hombre sin pecado.
No todos pueden proclamar al mundo el Cristo hombre nue-
vo con las palabras y los escritos. Lo ha hecho, de muchas ma-
neras, el Concilio Vaticano II; lo hace frecuentemente, en sus dis-
cursos, y sobre todo en su encíclica Redemptor hominis, Juan Pa-
blo II. Pero todos pueden vivirlo y testimoniarlo en sí mismos.
San Francisco de Asís habló poco del hombre nuevo, pero todos
sus biógrafos, después de su muerte, expresan la misma convic-
ción: con Él había aparecido en el mundo el hombre nuevo :
"Gente de todas las edades y sexos corría para ver y escuchar a
ese hombre nuevo que el Cielo le había regalado al mundo." 25

2 4
Péguy, Ch., El misterio de los Santos Inocentes, en Obras poéticas, París, 1975,
p. 692.
2 5
San Buenaventura, Legenda Maior, IV, 5.

53
Jesucristo, el Santo de Dios

También quien está llamado a proclamar con la palabra, en el


mundo de hoy, al hombre nuevo que es Cristo, sabe que al final
sus palabras serán creíbles sólo por su propia vida y más todavía
por su propia muerte. Nosotros, los creyentes, muchas veces, nos
entristecemos al ver la ceguera y la dureza de corazón de nues-
tros contemporáneos, que exaltan la independencia y la autono-
mía absoluta del hombre, también respecto de la moral y de
Dios. Nos quedamos pasmados, con razón, frente a la enormidad
y a la hybris de ciertas declaraciones, como las recordadas arriba.
Nos damos cuenta de que nada podemos hacer, que las palabras
no son suficientes, que los llamados más autorizados, como el del
Vaticano II, caen en el vacío. Y bien, sí, hay algo que podemos
hacer ¡y es no hacer como ellos, no imitarlos! No hacer también
nosotros de nuestra libertad e independencia un tesoro celoso
que nadie puede tocarnos. Un ídolo. Veo, en efecto, en mí mis-
mo, sin necesidad de ir más lejos, qué fácil es para mí reconocer
la enormidad de esas declaraciones de autonomía absoluta, escri-
tas en los libros de los filósofos y actuadas por los hombres con-
temporáneos conmigo, y no darme cuenta, en cambio, cuántas
veces ellas están presentes en mi misma vida, y cómo influyen en
mis elecciones. El hombre viejo tiene un ejército bien adiestrado
en defensa de su libertad. Está listo para sacrificarlo casi todo, in-
cluso la salud, pero no su libertad. "Todo, —dice é l — ¡pero no
mi libertad!" Y en cambio, es justamente eso lo que debemos de-
volver a Dios, si queremos imitar a Jesucristo. Es desde este pun-
to que debemos empezar nuestro camino de regreso a Dios: de
donde salió el camino que nos alejó de Él.

Por tanto, debemos tomar muy en serio la invitación a dejar el


hombre viejo con todas sus concupiscencias. Deponer al hombre
viejo, significa deponer la voluntad propia, y revestirnos del hom-
bre nuevo, significa abrazar la voluntad de Dios. Cada vez que
decidimos, siquiera las cosas mínimas, quebrar nuestra "voluntad
de carne" y renegar de nosotros mismos, nos acercamos un paso
más a Cristo hombre nuevo. De Él se ha escrito que "no buscó
su propio agrado: Christus non sibiplacuit" (Rm 15, 3). Ésta es
una especie de regla general para el discernimiento de los espí-

54
Raniero Cantalamessa

ritus. No buscar y no hacer enseguida lo que, humanamente ha-


blando, nos gustaría hacer o decir. Nosotros no podemos saber,
en cada circunstancia, cuál es la voluntad de Dios para hacerla,
qué es lo que Dios quiere o no quiere de nosotros; pero, en com-
pensación, sabemos cuál es nuestra voluntad de no hacer. Se
puede reconocer por algunos signos infalibles, visibles para los
que tienen un poco de -práctica en la costumbre de examinarse a
sí mismo. Aprendamos a repetir también nosotros, como una es-
pecie de jaculatoria, frente a cada dificultad o duda, lo que decía
Jesús: "No busco mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me
ha enviado" (Jn 5, 30); "Porque he bajado del Cielo, no para ha-
cer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 6,
38). ¡No estoy aquí en esta oficina, en esta situación, para hacer
mi voluntad, sino la voluntad de Dios! La novedad del hombre
nuevo se mide, como hemos visto, por su obediencia y confor-
midad a la voluntad de Dios.

55
"¿CREES TÚ?"
La divinidad de Cristo e n el Evangelio de san J u a n

CAPÍTULO III
1. "Si n o creéis que Yo Soy..."

u n día celebraba misa en un monasterio de clausura. El


pasaje evangélico propuesto por la Liturgia era la página de Juan
donde Jesús pronuncia repetidas veces su "Yo Soy": "Si no creéis
que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados... Cuando habréis le-
vantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy... An-
tes de que Abraham existiera, Yo Soy" (Jn 8, 24.28.58). El hecho
de que Yo Soy, contrariando todas las reglas gramaticales, en el
leccionario estuviese escrito con dos mayúsculas, ciertamente
unido también a alguna otra causa más misteriosa, hizo brotar
una chispa. Esa Palabra "explotó" dentro de mí. Sí, yo sabía que
en el Evangelio de Juan había numerosos ego eimi, Yo Soy, pro-
nunciados por Jesús, que esto era un hecho importante para su
cristología. Pero era un conocimiento inerte, sin consecuencias.
El hecho nunca me había impresionado. En cambio, ese día, fue
otra cosa. Estábamos en el tiempo pascual y parecía que el Resu-
citado mismo proclamase su nombre divino a los Cielos y a la
Tierra. Su "¡Yo Soy!" iluminaba y llenaba el universo. Yo me sen-
tía muy pequeño, como uno que asiste por casualidad y sin to-
mar parte de una escena súbita y extraordinaria, o a un grandio-
so espectáculo de la naturaleza. No fue más que una simple emo-
ción de fe, pero de las que, cuando se han ido, dejan en el cora-
zón una gran nostalgia.
Deseoso de saber algo más sobre este "Yo Soy" de Cristo, re-
currí a los comentarios modernos sobre el cuarto Evangelio y
constaté que son prácticamente unánimes en ver en esas palabras
de Jesús una alusión al nombre divino, como se presenta, por
ejemplo, en Isaías 43, 10: "Para que me conozcáis y me creáis a
mí mismo, y entendáis que Yo Soy." Ya mucho tiempo antes, por
otra parte, san Agustín, había relacionado esta palabra de Jesús
con la revelación del nombre divino en Éxodo 3, 14, y había lle-
gado a esta conclusión: "Me parece que el Señor Jesucristo al de-
cir 'Si no creéis que Yo Soy', no haya querido decir otra cosa que
esto: Sí, si no creéis que yo soy Dios, moriréis en vuestros peca-

59
Jesucristo, el Santo de Dios

dos. Sean dadas gracias a Dios porque ha dicho 'si no creéis', y


en cambio, no ha dicho 'si no entendéis'. Si no entiendes, la fe te
libera." 1

He osado empezar a tratar sobre la divinidad de Cristo con es-


te recuerdo personal, porque en el ámbito del cuarto Evangelio,
esta verdad encuentra su expresión más palpable precisamente
en el Yo Soy de Cristo.
Se podría objetar que éstas son palabras de Juan, desarrollos
tardíos de la fe, que no es Jesús. Pero aquí está precisamente la
cuestión. En cambio, éstas son palabras de Jesús; de Jesús resu-
citado que vive y habla ya "en el Espíritu"; pero es siempre el
mismo Jesús de Nazaret. Hoy se hace la distinción entre los di-
chos de Jesús de los Evangelios en palabras auténticas y en pa-
labras no auténticas, es decir, palabras pronunciadas por Él ver-
daderamente durante su vida y en palabras atribuidas a Él por los
Apóstoles después de su muerte. Pero esta diferenciación es muy
ambigua y no vale en el caso de Cristo, como en el caso de un
autor humano común. Evidentemente no se trata de poner en du-
da el carácter plenamente humano e histórico de los escritos del
Nuevo Testamento, la diversidad de sus géneros literarios y de
sus "formas", menos aún, de volver a la vieja idea de la inspira-
ción verbal y casi mecánica de la Escritura. Se trata solamente de
saber si la inspiración bíblica tiene aún algún sentido para los
cristianos o no; si cuando decimos que la Biblia es la "Palabra de
Dios", ese "de Dios" tiene aún para nosotros un significado cua-
litativamente distinto al de cualquier otro caso, o si es solamente
una manera de decir.
Jesús decía que el Espíritu le habría dado testimonio (cf. Jn 15,
26), que habría "recibido de lo suyo" para anunciarlo a los discí-
pulos (cf. Jn 16, 14); ¿y dónde le habría dado este testimonio, si
no en las Escrituras inspiradas por Él?
Pero hay más. Jesús afirma que Él mismo habría seguido ha-
blando a través del Espíritu, siendo este "su" Espíritu: "Ya no os

1
San Agustín, In Ioh. 38, 10 (PL 35, 1680).

60
Raniero Cantalamessa

hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acer-


ca del Padre" (Jn 16, 25). ¡Yo, no otro, os hablaré del Padre! ¿A
qué tiempo futuro se refiere Jesús con estas palabras? No al tiem-
po de su vida terrenal, porque ya estaba en la vigilia de su muer-
te; no a la eternidad, donde ya no será necesario que Él siga ha-
blando del Padre. Se refiere al tiempo inmediatamente posterior
a su Pascua y a Pentecostés, cuando, a través de su Espíritu, ha-
bría conducido a sus discípulos a la plena verdad de su relación
con el Padre (cf. Jn 16, 13), que es lo que sabemos históricamen-
te que ocurrió luego. Claro, uno puede decir que también estas
palabras: "Yo os hablaré del Padre", son del evangelista; pero, ¿no
sería extraordinario que Juan afirmara esto: es decir, que él crea
que después de la Pascua Jesús seguía revelándose y revelando
al Padre?

2. "Tú das testimonio de tí mismo"

El s Jesús mismo, entonces, que en el "Yo Soy" y en in-


numerables otras maneras, se autoproclama Dios en el cuarto
Evangelio. Él hace así explícita una reivindicación que, durante
su vida terrenal, ya se había iniciado, aunque de manera implíci-
ta. En efecto, los discípulos todavía no podían llevar el peso de
una revelación semejante.
Pero este motivo era secundario. El motivo por el que Jesús
reserva la plena comprensión de sí mismo para después de la
Pascua —y por tanto, al testimonio de los Apóstoles— es también
otro, más determinante: porque precisamente su muerte y resu-
rrección eran la clave para entender quién era Él. En este senti-
do el testimonio apostólico —es decir, en la práctica, los escritos
del Nuevo Testamento—, son parte integrante de la autorrevela-
ción de Jesús. Jesús ha narrado en ellos, con su Espíritu, lo que
no podía narrar en persona, sin antes morir y resucitar. Antes de
saber "que Jesús era Dios", era importante saber "que Dios era Je-
sús", y esto se revela sólo en la cruz y en la resurrección.

61
Jesucristo, el Santo de Dios

No es, por tanto, sólo el evangelista quien proclama a Jesús


"Dios", sino que Él mismo se autoproclama como tal. Pero he
aquí, durante la vida de Cristo, la gran discusión: "Tú das testi-
moni de tí mismo; tu testimonio no vale" (Jn 8, 13). Jesús contes-
ta: "Aunque yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio vale,
porque sé de dónde he venido y a dónde voy" (Jn 8, 14). Esta
respuesta es sólo en apariencia absurda y contraria a toda idea
de testimonio. "Si una persona se conoce perfectamente a sí mis-
ma con un conocimiento que, por su naturaleza, no puede ser
compartido con otros, el único testimonio posible será el del in-
teresado." Ahora bien, éste es precisamente el caso de Jesús, y
2

exclusivamente de Él. Sólo Él sabe de dónde viene y a dónde va;


sólo Él viene del Cielo, todos los demás son de la Tierra (cf. Jn 8
14.23). Jesús da testimonio de sí mismo por el mismo motivo por
el que Dios —dice la Biblia— "jura por sí mismo, no pudiendo
hacerlo por otro mayor" (Hb 6, 13).
Jesús ilustra este hecho recurriendo a la imagen de la luz: "Yo
— d i c e — soy la luz del mundo" (Jn 8, 12); Él, —dice el evange-
lista— "era la luz verdadera" (Jn 1, 9). ¿Puede quien es la luz del
mundo recibir luz desde el mundo? ¿Puede el Sol recibir la luz de
una vela? La característica de la luz es la de ser luz en sí misma,
de iluminarlo todo, sin poder ser iluminada por ninguna otra co-
sa. Solamente puede brillar, en la esperanza de que haya ojos
abiertos para recibirla. "El verdadero sentido de la respuesta de
Jesús es que su afirmación es confirmada por sí misma. En reali-
dad, la pretensión de ser la luz no puede ser probada más que
haciendo brillar esa luz. El objetivo del Evangelio entero es pre-
cisamente éste: mostrar que la obra de Cristo es un autotestimo-
nio; que sus obras son luminosas." Juan Bautista da testimonio
3

de la luz (cf. Jn 1, 8), pero como si fuera una pequeña linterna


que se tiene encendida esperando el alba y que se apaga en
cuanto sale el sol. Y, en efecto, él se retrae diciendo: "Es preciso
que Él crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30). Hay uno sólo que

2
Dodd, C. H., La interpretación del WEvangelio, Brescia, 1974, p. 260.
3
Ibídem.

62
Raniero Cantalamessa

puede dar testimonio de Jesús y que se lo da de hecho: el Padre.


Continuamente y de varias maneras el Padre da testimonio de
Cristo: con las Escrituras que hablan de Él (cf. Jn 5, 39); con las
palabras que le hace proferir, y las obras que le hace cumplir. Pe-
ro, todo esto supone una condición para poder volverse eficaz:
tener en sí mismo la "palabra" o "el amor del Padre", o ser "de
Dios", amar la luz, y querer hacer la voluntad de Dios (cf. Jn 5,
38; 5, 41; 7, 17; 8, 47). Muchas maneras distintas de decir la mis-
ma cosa.
Cada testimonio que viene desde afuera cae en el vacío, si no
encuentra en el corazón alguna cosa que sea capaz de escuchar-
lo y acogerlo. La luz puede brillar si quiere, pero si el ojo que de-
be recibirla se cierra ante ella, es como si no brillase. En este ca-
so, el hecho de que uno no vea, no significa que la luz no brille,
sino que uno es ciego. Jesús puede mostrar su divinidad, su ori-
gen divino, pero si falta, o no funciona, el órgano que debe reci-
bir esta revelación, no ocurre ningún reconocimiento y no nace
ninguna fe. Ocurre como cuando se habla con un extranjero que
no conoce la lengua en la que se le habla: las palabras llegan a
los oídos, pero no tienen sentido, sólo son sonidos. Precisamen-
te en el contexto en que Jesús pronuncia ese su "Yo Soy", casi lu-
chando contra esta situación de incomunicación que hay entre Él
y sus oyentes, dice: ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque
no podéis escuchar mi Palabra" (Jn 8, 43).
La respuesta que surge es siempre la misma: algunos no tie-
nen en sí mismos la Palabra de Dios, y la señal de que no tienen
esa Palabra es justamente el hecho de que no creen (cf. Jn 5, 38).
Si fuesen de Dios reconocerían que Él profiere palabras de Dios.
Es como si un hombre, al llegar de un país lejano, encuentra, en
ese lugar, personas que dicen venir de ese mismo país. Pero
cuando él se dirije a ellos hablando en su lengua natal, ellos no
lo comprenden. Es la señal evidente de que han mentido y que
no son de su mismo país, porque él sabe "de donde viene".
La misma comprobación harán los Apóstoles dolorosamente,
después de la Pascua. Frente a la incredulidad del Sanedrín, Pe-

63
• Jesucristo, el Santo de Dios

dro declara: "De estos hechos somos testigos nosotros y el Espí-


ritu Santo, que ha dado Dios a los que le obedecen" (Hch 5, 32).
Los Apóstoles llaman aquí "Espíritu Santo" a lo que Jesús llama-
ba "la Palabra", o "el amor del Padre", pero se trata evidentemen-
te de la misma realidad, es decir de lo que internamente es ca-
paz de hacernos acoger el testimonio exterior, antes de Jesús, y
ahora de los apóstoles. El campo visual se restringe al corazón
del hombre; es allí donde se decide quién será creyente y quién
no creyente.

3. "¿Cómo podéis creer vosotros?"

JP ero, ¿por qué no tenemos adentro esa "Palabra" o ese


Espíritu que permite reconocer que lo que Jesús dice de sí mis-
mo es verdadero, que Él es verdaderamente el Hijo de Dios? ¿Es
tal vez Dios mismo el que discrimina y ciega, el que predestina
algunos a la fe y a otros a la incredulidad? Sabemos que algunos,
por ejemplo Calvino, han explicado efectivamente así esto. Pero
entonces, el que no cree, ¿cómo podría ser responsable, y cómo
podría ser "juzgado" por la palabra de Jesús y por las obras que
hace? Es verdad que el mismo Juan escribe de algunos: "No
creían en Él para que se cumpliera el oráculo pronunciado por el
profeta Isaías: 'Ha cegado sus ojos, ha endurecido su corazón, pa-
ra que no vean con los ojos ni comprendan con el corazón, y se
conviertan, y yo los sane' " (Jn 12, 39-40; cf. Is 6, 9 y ss.). Pero
sabemos como debemos interpretar estos textos de la Escritura:
no en el sentido de que Dios ciega o endurece Él mismo, sino
que permite que el espíritu sea enceguecido y el corazón se en-
durezca, por nuestro libre albedrío y por resistencia anteriores del
hombre. "Y como no tuvieron a bien —dice Pablo— guardar el
verdadero conocimiento de Dios, entrególos Dios a su mente in-
sensata, para que hicieran lo que no conviene" (Rm 1, 29). Quien
es el que enceguece verdaderamente al hombre, lo dice el mis-
mo san Pablo, cuando escribe: "Y si todavía nuestro Evangelio es-
tá velado, lo está para los que se pierden, para los incrédulos, cu-

64
Raniero Cantalamessa

yo entendimiento cegó el dios de este mundo para impedir que


vean brillar el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que
es imagen de Dios" (2 Co 4, 3-4).
También san Agustín escribe que Dios "no abandona, si no es
abandonado." Ciertamente, también con esto, queda siempre un
4

aspecto misterioso en el hecho de que algunos crean y otros no,


que nos debe infundir'un saludable temor. Pero nosotros debe-
mos ocuparnos de lo que depende de nosotros, no de lo que de-
pende de Dios. De Dios sabemos que es siempre justo y recto en
todo lo que hace, y esto debe bastarnos.
En cuanto a lo que depende de nosotros, Jesús mismo ha in-
dicado la raíz desde la que proviene la incredulidad en el hom-
bre, o sea por qué el hombre "no puede" creer: "¿Cómo podéis
creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no aceptáis la
gloria que viene del único Dios?" (Jn 5, 44). Otra vez, justo des-
pués de haber recordado esas palabras de Isaías, el evangelista
escribe: "Sin embargo, aun entre los magistrados, muchos creye-
ron en Él, pero por los fariseos, no lo confesaban, para no ser ex-
cluidos de la sinagoga, porque prefirieron la gloria de los hom-
bres a la gloria de Dios" Qn 12, 42-43).
Entonces, ¿cuál es el enemigo de la fe en la divinidad de Cris-
to? ¿La razón? No, es el pecado y, precisamente, el pecado de or-
gullo, la búsqueda de la gloria propia. Quien está dominado por
la búsqueda de su gloria personal no puede creer, porque en la
fe no hay gloria humana y no hay "originalidad". Al contrario, pa-
ra creer, hace falta doblegarse, "obedecer a Dios", como decía san
Pedro (cf. Hch 5, 32). Es verdad que quien cree verá la gloria de
Dios" (Jn 11, 40), pero la gloria de Dios, no su propia gloria.
Creer es estar constantemente bajo la medida de lo absoluto, en
constante recordación de nuestra propia nulidad.
Por tanto, la gran aliada de la fe, su verdadero preambulum,
es la humildad. Dios ha escondido su divinidad en la humildad
de la carne y de la cruz. De modo que nadie puede descubrirla

4
San Agustín, De Natura et Gratia, 26, 29 (CSEL 5, 255).

65
Jesucristo, el Santo de Dios

si no acepta su propia humildad, si no se hace pequeño. Es co-


mo si uno buscase una cosa exactamente en la dirección opues-
ta a la que se encuentra: no la encontrará nunca. Busca en vano
la divinidad de Cristo, quien no la busca en la humildad y con
humildad. El Padre, dice Jesús, ha mantenido escondida estas co-
sas —y sobre todo el misterio de su persona— a los sabios y a
los inteligentes y se las ha revelado a los pequeños (cf. Mt 11,
25).
Debemos decir que el orgullo tiene un potente aliado en esta
obra de enceguecimiento, y es la impureza, la esclavitud a la ma-
teria y, en general, una vida desordenada y deshonesta. Lo afir-
ma así, recurriendo una vez más a la imagen de la luz, el evan-
gelista Juan: "Vino la luz al mundo, y los hombres amaron más la
tiniebla que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que
obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean
censuradas sus obras" (Jn 3, 19-20). Aquí no se habla solamente
de la impureza de la carne (la luz es también, el amor y las tinie-
blas, el odio), sino que se habla ciertamente también de ella y la
experiencia lo confirma. El desorden moral apaga el Espíritu que
es el único que puede hacer que reconozcamos el testimonio ex-
terno de Jesús y de los Apóstoles. "Pues la carne tiene apetencias
contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne" (Ga 5, 17).
Una sociedad que cada vez más se hunde en la materia y en el
desorden moral será una sociedad que creerá, cada vez menos,
en la divinidad de Cristo. Ésta se vuelve un permanente reproche,
como una luz indiscreta. "El incrédulo —escribe Pascal— dice:
'Yo habría abandonado los placeres, si tuviera fe'; pero yo le res-
pondo: 'Tendrías fe si hubieras abandonado los placeres.' " Por 5

el contrario, la pureza es una gran sostenedora de la fe en la di-


vinidad de Cristo. "Bienaventurados los puros de corazón porque
verán a Dios" (Mt 5, 8). Verán a Dios también en Jesús, recono-
cerán su divinidad.
Por cierto, también hay muchos otros motivos —unos culpa-
bles, otros sin culpa— por los que no se cree en la divinidad de

5 Pascal, B., Pensamientos, 240.

66
Raniero Cantalamessa

Cristo; pero éstos que he destacado, especialmente la búsqueda


de la gloria propia, se encuentran entre los más comunes cuan-
do se trata de personas que han conocido a Jesús y, tal vez en
una época han creído en Él, especialmente entre los doctos.

4. "La obra de Dios es creer en Aquel


que Él ha enviado."

L a divinidad de Cristo —y, por ende, la universalidad de


su misión y de su salvación— es el objeto específico y primario
del creer según el Nuevo Testamento. Creer, sin otras especifica-
ciones, significa ahora creer en Cristo. Puede también significar
creer en Dios, pero en cuanto es Dios que ha mandado su Hijo
al mundo. Jesús se dirige a personas que ya creen en el verdade-
ro Dios; toda su insistencia sobre la fe se refiere a este hecho
nuevo que es su venida al mundo, su hablar en nombre de Dios.
En una palabra, el ser el Hijo unigénito de Dios.
Sobre todo Juan ha hecho de la divinidad de Cristo y de su fi-
liación divina el fin primario de su Evangelio, el tema que lo uni-
fica todo. Él termina su Evangelio diciendo: "Estas señales han si-
do escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios,
y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 31) y cie-
rra su primera carta casi con las mismas palabras: "Os he escrito
estas cosas a los que creéis en el Hijo de Dios para que os deis
cuenta de que tenéis vida eterna" (1 Jn 5, 13).
Un rápida mirada al cuarto Evangelio, desde el ángulo de la fe
en la divinidad de Cristo, muestra como ésta constituye, a la vez,
la trama y el urdido. Creer en aquel que Él, el Padre, ha enviado,
es visto como "la obra de Dios", es decir, que gusta a Dios, en
absoluto (cf. Jn 6, 29). En consecuencia, el no creer en esto, es
visto como el "pecado" por excelencia: "Cuando llegue el Pará-
clito —se ha dicho— convencerá al mundo en cuanto al pecado",
y el pecado es: "no creen en mí" (Jn 16, 8-9).
Se traza claramente una línea que divide a la humanidad en

67
Jesucristo, el Santo de Dios

dos partes: los que creen y los que no creen que Jesús es el Hi-
jo de Dios. El que cree en Él no está condenado, pero el que no
cree ya está condenado; el que cree tiene la vida, el que no cree
no verá la vida (cf. Jn 3, 18.36). También concretamente, a medi-
da que la revelación de Jesús avanza, se ven formar dos grupos
de personas. De unos está dicho que "creyeron en Él", de los
otros, que "no creyeron en Él". En Cana sus discípulos creyeron
en Él (Jn 2, 11); muchos más, entre los samaritanos, "creyeron en
Él por su Palabra" (Jn 4, 41). Por otra parte, se habla de perso-
nas, especialmente de jefes, que "no creyeron en Él" y se agrega
que tampoco sus hermanos "creyeron en Él" (Jn 7, 5). También
después de su desaparición, lo que partirá las aguas será la fe en
Él: por una parte estarán los que, a pesar de no haber visto, cree-
rán (Jn 20, 29), y en la otra estará el mundo que se negará a creer.
Frente a esta distinción, todas las demás, antes conocidas, pasa-
rán a un segundo plano. El episodio de Tomás está allí como una
tácita invitación de Juan al lector. Llegado al final, se le invita a
cerrar el libro, a doblar las rodillas y a exclamar a su vez: "¡Señor
mío y Dios mío!" (Jn 20, 28). En esta clara y solemne profesión
de fe en la divinidad de Cristo se cumple el objetivo por el cual
Juan ha escrito su Evangelio.
Es como para asombrarse el ver la empresa que el Espíritu de
Jesús le ha permitido realizar a Juan. Él ha abrazado los temas,
los símbolos, las esperas, todo lo que había de religiosamente vi-
vo, tanto en el mundo judío como en el helenístico, haciendo
converger todo esto en una única idea, mejor dicho, en una úni-
ca persona: Jesucristo Hijo de Dios, salvador del mundo. El Evan-
gelio de Juan no está centrado sobre un acontecimiento, sino so-
bre una persona. En esto él se diferencia también de Pablo, cu-
yo pensamiento, si bien también dominado por Cristo, tiene co-
mo centro, más que la- persona de Cristo, su obra de salvación,
su misterio pascual.
Al leer los libros de algunos estudiosos, que dependen de la
"Escuela de historia de las religiones", el misterio cristiano no se
distinguiría más que en cosas insignificantes del mito religioso

68
Raniero Cantalamessa

gnóstico y el mandeísmo, o de la filosofía religiosa helenística y


hermética. Los límites se pierden, los paralelismos se multiplican.
La fe cristiana, sobre todo la de san Juan, se vuelve una de las
variantes de esta mitología cambiante y de esta religiosidad difu-
sa. ¿Pero qué significa esto? Significa solamente que se prescinde
de lo esencial: de la vida y de la fuerza histórica que hay detrás
de los sistemas y de las representaciones. Las personas vivas son
distintas unas de otras, pero los esqueletos se parecen todos en-
tre sí. Una vez reducido a esqueleto, aislado de la vida que ha
producido, es decir, de la Iglesia, el mensaje cristiano corre el
riesgo de confundirse con otros de la misma época.
Juan no nos ha transmitido un conjunto de ideas religiosas an-
tiguas, sino un potente kerigma. Ha aprendido la lengua de los
hombres de su tiempo, para gritar en ella, con todas sus fuerzas,
la única verdad que salva, la Palabra por excelencia, "el Verbo".
Ha realmente "reducido toda inteligencia a la obediencia de Cris-
to". El Cristo de Juan es el "heredero de todo". Es el "Logos total",
como dice san Justino, es el que reúne en sí todas las partículas
de verdad, desparramadas por doquier, como semillas, entre las
gentes. Es el Cristo "heredero de todo esfuerzo humano", el rey
6

que "ha recibido los tributos de los pueblos que no sabían que
se los enviaban". 7

Una empresa como ésta no se lleva a cabo en un estudio, te-


niendo cuatro o cinco libros de consulta. La síntesis de Juan de
la fe en Cristo ha sido hecha "a fuego", es decir en la oración, vi-
viendo de Cristo, hablando de Él. Quizás, también hablando con
su Madre, que había vivido con Él en su casa, o solamente que-
dándose cerca y mirándola. En efecto, una cosa es cierta, inde-
pendientemente de la cuestión del autor del cuarto Evangelio:
María estaba presente en el ambiente en el que se han formado
las tradiciones del cuarto Evangelio, porque "el discípulo que Je-
sús amaba" vivía con ella. Precisamente por este origen especial,
el resultado de la síntesis de Juan, todavía hoy, no se entiende es-

6
Cf. San Justino, II Apología, 10.13.
7
Péguy, Ch., Eve, en Obras poéticas, París 1975, pp. 1086, 1581.

69
Jesucristo, el Santo de Dios

tando en un escritorio, con cuatro o cinco libros delante para


consultar.
Sólo una certeza revelada, que tiene tras de sí la autoridad y
la fuerza misma de Dios, podía desplegarse en un libro con tan-
ta insistencia y coherencia, arribando, desde miles de puntos dis-
tintos, siempre a la misma conclusión: es decir, la identidad total
entre el Padre y el Hijo, que se basa, por parte del Padre, sobre
el amor por el Hijo y, por parte del Hijo, sobre la obediencia al
Padre. Ha habido, por desgracia, en nuestros siglos estudiosos de
gran fama que han juzgado al Evangelio de Juan con la misma
disposición con que acostumbraban juzgar las tesis de sus alum-
nos; sólo mirando los préstamos, la bibliografía, siempre listos
para cogerlo en falta sobre una cosa u otra e incapaces de perci-
bir la única cosa fundamental que a Juan interesaba decir: que Je-
sucristo es el Hijo de Dios, que en Jesús la humanidad entra en
contacto, sin ningún intermediario, con la vida eterna y con Dios
mismo.
"¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo?" (1 Co 1,
20). Sí, ha demostrado que es muy tonta, y es más, lo peor es que
ella ni siquiera lo sospecha. Muchos comentan de arriba abajo esta
palabra de Pablo, sin darse cuenta de que se está hablando de ellos
mismos. Puesto que decís: "¡Vemos!", vuestro pecado queda, decía
Jesús. Si fuerais verdaderamente tontos, ignorantes, que no saben
que lo son no tendríais pecado; pero puesto que decís, o pensáis
que sois sabios, vuestro pecado permanece (cf. Jn 9, 40-41).
Decía arriba que Juan ha aprendido la lengua de los hombres
de su tiempo para gritar en ella la verdad que salva: que Jesucris-
to es el Hijo de Dios, que el Verbo era Dios. Esto le ha valido, en
la tradición cristiana, el título de "teólogo". Esta palabra ha entra-
do en el lenguaje cristiano con un sentido preciso y distinto del
que tenía antes, desde Platón en adelante. Teólogos (theologoun-
tes) —se lee en un texto del siglo II, donde el vocablo aparece
por primera vez en las fuentes cristianas— son los que "procla-
man a Cristo Dios." Haciendo esto Juan nos muestra lo que de-
8

8
Eusebio de Cesárea, Storia Ecclesiastica, V, 28, 5 (PG 20, 513).

70
Raniero Cantalamessa

bería hacer, también hoy, todo teólogo cristiano para merecer es-
te título.

5. "Bienaventurado el que no se escandaliza de mí"

Ija divinidad de Cristo es la cima más alta, el Everest, de


la fe. Mucho más difícil que creer simplemente en Dios. Por tan-
to, si desde un punto de vista objetivo, es decir del dato de fe —
como hemos visto hasta ahora— es la cosa más importante del
Nuevo Testamento y la obra de Dios por excelencia, desde un
punto de vista subjetivo, es decir de nuestro acto de fe, es lo que
más cuesta creer.
Esta dificultad está ligada a la posibilidad, es más, la inevitabi-
lidad del "escándalo": "Bienaventurado —dice Jesús— el que no
se escandaliza de mí" (Mt 11, 6). El escándalo depende del he-
cho que se proclama "Dios" un hombre del que se sabe todo:
"Pero éste sabemos de dónde es" —dicen los fariseos— (Jn 7,
27). "¿Hijo de Dios —exclamaba Celso— un hombre que ha vivi-
do hace pocos años?" ¿Uno "de ayer o anteayer"?, ¿un hombre
"nacido en un pueblo de Judea, de una pobre hilandera"? 9

El escándalo se supera sólo con la fe. Es ilusorio pensar en eli-


minarlo acumulando pruebas históricas de la divinidad de Cris-
to y del cristianismo. Nosotros estamos, respecto de la verdadera
fe, en la misma situación de los hombres que Jesús encontraba
durante su vida, o tal vez, a lo mejor, en la situación en que se
encontraban los hombres que, después de la Pascua, escuchaban
a Juan y a los otros Apóstoles proclamar que Jesús de Nazaret,
ese hombre "nacido en un oscuro pueblo de Judea", rechazado
por todos y crucificado, era el Hijo de Dios y Dios, Él mismo.
No es posible creerlo verdaderamente —se ha escrito— si no
nos ponemos en una situación de contemporaneidad, haciéndo-

9
Cf. Orígenes, Contra Celso, I, 26.28; VI, 10 (SCh 132, 146 y ss.; SCh 147, 202
y ss.).

71
Jesucristo, el Santo de Dios

nos contemporáneos de Cristo y de los Apóstoles. Pero la histo-


ria, el pasado, ¿acaso no nos ayudan a creer? ¿No hace, acaso, mil
ochocientos años —escribió Kierkegaard— desde que Cristo ha
vivido? ¿Su nombre no .es anunciado y creído en el mundo ente-
ro? ¿Es que su doctrina no ha cambiado la faz del mundo, no ha
penetrado victoriosamente en cada ambiente? Y la historia, ¿no ha
establecido de modo suficiente, más que suficiente, quién era Él,
que Él era Dios? No, la historia no lo ha establecido; ¡esto no po-
dría hacerlo la historia ni en toda la eternidad! ¿Cómo es posible
por los resultados de una existencia humana, como fue la de Je-
sús, sacar esta conclusión: Ergo, este hombre era Dios? Una hue-
lla en un camino es señal de que alguien ha pasado por él. Yo
podría engañarme, pensando, por ejemplo, que se trata de un pá-
jaro. Fijándome mejor, podría llegar a la conclusión de que no se
trata de un pájaro, sino de otro animal. Pero no puedo, por más
que lo examine, llegar a la conclusión de que no se trata ni de
un pájaro ni de otro animal, sino de un espíritu, porque un espí-
ritu, por su naturaleza, no puede dejar huellas en el camino. És-
te es un poco el caso de Cristo. No podemos llegar a la conclu-
sión de que Él es Dios, simplemente examinando lo que conoce-
mos de Él y de su vida, es decir, por medio de la observación di-
recta. El que quiere creer en Cristo está obligado a hacerse con-
temporáneo suyo en la humildad. El problema es: ¿quieres o no
creer que Él era Dios, como dijo? Respecto de lo absoluto, no hay
más que un tiempo, el presente; para quien no es contemporá-
neo de lo absoluto, éste no existe siquiera. Y puesto que Cristo
es lo absoluto, es fácil observar que, respecto de Él, sólo es po-
sible una cosa: su contemporaneidad. Cien, trescientos, o mil
ochocientos años a Él no le quitan ni agregan nada; no lo cam-
bian, ni revelan quién era Él, ni por qué lo que Él era se mani-
festaría sólo por la f e . 10

1 0
Cf. Kierkegaard, S., El ejercicio del Cristianismo, MI.

72
Raniero Cantalamessa

Por tanto, no se puede llegar a ser creyentes, según esta pers-


pectiva sin ir a Cristo en su estado de humillación, como signo
de escándalo y objeto de fe. Todavía Él no ha hecho su retorno
glorioso, y es, por tanto, siempre aquel que se ha rebajado. A es-
ta visión le falta, sin embargo, algo. Le falta la atención debida a
la resurrección de Cristo. Encontramos hoy a aquel que se ha re-
bajado y que ha sido ensalzado; no a aquel que solamente ha si-
do rebajado. También falta la debida atención al testimonio apos-
tólico. El Espíritu Santo —decía Jesús— "dará testimonio de mí,
y vosotros también daréis testimonio" (Jn 15, 26-27). De estas co-
sas —decía san Pedro, al hablar de la resurrección de Cristo— so-
mos testimonios nosotros y el Espíritu Santo que Él ha entregado
a los que le obedecen (cf. Hch 5, 32). Por tanto, no es del todo
exacto decir que "sólo hay una prueba de la verdad del cristia-
nismo: la prueba interior, el argumentum Spiritus Sancti " . Hay
11

una prueba invisible formada por el testimonio del Espíritu y una


prueba externa distinta, pero también importante, formada por el
testimonio apostólico. Más allá de la dimensión personal, hay en
la fe una dimensión comunitaria: "Lo que hemos visto y oído, os
lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión
con nosotros" (1 Jn 1, 3). La afirmación de Kierkegaard según la
cual el única verdadera relación con Dios no sucede por los "die-
ciocho siglos" de historia del cristianismo, sino gracias a la con-
temporaneidad, es una afirmación que debe ser precisada. Los
dieciocho siglos de historia y la contemporaneidad no deben ser
contrapuestos, sino mantenerse unidos. La contemporaneidad,
como la entiende el Nuevo Testamento, no es otra cosa que el
Espíritu Santo que es precisamente la presencia y la permanencia
de Jesús en el mundo, el que "se queda con nosotros para siem-
pre" (Jn 14, 16); los dieciocho siglos —que por otra parte ya se
han hecho veinte— no son otra cosa, en términos teológicos, que
la Iglesia. Por tanto, en la perspectiva católica, el Espíritu Santo y
la Iglesia son las condiciones mismas de posibilidad de nuestra
relación con Cristo, relación que se vuelve operante, esto sí, só-

1 1
Cf. Kierkegaard, S., Diario, X 1 A, 481.

73
Jesucristo, el Santo de Dios

lo mediante la fe y la imitación del modelo que es Cristo.


Pero, no obstante estas reservas, existe en esa descripción de
la fe en la divinidad de Cristo un elemento profundo de verdad,
del que debemos tomar conciencia, especialmente nosotros los
católicos. ¿Qué significaban, con palabras más simples, todas esas
afirmaciones de Kierkegaard sobre creer como contemporáneos?
Querían decir que creer en la divinidad de Cristo es el deber de
cada uno. Creer en situación de contemporaneidad significa tam-
bién creer en soledad. La divinidad de Cristo —dije— es el Eve-
rest de la fe. Pero en la escalada de este Everest no existen los
porteadores, los sherpa, que te llevan a ti y tu equipaje, hasta
cierta altura, dejándote sólo la obligación de hacer a pie los últi-
mos centenares de metros. Cada uno debe hacer la escalada en-
tera. Se trata en efecto de un salto infinito, donde un siglo o un
milenio no agregan ni quitan nada. Donde el hecho de ser dos,
o dos millones de creyentes, no cambia la dificultad de este he-
cho. Podemos ser ayudados en nuestra creencia por el hecho de
que otros alrededor de nosotros lo hacen, pero esto no es toda-
vía creer en el sentido propio que tiene como motivo sólo al mis-
mo Dios.
Por tanto, no podemos razonar como si los creyentes que han
existido antes de hoy hubiesen hecho un mayor esfuerzo, y nos
tocase a nosotros continuar y llevar a término el trabajo de ellos.
Si fuese así, debería ser cada vez más fácil creer en Cristo, a me-
dida que avanzamos en la historia, y en cambio vemos que no es
así. No es más fácil, y tampoco más difícil, creer, hoy en día, que
en los tiempos de Juan, de Atanasio o de Lutero. Todo se apoya
sobre la "fuerza demostrativa que tiene de por sí la Palabra de
Dios que obra en las palabras y en las acciones de Jesús" y so-
bre el hecho de que ella encuentre o no una disposición para
acogerla.
Ciertamente, están las "señales", las "obras". Jesús se refiere
muchas veces a ellas. Dice que debemos creer, al menos, por las
obras que cumple; que si no hubiera habido tantas señales, sería-
mos menos responsables (cf. Jn 5, 36; 10, 25-37). Pero precisa-

74
Raniero Cantalamessa

mente lo que ocurría alrededor de Jesús demuestra que las seña-


les no eran suficientes para que creyera. Aun estando allí perso-
nalmente, podían hallar cien razones para no creer. "Aunque ha-
bía realizado tan grandes señales delante de ellos, no creían en
Él", dice el evangelista *(Jn 12, 37). La historia del ciego de naci-
miento sirve para ilustrar precisamente este hecho: que aun fren-
te a la más clara señal queda la posibilidad de abrirse o de ce-
rrarse a la luz. Otra vez, Jesús ha terminado apenas la gran señal
de la multiplicación de los panes, cuando algunos ya le ponen la
pregunta: "Qué señal haces para que viéndola creamos en ti?" (Jn
6, 30), como si la señal precedente no hubiese servido de nada.
Jesús, por otra parte, nos pone en guardia respecto de una fe so-
lo basada sobre señales; desconfía de los que, si no ven señales,
no creen en Él (cf. Jn 4, 48) y cuando algunos "al ver las seña-
les", creyeron en Él, está escrito que "Jesús no se fiaba de ellos"
(Jn 2, 23).
Por tanto, no debemos despreciar las señales. Si hay cierta
predisposición interior a reconocer la verdad, las obras de Cristo
pueden ofrecernos la prueba evidente de que en ellas obra el po-
der divino mismo y que consecuentemente Jesús era el mediador
de vida eterna. Pero, ¿qué peso podían tener esas obras y seña-
les fuera del momento en que eran realizadas? ¿Eran suficientes
para llevar a la conclusión de que debía tratarse de Dios en per-
sona? ¿El mundo helenístico no conocía también muchos tauma-
turgos, es decir operadores de prodigios? Por lo tanto, debemos
llegar a la conclusión de que para Juan, las obras de Cristo no se
referían tanto a esas sanaciones esporádicas, sino toda su obra de
haber llevado la vida eterna a la Tierra. Al que escuchaba el men-
saje se le invitaba a que considerase si, en efecto, podía encon-
trar en la Iglesia un nuevo género de vida. Pero esta experien-
12

cia sólo podía hacerse llegando a Cristo, es decir, creyendo. Y es-


to demuestra una vez más que sólo en la fe se tiene el testimo-
nio suficiente de Jesús, que la fe es un testimonio en sí misma.

1 2
Cf. Dodd, C , op. cit., p. 409.

75
Jesucristo, el Santo de Dios

6. "Corde creditur, se cree c o n el corazón"

Todo esto nos empuja a obrar una purificación de nues-


tra fe. San Pablo dice que "con el corazón se cree para obtener
la justicia y con la boca se confiesa para tener la salvación" (Rm
10, 10). En la visión católica, la profesión de la recta fe, es decir
el segundo momento de este proceso, ha tomado con frecuencia
tanto relieve que ha dejado en la sombra el primer momento que
es el más importante y que se desarrolla en las recónditas pro-
fundidades del corazón. "Es desde las raíces del corazón que su-
be la f e . " Corde creditur, con el corazón se cree; o también, no
13

se cree verdaderamente más que con el corazón.


Este primer acto de la fe, precisamente porque se desarrolla
en el corazón, es un acto "singular", que no puede ser hecho más
que por el individuo, en total soledad con Dios. En el Evangelio
de Juan oímos a Jesús que hace frecuentemente esta pregunta:
"¿Crees?" Pregunta esto al ciego de nacimiento cuando lo cura:
"Crees en el Hijo del hombre?" (Jn 9, 35); se la hace a Marta:
"¿Crees esto?" (Jn 11, 26), y cada vez esta pregunta suscita en el
corazón el grito de la fe: "¡Si, Señor, yo creo!" También el símbo-
lo de fe de la Iglesia empieza así, en singular: "Creo en Dios...",
no "Creemos..."
Cuando "¡creo!" se pronuncia así, en estado de verdadera con-
fesión, éste es el instante en que el tiempo se abre a la eternidad
("el que cree en Él tiene la vida eterna") aunque este instante
también puede colocarse dentro de un estado o de un hábito per-
manente de fe y no nacer de la nada y terminar en sí mismo. És-
te es el caso más sublime y poético de "revelación del ser": el ser
escondido en el hombre Jesús o en la misma palabra "Dios", se
revela, se ilumina, y entonces —dice san Juan— sucede que se
ve la gloria de Dios. No solamente se cree, sino que se conoce,
se ve, se contempla: "nosotros hemos creído y conocido"; "y he-
mos contemplado su gloria" (Jn 1, 14); "Nosotros hemos visto la
Vida" (1 Jn 1, 1).

1 3
San Agustín, In Ioh, 26, 2 (PL 35, 1607).

76
Raniero Cantalamessa

En el bautismo, la Iglesia se ha anticipado y prometido a Dios


mi fe; se ha hecho garante por mí, niño que cuando sea adulto,
creeré. Ahora debo demostrar que la Iglesia no se ha engañado
respecto de mí. Debo creer yo. Ya no puedo creer por interpósi-
ta persona, o por interpósita institución. Ya no puede ser la Igle-
sia la que crea por mí. "¿Crees tú?" Ese tú no deja opción. Ya no
podemos refugiarnos en la multitud y tampoco —ya lo dije—
atrincherarnos detrás de la Iglesia. Debemos aceptar nosotros
también este examen, pasar este momento. No considerarnos exi-
midos. Si a esa pregunta de Jesús contestas de inmediato, sin si-
quiera pensar en ello, "Claro que creo" y encuentras incluso ex-
traño que sea puesta una pregunta de este tipo a un creyente, a
un sacerdote o a un obispo, probablemente quiere decir que aún
no has descubierto qué significa realmente creer que Jesús es
Dios, no has descendido nunca hasta las profundidades de la fe.
No has experimentado nunca ese vértigo de la razón que prece-
de el acto de fe. Es una fe que aún no ha pasado a través del es-
cándalo. Hubo un momento en el que los discípulos creyeron ha-
ber alcanzado el vértice de la fe: "Ahora sabemos —le dijeron a
Jesús— que lo sabes todo... Por esto creemos que has salido de
Dios". Jesús respondió: "¿Ahora creéis?", y les preanunció que
dentro de poco se habrían de escandalizar, dejándolo solo (cf. Jn
16, 29-32). ¡Cuántas veces nuestra fe en Jesús se parece a la de
los discípulos en esta circunstancia! Estamos seguros, ingenua-
mente, de que creemos ya fuerte y definitivamente, mientras que
Jesús, que nos conoce, sabe bien que en cuanto llegue la prue-
ba, la realidad será muy distinta y demostrará que no creemos
realmente en Él. Esa exclamación, "¡ahora nosotros creemos!", me
parece muchas veces una fotografía de nuestra fe.
La verdadera fe es la que llega después de haber superado el
vado peligroso de la prueba y del escándalo, no esa que no ha
advertido nunca la enormidad de este hecho. Si uno encuentra
casi natural, por la fuerza de la costumbre, que Jesús, este hom-
bre, sea Dios, que Dios sea hombre, es una señal deplorable de
superficialidad, que tal vez ofende a Dios tanto como la incredu-
lidad de quien considera esto como una cosa imposible, dema-

77
Jesucristo, el Santo de Dios

siado grande, indigna de Dios. Puesto que tiene una idea desme-
surada de la diferencia cualitativa infinita que media entre Dios y
el hombre. No se debe disminuir lo que Dios ha hecho al encar-
narse, considerándolo casi algo ordinario y comprensible.
Debemos previamente demoler en nosotros creyentes, y en
nosotros, hombres de la Iglesia, la falsa persuasión de creer ya;
debemos provocar la duda —no sobre Jesús, por supuesto, sino
sobre nosotros mismos— para que podamos ponernos en bus-
ca de una fe más auténtica. ¡Tal vez sea un bien, si por algún
tiempo, no queremos demostrar nada a nadie, sino que nos inte-
riorizamos en la fe, y redescubrimos sus raíces en el corazón! Je-
sús le pregunta a Pedro tres veces: "¿Me amas?". Sabía que la pri-
mera y la segunda vez la respuesta había salido con demasiada
rapidez para ser verdadera. Por fin, a la tercera, Pedro entendió.
También la pregunta sobre la fe nos la debemos hacer así, tres
veces, con insistencia, hasta que nosotros también nos demos
cuenta y entremos en la verdad: "¿Crees tú? ¿Crees tú? ¿Crees tú?
¿Crees verdaderamente?" Tal vez al final podremos responder:
"No, Señor, yo no creo verdaderamente hasta el fondo. ¡Ayúda-
me a creer!"

7. Creer en Cristo

E¿ 1 carácter personal del acto de fe se pone de manifies-


to desde el uso mismo del verbo creer en el Evangelio de Juan.
En el encontramos las expresiones "creerle a", que significa dar
fe, o afirmar la verdad. Por ejemplo, creerle a Moisés, a Cristo (cf.
Jn 5, 46). Encontramos también la expresión "creer que" (en grie-
go: ott), que significa estar convencido de algo, o simplemente
creer. Por ejemplo, creer que Jesús es el Santo de Dios, que Él es
el Cristo, que el Padre lo ha enviado, etc. (cf. Jn 6, 69; 11, 27; 11,
42; 14, 11).
Pero, junto a estos usos conocidos, hay otro que es descono-
cido para el lenguaje profano, que es en cambio el más caro al

78
Raniero Cantalamessa

evangelista y es la expresión creer en (en griego: eis), como en la


frase: "No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed tam-
bién en (eis) mí" (Jn 14, 1). Tener fe, significa, en este caso, te-
ner confianza, confiarse a aquel en quien se cree, construir sobre
Él su propia vida. Indica una confianza total e incondicionada
que debe tomar el lugar de toda seguridad humana. Una confian-
za tal, que el corazón ya no pueda turbarse por nada. Jesús pide
para sí el mismo tipo de confianza que Dios pedía a su pueblo
en el Antiguo Testamento.
Ya san Agustín había resaltado la importancia de la expresión
creer en. Al comentar Juan 6, 29 ("La obra de Dios es que creáis
en quien Él ha enviado"), escribe: "Dice creer en Él, no creerle a
Él. Sí, porque si creéis en Él, también le creéis a Él, pero no ne-
cesariamente el que le cree a Él, cree también en Él. Los demo-
nios le creían a Él, pero no creían en Él. Lo mismo puede decir-
se respecto de los Apóstoles: le creemos a Pablo, pero no cree-
mos en Pablo; le creemos a Pedro, pero no creemos en Pedro. Al
que cree en aquel que justifica al impío, su fe se le reputa como
justicia (Rm 4, 5). Entonces, ¿qué significa creer en Él? Creyendo,
amarlo y volvernos amigos de Él; creyendo, entrar en su intimi-
dad e incorporarnos a sus miembros. Ésta es la fe que Dios quie-
re de nosotros; pero que no puede encontrar en nosotros si no
es Él mismo el que nos la da." 14

Creer en, en otras palabras, sólo se aplica a Dios. Creer en el


Hijo es mucho más que creer que Jesús es el Hijo de Dios. Esta
última es una fe indivisible, que no admite graduaciones: existe
o no existe; se cree, o no se cree. En cambio, en la primera, exis-
ten muchas graduaciones y no se termina nunca de avanzar en
ella. En otras palabras, podemos tener cada vez más confianza en
Cristo, abandonarnos cada vez más en Él, y perdernos en Él, has-
ta hacer de la fe en el Hijo de Dios la razón de nuestra vida. Co-
mo Pablo, que podía decir: "La vida que vivo al presente en la
carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entre-
gó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20).

1 4
San Agustín, In loh, 29, 6 (PL 35, 1631).

79
Jesucristo, el Santo de Dios

8. Los frutos de la fe en Cristo Hijo de Dios

L os frutos de la fe en la divinidad de Cristo son maravi-


llosos, y también divinos. El primer fruto es la vida eterna. El que
cree en Él tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 4; 5, 24; 6, 40; 6, 47). El
Evangelio mismo ha sido escrito para que se crea que Jesús es el
Hijo de Dios, y, creyendo, tengamos la vida eterna (cf. Jn 20, 31).
Para Juan, la vida eterna no es sólo la vida que empieza después
de la muerte, sino la vida nueva, de hijos de Dios, que se entrea-
bre desde ahora al que cree: El que cree en Él ya ha "pasado de
la muerte a la vida" (Jn 5, 24). La fe permite que el mundo divi-
no irrumpa en este mundo nuestro. Creer, por tanto, significa mu-
cho más que creer en un "más allá", en una vida después de la
muerte; es experimentar la vida y la gloria de Dios. El que cree,
ve desde ahora, la gloria de Dios (cf. Jn 11, 40).
Este fruto de la fe que es la vida, es puesto de relieve también
con otras imágenes. Quien cree en el nombre de Cristo "nace de
Dios", recibe el poder de llegar a ser hijo de Dios (cf. Jn 1, 12-13);
pasa de las tinieblas a la luz (cf. Jn 12, 46), cumplirá las obras que
el mismo Jesús cumplió (cf. Jn 14, 12). Pero sobre todo quien cree
recibe el Espíritu Santo, que es quien, concretamente, nos trae la
vida eterna: "El que cree en mí, como dice la Escritura, de su se-
no correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíri-
tu que iban a recibir los que creyeran en Él" (Jn 7, 38-39). ¡Los que
creen en Él! La fe establece un contacto entre Cristo y el creyen-
te, abre una vía de comunicación, a través de la cual pasa el Es-
píritu Santo. El Espíritu Santo es dado a quien cree en Cristo.
La fe —voy a usar ahora una imagen osada— es la lanza del
soldado con la que se abre el costado de Cristo, para que surjan
de Él los ríos de agua viva del Espíritu.
Hay un fruto de la fe en Cristo Hijo de Dios que Juan descu-
brió al final de su vida, tal vez después de haberlo experimenta-
do personalmente, y que describe en su primera epístola: la fe en
la divinidad de Cristo, y sólo ella, hace que pueda vencerse al

80
Raniero Cantalamessa

mundo: "Pues, ¿quién es el que vence al mundo sino el que cree


que Jesús es el Hijo de Dios?" (1 Jn 5, 5). Vencer al mundo signi-
fica vencer la hostilidad, el odio, y la persecución del mundo. Pe-
ro no sólo esto. Tiene también un significado no polémico, exis-
tencial; vencer al mundo significa vencer el tiempo, la corrup-
ción, la mundanidad. El que cree, escapa a la ley de la caducidad
y la muerte. Se eleva por encima del tiempo. En una palabra, par-
ticipa de la victoria de Cristo que había dicho: "Tengan confian-
za, que yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). Pero esto lo obtie-
ne sólo una fe de especial calidad: la que pasa, o está pasando,
a través de la cruz. Fue efectivamente sobre la cruz que el Cor-
dero venció (cf. Ap 5, 5).
La Iglesia está en la. búsqueda, hoy más que nunca, de algo
que venza al mundo, que lo venza no para dominarlo, sino para
salvarlo, para convertirlo. Algo que sea más fuerte que el inmen-
so poder que éste tiene de resistirle a la fe y de seducir a los
hombres. La Palabra de Dios nos asegura que este algo existe, y
es la fe en Jesucristo Hijo de Dios: "Y lo que ha conseguido la
victoria sobre el mundo es nuestra fe" (1 Jn 5, 4). Por esto, Cris-
to no ha querido fundar su Iglesia sobre otra.cosa que no fuera
la fe en Él como Hijo de Dios. Pedro se vuelve Piedra, Kefa, Ro-
ca, en el momento en que, por revelación del Padre, cree en el
origen divino de Jesús. "Sobre esta piedra —comenta san Agus-
tín— edificaré la fe que has profesado. Sobre el hecho que has
dicho: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo', edificaré mi Igle-
sia." La Iglesia se funda sobre el primer acto de fe, en orden
15

cronológico, en la divinidad de Cristo. Ésta queda como base, es


lo que le permite vencer al mundo y las puertas de los Infiernos.
¡Qué distintas son las obras de Dios de las de los hombres! Todo
el inmenso edificio de la Iglesia se apoya sobre una cosa invisi-
ble, fragilísima, y sin embargo invencible: sobre la fe en Cristo Hi-
jo de Dios y sobre la promesa hecha a esta fe. La Iglesia es, en
sí misma, la prueba tangible de la verdad de la Palabra que dice:
El que cree que Jesús es Hijo de Dios vence al mundo.

1 5
San Agustín, Sermo 295, 1 (PL 38, 1349).

81
Jesucristo, el Santo de Dios

9. Invitatorio a la fe

En la Biblia hay un salmo llamado "invitatorio" que la Li-


turgia nos hace decir al comienzo de cada nuevo día. Dice:

Venid, adoremos, prosternémonos,


¡de rodillas ante Yahveh que nos ha hecho!
Porque Él es nuestro Dios (Salmo 95).

Estas palabras, nosotros, cristianos podemos y debemos decir-


las también de Cristo: "Venid, adoremos, prosternémonos; acer-
quémonos a Él con fe, porque Él es nuestro Dios." La manera
más correcta de cerrar una meditación sobre la divinidad de Cris-
to es la de exhortarnos unos a otros a creer. Lo que dice Juan de
su Evangelio sirve también para estas reflexiones nuestras: "Estas
cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Hijo de
Dios." Nada más que por esto.
Todos los Evangelios son una invitación a creer. La gran pre-
gunta de Jesús a través de los Evangelios es ¿Creéis vosotros?
¿Crees tú? El credo con que la Iglesia responde a esta pregunta,
es una realidad formidable. Es la única respuesta adecuada. La
Iglesia se pronuncia, y frente al mundo entero proclama: "¡Yo
creo!" ¡Y dicen que Dios no tendría que amar a la Iglesia! Incluso
hoy ocurre algo nuevo e inconmensurable cada vez que un hom-
bre, dejando de lado toda dilación, sale de la esfera de la neutra-
lidad del mundo, de la esfera del simple narrar, explicar, discutir,
o constatar, aunque fuese con admiración, y dice: "¡Yo creo!" Eran
éstos los momentos, cuando alguno creía, que hacían exultar a Je-
sús en el Espíritu. Jesús era y es un buscador de fe, infinitamen-
te más de lo que los hombres han sido buscadores de oro.
Es Él, el Unigénito del Padre, que está ahora frente a los hom-
bres y les dice: "¡Basta ya, sabed que yo soy Dios!" (Sal 46, 11).
No les ruega, no mendiga fe y reconocimientos, como muchos
seudoprofetas y fundadores de falsas religiones. Su palabra está

82
Raniero Cantalamessa

llena de autoridad. No dice, "Os ruego, creedme, escuchadme";


sino que dice: "¡Sabed que yo soy Dios!" Quiéranlo o no, lo creáis
o no, ¡yo soy Dios!
De los magos está escrito que "postrándose lo adoraron" y lue-
go "abrieron sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y
mirra" (Mt 2, 11). Abramos también nosotros el cofre de nuestro
corazón y ofrezcamos a Jesús el regalo de nuestra fe. Corde cre-
ditur. con el corazón se cree, el corazón esta hecho para creer.
Si éste nos parece vacío, pidamos al Padre que lo colme de fe.
"Nadie puede venir a mí —dice Jesús— si no lo atrae el Padre"
(Jn 6, 44). "¿No te sientes atraído aún? Reza para que seas atraí-
d o . " No debemos caer en el error de pensar que la fe en la di-
16

vinidad de Jesucristo pueda venir desde nosotros. Que solos po-


demos escalar el Everest. Fue el Padre de los Cielos quien reveló
2i Pedro, ese día quién era Jesús, no la carne o la sangre; fue el
Padre quien le dio la fe para creer, y Jesús lo proclamó bienaven-
turado precisamente por esto. La mejor fe es la que se obtiene
por la oración más que por el estudio.

1 6
San Agustín, In Iob. 26, 2 (PL 35, 1607).
t

83
É L ES EL VERDADERO DIOS
Y LA VIDA ETERNA
Divinidad de Cristo y anuncio de la eternidad

CAPÍTULO IV
A 1 escribir a un cardenal de su tiempo, santa Catalina de
Siena decía que sobre el cuerpo de la santa Iglesia debía emitir-
se "un mugido" tal, o sea un rugido tan fuerte, como para hacer
despertar a los hijos muertos que yacían dentro de ella. (La san- 1

ta compartía la creencia popular de su tiempo de que el león ten-


dría el poder de resucitar, con un potente rugido, a los leoncitos
nacidos muertos). No sé cuál sería la palabra que según Catalina
tendría que se gritada, en sus tiempos, sobre el cuerpo de la san-
ta Iglesia. Pero sé cuál es la palabra que debe ser gritada hoy, pa-
ra despertar a los hijos adormecidos. Es la palabra "eternidad".
Éste es el grito del despertar cristiano, la palabra que, como la
reja del arado, puede abrir el surco para una nueva siembra de
la Palabra. Anunciar el Evangelio a los hombres que hubiesen, hi-
potéticamente, perdido la idea misma de eternidad, sería como
sembrar en la piedra.
En este capítulo me propongo demostrar cómo el dogma de
Cristo "verdadero Dios y verdadero hombre" puede ayudarnos en
esta tarea, devolviéndonos el valor y la franqueza de fe necesa-
rios para volver a gritar a los hombres de hoy: "¡Eternidad, eter-
nidad!" Veremos, más bien, como sólo la fe en la divinidad de
Cristo hace de la palabra "eternidad", una posibilidad concreta
que se les ofrece, el objetivo mismo de la vida, y no, como sería
de otro modo, una simple categoría del pensamiento o una vaga
"nostalgia del totalmente otro." 2

Al mismo tiempo, esto nos permitirá acercarnos a toda la enor-


me carga existencial y a la actualidad del dogma cristológico. La
teología kerigmática de nuestro siglo ha trasladado todo el peso
de la cristología desde el "por sí", es decir desde lo que Cristo es
en sí mismo, al "por mí", es decir lo que Él significa para mí y pa-
ra mí salvación. Pero ha dejado frecuentemente este "por mí" en
la vaguedad, reduciéndolo a un principio abstracto y formal, sin
ningún sentido real. Si Cristo ha nacido por mí, si por mí se ha

1
Santa Catalina de Siena, Carta 177 (al card. P. Corsi).
2
Cf. Horkeimer, M., La nostalgia del totalmente otro, trad. ital., Brescia, 1972.

87
Jesucristo, el Santo de Dios

vuelto el hombre nuevo, si por mí "se ha santificado a sí mismo"


(Jn 17, 19), si ha muerto por mis pecados, quiere decir que estos
hechos me hablan directamente, que tienen un significado que
yo debo acoger e imitar en mi vida.
Al hacer esto, recuperamos uno de los aspectos más fecundos
del pensamiento existencial, que estaba vivo en su iniciador, pe-
ro que con frecuencia ha sido olvidado por sus continuadores: la
convicción de que el elemento de "seriedad" del cristianismo
consiste en vivir, en hacer, más que en comprender, explicar o
relacionar la verdad cristiana a este o a aquel sistema filosófico.
En otras palabras, la convicción de que el cristianismo tiene ne-
cesidad de santos, pero no de profesores, o bien, si necesita pro-
fesores, es sólo en el sentido de los que "profesan" el cristianis-
mo, que toman humildemente sobre sí sus exigencias, aun sa-
biendo que no podrán* cumplirlas nunca perfectamente. Lo que
cuenta verdaderamente, —como recuerda Kierkegaard en el títu-
lo de una obra suya— es el "ejercicio del cristianismo", es decir,
vivirlo, practicarlo, estar dentro de él. No otra cosa. "Sabiendo es-
tas cosas, decía Jesús, seréis bienaventurados si las practicáis" (Jn
13, 17). La bienaventuranza no es prometida por lo que se sabe,
sino por lo que se practica.
Como quiero atenerme, también en este caso, al propósito de
hacer una síntesis entre el "por sí" y el "por mí" de la cristología,
dividiré la reflexión en dos partes. En la primera parte haremos
una reflexión sobre el dogma de las dos naturalezas de Cristo y
sobre cómo esto podría ser entendido y actualizado por el hom-
bre de hoy; en la segunda parte veremos la carga del anuncio
que se desprende de la renovada presentación de este dogma en
particular, como esto da fundamento al grito de "¡Eternidad, eter-
nidad!"

1. De los dos tiempos a las dos naturalezas de Cristo

¿Cómo se ha formado el dogma de las dos naturalezas de


Cristo, o sea de Cristo "verdadero hombre y verdadero Dios"? Al

88
Raniero Cantalamessa

principio, inmediatamente después de la Pascua, el esquema con


el que se buscaba expresar el misterio de la persona de Jesús no
era el de las dos naturalezas, o substancias de Él, divinidad y hu-
manidad, sino que era el de los dos tiempos o fases, de su histo-
ria: la fase anterior vivida en las condiciones normales de todo
hombre —crecimiento, pasibilidad, muerte—, y la etapa inau-
garada por su resurrección de la muerte, signada por caracteres
completamente distintos. Llamaron a la primera fase: "la vida se-
gún la carne", y a la segunda: "la vida según el Espíritu". Así se
expresa el texto de Romanos 1, 3-4: Cristo que, por su nacimien-
to humano de la semilla de David, existía en un tiempo según la
carne, a partir de su resurrección de entre los muertos vive según
el Espíritu y se manifiesta en toda su potencia de Hijo de Dios.
Era un esquema histórico; la sucesión carne-espíritu, correspon-
de, de cerca, a la de tiempo-eternidad. Más que la "naturaleza"
de Cristo, lo que interesa, en esta perspectiva, es la "condición"
de Cristo, "su modo de existir": antes en el tiempo y luego fuera
del tiempo. Más que la esencia, diríamos nosotros hoy, interesa
la existencia.
A partir de esta comprensión inicial del misterio de Cristo, se
inicia un proceso de profundización, en el que la fe de la Iglesia
se esfuerza para elevarse cada vez más, o bien, (cosa que viene
a ser lo mismo), por profundizar cada vez más, para descubrir la
verdadera identidad de Cristo.
Un primero, pero enorme paso en esta dirección, consiste en
la inversión del esquema. Ya no es antes la carne y luego el Es-
píritu, antes el tiempo y después la eternidad, sino, por el con-
trario, antes el Espíritu y después la carne, antes la eternidad y
luego el tiempo. Esto se inicia con el mismo san Pablo. En Fili-
penses 2, 6-8, él habla de Jesús como de aquel que, habiendo es-
tado en "la condición divina", asume en un determinado momen-
to de la historia, "la condición servil", es decir, la condición hu-
mana. Pero se vuelve clarísimo con Juan, el cual habla del Verbo
que "estaba en el principio con Dios" y que, en determinado mo-
mento, "se hace carne" (cf. Jn 1, 1-14).

89
Jesucristo, el Santo de Dios

Algunos textos de los Padres apostólicos nos permiten ver en


acción este pasaje desde una perspectiva a la otra. San Ignacio de
Antioquía en un pasaje, siguiendo a Romanos 1, 3-4, dice que Je-
sús es "carnal y espiritual, de María y de Dios", que ha "nacido
de la semilla de David y del Espíritu Santo" , pero en otro sigue
3

el esquema nuevo y habla de Jesús que al ser antes "atemporal,


invisible e impasible", se vuelve luego "visible y pasible". En el 4

primer caso, el momento del pasaje es todavía la resurrección de


Cristo; en el segundo, ya es su encarnación. El orden, en el pri-
mer caso, es: carne-Espíritu; en el segundo, Espíritu-carne. Este
nuevo orden es el que se observa ya claramente en otro escrito
llamado apostólico, donde se lee que Cristo, "siendo antes Espí-
ritu, se hizo carne". 5

Un segundo paso en esta evolución se refiere no ya al orden,


sino al significado de los términos Espíritu-carne o, —lo que co-
rresponde a éstos, en el lenguaje de Juan— Verbo-carne. Estos
términos ya no indican sólo dos condiciones distintas, o modos
de existir de Cristo, sino dos realidades, dos sustancias, o natura-
lezas. La atención se desplaza, diríamos hoy, de la existencia a la
esencia. Es suficiente este texto de Tertuliano para que podamos
medir todo el camino recorrido por la fe en poco más de un si-
glo y medio. Comentando el texto de Romanos 1, 3-4, éste escri-
be: "El Apóstol enseña aquí las dos sustancias de Cristo. Con las
palabras 'nacido de la estirpe de David según la carne', él desig-
na al hombre y al hijo del hombre; con las palabras 'constituido
Hijo de Dios según el Espíritu', él indica a Dios, al Verbo Hijo de
Dios. Vemos entonces en Él una doble sustancia." Otro autor al- 6

go posterior insiste: "Confesamos que Cristo es verdaderamente


Dios según el Espíritu y verdaderamente hombre según la car-
ne." La doctrina de Cristo "según la carne y según el Espíritu",
7

es decir de los dos tiempos, se ha precisado como doctrina de


Cristo verdadero Dios y verdadero hombre, es decir, de las dos
naturalezas.
3
San Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 7, 2; 20, 2.
4
San Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo, 3, 2.
5
Segunda carta de Clemente 9, 5, Bihlmeyer, 1956, p. 75.
6
Tertuliano, Adversus Praxean, 27, 11 (CC 2, p. 1199).
7
Adamantius, De recta fide, 5, 11 (GCS, Berlín, 1901, p. 194).

90
Raniero Cantalamessa

El concilio de Calcedonia no hace más que sancionar esta nue-


va comprensión de la fe, hablando de Cristo "perfecto en divini-
dad y perfecto en humanidad, Dios verdadero y hombre verda-
dero... engendrado por el Padre antes de los siglos según su di-
vinidad, y por María en los últimos días según su humanidad; un
solo e idéntico Cristo Hijo de Dios, que puede reconocerse en las
dos naturalezas, sin confusión y sin división". 8

El porqué de esta evolución es el mismo que hemos visto an-


tes, al hablar de la humanidad de Cristo. Estamos frente al primer,
ejemplar, caso de inculturación de la fe. Por el mismo motivo por
el que se pasa de Cristo hombre nuevo (que tiene referencia al
tiempo y a la historia) a Cristo hombre verdadero o completo (que
tiene referencia al ser), ahora se pasa de las dos fases o modos
de existir, de Cristo, a sus dos naturalezas. Este motivo es que el
Evangelio ha debido incorporarse a una cultura para la cual lo
que verdaderamente cuenta es el ser, o la esencia inmutable de
las cosas, mucho más que su acontecer y su historia. Por la mis-
ma razón, se antepone ahora la dimensión espiritual y eterna de
Cristo a la temporal e histórica. Es imposible —se piensa justa-
mente— que la eternidad pueda brotar del tiempo, como si fue-
ra una creación de éste, sino que es más bien el tiempo el que
surge de la eternidad, el que sigue a la eternidad, si es que se
puede hablar de preceder y de seguir, respecto de lo que no po-
see ni antes, ni después. Ha sido la certeza de la preexistencia del
Verbo lo que ha inducido a cambiar el orden entre el Cristo se-
gún la carne y el Cristo según el Espíritu.
¿Nos hemos alejado entonces de la Biblia para acercarnos a los
griegos? ¿Se ha helenizado el cristianismo y el mismo Jesucristo?
No, porque hemos visto que lo que aquí se afirma ya estaba pre-
sente en la Palabra de Dios, en Pablo y en Juan. La exigencia pas-
toral del anuncio ha contribuido sólo para que se aclarara un as-
pecto fundamental del dato revelado que, de otro modo, habría
quedado tal vez en la sombra para siempre.

8
Denziger-Schónmetzer, n. 301-302.

91
Jesucristo, el Santo de Dios

Pero con esto se ha establecido, en seguida, un principio que


se dirige, aunque de otra manera, a nosotros mismos. El camino
de la fe no se ha detenido con la definición de Calcedonia. Así,
como los Padres supieron con certeza, distinguir ese aspecto del
mensaje que podía, de la mejor manera, establecer un puente con
la cultura de su tiempo, así, nosotros debemos saber descubrir
ese aspecto, que se adapta mejor para hablar a los hombres de
hoy, sometiendo, si fuera necesario, esta misma cultura actual al
juicio de la Palabra de Dios y ayudándola para que supere sus lí-
mites y sus lagunas, como hicieron los Padres con la cultura grie-
ga de su tiempo.

2. Cristo, síntesis de eternidad y tiempo

E n cuanto nos abocamos a esta empresa de volver a par-


tir de la Biblia en vista de un renovado anuncio de Jesucristo, ha-
cemos descubrimientos sorprendentes. En efecto, vemos qué in-
mensas posibilidades ofrece aún hoy para un discurso moderno,
existencial, sobre Cristo, y, en consecuencia sobre el hombre, co-
mo otras tantas semillas listas para brotar y dar su fruto.
Quienes estudian la naturaleza y las plantas se asombran por
todo lo que contiene una pequeña semilla y que la ciencia va
descubriendo cada vez más. Si se tuviese que escribir toda la in-
formación contenida en una semilla, resultaría una especie de en-
ciclopedia. Todo está programado hasta en sus más íntimos par-
ticulares. Nos hace pensar en una computadora natural en la que
se encuentra almacenada una cantidad incalculable de datos:
cuándo y cómo brotar, qué frutos llevar, de qué color y sabor, de
qué dimensiones, cómo reaccionar ante este o aquel agente ex-
terno, cómo adaptarse a otro clima. A veces, todas estas informa-
ciones se mantienen durante siglos, si es que es cierto lo que di-
cen, que se han encontrado semillas de trigo aún vivas y capaces
de germinar en las antiguas pirámides de Egipto. Bajo la presión
de la actual crisis ecológica, se ha descubierto que un mayor co-

92
Raniero Cantalamessa

nocimiento de la semilla, de sus recursos y de sus aliados natu-


rales, puede ayudar para que se disminuya la intervención vio-
lenta exterior sobre la planta, con antiparasitarios que envenenan
el terreno y a la larga dañan la misma planta.
El mensaje revelado es también una semilla. Jesús mismo lo
compara con la "más pequeña de todas las semillas" (Mt 13, 32)
y se compara a sí mismo con un grano de trigo sembrado en la
tierra (cf. Jn 12, 24). Como la semilla, Él esconde en sí recursos
insospechados que después de dos mil años estamos bien lejos
de haber terminado de explorar. Esto vale en particular para la
cristología. En el kerigma neotestamentario sobre Jesucristo se
encuentran escondidas informaciones que le permiten volver a
florecer en cada estación de la historia, aclimatarse a cada cultu-
ra, sin nunca desmentirse o cambiar de naturaleza. Él posee en sí
mismo sus defensas y no se mantiene con vida por intervencio-
nes externas y humanas, de naturaleza polémica o apologética.
Es suficiente que lo pongamos en condiciones de poder usar sus
recursos, sin tenerlo encerrado en los libros y en las formulacio-
nes dogmáticas, como en un invernadero, sino poniéndolo en
contacto con el terreno vivo y siempre nuevo de la historia y ha-
ciéndolo reaccionar a Él.
Preguntémonos entonces cómo se presenta hoy este terreno
vivo de la historia y qué tiene de nuevo respecto de la época an-
tigua cuando el dogma cristológico era fijado por primera vez. No
pretendo definir en pocas palabras la índole propia de la cultura
moderna. Pero algo creo que se puede decir. El hombre de hoy
es el hombre que ha descubierto el "sentido histórico", el que se
interesa más por la existencia, suya y de las cosas, que por la
esencia; más por la libertad que por la naturaleza. No le compe-
te al anunciador del Evangelio establecer si esto es un bien o un
mal, un progreso o un retroceso. Él debe hacerse moderno con
los modernos, como Pablo, Juan y los Padres se hicieron "grie-
gos con los griegos" (cf. Rm 1, 14).
En el fondo, los hombres de la antigüedad y los de hoy no son
después de todo tan diferentes, en la sustancia de las cosas. Unos

93
Jesucristo, el Santo de Dios

y otros se interesan por su destino y reaccionan ante un mensa-


je, si éste les llega hasta ese núcleo profundo de su existencia, allí
donde anidan las preguntas más inquietantes: "¿Quiénes somos?
¿De dónde venimos? ¿Adonde vamos?" Estas preguntas, que se
plantea el hombre de hoy, se las planteaba también el hombre
del siglo II. El problema de la salvación, es decir la soteriología,
9

es la puerta de entrada de la cristología. Lo que ha cambiado es


sólo el modo de presentarse esta necesidad de salvación. Si antes
se hablaba de una salvación "desde" el mundo y el cuerpo, hoy
se habla mas bien de una salvación "para" el mundo y el cuerpo.
Entonces, veamos lo que el dogma cristológico puede decir al
hombre de nuestra época, marcada por el problema —como ex-
presa el título de una célebre obra filosófica de nuestro siglo—
de existencia y tiempo.
Juan, en su primera epístola, dice de Cristo: "Nosotros estamos
en el verdadero Dios y en su Hijo Jesucristo: Él es el verdadero
Dios y la vida etemcf (1 Jn 5, 20). Estos dos conceptos —verda-
dero Dios y vida eterna— aplicados a Cristo, son equivalentes, en
cuanto a importancia y frecuencia, en los escritos de Juan. De és-
tos, el pensamiento antiguo ha utilizado, para el dogma, sólo el
primero, "verdadero Dios", del que extrajo incluso la fórmula
consagrada en el símbolo de Nicea: "Dios verdadero de Dios ver-
dadero." Queda en gran parte para dilucidar qué significa, para
la cristología, decir que Jesús es la vida eterna, que en Él no ha
aparecido en la Tierra sólo la divinidad, sino también la eterni-
dad. Estamos frente a una de esas semillas que esperan para ger-
minar, o, como decía al principio, a un grito que espera ser emiti-
do sobre el cuerpo de la Iglesia.
En la misma Epístola, Juan —que es considerado el más onto-
logizado de los autores del Nuevo Testamento— habla de Cristo
como de la "vida eterna que estaba junto al Padre y que se nos
manifestó" (cf. 1 Jn 1, 2). La fórmula "la Vida eterna se nos mani-
festó", es claramente del mismo estilo de la otra: "el Verbo se hi-

9
Cf. Extractos de Teodoto, 78 (GCS 17, 2, Berlín, 1970, p. 131).

94
Raniero Cantalamessa

zo carne" (Jn 1, 14). Ella expresa, en clave de eternidad y de tiem-


po, lo que en el prólogo se expresa en clave de Palabra y de car-
ne, es decir, de realidades ontológicas. También aquí, la cristolo-
gía antigua ha recogido y desarrollado la fórmula "Verbo-carne";
y es más, se ha construido sobre ella, mientras que todavía resta
valorizar la otra expresión que también está llena de significado
para el hombre. Ella proclama que en Cristo la eternidad se ha
hecho visible, es decir, ha entrado en el tiempo, y ha venido ha-
cia nosotros.
No sólo este aspecto del misterio de Cristo está todavía allí, in-
tacto, en la Biblia, donde nosotros lo podemos encontrar, sino
que, volviendo atrás en la historia del desarrollo del dogma, no
tardaremos en darnos cuenta que éste no ha estado ausente ni si-
quiera de la reflexión patrística; es más, que lo ha acompañado
siempre, si bien en sordina, como una especie de nota secunda-
ria. San Ignacio de Antioquía, por ejemplo, habla de Cristo como
del que "estaba sobre el tiempo y atemporal (achronos) y que se
ha hecho visible." San León Magno habla de la encarnación co-
10

mo del evento gracias al cual "el que existía antes del tiempo em-
pezó a existir en el tiempo". 11

Por tanto, en Cristo no se tiene, solamente, la unión "sin con-


fusión y sin división" entre Dios y el hombre, sino también entre
eternidad y tiempo. Cristo —escribe san Máximo el Confesor, ex-
plicando la definición de Calcedonia— ha unido en sí el modo
de ser según la naturaleza con el modo de ser sobre la naturale-
za; ha unido los extremos, es decir, inmanencia y trascendencia. 12

Pero todo esto había quedado, como dije, como una "nota se-
cundaria", apenas audible. El que la hizo surgir, de golpe, y pa-
sar a ser una nota dominante ha sido Kierkegaard. El misterio de
Cristo que en san Máximo, y en los Padres en general, se expre-
saba preferentemente como un misterio de trascendencia e inma-

San Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo, 3, 2.


1 0

Denzinger-Schónmetzer, n. 294.
1 1

Máximo el Confesor, Ambigua, 5 (PG 91, 1053B); cf. san Atanasio, De incar-
1 2

natione, 17 (PG 25, 12$).

95
Jesucristo, el Santo de Dios

nencia, es decir, en relación al espacio, en él se expresa como la


paradoja de eternidad y temporalidad, es decir, en relación al
tiempo. "La paradoja —escribe— consiste principalmente en el
hecho de que Dios, el eterno, ha venido en el tiempo como un
hombre cualquiera." La encarnación es el punto de intersec-
13

ción entre la eternidad y el tiempo. Es la novedad absoluta e irre-


petible.
Esto significa que Jesús —que es el "mediador entre Dios y el
hombre" (1 Tm 2, 5 ) — es también el mediador entre la eternidad
y el tiempo. Es el puente sobre el abismo, el que permite pasar
de una orilla a otra. "Lo nuevo viene del salto" , y toda la nove-
14

dad de Cristo viene precisamente por el "salto" que se ha opera-


do en Él desde la eternidad al tiempo. Pero un salto muy espe-
cial, como del que, quedándose con un pie en la orilla en que
estaba, se extiende hasta alcanzar, con el otro pie, la orilla opues-
ta. En efecto, Cristo, como decía san León Magno, "al quedar fue-
ra del tiempo, empieza a existir en el tiempo".
Cristo representa, por tanto, la única realidad capaz de salvar
al hombre de la desesperación. Él cambia el destino del hombre,
y de un "ser-para-la-muerte" , hace de Él un "ser-para-la-eterni-
15

dad". El dogma cristológico es el único que puede ofrecer una ra-


zón objetiva para superar la angustia existencial.
No es necesario decir aquí qué es el tiempo y qué la eterni-
dad. Sabemos que eternidad y tiempo no son menos inconmen-
surables e irreducibles entre ellos de lo que lo son divinidad y
humanidad, espíritu y carne. Son, por lo tanto, una adecuada
16

transposición sobre el plano existencial e histórico, del dogma de


Cristo, Dios y hombre. Una transposición que no atenúa el dog-
ma, sino que conserva intacto su carácter de absoluto y de mis-

1 3
Kierkegaard, S., Apostilla conclusiva, 5; en Obras, por C. Fabro, Florencia,
1972, p. 592.
1 4
Kierkegaard, S., El concepto de la angustia, 3; op. cit., p. 153.
1 5
Heidegger, M., Ser y tiempo, 51; Milán, 1976, p. 308 y ss.
1 6
Sobre la relación entre tiempo y eternidad, cf. san Agustín, Confesiones, XI,
11.14.

96
Raniero Cantalamessa

terio. La infinita diferencia cualitativa entre tiempo y eternidad, en


Él se ha vuelto también infinita cercanía. Él es una cosa y la otra
juntas, en la misma persona, "sin confusión y sin separación".

3- Del dogma a la vida

ué actual y qué preciosa resulta ser esta "yema" de la


cristología bíblica que está brotando, bajo nuestros ojos, sobre el
tronco del dogma tradicional! De repente, el dogma se acerca a
la vida de cada hombre. Tal vez no todos se sientan todavía ca-
paces ni estén listos para sentir la importancia de "participar de
la naturaleza divina" (2 P 1, 4). ¿Quién se exalta, hoy en día, co-
mo en el tiempo de san Gregorio Nacianceno, al solo pensamien-
to de volverse, "por así decirlo, Dios?" Pero todos sienten, en
17

cuanto piensan en ello, la dramaticidad del tiempo que pasa y la


precariedad de la vida humana. Advierten cuan verdaderas son.
para todos, las palabras con que un poeta describía la situaciór
y el estado de ánimo de los soldados en las trincheras, en el fren-
te, durante la primera guerra mundial:
Estamos como
en otoño
sobre los árboles
las hojas.
(G. Ungaretti)
Entonces, si no todos son sensibles hoy, a la perspectiva de
volverse "partícipes de la naturaleza divina", todos, por el contra-
rio, son sensibles a la perspectiva de volverse (así parafraseaba la
expresión de 2 P 1, 4 san Máximo el Confesor) "partícipes de la
eternidad divina". 18

A un amigo que le reprochaba, como si fuese una forma de


orgullo y de presunción, su anhelo de eternidad, M. de Unamu-

1 7
Cf. San Gregorio Nacianceno, Oratio, 1, 5 (PG 35, 398 C); 7, 23 (PG 35, 485
B); San Basilio, De Spir. S. 9, 23 (PG 32, 109 C).
1 8
Máximo el Confesor, Capita, I, 42 (PG 90, 1193).

97
Jesucristo, el Santo de Dios

no, contestó a su vez: "No digo que merezcamos un más allá, ni


que la lógica nos lo demuestre; digo que lo necesitamos, lo me-
rezcamos o no, y basta. Digo que lo que pasa no me satisface,
que tengo sed de eternidad, y que sin ella todo para mí es indi-
ferente. ¡La necesito, la necesito! Sin ella ya no hay alegría de vi-
vir y la alegría de vivir ya no tiene nada que decirme. Es dema-
siado fácil afirmar: "Es necesario vivir, debemos conformarnos
con la vida. ¿Y los que no se conforman?" No es el que desea
19

la eternidad el que demuestra su indiferencia al mundo y a la vi-


da de aquí abajo, sino por el contrario, el que no la desea: "Amo
tanto la vida —escribía el mismo autor— que perderla me pare-
ce el peor de los males. No aman verdaderamente la vida los que
se la pasan gozando, día tras día, y no se ocupan de pensar si de-
berán perderla del todo o n o . " "¿Para qué sirve —decía san
20

Agustín— vivir bien, si no es posible vivir siempre?" (Quid pro-


dest bene vivere, si non datur semper vivere?)
Pero, ¿cómo pasar, ahora, del dogma a la vida, del "por sí" al
"por mí" de Cristo? ¿Cómo hacer surgir el grito y la promesa:
"¡Eternidad eternidad!", de lo que hemos considerado de Cristo?
Se trata de aplicar al concepto de eternidad lo que afirmaban los
Padres sobre la divinidad de Cristo, con la doctrina del intercam-
bio. Ellos siempre repetían: "Dios se ha hecho hombre, para que
el hombre se haga Dios." Nosotros podemos decir: la eternidad
21

ha entrado en el tiempo para que el tiempo pudiese obtener la


eternidad. Jesús ha venido para donarnos, no solamente para
mostrarnos en sí mismo, la vida divina. El salto de la eternidad al
tiempo hace posible el salto del tiempo a la eternidad. Por tanto,
la esperanza de nuestra eternidad es parte integrante del dogma
cristológico, surge de éste como su objetivo y fruto. La esperan-
za de la eternidad es la coronación de la fe en la encarnación.
El iluminismo había planteado el célebre problema de cómo
se puede alcanzar la eternidad mientras estamos en el tiempo y

1 9
De Unamuno, M., Cartas a J. Ilundain, de Rev. Univ. Buenos Aires, 9, pp.
135 y 150.
2 0
Ibídem, pág. 150.
2 1
Cf. San Ireneo, Adv. Haer., III, 19, 1.

98
Raniero Cantalamessa

cómo se puede dar un punto de partida histórico para una con-


ciencia eterna. En otras palabras, cómo se puede justificar la
22

pretensión de la fe cristiana de prometer una vida eterna y de


amenazar con una pena igualmente eterna, por actos cumplidos
en el tiempo. La única respuesta válida a este problema, llamado
"el nudo gordiano de la fe cristiana", es la que se funda sobre la
fe en la encarnación de Dios. En Cristo, lo eterno aparece en el
tiempo; Él ha merecido para el hombre una salvación eterna. Por
tanto, delante de Él —pero sólo delante de Él— es posible plan-
tear ese acto que, aunque fue cumplido en el tiempo, decide la
eternidad. 23

Dicho acto consiste, en la práctica, en creer en la divinidad de


Cristo: "Os he escrito estas cosas —decía el evangelista Juan— a
quienes creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis
cuenta de que tenéis vida eterna " (1 Jn 5, 13); y luego: "Y todo
el que vive y cree en mí, no morirá jama? (Jn 11, 26). La fe en
la divinidad de Cristo, abre la puerta de la vida eterna, permite
que se cumpla el salto infinito. Frente a Jesucristo, precisamente
porque es hombre y Dios al mismo tiempo, es posible tomar una
decisión que tiene repercusiones eternas.

4. ¡Eternidad, eternidad!

A hora hemos por fin llegado al momento en que pode-


mos recoger el fruto de todo el camino hecho: la eternidad. Aquí
nos detendremos. Nos ceñiremos a esta palabra, hasta que poda-
mos hacerla revivir. La calentaremos, por así decirlo, con nuestro
aliento, hasta que vuelva a la vida. Porque eternidad es una pa-
labra muerta; la dejamos morir, como se deja morir a un niño o
a una niña abandonados que ya nadie amamanta. Como sobre la
carabela en rumbo hacia el nuevo mundo, cuando se había per-
dido ya toda esperanza de volver a una meta, resonó imprevis-

2 2
Lessing, G. E., Überden Beweis des Geistes und derkraft, Lachmann X, p. 36.
2 3
Cf. Fabro, C , Introd. a las Obras de S. Kierkegaard, op. cit., p. XLVI.

99
Jesucristo, el Santo de Dios

tamente el grito del vigía: "¡Tierra, tierra!", así, es necesario que


resuene en la Iglesia el grito de "¡Eternidad, eternidad!"
¿Qué le pasó a esta palabra, que antes era el secreto motor, o
la vela, que empujaba a la Iglesia peregrina en el tiempo, el po-
lo de atracción de los pensamientos de los creyentes, la masa
que elevaba los corazones hacia lo alto, como la luna llena ele-
va las aguas con la marea alta? La lámpara ha sido puesta silen-
ciosamente bajo el celemín, la bandera ha sido replegada, como
en un ejército en retirada. "El más allá se ha vuelto una broma,
una exigencia tan incierta que no sólo nadie ya la respeta, sino
que tampoco la proyecta, hasta tal punto que nos divertimos só-
lo de pensar que había una época en que esta idea era capaz de
transformar la existencia entera." 24

Este fenómeno tiene un nombre preciso. Definido respecto


del tiempo, se llama secularización, o temporalismo; definido
respecto del espacio, se llama inmanentismo. Éste es, hoy, el
punto en que la fe, después de haber acogido una cultura parti-
cular, debe demostrar que también sabe hacerle frente desde su
interior, empujándola para que supere sus arbitrarios límites y sus
incoherencias.
Secularización significa olvidar, o poner entre paréntesis, el
destino eterno del hombre, aferrándose exclusivamente al saecu-
lum, es decir el tiempo presente y este mundo. Se considera que
es la herejía más difundida y más insidiosa de la era moderna y
desgraciadamente, todos estamos, unos de un modo, y otros de
otro, amenazados por ella. Muchas veces también nosotros, los
que en teoría luchamos contra la secularización, somos sus cóm-
plices o víctimas. Nos hemos mundanizado, hemos perdido el
sentido, el gusto y la familiaridad de lo eterno. Sobre la palabra
"eternidad" o la expresión "más allá" (que es su equivalente en
términos espaciales), ha caído primero la sospecha marxista, se-
gún la cual ésta enajena del compromiso histórico para transfor-
mar el mundo y mejorar las condiciones de la vida presente y es,
por lo tanto, una especie de coartada y de evasión. Poco a poco,

2 4
Kierkegaard, S., Apostilla conclusiva, 4, Obras, p. 458.

100
Raniero Cantalamessa

con la sospecha, ha caído sobre ella el olvido y el silencio. El ma-


terialismo y el consumismo han hecho lo demás en las socieda-
des opulentas, haciendo parecer hasta extraño e inconveniente
que aún se hable de eternidad entre personas cultas y modernas.
¿Quién osa hablar ya de los Novissimi, es decir de las cosas pos-
treras —muerte, juicio, infierno, paraíso— que son, respectiva-
mente, el principio y las formas de la eternidad? ¿Cuándo fue que
oímos el último sermón sobre la vida eterna? Y sin embargo, pue-
de decirse que Jesús, en el Evangelio, no habla más que de ella.
¿Cuál es la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de
eternidad? San Pablo refiere el propósito de los que no creen en
la resurrección de la muerte: "Comamos, bebamos, mañana mo-
riremos" (1 Co 15, 32). El deseo natural de vivir "para siempre",
deformado, se vuelve deseo o frenesí, de vivir "bien", es decir,
placenteramente. La cualidad se resuelve en la cantidad. Falta una
de las motivaciones más eficaces de la vida moral.
Tal vez este debilitamiento de la idea de eternidad no obra, en
los creyentes, del mismo modo; no lleva a una conclusión tan
grosera como la que refiere el Apóstol, pero también obra en
ellos, sobre todo al disminuir la capacidad de afrontar con cora-
je el sufrimiento. Pensemos en un hombre con una balanza en la
mano: una de esas balanzas que se sostienen con una sola mano
y tienen por un lado el plato sobre el que se ponen las cosas a
pesar y por el otro una barra graduada que sostiene el peso y la
medida. Si cae al suelo, o se pierde la medida, todo lo que se po-
ne sobre el platillo hace elevar a la barra e inclinar hacia abajo la
balanza. Todo se eleva, todo tiene una fácil victoria, incluso un
puñado de plumas. 25

Y bien, así somos nosotros, a esto nos hemos reducido. He-


mos perdido el peso, la medida de todo que es la eternidad y así,
las cosas y los sufrimientos terrenales abaten fácilmente nuestra
alma. Todo nos parece demasiado pesado, excesivo. Jesús decía:
"Si tu mano te es ocasión de pecado, córtala; si tu ojo te es oca-

2 5
Cf. Kierkegaard, S., El Evangelio de los sufrimientos, op. cit. p. 879 y ss.

101
Jesucristo, el Santo de Dios

sión de pecado, arráncatelo; es preferible entrar en la Vida man-


co o con un solo ojo, antes que ser arrojado al fuego eterno con
ambos" (Mt 18, 8-9). Aquí se ve como obra la medida de la eter-
nidad cuando está presente y operante, de lo que es capaz de ha-
cer. Pero nosotros, que hemos perdido de vista la eternidad, ya
encontramos excesivo que se nos pida cerrar los ojos ante un es-
pectáculo inconveniente.
Por el contrario, cuando estás abatido, a punto de ser supera-
do por la tribulación, arroja con la fe, del otro lado de la balan-
za, el peso desmedido que es el pensamiento en la eternidad y
verás que el peso de la tribulación se volverá más ligero y sopor-
table. Digámonos a nosotros mismos: ¿Qué es esto en compara-
ción con la eternidad? Mil años son "un solo día" (2 P 3, 8), son
como "el día de ayer que pasó, como un turno de guardia en la
noche" (Sal 90, 40). Pero, ¿qué digo, "un solo día"? Son un mo-
mento, menos que un soplo.
Respecto de pesos y medidas, recordemos lo que dice san Pa-
blo que en cuanto a sufrimientos le había tocado en suerte una
medida por demás abundante: "La leve tribulación de un momen-
to nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria
eterna, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles,
sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas
las invisibles son eternas" (2 Co 4, 17-18). El peso de la tribula-
ción es leve precisamente porque es momentáneo, el de la gloria
es sobre toda medida precisamente porque es eterno. Por eso el
mismo Apóstol puede decir: "Porque estimo que los sufrimientos
del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha
de manifestar en nosotros" (Rm 8, 18).
San Francisco de Asís, en el célebre "capítulo de las esteras",
hizo a sus frailes un discurso memorable sobre este tema: "Hijos
míos —dijo— grandes cosas hemos prometido a Dios, pero mu-
cho más grandes son las cosas que Dios nos ha prometido a no-
sotros. Breve es el placer del mundo, pero es eterna la pena que
le sigue. Pequeña es la pena de esta vida, pero la gloria de la otra
vida es infinita." Nuestro amigo el filósofo Kierkegaard expresá-
26

i s
Raniero Cantalamessa

ba, con un lenguaje más refinado, este mismo concepto del Po-
verello: "Sufrimos —decía— una sola vez, pero el triunfo es eter-
no. ¿Qué significa esto? ¿Que se triunfa también una sola vez?
Ciertamente. Sin embargo, hay una diferencia infinita: la sola vez
del sufrimiento es el instante, pero la sola vez del triunfo es la
eternidad; la sola vez del sufrimiento, una vez que ha pasado, no
es por tanto ninguna vez, e igualmente, pero en otro sentido, la
sola vez del triunfo, puesto que no ha pasado nunca; la sola vez
del sufrimiento es un pasaje o una transición; la sola vez del
triunfo es un triunfo que dura eternamente." 27

Me viene a la mente una imagen. Una muchedumbre de gen-


te heterogénea y ocupada: el que trabaja, el que ríe, el que llora,
el que va, el que viene y el que se queda apartado sin consuelo.
Llega jadeando, de lejos, un anciano y dice en el oído del prime-
ro que encuentra, una palabra, después la repite, siempre co-
rriendo, a otro. El que la ha escuchado, corre y se la repite a otro,
y éste a otro más. Y he aquí que se observa una cambio inespe-
rado: el que estaba en su rincón desconsolado se levanta y corre
a decirlo a los suyos a casa, el que corría se detiene y vuelve so-
bre sus pasos; los que peleaban, levantando los puños cerrados,
uno bajo la barbilla del otro, se arrojan los brazos al cuello llo-
rando. ¿Qué palabra ha producido semejante cambio? La palabra
"eternidad".
La humanidad entera es esa muchedumbre y la palabra que
debe desparramarse en medio de ella, como una antorcha ardien-
te, como la señal luminosa que los centinelas se transmitían an-
tes desde una torre a la otra, es precisamente la palabra "eterni-
dad". La Iglesia debe ser ese anciano mensajero. Ella hace reso-
nar en los oídos de la gente y proclamar sobre los techos de la
ciudad esa palabra. Sería terrible si también ella perdiera la me-
dida-, sería como si la sal perdiera el gusto. ¿Quién sería, enton-
ces, el encargado de preservar la vida, de la corrupción y de la
vanidad? ¿Quién tendrá la valentía de repetir una vez más a los

2
6 San Francisco de Asís, Florecillas, cap. XVIII (Fonti Francescane, n. 1848).
2 7
Kierkegaard, S., Discursos cristianos, II, 1, Turín, 1963, p. 109.

103
Jesucristo, el Santo de Dios

hombres de hoy ese versículo lleno de sabiduría cristiana?: "To-


do, salvo lo eterno, es vano al mundo." Todo, salvo lo eterno y
lo que, de alguna manera, conduce a ello.
Filósofos, poetas, todos pueden hablar de eternidad y de infi-
nito, pero sólo la Iglesia —como custodio del misterio del hom-
bre-Dios— puede hacer de esta palabra algo más que un vago
sentimiento de "nostalgia del totalmente otro". Existe también es-
te peligro. Que "se arrastre la eternidad en el tiempo como es-
pectáculo para la fantasía". "Representada de esta manera, la eter-
nidad ejercita una suerte de fascinación; no se sabe bien si es
sueño o realidad; la eternidad mira en el tiempo con ojos melan-
cólicos, pensativos, soñadores." El Evangelio impide que se va-
28

cíe así la eternidad, llevando inmediatamente el discurso sobre la


acción: "¿Qué debo hacer para tener la vida eterna?" (Le 18, 18).
La eternidad se vuelve la gran tarea de la vida, la razón por la
que uno debe comprometerse día y noche.

5. Nostalgia de eternidad

D ecía que la eternidad no es, para los creyentes, sólo


una "nostalgia del totalmente otro". Y sin embargo, es también
esto. No estoy diciendo que creo en la preexistencia de las almas
y por tanto, que hemos caído en el tiempo, después de haber vi-
vido primero en la eternidad y gustado de ella, como creían Pla-
tón y Orígenes. Hablo de nostalgia en el sentido de que hemos
sido creados para la eternidad, y llevamos dentro del corazón el
natural deseo de ella; es por esto que nuestro corazón se pone
inquieto e insatisfecho hasta que no podamos descansar en ella.
Lo que decía Agustín acerca de la felicidad, lo podemos decir
también de la eternidad: "¿Dónde he conocido la eternidad para
acordarme de ella y desearla?" 29

2 8
Kierkegaard, S., El concepto de la angustia, 4, en Obras, p. 192.
2 9
Cf. San Agustín, Confesiones, X, 21.

104
Raniero Cantalamessa

¿A qué puede verse reducido el hombre, si se le quita la eter-


nidad del corazón y de la mente? Se lo desnaturaliza, en el sen-
tido fuerte del término, si es verdad, como dice la misma filoso-
fía, que el hombre es "un ser finito capaz de infinito". Si se nie-
ga lo eterno en el hombre, entonces se debe exclamar ensegui-
da, como hizo Macbeth después de haber matado al rey: "Ya no
hay nada serio en la vida mortal, todo es juego; la gloria y el ho-
nor han muerto; el vino de la vida se ha derramado." 30

Mas creo que se puede hablar de nostalgia y de eternidad tam-


bién en un sentido más simple y concreto. Tal vez no haya un
sólo hombre o mujer que, al pensar en sus años juveniles, no re-
cuerde un momento, o una circunstancia en los que se ha senti-
do como asomado al umbral de la eternidad, la ha entrevisto,
aunque después no pueda explicar ese momento. Recuerdo uno
de esos momentos en mi vida. Era yo un muchacho. Era verano
y, acalorado, me tendí en la hierba con la cara hacia arriba. Mi
mirada quedó atraída por el cielo azul, atravesado, de tanto en
tanto, por una ligera nube muy blanca. Yo pensaba: "¿Qué habrá
más allá de ese gran azul? ¿Y más arriba? ¿Y más allá?" Y así, en
oleadas sucesivas, mi mente se elevaba hacia el infinito y se per-
día, como el que, al mirar el sol, queda deslumhrado y ya no ve
nada. Lo infinito del espacio reclamaba la infinitud del tiempo.
"¿Qué significa —me preguntaba— la eternidad? ¡Siempre, nunca,
siempre, nunca! Mil años, y no es sino el comienzo, millones de
años y no es más que el comienzo." De nuevo se perdía mi men-
te, pero era una linda sensación, que me hacía crecer. Entendí en-
tonces lo que escribiera el poeta Leopardi en Lo infinito : "Y el
naufragar me es dulce en este mar." Intuía lo que el poeta que-
ría decir cuando hablaba de "interminables espacios y sobrehu-
manos silencios" que se asoman a la mente. Tanto que ahora po-
dría decirles a los jóvenes: "Deteneos, extendeos si es necesario
vosotros también sobre la hierba, y mirad una vez, con calma, el
cielo. No busquéis el escalofrío de lo infinito en otra parte, en la

3 0
Shakespeare, W., Macbeth, act. II, sec. 3, citado por Kierkegaard en El con-
cepto de la angustia, 4, en Obras, p. 188.

105
. Jesucristo, el Santo de Dios

droga, donde sólo encontraréis engaño y muerte. Existe otra ma-


nera, muy distinta, de salir del límite y experimentar la emoción
genuina de la eternidad. Buscad lo infinito en lo alto, no abajo;
sobre vosotros, no debajo de vosotros."
Sé qué es lo que nos impide, la mayoría de las veces, hablar
así, cuál es la duda que quita a los creyentes la franqueza. El pe-
so de la eternidad —dice entre sí— podrá ser desmedido y ma-
yor que la tribulación; mas nosotros llevamos nuestras cruces en
el tiempo, no en la eternidad, nuestras fuerzas son las del tiem-
po, no las de la eternidad; caminamos en la fe, no en la visión,
como dice el Apóstol (2 Co 5, 7). En el fondo, sólo tenemos pa-
ra oponer a la atracción de las cosas visibles, la esperanza de las
cosas invisibles; solo podemos oponerle al gozo inmediato de las
cosas de esta vida, la promesa de la felicidad eterna. "Queremos
ser felices en esta carne. ¡Es tan dulce esta vida!", decía ya la gen-
te del tiempo de san Agustín.
Pero es precisamente éste el error que nosotros, los creyentes,
debemos desmitificar. No es para nada cierto que la eternidad es
en esta vida sólo una promesa y una esperanza. ¡Es también una
presencia y una experiencia! Éste es el momento de recordar lo
que hemos aprendido del dogma cristológico. En Cristo "la vida
eterna que estaba junto al Padre se hizo visible". "Nosotros —di-
ce Juan— la hemos oído, visto con nuestros propios ojos, la he-
mos contemplado, tocado" (cf. 1 Jn 1, 1-3). Con Cristo, el Verbo
encarnado, la eternidad ha irrumpido en el tiempo y nosotros po-
demos experimentarla cada vez que creemos, porque el que cree
"posee ya la vida eterna" (cf. 1 Jn 5, 13). Cada vez que, en la eu-
caristía, recibimos el cuerpo de Cristo; cada vez que escuchamos,
por parte de Jesús, las "palabras de vida eterna" (cf. Jn 6, 68). Es
una experiencia provisoria, imperfecta, pero verdadera y suficien-
te para darnos la certeza de que la eternidad existe verdadera-
mente, que el tiempo no es todo.
La presencia, a modo de primicias, de la eternidad en la Igle-
sia y en cada uno de nosotros tiene un nombre propio: se llama
Espíritu Santo. Él es definido como "anticipo de eternidad" (cf. Ef

106
Raniero Cantalamessa

1, 14; 2 Co 5, 5), y nos ha sido dado para que, habiendo recibi-


do las primicias, anhelemos la plenitud. "Cristo —escribe san
Agustín— nos ha dado en arras al Espíritu Santo, con lo cual Él,
que de todos modos no podría engañarnos, ha querido asegurar-
nos el cumplimiento de su promesa, aunque ciertamente sin las
arras de todas maneras la habría mantenido. ¿Qué es lo que ha
prometido? Ha prometido la vida eterna de la que es arra el Es-
píritu que nos ha dado. La vida eterna es posesión del que ha lle-
gado a la morada; el arra es el consuelo del que aún está en via-
je. Es más correcto decir arra que prenda. Los dos términos pare-
cen similares, pero tienen una diferencia de significado no pe-
queña. Tanto con la prenda como con las arras se quiere garan-
tizar que se mantendrá lo que se ha prometido, pero mientras
que la prenda es devuelta cuando se cumple con lo que se ha-
bía prometido, las arras no se devuelven, sino que se agregan
cuando se completa lo debitado." Es por el Espíritu Santo que
31

gemimos interiormente, esperando entrar en la libertad de la glo-


ria de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 20-23). Él, que es "un espíritu
eterno" (cf. Hb 9, 14), es capaz de encender en nosotros la ver-
dadera nostalgia de la eternidad y hacer nuevamente que la pa-
labra eternidad sea una palabra viva y palpitante, que suscita go-
zo y no miedo.
El Espíritu atrae hacia lo alto. Él es la Ruah Javhé, el Soplo de
Dios. Ha sido inventado recientemente un método para reflotar
navios u objetos caídos en el fondo del mar. Consiste en insuflar,
por medio de cámaras especiales, aire que consigue despegar el
despojo del fondo del mar y poco a poco lo empuja hacia arri-
ba, haciéndolo más liviano que el agua. Nosotros, hombres de
hoy, somos como esos cuerpos caídos hasta el fondo del mar.
Nos hemos hundido en la temporalidad y en la mundanería. Nos
hemos secularizado. El Espíritu Santo ha sido efundido en la Igle-
sia por un motivo similar al descripto: para elevarnos del fondo,
hacia lo alto, cada vez más alto, hasta llevarnos a contemplar el
cielo infinito y exclamar, llenos de gozosa esperanza: "¡Eternidad,
eternidad!"

3 1
San Agustín, Sermo 378, 1 (PL 39, 1673).

107
EL CONOCIMIENTO SUBLIME DE CRISTO
Jesucristo, una persona

CAPÍTULO V
E l objetivo de estas reflexiones sobre la persona de Je-
sucristo —ya lo dije al principio— es el de preparar el terreno pa-
ra una nueva oleada de evangelización, en ocasión de cumplirse
el segundo milenio de la venida de Cristo a la Tierra. Mas, ¿ cuál
es el objetivo primario de toda evangelización y de toda catcque-
sis? ¿Tal vez el de enseñar a los hombres cierta cantidad de ver-
dades eternas, o de transmitir a la generación venidera los valo-
res cristianos? No; es llevar a los hombres a que se encuentren
personalmente con Jesucristo, el único Salvador, haciéndolos dis-
cípulos suyos. El gran mandato de Cristo a los Apóstoles resuena:
"Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28, 19).

1. El encuentro personal c o n Cristo

Juan, al principio de su Evangelio, nos dice cómo nos


volvemos discípulos de Cristo, contándonos su experiencia, es
decir, cómo él mismo se volvió discípulo de Jesús. Vale la pena
releer este pasaje que es uno de los primeros y más emotivos
ejemplos de lo que hoy llamamos rendir un testimonio personal:
"Al día siguiente Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus
discúpulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: 'He ahí el Cor-
dero de Dios.' Los dos discípulos lo oyeron hablar así y siguieron
a Jesús. Jesús se volvió y al ver que lo seguían les dice: '¿Qué bus-
cáis?' Ellos le respondieron: 'Rabbí —que quiere decir Maestro—
¿dónde vives?' Les respondió: 'Venid y lo veréis.' Fueron, pues,
vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día. Era más o me-
nos la hora décima" (Jn 1, 35-39).
Nada hay abstracto o escolástico en este modo de volverse
discípulo de Jesús. Es un encuentro entre personas, es el estable-
cerse de una relación, amistad y familiaridad, destinadas a durar
toda una vida, mejor dicho, toda una eternidad. Jesús se vuelve,
y al darse cuenta de que le siguen, se detiene e inquiere: "¿Qué
buscáis?" Le contestan: "Rabbí, maestro, ¿dónde vives?" Y así, ca-

111
Jesucristo, el Santo de Dios

si sin darse cuenta, lo han proclamado su maestro, y han decidi-


do que serán sus discípulos. Jesús no les da libros para estudiar
o preceptos para aprender de memoria, sino que les dice simple-
mente: "Venid y lo veréis." Los invita a quedarse con Él. Fueron
y se quedaron con Él.
Y he aquí cómo por un encuentro personal nacen enseguida
otros encuentros personales, y el que ha conocido a Jesús lo ha-
ce conocer a otros. Uno de los nuevos discípulos era el que es-
cribe, Juan, y el otro era Andrés. Andrés le dice a su hermano Si-
món: "Hemos encontrado al Mesías" y lo lleva donde está Jesús
que, fijando su mirada en él le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de
Juan; te llamarás Cefas" (Jn 1, 42). Así fue como nació a la fe el
mismo jefe de los Apóstoles: por el testimonio de alguien. El mis-
mo día, después de la escena narrada, Jesús dice a Felipe: ¡Sigúe-
me! Felipe encuentra a Natanael y le dice: "He encontrado a
aquel, del que escribió Moisés en la Ley", y a sus objeciones con-
testa repitiendo las palabras de Jesús: "Ven y lo verás" (cf. Jn 1,
46).
Si el cristianismo —como se ha dicho muchas veces, y con ra-
zón— no es una doctrina sino una persona, Jesucristo, se infiere
que el anuncio de esta persona y la relación con ella es lo más
importante, el principio de toda verdadera evangelización y la
condición misma de su posibilidad. Alterar este orden y poner las
doctrinas y las obligaciones del Evangelio antes que el descubri-
miento de Jesús, sería como poner, en un tren, los vagones de-
lante de la locomotora que debe arrastrarlos. La persona de Jesús
es lo que abre el camino del corazón a la aceptación de todo lo
demás. El que ha conocido una vez al Jesús viviente ya no nece-
sita ser empujado; Él mismo es el que arde en deseos de cono-
cer su pensamiento, su voluntad, su Palabra. No es por la autori-
dad de la Iglesia que se acepta a Jesús, sino sobre la autoridad
de Jesús que se acepta y se ama a la Iglesia. La primera cosa que
debe hacer, por tanto, la Iglesia, no es la de presentarse a sí mis-
ma a los hombres, sino la de presentar a Jesucristo.
Respecto de esto, existe un serio problema pastoral. Se denun-

112
Raniero Cantalamessa

cia en varias partes y con preocupación el éxodo de numerosos


fieles católicos hacia otras confesiones cristianas, en general pro-
testantes. Si se observa de más cerca el fenómeno, se nota, en ge-
neral, que estos fieles son atraídos por una predicación más sim-
ple e inmediata que se basa toda ella sobre la aceptación de Je-
sús como Señor y Salvador de nuestra propia vida. Generalmen-
te no se trata de las mayores Iglesias protestantes, sino de peque-
ñas Iglesias nacientes y a veces, directamente de grupos o sectas,
que apuntan a la segunda conversión. La fascinación que ejerce
este tipo de predicación es notable y no se puede decir que sea
siempre una atracción superficial y efímera, porque muchas ve-
ces cambia la vida de las personas.
Las Iglesias de fuerte tradición dogmática y teológica y con un
gran despliegue legislativo se encuentran a menudo en desventa-
ja por su misma riqueza y complejidad doctrinaria, frente a una
sociedad que ha perdido, en gran parte, su propia fe cristiana y
que, por tanto, necesita* empezar desde el principio, es decir, des-
de el redescubrimiento de Jesucristo. Es como si faltase aún el ins-
trumento adecuado para esta nueva situación, vigente en distintos
países cristianos. Estamos mejor preparados, por nuestro pasado,
para hacer de pastores, que para hacer de pescadores de hombres;
es decir, nos resulta más fácil pacer las personas que han queda-
do fieles a la Iglesia, que no llevar a ella nuevas personas o vol-
ver a pescar a las que se han alejado de ella. Esto demuestra la
gran necesidad que tenemos de una evangelización que a pesar
de ser católica, es decir abierta a toda la realización de la verdad
y de la vida cristiana, sea también simple y esencial, lo que se
consigue haciendo de Cristo Jesús el punto inicial y focal de to-
do, aquel del cual siempre se parte y al que siempre se vuelve.
Esta insistencia sobre la importancia de un encuentro personal
con Jesucristo no es señal de subjetivismo o de sentimentalismo,
sino que es la traducción, en el plano espiritual y pastoral, de un
dogma central de nuestra fe: que Jesucristo es "una persona". En
esta meditación, me gustaría mostrar cómo el dogma que procla-
ma a Cristo "una persona" no es solamente un enunciado meta-

113
Jesucristo, el Santo de Dios

físico que ya no interesa a nadie, o a lo sumo a algún teólogo, si-


no que, por el contrario, es el fundamento mismo del anuncio
cristiano y el secreto de su fuerza. Efectivamente, el único modo
de conocer una persona viviente es la de entrar en una relación
viviente con ella.
La Iglesia, en los concilios, ha encerrado lo esencial de su fe
en Jesucristo en tres afirmaciones: Jesucristo es verdadero hom-
bre; Jesucristo es verdadero Dios; Jesucristo es una sola persona.
Se trata de una especie de triángulo dogmático, del que la huma-
nidad y la divinidad representan los dos lados y la unidad de per-
sona el vértice. Esto es real también históricamente. En el princi-
pio, en la lucha contra la herejía gnóstica, ha sido asegurada la
humanidad de Cristo. Seguidamente, en el siglo IV, en la lucha
contra el arrianismo, se aseguró su divinidad. Y finalmente, en las
controversias cristológicas del siglo V, la unidad de su persona.
Después de haber meditado en los capítulos anteriores acerca
de Jesús verdadero hombre y sobre Jesús verdadero Dios, quere-
mos reflexionar ahora sobre Jesús "persona". "Enseñamos —dice
el concilio de Calcedonia— que Jesús debe ser reconocido como
una persona, o una hipóstasis, no separado y dividido en dos
personas, sino único e idéntico Hijo unigénito, Verbo y Señor
nuestro, Jesucristo." 1

Se conoce la importancia central de esta verdad que habla de


unión hipostática o personal entre el hombre y Dios en Cristo. Es-
to es el "nudo" que mantiene unidas a la Trinidad y a la cristolo-
gía. Cristo es una persona y esta persona no es otra que el Ver-
bo, la segunda persona de la Trinidad que, encarnándose en Ma-
ría, ha empezado a existir también como hombre en el tiempo.
Divinidad y humanidad, además de como dos naturalezas, apare-
cen bajo esta luz, dos fases o dos modos de existir de una mis-
ma persona: antes fuera del tiempo, luego en el tiempo; primero
sin carne, luego en la carne. Es la intuición la que hace depen-
der, de la manera más estrecha posible, nuestra salvación de la

1
Denzinger-Schónmetzer, 302.

114
Raniero Cantalamessa

iniciativa gratuita de Dios; la que refleja mejor, desde su raíz mis-


ma, la naturaleza más profunda de la religión cristiana, que es la
de ser la religión de la gracia, del don, más que de la conquista
y de las obras; del descendimiento de Dios, más que de la ascen-
ción hacia Dios. "Nadie —dice Jesús en el Evangelio de Juan—
ha subido al Cielo sino el que bajó del Cielo, el Hijo del hombre"
(Jn 3, 13), y esto significa que no se puede subir hasta Dios, si
no es Dios mismo el que desciende antes en medio de nosotros;
que ninguna cristología que parta radicalmente desde abajo (des-
de Jesús persona humana) podrá luego "subir al Cielo", es decir
elevarse hasta alcanzar la fe en la divinidad y en la preexistencia
de Cristo. Y esto es lo que la experiencia reciente ha demostra-
do nuevamente.

2. "Para que y o pueda conocerlo..."

ero no es esto lo que deseo poner de relieve. Incluso


este dogma de la única persona de Cristo es una estructura abier-
ta, es decir, capaz de hablarnos actualmente, de responder a las
nuevas necesidades de la fe, que no son las mismas que las del
siglo V. Hoy nadie niega que Cristo sea una persona. Si bien exis-
ten los que niegan que sea una persona divina, como hemos vis-
to, y prefieren decir que es una persona humana. Pero la unidad
de la persona de Cristo nadie la pone en duda. Por lo tanto, no
es sobre esta vertiente tradicional que debe buscarse la actuali-
dad de nuestro dogma.
Sobre el plano de la vida vivida, la cosa más importante hoy
en día, en el dogma de Cristo una persona, no es tanto el adjeti-
vo una, sino el sustantivo persona. Descubrir y proclamar que Je-
sucristo no es una idea o un problema histórico y tampoco sola-
mente un personaje, sino una persona, y una persona viviente.
Esto es de lo que hoy carecemos y de lo que más necesidad te-
nemos, para que el cristianismo no se convierta en ideología o
simplemente en teología.

115
Jesucristo, el Santo de Dios

También esta verdad forma parte de ese castillo de hadas que


es la terminología dogmática de la Iglesia antigua, en el que duer-
men, en un profundo sueño, los príncipes y las princesas más
hermosas y que sólo con despertarlos se pondrán de pie mos-
trando toda su gloria. Según el programa que nos hemos pro-
puesto —el de revitalizar el dogma, a partir de su base bíblica—
nos dirigimos ahora a la Palabra de Dios. Y como de lo que se
trata aquí es de hacerle posible al hombre de hoy, un encuentro
personal con el Cristo resucitado, comienzo desde la página del
Nuevo Testamento en la que se habla del más célebre "encuen-
tro personal" con el Resucitado que haya nunca ocurrido sobre la
Tierra: el del apóstol Pablo. "Saulo, Saulo... ¿Quién eres, Señor?
¡Yo soy Jesús!" Así ocurrió este encuentro, del que han brotado
tantas bendiciones para la Iglesia naciente (cf. Hch 9, 4-5).
Pero escuchemos cómo él mismo describe este encuentro que
dividió en dos partes su vida: "Pero lo que era para mi ganancia
(ser circunciso, de la estirpe de Israel, fariseo, intachable), lo he
juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que to-
do es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Je-
sús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por ba-
sura para ganar a Cristo, y ser hallado en Él, no con la justicia
mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cris-
to, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerlo a
Él..." (Flp 3, 7-10).
Evoco nuevamente aquí el momento en el que este texto se
convirtió en "realidad activa" para mí, porque la Palabra de Dios
no se conoce en toda su profundidad, verdaderamente, más que
por sus frutos, o sea, por lo que ha producido alguna vez en tu
vida, o en la vida de otros.
Estudiando la cristología, yo había hecho varias averiguacio-
nes acerca del origen del concepto de persona en teología, sobre
sus definiciones, y sus distintas interpretaciones. Había conocido
las interminables discusiones acerca de la única persona o hipós-
tasis de Cristo en el período bizantino, los adelantos modernos
sobre la dimensión psicológica de la persona, con el consiguien-

116
Raniero Cantalamessa

te problema del yo de Cristo... En un sentido, conocía todo so-


bre la persona de Cristo. Pero, de pronto, he aquí que me llega
el descubrimiento desconcertante: sí, yo conocía todo sobre la
persona de Jesús, ¡pero no conocía a Jesús en persona! Conocía
la noción de persona, más que a la persona misma.
Fue precisamente esa palabra de Pablo la que me ayudó a
comprender la diferencia. Fue sobre todo la frase: "y conocerle a
Él..." y en particular, ese pronombre "Él" fue el que me llamó la
atención. Me parecía que contenía sobre Jesús más cosas que tra-
tados enteros de cristología. "Él" quiere decir Jesucristo, mi Señor,
"en carne y hueso". Me di cuenta de que yo conocía libros sobre
Jesús, doctrinas, herejías sobre Él, conceptos sobre Jesús, pero no
lo conocía como persona viviente, concreta. Por lo menos, no lo
conocía cuando me acercaba a Él a través del estudio de la his-
toria y de la teología. Hasta entonces, yo había tenido un cono-
cimiento impersonal de la persona en Cristo. Una contradicción y
una paradoja, mas, ¡ay!, harto frecuente.
¿Por qué impersonal? Porque este conocimiento nos deja neu-
trales frente a la persona de Cristo, mientras que el conocimien-
to que de Él tenía Pablo hacía que considerase todo lo demás co-
mo pérdida, basura, y le ponía en el corazón un anhelo irresisti-
ble de llegar a Cristo, de desligarse de todo, incluso de su cuer-
po, para estar con Él. La persona es una realidad única. A dife-
rencia de toda otra cosa creada, la persona sólo puede conocer-
se "en persona", es decir, estableciendo una relación directa con
ella, de modo que cese de ser una persona en general, y se con-
vierta en un Él, o mejor, en un Tú.
Desde este punto de vista, el conocimiento de la persona de
Cristo difiere, incluso, del conocimiento de su humanidad y divi-
nidad, es decir de las naturalezas de Cristo. Estas últimas, siendo
objetos y partes del todo, se pueden objetivar y estudiar. Pero la
persona no. La persona es un sujeto viviente y es un todo. Por
tanto, no puede ser enteramente captado si no se conserva como
tal, es decir, íntegro, y entrando en relación con Él. Reflexionan-
do sobre el concepto de persona en Dios, san Agustín, con toda

117
Jesucristo, el Santo de Dios

la teología latina en pos de él, llega a la conclusión de que per-


sona significa "relación". El pensamiento moderno, incluso profa-
no, ha confirmado esta intuición. "La verdadera personalidad
consiste en recuperarse a sí mismo sumergiéndose en el otro"
(Hegel). La persona es persona en el acto en que se abre a un tú
y en este encuentro adquiere conocimiento de sí mismo. Ser per-
sona es un estar-en-relación. Esto es válido en forma sobresalien-
te con las personas divinas de la Trinidad, que son puras relacio-
nes, si bien subsistentes; pero, de modo distinto, también es vá-
lido para toda persona, ya sea la nuestra, como la de Cristo. La
persona, por tanto, no se conoce en su realidad, sino cuando se
entra en relación con ella. Éste es el motivo por el cual no se
puede conocer a Jesús como persona, si no se inicia una relación
personal, de yo a tú, con Él. En otras palabras, reconociéndolo
como nuestro Señor.
Entrar en una relación personal con Jesús, no es entrar en re-
lación con una persona cualquiera. Para ser una verdadera rela-
ción, tiene que llevarnos a reconocer y a aceptar a Jesús por lo
que es, es decir, Señor. El Apóstol, en el texto que recordamos,
habla de un "superior", "eminente", y también "sublime" (hypere-
chon) conocimiento de Cristo, distinto de todos los otros; distin-
to también del conocer a Jesús "según la carne", hoy diríamos se-
gún la historia, de modo exterior y científico. Y dice también en
qué consiste este conocimiento superior: en reconocer a Cristo
como al Señor nuestro "...frente al sublime conocimiento de Cris-
to Jesús, mi Señor". El conocimiento sublime de Cristo, su cono-
cimiento "personal", consiste por lo tanto, en esto: que yo reco-
nozca a Jesús como Señor mío. Es lo mismo que decir: como mi
centro, mi significado, mi razón dé ser, mi supremo bien, el ob-
jeto de mi vida, mi gozo, mi gloria, mi ley, mi jefe, mi Salvador,
Aquel al que pertenezco.
Por esto se ve cómo es posible leer —e incluso escribir— li-
bros y libros sobre Cristo Jesús y sin embargo no conocer, en rea-
lidad, a Jesucristo. El conocimiento de Jesús es muy especial. Se
parece al conocimiento de nuestra propia madre. ¿Quién conoce

118
Raniero Cantalamessa

verdaderametne a su propia madre? ¿Quien ha leído libros sobre


la maternidad, o ha estudiado la idea de madre a través de las
distintas culturas y religiones? ¡Seguramente no! Conoce a su ma-
dre el hijo que un día, al salir de la infancia, conoce que se ha
formado en su seno y que ha venido al mundo a través de sus
dolores de parto; toma conciencia de la unión tan particular y
única que existe entre ella y él. Se trata en muchos casos de una
revelación y de una especie de iniciación al misterio de la vida.
Así ocurre con Jesús. Conoce a Jesús por lo que Él verdadera-
mente es, —de un modo intrínseco, no extrínseco— quien un
día, por medio de revelación, no ya por la carne y la sangre, co-
mo en el caso de la madre, sino del Padre celestial, descubre que
ha nacido de Él, de su muerte, y que existe, espiritualmente, por
Él. Lo conoce quien al leer a Isaías, el famoso poema del siervo
sufriente, percibe toda la fuerza misteriosa de esa relación "noso-
tros-Él", sobre la que todo el canto se sostiene:
Él ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas.
Él soportó el castigo que nos trae la paz,
y con sus cardenales hemos sido curados...
Y Yahveh descargó sobre Él
la culpa de todos nosotros
Isaías 53, 5-6

3. La fe termina e n las cosas

R^evitalizar el dogma que habla de Jesús como de una


persona significa pasar de la consideración de la esencia de la
persona a la de su existencia, es decir, darse cuenta de que Jesús
resucitado es una persona que existe, que está frente a mí, que
me llama por mi nombre, como lo llamó a Saulo. Debemos rea-
lizar, también en el ámbito de la fe, el programa, caro al filósofo
Husserl y a toda la fenomenología, de "ir a las cosas"; de superar
los conceptos, las palabras, las enunciaciones de fe, para alcan-

119
Jesucristo, el Santo de Dios

zar las realidades de la fe tal como son. En este caso, la realidad


de fe que es Cristo Jesús resucitado y viviente. "La fe no termina
en los enunciados, sino en las cosas", ha dicho santo Tomás. No 2

debemos limitarnos a creer en la fórmula una persona-, debemos


alcanzar la persona misma y, en cierto sentido, tocarla.
Existe un conocimiento que es experiencia, o sea un gustar y
tocar. De este conocimiento habla san Pablo cuando dice: "Para
que yo pueda conocerlo..." Aquí conocer está claro que signifi-
ca, según el lenguaje bíblico, poseer. No conocer por medio de
conceptos, sino de modo directo e inmediato. Al hablar del Re-
sucitado, dice san Agustín: "Si uno no puede tocarlo cuando es-
tá sobre la Tierra ¿quién de entre los mortales podrá tocarlo sen-
tado en el Cielo? Y bien, ese tocar (cf. Jn 20, 17) representa la fe.
Toca a Cristo quien cree en Cristo." Sucede en el conocimiento
3

de la fe que, a veces, en un instante, nuestro espíritu "se encan-


dila con el esplendor de la verdad como con un rayo" y enton-
ces se establece "una especie de contacto espiritual (quídam spi-
ritalis contactus) con la realidad creída". 4

No se trata de algo alejado de ti, no está ni en el Cielo, ni más


allá del mar, sino en tu mismo corazón y tal vez sea sólo necesa-
rio reconocerlo. ¿No ha habido un momento en tu vida en el que
Cristo se haya presentado a tu mirada interior en toda su majes-
tad, dulzura y belleza, y en el que también tú te has sentido "con-
quistado por Cristo" (Flp 3, 12), cómo el Apóstol? ¿Un instante, tal
vez breve, en que el misterio de Jesús y de su Cuerpo Místico te
ha de tal modo fascinado que incluso hubieras preferido "desa-
tarte para estar con Cristo" y conocerlo realmente como es? ¿Un
sólo instante —tal vez, en tus años juveniles— en que por un mo-
mento se te ha manifestado claramente la verdad de todo lo que
concierne a Cristo, hasta el punto de que habrías podido resistir
por ella al mundo entero? ¿La verdad de las profesías, la verdad
de los evangelios, la verdad de todo lo que se refiere a Cristo? En

2
Santo Tomás de Aquino, Summa Theol. II, Ilae, q. 1 a. 2, ad 2.
3
San Agustín, Sermo 243, 1-2 (PL 38, 1144).
4
San Agustín, Sermo 52, 6, 16 (PL 38, 360).

120
Raniero Cantalamessa

efecto, ése era el sublime conocimiento de Cristo, obrado en ti


por el Espíritu Santo.
La fe termina así verdaderamente en la cosa. Oriente y Occi-
dente concuerdan en atestiguar este tipo de conocimiento que al-
canza a la realidad última. "Nuestro conocimiento de las cosas —
dice Cabasilas— es doble: el que se puede adquirir escuchando
y el que se adquiere por experiencia directa. De la primera ma-
nera, no tocamos la cosa, pero la vemos en las palabras como en
una imagen, y tampoco en una imagen exacta de su forma. Efec-
tivamente, entre las cosas existentes, no es posible encontrar una
similar en todo a otra, y que, al ser usada como modelo, sea su-
ficiente para el conocimiento de la primera. En cambio, conocer
por experiencia, significa alcanzar la cosa misma: aquí, por tan-
to, la forma se imprime en el alma y suscita el deseo como un
vestigio proporcional a su belleza. Pero cuando estamos privados
de la idea misma del objeto y recibimos de éste una imagen dé-
bil y oscura extraída de su relación con los otros objetos, nuestro
deseo se iguala a esta imagen, y por tanto, no la amamos como
es digno de ser amado y no sentimos por él esos sentimientos
que podría suscitar, porque no hemos gustado su verdadera for-
ma. Así como las formas distintas de las distintas esencias impri-
miéndose en el alma la configuran de forma distinta, así sucede
también con el amor. Por tanto, cuando el amor del Salvador en
nosotros no deja vislumbrar nada extraordinario y más allá de la
naturaleza, es señal de que hemos encontrado solamente unas
voces que hablan de Él; ¿si no, cómo es posible conocer bien por
este medio a Aquel que no tiene parangón, que no tiene nada en
común con otros, que no es similar a nada, y que a nada puede
compararse? ¿Cómo aprehender la belleza y amarlo de modo dig-
no de su belleza? A los que les fue dado un ardor tal, que han si-
do llevados fuera de sí mismos e inducidos a desear y a cumplir
obras mayores de las que los hombres pueden concebir, fueron
heridos directamente por el Esposo, Él fue el que infundió un ra-
yo de su belleza en sus ojos: el tamaño de la herida indica la fle-
cha, el ardor revela a quien hirió." 5

5
Cabasilas, NL, Vida en Cristo II, 8 (PG 150, 552 y ss.).

121
Jesucristo, el Santo de Dios

Cuando el amor del Salvador no deja surgir en nosotros nada


extraordinario, es señal de que hemos encontrado solamente las
voces que hablan de Él. ¡No a Él! Si el anuncio que hacemos de
Cristo no sacude, si es débil y repetitivo, es señal de que hasta
ahora sólo hemos conocido las voces que hablan de Él. No a Él.
Pero, ¿cómo devolver a nuestra fe agostada por las fórmulas
este realismo que fue la fuente de su fuerza en los Padres y en
los santos? Las fórmulas, los conceptos, las palabras, han tomado
tal importancia que muchas veces se han transformado en un tre-
mendo aislante que recubre la realidad y le impide que nos
transmita su electricidad. Así como en la eucaristía, los signos vi-
sibles —el pan y el vino— se vacían por sí mismos, se hacen, por
así decir, a un costado, y se reducen a meros signos, para hacer
lugar a la realidad del Cuerpo y Sangre de Cristo que deben trans-
mitir, así, al hablar de Dios, las palabras deben ser signos humil-
des, ocupados en transmitir las realidades y las verdades vivien-
tes que encierran y luego hacerse a un lado. Sólo así las palabras
de Cristo pueden revelarse por lo que son, es decir "Espíritu y vi-
da" (cf. Jn 6, 63).
Debemos —decía— pasar de la atención a la esencia de la
persona, a la atención a la existencia de la persona de Cristo.
Veamos cómo un filósofo de nuestro tiempo describe lo que pro-
duce el descubrimiento imprevisto de la existencia de las cosas:
"Yo estaba —escribe— en un parque. La raíz del castaño se hun-
día en la Tierra, justo debajo de mi banco. Ya no recordaba que
era una raíz. Las palabras habían desaparecido, y con ellas, el sig-
nificado de las cosas, sus modos de uso, los tenues signos de re-
conocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie.
Yo estaba sentado, un poco inclinado, con la cabeza gacha, solo,
frente a esa masa negra y nudosa y muy fea, que me daba mie-
do. Y luego tuve ese relámpago de iluminación. Quedé sin alien-
to. Nunca, antes de estos últimos días, había presentido lo que
significa existir. Yo era como los otros, como los que pasean a la
orilla del mar en sus trajes primaverales. Decía como ellos: 'El
mar es verde; ese puntito allá arriba es una gaviota', pero no sen-

122
Raniero Cantalamessa

tía que eso existía, que la gaviota era una gaviota-existente, ge-
neralmente la existencia se esconde. Está allí, a nuestro alrede-
dor, no se pueden pronunciar dos palabras sin hablar de ella y,
finalmente, no se la toca. Cuando creía que estaba pensando en
ella, evidentemente no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía, o
solamente una palabra en la cabeza, la palabra ser... Y luego, de
pronto, allí estaba, claro como el día: la existencia se había reve-
lado de improviso." 6

Para conocer a Cristo en persona, a Él, en carne y hueso, ha-


ce falta pasar por una experiencia similar.
Debemos darnos cuenta de que Él existe. Esto es posible no
sólo respecto de una raíz de castaño, es decir, de algo que se ve
y que se toca, sino por la fe, también de las cosas que no se ven
y por Dios mismo. Así fue como una noche el creyente B. Pascal
descubrió al Dios viviente de Abraham y conservó ese recuerdo
en breves y encendidas frases exclamativas: "Dios de Abraham,
Dios de Isaac, Dios de Jacob. No de los filósofos y de los sabios.
No se encuentra más que por los caminos del Evangelio. Certe-
za. Sentimiento. Gozo. Paz. Olvido del mundo y de todo, excep-
to de Dios." Esa noche, Dios se había vuelto para él una reali-
7

dad activa. Una persona que respira, como lo llama P. Claudel.

4. El nombre y el corazón de Jesús

¿Cómo es posible hacer una experiencia semejante? Des-


pués de haber buscado largamente y por todos los medios alcan-
zar el ser de las cosas y arrancar, por así decirlo, a las cosas su
misterio, una corriente de la filosofía existencial ha tenido que
rendirse y reconocer (acercándose así, sin saberlo, al concepto
cristiano de gracia) que el único modo para que esto pueda ocu-
rrir es que el ser mismo se revele y venga, por propia iniciativa,

6
Sartre, J. R, La náusea (Trad. ital. Milán 1984, pp. 193 y ss.).
7
Pascal, B., Memorial, en Pensamientos, Apend.

123
Jesucristo, el Santo de Dios

al encuentro del hombre. Y el lugar donde esto puede suceder


es en el lenguaje, que es una especie de casa del ser. Ahora, es-
to es verdadero ciertamente, si por ser entendemos al Ser (Dios,
o Cristo resucitado) y por lenguaje entendemos la Palabra o el
kerigma. Cristo resucitado en persona se nos revela y nosotros lo
podemos encontrar personalmente en su Palabra. Ésta es verda-
deramente su casa, de la que el Espíritu Santo abre la puerta al
que llama.
En el Apocalipsis Jesús se dirige a la Iglesia diciendo: "Yo soy
el Primero y el Último, y el Viviente. Yo estaba muerto, pero aho-
ra estoy vivo" (Ap 1, 18). Resuena también ahora, después que
ha muerto y resucitado, el "Yo Soy" de Cristo. Cuando Dios se
presenta a Moisés con estas palabras, su significado parecía ser:
"Yo estoy aquí", es decir, existo por vosotros; no soy uno de los
tantos dioses o ídolos de los pueblos que tienen boca pero no
hablan, tienen ojos pero no ven. ¡Yo existo verdaderamente! No
soy un Dios de razón, un Dios sólo pensando. Lo mismo ahora
dice Jesucristo.
¡Ojalá podamos alguna vez darnos cuenta de esto, hacer esta
experiencia como la hizo Pablo: "¿Quién eres, Señor? ¡Yo soy Je-
sús!" Entonces, nuestra fe sería distinta, se volvería contagiosa.
Nos sacaríamos las sandalias de los pies, como lo hizo Moisés ese
día, y diríamos como Job: "Yo te conocía sólo de oídas, mas aho-
ra te han visto mis ojos" (Job 42, 5). ¡También nosotros nos que-
daríamos sin aliento! Todo esto es posible. No es una exaltación
mística, sino que se basa sobre un dato objetivo que es la pro-
mesa de Cristo: "Dentro de poco, el mundo no me verá —decía
Jesús a sus discípulos en la Última Cena— pero vosotros sí me
veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis" ( J 14, 19).
n

Después de su resurrección y su ascensión al Cielo —porque es


a este tiempo que Jesús se refiere— los discípulos verán a Jesús
con una nueva visión, espiritual e interior, mediante la fe, pero
tan real que Jesús puede decir simplemente: "Vosotros me ve-
réis." Y la explicación de todo esto es que Él vive.
Hay un medio muy simple que puede ayudarnos en este es-

124
Raniero Cantalamessa

fuerzo para entrar en contacto con Jesús, y es evocar su nombre:


Jesús! Sabemos que el nombre es, para la Biblia, el representan-
te más directo de la persona y, de algún modo, la persona mis-
ma. Es una especie de puerta que nos permite entrar en el mis-
terio de la persona. No pertenece a la categoría de los demás tí-
tulos, de los conceptos, de las enunciaciones —como el título
mismo de persona— sino que es algo más y algo distinto. Los
otros son comunes a varios, mientras que el nombre es único.
Creer en el nombre de Jesús, rezar y sufrir por su nombre, signi-
fica, en el Nuevo Testamento, creer en la persona de Jesús, rezar
y sufrir con Él; ser bautizados "en el nombre de Jesús" significa
ser bautizados en Él, incorporados a Él.
Del Jesús que ascendió a los Cielos no nos han quedado reli-
quias ni vestigios sobre la Tierra; pero nos ha quedado su nom-
bre e innumerables son las almas que en todos los siglos, tanto
en Oriente como en Occidente han conocido por experiencia la
potencia encerrada en este nombre. Tampoco Israel ha conocido
imágenes o simulacros de Dios, pero en su lugar ha conocido el
nombre, como santo trámite para entrar en contacto con Él. Ha
conocido "la majestad del nombre del Señor su Dios" (Mi 5, 3).
Ahora la misma Majestad es compartida por su Hijo glorificado.
La Iglesia, siguiendo a san Bernardo, canta la dulzura, la sua-
vidad y la fuerza del nombre de Jesús (Iesu dulcís memoria...).
San Bernardino de Siena ha renovado su devoción y promovido
su fiesta, despertando, con este nombre, la fe adormecida de ciu-
dades enteras y pueblos. La espiritualidad ortodoxa ha hecho del
nombre de Jesús el vehículo privilegiado para llevar a Dios en el
corazón y para llegar a la pureza de corazón. Todos los que
aprenden, con sencillez, a pronunciar el nombre de Jesús, hacen
tarde o temprano, la experiencia de algo que va más allá de to-
da explicación. Entonces ellos empiezan a querer este nombre,
como si fuera un tesoro, a preferirlo a cualquier otro título de
Cristo que designe su naturaleza o función. No tienen tampoco
necesidad de decir: "Jesús de Nazaret", como lo llaman general-
mente los historiadores y estudiosos, porque a ellos les basta con

125
Jesucristo, el Santo de Dios

decir Jesús. Decir Jesús! significa llamarlo, establecer un contac-


to personal con Él, como ocurre cuando, en medio de una mul-
titud, se llama a una persona por su nombre y ella mira a su al-
rededor, buscando quién la ha llamado.
¡Cuántas cosas se expresan con el simple nombre de Jesús! Se-
gún la necesidad o la gracia particular del momento y del tono
con que se lo pronuncia, con esto se proclama que Jesús es el
Señor, es decir, se afirma a Jesús contra toda potencia del mal y
contra toda angustia; con Él se goza, se gime, se implora, se pi-
de, se da gracias al Padre, se adora, se intercede...
Otro medio para cultivar este conocimiento personal de Jesús,
junto con la devoción de su nombre, es la devoción a su cora-
zón. En el Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos,
cuando la inspiración se vuelve más fuerte y es más ansiado, en
el orante, el deseo de unirse a Dios, se recurre siempre a un sím-
bolo: el rostro. "De ti ha dicho mi corazón: 'Buscad su rostro.' Sí,
Yahveh, tu rostro busco: No me ocultes tu rostro" (Sal 26, 8-9);
"Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿cuándo llegaré a
contemplar el rostro dé Dios?" (Sal 41, 3). El rostro indica, en es-
te caso, la presencia de Yahveh; no sólo su aspecto, sino también,
en un sentido activo, su mirada, que se cruza con la de la cria-
tura y la reconforta, la ilumina, la consuela. Indica la persona mis-
ma de Dios, de tal modo que el término persona deriva precisa-
mente, por lo menos en parte, de este significado bíblico de ca-
ra, rostro (prosopon).
Respecto de Jesucristo, tenemos algo mucho más real a que
aferramos para entrar en contacto con su persona viviente: tene-
mos su corazón. El rostro era solamente un símbolo metafórico,
porque era bien sabido que Dios no tiene un rostro humano; pe-
ro el corazón es ahora, para nosotros, después de la encarnación,
un símbolo real —es decir, es símbolo y realidad al mismo tiem-
p o — porque sabemos que Cristo tiene un corazón humano; que
existe, dentro de la Trinidad, un corazón humano que late. Si
Cristo, ha resucitado de la muerte, también su corazón ha resuci-
tado de la muerte; éste vive, como todo el resto de su cuerpo, en

126
Raniero Cantalamessa

una dimensión distinta de la de antes —espiritual, no carnal—


pero vive. Si el Cordero vive en el Cielo "inmolado, pero de pie"
(cf. Ap 5, 6), también su corazón comparte el mismo estado; es
un corazón traspasado pero viviente; eternamente traspasado,
porque es eternamente viviente.
Tal vez sea ésta la certeza que faltaba (o que no se había ex-
presado con suficiente claridad) en el culto tradicional del Sagra-
do Corazón y que puede contribuir para remozar y revitalizar di-
cho culto. El Sagrado Corazón no es sólo el corazón que latía en
el pecho de Cristo cuando estaba sobre la Tierra y que fue tras-
pasado en la cruz y del cual sólo la fe y la devoción, o a lo su-
mo, la eucaristía pueden perpetuar su presencia entre nosotros.
No vive sólo en la devoción, sino en la realidad; no se coloca só-
lo en el pasado, sino también en el presente. La devoción al Sa-
grado Corazón no está unida exclusivamente a una espiritualidad
que privilegie al Jesús terrenal y al Crucificado, como ha sido por
muchos siglos la latina, sino que se abre igualmente al misterio
de la resurrección y del señorío de Cristo. Cada vez que pense-
mos en este corazón, que lo sintamos, por así decir, latir sobre
nosotros, en el centro del cuerpo místico, entramos en contacto
con la persona viviente de Jesús.
La devoción al Sagrado Corazón no ha, por tanto, cumplido su
cometido con la desaparición del jansenismo, sino que se nos
presenta, incluso ahora, como el mejor antídoto contra la abstrac-
ción, el intelectualismo y ese formalismo que tanto resecan la teo-
logía y la fe. Un corazón que late es lo que distingue con más
precisión una realidad viviente de su concepto, porque el con-
cepto puede encerrar todo de una persona, excepto su corazón
que palpita.

127
" ¿ M E AMAS?"'
El a m o r p o r Jesús

CAPÍTULO VI
Santo Tomás distingue dos grandes tipos de amor: el
amor de concupiscencia y el amor de amistad, lo que correspon-
de, en parte, a la otra distinción, más común, entre eros y ágape,
entre amor de búsqueda y amor de entrega. El amor de concu-
piscencia —dice— es aquel por el cual alguien ama alguna cosa
(aliquis amat aliquid), es decir cuando una persona ama a una
cosa, entendiendo por cosa no sólo un bien material o espiritual,
sino también a una persona, si ésta no es amada como tal, sino
que es convertida en instrumento y reducida precisamente a una
cosa. El amor de amistad es aquel mediante el que alguien ama
a alguien (aliquis amat aliquem), es decir una persona ama a otra
persona. 1

La relación fundamental que nos ata a Jesús en cuanto perso-


na es por tanto el amor. La pregunta que nos hemos hecho en
cuanto a la divinidad de Cristo era: "¿Crees tú?" La pregunta que
debemos hacernos ahora, acerca de la persona de Cristo es: "¿Me
amas tú?" Hay un examen de cristología que todos los creyentes,
no solamente los teólogos, deben superar y este examen com-
prende dos preguntas obligatorias para todos. El examinador
aquí es el mismo Cristo. Del resultado de este examen no depen-
de poder acceder o no al sacerdocio o al ministerio de la predi-
cación y tampoco acceder o no a un título en teología, sino ac-
ceder o no a la vida eterna. Y estas dos preguntas son precisa-
mente estas: "¿Crees tú?" y "¿me amas tú?": ¿Crees en la divinidad
de Cristo? ¿Amas la persona de Cristo?
San Pablo pronunció esta terrible palabra: "El que no quiera al
Señor ¡sea anatema!" (1 Co 16, 22) y el Señor del cual se habla es
el Señor Jesucristo. En el transcurso de los siglos se han pronun-
ciado, respecto de Cristo, muchos anatemas: contra el que rene-
gaba de su humanidad, contra el que renegaba de su divinidad,
contra el que dividía sus dos naturalezas, contra el que las con-
fundía..., pero quizás no se dio demasiada importancia al hecho

1
Santo Tomás, Summa Theol. I-IIae, q. 27 a 1.

131
Jesucristo, el Santo de Dios

de que el primer anatema de la cristología pronunciado por un


apóstol en persona, es contra los que no aman a Jesucristo.
En esta sexta etapa de nuestro camino de acercamiento a Cris-
to por la vía dogmática de la Iglesia, queremos afrontar, con la
ayuda del Espíritu, precisamente algunas preguntas respecto del
amor de Cristo: ¿Por qué amar a Jesucristo? ¿Qué significa amar a
Jesucristo? ¿Es posible amar a Jesucristo? ¿Amamos nosotros a Je-
sucristo?

1. ¿Por qué amar a Jesucristo?

T^l 1 primer motivo para amar a Jesucristo, el más simple,


es que Él mismo nos lo pide. En la última aparición del Resuci-
tado recordada en el Evangelio de Juan, en determinado momen-
to, Jesús se dirige a Simón Pedro y le pregunta por tres veces se-
guidas: "Simón de Juan, ¿me amas? (Jn 21, 16). Dos veces, en las
palabras de Jesús, se encuentra el verbo agapao que significa la
forma más elevada del amor, la del ágape, o de la caridad, y una
vez el verbo phileo, que indica el amor de amistad, el querer a
alguien. "Al final de la vida —se ha dicho— se nos preguntará
sobre el amor" y así vemos que sucedió también para los Após-
2

toles: al final de su vida con Jesús, al final del Evangelio, fueron


interrogados sobre el amor. No sobre otra cosa.
Como todas las grandes palabras de Cristo en el Evangelio,
también esta "¿Me amas?", no se dirige sólo al que la escuchó por
primera vez, en este caso Pedro, sino a todos los que leen el
Evangelio. De otro modo, el Evangelio no sería el libro que es,
el libro que contiene palabras que "no pasan" (Mt 24, 35). ¿Cómo
es posible, por otra parte, para uno que conoce quién es Jesu-
cristo, escuchar esa pregunta de sus labios y no sentirse perso-
nalmente interpelado, no percibir que esa pregunta está dirigida
precisamente a él?

2
San Juan de la Cruz, Sentencias, n. 57.

132
Raniero Cantalamessa

Esta pregunta nos coloca de golpe en una posición única, nos


aisla de todos, nos individualiza, nos hace personas. A la pregun-
ta: "¿Me amas?" no se puede responder por interpósita persona,
o por interpósita institución. No basta formar parte de un cuerpo,
la Iglesia, que ama a Jesús. Notamos esto mismo en el mismo re-
lato evangélico, sin querer con esto forzar el texto. Hasta ese mo-
mento, la escena se presenta con mucho movimiento: junto a Si-
món Pedro estaban Tomás, Natanael, los dos hijos de Zebedeo y
otros dos discípulos. Juntos habían pescado, comido, reconocido
al Señor. Pero ahora, de improviso, a esa pregunta de Jesús, to-
do y todos es como si se hundieran en la nada, desaparecen de
la escena evangélica. Se crea un espacio íntimo en el que se en-
cuentran a solas, uno frente al otro, Jesús y Pedro. El apóstol es-
tá individualizado y aislado entre todos los demás por esa pre-
gunta inesperada: "¿Me amas?". Una pregunta a la que ningún
otro puede responder por él y a la que él no puede responder —
como ha hecho otras muchas veces— en nombre de los demás,
sino que debe contestar sólo por sí mismo. Y en efecto, vemos
cómo Pedro es obligado, por la presión de las tres preguntas, a
replegarse sobre sí mismo, pasando de las primeras dos respues-
tas, inmediatas pero superficiales, a la última, en la que se ve
aflorar en él todo su pasado y también una gran humildad: "Se-
ñor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero" (Jn 21, 17).
Por tanto, debemos amar a Jesús porque Él mismo nos lo pi-
de. Pero también por otro motivo: porque Él nos amó primero.
Era esto lo que inflamaba más que cualquier otra cosa al apóstol
Pablo: "Me ha amado —decía— y se entregó a sí mismo por mí"
(Ga 2, 20). "El amor de Cristo —decía todavía— nos apremia a
pensar que uno murió por todos" (2 Co 5, 14). El hecho de que
Jesús nos haya amado primero y hasta el extremo de dar la vida
por nosotros nos apremia o —como también se puede decir—
nos obliga por todos lados, nos urge. Se trata de esa conocida ley
por la cual el amor a nullo amato amar perdona? o sea, no per-
mite a quien es amado que a su vez no ame. "¿Cómo no amar a

3
Dante Alighieri, Infierno V, 103.

133
Jesucristo, el Santo de Dios

quien nos ha amado tanto?", canta un himno de la Iglesia. El 4

amor no se paga más que con amor. Ningún otro precio es ade-
cuado.
Se debe amar a Jesús sobre todo porque Él mismo es digno
de amor, es amable en sí mismo. Él condensa en sí toda belleza,
toda perfección, toda santidad. Nuestro corazón necesita algo
majestuoso para amar; por tanto, nada puede satisfacerlo fuera de
Él. Si el Padre celestial encuentra en él "toda complacencia", co-
mo está escrito, si el Hijo es el objeto de todo su amor (cf. Mt 3,
17; 17, 5) ¿cómo no lo será del nuestro? Si Él llena y satisface ple-
namente toda la capacidad infinita de amar de Dios Padre, ¿no
colmará la nuestra?
Se debe además amar a Jesús porque el que lo ama es amado
por el Padre: "El que me ama —ha dicho— será amado por mi
Padre", y "El Padre mismo os ama porque me habéis amado" (Jn
14, 21.23; 16,27).
Se debe amar a Jesús porque sólo quien lo ama lo conoce: "Al
que me ama —ha dicho— me manifestaré a él" (Jn 14, 21). Si es
verdad el dicho de que "no se puede amar lo que no se cono-
ce" (nihil volitum quin praecognitum), es también verdad, espe-
cialmente cuando se trata de las cosas divinas, también lo contra-
rio, es decir, que no se conoce, sino lo que se ama. San Agustín
expresa esto diciendo que "no se entra en la verdad sino por la
caridad". 5

Esta intuición ha sido recogida y valorada también en algunas


corrientes de pensamiento modernas, como la fenomenología y
el existencialismo. Pero cuando se trata de Cristo y de Dios, se
6

valora sobre todo por la experiencia constante de los santos y de


cada creyente. Sin un verdadero amor, inspirado por el Espíritu
Santo, el Jesús que se llega a conocer con los más brillantes y
agudos análisis cristológicos, no es el verdadero Jesús, sino otra
cosa. El verdadero Jesús no lo revelan la carne y la sangre, es de-

4
Adeste fideles, "Sic nos amantem quis non redamaret?"
5
San Agustín, C. Faust., 32, 18 (PL 42, 507).
6
Cf. Keidegger, M., Ser y tiempo, I, 5, 29 (ed. cit. p. 526, n. 5).

134
Raniero Cantalamessa

cir la inteligencia y la investigación humanas, sino que lo revela


"el Padre que está en los Cielos" (cf. Mt 16, 17) y el Padre no lo
revela a los curiosos, sino a los amantes; no a los sabios y a los
inteligentes, sino a los pequeños (cf. Mt 25, 11).
Se debe, para terminar, amar a Jesús porque sólo amándolo es
posible observar su Palabra y poner en práctica sus mandamien-
tos. "Si me amáis —Él mismo lo dijo— guardaréis mis manda-
mientos", y: "El que no me ama, no guarda mis Palabras" (Jn 14,
15. 24). Esto significa que no se puede ser verdaderamente cris-
tiano, es decir, seguir concretamente las normas y las exigencias
radicales del Evangelio, sin un verdadero amor por Jesucristo. Si
de todos modos, hipotéticamente, uno lograra hacerlo, sería
igualmente inútil; sin el amor, no le serviría de nada. Si uno die-
se incluso su cuerpo para ser quemado y no tuviese caridad, no
le serviría de nada (cf. 1 Co 13, 3). Sin el amor, falta la fuerza de
obrar y de obedecer. Por el contrario, el que ama, vuela; nada le
parece imposible o demasiado difícil.

2. ¿Qué significa amar a Jesucristo?

La pregunta "¿qué significa amar a Jesucristo?" puede


tener un sentido muy práctico: saber qué implica amar a Jesucris-
to, en qué consiste el amor por Él. En este caso, la respuesta es
muy simple y nos la da el mismo Jesús en el Evangelio. No con-
siste en decir: ¡Señor, Señor!, sino en hacer la voluntad del Padre
y en guardar su Palabra (cf. Mt 7, 21). Cuando se trata de una
criatura —el esposo, los hijos, los padres, un amigo— querer sig-
nifica buscar el bien del amado, desearle y conseguirle cosas bue-
nas... Mas, ¿qué bien podemos desearle a Jesús resucitado que ya
no tenga? Querer, en el caso de Cristo, significa alguna otra cosa.
El bien de Jesús —es más, su alimento— es la voluntad del Pa-
dre. Por tanto, amar o querer a Jesús significa esencialmente ha-
cer, junto con Él, Ja voluntad del Padre. Hacerla cada vez más
plenamente, cada vez más gozosamente. "El que cumple la vo-

135
Jesucristo, el Santo de Dios

luntad de Dios, dice Jesús, ése es mi hermano, mi hermana y mi


madre" (Me 3, 35). Todas las mejores cualidades del amor por Él
están encerradas en ese acto que es hacer la voluntad del Padre.
El amor por Jesús no consiste tanto en palabras o en buenos
sentimientos, sino en hechos; hacer como Él lo hizo, que no so-
lamente nos amó con palabras, sino con hechos. ¡Y con qué he-
chos! Se ha anulado por nosotros y, de rico que era, se hizo po-
bre. "¡No te he amado en broma!", oyó que le decía, un día, Cris-
to a la beata Ángela de Foligno y al oír estas palabras ella por po-
co no muere de dolor, viendo como, en comparación, su amor
por Él no había sido, hasta entonces, más que una broma. 7

Mas yo querría tornar la pregunta "¿qué significa amar a Jesu-


cristo?" en un sentido menos obvio y habitual. Hay dos grandes
mandamientos acerca del amor. El primero es: "Amarás al Señor
tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma y con toda tu men-
te"; el segundo es: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt
22, 37-39). ¿Dónde se ubica el amor del que estamos hablando,
por la persona de Cristo? ¿A cuál de los dos mandamientos per-
tenece, al primero o al segundo? Y además, ¿Cristo es el objeto
supremo y último del amor humano, o sólo el penúltimo? ¿Es só-
lo camino hacia el amor de Dios, o también su término?
Son preguntas de extrema importancia para la fe cristiana y
para la misma vida de oración de las almas, y debemos decir que
reina sobre ellas una notable incertidumbre y ambigüedad, por lo
menos en un nivel práctico. Existen tratados sobre el amor de
Dios (De diligendo Deo), en los cuales se habla a lo largo y a lo
ancho del amor de Dios, sin precisar, sin embargo, de qué modo
se inserta en él el amor por Cristo: si se trata de la misma cosa,
o si en cambio el amor por Dios, sin otros agregados, represen-
ta un estadio superior, un objeto de amor más elevado. Por su-
puesto que todos están convencidos de que el problema del
amor del hombre por Dios no se enuncia, después de Cristo, de
la misma manera que antes de Él, o que se enuncia fuera del cris-

7
El libro de la B. Ángela de Foligno, Quaracchi, 1985, p. 162.

136
Raniero Cantalamessa

tianismo. La encarnación del Verbo no ha llevado al mundo, acer-


ca del amor de Dios, sólo un motivo más para amar a Dios, o só-
lo un ejemplo más, el más elevado, de este amor. Ha traído una
novedad mucho más grande: ha revelado un nuevo rostro de
Dios y por tanto un nuevo modo de amarlo, una nueva forma de
amor a Dios. Pero no siempre se toman en cuenta todas las con-
secuencias de esto, o por lo menos no siempre éstas se vuelven
explícitas.
Por cierto, desde la regla de san Benito, se repite la máxima:
"No anteponer nada en absoluto al amor por Cristo." En La imi- 8

tación de Cristo hay un capítulo estupendo llamado "amar a Cris-


to sobre todas las cosas" y san Alfonso María de Ligorio escribió
9

un librito muy popular titulado "La práctica de amar a Jesucristo".


Pero en todos estos casos la comparación es, por así decirlo, de
Cristo para abajo, es decir entre Él y las otras criaturas. El senti-
do es que no debemos anteponer nada al amor de Cristo en el
ámbito humano, ni siquiera nosotros mismos. Queda, en cambio,
el problema abierto acerca de si es necesario, tal vez, anteponer
al amor por Cristo alguna cosa en el ámbito divino.
Se trata de un problema real que se presenta por algunos an-
tecedentes históricos. Orígenes, influenciado por la visión plató-
nica del mundo, toda inclinada hacia la tendencia de superar to-
do lo que se refiera a este mundo visible, estableció un principio
que tuvo mucho peso en el desarrollo de la espiritualidad cristia-
na. Hace entrever una meta ulterior a aquella del amor por Cris-
to en cuanto Verbo encarnado; prevé un estadio más perfecto del
amor que es en el que se contempla y se ama al Verbo exclusi-
vamente en su forma divina, como era antes de hacerse carne,
por tanto, yendo más allá de su forma humana. En otras palabras,
se ama al Verbo de Dios, no a Jesucristo. La encarnación era ne-
cesaria, según Él, para atraer a las almas, como la difusión de un
perfume y su salida al exterior, fuera del recipiente, es necesaria
para que pueda ser aspirado. Pero una vez atraídas por el perfu-

8
Regla de San Benito, c. IV; cf. San Cipriano, De orat. domin. c. 15.
9 Imitación de Cristo, II, 7.

137
Jesucristo, el Santo de Dios

me divino las almas corren para llegar a probar, ya no un perfu-


me divino, sino su misma sustancia. 10

Esta idea de algo que está por encima del amor por Cristo ha
vuelto a surgir tal vez, en el transcurso de los siglos, bajo la for-
ma de una "mística de la esencia divina". En ella se presenta, co-
mo vértice absoluto del amor divino, la contemplación y la unión
con la esencia misma simplísima de Dios, sin forma y sin nom-
bre, que se realiza en él fondo del alma, en el vacío total de to-
da imagen sensible, aunque fuese la del Cristo y de su pasión. El
maestro Eckhart habla de sumergirse el alma "en el abismo inde-
terminado de la divinidad", dando la impresión de considerar el
"fondo del alma", más que la persona de Cristo, como el lugar y
el medio de encontrar a Dios sin intermediarios. "La potencia del
alma —escribe— alcanza a Dios en su ser esencial, despojada de
todo." 11

Santa Teresa de Ávila se sintió obligada a reaccionar ante esta


tendencia, presente también en sus tiempos en algunos ambien-
tes espirituales, y lo hizo con esa página famosa en la que afirma
con gran vigor que no hay un estadio en la vida espiritual, por
más elevado que sea, en el que se pueda, o peor aún, se deba
prescindir de la humanidad de Cristo, para fijarse directamente en
la esencia divina. La santa explica cómo un poco de instrucción
12

y de contemplación la habían, por un tiempo, alejado de la hu-


manidad del Salvador, y cómo, en cambio, progresar en la ins-
trucción y en la contemplación la había hecho volver a ella defi-
nitivamente.
Es significativo el hecho de que, en la historia de la espiritua-

1 0
Orígenes, Comentario al Cantar de los Cantares, 1, 3-4 (PG 13, 93): In Io-
hann 1, 28 (PG 14, 1122), donde Orígenes dice que los que están en los prin-
cipios de la vida espiritual deben volverse según "la forma del siervo", es decir
al Cristo hombre, mientras que los perfectos deben esforzarse por parecerse "a
la forma de Dios", es decir, al Logos puro.
1 1
Eckhart, Deutsche Predigten und traktate, a cargo de J. Quint, Monaco, 1955,
p. 221.261.
1 2
Santa Teresa de Ávila, Vida, 22, 1 y ss.

138
Raniero Cantalamessa

lidad cristiana, la tendencia que ha propugnado una unión direc-


ta con la esencia divina ha sido siempre mirada con desconfian-
za (como en el caso de la mística especulativa renana del siglo
XIV y más tarde con los llamados "iluminados") y sobre todo por
el hecho de que no ha producido ningún santo reconocido por
la Iglesia, si bien ha dejado obras de altísimo valor especulativo
y religioso.
El problema que he enunciado hasta aquí ha vuelto a actuali-
zarse en nuestros días, en un contexto distinto, por causa de la
difusión entre los cristianos de técnicas de oración y de formas
de espiritualidad de origen oriental. Desde el punto de vista de
la fe cristiana, éstas no son prácticas malas en sí mismas; también
forman parte, de alguna manera, de esa vasta "preparación evan-
gélica", de la cual, según algunos Padres, formaban parte también
algunas intuiciones religiosas de los griegos. San Justino mártir
decía que todo lo que ha sido dicho o inventado de verdadero o
de bueno por quienquiera que fuese les pertenece a los cristia-
nos, puesto que ellos adoran al Verbo total, del cual todas estas
"semillas de verdad" no eran más que manifestaciones parciales
y provisorias. La Iglesia primitiva siguió de hecho este princi-
13

pio, por ejemplo en la forma de tratar las religiones y los cultos


mistéricos de ese tiempo, que a su vez también tenían origen
asiático. Si bien rechazando todo el contenido mitológico e idó-
latra implicado en dichos cultos, no hesitó en apropiarse del len-
guaje y de algunos ritos y símbolos que usaban los cultos misté-
ricos, al presentar los misterios cristianos. Aunque no se debe
exagerar el influjo de los cultos mistéricos sobre la Liturgia cris-
tiana, tampoco se lo puede negar del todo.
Justamente por esto un documento reciente del Magisterio, de-
dicado al problema de estas formas de espiritualidad oriental,
afirma que "no deberán despreciarse prejuiciosamente estas indi-
caciones como no cristianas". El mismo documento del Magis-
14

1 3
Cf. San Justino, II, Apología, 10.13.
1 4
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia ca-
tólica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, V, 16, L'Oss. Romano
15/12/1989.

139
Jesucristo, el Santo de Dios

terio tiene razón, sin embargo, al poner en guardia a los creyen-


tes contra el peligro de introducir, junto con las técnicas de ora-
ción y de meditación, también algunos contenidos extraños a la
fe cristiana. El punto más delicado es precisamente el que se re-
fiere al lugar de Jesucristo, hombre-Dios. En la lógica interna del
hinduismo y del budismo, en las que estas técnicas, en general,
se inspiran, existe la necesidad de superar todo lo que es parti-
cular, sensible e histórico, para sumergirse en el todo o en la na-
da divinos. Ellas pueden inducirnos a dejar de lado tácitamente
la mediación de Jesús, mientras que para nosotros, cristianos, Je-
sús es la única posibilidad ofrecida a los hombres para llegar a la
eternidad y a lo absoluto. Por tanto, no sólo no es necesario de-
jar de lado a Cristo para ir a Dios, sino que no se va a Dios sino
"por medio de Él" (Jn 14, 6). Él es "el Camino y la Verdad", es de-
cir no es sólo el medio para llegar, sino también el punto de lle-
gada.
Esas formas de espiritualidad son positivas si se colocan en el
camino que conduce a Cristo, pero cambian totalmente de signo
y se vuelven negativas, en el momento en que, en vez de antes
son colocadas después de Cristo, o más allá de Cristo. En este ca-
so éstas se incluyen en la tentativa de ir más allá de la fe, que ya
el evangelista san Juan reprochaba a los antiguos gnósticos (cf. 2
Jn, 9). Son una recaída desde la fe a la confianza en las obras. Es
conformarse nuevamente con los elementos del mundo, descono-
ciendo que es en Cristo donde habita la plenitud de la divinidad.
Es repetir el error que el Apóstol reprochaba a los colosenses (cf.
Col. 2, 8-9).
Pero quizás, en toda esta cuestión del recurrir de los cristianos
a formas de espiritualidad orientales, no basta sólo hacer una crí-
tica, sino que es necesario hacer una autocrítica. En otras pala-
bras, debemos preguntarnos por qué esto ocurre, por qué mu-
chos de los que buscan una experiencia personal y vivida de
Dios se dirigen en su búsqueda fuera de nuestras estructuras y
comunidades. Si asistimos a la búsqueda del Espíritu sin Cristo,
quizás sea porque también se han presentado un Cristo y un cris-
tianismo sin el Espíritu.

140
Raniero Cantalamessa

Pero veamos cómo el dogma de la única persona de Cristo es


capaz de dar una respuesta adecuada a todos estos problemas
suscitados, en el pasado, por la mística de la esencia divina, y
hoy, por la difusión de las formas de espiritualidad orientales.
Veamos, en otras palabras, cómo se puede dar una justificación
teológica a la afirmación según la cual nada absolutamente se de-
be anteponer al amor por Cristo, ni en el ámbito humano, ni en
el divino. ¿En quién termina, en efecto, el amor? ¿Quién es su ob-
jeto? Hemos visto más arriba que el amor de concupiscencia o
eros puede terminar también en las cosas, mientras que el amor
de amistad o ágape, que es el de nuestro caso, no puede termi-
nar más que en la persona, en cuanto persona. Mas, ¿quién es la
persona de Cristo? Por cierto, en las cristologías en que hablan de
Cristo como de una "persona humana", todo es distinto. No sola-
mente allí es posible, sino que es obligatorio trascender, al final,
también a Cristo, si no queremos permanecer en el ámbito de las
cosas creadas. Pero sí, con la fe de la Iglesia, afirmamos que Cris-
to es una persona divina, la persona del Hijo de Dios, entonces
el amor a Cristo es el mismo amor a Dios. Sin diferencias cuali-
tativas. Es más, ésta es la forma que el amor de Dios ha asumi-
do, para el hombre, después de la encarnación. Aquel que ha di-
cho: "El que me odia, odia también a mi Padre" (Jn 15, 23), pue-
de también decir con el mismo título: "El que me ama, ama tam-
bién a mi Padre". En Cristo nosotros llegamos directamente a
Dios, sin intermediarios. He dicho antes que amar a Jesús, que-
rerlo, significa esencialmente hacer la voluntad del Padre; pero
veamos cómo esto, en vez de crear diferencias e inferioridad res-
pecto del Padre, crea igualdad. El Hijo es igual al Padre, precisa-
mente por su dependencia absoluta del Padre.
Si el significado perenne de la definición de Nicea es que en
cada época y cultura Cristo debe ser proclamado "Dios", no de
alguna manera derivada o secundaria, sino en la acepción más
fuerte que la Palabra Dios tiene en dicha cultura, entonces es
también verdad que Cristo no debe ser amado con un amor se-
cundario o derivado, sino con el mismo título de Dios. Que en
ninguna cultura, en otras palabras, se puede concebir un ideal
más alto que el de amar a Jesucristo.

141
Jesucristo, el Santo de Dios

Es muy cierto, además, que Jesús es también hombre y en


cuanto tal, es nuestro prójimo, un hermano nuestro, como se lla-
ma a sí mismo (cf. Mt 28, 10), es más, el "primogénito de muchos
hermanos" (Rm 8, 29). Por esto también debe ser amado con el
otro amor. Es el vértice no sólo del primero, sino también del se-
gundo mandamiento. Él es, como decía san León Magno, "todo
de la parte de Dios y todo de la parte nuestra". Él mismo, por otra
parte, se ha identificado con nuestro prójimo, diciendo que todo
lo que se haga al más pequeño de los hermanos se lo hacen a Él
(cf. Mt 25, 35 y ss.).
Ha habido algunos grandes pensadores y teólogos que, sin
plantearse el problema en nuestros mismo términos, han consi-
derado, sin embargo, y expresado perfectamente esta exigencia
central de la fe cristiana. Uno de ellos es san Buenaventura. Él no
hace ninguna diferencia entre Cristo y Dios en lo que respecta el
gran mandamiento de amar. A veces su objeto es "Dios", otras ve-
ces es "el Señor nuestro Jesucristo". "Con todo el corazón y con
toda el alma —escribe al comentar este mandamiento— se debe
amar al Señor Dios Jesucristo." 15

El amor de Cristo es para Él la forma definitiva y conveniente


que ha asumido para nosotros el amor a Dios: "Para esto me hi-
ce hombre visible —hace decir al Verbo de Dios— para que, al
ser visto, pudiese ser amado por ti, yo que no era amado por ti
mientras fui no visto y no visible, en mi divinidad. Entrégame en-
tonces, el premio debido a mi encarnación y pasión, tú por quien
me he encarnado y he-padecido. Me he dado a ti, date a mí." 16

Aún más explícita y valiente es la posición que toma Cabasi-


las que representa un rico filón del pensamiento oriental. Si cito
frecuentemente a este autor de la Edad Media bizantina, tan po-
co conocido, es porque considero que su obra La vida en Cristo
representa una de las obras maestras de la literatura teológico-es-
piritual del cristianismo. Ésta se basa sobre esta intuición de fon-
do simple y grandiosa: el hombre, creado en Cristo y por Cristo,

1 5
San Buenaventura, Deperf. vitae ad sóror., 7.
1 6
San Buenaventura, Vitis mystica, 24.

142
Raniero Cantalamessa

no encuentra su cumplimiento y su descanso más que en el amor


a Cristo. "El ojo —escribe— ha sido creado para la luz, el oído
para los sonidos, y cada cosa para lo que está hecha. Mas el de-
seo del alma va dirigido únicamente a Cristo. En Él está el lugar
de su descanso, porque sólo Él es el bien, la verdad, y todo aque-
llo que inspira amor. El hombre tiende hacia Cristo con su natu-
raleza, con su voluntad, con sus pensamientos, no sólo por la di-
vinidad del Cristo que es el fin de todas las cosas, sino también
por su humanidad: en el Cristo el amor del hombre encuentra re-
poso, el Cristo es la delicia de sus pensamientos." La conocida 17

afirmación de san Agustín, al referirse a Dios: "Tú nos has hecho


para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en
ti" , está claramente tomada por Cabasilas, y aplicada específica-
18

mente a Cristo. Él es "el lugar de nuestro descanso", aquello a lo


que tienden las más íntimas aspiraciones del corazón humano.
No como a un objeto distinto, respecto del indicado con el tér-
mino "Dios", sino como al mismo objeto, en la forma que Él que
ha querido asumir por nosotros y que hasta la eternidad había
proyectado.
Con esto no se quiere en absoluto desconocer o minimizar la
gran variedad de modos de acercarse a Dios de las almas, que
depende tanto de la diversidad de dones acordados a cada uno,
como de la distinta psicología y estructura mental de las perso-
nas. Está el que tiene un amor y una oración más orientados ha-
cia el Padre, otros están más orientados hacia Jesucristo, otros ha-
cia el Espíritu Santo y otros hacia la Trinidad en su conjunto, por
lo que constantemente ama, loa, reza "al Padre por medio del Hi-
jo en el Espíritu Santo". Está, en fin, el que orienta su propio
amor y su propia oración simplemente a "Dios", comprendiendo
con la palabra "Dios" el Dios-Trinidad de la Biblia, como Ángela
de Foligno cuando gritaba: "¡Quiero a Dios!" Son todos caminos
buenos y largamente experimentados por los santos, que, mu-
chas veces, se alternan en la vida y en la experiencia de una mis-

1 7
Cabasilas, N., Vida en Cristo, II, 9; VI, 10 (PG 150, 161, 681).
1 8
San Agustín, Confesiones, I, 1; EX, 9.

143
Jesucristo, el Santo de Dios

ma persona. Por la mutua compenetración de las personas divi-


nas entre sí, al amar a una, se aman todas, porque cada una es-
tá en todas y todas en cada una, por su única naturaleza y volun-
tad. Lo que quise decir es simplemente que el que ama a Jesu-
cristo no se mueve, por esto, en un nivel inferior, en un estadio
imperfecto, sino en el mismo nivel del que ama al Padre.

3. ¿Cómo cultivar el amor p o r Jesús?

He tratado de contestar de esta manera a la pregunta


"¿qué significa amar a Jesucristo?", pero soy consciente de que lo
que dije no es nada en comparación con lo que se podría decir
y que sólo los santos podrían decir. Un himno de la Liturgia que
se canta con frecuencia en las fiestas de Jesús dice:
Ninguna lengua puede decir,
ninguna palabra expresar,
sólo el expeño puede creer
qué es amar a Jesús. 19

Lo nuestro no puede ser más que recoger las migajas que caen
de la mesa de los amos (cf. Mt 15, 27), es decir, atesorar la expe-
riencia de los grandes amantes de Jesús. Es a éstos, que ya lo han
experimentado, que se debe recurrir para aprender el arte de
amar a Jesucristo. Por ejemplo a Pablo, que deseaba desligarse
del cuerpo "para estar con Cristo" (cf. Flp 1, 23), o a san Ignacio
de Antioquía, que al dirigirse a su martirio, escribía: "Es bueno
ocultarse al mundo por el Señor y resurgir con Él... Sólo quiero
encontrar a Jesucristo... ¡Busco a aquel que ha muerto por mí,
quiero a aquel que ha resucitado por mí!" 20

Pero, ¿es posible amar a Jesús, ahora que el Verbo de la vida


ya no se puede ver, tocar y contemplar con nuestros ojos de car-
ne? San León Magno decía que "todo lo que había de visible en

19 Himno Iesu dulcís memoria.


2 0
San Ignacio de Antioquía, A los Romanos, 2, 1; 5, 6; 6, 1.

144
Raniero Cantalamessa

nuestro Señor Jesucristo, con su ascensión, ha pasado a los sacra-


mentos de la Iglesia". Por tanto, es a través de los sacramentos,
21

y especialmente a través de la eucaristía, que se alimenta el amor


de Cristo porque en ellos es donde se realiza la inefable unión
con Él. Unión más fuerte que la del sarmiento y la vid, que la del
esposo y la esposa y de todo tipo de unión. Es posible "amar" a
Jesucristo, por el motivo que hemos ilustrado en el capítulo pre-
cedente: porque Él es una persona viviente y "existente". O sea,
no es sólo un personaje histórico o una noción de la filosofía, si-
no un tú, un amigo, al que, por tanto, se puede amar con un
amor de amistad.
Existen infinitas maneras de cultivar esta amistad con Jesús y
cada uno tiene su modo preferido, su don, su camino. Puede ser
por su Palabra, en la que se lo experimenta viviente y en diálo-
go con nosotros, puede ser por la oración. Sin embargo, en cada
caso es necesaria la unción del Espíritu, porque sólo el Espíritu
Santo sabe quién es Jesús y sabe inspirar el amor por Jesús.
Me gustaría subrayar un medio que ha sido siempre seguido
por la Tradición, especialmente en la Iglesia ortodoxa: la memo-
ria de Jesús. El mismo se ha confiado a la memoria de los discí-
pulos, cuando ha dicho: "Haced esto en memoria mía" (Le 22,
19). La memoria es la puerta del corazón. "Puesto que —escribe
una vez más Cabasilas— el dolor lleno de gracia nace del amor
por Cristo y el amor de los pensamientos que tienen por objeto
a Cristo y su amor por los hombres, es muy bueno conservar ta-
les pensamientos en la memoria, dirigirlos hacia el alma y no ce-
sar nunca en esta ocupación... Pensar en Cristo es la ocupación
propia de las almas bautizadas." San Pablo ya relacionaba el
22

amor de Cristo con su recuerdo: "El amor de Cristo —decía— nos


apremia al pensar que uno ha muerto por todos" (2 Co 5, 14).
Cuando nosotros reflexionamos o sopesamos en la mente (¡tri-
nantes) este hecho, es decir, que Él ha muerto por nosotros, por
todos, nos vemos como compelidos a amar a Jesús. El pensa-
miento o el recuerdo de Él "enciende" el amor.

2 1
San León Magno, Discurso 2 sobre la Ascensión 2 (PL 54, 398).
2 2
Cabasilas, op. cit. IV, 4 (PG 150, 653.660).

145
Jesucristo, el Santo de Dios

En este sentido, podemos decir que para amar a Jesucristo es


necesario redescubrir y cultivar cierto gusto por la interioridad y
por la contemplación. El Apóstol establece este orden: en la me-
dida en que nosotros nos reforzamos en el hombre interior, Cris-
to habita por la fe en nuestro corazón; entonces, radicados y fun-
dados en la caridad, llegamos a comprender la amplitud, la lon-
gitud, la altura y la profundidad y a conocer "el amor de Cristo
que sobrepasa todo conocimiento" (cf. Ef 3, 14-19). Por tanto, de-
bemos empezar por reforzar al hombre interior, lo que para un
creyente significa creer más, esperar más, rezar más, dejarse guiar
más por el Espíritu. "Cristo entre vosotros, la esperanza de la glo-
ria" (cf. Col 1, 27): ésta es la definición misma de la interioridad
cristiana.
La suerte más grande, o gracia, que puede sucederle a un jo-
ven —especialmente si está llamado al sacerdocio o a anunciar a
Cristo a sus hermanos— es el de hacer de Él su gran ideal en la
vida, el héroe del que uno se enamora y que quiere que todos
conozcan. Enamorarse de Cristo para hacer que después otros,
también se enamoren de Él, en medio del pueblo de Dios. No
hay otra vocación mejor que ésta. Poner a Jesús como sello so-
bre su propio corazón. En el Cantar de los Cantares es la espo-
sa, es decir —en la interpretación tradicional— el alma que dice
al esposo: "Ponme cual sello sobre tu corazón, como un sello en
tu brazo" (Ct 8, 6). Pero el esposo, Cristo, ha cumplido, por par-
te suya, con este requisito; nos ha verdaderamente puesto como
sellos sobre su corazón y sobre sus manos. ¡Un sello de sangre
e indeleble! Pero esa invitación es recíproca. También la esposa
debe poner a Cristo como sello sobre su corazón. Por eso es aho-
ra Jesús el que dice a la Iglesia y al alma: "¡Ponme como sello so-
bre tu corazón!" Un sello que no se pone para impedir que sean
amadas otras personas y otras cosas —la esposa, el marido, los
hijos, los amigos, y todas las cosas bellas— sino para impedir que
se amen sin Él, fuera de Él, o en vez de Él.
Si la Iglesia es, en su profunda realidad, la "esposa" de Cristo
(cf. Ef 5, 25 y ss.; Ap 19, 7) ¿qué se espera de una esposa, si no

146
Raniero Cantalamessa

es que ame al esposo?. ¿Hay algo más importante que esto que
ella deba hacer? ¿Hay algo de más valor, si esto falta? El amor por
Cristo es verdaderamente la actividad propia de las almas bauti-
zadas, la vocación propia de la Iglesia.
Si un joven se sintiese llamado a seguir radicalmente a Cristo
y me pidiese un consejo: Qué debo hacer para perseverar en la
vocación y ser un día un anunciador entusiasta y válido de Cris-
to, creo que contestaría sin hesitar: Enamórate de Jesús, busca es-
tablecer con Él una relación de íntima y humilde amistad; luego
puedes ir sereno hacia tu futuro. El mundo tratará de seducirte
por todos los medios, pero no lo logrará porque "lo que está en
ti es más fuerte que lo que está en el mundo" (cf. 1 Jn 4, 4).
Después que Pedro respondió: "Señor, tú sabes que te amo",
Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas." No se puede apacentar las
ovejas de Cristo y no se les puede anunciar a Jesucristo, si no se
ama a Jesucristo. Es necesario, como decía al principio, volverse,
de algún modo, poetas para cantar al héroe y sólo el amor nos
vuelve verdaderamente tales. Quiera el Cielo que al final de la vi-
da y de nuestro humilde servicio en la casa del héroe podamos
repetir también nosotros, a modo de testamento, las palabras del
poeta:
Esta pequeña flauta de caña
has llevado por valles y colinas,
a través de ella has soplado
melodías eternamente nuevas. ^ 2

La melodía eternamente nueva que debemos llevar por valles


y colinas, hasta los confines de la Tierra es, para nosotros, el
nombre dulcísimo de Jesús.

2 3
Tagore, Gitanjali, 1.

147
"NO OS FIÉIS DE CUALQUIER ESPÍRITU"
La fe en la divinidad de Cristo hoy

CAPÍTULO VII
E n su primera Epístola, el evangelista Juan plantea cla-
ramente el problema del discernimiento de los espíritus y de los
pareceres respecto de Cristo. Escribe: "Queridos, no os fiéis de
cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios,
pues muchos falsos profetas han salido al mundo. Podréis cono-
cer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesu-
cristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no con-
fiesa a Jesús, no es de Dios; ése es el Anticristo. El cual habéis oí-
do que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo. Vosotros, hi-
jos míos, sois de Dios y lo habéis vencido. Pues el que está en
vosotros es más que el que está en el mundo. Ellos son del mun-
do, por eso hablan según el mundo y el mundo los escucha. No-
sotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien
no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de
la verdad y el espíritu del error" (1 Jn 4, 1-6).
El mismo evangelista Juan, que ya nos guió en el camino ha-
cia el acto de fe personal en Jesús, Hijo de Dios, nos introduce,
con las palabras que acabo de recordar, también en el otro aspec-
to de la fe en Cristo que se refiere a su autenticidad u ortodoxia;
en otras palabras, el contenido de la fe. Es necesario entonces
que utilicemos esta Palabra de Dios y, sobre la guía de los crite-
rios dados en ella por Juan, obremos también nosotros un discer-
nimiento de los espíritus, es decir de las voces y de las doctrinas
que hoy circulan, en la Iglesia y en el mundo, respecto de Jesu-
cristo. Nos acercamos a grandes pasos al siglo XXI y ya bullen
iniciativas para dedicar el último decenio del siglo a una evange-
lización ecuménica mundial. Una evangelización hecha por las
múltiples Iglesias cristianas con nuevo espíritu: ya no en compe-
tencia entre ellas, sino en colaboración fraternal, para anunciar al
mundo lo que tienen en común y que es mucho: la fe en Jesu-
cristo, único Señor y Salvador. Mas precisamente por esto es ur-
gente hacer un análisis de la fe. "Si la trompeta no da más que
un sonido confuso ¿quién se preparará para la batalla?" (1 Co 14,
8). Si el núcleo mismo del anuncio, que se refiere a la persona

151
Jesucristo, el Santo de Dios

de Jesús, oscila y es incierto, es como si el grito de los cristianos


—el kerigma— se quebrase en el mejor momento, perdiendo to-
da posibilidad de traspasar los corazones. Dependerá de este dis-
cernimiento si el 2000 será considerado el aniversario de un
acontecimiento único y absoluto en la historia, o de un evento
sólo relativo; si es el aniversario de la llegada de Dios sobre la
Tierra, o el aniversario del nacimiento de un hombre y de un pro-
feta, aunque fuese el más grande de todos.
Juan parte de la constatación de la existencia de opiniones
contrastantes sobre Jesús; no busca a toda costa ponerlas de
acuerdo, ni las enumera una después de la otra en la tentativa de
hacer evidentes sus lados buenos y sus lagunas, como con fre-
cuencia se hace hoy en día al analizar las varias cristologías exis-
tentes. En cambio, procede netamente. Se coloca en un nivel tan
radical que puede decir: esta opinión es la de Dios, esta otra no
lo es; una no es del mundo, la otra es del mundo; una es la ver-
dad, la otra es la obra de los falsos profetas, o más bien, como él
los llama, de los anticristos.
Yo querría seguir este ejemplo y aplicar este mismo criterio,
distinguiendo, entre las doctrinas corrientes sobre Cristo, aquellas
que se pueda y se deba decir que no son de Dios, sino del mun-
do. Me gustaría aportar a las causa de la fe una pequeña contri-
bución de discernimiento basado sobre la historia. En los prece-
dentes capítulos he buscado demostrar cómo los dogmas cristo-
lógicos antiguos son estructuras abiertas, capaces de acoger nue-
vos desarrollos y de contestar nuevas preguntas, como troncos
siempre listos para nuevas germinaciones. En este capítulo me
gustaría poder demostrar cómo los dogmas cristológicos anti-
guos, a su vez, constituyen también un criterio y una medida fi-
ja e irremovible, que juzga toda propuesta nueva y con la cual to-
da propuesta nueva debe medirse. Los dogmas son como anti-
cuerpos en el organismo de la Iglesia. Cuando un organismo sa-
no ha contraído y superado una enfermedad infecciosa, como la
peste, éste queda inmunizado para siempre de dicha enferme-
dad, porque posee ya en sí el anticuerpo eficaz que se pone en

152
Raniero Cantalamessa

acción cada vez que la misma enfermedad volviera a desatarse en


el país. Desarrolla una función análoga a ésta, en el ámbito de la
fe, la definición dogmática. Ésta entra por sí sola en acción, en
cuanto la nueva herejía que la provocó la primera vez —por
ejemplo, el arrianismo— si vuelve a presentarse, aunque fuese
bajo otros distintos ropajes. Ya no es necesario que la Iglesia pro-
nuncie una nueva condena. Ésta es juzgada por el dogma. Los
dogmas de la Iglesia no son hipótesis, sino tesis.

1. Un sistema de fe alternativo

J? resento inmediatamente, para que resulte más claro,


la conclusión a la que he llegado. En el ámbito eclesial, y en par-
ticular de la Iglesia católica, junto a varios y excelentes tratados
de cristología, que son al mismo tiempo modernos y respetuosos
del dato de fe tradicional, existe hoy cierto número de las así lla-
madas "nuevas cristologías" que se separan, a veces, en forma
declarada, del dato fijado por los concilios de Nicea y de Calce-
donia, e intentan traducir en un lenguaje moderno esa misma
verdad que los Padres tradujeron con categorías propias de su
cultura. Yo estoy persuadido —y trataré de demostrarlo histórica-
mente—de que en ellas se tiene, sí, la traducción en categorías
modernas de algo antiguo, pero no de la verdad de Nicea, sino
del error condenado en Nicea, no de la verdad de Calcedonia, si-
no de los errores condenados en Calcedonia. En otras palabras,
constituyen, sí, una puesta al día, pero de la herejía, no de la or-
todoxia.
El segundo punto es éste: estas nuevas propuestas se basan
sobre la suposición de que ha cambiado radicalmente el modo
de pensar, o el horizonte cultural, respecto de la antigüedad, de
modo que ya no sería posible actualmente anunciar la fe con esos
términos; que es, en definitiva, la modernidad la que requiere es-
ta nueva solución. Mi creencia —que en este caso también creo
que se podrá demostrar históricamente— es que todo esto es ine-

153
Jesucristo, el Santo de Dios

xacto. El sistema propuesto por ellos no es nuevo; fue propues-


to, discutido y rechazado por la Iglesia en la antigüedad, prueba
ésta irrefutable, de que no es un producto exclusivo de la moder-
nidad. La alternativa entre antigüedad y modernidad, aplicada de
esta manera, es una falsa alternativa. La verdadera alternativa,
que existía antes, tanto como ahora, es, más bien, en algunos ca-
sos, la de elegir entre fe e incredulidad y, en otros, entre ortodo-
xia y herejía.
Entre las cristologías recientes de autores católicos existen al-
gunas —como decía— que, no obstante las diferencias profundas
entre ellas, tienen sin embargo un esquema de fondo común, a
veces explícito, otras veces sobreentendido. Dicho esquema es
muy simple, porque es reductivo. Se obtiene, es decir, gracias a
la eliminación sistemática de la complejidad del dato revelado y
mediante un proceso de racionalización que tiende a destruir to-
da tensión entre las distintas verdades de la fe.
El núcleo central de la revelación —los que antes se definían,
en el catecismo, como "los dos más grandes misterios de nuestra
f e " — son la Trinidad y la encarnación. Dios es uno y trino-. Jesu-
cristo es Dios y hombre. En el nuevo sistema, este núcleo se re-
duce a lo siguiente: Dios es uno, y Jesucristo es hombre. Cae la
divinidad de Cristo y, con ella, la Trinidad. La lógica "católica" del
et-et: y una cosa y la otra, se sustituye por la razón dialéctica del
aut-aut: o una cosa o la otra.
Resumo brevemente y de modo accesible a todos, las posicio-
nes de los autores en cuestión —primero sobre la divinidad de
Cristo, luego sobre la Trinidad— remitiéndome a las notas para
una documentación más puntual sobre el pensamiento de varios
autores, como así también sobre las diferencias notables existen-
tes entre ellos. Más aún que sobre autores y obras en particular,
me interesa, por otra parte, atraer la atención sobre cierto siste-
ma reductor de la fe que, desde los libros de teología, está pa-
sando también a la cultura media de la gente y que amenaza vol-
verse opinión corriente, sin que se midan plenamente sus conse-
cuencias. En efecto, el resultado de esto es que se termina acep-

154
Raniero Cantalamessa

tando tácita e hipócritamente la existencia de dos fes y dos cris-


tianismos distintos, que no tienen entre ellos en común más que
el nombre: el cristianismo del Credo de la Iglesia, de las declara-
ciones comunes ecuménicas, en las que se sigue profesando la fe
en la Trinidad y en la plena divinidad de Cristo, y el cristianismo
real de amplios estratos de la sociedad y de la cultura, en el cual,
sobre la huella de algunos teólogos de moda, estas mismas ver-
dades son interpretadas de un modo muy diferente.
Criticar el proyecto de fondo que sobresale de estas "nuevas
cristologías" no significa desconocer los méritos que éstas pue-
den haber tenido, sobre todo como estímulo para volver a una
cristología más cercana al dato bíblico y más concreta, y a reno-
var cierto lenguaje escolástico demasiado alejado de la vida y del
anuncio de la Iglesia. Hacia el final de este capítulo trataré de in-
dicar alguno de estos estímulos positivos que se pueden extraer,
indirectamente, de la lectura de las susodichas obras.
Puede suceder que alguno de los autores que yo estoy exami-
nando lea por casualidad lo que he escrito y considere que no
era lo que él quería decir, que me he equivocado a su respecto.
Para mí sería estupendo. Tomo como modelo el esquema más
tradicional de la Iglesia al tratar este problema del discernimien-
to de las doctrinas: "Si quis dixerit..., anatema sit". si uno dice
esto y esto, éste es condenable. ¿No es lo que tú dices? Tanto me-
jor para todos nosotros, contesta la Iglesia. Pero entonces permí-
teme que yo defienda al hermano débil y no acostumbrado a las
sutilezas teológicas, que podría entender precisamente lo que tú
no quieres decir y encontrar así escándalo en su fe. "¿Quién des-
fallece sin que desfallezca yo?", exclamaba san Pablo, "¿quién su-
fre escándalo sin que yo me abrase?" (2 Co 11, 29).
Yo creo que es necesario denunciar, en este punto, la preten-
sión injustificada de un teólogo católico de que deben ser la Igle-
sia y el Pueblo de Dios los que deben entrar en su lenguaje, en-
contrando con dificultad la clave para penetrar en su sistema her-
menéutico nuevo y personal; de hacer, más bien, alguna vez, de
esta impenetrabilidad, una excusa y un refugio en el cual ence-

155
Jesucristo, el Santo de Dios

rrarse para neutralizar y hacer imposible todo juicio crítico por


parte de la Iglesia, al haber elegido un punto que se halla fuera
del sistema, fuera de la Tradición y, por lo tanto, no conmensu-
rable con ella. Es el teólogo, el que debe medirse, en el cristia-
nismo, con la Tradición, el Magisterio y el mismo Cuerpo de los
creyentes, y no viceversa. Un novelista, un poeta, un dramatur-
go, un sociólogo o un filósofo pueden, como ya ha sucedido,
crear un lenguaje y un sistema simbólico propios y personalísi-
mos, dejando que quien quiera acceder a su mundo se tome el
trabajo de abandonar provisoriamente su propio lenguaje y siste-
ma simbólico para asumir el de ellos. El teólogo no. Eso de re-
chazar desdeñosamente y de descalificar de entrada toda crítica a
su propio sistema teológico, con la excusa de que no se han com-
prendido los presupuestos filosóficos, exegéticos y hermenéuti-
cos recónditos, se ha vuelto ya una maña tan común, que puede
aparecer como una cómoda escapatoria.

2. La piedra descartada p o r los constructores

La afirmación básica de las cristologías a las que me re-


fiero —expresada primero en forma negativa y luego positiva—
es ésta: Jesucristo no es Dios, sino que en Jesucristo está (u obra)
Dios. Esta idea se remonta a R. Bultmann que ha escrito: "La fór-
mula 'Cristo es Dios' es falsa en todos sentidos, cuando Dios se
considera como ser objetivable, ya sea según Arrio o según Ni-
cea, en sentido ortodoxo o en sentido liberal. Es correcta si Dios
se entiende como el evento de la actuación divina." Jesús, dice
1

nuevamente Bultmann, es la "acción decisiva de Dios". (¡La ac-


ción, no la persona!)
Inspirándose en este concepto, los autores de las "nuevas cris-
tologías" afirman que Cristo es Dios en el sentido de que en Él
obra Dios. Él no es verdadero Dios, sino la revelación del verda-

1
Bultmann, R., Glauben und Versteben, II, 1938, p. 258.

156
Raniero Cantalamessa

dero Dios, que es algo muy distinto. Jesús es el profeta


2
escato-
lógico, ése en el cual se ha hecho visible la causa de Dios. Esto
—se afirma— es lo que podemos decir con más seguridad, si nos
atenemos a las tradiciones más antiguas del Nuevo Testamento.
Decir más e insistir sobre la divinidad de Cristo, además de ser
inútil en una época en que la palabra misma Dios se ha vuelto
algo insignificante, podría esconder la tentativa de neutralizar la
fuerza crítica del profeta Jesús de Nazaret. Jesús es una persona,
3

no dos y esta persona es una persona humana. Decir además


que es una persona divina no es posible, si no es a costa de gra-
ves e insuperables dificultades. 4

2
Küng, H., Ser cristianos, Milán, 1976, p. 502: "¿Cómo se puede expresar la re-
lación de Jesús con Dios? Lo podemos formular en los siguientes términos: El
verdadero hombre Jesús de Nazaret es, por la fe, la real revelación del único
verdadero Dios." Según este autor, los títulos de Imagen de Dios, Hijo de Dios,
Verbo de Dios, no designan al ser divino de Jesús, sino "el rostro humano" de
Dios: "Éste es el rostro humano que el hombre Jesús de Nazaret muestra, ma-
nifiesta, revela en todo su ser, hablar, obrar y padecer, tanto como para poder
ser definido, sin lugar a dudas, rostro de Dios o, como en el Nuevo Testamen-
to, imagen de Dios. El mismo concepto se expresa con los demás apelativos,
como Verbo de Dios, o Hijo de Dios" (op. cit. p. 503).
3
Schillebeeckx, E., Jesús, la historia de un viviente, Brescia, 1974, p. 694, escri-
be: "Por más íntima que tal unión con Dios pueda parecer en un hombre his-
tórico, nunca podremos hablar de dos componentes: humanidad y divinidad, si-
no solamente de dos aspectos totales: humanidad real en la cual se realiza el ser
de Dios, en este caso el ser del Padre. Batirse por la divinidad de Jesús en un
mundo que ya puede pasarse sin Dios, puede llegar a ser a priori, una batalla
perdida, desconociendo además el intento más profundo de la economía de la
salvación, es decir, la voluntad de Dios de venir hacia nosotros precisamente de
modo humano, con el objeto —se entiende— de ayudarnos a encontrarlo.'
4
Según P. Schoonenberg, Un Dios de hombres, Brescia, 1971, p. 98 y ss. En Cris-
to, no es la naturaleza humana la que subsiste en Dios, es decir en la persona
del Verbo, sino que Dios subsiste en la persona humana. "Ahora, en Cristo —
escribe— no es la naturaleza humana, sino la divina que es declarada
anhipostática (es decir, sin una existencia propia)... Esta interpretación podría
ser llamada la teoría de la enhipóstasis del Verbo, o en otras palabras la teoría
de la presencia de la Palabra divina, o de Dios en su Palabra, en Jesucristo." Se
trata de sustituir las dos naturalezas de una sola persona con la presencia de
Dios que todo lo gobierna en esta persona humana. Se trata entonces de una

157
Jesucristo, el Santo de Dios

Insuperables, en realidad, para la razón, no para la fe. A la


doctrina tradicional, común tanto a la Iglesia occidental como a
la oriental, de la unión de las dos naturalezas, humana y divina,
en la única persona de Cristo, se sustituye aquí la doctrina de la
presencia de la divinidad en la persona humana de Cristo. Al ser
se sustituye el estar. Como decía más arriba, Cristo no es Dios, si-
no que en Cristo está Dios.
Todo se hace más claro apenas se empieza a considerar lo que
se piensa, en este nuevo sistema, de la preexistencia de Cristo. La
preexistencia —es decir la doctrina cristiana según la cual el Hi-
jo de Dios antes de encarnarse en María, ya existía, como perso-
na o entidad distinta, junto al Padre— sería un concepto mítico
derivado del helenismo. Éste significaría simplemente que "la re-
lación entre Dios y Jesús no se ha desarrollado sólo en un segun-
do tiempo y por así decir casualmente, sino que existe a priori y
está fundado sobre Dios mismo". (Lo que existe a priori, entién-
5

cristología de la presencia de Dios en Cristo (ib. p. 104 y ss.). También si se lle-


ga a decir, en sentido dinámico, que Jesús es Dios, esto se entiende en realidad
como que en Él está Dios. ISÍo se ve qué sentido puede tener, en esta cristolo-
gía, el "Yo Soy" (Ego eimi), pronunciado por Jesús en el Evangelio de Juan y
que equivale, según los exégetas, a la reivindicación del nombre y del ser ab-
soluto de Dios. Jesús habría podido decir a lo sumo: "En mí está", no "Yo Soy"
Dios . La personalidad profunda de Jesús no difiere cualitativamente, según es-
ta perspectiva, de la de Moisés, de los profetas, de Pablo, en los que también
Dios ha estado presente y ha hablado.
5 Cf. H. Küng, op. cit., p. 505. Decir que Jesús existía antes de su nacimiento
de María, como Verbo e Hijo de Dios, significa que "ha sido previamente elegi-
do y predestinado como Hijo desde el principio, desde la eternidad" (ib. p. 517).
Schillebeeckx tiene una posición aparte, distinta de los otros dos; dice que la
preexistencia es "la orientación única del mismo Padre hacia Jesús", que la tra-
dición cristiana denomina "el Verbo" (op. cit. p. 679). Pero dicha manera de ex-
presarse nos deja la duda de que no se trata otra vez de una preexistencia só-
lo intencional, en el sentido de que Dios Padre prevé, pre-ama, pre-elige a Je-
sús, el cual, no obstante, no puede decirse que "era desde el principio" (cf. 1
Jn 1, 1), sino sólo que "era previsto desde el principio". El Nuevo Testamento
no habla solamente de una orientación eterna del Padre hacia el Hijo, sino tam-
bién de una orientación eterna del Hijo hacia el Padre (cf. Jn 1, 1). Sólo en es-
te segundo caso puede hablarse de una preexistencia real y no sólo prevista. Se
entiende, entonces, cómo es falsamente tranquilizadora, después de tales pre-

158
Raniero Cantalamessa

dase bien, es la relación, no Jesús!). En otras palabras, Jesús pree-


xistía en un sentido intencional, no real; en el sentido en que el
Padre, desde siempre, había previsto, había querido y amado al
Jesús que un día iría a nacer de María. Preexitía, no de una for-
ma distinta de cada uno de nosotros, desde el momento que ca-
da hombre ha sido "preelegido y predestinado por Dios como hi-
jo suyo, antes de la Creación del mundo" (cf. Ef 1, 4).
¿Qué ocurre entonces con el horizonte trinitario de la fe cris-
tiana? En algunos casos, éste desaparece prácticamente, o se ate-
núa peligrosamente; otras veces, se reduce a una tentativa de sal-
var las fórmulas de la Tradición y de los símbolos de fe, dejando
caer, prácticamente, toda realidad entendida por la misma Tradi-
ción y por los símbolos de la fe. Dios en sí no es trino; a lo su-
6

mo se vuelve trino en la historia, después de la venida de Jesu-


cristo al mundo. A la tesis bíblica y tradicional del Hijo de Dios
que se vuelve carne, se sustituye, tácitamente, la tesis de la car-

misas, la afirmación que sigue, es decir que "el Verbo de Dios es el fundamen-
to que soporta toda la figura de Jesús" (op. cit. p. 697); se trata, en efecto, de
un fundamento inexistente, o que solamente existe desde el momento del na-
cimiento humano de Cristo. A su vez P. Schoonenberg escribe: "Todo lo que se
nos asegura, sobre la persona divina y preexistente del Hijo por parte de la Es-
critura, de la Tradición y del Magisterio, no se podrá oponer jamás a lo que se
nos anuncia sobre la persona de Jesucristo: que Él es una persona, y precisa-
mente una persona humana. Lo que se afirma de la persona divina preexisten-
te no podrá nunca anular esta única y humana persona" (op. cit. p. 92). Todo
lo que se lee, en la Biblia, sobre el Hijo de Dios o del Verbo preexistente tiene
que entenderse referente al Jesús histórico. Es en Jesús que el Hijo de Dios se
hace persona. Antes existía, a lo sumo, como un modo o una potencialidad en
Dios. El Hijo de Dios no preexiste, sino que deviene con y en Jesús de Naza-
ret (cf. op. cit. p. 96).
6 Cf. H. Küng, op. cit. p. 540: "La fe monoteísta, heredada de Israel y compar-
tida con el islam, no se debe extinguir en ninguna doctrina trinitaria. ¡No hay
otro Dios fuera de Dios!" "Peculiar en el cristianismo no es el elemento trini-
tario, sino el cristológico" (ib. p. 537). "Podríamos buscar en vano en el Nuevo
Testamento —escribe el mismo autor— la exposición de una doctrina mitoló-
gica biteísta" (p. 502). "Las concepciones míticas de entonces alrededor de la
existencia celeste, pretemporal, ultramundana, de un ser emanado de Dios,
acerca de un 'teo-drama' recitado por dos (y hasta por tres) personajes divinos,
ya no pueden ser las nuestras" (p. 505).

159
Jesucristo, el Santo de Dios

ne que se vuelve Hijo de Dios, en el sentido de que en el hom-


bre Jesús de Nazaret se tiene "un divino devenir del Verbo". 7

Aquí aparece el inseparable nexo entre los dos misterios prin-


cipales de la fe. Ellos son como dos puertas que se abren y se
cierran juntas. La divinidad de Cristo es la piedra angular que so-
porta los dos misterios de la Trinidad y de la encarnación. Des-
cartada esta piedra, todo el edificio de la fe cristiana cae sobre sí
mismo. Ya lo había denunciado con claridad san Atanasio, al es-
cribir contra los arríanos: "Si el Verbo no existe junto al Padre
desde toda la eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna,
sino que antes existió la unidad y luego, con el pasar del tiempo,
por añadidura, ha empezado a existir la Trinidad... Hubo un
tiempo en el que no había una Trinidad, sino sólo la unidad." 8

Atanasio hace, en el mismo contexto, una observación que es vá-

7
"¿Podemos decir —escribe Schoonenberg— que Dios es ya trinitario en su
preexistencia? Parecería que no. Muchos se remontan a la Trinidad preexisten-
te procediendo desde la divinidad de Cristo y del Espíritu que Él nos ha dona-
do; pero en este proceso utilizan un concepto de inmutabilidad divina que ofre-
ce a la crítica muchos puntos débiles. Este motivo no da derecho a llegar a la
conclusión de que Dios sea trinitario ya en su preexistencia" (op. cit. p. 93).
"Los títulos cristológicos del Nuevo Testamento pueden ser interpretados en el
sentido de que el Logos sólo a partir de la encarnación obtiene su ser persona
respecto del Padre (su ser Hijo). Con esto no se le quita nada a su divinidad
definida en Nicea, siempre que se pueda hablar de un divino volverse persona
del Logos" (P. Schoonenberg, Monophysitisches und dyophysitisches Sprechen
über Christus, en Wort und Wahreit 27, 1972, p. 26l). E. Schillebeeckx, op. cit.
p. 708, no comparte esta conclusión de Schoonnenberg escribiendo que "no es
sólo en la encarnación de Jesucristo que Dios se vuelve trinitario" y que ésta es
una idea que él "no consigue siquiera pensar". Pero, francamente, tampoco en
él puede verse cuál puede ser la alternativa a esa conclusión tan radical de
Schoonnenberg. Si esta alternativa existe, es verdaderamente, como la define él
mismo, una teología a la tercera potencia, es decir prácticamente inaferrable.
Por otra parte, lo que él excluye, es que Dios se vuelve trinitario sólo en la en-
carnación, no que se vuelva trinitario. Me parece que tenemos, en estos auto-
res el esquema cristológico dinámico y unitario de los alejandrinos (el Verbo
que se hace carne), pero lleno de un contenido típicamente antioqueno que es
el de la absoluta integridad, física y personal, de la naturaleza humana de Cris-
to. A la tesis del Hijo de Dios que se vuelve carne, se opone, precisamente, la
tesis de la carne que se vuelve Hijo de Dios.
8
San Atanasio, Contra Arianos 1, 17-18 (PG 26, 48).

160
Raniero Cantalamessa

lida también respecto de los que hablan hoy de un devenir divi-


no por parte de Dios. ¿Cómo sabemos —dice— que se ha termi-
nado el crecimiento y el devenir de Dios? Si ha venido, vendrá
otra vez. Pero mucho antes que Atanasio, san Juan había estable-
cido esta relación entre los dos misterios: "Quienquiera que nie-
gue al Hijo, no posee tampoco al Padre: el que profesa su fe en
el Hijo posee también al Padre" (1 Jn 1, 23). Las dos cosas se
mantienen o caen juntas.
La fe cristiana resulta, de este modo, minimizada. Se ha visto
más arriba el importante papel que el dogma cristológico puede
asumir también hoy, en cuanto permite dar una respuesta positi-
va al problema de que si es posible realizar, en el tiempo, un ac-
to que comprometa por toda la eternidad. Pero esto es posible
sólo si se conserva en el dogma toda la fuerza antinómica que és-
te tiene en la definición de Calcedonia, donde se habla de Dios
y hombre, y por tanto de eternidad y tiempo, presentes en Cris-
to de modo inconfuso e indiviso. No puede desempeñar esa tarea
allí donde —como sucedía en las formas extremas de la teología
de la muerte de Dios— se habla de Dios que "muere", que cesa
y desaparece para dejar paso al hombre; donde el tiempo, o la
secularidad, sucede a la eternidad, y donde —dando vuelta al
axioma clásico— se dice del Verbo que "cesando de ser lo que
era, se vuelve lo que nq era". Mas el dogma no puede asumir ple-
namente ese papel ni siquiera en estas "nuevas cristologías", en
las que se ofusca o cae la idea de una preexistencia eterna del
Verbo y donde el salto infinito entre eternidad y tiempo se susti-
tuye con la idea hegeliana de un proceso continuo y de un divi-
no devenir por parte del Hijo de Dios.
Se tiene entonces una sistemática abolición de la novedad cris-
tiana. Ésta ya no es la religión de la encarnación, con todo lo que
esto significa en la visión del cosmos y del hombre. La gran afir-
mación paulina sobre Jesús que, siendo de la misma forma que
Dios, no considera un tesoro celoso su igualdad con Dios, sino
que se despoja a sí mismo asumiendo la condición de siervo (cf.
Flp 2, 6 y ss.), es ésta también vaciada de sentido y relegada en-

161
Jesucristo, el Santo de Dios

tre las representaciones míticas. Dios, además, ya no es Padre, si-


no en el sentido precristiano y metafórico por el que era llamado,
en el helenismo, "Padre del cosmos" y en Israel, "Padre de su
pueblo". Dios tampoco es amor, como dice Juan (1 Jn 4, 8). Dios
es amor sólo si ama a alguien que no sea del todo y en todo idén-
tico a sí mismo, puesto que en este último caso, lo suyo no sería
amor, sino egoísmo o narcisismo. Mas, ¿quién ama a Dios, para
ser definido como el amor? ¿El hombre Jesús de Nazaret? Pero en-
tonces es amor que existe sólo desde hace menos de dos mil
años, y antes, ¿qué era -si no había amor? ¿Ama la humanidad? ¿Y
el universo? Pero entonces es amor respectivamente desde hace
unos millones o billones de años. ¿Y antes, qué era si no era
amor? ¿Sería acaso, amor sólo en el sentido que desde toda la eter-
nidad ha previsto y predestinado su Hijo Jesús, o sea en el senti-
do que desde siempre ama algo que no es todavía, pero que se-
rá? Entonces, ¡Dios es esperanza, no es caridad! ¿O bien Dios ama-
ría con un amor infinito, un modo de ser, suyo y simple, visto que
el Hijo es considerado un modo, y no una realidad o hipóstasis?
¡Pero esto no sería ni esperanza, ni caridad, sino vanidad!
¿Podemos decir honestamente que se trata todavía de la mis-
ma fundamental fe cristiana? ¿Qué más distingue, en este caso, al
cristianismo del islamismo, además de, tal vez, la ética? La sínte-
sis del islamismo es: "Alá es el sólo Dios y Mahoma su profeta."
La síntesis de este cristianismo es: "Yahveh es el sólo Dios y Je-
sucristo es su profeta", o lo que es lo mismo, su revelación de-
finitiva. Se agrega, es verdad, a profeta, el adjetivo escatológico,
que sin embargo nada cambia, porque también Mahoma es con-
siderado, por los suyos, como el profeta definitivo y para todos.
Sino que esta salida, que en el caso del islamismo no hace más
que reflejar la historia de esta religión y la explicación que ella da
de sí misma, en el caso del cristianismo transforma de golpe toda
su historia en una idolatría. El que cree —decía también san Ata-
nasio— que el Hijo es una cosa hecha y creada, empuja al cristia-
nismo dentro de la idolatría, al culto a la criatura en lugar de al
Creador. Después que el cristianismo ha erradicado la idolatría, se

162
Raniero Cantalamessa

vuelve él mismo idolatría. Porque el culto y la adoración plena de


Cristo es un dato, de hecho, desde siempre en la Iglesia. 9

Algo que destacan todos los grandes Padres empeñados en la


controversia arriana es la absoluta homogeneidad de la Trinidad
divina que no puede estar formada por algo no creado y algo
creado reunidos. Yo creo que se vuelve a caer, por otro lado,
10

en este grave inconveniente de concebir la Trinidad como algo


híbrido, cuando se proyecta —como sucede en uno de los casos
examinados— una Trinidad formada por "el Padre, Jesucristo y el
Espíritu Santo" , donde Jesucristo indica al que se ha visto hasta
11

ahora, es decir, una persona humana e histórica, si bien prevista


y amada por el Padre desde la eternidad, o sea como el ya nom-
brado profeta escatológico. Confieso que más de una vez me
12

ha venido a la mente, en el transcurso de estas reflexiones, la fra-


se con la que san Jerónimo describió la situación de la cristian-
dad, cuando, después del sínodo semiarriano de Rímini, desper-
tó del sueño en que había caído: "El mundo entero emitió un ge-
mido y se asombró de encontrarse arriano." 13

9
San Antonio, Contra Arianos I, 8 (PG 26, 28).
1 0
San Atanasio, Ad Serapionem I, 28 (PG 26, 294).
1 1
Schillebeeckx, E., op. cit. p. 669.
1 2
Schillebeeckx, E., op. cit. 19. Este autor intentaba sustraer a Jesús del mono-
polio indebido de las Iglesias y escuchar sobre Él también las voces de afuera,
que nos proporcionan "una imagen que puede también ser piedra de parangón
para las imágenes que los fieles se han formado en el curso de los siglos de Je-
sús" (ib. p. 19). El intento en sí es bueno, pero el resultado ha sido, yo creo,
un tácito vuelco de las posiciones que se tienen Mt 16, en el diálogo entre Je-
sús y los apóstoles en Cesárea de Filipo. "¿Quién dicen —preguntó Jesús— los
hombres que es el Hijo del hombre?" Y la respuesta fue: "¡Un profeta!" Pero Je-
sús, aparentemente insatisfecho por esta respuesta, repite: "Y vosotros, ¿quién
decís que soy yo?" Y Pedro contesta por revelación divina: "¡El Hijo del Dios vi-
viente!". En la teoría que convierte a Jesús en profeta escatológico, las posicio-
nes parecen revertidas, como si el evangelista se hubiese equivocado al referir
el orden de las preguntas y las respuestas. La respuesta más veraz y satisfacto-
ria ya no es la de "Hijo del Dios viviente", sino la de profeta, no la de los Após-
toles, sino la de la gente de afuera.
1 3
San Jerónimo, Diálogos contra Luciferianos, 19 (PL 23, 181): "Ingemuit totus
orbis et arianusm se esse miratus est."

163
Jesucristo, el Santo de Dios

3. ¿Una interpretación moderna del dato revelado?

]p ero ahora llego a lo que más me interesa aclarar. Es-


tas tentativas de reformular desde el principio el dato sobre Jesu-
cristo se basan, más o menos declaradamente, sobre una suposi-
ción, también derivada'de Bultmann y dada por cierta, que es la
siguiente: El modo de presentar la fe, en el Nuevo Testamento y
en los antiguos concilios, estaba condicionado por la mentalidad
mítica del tiempo; era un camino obligado frente al cual la Igle-
sia no tenía elección. Y viceversa, este nuevo modo de presentar
la fe, que es el que hemos descripto, es requerido por el pensa-
miento moderno que rechaza toda categoría mítica. También la
segunda, por tanto, es una elección obligada que la Iglesia no
puede evitar, si quiere volver comprensible hoy en día su fe. "La
concepción mítica de entonces en torno de la existencia celeste
de un ser emanado de Dios, sobre un teo-drama recitado por dos
(y hasta tres) personajes divinos, ya no puede ser la nuestra." 14

Yo creo que se puede demostrar cómo este asunto, así expre-


sado, es históricamente falso en ambos casos, o sea, tanto en lo
que se refiere a su antigüedad, como a lo que se refiere a la mo-
dernidad.

1 4
Küng, H., op. cit. p. 505. Según este autor, la doctrina de la preexistencia es-
taba en el aire, en la cultura tardo-antigua. "¿En semejante clima espiritual no
debían parecer plausibles teorías análogas sobre la preexistencia de Jesús, Hijo
de Dios y Verbo de Dios? Pensar según categorías helenísticas de orden físico-
metafísico, era una actitud natural. El elemento mítico dio, en semajante con-
texto, un importante aporte, pero no llegó a imponerse por completo" (op. cit.
p. 503-504). Küng no dice sólo que las concepciones de Nicea ya no pueden
ser las nuestras, sino que tampoco pueden ser las nuestras las del cuarto Evan-
gelio. Lo que él define como teo-drama de varias personas divinas está aún más
acentuado en la descarnada definición de Nicea. Allí se habla, en efecto, de un
Padre que enseña a su Hijo, que lo envía al mundo, que lo espera y de un Hi-
jo que mira lo que hace el Padre, que está con Él en la Creación... No creo que
se pueda explicar todo esto diciendo "que no se disponía entonces de otros ins-
trumentos conceptuales" (op. cit. p. 507).

164
Raniero Cantalamessa

Ante todo una observación de carácter general: ¿Se puede


pensar que esa misma Iglesia que —como hemos visto más arri-
b a — se haya opuesto con todas sus fuerzas al helenismo y al pla-
tonismo, en su doctrina de la humanidad de Cristo, hasta obligar-
lo a aceptar la idea de una real encarnación de Dios y la idea de
la salvación de la carne .(tan distinta de su doctrina de la salvación
desde la carne), se haya después adaptado, sin críticas al mismo
helenismo, en la doctrina de la divinidad de Cristo y de su pree-
xistencia? ¿No sería más exacto afirmar que frente a las posicio-
nes de los heréticos —los gnósticos por un lado, y los de Arrio
por otro— caracterizadas por ceder frente al helenismo y al espí-
ritu del tiempo, la ortodoxia ha siempre reaccionado, haciendo
valer la exigencia del dato revelado?
Mas paso a una consideración que es más directamente ati-
nente a mi intento. Paralelamente a la formación del dogma cris-
tológico, se ha venido delineando, en la antigüedad, un sistema
de doctrinas en las que se encuentran todos los elementos y las
propuestas anticipadas en las llamadas "nuevas cristologías" mu-
chas veces hasta, con los mismos términos. La Iglesia, entonces,
tenía frente a sí diversas posibilidades. La ortodoxia no es preci-
samente fruto de la necesidad, o un producto descontado de una
cierta cultura, sino que es fruto de un largo, ponderado y sufrido
discernimiento. Por otra parte, han existido y existen aún pensa-
dores y teólogos modernos, algunos considerados nada menos
que los iniciadores del moderno pensamiento existencial (como
Sóren Kierkegaard y Karl Barth), los que no han encontrado pa-
ra nada incompatible con la visión moderna que tenían del mun-
do y del hombre y con su análisis de la visión existencial, el creer,
de modo pleno y conmovedor, tanto en la divinidad de Cristo co-
mo en la Trinidad. Con esto, me parece que cae la suposición
misma sobre la que se sostienen algunas de estas nuevas cristo-
logías.
Trataré ahora de probar la primera de las dos cosas enuncia-
das, es decir que era posible no creer en la divinidad de Cristo
en la antigüedad. (La segunda cosa —es decir, que es posible hoy

165
Jesucristo, el Santo de Dios

creer en la divinidad de Cristo— como acabo de decir, es clara y


no tiene necesidad de ser demostrada.) En cuanto tenemos noti-
cias de la existencia de una herejía de origen helenístico y gnós-
tico, que niega la humanidad real de Cristo, el docetismo, tam-
bién tenemos noticias de una herejía opuesta, de inspiración ju-
día, el ebionismo, que considera a Jesús un hombre nudo y no
acepta que en Cristo haya ocurrido la unión de Dios y del hom-
bre, aún considerando a Jesús como el Mesías esperado y desti-
nado a volver a la Tierra. 15

Esta línea de pensamiento continúa en el siglo II y en el III,


primero con la herejía de Artemón, y en el adopcionismo de Teo-
doto de Bizancio, y luego en Pablo de Samosata, en el cual tie-
ne una primera sistematización. Para éste, el Verbo divino no es
personal, es decir dotado de hipóstasis divina, sino solamente
una dynamis, o facultad operativa de Dios. Hijo de Dios no es el
Verbo, sino sólo el hombre Jesús, en el que el Verbo toma su mo-
rada. Jesús fue "un hombre como nosotros, si bien superior en
todo por efecto del Espíritu Santo." Él fue el profeta más gran-
16

de aunque conservándose, en su constitución, como un simple


hombre.
Esta combinación clásica de modalismo y de adopcionismo
opuesta a la tendencia griega de los apologistas y luego a la de
Arrio, llega a su más clara expresión en el siglo IV, con Marcelo
de Ancira y su discípulo Fotino. También según estos dos auto-
res, el Verbo se vuelve Hijo de Dios y realidad subsistente sólo al
aparecer el hombre Jesús de Nazaret. Antes era solamente una
virtualidad de Dios. "Los discípulos de Marcelo y de Fotino —se
lee en un canon de un concilio del año 3 4 5 — rechazan la sub-
sistencia eterna del Cristo, su divinidad y su reino eterno, so pre-
texto de salvaguardar la unidad divina, semejantes en esto a los ju-

1 5
San Ireneo, Adver. Haereses, V, 1, 3.
1 6
Pablo de Samosata, Fragmento siriaco 26 (ed. H. de Riedmatten, Les actes du
procés de Paul de Samosate, Fribourg, 1952).
1 7
Símbolo del III Sínodo de Antioquía (ed. A. Hahn, Bibliothek der Symbole
und Glaubensregeln in der alten Kirche, 1962, p. 194.

166
Raniero Cantalamessa

dios" 11
"Anatemizamos—se lee, además, en las fuentes— a los
que dicen que Cristo, como hijo de Dios, mediador e imagen de
Dios, no existe ab aeterno, sino que se ha vuelto tal, es decir Cris-
to e Hijo de Dios, sólo en el momento en que asumió de la Vir-
gen nuestra carne, es decir, desde hace menos de cuatrocientos
años." Contra el concepto de ellos acerca de una preexistencia
18

sólo intencional del Verbo, las fuentes ortodoxas escriben: "Si al-
guien dice que el Hijo, antes que María, existía sólo según previ-
sión y no que era engendrado por el Padre antes de los siglos pa-
ra ser Dios y por medio de Él hacer venir todas las cosas, sea ana-
tema." Por tanto, Fotino ya conocía la idea de una preexisten-
19

cia de Jesús a modo de previsión o a modo de anticipación. La


unión entre Dios y el hombre, en Cristo es concebida de modo
por demás lábil y externo como en los adopcionistas. La estruc-
tura de fondo, de Cristo es la de un hombre, en el cual el Verbo
divino habría tomado morada, así como el espíritu de profecía en
los profetas. 20

Pablo de Samosata y Fotino, hablando en términos ontológi-


cos, expresan la superioridad de Cristo sobre los demás profetas,
concibiéndolo como el profeta máximo, o el mayor de los pro-
fetas; hoy, hablando en términos históricos, se lo concibe como
profeta escatológico, es decir definitivo. Pero, ¿es tan distinto es-
catológico de supremo? ¿Ésta sería la gran diferencia de horizon-
te entre el pensamiento antiguo ontológico y el pensamiento mo-
derno funcional? ¿Puede uno ser el máximo profeta, la cúspide de
los profetas, sin ser también el profeta definitivo, y puede el pro-
feta definitivo no ser también el máximo profeta?
Los Padres habían visto con claridad. Estos hombres, Marcelo

1 8
Ibídem.
1 9
Fórmula del Sínodo de Sirmio del 351 (ed. A. Hahn op. cit. p. 197). Además
de la expresión "según previsión" (Katá prognósin, prokatangeltikós), encontra-
mos también en las fuentes la expresión "a modo de anticipación" (prochresti-
kós).
2 0
Cf. San Hilario de Poitiers, De Trínitate, X, 21, 50 (PL 10, 358.385); contra los
que dicen que en Cristo la divinidad ha obrado "por gracia, como en un profe-
ta", cf. san Gregorio Nacianceno, Carta la Cledonio, 22 (PG 37, 180).

167
Jesucristo, el Santo de Dios

y Fotino, razonan según el esquema judío, por el cual el Mesías


habría existido antes como predestinado y luego como manifes-
tado. (Un esquema del que se tiene un eco, de lenguaje, aunque
no de contenido en 1 P 1, 20). Expresaban la instancia, o el alma
judía del cristianismo, preocupada sobre todo por salvar el mo-
noteísmo bíblico.
Estos pocos datos son suficientes para probar que la Iglesia se
ha encontrado frente a dos posibles interpretaciones de fondo del
dato revelado, desde el principio: una más de acuerdo a la men-
talidad helenística, y la otra según la mentalidad hebrea, y que no
ha elegido ni a una ni a otra, sino que se ha trazado un camino
propio que sometía a profunda crisis tanto el sistema griego me-
dio-platónico como el de origen judío. Nicea puso en crisis, o hi-
zo progresar, el esquema griego de lo real, eliminando la idea de
ser un intermediario entre Dios y el mundo: el Logos o Hijo de
Dios, concebido como "Dios de segundo rango" (Deuteros theos).
Ha trazado una línea que distingue netamente sólo dos posibili-
dades de ser: el Creador y las criaturas, colocando a Cristo —en
cuanto es una sola persona con el Verbo divino— en la parte del
Creador. Mas ha hecho valer la novedad del Nuevo Testamento
también respecto de la fase veterotestamentaria de la Revelación,
acogiendo el nuevo concepto de una unidad divina que no es
unidad numérica y estática, sino dinámica; una unidad que es
amor y, por tanto, generación y comunión. Ha afirmado implíci-
tamente que, como todos los demás conceptos humanos, tam-
bién el de unidad se realiza en Dios de modo distinto que en las
criaturas; o sea, que Dios puede estar también más allá de nues-
tro concepto de unidad y multiplicidad. Ellos han aplicado cohe-
rentemente el criterio de una teología antinómica y apofática has-
ta su extremo, sin deternerse, como tal vez, se desearía hacer
ahora, ni siquiera frente al monoteísmo. Visto que los Padres te-
nían en gran estima al monoteísmo bíblico, verdadero caballito
de batalla en la lucha contra el paganismo y la idolatría, pode-
mos estar seguros de que por nada del mundo se habrían ex-
puesto a ofrecer a sus adversarios, ni siquiera el pretexto de ha-
berlo dejado de lado con su doctrina de la Trinidad, si no se hu-

168
Raniero Cantalamessa

bieran visto obligados por la fuerza misma de la revelación y de


la fe.
Las cristologías que he examinado no se colocan, entonces,
tanto en la parte del esquema helenístico de Arrio, que admite
una forma de preexistencia real si bien no eterna, cuanto, en
cambio, en la línea opuesta del monoteísmo y mesianismo judíos.
Expresan la tendencia, que resurge frente a toda dificultad am-
biental, de volver a entrar al seno materno. El seno materno, en
este caso, es la fe monoteísta veterotestamentaria que antes per-
mitía dialogar sin complejos con las más altas instancias de la fi-
losofía griega y que hoy nos permite dialogar sin obstáculos (por
lo menos, así parece) con el islamismo. El dato curioso es que en
la antigüedad ésta fue una línea de pensamiento reaccionaria,
propia de los que se oponían a las novedades de los teólogos.
No por casualidad, sus autores —Paulo de Samosata, Marcelo de
Ancira, Fotino— fueron obispos, mientras que los autores de la
tendencia opuesta eran simples curas o laicos: los apologistas
griegos, Orígenes, Arrio.
Se debe agregar que esta línea de pensamiento, más sensible
a la unidad que a la Trinidad de Dios es también el reproche que
se le ha hecho siempre a la teología latina. Mas mientras este re-
proche no está seguramente justificado para Agustín, Ambrosio o
para otros Padres latinos, lo es hoy para aquellos autores que,
cuando toman como punto de partida el evento de Jesucristo, ra-
zonan con la suposición filosófica de la unidad de Dios, antes
que con la revelación bíblica de Dios Padre, Hijo y Espíritu San-
to. El modalismo sabeliano no es aquí un fantasma agitado por
los orientales para espantar a los latinos, sino que es un dato, de
hecho, incluso declarado. Si se tuviese que afirmar una línea tal
en la teología occidental —cosa que no sucederá— entonces sí
que el surco entre la Iglesia ortodoxa y la latina se volvería im-
posible de llenar.
Hablando con propiedad, no estamos, entonces, tanto frente a
una forma de arrianismo, sino frente a su opuesto. Y, sin embar-
go, los Padres no consideraron necesaria una nueva definición,

169
Jesucristo, el Santo de Dios

no convocaron ningún nuevo concilio ecuménico, sino que siem-


pre contra Marcelo y Fotino apelaron a la definición de Nicea. Ni-
cea no condena, en efecto, sólo el error de Arrio sobre la divini-
dad de Cristo, sino también los de Pablo de Samosata, Marcelo y
Fotino. 21

Cuando vemos cómo han pasado estas frases y estos vocablos


sancionados por el dogma, a través de un debate tan cerrado y

2 1
La expresión "generado, no creado" (genitus, non factus) del credo de Nicea
tiene un significado polivalente y juzga prácticamente toda cristología. Dice, del
Hijo de Dios, lo que es y lo que no es. Todas las tentativas de explicar la divi-
nidad de Cristo a partir de algo sobrevenido a continuación y precisamente: a)
en la Creación del mundo (Arrio), b) en el nacimiento de María (Hipólito, Mar-
celo de Ancira), c) en el bautismo del Jordán y en la resurrección (adopcionis-
tas), todas estas tentativas están rechazadas por ese non factus, no hecho, es de-
cir no creado. Todas las cristologías, en las que se puede decir "que había un
tiempo en que el Hijo no estaba", están, de esta manera, anuladas para siempre.
Por otra parte, todas las tentativas de negar o de atenuar la divinidad de Cristo,
reduciéndolo a un profeta, o a un hombre en el que obra el Espíritu y la Pala-
bra de Dios, se encuentra anulada por ese genitus, generado, entendido en el
sentido fuerte y absoluto, como lo entendió el Concilio de Nicea. En esto, la de-
finición de Nicea no hace más que interpretar fielmente el cuarto Evangelio. Juan
se coloca a un paso del genitus, non factus de Nicea y es más, ya lo contiene.
El Jesús de Juan afirma: "Antes que Abraham fuese (genesthai), Yo Soy (Egó Ei-
mi) (Jn 8, 58). "Lo que debe hacerse notar aquí —escribe un eminente exége-
y

ta moderno— es, ante todo, la contraposición de los dos tiempos de verbos ge-
nesthai, llegar al ser, aoristo, y einai, ser, presente continuo. Con esto se quiere
decir que Jesús no puede ser colocado en la serie de personajes históricos, que
se ha iniciado con Abraham y se ha continuado con los profetas. Él afirma, no
sólo, ser el más grande de todos los profetas, superior también a Abraham, sino
que pertenece a otro orden de existencia. El verbo genesthai, devenir, no es apli-
cable, de ninguna manera, al Hijo de Dios. Él debe ser colocado fuera del con-
texto temporal. Se trata, en efecto, de uno que puede afirmar Egó eimi, expre-
sión que corresponde al 'antbü del Antiguo Testamento con la cual se califica-
ba el ser único y eterno de Dios mismo" ( C D. Dodd, La interpretación del IV
Evangelio, Brescia, 1974, p. 326). No son, por tanto, sólo la Tradición y los con-
cilios los que son rechazados con la idea de que han interpretado la fe según
esquemas y exigencias contingentes, sino que es la misma Escritura. La crítica de
R. Bultmann a la fórmula "Cristo es Dios", recordada más arriba, no se dirige en-
tonces sólo al concilio de Nicea, sino a algo con mayor autoridad aún. Su pre-
gunta, acerca de que si hubiera sido mejor evitar totalmente dicha fórmula, no
se dirige solamente a los Padres de Nicea, sino a los autores mismos del Nuevo
Testamento y, en particular, como se ha visto, a Juan.

170
Raniero Cantalamessa

trabajoso, antes y durante el concilio, ya no nos extrañan la pre-


cisión, la profundidad y el alcance formidable que ellos represen-
tan y no nos vemos tentados de atribuirlos a nuestra lectura. No
somos nosotros, ciertamente, los que magnificamos esas expre-
siones, como la expresión "generado no creado". Si se leen Ata-
nasio, Arrio, Basilio o Eunomio, nos damos cuenta más bien cuan
superficiales y lejanos estamos de su agudeza, rigor y capacidad
de ver lejos en las consecuencias de cada afirmación.
En general se nota una gran ligereza y oportunismo en la in-
terpretación de la definición de Nicea, que no está basada sobre
los textos, sino sobre una hermenéutica de comodidad. Para mí, 22

si es lícito tratar hoy de interpretar la intención de fondo y el sig-


nificado también actual de Nicea, es esto: al llamar al Verbo co-
substancial, homoousios, el concilio quiere decir que, en cada
cultura, el Verbo, y por tanto, Cristo, debe ser considerado Dios,
no en un sentido cualquiera, o en un sentido atenuado y deriva-
do, sino en el sentido más fuerte que la palabra Dios tiene en esa
cultura. En este sentido, co-substancial, homoousios, es una es-
tructura abierta, como la definía B. Lonergan.
Nicea es mucho más que una forma de hablar mítica sobre
Dios. Mucha confusión ha nacido por causa del uso indiscrimina-
do y acrítico de la categoría mítico. Con ella gran parte del pen-

2 2
Según H. Küng, Nicea entendía condenar en Arrio sólo una forma de poli-
teísmo, no la negación de la plena divinidad y eternidad del Verbo, como si ver-
daderamente a Arrio le interesara "introducir con malas artes en el cristianismo
una nueva forma de politeísmo" (op. cit. p. 507). Según E. Schillebeeckx (op.
cit., p. 611), Nicea no sería más que un intento de interpretar la fe en base a la
praxis litúrgica y a la experiencia de salvación, sobreentendiendo, con esto, que
también hoy una interpretación de la divinidad de Cristo no puede venir más
que leyendo nuestra actual praxis y experiencia de salvación, distintas de las de
entonces. Contra esto se debe hacer notar que el argumento soteriológico fue
desarrollado sobre todo por Atanasio que escribe después, no antes, del conci-
lio de Nicea. La discusión conciliar no se basó principalmente sobre ese argu-
mento, sino sobre los textos de la Escritura. Si es verdad que el argumento so-
teriológico influyó en la definición del dogma cristológico, es también verdad
que fue la definición dogmática la que ayudó a desarrollar y a tomar concien-
cia de las implicancias cristológicas de la salvación.

171
Jesucristo, el Santo de Dios

Sarniento bíblico y patrístico se encuentra manchado por la sos-


pecha y abierto a toda manipulación. Todo lenguaje religioso es,
de un modo o de otro, mítico, en el sentido en que se apoya so-
bre esquemas y representaciones de nuestro mundo que son dis-
tintos del mundo de Dios. Respecto de este radical dato común,
la distinción entre representación antigua del mundo y represen-
tación moderna (suponiendo que se pueda dividir la historia de
un modo tan simple) es muy relativa y secundaria. ¿No es acaso
mítico también lo que queda después de la desmitificación? ¿Qué
significa decir: "Dios ha obrado en Cristo", o "Cristo es la supre-
ma revelación de Dios?" ¿Tal vez en estas frases no se pasa de un
registro semántico a otro? Para ser coherentes, debemos llegar a
la conclusión de que la fe misma, en cada expresión suya, es mí-
tica. Y se sabe que esto es a lo que han llegado algunos discípu-
los de Bultmann —como H. Braun—, que han llevado la teoría
del maestro a sus más extremas y más lógicas consecuencias. Pa-
ra ellos, Jesús no es más que un hombre y la cristología no es
más que una antropología. La única alternativa verdaderamente
radical del hablar mítico de Dios, si queremos conservarnos, a
pesar de todo, creyentes, es el silencio total sobre Dios. Pero es-
te silencio sería incluso más peligroso que hablar de Él de modo
imperfecto: "¿Qué es lo que uno dice —dice san Agustín— cuan-
do habla de ti? Y sin embargo cuidado con el que te calla." El 23

verdadero remedio contra este peligro de lo mítico, es ser cons-


cientes de lo inadecuado que es cada representación y repetir
después de cada afirmación sobre Dios: "Dios no es esto, Dios
no es aquello." 24

Por tanto, se había partido con el intento de "traducir sistemá-

2 3
San Agustín, Confesiones, 1, 4.
2 4
San Agustín, Enarr. in Ps. 85, 12 (PL 36, 1090). Yo veo, por el contrario, en
la definición de Nicea e incluso antes, en Juan, las afirmaciones más demitifica-
doras que pueda haber sobre Dios. El Jesús de Juan dice: "Vosotros sois de aba-
jo, yo soy de arriba, vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo"
(Jn 8, 23). Esto parece la quinta-esencia de un lenguaje mítico (abajo-arriba) y
en cambio, no es otra cosa que lo que entiende la moderna teología dialéctica
cuando habla, hoy, de la infinita diferencia cualitativa entre tiempo y eternidad,
entre Dios y el mundo.

172
Raniero Cantalamessa

ticamente la verdad de los antiguos concilios cristológicos del


contexto socio-cultural helenístico en el horizonte conceptual de
nuestro tiempo". Pero el resultado fue que se ha traducido en
25

términos modernos, no ya la verdad de los antiguos concilios, si-


no la verdad condenada por los antiguos concilios.
En algunos casos, a este objetivo de traducir en categorías mo-
dernas el mensaje, se le agrega otro: el de revalorizar la humani-
dad de Jesús y con ella la importancia de la praxis del Reino. Se
está convencido de que el cristianismo hasta ahora ha acentuado
demasiado unilateralmente la divinidad de Jesús, haciendo de Él
el "gran icono", es decir un misterio celeste cúltico que deja de
lado al incómodo profeta Jesús de Nazaret. ¿Pero podemos de- 26

cir honestamente, que, por lo menos hoy y por lo menos en Oc-


cidente, la Tradición acentúa demasiado unilateralmente la divi-
nidad de Cristo? ¿No es, tal vez, verdad y a la vista de todos, lo
contrario, como he tratado de demostrar en el capítulo dedicado
a la fe en la humanidad de Cristo hoy? Nos encontramos frente a
la situación que Pascal ha descrito magistralmente con estas pa-
labras: "La fuente de todas las herejías es la exclusión de alguna
de estas verdades: Jesucristo es Dios y hombre. Los arríanos, al
no poder unir estas dos cosas que consideran incompatibles, di-
cen que es hombre; y en esto son católicos. Mas niegan que sea
Dios y en esto son heréticos. Pretenden que neguemos la natura-
leza humana, y en esto son ignorantes." 27

4. "Ellos son del mundo"

J ^ L h o r a trataremos de descubrir cómo se ha llegado a es-


to; por qué le ha sucedido, a la teología y en particular a la teo-
logía católica, todo esto. La explicación se encuentra en la pala-
bra de san Juan de la que hemos partido y se resume en la cate-

2 5
Küng, H., op. cit., p. 509.
2 6
Schillebeeckx, E., op. cit., p. 711.
2 7
Pascal, B., Pensamientos, 862, Brunschwicg.

173
Jesucristo, el Santo de Dios

goría mundo, o mundanidad que hoy podemos traducir como


siglo o secularización: "Ellos —escribe san Juan— son del mun-
do, por eso hablan según el mundo y el mundo los escucha" (1
Jn 4, 5).
No quiero decir en absoluto que estos hermanos en la fe en-
tendiesen servir la causa del mundo, antes que la de Cristo. ¡Al
contrario! Nadie tiene derecho a dudar de sus intenciones y de su
adhesión a la Iglesia. Pero ellos, en su esfuerzo, han quedado
presos, a mi parecer, en la lógica del mundo que reconoce y to-
ma en serio sólo lo que entra en sus categorías que son, por de-
finición, categorías mundanas, es decir, humanas e históricas. Tal
vez la explicación del secularismo esté precisamente en la inca-
pacidad de conjugar entre sí Espíritu e historia y, por tanto, tiem-
po y eternidad.
El sentido histórico, que es sin duda una de las conquistas más
notables de la cultura occidental moderna, se ha transformado en
un tremendo empobrecimiento y en una especie de cárcel, en el
momento en que no ha sido ya capaz de abrirse y acoger al sen-
tido espiritual. El inconveniente que se le reprocha al pensamien-
to patrístico de sacrificar muchas veces el sentido histórico, al
sentido espiritual, se observa —trastocado— en el pensamiento
actual, pero de una forma mucho más radical.
Nos encontramos, me parece, frente a un enésimo episodio
del conflicto entre kerygma y sophia, es decir entre anuncio cris-
tiano y sabiduría humana; es más, en algunos casos extremos,
nos encontramos frente a la reducción pura y simple del kerigma
a sabiduría, obtenida mediante un uso indiscriminado de la her-
menéutica. Se dice que el pecado fundamental del pensamiento
cristiano moderno sería el de hacer valer "al Espíritu Santo como
sustituto de la fuerza de persuasión, de la legitimación, de la
plausibilidad, de la credibilidad intrínseca, de la discusión objeti-
v a " mientras que, ciertamente, es verdad precisamente lo con-
28

trario, es decir que, especialmente en cierto tipo de teología eu-

2 8
Küng, H., op. cit., p. 531.

174
Raniero Cantalamessa

ropea, se ha hecho de la fuerza de persuasión, de la plausibili-


dad y la credibilidad intrínseca, o sea racional, el sustituto del Es-
píritu Santo, revirtiendo el método de san Pablo, que decía: "Mi
palabra y mi predicación (kerygma) no tuvieron nada de los per-
suasivos discursos de la sabiduría (sophia), sino que fueron una
demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fun-
dase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios" (1
Co 2, 4-5).
En esta transformación del kerygma en sophia y del Espíritu
en historia ha tenido una parte determinante la hermenéutica, es
decir, la moderna ciencia de la interpretación de textos. La her-
menéutica debía ser una especie de lejía en la cual se debía su-
mergir el tejido de la fe, para que saliese purificado de las incrus-
taciones humanas y contingentes. Mas tal lejía resultó ser tan
fuerte y corrosiva que, más que purificado, el tejido de la fe sa-
lió de ella disuelto. Lo primero que se resintió con esto fue la Es-
critura misma. La inspiración bíblica llega a ser considerada una
doctrina tardo-antigua, que aparece sólo hacia el final del canon
neotestamentario, que también resulta sospechosa de influencias
helenísticas, especialmente de la de la mántica. En algunos de
29

los autores examinados, ya ella no constituye un criterio absolu-


to. La hermenéutica permite, de hecho, tomar de ella lo que se
quiere o sirve, y dejar de lado como secundario, tardío, o como
revestimiento mítico, lo que no sirve. La autoridad del cuarto
Evangelio casi desaparece. Éste representa un momento agudo
de la helenización del cristianismo. No existe un límite que sepa-
re los escritos canónicos de los demás. La distinción fundamental
es más bien de carácter histórico o ideológico y pasa por otro
lugar, como sucedía en el tiempo de la teología liberal y de la his-
toria comparada de las religiones, por ejemplo, de W. Bousset.
Un efecto de esta sustitución del criterio crítico por el de la fe
es, para mí, la preferencia que se le otorga a la categoría del pro-
feta escatológico sobre la de Cristo, Verbo, Hijo del Hombre o Hi-
jo de Dios. Ella tiene tanta importancia porque es la más antigua

29 Ibídem, pp. 526 y ss.

175
Jesucristo, el Santo de Dios

que pueda documentarse históricamente, y se remonta a Jesús


mismo. Por tanto, no es verdadero el todo, que se tiene al térmi-
no del proceso histórico, sino una parte. ¡Verdadero es lo anti-
guo ! Según este criterio, que denota un residuo de romanticismo,
debería decirse que la forma más genuina del monoteísmo bíbli-
co no es la evolucionada, sino la originaria de las primeras tradi-
ciones del Pentateuco; que el monoteísmo, en su forma radical,
por ejemplo como se presenta en Isaías, es la adaptación históri-
ca debida a circunstancias externas, de una fe que al principio no
exigía tanto y no excluía completamente la existencia de otras di-
vinidades, si bien de segundo orden.
Esta hermenéutica secular se revela todavía con mayor clari-
dad en el modo de tratar los concilios y en la elección de las que
deberían ser fuentes de la fe o los lugares teológicos. Las defini-
ciones conciliares son también consideradas como hipótesis, y no
tesis. En lugar de una interpretación que tenga en cuenta la ex-
periencia de fe y del vivir cristiano, se sustituye el llamado a una
praxis de la que no se aclara nunca bien la naturaleza, y sobre
todo un frecuente recurso a la filosofía, en todas sus formas, in-
cluso las más ajenas a una visión de fe. Un examen atento del ín-
dice de los autores citados en estas cristologías explicará, por sí
solo, muchas cosas.
Se asiste de este modo a un hecho increíble: veinte siglos de
experiencia de la divinidad de Cristo y de la adoración de Cristo,
veinte siglos de teología, Liturgia y mística trinitaria, en los que la
doctrina de la Trinidad ha alimentado y modelado la santidad de
la Iglesia, dándole una huella trinitaria en todas sus manifestacio-
nes, todo esto queda ignorado o borrado, como con un borrador,
gracias al expediente de la hermenéutica que explica todo esto
como debido simplemente al influjo de la teología de la Trinidad,
no de la Trinidad misma, sobre la vida de la Iglesia. ¡Y todo es-
to mientras se afirma que el criterio fundamental de interpreta-
ción de la fe debe partir de la praxis y de la experiencia de sal-
vación en Cristo!
Yo veo en todo esto un influjo del prejuicio secular moderno,

176
Raniero Cantalamessa

según el cual sólo el que es neutral frente a ella puede decir al-
go objetivo sobre la fe. Por todas las cosas nos basamos hoy so-
bre la experimentación, como criterio de comprobación de la ver-
dad, excepto para la fe. Se cree que los únicos que pueden de-
cir algo objetivo y fundado sobre la fe son los que están afuera,
los que la miran sólo desde el exterior, según el principio cientí-
fico de la neutralidad del estudioso frente al objeto de su propia
búsqueda. Nos comportamos a veces, respecto del creyente,
exactamente como obraríamos respecto de un loco. El último que
podría decir algo sobre la locura, evidentemente, ¡es el propio lo-
co! Se cree que el último que pueda decir algo válido sobre su
propia fe sea precisamente aquel que cree y que profesa la fe.
Juan escribía a los primeros cristianos: "En cuanto a vosotros,
estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis... La un-
ción que de Él habéis recibido permanece en vosotros y no ne-
cesitáis que nadie os enseñe" (1 Jn 2, 20.27). ¿Qué significan es-
tas palabras sobre el maestro interior? ¿Que cualquier cristiano lo
sabe todo y no debe aprender nada de los demás? Ciertamente
que no. También aquí el trasfondo es la comunidad cristiana y el
mundo. No necesitáis que nadie os instruya desde fuera de la un-
ción, es decir fuera del ámbito en que obra la unción, que es el
ámbito de la Iglesia; no necesitáis, ni podéis, en lo que atañe es-
pecíficamente a la fe, ir a la escuela de los del mundo que no
tienen la unción y que no creen.
Cierta hermenéutica se ha vuelto hoy el sitio donde la razón
toma su revancha sobre la fe. Con ella se toma con una mano lo
que la fe le ha dado a Dios con la otra. Basta afirmar, por ejem-
plo, sin ni siquiera tener que demostrarlo, que "todas las afirma-
ciones sobre la filiación divina, sobre la preexistencia, sobre la
mediación en la Creación o en la encarnación, muchas veces re-
cubiertas por sobreestructuras mitológicas propias de su tiempo,
en última instancia no tienen otro objeto que el de mostrar la ex-
traordinaria unicidad, originalidad, e insuperabilidad del llamado,
concretándose en Jesús, para que de golpe seamos dispensa-
3 0

dos de creer en la preexistencia y en la encarnación. Con un há-

3 0
Ibídem, p. 508 y ss.

177
Jesucristo, el Santo de Dios

bil movimiento se esquiva la dureza del deber creer y el verda-


dero acto de fe se pospone sine die.
He aquí otro caso de reducción drástica de la fe a hermenéu-
tica, o interpretación: "No podemos —dicen— disponer del cris-
tianismo como nos parece." Esto es muy cierto. Entonces, ¿cuál
debe ser el criterio? El criterio es la ortopraxis, es decir "un cris-
tianismo auténtico que sea conforme a la praxis de vida y de
muerte de Jesús." ¿Y cómo sabemos cuál es esta recta praxis? "La
ortopraxis no es posible, sino en el ámbito de una interpreta-
ción." Y así la Palabra vuelve a los intérpretes, que son los que
31

tienen la última palabra en lo que respecta a la fe.


Kierkegaard ha ilustrado este abuso de la hermenéutica apli-
cado a la Biblia con un ejemplo que aparece hoy aún más autén-
tico que en el tiempo en que lo escribía: "Imagina un país en el
cual una orden del rey sea comunicada a todos los funcionarios,
a todos los subditos, luego a toda la población. ¿Qué es lo que
ocurre? Un extraño cambio se nota en todos. Cada uno se trans-
forma en intérprete, los funcionarios se vuelven escritores, cada
día se publica un comentario, cada vez más erudito, más sutil,
más ingenioso, más profundo, más admirable, más elegante, y
uno más elegante que el otro; la crítica, que tiene la misión de
informar, apenas si puede seguir toda esta literatura: todo es in-
terpretar, si bien ninguno ha leído el regio decreto de manera ex-
haustiva. Pero no es suficiente esta inflación de hermenéutica:
no, también se ha modificado el punto de vista de la seriedad, y
la hermenéutica se ha vuelto ahora la verdadera seriedad." 32

En el pensamiento de este filósofo se encuentra un compo-


nente profético, también en un sentido bíblico, del que él mismo,
al final de su vida, era consciente de que sin embargo, no se pue-
de aferrar si no es en el espíritu, es decir, entrando en su pers-
pectiva. Desde que Hegel puso, con su sistema, la filosofía por
encima de la religión y de la fe, como manifestación suprema del

3 1
Schillebeeckx, E., op. cit., 611 y ss.
3 2
Kierkegaard, S., Para el examen de st mismos, I, en Obras, por C Fabro, Flo-
rencia, 1972, p. 914.

178
Raniero Cantalamessa

Espíritu, ha habido una sucesión de intentos de la razón y de la


teología para ir más allá de la fe, como si hubiese algo más allá
de la fe. Abraham —hacía notar el mismo autor— no pretendió
ir más allá de la fe, sino que se conformó con creer. Le pareció
algo ya bastante serio creer. ¿Cómo no recordar ahora la palabra
con que Juan retoma el tema para él conocido del discernimien-
to de los espíritus en su segunda carta? "Muchos son los seduc-
tores que han aparecido en el mundo, los que no confiesan que
Jesucristo ha venido en carne... Todo el que se excede (proagón)
y no permanece en la doctrina de Cristo, no posee a Dios" (2 Jn
7-9). En ese tiempo también estaban los que se excedían.
Si la causa de esta pérdida de los caminos de la fe es, como
decía Juan, el mundo —es decir, hacer que el mundo sea el que
juzga la fe, antes que el que es juzgado por ella—, entonces el
camino para,salir de esta situación no puede ser más que la con-
versión del mundo: "Si alguno entre vosotros se cree sabio según
este mundo, hágase necio, para llegar a ser sabio; pues la sabi-
duría de este mundo es necedad a los ojos de Dios" (1 Co 3, 18).
Ésta es una especie de ley; cualquier cosa que uno escriba antes
de haber pasado por esta conversión es sospechosa; es sabiduría
de este mundo y, por tanto, necedad para Dios. También los Pa-
dres tuvieron que pasar a través de esta conversión. San Agustín
—y, antes que él, el filósofo Victorino del que narra la conver-
sión en las Confesiones— tuvieron que volverse necios, avergon-
zarse frente a sus colegas, volverse fuera de la sinagoga, salir de
sus amigos habituales, para poder acceder al misterio y a la sabi-
duría cristianos. Intentaron ellos también oponerse, dudaron, su-
frieron, pero ellos también, como antes el "ciego de nacimiento"
del Evangelio, una vez echados de la sinagoga, se dieron cuenta
de que era mucho más fácil creer (cf. Jn 9, 35). Cierto ambiente
académico —donde la teología convive codo a codo con otras
disciplinas puramente humanas y debe defender su pretensión de
ser, también ella, una ciencia— puede volverse fácilmente la si-
nagoga de la que se teme ser excluidos, si uno cree en un Dios
hecho carne (cf. Jn 9, 22).

179
Jesucristo, el Santo de Dios

En la Biblia hay una conversión para cada hombre y cada si-


tuación: para las pecadoras como la Magdalena y la samaritana,
para los hombres de negocios como Zaqueo, para los jefes de la
Iglesia como Pedro y los otros Apóstoles, que es la conversión
del deseo de ser el más grande (cf. Mt 18, 1 y ss.). Hay una con-
versión también para los doctos y los teólogos y es ésta: la con-
versión de la falsa a la verdadera sabiduría, de la sabiduría del
mundo a la de Dios. Pablo ha vivido él mismo esta conversión y
por esto puede hablar a los demás. Jesús dice que el Padre ha re-
velado los misterios del Reino, en primer lugar el misterio de su
persona a los pequeños. Una fe genuina en la divinidad de Cris-
to no puede nacer más que de una conversión semejante. Para-
fraseando un dicho célebre de Jesús se debe decir: Si la inteligen-
cia y la razón humanas, caídas en tierra, no mueren, quedan so-
las: solamente razón humana, solamente naturaleza. Si mueren,
dan en cambio mucho fruto (cf. Jn 12, 24). ¡Y qué frutos dio en
Pablo, en Agustín, y en tantos otros! Mientras no se ha pasado
por esta experiencia, no se puede verdaderamente acceder al
misterio; hablamos de él quedándonos, sin darnos cuenta, fuera
de él. Conocemos la corteza, no la médula. Mientras que Jesús,
de objeto de estudio que uno analiza y domina, y encierra en un
tratado de cristología, no haya pasado a ser sujeto por el que uno
es dominado y subyugado y al cual se rinde, todo lo que escriba
es letra, y a veces, letra que mata. Nadie, fuera del interesado,
puede saber si un teólogo ha pasado o no a través de esta expe-
riencia de crucificar al mundo. Nadie, por tanto, tiene derecho a
juzgar y establecer desde afuera, si uno es un teólogo nuevo o
un teólogo viejo, del espíritu o de la letra. Pero el interesado pue-
de saberlo; por tanto él es quien puede y debe juzgarse.

5. "Lo que está en vosotros es más grande


que lo que está en el mundo"

¿El error fue entonces, el de aplicar la hermenéutica a la


fe? No. Esto, de distintas maneras, también lo hacían los Padres.

180
Raniero Cantalamessa

La alternativa a esto sería el fundamentalismo bíblico y un cristia-


nismo hecho de pura y muerta repetición. El error consistió más
bien en ignorar que la hermenéutica tiene un límite que no pue-
de ser sobrepasado y que lo constituye el dato revelado de la Es-
critura y explicitado en los concilios mediante el dogma. Es un
poco como la interpretación musical de una sinfonía o de un ora-
torio célebre. Ésta es, por cierto, distinta según la sensibilidad del
momento y del director de la orquesta, pero no puede llegar has-
ta cambiar la escritura original de la obra, sin que ésta se convier-
ta en algo distinto.
El error consistió, por tanto, en asignarle a la hermenéutica la
tarea de reinventar siempre de nuevo y desde el principio, en ca-
da época, la fe en Cristo, fundando sobre esto —y no sobre algo
objetivo que existía desde el principio, en Jesús mismo— la pre-
tensión de universalidad del cristianismo. Una explicación seme-
jante de la universalidad de la fe cristiana sería tal vez posible si
la salvación cristiana no fuese esencialmente más que una res-
puesta a las expectativas del hombre. En este caso, cambiando
33

radicalmente (siempre que sea posible) las expectativas, debería


cambiar también la respuesta. Pero la salvación cristiana es algo
muy distinto de una simple respuesta a las expectativas humanas;
es algo que "nunca entró antes en corazón de hombre"; es don
inesperado que supera toda expectativa; es gracia. De una doc-
trina semejante, en la cual el significado de Cristo se ve desde su

3 3
Schillebeeckx, E., op. cit., p. 611: "El Cristianismo será vivo y auténtico úni-
camente si cada época, en base a la relación propia con Jesucristo, se pronun-
cia de nuevo por Jesús de Nazaret. Entonces es imposible fijar antes la esencia
de la fe cristiana, para luego, por así decirlo, en segunda instancia, interpretar-
la de modo que se adapte a nuestra época. El que, con las Iglesias cristianas,
confiesa el significado universal de la fe en Jesús, deberá entonces tener la hu-
mildad de adoptar también las dificultades que ello comporta; o bien deberá re-
nunciar a dicha pretensión de universalidad. Solamente estas dos posibilidades
son auténticas y coherentes. Aceptar la universalidad, y negar simultáneamente
el problema hermenéutico —y sostener entonces una sola definición exclusiva
de la esencia del cristianismo, ne varietur— no es un camino accesible, ni una
posibilidad auténtica; es por otra parte un desconocimiento y un vaciamiento
efectivo de la verdadera universalidad de la fe cristiana."

181
Jesucristo, el Santo de Dios

praxis, independientemente de su persona, no podrá surgir más


que una doctrina de la-gracia, en la cual la "gracia de Cristo" se-
rá reducida, como en el pelagianismo, al ejemplo de Cristo.
Ya se sabe a qué conduce un proyecto de esta índole de asig-
nar a cada época la tarea de definir nuevamente la esencia del
cristianismo, sin sentirse vinculado por nada de lo que ha sido
dado de una vez por todas. Albert Schweitzer lo ha demostrado
para el siglo pasado, en su Historia de la búsqueda sobre la vida
de Jesús. Cada generación de teólogos partía con el intento de
desligar a Cristo del cepo de la dogmática eclesiástica, para lle-
varlo cerca de sí y de sus problemas. El resultado ha sido, que
cada época ha vestido a Cristo con las ideas y las tendencias de
turno, en auge en la sociedad. Lo ha vestido con los ropajes que
estaban de moda. Ha usado a Cristo como si fuera un lugar de
experimento de sus propias teorías. Es curioso que no haya nin-
guna cristología moderna que no parta de la situación ilustrada
en este libro y que no se funda, en parte, sobre sus resultados,
para justificar el abandono de las tendencias liberales, sin darse
cuenta de que la misma situación se está repitiendo en nuestro
siglo y que, en algunos casos —los que aquí examinamos— es-
tán dentro de ella plenamente. Será suficiente que, al finalizar el
siglo, alguien tenga la paciencia y la valentía de Albert Schweit-
zer para que el siglo venidero se vea entregar en mano la misma
herencia, aumentada, que nosotros hemos recibido del preceden-
te. Lo que ocurrió en el interior de la teología liberal del siglo pa-
sado es lo que ocurrió en el nuestro, en el interior de la teología
kerigmática: una historia pendular en lo que respecta al núcleo
central de la fe en Cristo, a pesar de los progresos indiscutibles
que se han registrado sobre puntos particulares, tanto de método
como de contenido. La fe en Cristo que, con este método, cada
época irá a elaborar para sí, no será nunca más que "un dibujo
creado por la ola sobre la playa y que la ola sucesiva borra".
Albert Schweitzer terminaba su historia con una sugestiva vi-
sión: "En la búsqueda de la vida de Jesús —escribía— ha sucedi-
do algo extraño. Había partido para encontrar al Jesús histórico,
pensando que, una vez encontrado, sería posible transportarlo,

182
Raniero Cantalamessa

así como es, como maestro y salvador de nuestro tiempo. Aflojó


las vendas con las que, por siglos, había quedado ligado a las ro-
cas de la dogmática eclesiástica; se alegró al ver su imagen que
retomaba vida y movimiento y al contemplar al hombre Jesús de
la historia venir hacia sí. Pero sucedió que Él no se detuvo: so-
brepasó nuestro tiempo y... volvió al suyo. Volvió con la misma
necesidad con que el péndulo dejado en libertad vuelve a su po-
sición original." 34

Cristo —escribe este autor— vuelve siempre a su tiempo ; yo


digo que Cristo vuelve siempre a su lugar. Vuelve a la Iglesia, de
la cual cada vez se ha intentado desligarlo, porque, como fue en
los orígenes, así también hoy, Cristo sólo es significativo para la
comunidad que vive de la fe en Él y en la cual solamente Él es,
en un sentido real y no sólo metafórico, el viviente.

6. Liberar a Cristo de los cepos de la


dogmática eclesiástica

ero aquí se abre para nosotros un debate importante.


La Iglesia —y por Iglesia aquí entiendo, tanto la jerarquía, como
la teología pastoral del anuncio— no puede hacer como si nada
hubiese ocurrido, tal vez diciendo entre sí: "¡Yo tenía razón!"
Queda para la Iglesia y la ortodoxia demostrar que es posible sal-
var y dar espacio a las instancias nuevas adelantadas por estos
teólogos, aún quedándose en el conducto de la fe tradicional.
Demostrar que la Tradición es capaz de acoger el progreso, in-
cluso donde el progreso no ha sido capaz de acoger la Tradición.
En otras palabras, que las fórmulas dogmáticas tradicionales, de
naturaleza ontológica, están en condiciones de recibir la lectura
moderna, de carácter más funcional y dinámico, mientras que no
siempre se verifica lo contrario. Decir que Jesucristo es "verdade-
ro Dios" no excluye, es más, incluye, que Él es la definitiva au-

3 4
Schweitzer, A., Geschichte der Leben-Jesu-Forscbung, Munich, 1966, II, pp.
620 y ss.

183
Jesucristo, el Santo de Dios

torrevelación de Dios y su comunicación con el hombre, mientras


que decir que Él es la definitiva autorrevelación de Dios no siem-
pre incluye y salvaguarda la afirmación de que Él es el verdade-
ro Dios.
Más particularmente, le toca a la Iglesia y, concretamente, a
los pastores y anunciadores del Evangelio, demostrar que no es
verdad que el "batirse por la divinidad de Cristo" signifique ha-
cer callar la incómoda voz del profeta Jesús de Nazaret cuando
éste se rebela contra las formas esclerosadas de la religiosidad,
las hipocresías y los formalismos y esa tendencia, tan antigua, de
hacer pasar por cosas instituidas por Dios mismo, y que, por tan-
to, no se pueden cambiar, esas cosas que no se quieren cambiar.
Es nuestra tarea demostrar que proclamar la divinidad de Cristo
no disminuye la fuerza crítica de Jesús como hombre y profeta,
sino que la aumenta al máximo. El hombre —se ha escrito— ve
lo externo, pero Dios escruta el corazón (cf. 1 S 16, 7; Pr 15, 11).
Si Jesús es solamente un hombre, aunque fuese el profeta esca-
tológico, Él no puede escrutar la conciencia de cada hombre, in-
cluso del hombre de hoy, separado de Él por dos mil años. Lo
puede hacer si es también Dios. Y, en efecto, lo hace ¡porque es
también Dios!
¿No podría ser precisamente la Iglesia la que cumpliera esa
operación que ningún otro ha podido ni podrá hacer, es decir li-
berar, en sentido constructivo, a Cristo de los cepos de la dog-
mática eclesiástica? El dogma cristológico de Nicea y de Calcedo-
nia se ha formado a través de un proceso de selección y de re-
ducción. Entre tantos títulos y maneras posibles de hablar de Je-
sús, se eligieron los que se iban revelando como los más efica-
ces para dialogar con la cultura y para hacer frente a las herejías.
Esto explica la preferencia acordada al título de Logos o Verbo de
Dios. En la discusión teológica, el dato bíblico se fue así redu-
ciendo a guisa de cono, hasta alcanzar su vértice con la defini-
ción de Calcedonia, en la que Cristo es definido como verdade-
ro Dios y verdadero hombre, es decir, "una persona en dos natu-
ralezas". Desatar a Jesús de las angustias de la dogmática eclesiás-

184
Raniero Cantalamessa

tica no quiere decir ciertamente ignorar Calcedonia o peor opo-


nerse abiertamente a ella; mas puede querer significar recomen-
zar en cada época a partir de lo concreto del dato bíblico sobre
Jesús, valorizando esos modos de hablar (entre los cuales, ¿por
qué no? el de profeta escatológico) que fueron dejados de lado
en precedentes contextos culturales, siempre que se revelen úti-
les y significativos hoy en día. Significa no construir todo el dis-
curso cristológico, como sucedía en los manuales hasta no hace
mucho tiempo, a guisa de un gran cono dado vuelta que se apo-
ya todo sobre el vértice del cono precedente, es decir, sobre la
fórmula "una persona en dos naturalezas", sino más bien como
un cono que, retomando como base el dato bíblico completo y
englobando en su interior la síntesis de la época patrística y la re-
flexión moderna, se estira hacia un nuevo vértice y una nueva
síntesis. Esto es posible y algunos de entre los mejores tratados
actuales de cristología se acercan a esto. Esto sí que sería tomar
a Calcedonia "no sólo como fin, sino también como principio". 35

En la dogmática eclesiástica —especialmente, repito, en la de


los manuales— se han tomado, a veces, las fórmulas antiguas en
un sentido demasiado material o lógico, como si fueran fórmulas
químicas que decían todo lo que había que decir sobre la cosa y
que era suficiente que se manejase de una manera técnicamente
correcta. Liberar, en sentido positivo, a Cristo de los cepos de la
dogmática eclesiástica podría querer decir recuperar el valor apo-
fático de los dogmas y esa libertad frente a las fórmulas que te-
nían los mejores Padres. San Atanasio, en un determinado mo-
mento, se mostró dispuesto incluso a dejar de lado el término ho-
moousios, siempre que se asegurara lo que con ello se había que-
rido afirmar en Nicea, y san Agustín declaraba abiertamente que
en teología usamos el término persona a falta de uno mejor, pe-
ro que éste es inadecuado para expresar las realidades divinas del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 36

3 5
Cf. K. Rahner, Chalkedon-Ende oderAnfang?, en DasKonzil von Chalkedon,
III, Würsburg, 1954.
3 6
Cf. San Agustín, De Trinitate, VII, 6, 11 (PL 42, 943 y ss.).

185
Jesucristo, el Santo de Dios

7. ¿Quién es el que vence al mundo?

ebemos volver a crear las condiciones para retomar la


fe en la divinidad de Cristo. Reproducir el ímpetu de fe del que
nació la fórmula de fe: "Creo en un solo Señor Jesucristo, Unigé-
nito Hijo de Dios, nacido del Padre, antes que todos los siglos,
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, ge-
nerado no creado, de la misma sustancia del Padre." El cuerpo de
la Iglesia ha producido de una vez un esfuerzo supremo, con el
cual se ha elevado, en la fe, por encima de todos los sistemas hu-
manos y de todas las resistencias de la razón. Seguidamente ha
quedado el fruto de este esfuerzo. La marea se ha elevado una
vez hasta su máximo nivel y ha dejado su señal en la roca. Pero
es necesario que se repita la subida, no basta la señal. No basta
repetir el Credo de Nicea; es necesario renovar el impulso de fe
que se tuvo, entonces, en la divinidad de Cristo y cómo no hubo
su igual en los siglos. Esto es lo que nuevamente se necesita. Hu-
bo un momento en que la fe de Nicea resistía, en la Iglesia, en
el corazón de un solo hombre: Atanasio, pero fue suficiente pa-
ra que sobreviviese y retomase victoriosa su camino. Esto indica
que incluso unos pocos creyentes, dispuestos a jugarse hasta la
vida por esto, pueden hacer mucho para revertir la tendencia ac-
tual de volver a introducir en teología la tesis de fondo del arria-
nismo según la cual, "había un tiempo en que el Hijo no existía".
Lo que hemos hecho notar tiene importantes consecuencias
para el ecumenismo cristiano. En efecto, existen dos ecumenis-
mos en acto: uno de la fe y uno de la incredulidad; uno que reú-
ne a todos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios y que Dios
es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y uno que reúne a todos los que
se limitan a "interpretar" estas cosas. Un ecumenismo en el cual,
en definitiva, todos creen en las mismas cosas porque ya nadie
cree más en nada verdaderamente, en el sentido fuerte de
"creer". Hay una unidad nueva e invisible que se va formando y
que pasa a través de las distintas Iglesias. Del texto de Juan re-
cordado al principio se deduce que la fundamental diferenciación

186
Raniero Cantalamessa

de los espíritus, en el ámbito de la fe, no es la que los distingue


en católicos, ortodoxos o protestantes, sino entre los que creen
que Jesucristo es el Hijo de Dios y los que no creen en ello. Es-
ta unidad invisible tiene una extrema necesidad, a su vez, del dis-
cernimiento de la teología y de la jerarquía, para no volver a caer
en el peligro del fundamentalismo o en la vana presunción de
poder formar una especie de Iglesia transversal, fuera de las igle-
sias ya existentes y en particular de la Iglesia católica. Pero una
vez evitado este riesgo, se trata de un hecho que ya no nos po-
demos permitir ignorar. ¿Para qué me serviría quedarme en el
ámbito institucional de la Iglesia católica, sí, por ejemplo, hubie-
se perdido toda fe en el Cristo de la Iglesia católica?
Todo lo que se dijo es importante también sobre todo en vis-
ta de una nueva evangelización. Existen edificios o estructuras
metálicas hechos de tal modo que, si se toca en cierto punto, o
se quita una piedra determinada, todo se derrumba. Así es el edi-
ficio de la fe cristiana, y esta piedra angular es la divinidad de
Cristo. Quitada ésta, todo se desmorona y antes que nada, como
hemos visto, la Trinidad. San Agustín decía: "No es gran cosa
creer que Jesús ha muerto; esto también lo creen los judíos y los
reprobos; todos lo creen. Pero es algo verdaderamente grande
creer que ha resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección
de Cristo." La misma'cosa, además de la muerte y de la resu-
37

rrección, debe decirse de la humanidad y divinidad de Cristo, de


lo que muerte y resurrección son las respectivas manifestaciones.
Todos creen que Jesús es hombre; lo que marca la diferencia en-
tre los creyentes y no creyentes es creer que Él es Dios. ¡La fe de
los cristianos es la divinidad de Cristo! Sólo hay una cosa, nos
vuelve a recordar Juan, más fuerte que el mundo y que puede
vencer su tremenda resistencia al mensaje: creer que Jesús es el
Hijo de Dios. Creerlo, antes que proclamarlo y mostrarlo a los de-
más. "Quién vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hi-
jo de Dios?" (1 Jn 5, 5).
Hoy en día necesitamos, en todos los niveles, lo total. Las Igle-

3 7
San Agustín, Enar. en Ps. 120, 6 (PL 36, 1609).

187
Jesucristo, el Santo de Dios

sias católica y ortodoxa han acentuado, desde la antigüedad, la


importancia de la fe creída (fides quae). A partir de la controver-
sia arriana, todos los tratados patrísticos "sobre la fe" (defide) se
ocupan exclusivamente de establecer cuál es la fe recta y ortodo-
xa. No hay ni trazas de interés por la estructura del acto de fe o
la dimensión subjetiva de creer. Las Iglesias de la Reforma, por el
contrario, han acentuado la importancia de la fe creyente (fides
qua), del acto personal de fe, definiendo la fe como confianza.
Pero una no puede existir sin la otra. La fe objetiva, o la ortodo-
xia, no convierte por sí sola, no contagia a los que están lejos; la
fe subjetiva o personal; sola, lleva al subjetivismo y a continuas
divisiones y, en los casos extremos, se reduce a tener una fe y
una confianza indeclinables, pero en sí mismas, en las propias
ideas o en el pequeño grupo propio, antes que en Dios.
Frente a las infinitas distinciones escolásticas sobre Dios, hu-
bo, en la Edad Media, alguien que en vista de la contemplación
gritó: "¡Lo necesito todo entero!" Hoy un grito análogo debe ser
38

elevado en las Iglesias en vista de la evangelización: "¡Lo necesi-


to todo entero!" Necesitamos el contenido total dé la fe: Dios uno
y trino; Jesucristo Dios y hombre, y necesitamos la entera capa-
cidad de creer, de la Iglesia. Necesitamos todas las fuerzas —ca-
tólicas, ortodoxas, protestantes— si queremos esperar impulsar
con nuevo ímpetu la evangelización. Ninguna Iglesia cristiana
puede esperar cumplir sola esta inmensa tarea.
Lo demás está en manos de Dios. No debemos caer, en efec-
to, en la tentación del milenarismo o del bimilenarismo. No de-
bemos repetir el error de los primeros discípulos cuando interro-
gaban a Jesús diciendo: "¿Es éste el tiempo? (cf. Hch 1, 6). ¿Es el
dos mil el tiempo en el que vendrá finalmente el Reino de Dios
sobre la Tierra? "A vosotros no os toca conocer el tiempo y el mo-
mento... —contesta también hoy Cristo— mas recibiréis la fuer-
za del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis tes-
tigos" (Hch 1, 7-8). Es precisamente así que llega el Reino de
Dios: recibiendo fuerza del Espíritu Santo, para que demos testi-
monio de Jesús.

3 8
cf. Anónimo, La nube del no saber, 7, ed. ital., Milán, 1981, pp. 142 y 55.

188
• de autores
• temático
• general

ÍNDICES
índice de autores

Adamantius, 90.
Adeste fideles, 134.
Agustín (s.), 28, 33, 48, 52, 60, 65, 76, 79, 81, 83, 96, 104, 107,
120, 134, 143, 172, 185, 187.
Alfonso de Ligorio (s.), 137.
Angela de Foligno (b.), 136, 143.
Anónimo, La nube del no saber, 188.
Apeles, 37.
Apolinario de Laodicea, 39.
Arrio, 156, 165, 169.
Artemón, 166.
Atanasio (s.) 20, 160, 163.

Barth K., 47,


Basilio (s.), 97.
Benito (s.), 137.
Bernardino de Siena (s.), 125.
Bernardo (s.), 125.
Bousset W , 175.
Braun H., 172.
Buda, 27.
Buenaventura (s.), 34, 53, 142.
Bultmann, 156, 164, 170.

Cabasilas N , 26, 28, 31, 47, 121, 143, 145.


Calvino J., 64.

191
Catalina de Siena (s.), 87.
Celso, 71.
Cipriano (s.), 137.
Cirilo de Alejandría (s.), 44.
Claudel R, 123.
Clemente (s.), 90.

Dante Alighieri, 133.


DaviesJ., 39.
Denzinger-Schónmetzer, 39, 91, 95, 114.
Diadoco de Fótica, 45.
Dodd C. H., 62, 75, 170.
Dostoievski F., 25.

Eckhart, 138.
Eusebio de Cesárea, 70.
Extractos de Teodoto, 94.

Fabro, C, 99.
Fórmula del Sínodo de Sirmio, 167.
Fotino, 166.
Francisco de Asís, 53, 102, 103.

Gaudium et spes, 46.


Gregorio Nacianceno (s.), 50, 97, 167.
Gregorio Niseno (s.), 25, 50.
Guillermo de Saint-Thieny, 32.

Hahn A., 167.


Hegel E, 118, 178.
Heidegger M., 96, 134.

192
Hilario de Poitiers (s.), 167.
Hipólito Romano, 170.
Horkheimer M., 87.
Husserl E., 119.

Ignacio de Antioquía, 37, 90, 95, 144.


Imitación de Cristo, 53, 137.
Ireneo (s.), 7, 43, 46, 98, 166.

Jerónimo (s.), 163.


Juan de la Cruz (s.), 132.
Juan Pablo II, 53.
Justino, 69, 139.

Kazantzakis N., 42.


Kierkegaard S., 7, 10, 19, 29, 30, 49, 72, 73, 96, 100, 101, 103,
104, '178.
Küng H., 40, 157, 158, 159, 164, 171, 173, 174.

León Magno (s.), 48, 95, 142, 145.


Leopardi G., 105.
Lessing G. E., 99.
Lonergan B., 171.
Lumen Gentium, 30, 31.
Lutero M., 30, 74.

Machovec M., 41.


Mahoma, 162.
Marcelo de Ancira, 166 y ss.

193
Marción, 37.
Máximo, el Confesor (s.), 95, 97 y ss.

Orígenes, 15, 23, 40, 71, 104, 138, 169.

Pablo de Samosata, 166 y ss.


Pannenberg W., 18.
Pascal B., 23, 66, 123, 173.
Péguy Ch., 53, 69.
Platón, 70, 104.

Rahner K., 185.


Regla de san Benito, 137.
Riedmatten de H., 166.
Rublev N., 25.

SartreJ. P., 43, 46, 123.


Schillebeeckx E., 157 y ss., 163, 173, 178, 181.
Schoonenberg P., 41, 157, 160 y ss.
Schweitzer A., 183 y ss.
Segunda carta de Clemente, 90.
Shakespeare W., 105.
Símbolo del III Sínodo de Antioquía, 166.

Tagore, 147.
Teodoto de Bizancio, 94.
Teresa de Ávila (s.), 138.

194
Tertuliano, 9, 37, 38, 90.
Tomás de Aquino (s.), 120, 131.

Unamuno M. de, 98.


Ungaretti G., 97.

Victorino Romano, 179.

195
índice temático

Adopcionismo, 166.
Alma de Cristo, 15, 38.
Amor, de concupiscencia y de amistad, 131, 140, 145.;
por Jesús, 129 y ss;
actividad propia de los bautizados, 145 y ss;
perfección del a. de Cristo, 18 y ss.
Apolinario de Laodicea, herejía de, 39.
Arrianismo, 153, 171, 173;
la fórmula arriana "había un tiempo en que el Hijo no
existía", 170, 186.
Artemón, herejía de, 166.

Bienaventuranzas y santidad de Cristo, 18.


Budismo, 140.

Calcedonia, concilio y definición, 5, 39, 44, 92, 114, 153, 185.


Conocimiento y experiencia, 119 y ss.
Conversión, como despertar, 33;
de los teólogos, 179.
Cristianismo, universalidad del, 181.
Cristología, de Alejandría y de Antioquía, 8;
"desde abajo", 115;
espiritual, 8;
las "nuevas cristologías", 6, 41, 153 y ss., 161, 165.
Cultura moderna, 93.

197
Densificación, 172.
Deseo de santidad, 33.
Dichos de Jesús, auténticos y no auténticos, 60.
Dios, Padre del cosmos, de Israel, de Jesucristo, 162;
"no abandona si no es abandonado", 65;
devenir Trino de Dios, 160;
amor por Dios y amor por Cristo, 135 y ss.;
el "Dios de segundo rango", 168.
Divinidad de Cristo hoy, 57 y ss.;
la fe de los cristianos es la divinidad de Cristo., 187.
Docetismo, 35 y ss., 43, 166.
Dogma, cristológico, 5 y ss.;
origen del d. de las "dos naturalezas", 88 y ss.;
d. y Escritura, 6, 8, 44;
fuerza del d., 49;
los dogmas "estructuras abiertas", 6, 115, 152;
"anticuerpos" de la Iglesia, 152;
los dogmas, ¿tesis o hipótesis?, 153, 176;
valor apofático del d., 185.

Ebionismo, 166.
Ecumenismo, 186.
Edificación, 29.
Encarnación, y amor de Dios, 137;
y misterio pascual, 44, 49;
punto de intersección entre eternidad y tiempo, 96.
Enhipóstasis, teoría de la e. del Verbo, 157.
Entero, "lo necesito todo entero", 188;
"Yo soy" (Ego Eimi) del IV Evangelio,
Escándalo, fe en la divinidad de Cristo y posibilidad de e., 71,
77.
Escritura y Tradición, 7, 159.
Escuela de historia de las religiones, 68.
Esencia, mística de la e. divina, 138, 141.

198
Espíritu Santo, 27, 34, 64, 73 y ss., 80 y ss, 123, 143, 188;
"luz de los dogmas", 7 y ss.;
"anticipo de eternidad", 106 y ss.;
Espíritu Santo y plausibilidad racional en teología, 174.
Eternidad, grito del .despertar cristiano, 85 y ss.;
"partícipes de la e. divina", 97.
Eucaristía, 28, 122, 145.
Evangelización, 10, 111, 151 y ss., 187.
Existencia, y esencia, 88, 93, 119, 123;
y tiempo, 94;
el descubrimiento de la e., 122.
Existencialismo, 88, 134.

Fe, f. creída y f. creyente, 188;


acto de f., 151;
f. y sacramentos, 28;
sube desde las raíces del corazón, 76;
es una "revelación del Ser", 76, 120;
"no termina en los enunciados, sino en las cosas", 119;
"toca al Cristo el que cree en Cristo", 28;
creer "que" y creer "en", 79;
la f. de los cristianos es la divinidad de Cristo, 187;
el que cree en Cristo ya posee la vida eterna, 98;
la pretensión de ir "más allá de la fe", 178;
Nicea y la fe en la divinidad de Cristo, 186.
Fenomenología, 134.
Formalismo, 127.
Fotino, herejía de, 166.
Fundamentalismo bíblico, 180, 187.

Helenismo y cristianismo, 38 y ss., 51, 91.


Hermenéutica, recta y falsa h., 173 y ss.
Hinduismo, 140.

199
Historia y Espíritu, 173.
Hombre, nuevo, 49 y ss.;
"imagen de la imagen de Dios", 46;
"ser finito, capaz de infinito", 105;
¿ser-para-la-muerte o ser-para-la-eternidad?, 96;
concepto moderno secular de h., 41 y ss.;
h. como naturaleza, proyecto y vocación, 42, 45, 50.
Homoousios, 171, 185.
Humanidad, de Cristo y santidad, 11 y ss.;
asunción de la h., 40.
Humanismo, cristiano, 50;
ateo, 51;
"humanismo cristológico integral", 41.
Humildad y fe en la divinidad de Cristo, 65.

Iglesia, y fe en la divinidad de Cristo; Cristo vuelve a la Iglesia, 184.


Imitación de Cristo, 53, 137.
Inculturación de la fe, 91.
Inmanencia y trascendencia, 95.
Inspiración bíblica, 60.
Interioridad, 146.
Islamismo, 162, 169.

Jesucristo, el "Santo de Dios, 13 y ss.;


hombre perfecto y hombre nuevo, 37 y ss.;
"en todo similar a nosotros excepto en el pecado", 14, 39;
hombre definitivo, 45;
su crecimiento en santidad, 27 y ss.;
hombre nudo, según el Ebionismo, 166;
el héroe del mundo, 10, 146;
"¿verdadero Dios", o solo "revelación del verdadero
Dios?, 156 y ss., 183;
divinidad de Jesucristo, 59 y ss., 151 y ss.;

200
persona "divina" o persona "humana", 41;
"generado, no creado", 170;
Logos total, 69;
"perfecto en humanidad y perfecto en divinidad", 39, 44
y SS.;
"uno e idéntico", 43;
"una persona", 111 y ss.;
el Jesús histórico, 182;
el Jesús para los ateos, 41;
mediador, 28, 95;
luz del mundo, 62;
"única esperanza del todo mundo", 38;
causa y forma de nuestra santidad, 27;
don y modelo, 30;
el "Yo" de Cristo, 117;
gracia de Cristo, 27;
impecabilidad de Cristo, 15, 17, 39 y ss.;
trascendencia humana de Cristo, 41;
el nombre de Jesús, 123 y ss.
Juan, Evangelio de, 68 y ss.
Judaismo, esquema teológico del, 168.

Kerygma y Sophia, 173 y ss.

Lenguaje, "casa del ser", 124.


Lessing, problema de 99.
Liberación budista y 1. cristiana, 27.
Libertad, 51;
y obedencia, 45.
Logos, 184.

Marcelo de Ancira, herejía de, 166 y ss.

201
María y el IV Evangelio, 69.
Mediación de Cristo, 140.
Memoria de Jesús, 145 y ss.
Milenarismo y bimilenarismo, 188.
Mística, de la esencia divina, 138, 141;
renana especulativa, 138.
Modalismo, 166, 169.
Monoteísmo y doctrina de la Trinidad, 168, 176.

Nicea, concilio, 153, 156, 168;


definición de N., 141, 171;
credo de N., 94, 185;
la teología de N., 164.
Nostalgia del Totalmente otro, 24, 87, 104.

Órdenes, los tres o. de la realidad según Pascal, 23 y ss.


Ortodoxia, 151;
y herejía, 154.
Ortopraxis, 178.

Pablo de Samosata, herejía de, 166 y ss.


Paradoja de Cristo, en qué consiste, 95.
Pelagianismo, 182.
Persona, y relación, 117;
Jesús "una persona", 111 y ss.;
personalidad "humana" de Jesús, 41;
el "divino devenir persona" del Verbo, 160 y ss.
Praxis del Reino, 173.
Preexistencia del Verbo, 91, 158;
real e intencional, 158, 164, 166 y ss.
Profeta, la teoría del "profeta escatológico", 155, 162 y ss., 167,
174, 184.

202
Religiones no cristianas, 139.
Resurrección y santidad de Cristo, 17 y ss., 73.

Sagrado Corazón, devoción al, 126 y ss.


Salvación "desde" el mundo y s. "del" mundo, 94, 165.
Santidad, de la humanidad de Cristo, 11 y ss.;
del alma de Cristo, 15;
es el infinito en el orden ético, 20;
objetiva y subjetiva, 22;
como "pura plenitud", 24;
apropiarse de la s. de Cristo, 25 y ss.;
llamado, doctrina universal a la s., 29 y ss.
Secularización y secularismo, 100, 173.
Signos, su papel en la fe en Cristo, 75 y ss.
Sobriedad, ideal de la s. monacal oriental, 19.
Soteriología, puerta de la cristología, 94;
el argumento soteriológico, 171.

Teología, latina, 169;


europea, 174;
apofática, 168;
liberal, 182;
kerigmática, 16, 87, 182;
t. y ciencia, 179.
Teólogo, el que proclama a Cristo "Dios", 70;
de la letra y del Espíritu, 180;
conversión de los teólogos, 179.
Testimonio, 69, 73.
Tiempo y eternidad, 96, 173.
Tradición, 7, 17;
y Escritura, 159;
y progreso, 183;
y Magisterio, 156.

203
Trascendencia, "humana" de Cristo, 41;
t. e inmanencia, 95.
Trinidad, y cristología, 114;
y encarnación, 154;
homogeneidad de la T , 163.

Unión, hipostática, 114;


y santidad de Cristo, 15;
unión "sin confusión y sin división", 95.

"Yo soy" (Ego Eimt) en el IV Evangelio, 59 y ss., 170.

204
índice general

Introducción
El héroe y el poeta 5

I "EN TODO IGUAL A NOSOTROS, EXCEPTO EN EL PECADO"


La santidad de la humanidad de Cristo 11

1. Una santidad absoluta 14


2. Una santidad vivida 18
3. Tu solus Sanctus 22
4. "Santificados en Cristo Jesús" 25
5. "Llamados a ser santos" 29
6. Volver nuevamente al camino de la santidad . . .31

II JESUCRISTO, EL HOMBRE NUEVO


La fe en la humanidad de Cristo actualmente 35

1. El Cristo, hombre perfecto 37


2. El dogma de Cristo verdadero hombre
en el actual contexto cultural 39
3. Jesús, hombre nuevo 44
4. Obedencia y novedad 49
5. "Si el Hijo os hará libres..." 51

205
III "¿CREES TÚ?"
La divinidad de Cristo en el Evangelio de san Juan .57

1. "Si no creéis que Yo Soy..." 59


2. "Tú das testimonio de ti mismo" 61
3. "¿Cómo podéis creer vosotros?" 64
4. "La obra de Dios es creer en aquel
que Él ha enviado" 67
5. "Bienaventurado el que no se escandaliza de mí" 71
6. "Corde creditur: se cree con el corazón" 1, 76
7. Creer en Cristo 78
8. Los frutos de la fe en Cristo Hijo de Dios 80
9. Invitatorio de la fe 82

IV. ÉL ES EL VERDADERO DIOS Y LA VIDA ETERNA


Divinidad de Cristo y anuncio de la eternidad . . . .85

1. De los dos tiempos a las dos naturalezas de Cristo 88


2. Cristo, síntesis de eternidad y tiempo 92
3. Del dogma a la vida 97
4. ¡Eternidad, eternidad! 99
5. Nostalgia de eternidad 104

V. EL CONOCIMIENTO SUBLIME DE CRISTO


Jesucristo, una persona 109

1. El encuentro personal con Cristo 111


2. "Para que yo pueda conocerlo..." 115
3. La fe termina en las cosas 119
4. El nombre y el corazón de Jesús 123

206
VI. "¿ME AMAS?"
El amor por Jesús 129

1. ¿Por qué amar a Jesucristo? 132


2. ¿Qué significa amar a Jesucristo? 135
3. ¿Cómo cultivar el amor por Jesús? 144

VIL "NO OS FIÉIS DE CUALQUIER ESPÍRITU"


La fe en la divinidad de Cristo hoy 149

1. Un sistema de fe alternativo 153


2. La piedra descartada por los constructores . . . .156
3. ¿Una interpretación moderna del dato revelado? 164
4. "Ellos son del mundo" 173
5. "Lo que está en vosotros es más grande
que lo que está en el mundo" 180
6. Liberar a Cristo de los cepos de la
dogmática eclesiástica 183
7. ¿Quién es el que vence al mundo? 186

índice de autores 191

índice temático 197

207
Establecimiento Gráfico LIBRIS S.R.L.
MENDOZA 1523 (1824) • LANÚS OESTE
BUENOS AIRES • REPÚBLICA ARGENTINA
T a m b i é n en Editorial Lumen

L a g r a c i a está en t o d a s partes
James Stephen Behrens

Ser h u m a n o en plenitud.
L a m a y o r g l o r i a de D i o s
Joan Ciiittister

El desierto en la c i u d a d
Cario Carretto

U n viaje a la e s p e r a n z a
Jesús María Silveyra

D i a r i o de u n ermitaño
Thomas Merton

Semillas de e s p e r a n z a
Henri Nouwen

Palabras de m i s e r i c o r d i a
Rahner, Merton, Haring et al

Paz.
T e o l o g í a p a r a el n u e v o milenio
Walter Wink

Transformación.
Una dimensión olvidada
de la vida espiritual
Anselm Grün

En b u s c a de espiritualidad.
L i n c a m i e n t o s para u n a
espiritualidad cristiana
en el s i g l o X X I
Ron Rouieiser

S o p l a r s o b r e la herida
Jorge Oesterheld

Invitación a la belleza
Cario María Martini
RANIERO
CANTALAMESSA
JESUCRISTO,
el Santo de D i o s

«Toda nuestra santificación consiste en conocer a Cristo e


imitar a Cristo. Todo el evangelio y todos los santos están
llenos de este ideal, que es el ideal cristiano por excelencia.
Vivir en Cristo; transformarse en Cristo...»
(P. Alberto Hurtado)

Para transmitir el mensaje jubiloso de Jesús se necesitan no


sólo especialistas en cristología, sino además y sobre todo,
enamorados que sepan hablar de Él y preparar los caminos
con la misma humildad y con el mismo ardor con que lo
hizo, la primera vez, el precursor Juan el Bautista...

«Me consideraría feliz si hubiese, siquiera, un solo joven


que por la lectura de estas reflexiones sintiese nacer en su
interior la vocación de pertenecer también él a las filas de
esos poetas y admiradores que van de puerta en puerta, de
ciudad en ciudad, proclamando el nombre y el amor de
Cristo, el único verdadero 'héroe' del mundo y de la
historia. Único porque también es Dios.»

ISBN 950-724-418-2

LUMEN 9 789507 244186

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