Está en la página 1de 20

ALGUNOS CONCEPTOS ACERCA DE LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA

Actividad:
1) Que significa el concepto de representaciones sociales?.
2) Cuáles son y han sido las representaciones sociales sobre la infancia y la adolescencia que
expresa el apunte. Se identifica con alguna de ellas, las reconoce?.Como han influido estas las
diferentes representaciones sobre la niñez y adolescencia en el estudio que se ha hecho de ella?
3) Busca ejemplos (películas, publicidades, historietas, etc) en la actualidad que representen las
diferentes ideas acerca de la niñez y la adolescencia que existen.

La palabra infancia deriva del latín infans, que significa “mudo, incapaz de hablar, que no habla”.
Es el periodo de la vida humana comprendido entre el nacimiento y la adolescencia o
comienzo de la pubertad.
infancia
nombre femenino
1.
Primer período de la vida de la persona, comprendido entre el nacimiento y el principio de la
adolescencia.
"su infancia transcurrió aterrada por los ángulos negros, por los escalones que crujen en la
oscuridad, por los murciélagos que se pegan en la pared fría y desapacible de la alcoba"
sinónimos
niñez
:
2.
Conjunto de las personas de esta edad.
"la Unicef es el organismo internacional encargado de la protección de la infancia"
 
 
Infancia y representaciones sociales 

1. LA INFANCIA COMO REPRESENTACIÓN COLECTIVAMENTE COMPARTIDA


La infancia, en el sentido de «conjunto de población de un territorio o sociedad» no es sólo una
realidad observable y objetivable. Es también (y quizás sea superfluo añadir que para un
psicólogo social es «sobre todo») una realidad representada no sólo por cada uno de nosotros
individualmente, sino también colectivamente. Una de las características de muchos fenómenos
sociales complejos es que «realidad» y «representación mayoritariamente compartida sobre esa
realidad en una sociedad concreta» no coinciden necesariamente. Lo que puede parecer
paradójico es que dicha representación también forma parte no sólo «de la realidad social» en el
sentido más amplio, sino incluso de la misma realidad concreta que nos representamos. Estas
ideas forman parte de la historia de las ciencias humanas y sociales, y de maneras
matizadamente distintas, han sido profundizadas por Durkheim a finales del siglo XIX, por los
interaccionistas simbólicos durante buena parte del siglo XX, y por los sociocognitivistas europeos
las últimas décadas, entre otros. Desde esta perspectiva la infancia no resulta ser un fenómeno
social configurado sólo por un conjunto de personas de unas características determinadas, sino
que resulta también inseparable de la idea o conjunto de ideas más o menos ampliamente
compartidas sobre qué es la infancia. Expresado con un ejemplo: si hoy viajamos al Senegal, a
unos 500Km de la capital encontramos culturas vecinas con concepciones bien distintas sobre la
infancia: Para unas la infancia es el conjunto de personas que aún no presentan signos visibles
de pubertad; para otras la infancia está formada por aquellas personas que no han superado con
éxito un determinado rito iniciático, cuyo primer intento en algunos casos se realiza hacia los 19
años. La infancia, en última instancia, es lo que cada sociedad, en un momento histórico dado,
concibe y dice que es la infancia. Hay un ejercicio relativamente fácil de hacer y que he practicado
a menudo cuando doy cursos a profesionales del ámbito de la infancia. Una vez se da por
sentado explícitamente que todos los presentes sabemos qué es la infancia, se pregunta: ¿Qué
es la infancia? Se acostumbra a generar un silencio con caras de perplejidad durante el que se
intuyen preguntas silenciosas en la mente de muchos (¿Qué pregunta éste ahora? ¡Todos
sabemos lo que es la infancia! ¿Lo preguntará en serio?). Cuando se consigue romper el fuego y
que alguien «se moje» dando una definición, a menudo dicha definición tantea algún intervalo de
edad. No es raro que a continuación alguien matice que más que la edad, la infancia son unas
etapas evolutivas. A continuación no hay más que pedir opinión general sobre el intervalo de
edad concreto o las etapas (según Piaget, Freud, Erikson, …?), y en pocos minutos resulta obvio
que va a resultar imposible ponerse de acuerdo. El ejercicio nos permite reflexionar sobre la
sustantividad de una representación social. Al iniciar la sesión todos «sabíamos de qué
hablábamos» y todos «nos entendíamos» hablando acerca de la infancia; a lo largo del proceso
de reflexión, la realidad ha dejado de ser tan clara y «obvia» como parecía, para pasar a ser una
realidad relativa a las representaciones sociales que la acompañan, o incluso una realidad
borrosa. Cosas que nos parecían «evidentes», «lógicas» y «de sentido común», han dejado de
serlo; esa «lógica» es un excelente indicador de que compartíamos una representación social
sobre el objeto de reflexión; al poner en evidencia su sustrato, nos damos cuenta que podría
haber otras «lógicas» o representaciones compartidas. Los adultos de cualquier sociedad, en
cualquier momento histórico, han sentido sus creencias y representaciones sobre niñas y niños
como lógicas y evidentes en todos los casos en que eran colectivamente compartidas.
Paradójicamente, de las cosas evidentes se habla poco, no parece necesario cuestionárselas, y
se van haciendo socialmente invisibles. El mero hecho de ser compartidas hace que las imágenes
subyacentes sean difíciles y lentas de cambiar a pesar de que contradigan la obviedad, o, más
contemporáneamente, la evidencia científica (Casas, 1998). Las representaciones sociales
ampliamente compartidas sobre la infancia nos ayudan a comprender las relaciones e
interacciones sociales que establecemos en cada sociedad con el subconjunto de población que
denominamos infancia. Damos por sentadas muchas cosas respecto de la infancia, que
merecerían ser discutidas, e imaginadas desde otras perspectivas. La infancia puede analizarse e
interpretarse como un grupo, como una categoría social, o como una generación dentro de cada
sociedad. Ello nos lleva mucho más allá de las relaciones padres-hijos o maestros-alumnos, y nos
entronca con los estudios psicosociales sobre relaciones intergrupales, intercategoriales e
intergeneracionales. Son relaciones más macrosociales, entre los adultos y la infancia de cada
sociedad. Las representaciones sociales que acerca de la infancia tiene una comunidad dada
constituyen una conjunto de implícitos de saberes cotidianos resistentes al cambio (sean
verdaderos o falsos desde cualquier disciplina científica), y tienen cuerpo de realidad psicosocial,
ya que no sólo existen en las mentes, sino que generan procesos (interrelaciones, interacciones e
interinfluencias sociales) que se imponen a la infancia y condicionan a niños y niñas, limitando la
posibilidad de experiencias o perspectivas de análisis fuera de esta lógica. No importa cuán
ciertas o erróneas sean tales creencias, sino averiguar cómo funcionan, porque, como ya
advirtieron Thomas y Thomas en 1928, las situaciones definidas como reales, son reales en sus
consecuencias. De forma implícita o explícita, a lo largo de la historia occidental podemos
observar períodos en que han predominado ideas y actitudes positivas acerca de la infancia,
mientras que en otros han predominado las negativas, y en otros ha habido un revuelto de todo
ello: 
— La infancia como representación positiva: La infancia idílica y feliz, simbolizando la inocencia,
la pureza, la vulnerabilidad. Rousseau sería un abanderado de esta perspectiva. Actualmente
esta imagen es utilizada y manipulada a menudo por la publicidad. Se ha señalado que desde
esta visión se fue justificando la necesidad de una (sobre) protección de la infancia, que avaló que
se la fuera emplazando en «mundos aparte» del adulto. 
— La infancia como representación negativa: Conlleva la necesidad de «corregir» la maldad o
rebeldía inherente a la infancia. La versión religiosa es la infancia que nace con el pecado original
(posiblemente la obra de De Mause, 1974, es la mejor documentada sobre las consecuencias de
estas representaciones negativas sobre la infancia en la cultura occidental). Esta representación
acostumbra a ir asociada a una desvalorización de lo infantil y a la justificación del control. 
— La infancia como representación ambivalente y cambiante: Etimológicamente, el origen del
concepto «infancia» es meramente descriptivo: Del latín in-fale, no hablan, los bebés. De esta
idea se pasó a la de que «aunque hablen, aún no razonan bien», y aparecen a lo largo de la
historia (no sólo social, sino también del derecho) nociones para diferenciar un «antes» y un
después»: uso de razón, discernimiento, raciocinio, responsabilidad, madurez, capacidad,
competencia, imputabilidad, minoridad de edad, etc… (Casas, 1993). Estas ideas «neutras» en
muchas ocasiones pasaron a ser representaciones negativas: «aunque hablen, no tienen nada
interesante que decir, no vale la pena escucharles» (hoy en día, la infantería en el ejército, o los
infantes y las infantas en la realeza son los que «no mandan»). 
La sociedad contemporánea necesitó subdividir la infancia, y construyó la adolescencia, que
viene de addolescere: los que les falta alguna cosa (para ser como los adultos). Situados ya a
finales del siglo XX, y con los cambios tecnológicos acelerados que empezamos a vivir, autores
como Postman (1982) empezaron el debate de que la infancia dejaba de existir tal como la
concebíamos, para pasar silenciosamente a ser otra cosa, sólo por la aparición de la televisión en
los hogares. Con la invasión en nuestras vidas cotidianas (intimidad incluida) de las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación (NTICs), las preguntas se suceden en cascada:
¿se eliminarán las distinciones entre infancia y madurez por el progresivo acceso de los niños y
niñas a las informaciones «adultas»? ¿o bien se ensancharán las brechas entre generaciones?
¿las TICs son, como plantean algunos, «liberadoras» de la infancia, ya que, como media, las
dominan mejor los más jóvenes que los adultos? ¿O más bien son el mayor riesgo
deshumanizador de la historia? (duda que genera los denominados «pánicos mediáticos») 
2.LAS REPRESENTACIONES SOCIALES SEGÚN LA ESCUELA EUROPEA DE PSICOLOGÍA
SOCIAL Y SU APLICACIÓN A LA INFANCIA
Para S. Moscovici (1976; 1981; 1982) una representación social es una forma de conocimiento
socialmente elaborado y compartido. Dicho conocimiento no sólo se refiere a una realidad, sino
que también participa en la construcción social de dicha realidad. Tal construcción configura algo
que se percibe como un saber de sentido común. Apela a ciertas ideas, pensamientos e
imágenes compartidos sobre realidades concretas (naturales o socioculturales) que al estar
socialmente construidas, se cargan de un fuerte sentimiento de que tienen su lógica. En la
tradición de Moscovici y su escuela, se defiende que toda representación social se construye a
partir de un proceso dialéctico entre: — La objetivación: Se hace concreto lo abstracto. Nociones
tan imprecisas como «enfermedad», «locura», «psicoanálisis», «(teoría de la) relatividad»,
«profesión», «infancia», etc.…, se nos aparecen como «realidades», las «naturalizamos». — El
anclaje: La representación y su objeto se «enraízan». El objeto es integrado cognitivamente
dentro del sistema de pensamiento preexistente, y se carga de unos significados y de unas
utilidades, que orientan las conductas y las relaciones sociales.
Una de las formas de explicitar los componentes de una representación social es haciendo el
famoso símil de las capas de una cebolla: — Componentes más externos y cambiantes:
Informaciones que circulan en un entorno concreto sobre el objeto socialmente representado. En
el caso de la infancia, por ejemplo, las distintas disciplinas que la han estudiado, han ido
aportando gran cantidad de diferentes informaciones sobre «qué es bueno para el niño», «qué es
mejor para su educación», «qué es óptimo para su buen desarrollo», etc.… Ello ha generado un
sin fin de debates a todos los niveles que han ido influyendo en las ideas de padres, maestros,
expertos y ciudadanos en general, hasta el punto de poder afirmar que en pocas décadas han
cuestionado fuertemente algunas actitudes hacia los niños y niñas. 
Los últimos años, la Convención de N.U., también ha generado procesos parecidos. 
— Componentes más internos y resistentes al cambio: Las actitudes. Las actitudes tienen
componentes distintos que a veces dan lugar a procesos aparentemente incongruentes entre sí.
En el caso de la infancia, nos aparece un alto consenso cognitivo e incluso afectivo acerca de sus
derechos. Pero en el plano connativo se trata siempre de una temática de baja intensidad social.
La infancia es considerada un tema fundamentalmente «privado». En la cancha pública nunca es
un tema prioritario: pueden esperar, ya se harán mayores, mientras tanto ya se ocuparán sus
padres y sus maestros, son los ciudadanos del mañana (no del presente). 
— Componentes «centrales», difíciles de captar y muy resistentes al cambio: El núcleo figurativo.
En el caso de la infancia una de las propuestas más productivas que ha aparecido la última
década del siglo XX es la idea de que nos los representa como el conjunto de los «aún-no». Este
núcleo es el que da sensación de consistencia a toda la representación: constituye su «lógica
interna». Los niños y niñas «aún no pueden ser» como los mayores.
Para poder captar el núcleo figurativo de una representación social es necesario ser capaces de
tomar la «suficiente distancia», que nos permita reconsiderar críticamente las ideas que dan
«lógica» y «coherencia» a una realidad que colectivamente «todos vemos de forma igual o
parecida», porque es «de sentido común». 
El análisis de los cambios representacionales a lo largo de la historia de una misma sociedad o
cultura resultan a menudo de una gran ayuda. Algunos elementos y propuestas de reflexión que
se desprenden de los análisis de distintos autores son los siguientes: 
— Pensar en la infancia como una categoría social distinta de la sociedad adulta es una idea que
se consolida el siglo XIX (Ariès, 1960). 
— La infancia es mundo imaginativo construido por los adultos (Chombart de Lowe, 1971; 1984;
1989). En la cultura occidental se han desarrollado muchos mitos sobre la naturaleza de la
infancia. Algunos son identificables y están presentes en los medios de comunicación social.
Otros sólo se hacen evidentes cuando leemos libros sobre historia (de la infancia, de la vida
familiar, de la vida cotidiana, etc.) (ver, por ejemplo, De Mause, 1974). 
— La infancia como grupo social en interacción con otro grupo social. Ello nos permite entroncar
con los estudios psicosociales de las relaciones intergrupales y los consecuentes procesos de
diferenciación categorial: Tendemos a poner énfasis en las similitudes intragrupales (todos los
niños/as son aún-no: capaces, competentes, responsables, fiables, con suficientes
conocimientos, con los mismos derechos, etc.) y en las diferencias intergrupales (los adultos
como los «ya-sí»). Tal dinámica lleva aparejadas resistencias a supracategorizar: ¿adultos y
niños pueden tener algunos derechos humanos «iguales»? ¿ambos pueden ser igualmente
miembros de la categoría «seres humanos»? 
— La infancia como conjunto de personas sometido a una moratoria social (Verhellen, 1992):
Cuentan por su futuro, por lo que serán, pero socialmente «hoy» no cuentan, no son ciudadanos
como los demás. No votan.
Los adultos de nuestro entorno socio-cultural tenemos el reto de intentar comprender por qué
hemos estado tan «interesados» en mantener a niños/as y adolescentes en la categoría
homogénea y separada de los menores, en vez de profundizar en los procesos de socialización y
en la construcción de nuevos consensos sociales con las nuevas generaciones
(supracategorización). 
Este punto es básico para comprender por qué muchos adultos se resisten tanto a que se discuta
e incremente la participación social de los niños y niñas que defiende la Convención de Naciones
Unidas sobre los Derechos del Niño (Casas, 1994): ¿Pertenecen niños y niñas a la categoría
universal «seres humanos»? Si pertenecen, ¿hay derechos humanos comunes a todos los
humanos? (al margen de que los pueda haber «no comunes»). ¿Queremos avanzar en el
consenso y defensa de los que son comunes a todos los humanos (y no sólo de los que nos
diferencian)?
3. EFECTOS DE LAS REPRESENTACIONES SOCIALES IMPERANTES SOBRE EL
CONOCIMIENTO Y LA INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA ACERCA DE LA INFANCIA
La investigación científica y sus protagonistas no son entes ajenos a la sociedad que funciona con
determinadas representaciones sociales ampliamente compartidas. Cuando «tomamos distancia»
de una sociedad o época histórica determinada y vemos «su lógica» desde nuestro presente
(que, a veces, nos parece increible: ¿Cómo es posible que hasta finales del siglo XIX nadie
conceptualizara determinados tratos a los niños y niñas como «crueles»?), no es de extrañar que
comprobemos que «incluso los científicos» miraban la realidad con los mismos «sesgos». Y es
que toda la sociedad, ciencia incluida, estaba sumergida en la misma «lógica». A lo largo de la
historia, una buena parte de la investigación de todas disciplinas científicas interesadas por la
infancia ha mostrado estar sometida a las representaciones sociales mayoritarias acerca de la
infancia en su entorno sociocultural concreto, faltando al rigor. Algunos breves ejemplos
ilustrativos pueden ser:
 — Aquellos estudios sobre socialización, que la han concebido como un proceso unidireccional
más que bidireccional: Los padres socializan a los hijos, pero no aprenden de ellos. Hoy esta
postura es indefendible, porque resulta indudable que la socialización es un proceso interactivo,
de inter-influencia. Aprendemos cosas hasta de los bebés incluso las primeras semanas de vida.
— Los estudios sobre los niños como testigos judiciales, que se dedicaron durante más de tres
décadas a investigar únicamente cuándo un niño o niña NO es competente para declarar y por
tanto hay que rechazar su testimonio. Sólo a partir de los años 80 del siglo pasado se empezó a
investigar cómo un niño o niña resulta ser un testimonio judicial competente, y en consecuencia a
explorar como dar apoyo apropiado en dichos procesos. Con referencia a este proceso histórico,
Garbarino et al. (1989) dijeron que el estudio de la competencia de los testimonios infantiles es la
historia de la incompetencia adulta para dar apoyo adecuado a los niños y niñas como
testimonios judiciales. 
— Los estudios sobre calidad de vida, que, por definición, deben incorporar la perspectiva de los
ciudadanos o usuarios de servicios (sus percepciones, evaluaciones y aspiraciones). Cuando se
refieren a niños y niñas, a menudo se publican estudios en los que nadie les ha preguntado nada,
asumiendo que su perspectiva la tienen suficientemente «captada» los expertos, o, en ocasiones,
se asume que es la que les atribuyen sus progenitores.
4.REPRESENTACIONES Y PROBLEMAS SOCIALES
Hasta ahora nos hemos referido exclusivamente a las representaciones sociales que se refieren a
un conjunto de personas. Ya en otra parte hemos definido con detalle (Casas, 1996; 1998) como
en todo proceso de intervención social hemos de tener en cuenta tres tipos de representaciones
vinculadas entre sí: 
— Representaciones de grupos o categorías de sujetos (la infancia, los gitanos, los inmigrantes,
las mujeres, los ancianos, etc...) 
— Representaciones acerca de qué son problemas o necesidades sociales de grupos o
categorías concretos de personas («social» entendido como algo que apela a un sentimiento de
responsabilidad colectiva; aquello que deja de ser un problema «particular» para concernir a la
sociedad). 
— Representaciones acerca de las formas apropiadas de actuar ante determinados tipos de
necesidades o problemas (mientras que en la mayor parte de la historia occidental hemos
funcionado bajo la lógica del denominado «paradigma de la especialización», la segunda mitad
del siglo XX hemos pasado sucesivamente del paradigma de la normalización al de los derechos).
Hay muchas situaciones sociales que hoy consideramos problemáticas e indeseables, y que nos
parece que han sido problemas desde siempre. Sin embargo, es crucial distinguir entre dos
cuestiones:
a) la circunstancia que determinados comportamientos o situaciones sociales se hayan dado
desde muy antiguo en la historia de la humanidad (por ejemplo, posiblemente siempre han habido
personas que no tenían suficiente ni para comer; niños que era pegados por sus padres; mujeres
tratadas violentamente en el hogar; etc.). 
b) y el hecho que dichos comportamientos o situaciones se consideren socialmente negativos, y
que por tanto se piense que hay que actuar para modificarlos. Lo más frecuente es que tan pronto
«vemos» socialmente una realidad como negativa nos «inventemos» («construyamos» sería la
explicación socialmente más dinámica) un concepto nuevo para referirla, que ya en sí resulta ser
un concepto «problematizador» (así aparecieron, por ejemplo, la pobreza como problema social,
durante el siglo XV, como consecuencia de la divulgación de la obra de Juan Luis Vives; la
crueldad con los niños y niñas a finales del siglo XIX; los malos tratos a la infancia, a partir de la
divulgación de los estudios de Kempe et al. (1962) sobre el Síndrome del niño pegado; la
violencia doméstica con las mujeres las últimas décadas del siglo XX; etc.).
Una realidad que siempre ha sido más o menos la misma, «de repente» la miramos de forma
distinta; si esa mirada va siendo compartida socialmente, acaba transformando la misma realidad.
En los países industrializados, unas fotos de grandes chimeneas emitiendo gruesas columnas de
humo blanco eran vistas mayoritariamente como progreso hasta mediados de los años 60 del
pasado siglo, y como contaminación a partir de entonces. El fenómeno social de lo que hoy
denominamos pobreza, en la Europa anterior a Vives no iba acompañada de una representación
negativa, sino neutra (Dios ha querido que haya ricos y pobres y nadie va a cuestionar la obra de
Dios) o positiva (Los pobres son un bien de Dios: Gracias a que existen podemos practicar la
caridad cristiana). 
El cómo disciplinan los padres o tutores a niños y niñas siempre fue visto como un asunto privado
hasta finales del siglo XIX y, por tanto, no era pensable que se juzgara o se pretendiera modificar
a través de actuaciones públicas; verlo de otra manera era modificar una visión o creencia
profundamente arraigada en occidente (los hijos son propiedad privada de los padres) y hubiera
atentado contra una figura jurídica fundamental del derecho romano: la patria potestas. No
podíamos atrevernos a ver las cosas o pensarlas de otra manera, al menos hasta que
concurrieran determinadas circunstancias, porque iba contra el sentido común imperante en la
época. Disciplinar a un hijo con unas tijeras hoy nos parece una brutalidad, entrando ya en el
terreno del trato inhumano. Hasta el último tercio del siglo XIX tales prácticas, aunque no fueran
frecuentes, y pudieran ser criticadas privadamente, no era planteable cuestionarlas socialmente,
ni siquiera había ley alguna en ningún país que permitiera perseguirlas. Es posible que diferentes
situaciones que hoy nos pasan socialmente desapercibidas, o bien consideramos «normales», y
que perjudican seriamente a niños y niñas, dentro de 100 sean vistas como barbaridades que
hacíamos con la infancia a primeros del siglo XXI. Al menos algunos esperamos y deseamos que
sea así con temas tan flagrantes como los malos tratos psicológicos y los malos tratos
institucionales. ¿Qué situaciones sociales experimentadas por un conjunto determinado de
personas llegan a ser consideradas o representadas como un problema social? Según Vander
Zanden (1977), un problema social es una situación que un considerable número de personas
juzgan desagradable o desfavorable, y que, según ellas, existe en su sociedad… Un problema
social carece de existencia objetiva; más bien la gente atribuye carácter problemático a ciertos
hechos o conductas y les asigna significado desfavorable. Incluso puede llegar a definir como
problema social algo inexistente. Un caso típico es el problema de la inseguridad ciudadana.
¿Está relacionada con el número de delincuentes? ¿Con la gravedad de los delitos cometidos por
algunos delincuentes? ¿O con las sensaciones inducidas a los ciudadanos a través de los medios
de comunicación social? Lo cierto es que se ha comprobado que es posible que los ciudadanos
aumenten sus sentimientos de inseguridad en períodos en que disminuyen tanto el número de
delincuentes como la gravedad de los delitos cometidos en su entorno próximo. A lo largo de la
historia de la infancia podemos observar como ha habido momentos en que determinadas
situaciones han «aparecido»como una nueva preocupación colectiva y se han adoptado
iniciativas para cambiarlas. 
Podemos hacer una lectura paralela de la misma historia, interpretándola como un lento proceso
de reconocimiento de algunos derechos de los niños y niñas. Veamos telegráficamente algunos
ejemplos:
a) el derecho a la vida: — En la Antigua Roma, el pater familias otorgaba el derecho a vivir. Se
postraba al recién nacido a sus pies y éste decía si le otorgaba el derecho o no. En el segundo
caso se le abandonaba o se practicaba el infanticidio. Pero si se le otorgaba, nadie más del
entorno podía conculcar tal derecho. — El emperador Constantino firmó el primer edicto contra el
infanticidio (año 319). — El Papa Inocencio III inventa el torno en 1198, que viene a ser la primera
medida preventiva de la persistente práctica del infanticidio. El torno hace posible abandonar a un
niño sin que se conozca al autor o autora, y con garantías de que el niño o niña seguirá con vida.
 b) el derecho a la no explotación: — Durante la revolución industrial aparecen algunos
movimientos de opinión contra el trato que se observa que reciben los niños trabajadores. — El
Parlamento Británico promulga leyes prohibiendo que los menores de 10 años trabajen en minas
subterráneas y limitan su jornada diaria a 10 horas (años 1830 y 1840). Lo que hoy puede parecer
una barbaridad es, en realidad, un gran avance histórico. 
c) el derecho a un trato no cruel: — En 1871 se da el conocido como caso Mary Ellen: Un Tribunal
de Nueva York condena un padrastro aplicando la Ley contra la crueldad con los animales. Se
crea la primera sociedad para la prevención de la crueldad con los niños. Al cabo de algunos
años, todos los Estados de los EEUU tienen ya aprobadas leyes contra el trato cruel a los niños. 
d) el derecho a tener derechos humanos en la cancha internacional: 
— (1924) Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño. 
— (1959) Declaración de los Derechos del Niño. Naciones Unidas. 
— (1989) Convención sobre los Derechos del Niño de Naciones Unidas (en vigor a partir del 2-11-
1990).
Cada vez que determinadas situaciones que padecen niños y niñas se nos aparecen como
«nuevos» problemas sociales podemos observar unas constantes, que vale la pena sintetizar,
porque invitan a una reflexión profunda: — En un primer momento, profesionales en contacto con
niños y niñas en situaciones de dificultad social persisten proactivamente en difundir
informaciones a la opinión pública sobre realidades que no parecen posibles al imaginario
colectivo. 
— Se tiene cierto éxito en la difusión de informaciones gracias a la colaboración, interesada o
desinteresada, de profesionales de la información. — Se consigue un cierto impacto social sobre
un sentimiento de responsabilidad colectiva. No se trata de un asunto meramente privado: la
sociedad debe actuar. 
— Hay una agrupación de miembros de la sociedad civil entorno a organizaciones que trabajan
para desarrollar nuevas iniciativas sociales. 
— Se empieza a plantear la necesidad de desarrollar nuevas políticas públicas para afrontar el
nuevo problema social. 
— Empieza un nuevo debate sobre «derechos» que corresponden o deben ser reconocidos a los
«menores».
5.REPRESENTACIONES SOCIALES Y ACTUACIONES SOCIALES ANTE LOS PROBLEMAS
Una vez «consensuada» la necesidad de afrontar un nuevo problema, ello se articula con la
tercera vertiente representacional a que hemos aludido al principio de este apartado: ¿Cuál es la
forma más «lógica» de solucionar el problema? A lo largo de unos cuantos siglos de la historia de
la humanidad, la lógica mayoritaria era bien simple: Si el problema no es grave, se da una ayuda
material, pero si es grave «se saca a la persona de su medio y se la lleva a una institución
especializada en atender personas con su mismo problema». Esta lógica crea y consolida el
denominado «paradigma de la especialización» en la intervención social.
Desde los hospitales medievales, en los que encontramos sus orígenes remotos, el paradigma de
la especialización ha llevado las instituciones residenciales a una dinámica constante de crecer
en tamaño (hasta las macro-instituciones, asilos o instituciones totales) y a superespecializarse.
Dinámica paralela a la categorización cada vez más minuciosa y detallada de las personas
«portadoras» de los problemas sociales que las llevaban a «necesitar» la institución residencial
especializada. Hospital viene de «huésped»; era un lugar para hospedarse, para encontrar cobijo
aquellos que no tenían donde dormir: ancianos decrépitos, niños abandonados, pobres,
peregrinos de Santiago, … Los últimos se quedaban a dormir una o pocas noches, pero otros
necesitaban muchas más. Con el tiempo se consideró que no podían dormir todos juntos y se fue
asumiendo que era necesario disponer de «hospitales» separados para hombre y mujeres, niños
y ancianos, cuerdos y locos (que incluía a los disminuidos psíquicos), sanos y enfermos, etc…
Esta «lógica» de la categorización, a principios del siglo XX, fue absolutamente avalada por la
nueva y poderosa diosa, la ciencia. En nombre de la ciencia debían diagnosticarse bien los
problemas y clasificarse bien a las personas, para poder mandarlas a una institución
especializada en su problema, con personal formado específicamente para atender precisamente
y únicamente aquel problema. Esta lógica confirmó la corriente principal de la lógica social
imperante durante siglos para solucionar los problemas sociales en occidente. Los pocos que
osaron siquiera ensayar otras formas de pensar fueron barridos en poco tiempo. Es digna de
mención, la segunda década del siglo XX, la experiencia del pedagogo J. Pedragosa, que
reinsertó jóvenes infractores acogiéndolos en pequeños pisos de la ciudad de Barcelona, al
considerar que sus logros era mucho mejores que los conseguidos en los grandes reformatorios
(Santolaria, 1984). Su gran error fue plantear el principio de normalización 60 o 70 años antes de
tiempo. Quizás el aprendizaje más interesante de la historia del paradigma de la especialización,
después de siglos de dominio absoluto, es su total hundimiento conceptual en un período
relativamente muy corto de tiempo, acompañado de enormes resistencias sociales para evitar su
desaparición en la práctica. En muy poco tiempo, y de forma independiente, todas las ciencias
humanas y sociales llegan a la evidencia de que el anciano paradigma ya no se sustenta bajo
ningún marco teórico o empírico. Veamos, resumidamente, algunos de los planteamientos
científicos que hacen entrar en crisis el paradigma de la especialización en el tratamiento de los
problemas sociales de la infancia, cuando se intentan resolver grandes incógnitas: — La incógnita
de la alta mortalidad de los bebés abandonados, atendidos en las Casas de Maternidad: •
Estudios de Spitz (1945; Spitz y Wolf, 1946) y descripción de la depresión anaclítica infantil. •
Recopilación de investigaciones encargada por la OMS a Bowlby (1950), traducida al castellano
como Los cuidados maternos y la salud mental (OMS, 1951). • Conclusión: Las grandes
instituciones residenciales para menores de 6 años resultan nefastas para su desarrollo. Ello tiene
un gran impacto en las ciencias de la salud y la psicología clínica y evolutiva. — La incógnita del
«techo» cognitivo en el desarrollo de niños y niñas con determinadas disminuciones psíquicas: •
Investigaciones en los Países Escandinavos muestran que niños y niñas no internados, que se
han desarrollado en ambientes rurales con buena aceptación social llegan a niveles de desarrollo
mucho más elevados (Nirje, 1969; Bank-Mikkelsen, 1973). • Postulan el principio de normalización
en el trato a dichos niños y niñas, con un gran impacto en las ciencias de la educación. •
Conclusión: Lo mejor para el buen desarrollo de los niños y niñas con disminuciones ligeras y
medias sería su incorporación a la escuela «normal» y la convivencia con otros iguales de edad
no disminuidos. — La incógnita de la necesidad de reinserción social después de internamientos
largos. • Los principios de la prevención formulados por Caplan (1964) señalan la mejor
intervención como aquella que se produce antes de que el problema aparezca. • El movimiento
antipsiquiátrico analiza críticamente las relaciones de poder profesional-paciente y cuestiona el
poder ejercido en el diagnóstico, tratamiento e institucionalización de las personas con
enfermedades mentales, así como la dicotomía cuerdo-loco. Los debates tienen gran impacto en
la psiquiatría. • Las normas existentes en las instituciones totales son profundamente distintas a
las de la sociedad externa (Goffman, 1961); se basan en las necesidades de los profesionales (no
de los internos) y su aprendizaje va llevando al «desaprendizaje» de las externas. Todo ello
cumple importantes funciones sociales: Tanto los «muros del asilo», como el centrifugado de las
instituciones a la periferia de las grandes ciudades tienen como objetivo «olvidar» que tenemos
problemas sociales, con la tranquilidad que allí tenemos profesionales especializados en atender
esos problemas. Sus análisis tienen gran impacto en las ciencias sociales. • Conclusión: Las
instituciones que aíslan a los sujetos de su entorno social «natural», cumplen funciones sociales
perversas y no contribuyen a que sus usuarios puedan funcionar «normalmente» en la vida social.
Los nuevos planteamientos emergentes apostarán por resistirse a la separación de la persona
«con problemas» de su medio natural. Las perspectivas ecológicas y ecosistémicas en psicología
y en trabajo social insistirán en la importancia del contexto social. Se defenderá el respeto al
medio social «natural» (a las redes de apoyo social, formularemos poco después) evitando la
ruptura de vínculos afectivos establecidos entre las personas. La profundización en el estudio y
comprensión de los contextos sociales nos irá llevando a perspectivas cada vez más multipluri- o
interdisciplinarias. Entendemos que el principio de normalización tiene implicaciones
trascendentales a medida que es asumido como una nueva lógica de la intervención social. Su
defensa parte de los profesionales, pero poco a poco «convence» a un abanico de políticos y
ciudadanos. En nuestro país padece las consecuencias de llegar los años 70 del siglo pasado con
muchos «nuevos aires» europeos (Casas, 1998) y en algunos ámbitos se evita hablar de él para
que no se confunda con las críticas al concepto de normalidad, que nos vino de la antipsiquiatría.
No debería haber habido tal confusión: La «normalidad» alude a una clasificación de las personas
y la «normalización» a una forma de organizar los servicios, de manera que resulten en
condiciones de vida parecidas a las de los demás sujetos de la misma edad y entorno socio-
cultural. 
La penetración del principio de normalización en los programas de intervención social conlleva
dos líneas complementarias de cambios: — Sobre el contexto ambiental en el que viven las
personas: • Toda persona debe vivir en un ambiente físico y humano lo más similar posible al de
la mayoría de las demás personas del mismo entorno sociocultural. — Sobre las dinámicas de
vida cotidiana en que las personas usuarias de servicios se encuentran sumergidas: • Las
dinámicas de vida cotidiana deben posibilitar la construcción de un sistema de relaciones
interpersonales lo más parecido posible al de las demás personas de la misma edad y condición.
Si este principio se asume con congruencia conceptual, sus consecuencias son una ruptura de
todo el sistema anterior de prestación de servicios: Hay que cerrar todas las macro-instituciones.
Hay que remodelar las pequeñas, pero no sólo físicamente, sino en cuanto a las dinámicas de
vida cotidiana que ofrecen. Hay que crear nuevos servicios más normalizados. De hecho se crea
un amplio abanico de servicios nuevos, para intentar dar respuestas más normalizadas a cada
caso: servicios de apoyo a la familia, centros de día, servicios de acogimiento familiar, centros de
acogida de urgencias, etc. Sin embargo, del dicho al hecho habrá un largo trecho. El nuevo
modelo de sistema de servicios que deriva del principio de normalización es mucho más caro que
el anterior. Hay resistencias políticas a destinar más presupuesto a las políticas sociales de
infancia…. Además, se da la paradoja que este principio para muchos es demasiado
«revolucionario», pero para otros resulta «conservador». ¿Por qué? Porque al tomar como
estándar de comparación las situaciones y dinámicas «medias» de los demás niños y niñas del
mismo entorno sociocultural en el fondo se postula que a los niños del sistema de servicios
sociales se les sitúe «como a todos». Ello atenta contra el principio de igualdad de oportunidades:
Niños y niñas que han padecido importantes carencias psicosociales, afectivas o sociofamiliares
han de poder ser objeto de un apoyo extraordinario, «compensatorio» de sus déficits. De otra
manera, en muchos casos, nunca podrán llegar a funcionar socialmente como «los demás». Este
es uno de los elementos que nos va introduciendo, a lo largo de la reciente década de los 90, en
el paradigma de los derechos. En el caso de la infancia, la Convención de Naciones Unidas sobre
los Derechos del Niño representa un enorme empujón a dicho paradigma. Sobre todo al plantear
los derechos a la participación social de la infancia. En resumen, podríamos decir que el tipo de
intervenciones sociales que nos hemos representado como «adecuadas» ante problemas
sociales de la infancia han pasado, al menos en la cultura occidental, por tres grandes
paradigmas: — Paradigma de la especialización: Focalizado en la identificación del problema y en
su categorización, para después plantear la intervención mediante instituciones especializadas
con personal especializado en el tratamiento del problema. — Paradigma de la normalización:
Focalizado en organizar el contexto de la atención y tratamiento del problema de forma que no
genere experiencias distintas a las habituales en la población mayoritaria de la misma edad y
entorno sociocultural. — Paradigma de los derechos: Focalizado en la perspectiva del niño/a y en
su superior interés y basado en los principios de la Convención de N.U. sobre los Derechos del
Niño, particularmente en el de participación.
6.REPRESENTACIONES SOCIALES Y RELACIONES INTERGRUPALES
La psicología social, y particularmente la europea, cuenta con una larga tradición de estudio de
las relaciones entre grupos. Muchos de los estudios iniciales fueron con grupos pequeños, pero
distintos descubrimientos resultan claramente aplicables a los grandes grupos o categorías
sociales (Tajfel, 1978; 1981). En las facultades de psicología se acostumbra a disponer del
interesante vídeo La clase dividida, que muestra el experimento de una maestra separando a los
niños y niñas de su clase en dos grupos, según el color de sus ojos. A partir de la separación, y
según se enfaticen las cualidades o los defectos de cada grupo, se observan dinámicas de
diferenciación categorial muy rápidas, que tiene inmediatas consecuencias en el estado de ánimo
de todo el grupo. Ya Sherif y Sherif habían observado en unos campamentos de verano con niños
y niñas, que ni siquiera hacía falta un elemento «objetivo» para diferenciar dos grupos (como es
el color de los ojos). La sola asignación a grupos distintos podía desencadenar procesos de
diferenciación categorial. Sólo la asignación de tareas que no pudiera hacer un grupo solo,
permitió «supracategorizar», ver más las similitudes entre los miembros de los dos grupos, que
las diferencias, sentirse participes de una macro-grupo, y en definitiva, cooperar entre grupos.
Nos resulta fácil imaginar las relaciones intergrupales entre, por ejemplo, hombres y mujeres;
payos y gitanos; autóctonos e inmigrantes; etc. Sin embargo, a la mayoría nos resulta bastante
nuevo pensar en términos de que existe una relación intergrupal (o inter-categorial o inter-
generacional) entre adultos y niños de un territorio dado. Nuevamente nos encontramos frente a
unas dinámicas ocultas por nuestras representaciones sociales compartidas. Cuando un ser
humano participa de un grupo en el que desarrolla sentido de pertenencia (y, por tanto, identidad
grupal), con sorprendente rapidez aparecen a menudo los denominados procesos de
diferenciación categorial (Doise, Deschamps y Mugny, 1980). Dichas dinámicas consisten en: —
Tendencia a enfatizar las similitudes intragrupales. — Tendencia a enfatizar las diferencias
intergrupales. — Tendencia a sobrevalorar el endogrupo. — Tendencia a subvalorar el exogrupo.
— Resistencia a reconocer las similitudes intergrupales y las diferencia intragrupales. —
Resistencia a supracategorizar.
Es muy importante reflexionar sobre esta especie de «tendencias espontáneas» que aparece en
los grupos, y sobre el hecho que pensar de otra manera es posible, pero requiere algo más de
tiempo y un «sobreesfuerzo» reflexivo. Imaginemos cualquier grupo mixto, del que en
algún momento se reúnen los hombres y las mujeres por separado. Las mujeres se ponen a
hablar de los hombres; y los hombres, por su parte, se ponen a hablar de las mujeres. Es posible
que al cabo de pocos minutos haya acuerdos intragrupales sobre el exogrupo: «todos los
hombres son tal y cual»…. y «todas las mujeres son cual y tal». Después de esta primera
«reacción», caracterizada por las generalizaciones que se realizan de las características de cada
grupo o categoría de personas, y por la simplista apreciación de que «mi grupo es el mejor», es
fácil que empiecen a aparecer matizaciones: ni todos los hombres ni todas las mujeres son «tan
iguales». Las diferencias entre los dos grupos no tienen porque ser vistas como tan grandes. En
última instancia quizás haya más cosas en las que nos parecemos que en las que nos
diferenciamos. Quizás los miembros de ambos grupos formamos parte de un misma
supracategoría: los seres humanos. Ocurre exactamente lo mismo en las relaciones entre adultos
y niños/as, con la diferencia de que nuestra postura es tan «adultocéntrica» que no
acostumbramos a aceptar que el punto de vista de los miembros del otro grupo tenga valor
alguno. Aunque a muchos les pueda parecer sorprendente o increible, en el terreno del derecho
internacional siempre estuvo en duda, hasta una fecha tan reciente como 1989 (fecha de la
aprobación de la Convención de Naciones Unidas) que los niños y niñas fueran sujetos de
derechos y que entraran en la categoría de seres humanos, siendo, por tanto, detentadores de
derechos humanos. Nos relacionamos con el «otro» grupo dando por sentado que nosotros
somos ya-sí adultos, responsables, competentes, fiables, capaces, conocedores de lo que es la
vida, con «todos» los derechos, etc. Mientras que ellos son aún-no competentes, ni responsables,
ni capaces, ni fiables, y, por tanto, no pueden tener todavía los mismos derechos. Pensamos en
niños y niñas sólo en términos de las diferencias con los adultos, y nos cuesta pensar en términos
de las similitudes. Yo no conozco a nadie que ponga en duda que hay diferencias entre los niños
y los adultos. Por tanto, ello conlleva derechos y responsabilidades distintas. Pero partiendo de
esta afirmación se hace muy difícil comprender por qué para muchos ya no es pensable que
también podamos identificar similitudes, que nos permitan concluir que existen derechos
humanos universales, de todos los seres humanos, «aunque sean niños». El derecho a la vida, el
derecho a un trato no degradante, el derecho a la libertad de pensamiento o de expresar lo que
se piensa, ¿dependen en algo de la edad? Hay derechos humanos fundamentales que les han
sido denegados a niños y niñas simplemente por discriminación en razón de la edad. El análisis
de las relaciones intergrupales y de los procesos de diferenciación categorial nos llevan a otro
interesante terreno: Los miembros de cada grupo tienen perspectivas distintas sobre una misma
realidad. Si queremos comprenderla, deberemos tener en cuenta cada perspectiva. Un
planteamiento parecido nos llega de los estudios sobre calidad de vida: Para saber el grado de
calidad que tiene la vida en una comunidad o territorio determinado habrá que considerar las
condiciones materiales de vida, pero también las evaluaciones de cada grupo de agentes sociales
implicados. Cuantos más grupos de agentes sociales implicados haya, más perspectivas de
análisis de la realidad aparecerán, y más posibles desacuerdos en la evaluación pueden surgir.
Ante tales discrepancias, durante algunos años los estudiosos de la calidad de vida cayeron en la
tentación de preguntarse si algunos agentes sociales tendrían «más razón» que otros. En la
actualidad esta pregunta se considera científicamente improductiva. Lo relevante es plantearse:
¿Por qué distintos agentes sociales tienen perspectivas distintas y discrepantes de una misma
realidad? ¿Por qué los expertos en geriatría y gerontología de un municipio consideran que la
mayor necesidad social de las personas mayores que está pendiente de satisfacer es que haya
más plazas de residencias asistidas, mientras que para las propias personas mayores residentes
en el municipio es que haya más pistas de petanca? Muchos desencuentros entre
niños/adolescentes/jóvenes y los adultos deberíamos reanalizarlos dentro de estas dinámicas de
diferenciación categorial, considerándolos meramente perspectivas distintas de una misma
realidad, ninguna de las cuales debe ser considerada más «cierta o falsa» que las otras. Durante
la adolescencia muchos padres y madres están altamente preocupados por la seguridad, y no
permiten a sus hijos/as la práctica de deportes de alto riesgo; el análisis que hacen los propios
adolescentes de la situación tiene que ver con la voluntad de controlar sus vidas, y de no dejarles
experimentar sus capacidades. Los adultos de nuestro entorno socio-cultural tenemos el reto de
intentar comprender por qué hemos estado tan «interesados» en mantener a niños/as y
adolescentes en la categoría homogénea y separada de los menores, en vez de profundizar en
los procesos de socialización y en la construcción de nuevos consensos sociales con las nuevas
generaciones. Este punto es básico para comprender por qué muchos adultos se resisten tanto a
que se discuta e incremente la participación social de los niños y niñas (Casas, 1998). ¿A dónde
iremos a parar con esta juventud de hoy en día, que está perdiendo todos los valores? Alguna
frase parecida a esta, que todos hemos oído en alguna ocasión, parece que ya la dijo Platón en la
antigua Grecia. Es, por tanto, muy poco original: parece que todas las generaciones adultas de la
historia occidental han visto mal que «los del otro grupo», los más jóvenes, sean de forma distinta
a como nosotros queremos y no se comporten «a nuestra imagen y semejanza». Los adultos
somos los estables, y los jóvenes son cambiantes. Este tipo de creencias participan de nuestras
representaciones sociales sobre los más jóvenes. Una de sus características es que cuando se
pone en evidencia que las cosas no funcionan así, muchos adultos se sienten incómodos y se
resisten reactivamente a aceptar la evidencia. Un debate bien curioso es el que se ha generado
en Europa a partir de que varios Eurobarómetros a partir de 1990 (Commission of the European
Communities, 1990) mostraron como los adultos «también» hemos cambiado profundamente de
valores, y particularmente en lo que se refiere a los valores importantes para la educación de los
hijos. Ahora queremos sobre todo educarlos en la responsabilidad y la tolerancia, y tenemos poca
preferencia por los valores tradicionales, tales como el ahorro, trabajar mucho, los buenos
modales, la fe religiosa, la honradez, etc. Sin embargo, los últimos años, lo que más está
contribuyendo a poner en entredicho el núcleo figurativo que sustenta nuestras representaciones
sociales sobre la infancia en el mundo occidental son las tecnologías audiovisuales. Una idea
tradicional es que los niños se diferencian de los adultos en que «aún no saben lo que es la vida».
En el mundo urbano occidental ello equivalía a no saber «qué es el sexo y qué es la muerte». Hay
muchos estudios mostrando como los niños ven muchas horas la televisión, generalmente más
que los adultos, y que durante esas horas ven cientos de asesinatos y de escenas cargadas de
sexo. Parece difícil seguir afirmando que no saben lo qué es la vida en los términos tradicionales.
Otra idea tradicional es que los niños «aún no son tan competentes como los adultos». En
cualquier reunión de AMPAS se puede hacer una pequeña encuesta: ¿Quién programa el vídeo
en casa? En un altísimo porcentaje de familias aparecerá que lo hace el niño o la niña porque es
lo más práctico: lo hace más deprisa y se equivoca menos. Hay adultos que saben muchísimo de
ordenadores; pero, si cogemos la media poblacional, es indudable que hoy en día, la media de
niños y niñas sabe más de ordenadores, de videojuegos, de móviles y de Internet, que la media
de los adultos. ¿Podemos seguir enfatizando que una de las características de la infancia es que
aún-no son tan competentes como los adultos? Siempre me han parecido extraordinariamente
interesantes las reacciones de algunos adultos ante estas evidencias: Antes que aceptar que el
adulto no es tan competente como el niño, muchos prefieren (a) evitar la comunicación sobre el
tema, o (b) desvalorizar las competencias infantiles. Muchos adultos consideran que ellos tienen
mucho que enseñar a los niños/as, y nada que aprender. No es posible que los aún-no
competentes puedan enseñar cosas a los ya-sí competentes. Quizás el ejemplo más extremo lo
constituyan los videojuegos. Para sorpresa de los propios investigadores, de una muestra de
padres/madres de clase media de la ciudad de Barcelona se observó que un 53% manifestaban
no hablar jamás con su hijo o hija de lo que hacían con los videojuegos, a pesar de que mostraba
entusiasmo por el juego (Casas, 2001). Entre los argumentos aducidos por los adultos para no
hablar con los hijos figuraron explicaciones tan sorprendentes como las siguientes: (a) Mire usted,
yo probé una vez, pero no me aclaro. (b) Es que como todos lo videojuegos son violentos, no
quiero mostrar interés a mi hijo preguntando por ellos. (c) Es que son cosas de niños. Clarificador
nos pareció el testimonio de un niño de 8 años que al preguntarle si hablaba con sus padres de
sus actividades predilectas con videojuegos, nos respondió Yo de eso ya no voy a hablar nunca
más con mi padre. Siempre sé lo que me va a decir.
Los niños y niñas pierden interés por hablar con sus progenitores de los temas «inseguros» para
los adultos. Están apareciendo problemas de comunicación intergeneracional que generan
insatisfacción en las relaciones interpersonales. Es como si, en vez de aceptar y profundizar en
una bidireccionalidad de la comunicación entre generaciones, en la que hemos de esforzarnos en
ver el punto de vista del otro grupo, nos resulta más cómodo simplemente romper la
comunicación sobre el tema.
7. A MODO DE REFLEXIONES FINALES
El análisis de las actuales políticas sociales de infancia, y de supuestas alternativas futuras,
requiere un análisis previo de tres vertientes representaciones, inseparables entre sí. Cada uno
de esos tres conjuntos de representaciones está sustentado por imágenes y creencias
profundamente enraizadas en nuestra historia y en nuestra cultura, que determinan actitudes
mayoritarias: — Representaciones sociales sobre la infancia: La idea nuclear es que este grupo
de población está formado por seres humanos fundamentalmente distintos e inferiores a los
adultos, los aún-no. Colectivamente no es pensable que puedan ser «iguales a los adultos» en
muchas cosas, por tanto, que puedan tener los mismos derechos. Buena parte del valor social de
la infancia está en el futuro: son los futuros adultos, los futuros ciudadanos, nuestra sociedad del
futuro (moratoria social). No resulta, pues, fácil, pensarlos como ciudadanos del presente. El
presente de la infancia pertenece a la vida privada, y no debe involucrar intervenciones públicas
más que en casos extremos. Nuestros niños y niñas se entiende que son los de nuestro entorno
privado, no los de nuestra sociedad. — Representaciones sociales sobre qué necesidades y
problemas de la infancia son sociales: Las necesidades y problemas de la infancia son
fundamentalmente privados: de sus padres; a lo sumo, también de sus maestros y de sus
pediatras. No hay sentimiento de responsabilidad ampliamente compartida sobre los problemas
del conjunto de nuestra población de menor edad, salvo en los casos extremos de abandono,
maltrato o sufrimiento infantil. Hay alto consenso sobre los derechos de los niños y niñas, pero
baja intensidad a la hora de actuar: siempre debe haber alguna otra instancia a quien le toca
hacer algo cuando los derechos de los niños/as son conculcados. Las políticas de infancia nunca
son políticas prioritarias… pueden esperar; tarde o temprano llegarán a adultos. A determinados
niveles políticos está claro que para que la sociedad visibilice menos problemas, la información
sobre problemas o necesidades no debe circular; de ahí el fenómeno que algunos autores
denominaron a finales del siglo XX invisibilidad estadística de la infancia. Aún hoy, en muchos de
nuestros países, es muy difícil conseguir estadísticas actualizadas y fiables sobre los problemas
sociales que afectan al conjunto de la población infantil del territorio. — Representaciones sobre
las formas óptimas de intervenir para mejorar la situación de la población infantil (y superar sus
necesidades y problemas sociales): Conceptualmente, el paradigma de la especialización, que ha
imperado a lo largo de casi toda la historia de las políticas sociales, está superado. Sin embargo
se observa una gran fractura entre la teoría y la práctica: El paradigma de la especialización sigue
existiendo por el simple hecho de que su aplicación a veces es más barata. La dimensión
presupuestaria suele ser de alto peso político en el mundo economicista en que vivimos, aunque
ello vaya en perjuicio de los usuarios. En la práctica, los tres paradigmas históricos se pueden
observar entremezclados en muchos de los programas de protección social a la infancia,
formando un totum revolutum.
Las últimas décadas, sumergidos en lo que algunos han denominado una sociedad
aceleradamente cambiante (Casas, 1998) hemos visto emerger con fuerza las denominadas
nuevas culturas infantiles y adolescentes. Las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación tienen mucho que ver con estas culturas: nuevos lenguajes utilizados en el móvil o
en Internet, distintas expectativas de valor de cara al futuro personal, nuevas formas de relación,
nuevas habilidades y competencias, más independencia del mundo adulto, menos contraste de
valores entre generaciones, etc… Cada vez está más claro que la infancia que podemos observar
a nuestro alrededor es «otra cosa» que la infancia tal como nos la representamos. ¿Queremos
saber sobre las coincidencias y discrepancias existentes entre adultos y niños/niñas/adolescentes
que se dan hoy en nuestra sociedad? ¿Queremos saber sobre sus aspiraciones, valores,
satisfacciones con la vida, y otros temas relevantes para sus vidas? ¿O preferimos seguir
pensando que, como adultos, ya sabemos todo sobre nuestros niños y niñas, y ellos no tienen
nada interesante que añadir? Se va observando una fractura de comunicación entre generaciones
que ya no queda restringida a una «crisis de la adolescencia»: Cada vez son mayores los
porcentajes de adolescentes que no contrastan los valores interiorizados a través de las
tecnologías audiovisuales con ningún adulto, haciéndolo sólo con sus iguales (Casas et al., 2000).
Si queremos saber más, deberemos ir y preguntar a los propios «menores»; y deberemos
aprender a escuchar mejor. No se trata de un mero cambio de actitud. Se trata de representarnos
socialmente a la infancia y la adolescencia de otras maneras posibles. Sólo si se da este profundo
cambio psicosocial, se podrán acelerar los cambios político-sociales necesarios en favor de la
infancia. Y en ello sí que realmente nos estamos jugando nuestro futuro social.

Adolescentes, consumos culturales y usos de la ciudad

Marcelo Urresti∗

La adolescencia es un período de la vida que se caracteriza por cambios abruptos. Entre los
primeros teóricos que se ocuparon del tema ya quedaba claro que para las sociedades
occidentales se trataba de un período de crisis y reestructuración de la personalidad1, o como dijo
Rousseau en el Emilio una etapa de “segundo nacimiento”. En efecto, en nuestras sociedades
con la llegada de la adolescencia la gran mayoría de los niños pierde seguridades y vive duelos:
el cuerpo cambia, se abandona la infancia, se transforma el lugar que se ocupaba en la familia y
en la escuela, caen referentes de autoridad antes naturalizados, se abre el tiempo de la obligada
autonomía, se desoculta la genitalidad. En ese período, para el adolescente, la familia entra en un
paréntesis en el que se reparten de nuevo las cartas. Cada adolescente se abre progresivamente
a una vida social en la que el lugar de su propia familia se desplaza: en ese movimiento, aquella
anterior cuasi monopólica instancia va perdiendo peso específico y se ve obligada a “conversar”
con otras instancias de la socialización. En dicho proceso van surgiendo cosmovisiones y
valoraciones no necesariamente acordes con los mandatos de la tradición heredada. Con la
adolescencia se abren espacios de conflicto intergeneracional en el interior de las familias,
siempre renovados con la sucesiva entrada de cada miembro en la pubertad. Es decir que el
período conflictivo no sólo es interior al sujeto que vive la transformación en primera persona,
también afecta a su entorno inmediato. Familias y escuelas, ámbitos primordiales de la niñez
mayoritaria, entonces comienzan a compartir su espacio con otras dimensiones de la vida social
en la que los adolescentes expanden las redes de relaciones dentro de las que normalmente
actúan. Mientras transcurre la crisis -más o menos violenta según los casos familiares, las clases
sociales y las tradiciones geográficas y culturales en las que se inscriban-, los adolescentes
construyen espacios “propios”. En ellos, procurando una mayor independencia respecto a la
mirada de sus mayores, rearticulan los mecanismos de identificación a través de los que
constuyen las diversas facetas de su identidad. En este sentido, entre los múltiples factores que
actúan en esta fase hay dos especialmente importantes por el efecto que producen: el primero de
ellos, el más importante, es el grupo de pares2; el otro, es el sistema de escenarios y ámbitos
institucionales que hacen de marco al encuentro y la cotidianeidad de dichos grupos. Estos
factores intervienen de manera decisiva en la rearticulación de los referentes básicos de la
experiencia y del mundo de la vida y se suman a la familia y la escuela completando el proceso
de socialización en el que se modulan las identidades que se continuarán con posterioridad en las
etapas juvenil y adulta. Este transcurso a su vez se da en una encrucijada compleja de caminos
institucionales, canales discursivos superpuestos, flujos libidinales inducidos -y muchas veces
deseados- y prácticas habituales en las que se hace posible la vida cotidiana de los adolescentes
de las sociedades actuales. Los adolescentes, sean de la clase o de la familia que sean, no son
independientes del denso entramado de instituciones y discursos que los apelan e intentan
seducirlos: además de la ya mencionada escuela –que no está presente en la totalidad de los
casos-, los medios masivos de comunicación, la multiimplantada publicidad comercial, el mercado
de bienes de consumo masivo con sus largos e incansables tentáculos o las industrias culturales
que se ofrecen en sus variados productos, son los canales de una alusión insistente y constante.
Estas agencias, a través de la persecución de sus intereses –en principio, comunicar, acaparar la
atención y vender- sedimentan discursos, diseminan imágenes y estéticas, difundiendo
prescripciones explícitas e implícitas que contribuyen a configurar imaginarios y representaciones
sociales. De este modo, se define un nuevo material que luego se elabora íntimamente en el
relato de la autoidentificación. Es decir que esa inicial apertura a la vida adulta, ya trabajada por
estas mediaciones múltiples que venimos mencionando, entra en un estadio de apelación
superior: la brecha crítica que abre la adolescencia es susceptible a estos discursos que mediante
temas y referencias ejemplares presentes en esas formas de la comunicación y el consumo
apelan a los adolescentes en tanto que consumidores. En esas figuras diversamente apropiadas
los adolescentes reestañan imaginariamente pérdidas y duelos recibiendo los materiales para una
identificación interpretante y activa con la que, en distintos grados, rehacen un lugar de
certidumbre relativa en medio de la dislocación momentánea por la que transitan. Esta condición
de incertidumbre estaría extendiéndose en su duración y siendo adoptada por distintos grupos de
edad antes decididamente lejanos a ella. En efecto, la transitoria desorientación identitaria que
suponía el enfoque clásico sobre la adolescencia, según algunos autores3, estaría
generalizándose por distintos grupos de edad, producto derivado de la larga impasse que la
cultura finisecular estaría consagrando: la generalizada pérdida de las certezas que abruma las
sociedades del presente. Así, la adolescencia se alargaría incluyendo a los jóvenes y
progresivamente también a los adultos, cuyos modelos de acción, si se los compara con los del
pasado reciente, se parecerían más a los de los adolescentes que a los de los adultos de tiempos
pasados. Esta condición histórica problematizaría aún más la situación de los adolescentes
actuales, tensionados entre su propia crisis y el novedoso lugar vacante que dejan los adultos.
Como decíamos arriba, la adolescencia implica una suerte de “segundo nacimiento” con los
dolores y las sorpresas que ello depara: esto se refiere especialmente a un tipo de experiencia
casi adánica, original y de apertura, cercana a la vivencia de la aventura, característica vital
definitivamente perdida en la vida de los adultos. Esto en parte ilustra que la modelización de la
adolescencia no resulta más que una ilusión compartida: por más desorientado que se encuentre
un adulto en relación con su futuro, por más rejuvenecido que se encuentre en sus opciones
vitales, y por más rutinas y cuidados físicos que haya generado una imagen conservada, un
adulto no es un adolescente. En definitiva, transitar la adolescencia es atravesar una crisis
personal y vivir adánicamente una experiencia histórica de lo social, hechos que definen una
pertenencia generacional concreta y un material imaginario específico con el que elaborar las
identificaciones que desembocarán en la personalidad futura. Asimismo, y siguiendo la línea
anterior, existe una representación dominante sobre los adolescentes -lo que no implica bajo
ningún concepto que incluya a todos los adolescentes de todas las clases-, que se convierte en
una suerte de “modelo” que aglutina principios estéticos activos que tienen una fuerza gravitatoria
de gran importancia. Ese modelo basado en la imagen adolescente –de las calses medias y
altas- responde a necesidades diversas y hace de este particular momento de la vida algo que, en
términos sociales, es mucho más amplio que una crisis y una reestructuración identitaria. El
“modelo adolescente” se expande y goza de un amplio reconocimiento social, hecho que se
demuestra en parte por la negativa: la vejez es vista como desventajosa, el origen de
enfermedades y decadencias, un disvalor que anuncia el ocaso de la vida. Como contracara la
adolescencia es el grado cero de la vida adulta, está y no está en ella, recién estrenada, con todo
el tiempo por delante y aparece como un modelo con el que identificarse. Una sociedad en la que
se han desarticulado referentes de trascendencia antes válidos, una cultura en secularización
constante que avanza sobre la religión pero también sobre la política y las más arraigadas
costumbres, no es casual que necesite de este mito de regeneración y de vida eterna en el más
acá, puesto que cada vez son menores las causas en favor de las que inmolarse, situación que
arroja sujetos sin referentes, desorientados, aferrados a las débiles evidencias de un más acá,
crecientemente empobrecido. La adolescencia y el mito de la eterna juventud, acompañado de
otros mitos como el de la belleza que no se deteriora, la salud que se mantiene intacta o la
energía que se renueva sin cesar, son los elementos de un espejo en el que con fuerza creciente
la sociedad intenta reflejarse. En un contexto semejante, tampoco es casual que el mercado,
especialmente en las estrategias de publicidad que empujan a adquirir bienes de consumo
masivo, aproveche esta imagen convirtiéndola en el vehículo de los mensajes que procuran
identificar productos con un objeto de amor. La imagen adolescente, que responde al estereotipo
de clase que los medios recogen y refuerzan, circula porque vende: es un paraíso artificial de
vitalidad y felicidad, un mito que difunde líbido, que atrae a la identificación y que impulsa al
consumo. De este modo, el proceso de construcción de identidad al que aludíamos más arriba,
se da en condiciones que alteran su forma tradicional: con la adolescencia convertida en modelo
mediático, imitada crecientemente por las identificaciones de grupos de otras edades, tensionada
por condiciones sociales que la alargan inéditamente, tiende a delimitarse siguiendo una lógica
novedosa y compleja. Como dijimos anteriormente son los grupos de pares lo que constituye la
novedad en la vida de las personas que atraviesan la adolescencia. Estos grupos a su vez
definen espacios y tiempos en los que van construyendo un mundo compartido, que será
fundamental para el resguardo de las identificaciones adolescentes, distantes de la familia y de la
escuela, los dos ámbitos característicos del desarrollo previo. Los grupos de pares están
conformados por lo general con una presencia marcada de miembros de la misma edad y género.
Esto no imposibilita grupos mixtos o grupos en los que sea aceptado algún miembro que es
notablemente mayor o menor, pero habla de su baja probabilidad. Estos grupos son la primer
ampliación de la red de relaciones en las que entran los adolescentes, son los grupos de amigos
y amigas más cercanos, que se reunen a pasar el tiempo, a escuchar música, a compartir largas
charlas, a hacer deportes, a planear salidas, a recorrer espacios. Esos grupos de adolescentes
son ámbitos de contención afectiva y representan espacios de autonomía en los que se
experimentan las primeras búsquedas de independencia. En ellos se realizan actividades
comunes y se definen los perfiles dentro de las funciones actitudinales que los diversos grupos
despliegan. Se trata de campos de atracción libidinal, que brindan una pertenencia efectiva y que
vehiculizan las referencias primeras de los procesos que deconstruyen las identidades infantiles
heredadas. En esos grupos por lo general se manifiestan las primeras conversaciones que tienen
por tema el sexo, el descubrimiento de los otros a nivel social, el lugar propio y el ajeno en ese
espacio, o para decirlo con las palabras de Goffman el sens of one´s place4, en ellos se descubre
por lo general la música que se adoptará como propia, una forma de vestirse y también una forma
de hablar. Es decir que se trata de verdaderos laboratorios de actividad simbólica en los que se
practica concientemente la diferenciación social. Los grupos de pares funcionan como entidades
intermedias entre el espacio social general en el que se definen las clases sociales que incluyen a
las familias y el espacio íntimo de los sujetos que estas grandes estructuras configuran.5 Se trata
de ámbitos de autonomía relativa definida por la influencia de las grandes estructuras sociales,
aunque metabolizada en la manera singular en la que cada grupo específico la articula, en virtud
de las diferencias producidas por los escenarios inmediatos en los que transcurre la vida de esos
grupos. Para mostrarlo con un ejemplo: no es lo mismo que dos grupos pertenezcan a la misma
clase social, supongamos la clase media urbana de Buenos Aires, que sean hijos de padres
profesionales empleados en empresas similares y que desarrollen actividades relativamente
cercanas, como concurrir a los mismos colegios –pongamos por caso, públicos- y a los mismos
clubes –sociales y deportivos de tamaño medio-; si esos grupos de pares desarrollan actividades
que los distinguen, por ejemplo, en su relación con el valor que le dan a la educación o al deporte
–en toda escuela y club hay rendimientos diferenciales-, o con la apreciación y práctica de
actividades valoradas como ir a fiestas en casas o en las matinés de las discotecas, ir recitales de
músicos de rock o de intérpretes de música latina, gustar de un tipo específico de música o de
otro, leer libros o mirar televisión, juntarse en videodromos, compartir la pasión por los juegos de
computadoras, mirar los mismos dibujos animados y comprar comics japoneses, todo esto en sus
distintas posibilidades, las cadenas de si y de no en relación con las mismas, los puede alejar
radicalmente entre sí a pesar de que a primera vista esos jóvenes puedan ser incluidos
genéricamente en los mismos grupos por compartir los mismos espacios definidos por las
grandes estructuras sociales, lo cual constituye indudablemente una errónea simplificación. El
primer hipotético grupo podrá tender a consumos intelectualizados y elitistas, concurrir a talleres
literarios, detestar el deporte, sentirse diferente al resto de sus compañeros de escuela que miran
a Tinelli y, con el tiempo, orientarse en el futuro hacia algún tipo de carrera universitaria
humanística. El segundo en cambio podrá preferir el deporte y no darle tanta importancia a la
escuela, prefiriendo una música de consumo menos exigente y encaminado hacia las disquerías,
seguramente valorará más la radio y la televisión cuando esté reunido en las casas de sus padres
y en concordancia con la vida al aire libre valore un deporte federado al que le dedique mucho
tiempo durante su adolescencia. Es decir que más allá de las similitudes, y muchos podrán decir
que no se trata de otra cosa que de fragmentos de la clase media, lo cual es cierto pero no
agrega nada al asunto, se puede apreciar en la acción de los grupos de pares la enorme
diferenciación interna en gustos y preferencias que se terminan expresando en afinidades
electivas capaces de unir grupos, separar otros, definir circuitos de consumos culturales,
apuntalar identificaciones grupales y conducir un proceso de socialización de diferente velocidad,
enmarcado en territorialidades distantes, situaciones que contribuyen a la conformación de
comunidades de destino enormemente disímiles entre sí. Este ejemplo a su vez podría replicarse
en otros sectores sociales o con mujeres en lugar de varones dando los mismos resultados de
diferenciación frente a los que estamos tratando de sensibilizar la mirada. En sectores populares,
valorar la esquina y el encuentro en ella, o hacerlo en cambio con el acercamiento a la sociedad
de fomento del barrio o a la parroquia o el pastor, no es lo mismo que preferir la “vagancia” –que
es una apelación genérica al grupo de “vaguitos” o de “guachitos” con los que “se para”- en la
que se asume como forma de reproducción el delito menor y el tráfico de baja escala, y todos
estos factores no dan el mismo resultado si se combinan o no con la escuela, ni tampoco es igual
si se valora o no lo que se puede aprender en la escuela, ni es igual si se prefiere o no participar
en la murguita del barrio o apostar a entrar en las inferiores de algún club. No son iguales las
redes, no se combinan los factores de la misma manera y el proceso de socialización no se
orienta hacia los mismos objetivos. En suma, los grupos de pares son fundamentales para
comprender estas enormes diferencias en el desarrollo de los adolescentes en relación con sus
familias – y sus clases- de origen, pues en ellos se rearticulan los elementos heredados dentro de
las opciones que facilita u obstaculiza el orden social, más o menos complicadas según los
recursos disponibles. Entendidos entonces de este modo, los grupos de pares funcionan como
programas culturales6 en los que se articula en una escala menor a la de la clase y la familia, una
medida específica de la experiencia social e histórica de los adolescentes. Un programa cultural
es un cierto orden imperante dentro de los planes de interacción posibles, una suerte de
organización interiorizada de manera similar en cada uno de los miembros de un grupo, según la
cual se dan cita los más diferentes tipos de prácticas siguiendo patrones simbólicos afines, desde
las formas del comer y del beber, pasando por los modos de concebir la higiene, definir la
vestimenta, seguir el orden de los pasos en que debe producirse el cortejo, hasta las preferencias
frente a expresiones musicales o artísticas en general o los modos de codificar el terreno de una
ciudad o un paisaje en un territorio común y reconocido como propio. Todas estas preferencias se
articulan en la forma de sistemas y obedecen a afinidades electivas estables y compartidas por el
grupo al que se pertenece, en el nivel de las elecciones concretas, de los criterios de selección y
combinación o de los códigos de valoración y apreciación. En este sentido, puede hablarse de
modos particulares de ejecución de prácticas comunicativas, sean estas verbales o no verbales,
aunque siempre codificadas, es decir, enmarcadas bajo una impronta que les otorga identidad de
valía y reconocimiento común. En un programa cultural compartido también pueden reconocerse
la similitud de las prácticas: las formas de portar la vestimenta, las maneras de pararse,
establecer distancia o proximidad, caminar o bailar, los rituales de la conquista amorosa, la
provocación y la pelea, las formas de hablar, los temas predilectos, los acentos y las jergas, entre
otros tantos

Aquí es donde inciden los grupos de pares, en las afinidades personales que definen,
convertidas luego en redes de contención afectiva. Como todo en la adolescencia, tienen un
término coincidente con el lento ingreso de sus protagonistas en los canales de la vida social por
los que se reconoce normalmente a los adultos. Esto significa que más allá de la persistencia de
algunos lazos afectivos duraderos, la red definida por los grupos de pares se va aflojando poco a
poco, perdiendo consistencia, activándose en encuentros más espaciados, menos actividades en
menos tiempo, con lo que se reduce en su tamaño y todo esto en coincidencia con las nuevas
aperturas de relaciones que va exigiendo la vida adulta, en los ámbitos del estudio, el trabajo, el
hogar o la participación social. Los grupos de pares son redes que acompañan la adolescencia,
apuntalando relaciones, apoyando procesos de identificación. En estos procesos, tanto los
consumos culturales como los usos del espacio serán fundamentales. Es compartida la idea de
que los adolescentes son los más grandes consumidores de las familias, los más activos en lo
que hace a demandar y liderar procesos de adquisición de bienes y esto independientemente de
las clases a que pertenezcan sus familias. Es obvio que con poderes de compra diferentes,
también lo serán las probabilidades de que ese modo se afiance y se perpetúe. Este acostumbra
ser uno de los nudos que problematizan las relaciones entre padres e hijos, la demanda de los
adolescentes por lo general suele ser superior a las posibilidades de satisfacción de sus padres,
que suelen en muchos casos aprovechar esta circunstancia para disciplinarlos, premiándolos o
castigándolos según los resultados que obtengan o las conductas que desplieguen en ámbitos en
los que los padres están interesados que progresen. Entre los sectores populares esto suele ser
más restringido, lo cual tensa las relaciones hacia otras problemáticas, vinculadas con la
temprana necesidad de obtención de recursos para las generaciones menores que procuran
distintas estrategias de satisfacción, desde el trabajo temprano, la chanquita en algún servicio de
escasa remuneración, el “careteo” y el “mangueo” a peatones y paseantes, y en última instancia,
al delito menor. Entre los consumos privilegiados están la ropa y las salidas y la adquisición de
algunos bienes a los que llamaremos por comodidad culturales, por provenir directamente de una
rama de la industria a la que se define inespecíficamente como “entretenimiento”: música, juegos,
videos, revistas. Como todos los bienes destinados al consumo tienen una dimensión material y
una dimensión simbólica. Ambas dimensiones suponen valores de uso orientados hacia distintas
“económicas”: bienes de consumo masivo como la ropa o la comida tienen una clara dimensión
material, cubren aspectos vinculados con la satisfacción de necesidades como el abrigo o el
alimento, en este sentido su valor está en el grado de satisfacción que puedan brindar. Al mismo
tiempo, esos bienes tienen un valor simbólico: satisfacen las necesidades de la fantasía.7 No es
lo mismo un pantalón de una marca que un pantalón de otra, que responda a un diseño o a otro,
que sea de un color o de otro y así sucesivamente hasta convertirse en un complejo conjunto de
atributos que exceden por completo el mero vestirse. Vestirse o comer son actividades que
comunican y connotan una posición en un espectro de posibilidades y el hecho de optar por unas
formas y desechar otras, comunica intenciones y clasifica usuarios. Los adolescentes son
sensibles a este juego de miradas y se autoevalúan muy críticamente a través de lo que eligen,
portan y gustan. Se valoran a través de sus valoraciones. Por eso son consumidores exigentes,
por eso presionan a sus padres, por eso son susceptibles en extremo a las diversas modas que
conviven en un determinado momento, porque la ansiedad de identificación los convierte en
obesos consumidores de símbolos. En el terreno de los bienes que hemos llamado culturales
opera una lógica similar. Esos bienes son “distintivos por naturaleza” pues su “materialidad”
consiste en la satisfacción de una necesidad “espíritual” en la que el sujeto se encuentra
doblemente interpelado: un gusto musical, una preferencia cultural, no se pueden justificar por la
mera materialidad del bien, lo que hace que su transparencia sea mayor y el grado de
identificación más inmediato. Es lo que pasa con la música, con los cantantes, con los programas
de TV preferidos, con las revistas y las peliculas que se leen y se ven, con los programas de radio
que se escuchan. En este sentido, la preferencia se justifica “por sí misma” y vehiculiza siempre
una oposición más o menos radical hacia los consumos y las preferencias de los otros. En estos
objetos del amor se da el disfrute sin barreras ni desviaciones, de una manera inmediata y
directa. Como decíamos más arriba, los adolescentes suelen encontrarse en apertura hacia la
experiencia social extendida y este tipo de bienes ofrecen anclajes para sus ansias de
identificación: así adoptan modismos y estilemas similares a los de aquellos que valoran,
configurando con ello los espejos en los que se reconocen. Los consumos culturales entonces
definen una superficie de identificación muy caliente en la que los grupos de pares adoptan
verdaderos idola tribus con los que, siguiendo mecanismos casi totémicos, construyen su
identidad. El rock en sus distintas variantes y formatos, la cumbia y el cuarteto, la música pop, la
electrónica, la bailable o la melódica latina, serán los reservorios de discursos y estilemas de
distintos soportes lingüísticos –verbales, kinésicos, indumentarios, ideológicos- sobre los cuales
seleccionarán y combinarán elementos generando verdaderos patchworks de identidad. El otro
gran factor que define el accionar de los grupos de adolescentes es el de los usos del espacio.
Los adolescentes tal vez sean los más inquietos viajantes y exploradores de los lugares en los
que viven. Si se los compara con las generaciones adultas, los adolescentes suelen ser los que
más se desvían de las rutas establecidas, los que menos se atan a rutinas y los que más tiempo
se dan para salir a explorar la ciudad, buscar en sus recovecos, mirar negocios y entrar en
galerías, locales y recintos situados en barrios alejados. La gran mayoría de las personas por lo
general sale a descubrir su ciudad, los bordes de la misma, los pasajes alejados y los paseos
escondidos cuando transita su adolescencia. Luego de ello establece sus circuitos y sus
pertenencias para ir reduciendo el territorio a medida que la adultez se va acercando y se
establecen casi de modo definitivo e invariable las rutinas cotidianas. La vida de los adultos por lo
general está circunscripta a rutas poco conmovibles. Los adolescentes descubren las ciudades a
medida que se van descubriendo a sí mismos: se buscan y se desencuentran en la ciudad,
escapan de los ámbitos habituales de sus familias y, en esas intentonas, son fielmente seguidos
por sus pares y amigos. Las calles comerciales del centro de la ciudad -en otras épocas- con sus
cines y ofertas de diversión, las plazas y los paseos que solo se conquistan a fuerza de transporte
público o de bicicleta, los shopping-centers –que reemplazan a aquellas antiguas calles del
centro- en los que se va a caminar, mirar vidrieras y comer alguna porción de fastfood en los
patios de comida, todo eso conforma para los adolescentes de las clases medias una cartografía
de la deriva y del deseo en la que se sienten –aunque la voluntad de los padres se oponga- casi
irresistiblemente atraídos. Están también los locales de fastfood propiamente dichos, que fuera de
los shoppings también ejercen su embrujo. Sin lugar a dudas el lugar por excelencia al que los
adolescentes se dirigen podría definirse genéricamente como “la calle”: se trata de un espacio
exterior a la escuela y al hogar, en competencia con el club en las clases medias y altas, pero sin
alternativas en los sectores populares, que aparece revestido como espacio de liberación y de
goce. Define un territorio sin medidas ni reglas que obliguen a aprender, a producir o a obedecer,
apareciendo como un sitio liberado en el que eventualmente se da la aventura.8 “La calle” incluye
espacios de distensión y de consumo, no siempre abiertos y disponibles efectivamente para
todos, aunque sí formando una mitología duradera y eficaz en la que los adolescentes se sienten
convocados. Más allá de los temores que se ciernen sobre las clases medias
respecto de la violencia en las calles, o la presencia un poco más concreta de las fuerzas de
seguridad para los sectores populares, por la negativa, el espacio callejero sigue siendo un
ámbito de disputa entre generaciones, que coloca en su favor a los menores y en su contra a los
mayores. En este sentido la prohibición y el recelo es mucho mayor sobre las mujeres que sobre
los varones, así como también mayor entre los sectores medios y altos que entre los sectores
populares. En la calle están también los videodromos, los populares “fichines”, las esquinas en las
que suelen reunirse sentados en el piso los “chaboncitos” y los “fieritas” a compartir una cerveza,
los kiosquitos con metegoles, los pequeños barcitos que ofrecen bebidas a bajo preccio, las
canchitas improvisadas en baldíos o en playones municipales, las estaciones de tren y sus
alrededores, lugares sobre los que actúa una estricta territorialización en la que se dan cita y se
reconocen entre sí distintos grupos de pares. En suma, los grupos de pares, en su rol de
consumidores y exploradores espaciales colectivos, son el ámbito renovado en el que se definen
las formas actuales de construcción de la transición adolescente, más jaqueados que nunca por
la escasez económica y las formas crecientes de una persecución represiva ejercida por el
estado, más incitados que nunca al consumo, a la aventura y al éxtasis por un mercado y unos
medios de comunicación audiovisual que no descansan, en una relación con generaciones
adultas por lo general desbordadas ante un espectáculo que se les presenta ajeno y confuso,
habitado por los fantasmas de la violencia, de la indiferencia y del reclamo ilimitado de unos
adolescentes que, en distintas clases sociales y con distintas entonaciones, portan y son portados
por el conflicto generacional que, más allá de su voluntad explícita, definen las sociedades
contemporáneas.

También podría gustarte