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EN https://revistanada.com/2015/03/20/para-acabar-con-la-masacre-del-cuerpo/
Cuales sean las pseudotolerancias de que haga alarde, el orden capitalista bajo todas sus formas
(familia, escuela, fábricas, ejército, códigos, discursos…) continúa sometiendo toda la vida
deseante, sexual, afectiva, a la dictadura de su organización totalitaria fundada sobre la
explotación, la propiedad, el poder masculino, la ganancia, el rendimiento…
Para reforzar su terror social experimentado como culpabilidad individual, las fuerzas de
ocupación capitalista con su sistema cada vez más refinado de agresión, de incitación, de chantaje,
se ensañan en reprimir, en excluir, en neutralizar todas las prácticas deseantes que no tienen por
efecto reproducir las formas de la dominación.
Así se prolonga indefinidamente el reino milenario del goce desdichado, del sacrificio, de la
resignación, del masoquismo instituido, de la muerte: el reino de la castración que produce al
sujeto culpable, neurótico, laborioso, sumiso explotable.
Este viejo mundo que por todas partes apesta a cadáver, nos horroriza y nos convence de la
necesidad de llevar a cabo la lucha revolucionaria contra la opresión capitalista en el lugar en el
que está más profundamente arraigada: en lo vivo de nuestro cuerpo.
Es el espacio de este cuerpo con todo lo que produce de deseos al que queremos liberar de la
influencia extranjera. Es en este lugar que queremos trabajar para la liberación del espacio social.
No hay frontera entre los dos. YO me oprimo porque YO es el producto de un sistema de opresión
extendido a todas las formas la vida.
Son las mujeres en rebelión contra el poder masculino —implantado durante siglos en sus propios
cuerpos—, los homosexuales en rebelión contra la normalidad terrorista, los jóvenes en rebelión
contra la autoridad patológica de los adultos, quienes han comenzado a abrir colectivamente el
espacio del cuerpo a la subversión y el espacio de la subversión a las exigencias inmediatas del
cuerpo.
Son ellas, son ellos, quienes han comenzado a desafiar el modo de producción de los deseos, las
relaciones entre el goce y el poder, el cuerpo y el sujeto, tales que funcionan en todas las esferas
de la sociedad capitalista e incluso en los grupos militantes.
Son ellas, son ellos, quienes han quebrado definitivamente la vieja separación que divide a la
política de la realidad experimentada para el máximo beneficio de los gerentes de la sociedad
burguesa como de aquellos que pretenden representar a las masas y hablar en su nombre.
Son ellas, son ellos, quienes han abierto los canales de la gran sublevación de la vida contra las
instancias de muerte que no cesan de insinuarse en nuestro organismo para someter cada vez más
sutilmente la producción de nuestras energías, de nuestros deseos, de nuestra realidad, a los
imperativos del orden establecido.
Una nueva línea de ruptura, una nueva línea de ataque más radical, más definitiva, es trazada, a
partir de la cual se redistribuyen necesariamente las fuerzas revolucionarias.
Ya no podemos soportar que se nos robe nuestra boca, nuestro ano, nuestro sexo, nuestros
nervios, nuestros intestinos, nuestras arterias… para hacer las piezas y las labores de la innoble
mecánica de la producción del capital, de la explotación y de la familia.
Ya no podemos permitir que se hagan de nuestras mucosas, de nuestra piel, de todas nuestras
superficies sensibles, de las zonas ocupadas, controladas, reglamentadas, prohibidas.
Ya no podemos sufrir el liberar, al retener nuestras cogidas, nuestra mierda, nuestra saliva,
nuestras energías, conforme a las prescripciones de la ley y sus pequeñas transgresiones
controladas: Queremos hacer trozos al cuerpo frígido, al cuerpo encarcelado, al cuerpo
mortificado, que el capitalismo no cesa de querer construir con los desechos de nuestro cuerpo
viviente.
Este deseo de liberación fundamental, que permite introducirnos a una práctica revolucionaria,
llama a que salgamos de los límites de nuestra “persona”, a que trastornemos en nosotros mismos
al “sujeto” y a que salgamos de la sedentariedad, del “estado civil”, para atravesar los espacios del
cuerpo sin fronteras y vivir así en la movilidad deseante más allá de la sexualidad, más allá de la
normalidad, de sus territorios, de sus agendas.
Es en este sentido que algunos de nosotros hemos sentido la necesidad vital de liberarnos en
común de la influencia que las fuerzas de aplastamiento y de captación del deseo han ejercido y
ejercen sobre cada uno de nosotros en particular.
Todo aquello que hemos vivido sobre el modo de la vida personal, íntima, lo hemos tratado de
abordar, explorar y vivir colectivamente. Nosotros queremos derrumbar el muro de concreto que
separa, en interés de la organización social dominante, el ser del parecer, lo dicho de lo no-dicho,
lo privado de lo social.
Hemos decidido romper el insoportable secreto que el poder hace caer sobre todo cuanto toca al
funcionamiento real de las prácticas sensuales, sexuales y afectivas, así como lo hace caer sobre el
funcionamiento real de toda práctica social que produce o reproduce las formas de la opresión.
Félix Guattari
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El cuerpo y la revuelta
Toda la historia de la civilización occidental puede ser leída como una tentativa sistemática de
excluir y segregar el cuerpo. De Platón en adelante, esto ha significado en repetidas ocasiones
esquizofrenia represiva, afán de control, inconsciencia que psicoanalizar, fuerza de trabajo que
encuadrar.
La separación platónica entre cuerpo y alma, separación llevada a cabo con toda la ventaja para la
segunda (“el cuerpo es la tumba del alma”) acompaña también a las expresiones aparentemente
más radicales del pensamiento. Ahora esta tesis es defendida en numerosos textos de filosofía,
casi todos, a excepción de los que se mantienen al margen del aire enrarecido e insalubre de la
universidad. Una lectura en este sentido de Nietzsche y de autores como Hannah Arendt ha
encontrado su adecuada sistematización escolástica (psicología fenomenológica, pensamiento de
la diferencia y un largo etcétera encasillador). Sin embargo, o tal vez por eso, no me parece que se
haya reflexionado a fondo sobre el problema, cuyas implicaciones resultan fascinantes.
Una liberación profunda de los individuos comporta una profunda transformación de la manera de
concebir el cuerpo, su expresión y sus realizaciones.
Por un aguerrido legado cristiano tendemos a creer que la dominación controla y expropia una
parte del hombre sin mellar así su interioridad (y sobre la división entre una presunta interioridad
y las relaciones externas habría mucho que decir). Cierto, la explotación capitalista y las
imposiciones estatales adulteran y contaminan la vida, pero creemos que nuestra percepción de
nosotros mismos permanece inalterada. Así, también cuando imaginamos una ruptura radical con
esta realidad, estamos seguros de que es nuestro cuerpo tal como lo concebimos ahora el que
tomará parte en ella.
Yo creo al contrario que nuestro cuerpo ha sufrido, y continúa sufriendo una terrible mutilación.
No sólo por los aspectos evidentes del control y de la alienación determinados por la tecnología
(que los cuerpos hayan sido reducidos a depósitos de órganos de recambio, como demuestra el
triunfe de la ciencia de los trasplantes, parece que está claro. Pero la realidad me parece bastante
peor de cuanto nos desvelan las especulaciones farmacéuticas y la dictadura de las medicinas
entendidas como ente separado y de poder). Los alimentos, el aire, las relaciones cotidianas han
atrofiado nuestros sentidos. El sinsentido del trabajo, la sociabilidad forzosa y la aterradora
banalidad en la conversación, regimentan tanto el pensamiento como el cuerpo, ya que no es
posible ninguna separación entre ellos.
La dócil observación de las leyes, los paréntesis carcelarios en los que se encierran los deseos, que
precisamente en cautividad se transforman en una triste contrafigura de ellos mismos, debilitan el
organismo tanto como la contaminación o la medicación forzosa.
Afirmar la vida propia, esa exuberancia que pide ser entregada implica una transformación de los
sentidos no menos importante que la de las ideas o las relaciones.
La determinación ética de quien deserta y ataca las estructuras del poder es una intuición, un
instante en el que se saborea la belleza de los compañeros y la mezquindad del deber y la
sumisión. “Me rebelo, luego existimos” dice una frase de Camus, que me fascina como sólo una
razón para la vida puede hacerlo.
Frente a un mundo que presenta la ética como el espacio de la autoridad y la ley, creo que la única
dimensión ética se encuentra en la revuelta, en el riesgo, en el sueño. La supervivencia en la que
estamos confinados es injusta porque afea y embrutece.
Sólo un cuerpo distinto puede realizar esa mirada ulterior a la vida que se abre al deseo y a la
reciprocidad, y sólo un esfuerzo hacia lo bello y hacia lo desconocido puede liberar nuestros
cuerpos encadenados.
Massimo Passamani
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