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LA CAÍDA DEL GAUCHITO.

PRIMERA PARTE.

LA BATALLA.

Clavó la espada en el barro


y miró hacia la batalla
y el barro era tierra y sangre,
gualicho de buena laya.

Y se cansó de matar,
soldado de tanta talla…
así comienza este cuento
donde el silencio se calla.

Dicen que allá en el desierto


de polvaredas alzadas
nacen brutales guerreros
que queman siembras y casas.

Que son torbellino apenas


cuando la frontera pasan
pero al desierto no vuelven
porque el amor los abrasa.

Son los ojos de una moza


que alzaron por disfrutarla
quien les sosiega la furia
y los amordaza.

Luego, los mismos soldados


que fueron viento y son raza
se vuelven contra el desierto
que es su madre.

Y en ese horizonte turbio


son la guerra declarada
contra aquello que ellos fueron…
y este cuento nunca acaba.

…el cuento es así: como en un carnaval donde el rojo es de diablo y es de sangre


pasa el hombre montado y la moza lo mira con picardía
y él la alza a la grupa,
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pollera y poncho al viento.

Quién sabe dónde se aman


que es cobardía andar diciendo
pero ella lo mira y él ya no regresa al desierto,

poncho y pollera sedientos.

Ella de trenza y ojos negros


le alcanza un mate antes de que salga a combatir
contra los Otros,

aquí la pollera y allá el poncho van.

Que uno de tanto en tanto


dicen
clava en el barro su lanza,
mira en torno al torbellino
que es el campo de batalla

y allí, cual si fuera un árbol,


deja su silueta alzada.
La espalda curvada al sol,
las dos manos en la lanza,

que es cosa digna de verse


que en medio de la matanza
un hombre renuncie al mundo
como si no le importara.

Porque el que se cansa de combatir no regresa a los abrazos de su moza


a eso renuncia
no a una victoria que no entiende

aunque lo digan proclamas que no lee.

Y ella llora mirando el horizonte


donde la polvareda
pero ya no es él, ya no es nada,

aunque lo anuncien proclamas en las que nadie cree.


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Se ha dicho:
- así he de ver
a aquel que mi vida acaba -,
pero las lanzas ajenas
ni lo hieren ni lo matan.

¿Qué será que lo protege?


¿Será la tropa cansada
de tanto día y tanto sol
clavando tanta tacuara?

… pero acaso la novena


que en la capilla rezara
la protección de los dioses,
que no merece, le daba.

Cuando en derrota o victoria


agradeciendo la gracia
juntaba a las abuelitas
y por rezar les pagaba,

el soldado no sabía
que así su suerte trazaba.
Lo hacía porque sabía
que no hay paso ni hay desgracia

que los dioses en lo alto


no aprueben. Que poco alcanzan
los esfuerzos más tenaces
y las hechuras más bravas.

¿O será que el Padrecito


desde lo alto de los cielos
se fijó en su suerte gaucha?
¿O acaso fue la Mamita?

Si, la Mamita nos mira


más allá de las hazañas,
pero pudo ser Santiago
con el filo de su espada.

Que poca cosa es el hombre


y sin embargo le alcanza
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para que diosas y dioses


peleen en su batalla.

A esa hora de la tarde


y al borde de la desgracia
una bruja recogía
de ese barro en ollas blancas.

Quien sabe qué encargo tuvo,


quien sabe qué pago empuja
a esa mujer donde el hombre
no teme a dioses ni a brujas.

Entonces son dos las mujeres: la moza que lo espera y la bruja que junta sangre y barro en su
tinaja.

Un soldado que tatuado


de sangre el rostro tenía
vio a la mujer con sus ollas
y pollera renegrida.

Por dañar o por ser hombre


quebró a piedras las vasijas
derramando tierra y sangre
sobre su blanca camisa.

Luego, mordiendo el cuchillo


se le acercó murmurando
las cosas que le iba a hacer
cuando la tuviera a mano.

Entonces son dos los hombres: el que dejó de pelear y el que quiere robar el cuerpo de la bruja.

La bruja le echó una mirada al hombre que dejó de pelear


y le dijo que iba a saber quienes son dioses y quienes son hombres en el campo de batalla:
al menos te va a servir para no andar pelándoles de ganas, que con los inmortales no se puede,
y él vio que Santiago alzaba las patas de su caballo y le clavaba la espada en la espalda al otro, el
que le había roto las vasijas a la bruja, el que la quería robar
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ignorando que con las brujas, como con los inmortales, no se puede.
La bruja sonrió.

Entonces era uno el hombre: el de la lanza clavada en el barro que del otro chorreaba sangre
mezclada con la tierra, barro churo para gualicho pues.

Santiago siguió matando


a ambos lados del caballo
hachando tanto soldado
que caía mutilado.

Mató y cabalgó furioso


sobre cuerpos devastados
hasta que juntito al río
vio a San La Muerte matando.

Así frenó su carrera


ante el negro guadañazo
que jamás puede vencer
ni puede ser derrotado.

Miró a San La Muerte fijo,


giró ahí mismo su caballo
y buscó para su espada
carne fresca de soldados.

Así huyó Santiago de la ciega San La Muerte, que hasta los dioses le temen.
Se dice que pierden más los inmortales que los hombres si los pilla el filo de la guadaña.
Así será si lo dicen.

La bruja juntó los trozos


de sus quebrados cacharros
y se acercó al que su lanza
hubo en el barro clavado.

Lo miró fijo a los ojos


y lo tomó de las manos
para decirle el final
de esa jornada de espanto:
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Los dioses entre los hombres


andan peleando y matando,
cegando miles de vidas
que así van justificando,

dijo la bruja esa tarde


al ya cansado soldado.

Mas cuando el cerro en la tarde


se cubra en su poncho blanco
porque las manos del sol
le den su preciado manto,

dijo la bruja esa tarde


al ya cansado soldado:
la Mamita te dirá
quién vence y es derrotado.

Y vio el hombre que el Gauchito


con poncho rojo flameando
peleaba para los suyos
y vio en ese mismo campo

que la Difunta buscaba


su marido entre los bravos
con la wawa a las espaldas
y el sol al pecho clavado.

Y dijo bruja como si hablara de espantos:

debieras conocer a Santiago:


es quien detiene los torbellinos que alza el viento en la frontera
polvareda como fuiste vos,

debieras conocer al Gauchito


que naciendo humano
se volvió eterno al ver
como él mismo se mataba,

y a la Difunta que al Duende


muerta sigue amamantando
y a la negra San La Muerte
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que nos cubre con su manto,

pero has de llegar al Abra


como el destino te indica
para escuchar la verdad
de boca de la Mamita.

Y los migrantes la cruz de Quillacas van llevando.

LA CAIDA DEL GAUCHITO.

Entonces viento y fieras se escabulleron entre tolas y poblados, polvareda y fugitivos. El sol
hachaba el suelo cuando el Gauchito regresó ebrio al almacén de Sardeti 1. Sardeti estaba tras el
mostrador, asustado no sólo por el recién llegado sino porque todo el desierto se venía
encarajinando.

- Usted me tiene que explicar toda esta mierda, Sardeti, - le dijo el Gauchito clavando su
faca en el mostrador y sus ojos rojos en los de Sardeti, que retrocedía prudente. - Los que
viven van huyendo y yo tengo mi caballo atado a la puerta de su almacén. ¿Dónde carajo
nos vamos a meter?, - le preguntó cuando Sardeti miraba a las espaldas del Gauchito, tras
la puerta, hacia el desierto.

- Supongo que nos equivocamos.

- Linda frase para meterse en el orto, Sardeti.

- ¿Sólo para escucharla es que vino?

- Puede que sea, y así me agencio un bulto para el viaje. Flor de gil soy.

- Dos hombres y un caballo.

- Ni pa eso, pero la cosa es que la partida se viene por todas partes


desborda como un río que no conoce cauce
se desbarranca pero sigue en su lecho de quinchamal
hasta que da donde la procesión del más crudo invierno

sube la bandita
chura y machadita,
para San Santiago,
para Santa Anita

plantita de quinchamal,

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Sardeti fue la primera víctima conocida del cuchillo de Juan Moreira. Fue almacenero y no le pagó el arreo que le había
encargado.
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flor de la playa de Quera,


te conocí bajo el brillo
que daba la luna llena

humito de quinchamal,
incienso del peregrino,
que se enciendan tus bracitas
que ya vamos en camino

he venido a agradecer
lo que ya me has concedido:
mi familia, mi trabajo,
y estos mis buenos amigos

he venido con mi fe
y esa es mi forma de pago
al Santo de mis abuelos
que es la imagen de Santiago
y la partida había ganado el sitio con la misma furia que la tormenta.

- Pensar que nosotros éramos los brutos, - siguió el Gauchito viendo los alaridos que se
alzaban sobre el horizonte.

- No hay nadie más bruto que pueblero asustado.

El Gauchito le clavó los ojos.

- Ya no le creo, Sardeti. Gente como usted nos arruinó la cabeza y al menos debiera tener
caballo.

- ¿Y para qué me lleva?

- Quiero achurarlo yo, no merece que lo haga la partida.

- Como si hubiera diferencia.

- La hay, y espero que lo sepa antes de cantar la refalosa.

Y luego:

- Si viera, - dijo el Gauchito. – Ni bien dejaba el rancho vi esa turba de ñanduces, cuices y
cimarrones atropellándose unos a otros, empolvados como bataclanas, desesperados.
Corrían hacia el horizonte, viera, y entre ellos, cuadrúpedo como bestia, huía un
compañero de tantas montoneras.

Y el Gauchito, mirando el vaso de caña que volvía a vaciar, dijo que a mi me gusta la cumbia.
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- La cumbia es hermana bastarda del bolero, - le dijo Sardeti, - una bastarda de cabellos
teñidos de rubio que genera tanta ternura como deseo y es capaz de hablar en todas las
tonadas, una bastarda que va de brazo en brazo y de beso en beso y cambia despecho por
desprecio.

- No me venga con boludeces, - dijo el Gauchito. – Vea que soy hombre de cuchillo.

- Ya no nos podemos confundir: las pasiones nos llevan al naufragio.

El Gauchito escupió de lado. En el palenque lo esperaban su caballo y Sardeti, que estaba atado y
lastimado.

- Que tipos raros los barbudos.

- Dicen ser peronistas.

- ¿Quién no?

- Pero ellos lo dicen, y dicen que la revolución se dibuja con escuadra y compás.

- ¿Y el General qué dice?

- Que en la academia le enseñaron a dibujar a mano alzada, flor de turro.

- Es que donde manda General no manda Comandante.

- El General decía que eran también socialismos el de España y el de Suecia, ¿por qué no
íbamos a tener uno propio?

- La guerra les hizo mal, ya no fueron los mismos.

- Que cosa.

- Vea que Hernández escribió el Martín Fierro en un hotel, y cuando la partida golpeó la
puerta tuvo que esconder la cocaína bajo la cama y saltar por la ventana. Entonces somos
como esas almas que se la pasan muriendo y encarnando de hotel en hotel.

- Y aun así nunca estarás preparado, - le dijo la Virgen y el Gauchito pensó en su propio
martirio en manos de otro gaucho tan villero y en ese oficio que tendrá de santo milagrero
curando las enfermedades de quienes van de morir.

- No voy a permitir que se humille así a una puta, - dijo el Gauchito mientras la Cautiva
caminaba por la acera.
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- Los diablos y los santos danzan juntos por las calles, - concluyó Sardeti, - y eso no
podíamos haberlo previsto.

- Nunca se mata al Diablo porque nos encarna, - dijo el Gauchito y el cantante de boleros
cantó que bajaban Gil y Sardeti
y al paso que cabalgaban
se iba abajando el poniente,

y allí nomás la frontera


como un mar se divisaba
tras lo largo de la huella.

- Mire por donde me trae, Sardeti.

- Todos vienen, al fin de cuentas.

- ¿Todos?

- Todos, pero algunos se quejan.

La mano en el cuello
de la noble bestia
marcaba el silencio
que baja la cuesta.

Que baja cansada


de andar por el vano
que enmarca la vida
cual marco de palo.

- Desde Hernández, los gauchos siempre se quejan.

- Es que nos marca el destino.

- Todos somos de su hacienda, ¿o se cree que los únicos que sufren son los gauchos?

Y el pie del caballo


dio en la vizcachera
que tiró rodando

al gringo en el suelo
levantando tierra
como pena el viento.

- ¡Qué gringo e´mierda!, ¿tan torpe tiene que ser?

- Cualquiera tropieza.
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- Yo no tropecé.

Sardeti lo miraba
tentado en reírse
por las cosas extraviadas
que el Gauchito Gil le dice.

Y después de la rodada,
como era la oración,
hicieron fuego en la pampa
y el fuego les dio calor.

- ¿Dónde termina esto, Sardeti?

- No te hagás el gil, Gauchito, ¿quién no lo sabe?

- Que le va ser, es que uno a veces quiere crer.

Camina Sardeti
delante el caballo
y el gaucho lo pecha
mientras va marchando.

- Usted está en pedo, Gil. No joda que esto termina mal.

- Pa que aprenda, Sardeti. Pa que aprenda.

Más allá le dice: ¿sabe, Sardeti? Una vuelta me llamó el dotor y me dijo: bájeme a ese zurdito de
Sardeti que anda diciendo que habla por los gauchos, y acá hay uno sólo que habla por los
gauchos, dijo, y yo le dije: vea, dotor, que no mato por encargo, mierda, y el dotor se echó a rir y a
desmochar arbolitos con el rebenque y me dijo: nadie mata por amor, me dijo. ¿Tiene miedo,
Sardeti?

- Yo este camino lo conozco.

- Yo también, ¿o no dijo que lleva a la vieja?

- Es cierto, - dijo Sardeti. – Pero los escritores, encima, nos representamos el dolor.

- Como los Podestá actuándonos las desgracias de los gauchos.

- Algo así.

- No sea gil, Sardeti. Usté no sabe cuanto gustaba el Martín Fierro en las pulperías. ¿Usté es
puto, Sardeti?

- No, es que usted está bebiendo demasiado, Gil.


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- Y entonces, ¿por qué mierda me acompaña a las tolderías? No tengo amigos de su laya.

- Cruz admiraba a Fierro, no era su amigo.

- ¿Y usté me admira, Sardeti?

- Si.

- Usté es puto y pelotudo, Sardeti.

- Sigamos los hechos. Usted salió a matar, pero no por odio.

- Por matar lo perdí todo. Tuve que huir de la justicia.

- Mató para dejar a su mujer.

- ¿Y usté cré que yo quiero que me la cojan?

- Acaso usted sea el homosexual.

- No se dice homosexual, Sardeti, se dice puto.

Iban bajando los hombres,


uno montado, otro a pie,
cuando ya al atardecer
el gringo dijo al paisano:

- ¿cómo fue que pudo, hermano,


dejar la china sin nada
lista para que la alzara
quien le diera de comer?

Y el gaucho miró a su espalda


como si de atrás viniera
la que hasta ayer fuera su hembra
y respondió al que le hablara:

- Vea, Sardeti. Llegaba al rancho cuando vi a una vieja riendo con descaro. Me dijo que pa
que trabaja usté. Junto a la chacra, dijo, hay tapao. Miurda que me ilusionó salir de pobre,
y no terminaba de besar a mi china que ya manotiaba la pala y me ponía a cavar. Así golpié
una laja, y debajo de la laja aullaban las fieras de lo lindo. Vea, Sardeti, la vida se llenó de
espantos y nada fue lo mismo.

Corrían por el desierto los seres más atroces que en la imaginación hubiera. Vano es describirlos,
basta con hundir la cabeza en los deseos propios y se los ve. Son todos iguales, todos hieden, y
tras los espantos, como entreverados, venían los hombres de la partida acelerando y levantando
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polvareda cuando coleaban haciendo rechinar los frenos de sus motos, echando humo por los
caños de escape. Y así le fueron rebanando la carne al Gauchito, y cada uno guardó en su pecho la
leyenda del cuchillo del matrero.

- Encomendado a San La Muerte, - gritó el Gauchito, - de una sola forma he de morir, y ese
modo no fue dicho, Señor de la Buena Muerte, con fe en Dios Todopoderoso, vengo a
implorarte. Te ruego que me ayudes con tus milagros, que estés conmigo en los
momentos de peligro. Líbranos de toda maldad, ampáranos de toda herejía, protégenos
del aliento incendiario del demonio, ayúdanos a ser buenos hijos de Dios en ésta vida y
que podamos tener una buena y santa muerte. Señor de la Buena Muerte, Padre y Madre
de la Humanidad, Señor de todo lo creado. Tú que fuiste coronado de espinas y sufriste
por nosotros, ayúdame con tus milagros, te lo ruego humildemente. ¡Oh Esqueleto
Milagroso!, hazme encontrar lo que busco. Si fuera en manos extrañas, que se arrepienta
y sufra todo minuto, horas y días, semanas, meses y años de su vida, que no pueda
trabajar tranquilo, que esté siempre pensando en mí y reciba tu castigo eterno, poderoso
Esqueleto Santo. Señor La Muerte, como mi abogado te tomo. Tú que eres el poseedor de
los espíritus del mundo, haz que traiga rendido a mis pies quien lo haya llevado. Enciendo
ésta vela con motivo de los milagros y maravillas que has realizado en mi vida. Deseo
alabar tu gran nombre, Señor de La Buena Muerte, por tus milagros y salvaciones. Bendito
eres ¡Oh Señor San La Muerte! Mi Ángel Protector. ¡Oh Señor San La Muerte! Poderoso
Espíritu Esquelético. Grande es tu bondad y eficientes tus intercesiones. Humildemente te
agradezco las gracias concedidas. Agradezco que siempre me escuches, agradezco por
todos tus favores, y que siempre atiendes mis pedidos. Te agradezco y te pido que me
sigas protegiendo. Señor la Muerte, mi Abogado te nombro y te pido que lo sigas siendo.
Que nadie pueda hacerme daño ni brujería, ni pueda dañarme. Que como lo haga, le
vuelva. Glorioso Señor de La Muerte, abogado mío en todo momento. Tú que fuiste
perseguido hasta la misma muerte, ayúdame en ésta partida para que salga triunfante
como tu de los infiernos. Así te pido Señor, que con tu fuerza poderosa, todo sea conmigo
en los cuatro vientos del mundo. Señor San La Muerte, espíritu esquelético, poderosísimo
y fuerte por demás, como un Sansón en tu majestad, indispensable en los momentos de
peligro yo te invoco seguro de tu bondad. Ruega a nuestro Dios Todopoderoso que me
conceda todo lo que le pido: que se arrepienta para toda la vida el que daño o mal de ojo
me hizo, y que se vuelva contra él enseguida. Para aquel que en amor me engaña pido que
lo hagas volver a mi, y si desoye tu voz extraña, buen espíritu de la muerte, hazle sentir el
poder de tu guadaña. En el juego y en los negocios mi abogado te nombro como el mejor y
a todo aquel que en mi contra se viene por siempre jamás, hazlo perdedor. ¡Oh San La
Muerte! Mi Ángel Protector.

Y dijo el Guachito:

- Bajarse un par de milicos abre las puertas del desierto.

- Varios pares se bajó.

- Cuantos fuera, Sardeti. El tema es que no hay retorno.

- Es que matar milicos quiere decir muchas cosas.


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- Yo podría ser cualquiera de esas cosas que quiere decir ser milico, y no lo soy porque me
gusta más la pampa o porque lo quiso mi destino, qué se yo. Para ellos, matarme puede
significar un ascenso; para mi, es la obligación de seguirlo a las tolderías. Pero no se
descuide, Sardeti, lo mío no es cuestión de principios.

Y la toldería era un inmenso harem y lanzas, un hacer huevo hasta la hora del malón, una resaca
de paco que se paga con el nuevo asalto, un largo olvido de la mujer perdida…

- … la yegua que delinquió sobre las brazas


la que me primerió sembrando astas
la que me asquió de sal,
Sardeti,
y esa traición
que me hizo gaucho
no la olvido.

- ¿No puede perdonarla, amigo?

- Si la he perdonado, Sardeti. A mi me condené.


SEGUNDA PARTE.

LAS SUPLICANTES.

Las mujeres caminan engrilladas. Entre ellas, la Guerra puso diablitos que las tocan lujuriosos.
Cuando llegan a orillas del río, recogen sus faldas para beber pero el Gaucho 2 les da de chicotazos
para que sigan:
en la otra banda las espera la sed de los soldados, les dice y ellas se lamentan y lloran

¿qué habrá de ser de la vida?


¿qué habrá de ser del consuelo
cuando la carne va herida
y la pisan como al suelo?

Mamita yo te recé
pero el horror de igual modo
vino en la tropa a robarme
y quemó mi choza y mi wawa para que no tuviera voluntad de defenderme.
¿Qué dios tremendo sentenció la guerra?

Vidita si me querís
no me tengas por la fuerza
y la Mamita marcha con ellas para consolarlas, pero ellas lloran tanto que no la ven.
¿Adonde han de ir?, les pregunta mientras les seca el sudor con un pañuelo.


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Se entiende que el Gaucho y el Gauchito son dos personas distintas.
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Yo no elegí el Carnaval
eso es cosa de la vida,
el sábado me quemé
y el miércoles fui ceniza.

Ni quise que fuera Pascua


que no había imaginado
que Dios debía morir
para estar de nuestro lado.

De este lado de la falda


la guerra se ve distinta:
los hombres van a morir
y las mujeres encintas.

Canta la guerra la copla


en una rueda de cajas:
los hombres lanzan las bolas
y las mujeres sus panzas.

No hay piedad en este trance


ni hay llanto que al mal ablande:
los hijos pierden al padre
y las mujeres son madres.

Pero es que no hay sendero por fuera del cerro, les dice la Mamita.
No hay rastro más allá del dolor.
Hace falta el cuerpo para llegar a Dios.

El soldado, que sube hacia el Abra para escuchar la palabra salvadora, las ve venir por la otra
banda.
Quiere decirles que no crucen el río
pero el Gaucho lo exige
y la Mamita se va porque aún no es tiempo de que la vea.

Y entre las mujeres


que avanzan a paso lento
ve el soldado a su mujer
y ella se llena de esperanzas al verlo.
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Cuando un día te robé


y tus ojos me ablandaron
pelié para que la guerra
tu falda no haya tocado.

Ay mocita si supiera
entonces que tu destino
era servir a las tropas
mejor no hubiera querido.

El Gaucho lanza una dentellada de fiera para que el soldado se mantenga a la distancia.
Tira de la soga para que la barca venga a recoger a las cautivas.
Algunas se dejan caer a las aguas para morir ahogadas.

Los soldados sonríen porque saben que el combate va a terminar en el cuerpo de una mujer.

Sube el peregrino
dudando al andar
y en su duda sigue
llorando su mal.

Porque a la cautiva
la llevan a amar
y ella se arrastra por la senda que lleva hasta la barca.

Abrase tu cuerpo,
vuélvase a cerrar.
Vos bajás al valle,
yo subo al altar.

Y desde el camino que sube escucha el llanto de las mujeres y el resplandor de la batalla.
Ay.

Y así avanzan las cautivas


y el llanto aumenta su cauce,
¿qué dios inventó la guerra?
¿Quién nos puso en este trance?
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La misma pregunta le hacen los Eternos al Padre y él


como quien les cuenta cuentos a los niños
dice que la lucha reina pero en el fondo hay una razón

(a veces hay que mirar de lejos el torbellino y se ven la carne y los ojos, dice)

y los Eternos lo escuchan como niños que escuchan a un abuelo


y él les dice que el amor debe juntar
pero que para unir debe morir lo separado

(y han dicho que no soy más que un cálculo, dice Dios y ríe)

y el Padre se acaricia la barba blanca y mira hacia el mundo en guerra


y les dice a los mortales que no comprenderán hasta dejar la carne
de este lado del silencio

(porque toda palabra Mía es mentira de profetas y pitonisas, dice).

¿Quién sabe, Madre? ¿Quién sabe


por qué suceden las cosas?
¿Quién sabe si son de balde,
ilusiones tormentosas

o responden en su andar
a una inteligencia hermosa
que por alguna razón
abre el pimpollo en la rosa?

Y el Padre, desde las nubes, escucha los llantos de los mortales mientras prepara el cántaro del
consuelo
y deja los pétalos de lluvia en manos de Santa Rosa
para que una mañana los vuelque sobre la tierra.

Y las cautivas caminan


como soldados en trance…

Y trompetas de Quillacas la noche van cobijando.


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LA CAIDA DEL GAUCHITO.

Bajo unos cartones, al fondo de una calleja embarrada de la villa, algo que latía llamó la atención
de Gil y de Sardeti, que se acercaron con la cadencia de la desidia para verlo y olerlo con
desagrado. Una voz pastosa comenzó con la presentación:

- Soy el sargento Cruz, sobreviviente de Cañada Gómez, y no se exciten con mi hedor,


compadres, que hoy huele peor la Federación que cualquier letrina. La patria está zurcida
de traiciones pero nunca haremos otra cosa que responder a los caudillos. ¿Qué han de
darnos los doctores? También dolor, y para más ajeno. Lo saben bien ustedes dos, - dijo
relojeando a Sardeti, - bueno, - agregó, - al menos debieran saberlo. Les cuento. Cuando
venció, el General cabalgó a Rosario con la dignidad del desentendido. Los salvajes del
poblado cantaron regocijos como si la victoria regalada no les enmierdara las manos. Me
han dicho que el General quiso humillarlos al regalarles la victoria, pero es mentira, - les
dijo tomando el brazo de Sardeti para acercarlo al hedor de su boca. - El General se vendió
y a ellos les importa una mierda el orgullo, nunca lo tuvieron. Pero hubo un hombre que
alzó la voz: el comandante Rosales, lo recuerdan, ¿no? Lo recuerdan porque en el mismo
campo de Pavón dijo que el General los había traicionado. Algunos masticaban la
explicación de su cabalgata hacia Rosario, otros seguían peleando y otros esperaban la
orden de volver, pero Rosales lo denunció y por eso, de regreso a Entre Ríos, el General lo
mandó matar y todos callaron. Si no Pavón, la muerte infame de Rosales debió haberlos
sublevado, pero ya les dije: nada puede la patria sin la voz del caudillo, y los caudillos
mueren degollados o defeccionan, esa es la enfermedad de la patria. Entonces fue que se
echaron a dormir en Cañada Gómez. Se echaron a dormir como abuelas repletas de
comida. Cuando dormían, los salvajes del poblado cayeron como alacranes sobre sus
frazadas, cosiéndolos a cuchilladas. Yo, que estaba entre los agresores, no pude ver tanta
sangre y me voltié. Yo, - les dijo Cruz elevando por primera vez el susurro de su voz, - que
había llegado a Cañada Gómez con la orden de acuchillarlos mientras dormían, cuando los
muertos dormían porque habían sido traicionados mastiqué que no se mata así a
durmientes y me eché entre ellos para dormir y ser cosido a puñaladas. Ni usted, Gil, que
mata, ni usted, Sardeti, que piensa, - les dijo Cruz, - van a sentir más que el dolor de la
traición, porque ya no habrá ni siquiera una constitución para despreciar. Ya no vamos a
despecharlos porque nunca más seremos consultados, - dijo Cruz antes de vomitar la hiel
de la traición sobre su propio pecho, la lava del volcán, el vómito del yagé.

Corrientes, octubre 26/1861.

Señor General Ricardo López Jordán.

Estimado amigo:

... también puedo asegurarle que me he labrado los sucesos posteriores, cuando en un triquis nos
fletan que no hay ejército sino algunos agavillados. Al General Urquiza algunos lo dan porque ha
defeccionado, otros por distinto motivo: mas todos se dan la mano en su desconcepto: todo lo que
siento muy de corazón. Aquí no sabemos a qué carta quedar, porque estamos como en el limbo:
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dígame algo de nuestra situación, y qué es lo que se debe hacer. Saluda a usted su amigo,
Alejandro Azula,

y el llanto de la cautiva era un incienso lento y tibio sobre los techos de chapa de la toldería. Así se
enamoró Sardeti. De niña se llamaba Norma y era callada y dulce, pero a la orden de malón se
llamaba Gaby y alzaba lanza y gritos. Cierta vez, dicen, se llegó hasta el fortín con los muchachos,
alzó al jefe de la tropa, que había hecho mucho daño, y lo ajustició. ¿Qué hace que una mujer alce
la lanza? ¿Sigue siendo mujer si se suma al malón? No es lo mismo la ráfaga de metralla que la
caricia ni es lo mismo alzar una criatura que un fusil.

Las cautivas nacen en el pueblo en hogar acomodado y se las lleva un malón, que es como el
viento. Algunas son vendidas a prostíbulos, otras le paren herederos al cacique y otras salen a
robar bancos y son las más temidas de la villa. Sardeti no podía sino enamorarse de una mujer así,
que de regreso a los toldos susurraba con voz de Libertad Lamarque pero nunca olvidaba que
había montado en furia para cagarse en la Zanja de Alsina y su fila de fortines. Nadie se excitaba
con la foto que la señalaba BUSCADA y databa la recompensa como un marcador de tragaperras
en el lugar más visible de la oficina del sheriff. Después cantaba una canción sobre Evita, pero eran
distintas.

Su verdadero amor (nunca amó a Sardeti) fue el Sargento Kirk, hombre de tropa pero leal, uno de
los primeros soldados que tuvo el General antes de las pendejadas. El Sargento Kirk sabía que, en
la primera de cambio, voltearía la cabalgadura para unirse a los malones. De chicos, Norma y el
Sargento Kirk fueron vecinos. De grandes fueron vencidos. Una partida que andaba por los
suburbios disparó sobre un negrito que corría. El cadáver fue el del Sargento Kirk, que no era
negro y la cautiva se volvió más india e impenetrable tras llorar el duelo y dicen que nunca aceptó
el sexo de Sardeti, y que Sardeti decía: coger donde cogió el Sargento Kirk es como jugar al fútbol
donde jugó Maradona. El Gauchito lo despreciaba por esas boludeces.

La cautiva se hizo tan india que sólo pudo amar a un gringo, el Sargento Kirk, y se dejó querer por
otro, Sardeti. La derrota, que la estaqueó para siempre, tiñó de mierda todos los rincones de la
vida mientras un manifiesto jordanista repetía que he esperado en los Júpiter Tonante de la
política, en los próceres de la situación, y los que no se convertían en verdugos aceptaban el rol de
cómplices.

El 23 de octubre de 1868, Evaristo López escribía que llevo el encargo de participar a todos los
compañeros de armas el triste desenlace de la más santa de las causas, y Ricardo López Jordán
respondía que he demorado la contestación de tu estimable esperando de día en día poder
comunicarte alguna noticia de importancia a nuestros propósitos de levantar nuestro partido a la
altura que se merece y que conviene a los intereses del país.

He estado alucinado con el placer de ver (según mi juicio) a nuestro general y amigo en el terreno
que todos deseamos, pero según noticias hoy el hombre vuelve a la calma matadora de sus
verdaderos intereses, que son los de su partido y los del país. Dios lo guarde.

Luego Cáceres le escribe diciendo que los sucesos de Corrientes han tenido, amigo mío, un
término fatal para nuestra causa y para nuestros amigos y paisanos míos. Tres mil correntinos han
abandonado sus intereses y familias, todo por la justicia del gobierno nacional y las sucias
maquinaciones de infames desleales
20

alce la lanza,
suba al camión,
sale la villa
para el malón

lleva la niña
wawa quepiada,
rojo de hierba
en su mirada

gritos de guerra,
gritos de cancha,
gritos resaca
que se entrelazan

alce la lanza,
suba al camión,
sale la villa
para el malón.

Dura la previa
como tres días,
trazan los mapas
con cocaína

tomar las casas


y a los rehenes
mirarlos duros
como sus jefes

beber los vinos


de sus botellas,
comer sus fiambres,
usar sus hembras

cruzando el río
los guachos van
hiriendo el celo
de la ciudad.

Corran con plumas,


corran guachitos,
volver al toldo
ya al sol caído.
21

Y qué mierda.

Junto a la tranquera,
el de ojos celestes,
gaucho y caudillo,
patrón y jinete,
los llama a sosiego
y a hablarles se atreve:

- Con mis Colorados


bajé a la ciudad
a pastar en orden
y en tranquilidad,

y no hubo desmanes
pues todo el abismo
fue llenar la plaza
con mi peronismo.”

Así los contuvo


para proceder
a ordenar la patria
un tal Juan Manuel.

Los indios de lanza,


de vincha y de merca
se miran temiendo
que acaso sea cierta
la voz del caudillo
que los ayudaba,
del único gringo
al que respetaban.

Mas la camioneta
llegó en esa hora
con fardos de vino
y algunas gaseosas
y dijo el puntero:
- Ustedes prosigan,
que el malón asuste
las casas gorilas.

Se entreveraron los gauchos y el malón aquella tarde


pocos sabían dónde se daba el combate
porque los rebenques se volvían contra el viento
y por momentos las lanzas dudaban
cuando el torbellino los lanzó sobre la plaza.
22

Ya no iban a alzar ganado


y se sospechó posible la felicidad de los toldos
echarse sobre la pampa para masticar el sol
y danzar con el ñandú sobre el horizonte
cuando el General les dijo:
- Esta niña que me acompaña
irá con ustedes por prenda de paz,

y desde entonces ella vivió en la villa.

Siete años pasan


sobre el desierto
dejando en la brisa
lo imposible cierto

mas la brisa es viento


y un viento de mierda
se metió en el pecho
de aquella doncella

y ese oscuro crece


carneándola viva
que el cáncer la amarra
y la tiene cautiva.

Y no pasaba la tarde
que ella murió
cuando los aviones
bombardearon la plaza.

El malón regresa,
el malón es llamas…

- era esto lo que le decía, Gil,

- así son las cosas, Sardeti,

- vamos más abajo, hay cosas que quiero mostrarle,

- usted me dijo que me iba a llevar a mi madre,

- de eso le hablo, Gil,

- vamos, Sardeti.

Francisco Gómez Mendieta le escribe a Mariano Querencio, en agosto de 1871, que yo, mi amigo,
no acepto las medidas truncas y a medias, porque siempre son mortales en los peligros extremos,
y la experiencia nos ha enseñado a ser revolucionarios. No más cuartel, no más misericordia para
23

los salvajes. Establezcamos entre ellos y nosotros la barrera de la eternidad si queremos tener
patria. Usted comprende que nuestras virtudes, que nuestras consideraciones han servido de
nada; seamos inexorables, ya que lo pide la felicidad del pueblo Entrerriano; no tenemos sed de
sangre, pero si de justicia. Sea el terror el orden del día. Yo y todos los compañeros de aquí que se
han conservado fieles, están inspirados en estas ideas y esperamos que otros también lo estén. El
portador lo instruirá de otras cosas que no puedo confiar a la pluma
y en una misma trinchera
entre barro y pajonal
dos gauchos con un caudillo:
Ricardo López Jordán.

Uno de ellos, José Hernández,


en breve iría a cantar
las cuitas de Martín Fierro,
el poema nacional.

El otro era sólo un gaucho


igual que los otros mil
y algún día será santo:
Antonio Mamerto Gil.

El primero es periodista
y escribió, entre otras cosas,
sobre la vida y la muerte
del general Peñaloza.

El segundo, quien lo sabe,


será por la muerte horrenda
que lo esperó bajo un árbol
cuya sombra lo recuerda.

José Hernández, el Matraca,


con su voz de campanario
se repitió en pulperías
desde aquellos a estos años,

y el Gauchito Gil aún vive


a los lados del camino
donde sus banderas rojas
acercan al peregrino.

Uno y otro con valor


siguieron tras la bandera
siendo a su tiempo soldados
de la última montonera.

- Vea, don Hernández, acaso usté me ayude a comprender mi destino.


24

- ¿Yo?

- Usté, que canta las cosas gauchas.

- Usté que es gaucho debiera cantarlas.

- Yo las vivo, don Hernández.

Alguna vez alguien, siempre alguien, siente que debe ponerle palabras al silencio. Juan Bautista
Alberdi creyó que a Juan Manuel de Rosas lo completaban sus palabras y se las ofreció, en vano,
ya que el caudillo de ojos claros jamás respondió a sus cartas. Juan Domingo Perón no iba a
responder las últimas cartas de John William Cooke, pero le había respondido a las primeras. Rosas
intuyó que las palabras pervierten el silencio, Perón hablaba todo lo que Irigoyen supo callar y el
despechado Alberdi se sumó a sus enemigos.

- Yo no seré santo sino porque me asesinaron, será porque fui devoto de San La Muerte,
don Hernández.

- Santos curiosos ustedes dos. Mire Gil, yo también fui masón.

- ¿Cómo los unitarios?

Las montoneras lanzaban


sus últimas cargas vanas.
Nos dolían los relinchos
y el río se ensangrentaba.

- Como los unitarios, le concedo. Pero yo canté con voz de gaucho.

- También lo hizo Ascasubi y era unitario.

- Usted disculpe, - aportó Angel Rama, que era uruguayo. – Ascasubi nunca cantó lo que
sienten los gauchos sino lo que querían sus patrones, aunque con voz de gaucho. Y eso es
mucho.

- Así hacen los que cantan, don Rama. También Hernández. Siempre la palabra es propiedad
del patrón, aunque sean palabras federales.

¿O acaso no tiene voz


el paisano que cabalga
pampas y guerras de día,
noche y silencio en su marcha?

- No vaya a crer, nos gusta escuchar esos cantos que fingen ser los nuestros.

Mire el camino, compadre,


25

por donde tiene que ir,


no se equivoque que es mucho
lo andado antes de aquí.

Cielo cielito y más cielo,


cielito de la gauchesca,
que el cantor más presumido
no es canto aunque lo parezca.

- Me gusta más cuando canta con palabras criollas, don Hernández.

- Será, pero me he quedado pensando en eso de que la muerte puede ser un santo. Si es
así, le falta una tercera parte a mi libro.

- No le falta, patrón. Es que esas son cosas que no se dicen…


…Señor San La Muerte, que mis enemigos si tienen ojos no me vean, si tienen oídos no me sientan,
si tienen boca no me difamen, si tienen manos no me agarren, si tienen pies no puedan correrme.
Y que todo mal que me deseen, contra ellos se vuelva
hieren los cuchillos
la sangre en el viento,
alguien grita un nombre
y alguien corre a tiempo.

Los ponchos se enlazaron


como dos escudos
tejidos en lana
del blanco más puro.

Y luchan los hombres


en medio del tedio
y entre hombre y hombre
nada hay en el medio.

- Le dije, Sardeti, no me robe.

- Nunca supe que le estaba robando.

- Nunca lo supo.

Uno de ellos cae


bermejeando el suelo
y en el suelo llora
con su dolor nuevo.

- ¿No ha escrito usté la palabra harapo?

- Y hedor, y desamparo.
26

- Y esas palabras no pueden ser escritas.

- Pensé que alguien debía hacerlo.

- ¿Para quién?

- Para quien lee.

Otro lo contempla
de pie como un cerro
y la sangre roja
va lamiendo un perro.

- Alguna vez Juan Bautista Alberdi creyó que estaba llamado a decir las palabras de Juan
Manuel de Rosas, y Juan José Hernández Arregui las de Juan Domingo Perón.

- Muchos Juanes, pero ni usté ni yo somos Juanes, Sardeti. Mi nombre es Antonio.

- Siempre hay un Juan llamado a rellenar silencios.

- Eso es robar, amigo. Usté, que es inteligente, debe entender lo que le digo.

Y al ocaso rojo,
para la oración
alguien canta en luto
la triste canción.

- Yo desprecié a los que le temían.

- ¿No es mejor temer que meterse con lo ajeno?

Y la canción canta
al son de guitarras
lo que los cuchillos
la carne desgarran.

- Mire, Sardeti. Fierro nos cantó cuando ya estábamos muertos o éramos otra cosa, y nos
cantó así nomás, sin encarajinarnos con explicaciones. Acaso en La Vuelta, que le va hacer.
Pero los que quieren explicarme lo que digo, esos me dan por el quinto forro de las bolas.
¿Me entiende, Sardeti?

TERCERA PARTE.

GENEALOGÍA DE LOS DIOSES.

Esta es la genealogía de los inmortales que formaron parte de la batalla:


27

Santiago conmovía la guerra con su espada y su capa de fuego en los techos de las casas y la
sangre cayendo en el desierto y se detenía cuando el vencido caía bajo su caballo
y cabalgaba abriendo tajos en la estrategia ajena

con tanta furia que se ganó un lugar en aquella cueva en que los antiguos daban testimonio de los
Dioses y de los Héroes y de los años de seca y de bonanza
y aparecía en el horizonte cuando la suerte se volcaba contra España.

Santiago era pescador


hasta que un día a su lado
lo llamó Nuestro Señor
para elegirlo y amarlo.

Andando juntos la vida


Santiago le vio a Jesús
el mismo rostro del Padre
antes de arder en la cruz.

Y cierta vez en que un pueblo


no escuchara la Palabra
le pidió a Jesús que echara fuego
y así su mal castigara.

Será, pero dicen otros


que ardemos por ese asunto
y Santiago en su inocencia
de ese castigo no supo.

Ya al pie del suplicio eterno


el Maestro de la Vida
lo dio por hijo a su madre
que lo miraba dolida.

Y Santiago predicó
por esos valles de España
que se hicieron a la mar
con espada y con guadaña.

Nadie lo olvidará cabalgando como si dijera que nada alcanza contra las razones últimas
ni el llanto de la madre: deja que tu hijo se deshaga en el olvido
ni el llanto del hijo: temerás porque nada importa de lo que es aunque nada pueda importar fuera
de lo que está siendo
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y cuando los hombres creyeron que era cosa posible frenar tanto dolor
Santiago alzó su filo sobre los cuellos
echando a rodar cabezas
porque nada pueden y nada pudieron.

La Mamita Candelaria
un día llamó a Santiago
para dormirse en el sueño
del lecho de su hijo amado.

Mas tras dormirse María


una espada le clavaron
en la espalda al buen Santiago,
que quedó muerto en el acto,

y a España no regresó
ya como apóstol del Cristo
sino en capa de soldado
contra moros y judíos,

y la Mamita, por culpa,


salió peleando a su lado
para no dejarlo solo
aunque andara equivocado.

Y la Mamita era amor chorreando por su falda


pero su luz encandila
y los Otros caen chorreando sangre.

La Candelaria aparece
callada en el horizonte
cada vez que al español
la victoria se le esconde.

Y con ella va Santiago


matando como el más vil,
condenado a ser el santo
que nos condena a servir.


29

Con su consuelo de Madre se vuelve cerro llorando y es Mujer en la batalla,


¿quién comprende estos detalles
que Dios en la historia talla?

San La Muerte es la guadaña


que lleva el negro uniforme.
No le importan las banderas
y nos empuja a la Noche.

San La Muerte es la deidad


que permite la venganza.
Al que no paga una deuda
con su guadaña lo alcanza.

Quien sabe de dónde viene


su culto hasta nuestros días.
Cuando peleaba en la guerra
pocos quedaban con vida.

Quién sabe si de algún lado


viene y adónde va.
Sólo sé que cerca suyo
nadie se anima a pelear.

Su falda negra tras la celeste de la Mamita, tras las candelas la guadaña.


Un soldado moribundo susurra que debe haber una razón.

De los mortales hay dos


que alzaron vuelo.
Los alzó una mala muerte
y un mal duelo.

A la Difunta le llevaron
el marido con la tropa,
le dejó un hijo pequeño
y toda la vida rota.

Fue tras el rastro de su hombre


pero el hachazo del sol
la derribó en el desierto
y aún muerta lo amamantó.
30

Ella ayuda al desgraciado


pero su hijito es el Duende
que llora su soledad
perdiendo al que se compadece.

¡Cuantos soldados valientes


en una debilidad
lo alzaron al ver su llanto
y dejaron de pelear!

¡Cuantas mujeres que vieron


esa wawita en la acequia
la tuvieron en sus brazos
cayendo en la muerte horrenda!

La Mamita y la Difunta van de la mano llorando.

De los mortales hay dos


que alzaron vuelo.
Los alzó una mala muerte
y un mal duelo.

Fue desertor el Gauchito


y ya saben: desertar
en tierras de los patrones
es no poder regresar.

Matrereó y vivió escondido


hasta que lo alcanzó la partida
que eran gauchos como él
y él entre esos gauchos iba.

Y al saberse su asesino
para el cielo cabalgó,
desde entonces el Gauchito
pelea para aquel que se persigna ante su altar sin importar la causa, que al fin de cuentas no hace
a la batalla.

Porque acaso supo tarde


que esta o aquella bandera
nada dicen del destino
que sólo teje la Guerra.


31

El Gaucho que lleva a las cautivas hacia la barca no es otro que el Malo,
aunque no usa tridente
sino que da voz de mando.

Da riquezas a los ricos


cobrando su perdición,
los pobres están a salvo
por no tener ambición.

Y entre las mujeres que lloran


van los diablitos de rojo:
son dioses de los abuelos
ya vistos con otros ojos.

Son dioses de los antiguos


que vuelven en Carnaval
por compartir con su pueblo
la cosecha y la ebriedad.

Y así arde la batalla donde los hombres perecen y los Eternos combaten.

Pero el Dios de las alturas,


el creador de este mundo,
de las guerras de los hombres
tuvo mucho.

Y hubiera tenido más


de no ser por los lamentos
que entre la cruel polvareda
lanzaban vivos y muertos.

Porque no hay dios que tolere día y noche el llanto de sus hijos.

Los dioses de su panteón,


ya cristianos, ya paganos,
peleaban entre los hombres
su guerra justificando.

Ellos que vieron el orden


y el porqué de tantas cosas,
si pelean dan razones
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a las causas borrascosas.

Pero es la guerra la paz y en medio de tanta sangre hay un diseño que embellece la luz donde los
dioses son a su modo y son vistos al nuestro.

… el llanto de los muchos


llegó hasta el Padre del mundo
quien llamó a otras dos deidades
para saldar el asunto.

A uno lo llamó por sabio,


ese es San Agustín,
quien sabe que Dios es Uno
y vive dentro de ti.

Tal saber lo llevó al cielo


y al ver las Ideas que inspiran todas las cosas
nunca entró en una batalla.
Su pareja es Santa Rosa.

Agustín y Santa Rosa


bajaron aquella tarde
y entre los dioses sedientos buscaron frenar las lanzas

- todo lo verán después de muertos, ¿para qué quieren arrastrarse entre las sombras?

y Rosa brotaba un pimpollo en cada herida.

A otro lo llamó por pacífico,


por ver que hasta en el dolor
la esperanza que da Cristo
tiene el rostro del amor.

San Francisco en este trance


fue un correcto embajador
calmando a los inmortales
y aplacando el santo ardor.

Porque bien sabe el padre que la batalla más cruenta muestra la armonía
pero lo ignoran estos pollitos que corren
por los campos como vientos
por los cerros perseguidos por el Halcón
33

que danzan como en la Fiesta


que no es otra cosa el mundo
y aunque parezca quietito
va en el cielo dando tumbos.

Rosa, Pancho y Agustín


se reunieron con el Padre
quien los mandó a la batalla
para que la hoguera apaguen,

y como ya tengo dicho


ellos bajaron al suelo
sabiendo que sólo lo que quiere el Padre
es algo bueno.

Y los migrantes se embriagan a Quillacas promesando.

LA CAIDA DEL GAUCHITO.

Pese al olor de la carne rancia, pese al frío y al viento, el paisano clavó el cuchillo en medio el
campo para volver, beber y empedarse el miedo.

Había aprendido el oficio en Suipacha, aún mozo y ¡qué mierda!, en la victoria jode menos,

pero en Huaqui los porteños y los paisanos se recelaban y la Mamita se reflejaba sobre el lago y la
derrota,

descarnar la tierra se había vuelto un servicio de mierda pero alguien tenía que hacerlo, y hubo
que hacerlo cada vez que una montonera y una tropa se cruzaban.

Lo llamaban y le decían: che, gaucho, hay que destapar quintos de plata y él clavaba su cuchillo en
el mediocampo y corría los fiambres con la bota hasta ver la luminaria,

y cavaba y la fosa se hacía alacranes, monos, perros y uñas y era un amasijo de pedazos de carne
suya y de las bestias entre el amasijo de carne de lo que fuera la batalla.

Por eso bebía, porque Sardeti le robaría el alma y él no tenía miedo y mataba hasta que cada trozo
de carne era un quinto de plata

y entonces Sardeti y el Comandante iban con sus bolsas y se alzaban con el botín.
34

- Gringo ´e mierda, me seguís robando.

- Ya le he explicado, amigo. Sólo quiero darle una razón a sus penurias.

- ¿Y de ande va tener razón la pena?

- Desde que la vida la tiene.

- Tendrá rima el canto, que otro compás no le conozco. Y tiene ritmo el cabalgar, que es la
raíz del canto, no más.

- ¿Y por eso quiere amasijarme?

- Es que usté me enrieda el poncho con hilos de contrabando, y yo no soy un gaucho de


bombacha sino de chiripá.

- Vea, amigo. Le concedo que del futuro usted disponga. Ya no voy a insistir con que es el
mismo rojo el de la montonera que el de la barricada, y acepto que le alcance con las
veinte verdades y los viejos sindicatos. Lo que le ofrezco, - le dijo tomándolo del brazo, - es
mostrarle de donde viene.

- ¿Y de ande?

- No se deje enredar, Gil.

- ¿Y usté lo dice, don Troxler?

- Se lo digo yo, que lo sé por experiencia. A mi me enredó el caudillo y me enredaron los


doctores y a la final, ya sabe.

- Y se lo digo yo, que despaché a Sardeti al primerearme la desgracia, - argumentó Moreira.

- Son macanas lo de la vieja, lo que quiere es que lo escuche, - dijo Troxler.

- Vea, Moreira. Si usté lo mató y sigue andando, será que es el Malo. ¿Cómo no le voy a
crer?

- ¿Entonces va a ir?, - dijo Troxler. – Yo ya anduve ese mal trecho, créame.

- Ustedes, por si las dudas, cambien de nombre, - les dijo Gil sabiendo que iba al muere. –
Yo pego un vistazo y después les cuento.

Y el gaucho clavó el cuchillo sobre el escritorio aventando apuntes. Rodolfo Kusch levantó los ojos.

- Nunca me gustaron los doctores.


35

El filósofo sonríe.

- A mi tampoco.

- No me joda, patrón. Se anda diciendo que quiere robarnos el silencio.

- ¿Cómo es eso?

- Como le digo. Y a mi no me gusta que me saquen nada, no porque este harapo valgo unas
monedas, sino porque es mío. En todo caso, porque no es suyo.

- Es justamente eso, - dijo Kusch señalando sus apuntes. – Yo rescato la autenticidad y el


hedor de los harapos.

- No me tome de boludo, patrón. La palabra harapo no puede escribirse,


porque dicen que Bartolomé Hidalgo vio cabalgar al paisano Santos Vega.

- Lo escuché cantar.

- Muchos lo han hecho.

- Lo sé. Diría que todos, y me gustan sus modos, yo que le canto a la patria que nace.

- ¿No ve que cabalgo hacia el ocaso?

- Lo veo y por eso lo llamo.

- No voy a reincidir en ilusiones.

- ¿Qué otras tuvo?

- Los ojos de una mujer.

- Bien, pero yo le hablo de otra cosa.

- Lo sé, pero ya le he dicho que no he de reincidir.

- ¿Ni que nos juguemos la libertad?

- La libertad la tengo, - dijo mirando hacia el desierto. – Lo que me sobra es dolor.

- Usté escuche este cielito de la patria…

- No se esfuerce, don Hidalgo. Para cielo tengo el que nos cubre, y ni ganas de más. Voy a
contrapuntear con el Malo.

- …
36

- Y no me venga con que malos son los godos y los traidores. Le hablo de aquel que sonríe
cuando se caen los caballos. Si usted aún cree, quédese con el canto. Yo rompo la guitarra.

Poco más allá, cuando se carcomió el sueño en degüellos y los caudillos traicionaban, Fierro sigue
la conversación con Gil.

- Ahora que ya no hay lanzas ni banderas, tuve el consuelo de aconsejar a mis hijos.

- Pero no harán ellos sino las circunstancias.

- Como ha sido siempre, amigo. Pero no quiero volver a perderme en tolderías.

- Ni yo busco más fronteras. Me persiguen.

- ¿No hay arreglo?

- Mire, don Fierro, los dos alzamos tacuaras y los dos fuimos matreros.

- Vea. Voy a tentar con cambiar el nombre.

- No es mucho, pero el nombre es lo único que me queda. Usté, aunque ha roto la guitarra,
seguirá cantando. Que cada quien escuche lo que quiera. Yo creo que atrás del horizonte
hay una huella, ¿sabe? A veces sueño con que le cantaré al Barbudo las cuitas de los
paisanos, y eso que no soy cantor, aunque lo haya dicho don Gutiérrez.

Ya en el comité, Gardel canta cuando entra Moreira huyendo de la policía.

- Busco al caudillo.

- Descrea de su lealtad, no tiene memoria ni para mis tangos, que ya cantan todos.

- Es la última puerta que me queda, amigo. ¿Por dónde voy a escapar?

- No defendemos causas, trabajamos. Usté con el cuchillo, yo con la guitarra, pero no hay
más fidelidad que el salario, vea. Y hay salario mientras haya.

- Entonces me agarrarán, y eso es la muerte, lo sabe, y yo quiero morir cogiendo con una
puta.

- Da igual, compadre. Yo me voy a quemar hasta volverme negro y no me quejo. No sólo no


me quejo, sino que canto y sonrío.

- Sonría, que de algo le ha de servir.

Es Julio Sosa quien termina de cantar y se sienta en una de las cuatro mesas del bar de utilería. La
imagen la repiten espejos en blanco y negro. Julio Sosa sirve en dos vasos desde un botellón de
ginebra.
37

- Al menos, espero que el alcohol sea cierto.

- Nada es cierto en la televisión.

- Ni en el tango.

- ¿No?

- Quien sabe, sólo decía.

- No sé la televisión y el tango, pero le puedo decir que me fusilaron y le estoy hablando.

- ¿No ve?

- Y como soy il morto qui parla, me hice clandestino. La legalidad no admite estos chistes.

- Por eso te digo, tocayo. Si te ven por aquí me proscriben.

- A vos te proscribe una piña en la esquina de Alcorta y Castilla. Yo, al menos, voy a morir
peleando.

- No seas pelotudo, Troxler. A vos te mata el mismo tipo por el que te jugaste la vida.

Rodrigo pisa el acelerador pero ni aun así se puede sacar de encima al tipo que le puso el cuchillo
en la garganta.

- Te doy la guita, boludo, pero no me pongás en peligro.

- Vivimos en peligro y lo sabés.

- Será, pero aunque espiche me seguirán escuchando.

- No lo sé. Dicen que estoy en los altares rojos, pero no lo sé.

- ¿Vos en los altares? Si sos un pibe chorro.

- ¿Y qué otra cosa te crees que son los gauchos? Aunque no soy tan pulcro como el de la
estampita.

- No me digás que el paco te hace creer que sos el Gauchito.

- Y es como si siguiera hablando con Fierro, pero no creo que lo entiendas. Siempre es lo
mismo y no creo que lo entiendas. Cada día me vuelvo más mierda, y no creo que lo
entiendas aunque te interese, - agregó como si dijera que valía la pena todo lo sufrido y
sonriendo le explicó que es como un pacto con el Malo pero al revés: - primero se paga y
usted ya pagó o lo está pagando, - le dijo. - ¿Qué verdad puede decirnos quien no se va
volviendo cada día más mierda?
38

La muerte le da nombre a los bastardos, dijo el Viejo: muchas veces los hombres no tienen
nombre hasta que los matan. Yo ya estaba ebrio y suelo perder el control y la memoria, dijo. Pero
el olvido del alba no es completo y uno carga, con la resaca, la culpa de lo que pudo haber pasado:
lo que los otros saben y uno sospecha,
como será, Madrecita,
Mamita, cómo será,
la ebriedad se me echó encima,
la noche es macha nomás.

Que siga el del encordado


y que brinde a mi salud
y que no tenga vergüenza
como tiene el avestruz.

Total que así voy sabiendo


más de dos cosas valiosas,
si no las digo será
porque mi voz ya es pastosa.

Y además, pa que las quieren,


las han de aprender solitos
como aprenden los varones
que pa miar no es sólo el pito.

Disculpen la guarangada
pero es guaranga la vida
cuando nos larga ignorantes
a jugarnos la partida.

Nos larga sin decir nada


salvo unas pocas recetas
que tampoco valen mucho
sin yaparles la experiencia.

El que recita mejor


ni se acerca a los poetas
ni es mucha cosa el cantor
con ser el que más se acerca.

Han dicho que los humildes


saben mejor que los sabios,
pero es también poca cosa
lo que nos dicen sus labios.

Pero sobrio no hei decir


ni la mitad de estas cosas,
39

cuando me pongo sincero


me sobran dos o tres copas.

Hay harina en mi costal


para el que quiera amasarla,
qué cosa harán con el pan
si me lo dicen me engañan.

Por lo menos me consuela


que esta macha no es violenta,
la otra vez que me encurdé
no han quedado ni las mesas.

No han quedado ni las mesas


ese día que les digo
y no achuré al tabernero
porque dijo ser mi amigo.

Pero dicen por lo bajo,


nadie se atreve a gritarlo,
que a veces es más violento
decir lo que estoy cantando.

Yo no lo dudo, compadre,
no tengo por qué dudarlo
pero me atengo al silencio
los días en que ando sano.

Los que no, como verán,


se me hace que el mismo Dios
también estaría en pedo
el día en que nos creó

- yo pensaba que era distinto,

- nunca es distinto, Sardeti,

- ¿entonces tenían razón ellos?

- no, Sardeti, pero las cosas no son distintas,

- yo quería una mañana clara,

- no rompa las bolas, Sardeti,

- tengo derecho a haber soñado,

- usté siempre lo tuvo,


40

- los gauchos son más limpios en los libros,

- no tienen olor a chivo, pero la carne suda, Sardeti,

- será, pero no me gusta esto,

- jódase, Sardeti, usté quiso venir por aquí,

- ¿y ustedes no querían algo mejor?

- vea, Sardeti, nadie lo invitó, usté quiso venir,

- para darles mi palabra,

- ya le dije, Sardeti: la palabra nos corrompe,

- para mis amigos, Fierro fue algo así como Sandokán,

- no sé quién será ese santo, Sardeti,

- no era santo, era ladrón,

- yo seré santo y ladrón, Sardeti,

- pero Fierro les hablaba a ustedes y queríamos que le hablara al resto de la patria,

- les dábamos miedo, ¿no alcanzó con el miedo?

- hacía falta algo así como una razón gaucha,

- no rompa las bolas, Sardeti, somos una mierda, no otra cosa, la mierda de los patrones y la
mierda de las ciudades,

- yo más bien creo que son la patria, Gil,

- entonces las conclusiones corren por su cuenta, - dijo Gil con una sonrisa traviesa,

- vea, Gil, allí se ven las piernas de su madre pariéndolo en el horizonte…

CUARTA PARTE.

LA MAMITA DEL ABRA.

Camino del Abra, la Mamita de la Candelaria se cruzó con la Difunta.


¿Qué quieres?, le preguntó.
Recuperar a mi marido.
Mucho pides pues, mejor es pedir poquito.
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No pido joyas ni otro hombre,


le respondió la Difunta,
sólo el que perdí
por toda esta guerra injusta.

Mucho es pues.
¿Y mucho es la vida de mi wawita?
Que se haga Su voluntad es lo justo, le dijo la Candelaria
y la Difunta volvió a morir.

Dos mozas y un caballo


guiaron al soldado
al Abra que bañaba el Sol.

Al hacerlo
seguían los deseos
del hombre y los designios de Dios.

En el Abra una mujer


aventaba sus cabellos
y el soldado su deseo
vio renacer en el pecho.

Tras el deseo, la culpa,


que acaso esa mujer fuera
la Mamita venerada
en la que Dios al Cristo hiciera.

Sola en el cerro
sólo puede ser dos cosas:
espanto o perdición.

El soldado se arrodilló
y ella le acarició los cabellos.
Le pidió que volviera al aclarecer
cuando el sol da sus destellos.

Veló y al llegar el día


subió al cerro nuevamente
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para escuchar su palabra


clara e inteligente.

Veló y al volver la luz


sobre la falda del cerro
vio en el canasto de la Mamita
dos velas ardiendo.

Esta vela es lo que es,


le dijo con su dulzura.
Y lo que es, es el Padre
que reina desde la altura.

Lo que no es, dijo ella


mostrándole la otra vela,
no podrás nombrar siquiera
con palabra verdadera.

Lo que es, no es de las cosas


y a su modo es el no ser.
Lo que no es no se nombra
ni te permito preguntarme si es el Diablo.

Pero a la sombra de las velas,


dijo la Madre iluminando,
comienza el tercer camino:
el de las cosas y el de lo que opinamos.

Si el Ser en su plenitud
no puede sino el silencio,
y si no se puede decir
lo que no es, por no serlo,

sólo nos restan el Sol y la Luna,


el cerro y la bruma,
la calandria con sus cantos,
el benteveo con su burla.

Que más allá del silencio


haya una sabia respuesta
es la esperanza del hombre
aunque acaso no sea cierta.

Y si había una esperanza, se la llevaron los dioses yéndose de la batalla.


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Abajo, ardía la lucha.


El soldado miró hacia lo bajo, donde sufrían los derrotados y los victoriosos corrían hacia las
Suplicantes.
Después subió sus ojos hacia los de la Mamita.

Si pides la compasión
las razones abandonarán la tierra como un vapor perdido.

- ¿Y qué he de pedir?
- No pidas,

pero el soldado miró hacia lo bajo, donde sufrían los derrotados y los victoriosos corrían hacia las
Suplicantes.
Después subió sus ojos hacia los de la Mamita.

Yo sé de todo el dolor
por ser la Madre del Cristo,
escudera de Santiago
que lo que debe ser ha visto.

Sé que la guerra se acalla


pues estalla en la unidad,
pero el dolor de la ignorancia
no puede tolerarla más.

La Mamita tomó la mano del soldado para mostrarle como, en lo bajo, los dioses abandonaban el
campo de batalla.
Horrorizado, el soldado vio que el mundo se desdibujaba.

Vio que sólo quedaban los hombres con sus espadas y hacia el poniente las tropas de los Eternos
alejándose.

Rosa, Agustín y Francisco


arrearon con sus razones
a los dioses que peleaban
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entre los hombres.

De la Candelaria deshicieron el amarre


porque el suplicio de Santiago
estaba escrito en el Libro.

A Santiago en su poder
veneraron los vencidos
sedientos en su derrota
de dioses vivos.

San La Muerte y su guadaña


nunca dejó de matar,
pero en la guerra cedió su lujuria
al más valiente de los hombres.

El Gauchito salva amores,


la Difunta hace milagros,
la cosa es que los mortales
se matan sin precisarlos.

El Gaucho malo ya sobra


porque el patrón en la tierra
quita lo que es de su hermano
y engrillado se lo lleva.

Y acaso sólo el Diablito,


pero sólo en Carnaval…
la cosa es que las deidades
dejaron este lugar.

La guerra será más breve,


la paz se abrirá en el día,
pero sin los dioses aquí
parece nada la vida.

Y el soldado que al comienzo


se cansara de matar
en el final de este cuento
reclamó a la eternidad

que regresen los Alados,


que participen del mundo
pero ya el Dios de los cielos
no se lo permitió a ninguno.
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Y fue la última vez en que los dioses participaron de las peleas de los hombres.

En la frontera
uno y otro bando
se preparan
para la guerra.

Y en el campo
son degollados
los cuerpos
de los vencidos.

Nada cambió
en este valle
sólo
que ya no hay verdades.

Hacia el horizonte marcha la última de las montoneras.


Dicen que se alzaron cuando se destruía injustamente el Paraguay.
Dicen que bajaron de los Llanos a las ciudades
pero ya la religión había reemplazado a los dioses y la otra opción era la muerte.

Hasta el día de hoy siguen cabalgando por los valles


pero ya no son tropa sino espantos
desde que los dioses abandonaron la guerra.

Y Quillacas con su cruz es Señor de los Milagros.

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