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Joseph Zárate
Cronista
19 de diciembre de 2017
Chiriaco, Perú
¿Qué es más mortal: la selva o el petróleo? En una zona donde siete de cada
diez familias son pobres y donde mujeres y niños enferman por la
desnutrición, hubo quienes vieron en un derrame de petróleo en la selva una
oportunidad para mejorar sus vidas.
Es una tarde lluviosa de junio de 2016, seis meses después de que se bañara en
un río lleno de petróleo, y Osman Cuñachí, once años, flaquito como un cable,
camiseta desteñida de Spiderman, frunce el ceño y se siente raro al ver su cara en
un enorme cartel afuera de la casa comunal. Es el lugar donde los awajún suelen
discutir asuntos importantes sobre la vida de la aldea: elegir a una autoridad,
construir un camino, castigar a un ladrón. El letrero anuncia una campaña de salud,
llevada por la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, para evaluar a
veinticinco niños que dicen estar enfermos por haber juntado petróleo a cambio de
dinero. En la imagen, Osman, metro y medio de estatura, tiene manchados de negro
la cara, los brazos, los pies, la camiseta roja que lleva en letras blancas la palabra
Perú. El niño sonríe mientras carga un balde sucio.
—Sales bien feo —le dice un amigo de pelos parados, pelota bajo el brazo, camiseta
del Barça, y Osman se tapa la cara con las manos.
La tarde en que se manchó con petróleo, Osman Cuñachí practicaba tiros libres con
un amigo cuando dos ingenieros de Petroperú, la compañía estatal más rentable
del país, llegaron a Nazareth en una camioneta blanca 4×4. Desde temprano un
vapor ácido se expandía desde la ribera del río Chiriaco y se colaba en las cabañas
de madera como una nube invisible de gasolina. Una fisura de once centímetros en
un tramo deteriorado del Oleoducto Norperuano —una serpiente de acero de más
de 800 kilómetros que transporta el petróleo de la selva a la costa— había
derramado en una quebrada cercana cantidad suficiente para llenar casi media
piscina olímpica. Nativos contratados por Petroperú improvisaron una barrera de
troncos y lonas de plástico. Contuvo el petróleo unos días, pero nadie calculó que
la violencia de una tormenta durante la madrugada desbordaría el crudo río abajo y
lo esparciría como una flema negra y aceitosa que tragaba a su paso insectos,
raíces de árboles, canoas, cultivos de plátano, cacao y maní. Los animales huían
de la corriente, las madres se lamentaban junto a sus chacras arruinadas.
Cadáveres de peces flotaban sobre el agua oscura. Trece derrames de petróleo —
casi uno por mes— tuvieron lugar en la selva peruana en 2016 debido a esa
serpiente de acero que se desangraba. Nazareth sería el primer eslabón de una
cadena de estropicios.
En su libro de ciencias de sexto grado, Osman Cuñachí había leído que el petróleo
es una sustancia prehistórica, hecha de la misma materia que los fósiles de
dinosaurio. Y en algún episodio de Tom y Jerry lo había visto brotar de las
profundidades de la tierra como un chorro negro e incontenible que hacía saltar de
alegría al suertudo que lo hallara. Recién supo que el petróleo valía dinero la tarde
del derrame, cuando los ingenieros de Petroperú llegaron en su todoterreno para
anunciar a las familias que pagarían a quienes ayudaran a recoger el combustible
del río. Si un agricultor de plátano ganaba al día unos 20 soles (5,30 euros), por
juntar crudo en un balde podía ganar hasta siete veces más: el doble del salario de
un médico de la región Amazonas. En una zona donde siete de cada diez personas
son pobres, donde no hay agua potable ni retretes, donde las mujeres enferman de
anemia por la desnutrición crónica, donde es más frecuente que un niño menor de
cinco años muera de malaria que por la mordedura de una víbora, donde
ventarrones fríos y sequías inesperadas hacen más difícil hallar tierra fértil para
cultivar, el pago de Petroperú era más de lo que un awajún había tenido o imaginado
jamás. Los ingenieros no advirtieron de que sería peligroso; no dieron trajes
especiales ni dijeron quién sí podía hacerlo. Esa tarde hubo familias que por
necesidad fueron al río Chiriaco a recoger todo el petróleo posible.
Cuando Osman Cuñachí y sus tres hermanos llegaron al río contaminado vieron
niños, madres embarazadas, abuelas y muchachos sumergidos en el agua o
montados en canoas juntando el petróleo en baldes y botellas de plástico. El mismo
río donde solían bañarse y construir castillos de barro en sus orillas, donde habían
aprendido a nadar y a pescar zúngaros y boquichicos, ahora emanaba un olor
metálico que les daba náuseas. Les picaba la garganta. Los ojos les lloraban.
Roycer, su hermano de cuatro años, se rindió primero. Luego Omar, de siete, y
Naith, su hermana de catorce. Sumergido en la corriente, Osman decidió quedarse
hasta llenar su balde, ignorando que ese líquido inflamable que se pegaba a sus
manos es el que permite que las ciudades funcionen.
Muchos apenas prestamos atención al petróleo, salvo por el olor acre que flota en
la estación de servicio cuando llenamos el tanque del auto con diésel. Pero el
petróleo no es algo que podamos separar de nosotros fácilmente, limitándonos a
alargar el brazo para alejar la manguera del surtidor y taparnos la nariz. Gracias al
petróleo y a las industrias derivadas de él, durante el último siglo hemos construido
nuestro sistema de vida basándonos en su poder. Calentar nuestros edificios y
hacer funcionar nuestras máquinas y vehículos —pensemos en una fábrica de
televisores o el avión que tomamos para salir de vacaciones— consume el 84% del
petróleo que se extrae anualmente en el mundo. El 16% restante se transforma en
insumos para fabricar millones de cosas. Sin el oro negro —y esa alquimia moderna
llamada petroquímica— sería imposible mascar un chicle o conducir un auto, no
existirían las zapatillas deportivas, ni el detergente, ni la pasta dental, ni el
desodorante, ni los lentes de contacto, ni las carreteras asfaltadas, ni los
neumáticos, ni la maleta con rueditas, ni los perfumes, ni el lápiz labial, ni los lentes
de sol, ni los fertilizantes agrícolas, ni el enjuague bucal, ni la crema hidratante, ni
las prótesis dentales, ni los balones de fútbol, ni la afeitadora desechable, ni las
medias de nailon, ni las ollas de teflón, ni el gel para el pelo, ni el esmalte de uñas,
ni el bloqueador solar, ni el paraguas, ni las bolsas de basura, ni las válvulas
cardiacas, ni las aspirinas, ni las drogas para el cáncer, ni los preservantes de
alimentos, ni los vasitos de poliestireno, ni el lubricante sexual, ni las vitaminas en
cápsulas, ni la fibra óptica, ni el cemento, ni el cepillo de dientes, ni el champú, ni
las cortinas de baño, ni las mangueras, ni los ordenadores portátiles, ni el papel
fotográfico, ni el jabón, ni el tinte para el pelo, ni los bolígrafos, ni la tinta de los
libros, ni las máquinas de rayos X, ni las botellas de agua mineral, ni las flores
artificiales, ni los manteles, ni las alfombras, ni el pegamento, ni los sorbetes, ni las
pelucas, ni los fósforos, ni los extintores, ni los chalecos salvavidas, ni la dinamita,
ni los cedés de música, ni los audífonos, ni las bañeras, ni la tapa del inodoro, ni las
pestañas postizas, ni los botones de la camisa, ni el papel higiénico, ni los condones,
ni casi todo lo que está hecho de plástico: desde piezas de naves espaciales hasta
una Barbie; desde las camisetas del Barça hasta cualquiera de los miles de millones
de smartphones que se venden en el mundo, y que Osman Cuñachí, niño awajún,
pensaba comprarse con el dinero que los ingenieros de Petroperú le habían
prometido por su balde de petróleo.
Balde lleno de petróleo en el salón comunal del poblado de Nazareth, como prueba
de que los pobladores fueron contratados por Petroperú sin protección alguna.
Omar Lucas
Eres noticia
—Mi papá dice que la gente solo viene acá cuando pasan cosas feas —dice Osman
Cuñachí mientras mira su foto en el letrero de la campaña de salud en su aldea—.
Yo quiero que me vean tapando penales, soy bueno en eso, no quiero que me
tengan pena.
Son las seis de la tarde en Nazareth. Una lluvia gruesa se filtra por el techo de
hojalata de la casa comunal y deja charquitos en el piso de cemento. Como no hay
luz eléctrica, la penumbra lo cubre todo dentro del local donde el médico Fernando
Osores atiende a veinticinco niños que recogieron petróleo. Mientras los padres
firman autorizaciones, sus hijos pasan a una tienda de campaña. El médico de Lima
esfuerza la vista para recoger muestras de sangre y orina y cortar un mechón de
pelo a cada niño, que luego enviará a un laboratorio en Quebec, Canadá, donde
todo será analizado. Según las leyes de salud, médicos del Estado peruano
debieron hacer este trabajo al día siguiente del derrame. Han pasado seis meses
—luego pasará más de un año— y nada. “Quizá están muy ocupados”, sonríe el
médico Osores con sarcasmo. De pronto un niño escuálido huye del consultorio,
horrorizado por las agujas. Su papá le grita algo en awajún y corre a buscarlo. El
médico, empapado en sudor, ruega que alguien lo alumbre con la linterna del celular
para poder seguir con su trabajo.
Osman Cuñachí no es de los chicos que esperan sentados, así que aguarda su
turno con sus amigos en una explanada de tierra cazando alacranes. A unos metros
de allí, Jaime Cuñachí, padre de Osman, pasa el día sentado en un banco de
madera, tejiendo una red de pesca. Hace dos años perdió la pierna derecha por una
infección empeorada por la diabetes, una enfermedad común entre los awajún
debido a su deficiente alimentación.
—No tengo pierna, pero sí buena memoria —ríe el señor Cuñachí mientras se
espanta los mosquitos de la cara con un trapo sucio.
El señor Cuñachí era un niño que no sabía castellano cuando llegó el Oleoducto.
Nazareth era entonces un puñado de chozas de palos y hojas desperdigadas entre
el bosque y un río marrón que se precipitaba por un lecho arcilloso de piedras
enormes y pulidas. Los awajún se vestían con túnicas marrones de algodón y
collares de semillas. Se pintaban la cara de rojo con achiote. Tomaban ayahuasca
para comunicarse con los espíritus de la selva. Un día unos ingenieros llegaron con
sus familias y levantaron un campamento para construir un tramo del Oleoducto. El
señor Cuñachí solía jugar con los hijos de esos forasteros: los niños blancos.
Intercambiaba papayas por carritos de juguete, cerbatanas por hondas de jebe.
Aprendía castellano. Cuando la construcción del Oleoducto comenzó, helicópteros
militares llegaban todos los días cargando enormes tuberías. Mientras los mayores
hacían trochas con machetes para abrir paso a las máquinas, los chicos awajún
jugaban a las escondidas y corrían dentro de las tuberías sin instalar. Cuando las
obras terminaron, la empresa estadounidense Williams, a cargo de la construcción,
decidió sepultar todo el material restante bajo la cancha de fútbol donde ahora
juegan Osman y sus amigos, pues le resultaba más barato que trasladarlo. Un día
los ingenieros se fueron y un grupo de familias dejó el monte para asentarse en el
campamento abandonado, plagado de hormigas negras que se comían a las ratas
y ahuyentaban a las víboras. Allí fundaron su primera escuela. Luego llegarían la
carretera, la luz eléctrica, la televisión por cable, la posta médica y cientos de nativos
y forasteros atraídos por aquella aparente prosperidad.
El río Chiriaco —afluente del río Maranón— conecta directamente con el Amazonas
afectado por la contaminación. Chiriaco, Perú, febrero de 2016. Omar Lucas
Los awajún dicen que estos metales tóxicos provienen del petróleo. Petroperú dice
que no es cierto: el petróleo tiene cantidades ridículas de aquellos metales. Germán
Velásquez, comandante en retiro de la policía y asesor de empresas, presidente de
la compañía por esos días, aseguraba que provenían del desagüe y la basura —
botellas de plástico, pañales desechables, baterías usadas, aceite de motor— que
los pueblos cercanos arrojan a orillas del río Chiriaco.
—Si alguien allí tiene la opción de recibir algún tipo de indemnización económica,
dirá que el petróleo le hace llorar —me dijo Velásquez con una sonrisa—. He
investigado: para que el petróleo te contamine tendrías que haber estado metido en
un barril de petróleo tres o cuatro días. Yo me he bañado en el río Chiriaco y todo
bien.
—Quien diga que el petróleo es inofensivo, miente —me dijo después el médico
Fernando Osores, mientras tomaba un descanso, luego de diez horas seguidas
atendiendo a los niños de Nazareth.
El médico Osores dice que puede resumir todo lo anterior en una frase:
Un camion cisterna lleno de petróleo que fue recuperado del derrame, listo para ser
trasladado a la refinería de Talara, en la costa norte de Perú. Omar Lucas
Los últimos 150 años de consumo mundial de petróleo son apenas el presente y el
pasado inmediato de una relación tan antigua como los mitos prehispánicos. El
petróleo fue descubierto y aprovechado en muchas épocas y lugares, con fines
prácticos, festivos, religiosos o mágicos. En América la sustancia tuvo al menos dos
nombres con genealogía registrada. Los aztecas lo llamaron choppotli. El segundo
nombre nació de los ojos de brea que existían en la costa norte del Perú. Los
antiguos peruanos llamaban copé a esos charcos de brea malolientes, perdidos en
los confines del desierto, que se remontaban a una era todavía más antigua, a la
edad de los gigantes, personajes que, según la leyenda, habían excavado esos
pozos inexplicables. El historiador Pablo Macera —estudioso del papel del crudo en
tiempos coloniales— destacó esa visión supersticiosa del petróleo: sustancia
misteriosa, desconocida, quizá por eso maligna. La llamaban “estiércol del
demonio”.
Hoy, varios siglos y guerras y avances científicos después, nuestra dependencia del
petróleo ha alcanzado una dimensión tan escandalosa que se ha vuelto un tema de
debate frecuente entre ambientalistas y políticos. En 2007, durante el Congreso
Mundial de Energía, se anunció que la Tierra almacena reservas de petróleo para
uno o dos siglos más. “El mundo no tiene que preocuparse en mucho tiempo por el
fin del petróleo”, dijo el presidente de Saudi Aramco, la mayor petrolera del mundo.
Pese a todo ese optimismo, la Agencia Internacional de Energía, que monitorea las
reservas energéticas del planeta, ha pronosticado: si el hambre de petróleo en las
ciudades continúa, el mundo necesitará el equivalente a seis países con las
reservas de Arabia Saudí para cubrir la demanda hacia 2030. Fatih Birol, experto
en energía y director ejecutivo de la agencia, implora: “Debemos abandonar el
petróleo antes de que él nos abandone”.
Es una obviedad decir que la multimillonaria industria del petróleo es una de las más
sucias que existen. Los científicos insisten: si para la segunda mitad del siglo XXI
los países no cambian sus fuentes de energía por otras menos destructivas para el
planeta, es muy probable que la naturaleza y el sistema económico colapsen.
De nuevo en Nazareth, Osman buscó a sus amigos, pero ya no querían jugar con
él. “¿Por qué la empresa solo te atiende a ti? Nosotros también recogimos petróleo
y nadie nos viene a buscar —le reclamó uno—. Seguro te han dado plata”. Osman
estuvo triste varios días. Hasta que Yolanda, su madre, le dio unas monedas y él
compró dulces para sus amigos. Así se reamistaron.
Yolanda Yampis tiene unos treinta años, el cabello negro largo hasta la cintura, y
sonríe cada vez que habla, como si le diera vergüenza. Como la mayoría de las
awajún, la de Yampis es una risa aguda, rítmica, contagiosa —jijijijiiiii—, como si
cantara o imitara el canto de un ave desconocida. Cuenta que, durante esos días
del derrame, los adultos de Nazareth y de otras comunidades cercanas dejaban las
chacras para trabajar en Petroperú. Si un agricultor de plátanos de la zona ganaba
40 dólares (34,4 euros) a la semana, por limpiar el río de petróleo ganaba hasta
siete veces más.
—Pero la plata se acaba —me dijo ella, la voz finita, el castellano accidentado.
Yolanda estaba de pie en la casa comunal junto a otros padres, con los brazos
cruzados. La risa que antes traía se había convertido en un gesto duro de labios
apretados. Observaba nerviosa al médico Osores, que sacaba muestras de sangre
al menor de sus hijos.
—El derrame me dio oportunidad, ¿pero para qué si al final te contaminas? Quizá
mis hijos están enfermos. Quizá yo también. Nosotros no sabemos.
Por juntar petróleo en un balde, dice su madre, Osman Cuñachí tiene sarpullidos en
las piernas y en los brazos. Su hermano Omar, el tercero de los cuatro, sufre dolores
de cabeza y diarrea. Al igual que ellos, varios niños de Nazareth comenzaron a
sentir malestares tras haber recogido el petróleo del río. En una asamblea
convocada una semana después del derrame, la comunidad envió un comunicado
al Presidente de la República y al ministro de Salud reclamando atención inmediata.
Incluía una lista con los nombres de los niños que se encontraban enfermos luego
de haber recogido el petróleo. Solo en esa comunidad eran más de cincuenta.
Petroperú donó toneladas de víveres y agua embotellada, ordenó campañas de
salud para atender a las familias. Sin embargo, hasta enero de 2017, un año
después del derrame, nadie en este pedazo de selva tenía un certificado médico
que probara que había sido contaminado por el contacto con el crudo. El gobierno
nunca llegó a Nazareth para examinar la salud de las familias.
—Pareciera que las autoridades esperan a que pasen diez o veinte años, hasta que
la gente se muera, para que recién vengan a ver qué ha pasado —me dijo el médico
Fernando Osores, mientras guardaba las muestras de pelo, sangre y orina en cajas
con hielo seco que serían enviadas en avión a un laboratorio en Canadá esa misma
noche.