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11 / Fernando Bárcena

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El alma del lector.

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La educación
como gesto literario
El alma del lector.
La educación como gesto literario
Fernando Bárcena
El alma del lector.
La educación como gesto literario

Asolectura / Primero el lector / 11


© Fernando Bárcena, 2012
© 2012, Babel Libros

Calle 39A Nº 20-55


Tel. 2458495
editorial@babellibros.com.co
www.babellibros.com.co
Bogotá D.C., Colombia

Colección Asolectura Primero el lector


Dirección de la colección: Silvia Castrillón
ISBN 978-958-8445-42-7

Diseño y edición: Babel Libros


Impreso en Colombia por Panamericana Formas e Impresos S.A.
Contenido

7. . . . . Prólogo: del rapto del alma

31. . . . . I. La respiración de las palabras. Ensayo sobre


la experiencia de una lectura imposible

31 . . . . . . Inicio

36 . . . . . . El vacío de la palabra. Sobre el silencio

54 . . . . . . Erótica de la interpretación

63 . . . . . . La lectura imposible: una poética del leer

73. . . . . II. La locura de leer. Sobre un gesto literario

73 . . . . . . Inicio

79 . . . . . . La impotencia moral de la lectura

85 . . . . . . El libro abandonado

92 . . . . . . El gesto literario: la literatura como


compensación

109 . . . . Epílogo: de un alma en crisis

122 . . . . Las lecturas


La lectura es un rapto del alma.
Pascal Quignard, Le lecteur
Prólogo: del rapto del alma

Los dos textos que conforman este pequeño libro per-


tenecen a dos épocas bien diferentes de mi vida. El pri-
mero de ellos lo escribí, en su versión original, para una
conferencia como ocasión de mi primer viaje a Brasil
(Campinas), al que fui gracias a mi amigo Jorge Larrosa,
a quien dediqué el texto. Corría el año 20011. Fue una
época turbulenta de mi vida, y creo que las circunstan-
cias personales que rodearon ese viaje se dejan sentir en
lo que escribí. El segundo es más reciente2; escrito una
década después, sorprendentemente mantiene, en lo
esencial, cierta sintonía con el anterior, razón por la cual
parece de lo más apropiado que aparezcan ahora publi-
cados conjuntamente en este pequeño libro. Agradezco

1 Una versión previa de este texto se presentó como conferencia al COLE (Congreso
de Lectura de Brasil, celebrado en la Universidad de Campinas (Campinas, Brasil) en
julio de 2001, posteriormente publicado en la Revista Educación y Pedagogía, vol.
XIV, nº 32, pp. 21-38.
2 Una versión anterior de este texto ha sido editada en FLACSO (Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales), como lección para el Diploma Superior en
Lectura, Escritura y Educación (2011), y publicada, con ligeras alteraciones, en:
Esteban, J. (ed.) Palabra y ficción. Literatura y pensamiento en tiempos de crisis
actual, Valladolid: Universidad Europea Miguel de Cervantes, pp. 75-102.
8 a Asolectura la oportunidad que me brinda para darlos a
la luz de nuevo, y compartirlos con un público más am-
plio.
Ambos ensayos tienen que ver con el leer, con el
misterio de la palabra y su complicidad con el silencio,
del que toda palabra emerge; y tienen que ver, por eso,
con lo indecible, que nos pone en relación con la muer-
te, y con lo inefable, que evoca nuestro estado de infan-
cia ya olvidada. Tienen que ver con un estado del alma.
En definitiva, con los límites del lenguaje y, en ese sen-
tido, con esa extraña experiencia que es el leer, pero
también con su relación con la escritura —impensables
la una sin la otra— y con una tentativa de pensar, como
gesto literario, eso que llamamos educación, entendida
como una experiencia estética y existencial que com-
promete nuestra subjetividad. Yo creo que tienen que
ver con mi propia experiencia como lector indeciso,
compulsivo, inquieto y también inconstante; con una
experiencia —la lectura— en la que en ocasiones en-
contré la única posibilidad para dar sentido y forma a mi
vida, o tratar de entender lo que me pasaba, experimen-
tándola como literatura, quizá como un cierto arte, y
también como una terapia. Una vez escribió Kafka que
Prólogo: del r apto del alma

vivir significa estar en medio de la vida. Vivir no es otra 9


cosa que estar en el existir mismo, y todo depende de la
cantidad de arte que sepamos colocar en ella; porque la
vida no es algo que pueda explicarse; más bien ocurre
que cada uno se explica a sí mismo en ese acontecimien-
to llamado vida. Y por eso creamos, o nos creamos —nos
recreamos— a través del arte. La lectura es un compo-
nente central de ese arte de vivir, una experiencia que
cada uno puede hacer, porque hay en el interior de la
vida imágenes, formas de ser que circulan entre los suje-
tos y las obras, formas que nos exponen, nos animan, nos
afectan. Por eso escribía Proust en el último volumen de
En busca del tiempo perdido que la lectura nos enseña […] a
realzar el valor de la vida, que no hemos sabido apreciar, y de
cuya grandeza sólo nos damos cuenta por el libro. O, como
decía en otro momento de El tiempo recobrado: En reali-
dad, cada uno de los lectores es, cuando lee, el propio lector de
sí mismo. La obra del escritor es un simple instrumento óptico
que ofrece al lector para permitir discernir lo que sin el libro
tal vez no habría visto en sí mismo. Proust, como tantos
otros escritores geniales, fueron ante todo lectores, y
cuando Marcel, el héroe proustiano, vuelve una y otra
vez sobre los libros no es porque sea de una naturaleza
10 distinta a la de los demás; tanto para él como para noso-
tros, la vida —la vida ordinariamente vivida, una vida
común a todos, pero singularizada en cada uno de un
modo sorprendentemente particular—, es una caja de
resonancia de las vibraciones existenciales de los libros
que leemos. No hay separación, pues, entre la literatura
y la vida, sino una suerte de imbricación fundamental,
casi ontológica. Una conexión tal que nos permite, a me-
dida que leemos, dar un estilo a la existencia personal.
En un primer momento había decidido poner como
título principal de este breve ensayo «Leer como salva-
jes» con el propósito de introducir en la mente del lector
cierta paradoja, pues estamos tan acostumbrados a pen-
sar que el acceso a la lectura y a los libros nos cultiva y
nos civiliza —a través de esa institución llamada escue-
la, hoy por hoy profundamente normalizadora y confor-
madora por buenas intenciones— que ya no reparamos
en el hecho de que leer es, en el fondo, una experiencia
salvaje, desordenada y compulsiva, una experiencia que
puede llegar a conectarnos con ciertos abismos, un mun-
do mucho más onírico e incontrolable de lo que estamos
dispuestos a aceptar y mucho menos a adentrarnos.
Pero, como ocurre siempre que se escribe, cuando al es-
Prólogo: del r apto del alma

cribir no sabemos muy bien hacia dónde nos conducirá 11


nuestra escritura, el título que le convenía a este ensayo
acabó revelándose con otra fórmula: El alma del lector.
La educación como gesto literario.
Se dice que los títulos de los libros que escribimos nos
eligen a nosotros, y no a la inversa. Nada es más cierto en
este caso. Me vino como un fogonazo, mientras leía Le lec-
teur, de Pascal Quignard, un escritor con el que necesito
encontrarme cada poco tiempo, desde que tomé contac-
to con él por primera vez enfrascándome en su Vie secrète,
mientras se anunciaba una despedida. En su libro, mis-
terioso y secreto, Quignard habla de aquellos que pasan
su vida entre libros —los lectores— y cuya única pasión
es el estupor que la lectura provoca. El lector del que
Quignard habla se ausenta, y merece no ser nombrado,
olvidado incluso; mejor: no comentado. Pero es inevita-
ble hacerlo. Pone su alma toda en lo que hace y la lectu-
ra se apodera de ella. Porque leer es un rapto del alma.
El alma del lector es un alma devorada por los libros, un
alma enloquecida y cosida de palabras e historias. Impo-
sible saber quién es, en realidad, el lector, pues acaba
transformándose en todos los libros que ha leído. ¿Sabe
usted qué es un lector? Quienes no escribieron, y que sin embar-
12 go se habrán pasado la existencia entre libros, quienes conocie-
ron como única pasión, como profesión también, esa especie de
estupor que provoca la lectura —que la nada, las quimeras
retribuyen— quienes prescriben el silencio son tal vez los úni-
cos de entre nosotros cuya mención deba estar ausente. ¡Que los
ampare el olvido!
En lo que sigue, he tenido el atrevimiento de sumer-
girme en cierta alma lectora —¿será la mía?—, para tra-
tar de hacer emerger a la superficie de las cosas ciertos
estados de un alma que ha leído. El sentimiento de una
palabra que desfallece, que requiere de nosotros tocar el
silencio ante de alzar la voz para leer. El sentimiento de
una lectura salvaje, la experiencia de la locura del libro.
Aquí sólo hay esbozos, fragmentos, retazos de una vida
literaria. No me refiero, claro, a que mi vida sea ya un
cuadro definitivamente terminado, sino que más bien
hablo de una aspiración, en mí inevitable, algo que ha
resultado ser así, sin mayores pretensiones. Recuérdese
que un «esbozo» no es más que una insinuación, y se re-
fiere a aquello que puede alcanzar mayor desarrollo y
extensión. En este sentido, una vida es siempre un di-
bujo inacabado, como una lectura es la primera lectura,
siempre imperfecta y virtualmente capaz de ser una se-
Prólogo: del r apto del alma

gunda, una tercera o una cuarta, infinita. En este esbozo 13


de una vida literaria —nada nuevo bajo el sol— la lectu-
ra y la escritura son componentes centrales, aunque se-
guramente no únicos. Juntos, colaboran en la realización
de una de las dos experiencias que posiblemente un ser
humano puede llegar a hacer. O bien la experiencia de
descentrarse, pasando de un objeto a otro, hasta compo-
ner una cadena infinita de intereses que nos hace perder
la concentración; o bien la experiencia, como dice Sán-
chez Ferlosio, de fijar de una vez por todas la atención en el
pequeño grupo de los primeros objetos que han campeado ante
sus ojos, como si esos objetos mismos se hubiesen apropiado,
reservándose la exclusiva para sí, de todos los derechos del in-
terés y de la reflexión (R. Sánchez Ferlosio). Esta atención
concentrada sobre un pequeño repertorio de cuestiones
esenciales es, me parece, la que una vida literariamente
conformada o inspirada permite, pues la literatura va, en
lo que importa, al grano. Ya se lo decía Mairena a sus dis-
traídos discípulos: Para decir bien hay que pensar bien, y
para pensar bien conviene elegir temas muy esenciales, que
logren por sí mismos captar nuestra atención, estimular
nuestros esfuerzos, conmovernos, apasionarnos, y hasta sor-
prendernos (A. Machado).
14 Las páginas que el lector o la lectora tiene en sus ma-
nos están atravesados por una inquietud constante, y en
el anterior sentido, granular: mi preocupación por pen-
sar la educación más allá de los discursos pedagógicos
dominantes, que piensan esta labor como algo controla-
do y controlable, previsto y previsible, programable y
organizado, sin lugar alguno para el azar, la contingencia
y el acontecimiento. Desgraciadamente, la escuela, em-
pleando esta palabra en un sentido muy amplio, se ha
convertido en un lugar donde no parece tener ningún eco
algo que podemos leer en Por la parte de Swann, el primer
volumen de En busca del tiempo perdido, cuando la abuela
del pequeño Marcel le dice a su hija, a la hora de darle el
preciado regalo de los libros: Hija mía, decía a mamá, yo no
tendría ánimos para regalar a ese niño algo mal escrito. Hoy,
la escuela es el lugar de promoción de cualquier manera
de leer, de cualesquiera clase de libros, y de cualquier
modo de lectura; si es que alcanza a serlo.
Hace tiempo, cuando conversaba con algunos ami-
gos, aún podía enzarzarme en desarrollar algunos moti-
vos para tratar de no perder el tiempo en la lectura de
malos libros; ahora, esta tarea me resulta excesiva. Su-
pongo que es cierto que uno forma su buen gusto a base
Prólogo: del r apto del alma

de leer malos y buenos libros, escuchando mala y buena 15


música y otras cosas por el estilo y, si antes, cuando era
más joven, no podía permitirme dejar sin leer completo
el libro que había comenzado, hace ya bastante que mi
paciencia parece agotada. No pretendo ser arrogante al
decir esto. Se trata, simplemente, de que el tiempo pasa
excesivamente deprisa y que, como no se puede hacer
todo, hay que elegir, procurar no confundirse al transfor-
mar una línea en una superficie que nos lleva a zigza-
guear. De todo modos, a medida que he ido leyendo
más y he procurado hacerlo mejor —aunque no sé muy
bien cómo se hace para leer bien— he ido dándome
cuenta de que cierta perspectiva literaria, cierta relación
con el lenguaje y con la palabra, cuando por lenguaje no
entendemos simplemente un medio o un instrumento
de comunicación, sino otra cosa bien diferente, tenía
algo que decirnos acerca de esa otra experiencia en la
que consiste el darnos forma bajo el signo del arte, el
transformarnos estéticamente.
Solamente para que el lector se haga cargo de lo que
subyace a estas páginas en materia de educación, si pu-
diera expresarlo con la seguridad que no tengo, diría: la
educación concierne a una transmisión entre generacio-
16 nes en la filiación del tiempo. O dicho de otro modo: la
renovación de una sociedad a través de las generacio-
nes. El orden simbólico que liga a unas generaciones
con otras es, simultáneamente, una toma de responsabi-
lidad y una autorización concedida a los educadores. Se
trata de una responsabilidad por el mundo al que adul-
tos y educadores van a introducir a los recién llegados
(jóvenes y aprendices), bajo una autoridad que éstos les
conceden, como ayuda para que establezcan nuevos co-
mienzos. Esta autorización —y yo creo que hay aquí una
clave importante—, en vez de petrificar el mundo, per-
mite su transmisibilidad. Porque esta «autorización» es
una categoría que pertenece al orden del tiempo, no al
del espacio. En todo caso, de lo que se trata en educa-
ción es de no anular, en los que se dan forma, la posibili-
dad de aprender lo que merece la pena ser vivido, no po-
ner obstáculos a la posibilidad de nacer a sí mismos
constantemente. Si la educación es un encuentro entre
generaciones en la filiación del tiempo, el mismo supo-
ne múltiples desencuentros; o dicho de otro modo, la
experiencia de una discontinuidad en el seno de una rela-
ción entre tiempos diferentes (el tiempo de los jóvenes
y el tiempo de los adultos), en cuyo seno se transmite la
Prólogo: del r apto del alma

cultura como cuidado y donde se convocan las distintas 17


modalidades de hacerse presente en el presente, expe-
rimentando el arte de las distancias: la distancia entre
unos y otros, la distancia con las realizaciones culturales,
la distancia con el propio presente. La educación tiene
que ver con todo lo que acontece en ese «entre» —entre
los viejos y los jóvenes, entre los adultos y los niños,
entre tú y yo—, o lo que es lo mismo, entre dos tiempos:
tiempo adulto y tiempo joven o tiempo niño.
En ese encuentro, los modos de pensar y de leer el
mundo no coinciden en unos y otros. Pero, a pesar de
todo, leemos y seguimos pensando mientras vivimos. La
educación tiene que ver con eso, y con muchas cosas más.
Tiene que ver con el hecho de que algo, de verdad, nos
pase. Pero no sabemos dónde, ni cuando eso que puede
pasarnos definitivamente acontece. Alguien aprende algo,
y no se sabe ni cómo, ni cuando, ni dónde. Sin duda se
dará, si se da, en el seno de una relación y de una media-
ción. Alguna de esas cosas que pueden pasarnos se es-
conde, dormida, entre las páginas de un libro, y convo-
can nuestra atención; la requieren, la reclaman, la solici-
tan. Otras veces, eso que ya nos pasa, y no querríamos
que nos hubiera acontecido nunca —el horror, la bruta-
18 lidad o el sufrimiento— se ve momentáneamente olvi-
dado por el simple hecho de estar con un libro entre las
manos, cuando quedamos abandonados a sus páginas.
En el momento adecuado, leer, por ejemplo, esta frase
de Isak Dinesen, que tanto le gustaba citar a Hannah
Arendt, puede salvarnos: Todas las penas se pueden sopor-
tar si podemos contar una historia sobre ellas. Recuerdo ha-
ber intentado dos veces leer Las olas, de Virginia Woolf,
y sólo al segundo intento logré entrar de lleno en sus pá-
ginas. No es que se hubiera producido ningún milagro, o
que hubiera sido más disciplinado la segunda vez que lo
intenté. Creo que fue por otra razón: conecté con las be-
llísimas páginas del libro de Woolf en un momento en el
que mi sentido de la amistad parecía estar reformulán-
dose, por razones que no son del caso comentar ahora.
La venda cayó, y por momentos parecía que entendía lo
que nadie me explicaba ni interpretaba por mí. Adqui-
rió todo el sentido leer, una y otra vez, en un estado de
extraña conmoción, fragmentos como el siguiente: Y
ahora pregunto: «¿Quién soy?». He hablado de Bernard, Ne-
ville, Jinny, Susan, Rhoda y Louis. ¿Soy todos ellos? ¿Soy
uno y diferenciado? No lo sé. Aquí estamos sentados, juntos.
Pero Percival ha muerto, y Rhoda ha muerto; estamos dividi-
Prólogo: del r apto del alma

dos; no estamos aquí. Sin embargo, no puedo encontrar nin- 19


gún obstáculo que nos separe. No hay división entre ellos y yo.
Mientras hablaba, pensaba: «Soy tú». Esa diferencia a la que
tanta importancia damos, esa identidad que tan febrilmente
ansiamos, quedó superada (V. Woolf). Me pregunto si
puedo trasladar al otro —a un joven sentado y distraído
en el aula donde imparto mis clases— mi propia conmo-
ción, mi aturdimiento y mi excitación mental y espiri-
tual después de haber leído lo que acabo de citar mien-
tras se lo leo de nuevo a él o a ella, como si estuviésemos
solos en el mundo: él y yo, ella y yo. ¿Puedo hacerlo? Me
siento impotente y torpe, y esa fragilidad literaria es la
que me azuza, la que me hiere y me moviliza. Solo pue-
do tratar de contaminar al otro, infectarle con el extraño
virus que a mí mismo me infectó un día.
Querría, en este breve ensayo, poner en relación eso
que puede llegar a pasarnos, y que se esconde en las pá-
ginas de un libro que ha sido escrito y se nos ha legado,
con eso otro que llamamos educación, entendida del
modo como acabo de referir. Y querría hacerlo para tra-
tar de pensar esta experiencia de la educación como un
gesto literario, como algo que compromete el lenguaje
como experiencia y cierto sentido en el que las palabras,
20 a veces, nos faltan o desfallecen. En última instancia, lo
que pretendo no es otra cosa que invitar al lector a consi-
derar una única idea: que, entendida como una interiori-
zación de representaciones simbólicas heredadas y lega-
das desde el pasado, y transmitidas por los adultos a los
más jóvenes, la relación intergeneracional se constituye,
sobre todo, como formación de la atención, entendida
como una forma de hacernos cargo del presente revitali-
zando lo heredado para encontrar la vida que se oculta
debajo de lo que ya vivimos. En esta labor, cierta rela-
ción con la palabra escrita, con el lenguaje y con la litera-
tura —con el leer y con el escribir— es fundamental.
Para algunos, esta vida que se oculta en lo que ya se
vive adopta una forma literaria, una forma tanto más ne-
cesaria cuanta más sensación de fin de época o de mun-
do se tiene; como le pasa a Samuel Riba, el personaje de
Dublinesca, la novela de Vila-Matas, que tiene una notable
tendencia a leer su vida como un texto literario (E. Vila-Ma-
tas). Leer la vida de este modo, componer la existencia
como un relato o como literatura, es vivir la vida como
una obra de arte, y es hacerlo prestando atención a lo
que nos pasa, teniendo que cultivar emociones inteli-
gentes. No es fácil sentir el mundo como lo sintieron los
Prólogo: del r apto del alma

grandes escritores que admiramos, y quizá ni siquiera 21


sea necesario sentirlo como ellos lo sintieron exacta-
mente; pero sí podemos aprender a leernos leyendo a
los más grandes, aunque sea difícil hacerlo. En una de
sus reflexiones, Samuel Riba dice que las mismas habili-
dades que se necesitan para escribir se necesitan para leer. Los
escritores pueden fallarles a los lectores, pero también
puede ocurrir al revés: cuando sólo buscan en los libros la
confirmación de que el mundo es tal y como lo ven ellos.
El estilo de una lectura, su cómo, es, también, el contenido
de la experiencia que la constituye, su contenido, en fin, indivi-
duado, ha escrito Marielle Macé en Façons de lire, maniè-
re de vivre. En toda práctica humana, la lectura incluida,
no es la vida desnuda la que se ensaya en nosotros, sino
una forma de vida; cada uno se expone y se explora en lo
que hace, y acaba conformando un estilo. La literatura,
como en general las artes, participan en este proceso de
estilización de sí. Algunos, a partir de una concepción de
la vida como relato bien ordenado; otros dando estilo a
su existencia bajo un efecto musical, procurando tonali-
dades armoniosas o disonantes; otros como el ejercicio
heroico de una voluntad de existir, pese a todo. En cada
una de estas formas de vida encontramos un estilo, una
22 manera de hacer, de estar en el mundo, una cierta esté-
tica del existir; una presencia estética. La lectura, insis-
to en ello, nos ayuda a darnos una forma y a vivir otros
mundos posibles, más allá del que creemos el único, el
nuestro.
Al autor de este texto no le cabe la menor duda de
que intentar vivir, hoy, una vida de esta forma —como
un ejercicio del arte, como literatura, o como un arte
poético— es una de las cosas más difíciles que existen,
sobre todo como invitación para los más jóvenes, porque
el mundo se ha estructurado ya de forma en que casi lo
único que la educación produce es una gran masa anal-
fabeta que el poder crea deliberadamente, algo así como
una muchedumbre amorfa que nos ha hundido a todos en una
mediocridad general (E. Vila-Matas). Por eso nuestra épo-
ca, como decía el cineasta belga Luc Dardenne, tiene cla-
ros problemas respiratorios, y por eso conviene, de vez en
cuando, abrir al máximo otros espacios que nos permitan
respirar otros aires, tratar de ir en busca de un arte del
propio ser. No todo está en los libros, claro, pero es cierto
que la vida que vivimos es narrada incesantemente, so-
bre todo, en los buenos, los mejores libros. No debería-
mos tener humor para dar a leer libros mal escritos.
Prólogo: del r apto del alma

Los libros y la escritura —la palabra escrita— son, lo 23


sabemos, un extraño pharmakon. La cuestión del phar-
makon entra por diferentes vías en la filosofía contem-
poránea, después que Platón, en el Fedro, relate por
boca de Sócrates el mito egipcio de Theuth y Thamus
que da cuenta del nacimiento de la escritura. Conoce-
mos ya el comentario de Derrida del diálogo platónico
en La farmacia de Platón, las bellísimas páginas dedica-
das a este mismo diálogo de Giorgio Colli en Filósofos so-
brehumanos y, entre nosotros, el largo comentario de
Emilio Lledó titulado El surco del tiempo. Los efectos ar-
tificiosos del pharmakon de la escritura ya los conocemos
bien por Platón: el olvido de sí. Platón opone, como ejer-
cicio más hermoso, la implantación de la palabra en el
alma adecuada de un aprendiz —capaz de defenderse a sí
mismo, y sabiendo con quiénes hablar y ante quiénes callarse
(Fedro, 276a)— a la palabra escrita, ante la cual si pregun-
tamos no obtenemos más que su silencio.
El fármaco de la escritura, que nos permite fijar en
cierta eternidad la palabra oral, que de otro modo se per-
dería, es, como todo fármaco, al mismo tiempo algo que
sana y destruye. El mismo don Quijote es, simultánea-
mente, un loco de los libros y el extravagante héroe que
24 tiene que abandonarlos definitivamente para buscar sus
propias aventuras; pero siempre gracias a un deseo im-
pulsado y mediado por el héroe principal de sus lecturas:
Amadís de Gaula. La misma experiencia de lectura que
nos permite fingir una vida, la enloquece. Es un fármaco:
cura y envenena. ¿Será que dar a leer algo a alguien
(donner à lire) no es más que hacerle delirar (délire), enlo-
quecer?
Me gustaría hablar de ese veneno de la lectura (y de
la escritura), de ese extraño virus que enloquece una
vida haciéndola delirar. Del alma del lector. Deleuze re-
cuerda, en Crítica y clínica, que, según Proust, el escritor
inventa dentro de una lengua una lengua extraña y nue-
va, extranjera; hace delirar la lengua. Todo escritor, al
mismo tiempo que escribe, ve y escucha. Escribir es ver y
oír. Y quizá por eso de algunos escritores, los más gran-
des, decimos que son unos videntes, gente extraña y un
poco loca. Visionarios. Pero quizá la escritura, y por tanto
los libros que leemos, la literatura toda, sea, a pesar de
todo, el único remedio que da salud en un mundo enfer-
mo. No es que el escritor sea un ser totalmente sano,
pero sí un hábil explorador de nuestros síntomas enfer-
mizos, de nuestra falta epocal de respiración.
Prólogo: del r apto del alma

Este breve ensayo, compuesto por dos textos que 25


pertenecen a dos épocas diferentes de una misma vida
—la que me corresponde a mí experimentar— trata de
pensar lo que he llamado gesto literario. No podría dar
una definición exacta de lo que quiero decir con esta ex-
presión, más allá de lo que diré en su momento, un poco
más adelante. Sí puedo apuntar, sin embargo, cómo me
llegó esta fórmula. Fue releyendo La inmortalidad, de
Kundera, que me mantuvo atento en una estancia en
Río de Janeiro no hace mucho, al mismo tiempo que
otra persona hacía lo mismo a miles de kilómetros de
donde yo me encontraba. Esa persona hizo que reparara
en la contundencia de la primera página del libro de
Kundera, el momento en el que una señora de sesenta y
cinco años, tras una lección de natación impartida por un
joven instructor, se despide de él con un gesto de una
mujer de veinte años, con un gesto que desdice una
edad con señales evidentes de envejecimiento. Un ges-
to de un encanto y una gracia, de una elegancia y ligere-
za que no se correspondían ni con el rostro ni con el
cuerpo de la señora que era su dueña. El encanto del gesto,
ahogado en la falta de encanto del cuerpo. Kundera observa
que puede que sólo en circunstancias excepcionales
26 seamos conscientes de nuestra edad, y que la mayor par-
te del tiempo carezcamos de edad. En el momento en el
que la señora saluda, despidiéndose de su instructor, pa-
rece ignorar la edad que tiene. Es eterna; o mejor, inmor-
tal. Su gesto la vuelve inmortal.
El gesto literario del que hablo tiene la inmortalidad
de un tiempo que se ignora a sí mismo. Está más allá de
este tiempo, de un tiempo concreto, y precisamente por-
que lo trasciende pertenece por entero a él. Lo dice, lo
evoca, lo nombra, lo conmueve. Ese gesto literario es el
que nos dice las cosas sin imponerlas, sin ordenarlas, sin
prescribirlas; es el que hace que, a medida que leemos y
escribimos, aprendamos lo que nadie de forma directa sa-
bría nunca hacernos entender. En ese gesto soportamos y
asumimos lo que somos y la vida que tenemos, apren-
diendo a darle una forma, cierto estilo, como el artista da
forma a su obra, con la que se identifica y acaba por con-
fundirse. Ese gesto literario, que nos mueve a leer y a re-
leer una y otra vez los mismos fragmentos, tiene la misma
textura de cierta evocación de unos versos de Rilke —que
mi amigo Jason, con su alma lectora repartida entre Brasil y
los Estados Unidos, hizo que releyera hace poco—, perte-
necientes a su poema «Wendung» (Cambio):
Prólogo: del r apto del alma

Realizaste el trabajo de mirar, 27


dedícate ahora a aquel del corazón
con aquellas imágenes
que capturaste en ti y que sometiste,
pero que no conoces.
Contempla, hombre interior, a tu interior prometida,
conseguida de mil naturalezas,
contempla la hasta ahora tan sólo conseguida,
pero aún nunca amada criatura.

Acaso ese gesto literario no sea otra cosa que cierta


gestualidad amorosa y erótica; la que conviene al alma
del lector, porque leer es un rapto. Un rapto del alma.
Mi único propósito es, quizá, recordarme a mí mismo lo
que un día leí de los más grandes y después, por distrac-
ción, olvidé. Por eso quiero recordármelo. Que la lectura
de algunos, los mejores libros, no debe hacerse con pri-
sa: arte de lectura pausada y de escritura demorada.
Creo que el alma del lector tiene tanta paciencia como
locura. Leer despacio, con profundidad, con cuidado, con
atención y con intención, a puertas abiertas y con ojos y dedos
delicados, decía Nietzsche en Aurora.
28 **
Es un gesto repentino. Unos instantes después de lo
que haya tenido que hacer, se queda quieta. Y entonces,
ni un segundo antes ni uno después, se retira. Busca su
lugar, su espacio. Se sienta o se tumba, coge su libro, su
cuaderno y su lápiz, se pone sus gafas, y se concentra. Es
inmediato. Inclina ligeramente la cabeza hacia el libro,
que sostiene con las dos manos, trazando una perpendi-
cular perfecta e invisible en su dirección. Frunce ligera-
mente el entrecejo y sus labios adoptan un nuevo gesto
que es estrictamente el que pertenece a su boca. En ese
momento, ya no cuenta el mundo. Están ella y el libro, y
todo lo que pasa entre ellos. Algo pasa. Es una lectora, y
su espíritu busca ahí su alimento de palabras, el músculo
de su inteligencia se tensa, y en su interior las palabras
rebotan, se mueven, se desplazan, se transforman, para
terminar describiendo una pirueta mental inédita y sor-
prendente. Va del libro al cuaderno. Se detiene, encien-
de un cigarrillo y fuma haciendo que su mirada se pierda
un su infinito particular. Es una lectora; F.D. está leyen-
do, y no conviene que nadie le diga nada. En ella pienso
al escribir este ensayo, cuando, también de repente, le-
yendo lo que ella misma acaba de leer, quedo paralizado
Prólogo: del r apto del alma

en una página del ejemplar de mi libro; y subrayo esta 29


frase: Je tiens la plume mais elle écrit à deux mains (Luc
Dardenne). n

En Madrid, septiembre de 2011


I. La respiración de las palabras.
Ensayo sobre la experiencia
de una lectura imposible

Para Jorge, por Brasil.

En lugar de una hermenéutica,


necesitamos una erótica del arte.
Susan Sontag

Inicio

Una vez escribió Hannah Arendt que parte de lo que


nos empuja a amar el mundo es consecuencia de la bue-
na fortuna en la elección de nuestras compañías entre
los hombres, entre las cosas, entre las ideas, tanto en el
presente como en el pasado; pues es una suerte poder
elegir los libros que leemos y también a los amigos, aun-
que a veces la amistad es una sorpresa que nos asalta
cuando menos lo esperábamos. El azar decide por noso-
tros, y los libros, como los amigos, nos eligen a nosotros.
Yo tengo mis amigos. Y gracias a uno de ellos he po-
dido escribir este texto, que nace de un texto anterior,
como si de un texto encadenado a su historia se tratase.
Entre otras cosas, este amigo mío me ha mostrado una
cierta idea de la experiencia de la lectura. He aprendido
mucho de cómo leía él y de aquello acerca de lo cual
leía. Que yo le reconozca lo que ha hecho por mí, quizá
sólo nos importa a nosotros. Pero cada vez estoy más
convencido que no está de más que un público más am-
plio sepa que esta clase sentimiento nos habita, que es
algo importante para la construcción de la propia intimi-
dad y cómo vamos dándole forma. Nadie tiene porqué
sentir lo que uno siente, y no hay nada más lamentable,
en el fondo, que pensar que hay formas de sentir mejores
que otras, o que simplemente se puede hacer (con toda
intención) que el otro sienta correctamente. Pero a mi sí
me gusta que se lo imaginen. Que se imaginen lo que, de
hecho, los demás quizá experimenten en relación con sus
propios amigos.
Esta última frase es un buen comienzo, aunque no
sea la mejor frase del mundo: imaginar lo que sentimos,
aunque resulte extraña. ¿Acaso no basta con sentirlo?
¿Para qué imaginar lo que ya se siente, lo que ya se tiene
I. La res pirac ión de l as pal abras

o lo que ya se experimenta? Parece un ejercicio inútil, 33


un sobreañadido a lo que ya se hace o se vive. Imaginar
lo que sentimos. Lo que esta breve frase contiene tiene
algo que ver con la lectura, y con lo que, al menos yo,
pienso acerca de ella. Estoy hablando del sentir, y al em-
plear esta palabra quiero advertir al posible lector que
me encuentro a diez mil años luz de toda esa jerga relati-
va a la inteligencia emocional y demás banalidades ten-
dentes a idiotizar aún más al sujeto democrático. Me re-
fiero al sentir en los términos de una experiencia estéti-
ca, un tipo de experiencia destinada a revelarse al sujeto,
las más de las veces involuntariamente. Simplemente
sucede, acontece, pues se trata de un acontecimiento
—un encuentro— vinculado con cierta experiencia de
lo bello singular.
El filósofo Wittgenstein escribió en algún lugar que
para filosofar, hay que descender hasta el caos primitivo y sen-
tirse en él como en casa. Esta breve cita fue recogida por el
ensayista y crítico literario George Steiner en su libro
Presencias reales (G. Steiner). Esta obra de Steiner habla
del encuentro con el arte: con la pintura, con la música,
con la literatura. A lo largo de su libro, Steiner se pre-
gunta qué ocurre de especial en cada uno de esos en-
34 cuentros. Cuando leí por primera vez su libro, y reparé
en la cita de Wittgenstein, recuerdo haberme pregunta-
do qué hacía una cita como esa en un libro como el de
Steiner. Después lo entendí, al menos eso creo. Para fi-
losofar, como para entender lo que leemos, lo que ve-
mos, lo que escuchamos, necesitamos disponernos para
un encuentro directo con cada una de esas formas (li-
bros, cuadros, sinfonías). Se trata de un encuentro direc-
to, primario, absolutamente personal y, desde luego,
arriesgado. Un acto de pura presencia que nos empuja a
decir lo que vemos, a pensar sobre lo que vemos y a no
mentirnos en esta experiencia: no decir que vemos lo
que no vemos. No podemos predecir lo que nos ocurrirá
después de esos encuentros y no podremos verificar
objetivamente si lo que hemos entendido es lo que
había que entender: ¿Quién nos garantiza la verdad de
un significado estético?
Lo que voy a decir sobre la lectura tiene que ver, de
alguna manera, con el descenso al caos primitivo, un via-
je hacia el desorden, allí donde la vida fluye salvaje, caó-
tica e intempestiva. Leer como salvajes. Allí donde la
distinción entre lo bello y lo horrible deja de ser, en oca-
siones, una distinción conceptualmente necesaria. Allí, en
I. La res pirac ión de l as pal abras

definitiva, donde el lector y donde el espectador tienen 35


que abrirse, definitivamente, a todo lo que pueda pasar-
les. Si alguien me preguntase ahora qué es lo que voy a
defender, lo resumiría en tres ideas.
Defenderé que el hombre es un animal que habla y
que cuenta historias, pero que, junto a lo que enuncia
con sus palabras, transmite también lo que le resulta im-
posible decir: el silencio o el vacío del que nace la pala-
bra que pronuncia o que escribe en la hoja en blanco
que otro quizá lea. Así que toda lectura es también la
lectura de un silencio, de los espacios en blanco que se-
paran las palabras. Defenderé, también, que el encuen-
tro con los libros y con los textos, con las formas cultura-
les, artísticas y estéticas, no necesitan pasar previamen-
te por un arte de la interpretación establecida sometida
a unas reglas y a unos códigos o principios de procedi-
miento. Porque lo que necesitamos, sobre todo, es una
erótica del arte: necesitamos aprender a ver más, a sentir
más, a oír más. Diré que mi idea de la lectura tiene más
relación con una poética del leer que con una política de la
lectura, donde el leer es una espacio de abandono o un
lugar de excepción donde quedamos marginados de la
vida tal y como fluye caprichosa y tal vez desordenada. Y
36 defenderé que el fin de la lectura es su epílogo (af-
ter-word), es decir, la posibilidad de ir después de las pa-
labras y más allá de ellas. Diré que el fin de la lectura es
que la lectura acabe y se reinicie de nuevo, para que mi-
remos con otros ojos a quien tenemos al lado. Trataré de
decir que el fin de la lectura es que la lectura se vuelva,
en definitiva, im-posible.

El vacío de la palabra.
S o b r e e l si l e n c i o
Mis primeras palabras se van a referir a la imagina-
ción. Antes he mencionado la palabra «imaginar». Creo
que es importante imaginar. Imaginar es fingir, es simu-
lar, es hacer como si… Es dar por real lo irreal, forjar reali-
dad un sentimiento, tal vez una cualidad que no se tie-
ne. El fingimiento es una simulación, es un aparentar.
También es un juego. El juego del escondite: esconder
lo que se tiene para que no se vea: insisto, disimularlo,
disfrazarse, ¿acaso mentir? En este caso, imaginar lo que
el otro siente sería fingirlo en uno, traer para sí lo otro,
mentir un sentimiento, mentir una pasión, mentir un
amor, mentir unos celos. Mentirse a sí mismo, y por eso
disfrazarse del otro o de lo otro. Imaginar es una ficción,
I. La res pirac ión de l as pal abras

y como tal es un disfraz, y, por tanto, es hacerse pasar 37


por lo que no se es. Imaginar es jugar.
Al leer, hacemos cosas como esas: imaginamos, fingi-
mos, nos disfrazamos. Entonces, la cuestión es: ¿acaso
estamos para bromas y disfraces? ¿Qué nos mueve a
ocultarnos bajo el disfraz de lo que no sentimos? ¿Por
qué soñar? ¿No nos basta con la realidad? ¿Es acaso ima-
ginar una pausa de lo real?
Uno podría responder muchas cosas a estas pregun-
tas. Pero recuerdo ahora un texto del primer volumen
de El hombre sin atributos de Robert Musil —que se ha-
bía doctorado en psicología experimental— y que viene
muy bien citar ahora: Hemos conquistado la realidad y per-
dido el sueño. Ya nadie se tiende bajo un árbol a contemplar el
cielo a través de los dedos del pie, sino que todo el mundo tra-
baja; [...] No es necesario dar muchas vueltas a esto; hoy día
aparece evidente a la mayor parte de los hombres que la mate-
mática se ha mezclado como un demonio a todas las facetas de
la vida (R. Musil). Me pregunto si hay que imaginar para
reaprender el sueño, para educar(nos) la mirada y aprender
a ver el acontecimiento y la experiencia que los hechos
y los datos pretenden ocultar. Los escritores se inventan
una realidad en la que no es necesario que ellos mismos
38 vivan, pero sobre la que sí ejercen un cierto poder. A lo
mejor se trata de eso: de que a través de la escritura (de
ficción) nos inventamos una realidad sobre la que ejerce-
mos un poder y así suponemos que eliminamos el poder
de la contingencia que nos angustia.
Pero, en el fondo, realidad y ficción van mucho más
unidas de lo que llegamos a imaginar, aunque resulte pa-
radójico decirlo. Lo que es, es, a la vez, realidad y posibili-
dad. Y en tanto que posible, lo que inventamos —como
lo que fingimos— es también realidad. Y la lectura es un
acto que tiene que ver con el fingimiento: parece suspen-
der el tiempo de lo real, trasladándonos a otros espacios y
a la vivencia de otra modalidad de tiempo.
La lectura de un libro nos enfrenta a las palabras, que
parecen seguras e imborrables. Pero, ¿qué nos transmi-
ten esas palabras? En principio, parece que nos transmi-
ten un cierto decir: las palabras transmiten lo que ellas
mismas enuncian. Y, sin embargo, hay una crisis perma-
nente de la palabra que no es fácil resolver. No me refie-
ro sólo a la crisis enunciada por Steiner, cuando dice que
vivimos en una «era del epílogo» (afterword) o de la
«post-palabra» (after-word), una en la que se ha roto el
pacto que unía la palabra y el mundo nombrado por ella.
I. La res pirac ión de l as pal abras

Me refiero a otra cosa, quizá relacionada en parte con 39


esto. Las palabras de los libros nos transmiten un decir y
al mismo tiempo la «crisis» permanente de la palabra
nos transmite un decir imposible, la expresión de una
imposibilidad, de un lenguaje mudo. En la literatura, la
escritura nos transmite palabras que describen una rea-
lidad inventada —por tanto inexistente, por tanto impo-
sible— y, a la vez, nos cuenta algo acerca de la invención
de una realidad: de algo que, en tanto que invención
posible, es realidad también.
Toda crisis de la palabra —nacida para decir, para
darse a luz y expresarse, para ser comunicada— es, de
esta forma, una tragedia pues, nacida para decir, no co-
munica lo que pretende. Parece nacida de su propia au-
sencia. Como nacida de un vacío, la palabra es lo que se
da: el don de la palabra o la palabra dada, la palabra como
promesa. Y lo que comunica —su decir imposible— es
su silencio, el punto del cual emerge. La palabra escrita
o la palabra verbal pretenden, con la ayuda de la inten-
cionalidad del sujeto del discurso, transmitir lo que pre-
tende; pero, ¿cómo transmitir con justicia la vitalidad y
la forma del silencio? ¿De dónde surge esta necesidad
del silencio?
40 La saturación de la palabra, en un contexto social en
el que el imperativo de la comunicación se sostiene en
el «deber de la palabra», conduce a la necesidad del si-
lencio. Pero al mismo tiempo la legitimidad de éste
queda cuestionada bajo ese mismo imperativo. El ene-
migo del homo comunicans no es, en este contexto, el rui-
do, sino el silencio, con todo lo que ello implica en tér-
minos de intimidad, distanciamiento, interioridad, con-
templación. El silencio es el enemigo de la palabrería in-
cesante; aunque se trata de una palabra que no reconoce
como componente suyo su propia crisis, su imposibili-
dad radical de comunicarlo todo, es decir, el silencio del
que toda palabra emerge en el fondo.
Repleto de palabras, el libro contiene lo que comuni-
ca, lo que cabe interpretar o cuyo significado recrear a
partir de su primer sentido y su silencio. Aquí el en-
cuentro con la palabra y con el libro no es sólo un en-
cuentro basado en la interpretación, sino una suerte de
erótica. Porque la erótica en el lenguaje es algo así como
la suspensión de la comunicación como fin natural de la
palabra. En lo erótico, busca la palabra ser escuchada,
ser vista, ser tocada. Busca comunicar lo incomunicable:
que el lector vea, que mire, que escuche, que toque lo
I. La res pirac ión de l as pal abras

que hay y sienta entonces la vida. Esa vida que no se 41


puede encerrar en los libros, pero de la que, al final,
algunos libros parecen hablar.
Entiendo, entonces, que la crisis de la palabra es el
punto de su maduración: exactamente, el silencio del
que nace, la ausencia en la que palpita, lo imposible de
donde emerge hacia su afuera. La palabra surge de su
misma contradicción y de su misma imposibilidad: es la
palabra imposible que convoca una imposible lectura.
Pues, ¿cómo leer el silencio, cómo hablar del silencio,
cómo escuchar la ausencia de la palabra? Suele decirse
que nada puede pensarse allí donde nada pude hacerse
ya. Como si la única vía de acceso al conocimiento fuera
la acción, y el estado de pasividad —la condición de es-
pectador— fuese un mal que hubiese que erradicar. Por
eso, también se dice que la muerte es impensable. Lo
pensable es lo decible, y, por tanto, aquello sobre lo cual
podemos intervenir para modificarlo. Lo indecible es lo
impensable. Así pues: ¿cómo pensar la muerte, que es
indecible? ¿Cómo pensar el dolor, del que no podemos
hablar, pero que nos hace gritar?
Leemos porque, esa es quizá nuestra condena, so-
mos mortales, contingentes y finitos. El tiempo se de-
42 mora, volviéndose eterno, en el acto de la lectura. El
lector toma contacto con su propia alma, envuelta y re-
vestida del libro, y en su lectura parece que su cuerpo es
otro, su tiempo otro tiempo, su mundo otro mundo. Las
penas y sufrimientos que padecemos nos parecen otras
cuando nuestra alma las proyecta en el libro que soste-
nemos entre las manos. Experimentamos el arte de la
compensación literaria. En su novela El volcán, Klaus
Mann describe una escena en la que un grupo de alema-
nes exiliados del régimen nazi asisten a una representa-
ción teatral. Una de ellas, Marion, ofrece un recital cuyo
programa —«Clásicos de nuestro tiempo»— incluye
textos de Schiller, Lessing, Goethe, Heine, Nietzsche,
Walt Whitman. Marion comienza con la oda «A la ale-
gría» de Schiller, y su voz recita: Queridos amigos, hubo
tiempos mejores que los nuestros; de eso no hay duda... Ma-
rion está de pie, inmóvil, y al principio se esfuerza por
reprimir su gestualidad. En cada verso o en cada prosa
escogido y recitado por Marion, hay una referencia al
presente. No resulta dogmática, y siempre que recita es
clara su voz. Marion ha sabido elegir los textos, y los es-
pectadores de la sala, por fin, caen en la cuenta: Ni nuestras
penas ni nuestras ideas son tan modernas y tan nuevas como
I. La res pirac ión de l as pal abras

solemos creer en nuestro entusiasmo primero. Otros ya las han 43


sufrido y pensado antes, y han tenido que enfrentarse a los
mismos problemas que nosotros. Sin embargo, sus ideas y su
dolor se han transformado en belleza. A nosotros nos han
dejado el gran legado de su sabiduría y su dolor convertido en
arte (K. Mann).
Cuando habla, Marion no grita. Pero el grito existe.
De inmediato conecto con otras lecturas mías, donde mi
alma se proyectó, y compuso un lienzo donde no soy ca-
paz de distinguir lo que es mío y es de un legado que me
precede y recibí, como un extraño tesoro, que a menudo
perdí por mi falta de atención. Reflexiono; pienso. Es el
grito lo que liga la vida y la muerte. Con un grito nace-
mos. Rompemos el silencio del crecimiento interior
—porque nuestro primer crecimiento se da en el espa-
cio-otro de un cuerpo-otro—, mediante un grito que no
es todavía palabra, apenas es voz. En ese instante, nos
mostramos al mundo, tranquilizando al ser que nos pro-
porcionó nuestra primera morada. Y con otro grito, más o
menos grito, más o menos audible, morimos, como con-
ducidos sin palabras al último silencio. Venimos del si-
lencio y al silencio vamos. Antes de la vida y después de
la vida estamos instalados en el silencio. El silencio es
44 nuestra condición y nuestro hábitat. Venimos del agua y
del silencio, y entre ambos silencios, el silencio anterior
al grito de la vida y el silencio posterior al último suspiro,
nuestra condición es, quizá, el aprendizaje de una palabra
imposible y fracasada, que se rinde dócil ante el sufri-
miento y la muerte.
Y, sin embargo, ¡de qué poco sirven las palabras
cuando queremos decir lo que se escapa a la lengua!
Otro personaje, Marcel, habla con Marion; habla y habla
incesantemente, pero sus palabras, que salen a borboto-
nes, ya no le dicen nada. Son excesivas: ¡Me repugnan
tanto las palabras! ¡Ay, Marion, si pudieras imaginar lo re-
pulsivas que me resultan las palabras! Me siento como si tu-
viera que beber agua sucia y volver a escupirla. Las grandes
palabras han perdido todo su brillo y su fuerza, están desgas-
tadas... y no veo otras nuevas a las que pudiéramos aferrar-
nos, con las que pudiéramos consolarnos. Todo está dicho,
todo está gastado (K. Mann). Marcel parece estar a punto
de padecer, si no la padece ya, la enfermedad que aque-
jaba a Lord Chandos: una enfermedad del lenguaje. Las
palabras son incapaces de captar lo real, comenta Larrosa
en su prólogo a Una carta, en la edición que tengo ahora
mismo encima de mi mesa, mientras escribo. Inevitable
I. La res pirac ión de l as pal abras

citar a Hofmannsthal: las palabras abstractas de las que co- 45


múnmente y conforme a la naturaleza debe servirse la lengua
para expresar cualquier opinión, se me deshacían en la boca
como hongos podridos (H. von Hofmannsthal).
De nuevo, vuelvo sobre mí y me repliego. El dolor
nos a enmudece, nos empuja a otros gritos y nos condena,
al final, a un silencio-otro: el del mutismo; el rotundo fra-
caso del lenguaje. La educación, que está todavía basada
en la presencia de un cara a cara, en un encuentro entre
dos rostros y dos cuerpos, y en la carne de las palabras,
¿qué puede decirnos acerca de estos silencios-otros, de
estos gritos-otros, de estos dolores que nos enmudecen?
Si la dicha, o lo que vagamente llamamos felicidad, es el
horizonte que pretendemos dibujar como una tensión de
la experiencia educativa, ¿porqué hablar, entonces, del
dolor y de las posibilidades de un aprendizaje a partir de
su íntima y silenciosa experiencia? ¿Qué forma el dolor?
¿Cuál es su figura? ¿Lo primero es la palabra dolor? En
realidad, al hablar del dolor —aquello que nos deja sin
palabras, aquello que nos convierte en carne, y nos hace
decir con gritos lo que no podemos mostrar de otro
modo—, lo primero es el miedo.
Primero viene el miedo, que te vuelve dócil y obe-
46 diente; sumiso. Porque el miedo paraliza. Luego es el
anuncio del dolor; el dolor que se avisa, el dolor anuncia-
do. Y entonces crece más el miedo, hasta transformarse
en un terror indescriptible, que te hace llorar, que te
hace gemir, que te empuja a ser de nuevo un niño ate-
rrorizado. Por fin, el dolor salvaje, que empieza poco a
poco, pero que crece y crece y sube y se extiende y lo re-
corre todo. Te hace sentir todo cuerpo como mera carne.
Eres todo cuerpo. Todo tu yo es cuerpo, es carne herida,
carne desgarrada, carne ensangrentada, golpeada. Un
saco, un objeto... Tu cuerpo eres tú y tú eres un cuerpo de-
sordenado, un cuerpo que no obedece, un cuerpo en ma-
nos de otro cuerpo que hace de él lo que quiere a volun-
tad. Al final, te dejas llevar. No sientes nada. Has entrado
en el jardín de la apatía. Nada importa. No importa ya lo
que hagan con un cuerpo que no sientes como propio.
Entras en el jardín apático del silencio total. Tu cuerpo
autista calla, no se expresa, es «eso», una figura, un ama-
sijo informe que no te informa de nada.
Sólo mucho después, muchísimo después, con el gri-
to que te anuncia el despertar de una consciencia ador-
mecida por golpes brutales, vuelve el dolor de otro
modo. El dolor regresa como recuerdo de la humilla-
I. La res pirac ión de l as pal abras

ción, de las vejaciones, del rebajamiento forzado de tu 47


humanidad encarnada. El dolor regresa como recuerdo,
en forma de pesadillas. Una noche, y otra, y otra, y otra
más, todas las noches... El tiempo se ha transformado en
una noche infinita, en un instante eterno e indiferencia-
do. Todo es noche. Y empiezas a tener terror a esa no-
che total, terror a dormir, a quedar vencido por el sueño,
a que regresen los fantasmas.
Es entonces cuando entiendes, si lo haces, que es
preciso olvidar. Que la venganza no sirve de nada. Hay
que olvidar el olor de la muerte, el color de la sangre, las
marcas de la piel torturada, ese olor maldito que se te
pega por fuera y por dentro y que el agua no lava. Olvi-
dar para que el tiempo haga el resto; olvidar o quizá de-
sear la muerte o tener la esperanza de reconciliación con
tu cuerpo y el mundo a través de una mano-otra, una
mano que acaricia y que ya no es garra, ni desgarra tu
cuerpo, una mano llena de amor, que acercándote a ti te
recuerde que eres un ser digno de ser amado por fin.
Porque tu cuerpo también puede producir placer, ser el
punto de encuentro erótico con otro cuerpo.
La lectura viene asociada a menudo al tiempo pri-
mordial de la infancia, al tiempo de las primeras lecturas.
48 Si dejamos de leer a los niños, si dejamos de contarles
historias y abandonamos definitivamente el intento de
narrarles el mundo, les dejamos sin la magia de la narra-
ción: los enterramos en vida, les emparedamos en el va-
cío. Como dice Steiner en Presencias reales, si el niño se
queda vacío de textos sufrirá una muerte prematura del cora-
zón y de la imaginación (G. Steiner). Pero esta muerte
también es la del adulto que un día ese mismo niño será.
Jamás podrá recuperar su infancia.
Ese tiempo de la infancia es el tiempo originario, el
tiempo en el que se intentaba, sin conciencia adulta,
construir un mundo a base de crear de nuevo cada senti-
do de un mundo ya interpretado. Un mundo —el de la
infancia— construido al margen del mundo ya creado e
interpretado. Una posibilidad de mundo. Otro mundo
posible. Pienso ahora en ese mundo, y me pregunto
—para responder a la pregunta sobre la posibilidad de
escuchar el silencio cómo serán los silencios adultos—
mis propios silencios, por ejemplo pensados desde ese
tiempo fugitivo de la infancia.
Para pensar ese silencio mío trato de escuchar el si-
lencio de un niño, el de mi propio hijo, por ejemplo: su
silencio lleno de voces y ruidos, diminutos, con un len-
I. La res pirac ión de l as pal abras

guaje desarreglado, fuera de todo discurso. Le veo ha- 49


blar, ¿pero le escucho de verdad? ¿Le oigo o más bien
escucho cómo él debería comunicarme sus palabras?
Escucho mi orden, escucho mi lenguaje, escucho sus
palabras corregidas en mi mente. Eso es lo que escucho.
Escucho mi intención puesta en él, pero no le siento a
él: todavía no me he hundido en sus desarreglos. Me
falta todo un viaje para llegar a su morada.
Miro a mi hijo jugar, en un silencio lleno de voces,
dobles voces, la suya y la de sus muñecos vomitadas por
el altavoz de su propia boca. Le miro y entonces percibo
su soledad y su silencio, elegidos por él, y me veo tratan-
do de sacarle de la casa que se ha construido para sí mis-
mo. ¿Qué hacer? Otra vez se me ha colado ese maldito
«debo...». Quizá tenga que evocar otros momentos de
silencio, muy personales, para tratar de entender cómo
será el silencio de los niños: por ejemplo, el silencio de
una infancia rota; por ejemplo, el silencio de un niño
que no sabe expresar su dolor intenso, sus miedos, su te-
rror, su falta de seguridad en el mundo. El silencio de un
niño que no sabe cómo decir, pero te dice: «Mira, tengo
miedo del mundo, por eso me he fabricado uno para mí, donde
me encuentro seguro».
50 Sí, he de recordar mis propios silencios. Por ejemplo,
el silencio que escucho cuando mi padre se va mientras
se muere. Porque mi padre murió de un cáncer silente.
Se fue preparando, y de pronto, cuando se mostró, hizo
mucho ruido. Pero antes de esto, estuvo callado, hacien-
do su silencioso trabajo: un trabajo que le permitió mos-
trarse después con su verdadero rostro, guardando poco
silencio, diciendo muchas cosas, y dejándonos a los de-
más mudos, atrapados en otro silencio; apenas podíamos
decir nada. Estar con él, compartir con él su sufrimiento.
Y es curioso, mientras se iba muriendo, en el momento
final, él, que estaba en pleno silencio, en total disposi-
ción silenciosa, yo le hablaba recogiendo su espalda con
mi brazo. Le hablaba con voz apenas audible, diciéndo-
le cosas sin orden, cosas que sólo un hijo, en esos mo-
mentos, sabe, si puede y acierta con las palabras justas,
decirle a su padre mientras se va. Esas palabras mías
eran, no sólo una despedida, sino una gratitud, a pesar
de todo, a pesar de todo... Un modo de acompañarlo,
una mano tendida que procuraba acercar un cuerpo mal-
trecho hasta la orilla, donde le espera la barca meciéndo-
se, tranquila, en las aguas de Lethe.
He encontrado también el silencio en la sonrisa tran-
I. La res pirac ión de l as pal abras

quila y emocionada de mis amigos mientras les hablaba. 51


El silencio de sus ojos bañados de transparencia líquida,
el silencio de unos brazos rodeándome y de un leve ge-
mido tranquilo, de una mirada quieta que me hablaban
diciéndome: «estamos aquí, contigo, en ti».
Y he encontrado el silencio armonioso de un cuerpo
meciéndose en el espacio de mi propio cuerpo, de una
mirada extasiada, eternamente penetrada por mi propia
mirada de amante inundado de felicidad sin límites. He
encontrado el silencio de vida de unos labios entregados
a su esmerada erótica labor, silenciosa ella misma, pre-
parando el cántico final de un coro de dos voces. El si-
lencio de unos cabellos recorriendo como dulces manos
de infinitos frágiles dedos que no se demoran y, sin em-
bargo, detienen el tiempo, la vertical completa de mi es-
palda expectante, convertida en una tierra fértil y mojada
de un amor inédito, dulcemente extraño.
Y me recorre, también, el silencio bellísimo y des-
consolado de una mirada, una mirada herida que me trae
el dolor del mundo. Tu mirada. Tu mirada de niña, con
infancia robada; tu mirada de madre, sin tiempo para
amar; tu mirada de anciano, el perfil de tu mirada, la
boca esbozando el dibujo de tu llanto; tu mirada de mu-
52 jer amante perdida en la noche oscura de un tiempo sin
retorno, tu mirada acogedora del amado moribundo.
Hay tantas miradas perdidas en el abismo profundo,
nocturno, tenebroso de un tiempo doloroso sin final. Mi-
radas atrapadas en imágenes cargadas de una poesía pro-
fundamente conmovida. El ojo de un fotógrafo detrás de
una cámara ocultando sus propias lágrimas. Lágrimas que
destilan la vergüenza de quien ve lo que no debería ser
visto, el profundo e irreversible dolor reunido en las vidas
abandonadas a su suerte, vidas abandonadas cargadas de
dignidad, a pesar de todo, sí, de dignidad y de heroísmo,
de esperanza y de ilusión, a pesar de...
Esas miradas enseñaron a mis ojos a ver a través de la
palabra amorosa de otros ojos. Los ojos y la mirada de un
amor infinito, la mirada ensangrentada de una biografía
no resuelta, de una presencia atlántica, de una pregunta
impertinente e inquieta: ¿Quién soy yo? Soy yo, quiero
ser, en un día a día, en una vida a vida.
El silencio es, en parte, algo así: una preparación de
otra cosa que vendrá después. Es el estado que crea las
condiciones para que algo posterior se presente en su
máxima plenitud: o muerte o vida. En silencio se prepa-
ra la muerte y en silencio morimos. En silencio, en un
I. La res pirac ión de l as pal abras

cierto silencio, preparamos la vida; pero, ¿vivimos en 53


silencio siempre?
El silencio no es tanto una negación de la comunica-
ción, o una negación del lenguaje como, justamente,
todo lo contrario: un estar plenamente comunicado con
el mundo, un estar plenamente abierto, receptivo al
mundo, a las cosas, a la vida, sin mediaciones; desde el
propio corazón al corazón del mundo. Es tutear al mundo
sin palabras. Hay silencio cuando el cuerpo y todo lo que
le trasciende o todo aquello a lo que remite se abre con
absoluta receptividad y máxima atención al mundo y a
la vida. Es un estado, un modo de ser, un modo de estar.
Y si, entonces, en ese estado de silencio, no hay palabras
o no hay lenguaje, es porque no se necesitan. Es porque
hay otras palabras u otra clase de lenguaje: los signos
que emite nuestro rostro, nuestro semblante, nuestro
cuerpo, los signos que emiten nuestros ojos, nuestra mi-
rada, nuestras manos, las señales que emitimos como
presencia habitada de un estado de máxima, atenta y ab-
soluta apertura al mundo desde lo hondo. Es escucha
del yo, del sí mismo, de lo hondo y del mundo. El
silencio es estado de vida, una intensidad de vida, un
estado de nerviosa quietud y éxtasis.
54 Resumo algunas ideas principales. Hay crisis de la
palabra cuando la palabra no puede comunicar todo lo
que pretende, o cuando el fin del lenguaje no es sólo la
comunicación, o cuando ésta se puede suspender sin
destruir la esencia del lenguaje y de la palabra. Y hay cri-
sis de la palabra cuando, al leer, re-crear el significado o
interpretar no basta, cuando una hermenéutica no basta
o cuando hay que detener la compulsión a interpretarlo
todo. Por último, hay crisis de la palabra, y esta crisis es
la condición misma de la palabra, cuando ésta, al ser pro-
nunciada, nos transmite también lo que calla, el silencio
del que parte, su imposible decir.

Erótica de la interpretación
Quiero proponer ahora una forma de relación lecto-
ra basada en una erótica de la interpretación. Hay muchas
clases de lectores o de relaciones de lectura. Hay, por
ejemplo, un tipo de lector ilustrado que, educado en el
precepto kantiano de atreverse a usar la propia razón
de modo independiente, parece leer los textos en au-
sencia de los prejuicios legados por la tradición. Su lec-
tura es una primera lectura, una actividad sustentada
en el presente, pero no en el pasado, ni en lo que se ha
I. La res pirac ión de l as pal abras

venido diciendo sobre los libros que lee. 55


Pero tenemos también un tipo de lector hermeneuta;
alguien que reconoce la autoridad de los textos legados
por la tradición y uno que se ha educado en un cierto
sentido de lo que algunos llaman lo clásico. Su lectura se
inscribe dentro de una amplia tradición de lecturas bien
hechas y, en cierto modo, infrecuentes. Este lector pa-
rece aceptar el hecho de que, en realidad, somos noso-
tros los que pertenecemos a la historia. 3
La tesis aquí es: no hay lectura posible de un texto si
no hay apertura plena al texto, a lo que el texto nos pue-
de decir; pero ésta parece depender de un cúmulo de in-
terpretaciones previas, que son la condición de una po-
sible nueva interpretación del sentido del texto. El que
quiere comprender un texto, tiene que estar dispuesto a
dejarse decir algo por él. El lector hermeneuta, por tanto,
lee bajo la doble premisa de que debe abrirse al texto en
su plenitud y de que su lectura es un acto articulado en

3 Gadamer expresó esta idea del siguiente modo: «Mucho antes de que nosotros nos
comprendamos a nosotros mismos en la reflexión, nos estamos comprendiendo ya
de una manera autoevidente en la familia, la sociedad y el estado en que vivimos. La
lente de la subjetividad es un espejo deformante. La autorreflexión del individuo no
es más que una chispa en la corriente de la vida histórica. Por eso los prejuicios de
un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser» (1991,
344).
56 una previa comprensión del mundo y de sí mismo. Es
un lector que ha leído más veces y que sabe que ese tex-
to que lee no es un texto que se ha leído por primera
vez. Además, reconoce en el texto una cierta eminencia:
Lo que se ha destacado a diferencia de los tiempos cambian-
tes y sus efímeros gustos [...] Es una conciencia de lo perma-
nente, de lo imperecedero, de un significado independiente de
toda circunstancia temporal, la que nos induce a llamar
“clásico” a algo; una especie de presente intemporal que signi-
fica simultaneidad con cualquier presente (H-G. Gadamer).
En tanto que estos textos sean interlocutores capa-
ces de hablarnos y ponernos en cuestión, seguirán dota-
dos de esa eminencia. Como dice en Errata G. Steiner:
Un «clásico» de la literatura, de la música, de las artes, de la
filosofía es para mí una forma significante que nos «lee». Es
ella quien nos lee, más de lo que nosotros la leemos, escuchamos
o percibimos. No existe nada de paradójico, y mucho menos de
místico, en esta definición. El clásico nos interroga cada vez
que lo abordamos. Desafía nuestros recursos de conciencia e
intelecto, de mente y de cuerpo [...] El clásico nos preguntará:
¿has comprendido?, ¿has re-imaginado con seriedad?, ¿estás
preparado para abordar las cuestiones, las potencialidades
del ser transformado y enriquecido que he planteado? (G.
I. La res pirac ión de l as pal abras

Steiner). Creo que un clásico es, en este sentido, lo que 57


día a día sobrevive y emerge inerte del proceso de ser
sometido a prueba. Quizá no se trata tanto de una cuali-
dad esencial de la que es poseedor, sino de lo que sobre-
vive y se mantiene a cualquier barbarie, o como dice en
Costas extrañas, Coetzee, aquello que sobrevive [...] porque
hay generaciones de personas que no se pueden permitir igno-
rarlo y, por tanto, se agarran a ello a cualquier precio (J. M.
Coetzee). Un clásico, en tanto que superviviente, no
puede ser protegido, no debería formar parte de esas po-
líticas protectoras que lo distribuyen, lo reducen, lo
resumen, lo vuelven accesible, pues entonces perdería
su condición de tal. Un clásico se tiene que probar a sí
mismo, contra los bárbaros, su propia eminencia.
La hermenéutica tradicional hace de la actividad de la
lectura un ejercicio, en el fondo, controlable. Ahí, la lec-
tura se abre a lo que llamaré política de la lectura. Se trata
de un ejercicio de control y de orden sobre la actividad
del leer, que vuelve su experiencia un acontecimiento
controlado, es decir, un experimento. El acontecimiento
de la lectura queda reducido a una acción planificada. No
nos encontramos ya con la expresión de una acción es-
pontánea, en la que el lector renuncia a poner en práctica
58 las reglas de una disciplina de la interpretación, sino con
una conducta normalizada que tiende a producir deter-
minados efectos con la capacidad de riesgo desactivada.
En este régimen político de la lectura, la actividad
del leer se constituye en un espacio de excepción, un espa-
cio marginado del dinamismo caótico y espontáneo de la
vida, el lugar en el que el lector queda refugiado a la es-
pera de la ayuda que una lectura disciplinada pueda pro-
porcionarle. Como espacio de excepción y marginali-
dad, la lectura, entonces, le da la espalda a la vida, o lo
que es lo mismo: la lectura no queda respaldada por la
vida, sino contrapuesta a su influjo. La lectura es, enton-
ces, también, un espacio de abandono donde el lector ya
no queda expuesto al influjo salvaje de la experiencia
del vivir, sino protegido por el orden institucional.
El discurso moralista en educación reivindica estas
figuras como espacios apropiados para la definición del
estatuto de la lectura: un paréntesis de la vida, un refu-
gio construido a espaldas de la existencia, un sustituto
de la vida cara a cara con el mundo. En definitiva, un es-
pacio en el que el lector está a salvo de la experiencia, de
lo que le puede dar a pensar, de lo discontinuo, en
definitiva.
I. La res pirac ión de l as pal abras

La necesidad de una lectura basada en la necesidad 59


de interpretar la obra de arte, parece basarse en el hecho
de que la distancia que nos separa del pasado se ha ido
llenando cada vez de más teoría. Parece imposible rela-
cionarnos con el arte y con los libros sin mediaciones de
crítica interpretativa, constituida y establecida.
Probablemente una intuición similar le hizo escribir,
en el año 1964, a Susan Sontag un ensayo: «Contra la in-
terpretación», donde advertía que ya no podemos recu-
perar aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el
arte no se veía obligado a justificarse o cuando no era ne-
cesario preguntarse qué decía la obra de arte, pues se sa-
bía (o se creía saber) que decía. Su tesis es que el abuso de
la idea del contenido en la obra de arte comporta un pro-
yecto de interpretación, siempre inacabado, sostenido por
la idea de que existe algo así como un contenido en la
obra de arte.4 Su crítica es que, a través de la interpreta-
ción establecida como canónica, lo que en realidad ha-
cemos es alterar la pureza original del texto. El lec-
tor-intérprete excava el texto más allá de sí mismo, hasta
encontrar un subtexto que le resulte verdadero. En esta
4 El ensayo que cito está incluido en Sontag (1996, 27). Por interpretación, Sontag
entiende «un acto consciente de la mente que ilustra un cierto código, unas ciertas
“reglas” de interpretación.» (28).
60 labor, la interpretación empobrece el texto, porque re-
duce el mundo a un mundo de significados que respon-
den a unos códigos ya establecidos y ordenados según
un discurso coherente. El intérprete convierte el mundo
en este mundo convergente con lo ya interpretado: Al re-
ducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar
aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace
manejable y maleable el arte (S. Sontag). Hacemos que el
arte pierda su condición salvaje e intempestiva. Esta
forma moderna de comprender el arte contrasta con esas
otras expresiones en las que se busca restablecer la ma-
gia de la palabra, al incorporar a la escritura sus silencios.
Se trata de hacer que el texto coloque juntos la palabra y
sus silencios, con el propósito de recuperar nuestros
sentidos. No se trata de una hermenéutica, sino que lo
que necesitamos es una erótica del arte: Debemos aprender
a ver más, a oír, más, a sentir, más.
Pero si el libro nos trae junto a un decir posible la im-
posibilidad de escuchar el silencio de donde emergen
las palabras que contiene, entonces de lo que se trata es
de otra cosa. Se trata, quizá, de hacer del comentario del
arte y del libro una experiencia en la que el trato con las
obras, así como el trato con nuestra propia experiencia
I. La res pirac ión de l as pal abras

de vida, fuese más, y no menos, real: mostrar cómo es o 61


qué es, y no sólo mostrar qué significa. En definitiva, se
trata de recuperar la magia de la blancura de la página,
de no perderle el respecto a esa blancura inmensa que
es como un desierto. Se trata de recuperar el desierto
del libro. El lugar, como decía E. Jabès, en el que se su-
pone que todo es posible a través de una palabra que,
aparentemente dominada, al fin no es más que el lugar
de su propio fracaso: Esta blancura, este silencio, son nuestro
espejo más puro. La palabra a la que interrogamos nos interro-
ga a su vez. Somos, de repente, el desgarro del libro, su esperan-
za y su desamparo, descuartizado por nuestras contradiccio-
nes, por nuestra imposibilidad de ser (E. Jabès).
Precisamente la no aceptación de los silencios del
libro nos lleva a comentarlo, a interpretarlo, a llenar sus
silencios con nuestros comentarios. Al final, lo que
queda comentado es el libro en sus palabras, pero no
en sus silencios, en sus vacíos, en sus ausencias. Y, sin
embargo, cuando intentamos este ejercicio, cuando
nos embarcamos en la labor de ir a las palabras que es-
tán más allá de las palabras, entonces lo que hacemos
es violentar el texto: literalmente, lo violentamos al
obligarle a desvelar sus secretos.
62 ¿Estamos, pues, condenados a no interpretar el texto
que leemos? Desde la tradición judía de la relación con
el libro Ouaknin dice, en Lire aux éclats, que el único crite-
rio de una interpretación es su fecundidad. Todo aquello que
da qué pensar honra a quien lo ofrece (M-A. Ouaknin) No
se condena la interpretación, sino aquella interpretación
que arranca del principio de que el sentido ya está dado y
no puede revisarse. Si la interpretación ha de ser fecun-
da, entonces nuestra relación con el libro ha de ser tal
que admita la pluralidad de sentidos, incluso la posibili-
dad de fracturar el sentido memorial que el libro pretende
transmitir.
En esta relación lo que aprendemos es una erótica del
arte. Y esta erótica implica suspender la comunicación
como fin natural del lenguaje y de las palabras que co-
munica el texto. Supone el increíble esfuerzo de escu-
char el silencio, disponiéndose uno a percibir la tensión
del encuentro con el momento justo. El momento justo es
el instante callado en el que escuchamos el silencio de la
montaña cuya mágica poesía nos atraviesa. El momento
justo es el instante en que captamos la suma fragilidad
de la palabra del otro cuando le escuchamos, en lo que
dice y en lo que omite. El momento justo es el reconoci-
I. La res pirac ión de l as pal abras

miento de que necesitamos también hacer un silencio 63


profundo, pero inquieto, antes del inicio de la lectura y
del trato con lo otro, porque la cruz del comenzar es
siempre síntoma de la dificultad de la empresa de leer.
El momento justo es el instante en el que se nos mues-
tra lo indecible, lo secreto de la palabra, el misterio de la
escritura. El momento justo es, justamente, ese mo-
mento en que, desnudos, nos presentamos con nuestro
corazón ante la Nada y solos nos dejamos golpear por el
silencio. El silencio: La profunda noche secreta del mundo
(C. Lispector).

La lectura imposible:
una poética del leer
En un ciclo de conferencias sobre arte poética dicta-
das en Estados Unidos, Jorge Luis Borges decía que la
lectura se parecía al sabor de una manzana (J. L. Bor-
ges). El sabor no se encuentra en la manzana ni en la
boca que muerde, sino en un encuentro entre ambas. No
hay sabor sin boca dispuesta a morder y sin manzana dis-
ponible para ser mordida. A los besos les pasa igual: ne-
cesitan dos labios capaces de encontrarse en su trayecto-
ria. Y lo mismo le pasa a la lectura; hace falta el libro y el
64 lector apropiado: en ese encuentro, estalla la lectura, y
en ese encuentro renace de nuevo el mundo, renace el
escritor que escribió el libro y se inventa la lectura de
nuevo.
Quiero seguirle la pista a esa idea del «encuentro»
para pensar, ahora, la lectura y la palabra y lo que ambas
nos aportan o pueden ofrecer como humano. La idea de
un encuentro posible entre dos tiempos (el de la escritu-
ra y el de la lectura) es una buena pista para repensar lo
que significa leer en un contexto en el que maestros y
discípulos se reúnen. Porque lo que acontece entre un
maestro y su alumno o, más generalmente, entre un
adulto y un joven que se reúnen con un propósito más o
menos educativo es, ni más ni menos, una relación cara a
cara que puede ser para el más joven, pero también para
el menos joven, algo humanamente apasionante. Y aquí
lo de menos es que haya o no libros. Si los hay, y son los
mejores, pues bien. Pero puede haber otra clase de tex-
tos. Lo que en cualquier caso puede llegar a darse es un
encuentro lector, una relación de lectura entre ambos, me-
diada por alguna clase de texto, sea un libro, un poema,
una obra de arte o una buena película.
Tiene que haber un encuentro o momento justo, un
I. La res pirac ión de l as pal abras

cara a cara, una cierta transmisión cultural que no vaya 65


condicionada por la idea de que lo natural es que cuan-
do se leen buenos libros logramos perfeccionar en noso-
tros la idea general de la condición humana. Esto no sig-
nifica que tras ese encuentro uno se quede como estaba.
A veces ocurre, y yo pienso que es bueno que ocurra,
que tras esa relación cara a cara mediada por una trans-
misión textual, el lector o el joven, el alumno o el discí-
pulo, no son la misma persona: algo ha cambiado en ellos
como consecuencia de lo que les ha ocurrido. ¿A qué lu-
gar puede aspirar a llegar el que escribe libros o poemas,
el que pinta cuadros o esculpe, el que compone música
o dirige buenas películas u obras de teatro? A una pre-
gunta de este tipo respondió hace mucho la poetisa y
novelista canadiense Anne Michaels, en una entrevista
que no recuerdo ya donde leí lo siguiente: Por una parte
escribo para aprender a vivir mejor, para ser una persona
mejor. El otro motivo es más sentimental: una parte de mí es-
pera que el lector detenga la lectura y dirija su cabeza hacia
aquellos que ama, y los contemple con una mirada nueva.
Este segundo motivo es un deseo personal que es di-
fícil saber cómo trasladarlo a los otros, cómo generalizar-
lo. Lo cierto es: el fin de la lectura es que al final la lectu-
66 ra se haga imposible, que definitivamente se anule o
desaparezca. El fin de la lectura es, quizá, dejar de leer y
empezar a vivir de otro modo.
Quiero tratar de comparar ambos encuentros y tiem-
pos: el del lector y su libro y el del maestro y su alumno.
Se me ocurre preguntar si el lector y el autor del libro,
como el maestro y el alumno, tienen, por así decir, que
profesar una fe común en algo. Claudio Magris rescata
un comentario rabínico de un Midrash, que contaba
Isaac Deutscher, biógrafo de Troski y de Stalin, según
el cual Rabbi Meir, ortodoxo judío, paseando un sábado
con su maestro hereje Akher, y discutiendo acerca de
cuestiones religiosas, llegaron al límite del camino que
durante los sábados tiene prohibido el judío piadoso
franquear. Enfrascado en la disputa, el alumno está a
punto de cruzar el límite cuando su maestro le detiene
diciéndole que volviera atrás, porque ese era su límite y
no debía ir más allá para seguirle.
Reflexionado sobre esta historia, dice Magris que, en
efecto, maestro y alumno no profesan una misma fe so-
bre los problemas esenciales. Porque el maestro no le
transmite al segundo tanto una verdad teológica o filo-
sófica, sino el ejemplo vivo de cómo se busca. Le ense-
I. La res pirac ión de l as pal abras

ña, por ejemplo, la claridad de pensamiento, la pasión 67


por la verdad, que siempre es un comienzo en vez de
una llegada, y el respeto a los demás. Y es maestro, dice
Magris, porque incluso no renunciando o negando sus
propias convicciones, no busca imponérselas a su alum-
no. No busca formar en el alumno una copia de él o que
piense lo que él piensa o cómo él lo hace, sino, quizá,
que piense por sí mismo.
El maestro es, entonces, el «gran hereje» que exhor-
ta a su discípulo a observar el sábado en el que, sin em-
bargo, él mismo no cree. El maestro: o el gran hereje, el
que no empuja a los demás hacia caminos que éstos no
serán capaces de recorrer: Maestro es quien no ha progra-
mado serlo. Quien, por el contrario, se las da de pequeño Só-
crates es fácilmente patético; dejará de serlo cuando se dé cuen-
ta de que no podrá ser jamás Sócrates, sino, todo lo más, uno
de sus interlocutores que al final se sienten refutados, pero
enriquecidos (C. Magris).
El gran hereje y su alumno profesan una fe distinta,
pero son capaces de conversar. Practican una conversa-
ción que se inició antes que ellos naciesen. Sus voces
plurales y distintas se dejan oír en una conversación que
sigue dentro de ellos una vez que se han separado y de-
68 jan de estar juntos. El maestro da una palabra que el
alumno toma, no para devolvérsela, como si le pertene-
ciese a aquél, sino para transformarla más allá de sus po-
sibilidades iniciales hasta que pueda situarse superando
el límite que ninguna otra letra del alfabeto puede
sobrepasar.
Así, aprender no es un ejercicio narcisista en el que el
alumno se recrea con su imagen reflejada en el texto en
el que se ocupa. Se trata de comprender más y mejor,
quizá algo más profundamente, en qué consiste vivir y
morir. Y aprender aquí es como leer: no es encontrarse
uno más hermoso es comprender mejor la vida y la
muerte. En la lectura nos encontramos con nuestra con-
dición de mortales: tenemos un tiempo finito en el que
todo se comienza y se termina, pero en cuyo arco se pue-
de renacer de nuevo y comenzar otra vez. Confirmamos
nuestra mortalidad y el hecho de que somos herederos,
aunque nuestra herencia nos ha sido legada sin ningún testa-
mento (R. Char). Es la herencia cuya ley se encuentra en
las tablas no escritas de los dioses, las mismas que
Antígona observó en contra de la ley del gobernante.
Somos herederos, y eso significa que no nos relacio-
namos solo con nuestros contemporáneos, sino con los
I. La res pirac ión de l as pal abras

que ya no están. Nos relacionamos con los ausentes y, 69


más allá de nuestro presente, podemos pensar en los
que vendrán, en los no nacidos. Así, la lectura es una pa-
sión ceremoniosa, un protocolo íntimo, un encuentro laico
puesto que los libros destronan, en ese acto de leer, al Libro
(C. Magris). El lector ensimismado en la lectura cubre
su rostro con otro ser y se vuelve irreconocible para los
que le observan: se transforma. Ya no está allí, presente
al observador: ha formado sociedad, en su lectura, con
los poetas, si entre sus manos sostiene al fantasma de
Homero.
El lector, que está y no está, siente después, si en la
lectura ha sido capaz de abrirse sin defenderse a sí mis-
mo contra el libro que sostiene, que no es el mismo.
Porque hay libros cuya alteridad duele en la misma
medida que tambalean todas nuestras certezas y nues-
tros saberes ya adquiridos, todas nuestras seguridades.
Nos abren al abismo. En esa lectura abrimos las puertas
de nuestra casa a una horda de rebeldes que todo lo re-
vuelven, como decía Virginia Woolf.
El lector que lee, como dice Rilke,5 con el «rostro alte-
rado», puede en algún momento tratar de alcanzar lo im-
5 Me refiero al poema «El lector», de Rilke (1999, 229).
70 posible: comunicarse con el silencio de la palabra. Pero
alcanzar lo imposible es una especie de milagro. Ese ir
hacia lo imposible —hablar y escuchar el silencio— es el
punto donde todo parece comenzar: alcanzar lo inimagi-
nable y renacer a partir de ese vacío en busca de otra cosa.
Lograr lo imposible es quedarse impasible y admirado
ante el milagro del propio renacimiento: verse a sí mismo
nacer. Una lectura imposible es, pues, un leer renacido,
es la lectura que se crea a sí misma, o lo que es lo mismo:
la lectura que no se fabrica o la que sigue unas normas o
unas reglas fijas previamente dadas. Esa lectura imposi-
ble no consiste en lo que al leer se fabrica, sino que se tra-
ta más bien de un leer en el que el lector se inventa a par-
tir de un encuentro que requiere tanto de un libro como
de un lector en un momento apropiado. En ese encuen-
tro, el lector renace y siente directamente el mundo que
lee. Como decía Pessoa: Y todo lo que se siente directamente
trae palabras nuevas (F. Pessoa).
Antes decía que el lector puede formar sociedad de
amistad con los muertos a los que lee. Eso es cierto. Pero
sobre todo es cierto que el lector no tiene más remedio
que formar sociedad con los que ya son. De lo que se tra-
ta, al percibirnos como herederos, al saber que el mundo
I. La res pirac ión de l as pal abras

ya estaba ahí antes de nuestra llegada y que seguirá tras 71


nuestra partida, es que podemos llegar a aceptar el he-
cho de que los muertos pueden discutir nuestra palabra
—y por eso los leemos—, lo mismo que los que nos ro-
dean y todavía nos acompañan. Leemos para aprender a
ser mortales y finitos: para vivir y para morir. Y también
para renacer.
Y este renacimiento es algo bastante humano. Tam-
bién es bastante probable que podamos parirnos del
todo si aceptamos proseguir una conversación, una en la
que muchas voces participan. Frente a quienes creen
que la expresión humana se hace de un único modo, Mi-
chael Oakeshott defendió hace mucho una idea bastan-
te sencilla y modesta. Yo estoy de acuerdo con lo que
dice: Como seres humanos civilizados, no somos los herederos
de una investigación acerca de nosotros mismos y el mundo, ni
de un cuerpo de información acumulada, sino de una conver-
sación, iniciada en los bosques primitivos y extendida y vuelta
más articulada en el curso de los siglos. Es una conversación
que se desenvuelve en público y dentro de cada uno de nosotros
[...] propiamente hablando, la educación es una iniciación
en la habilidad y la participación en esta conversación en la
que aprendemos a reconocer las voces, a distinguir las oca-
72 siones apropiadas para la expresión, y donde adquirimos
los hábitos intelectuales y morales apropiados para la con-
versación (M. Oakeshott).
Algunas de estas voces tienen una tendencia innata a
la violencia y al barbarismo. Otras no, pero también se
pueden pervertir. Algunas de estas voces son más con-
versables que otras. Y hay algunas que saben combinar
muy bien la tensión entre la seriedad y el espíritu de
juego. Oakeshott lo dice muy bien: Como ocurre con los
niños, que son grandes conversadores, el espíritu de juego es se-
rio y la seriedad es al final sólo juego (M. Oakeshott). Si en
los últimos siglos la conversación de la humanidad se ha
vuelto insulsa y aburrida, quizá por haber perdido de
vista esta tensión, entonces, a lo mejor, lo que hay que
hacer es considerar que hay otras voces recuperables y
francamente conversables para que semejante conver-
sación nos vuelva a atrapar y nos inquiete. Una de esas
voces es la del poeta. La voz de la poesía no nos dice
cómo tenemos que vivir, por eso es conversable y es li-
bre. Es, su presencia, como una visita inesperada: La
poesía es una especie de holgazanería, un sueño dentro del sue-
ño de la vida, una flor silvestre plantada en medio de nuestro
trigo (M. Oakeshott). Es la otra voz (O. Paz ). n
II. La locura de leer.
Sobre un gesto literario

Aprendí a reconocer que los libros me volverían un


erudito, pero nunca un ser humano.
G. E. Lessing, Carta a su madre, 20 de enero de 1749

Inicio

Leemos para llegar a ser lo que somos; pero leer no


nos impide morir. ¿Leer pese a todo? ¿Por qué leer, si las
cosas se pueden resolver, sin duda, mejor y más rápida-
mente de modo funcional, es decir, como expertos?
Pensemos el acto de la lectura.
El recuerdo de la infancia viene a menudo vinculado
con las primeras lecturas. La pedagogía, que se justifica
a sí misma como reflexión sobre la educación por la exis-
tencia de algo llamado «infancia», históricamente ha
mantenido una relación ambivalente con la lectura. De
todos modos, no hay nada más lógico que los niños va-
yan a la escuela y allí aprendan a leer. Algunos de esos
74 niños quedarán para siempre atrapados en la magia de la
lectura, aunque serán bastantes los que tal vez abando-
nen ese gesto mecánico, y tantas veces impuesto, de co-
ger un libro de la estantería, sentarse y ponerse a leer.
Los niños crecerán, y se harán adultos, y se olvidarán
que fueron infans sin habla. Pero ocurrirá que algún
adulto, que no olvidó que una vez fue un niño, seguirá
leyendo compulsivamente, «como si la vida le fuera en
ello». Es extraño: ¿Qué puede haber en los libros que no
encontremos fuera de ellos, allí mismo, en la calle? Bas-
ta con asomarnos por las ventanas de nuestra alcoba. Ese
hombre adulto leerá, aunque de vez en cuando levante
los ojos de las páginas del libro o nos parezca que duer-
me, y proseguirá, terco e infatigable, enfrascado en su
lectura. Lee como, tal vez, lo haría un salvaje, si supiese
hacerlo. Y en ese acto puede que encuentre un placer
extraño: el placer de leer, el goce de entrar en contacto
con un texto y sumergirse en un relato fascinante o en
una trama de ideas bellamente trabadas.
Sabemos que hay infancias lectoras de diversas cla-
ses. Está la infancia de Dickens (Copperfield), cuya
única tabla de salvación, tras la muerte de su padre y la
invasión de un padrastro que lo desprecia en su reduci-
II. La l o c u ra de l eer

do espacio familiar, es precisamente esa extraña activi- 75


dad de leer: En una habitación pequeña del último piso, a
la que yo tenía acceso por estar justo al lado de la mía, había
dejado mi padre una pequeña colección de libros de los que
nadie se había preocupado. De aquella bendita habitación
salieron, como gloriosa hueste, a hacerme compañía, Roderich
Random, Peregrine Pickle, Humphry Clinker, Tom Jones, El
vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Cru-
soe. Gracias a ellos se conservó despierta mi imaginación y mi
esperanza en algo mejor que aquella vida mía. Ni ellos, ni
Las mil y una noches, ni los cuentos de hadas, podían ha-
cerme daño, pues lo que hubieran podido tener de nocivo
para mí yo no lo comprendía. [...] Lo menos durante una se-
mana fui Tom Jones, un infantil Tom Jones inocente o inge-
nuo. Durante un mes y pico estuve convencido de que era Ro-
derich Random; lo creía, por completo. También me entusias-
maron los relatos de viajes y aventuras (no recuerdo ahora
cuáles) que había en aquella biblioteca, y durante días y días
recuerdo haber recorrido mis regiones armado con un trozo de
horma de zapatos y creyéndome la más perfecta encarnación
del capitán Fulano, de la marina real inglesa, en peligro de
ser atacado por los salvajes y resuelto a vender cara su vida.
[...] Este era mi único y constante consuelo. Cuando pienso en
76 ello veo siempre ante mi espíritu una tarde de verano: los chi-
cos jugaban en el cementerio, y yo, sentado en mi cama, leía
como si en ello me fuera la vida. Todas las casas de la vecin-
dad, todas las piedras de la iglesia y todos los rincones del ce-
menterio, en mi espíritu se asociaban con aquellos libros y re-
presentaban alguno de los sitios hechos célebres en ellos (Ch.
Dickens).
También está la infancia de Proust (Marcel), el lector
compulsivo que va en busca de un tiempo perdido: Qui-
zá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos
—dice en Sobre la lectura— que aquellos que creíamos de-
jar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito
(M. Proust). Entre otras muchas todavía posibles, en-
contramos una infancia no lectora que se consuela en la
mera contemplación de los libros. En La comedia huma-
na, una novela corta de William Saroyan, se describe
una curiosa escena sobre estos niños que no leen pero
que aman los libros. En la biblioteca de Ithaca, una pe-
queña población del valle de San Joaquín, en California,
la anciana bibliotecaria sorprende a dos niños que no sa-
ben leer extasiados contemplando los libros, sus formas,
sus colores, la grandeza de las estanterías repletas. Pero
como no hay ninguna ley que prohíba contemplar li-
II. La l o c u ra de l eer

bros, la anciana bibliotecaria les dice a los niños: Bueno, 77


tal vez no pase nada por no saber leer. Yo sé leer. Llevo los úl-
timos sesenta años leyendo libros y no me parece que haya sido
tan relevante a fin de cuentas. Hala, id y mirar todos los li-
bros que queráis (W. Saroyan). No pasa nada. Nuestro ins-
tinto pedagógico, tan bien intencionado sin duda, nos
hubiera empujado de inmediato a enseñar a leer a Uli-
ses y a Lionel, los dos niños de la novela de Saroyan. Por
fin, está la infancia recuperada del expósito Caspar Hau-
ser —símbolo del «buen salvaje», del hombre puro, ino-
cente y espiritual—, cuya historia narra Jacob Wasser-
mann, un ser con una infancia robada que va en busca
de sus orígenes y de su identidad. El pedagogo Daumer
tiene el privilegio de ver en el aprendizaje de Caspar, en
cada nueva conquista, un acontecimiento: Del simple es-
cuchar nacía el verbo. La forma adquiría luz por virtud de la
palabra inolvidable. Caspar saborea la palabra en la lengua,
la siente amarga o dulce, le sacia o le deja insatisfecho. Mu-
chas palabras tienen rostros; o resuenan como las campanas
en la oscuridad; o son como llamas entre la bruma (J. Was-
sermann).
Para David Copperfield y para el pequeño Marcel,
como para sus creadores, Dickens y Proust, la lectura es
78 refugio, salvación y terapia, escondite, huida y demora.
Y, sin embargo, la lectura no puede sustituir a la vida,
aunque nos entreguemos a ella compulsivamente: Tal
es el valor de la lectura y ésta es también su insuficiencia. Es
conceder un papel demasiado grande, a lo que no es más que
una iniciación, erigirla en disciplina. La lectura se encuen-
tra en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos
en ella; pero no la constituye (Proust, 1996, 39). En ciertos
casos de «depresión espiritual», insiste Proust, la lectura
puede convertirse en una especie de disciplina terapéutica (M.
Proust). Pero si no es pórtico de una vida personal más
intensa, la lectura es un falso refugio, una especie de es-
pacio de suspensión de la vida o de sustitución de un
tiempo (el tiempo que ha de vivirse) por otro (el tiempo
ficticio de la lectura). Lessing se da cuenta de esto, y así
se lo manifiesta a su madre en una carta fechada el 20 de
enero de 1749: Aprendí a reconocer que los libros me volve-
rían un erudito, pero nunca un ser humano. Me atrevía a sa-
lir de mi cuarto y a reunirme con mis semejantes. ¡Santo Dios!
¡Qué desigualdad no pude percibir entre mí y los demás! [...]
Sentí una vergüenza que no había conocido nunca antes. Para
Caspar Hauser, su aprendizaje y sus lecturas perfilan un
arduo camino entre el objeto y la palabra. Un camino tan
II. La l o c u ra de l eer

difícil de recorrer para él como para el pedagogo, pues, 79


para empezar, le faltaba el verdadero punto de partida, la
palabra capaz de despertar el recuerdo, de descorrer el velo
que envolvía la sucesión de causas y efectos. Entre una pre-
gunta y la siguiente había mundos de incomprensión (J. Was-
sermann).

La impotencia moral de la lectura


Tenemos, pues, un lector avergonzado de haber leí-
do y apartado sus ojos del mundo (Lessing), y unos lec-
tores que se enfrascan en su lecturas como quien se en-
trega en brazos de su amante, sin medida y sin protec-
ciones (Dickens, Proust). Un lector que lee como un sal-
vaje (Caspar Hauser), y que ignora lo que dicen algunos
de los que escriben libros: que la literatura cultiva el es-
píritu. Extraña paradoja: cultivarse con los libros leyen-
do como un salvaje. La bibliotecaria de la novela de Sa-
royan —su novela está ambientada en la segunda guerra
mundial— dice que no pasa nada por leer y por dejar a
esos niños contemplar los libros. Pero la verdad es que,
como no se ha cansado en repetir George Steiner, existe
algo brutal y paradójico en el hecho de que los alemanes
nazis que se emocionaban evocando literariamente las
80 penas de amor del joven Werther, se quedasen impasi-
bles ante las cámaras de gas. Como señaló con perpleji-
dad Hannah Arendt, antes de que el propio Steiner hi-
ciese más popular esta paradoja que le ha perseguido
con furia: Los asesinos del IIIer Reich no sólo llevaron una
vida familiar impecable, sino que disfrutaban pasar su tiem-
po libre leyendo a Hölderlin y escuchando a Bach, lo que prue-
ba (como si no hubiese ya suficientes pruebas) que los intelec-
tuales pueden caer en el crimen como si nada. La sensibilidad
y el sentido de las cosas pretendidamente más elevadas ¿no son
por tanto capacidades mentales? Ciertamente, pero esta capa-
cidad de apreciación no tiene nada que ver con el pensamiento,
el cual, es preciso recordarlo, es una actividad, y no el hecho de
disfrutar pasivamente de alguna cosa (H. Arendt).
¿Porqué las ciencias, las humanidades, el desarrollo
de las artes y la cultura literaria no supusieron una barre-
ra contra la barbarie? ¿Acaso existe algún tipo de cone-
xión entre la cultura y el mal? ¿Existe alguna vincula-
ción entre Goethe y Hitler o entre Weimar y Buchen-
wald, más allá de una lengua y de un escenario compar-
tido? Detengámonos un instante en estas asociaciones,
en la suposición de que la literatura, y el trato con los
buenos libros, cultivan el espíritu, pero que, al mismo
II. La l o c u ra de l eer

tiempo, bajo determinadas condiciones de «pasividad 81


mental» —o de «indiferencia política»—, como sugiere
la cita de Arendt, tampoco impiden el crimen más atroz.
El propio Gadamer decía que bastaba con comportarse
manierlich —tener buenas maneras, mostrarse respetuo-
so con las convenciones— para que el régimen nazi te
dejase en paz. De hecho, el mismo Heidegger, uno de
los filósofos más originales del siglo XX, pudo desarro-
llar una brillante carrera docente durante la guerra. De
ahí se sigue, como un principio en apariencia incuestio-
nable que, aunque el trato con la buena literatura no im-
pida el crimen o la complicidad, sí es cierto que existe
buena y mala literatura, buenos y malos libros, formas
adecuadas e inadecuadas de leer, y que es siempre una
buena lectura la que nos forma, la que nos cultiva, o la
que nos educa en un sentido privilegiado —pero no ne-
cesariamente «ético», en un sentido no convencional—
del término. Así que al poner en relación la lectura (y la li-
teratura) con la educación resulta inevitable querer derivar
una justificación del valor de lo literario (o de la actividad
de la lectura misma) por su valor pedagógico, es decir, por
su contribución al desarrollo del individuo. Aunque tam-
bién conocemos cual era la opinión de Oscar Wilde con
82 respecto a la inutilidad de todo arte: No existe eso que se
llama libro moral o inmoral. Los libros están bien escritos, o
mal escritos. Eso es todo (O. Wilde). La afirmación de Wil-
de, contundente y provocadora, introduce un argumen-
to de lo más interesante en el orden de la crítica literaria,
y que Wayne C. Booth, en Las compañías que elegimos.
Una ética de la ficción, ilustra muy bien a propósito de
cierto escándalo académico ocurrido en los años sesenta
del pasado siglo en la Universidad de Chicago, cuando a
un profesor adjunto de arte negro, Paul Moses, se le
ocurrió establecer una crítica ética a propósito de la obli-
gación de dar a leer a los alumnos Huckleberry Finn, obra
que consideraba insultante por el modo como Mark
Twain describe a Jim en su novela. Booth comenta que
él se opondría a cualquiera que tratase de proscribir la
lectura de ese libro en su aula, pero al mismo tiempo en-
tiende que la lectura que Paul Moses hace del libro de
Twain es una postura ética manifiesta absolutamente de-
fendible, una forma del todo legítima de crítica literaria.
No está claro que los libros sean solamente libros bien o
mal escritos, pues de hecho introducen una significación
moral sobre el mundo y la vida humana, o dicho de otro
modo, una perspectiva ética. La cuestión está en alcanzar a
II. La l o c u ra de l eer

distinguir las distintas formas de maltrato de las obras de 83


arte —se trate de literatura, música, pintura o de lo que
sea—, pues, como decía Arendt, éstas no son menos
maltratadas cuando sirven a propósitos de autoeduca-
ción o autoperfeccionamiento que cuando sirven a otros
propósitos, como mirar un cuadro para aumentar el co-
nocimiento de un periodo determinado, una finalidad
del todo útil sin duda, pero en ciertos casos asimilable al
hecho de usarlo para tapar un agujero de la pared. En
ambos casos el arte se usa para fines ulteriores que no
tienen que ver con el arte en sí mismo considerado.
La paradoja, desde luego, queda irresuelta, ya que es
perfectamente posible estar cultivado y mirar para otro
lado, ver que se avecina la catástrofe y pensar que, en rea-
lidad, como les ocurría a algunos ciudadanos de la ciudad
apestada en la novela de Camus, la cosa no va con ellos:
Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el
mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran hu-
manistas, no creían en las plagas (A. Camus). Cuando los
nazis se disponían a ametrallar a sus víctimas dispensaban
a las madres que llevaban a los bebés en brazos de cavar
sus propias tumbas. Semejante delicadeza —escribe Ro-
main Gary— era una demostración de Kultur (R. Gary).
84 Es como si nuestras obras maestras permaneciesen
fuera del mundo de los hombres, o por encima de ellos,
encerradas en su gueto dorado e incapaces de descen-
der y encarnarse en nuestra psique colectiva. Algo pare-
cido a lo que le ocurre al personaje de la novela de Gary
que acabo de citar, el embajador de Francia en Roma
Jean Danthès, un hombre inmensamente culto cuyo
privilegio de inmunidad que le confiere su cargo de di-
plomático le hace vivir al margen de los asuntos huma-
nos, permitiéndole observar el mundo sin ser a su vez
observado: El deber de analizarlo todo con frialdad lleva a
considerar los conflictos humanos como un ‘problema’ teórico
más que como un sufrimiento real. La regla de juego consistía
en distanciarse (R. Gary). Es en este sentido donde la cul-
tura ha fracasado, dejándonos, sin embargo, las puertas
abiertas para ese aprendizaje de la decepción, porque
las promesas de un «humanismo feliz» no se cumplie-
ron. ¿Significa este estado de cosas que hemos de dejar
de transmitir la excelencia, procurar la belleza, transmi-
tir la forma?: Yo he dedicado mi vida —dice George Stei-
ner— a la enseñanza, a tratar de decirles a un número redu-
cido de seres humanos: ‘Seguid leyendo a Homero, y a Virgilio,
y a Dante. ¡Ahí palpita la vida!’ (R. Kearney). ¿Merece la
II. La l o c u ra de l eer

pena seguir intentándolo? ¿Pensar la educación según 85


lo más elevado, a pesar de los fracasos, de los errores, de
las decepciones? Yo creo que sí. No es que los grandes
filósofos, artistas, escritores y poetas nos necesiten a no-
sotros, sus potenciales lectores; es que somos nosotros
los que les necesitamos a ellos, para sostenernos en la
contingencia de la vida, en la ambivalencia del mundo y
estar en condiciones de ejercitarnos en cierto arte de vi-
vir. Probablemente la función de la cultura transmitida
es muy modesta: consiste en lograr que la gente preste
alguna atención, escuche un poco, mire algo.

El libro abandonado
¿Para qué sirve, entonces, entrar en contacto con la
literatura? ¿De qué sirve leer y en qué consiste esta ex-
periencia? Estas preguntas se la formuló Gilles Deleuze
en su libro Presentación de Sacer-Masoch. Lo frío y lo cruel
(G. Deleuze), cuya lectura —la que el propio Deleuze
realiza— puede a su vez ser interpretada en términos
pedagógicos.
Deleuze vuelve a las fuentes literarias —a Sade y a
Sacher-Masoch— para indagar acerca de la naturaleza,
más allá de los prejuicios establecidos por la clínica, del
86 sadismo y del masoquismo, es decir, para volver a nom-
brar desde la literatura lo que desde el juicio clínico no
es más que una patología. Sadismo y masoquismo lle-
van el nombre de los escritores que las nombran, no de
los médicos que las identifican como una enfermedad.
Así, la pregunta «¿para qué nos sirve la literatura?» nos
conduce a ese punto fuera del saber especializado, o
del discurso establecido —sea el saber médico o, en
nuestro caso, el saber pedagógico— desde donde son
nombradas determinadas realidades, acerca de la salud
o de la educación. En sus pretensiones de racionalidad
tecno-científica, la pedagogía, con conciencia de sí
misma como saber establecido, nunca aceptaría nom-
brar sus realidades desde un punto de vista exterior al
conocimiento que legitima. De hecho, la pedagogía
acepta muy mal la literatura como fuente de reflexión
acerca de la educación, a la que admite sólo a cambio
de controlar su lectura y sus efectos de «formación».
La acepta, en definitiva, sólo si se aviene a criterios esta-
blecidos pedagógicamente.
Pero si concedemos por un momento que no existen
libros morales o inmorales, sino libros que están bien o
mal escritos, lo que nos queda, entonces, es la pura expe-
II. La l o c u ra de l eer

riencia de la lectura. La experiencia de un lector que 87


sabe que ese extraño acto no podrá salvar al mundo del
horror, porque a veces la lectura es precisamente la
coartada que nos permite apartarnos del mundo y de la
vida. En su introducción a la edición italiana de Schopen-
hauer como educador, Giorgio Colli se refirió a esta obra
en unos términos que es apropiado citar ahora: Éste no es
un libro descansado, no se dirige a aquellos que leen para rela-
jarse. Y tampoco a los que leen para ampliar sus conocimien-
tos. Es un libro destinado a quienes todavía tienen algo que
decidir acerca de su vida y su actitud ante la cultura. Cuando
sentimos en nosotros una incertidumbre semejante, el deseo de
dar los primeros pasos y la necesidad de una guía que nos sos-
tenga, el arte, la ciencia, la filosofía pueden encaminar nues-
tra vida a condición de que tomen la forma de una persona
que nos imponga respeto y admiración. Cuando escogemos a
un maestro empezamos a convertirnos en algo (G. Colli).
La pedagogía, históricamente, ha mantenido una re-
lación ambivalente con los libros y con la lectura, a la
que admira y de la que al mismo tiempo recela. Como
antes había ya hecho Descartes en su Discurso del método
—que abandona su formación libresca y renuncia a los
viajes para encontrarse consigo mismo como una res cogi-
88 tans (R. Descartes)—, en el Emilio, Rousseau, que en
sus Confesiones se declara un lector infatigable, declara
su guerra particular contra los libros, como mucho antes
que él su admirado Platón había hecho con los poetas:
Odio los libros: sólo enseñan a hablar de lo que no se sabe (J-J.
Rousseau); El abuso de los libros mata la ciencia. Creyendo
saber lo que se ha leído, uno se cree dispensado de aprenderlo.
El exceso de lectura sólo sirve para hacer ignorantes y presun-
tuosos (Rousseau, 2002, 675). Rousseau, que aspira a en-
contrar un modo en el que resulte fácil resumir la varie-
dad de lecciones diseminadas en tantos libros, recono-
ce, sin embargo, que los libros nos son absolutamente nece-
sarios, y por eso ofrecerá a su discípulo un libro, el único
que durante mucho tiempo formará parte de su biblio-
teca: el Robinson Crusoe. Este libro es lo más cercano que
Rousseau encuentra a la síntesis armónica entre natura-
leza y civilización. Al final de la obra, cuando Emilio pa-
rece ya preparado para enfrentarse al mundo, y cuando
el preceptor le ha asegurado una educación que le pro-
teja del impacto de los viajes y de la lectura, su astuto
preceptor lo enviará de viaje por el mundo. Emilio po-
drá viajar, pero no sin antes recibir del maestro ciertas
instrucciones pedagógicas: No basta para instruirse con
II. La l o c u ra de l eer

recorrer países. Hay que saber viajar. Para observar hay que 89
tener ojos, y volverlos hacia el objeto que se quiere conocer.
Hay muchas personas a quienes los viajes instruyen menos
aún que los libros; como ignoran el arte de pensar, en la lectu-
ra su espíritu lo guía al menos el autor, mientras que en sus
viajes no saben ver nada por sí mismos (J-J. Rousseau). Al
viaje, como a los libros, conviene no embarcarse sin pro-
tecciones, sin una cierta seguridad, pues unos y otros en-
trañan siempre un riesgo. Hay que viajar y leer sabiendo lo
que se hace. Pero entonces, ¿dónde está la experiencia
en un encuentro que está tan firmemente planificado?
Pese a este rechazo de los libros y la lectura, la peda-
gogía moderna insiste en su necesidad. Pero al poner al
alumno en relación con esa extraña actividad que es la
lectura, también de un modo tan inevitable como inten-
cionado busca ejercer un cierto poder tanto sobre el li-
bro (cuyo significado busca esclarecer) como sobre la
lectura, cuyo tiempo pretende administrar. El peligro
de este ejercicio de vigilancia de la lectura, del que ya
nos ha advertido, entre nosotros, Jorge Larrosa es, quizá,
volver excesivamente funcional y legible el texto. Se
trata de una operación pedagógica que ignora los conse-
jos que el propio Nietzsche daba a los lectores de Sobre
90 el porvenir de nuestras escuelas: El lector del que espero algo
debe tener tres cualidades: debe ser tranquilo y leer sin prisa,
no debe hacer intervenir constantemente su persona y su ‘cul-
tura’, y, por último, no tiene derecho a esperar —casi como re-
sultado— proyectos (F. Nietzsche). Nada de leer, parece
decirnos Nietzsche, con la mirada puesta en la fabrica-
ción de un proyecto o programa. Nada, pues, de una lec-
tura constituida pedagógicamente, si por tal entendemos
lo que hoy solemos entender: la que culmina en un pro-
grama, un proyecto o en una práctica. Aún así, si hemos
de ignorar los consejos de Nietzsche —o los hemos de-
jado de lado definitivamente— es porque hemos puesto
fuertes riendas a una lectura liberadora, reemplazándola
por otra de carácter más funcional, una lectura dotada de
un significado previamente establecido, un significado
que quizá se presenta como moralizador. Al deshacer-
nos de ese componente intempestivo de la lectura que
Nietzsche aconsejaba, nos hemos asegurado el refugio
de una moral que es la antesala de una correcta pedago-
gía de la lectura. Esta consistiría en la exigencia de un
sentido conceptual que precede y justifica la lectura,
para evitar que ésta se abandone a una suerte de hedo-
nismo autocomplaciente.
II. La l o c u ra de l eer

En el siglo XVIII, Johann Christoph Gottsched re- 91


presentó la defensa más ardiente de un absolutismo li-
terario que sólo admitía el humor en la literatura si era
portador de un significado moral. Se trataba de conver-
tir el humor en mero vehículo funcional de la moral,
pues sólo así quedaría justificada su presencia. De algún
modo, Gottsched acariciaba severas pretensiones peda-
gógicas de reforma moral, aunque sus obras —como Ca-
tón moribundo (1732)— constituyesen mamotretos tan pe-
sados como interminables. A menudo ese deseo de refor-
ma moral, ese interés intransigente de obligar a cambiar a
los demás deriva en fanatismo. Como ha explicado muy
lúcidamente Amos Oz, el fanático se desvive por uno y
está instalado en una suerte de «superioridad moral» que
impide todo diálogo. El fanático carece, frecuentemen-
te, de imaginación, puesto que es incapaz de ponerse en
el lugar del otro. La receta de Amos Oz contra el fanatis-
mo es simple, es algo que está muy a la mano: La litera-
tura contiene un antídoto contra el fanatismo mediante la in-
yección de imaginación. Quisiera poder recetar sencillamente:
leed literatura y os curaréis de vuestro fanatismo (A. Oz).
Pero como el mismo escritor reconoce, no es tan senci-
llo, pues mucha literatura se ha vertido, y se ha utilizado
92 también, fuera y dentro de las aulas, para diseminar el
odio y la superioridad moral de unos sobre otros. Con
todo, ciertas obras ayudan, cierta relación con los libros
ayuda, cierta manera de leer es una ayuda. Puede que
leer un libro no cambie el mundo, pero algunos de ellos
nos permiten que revisemos las razones que tenemos
para mantener determinados prejuicios. Creo que es
aquí donde reside lo mejor de la reflexión y de la labor
pedagógica en relación con la lectura: no en dar a leer
para cambiar al otro, sino en ofrecer una lectura que re-
presente una cierta alteridad, como una oportunidad
para seguir pensando y pensar de otra manera.

El gesto literario:
la literatura como compensación
Me gustaría terminar proponiendo un pensamiento
de la educación como gesto literario. Esta propuesta es a
toda luz descabellada. Porque la educación, se mire por
donde se la mire —sea como práctica o como saber— no
es en absoluto literatura, aunque lo literario sea un obje-
tivo de interés desde el punto de vista pedagógico. Ade-
más, vivimos en una época en la que nunca como hasta
ahora la incapacidad de los grandes escritores para ins-
II. La l o c u ra de l eer

truirnos y educarnos está más extendida, lo cual no es 93


una situación siempre lamentable, pues un didactismo
demasiado insistente en este aspecto es una de las ex-
periencias más aburridas. El austriaco Arthur Schnitzler
consideraba lo pedagógico como algo ajeno a la literatu-
ra, y por ello condenable. Creía que si una novela o un
relato requerían una explicación más allá de lo que un
buen lector puede alcanzar a entender leyendo es que
el relato ha fracasado.
Así que no voy a insistir en este tipo de argumentos.
No discuto que la literatura —y en general, las artes—,
sean susceptibles de tratamiento pedagógico dentro de
las aulas. El problema reside precisamente ahí: que al
traducirse pedagógicamente lo normal es que se maltra-
ten, siempre, claro está, con las mejores intenciones de
educadores inspirados en las mejores razones pedagógi-
cas. Porque siempre hay una razón pedagógica para jus-
tificar determinado tratamiento de la literatura (o del
cine, o del teatro o de la pintura, etcétera) como un obje-
to de educación. Es una práctica muy conocida y todos
la hemos experimentado: ver una película junto a nues-
tros alumnos, o leer una buena novela, para después tra-
tar un tema, hacer un debate, es decir, hablar de algo
94 que es frecuentemente distinto de la obra de arte en la
que hemos estado comprometidos. Este tipo de aproxi-
maciones son muy frecuentes, están extendidísimas; es,
se dice, lo normal, e insisto en que yo mismo lo hago en
muchas ocasiones con mis alumnos: leo una novela no
por la novela misma, sino porque he decidido discutir
una cuestión educativa, o política, o ética, o filosófica en
una sesión de clase.
Alguien podrá objetarme, con razón, ¿y qué hacer, en-
tonces? Al fin y al cabo, si uno no es profesor de creación
literaria (e incluso siéndolo), la novela no puede ser sino
un recurso pedagógico. Se trata de hacer el mejor uso pe-
dagógico posible de lo literario. Si mediante un buen uso
pedagógico de las novelas conseguimos instruir a un gru-
po de alumnos, fomentar en ellos el saludable hábito de
la lectura, ya hemos logrado mucho, se nos dirá. Y segura-
mente es así. Pero no es solamente eso lo que podemos
hacer cuando, en una situación educativa o escolar, pone-
mos a nuestros alumnos en contacto con la literatura.
Antes de intentar una respuesta a esta inquietud, deseo
insistir en que lo que pretendo no es un elogio de los va-
lores formativos de la lectura, sus posibilidades éticas, de
reforma social o política para el individuo. No es que des-
II. La l o c u ra de l eer

precie este tipo de aproximaciones a la experiencia lite- 95


raria, simplemente es que mi intención es otra. Se trata
de que pensemos si es posible pensar la educación como
una experiencia en sentido literario.
Hay un fragmento de Vladimir Nabokov, que es
muy pertinente leer ahora. Dice así: He tratado de hacer
de vosotros buenos lectores, capaces de leer libros, no con el ob-
jeto infantil de identificarse con los personajes, no con el objeto
adolescente de aprender a vivir, ni con el objeto académico de
dedicarse a generalizaciones. He tratado de enseñaros a leer
libros por amor a su forma, a sus visiones, a su arte. He trata-
do de enseñar a sentir un estremecimiento de satisfacción artís-
tica, a compartir no las emociones de los personajes del libro,
sino las emociones del autor: las alegrías y las dificultades de
la creación. No hemos hablado sobre libros; hemos ido al cen-
tro de esta o aquella obra maestra, al corazón vivo de la ma-
teria (V. Nabokov). Nabokov nos está hablando de algo
que es a la vez muy sencillo y ambiguo: nos habla de una
experiencia estética, una experiencia de arte. Leer li-
bros por amor a su forma, para intentar aproximar al lec-
tor al momento del acto creador de un escritor. ¿Se pue-
de compartir la emoción de Mozart escuchando su Re-
quiem, la de Velázquez contemplando Las Meninas, la de
96 Thomas Mann leyendo La montaña mágica? Sin duda
esta experiencia la puede hacer cada uno individualmen-
te, a solas. Pero, ¿se puede intentar ayudar pedagógica-
mente a que esa experiencia, esa conmoción, le llegue a
un alumno? ¿Y qué se consigue con eso? ¿Qué buscamos?
Insisto: no se trata de hacer mejores personas, ni me-
jores ciudadanos. No se trata de cambiar la sociedad, re-
formar las costumbres, ni ser más solidarios ni más con-
siderados con los otros. Se trata de lograr experimentar
un placer estético. Eso es todo. Y aún así, la literatura
forma parte del arte de las mediaciones. En educación
—en la enseñanza y en el aprendizaje— las mediacio-
nes son fundamentales, mucho más que las explicacio-
nes y que los instructores de la realidad. Hablo de me-
diaciones, no de substituciones. ¿Qué quiero decir con
esta noción? Que la literatura nos permite que otro
aprenda lo que no podemos decirle con un discurso di-
recto e impaciente. La pedagogía es impaciente, necesi-
ta ver resultados inmediatamente. No soporta la espera.
Pues bien, el punto de vista literario es indirecto, intui-
tivo, paciente; se toma su tiempo. Y nos da tiempo. No se
puede leer con prisa, ni pintar apresuradamente, ni com-
poner a toda prisa (aunque algunos genios parecieran que
II. La l o c u ra de l eer

trabajaban así, como Mozart, que no hacía ningún borrón 97


en la transcripción de sus partituras). La literatura nos
educa en la paciencia que la pedagogía ya no enseña.
La intuición en la que me baso es que estoy conven-
cido de que la enseñanza de lo humano, la que es capaz
de dirigirse al hombre, aun cuando se refiera a lo inhu-
mano, no es otra cosa que un acto literario, por lo que tie-
ne éste de discurso indirecto, connotativo. Voy a inten-
tar decir algo acerca de lo que significa enseñar, y quizá
sobre todo aprender, cuando ese aprendizaje, realizado
siempre en la cultura y a través de ella —en contacto con
expresiones y realizaciones específicamente humanas—,
requiere mostrar implícitamente lo que queremos transmi-
tirle al otro sin poder decírselo explícitamente. Quisiera po-
der decir algo acerca de lo que el aprender requiere de
cada uno, cuando ese aprendizaje nos concierne en lo
más nuclear y sustantivo de nosotros mismos, cuando el
aprender nos concierne en nuestra propia mortalidad. O
dicho de otro modo, mientras la tarea que tenemos por
delante, cuando aprendemos, no es más que un nuevo
intento de aprender a morir y a nacer de nuevo, y en la
medida que ese aprender nos muestra una experiencia
del desencanto. Porque pasamos la vida esperando muchas
98 cosas y desesperando de otras tantas. Porque estamos a la
espera de no sabemos muy bien qué y por qué, en esa es-
pera, el aprendizaje mayor es el aprendizaje del desencanto.

Esta ha sido una idea directriz en este texto: el


aprendizaje de la decepción o del desencanto. Desen-
canto, porque nuestras idealizaciones no se correspon-
den con el mundo tal y como es o nos lo representamos o
lo experimentamos a través del modo como nos trata la
vida. Desencanto, porque tal vez no existe un sentido fi-
nal, que justifique todo el sinsentido que podemos pa-
decer en lo cotidiano. Desencanto, porque ni el dominio
de la razón, como tampoco el de la cultura, son suficien-
tes para poner freno a la barbarie y las pasiones desme-
didas. ¿Se pueden extraer algunas lecciones de este
aprendizaje del desencanto y de la decepción? ¿Qué
papel puede desempeñar un punto de vista literario
acerca de esto?
Claudio Magris ha sabido captar con bastante exacti-
tud esta sensibilidad que hunde sus raíces en la expe-
riencia moderna del desencanto: El desencanto es un oxí-
moron, una contradicción que el intelecto no puede resolver y
que sólo la poesía es capaz de expresar y custodiar, porque dice
II. La l o c u ra de l eer

que el encanto no se da pero sugiere, en el modo y en el tono en 99


que lo dice, que a pesar de todo existe y puede reaparecer cuan-
do menos se lo espera. Una voz dice que la vida no tiene senti-
do, pero su timbre profundo es el eco de ese sentido (C. Ma-
gris). Y si el sentido se refiere a la esperanza, en un siglo
—el siglo XX, donde tantas cosas terribles fueron posi-
bles—, ésta no puede provenir ya de una visión del
mundo tranquilizadora y optimista, sino de la concien-
cia que busca comprender la laceración de la existencia
vivida. El desencanto, entonces, es una forma irónica, me-
lancólica y aguerrida de la esperanza: modera su pathos pro-
fético y generosamente optimista, que subestima fácilmente las
pavorosas posibilidades de regresión, de trágica barbarie la-
tentes en la historia […] Solamente la poesía es capaz de re-
presentar las contradicciones sin resolverlas conceptualmente,
sino componiéndolas en una unidad superior, elusiva y musi-
cal (C. Magris). Lo que creo que la poesía y la literatura
proporcionan es esa conciencia del desencanto vincula-
da a una búsqueda de una promesa: que tras las cosas tal
como son hay también la exigencia y la promesa de
cómo deberían ser; la potencialidad de otra realidad, que
empuja para salir a la luz, como la mariposa en la crisálida
(C. Magris).
100 En su ensayo Proust y los signos, decía Deleuze que el
aprendizaje del narrador de En busca del tiempo perdido es
«el aprendizaje de un hombre de letras», un aprendizaje
que es siempre mucho menos lineal, progresivo, causal
de lo que, en los círculos pedagógicos, los especialistas
consideran debe ser todo aprendizaje. Un aprendizaje
que se hace a base de pequeñas, pero constantes y fun-
damentales, decepciones, porque no se descubre nin-
guna verdad ni se aprende nada a no ser por descifra-
miento, por interpretación de signos que se despliegan
en lo heterogéneo. Y allí siempre hay un fracaso poten-
cial, una decepción en el horizonte del aprendizaje.
Como ocurre con la novela: nada está previsto para los
héroes, o los antihéroes, de las ficciones que leemos; al
final, un aprendizaje que no termina de confirmarnos en
lo que somos. Aún así, en esa desconfirmación, somos,
sabemos que somos de alguna manera. Que nos hemos
dado, que las experiencias nos han dado, alguna forma.
Nos creamos literariamente. Y es la literatura la que nos
sostiene. Pero la literatura, o lo literario, quiere decir
aquí algo más que el hecho de leer libros. Esto me re-
cuerda la carta que Flaubert escribió a su amante Mlle.
de Chantepie, donde, entre otras cosas, dice: Le seul mo-
II. La l o c u ra de l eer

yen de supporter l’existence, c’est de s’étourdir dans la littéra- 101


ture comme dans une orgie perpétuelle. Flaubert sugiere a su
amante que tome la vida, las pasiones y a usted misma como
tema de ejercicios intelectuales, señalándole cómo mediante
el estudio y la lectura tendrá la oportunidad de encon-
trar alegrías ideales hechas para almas nobles. Flaubert le
anima a que dé curso a sus ideas sobre el papel, a que es-
criba, aunque no sea sino por motivos de salud física; lea y
anote lo más que pueda, os encontraréis mejor; y añadía: un
libro siempre ha sido para mí una manera de vivir en un en-
torno insólito (G. Flaubert). Imre Kertész dijo en Diario
de la galera que el campo de concentración sólo es imaginable
como literatura, no como realidad (I. Kertész). A la vida le
pasa lo mismo; a veces, sólo puede aceptarse como una
ficción, como una fábula o como literatura. Como escri-
bió Marcel Proust al final de En busca del tiempo perdido:
La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la
única vida, por lo tanto realmente vivida es la literatura; esa
vida que, en cierto sentido, habita a cada instante en todos los
hombres tanto como en el artista (M. Proust). La cuestión
es si vivir la vida de este modo es vivir la vida tal y como
es o huir de ella.
Me he ido convenciendo de que existe, en relación
102 con lo literario, y en general en relación con las artes,
algo así como un efecto de compensación vital por contagio
estético. En las citas de Kertész, Flaubert y Proust que
acabo de mencionar, encuentro el pulso de este efecto
de compensación literaria. Podría seguir acumulando más
citas. Hay una muy buena de Orhan Pamuk, que perte-
nece al discurso de recepción ante la academia sueca del
Premio Nobel de Literatura que se le concedió en el
año 2006, que lo ilustra magníficamente. Dice Pamuk
que un adicto a la literatura como él no busca la literatura
para que le salve la vida, sino para superar ese día difícil que
está viviendo. Y los días son siempre duros. La vida es dura
cuando no se escribe. Es dura porque no se ha podido escribir.
Y también lo es cuando se escribe porque escribir es muy difícil.
La cuestión consiste en encontrar la esperanza que permita su-
perar ese día entre tantas dificultades, incluso en alegrarse y
ser feliz si el libro o la página que se transportan a un nuevo
universo son buenos (O. Pamuk).
En este fragmento, Pamuk alude a una teoría muy
conocida: que escribir, leer, la literatura en sí misma
considerada, como una experiencia de alguien que hace
cosas con las palabras, las narraciones, las fábulas, los
poemas, las buenas historias en definitiva, de algún
II. La l o c u ra de l eer

modo cura, es terapéutica. ¿De qué nos cura la literatu- 103


ra? Nos cura del peso de la vida, no porque vivir sea una
desgracia —y es indiscutible que hay vidas muy desgra-
ciadas—, sino porque a veces vivir pesa, porque a veces
vivir duele, porque a veces vivir significa estar solo, al
margen de una corriente vital más amplia. Porque vivir es
estar expuestos, arrojados al mundo, y porque a veces no
sabemos qué hacer con esa vida y en ese mundo, la litera-
tura nos ayuda, nos cura, y nos liga más fuertemente a la
vida.
Yo diría sin embargo que, en realidad, lo que la litera-
tura hace por nosotros no es tanto protegernos de la vida
como de la realidad, de esa realidad que se nos impone
en su absolutismo, una realidad que nos viene dada, in-
terpretada, pastosa, rígida, firme, sin posibilidad de ima-
ginar en ella otra forma de vivir, de estar y de existir en
el mundo. ¿De qué se protege un lector mientras lee, un
escritor cuando escribe, un pintor ante su lienzo, un pia-
nista frente a su piano? No de la vida, sino de cierta for-
ma de la vida: de la realidad que se impone, hasta aplas-
tarla, sobre la vida, esa realidad que impone al fluir libre
de la vida unos estrechos márgenes que no la puede
contener.
104 Hay cosas que sólo ocurren entre las páginas de un li-
bro, en el espacio donde la audacia, la genialidad o la
sensibilidad de un escritor han sabido contar una histo-
ria, que no por cruel es menos hermosa. En ese espacio,
y mientras dura el tiempo de una lectura posible —de
cierta relación con el arte—, todo puede ocurrir y, al
mismo tiempo, la dura realidad que nos hiere nos ofrece
el regalo de una tregua para sus crueles insidias: porque
nada puede la realidad frente a ese tiempo y frente a ese
espacio. Nada puede. ¿Quién podría destruir ese mo-
mento único, mágico, en el que unos partisanos sucios,
duros y cansados quedan paralizados mientras una jo-
ven partisana pone en el gramófono de su refugio, en
medio de un bosque cerca de Wilmo, en plena segunda
guerra mundial, una danza polonesa de Chopin? Nada
de eso es real, y sin embargo es verdad, porque la verdad
nada tiene que ver con la realidad. La escena se encuen-
tra en El bosque del odio, de Gary. Durante más de una
hora los partisanos, algunos de los cuales habían camina-
do más de diez kilómetros para llegar allí, escucharon la
voz, lo que mejor hay en el hombre, como una confirma-
ción: Durante más de una hora, aquellos hombres fatigados,
heridos, hambrientos, acosados, celebraban así su fe, confia-
II. La l o c u ra de l eer

dos en una dignidad que ninguna fealdad, ningún crimen 105


podría mermar. Janek no olvidaría aquel momento: los ros-
tros duros y viriles, el fonógrafo minúsculo en un agujero en
la tierra, las metralletas y los fusiles en las rodillas, la joven
que había cerrado los ojos, el estudiante de la gorra blanca y
la mirada febril que le sostenía la mano; la extrañeza, la espe-
ranza, la música, el infinito (R. Gary).
Por tanto, la realidad no es la vida y, no obstante, nada
hay más real que esa vida mía, la de cada uno, ese dolor,
esa alegría, esa tristeza infinita, esa pasión. ¿Qué tipo de
realidad nos ofrece la literatura? En una muy olvidada no-
vela, una maestra le dice a una niña, que ya ha dado sus
primeras señales de la genial escritora que llegaría a ser
después: no mientas, nunca mientas. Cuando tengas ne-
cesidad de mentir, coge un cuaderno y escribe una histo-
ria, cambia la realidad, y así no mentirás: habrás contado
un cuento. Para vivir la vida es necesario contarla, narrar-
la, como si se tratase de un cuento, de pura literatura. ¿Y
para conducir una vida (psicagogía)? Cuando día tras día
nos encerramos en las aulas con nuestros alumnos, en las
casas o en las calles de nuestras ciudades con nuestros hi-
jos ¿cómo conducimos sus vidas, si es que lo hacemos?
¿Qué parte hay de literatura en esa conducción? ¿Hacia
106 dónde dirigimos sus vidas? Creemos que como padres o
como profesores o educadores nuestra misión, nuestra ta-
rea con ellos, consiste en enseñarles el arte de vivir. Pero,
¿realmente es así, se enseña ese arte? Y si es así, si ese arte
se puede enseñar, ¿mediante qué recursos y con qué
vías? ¿No es el arte de vivir parecido al arte político, al
arte de ser un buen ciudadano, del que Sócrates dice en
el Protágoras que no se puede enseñar de ningún modo?
Se puede intentar vivir una vida según el signo de la obra
de arte, aunque muchas vidas, en su deseo de acercarse a
los ideales de la belleza, acabaron matando la vida en aras
de la búsqueda de ese absoluto terrenal que es el arte.
Acaso sea este el signo de una vida que quiere alcanzar el
estatuto máximo del arte: ver su canto interrumpido,
como le ocurrió al fauno Marsias.
En la novela Hallucinating Foucault, de Patricia Dunc-
ker un Paul Michel —alter ego de Michel Foucault—
dice a su joven amante: Yo pido a los hombres lo mismo que
pido a los textos de ficción, petit: que sean abiertos, que conten-
gan en sí la posibilidad de ser y de cambiar a todos aquellos que
encuentren en su camino. Sólo así se establecerá la dinámica ne-
cesaria entre el escritor y el lector. Y dejará de ser importante
distinguir entre lo bello y lo horrible (P. Duncker). La lectura
II. La l o c u ra de l eer

es la posibilidad del cambio, que depende de una apertu- 107


ra al mundo y de una experiencia casi imposible de silen-
cio: porque estar solo la mayor parte del día significa que
podemos estar en disposición de escuchar ritmos diferen-
tes que no determinan las otras personas. La lectura im-
posible que escucha el ritmo de las palabras nacidas del
silencio, al mismo tiempo que nos distancia del dolor del
mundo que a veces podemos llegar a sentir, nos ayuda a
crear formas a partir de la memoria y del deseo. Leemos,
y con esa práctica nos incorporamos al orden del arte, por-
que la literatura de la que nos apropiamos pertenece al
arte de la palabra, y al hacerlo así aceptamos nuestra con-
dena: estamos condenados a leer, porque estamos conde-
nados a poner un poco de orden y sentido en el desorden
y sin-sentido del cosmos que habitamos. Estamos conde-
nados a leer porque somos mortales. Al leer aprendemos
a soportar lo insoportable.
El lector puede formar una sociedad de amistad con
los muertos a los que lee, y al leerlos puede tener la sen-
sación de convertirse, como ellos, en un ser inmortal; y,
sin embargo, es cierto es que no tenemos más remedio
que formar sociedad con sus contemporáneos. De lo
que se trata, al percibirnos como herederos, es que po-
108 demos llegar a aceptar que los muertos pueden discutir
nuestra palabra —y por eso los leemos— lo mismo que
los que nos rodean y todavía nos acompañan. Leemos
para aprender a ser mortales y finitos: para vivir y para
morir, y para comenzar de nuevo. Leemos, y con ese
simple acto nos ponemos en contacto con todos los que
nos precedieron para, tal vez, reconocer una singular
deuda: lo que se debe a ellos, célebres o desconocidos, que nos
han precedido, que, de una u otra manera, han enriquecido
nuestros días desviándonos de un trance difícil, que han en-
contrado espacios de inteligencia que podemos seguir ofrecién-
donos la ilusión de creer que nos parecemos a ellos. Es a ellos a
los que se debe mirar, testamentarios mudos, mártires o vivi-
dores, aquellos que han empujado su vida ante las exigencias
de un azar imprevisto y han resistido ante la entropía impasi-
ble, una panoplia de saber-vivir y de saber-morir, resistentes
al malestar cotidiano que, en fin, pese a todas las guerras del
cuerpo y el espíritu, han permitido que se respire mejor, ali-
viando el peso de vivir (Y. Simon). n
Epílogo: de un alma en crisis

Melancolía: cuando se tienen pesadumbres sin nombre.


Joseph Joubert

En el año 1919 Paul Valéry escribió dos cartas —bajo


el título La crise de l’esprit— con vistas a su traducción in-
glesa, y forman parte de su colección de ensayos Varieté,
I et II. La primera de esas cartas comienza de este modo:
Nous autres, civilitations, nous savons maintenant que nous
sommes mortelles (P. Valéry). Acaba de terminar la prime-
ra guerra mundial, y Valéry, como, a las puertas de la se-
gunda guerra mundial, hiciera Edmund Husserl en su
conocida conferencia impartida los días 7 y 10 de mayo
de 1935 en el Círculo de Viena, bajo el título La crisis de
la humanidad europea y la filosofía, pulsa los restos de una
catástrofe. El primero, nada más terminar el conflicto; el
segundo anticipadamente al segundo. La conferencia
de Husserl termina así: La crisis de la existencia europea
sólo tiene dos salidas: la decadencia de Europa en la aliena-
ción respecto de su propio sentido racional de la vida, la caída
110 en el odio espiritual y en la barbarie, o el renacimiento de Eu-
ropa desde el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de
la razón que supere definitivamente el naturalismo. El mayor
peligro de Europa es el cansancio. Husserl apela a nuestra
conciencia de «buenos europeos» para hacer resurgir,
como el ave Fénix, una nueva vida interior, porque sólo el
espíritu es inmortal, acaba diciendo. En su análisis de «La
crisis de las ciencias europeas como expresión de la cri-
sis vital radical de la humanidad europea», Husserl de-
clara que el positivismo decapita, por así decirlo, la filosofía.
Sin decirlo expresamente, Husserl está refiriéndose
a un conflicto, que ha afectado al corazón de Europa, en-
tre dos especies bien distintas: el «hombre de ciencia» y
la «especie que se queja», es decir: los hombres de
«buena conciencia» (científicos), una especie situada
más allá de la melancolía y más acá de la utopía, una es-
pecie que no se queja por el estado del mundo, sino que
se esfuerza por explicarlo, y que no piensa en utopías,
sino que formula pronósticos; una especie, en fin, que
no se caracteriza ni por la desesperación ni por la espe-
ranza, sino por su «buena conciencia» (W. Lepenies).
Muy al contrario, Valéry, y Husserl a su manera tam-
bién, son de la otra especie: los intelectuales melancóli-
Epí l o g o : d e u n a al m a en c r i s i s

cos, gentes que sufren por el dolor del mundo, sin cons- 111
tituirse en los portavoces de su desesperación; gentes
obsesionadas por la reflexión —que organizan su pesi-
mismo, como decía Walter Benjamin, leyendo, escri-
biendo y pensando—, gentes extrañas que, como decía
en uno de sus aforismos Joubert, al caracterizar la me-
lancolía, tienen «pesadumbres sin nombre». El intelec-
tual melancólico lo es por sentir una pena que no tiene
nombre, una pena «inarticulada», incapaz de traducirse
en lenguaje, ausente de palabras y que roza los límites
de la lengua. El lenguaje del mundo ya no le dice nada,
contrasta fieramente con su lengua interior, lengua de
un infans que balbucea su dolor. Esta figura —podría-
mos también pensar en el espectador, en el testigo, a su
manera en el dandi, en el flanêur— configura un tipo
que la modernidad vio nacer y que se caracteriza, es
cierto, por cierta conciencia del desencanto y de la de-
cepción, por cierto cansancio y fatiga, por cierta sensa-
ción de asfixia. Gentes a menudo retiradas de la vita ac-
tiva y que vuelven a aparecer en espacios intersticiales
entre lo público y lo privado —en los cafés— para ver el
mundo en el corazón del desencanto, con el fin de regis-
trarlo, de anotarlo en sus cuadernos, para poder hablarlo
112 allí donde todavía era posible leer y conversar, mirar el
mundo y sus destinos un poco fuera de juego. El café,
por tanto, como lugar de la memoria, donde todo lo que
pasa en realidad pasó, donde el presente se lee desde el pasado,
se escribe como pasado que es, pasado de ahora mismo en la
imaginación del recuerdo (A. Martí).
Lepenies ha descrito el nacimiento de esa especie
que se queja —gentes que piensan, leen o escriben—
poniendo el acento en la necesidad que el intelectual
melancólico tiene de justificar su exilio del mundo, cuan-
do el mundo ya no quiere saber nada de él. Como efecto
del avance de la ética protestante, la «vida activa» se con-
vierte en un ideal del comportamiento, quedando la
«vida contemplativa» marginada a un segundo plano. Es
entonces cuando quienes habitan un alma melancólica
tienen que justificarse haciendo visible su condición, y es
entonces, también, cuando la melancolía deviene un pro-
blema político. Es en este sentido que la modernidad ca-
pitalista se convierte en la panacea contra la melancolía,
que es el lugar donde se inscribe la crítica benjaminiana.
Y se explica: pues no hay nada más exasperante para la
modernidad que la incómoda presencia del melancólico,
aquél que hace de la desdicha del mundo un cierto fun-
Epí l o g o : d e u n a al m a en c r i s i s

damento de su existencia. El tiempo de esta moderni- 113


dad requiere, para su propia subsistencia, de un presen-
te sin lágrimas, y aspira a organizar nuestro optimismo
gobernando lo que debemos sentir, convencido como
está, en su arrogancia, de que el futuro se puede fabricar
intencionalmente. Ahora bien, el melancólico puede re-
flexionar, alimentar su pena leyendo y escribiendo, pen-
sando, pero no actuando. Anota la vida, y la vive, literaria-
mente, no literalmente, y sabe que es, como decía Thomas
Wolfe en El ángel que nos mira: el total de sumas que no ha
contado. La acción le está prohibida. Esa melancolía es
una pasión, una pasión del espíritu, y a ella la «civilización»
opone el control de las pasiones —la pretensión de que
las emociones se pueden educar—, porque hay senti-
mientos indeseables o simplemente corregibles. Hay en
todo esto algo contradictorio, pues el melancólico, retira-
do del mundo, tiene como única salida un sueño: crear una
utopía, que al mismo tiempo que cura su melancolía aca-
bará por abolirla. La utopía es la terapia del melancólico,
el bálsamo que acabará con ella. Así, no extraña leer en
el melancólico Robert Barton (Anatomía de la melancolía)
la siguiente afirmación: En lugar de languidecer sobre los
bancos de la escuela, un hijo de familia ingresaba en el ejército
114 y en el mundo diez años antes que hoy. Ignorante de los libros,
pronto se convertía en sabio en acciones y en emociones. La in-
terioridad y la huida a la naturaleza son las consecuen-
cias del distanciamiento con respecto a una sociedad
que no nos dice nada y a la que nosotros nada tenemos
que decirle ya. Curiosamente, mientras Benjamin suge-
ría «organizar nuestro pesimismo» con cierta política del
espíritu, cuyas armas son los libros, la escritura y la refle-
xión, el nazi Goebbels se refería a la necesidad de «orga-
nizar el optimismo»; su lema: kraft durch freude, ¡La ale-
gría nos da fuerza! Se explica: lo que amenaza un sistema
es la tristeza, ese estado de melancolía. En ella, los de-
seos no se someten a plan alguno; en las utopías —deve-
nidas distopías—los deseos deben ser controlados, some-
tidos a plan y orden. El deseo debe reglamentarse, orga-
nizarse, es decir: «educarse». No extraña que en el estado
actual de la educación, ciertas pedagogías pretendan «go-
bernar» las emociones que un lector puede llegar a expe-
rimentar mientras lee.
Valéry dice «nous autres», o sea: nous-mêmes, habi-
tantes del siglo XX, habitantes ahora del siglo XXI, po-
dríamos decir, sabemos que vamos a morir, lo que signi-
fica, en las condiciones actuales, que podríamos autodes-
Epí l o g o : d e u n a al m a en c r i s i s

truirnos. Antes era la guerra. Ahora lo sigue siendo: gue- 115


rras con y sin imágenes. Y otras guerras, otros virus que
nos infectan. Las soluciones totalitarias sobreviven a
sus propios regímenes. Es un virus letal. Un virus que
Valéry formula en términos de una crisis del espíritu: lo
que da a la crisis del espíritu su profundidad y gravedad, es el
estado en el cual ella ha encontrado al paciente. Hay una am-
bigüedad fundamental, ontológica, en ese espíritu en cri-
sis: la razón, la ciencia, el saber y la elevación moral ha-
brían hecho posible las ruinas que siguieron, las catástro-
fe, la devastación de Europa: Tantos horrores no habrían
sido posibles sin tantas virtudes. Y es que el espíritu —esta
es la misma tesis que la de Husserl— muestra la doble
cara de Jano, un rostro ambiguo. Es una especie de phar-
makon: a la vez un bien y un mal, tanto un remedio como
un veneno, como Platón dice de la escritura, que también
es una técnica del espíritu racional (B. Stiegler).
Flaubert escribió: Prenez garde à la tristesse, c’est un
vice. Cada mañana, con una rutina maniática y discipli-
nada, me adentro en una de las cafeterías del barrio don-
de vivo, en la ciudad que habito y me habita, y escribo
en uno de mis cuadernos, mientras apuro varios cafés.
Escribo en mi cuaderno —a veces en mi diario, uno ab-
116 surdo que llevo desde hace años y cuya única función es
permitir calmarme, mienta o no en lo que digo— y leo.
Llevo en mi mochila alguna novela y algún ensayo, por-
que nunca sé lo que voy a querer leer ese día, con qué lí-
neas empezaré esa mañana para terminar de despertar-
me. Mientras escribo o leo, a mi alrededor el mundo pa-
rece todavía adormecido. No quiero que se vaya, no as-
piro a un silencio total —al menos, no a esa clase de si-
lencio—, pues las calles, como los espacio vacíos y de-
siertos, me producen una tristeza que me envicia. Mien-
tras leo y escribo, me gusta contemplar los rostros aje-
nos, adivinar el sentido de sus gestos, saber que quienes
me rodean están ahí, cerca de mí, y yo junto a ellos pero
sin invadirnos mutuamente. Escribo para sortear mi
propia tristeza; para alimentarla y a la vez eludirla; para
tocar mis fantasmas, nombrarlos y expulsarlos de mí.
Leo y escribo y no sé muy bien en qué siglo lo hago, por-
que no acierto a saber en qué siglo deseo vivir, porque
ignoro a qué época pertenecen mis propios gestos. Leo
y escribo porque, a medida que me hago mayor, tengo
más sensación de asfixia, porque es verdad que nuestra
época tiene claros problemas de respiración y porque es
leyendo y escribiendo como yo encuentro un espacio
Epí l o g o : d e u n a al m a en c r i s i s

donde puedo respirar mejor. No pretendo que nadie 117


haga lo que yo hago. Seguramente lo hago por mí. Leo y
escribo porque, lo haga bien o mal, me enseñaron a ha-
cerlo; porque lo aprendí en los libros que leí y en la escri-
tura que, primero imité, y después hizo que descubriera
mi propio estilo. Leo y escribo, y sólo puedo aspirar a
que, quizá, un día ese gesto mío contamine a alguien,
como otros gestos literarios anteriores me contaminaron a
mí un día.
Un día aprendí algo, y luego lo olvidé y tuve que vol-
ver a aprenderlo. De eso se trata. Leyendo, escribiendo,
vivimos tantas vidas como nos es posible, y entonces, de
repente, aprendemos algo cuando habíamos olvidado o
dejado de prestar atención. Alguien aprende algo, pero
no se sabe ni cómo, ni exactamente cuándo, ni precisa-
mente dónde. Y entonces, dejamos de leer. Hacemos
otra cosa. Pero no sabemos qué. Imposible predecirlo.
La Universidad sigue, a pesar de todo, poniendo en
contacto a los alumnos con distintas clases de libros.
Nuestros alumnos siguen teniendo la obligación de leer,
pero la finalidad de esas lecturas que hacen desmiente,
la gran mayoría de las veces, la experiencia misma del
leer. Leen —y ese es el único propósito que se les pro-
118 pone— para informarse, para obtener un conocimiento,
y todo termina ahí. Parecemos, profesores y alumnos,
incapaces de hacer otra cosa. Y como no hay crítica que
más se desmienta a sí misma que la que se encierra en la
archiconocida y ridícula fórmula del «pensamiento críti-
co», esas lecturas se tornan impacientes y superfluas.
No hay demora en la lectura, no hay paciencia, y no hay
escucha. El lector no pone su alma en lo que hace: su
lectura. No hay contemplación, como en la época de
Abelardo, Hugo de San Víctor describe en De contempla-
tione. No hay «meditación» (Meditatio), que siempre
nace de una lectura donde el mundo está ausente. No
hay soledad; el lector no está solo. No hay «atención»
(Soliloquium), porque el lector anda distraído, pendien-
te en todo momento de ejercer su crítica, de interponer
su opinión entre él y el libro que lee. Nuestros lectores
son parecidos a aquellos de los que habla el famoso
fragmento de Heráclito: Incapaces de comprender lo que
oyen, a sordos se asemejan; de ellos habla el proverbio: aunque
presentes, están ausentes (frag. LXVII).
Es interesante observar como esa incapacidad de
comprensión no proviene de una falta de la inteligencia,
sino de la atención, que se manifiesta en una suerte de
Epí l o g o : d e u n a al m a en c r i s i s

sordera, como comenta en Philosophie du vivre François 119


Jullien. En realidad, Heráclito no está sugiriendo que
esta sordera —una suerte de necedad— se deba a que
no escuchen; de hecho lo hacen, pero se parecen a los
sordos en que están como dormidos (katheudontes), pues
estar dormido no es otra cosa que estar retirado del pre-
sente, con una radical falta de atención. O dicho de otra
manera: aunque están presentes de carne y hueso no lo
están en su espíritu, en su alma; no han accedido a la
presencia ni satisfecho sus exigencias, su carácter de
acontecimiento o de impacto, de fractura o de herida; de
conmoción. La mayoría de las veces nos contentamos
con proyectar sobre las cosas, al representárnoslas, las
codificaciones o interpretaciones heredadas, ya adquiri-
das, ya elaboradas en su significación. Y nos olvidamos
de crear un nuevo sentido; por eso no dejamos que el
mundo irrumpa como acontecimiento material. Ellos, la
mayoría de nosotros quizá, «se parecen», dice Heráclito,
«a ellos mismos» , o sea, permanecen, o permanecemos,
en nuestro propio semblante, en nuestra máscara, en
nuestras «opiniones», girando en círculo en torno a lo ya
convenido, y adecuando nuestro pensamiento al de los
demás. Puro conformismo. Estamos al abrigo de lo ya
120 opinado para resguardarnos de la violenta irrupción de
un nuevo sentido; la violencia de un pensar que nace de
lo que nos da a pensar. Esta presencia ausente es una
presencia diluida en ausencia; negación de un pensar
que es atención, escucha.
Desde hace años, entro en las aulas de la facultad
donde imparto mis clases con mi mochila conteniendo
algunos libros y algún cuaderno, donde transcribo citas
y notas de lecturas destinadas a ser desarrolladas ese día.
Desde hace años me gusta leer en voz alta y hacer que
mis alumnos hagan lo mismo, que sientan cómo se ex-
pulsan las palabras que otro escribió por su propia boca,
y que se demoren en ello, para que sientan el placer o el
asco que les producen sin ningún reparo. Nunca he sa-
bido teorizar muy bien ese gesto. Y ha sido hace poco,
en un encuentro de verano con unos amigos, donde la
palabra y la música se dieron cita, que ese buen amigo
mío a quien dedico el primero de los ensayos de este pe-
queño libro leyó un fragmento de Kierkegaard, uno que
abre Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo,
un breve libro que ya había visto en las librerías pero no
había comprado todavía. El fragmento que leyó, con ese
modo de leer tan característicamente suyo, me dejó me-
Epí l o g o : d e u n a al m a en c r i s i s

ditabundo, yo que ya estaba medio paralizado tras haber 121


escuchado una breve conferencia de Miguel Morey que
me había dejado conmovido, por lo que dijo, por lo que
había pensado, por lo que nos leyó y por el modo entre-
cortado en el que nos lo hizo llegar. A mi vuelta de ese
encuentro adquirí el libro, lo abrí y descubrí la cita, que
dice así: ¡Mi querido lector!, ¡lee, en lo posible, en voz alta!
Si lo haces, déjame agradecértelo; si no sólo lo haces tú, sino
que mueves a otros a lo mismo, ¡déjame agradecérselo a cada
uno de ellos y a ti una y otra vez! Al leer en voz alta, recibi-
rás con más fuerza la impresión de que tendrás que habérte-
las únicamente contigo mismo, no conmigo, «que no tengo
autoridad», ni tampoco con otros, lo que sería distracción
(S. Kierkegaard).
Transcribo este fragmento, lo leo en voz alta y me
impongo la obligación de no decir nada más, salvo esto:
gracias, Jorge, por el regalo de esta cita; gracias, Miguel,
por tus palabras de entonces. n
Las lecturas

Arendt, H. (2005) «Questions de philosophie morale», en


Responsabilité et judgement, París, Payot, edición preparada
por Jerome Kohn.
Blanchot, M. (1976) El diálogo inconcluso, Caracas, Monte
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Las l ecturas

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