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El alma del lector.
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La educación
como gesto literario
El alma del lector.
La educación como gesto literario
Fernando Bárcena
El alma del lector.
La educación como gesto literario
31 . . . . . . Inicio
54 . . . . . . Erótica de la interpretación
73 . . . . . . Inicio
85 . . . . . . El libro abandonado
1 Una versión previa de este texto se presentó como conferencia al COLE (Congreso
de Lectura de Brasil, celebrado en la Universidad de Campinas (Campinas, Brasil) en
julio de 2001, posteriormente publicado en la Revista Educación y Pedagogía, vol.
XIV, nº 32, pp. 21-38.
2 Una versión anterior de este texto ha sido editada en FLACSO (Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales), como lección para el Diploma Superior en
Lectura, Escritura y Educación (2011), y publicada, con ligeras alteraciones, en:
Esteban, J. (ed.) Palabra y ficción. Literatura y pensamiento en tiempos de crisis
actual, Valladolid: Universidad Europea Miguel de Cervantes, pp. 75-102.
8 a Asolectura la oportunidad que me brinda para darlos a
la luz de nuevo, y compartirlos con un público más am-
plio.
Ambos ensayos tienen que ver con el leer, con el
misterio de la palabra y su complicidad con el silencio,
del que toda palabra emerge; y tienen que ver, por eso,
con lo indecible, que nos pone en relación con la muer-
te, y con lo inefable, que evoca nuestro estado de infan-
cia ya olvidada. Tienen que ver con un estado del alma.
En definitiva, con los límites del lenguaje y, en ese sen-
tido, con esa extraña experiencia que es el leer, pero
también con su relación con la escritura —impensables
la una sin la otra— y con una tentativa de pensar, como
gesto literario, eso que llamamos educación, entendida
como una experiencia estética y existencial que com-
promete nuestra subjetividad. Yo creo que tienen que
ver con mi propia experiencia como lector indeciso,
compulsivo, inquieto y también inconstante; con una
experiencia —la lectura— en la que en ocasiones en-
contré la única posibilidad para dar sentido y forma a mi
vida, o tratar de entender lo que me pasaba, experimen-
tándola como literatura, quizá como un cierto arte, y
también como una terapia. Una vez escribió Kafka que
Prólogo: del r apto del alma
Inicio
El vacío de la palabra.
S o b r e e l si l e n c i o
Mis primeras palabras se van a referir a la imagina-
ción. Antes he mencionado la palabra «imaginar». Creo
que es importante imaginar. Imaginar es fingir, es simu-
lar, es hacer como si… Es dar por real lo irreal, forjar reali-
dad un sentimiento, tal vez una cualidad que no se tie-
ne. El fingimiento es una simulación, es un aparentar.
También es un juego. El juego del escondite: esconder
lo que se tiene para que no se vea: insisto, disimularlo,
disfrazarse, ¿acaso mentir? En este caso, imaginar lo que
el otro siente sería fingirlo en uno, traer para sí lo otro,
mentir un sentimiento, mentir una pasión, mentir un
amor, mentir unos celos. Mentirse a sí mismo, y por eso
disfrazarse del otro o de lo otro. Imaginar es una ficción,
I. La res pirac ión de l as pal abras
Erótica de la interpretación
Quiero proponer ahora una forma de relación lecto-
ra basada en una erótica de la interpretación. Hay muchas
clases de lectores o de relaciones de lectura. Hay, por
ejemplo, un tipo de lector ilustrado que, educado en el
precepto kantiano de atreverse a usar la propia razón
de modo independiente, parece leer los textos en au-
sencia de los prejuicios legados por la tradición. Su lec-
tura es una primera lectura, una actividad sustentada
en el presente, pero no en el pasado, ni en lo que se ha
I. La res pirac ión de l as pal abras
3 Gadamer expresó esta idea del siguiente modo: «Mucho antes de que nosotros nos
comprendamos a nosotros mismos en la reflexión, nos estamos comprendiendo ya
de una manera autoevidente en la familia, la sociedad y el estado en que vivimos. La
lente de la subjetividad es un espejo deformante. La autorreflexión del individuo no
es más que una chispa en la corriente de la vida histórica. Por eso los prejuicios de
un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser» (1991,
344).
56 una previa comprensión del mundo y de sí mismo. Es
un lector que ha leído más veces y que sabe que ese tex-
to que lee no es un texto que se ha leído por primera
vez. Además, reconoce en el texto una cierta eminencia:
Lo que se ha destacado a diferencia de los tiempos cambian-
tes y sus efímeros gustos [...] Es una conciencia de lo perma-
nente, de lo imperecedero, de un significado independiente de
toda circunstancia temporal, la que nos induce a llamar
“clásico” a algo; una especie de presente intemporal que signi-
fica simultaneidad con cualquier presente (H-G. Gadamer).
En tanto que estos textos sean interlocutores capa-
ces de hablarnos y ponernos en cuestión, seguirán dota-
dos de esa eminencia. Como dice en Errata G. Steiner:
Un «clásico» de la literatura, de la música, de las artes, de la
filosofía es para mí una forma significante que nos «lee». Es
ella quien nos lee, más de lo que nosotros la leemos, escuchamos
o percibimos. No existe nada de paradójico, y mucho menos de
místico, en esta definición. El clásico nos interroga cada vez
que lo abordamos. Desafía nuestros recursos de conciencia e
intelecto, de mente y de cuerpo [...] El clásico nos preguntará:
¿has comprendido?, ¿has re-imaginado con seriedad?, ¿estás
preparado para abordar las cuestiones, las potencialidades
del ser transformado y enriquecido que he planteado? (G.
I. La res pirac ión de l as pal abras
La lectura imposible:
una poética del leer
En un ciclo de conferencias sobre arte poética dicta-
das en Estados Unidos, Jorge Luis Borges decía que la
lectura se parecía al sabor de una manzana (J. L. Bor-
ges). El sabor no se encuentra en la manzana ni en la
boca que muerde, sino en un encuentro entre ambas. No
hay sabor sin boca dispuesta a morder y sin manzana dis-
ponible para ser mordida. A los besos les pasa igual: ne-
cesitan dos labios capaces de encontrarse en su trayecto-
ria. Y lo mismo le pasa a la lectura; hace falta el libro y el
64 lector apropiado: en ese encuentro, estalla la lectura, y
en ese encuentro renace de nuevo el mundo, renace el
escritor que escribió el libro y se inventa la lectura de
nuevo.
Quiero seguirle la pista a esa idea del «encuentro»
para pensar, ahora, la lectura y la palabra y lo que ambas
nos aportan o pueden ofrecer como humano. La idea de
un encuentro posible entre dos tiempos (el de la escritu-
ra y el de la lectura) es una buena pista para repensar lo
que significa leer en un contexto en el que maestros y
discípulos se reúnen. Porque lo que acontece entre un
maestro y su alumno o, más generalmente, entre un
adulto y un joven que se reúnen con un propósito más o
menos educativo es, ni más ni menos, una relación cara a
cara que puede ser para el más joven, pero también para
el menos joven, algo humanamente apasionante. Y aquí
lo de menos es que haya o no libros. Si los hay, y son los
mejores, pues bien. Pero puede haber otra clase de tex-
tos. Lo que en cualquier caso puede llegar a darse es un
encuentro lector, una relación de lectura entre ambos, me-
diada por alguna clase de texto, sea un libro, un poema,
una obra de arte o una buena película.
Tiene que haber un encuentro o momento justo, un
I. La res pirac ión de l as pal abras
Inicio
El libro abandonado
¿Para qué sirve, entonces, entrar en contacto con la
literatura? ¿De qué sirve leer y en qué consiste esta ex-
periencia? Estas preguntas se la formuló Gilles Deleuze
en su libro Presentación de Sacer-Masoch. Lo frío y lo cruel
(G. Deleuze), cuya lectura —la que el propio Deleuze
realiza— puede a su vez ser interpretada en términos
pedagógicos.
Deleuze vuelve a las fuentes literarias —a Sade y a
Sacher-Masoch— para indagar acerca de la naturaleza,
más allá de los prejuicios establecidos por la clínica, del
86 sadismo y del masoquismo, es decir, para volver a nom-
brar desde la literatura lo que desde el juicio clínico no
es más que una patología. Sadismo y masoquismo lle-
van el nombre de los escritores que las nombran, no de
los médicos que las identifican como una enfermedad.
Así, la pregunta «¿para qué nos sirve la literatura?» nos
conduce a ese punto fuera del saber especializado, o
del discurso establecido —sea el saber médico o, en
nuestro caso, el saber pedagógico— desde donde son
nombradas determinadas realidades, acerca de la salud
o de la educación. En sus pretensiones de racionalidad
tecno-científica, la pedagogía, con conciencia de sí
misma como saber establecido, nunca aceptaría nom-
brar sus realidades desde un punto de vista exterior al
conocimiento que legitima. De hecho, la pedagogía
acepta muy mal la literatura como fuente de reflexión
acerca de la educación, a la que admite sólo a cambio
de controlar su lectura y sus efectos de «formación».
La acepta, en definitiva, sólo si se aviene a criterios esta-
blecidos pedagógicamente.
Pero si concedemos por un momento que no existen
libros morales o inmorales, sino libros que están bien o
mal escritos, lo que nos queda, entonces, es la pura expe-
II. La l o c u ra de l eer
recorrer países. Hay que saber viajar. Para observar hay que 89
tener ojos, y volverlos hacia el objeto que se quiere conocer.
Hay muchas personas a quienes los viajes instruyen menos
aún que los libros; como ignoran el arte de pensar, en la lectu-
ra su espíritu lo guía al menos el autor, mientras que en sus
viajes no saben ver nada por sí mismos (J-J. Rousseau). Al
viaje, como a los libros, conviene no embarcarse sin pro-
tecciones, sin una cierta seguridad, pues unos y otros en-
trañan siempre un riesgo. Hay que viajar y leer sabiendo lo
que se hace. Pero entonces, ¿dónde está la experiencia
en un encuentro que está tan firmemente planificado?
Pese a este rechazo de los libros y la lectura, la peda-
gogía moderna insiste en su necesidad. Pero al poner al
alumno en relación con esa extraña actividad que es la
lectura, también de un modo tan inevitable como inten-
cionado busca ejercer un cierto poder tanto sobre el li-
bro (cuyo significado busca esclarecer) como sobre la
lectura, cuyo tiempo pretende administrar. El peligro
de este ejercicio de vigilancia de la lectura, del que ya
nos ha advertido, entre nosotros, Jorge Larrosa es, quizá,
volver excesivamente funcional y legible el texto. Se
trata de una operación pedagógica que ignora los conse-
jos que el propio Nietzsche daba a los lectores de Sobre
90 el porvenir de nuestras escuelas: El lector del que espero algo
debe tener tres cualidades: debe ser tranquilo y leer sin prisa,
no debe hacer intervenir constantemente su persona y su ‘cul-
tura’, y, por último, no tiene derecho a esperar —casi como re-
sultado— proyectos (F. Nietzsche). Nada de leer, parece
decirnos Nietzsche, con la mirada puesta en la fabrica-
ción de un proyecto o programa. Nada, pues, de una lec-
tura constituida pedagógicamente, si por tal entendemos
lo que hoy solemos entender: la que culmina en un pro-
grama, un proyecto o en una práctica. Aún así, si hemos
de ignorar los consejos de Nietzsche —o los hemos de-
jado de lado definitivamente— es porque hemos puesto
fuertes riendas a una lectura liberadora, reemplazándola
por otra de carácter más funcional, una lectura dotada de
un significado previamente establecido, un significado
que quizá se presenta como moralizador. Al deshacer-
nos de ese componente intempestivo de la lectura que
Nietzsche aconsejaba, nos hemos asegurado el refugio
de una moral que es la antesala de una correcta pedago-
gía de la lectura. Esta consistiría en la exigencia de un
sentido conceptual que precede y justifica la lectura,
para evitar que ésta se abandone a una suerte de hedo-
nismo autocomplaciente.
II. La l o c u ra de l eer
El gesto literario:
la literatura como compensación
Me gustaría terminar proponiendo un pensamiento
de la educación como gesto literario. Esta propuesta es a
toda luz descabellada. Porque la educación, se mire por
donde se la mire —sea como práctica o como saber— no
es en absoluto literatura, aunque lo literario sea un obje-
tivo de interés desde el punto de vista pedagógico. Ade-
más, vivimos en una época en la que nunca como hasta
ahora la incapacidad de los grandes escritores para ins-
II. La l o c u ra de l eer
cos, gentes que sufren por el dolor del mundo, sin cons- 111
tituirse en los portavoces de su desesperación; gentes
obsesionadas por la reflexión —que organizan su pesi-
mismo, como decía Walter Benjamin, leyendo, escri-
biendo y pensando—, gentes extrañas que, como decía
en uno de sus aforismos Joubert, al caracterizar la me-
lancolía, tienen «pesadumbres sin nombre». El intelec-
tual melancólico lo es por sentir una pena que no tiene
nombre, una pena «inarticulada», incapaz de traducirse
en lenguaje, ausente de palabras y que roza los límites
de la lengua. El lenguaje del mundo ya no le dice nada,
contrasta fieramente con su lengua interior, lengua de
un infans que balbucea su dolor. Esta figura —podría-
mos también pensar en el espectador, en el testigo, a su
manera en el dandi, en el flanêur— configura un tipo
que la modernidad vio nacer y que se caracteriza, es
cierto, por cierta conciencia del desencanto y de la de-
cepción, por cierto cansancio y fatiga, por cierta sensa-
ción de asfixia. Gentes a menudo retiradas de la vita ac-
tiva y que vuelven a aparecer en espacios intersticiales
entre lo público y lo privado —en los cafés— para ver el
mundo en el corazón del desencanto, con el fin de regis-
trarlo, de anotarlo en sus cuadernos, para poder hablarlo
112 allí donde todavía era posible leer y conversar, mirar el
mundo y sus destinos un poco fuera de juego. El café,
por tanto, como lugar de la memoria, donde todo lo que
pasa en realidad pasó, donde el presente se lee desde el pasado,
se escribe como pasado que es, pasado de ahora mismo en la
imaginación del recuerdo (A. Martí).
Lepenies ha descrito el nacimiento de esa especie
que se queja —gentes que piensan, leen o escriben—
poniendo el acento en la necesidad que el intelectual
melancólico tiene de justificar su exilio del mundo, cuan-
do el mundo ya no quiere saber nada de él. Como efecto
del avance de la ética protestante, la «vida activa» se con-
vierte en un ideal del comportamiento, quedando la
«vida contemplativa» marginada a un segundo plano. Es
entonces cuando quienes habitan un alma melancólica
tienen que justificarse haciendo visible su condición, y es
entonces, también, cuando la melancolía deviene un pro-
blema político. Es en este sentido que la modernidad ca-
pitalista se convierte en la panacea contra la melancolía,
que es el lugar donde se inscribe la crítica benjaminiana.
Y se explica: pues no hay nada más exasperante para la
modernidad que la incómoda presencia del melancólico,
aquél que hace de la desdicha del mundo un cierto fun-
Epí l o g o : d e u n a al m a en c r i s i s