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EL NACIMIENTO DE LA IGLESIA
Mensaje Cristiano
Nº manual
Unidad 5. El nacimiento de la Iglesia
CONTENIDOS
1. Pentecostés (Hch 2)
2. La autoridad de Pedro
3. El martirio de Esteban (Hch 7)
4. La primera comunidad cristiana
5. La expansión a las naciones
a. Bautismo del eunuco etíope (Hch 8,26-38)
b. Conversión de Saulo (Hch 9,1-19)
6. La circuncisión de los gentiles y el Concilio de Jerusalén (Hch 10,9-16; 15)
7. Pablo apóstol
8. Los viajes de Pablo y las epístolas paulinas
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Unidad 5. El nacimiento de la Iglesia
RESUMEN
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Mensaje Cristiano
BIBLIOGRAFÍA
J.P. Bagot & J. Dubs, Para leer la Biblia, Verbo Divino, Navarra 1998.
J.I. Rodríguez Trillo (ed.), Sobre el fundamento de los Apóstoles. Catequesis del papa Benedicto
XVI sobre la experiencia y misión de los Apóstoles, EDICE, Madrid 2007.
J.L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la Creación. Escatología, BAC, Col. Sapientia Fidei, Madrid
1996.
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Pentecostés
Jesús había muerto y resucitado. Se había aparecido a muchos de sus amigos y discípulos,
como había predicho que haría. Pero hay una predicción de Jesús que aún no se ha cumplido.
Juan Bautista, mientras bautizaba, decía a la gente que habían de esperar un bautizo distinto
instaurado por el que vendría detrás de él: “Yo os bautizo con agua, pero viene el que es más
poderoso que yo, a quien no soy digno de desatarle la correa de las sandalias; Él os bautizará
con Espíritu Santo y en fuego” (Lc 3,16).
Al igual que Cristo pasó cuarenta días en el desierto para ser tentado (preparándose, así, para
su misión), Cristo resucitado pasó cuarenta días enseñando a sus discípulos todo lo referente
al Reino. De esta manera les preparaba para su misión. Esta misión es la implantación y
extensión del Reino de Dios en la tierra, cuya presencia había inaugurado Jesucristo. Esta
capacitación para la misión es justamente el bautismo con Espíritu Santo que vaticinó el
Bautista. El Señor prometió este bautismo en Hch 1,4-5: “Mientras estaba a la mesa con ellos,
les mandó no ausentarse de Jerusalén, sino esperar la promesa del Padre: ‘La que oísteis de
mis labios: que Juan bautizó con agua; vosotros, en cambio, seréis bautizados con el Espíritu
Santo dentro de pocos días’”.
Hasta entonces, los apóstoles debían permanecer en Jerusalén, capital del Reino de David,
restaurado en forma de nuevo Reino de Dios, un reino mucho más extenso que tenía ya
vocación de abarcar todas las naciones, como habían predicho los profetas (Zac 2,10-13).
Hch no explicita el contenido de la enseñanza de Jesús en esos días, pero podemos saber que
al final de ese período, los apóstoles habían comprendido lo suficiente como para tener
intuiciones acertadas acerca de su misión. En Hch 1,6, los apóstoles preguntan al Señor:
“Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?”. En la respuesta, Jesús manifiesta
la condición universal del nuevo reino davídico, que tiene por centro Jerusalén, después Judea,
Samaría y los confines de la tierra (Hch 1,6-8):
Él les contestó: “No es cosa vuestra conocer los tiempos o momentos que el Padre ha
fijado con su poder, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre
vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines
de la tierra.
Esto fue lo último que Jesús dijo a los apóstoles en la tierra. Acto seguido, fue entronizado a la
diestra del Padre. En palabras de Marcos: “El Señor Jesús, después de hablarles, se elevó al
cielo y está sentado a la derecha de Dios” (Mc 16,19). Sentarse a la derecha del rey significaba
ocupar el puesto de más alto honor en un lugar determinado.
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Por tanto, el mandato de Jesús a los Apóstoles es seguir construyendo el Reino instaurado por
Él en la tierra, que es restauración plena y universal del reino de Israel (lugar de la presencia de
Dios por excelencia). Los doce Apóstoles eran cabezas simbólicas de las doce tribus de Israel,
que habían sido congregadas de nuevo. Pero sólo quedaban once apóstoles (Judas Iscariote
había muerto). Reunidos en el Cenáculo, donde habían tenido la última cena y donde
permanecían escondidos por miedo a los judíos, Pedro propuso la elección de un nuevo
apóstol. La elección recae en Matías (Hch 1, 15-16; 20-22).
Pedro, citando el libro de los Salmos, expresó “Y que su cargo lo ocupe otro”. La palabra griega
para “cargo” es episkope, de la que deriva episcopado, que es la reunión de los obispos. El
episcopado de los Doce, que constituye un único colegio apostólico, continúa vigente hasta
hoy, por sucesión, en los obispos actuales. Todo obispo católico es un sucesor de los
Apóstoles.
Los Doce, ahora con Matías, esperaban y rezaban hasta la fiesta de Pentecostés (fiesta judía de
conmemoración del día en que Dios entregó la Ley a Moisés, celebrada cuarenta días después
de la Pascua). En ese Pentecostés se cumplió la promesa del Señor del bautismo con Espíritu
Santo (Hch 2, 1-4):
Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente,
vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento y llenó toda la casa
donde estaban reunidos. Se les aparecieron entonces unas lenguas como de fuego que se
repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo
y comenzaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.
Tal hecho sucedió cuando Jerusalén estaba repleta de fieles de todo el mundo que se habían
congregado para la celebración de Pentecostés. Esto manifiesta nuevamente la universalidad
de la Iglesia naciente (Hch 2, 5-13).
Dios había hecho sucesivas alianzas con los hombres con el fin de unir lo divino y lo humano.
Jesucristo, al ser Dios y hombre verdadero, completó perfectamente esta relación entre el
hombre y Dios, sellando así la definitiva Nueva Alianza. Pentecostés es ahora necesario para
que esa relación continúe en el trascurso de la historia hasta que Él vuelva. El Espíritu Santo
fue derramado sobre los Apóstoles para gobernar la Iglesia, que es Iglesia de Cristo
precisamente desde ahora que Cristo se hace presente por el Espíritu. La Iglesia es el lugar de
la presencia actuante de Cristo por el Espíritu. La Iglesia continúa la misión de Cristo en la
tierra (la salvación de los hombres) con las mismas acciones de Cristo. Por eso la Iglesia es
sacramento de salvación (signo e instrumento de la comunión entre Dios y los hombres).
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La autoridad de Pedro
Pedro, al igual que Jesús, enseñaba con autoridad. El tema de su mensaje era la restauración
del Reino: Jesús cumplió la promesa que hizo Dios de restaurar el reino de David y lo hizo en la
Iglesia. La Iglesia es la continuación del reino de David, es decir, el lugar de la presencia
actuante de Dios, en donde Dios se relaciona con los hombres para conducirles a su vocación
definitiva.
Pedro heredó de Jesús su autoridad. Cuando la gente preguntaba qué hacer, Pedro, al igual
que Jesús, tenía la respuesta. Pero la respuesta de Pedro era siempre relativa a Jesús (Hch
2,37-38):
Al oír esto, se dolieron de corazón y les dijeron a Pedro y a los demás Apóstoles: “¿Qué
tenemos que hacer, hermanos?” Pedro les dijo: “Convertíos, y que cada uno de vosotros
se bautice en el nombre de Jesucristo para perdón de vuestros pecados y recibiréis el don
del Espíritu Santo”.
En menos de dos meses después de la Resurrección ya existía una Iglesia de unos tres mil
cristianos en Jerusalén. Celebraban la Eucaristía, escuchaban la predicación de los Apóstoles y
compartían todo lo que tenían para que no hubiera ricos ni pobres entre ellos.
Pedro también recibió de Jesús el poder de curar. Un día un mendigo cojo le pidió limosna a
Pedro a la puerta del Templo (Hch 3,6-7):
Entonces Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo te lo doy: ¡En el nombre
de Jesucristo Nazareno, levántate y anda!” Y tomándole de la mano derecha lo levantó, y
al instante se fortalecieron los pies y los tobillos.
Jesús había transmitido todo lo suyo a sus Apóstoles, no se había guardado nada para sí.
Pedro, además, tenía la gracia particular de actuar con las acciones de Jesús.
Ante el continuo incremento de fieles cristianos en Jerusalén, los sumos sacerdotes judíos y las
autoridades ordenaron arrestar a los Apóstoles. Los llevaron hasta el Sanedrín y, una vez más,
Pedro respondió en nombre de todos ellos (Hch 4,7-10):
Les hicieron comparecer en el centro y les preguntaron: “¿Con qué poder o en nombre de
quién habéis hecho vosotros esto?” Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les
respondió: “Jefes del pueblo y ancianos, si nos interrogáis hoy sobre el bien realizado a
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un hombre enfermo y por quién ha sido sanado, quede claro a todos vosotros y a todo el
pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros
crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por Él se presenta éste sano
ante vosotros.
En estos comienzos de la Iglesia vemos cómo el poder y la autoridad de Jesús para curar y
predicar fueron transmitidos en su totalidad a los apóstoles. Pedro continúa siendo su jefe en
todo momento. Cuando un matrimonio intentó estafar a la Iglesia, fue Pedro quien pronunció
la sentencia de Dios sobre ellos (Hch 5,1-11):
—Ananías —le dijo Pedro—, ¿cómo es posible que Satanás haya llenado tu corazón para
que le mintieras al Espíritu Santo y te quedaras con parte del dinero que recibiste por el
terreno? 4 ¿Acaso no era tuyo antes de venderlo? Y una vez vendido, ¿no estaba el
dinero en tu poder? ¿Cómo se te ocurrió hacer esto? ¡No has mentido a los hombres sino
a Dios!
Al oír estas palabras, Ananías cayó muerto. Y un gran temor se apoderó de todos los que
se enteraron de lo sucedido. Entonces se acercaron los más jóvenes, envolvieron el
cuerpo, se lo llevaron y le dieron sepultura.
Unas tres horas más tarde entró su esposa, sin saber lo que había ocurrido.
—¿Por qué os pusisteis de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? —le
recriminó Pedro—. ¡Mira! Los que sepultaron a tu esposo acaban de regresar y ahora te
llevarán a ti.
En ese mismo instante ella cayó muerta a los pies de Pedro. Entonces entraron los
jóvenes y, al verla muerta, se la llevaron y le dieron sepultura al lado de su esposo. Y un
gran temor se apoderó de toda la iglesia y de todos los que se enteraron de estos
sucesos.
Todos los Apóstoles obraban milagros y enseñaban, pero es Pedro quien recibe de Jesucristo
la autoridad para estar a la cabeza de la Iglesia. Por eso hoy el sucesor de Pedro (el Papa) goza
de una gracia especial y singular de Dios para el gobierno y la doctrina de la Iglesia.
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El martirio de Esteban
La primitiva Iglesia instituyó la figura del diácono como colaborador del Apóstol (obispo) para
las tareas de servicio a la comunidad (Hch 6,1-7):
En aquellos días, al crecer el número de los discípulos, se levantó una queja de los
helenistas judíos que hablaban en griego contra los hebreos, judíos que hablaban en
arameo, porque sus viudas estaban desatendidas en la asistencia diaria. Los Doce
convocaron a la multitud de los discípulos y les dijeron: “No es conveniente que nosotros
abandonemos la palabra de Dios para servir las mesas… Escoged, hermanos, de entre
vosotros a siete hermanos de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría. Y eligieron a
Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás”.
La predicación de los Apóstoles, que ganaba adeptos con el paso del tiempo, no estaba exenta
de persecución por parte de las autoridades judías. En un momento dado, el diácono Esteban
ofendió a ciertas personas al defenderse en un debate público (Hch 6,9-10). Éstas se vengaron
acusándole de blasfemo. Cuando le dieron la oportunidad de defenderse, Esteban pronunció
un largo discurso que está recogido en Hch 7 (Hch 7,1-53). Explicó al Sanedrín cómo la venida
de Cristo había sido anunciada en todo el Antiguo Testamento. Después manifestó la
divinidad del Hijo: “Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de
Dios”. Esta manifestación constituyó la prueba necesaria para acusarle formalmente de
blasfemia, como buscaban. Se lanzaron contra él, lo sacaron fuera de la ciudad y le lapidaron
tras dejar sus vestimentas a los pies de un joven llamado Saulo (quien más adelante se
convertiría en Pablo, el nuevo apóstol cristiano). Esteban se había convertido, cuatro años
después de la Resurrección, en el primer mártir cristiano (el protomártir).
Este episodio proporcionó a las autoridades el detonante para comenzar una agria
persecución a la Iglesia. El propio Saulo encabezó una cuadrilla brutal de guardias del Templo
que irrumpían sin avisar en los hogares de familias cristianas y las apresaban para meterlas en
la cárcel (Hch 8,3).
Al principio parecía que la persecución surtía efecto, pues muchos cristianos huyeron de
Jerusalén hasta que sólo quedaron los Apóstoles. Pero no se perdió su fe. En vez de destruir la
Iglesia, la persecución hizo que se extendiera a través de Judea y Samaría hasta ciudades
cercanas a Damasco.
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La Eucaristía fue desde el principio lo que distinguía a los cristianos como cristianos. Los
primeros cristianos iban al Templo todos los días y después celebraban la Eucaristía en sus
casas. Sabían que habían recibido toda la verdad sobre el plan salvífico de Dios, pero no
pensaban que estuvieran empezando una nueva forma de religiosidad.
Fue entonces cuando los cristianos comenzaron a entender que lo específicamente propio de
los bautizados es la celebración de la Eucaristía, para lo cual se reunían en sus casas
particulares en el domingo (Dies Domini).
La Iglesia Apostólica centró sus esfuerzos en predicar el Evangelio a los judíos y a los
samaritanos. Sin embargo, Jesús les había enviado a todas las naciones. Tal expansión a los
gentiles comienza con la escena en la que Felipe bautiza al eunuco etíope (Hch 8,26-38).
Esta era la primera vez que un gentil era bautizado. El hecho de que fuera etíope tenía un rico
simbolismo. Para los romanos, Etiopía representaba el lugar más alejado del mundo conocido.
Felipe había sido guiado hasta el etíope por el Espíritu Santo. Era un signo de que el Evangelio
había de ser predicado a todas las naciones.
Mientras tanto, en Jerusalén cada vez resultaba más peligroso ser cristiano. Tras la muerte de
Esteban comenzó una cruenta persecución a la Iglesia por parte de los judíos. La persona que
encabezaba la acusación contra los cristianos era un fariseo llamado Saulo.
Saulo nació en Tarso, un puerto de mar al noroeste del Mediterráneo, en Cilicia. Era uno de los
cuatro centros culturales más importantes del Imperio Romano. Saulo era judío y ciudadano
romano, pues su padre había obtenido la ciudadanía romana. Tras sus primeros años de
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formación en Tarso, Saulo fue a Jerusalén a estudiar con Gamaliel, uno de los fariseos más
conocidos de la época. Por tanto, Saulo terminó teniendo un gran conocimiento de las
Escrituras hebreas y una íntegra formación en literatura y filosofía griegas.
Saulo era un apasionado de la Ley de Moisés. Este celo le permitió ganarse una alta posición
entre las autoridades judías. Sabemos que Saulo fue quien dirigió a los guardias del Templo
durante la primera gran persecución a los cristianos en Jerusalén: “Por su parte, Saulo hacía
estragos en la Iglesia, iba de casa en casa, apresaba a hombres y mujeres y los metía en la
cárcel” (Hch 8,3).
Saulo quedó ciego y desorientado. Jesús le envió a un cristiano, Ananías, que le atendió hasta
que recuperó la vista y le bautizó. Desde ese momento, Saulo fue a Arabia por un breve
periodo, regresó a Damasco y finalmente fue a Jerusalén para reunirse con los Doce. Al llegar
allí, Bernabé (uno de los pocos cristianos que no fue reticente a la presencia de Saulo) lo llevó
a ellos y les pidió que escucharan su historia. A partir de entonces, Pablo protagonizó el primer
gran periodo de expansión de la Iglesia.
Con la expansión universal se plantea la pregunta de si los nuevos cristianos debían hacerse
judíos antes de bautizarse. Esto obligaba a la circuncisión. La respuesta la obtuvo Pedro del
mismo Jesús durante su estancia en casa de Cornelio (centurión romano, incircunciso pero fiel
al Dios de Israel, que había hecho llamar a Pedro a su casa), aunque no acertó a entenderlo
entonces. La escena es narrada en Hch 10,9-16:
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Al día siguiente, mientras ellos iban de camino y se acercaban a la ciudad, Pedro subió a
la azotea a orar. Era casi el mediodía. Tuvo hambre y quiso algo de comer. Mientras se lo
preparaban, le sobrevino un éxtasis. Vio el cielo abierto y algo parecido a una gran
sábana que, suspendida por las cuatro puntas, descendía hacia la tierra. En ella había
toda clase de cuadrúpedos, como también reptiles y aves.
—¡De ninguna manera, Señor! —replicó Pedro—. Jamás he comido nada *impuro o
inmundo.
Muy poco después, en casa de Cornelio, el Espíritu Santo descendió sobre la multitud, tanto de
judíos como de gentiles, que escuchaban la predicación de Pedro: “¿Podrá alguien negar el
agua del bautismo a estos que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?” (Hch 10,47).
Todos los creyentes allí reunidos, tanto judíos como gentiles, fueron bautizados.
En el año 49 ó 50 los Apóstoles decidieron convocar un concilio en Jerusalén para tratar esta
cuestión. Las principales posiciones eran encarnadas por Santiago el Justo, pariente de Jesús y
obispo de Jerusalén (judío y fiel seguidor de la Ley) y Pablo. La discusión fue larga. Finalmente,
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—Hermanos, sabéis que desde un principio Dios me escogió de entre vosotros para que
por mi boca los gentiles oyeran el mensaje del evangelio y creyeran. Dios, que conoce el
corazón humano, mostró que los aceptaba dándoles el Espíritu Santo, lo mismo que a
nosotros. Sin hacer distinción alguna entre nosotros y ellos, purificó sus corazones por la
fe. Entonces, ¿por qué tratáis ahora de provocar a Dios poniendo sobre el cuello de esos
discípulos un yugo que ni nosotros ni nuestros antepasados hemos podido soportar? ¡No
puede ser! Más bien, como ellos, creemos que somos salvos por la gracia de nuestro
Señor Jesús.
Toda la asamblea guardó silencio para escuchar a Bernabé y a Pablo, que les contaron
las señales y prodigios que Dios había hecho por medio de ellos entre los
gentiles. Cuando terminaron, Jacobo tomó la palabra y dijo:
—Hermanos, escuchadme. Simón nos ha expuesto cómo Dios desde el principio tuvo a
bien escoger de entre los gentiles un pueblo para honra de su nombre. Con esto
concuerdan las palabras de los profetas, tal como está escrito:
“Después de esto volveré y reedificaré la choza caída de David. Reedificaré sus ruinas, y
la restauraré, para que busque al Señor el resto de la humanidad, todas las naciones que
llevan mi nombre”.
Esta famosa reunión, recogida en Hch 15, fue el primer Concilio de la historia. Hoy lo
conocemos como Concilio de Jerusalén.
Pablo apóstol
En Hch se hace gran esfuerzo para mostrar que Pablo tiene la misma autoridad que los
Apóstoles, de forma que uno de los grandes objetivos de Hch es mostrar que Pablo era
realmente un Apóstol. Por ello, se presenta el ministerio de Pablo como paralelo al de Pedro:
Pedro Pablo
Su primer discurso anuncia el cumplimiento Su primer discurso anuncia el cumplimiento
de la alianza davídica (Hch 2,14-36) de la alianza davídica (Hch 13,16-41)
Reprende a Simón el Mago (Hch 8,9-24) Reprende a Barjesús el Mago (Hch 13,6-12)
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Dios muestra su poder a través de Pablo, como lo hace a través de Pedro. Esto es lo que hace
de Pablo un verdadero Apóstol.
Pablo fue elegido por Jesús para una misión muy especial: llevar el Evangelio a los gentiles.
Estaba perfectamente cualificado para ellos:
- Recibió una formación clásica que le permitió hablar a los griegos y a los romanos.
- Esa educación también le dio una sólida base lógica y filosófica, lo que le sirvió para
hacer importantes aclaraciones en la doctrina cristiana.
Pablo comprendió que la Nueva Alianza es el cumplimiento de la Antigua Alianza, por lo que
es natural comenzar su predicación por los judíos, que eran los portadores de la Antigua
Alianza. Pero era perfectamente consciente de que la Palabra de Dios era para todo el mundo
(Hch 13,46-48, en Antioquía de Pisidia):
“Te he puesto por luz para las naciones, a fin de que lleves mi salvación hasta los
confines de la tierra.”
Al oír esto, los gentiles se alegraron y celebraron la palabra del Señor; y creyeron todos
los que estaban destinados a la vida eterna.
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Además, entendía que la Nueva Alianza eliminaba cualquier distinción entre personas por
razón de la circuncisión: “Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre ni
entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús” (Ga 3,28).
Si la Ley es superada por la gracia de Cristo, ¿cuál es el papel de la Ley? Pablo explica que la
Ley mosaica era una especie de pedagogo. En la cultura grecolatina, un pedagogo o tutor era
un esclavo al que el padre de familia le daba plena autoridad sobre el hijo para su formación.
Tiene autoridad sobre el hijo hasta que éste alcance la edad adulta, pero está absolutamente
sujeto al padre. La Ley es nuestro pedagogo hasta la venida de Cristo, en la que alcanzamos la
edad adulta en la fe (Ga 3,23-27; 4,1-2,7):
Antes de venir esta fe, la ley nos tenía presos, encerrados hasta que la fe se revelara. Así
que la ley vino a ser nuestro guía encargado de conducirnos a Cristo, para que fuéramos
justificados por la fe. Pero ahora que ha llegado la fe, ya no estamos sujetos al guía.
Todos vosotros sois hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús, porque todos los que
habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. (Ga 3,23-27)
Esto no quiere decir que la Ley sea mala, ni que nos conduzca al mal. Todo lo contrario. La falta
está en nuestro pecado, que es la inclinación de nuestro dinamismo razón-voluntad hacia lo
malo, a sabiendas de que lo es (Rm 7,7-17):
¿Qué concluiremos? ¿Que la ley es pecado? ¡De ninguna manera! Sin embargo, si no
fuera por la ley, no me habría dado cuenta de lo que es el pecado. Por ejemplo, nunca
habría sabido yo lo que es codiciar si la ley no hubiera dicho: «No codicies.» Pero el
pecado, aprovechando la oportunidad que le proporcionó el mandamiento, despertó en
mí toda clase de codicia. Porque aparte de la ley el pecado está muerto. En otro tiempo
yo tenía vida aparte de la ley; pero cuando vino el mandamiento, cobró vida el pecado y
yo morí. Se me hizo evidente que el mismo mandamiento que debía haberme dado vida
me llevó a la muerte; porque el pecado se aprovechó del mandamiento, me engañó, y
por medio de él me mató.
Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual. Pero yo soy meramente humano, y estoy
vendido como esclavo al pecado. No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que
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quiero, sino lo que aborrezco. Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en
que la ley es buena; pero, en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva a cabo sino el pecado
que habita en mí.
La Ley es la que constata que somos pecadores (Rm 3,20). Pero la Ley no nos perdona el
pecado. La Ley no justifica, no nos hace justos en el sentido de merecedores de las promesas
de salvación de Dios. Sólo Dios puede justificarnos. No podemos ganarnos la justicia, pero
Dios nos la concede como un don que se nos da por el sacrificio salvador de Cristo, que expía
nuestro pecado (Rm 8,1-4):
Por lo tanto, ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús,
pues por medio de él la ley del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de la
muerte. En efecto, la ley no pudo liberarnos porque la naturaleza pecaminosa anuló su
poder; por eso Dios envió a su propio Hijo en condición semejante a nuestra condición de
pecadores, para que se ofreciera en sacrificio por el pecado. Así condenó Dios al pecado
en la naturaleza humana, a fin de que las justas demandas de la ley se cumplieran en
nosotros, que no vivimos según la naturaleza pecaminosa sino según el Espíritu.
En este sentido, es por la fe que somos justificados, y no por la mera obra de la Ley. Pero
Pablo no dice que las obras sean inocuas o que no haya vínculo alguno entre la fe y las obras.
Es falsa la postura de quien piense que la fe puede suplir obras malas simplemente porque la
fe conduce a las obras buenas. Una carta de Santiago se ocupa de aclarar esta cuestión (St
2,14-18):
Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno alegar que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso
podrá salvarle esa fe? Supongamos que un hermano o una hermana no tienen con qué
vestirse y carecen del alimento diario, y uno de vosotros les dice: «Que os vaya bien;
abrigaos y comed hasta saciaros», pero no les da lo necesario para el cuerpo. ¿De qué
servirá eso? Así también la fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta.
Los viajes de Pablo le llevaron por gran parte del Imperio Romano. En Asia Menor, en Grecia y
en la propia Roma predicó el Evangelio, fundó varias iglesias y reconfortó varias iglesias que ya
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habían sido fundadas por otros Apóstoles. Fueron viajes apostólicos cargados de sufrimiento y
persecución, pero también de fe y amor (2Cor 11,25-30):
Tres veces me golpearon con varas, una vez me apedrearon, tres veces naufragué, y pasé
un día y una noche como náufrago en alta mar. Mi vida ha sido un continuo ir y venir de
un sitio a otro; en peligros de ríos, peligros de bandidos, peligros de parte de mis
compatriotas, peligros a manos de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el
campo, peligros en el mar y peligros de parte de falsos hermanos. He pasado muchos
trabajos y fatigas, y muchas veces me he quedado sin dormir; he sufrido hambre y sed, y
muchas veces me he quedado en ayunas; he sufrido frío y desnudez. Y como si fuera
poco, cada día pesa sobre mí la preocupación por todas las iglesias. ¿Cuando alguien se
siente débil, no comparto yo su debilidad? Y cuando a alguien se le hace tropezar, ¿no
ardo yo de indignación?
Al final acabó en Roma. Lo enviaron allí como prisionero (al ser ciudadano romano, tenía
derecho a apelar ante el Emperador). Durante su cautiverio recibió visitas como la de Lucas
(quien escribiría Hch) y escribió cartas a algunas comunidades cristianas fundadas por él
(cartas que podemos leer en la Sagrada Escritura). Finalmente, Pablo murió en Roma durante
la persecución de Nerón. Hay tradiciones que cuentan que murió el mismo día que Pedro
(aunque no hay datos históricos). Sí sabemos que Pedro fue crucificado y Pablo fue
decapitado.
Las epístolas paulinas son un conjunto de trece cartas (epístolas) escritas o atribuidas a San
Pablo y redactadas en el siglo I. Se trata de un corpus de escritos representativos del
llamado cristianismo paulino que terminaron por integrar el canon bíblico.
Suelen distinguirse las llamadas epístolas paulinas auténticas, que tienen en Pablo de Tarso su
autor prácticamente indiscutido, de las epístolas pseudoepigráficas o deuteropaulinas, un
conjunto de escritos epistolares que se presentan como suyos pero que la crítica moderna,
conocedora del fenómeno de la pseudoepigrafía típico de las obras antiguas orientales y
griegas, atribuye en grado diverso a otros autores asociados con Pablo. Las llamadas epístolas
auténticas (Rm, 1Cor, 2Cor, Gal, Flp, 1Ts, Flm), dirigidas a creyentes cristianos de
las iglesias que el Apóstol fundó durante sus viajes misioneros después de su conversión,
conforman la sección más antigua del corpus del Nuevo Testamento: la crítica textual
moderna sostiene de forma prácticamente unánime que fueron escritas por la mano del
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Apóstol apenas 20-25 años después de la muerte de Jesús. Probablemente el texto más
antiguo del Nuevo Testamento es 1Ts.
De todas las cartas paulinas, cuatro son personales (Fil, Tt, 1Tm, 2Tm), mientras que el resto
son colectivas (1Ts, 2Ts, Gal, 1Cor, 2Cor, Rm, Flp, Col, Ef), esto es, no dirigidas a una persona
en particular sino a la comunidad eclesiástica de manera colectiva.
A estas trece cartas paulinas suele añadirse la carta a los Hebreos. Con respecto a Hb, la crítica
bíblica actual señala que el autor no es propiamente Pablo. De hecho, en su texto no se indica
ni el remitente ni los destinatarios y, en el siglo II, Ireneo de Lyon dijo que la mentalidad era
paulina pero que la pluma sólo Dios lo sabe.
Primer y segundo viajes de Pablo (Hch 13,4; 14,26 y Hch 15,40; 18,22)
Tercer viaje de Pablo (Hch 18,23; 21,17) y viaje a Roma (Hch 21,26 – 28,31)
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