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Hotel Cerro de Híjar

…Cuentan que, en 1898, vivía en Tolox Ricardo Giménez. Era el propietario de


la mitad de las tierras que rodeaban el pueblo, la mayoría viñedos, de los que
dependía la economía de sus habitantes.

Don Ricardo, como lo llamaban en el pueblo, era un hombre ambicioso que


aspiraba a poseer la hacienda de su peor enemigo, José Ibáñez.

Plantearse una sociedad, era impensable puesto que ninguno de los dos,
cedería nada al otro. Sólo cabía una posibilidad que aceptarían sin problemas: el
matrimonio de Isabel, la única hija de José, con Ricardo. Este acuerdo les beneficiaba
a los dos porque la hacienda pasaría a los herederos por venir.

En todo este negocio no se había contado con la opinión de la principal


interesada: Isabel que, por otro lado y según las costumbres de la época, era
irrelevante; sin embargo para ella, el anuncio de su compromiso, fue un golpe
demoledor. Tenía dieciséis años y Ricardo cuarenta y dos. Él era un hombre antipático
y dominante al que, desde pequeña, le había tenido miedo.

Don Ricardo había hecho construir una hermosa casa señorial en lo más alto del
Cerro de Híjar, con una torre desde donde podía vigilar todo el pueblo. Tenía muchas
habitaciones, pues su intención era formar una gran familia.

La había rodeado de un precioso jardín donde, en las tardes de verano, podían


contemplarse sus extraordinarios atardeceres teñidos de rojo y violeta que, casi
permitían tocar el cielo; luego, la luna se paseaba en todo su esplendor entre las
montañas pobladas de pinos, castaños y pinsapos. Era un lugar idílico, aunque
Ricardo Giménez, nunca hubiera apreciado estas maravillas, dada su poca
sensibilidad y romanticismo.

Llegó el nefasto día de la boda para la joven Isabel que estaba aterrorizada ante
lo desconocido de la convivencia con aquel hombre temido por su carácter violento. Se
celebró en la más estricta intimidad, en la capilla de la mansión, pequeña y recogida.
Después se celebraría un banquete en Tolox donde estaban invitadas todas las gentes
de posición relevante del pueblo: el cura, el alcalde, el médico, el maestro y las
autoridades; cada una con su correspondiente familia, excepto el cura, que sólo asistió
con su sobrina.

Esa noche, cuando la pareja subió hasta el dormitorio de la torre, él iba


satisfecho por todo lo conseguido, además de la preciosa niña a la que haría suya
sabiendo que era el primero y único que la tocara en su vida. Para ella, sería una
noche de miedo e incertidumbre puesto que era ignorante de lo que le esperaba.

A la mañana siguiente, don Ricardo bajó a desayunar a las siete, como todos los
días, pero tal vez, un poco más serio de lo acostumbrado. Cuando se hubo marchado,
bajó doña Isabel; estaba pálida y su semblante había sufrido una transformación que
asustó a las sirvientas, tan dura e infranqueable era su expresión; se borró de su

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rostro la sonrisa para siempre y parecía haber madurado de la noche a la mañana; la
niña de dieciséis años del día anterior, ahora era una mujer reservada y fría.

Pasaban los meses sin el anuncio de un embarazo, lo que ponía de peor humor
a don Ricardo, cuyas consecuencias sufrían no sólo su esposa, si no también todos
aquellos que dependían de él y que aguantaban sus abusos de poder rayano en la
locura.

Isabel se refugiaba con frecuencia en la capilla donde encontraba el


recogimiento, la paz y el silencio que su alma dolorida necesitaba; se sentía protegida
por aquellas paredes, aunque ya no rezaba nunca, porque había perdido la fe.

Una tarde en la que ella meditaba, escuchó un ruido extraño que llamó su
atención y se sintió enfadada con sus sirvientes, por no obedecer la orden de no
molestarla cuando estuviera allí. Era como si alguien se arrastrara y se escuchaba una
respiración jadeante; con miedo y precaución, se fue acercando hasta encontrar la
razón de aquella intromisión en su refugio. Su sorpresa fue enorme al contemplar a un
hombre tumbado en el suelo, incapaz de continuar avanzando. De su pecho brotaba
un hilo de sangre que formaba un pequeño charco en el suelo de piedra. Era joven,
moreno y fuerte, pero muy pálido y desvalido. El miedo se borró completamente de su
mente, se arrodilló junto a él.

− ¿Quién es usted? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿qué le ha pasado?


Esperó una respuesta que pareció no llegar nunca, tan débil se sentía aquel
hombre.
− Soy Higinio Vera…me han dado un navajazo…vengo huyendo por mi vida…-
tomando aire con dificultad.
− Eso es terrible, llamaré a los criados y le llevaran a una cama donde pueda
descansar como es debido; el médico no tardará en llegar, mandaré a buscarlo
inmediatamente.
− Por favor, no lo haga, me persigue la justicia… En cuanto pueda me iré y no
volverá a saber de mí. – le pidió con una súplica en sus negros ojos -: le ruego que no
me delate.
Isabel no lo pensó demasiado; con más fuerza de la que se intuía en su delicado
cuerpo, ayudó al hombre a levantarse y apoyado en ella, consiguió llevarlo hasta la
pequeña sacristía, detrás del altar, lo dejó sentado en una silla y le dijo que esperase,
que ella volvería enseguida.
Al cabo de unos minutos que a Higinio se le antojaron horas, apareció Isabel con
todo lo necesario para hacerle una cura de urgencia. Lo importante era detener la
hemorragia que parecía llevarse su vida con cada segundo que pasaba. Después,
volvió a dejarlo solo y apareció a los pocos minutos cargada de mantas con las que
improvisó una cama donde Higinio pudiera descansar.
Así, durante varias semanas, Isabel se encerraba en la capilla en cuanto Ricardo
se marchaba cada mañana.
De todo esto, surgió un amor apasionado que arrastró a los enamorados a una
decisión, como poco, arriesgada.
− Me voy contigo – le dijo a Higinio, mientras apoyaba su cabeza en su ya curado
torso -, no quiero que me convenzas de que es una locura, ya lo sé, pero me es
imposible continuar en esta casa con mi marido; me moriré sin ti o me mataré por ti.

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− Mi vida es un constante huir, tú no estás acostumbrada a vivir en el monte sin
las comodidades que disfrutas aquí, con otros hombres como yo, bandoleros que
roban para subsistir – le acariciaba el pelo, como si fuera ya una despedida -, no
quiero que sufras por mis culpas.
Se fueron esa misma madrugada.

La desaparición de Isabel, dejó a todo Tolox perplejo. Se organizaron cuadrillas


de búsqueda sin que nadie encontrara la más pequeña pista que ayudara a entender
lo ocurrido. Según sus criadas, ella estaba como siempre ese día y no habían visto
ningún desconocido que pudiera habérsela llevado.
El caso de la extraña desaparición, dio pie a toda clase de conjeturas entre la
supersticiosa gente del pueblo; incluso se habló de fantasmas, de ánimas, de
demonios que se llevaban a los vivos…
Don Ricardo que, nada más confirmarse la desaparición de su esposa, dejó todo
cuanto estaba haciendo y se fue a comprobar si ella había cogido algo del escondite
donde guardaba una buena parte de su fortuna; descansó al ver que todo seguía
intacto pero, a pesar de esto, no pudo superar el golpe que para su orgullo supuso la
pérdida de su esposa y a los pocos meses, murió de un ataque al corazón.
José Ibáñez se hizo cargo de las tierras, pero no quiso saber nada de la casa del
Cerro de Híjar, donde había perdido a su pequeña Isabel. Así que se despidió a la
servidumbre y se cerró la casa para siempre.

Habían pasado tres años, cuando Isabel volvió al Cerro de Híjar. Llegó al
amanecer, con las primeras luces del día, después de andar por el monte durante toda
la noche, iluminada solo por la luna; no quería que nadie la viera; no podría soportar
tener que dar explicaciones que justificasen el estado en que se encontraba su ropa, si
se podía llamar a sí a aquellos harapos que la cubrían. Jamás hablaría a nadie sobre
la vida que había llevado en el monte junto a Higinio. Ella sólo quería recordar los
momentos felices que habían disfrutado; sería su única razón de vivir; pero a pesar de
esta determinación, no lograba rechazar las imágenes de aquel terrible día en que
fueron acorralados por los guardias y que fue el último para los compañeros y para el
propio Higinio que cayó abatido por varios disparos. Ella estaba escondida y tuvo que
morderse los labios para no gritar cuando lo vio caer; dudó en salir del escondite y
morir con él, o seguir con vida para recordarle siempre; no sabía cómo logró callar,
pero cuando todo acabó, ya había decidido volver a su casa.
No esperaba encontrarla abandonada, ni el jardín tan descuidado donde las
hierbas se habían apoderado de las flores. Todo parecía estar muerto, tan muerto
como ella se sentía por dentro.
Su plan era entrar por la puerta de la capilla y subir hasta su habitación, mientras
el servicio se ocupaba del desayuno de don Ricardo; asearse y cambiarse de ropa,
para no causar peor impresión de la que ya se llevarían. No fue necesario llevarlo a
cabo.
Por suerte la capilla estaba abierta, solo tuvo que empujar la pesada puerta y
cedió; buscó bajo la pila de agua bendita, la llave que abría la puerta por la que se
accedía a la casa. Todo estaba como si nadie lo hubiera tocado, solo tenía polvo y
telarañas. Subió a su dormitorio, se lavó y vistió para dormir. Así lo hizo durante todo
el día y la noche siguiente.

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El primer paso fue mirar en el escondite de la fortuna de su marido, si seguía allí,
tendría la vida resuelta. Así fue, tomo un poco de dinero, se arregló esmeradamente y
bajó hasta el pueblo, donde la gente la miraba como a una aparecida de ultratumba.
Habló con el alcalde quien le comunicó el fallecimiento de su padre y que, por lo
tanto todas las tierras habían pasado a ser propiedad del municipio, excepto la casa,
que continuaba a nombre de Isabel; don Ricardo lo había hecho así, como regalo de
bodas. Si hubiera seguido desaparecida durante siete años, se la hubiera dado por
muerta y también la casa pasaría a ser propiedad del ayuntamiento, pero no era el
caso.
Isabel volvió a contratar al servicio y pusieron la casa en las condiciones de
limpieza y orden debidos, así como el jardín.
Ella sabía que, aunque la fortuna que le quedaba era grande, no sería suficiente
para vivir muchos más años, así que anunció la casa del Cerro de Híjar, como casa de
reposo para personas acaudaladas que necesitasen un descanso respirando los aires
saludables de la Sierra de las Nieves.
Isabel vivió una larga vida y jamás se volvió a casar, ni tampoco dio
explicaciones sobre los años de su desaparición.
Actualmente, esa casa es el Hotel Cerro de Híjar.

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