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Las Disyuntivas de La Izquierda en América Latina
Las Disyuntivas de La Izquierda en América Latina
EN AMÉRICA LATINA
CLAUDIO KATZ
ÍNDICE
00.Introducción
01.Las nuevas rebeliones latinoamericanas
02.Gobiernos y regímenes en América Latina
03.Las encrucijadas del nacionalismo radical
04.Estrategias socialistas en América Latina
05.Socialismo o neodesarrollismo
06.Centroizquierda, nacionalismo y socialismo
07.Los problemas del autonomismo
08.Pasado y presente del reformismo
09.Los efectos del dogmatismo
a. Catastrofismo
b. Esquematismos
10.Interpretaciones de la democracia en América Latina
11.La democracia socialista del siglo XXI
12.Controversias sobre la revolución
13.Hipótesis revolucionarias
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INTRODUCCIÓN
01. LAS NUEVAS REBELIONES LATINOAMERICANOS
América Latina se ha convertido en un foco de resistencia al imperialismo y al
neoliberalismo a partir de los levantamientos en Bolivia, Ecuador, Venezuela y Argen-
tina. Estas rebeliones enarbolaron reclamos coincidentes de anulación de las privatiza-
ciones, nacionalización de los recursos naturales y democratización de la vida política.
Las luchas rurales se expandieron, pero la reforma agraria ya no es la única peti-
ción y ha decrecido el rol protagónico del campesinado. Las demandas político-
culturales de los indígenas han recobrado actualidad luego de siglos de avasallamientos,
confirmando que los oprimidos pueden asumir varias identidades. Pero esta reivindica-
ción no debe dividir a los explotados.
Una gran variedad de sujetos populares lideró las rebeliones recientes. La reor-
ganización neoliberal del trabajo y el rol de las burocracias sindicales redujeron la gra-
vitación de los obreros industriales, pero no impidieron la activa intervención de los
asalariados. Sólo una óptica clasista permite entender la dinámica de confluencia entre
oprimidos y explotados que se observó en las sublevaciones.
Las rebeliones contribuyeron a revertir la secuencia de derrotas populares en que
se asienta el neoliberalismo y expresaron una sólida herencia de nacionalismo antiimpe-
rialista, conquistas democráticas y experiencias anticapitalistas. América Latina ha sa-
cado provecho de los reveses que soporta el Pentágono en Irak y su protagonismo en la
periferia obedece a tradiciones de autonomía post-colonial de larga data.
Los levantamientos recientes fueron rebeliones radicales que superaron los esta-
dios básicos de la protesta social. Pero no incluyeron los desafíos al estado, las formas
de poder popular y los desenlaces militares, que caracterizaron a las revoluciones de
México, Bolivia, Cuba y Nicaragua.
El término revolución es utilizado actualmente para realzar conquistas sociales y
esperanzas de emancipación, pero también debe servir para evaluar la intensidad de una
lucha social. Conviene distinguir ambos sentidos y reconocer las diferencias que sepa-
ran la actual oleada de sublevaciones de una situación revolucionaria continental.
Las rebeliones actualizan viejas reivindicaciones sociales y nacionales y han me-
jorado las condiciones para obtener conquistas populares. Pero las principales demandas
continúan pendientes y su logro exige desplazar del poder a las clases dominantes.
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El presidencialismo es un efecto general de la vulnerabilidad periférica. Pero
Uribe, Lula y Chávez acaparan facultades con finalidades muy opuestas. En ciertos ca-
sos el acceso de mujeres, indígenas y ex obreros a la presidencia expresa el ascenso de
sectores plebeyos y en otros disfraza la permanencia de las elites en el poder.
La derecha refuerza las plutocracias que la centroizquierda intenta disimular y
los nacionalistas pretenden eliminar. Los tres tipos de gobiernos se asientan en meca-
nismos formales e informales. La mayor gravitación de los partidos o del clientelismo
no es una peculiaridad de gobiernos progresistas o reaccionarios y la actual contraposi-
ción entre republicanos y populistas es una falsa disyuntiva. Este contraste no sustituye
la distinción entre izquierda y derecha, ni esclarece los intereses sociales en juego.
La república que elogia el establishment es la antítesis de la democracia. Pro-
mueve la división de poderes para estabilizar los negocios y zanjar los conflictos entre
los capitalistas. El sistema republicano arrastra una historia de fragilidad periférica,
proscripciones oligárquicas y carencia de cohesión por arriba o legitimidad por abajo.
La derecha y el socio-liberalismo utilizan un doble patrón de legalidad republi-
cana para evaluar a sus aliados y a sus adversarios. Presentan al populismo como un
virus regional, pero no aclaran el significado de este fenómeno.
Por otra parte, los teóricos que elogian al populismo encubren su función regi-
mentadora y diluyen la tensión que opone a la centroizquierda con el nacionalismo radi-
cal. Mantienen la vaguedad del concepto y oscurecen con indefinidas referencias al
pueblo el sentido de la lucha de los oprimidos. Es vital caracterizar en la actual coyuntu-
ra regional el papel de cada clase social.
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los tres casos la política exterior independiente puede pavimentar una ruptura con el
imperialismo o facilitar el curso diplomático burgués que promueve el MERCOSUR.
El proceso venezolano tiene mayor proximidad con el nacionalismo militar que
sus equivalentes de Bolivia o Ecuador. Durante el siglo XX predominaron en América
Latina las acciones del ejército al servicio de las clases dominantes, pero también se
registraron varias experiencias radicales, El mayor problema radica en distinguir el ca-
rácter progresivo o regresivo de esas intervenciones. La ceguera frente al primer caso y
las ingenuidades frente al segundo tienen consecuencias nefastas. Es tan erróneo jerar-
quizar indiscriminadamente a los civiles frente a los militares, como olvidar que el na-
cionalismo militar no puede desenvolver por sí mismo un proceso de emancipación.
La revolución cubana demostró que es factible derrotar al imperialismo e iniciar
una transición socialista. Es importante recordar esta lección, frente a los cuestiona-
mientos que existen a la adopción de medidas anticapitalistas en Venezuela, Bolivia o
Ecuador. Si reaparece la audacia de los años 60, el anterior sostén de la URSS podría ser
compensado con otras alianzas externas. Los ritmos actuales difieren del pasado, pero
una prolongación del status quo impedirá avanzar hacia el socialismo.
Resuelta imposible predecir si una dirección jacobina volverá a franquear las
fronteras. Pero existen tendencias potenciales hacia esta radicalización, en un contexto
de luchas sociales más regionalizado.
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La tesis pro-desarrollista elude discutir la conveniencia de un empresariado lati-
noamericano. Subvalora, además, las dificultades para erigirlo y los obstáculos para
superar el carácter periférico del capitalismo regional. Esta visión omite los costos so-
ciales de semejante modelo y sobredimensiona las desavenencias entre banqueros e in-
dustriales.
Este enfoque por etapas debilita la lucha de los oprimidos, desdibuja el proyecto
popular y reduce las disyuntivas políticas actuales a una oposición entre centro-
izquierda y centro-derecha. Esta polarización obstruye los reclamos sociales y tiende a
neutralizar el antiimperialismo de los gobiernos nacionalistas.
Los dos planteos en pugna se expresan en Venezuela en iniciativas de radicali-
zación o congelamiento del proceso bolivariano. Esta misma divergencia induce en Bo-
livia al uso de la nueva renta petrolera para mejoras populares o para subsidios al capi-
tal. El resultado de esta puja a escala regional favorecerá la renovación del socialismo o
la restauración del capitalismo en Cuba.
La definición de alianzas y prioridades políticas constituye el principal problema
de la izquierda. Los distintos planteos en debate se nutren de raíces locales y foráneas,
pero recogen tradiciones opuestas de subordinación o resistencia a las clases dominantes
latinoamericanas.
La ausencia de planteos socialistas es más perniciosa que los errores de diagnós-
tico sobre el capitalismo contemporáneo. El socialismo es un concepto tan manoseado e
irreemplazable como la democracia. Renovar su contenido es el desafío de la época.
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nal autónomo son menos viables que en el pasado. La batalla por conquistas a escala
local debe formar parte de una propuesta antiimperialista radical.
Los nuevos gobiernos de Sudamérica comparten la crítica al neoliberalismo,
cuestionan las privatizaciones descontroladas, la apertura excesiva y la desigualdad so-
cial. También proponen erigir formas de capitalismo más productivas y autónomas con
mayores regulaciones del estado. Pero su llegada ha creado dos interrogantes: ¿Confor-
man un bloque común? ¿Facilitarán el acceso del pueblo al poder?
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El igualitarismo liberal resalta los fundamentos éticos de las reformas sin regis-
trar que el capitalismo impide la extensión de la igualdad política a la esfera económica.
Desconoce que la desigualdad es generada por el propio sistema e ignora las tensiones
que oponen a la dinámica mercantil con las conquistas sociales.
Las reformas son factibles pero no se acumulan, ni son irreversibles. El neolibe-
ralismo demuestra que traspasada cierta frontera las clases dominantes resisten drásti-
camente su implementación.
Los trabajadores no pueden repetir el camino burgués de hegemonía integral
previa al control del poder. Por eso la batalla por reivindicaciones mínimas debe enla-
zarse con metas anticapitalistas. Este horizonte permitiría la profundización de las re-
formas conquistadas desde abajo.
La tesis revolucionaria no propone la conspiración, ni el autoritarismo. Propugna
transformaciones sociales mayoritarias y el ejercicio de una autoridad legitimada por la
población.
El reformismo radical lucha por mejoras sin adoptar una perspectiva anticapita-
lista. Pero enfrenta el dilema de la consecuencia en los momentos críticos de choque
con las clases dominantes. En estas disyuntivas converge con su contraparte conserva-
dora o empalma con el socialismo.
La reforma y la revolución constituyen dos momentos de un mismo proceso de
transformación social. La acción por logros inmediatos puede integrarse a una estrategia
de ruptura anticapitalista superando falsas dicotomías. Hay que enfatizar la consecuen-
cia en la lucha y el contenido de un proyecto liberador, permitiendo que la experiencia
dilucide cuales son las reformas posibles y cuáles son inviables bajo el capitalismo con-
temporáneo.
Los programas de transición contribuyen a combinar reivindicaciones inmedia-
tas con propuestas socialistas. Pero su aplicación requiere valorar las conquistas míni-
mas y reconocer la gran variedad de situaciones nacionales. Las visiones catastrofistas
no logran esta síntesis porque descartan erróneamente la posibilidad de reformas signi-
ficativas. El alcance universal que actualmente presenta la lucha por reformas refuerza
la importancia de postular un proyecto socialista.
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Los catastrofistas no explican los mecanismos de la crisis. Mencionan la paupe-
rización absoluta, sin notar que la reproducción del capital exige la expansión del con-
sumo y que la conversión de asalariados en mendigos imposibilitaría el socialismo. Se
encandilan con la hipertrofia de las finanzas, olvidando que la interpretación marxista
jerarquiza la gravitación de la explotación en la esfera productiva. Realzan la sobrepro-
ducción sin definir sus causas y hablan de la tendencia decreciente de la tasa de ganan-
cia, desconociendo que esa disminución opera a través de ciclos periódicos. Presentan,
además, una visión naturalista de las leyes del capital, que recuerda el viejo objetivismo
positivista e ignora la especificidad de las ciencias sociales.
El catastrofismo es cuestionado por una vertiente moderada que comparte mu-
chas conclusiones del dogmatismo. Esa visión postula una teoría del capitalismo deca-
dente, que atribuye solo a esta etapa contradicciones que son propias de cualquier perío-
do. Buscan un punto intermedio entre la aceptación y el rechazo de la teoría del colapso
que les impide avanzar en la comprensión del capitalismo actual.
Los catastrofistas establecen una relación directa entre el derrumbe y la revolu-
ción social, desvalorizando la importancia de las condiciones propicias o adversas para
esta acción. Su enfoque torna superfluas las tácticas y las estrategias socialistas. Igno-
ran, además, la llamativa autonomía del colapso económico que demostraron las victo-
rias socialistas del siglo XX.
Los catastrofistas presentan escenarios políticos apocalípticos al aplicar indis-
criminadamente categorías de la revolución, que fueron concebidas para situaciones
muy específicas. Su expectativa en revoluciones inminentes precipitadas por catástrofes
financieras es incompatible con el reconocimiento de las reformas sociales.
Los dogmáticos participan en la obtención de estos logros pero descalifican la
posibilidad de sostenerlos, al estimar erróneamente que la era de esos avances está ce-
rrada. Esta contradicción conduce a un divorcio entre discursos de derrumbe y prácticas
sindical-reivindicativas.
ESQUEMATISMOS
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industrial y tampoco registra la variedad de oprimidos y explotados que encabezó las
rebeliones más recientes. Evalúa estos acontecimientos en código sociológico, supo-
niendo que la estructura clasista se mantiene invariable desde hace dos siglos. Desarro-
lla caracterizaciones sociales viciadas por su auto-visualización como exponente de la
clase obrera y se equivoca al definir a la revolución por los sujetos y no por los conteni-
dos anticapitalistas.
En su defensa de la dictadura del proletariado suele criticar a quienes prescinden
de un concepto que él mismo desecha en su actividad pública. El dogmático cuestiona la
democracia socialista, suponiendo erróneamente que el primer término es equivalente y
no incompatible con el capitalismo. Espera el surgimiento de los soviets, pero no detec-
ta los embriones de poder popular. Descarta, además, la posibilidad de cursos interme-
dios, a pesar de los antecedentes de gobiernos obrero-campesinos.
En sus caracterizaciones de América Latina desconoce la singularidad del neoli-
beralismo, ignora los triunfos populares y no observa diferencias entre los gobiernos
centroizquierdistas y nacionalistas radicales. Desvaloriza las nacionalizaciones en curso
y no compara los diagnósticos que emite, con la viabilidad de su propia propuesta.
La simplificación dogmática proviene de una atadura a temporalidades cortas.
Interpretan con ese criterio de inmediatez la teoría de la revolución permanente y no
ajustan su aplicación a los países avanzados y a las transformaciones de la periferia.
Los doctrinarios incentivan la creación de partidos que se auto-asumen como
vanguardia sin que los oprimidos reconozcan ese status. Diluyen la diferencia entre es-
tadios de gestación y existencia de un partido y recrean el verticalismo monolítico. Su
defensa de un modelo universal de organización política dificulta la unidad de los revo-
lucionarios y obstruye la recreación de la conciencia socialista.
El dogmatismo trasmite mensajes mesiánicos y adopta actitudes proféticas, que
desvirtúan el sentido experimental de la acción militante. Incentiva la condición minori-
taria y despilfarra esfuerzos en escaramuzas con el resto de la izquierda. Olvida que
remar contra la corriente debería constituir una circunstancia y no una norma. Elude
explicaciones públicas de sus propias dificultades, exhibe un gusto por la diferenciación
y utiliza un lenguaje inadmisible dentro de la izquierda. Esta actitud no permite desen-
volver un proyecto socialista y obliga a revisar el sentido actual de la identidad trotskis-
ta.
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establishment. Disuelven el análisis concreto de esta regresión en consideraciones abs-
tractas sobre la condición humana y resucitan las teorías que niegan a las masas capaci-
dad de auto-gobierno. Además, identifican a la democracia plena con el óptimo del
mercado desconociendo la naturaleza contrapuesta de ambos sistemas.
Por el contrario, los autores progresistas asocian las metas democráticas con la
participación ciudadana y consideran que esta intervención permite inclinar el funcio-
namiento del sistema constitucional a favor de los intereses populares. Pero ignoran las
barreras que interponen los capitalistas a la presencia de las masas cuando perciben
amenazas sus privilegios. Tanto el republicanismo social como el liberalismo igualita-
rista no toman en cuenta estas restricciones. Proponen una rehabilitación genérica de la
política, que solo resultaría beneficiosa si fortalece un proyecto de los oprimidos.
La intervención popular choca con el sostén del estado a la acumulación capita-
lista. Este conflicto es ignorado por muchos autores que proponen fortalecer y democra-
tizar a esa institución. Un error simétrico genera el deslumbramiento con la sociedad
civil. Una esfera que alberga el centro de la explotación no puede ser espontáneamente
favorable a la democracia real. La lucha consecuente por esta meta exige analizar el
capitalismo como totalidad, sin divorciar el ámbito privado de la actividad estatal.
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desarrollo personal no desaparecerán en una transición socialista, pero se desenvolverán
en un marco de principios igualitarios.
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dictaduras por regímenes constitucionales, esa revolución transitará por caminos dife-
rentes a la insurrección soviética o al sendero guerrillero. La preparación, los tiempos y
las formas de este desenlace son más complejos. Exigen un nuevo tipo de poder popular
surgido de la cohesión social, el protagonismo y la radicalización ideológica de los
oprimidos.
Las conquistas populares dentro de las trincheras institucionales pueden consti-
tuir un eslabón de avance hacia el poder, mediante reformas que complementen la ac-
ción revolucionaria. Pero la expectativa socialdemócrata en la permeabilidad del capita-
lismo impide comprender que la dominación capitalista será erosionada por medio de la
acción directa, traspasando los límites del constitucionalismo.
La contraposición de la revolución con las elecciones forma parte de la mitolo-
gía republicana. Oculta que el sufragio surgió y ha sido reiteradamente modificado por
esas eclosiones. Pero la arena electoral tiene una gravitación central para la acción de la
izquierda y la participación en los comicios es importante para evitar la marginalidad. Si
se proyecta la lucha social al terreno electoral esta concurrencia no implica adaptación
al orden vigente.
La violencia no se origina en la lucha revolucionaria, sino en la coerción econó-
mico-social que ejercen las clases dominantes y sostienen a través del estado. Esta opre-
sión impide gestionar las tensiones sociales en forma pacífica. Quienes igualan el uso de
la fuerza con la insubordinación popular exculpan a los responsables de la represión
cotidiana y condenan a sus víctimas. Con el socialismo se busca erradicar toda forma de
violencia, pero los capitalistas no resignarán pacíficamente sus privilegios. El uso ma-
yoritario de la fuerza es necesario y legítimo, aunque no se deben ocultar los peligros de
degeneración hacia el terror que entraña esa utilización.
Para avanzar en el proyecto socialista es necesario superar las divisiones entre
los oprimidos y rechazar la búsqueda de consensos con sectores capitalistas. Esta políti-
ca exige considerar varias hipótesis y recurrir a numerosas tácticas.
Las dificultades contemporáneas del proyecto socialista derivan del desconcierto
político creado por el ascenso neoliberal, luego del desplome de la URSS. No son pro-
ducto de una opción por el capitalismo como un mal menor.
La estrategia revolucionaria brinda un criterio de evaluación de distintas iniciati-
vas e incluye un componente ofensivo de selección de condiciones y oportunidades para
el momento de la revolución. La renuncia a discutir esta perspectiva conduce a la auto-
inmolación de la izquierda.
No se deben confundir las rupturas que introducen los quebrantamientos del or-
den vigente con las revoluciones que plantean desafíos al estado y abren la posibilidad
de forjar un nuevo poder popular. Para experimentar nuevos caminos hacia la emanci-
pación social es indispensable combinar racionalidad, audacia y originalidad.
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― CAPÍTULO 1 ―
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sis financieras y protestas con centenares de muertos, los intentos continuistas quedaron
opacados por un levantamiento militar (1992), que inauguró el proceso bolivariano.
El fracaso de un golpe empresarial sostenido por Estados Unidos (2002) y la
gran secuencia de victorias electorales, permitieron a Chávez sepultar el tradicional bi-
partidismo de las elites. Estas victorias han generado la actual polarización entre la de-
recha y el gobierno nacionalista. Esta confrontación se expresa cotidianamente en las
calles y en los medios de comunicación.
La cuarta rebelión significativa se verificó en diciembre del 2001 en Argentina.
Condujo a la caída del presidente neoliberal De la Rúa, que intentó mantener la política
de privatizaciones y desregulaciones instaurada en los años 90 por Menem. Esta suble-
vación coronó la resistencia de los desocupados, que expandieron su método de lucha
piquetero a todos los movimientos sociales y confluyeron en un gran levantamiento con
la clase media expropiada por los bancos.
La protesta alcanzó un nuevo pico frente a nuevas provocaciones represivas
(Puente Pueyrredón a mediados del 2002) que reactivaron la lucha popular. Esta resis-
tencia perdió intensidad posteriormente, pero ha impuesto un serio límite a las agresio-
nes capitalistas. Las clases dominantes lograron restaurar la autoridad del estado y con-
tuvieron la ira de los oprimidos a través del gobierno de Kirchner. Pero en un marco de
recuperación económica, debieron otorgar significativas concesiones sociales y demo-
cráticas.
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exigieron en la calle la reversión de una política económica, que produjo una depresión
sin precedente desde los años 30.
Estas mismas demandas han predominado en las movilizaciones de otros países.
La mayoría popular rechaza los acuerdos de libre comercio (Colombia, Perú, Centroa-
mérica), las secuelas de las privatizaciones (Chile, Uruguay), la desregulación laboral
(Brasil) y el encarecimiento de los alimentos (México).
Pero este cuestionamiento al neoliberalismo adopta también un perfil antiimpe-
rialista, ya que la liquidación de empresas públicas y la apertura comercial beneficiaron
a muchas corporaciones norteamericanas y europeas. La recuperación de la soberanía
nacional mediante la re-estatización de los recursos naturales ha sido un reclamo de
todas las rebeliones.
Esta exigencia desembocó en Bolivia en la nacionalización de los hidrocarburos.
El alcance de esta medida se encuentra actualmente en disputa, en los contratos que el
gobierno negocia con las multinacionales. En estas pujas se juega el monto de la renta
que absorberá el estado y el uso asignado a ese excedente. La movilización social impu-
so también la extensión de las nacionalizaciones a otros sectores (agua, ferrocarriles,
teléfonos), aunque es evidente que el futuro del país se define el manejo estatal del pe-
tróleo y el gas2.
La misma conexión entre nacionalizaciones y movilización popular se comprue-
ba en Venezuela. También allí se registra una expansión de la propiedad estatal tanto en
la órbita petrolera, como en los servicios públicos de agua, telefonía y electricidad. Este
curso revierte el rumbo neoliberal y coincide con la tendencia a la nacionalización que
se verifica en todos los países exportadores de crudo. Pero también se enmarca en una
lucha particular contra la corrupta burocracia transnacional que manejaba la empresa
estatal PDEVESA.
Un conflicto semejante ha comenzado a verificarse en Ecuador luego de la anu-
lación de un fraudulento contrato petrolero (Oxy), que ha reintroducido el debate sobre
la nacionalización. Hasta ahora, el nuevo gobierno sólo propone destinar los fondos
excedentes que genera la exportación de combustible, al desarrollo de programas socia-
les.
A diferencia de estos tres cursos en Argentina las privatizaciones se han mante-
nido sin grandes cambios. El gobierno neutralizó el reclamo popular de recuperar las
empresas públicas y se limitó a regular las tarifas de estas compañías. Pero las tensiones
no están zanjadas, porque en toda la región crecen las demandas de estatización. Son
reclamos contra la depredación minera (Perú, Chile) o la destrucción del medio ambien-
te (Brasil), que están invariablemente enlazadas con el rechazo de las bases militares
norteamericanas (Ecuador, Puerto Rico) y los ensayos de intervención yanqui (Cen-
troamérica, Colombia). Las banderas antiimperialistas han recuperado centralidad, fren-
te al dramático proceso de recolonización política que sufrió la región en las últimas dos
décadas.
En todas las rebeliones emergió también una exigencia de democracia real. Por
primera en la historia regional una oleada de revueltas no enfrenta a dictadores, sino a
presidentes constitucionales. Esta novedad demuestra que las luchas latinoamericanas
no se restringen a una batalla contra regímenes totalitarios. Existe una percepción ya
2
Hasta el momento la nacionalización ha quedado a mitad de camino. El gobierno canceló los juicios
penales contra las compañías y la gestión de los nuevos entes estatales es muy permeable a las presiones
de las empresas. Esta opinión expone el ex ministro: Soliz Rada, Andrés. «La nacionalización ha quedado
a medio camino», Página 12, 15/10/07. Tampoco se está utilizando adecuadamente los nuevos ingresos
que el fisco obtiene del repunte de las exportaciones. Ver: Stefanoni, Pablo. «Empate catastrófico en
Bolivia», Le Monde diplomatique, octubre de 2007.
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generalizada que la vigencia de sistemas constitucionales no resuelve los dramas socia-
les. Se nota que estas estructuras políticas son utilizadas por las clases dominantes para
implementar atropellos contra los trabajadores.
Las sublevaciones contra presidentes autoritarios o corruptos comenzaron en Pe-
rú fines de los 80, siguieron en Brasil en 1992 y posteriormente en Paraguay 1999. Pero
actualmente esta batalla incluye exigencias de refundación política integral. Por esta
razón ha prevalecido la petición de Asambleas Constituyentes en varias revueltas, a
pesar del uso negativo que tuvieron últimamente estos mecanismos. Sirvieron para ma-
quillar la continuidad del orden vigente (Brasil) y para facilitar reelecciones de presi-
dentes neoliberales (Argentina).
La Asamblea que emergió en 1999 en Venezuela condujo al logro de importan-
tes conquistas populares. Ahora se debate otra reforma constitucional que consagraría
nuevos avances (fondo de estabilidad social, reducción de jornada de trabajo, supresión
de autonomía banco central). La derecha resiste estos logros, mediante inconsistentes
cuestionamientos a la extensión del mandato presidencial.
Una lucha más encarnizada se está librando también en Bolivia con los conser-
vadores, que buscan detener cualquier iniciativa que afecte sus privilegios. Bloquean
sistemáticamente el funcionamiento de la Asamblea Constituyente, exigiendo una ma-
yoría de dos tercios para aprobar las principales leyes. Este mismo tipo de sabotajes
serán más difíciles en Ecuador, luego de la demoledora derrota que sufrieron los parti-
dos tradicionales. Pero en estas Asambleas se discutirán no solo los reclamos antilibera-
les, antiimperialistas y democráticos, sino también viejos problemas que han recobrado
relevancia.
TRANSFORMACIONES EN EL AGRO
El neoliberalismo agravó sustancialmente el drama de los pobres rurales. Las
agresiones capitalistas contra los pequeños agricultores acentuaron durante la última
década los violentos conflictos por la tierra, que acosaron a Colombia, precipitaron el
levantamiento de Chiapas, multiplicaron las masacres en Perú y provocaron más 300
muertos en Brasil.
En situaciones agrarias nacionales muy diferentes, estos atropellos generaron re-
sultados semejantes de polarización social, miseria campesina y enriquecimiento de los
grandes propietarios o contratistas. La fractura entre el sector moderno de exportación y
la agricultura de subsistencia se agravó de manera uniforme, acentuando el desamparo
rural y la emigración a las ciudades.
Esta redoblada opresión incentivó nuevas resistencias agrarias, organizadas en
torno a movimientos muy diversos (CONAIE en Ecuador, Zapatismo en México, Coca-
leros en Bolivia, MST en Brasil), cuyos programas desbordan las demandas tradiciona-
les de los campesinos. Estas plataformas no se limitan como en el pasado al reclamo de
una reforma agraria, ya que existe una importante asimilación de las frustraciones lega-
das por esos procesos.
Durante el siglo XX se consumaron dos grandes revoluciones agrarias (México,
Bolivia) y varias reformas significativas de la propiedad (Guatemala, Chile, Perú, Nica-
ragua, El Salvador). Las transformaciones fueron en cambio superficiales, en los países
que fue preservada la concentración de la tierra (Brasil, Venezuela, Ecuador, Colombia,
Honduras, República Dominicana y Paraguay). Solo en dos naciones (Argentina y Uru-
guay) no se registró ningún tipo de modificaciones. Pero de esta gran variedad de cursos
emergió un escenario común de polarización, entre prósperas empresas de exportación y
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estancadas explotaciones de subsistencia. La pobreza y las desigualdades se han acen-
tuado y en muy pocas regiones floreció un segmento intermedio de burguesía agraria3.
Este resultado indujo a los nuevos movimientos sociales a proponer soluciones
más integrales que la vieja reforma agraria. Algunas propuestas prestan mucha atención
a la protección del medio ambiente y plantean sustituir el agro-negocio por modelos de
producción alimenticia prioritariamente destinada al mercado interno. Se ha tornado
evidente, la escasa utilidad en materia de eficiencia y productividad de las transforma-
ciones agrarias que mantienen en pie la estructura del capitalismo periférico4.
En este nuevo contexto el campesinado no ha jugado el papel protagónico que
exhibía a principios del siglo XX. No repitió el rol que tuvo en México, como agente
dinámico de la primera revolución contemporánea de la región. Esa intervención condu-
jo a una guerra civil que desbordó todos los compromisos ensayados por las jefaturas
burguesas. Este rol volvió a notarse en otros levantamientos posteriores como la insu-
rrección salvadoreña de 1932, pero no ha persistido al comienzo del nuevo siglo5.
Si bien la desaparición del campesinado no es un proceso abrupto e inexorable,
es visible la pérdida de cohesión social de este sector. La proletarización desplazó hacia
los centros urbanos el eje de la lucha social, incluso en países como Bolivia que recrea-
ron la pequeña propiedad luego de una importante reforma agraria. El campesinado per-
siste como fuerza de peso, pero sin el liderazgo que exhibió en varios momentos de la
centuria precedente.
3
Un balance de estas transformaciones presenta: Sampaio Plinio, Arruda. «La reforma agraria en Améri-
ca Latina: una revolución frustrada», OSAL, número 16, enero-abril de 2005.
4
Un modelo alternativo ha sido elaborado por el MST de Brasil: Stedile, Joao. «A reforma agraria já está
esgotada», Epoca, 02/07/07.
5
El papel potencialmente revolucionario del campesinado fue tempranamente advertido por algunos
teóricos como Mariátegui, que rechazaron la dogmática caracterización de este sector como un segmento
conservador: Löwy, Michael. «Introducción», en Löwy, M. (comp.). O marxismo na América Latina,
Fundacao Perseo Abramo, Sao Paulo, 2006.
6
Esta caracterización plantea: Vitale, Luis. Introducción a una teoría de la historia para América Latina,
Planeta, Buenos Aires, 1992 (capítulos 4 y 9).
17
urbanización sobre las viejas culturas gamonal-andina y señorial-criolla y al efecto de la
guerra sucia de 1980 y 2000, que sembró el terror en las regiones menos aculturadas7.
El indigenismo ha renacido particularmente en Bolivia, como una cultura plebe-
ya forjada por los oprimidos urbanos y precarizados. Mantiene viva la memoria antico-
lonial de una población poco mestizada, que ha sufrido la dominación racial blanca y el
fracaso de varios procesos de integración trunca y castellanización forzosa.
La demanda indígena coexiste con la lucha antiimperialista y anticapitalista, ya
que los oprimidos frecuentemente mantienen varias identidades (indio-precarizado de
Bolivia o indiocampesino de Ecuador). Las rebeliones recientes pusieron de relieve la
legitimidad de las reivindicaciones de los pueblos originarios y demostraron que la
cuestión nacional presenta en América Latina tres dimensiones: el aspecto anticolonial
(gestado en la lucha contra España-Portugal y luego contra Estados Unidos), la resisten-
cia antiimperialista (que involucra a toda la región desde la última centuria) y la opre-
sión interna de los indígenas, en distintas zonas del continente.
Tal como ocurre con todas las formas del nacionalismo, las connotaciones de es-
ta demanda dependen de los portavoces y propuestas en juego. La derecha descalifica el
«etnofundamentalismo» del programa indígena, para disimular la continuidad de la
opresión racista con discursos de embellecimiento del mestizaje. Los sublevados de la
región andina han desenmascarado este mensaje dual, demostrando que la lucha secular
por la tierra está directamente asociada en varios países con la defensa de una identidad
político-cultural.
En Bolivia este sentimiento de auto-afirmación incentivó varios levantamientos
e incorporó un derecho de auto-determinación nacional, que es valedero en la medida
que converja (y no discrimine) al resto de los oprimidos. Esta demanda ―que se plasma
en la propuesta de remodelar el estado en un sentido plurinacional― difiere sustancial-
mente de la romántica utopía de reconstruir el imperio incaico. Este proyecto tiende a
recrear formas obsoletas de economía de subsistencia y segrega a los explotados no in-
dígenas. Además, puede generar guetos atomizados, que las multinacionales del petró-
leo aprovecharían para reapropiarse de los hidrocarburos. Por esta razón es vital que los
recursos estratégicos sean centralizados y queden en manos de los estados nacionales8.
La identidad indígena es mutable y asume significados cambiantes en cada mo-
mento histórico. Lo que se puso de manifiesto en los últimos años es el carácter arbitra-
rio de todos los criterios para definir a priori la relevancia específica de este problema.
La cuestión indígena existe en cada país, desde el momento que es asumida por una
masa significativa de la población.
Lo esencial es registrar esta demanda y no forzar clasificaciones inflexibles a
partir de parámetros objetivos (lengua, territorio, historia, cultura común) o la mera
exaltación de un sentimiento de pertenencia. Los derechos nacionales simplemente son
legítimos cuando una masa representativa los reclama, al cabo de un proceso de cons-
trucción de identidades propias. Estos fenómenos nunca expresan la vigencia de una
7
Las diferencias entre Quispe y Morales en Bolivia están expuestas en: Stefanoni, Pablo. «Siete pregun-
tas y siete respuestas sobre Bolivia de Evo Morales», Nueva Sociedad, número 209, mayo-junio de 2007,
Buenos Aires; Quispe, Felipe. «Entrevista», Corporación Chile Ahora - La Haine - Boletín informativo -
Red solidaria de la izquierda radical, 25/09/06. Quijano analiza las peculiaridades de Perú en: Quijano,
Aníbal. «Estado-nación y movimientos indígenas en la región Andina: cuestiones abiertas», OSAL, núme-
ro 19, enero-abril de 2006. Petras describe la reorganización de los indígenas en Ecuador: Petras, James,
Veltmeyer, Henry. Movimientos sociales y poder estatal, Lumen, México, 2005 (capítulo 4).
8
Un interesante análisis sobre estos temas plantea: Sáenz, Roberto. «Crítica al romanticismo anticapitalis-
ta», Socialismo o Barbarie, número 16, abril de 2004, Buenos Aires.
18
entidad previa, primaria e invariable. Si se comprende esta variabilidad histórica resulta
posible abordar sin esquematismos, los nuevos problemas de los pueblos originarios9.
MULTIPLICIDAD DE SUJETOS
Las rebeliones recientes han corroborado la existencia de una gran variedad de
protagonistas populares. Las revueltas de Bolivia fueron encabezadas por trabajadores
precarizados, campesinos e indígenas, que retomaron el acervo de lucha sindical de los
mineros. La cirugía neoliberal destruyó el viejo tejido social, pero no sepultó las tradi-
ciones que han recogido los nuevos resistentes. Los mineros ya no ejercieron su viejo
liderazgo, pero su herencia fue visible entre los trabajadores precarios. La vieja central
sindical (COB) tampoco jugó el rol del pasado, pero sus métodos huelguísticos domina-
ron el levantamiento y se expandieron a sectores de la clase media afectados por la an-
danada derechista.
Las dos primeras sublevaciones de Ecuador fueron encabezadas por los indíge-
nas, mientras que en la tercera rebelión predominaron los sectores urbanos. La masa de
trabajadores informales y pobladores humildes lideró en Venezuela, todas las moviliza-
ciones que doblegaron a la derecha. Pero en los momentos definitorios fue decisiva la
acción de los trabajadores petroleros, que derrotaron el ensayo golpista del 2002 junto a
sectores significativos del ejército.
En el «argentinazo» del 2001 ―a diferencia de los saqueos de 1989― conver-
gieron los desempleados que cortaban rutas (piquetes) con la clase media expropiada
por los bancos (cacerolas). Posteriormente se afianzó el protagonismo de los asalaria-
dos, aunque ya no bajo el tradicional liderazgo de la clase obrera industrial. Pero la fuer-
te tradición de organización sindical se expresó en huelgas masivas, que han sido im-
plementadas por todos los segmentos combativos.
Este variado universo de la protesta social se verifica también en el resto de
América Latina. Los asalariados urbanos gravitan más en el Cono Sur que en la región
Andina, pero los empleados públicos ―y especialmente los docentes afectados por el
ajuste neoliberal― ocupan un lugar destacado en todos los países. La juventud
―estudiantil, o precarizada o desocupada― aparece siempre en la primera fila del
combate callejero.
En toda la región se comprueban los efectos de las transformaciones neolibera-
les, que han reestructurado el universo de los asalariados. La fuerza laboral actual es
más heterogénea y se encuentra segmentada entre un polo de actividades calificadas y
un área de precarización. Esta reorganización capitalista ha diversificado los sujetos de
la lucha popular.
Pero la resistencia latinoamericana ha demostrado, además, que la remodelación
laboral no erradica, ni impide la respuesta de los oprimidos. Las sublevaciones eviden-
ciaron que los trabajadores no se resignan, ni han quedado sustituidos por una inerme
masa de excluidos. En todas las revueltas actuaron no solo los oprimidos expulsados del
mercado, sino también explotados ubicados en los centros neurálgicos de la vida eco-
nómica. La conjunción de ambos sectores permitió el triunfo de los levantamientos, en
los lugares donde la economía fue paralizada por las protestas masivas.
Como la destrucción de puestos de trabajo ha sido acompañada por la creación
de nuevas formas de empleo, el peso de los asalariados no decreció en América Latina.
Tampoco se extinguieron el trabajo y la clase obrera. El decisivo papel que han jugado
9
Este enfoque se basa en la caracterización que propone: Hobsbawm, Eric. «Introducción», Naciones y
nacionalismo desde 1780, Crítica, Barcelona, 1991.
19
los asalariados en varios levantamientos confirma que la batalla contra el neoliberalis-
mo, forma parte de una resistencia perdurable contra la explotación capitalista.
Registrar este dato es importante para notar el basamento clasista que subyace en
la oleada reciente de revueltas. Cuando se omite esta determinación social, las rebelio-
nes tienden a ser vistas como articulaciones contingentes de movimientos sectoriales,
que pueden adoptar cualquier dirección y empalmar (o distanciarse) en forma fortuita.
Al borrar la dinámica objetiva que impulsa la lucha social, se tornan inexplicables las
causas que inducen a los oprimidos a converger. Todo el sentido de esta lucha se vuelve
indescifrable10.
Reconocer el sustento de clase de los levantamientos no implica ignorar las
transformaciones que afectan a los asalariados. Estas modificaciones son muy significa-
tivas, tanto a nivel objetivo (ampliación del peso general de los trabajadores y menor
gravitación del segmento industrial), como subjetivo (declinación de los viejos sindica-
tos y sustitución parcial por nuevas organizaciones). Estos cambios incluyen también
una pérdida simbólica de visibilidad, identidad y auto-confianza de los viejos segmentos
fabriles. Pero las rebeliones han demostrado que la pasividad y la desmoralización gene-
radas inicialmente por el neoliberalismo pueden ser neutralizadas, si los explotados y
los oprimidos encuentran cauces para la acción común.
Los excluidos no pueden doblegar al capital sin el auxilio de los incluidos y a su
vez, los trabajadores formales solo pueden imponer sus reivindicaciones si cuentan con
un gran acompañamiento popular. Como el capitalismo se nutre simultáneamente de la
opresión y de la explotación, la confluencia por abajo contrarresta siempre la suprema-
cía que ejercen los de arriba.
El variado espectro de sujetos oprimidos que encabezó los levantamientos re-
cientes difiere del contundente liderazgo obrero, que caracterizó la revolución boliviana
de 1952, las luchas fabriles de Argentina en 1960-70 o de Brasil en los años 80. Este
cambio no es solo consecuencia de la desregulación neoliberal del mercado de trabajo.
También obedece al elevado grado la integración estatal de burocracias sindicales, que
atemperan la resistencia, desorganizan la lucha y aíslan corporativamente a los trabaja-
dores sindicalizados.
Inicialmente la contrapartida burguesa de esta acción era la generalización de
importantes conquistas sociales. La clase dominante convalidaba estos logros
―especialmente en México o Argentina― para garantizar la estabilidad de los nego-
cios. Pero la arremetida neoliberal contra las conquistas sociales socavó ese pacto, difi-
cultando al mismo tiempo la reorganización desde debajo de la clase obrera.
La burocracia acentuó su asociación con el capital hasta convertirse ella misma
en empresaria en muchos países. Pero los sindicatos alternativos no maduraron lo sufi-
ciente, para transformarse en una opción de liderazgo de las sublevaciones. También
este resultado explica la diversidad de sujetos oprimidos que ha predominado en las
rebeliones recientes.
ÉXITOS Y SINGULARIDADES
Las rebeliones latinoamericanas irrumpen en coincidencia con grandes resisten-
cias antiimperialistas en el mundo árabe y suceden a la oleada de levantamientos, que
sacudió a Europa Oriental a principios de los 90. Los tres acontecimientos conforman
procesos regionales, con objetivos, programas y formas de lucha singulares. El anhelo
10
Esta desorientación es muy evidente en: Laclau, Ernesto. Hegemonía y estrategia socialista: hacia una
radicalización de la democracia, Fondo de Cultura Económica, 1987, Buenos Aires.
20
de democracia política frente a las dictaduras burocráticas unificó las movilizaciones en
Europa del Este, el rechazo a la agresión norteamericana impulsa la lucha en Medio
Oriente y las consecuencias sociales del neoliberalismo periférico determinaron la reac-
ción popular en América Latina.
Durante la última década la acción de los oprimidos de esta última región perdió
sincronía con Europa Occidental o Estados Unidos. Las clases dominantes de las eco-
nomías centrales pudieron recurrir a mecanismos de atenuación de las tensiones socia-
les, que no están disponibles en el Tercer Mundo. En esta etapa volvió a emerger la lo-
calización periférica de las contradicciones más explosivas del capitalismo.
Pero lo más significativo de las rebeliones latinoamericanas han sido sus resulta-
dos. Estas sublevaciones lograron quebrar la secuencia acumulativa de derrotas popula-
res en que se asienta el neoliberalismo. Es cierto que ningún levantamiento alcanzó ple-
namente sus objetivos, pero el establishment perdió mayoritariamente la partida y se
inauguró un contexto político impensable durante el anterior apogeo de la derecha.
Este logro tiene gran relevancia en un período signado por agresiones patronales
y frustraciones populares. La marea de sublevaciones desembocó en Europa Oriental en
restauraciones capitalistas, que atropellaron las conquistas laborales y acentuaron la
polarización social. Y si bien el imperialismo ha sufrido serias derrotas en Palestina e
Irak, la atroz sangría que generan las tensiones étnicas en Medio Orientes han bloquea-
do, hasta el momento, la gestación de una alternativa liberadora en esa zona. Por el con-
trario en América Latina las protestas antiliberales asumieron una tónica antiimperialis-
ta, nítidamente democrática y carente de los componentes religiosos, que obstruyen el
desarrollo de un proyecto popular en el mundo árabe.
Es muy difícil evaluar como incidirá este resultado latinoamericano sobre el ba-
lance internacional de fuerzas que estableció el neoliberalismo. Pero sin lugar a dudas
contribuirán a revertir la espiral de derrotas populares, que inauguró el thatcherismo a
principios de los 80. Como los movimientos sociales de la región mantienen estrechos
vínculos con los distintos foros alter-globales ―que desde hace años funcionan en todo
el mundo― existe una fluida transmisión de la experiencia regional al resto del planeta.
En América Latina se pudo reconstituir con relativa celeridad el tejido de solida-
ridad requerido para frenar la ofensiva del capital. Esta recomposición explica el lugar
privilegiado que ocupa la región en el escenario mundial de luchas sociales. El neolibe-
ralismo no logró sepultar las tradiciones políticas y sindicales combativas de la zona, ni
siquiera en el cenit de su agresión. Confrontó con tres singularidades de la zona: una
herencia viva de nacionalismo antiimperialista, importantes avances en el terreno de las
libertades democráticas y la supervivencia de la experiencia socialista en Cuba.
Ninguno de estos rasgos se ha verificado en otras zonas periféricas. El fracaso de
los ensayos nacionalistas de 1950-70 en el mundo árabe fue mayúsculo, las avances
democráticos de 1980-90 en esa región fueron irrelevantes y los procesos que intentaron
algún perfil socialista (como Argelia en los 60) quedaron prematuramente bloqueados.
En cambio América Latina ha podido usufructuar de los límites que actualmente enfren-
ta el imperialismo norteamericano, para imponer sus prioridades a escala global. La
región ha sacado paradójicamente mayor provecho que el propio Medio Oriente de los
reveses que soporta el Pentágono en Irak.
Pero también pesan ciertas ventajas históricas que diferencian a la zona del resto
del Tercer Mundo. América Latina acumula una mayor tradición de autonomía política
postcolonial que el grueso de África y Asia. Concentra una herencia de luchas por la
independencia de vieja data, que le permitió constituir repúblicas en los albores de la
revolución burguesa. Por esta razón mantuvo un liderazgo de avances en la periferia en
el campo de la ciudadanía, la integración nacional y la convivencia étnica.
21
Estos logros colocaron a la región en una situación peculiar en comparación al
resto de las zonas dependientes, que comenzaron a soportar la opresión colonial cuando
América Latina se liberaba de esa sujeción. Este avance permitió forjar tempranamente
una conciencia nacional, que alimentó dos siglos de acción liberadora.
Es igualmente cierto que las compuertas abiertas por la independencia solo crea-
ron durante el siglo XIX posibilidades de desarrollo, que no lograron consumarse. Por
esta razón la revolución burguesa tuvo un carácter incompleto, en comparación a Euro-
pa y Estados Unidos. Pero este malogrado desenvolvimiento precoz permitió la gesta-
ción de tradiciones políticas ciudadanas más avanzadas que en cualquier otro rincón del
Tercer Mundo. Estas ventajas históricas influyen en el perfil contemporáneo que asume
la lucha social en toda la región.
22
que también incluyeron demandas positivas de carácter antiliberal, democrático y anti-
imperialista. Pero estas exigencias no estuvieron acompañadas por la gestación de orga-
nismos de poder popular. Aquí radica la diferencia con las revoluciones sociales, que
incluyen la presencia de ese tipo de instituciones.
En las revoluciones sociales tienden a emerger modalidades de poder de los
oprimidos, en pugna con el sistema de dominación vigente. Desafían esta estructura con
alguna forma de soberanía alternativa. El doble poder de los soviets en la revolución
rusa es el ejemplo clásico de esta disputa, que algunos autores contemporáneos identifi-
can con la presencia de soberanías múltiples. En estas situaciones se verifica la existen-
cia de dos o más epicentros que reclaman la legitimidad exclusiva del poder13.
Las rebeliones se distinguen de las revoluciones por la visibilidad de estos orga-
nismos y su potencial confrontación con el estado. No son las formas de lucha, los gra-
dos de violencia o la existencia de insurrecciones lo que diferencia a ambas modalida-
des. Este tipo de acciones ha estado presente tanto en las grandes rebeliones (Bogotazo),
como en el inicio (Portugal en 1975) o la culminación (Nicaragua en 1979) de un proce-
so revolucionario. Lo que se verifica en las revoluciones y no se observa en las rebelio-
nes es la existencia de formas organizadas ―en asambleas, consejos, movimientos o
ejércitos― de un nuevo poder, que desafía a las autoridades del estado. Por esta razón
las revoluciones introducen puntos de ruptura histórica más significativos que otro tipo
de sublevaciones.
Tomando en cuenta estos criterios se puede caracterizar a los levantamientos la-
tinoamericanos recientes como rebeliones radicales. Superaron el alcance tradicional de
estos alzamientos, sin llegar a ubicarse en el campo estricto de las revoluciones. Una
mirada retrospectiva confirma esta evaluación.
23
La revolución nicaragüense pareció repetir este nuevo patrón. Pero bajo el acoso
permanente de bandas financiadas por el Pentágono, los sandinistas detuvieron las
transformaciones sociales, pactaron con sus viejos adversarios y antes de perder el go-
bierno por vía electoral ya se perfilaban como una nueva elite dominante.
En México, Bolivia, Cuba y Nicaragua se consumó el desmoronamiento de los
viejos sistemas políticos y se implementaron cambios económico-sociales, que respecti-
vamente se estancaron, revirtieron, consolidaron y neutralizaron. Pero en los cuatro paí-
ses se verificaron las formas de poder paralelo y los organismos desafiantes del estado,
que distinguen a las revoluciones sociales de las rebeliones.
En otros levantamientos estos rasgos aparecieron en forma solo esporádica o
conformaron inmaduros embriones. Algunas revoluciones no triunfaron (El Salvador en
los años 80) o fueron incipientemente aplastadas (Guatemala en 1954, Chile en 1970).
De todas estas experiencias surgieron las tradiciones que nutren la lucha popular. Pero
en forma estricta, el término revolución social es solo aplicable en el siglo XX a cuatro
grandes eventos de la historia latinoamericana.
A diferencia de muchas rebeliones, los levantamientos de México, Bolivia, Cuba
y Nicaragua tuvieron un nítido desemboque militar. Esta confrontación ilustró la pecu-
liar intensidad de estas convulsiones. En los cuatro casos se registró una pugna directa
de las milicias populares armadas con el ejército convencional.
En México los campesinos despojados de sus tierras aplastaron a las tropas fede-
rales y sostuvieron una década de resistencias bélicas, apoyada en la organización co-
munal del sur y el alistamiento masivo en el norte. En Bolivia, los efectivos del go-
bierno fueron doblegados por los escuadrones de mineros, al cabo de una encarnizada
batalla de tres días que costó 1500 muertos. También aquí el ejército fue demolido por
la acción armada de los obreros. En Cuba la guerrilla libró una exitosa guerra de desgas-
te contra la guardia nacional, que culminó con la ofensiva final del movimiento 26 de
Julio. Veinte años después, una secuencia de similar de operaciones en el campo junto a
insurrecciones urbanas condujeron a la victoria de Nicaragua.
En los cuatro casos se perpetró un enfrentamiento militar que definió el triunfo
de los revolucionarios y el desmoronamiento del ejército oficial. Este desenlace condujo
al desplome de todos los organismos del estado burgués, que fueron reformados y re-
construidos (México y Bolivia), destruidos y reemplazados (Cuba) o demolidos y reha-
bilitados (Nicaragua). Estos resultados finales tan disímiles, no diluyen la enorme fami-
liaridad revolucionaria inicial de los cuatros procesos.
Las rebeliones latinoamericanas recientes no alcanzaron en ningún caso esta in-
tensidad. De los cuatro levantamientos de la última década, Bolivia se ubicó en el te-
rreno más próximo a una revolución. No solo por la contundencia de las sucesivas «gue-
rras» que libraron los sublevados (agua, coca, gas), sino por el principio constitución de
organismos de poder popular (en las Juntas de El Alto). Pero la distancia que guarda
esta convulsión con el antecedente de 1952 es muy significativa. En esa ocasión un
ejército regular fue derrotado y desarmado por batallones mineros.
En el caso ecuatoriano las masas populares jaquearon a varios gobiernos, sin lle-
gar a forjar organismos de poder rivales del estado, ni milicias desafiantes de las fuerzas
armadas. La situación potencialmente revolucionaria que se vivió en varios momentos,
no se tradujo en una revolución comparable a las cuatro grandes gestas del siglo XX.
La brecha que separa al «argentinazo» de esos antecedentes es mucho mayor.
Desde diciembre del 2001 hasta mediados del 2002 se plasmó un levantamiento masivo,
sostenido en la ocupación continuada de las calles. Pero las instancias potenciales de un
poder popular apenas se insinuaron y la parálisis transitoria del estado no implicó el
desplome de ninguna de sus instituciones. Tampoco se produjo posteriormente alguna
24
renovación significativa del espectro político. La protesta asumió más que en cualquier
otro caso, una modalidad clásica de rebelión diferenciada de la revolución.
VARIEDAD DE USOS
En Venezuela la palabra revolución es cotidianamente utilizada con gran orgullo
por todos participantes del proceso nacionalista. Recurren a este término para caracteri-
zar un giro histórico de la vida nacional. La «revolución bolivariana» es identificada con
las batallas contra la derecha, el desmoronamiento del sistema de bipartidista y los im-
portantes logros sociales14.
Pero en este caso, la palabra revolución presenta una acepción diferente a la
aplicada para contrastar su presencia con las rebeliones. No alude a un acontecimiento,
sino a la totalidad de un proceso de rupturas sucesivas con el orden vigente («caracazo»,
recuperación de PDEVESA, derrota del golpe, triunfos electorales). La convocatoria a
concretar «nuevas revoluciones dentro de la revolución» se basa en esta identificación
del concepto, con transformaciones de alto contenido radical. En este caso la mención
de la revolución presenta un significado simbólico, que expresa la sensación de un gran
cambio en curso. Este significado del término difiere de su utilización como categoría
analítica comparativa de la intensidad de las sublevaciones populares.
Es importante valorar esa dimensión subjetiva, ya que toda revolución se nutre
de percepciones, esperanzas e ideales. Pero también es vital evaluar el alcance del giro
actual para tomar conciencia de la distancia que falta recorrer. En Venezuela quedó lar-
gamente superado el estadio inicial de una rebelión y es válido reconocer la presencia de
un proceso revolucionario. Pero las fronteras que atravesaron las cuatro grandes revolu-
ciones sociales de América Latina, no han sido aún traspasadas.
Este mismo diagnóstico se aplica a Bolivia. Algunos recurren a un uso extendido
del término revolución para analizar lo ocurrido en el Altiplano. Convocan explícita-
mente a no regatear la aplicación de ese concepto, estimando que el uso de sustitutos
menores ―como rebelión― desvaloriza el alcance de los levantamientos. Retoman la
noción de «revolución popular» que utilizó Lenin en 1905, para contrastar una irrupción
desde abajo (Rusia) con cambios desde la cúspide del estado (Turquía a principios del
siglo XX)15.
Pero la distinción entre revolución y rebelión no tiene connotaciones ofensivas.
Solo apunta a esclarecer grados de intensidad de la lucha popular para definir estrategias
socialistas adecuadas. Recordar que las sublevaciones en Bolivia del 2000-2005 no pro-
vocaron un colapso del estado capitalista comparable al observado en 1952, no implica
quitarle mérito alguno a estos levantamientos. Este señalamiento del trecho a recorrer es
tan importante para un proyecto anticapitalista, como la contraposición leninista entre
irrupción desde abajo y cambios desde arriba.
La revolución presenta ambas caras: es un instrumento de liberación deseado por
los oprimidos y es también una categoría de análisis de la lucha social. La esperanza
emancipadora no debe anular el potencial explicativo del concepto. No basta con eva-
luar las percepciones de los protagonistas. Se requiere, además, dimensionar comparati-
vamente el alcance de cada episodio.
Algunos autores recurren al concepto de revolución política para ubicar los le-
vantamientos recientes de América Latina. Los sitúan en un punto intermedio entre las
14
Con esta acepción lo utilizan: Bonilla-Molina, Luis y El Troudi Haiman. Historia de la revolución
bolivariana, Ministerio de Comunicación e información, Caracas, diciembre 2004.
15
Esta visión desarrolla: Gilly, Adolfo. «Bolivia, una revolución del siglo XXI», Perfil de La Jornada,
02/03/04.
25
rebeliones y las revoluciones sociales. Ese concepto fue muy utilizado en los años 80,
para distinguir los desmoronamientos de las dictaduras bajo presión popular de las tran-
siciones manejadas desde arriba. Lo ocurrido en Argentina o Bolivia fue adecuadamente
contrastado con el fin del franquismo en España. La vieja distinción que estableció
Trotsky entre revoluciones sociales (transformación de las relaciones de propiedad) y
revoluciones políticas (modificación de un sistema institucional) fue aplicada para ca-
racterizar los procesos post-dictatoriales más convulsivos16.
En su aplicación contemporánea, esta diferenciación entre revoluciones políticas
y sociales también incluye una distinción equivalente entre regímenes (fascismo, dicta-
duras, constitucionalismo, bonapartismo) y estados. Mientras que el primer tipo de su-
blevación popular solo desafía alguna variante institucional de la dominación capitalis-
ta, el segundo tipo de irrupciones confronta con los pilares administrativos y represivos
de ese sistema. Esta diferencia obedece a que las reivindicaciones en juego en las revo-
luciones sociales son mucho más convulsivas que las demandas propias de cualquier
revolución política17.
En la oleada reciente de sublevaciones latinoamericanas se confrontó no solo
con presidentes neoliberales, sino también con regímenes autoritarios y elitistas (bipar-
tidismo venezolano, partidocracia ecuatoriana, contubernio boliviano entre tres oficia-
lismos). Pero estas rebeliones no arremetieron estrictamente contra las monarquías, au-
tocracias o tiranías militares, que inspiraron el uso del concepto revolución política.
El mayor problema radica igualmente en otro plano: el potencial abuso del tér-
mino revolución. Esta noción pierde contenido cuando es utilizada para catalogar cual-
quier variedad de irrupciones populares. La tipificación de la revolución como una eclo-
sión solo política, no disipa esta disolución del significado. Al confundir una sucesión
de rebeliones con una oleada de revoluciones se tiende a exagerar el alcance de la ac-
ción popular y se abren las compuertas para sobredimensionar los procesos en curso. La
consecuencia de error es imaginar la existencia de «situaciones revolucionarias conti-
nentales» de indefinida duración.
Esta mirada anula el sentido específico y de corto plazo que tienen las categorías
concebidas por Lenin, para evaluar las condiciones que preparan o anteceden a una re-
volución (crisis, jornadas y situaciones). Esas nociones aluden a períodos muy breves de
colapso del estado y no a prolongadas etapas de crisis de un régimen o gobierno. En
Sudamérica no existe actualmente una «situación revolucionaria» regional (de muchos
países), ni duradera (de varios años). Comprender estas diferencias es vital para desen-
volver una estrategia socialista acertada.
26
palmó con la secuencia de levantamientos que signaron la descolonización del Tercer
Mundo. Las revoluciones cubana y nicaragüense inauguraron y coronaron, respectiva-
mente, un ciclo de sublevaciones internacionales de gran impronta juvenil y fuerte cen-
tralidad de los proyectos socialistas.
Las rebeliones actuales se enmarcan, en cambio, en un período de ofensiva del
capital, tendiente a desmantelar las conquistas sociales de pos-guerra. Constituyen la
primera respuesta popular regionalizada con proyectos alternativos, a esa agresión neo-
liberal. Pero estas diferencias no anulan los grandes puntos de contacto que vinculan las
sublevaciones recientes con sus antecesoras.
Los nuevos alzamientos pusieron de relieve viejos problemas, que las preceden-
tes revoluciones frustradas o inconclusas no lograron resolver. Por eso la miseria de las
masas, la desnacionalización de los recursos estratégicos y la ausencia de democracia
real volvieron a irrumpir como los grandes temas de América Latina.
La regresión social que reinstauró el neoliberalismo fue la chispa que en el pasa-
do encendió las grandes revoluciones. La causa inmediata de la sublevación campesina
en México fue la expropiación de las comunidades indígenas y la intensificación de la
concentración de la tierra bajo el Porfiriato. La misma secuencia de confiscaciones pre-
cipitó el odio popular contra la oligarquía y el puñado de rentistas mineros que despilfa-
rraba las riquezas de Bolivia. También en Cuba la revolución se expandió en respuesta
al pico de miseria y desigualdad social, que había impuesto por Batista. En Nicaragua,
la victoria sandinista comenzó a gestarse, cuando el clan Somoza perpetró una descara-
da apropiación de los fondos recolectados para socorrer a las víctimas del terremoto de
1972.
Pero no solo esta lucha social contra la explotación conecta las revoluciones del
siglo pasado con las rebeliones de la nueva centuria. También la democratización perdu-
ra como un eje recurrente de los levantamientos populares. Esta demanda siempre al-
canzó intensidad, cuando los regímenes despóticos comenzaron a disgregarse. La revo-
lución mexicana estalló en oposición a la perpetuación de la camarilla de Porfirio. La
revolución en Bolivia se desató en medio de la ingobernabilidad generada por el fracaso
de la guerra del Chaco. El 26 de Julio puso fin en Cuba a varias décadas de inestables
dictaduras y el Sandinismo desplazó en Nicaragua a una dinastía mafiosa en descompo-
sición.
La oleada de rebeliones recientes volvió a enfrentar a gobiernos autoritarios, so-
cialmente aislados y carentes de cohesión, bajo la bandera común de la democratiza-
ción. Frente a regímenes constitucionales elitistas ―que ya no actúan como simples
dictaduras― se reclamó democracia genuina y no elecciones libres. La exigencia de
soberanía popular adoptó otra forma, pero el contenido de esta aspiración no ha variado.
Un tercer campo de continuidades presenta el perfil antiimperialista. Durante la
revolución mexicana esta impronta incluyó el rechazo a la invasión de los marines, en
un país que sufrió la sustracción yanqui de la mitad de su territorio. La nacionalización
del estaño que manejaba la «Rosca» de oligarcas locales asociados con las grandes mul-
tinacionales fue la primera medida de la revolución boliviana. En Cuba se puso inme-
diato fin al manejo norteamericano del azúcar, la electricidad, el petróleo, el níquel y los
teléfonos. La revolución nicaragüense erradicó a un tirano a sueldo del Departamento de
Estado, que fue célebremente definido por los diplomáticos estadounidenses como
«nuestro hijo de puta».
Las nuevas rebeliones han actualizado la tradición antiimperialista radical que
personificaron Zapata, Martí y Sandino, en México, Cuba y Nicaragua. Estos tres líde-
res combinaron la resistencia al poder norteamericano con batallas sociales por reformas
agrarias y mejoras obreras. Esta misma mixtura de reivindicaciones sociales y naciona-
27
les se plasma en el siglo XXI en la exigencia de nacionalizar los recursos básicos para
satisfacer las demandas populares.
Pero en la actualidad existe mayor conciencia que el pasado de la imposibilidad
de resolver las asignaturas sociales, democráticas y nacionales pendientes, en los estre-
chos marcos de cada país. Por esta razón ha cobrado tanta actualidad la búsqueda de la
unidad regional, a través de un genuino proceso de emancipación.
El proyecto de aglutinar las distintas naciones en un estado regional centralizado
―que las oligarquías locales frustraron a principio del siglo XIX― tuvo solo episódicos
momentos de resurgimiento durante la centuria pasada. Esta meta fue desigualmente
retomada por las cuatro grandes revoluciones, pero ha cobrado gran actualidad. La dis-
cusión en torno a opciones de integración se encuentra atravesada por la disyuntiva de
avanzar por un rumbo anticapitalista o retroceder hacia nuevas formas de dominación de
los poderosos.
LA REVOLUCIÓN PENDIENTE
Los levantamientos latinoamericanos lograron mayoritariamente desplazar a los
presidentes neoliberales y mejoraron las condiciones para obtener conquistas. Pero estos
éxitos no implican satisfacción de las reivindicaciones sociales. Estas metas pueden
alcanzarse, a veces en forma parcial y transitoria, a través de las concesiones que otor-
gan las clases dominantes por temor al aluvión revolucionario.
Pero el logro efectivo de las aspiraciones populares exige convertir las rebelio-
nes en revoluciones sociales. Mientras que una sublevación popular victoriosa permite
derrotar a un gobierno derechista, el triunfo pleno de la revolución social exige despla-
zar a las clases dominantes del poder e inaugurar una transformación histórica de la so-
ciedad. Este cambio no ha comenzado en ningún país sudamericano.
Existe igualmente una significativa diferencia entre los gobiernos de centroiz-
quierda (Argentina, Brasil, Uruguay) que han recompuesto la dominación capitalista y
las administraciones nacionalistas radicales (Venezuela, Bolivia y probablemente Ecua-
dor). En estos países se procesan cambios significativos y se abrió una confrontación
entre proyectos, que pueden desembocar en la ruptura revolucionaria o en la consolida-
ción de las nuevas elites dominantes. Para indagar estas dos alternativas es útil también
revisar varias experiencias de las últimas décadas. Desarrollamos esta evaluación en el
próximo artículo.
Octubre de 2007
BIBLIOGRAFÍA
o AILLÓN Gómez, Tania. «La fisura del estado como expresión de la crisis política
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29
― CAPÍTULO 2 ―
TRES ALTERNATIVAS
Uribe es el caso extremo de un gobierno conservador. Sostiene un explícito cur-
so neoliberal junto a políticas pro-norteamericanas, que cuentan con el contundente aval
de las clases dominantes. No vacila en recurrir a la represión brutal y se opone frontal-
mente a cualquier mejora social.
Lula y Kirchner se alinean, en cambio, en la centroizquierda. Mantienen una re-
lación ambigua con el imperialismo y defienden los intereses generales de los capitalis-
tas en tensión con varios sectores empresarios. Toleran las conquistas democráticas,
pero obstaculizan el logro de las reivindicaciones populares. En Brasil persiste el rumbo
económico neoliberal y en Argentina despunta un sendero neo-desarrollista.
Chávez encarna otra opción. Promueve un curso económico más estatista, man-
tiene fuertes conflictos con Estados Unidos y ha chocado con la burguesía venezolana.
Su proyecto oscila entre el neo-desarrollismo y una redistribución progresiva del ingre-
so.
Estos tres modelos no expresan la política específica de cada gobierno. Solo
brindan una tipología general, que sirve de referencia comparativa para caracterizar a
los nuevos mandatarios latinoamericanos. Permite distinguir orientaciones, en un marco
de amplio predominio de situaciones intermedias.
En algunos casos el alineamiento es nítido. El triunfo de los conservadores en
Honduras, El Salvador y especialmente México han engrosado el campo derechista.
Calderón debutó reforzando la represión en Oaxaca, criminalizando la protesta social,
ratificando los convenios de librecomercio y sancionando un drástico encarecimiento de
los consumos populares.
Pero el espectro de centroizquierda es más dudoso. Algunos gobiernos de este
signo ―como Alan García en Perú― han concertado estrechas alianzas con la reacción
y se ubican muy cerca de los conservadores. También Bachelet navega a dos aguas. Por
un lado evita confrontar con el movimiento social y exhibe una retórica progresista,
1
Este texto forma parte del libro AA. VV. Los 90, fin de ciclo. El retorno de la contradicción, Editorial
Final Abierto, Buenos Aires (próxima aparición).
30
pero por otra parte mantiene una orientación económica neoliberal, reafirma los tratados
comerciales con Estados Unidos y seleccionó un gabinete de ministros del establish-
ment. En el mismo vaivén se ubica Tabaré Vázquez en Uruguay. Difunde una imagen
de humanismo tolerante y se mantiene en el MERCOSUR, pero sistemáticamente tantea
la posibilidad de convenios con el imperialismo.
El mismo tipo de oscilaciones se observa en la órbita del nacionalismo. Morales
en Bolivia se orienta hacia esta franja cuando confronta con la oligarquía, pero se apro-
xima a la centroizquierda al atenuar el programa de nacionalizaciones, retrasar la refor-
ma agraria y disuadir la acción radical de los movimientos sociales. En Ecuador Correa
se coloca cerca de Chávez al intentar un cambio radical del sistema político, proponer el
desmantelamiento de la base militar norteamericana y rechazar los contratos petroleros
neoliberales. Pero se acerca más a Kirchner cuando promueve el ingreso al MERCO-
SUR o trata de repetir el canje de la deuda que realizó Argentina.
Las fronteras entre el nacionalismo radical y la centroizquierda son difusas, pero
como tendencia el primer proyecto difiere del segundo en tres planos: la confrontación
con el imperialismo, los conflictos con los capitalistas locales y el aliento a la acción
popular. Ninguno de estos rasgos implica, sin embargo, el inicio de un curso socialista
semejante al recorrido por Cuba en los años 60. Por el momento el esquema nacionalista
no traspasa el marco de la propiedad capitalista y el estado burgués.
EL REPLIEGUE REPRESIVO
La movilización popular ha erosionado los mecanismos coercitivos en la mayor
parte de la región. Las fuerzas militares se han replegado y las clases opresoras han per-
dido su viejo recurso de dominación totalitaria. En América Latina, el desplome de las
dictaduras fue tan contundente, que nadie avizora su reinstalación en un futuro previsi-
ble.
Esta inviabilidad quedó probada durante el fracaso de varios ensayos represivos.
Los gobiernos que intentaron restaurar cierta forma de autoritarismo militar ―como
Fujimori en Perú o Sánchez de Lozada en Bolivia― tuvieron que ceder el poder. Este
tipo de experiencias indujeron al establishment regional a reemplazar la cruda brutali-
dad de los gendarmes por formas de asimilación (o desgaste) de los movimientos socia-
les. Como se demostró en Haití durante el intento de burlar la victoria electoral de Pre-
val, la derecha tiende poco margen para desconocer un mandato popular, cuando las
movilizaciones de la población son masivas y persistentes.
Las libertades públicas actualmente vigentes reflejan también el fracaso de mu-
chos pactos de transición post-dictatorial. Los compromisos que contemplaban una gra-
vitación mayor de las estructuras represivas fueron socavados por la lucha desde abajo.
Estos resultados se alcanzaron al cabo de mucho de años de resistencia y su alcance
difiere en cada país.
Pero repitiendo lo ocurrido en Inglaterra con el sufragio universal masculino
(durante el siglo XIX) y en Estados Unidos con los derechos civiles (en los años 60 y
70), las clases dominantes han terminado aceptando la vigencia de derechos democráti-
cos que resistieron durante mucho tiempo. En algunos países estos logros fueron conse-
cuencia de luchas en zonas cercanas. En estos casos predominó la concesión por imita-
ción, es decir por temor de los opresores a un contagio de la beligerancia popular.
Las conquistas democráticas no son equivalentes a las reglas constitucionales.
Constituyen libertades arrancadas a las clases dominantes a través de encarnizadas resis-
tencias callejeras, que se han traducido limitadamente en el ordenamiento jurídico.
31
En ningún caso estas victorias han sido completas. En casi todos los países los
movimientos sociales soportan presiones e intimidaciones y cuentan con un margen
acotado para actuar. Pero el contexto del hostigamiento burgués ha cambiado significa-
tivamente. Los opresores deben convivir con libertades públicas muy superiores al viejo
estándar latinoamericano de persecución brutal a los luchadores. Estos avances consti-
tuyen una preocupación cotidiana de las elites derechistas, que añoran la vigencia de
modelos más autoritarios2.
2
Algunos teóricos conservadores reconocen que estos derechos afectan la rentabilidad patronal y envi-
dian los esquemas más represivos que rigen en el Sudeste Asiático: Fraga, Rosendo. «Mercados movidos
por la memoria o la codicia», Clarín, 12/05/05.
32
basa en la comercialización de materias primas. Pero el repunte le ha brindado un gran
respiro a las clases dominantes, ya que el centro de desequilibrios actuales se ubica en
Estados Unidos y no en los países dependientes.
Este cambio es muy relevante para una región que ha padecido todas las tormen-
tas del neoliberalismo. América Latina protagonizó el primer terremoto de ese período
(explosión del endeudamiento en 1982) y los mayores desmoronamientos de este mode-
lo en la periferia (México en 1995, Brasil 1999, Argentina 2001). Incluso ciertos estalli-
dos lejanos ―como el desplome de Rusia o los temblores asiáticos― tuvieron efectos
más perdurables en la región, que en las zonas de origen de estas conmociones. La olea-
da global del neoliberalismo fue anticipada en América Latina por las dictaduras y ge-
neralizada por los gobiernos constitucionales3.
La política económica actual difiere del curso predominante en las últimas déca-
das. Varios sectores de las clases dominantes promueven un giro neo-desarrollista en
desmedro de la ortodoxia neoliberal. Luego de un período de fuerte concurrencia extra-
regional, desnacionalización del aparato productivo y pérdida de competitividad inter-
nacional, estos grupos capitalistas alientan un viraje hacia políticas más industrialistas y
menos dependientes de la afluencia de recursos financieros externos. Es un giro limita-
do que preserva la ortodoxia fiscal y monetaria, pero incluye un sostén estatal de la in-
dustria para atenuar las consecuencias del libre-comercio.
Esta nueva tendencia tiene menor peso en los gobiernos conservadores que re-
lanzan privatizaciones, mantienen la desregulación financieras y alientan la apertura
comercial. El curso neo-desarrollista es en cambio más notorio en los gobiernos de cen-
troizquierda, aunque sin gran uniformidad. Kirchner favorece el viraje, Lula vacila y
Bachelet o Tabaré por ahora no lo comparten.
La tendencia neo-desarrollista no es incompatible con normas del neoliberalis-
mo. Avala el superávit fiscal forzoso, el adelantamiento de pagos a los acreedores y el
atesoramiento improductivo de reservas. Esas medidas no son actos de prudencia eco-
nómica, sino medidas propiciadas por los financistas que supervisan el manejo de los
recursos públicos.
Los neo-desarrollistas comparten también con los neoliberales, el rechazo de la
política distribucionista que propone el nacionalismo radical. Se oponen enfáticamente a
cualquier concesión social que amenace la recuperación del beneficio patronal. Esta
oposición obedece a una estrategia de acumulación muy alejada del viejo industrialismo
y hostil a las mejoras del poder adquisitivo4.
Los grandes grupos capitalistas están actualmente más asociados con el capital
extranjero, operan a nivel regional y jerarquizan la exportación. Buscan nichos de espe-
cialización, que involucran exigencias competitividad global contrapuestas con la redis-
tribución progresiva del ingreso. Los gobiernos de centroizquierda enfrentan esta ten-
sión con posturas favorables a los capitalistas y opuestas a los oprimidos. En cambio el
nacionalismo radical combina la tentación neo-desarrollista, con medidas de reforma
social resistidas por las clases dominantes.
GRADOS DE INESTABILIDAD
3
Los golpes militares de los 70 precedieron este giro mundial, cuyo inicio puede fecharse en 1978-80 con
el triunfo de Deng en China, el ascenso de Volcker a la Reserva Federal y las victorias electorales de
Thatcher y Reagan: Harvey, David. A brief history of Neoliberalism, Oxford University Press, Nueva
york, 2005 (capítulo 1).
4
Analizamos el impacto de este nuevo patrón económico en: Katz, Claudio. El rediseño de América Lati-
na, ALCA, MERCOSUR y ALBA, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2006.
33
Los tres tipos de gobiernos latinoamericanos surgieron de cataclismos económi-
cos, que en la región alcanzaron dimensiones comparables a la depresión de entre-
guerra. Esta crisis impidió el funcionamiento estable de los regimenes post-dictatoriales,
ya que los colapsos financieros generaron corrosión política y precipitaron grandes al-
zamientos populares.
La oleada de constitucionalismo regional careció del próspero sustento capitalis-
ta que predominó, por ejemplo, durante la post-guerra europea. Esta ausencia impidió
gestar las condiciones mínimas de estabilidad que rodean a cualquier régimen político
perdurable. Cada vez que un gobierno lograba cohesionar a los grupos dominantes y
calmar a los oprimidos, una violenta crisis financiera reiniciaba el ciclo de turbulencias.
La tensión se multiplicó durante los 90 porque muchos grupos capitalistas perdieron
posiciones en la arena internacional, soportaron la contracción de los mercados internos
y contaron con menos auxilios del estado.
Este convulsivo contexto impidió la repetición de las transiciones post-
dictatoriales menos turbulentas, que se consumaron en situaciones europeas equivalen-
tes (España, Portugal, Grecia). El marco de acumulación, consumo y estabilidad que
facilitó la Unión Europea estuvo totalmente ausente en la región. Por esta razón hubo
escasas posibilidad de implementar compromisos comparables al Pacto de la Moncloa.
Los atropellos neoliberales se perpetraron en las últimas dos décadas a través del
andamiaje constitucional, pero las conmociones provocadas por esta agresión dejaron
un saldo insatisfactorio para los opresores. Las clases dominante no pudieron consumar
la obra destructora de las organizaciones de la izquierda que comenzaron los militares.
La imagen de transiciones post-dictatoriales exitosas para los capitalistas que prevaleció
durante los años 80 y 90 se ha diluido en la nueva década.
Las sublevaciones populares han recompuesto las fuerzas de los oprimidos. Lo-
graron revertir en varios países las derrotas sufridas bajo las dictaduras y modificaron la
correlación de fuerzas a nivel regional. Este resultado se refleja en la aparición de mo-
vimientos sociales, que han recreado el espíritu de resistencia incorporando las propues-
tas de la izquierda a la agenda política.
Pero la existencia de tres tipos de gobiernos indica la heterogeneidad de este
cuadro. Las crisis se han procesado en cada país siguiendo un patrón diferenciado de
estallido o de contención institucional. El primer curso ―que predominó en Argentina,
Bolivia o Ecuador― incluyó la interrupción de mandatos presidenciales. Una docena de
jefes de estado fueron expulsados anticipadamente del poder por esos descalabros. Pero
en otros países ―como Brasil, Uruguay o Chile― las eclosiones políticas se desenvol-
vieron sin rupturas de los mecanismos constitucionales. Esta diversidad de desenlaces
determinó el modelo pos-crisis que prevaleció en cada nación.
VARIEDAD DE CONSTITUCIONALISMOS
El golpismo ya no es una opción viable para las clases dominantes. Todas las
vertientes del establishment han incorporado los mecanismos constitucionales a su hori-
zonte de gestión del estado. Por esta razón la vida política de Latinoamérica ha quedado
ordenada en torno a comicios periódicos y ciertas reglas institucionales, que fueron solo
interrumpidas durante los picos de las crisis.
Los tres tipos de gobiernos comparten el mismo sistema político. Las dictaduras
que ejercían las fuerzas armadas han desaparecido y se generalizó un tipo de régimen
que hasta los años 80, solo imperaba en México, Costa Rica, Colombia y Venezuela.
Este cambio marca un giro con toda la historia precedente. Los procedimientos
constitucionales incorporados en todos los países incluyen elecciones de autoridades,
34
voto secreto, comicios regulares, sufragio universal, competencia partidaria, derecho a
competir por cargos públicos y cierto grado de libertad de expresión, información y aso-
ciación.
América Latina quedó asimilada al proceso internacional de desplazamiento de
las dictaduras. En 1900 el molde constitucional solo regía en seis países, en 1930 se
extendió a 21 naciones y a fines del siglo XX prevalecía en 70 de los 191 países existen-
tes. La tasa de expansión de este modelo se acentúo significativamente a partir de 1981
y actualmente rige a la mitad de la población mundial5.
Pero los tres tipos de gobiernos incluyen situaciones muy distintas. Algunas ad-
ministraciones funcionan más atadas que otras al cumplimiento de las reglas constitu-
cionales. Lo ocurrido recientemente con Calderón en México y Chávez en Venezuela
ilustra este contraste. Mientras que en el primer caso, las evidencias de fraude conduje-
ron a la oposición a concretar una ceremonia paralela de asunción presidencial, nadie
cuestiona la legitimidad de los comicios venezolanos. Al cabo de ocho victorias conse-
cutivas, Chávez volvió a ganar sin ninguna impugnación. Este resultado se verificó,
además, en el único país de la región que ha introducido el referéndum revocatorio para
dirimir la continuidad del primer mandatario. El formalismo constitucional rige en todos
lados, pero su aplicación efectiva es muy variable.
35
Durante las crisis de las últimas dos décadas la discrecionalidad presidencial
permitió garantizar la continuidad de la acumulación. Los privilegios de las clases do-
minantes fueron regulados desde la trastienda del poder, a través del gobierno por decre-
to. En los momentos más críticos, las grandes decisiones del Ejecutivo se adoptaron a
puertas cerradas bajo la excluyente supervisión del establishment. La debilidad de los
sistemas políticos post-dictatoriales fue contrarrestada con un patrón de verticalismo
militar heredado de las tiranías.
Pero el sentido concreto de cada modalidad de presidencialismo depende del ca-
rácter conservador, centroizquierdista o nacionalista del gobierno. Estas tres orientacio-
nes definen el contenido político de la supremacía que ejerce cada jefe de estado. Aun-
que la crítica de los medios de comunicación recae habitualmente sobre los nacionalis-
tas, el presidencialismo es una práctica muy común entre los conservadores, que pocas
veces respetan los tiempos del Parlamento o las formas de la Justicia. También los líde-
res de centroizquierda imponen sin miramientos su voluntad y frecuentemente descono-
cen las decisiones de los propios partidos que los llevaron al poder.
En lugar de observar al presidencialismo como una perversión de caudillos lati-
noamericanos conviene diferenciar los objetivos perseguidos por cada mandatario. Si se
presta atención a estos propósitos, salta a la vista que Uribe, Lula y Chávez acaparan
facultades ejecutivas con finalidades muy opuestas.
No tiene ningún sentido colocar en un mismo casillero de discrecionalidad pre-
sidencial al terrorismo de estado derechista, al socio-liberalismo de la centroizquierda y
al antiimperialismo del nacionalismo. La afinidad formal de comportamientos no debe
ocultar la divergencia de metas que separa a estos mandatarios.
CAMBIOS DE ROSTROS
Por primera vez la historia de América Latina han accedido a la primera magis-
tratura mujeres, indígenas y ex obreros. Este giro sintoniza con tendencias internaciona-
les del mismo tipo. Las figuras presidenciales se están modificando con el debilitamien-
to de las jerarquías tradicionales, el mayor reconocimiento de la igualdad de género y
cierta aceptación de los derechos de las minorías raciales, étnicas o religiosas. Estos
cambios tienen un gran impacto simbólico, pero expresan situaciones muy diferencia-
das.
En algunos casos se ha concretado el ascenso de nuevos sectores plebeyos al
aparato estatal. Este cambio disgusta a los poderosos que rechazan la presencia de sus
subordinados en altos cargos. Por eso reaccionan con brutalidad, confirmado la gran
carga de racismo oligárquico que impera entre las elites de la región. La campaña me-
diática que instrumenta la derecha contra Morales y Chávez refleja este desprecio aris-
tocrático. La burocracia tradicional que controla la estructura de los estados está muy
disgustada con el nuevo segmento gobernante.
Pero en otros casos, el mismo cambio de rostros disfraza la permanencia de las
viejas elites en la cúspide del poder. No hay que olvidar que el mestizo Toledo aplicó en
Perú una versión extrema de neoliberalismo y retomó la doctrina que la señora Thatcher
inauguró a escala internacional. También conviene notar que una mujer negra como
Condolezza Rice dirige actualmente las masacres imperialistas en Medio Oriente.
Es evidente que la jefatura de algunas misiones brutales del capitalismo ya no es
patrimonio exclusivo de hombres blancos, cultos y enriquecidos. Por eso la presencia en
el pináculo del estado de figuras plebeyas expresa situaciones muy diversas. En los go-
biernos nacionalistas radicales coincide con avances democráticos, que no se verifican
en las administraciones de centroizquierda.
36
Bachelet es la primera mujer que accede a la presidencia de Chile. Pero desde
esta posición convalida a los militares, jueces y gerentes que la Concertación heredó del
pinochetismo. Esta capa de funcionarios asegura el trato preferencial a los industriales,
banqueros y terratenientes que caracteriza al estado capitalista. El discurso progresista y
el pasado militante de una mujer presidente es la cobertura que asume esta continuidad
de viejas cúpulas en el control del estado.
Lo mismo sucede con Lula, que en su segundo mandato se apresta a reforzar los
privilegios de una selecta burocracia militar, financiera y diplomática. El comporta-
miento autónomo de este grupo social es una fuente tradicional de corrupción, que ha
contaminado al partido y al gobierno del ex metalúrgico.
El cambio de rostros de las administraciones de centroizquierda no altera la pre-
eminencia de la tecnocracia. Tampoco convierte a ese segmento en un sector compara-
ble a sus pares de las economías desarrolladas. La carencia de un segmento gerencial
competitivo es un bache de larga data, que proviene del carácter vulnerable y disconti-
nuo que presenta la acumulación en los países periféricos.
Por esta razón la queja del establishment ante la «inoperancia del estado» afecta
a las tres modalidades de gobierno. En la era pos-dictatorial ha decaído la tutela militar
y se consumó una renovación de funcionarios amoldada al nuevo estilo de gestión civil.
Pero la inconsistencia tradicional del aparato estatal latinoamericanos persiste sin gran-
des cambios.
37
nomía a los funcionarios de las exigencias del establishment. El estado capitalista es
preservado, pero ha quedado acotada la influencia de los grupos más concentrados.
Esta última transformación no alcanza para crear democracias plenas El mante-
nimiento de la estructura económico-social burguesa impide la vigencia real de los de-
rechos políticos de la mayoría. O se avanza hacia la implantación de una genuina sobe-
ranía popular o el poder empresarial tenderá a recuperar los espacios perdidos. La exis-
tencia de esta disyuntiva es una peculiaridad de gobiernos nacionalistas, que no se ex-
tiende a ninguna administración de centroizquierda.
38
una compatibilidad equivalente se podría extender al nacionalismo radical, si se compa-
ra el modelo de gestión parlamentarista que intentó Salvador Allende en Chile con la
metodología informal que caracteriza a Chávez.
La preeminencia de una u otra modalidad de régimen político no es una peculia-
ridad de gobiernos reaccionarios o progresistas. Los mecanismos formales han servido
para instrumentar atropellos contra el pueblo, pero también para concretar conquistas de
los trabajadores. A su vez, los canales de acción para-institucional han sido histórica-
mente utilizados para implantar el terrorismo de estado (Fujimori) y la agresión neolibe-
ral (Menen) o para materializar grandes concesiones sociales (Perón, Vargas, Cárdenas).
Ninguna de las dos opciones implica tampoco la preeminencia de un modelo
económico. El neoliberalismo extremo prevaleció durante la década pasada a través de
ambos regimenes y el giro neo-desarrollista actual podría transitar también por cual-
quiera de estos caminos.
Esta permeabilidad del régimen en varios tipos de gobiernos ―en el marco co-
mún del estado capitalista― es ignorada los analistas convencionales. La mayoría iden-
tifica el molde formal con las virtudes de la república y el esquema informal con las
desgracias del populismo. Esa oposición se basa en falsos supuestos y genera múltiples
confusiones, que resulta conveniente clarificar para abordar el segundo gran problema
del debate actual: los regímenes latinoamericanos.
MISTIFICACIÓN DE LA REPÚBLICA
La veneración de las formas republicanas que comenzó tibiamente durante el fin
de las dictaduras se ha convertido en el mensaje central de los pensadores conservado-
res. Asemejan la vigencia de esa institución con la modernización y equiparan su ausen-
cia con el subdesarrollo. Localizan el funcionamiento de este sistema en los gobiernos
derechistas y denuncian su avasallamiento en las «dictaduras de origen democrático»
que detectan en el nacionalismo radical7. Esta idealización de la republica es compartida
por los teóricos de centroizquierda, que reivindican la «izquierda moderna» de Bachelet,
Lula o Tabaré en oposición a la «izquierda arcaica» de Chávez o Morales8.
Pero la república reivindicada no es la estructura fundacional de las naciones la-
tinoamericanas que emergió a principios del siglo XIX, como resultado de las guerras
por la independencia y el fin del colonialismo. Estas transformaciones le otorgaron a la
región un grado de emancipación política, que ningún otro conglomerado de la periferia
logró alcanzar durante un amplio período histórico.
La derecha no valora ese desmoronamiento del despotismo monárquico bajo el
impacto de la revolución francesa, sino la constitución de un sistema que limitó simul-
táneamente la autocracia y la soberanía popular. Enaltece los mecanismos de control
burgués creados por la división de poderes, para instaurar contrapesos entre los distintos
grupos de las clases dominantes. El propósito de ese balanceo ha sido garantizar la esta-
bilidad del beneficio, impidiendo al mismo tiempo la supervisión popular de los gober-
nantes.
7
Grondona, Mariano. «¿América Latina: es una sola o varias?», La Nación, 23/07/06; Cardoso, Fernando
Henrique. «El populismo amenaza con regresar a América Latina», Clarín, 18/06/06.
8
Cada autor adapta este esquema a las contingencias coyunturales de cada país. Rouquié lo aplica para
Argentina, Fuentes para México. Rouquié, Alain. «Por primera vez en décadas, la Argentina es hoy un
país normal», Clarín, 12/11/06; Rouquié, Alain. «Argentina: su pasado la condena», Revista Ñ (Clarín),
24/02/07; Fuentes, Carlos. «Ahora, México podría aprender de los ejemplos sudamericanos», Clarín,
29/11/06.
39
Los conservadores nunca objetaron la vulneración de la división de poderes que
permitió atropellar las conquistas democráticas. Solo les preocupó ese avasallamiento
cuando afectó los negocios. La dictadura del ejecutivo o las arbitrariedades de la justicia
―que penalizaban a los movimientos sociales sin perturbar el beneficio patronal― eran
bien vistas por las clases dominantes.
Los teóricos del republicanismo conservador se nutrieron del liberalismo consti-
tucionalista y de su implícita adscripción a los valores medievales de la jerarquía y la
obediencia. Observaban una tendencia natural al desorden de los individuos, que propo-
nían contrarrestar reforzando la cesión de los derechos ciudadanos a las elites.
Esta tradición republicana siempre rechazó la democracia, se opuso a la igualdad
social y defendió el gobierno de las minorías contra la intromisión popular. Preservó los
modelos de parlamentos bicamerales que transformaron los privilegios de la nobleza en
ventajas de la aristocracia burguesa. El máximo valor de este sistema era la estabilidad y
la protección de los derechos de propiedad contra cualquier demanda de los oprimidos.
Esta contraposición de la república con la democracia es explicitada actualmente
solo por los autores más reaccionarios. Pero con este fundamento implícito se han ges-
tado los regímenes constitucionales latinoamericanos de las últimas dos décadas. La
república y no la democracia constituyen el pilar de estos sistemas, basados en un juego
de contrapoderes favorable a los capitalistas y ajeno a la soberanía popular9.
FRAGILIDAD DE LA REPÚBLICA
La precariedad histórica de las repúblicas latinoamericanas deriva del carácter
periférico y dependiente de la región. Los mismos factores que frustraron la expansión
agraria y la industrialización temprana deterioraron la estabilidad del sistema político.
El desarrollo desigual y combinado ―que mixturó arcaísmo y modernidad― generó
fragilidad institucional endémica. Los modelos de haciendas, plantaciones y latifundios
perpetuaron el atraso e indujeron a la balcanización territorial, que desembocó en crisis
políticas recurrentes.
La modernización capitalista forjada desde mitad del siglo XIX ―en torno a
compromisos bismarkianos entre viejas y nuevas clases opresoras― recreó este patrón
de inestabilidad. La alianza de los grandes propietarios agrícolas con el capital extranje-
ro afianzó la inserción dependiente de la región y bloqueó el florecimiento auto-
sostenido de la acumulación. A diferencia del rumbo seguido por Alemania o Japón, el
prusianismo tardío de América Latina no derivó en modelos competitivos a escala in-
ternacional. Al contrario, acentuó la fragilidad capitalista y su corolario político de re-
públicas endebles y convulsivas.
Estos sistemas no lograron la cohesión de las elites, ni el sustento popular. Con-
formaron sistemasoligárquicos basados en la proscripción y el blindaje a la ingerencia
popular10. Estas repúblicas recogieron la tradición liberal antagónica a la herencia de-
mocrática de 1789, que se asentó en las victorias conservadoras sobre Louverture, Arti-
gas o Benito Juárez y en la frustración de los ensayos jacobinos de reforma agraria.
9
El teórico reaccionario Massot contrapone abiertamente la democracia con la república. Afirma que las
limitaciones del primer sistema derivan de su sostén en el voto mayoritario y sostiene que las ventajas del
segundo régimen provienen de los mecanismos de control entre los distintos poderes del estado. Massot,
Vicente. «Democracia no es igual a República», La Nación, 18/10/06.
10
Algunos autores estiman que no más del 4% de la población participaba en los amañados comicios del
siglo XIX. Cálculo de Stanley y Bárbara Stein citado por: Cueva, Agustín. El desarrollo del capitalismo
en América Latina, Siglo XXI, México, 1987 (capítulo 7).
40
Las repúblicas latinoamericanas se forjaron copiando del modelo constitucional
estadounidense las normas electorales restrictivas, la delegación de facultades a los pre-
sidentes y la vigencia de filtros para bloquear la soberanía popular. El colegio electoral,
los senados desconectados del número de votantes, las gigantescas atribuciones de las
Cortes Supremas fueron rémoras de este esquema que perduraron durante décadas. To-
dos los procesos de democratización chocaron con esta herencia de republicanismo oli-
gárquico, que fue socavada a lo largo del siglo XX mediante la extensión del voto y la
participación política de la población.
El funcionamiento del sistema republicano tampoco contó con el perdurable sos-
tén de las clases medias. Con un bajo nivel de consumo y grandes obstáculos para el
ascenso social, este sector no asimiló los pilares ideológicos del liberalismo anglosajón.
Los valores individualistas, los sentimientos anti-estatistas y las posturas críticas hacia
la justicia social nunca lograron sólidos cimientos en la región. Algunos idealizadores
de la república resaltan esta carencia, porque estiman que la mayoría popular está inca-
pacitada para actuarexitosamente en la esfera pública y debe ser apadrinada por sectores
medios más cultivados y menos beligerantes11.
El patrón histórico de fragilidad republicana se recreó durante la transición post-
dictatorial y fue acentuado por el curso neoliberal de las plutocracias. Las descripciones
más corrientes de los teóricos de la centroizquierda retratan esa precariedad, pero omi-
ten el fundamento capitalista de ese deterioro12. Si el basamento ciudadano de la repú-
blica ha quedado erosionado es porque la población se resintió con un régimen que im-
pide las reformas sociales, asegura los privilegios de las clases dominantes y da la es-
palda a las demandas populares.
Con criterios exclusivamente institucionalistas resulta imposible comprender el
carácter endeble de la república. Si se renuncia al uso de ciertos conceptos básicos
―como dependencia, imperialismo o capitalismo― no hay forma de entender las crisis
de ese sistema político.
PRETEXTOS REPUBLICANOS
Los conservadores enaltecen la república para apuntalar a los presidentes dere-
chistas y justificar las agresiones contra los movimientos sociales. La hipocresía gobier-
na su argumentación. Consideran que cualquier medida favorable a los oprimidos repre-
senta una violación de las reglas institucionales, pero saludan el acaparamiento de pode-
res que permite acelerar privatizaciones o entregar subsidios a los capitalistas. Presentan
cualquier acción del nacionalismo radical como un atropello a la legalidad republicana,
pero en cambio aplauden el autoritarismo neoliberal.
Los conservadores siempre han desconocido la legalidad republicana que no se
amolda a sus intereses inmediatos. Cuando les disgusta algún funcionario promueven
campañas mediáticas para desplazar a los «corruptos y mediocres» que «gobiernan para
11
O’Donnell considera que solo la clase media puede motorizar transformaciones progresistas «para
atenuar la miseria, sin atemorizar a los privilegiados». Pero olvida que estas conquistas surgieron de la
lucha y no de la filantropía de los poderosos. Las clases medias no están destinadas a educar al resto de la
población. Su situación mejora cuando sus demandas empalman con las exigencias de las mayorías. Si
esta convergencia no se produce sufre las consecuencias de un sistema que atropella sus aspiraciones.
O’Donnell, Guillermo. «Pobreza y desigualdad en América Latina», en O’Donnell, G. (comp.). Pobreza y
desigualdad en América Latina, Paidós, Buenos Aires, 1999.
12
Habitualmente subrayan la impotencia de las instituciones («crisis de representación»), la incapacidad
de sus mecanismos para incorporar a los sectores más oprimidos («aumento de la exclusión») y el deterio-
ro de los pilares del sistema («fin de las identidades partidarias»): Paramio, Ludolfo. «Giro a la izquierda
y regreso del populismo», Nueva Sociedad, número 205, septiembre-octubre de 2006, Buenos Aires.
41
sí mismos». Se olvidan de los tiempos institucionales y exigen la inmediata remoción de
los políticos caídos en desgracia.
El mismo mecanismo que utilizan para adular a ciertos líderes es puesto en fun-
cionamiento para desprestigiar a los personajes desechables. Las repúblicas conservado-
ras se oxigenan a través de estas depuraciones periódicas. Los cambios son digitados
desde la cúspide del poder real y permiten renovar el sistema, desplazando a las caras
visibles de cada fracaso.
En los picos de esta arremetida, los integrantes de la alicaída «clase política» son
presentados como una casta de aprovechadores que actúa en beneficio propio. La estre-
cha dependencia de estos sectores con los grandes banqueros e industriales es cuidado-
samente omitida. Se oculta que los políticos del sistema siempregobiernan con el aval
de las clases dominantes y son desplazados cuando obstruyen los intereses de los due-
ños del poder.
La derecha promueve el constitucionalismo reaccionario que asegura la libertad
de empresa (Hayek), bloquea el gasto social (Friedman), impide la justicia distributiva
(Nozick) y garantiza el liderazgo de la tecnocracia (Brezezinski). Con estos criterios los
conservadores califican a los sistemas políticos, premiando a los que ofrecen mayores
garantías a los capitalistas13.
La centroizquierda socio-liberal reivindica a la república siguiendo principios
muy semejantes. Evalúa el respeto o la violación de las reglas institucionales de acuerdo
a la fidelidad que cada gobierno exhibe hacia las exigencias del establishment. Con este
parámetro contrastan actualmente «la moderación dialoguista» de Bachelet con el «au-
toritarismo agresivo» de Chávez y dictaminan veredictos opuestos frente al mismo tipo
de acontecimientos14.
Los conflictos que afronta una administración de centroizquierda son vistos co-
mo episodios normales de la vida política. Pero las tensiones que padece un gobierno
nacionalista radical son atribuidas al avasallamiento de las libertades constitucionales.
La represión a los estudiantes chilenos es presentada como un acto de sabiduría presi-
dencial, pero la movilización popular contra el golpismo en Venezuela es inmediata-
mente condenada. Si los afectados por estas confrontaciones son los oprimidos predo-
mina el silencio, pero si el conflicto roza a las elites dominantes los medios de comuni-
cación ponen el grito en el cielo.
El mismo criterio se utiliza para juzgar la rectitud republicana de cada presiden-
te. Si su conducta apuntala el poder capitalista llueven las felicitaciones, pero si choca
con esos intereses el repudio es virulento. En estas reacciones existe gran sintonía entre
la derecha y el social-liberalismo. Los conservadores aportan las consignas y los cen-
troizquierdistas nutren los argumentos de una campaña común.
Pero el optimismo republicano está en baja en toda la región. El empalme de ca-
tástrofes económicas, regresiones sociales e intervenciones populares han creado serios
interrogantes sobre la viabilidad del modelo constitucionalista post-dictatorial. En este
marco se ha reforzado la denuncia de un infaltable enemigo del republicanismo conser-
vador.
13
Con este criterio la revista inglesa de los financistas publica periódicamente un «ranking internacional
de la democracias»: The Economist. «Solo 28 países tienen una democracia plena», La Nación, 22/11/06.
14
Este contrapunto realizan: Boersner, Demetrio. «La izquierda latinoamericana y el surgimiento de re-
gímenes nacional-populares», Nueva Sociedad, número 197, junio de 2005, Caracas; Rojas Aravena,
Francisco. «El nuevo mapa político latinoamericano», Nueva Sociedad, número 205, septiembre-octubre
de 2006, Buenos Aires; Touraine, Alain. «Entre Bachelet y Morales: ¿existe una izquierda en América
Latina?», Nueva Sociedad, número 205, septiembre-octubre de 2006, Buenos Aires.
42
LA DENIGRACIÓN DEL POPULISMO
El populismo se ha convertido en el nuevo Satán de Latinoamérica. Los autores
derechistas denuncian que ha resurgido junto a la demagogia, el clientelismo y el caudi-
llismo. El populismo es presentado como una práctica de los déspotas que violan las
normas republicanas para distribuir prebendas y dadivas sociales. La enfermedad ya
alcanzó status internacional y preocupa a los funcionarios de las principales potencias15.
El populismo es repudiado porque obstaculiza el progreso económico y la con-
vivencia social. Los críticos advierten contra la manipulación del pueblo, la erosión de
las instituciones y la irresponsabilidad económica. Denuncian el personalismo de los
demagogos que prescinden de la intermediación institucional, para someter a la pobla-
ción a sus designios16.
Los teóricos de la centroizquierda comparten esta denuncia y estiman que el
nuevo virus refleja el desborde democrático, las flaquezas republicanas y el escaso peso
de los valores liberales. Atacan a los caudillos que desconocen las supervisiones judicia-
les, acumulan atribuciones y menoscaban las instituciones. Denuncian su intención de
eternizar las crisis, para perpetuar liderazgos basados en la decepción popular con los
viejos partidos17.
La derecha y el social-liberalismo reprueban al populismo desde el vamos. Utili-
zan este término en forma peyorativa y presentan su difusión como un problema endé-
mico de la región. Pero no aportan ninguna pista para comprender el fenómeno. Su este-
riotipo de un caudillo que viola la ley para manipular a las masas es una prejuiciosa
simplificación, que no esclarece el significado de esta modalidad política.
Históricamente el populismo aludió a distintas formas de intervención informal
de las masas. Este sentido presentaba a fines del siglo XIX entre los Narodniki rusos y
los movimientos rurales estadounidenses. Era considerado como una forma de acción
popular orientada a lograr objetivos progresistas. En América Latina, los iniciadores
(Irigoyen), los exponentes clásicos (Cárdenas, Vargas o Perón) y los representantes tar-
díos (Echeverría, segundo Perón) de esta corriente auspiciaron distintas formas de pre-
sencia popular poco institucionalizada. Indujeron la incorporación de sectores excluidos
a la actividad política, a través de mecanismos más afines a la movilización controlada
desde el estado, que al voto pasivo de los ciudadanos18.
Este carácter para-institucional constituye el rasgo principal del populismo, que
desenvuelve instancias inorgánicas de asimilación de los sectores marginados por los
mecanismos republicanos. El populismo presenta una gran variedad de símbolos, lide-
razgos o estilos y puede adoptar distinto tipo de ideologías, discursos o contenidos.
La preeminencia de la acción informal no es un patrimonio de gobiernos progre-
sistas o reaccionarios. El mismo tipo de mecanismos ha sido utilizado como canal de
conquistas sociales y como instrumento del atropello patronal. El populismo clásico de
15
«Hay que detener la marea populista» (Aznar), el «populismo amenaza nuestros valores» (Barroso), «es
el peor adversario del libre mercado y la democracia» (Bush), «es un objetivo difícil de combatir» (Krau-
se). Citados por: Casullo, Nicolás. «Populismo: el regreso del fantasma», Página 12, 28/5/06.
16
Cardoso, Fernando Henrique. «El populismo amenaza con regresar a América Latina», Clarín,
18/06/06; Botana, Natalio. «Polémica sobre el populismo», La Nación, 19/05/06.
17
O’Donnell, Guillermo. «Rendición de cuentas horizontal y nuevas poliarquías», en Camou, Antonio
(comp.). Los desafíos de la gobernabilidad, Plaza y Valdez, México, 2001; O’Donnell, Guillermo. Con-
trapuntos, Paidós, Buenos Aires, 1997 (prefacio y capítulo 11); O’Donnell, Guillermo. «Sobre los tipos y
calidades de democracia», Página 12, 27/02/06.
18
Esta característica es ilustrada por distintos estudios en: Mackinnon, María Moira y Petrone, Mario
Alberto. «Los complejos de la Cenicienta», en AA. VV. Populismo y neopopulismo en América Latina,
Eudeba, Buenos Aires, 1998.
43
posguerra presentó en América Latina fuertes tintes nacionalistas, pero durante el re-
ciente período neoliberal asumió rasgos opuestos de subordinación al capital extranjero.
La presencia de estas dos facetas contrapuestas explica como Perón y Menen (o
Cárdenas y Salinas) pudieron actuar en el seno de una misma tradición política. El po-
pulismo clásico fue un instrumento de industrialización, reivindicación de los desposeí-
dos, revitalización ideológica del nacionalismo y desplazamiento del poder de los terra-
tenientes por los industriales. En cambio, el populismo neoliberal de los 90 fue prohija-
do por el capital financiero, facilitó la recolonización imperialista y recreó los prejuicios
elitistas de la derecha. Nuevas variedades de este contradictorio fenómeno tienden a
irrumpir en la actualidad, como consecuencia de los fracasos acumulados por el forma-
lismo constitucional.
En lugar de reconocer este origen los conservadores y socio-liberales condenan
la reaparición del populismo, como un karma que acecha a la región. A veces atribuyen
este resurgimiento a la cultura paternalista que moldeó la colonización ibérico-
portuguesa y en otras oportunidades lo asocian con la incorregible indisciplina de los
latinoamericanos. Consideran que este mal impide reproducir la modernización que
lograron Europa y Estados Unidos. Pero olvidan mencionar en qué medida la depreda-
ción imperialista ha obturado ese calco. Con las anteojeras del republicanismo resulta
muy difícil comprender la lógica del populismo.
19
Estas operaciones son denunciadas por: Borón, Atilio. «Guardianes de la democracia», Página 12,
18/07/05; Borón, Atilio. «Perú, Vargas Llosa y la democracia imperial», Página 12, 05/06/06.
20
«El populismo radical se desborda en América Latina» titula el diario La Razón (de Madrid), 08/05/06;
Edwards, Jorge. «Hay una suerte de contagio populista en América Latina», La Nación, 29/01/07; Gron-
dona, Mariano. «América Latina: ¿es una o varias?»…; Botana, Natalio. «Polémica sobre el populis-
mo»…; Cardoso, Fernando Henrique. «El populismo amenaza con regresar a América Latina»…
44
político y reflotan prejuicios ancestrales para recuperar autoridad. Tratan de restablecer
un sentido común conservador para promover los gobiernos reaccionarios y consolidar
el giro socio-liberal de los mandatarios de centroizquierda.
Pero este mensaje ignora el caudillismo descarado de los presidentes conserva-
dores y de muchos mandatarios que son presentados como la antítesis del populismo
chavista. Este manto de silencio recubre especialmente a Lula, que para gobernar en
alianza con los conservadores ha retomado la tradición personalista del varguismo. Con
este fin transformó todas las iniciativas asistenciales en un paquete manipulable de mi-
cro-ayudas (Bolsa de Familias), que le ha permitido recoger el voto de los más humil-
des.
También Kirchner ha reconstruido el poder del estado para las clases dominantes
con un manejo caudillista del poder. Con este propósito ha reforzado la conversión del
Justicialismo en una estructura electoral-asistencial, muy distante del viejo peronismo
que movilizaba a la clase obrera. El espectro de pecadores populistas es, por lo tanto,
muy vasto y no encaja fácilmente en la contraposición entre déspotas y republicanos
que difunden los teóricos de la centroizquierda.
El contraste entre meritorios republicanos y repudiables populistas es también
utilizado por algunos autores para sepultar la vieja distinción entre izquierda y derecha,
como principio orientador del análisis político 21 . Retomando la tesis del «fin de las
ideologías» consideran que ese contrapunto ya no define el carácter progresista o reac-
cionario de un gobierno.
Pero república y populismo no sustituyen los conceptos de izquierda y derecha,
para diferenciar los cursos afines a la igualdad social de las medidas favorables a los
privilegios de los opresores. Esta delimitación es imprescindible para distinguir los in-
tereses sociales en juego en cada conflicto. Es indiscutible que Chávez se ubica la iz-
quierda de Lula, pero no es fácil determinar cuán populista es la gestión de cada uno.
La dificultad para distinguir una conducta de izquierda de otra derechista es un
defecto que afecta especialmente a los cultores de la Tercera Vía. Estos pensadores re-
cubren con un lenguaje contemporizador el programa socio-liberal de privatizaciones,
atropellos a los inmigrantes y restricciones a las libertades públicas. En ese universo
conservador todas las diferencias políticas han quedado sepultadas, bajo el peso la única
alternativa posible que señaló Margaret Thatcher. La realidad política actual de América
Latina aporta una refutación contundente de ese mensaje.
ELOGIOS AL POPULISMO
En oposición a la denigración derechista y socialdemócrata ha surgido última-
mente un enfoque que reivindica el concepto de populismo y también el uso de ese tér-
mino. Destaca la pertinencia de esta noción para dar cuenta de los mecanismos que ope-
ran en forma paralela a la institucionalidad formal22.
Esta mirada no solo retrata el fenómeno, sino que también aprueba su presencia
como complemento de las carencias republicanas. En lugar de subrayar los aspectos
21
En esta sustitución analítica sobresalen Oppenheimer en la derecha y Rojas o Touraine en la centroiz-
quierda: Oppenheimer, Andrés. «La izquierda y la derecha en el siglo XXI», La Nación, 12/12/06; Rojas
Aravena, Francisco. «El nuevo mapa político latinoamericano»…, Touraine, Alain. «Entre Bachelet y
Morales: ¿existe una izquierda en América Latina?»…
22
Laclau, Ernesto. «La deriva populista y la centroizquierda latinoamericana», Nueva Sociedad, número
205, septiembre-octubre de 2006, Buenos Aires; Laclau, Ernesto. «Populismo no es un concepto peyora-
tivo», Desde Dentro, número 1, septiembre-octubre de 2005, Caracas; Laclau, Ernesto. «El fervor popu-
lista», Revista Ñ (Clarín), 21/05/05.
45
conflictivos del populismo, ilustra su función compensatoria para cubrir los vacíos de-
jados por el sistema constitucional. Rechaza la descalificación derechista y defiende esa
modalidad, como un método para canalizar la representación de los sectores margina-
dos.
Pero esta aprobación encubre las aristas regimentadoras del populismo y disuel-
ve el potencial contestatario de las vertientes más cuestionadas por los conservadores.
Justifica el control que ejercen los líderes populistas sobre los oprimidos y su uso de las
instancias informales para imponer frenos a las corrientes radicales del movimiento so-
cial.
La contemporización con el populismo se apoya en una actitud pragmática. Su-
giere avalar su presencia en donde irrumpe y olvidar su existencia donde no se manifies-
ta. Observa la aparición de esta modalidad política como un curso conveniente para las
naciones de frágil estructura constitucional (Venezuela) o larga tradición para-
institucional (Argentina, Brasil). Pero estima innecesario su desarrollo en los países con
mayor trayectoria republicana (Chile, Uruguay).
Con esta visión acomodaticia, los mandatarios latinoamericanos no derechistas
son indistintamente reivindicados y quedan borradas las diferencias que separan a los
proyectos en juego. La bendición se extiende por igual a Lula, Bachelet, Kirchner, Ta-
baré, Morales y Chávez. La teoría de la «razón populista» aprueba a todos los «líderes
latinoamericanos», sin separar a la «izquierda moderna de la retardataria»23.
Este planteo pro-populista es el reverso de la diatriba socio-liberal, pero asemeja
lo que debería distinguirse ya que ignora todos los rasgos que diferencian a un gobierno
nacionalista radical de otro centroizquierdista. Diluye las tensiones que oponen a ambos
procesos y contribuye a la política de contención de los mandatarios antiimperialistas
que propician Lula y Kirchner.
Especialmente el presidente argentino adopta una actitud de comprensión hacia
su colega venezolano para atenuar los aspectos revulsivos del proceso bolivariano y
disolver su energía transformadora. El elogio al populismo constituye la expresión teó-
rica de esta política de neutralización.
EL FUNDAMENTO CLASISTA
La visión elogiosa no supera la vaguedad de caracterizaciones que siempre ha
rodeado el análisis del populismo. En algunos aspectos incluso incrementa esta indefi-
nición, al presentarlo como una forma de acción política abierta a cualquier desenvol-
vimiento y tendiente por igual a desemboques positivos (democráticos) o negativos (bu-
rocráticos).
Esta aguda indeterminación permite acomodar la evaluación de distintos aconte-
cimientos a lo que disponga cada autor. Basta resaltar las insuficiencias de un régimen
constitucional para señalar el hueco por donde emergerá el complemento para-
institucional. Como siempre hay vacíos a cubrir por esa instancia correctora, el popu-
lismo puede asumir infinitas modalidades y ser juzgado con innumerables criterios.
La visión aprobatoria rescata los ingredientes polémicos del populismo en opo-
sición a la tesis socio-liberales que sacralizan el consenso, disuelven las tensiones polí-
ticas y postulan el fin de las confrontaciones24. Reivindica su reaparición como una con-
23
Laclau, Ernesto. «La izquierda ya no está aislada», Página 12, 25/04/05; Laclau, Ernesto. «Las manos
en la masa», Radar (Página 12), 05/06/05.
24
Laclau, Ernesto. Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia, Fondo
de Cultura Económica, 1987, Buenos Aires.
46
firmación de esta oposición entre adversarios, que refuta la creencia neoliberal en «una
sola alternativa posible».
Pero esta subsistencia de conflictos no se manifiesta necesariamente a través del
populismo. Cualquier acción política es sinónimo de discordia, ya que esta actividad es
inconcebible sin confrontaciones. Recordar estas tensiones contribuye a rehabilitar la
política, pero no a clarificar la naturaleza del populismo.
Los defensores de esta forma de accionar también resaltan su viejo sustento en el
protagonismo del pueblo. Destacan que este conglomerado tiende a cumplir un papel
articulador de los movimientos sociales, a través de una «lógica de equivalencias» que
permite superar la «lógica de las diferencias» (presente en cada agrupamiento sectorial
de mujeres, obreros o minorías raciales). Estiman que el pueblo opera como un nexo de
reconocimiento entre los actores sociales, que facilita su articulación en alianzas y he-
gemonías.
Esta reivindicación del pueblo es contrapuesta a la concepción clasista de mar-
xismo, que subraya la gravitación de las clases sociales en la estructuración de la acción
política. La razón populista está explícitamente construida como una concepción «pos-
marxista» opuesta al «encerramiento clasista». Pero supone que los sujetos sociales se
enlazan en torno a discursos, estilos y formas de acción, sin considerar los intereses ma-
teriales defendidos por cada sector. Al omitir este sustento no se entiende cuál es el sos-
tén objetivo de ese ensamble. El análisis de clase es imprescindible porque destaca estos
fundamentos de la lucha social, que la mera reivindicación del pueblo no esclarece.
El concepto de pueblo arrastra las mismas imprecisiones que afectan al populis-
mo. ¿Quiénes integran ese conglomerado? ¿Todos los integrantes de la nación o sus
segmentos más empobrecidos? ¿Los capitalistas forman parte de este aglutinamiento?
¿La clase media y los funcionarios del estado participan de esa totalidad?
Los viejos populistas oponían el pueblo a los privilegiados, a los magnates y a
los poderosos. Pero nunca definían cuáles eran las clases sociales en conflicto y esta
indeterminación les impedía caracterizar adecuadamente lo que estaba en juego. La
misma vaguedad recrean en la actualidad los teóricos de la «razón populista». Transitan
nuevamente por un terreno resbaladizo y plagado de contradicciones, aunque sin la an-
tigua beligerancia hacia el status quo.
La ausencia de caracterizaciones de clase es el gran defecto de los análisis con-
vencionales del populismo. Esta limitación es muy visible entre los defensores de esta
modalidad, que postulan disolver los antagonismos sociales en la falsa uniformidad que
aporta la entidad de pueblo25.
Explicitar el universo clasista es vital en la actual coyuntura latinoamericana,
porque los distintos cursos en disputa entre neoliberales, neo-desarrollistas y radicales
antiimperialistas expresan intereses de clases opresoras y oprimidas que deben ser clari-
ficados. Estos planteos apuntalan a su vez proyectos muy diferenciados de renovación
de las plutocracias actuales o de construcción de otro sistema político. Esta segunda
alternativa se discute en América Latina en torno a un concepto decisivo: la democracia.
Desentrañar el significado de esta noción es el próximo desafío de nuestra reflexión.
Marzo de 2007
BIBLIOGRAFÍA
25
Es la visión que plantea Casullo en su crítica a «la religión del marxismo, que no vio el mundo de ex-
pectativas del pueblo»: Casullo, Nicolás «Populismo: el regreso del fantasma»…
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49
― CAPÍTULO 3 ―
LA TRAGEDIA DE CHILE
1
Hemos desarrollado esta caracterización en: Katz, Claudio. «Gobiernos y regímenes en América Lati-
na», Los ‘90. Fin de ciclo. El retorno de la contradicción, Editorial Final Abierto, Buenos Aires, 2007.
50
El recuerdo de la Unidad Popular chilena golpea a cualquier analista que evalúe
las opciones de un proceso reformista en América Latina. Ahogar en sangre estos ensa-
yos ha sido la respuesta tradicional del imperialismo. Pinochet simboliza un tipo de
reacción, que en algún momento del siglo XX soportaron varios países de la región. El
Departamento de Estado y sus socios oligárquicos locales han recurrido repetidamente a
la ferocidad fascista, para doblegar a los gobiernos que afectan los intereses del esta-
blishment. Lo único que varió fue la magnitud de los asesinatos perpetrados en cada
asonada.
Pinochet concentra el modelo clásico de contrarrevolución que la derecha siem-
pre tiene en carpeta. La conspiración se puso en marcha apenas asumió Allende, me-
diante el asesinato del general Schneider. Las bandas de Patria y Libertad comenzaron
los atentados, aprovecharon las protestas de los camioneros, la irritación de los comer-
ciantes y los cacerolazos de la alta clase media. Con financiación de las compañías mul-
tinacionales Kissinger diagramó las principales agresiones de la reacción.
Este mismo esquema de provocaciones se reprodujo en Venezuela en los últimos
años, especialmente durante el ensayo golpista del 2002. Las grandes empresas aporta-
ron el dinero, la embajada norteamericana coordinó las provocaciones, los conservado-
res azuzaron a la clase media, los viejos partidos reclutaron el personal civil y los me-
dios de comunicación inventaron las justificaciones del ataque. Cualquier medida ge-
nuinamente democrática —como la cancelación de la licencia manejada por monopolio
mediático RCTV a principios del 2007— reactiva estas conspiraciones de las elites.
El mismo libreto se repite también en Bolivia. La amenaza golpista incluye allí,
un chantaje de secesión de las provincias orientales que cuentan con grandes recursos de
petróleo y gas.
Pero el recurso pinochetista es una opción que la derecha actualmente avizora
solo como un instrumento de presión. En este terreno existe una diferencia sustancial
con los años 70. El golpe es concebido para desplazar a un gobierno reformista, sin la
intención de reimplantar dictaduras de mediano plazo. Dado el carácter obsoleto de las
tiranías militares se busca una restauración conservadora en el marco constitucional.
Tampoco el imperialismo norteamericano está en condiciones de sostener en el mediano
plazo a un generalato reaccionario. Por estar razón, sus socios derechistas ejercen el
terrorismo de Estado (Uribe) o la represión salvaje (Calderón), pero mantienen la facha-
da constitucional.
La opción pinochetista es improbable, pero refrescar el antecedente chileno es
muy útil para evaluar otro problema: los obstáculos que interpuso la Unidad Popular a
un tránsito hacia el socialismo. Es importante recordar estos impedimentos, con inde-
pendencia del corolario fascista que tuvo esa experiencia. Solo este balance impedirá la
repetición de los errores cometidos por Salvador Allende.
Tal como ocurrió en esa época, las fuerzas políticas de izquierda han accedido al
gobierno por la vía electoral en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Las sublevaciones socia-
les han logrado proyectarse al voto popular, pero nuevamente se ha verificado que llegar
al gobierno no equivale a tomar el poder. El manejo de la gestión administrativa del
Estado no otorga el control de los resortes de la economía que detentan los capitalistas.
Allende buscó superar esta limitación desde el marco constitucional, aceptando
todas las restricciones de la legalidad burguesa. Suscribió de entrada un Pacto de Garan-
tías con la oposición, que acotaba severamente el alcance de las reformas promovidas
por la izquierda. Los representantes del capital no se ataron en cambio, a ningún com-
promiso legalista. Solo utilizaron esos acuerdos para acorralar, desgastar y neutralizar a
su oponente.
51
Esta experiencia ilustró cómo los derechistas socavan a un gobierno radical que
acepta las reglas de juego de los dominadores. Este mismo condicionamiento es actual-
mente ensayado en las Asambleas Constituyente que acompañan la gestión de Chávez,
Evo (y próximamente Correa). Pero a diferencia de lo ocurrido en Chile esta presión no
se agota en un corto episodio. Tiende a prolongarse en una sucesión de batallas, que
podría incluir varias Constituyentes.
El aspecto más trágico del legalismo de Allende fue su confianza en los milita-
res. Primero incluyó solo exhortaciones, pero luego implicó la aceptación de muchas
exigencias golpistas (designación de Pinochet, facultades a la justicia militar, leyes de
control de armas, inacción frente a los ensayos de la asonada). Chávez siempre rememo-
ra este precedente y recurre a su propia experiencia en el ejército para afirmar que «la
revolución bolivariana es pacífica, pero no desarmada». La estrecha ligazón con Cuba,
la adquisición de armamento fuera de la órbita norteamericana, los preparativos de or-
ganización de milicias expresan esta comprensión del reto militar, que plantearía un
futuro choque con la derecha.
El contexto actual de los ejércitos latinoamericanos es por otra parte más contra-
dictorio que en el pasado. Por un lado las fuerzas armadas perdieron la función guber-
namental que ejercieron durante el siglo XX, pero al mismo tiempo se encuentran más
atadas a las campañas que digita el Pentágono, con el pretexto de enfrentar el narcotrá-
fico o la criminalidad. En un escenario diferente, las grandes encrucijadas políticas que
enfrenta la región no han cambiado.
52
raigambre popular pretenden eludir esta barrera. Estiman posible compatibilizar las me-
joras sociales con las ganancias de los poderosos y terminan afrontando los mismos
encierros que socavaron a Salvador Allende. La contundente enseñanza que legó el an-
tecedente chileno se resume en un precepto: una vez comenzadas las reformas sociales
hay afrontar en forma consecuente las resistencias que opondrán los dominadores. Tam-
bién es necesario saber que esta confrontación tiene consecuencias potencialmente anti-
capitalistas.
Del balance de la Unidad Popular surgen posturas muy distintas frente a la etapa
en curso. Quienes sitúan la falla en el «apresuramiento» o en las «presiones aventureras
de la ultra-izquierda», proponen ahora atenuar la marcha y conciliar con la derecha. Si
por el contrario se ubica el desacierto de Allende en su ingenuidad legalista, la tarea es
preparar el salto al socialismo, radicalizando los procesos políticos y construyendo el
poder popular2.
La experiencia chilena se desenvolvió en forma vertiginosa en un lapso de pocos
años. Los procesos nacionalistas-radicales actuales cuentan con un margen temporal
superior, pero no tan elástico. Venezuela puede utilizar sus recursos petroleros para en-
sayar cambios sociales en períodos más extensos. También puede aprovechar la ventaja
de procesar por primera vez un tipo de experiencia radical, que el grueso de la región ya
conoció en décadas anteriores.
En cambio Bolivia enfrenta un contexto más adverso. Recién ha comenzado a
capturar una renta estatal significativa, en un país históricamente inestable y con fuerzas
derechistas afianzadas, que cuentan con más capacidad que sus pares de Venezuela o
Ecuador para ejercer el chantaje secesionista. Estos grupos le han puesto un candado en
la Asamblea Constituyente a la heterogénea coalición del MAS y pueden paralizar al
gobierno de Morales. El «empate catastrófico» entre contendientes que resurge desde
hace varios años tiende a desgastar al nuevo presidente. En el Altiplano persiste el trági-
co recuerdo de Siles Zuazo, que en 1982-85 comenzó adoptando medidas progresistas y
terminó instaurando el ajuste del FMI, en medio de la hiperinflación.
Probablemente Ecuador se encuentra en una situación intermedia. No cuenta con
el margen de acción que tiene Venezuela, pero tampoco enfrenta la estrechez de espacio
que predomina en Bolivia. En menos de un año Rafael Correa ha ganado cuatro elec-
ciones y está forjando una importante base de apoyo. Logró mayoría absoluta en la
Constituyente y le propinó a la derecha una paliza electoral. Pero la gran incógnita gira
en torno al uso de ese novedoso caudal político. Salvador Allende también contaba con
una gran popularidad, que no supo utilizar en el momento adecuado.
LECCIONES DE NICARAGUA
Las principales enseñanzas de la experiencia sandinista provienen más de la úl-
tima etapa del gobierno del FSLN, que del triunfo guerrillero inicial o de la resistencia a
la agresión imperialista. En esa fase final de la presidencia se abrió el camino para un
retorno electoral de la derecha, que los conservadores vislumbran como una opción de
mediano plazo para Venezuela. En Bolivia este reingreso de las elites por medio de los
comicios es una amenaza siempre latente.
La revolución sandinista fue una insurrección popular muy diferente a las rebe-
liones recientes. Se apoyó en la acción guerrillera y en un levantamiento armado que
aplastó a la dictadura de Somoza, en una situación de total colapso del Estado. Una gran
2
Una comparación entre Chile y Venezuela subrayando estas opciones plantea: Mazzeo, Miguel. «La
revolución bolivariana y el poder popular», en AA. VV. Venezuela: ¿la revolución por otros medios?,
dialektik, Buenos Aires, 2006.
53
diferencia de intensidades separa a la eclosión de Nicaragua de las crisis latinoamerica-
nas de la última década3.
Pero lo más importante de esta acción sandinista fue su alto grado de radicali-
dad. Cuando la tiranía recurrió a sus últimas cartas —luego del asesinato de Chamorro y
del feroz bombardeo de los barrios populares— el FSLN no aceptó la conciliación. Re-
chazó la propuesta opositora de sustituir al déspota por un cambio cosmético e impuso
la disolución de Guardia Nacional y la expropiación de bienes de la dinastía.
Este debut del Sandinismo corroboró la necesidad de medidas drásticas contra
los plutócratas para comenzar a edificar una democracia plena. Aunque el contexto polí-
tico que rodea a las rebeliones recientes es muy diferente, estas enseñanzas nicaragüen-
ses no han perdido vigencia. Bajo los regímenes constitucionales actuales la gravitación
de los distintos grupos del establishment está más distribuida, pero los resortes del po-
der continúan en manos de las clases dominantes. Estos sectores impiden la soberanía
popular y no renunciarán a sus privilegios, sin drásticas medidas por parte de los opri-
midos.
Las decisiones iniciales que adoptó el FSLN fueron más radicales que las medi-
das adoptadas por los gobiernos nacionalistas actuales. La nacionalización de bancos, el
control de comercio exterior, la sustitución de la guardia nacional por un ejército popu-
lar, la sindicalización masiva y la organización barrial constituyeron medidas revolucio-
narias, que no se han observado en ningún país durante la última década.
Pero el impacto internacional del triunfo sandinista presenta cierta familiaridad
con el contexto generado por el proceso bolivariano. En comparación con Nicaragua,
los cambios introducidos en Venezuela son muy moderados, pero al desafiar la hege-
monía global del neoliberalismo, estas medidas han creado una situación comparable a
la vigente a principio de los 80. Esta equivalencia se verifica en la recomposición de las
expectativas populares en varios países de la región.
El triunfo del Sandinismo suscitó un entusiasmo arrollador. No solo quebró el
aislamiento de Cuba, sino que incentivó la lucha regional contra las dictaduras de la
época. Este optimismo ha comenzado a renacer con las victorias contra la derecha en
Venezuela. No por casualidad Caracas se ha convertido en un lugar de encuentro mili-
tante de la izquierda, semejante al papel que ocupaba Managua en el período anterior.
El FSLN intentó gestar un régimen político pluripartidista y representativo, con
muchos ingredientes de la democracia participativa actualmente promovida por el pro-
ceso bolivariano. Ese sistema sustituyó en el primer caso a una dictadura y en el segun-
do a una estructura de alternancia gubernamental entre partidos corruptos. En las dos
situaciones se registraron avances significativos, pero insuficientes para dotar a la po-
blación de poder efectivo de decisión. Por esta razón, los sectores capitalistas no somo-
cistas que sobrevivieron en Nicaragua pudieron retomar el gobierno en el momento
oportuno. Sus colegas en Venezuela preservan esta misma capacidad de intervención y
mantienen fuerzas suficientes para intentar la recaptura de la presidencia.
El Sandinismo debió lidiar con la sistemática agresión del imperialismo. Los
costos de este atropello fueron infinitamente mayores a los soportados por el proceso
bolivariano. Venezuela no afrontó hasta ahora las invasiones de mercenarios entrenados
por la CIA que agobiaron a Nicaragua. Desde 1981 hasta 1987 Reagan sostuvo una
ofensiva abierta desde las bases militares de Honduras y Panamá y cuando se le agota-
ron los recursos formales recurrió a la financiación ilegal. Nicaragua padeció una cifra
de bajas equivalente a la sufrida por Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mun-
3
Hemos analizado estas diferencias en: Katz, Claudio. «Las nuevas rebeliones latinoamericanas», dispo-
nible en Internet.
54
dial, Corea y Vietnam. La producción agrícola quedó destruida y la vida económica
sufrió daños monumentales.
Pero a pesar de este desangre el imperialismo fracasó. Sus bandas debieron ne-
gociar el desarme y a un elevado costo económico y social el Sandinismo pudo triunfar.
El problema apareció posteriormente, cuando no supo proyectar esta victoria al terreno
político. El divorcio entre ambos planos es la principal lección de esa dura experiencia.
La confrontación con el imperialismo fue difícil, pero confirmó que las enormes
diferencias del poder de fuego no impiden la victoria popular en el campo de batalla. Lo
ocurrido en Vietnam se repitió en Nicaragua y se corrobora actualmente en Irak. Pero el
Sandinismo perdió en las urnas lo que había conseguido a punta de pistola. Este fracaso
constituye una señal de alerta para el proceso bolivariano. La arena política puede resul-
tar más adversa que cualquier agresión del Pentágono.
Nicaragua contó con la misma solidaridad de Cuba que actualmente reciben Ve-
nezuela y Bolivia. Este apoyo contrastó con la escasa ayuda que aportó la Unión Sovié-
tica. Para no enemistarse con Estados Unidos la burocracia del Kremlin cortó los crédi-
tos, redujo las compras de productos y disminuyó abruptamente la provisión de combus-
tible a los sandinistas. El escenario geopolítico del siglo XXI es muy diferente y la opu-
lencia petrolera que detenta Venezuela contrasta con el desamparo económico que pa-
decía Nicaragua. Pero la comparación entre los dos procesos permite registrar quiénes
apoyan o socavan desde el exterior a un proceso antiimperialista.
Durante las duras negociaciones que acompañaron a la agresión militar contra
Nicaragua, los gobiernos burgueses de Latinoamérica cumplieron el mismo papel de
quintacolumnistas que han jugado frente cada golpe derechista en Venezuela. En ambos
casos repudiaron formalmente a los conspiradores, mientras canalizaban las demandas
de los conservadores en la mesa de negociaciones.
Esta duplicidad obedece a la defensa de los intereses capitalistas regionales, que
anteriormente sostuvieron Alfonsín o Sarney y actualmente apuntalan Kirchner o Lula.
Si alguna lección puede extraerse del acorralamiento internacional que sufrió Nicaragua
es este nefasto papel de los falsos amigos.
EL GIRO SOCIALDEMÓCRATA
Los desaciertos cometidos por el FSLN en la última etapa de gobierno conduje-
ron a su caída. Estos errores no obedecieron a las dificultades militares (reintroducción
de la conscripción), a la ceguera frente a ciertas demandas (autonomía de las minorías
étnicas de la costa atlántica) o al verticalismo auto-suficiente de una conducción forjada
en la lucha guerrillera. Ninguna revolución está exenta de este tipo de problemas. El
retorno de la derecha por vía electoral no fue producto de estas equivocaciones.
Esa restauración conservadora no era inevitable, ni obedeció sólo a la «política
orquestada por Washington» o al «contexto internacional desfavorable creado por el
derrumbe de la URSS». Ambos argumentos descalifican la discusión de un balance real,
al transformar al enemigo en el único responsable de las frustraciones populares. Esta
forma de razonar, con la vista atada al ajedrez geopolítico conduce a posturas pasivas o
a imaginar que el socialismo se construirá mediante argucias diplomáticas. Repite el
tipo de fantasías que eran tan frecuentes en la época de la Unión Soviética.
Lo que debe evaluarse es la responsabilidad política que tuvo la dirección sandi-
nista en la recomposición de la derecha. Desde 1988 rechazaron en forma explícita toda
perspectiva anticapitalista, objetaron el carácter «anticuado» del marxismo y desplega-
ron crecientes elogios al mercado. Esta visión condujo al estancamiento de la reforma
agraria, al abandono de los proyectos sociales e incluso a la adopción de un ajuste exi-
55
gido por el FMI. El giro conservador del FSLN —en un marco de ascenso neoliberal y
colapso de la URSS— desconcertó a los militantes, desmoralizó a la población y abonó
el terreno para el retorno de la derecha4.
Esta involución aporta una gran lección para los procesos actuales. Ilustra cómo
el resurgimiento de los conservadores se apoya en el aburguesamiento de una dirección
revolucionaria. La regresión socialdemócrata del Sandinismo le otorgó auditorio popu-
lar al predicamento derechista. La repetición de este escenario no está inmediatamente a
la vista en Venezuela. Pero la derecha puede reconstituirse electoralmente con gran ve-
locidad, ya que cuenta con estructuras, financiación y tradiciones para rehabilitarse en
forma vertiginosa.
Hasta ahora la balanza electoral de Venezuela se ha inclinado claramente a favor
de Chávez. Triunfó en ocho comicios consecutivos y últimamente alcanzó un récord del
60% de los sufragios, conquistando 20 de las 22 provincias y el 80% de las alcaldías.
Pero también los Sandinistas lograban al principio éxitos contundentes, que los induje-
ron a fantasear con la infalibilidad electoral. Por eso la derrota de 1989 fue tan inespera-
da y fulminante. El FSLN quedó anonadado, perdió capacidad de reacción y acentuó su
adaptación al orden capitalista. Este amoldamiento condujo a una transformación total
de esa organización.
Antes de abandonar el gobierno muchos funcionarios se apropiaron de casas y
terrenos, a través de un nefasto episodio de corrupción conocido como «la piñata». Lue-
go participaron de un gobierno de transición que convirtió a las milicias sandinistas en
un ejército regular, aprobaron la devaluación, medidas de privatización y la devolución
de fábricas expropiadas a sus viejos dueños. El corolario de estas decisiones fue la
transformación del FSLN en un partido convencional, centrado en la actividad electoral
y formalmente integrado a la social-democracia internacional.
Con este nuevo perfil Daniel Ortega ha retornado al gobierno el año pasado.
Volvió con un vicepresidente que revistó en la contrarrevolución y con el compromiso
de respetar el ajuste el FMI, los tratados de libre comercio con Estados Unidos y la su-
presión del aborto terapéutico exigido por la iglesia. Algunos analistas estiman que des-
de la conformación de un grupo empresarial acaudillado por Ortega, el Sandinismo ha
quedado convertido en «Danielismo». Negoció durante la década pasada con la derecha
el reparto de los poderes del Estado y se apoya actualmente en una fuerte estructura de
prebendas. Se puede, por lo tanto, perder ciertas elecciones frente a la derecha y volver
a ganarlas posteriormente, pero lo importante es lo que sucede durante el intervalo. El
Sandinismo involucionó y si esta regresión se consolida, la nueva presidencia no servirá
para recuperar el proyecto revolucionario5.
La neutralización del FSLN no transitó por la derrota sangrienta que impuso Pi-
nochet, ni por la invasión imperialista que sufrió Granada en 1983. Tampoco padeció un
golpe destructivo desde el interior del movimiento, semejante al soportado por la iz-
quierda de Argelia en 1965. El Sandinismo se erosionó desde adentro, sin un desenlace
de sus conflictos interiores y terminó cerrando todos los senderos para una transición
socialista.
A diferencia de lo ocurrido en la URSS, Yugoslavia, China o Cuba, el FSLN
gestionó al país durante una etapa de varios años, sin producir la ruptura anticapitalista.
Esta extensión temporal puede replantearse nuevamente en el futuro, pero los signos de
4
Este balance plantea: Clark, Steve. «Apogeo y caída de la revolución sandinista», Crítica de Nuestro
Tiempo, número 9, julio-septiembre de 1994, Buenos Aires.
5
Esta visión crítica postula: Baltodano, Mónica. «¿La izquierda gobernando en Nicaragua?», Le Monde
Diplomatique, octubre del 2006. [Publicado originalmente en Revista Archipiélago].
56
marcha al socialismo nunca están sujetos a tantas ambigüedades. Actualmente se puede
ir notando, si el proceso bolivariano tiende o no a repetir la frustración nicaragüense.
Un rumbo socialista no está necesariamente dictado por el alcance inmediato de
las expropiaciones. Las insuficiencias del Sandinismo no se ubicaron en esta tibieza,
sino en la adopción de un camino explícitamente pro-capitalista desde fines de los 80.
Lo decisivo fue este cambio de estrategia y no la moderación del ritmo anterior. Es evi-
dente que la extensión de la propiedad pública no puede ser abrupta, en un país tan po-
bre y atrasado como Nicaragua.
Tampoco aquí radica el principal obstáculo para un proyecto socialista en un
país como Venezuela, que ya tiene estatizada la fuente petrolera de sus recursos econó-
micos. En ambos casos la obstrucción al avance al socialismo se anida potencialmente
en la involución desde arriba, la cooptación socialdemócrata y el abandono de la con-
frontación con las clases dominantes. El choque con estos grupos fue eludido en Nica-
ragua y no se ha consumado en Venezuela. En lugar de dirimir ese conflicto, el Sandi-
nismo apostó a fortalecer a los capitalistas locales. Estos mismos sectores mantienen lo
esencial de su poderío en Venezuela.
La experiencia sandinista se desenvolvió en un marco revolucionario que invo-
lucraba a toda Centroamérica. La prolongada guerra civil de Guatemala tuvo varios pi-
cos en los 80 y en la habilidad de la guerrilla para combinar lucha armada con moviliza-
ción popular, mantuvo al ejército a la defensiva en El Salvador. Pero las posibilidades
de victoria quedaron muy comprometidas por el fracaso en Nicaragua y el proceso sal-
vadoreño concluyó a mediados de los 90 con los acuerdos de paz.
La secuela de pesimismo y desmoralización que sucedió al fracaso sandinista ya
quedó atrás. El gran desafío actual es asimilar los desaciertos de ese proceso para incen-
tivar un curso de reconstrucción socialista. Esta perspectiva exige un gran aprendizaje
de otra experiencia esencial.
EL ANTECEDENTE MEXICANO
La trayectoria seguida por la revolución mexicana ilustra otro desemboque posi-
ble de los procesos nacionalistas actuales. Este acontecimiento fue celebrado oficial-
mente durante décadas como un hito de la emancipación, pero en los hechos permitió la
gestación desde el Estado de una clase capitalista. Muchos relatos han ilustrado cómo
los próceres revolucionarios se enriquecieron con los fondos públicos a costa de la ma-
yoría popular.
Esta duplicidad entre el mito liberador y la realidad opresiva dominó durante dé-
cadas la vida política mexicana y debe ser observada con atención en Venezuela, Boli-
via y Ecuador. La creación de un segmento de privilegiados —desde las propias entra-
ñas de un proceso liberador— constituye uno de los grandes peligros que afrontan los
procesos radicales de los tres países.
Esta tendencia se verifica en varios sectores que integran el chavismo y es pro-
movida por el establishment regional, con más entusiasmo que la opción pinochetista o
la variante nicaragüense. Este curso cuenta, además, con el explícito sostén de los go-
biernos del MERCOSUR y de los empresarios argentinos o brasileños que están ha-
ciendo pingües negocios con Venezuela. Pero la repetición del camino mexicano no es
gratuita. Requiere contener los avances populares y disipar las expectativas de mayores
transformaciones sociales.
La revolución mexicana fue desgastada al cabo de tormentosas secuencias. La
primera irrupción campesina de 1911 convirtió un conflicto entre fracciones moderadas
en la mayor convulsión de la historia del país. Esta fase se agotó después de una década
57
de enfrentamientos armados, que desembocaron en un gobierno de arbitraje entre los
grandes sectores en disputa (derrota de los zapatistas y neutralización de los carrancistas
en 1919).
Los oprimidos no triunfaron, pero tampoco fueron vencidos y la revolución que-
dó incompleta en la realización de sus objetivos de modernización. También fue inte-
rrumpida la concreción de las aspiraciones populares y esta indefinición desembocó en
los años 30, en la reapertura de un proceso inconcluso. Con el renovado sostén de las
movilizaciones obreras y campesinas, la fracción progresista de Cárdenas desplazó a los
conservadores de Calles y reinició las reformas6.
Los seis años de gestión de ese presidente presentan varias analogías con el ac-
tual proceso bolivariano. Se implementaron mejoras sociales, reformas agrarias y varias
expropiaciones de compañías petroleras norteamericanas. El impacto de estas medidas
fue muy superior a la oleada de estatizaciones, que posteriormente implementaron otros
mandatarios nacionalistas de la región, como Perón o Vargas.
Pero el propio Cárdenas orientó estas medidas hacia un nuevo desenvolvimiento
del capitalismo mexicano. Incentivó la acumulación privada mediante la reducción de
los impuestos, erigió un sistema bancario amoldado a las necesidades de los grandes
grupos y auxilió con fondos públicos a los sectores empresarios en dificultades. Ade-
más, mantuvo una aceitada relación comercial con Estados Unidos y evitó la extensión
de las nacionalizaciones al estratégico sector minero.
El complemento político de este esquema de capitalismo de Estado fue la coop-
tación paternalista de los sindicatos obreros y campesinos. La burocracia de esas orga-
nizaciones fue consolidada a medida que se aislaba a la izquierda. Cuando la etapa radi-
cal concluyó su cometido, Cárdenas abandonó la escena y el derechista Ávila Camacho
puso en marcha las medidas exigidas por los nuevos acaudalados. Allí comenzaron las
tres décadas de monopolio político del PRI, que acentuaron la concentración de la ri-
queza en muy pocos sectores capitalistas.
Junto a la mistificación ritual de la revolución, el nuevo régimen político apadri-
nó la acumulación privada. Las conquistas populares fueron paulatinamente vaciadas y
se disipó el contenido inicial que tuvo la eclosión de 1910. Los capitalistas utilizaron la
legitimidad aportada por la revolución para estabilizar su dominación durante un largo
período. Pudieron ahorrarse los costos e inconvenientes de las dictaduras sostenidas por
sus pares del continente.
Esta trayectoria ilustra cómo un proceso que no se radicaliza termina borrando
sus huellas progresistas. Reemplaza la gesta popular por un sistema de protección ofi-
cial de la clase capitalista. Si esta involución se repite en Venezuela, Bolivia o Ecuador,
un giro conservador sucederá a la actual etapa cardenista de Chávez, Morales y Correa.
A diferencia de lo ocurrido en Chile o Nicaragua, esta regresión mantendría el
mismo régimen político pero transformando su contenido. Del radicalismo inicial se
pasaría a una recomposición del establishment, sin alterar la estructura de los símbolos
gestados durante el período antiliberal. Las clases dominantes suelen aprovechar la
permanencia de un hito liberador en la memoria de las masas para recrear su poder. Es-
pecialmente el PRI lucró en México con ese acervo ideológico, recurriendo a un discur-
so hipócrita de encubrimiento de su política de regimentación.
Venezuela ofrece un terreno propicio para ensayar esta repetición, ya que arras-
tra una importante tradición de capitalismo de Estado. Hasta 1936 funcionaba como
economía exportadora de productos agrícolas básicos, pero con la explotación del crudo
se forjó una clase dominante local asociada con los multinacionales. Este sector se acos-
6
Esta caracterización presenta: Gilly, Adolfo. «La guerra de clases en la revolución mexicana», en AA.
VV. Interpretaciones de la revolución mexicana, Nueva Imagen, México, 1979.
58
tumbró a vivir de la renta petrolera junto a los gobernantes de turno. Todos los ensayos
de industrialización, sustitución de importaciones y diversificación económica estuvie-
ron signados por esta asociación, que generalizó además hábitos perdurables de consu-
mismo parasitario e ineficiencia burocrática7.
Este despilfarro de los recursos públicos condujo a un enriquecimiento de la
burguesía, que terminó empobreciendo al propio Estado. Los desfalcos de la era neoli-
beral —entre 1983 y 1988— fueron el corolario del fracasado intento de solventar la
formación de una clase capitalista competitiva con los recursos del Tesoro. A pesar de
las cuantiosas sumas invertidas por el Estado, en Venezuela no emergió una burguesía
siquiera comparable a la existente en México, Brasil o Argentina. Una transición carde-
nista representaría otro ensayo para alcanzar esa meta.
7
Una descripción de estas tendencias presenta: Lacabana, Miguel. «Petróleo y hegemonía en Venezuela»,
en: Arceo, E. y Basualdo, E. (comp.). Neoliberalismo y sectores dominantes, CLACSO, Buenos Aires,
2006.
8
La derecha publicita intensamente este enriquecimiento para desacreditar al chavismo. Un ejemplo: De
Córdoba, José. «Un producto curioso de la Venezuela de Hugo Chávez: los burgueses bolivarianos», La
Nación, 01/12/06. [Publicado originalmente en Wall Street Journal].
9
García Linera, Álvaro. «Hay múltiples modelos para la izquierda», Página 12, 11/06/07.
59
nos radical de nacionalización de los hidrocarburos. Las mejoras de la rentabilidad y de
la situación fiscal continúan sin traducirse en avances sociales.
Los proyectos de capitalismo de Estado arrastran en Bolivia una historia de frus-
tración muy superior a cualquier antecedente de México o Venezuela. El experimento
clásico del MNR entre 1952 y 1956, no solo mantuvo intacto el pavoroso atraso del
país, sino que concluyó en una involución pro-imperialista de su propio gestor. Luego
de nacionalizar las minas, Paz Estensoro lideró la apertura al capital extranjero, el au-
mento de la deuda externa, el sometimiento al FMI y la entrega del petróleo a la Gulf
Oil Company.
Actualmente existen presiones para sustituir la catastrófica experiencia neolibe-
ral de 1985-2003 por un nuevo ensayo de capitalismo regulado. Pero los sectores capita-
listas tienen grandes aspiraciones de lucro inmediato y poca predisposición para aceptar
la supervisión estatal. En un país sometido a dislocantes tensiones regionales y con gran
presencia del movimiento popular, el margen para gestar una nueva burguesía desde el
Estado es muy estrecho. Este espacio es significativamente menor al que tuvo el antece-
dente mexicano o mantiene el ensayo venezolano10.
Un panorama semejante se observa en Ecuador. Históricamente el país quedó es-
tructurado en torno a dos sectores dominantes: los agro-exportadores de la costa y la
oligarquía de la sierra, que no avalaron los intentos de modernización desarrollista de
los años 1960-70. El legado reciente de dos décadas de ajuste neoliberal, estancamiento
productivo y colapso financiero acentúa la falta de cohesión para un nuevo modelo capi-
talista. El país carga, además, con el corset de la dolarización y la inestabilidad financie-
ra que recrean las remesas de los emigrantes y la incidencia del narcotráfico11.
La política exterior independiente y en conflicto con Estados Unidos que ac-
tualmente implementan Venezuela y Bolivia fue también ensayada por Cárdenas. Esta
autonomía constituyó incluso la nota distintiva del PRI durante décadas. México fue el
único país Latinoamericano que mantuvo relaciones con Cuba en los picos de la agre-
sión norteamericana. La hidalguía de Chávez frente a Bush y la firmeza de Morales
frente a diplomáticos que actúan como virreyes son actualmente aplaudidas en la región
y contrastan con las posturas conciliatorias de los presidentes de centroizquierda. Pero
esas actitudes pueden pavimentar una ruptura radical con el imperialismo o simplemen-
te anticipar conductas más independientes de las clases dominantes.
Especialmente Morales debe definir el sentido de los cambios que postula. Si
desactiva el racismo, la masa de la población indígena habrá logrado un objetivo ambi-
cionado desde hace siglos. Pero este entierro de un apartheid no es sinónimo de emanci-
pación social. El ejemplo sudafricano actual demuestra cómo se puede consolidar la
desigualdad, forjando grupos capitalistas provenientes de la etnia marginada.
El camino mexicano hacia el capitalismo de Estado presenta en la actualidad un
cariz regionalista. Es alentado por los nuevos socios de Venezuela en el MERCOSUR y
especialmente por los empresarios argentinos o brasileños que desarrollan negocios cau-
tivos con el Caribe, en áreas protegidas de la competencia norteamericana o europea.
Este protagonismo de los capitalistas latinoamericanos constituye una significativa no-
vedad en comparación al antecedente mexicano.
Los proyectos de capitalismo de Estado actual nutren la tendencia neo-
desarrollista, que emergió en América Latina como resultado de la crisis neoliberal. Este
giro es propiciado por los sectores de la burguesía que han tomado distancia de la orto-
10
Un retrato de estas dificultades presenta: Aillón Gómez, Tania. «La fisura del Estado como expresión
de la crisis política de la burguesía en Bolivia», OSAL, número 10, enero-abril de 2003.
11
Burbano de Lara, Felipe. «Estrategias para sobrevivir a la crisis del Estado», en Arceo, E. y Basualdo,
E. (comp.). Neoliberalismo y sectores dominantes, CLACSO, Buenos Aires, 2006.
60
doxia monetarista, luego de un período de fuerte concurrencia extra-regional, desnacio-
nalización del aparato productivo y pérdida de la competitividad internacional. Mante-
niendo aceitados vínculos con el capital financiero, promueven cursos más industrialis-
tas para favorecer el desarrollo de las nuevas transnacionales «Multilatinas» (como
Slim, Odebrecht, Techint). Estas compañías lucraron con las privatizaciones, pero ahora
priorizan los negocios industriales y jerarquizan el mercado regional.
Algunos teóricos de izquierda aprueban el rumbo neo-desarrollista, presentándo-
lo como un paso intermedio al socialismo. Pero olvidan que la estabilización de ese cur-
so bloqueará cualquier evolución anticapitalista. El precedente mexicano aporta una
contundente confirmación de este ahogo y de su incompatibilidad con una perspectiva
socialista12.
Muchos debates contemporáneos sobre la crisis del neoliberalismo se limitan a
describir las opciones capitalistas alternativas, evaluando cuál tiene más posibilidad de
concreción. Esta óptica elude valorar las opciones en juego y omite analizar sus impli-
cancias anti-populares. Un retrato de la coyuntura actual, que no registre las consecuen-
cias de los proyectos en disputa es totalmente insuficiente para la acción política de la
izquierda. Nuestra revisión de las experiencias históricas regionales apunta a esclarecer
esta intervención.
NACIONALISMO MILITAR
El nacionalismo militar constituye otro antecedente de los actuales gobiernos ra-
dicales. La influencia de estos precedentes en el proceso bolivariano es visible en la
propia trayectoria de Chávez, que irrumpió en 1992 en la escena pública a través de un
levantamiento. Este episodio lo proyectó como figura nacional y le permitió liderar el
frente político, que seis años después ganó las elecciones.
Su visión nacionalista se inspiró en las experiencias reformistas que encabezaron
Velazco Alvarado en Perú (1974) y en las orientaciones antiimperialistas que en la
misma época se ensayaron en otros continentes (primer Kadaffi de Libia). Absorbió en
su juventud un pensamiento de izquierda, que se afianzó durante la confrontación con la
guerrilla venezolana en 1975-89. Sobre estos pilares forjó la red de oficiales que ha
constituido su núcleo de confianza13.
La relación del gobierno de Evo Morales con los militares es muy diferente. Só-
lo incluye una reivindicación lejana del breve intento nacionalista que comandó Ovando
en 1969-70. Esa acción incluyó la nacionalización de las empresas petroleras, la restau-
ración de los derechos sindicales y fue seguida por un breve episodio insurreccional. En
ese choque el general Torres autorizó en 1971 la asamblea popular y la formación de
milicias para enfrentar a la oligarquía.
Con excepción de estas dos experiencias la memoria popular boliviana asocia a
los gendarmes con la represión al servicio de los explotadores. La historia militar re-
ciente del Altiplano está signada por esa brutalidad, desde que Barrientos concertó en
1964-78 una alianza con las elites campesinas para aislar a los obreros y perpetrar el
asesinato del Che. Con el auspicio de Banzer, las fuerzas armadas se convirtieron —en
las últimas dos décadas— en una sucursal del Pentágono. Acumularon, además, un ré-
12
Hemos expuesto este problema en: Katz, Claudio. «Socialism ou le néo-développementisme», Inpre-
cor, números 528-529, junio-julio de 2007. [Hay traducción castellana: Katz, Claudio. «Socialismo o
neodesarrollismo», disponible en Internet].
13
Estos antecedentes pueden consultarse en: Bonilla-Molina, Luis y El Troudi, Haiman. Historia de la
revolución bolivariana, Ministerio de Comunicación e información, Caracas, diciembre de 2004.
61
cord de escándalos por narcotráfico y corrupción, en su acción conjunta con los tres
partidos que manejaron la vida política del país (MNR, ADN y MIR).
La historia militar de Ecuador es análoga al resto de la región, con ensayos na-
cionalistas de reformas a mitad de los 70 y múltiples dictaduras represivas al servicio de
la oligarquía. Pero durante la reciente etapa de sublevaciones populares contra presiden-
tes neoliberales (1997-2005) apareció una tercera variante personificada en Gutiérrez,
que se diferenció del curso radical venezolano y del clásico derechismo reciente de Bo-
livia.
Este general retomó la tradición de duplicidad militar, al desplegar gran dema-
gogia desde el llano y puro servilismo hacia los poderosos desde el gobierno. Desarrolló
una carrera fulgurante y lideró una fractura del ejército, en el marco del levantamiento
popular (enero del 2000). Esta actitud lo catapultó al año siguiente a la presidencia, con
el apoyo de las organizaciones indígenas. Pero a los seis meses retomó descaradamente
el curso neoliberal que había denunciado anteriormente, estrechó relaciones con el De-
partamento de Estado y encubrió a todos los funcionarios corruptos de las gestiones
precedentes.
Gutiérrez no duró mucho. Tuvo que abandonar su cargo frente a la nueva oleada
protestas contra el nuevo contubernio que estalló en abril del 2004. El general terminó
aplastado por la misma ira popular que lo llevó a la presidencia. En un clima general de
hastío, la población se decepcionó de los gendarmes que reemplazan a los políticos en el
engaño de la población.
Las tres experiencias militares recientes de Sudamérica han sido distintas. El ca-
so venezolano de evolución radical difiere del distanciamiento boliviano de la acción
gubernamental y de la defraudación observada en Ecuador. Esta diversidad es también
ilustrativa del variado comportamiento que asume la oficialidad en la región.
La tónica predominante durante el siglo XX fue el acatamiento de las órdenes de
un alto mando entrelazado con las clases dominantes. Este papel generalizó la identifi-
cación de los militares con las tiranías y la custodia de los intereses de los terratenientes,
industriales o banqueros. El ejemplo extremo de esta función fueron los golpes fascistas
del tipo Pinochet.
Pero más frecuentes fueron las asonadas que solo buscaron compensar la incapa-
cidad de los partidos burgueses para gestionar el estado. Esta modalidad de gobiernos
militares presentó características semejantes a cualquier esquema civil. El mismo tipo
de fracciones (neoliberales, ortodoxas, desarrollistas, heterodoxas) que predominan en
la burguesía se observan en las fuerzas armadas.
Junto a estas vertientes del establishment también han existido diversos ensayos
nacionalistas, que chocaron con el imperialismo y las elites locales. Estas experiencias
alcanzaron un pico de radicalidad en tres epopeyas: el levantamiento armado en Brasil
con banderas de la izquierda (Columna Prestes en 1935), la resistencia a los marines
junto al pueblo en la República Dominicana (Camaño en 1965) y la convalidación de
las milicias obreras frene al golpismo en Bolivia (Torres en 1971)14.
Otros precedentes de nacionalismo antiimperialista implicaron fuertes confron-
taciones con Estados Unidos (Torrijos en 1968 por la nacionalización del canal de Pa-
namá) y reformas agrarias, expropiaciones de complejos industriales o mejoras obreras
de gran alcance (Velazco Alvarado en Perú). Estas vertientes se distinguieron del nacio-
nalismo que encarnó Perón en Argentina, por la radicalidad en las medidas adoptadas y
se diferenciaron de la experiencia de Vargas en Brasil, por su disposición movilizar a
las masas.
14
Un panorama de este radicalismo militar presenta: Prieto Rozos, Alberto. Ideología, economía y políti-
ca en América Latina, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2005.
62
DIFERENCIAR LOS PERFILES
Las intervenciones militares en América Latina abarcan desde el fascismo hasta
la insurgencia antiimperialista, pero han incluido además muchas opciones intermedias.
El brusco cambio de bando del general Gutiérrez es un ejemplo reciente de la ambigüe-
dad que se ha observado en la región. Un agente de Estados Unidos como Batista ensa-
yó varios coqueteos con el progresismo en Cuba y el propio Chávez mantuvo vínculos
con el derechista argentino Seineldín, antes de adoptar definiciones a favor del socia-
lismo. Probablemente el caso más enigmático de este universo gris es Humala, que se
ha opuesto en Perú con un planteo nacionalista del conservador Alan García. Nadie lo-
gra descifrar si se orienta a reproducir a Chávez o a Gutiérrez.
En general los militares han perdido protagonismo político, luego del colapso de
las dictaduras del Cono Sur. Pero su rol represivo en la acción anti-guerrillera (Colom-
bia) o en el enfrentamiento con las movilizaciones sociales no se ha diluido (especial-
mente en México o Perú). Esta participación reactiva su influencia política.
La gravitación de las fuerzas armadas ha sido tradicionalmente explicada por la
«debilidad de la sociedad civil frente al Estado». Pero esa fragilidad expresa, a su vez, el
carácter históricamente endeble de las burguesías nacionales ante a sus rivales extranje-
ros y sus antagonistas populares. Los militares han gobernado —en forma endémica o
periódica— para contrarrestar estas carencias y habitualmente actuaron como árbitros
sustitutos del frágil poder burgués. El giro constitucionalista de las últimas dos décadas
apunta a superar esta insuficiencia. Pero dada la inestabilidad de estos regímenes, nadie
prescinde por completo de los militares.
Frecuentemente se ha utilizado el término «bonapartismo» para caracterizar esta
función del ejército. La noción también indica a veces la presencia de los uniformados
en puestos desechados por el personal civil. Pero se ha registrado un abuso de ese con-
cepto, originalmente concebido para denotar situaciones muy provisorias. El Bonaparte
acude en un momento excepcional de indefinición de las fuerzas en pugna, para garanti-
zar la continuidad del orden burgués. Concluida esta intervención, también se extingue
su rol. Por esta razón es incorrecto extender el uso de esa denominación a cualquier
inestabilidad constitucional o exceso de presidencialismo.
Al utilizar en forma abusiva la noción de bonapartismo esta palabra se convierte
en un comodín, que cataloga mucho y explica poco. La caracterización de Chávez como
bonapartista incurre por ejemplo en este defecto, incluso cuando es reemplazada por el
término menos peyorativo de cesarismo.
El principal problema que plantea evaluar el rol de los militares, no radica tanto
en la definición exacta de su mutable función. Lo más importante es reconocer en cada
momento el carácter progresivo o regresivo de esa intervención. La ceguera frente al
primer caso y las ingenuidades frente a la segunda variante han provocado efectos
igualmente nefastos.
El primer error impidió comprender en el pasado que la pertenencia al ejército
no era incompatible con el radicalismo de Caamaño, Torres o Torrijos, ni con el choque
de Velazco Alvarado o Perón con las clases dominantes. Para comprender este conflicto
bastaba con distanciarse del republicanismo abstracto y del antimilitarismo pueril que
propaga el constitucionalismo burgués. La falsa oposición entre civiles y militares ocul-
ta la verdadera diferenciación que separa a la derecha con la izquierda y a los opresores
con los oprimidos. Esta misma confusión impide actualmente aceptar el rol progresivo
de Chávez o conduce a veces al alineamiento con la reacción. A esta degradación han
llegado, por ejemplo, los ex izquierdistas de Bandera Roja o del MAS en Venezuela.
63
La tendencia opuesta al elogio indiscriminado de cualquier militar condujo a
Salvador Allende a confiar en los generales golpistas. Un caso más patético fue la dife-
renciación que se establecía en Argentina, entre militares «más o menos reaccionarios»
durante la criminal dictadura de Videla.
Si se reconoce que los uniformados integran una institución sujeta a las mismas
divisiones y crisis que corroen a otros organismos del Estado, su variedad de conductas
pierde misterio. Esa multiplicidad expresa los desgarramientos recurrentes que acosan a
esas instituciones, empujando a sus miembros hacia direcciones opuestas. Este curso
antagónico han seguido recientemente Chávez y Gutiérrez.
Pero conviene también recordar que en los antecedentes más progresistas, nin-
gún líder militar logró consumar un proyecto emancipador. Forjaron tradiciones antiim-
perialistas invariablemente inconclusas. Por esta razón sus experiencias se ubican —
junto a lo sucedido en Nicaragua y México— en el campo de los ensayos frustrados.
Ninguna variante de nacionalismo militar puede por sí sola avanzar hacia la ruptura
anticapitalista. El camino hacia este giro exige otro basamento y otro curso, que fue
transitado por los artífices del principal logro socialista en la región.
LA REVOLUCIÓN CUBANA
A diferencia de lo ocurrido en México, Bolivia o Nicaragua, la revolución cuba-
na no se limitó a desplazar a la oligarquía del gobierno o a introducir reformas sociales.
Puso en marcha todas las transformaciones anticapitalistas requeridas para erradicar la
miseria y la explotación. El alcance de estos logros quedó posteriormente acotado por el
aislamiento, los errores y las adversidades geopolíticas. Pero la introducción de grandes
conquistas populares en la salud, la educación o las condiciones de trabajo demostró
cómo se puede mejorar la vida de los oprimidos, en un país del Tercer Mundo.
La gesta cubana cambió la historia de América Latina al romper todos los frenos
que interpone el institucionalismo burgués a la emancipación social. Transformó una
revolución democrática en una transición socialista, trastocando por completo el pensa-
miento de izquierda. Los guerrilleros del 26 de Julio refutaron las concepciones que
objetaban la posibilidad de un desenvolvimiento socialista en Latinoamérica. Evidencia-
ron que en cualquier país de la periferia es factible iniciar esta ruptura anticapitalista e
indicaron el camino de ese rumbo.
Es importante recordar esta lección en un momento de generalizados cuestiona-
mientos a la adopción de medidas más radicales en Venezuela o Bolivia. Muchos analis-
tas advierten contra la introducción de reformas que amenacen la continuidad del capita-
lismo. Esgrimen los mismos argumentos que desaconsejaban el curso socialista de Fidel
en 1960-61.
Durante la última década de preeminencia ideológica derechista, estos razona-
mientos invocaban el carácter indeseable de un sendero anticapitalista. Pero en la actua-
lidad, algunos sectores de izquierda han retomado también las viejas tesis de la imposi-
bilidad. Ya no se pondera tanto las virtudes del mercado, ni se resalta la inconveniencia
de la planificación. Simplemente se afirma que el socialismo no es factible en América
Latina.
Pero Cuba demostró que la revolución es posible a 90 millas de Miami. Un pe-
queño país —sometido al dominio norteamericano luego de obtener su tardía indepen-
dencia de España— logró doblegar a una potencia, que tiene instalados sus marines en
Guantánamo. Los guerrilleros retomaron una lucha secular por la independencia nacio-
nal y lograron imponerse frente al gran coloso estadounidense.
64
El Departamento de Estado no pudo sostener a su dictador Batista, ni proteger a
los grupos mafiosos que trataban a Cuba, como una sucursal de sus negocios. Todos
quedaron desconcertados frente a la impotencia del Pentágono para detener a Fidel y
bloquear la radicalización de su gobierno.
Imaginaron que por medio de invasiones (Bahía de los Cochinos), atentados
(600 intentos de asesinato de Castro), embargos (cuatro décadas de comercio exterior
bloqueado), terrorismo (encubrimiento reciente del criminal Posada Carriles) e incenti-
vo de la inmigración ilegal (ciudadanía norteamericana para cualquier cubano) lograrían
destruir la revolución. Pero fracasaron y este resultado aportó una prueba contundente
de la posibilidad de doblegar al imperialismo.
Si Cuba pudo lograrlo durante casi medio siglo: ¿Por qué no alcanzarían el mis-
mo éxito en la actualidad otros países de la región? Esta posibilidad cuenta hoy en día
con una ventaja coyuntural: el gendarme norteamericano está muy debilitado por sus
fracasos en Irak y Medio Oriente.
Frecuentemente se afirma que Cuba pudo desafiar a Estados Unidos porque con-
taba con el auxilio de la Unión Soviética. Pero este sostén no estaba previsto ni prede-
terminado, sino que emergió de la propia dinámica del choque con el imperialismo. Fi-
del recurrió a la URSS para sostener la revolución frente a la agresión estadounidense
mediante una estrategia de alianzas externas, que tiene innumerables antecedentes en
otras coyunturas. Suponer que este tipo de contrapesos mundiales desapareció con la
caída de la Unión Soviética, equivale a identificar ese derrumbe con el fin de las rivali-
dades internacionales. Esta creencia ha quedado recientemente desmentida por el ago-
tamiento del unilateralismo que ensayó Bush.
Conviene, además, no olvidar que la URSS negoció serías restricciones políticas
a cambio de su apoyo a Cuba luego de la crisis de los misiles (1961), para no obstruir su
estrategia de coexistencia pacífica con Estados Unidos. Por esta razón el Che Guevara
denunció la ausencia de solidaridad internacionalista por parte de los líderes soviéticos.
Una ruptura anticapitalista carecería, en la actualidad, del viejo sostén del «campo so-
cialista», pero no cargaría con los costos de ese apoyo. Podría recurrir al amplio espacio
de choques geopolíticos, que le ha impedido a Estados Unidos recolonizar el Medio
Oriente.
Pero lo más importante es el propio contexto regional. Cuba debió soportar el
cerrojo impuesto por el Departamento de Estado, luego de su abandono de la OEA. Con
pocas excepciones el grueso América Latina cortó vínculos con la isla. En la actualidad
el imperialismo ha perdido esa capacidad de aislamiento. Los fracasos diplomáticos que
acumula Bush frente a Chávez ilustran este retroceso. Estados Unidos ya no maneja los
presidentes latinoamericanos como títeres y afronta conflictos con sus propios aliados
en la región.
Existen, además, ciertas articulaciones políticas —como el ALBA— que contra-
pesan la ofensiva norteamericana, en un contexto de rivalidades económicas de la pri-
mera potencia con las principales burguesías de Sudamérica. No faltan, por lo tanto,
condiciones favorables para encarar un giro socialista, si reaparece la audacia y la de-
terminación que demostró Fidel a principios de los 60.
A veces se presenta lo ocurrido en Cuba como un hecho «excepcional» y se ar-
gumenta que obedeció a la peculiar cohesión política creada en la isla, durante la lucha
contra Batista. Pero la secuencia de enfrentamientos iniciada con Moncada, seguida por
la incursión del Granma y coronada con la resistencia en Sierra Maestra, no difiere de
otras gestas revolucionarias. Lo que distinguió al movimiento 26 de Julio fue su conse-
cuencia en esta lucha. Demostró gran flexibilidad en las distintas propuestas lanzadas
desde 1957, pero nunca cedió en las exigencias democráticas y antiimperialistas básicas.
65
Esta firmeza determinó un salto socialista de la revolución, cuando fueron re-
chazados los compromisos de conciliación que propiciaban los reemplazantes iniciales
del dictador (crisis de Urrutia, emigración de Miro Cardona). El enfrentamiento con los
sectores guerrilleros opuestos al avance anticapitalista (Huber Matos) marcó un punto
de inflexión. La decisión de seguir adelante con la revolución fue el signo distintivo del
proceso cubano, en comparación con Chile, México o Nicaragua.
UN EFECTO PERSISTENTE
A veces se afirma que la «estructura económico-social» cubana favoreció la ra-
dicalidad de la revolución, dado el papel centralizador que tenía la industria azucarera.
Pero peculiaridades equivalentes se han verificado en otros países. Lo distintivo de Cu-
ba fue la contundente respuesta a las conspiraciones de la derecha. Esta reacción llevó a
la acelerada nacionalización de los ingenios, las refinerías, las telecomunicaciones, el
sistema eléctrico y las grandes propiedades rurales.
La ausencia de esta dinámica de respuestas políticas radicales socavó al resto de
las revoluciones latinoamericanas y amenaza actualmente a los procesos surgidos de las
rebeliones recientes. Desde el año 2002 han aflorado en Venezuela algunos rasgos se-
mejantes a la coyuntura cubana del 60, especialmente en el terreno de la polarización
socio-política. Pero esta confrontación no se ha traducido en un curso anticapitalista.
Aunque los ritmos actuales difieren del pasado, una prolongación indefinida del status
quo conducirá a perder la oportunidad para avanzar al socialismo. El imperialismo y la
derecha ya conocen la lección y buscan evitar la repetición de la experiencia castrista.
El impacto de Cuba sobre América Latina ha sido perdurable. Tuvo un efecto
inicial sobre la región semejante al generado por la revolución bolchevique en Europa o
la victoria socialista de China en Asia. Pero a diferencia de ambas situaciones esta in-
fluencia se mantiene hasta la actualidad. En los años 60 una dirección jacobina franqueó
todas las fronteras y condujo la revolución más allá de lo imaginable. Es imposible pre-
decir si ese curso volverá a repetirse, pero existen tendencias potenciales a su reiteración
en los actuales procesos nacionalistas. La radicalización es una posibilidad latente que
la izquierda debe apuntalar.
Cuba consumó la única revolución socialista exitosa de la región y por eso per-
siste como referencia estratégica. Esta atención incluye el legado de internacionalismo
que singularizó el proyecto del Che. También aquí la revolución cubana se distanció de
sus precedentes, al encarar una expansión hacia América Latina simbolizada en la crea-
ción de la OLAS. Más allá de los errores cometidos por el foquismo de la época, esta
política indicó caminos para romper el encierro nacional de una revolución. Ratificó en
la práctica que el éxito del socialismo se juega en la arena regional y mundial. La actua-
lidad de este internacionalismo es mayúscula y ya nadie concibe un proyecto de eman-
cipación acotado al plano nacional.
Cuba también aporta enseñanzas de errores económicos y desaciertos en el mo-
delo político. Este balance tampoco debe ser soslayado a la hora de evaluar las estrate-
gias socialistas viables para cada país de la región. Pero incluso al considerar estos espi-
nosos problemas, no hay que perder de vista que Cuba se diferenció por el desenlace
positivo de su revolución. Y este resultado obedeció al curso socialista adoptado por ese
proceso. Para avanzar en la actualidad hacia una meta semejante hay que debatir abier-
tamente otro tema soslayado: la revolución. Abordamos este problema en nuestro pró-
ximo texto.
Noviembre de 2007
66
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67
― CAPÍTULO 4 ―
1
Katz, Claudio. «Socialismo o neodesarrollismo», La Haine, 01/12/06 o Rebelión, 01/12/06.
2
El 1% de la población controla actualmente el 40% de las riquezas del planeta: Aizpeolea, Horacio.
«Cómo se reparte la torta», La Nación, 15/09/06.
68
o la opresión dictatorial. En contextos de este tipo los bolcheviques tomaron el poder,
Mao se impuso en China, Tito venció en Yugoslavia, los vietnamitas expulsaron a Esta-
dos Unidos y triunfó la revolución cubana. Gran parte de estas victorias se consumaron
en pleno boom de posguerra, es decir durante una etapa de intenso crecimiento capitalis-
ta. Ningún automatismo encadena, por lo tanto, el debut del socialismo a un colapso
productivo. Las penurias que genera el capitalismo son suficientes para propugnar la
reversión de este sistema, en cualquier fase de sus fluctuaciones periódicas.
Solo los teóricos del catastrofismo observan un vínculo indisociable entre socia-
lismo y desmoronamiento bancario. Esta conexión forma parte de su retrato habitual del
capitalismo, como un régimen que siempre opera al borde de un derrumbe terminal. A
la espera de este desplome identifican cualquier desajuste bancario con una depresión
global y confunden un simple reflujo bursátil con el crack general. Estas exageraciones
ignoran el funcionamiento básico del sistema que se pretende erradicar y no permiten
abordar ningún problema de la transición socialista3.
3
Un ejemplo extremo de esta concepción ―que asume el catastrofismo como una cualidad― presenta:
Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo», En defensa del marxismo, número 34, Buenos Aires,
19/10/06. Hemos polemizado reiteradamente con los fundamentos teóricos de esta concepción, en los
artículos citados en la bibliografía.
4
Harnecker describe cómo este debate surgió en la izquierda a principio de los años 90: Harnecker, Mar-
ta. La izquierda en el umbral del siglo XXI, Editorial Siglo Veintiuno, Madrid, 2000 (segunda parte).
69
Pero como en realidad la globalización no es el fin de la historia, todas las alter-
nativas permanecen abiertas. Solo comenzó nuevo período de acumulación, sostenido
en la recomposición de la tasa de ganancia, que solventan los oprimidos de todos los
países. Este soporte regresivo actualiza la necesidad del socialismo, como única res-
puesta popular a la nueva etapa. Solo esta salida permitiría remediar los desajustes crea-
dos por la expansión global del capital en el marco actual de especulación financiera y
polarización imperialista.
Muchos teóricos reconocen la viabilidad mundial de la opción socialista, pero
cuestionan su factibilidad en los pequeños países latinoamericanos. Estiman que este
inicio debería ser pospuesto ―por ejemplo en Bolivia― unos 30 o 50 años, para permi-
tir la formación previa de un «capitalismo andino-amazónico»5. ¿Pero por qué 30 años y
no 10 o 150? En el pasado, estas temporalidades estaban asociadas con cálculos de sur-
gimiento de las burguesías nacionales encargadas de cumplimentar la etapa pre-
socialista. Pero en la actualidad, es evidente que los impedimentos para gestar un es-
quema capitalista competitivo en países como Bolivia son por lo menos tan grandes,
como los obstáculos para iniciar transformaciones socialistas. Basta imaginar las conce-
siones que demandarían las grandes corporaciones extranjeras para participar en este
proyecto y los conflictos que generarían estos compromisos con las mayorías populares.
La dificultad es aún mayor si se concibe al «capitalismo andino-amazónico»
como un modelo compatible con la reconstrucción de las comunidades indígenas6. En
cualquier esquema motorizado por la competencia mercantil perdurarían los atropellos
contra estas colectividades. El paso al socialismo en países tan periféricos como Bolivia
es complejo, pero posible y conveniente. Requiere promover una transición con pro-
gramas y alianzas afines en otros países de América Latina.
5
García Linera, Álvaro. «Somos partidarios de un modelo socialista con un capitalismo boliviano», Cla-
rín, 23/12/05; García Linera, Álvaro. «El capitalismo andino-amazónico», Enfoques Críticos, número 2,
abril-mayo de 2006.
6
García Linera, Álvaro. «El evismo: lo nacional-popular en acción», OSAL, número 19, enero-abril de
2006; García Linera, Álvaro. «Tres temas de reflexión», Argenpress, 04/11/06.
70
por una crisis del neoliberalismo que puede derivar en la declinación estructural de este
proyecto.
La relación de fuerzas regional también ha sido modificada por grandes subleva-
ciones populares, que en Sudamérica precipitaron la caída de varios mandatarios. Los
levantamientos en Bolivia, Ecuador, Argentina o Venezuela han repercutido directa-
mente sobre el conjunto de las clases dominantes. Desafiaron la agresividad patronal e
impusieron en muchos países cierta contemporización con las masas.
El impulso combativo es muy desigual. En ciertas naciones es visible el prota-
gonismo popular ((Bolivia, Venezuela, Argentina, Ecuador), pero en otras prevalece un
reflujo derivado de la decepción (Brasil, Uruguay). Lo novedoso es el despertar de lu-
chas gremiales y estudiantiles en países que encabezaban el ranking neoliberal (Chile) y
en naciones agobiadas por atropellos sociales y hemorragias de emigrantes (México). La
correlación de fuerzas es muy variada en América Latina, pero se afirma en toda la zona
una tónica general de iniciativas populares.
Al comienzo de los 90 el imperialismo norteamericano estaba lanzado a la reco-
lonización política de su patio trasero a través del librecomercio y la instalación de ba-
ses militares. También este panorama cambió. La versión original del ALCA fracasó
por los conflictos entre firmas globalizadas y corporaciones dependientes de los merca-
dos internos, por choques entre exportadores e industriales y por el extendido rechazo
popular. La contraofensiva de tratados bilaterales que ha lanzado el Departamento de
Estado no compensa este retroceso.
El aislamiento internacional de Bush (desplome electoral republicano, fracaso en
Irak, pérdida de aliados en Europa) le ha quitado espacio al unilateralismo e incentivó el
resurgimiento de bloques geopolíticos adversos a Estados Unidos (como los No Alinea-
dos). Este repliegue norteamericano se refleja nítidamente en la ausencia de respuestas
militares al desafío de Venezuela.
La correlación de fuerzas ha registrado, por lo tanto, varios cambios significati-
vos en América Latina. Las clases dominantes ya no cuentan con la brújula estratégica
neoliberal, el movimiento popular recuperó presencia callejera y el imperialismo norte-
americano perdió capacidad de intervención.
EL NUEVO PERÍODO
Los cambios en la dominación por arriba, en la beligerancia por abajo y en el
comportamiento del gendarme externo obligan a revisar un diagnóstico tradicional de
varios teóricos de la izquierda. Esta caracterización tendía a remarcar las dificultades
que enfrenta la batalla por el socialismo a partir de un contraste entre dos etapas: el pe-
ríodo favorable que inició la revolución cubana (1959) y la fase desfavorable que inau-
guró la caída de la URSS (1989-91). El primer ciclo ―revolucionario y antiimperialis-
ta― era confrontado con la segunda fase de regresión conservadora7. ¿Es válido este
esquema en la actualidad?
El clima político que se respira en muchos países contraría intuitivamente esta
visión en los tres planos de la correlación de fuerzas. En primer lugar, los capitalistas
locales han perdido la confianza agresiva que detentaban en la década pasada. A dife-
rencia de los años 70 ya no pueden recurrir al salvajismo dictatorial. Se han quedado sin
el instrumento golpista para sortear las crisis y aplastar con asesinatos masivos la rebel-
día popular. En varios países persiste el terrorismo de estado (no solo Colombia, sino
7
Esta tesis fue considerada y posteriormente matizada por: Harnecker, Marta. La izquierda después de
Seatlle, Siglo XXI, Madrid, 2002; Harnecker, Marta. La izquierda en el umbral del siglo XXI… (capítulos
1 y 2).
71
también en forma selectiva actualmente en México), pero en general el establishment
debe aceptar un marco de restricciones institucionales que ignoraba en el pasado. Esta
limitación constituye una conquista popular que opera a favor de los explotados en el
balance de fuerzas.
En segundo término la intensidad de las luchas sociales ―mensuradas en su
magnitud e impacto político inmediato― tiene muchos puntos en común con las resis-
tencias de los años 60 o 70. Las sublevaciones registradas en Ecuador, Bolivia o Argen-
tina y las gestas estudiantiles o rebeliones comunales en toda la zona son comparables
con los grandes levantamientos de la generación pasada.
En tercer lugar son muy visibles las dificultades de intervención que enfrenta el
imperialismo. Mientras que en los años 80 Reagan libraba una guerra contrarrevolucio-
naria abierta en Centroamérica, Bush ha debido restringir sus operativos en la región.
El análisis de la correlación de fuerzas debe tomar en cuenta estos tres procesos
y evitar una mirada que solo preste atención al contexto por arriba (relaciones entre po-
tencias), omitiendo lo que sucede por abajo (antagonismos sociales). Este problema
afecta al enfoque tradicional de las dos etapas, que divorcia en forma tajante la historia
regional en función del colapso de la URSS. Partiendo de esta divisoria las posibilida-
des socialistas del primer período son idealizadas y las potencialidades anticapitalistas
del segundo quedan minimizadas.
La existencia o desaparición de la URSS constituye un elemento del análisis que
no define la correlación de fuerzas. Conviene recordar que una burocracia hostil al so-
cialismo comandaba a este régimen, mucho antes de su reconversión en clase capitalis-
ta. Libraba un choque con Estados Unidos en el ajedrez internacional y solo contempo-
rizaba con los movimientos antiimperialistas en función de sus intereses geopolíticos.
Por eso no era un motor del proyecto anticapitalista. Las diferencias con los años 70
existen y son significativas, pero no se ubican en la correlación de fuerzas.
DIVERSIDAD DE SUJETOS
Los actores de una transformación socialista son las víctimas de la dominación
capitalista, pero los sujetos específicos de este proceso en América Latina son muy di-
versos. En algunas regiones las comunidades indígenas han ocupado un lugar dirigente
en las rebeliones (Ecuador, Bolivia, México) y en otras zonas los campesinos lideraron
la resistencia (Brasil, Perú, Paraguay). En ciertos países los protagonistas han sido asa-
lariados urbanos (Argentina, Uruguay) o precarizados (Caribe, Centroamérica). Tam-
bién es llamativo el nuevo rol de las comunidades indígenas y el papel menos gravitante
de los sindicatos fabriles. Esta multiplicidad de sectores refleja la estructura social dife-
renciada y las peculiaridades políticas de cada país.
Pero esta diversidad también confirma la variedad de participantes de una trans-
formación socialista. Como el desarrollo del capitalismo expande la explotación del
trabajo asalariado y las formas colaterales de opresión, los actores potenciales de un
proceso socialista son todos los explotados y oprimidos. Les cabe este rol no solo a los
asalariados que generan directamente el beneficio patronal, sino a todas las víctimas de
la desigualdad capitalista. Lo esencial es la convergencia de estos sectores en una bata-
lla común en torno a focos muy cambiantes de rebeldía. La victoria depende de esta
acción contra un enemigo que domina dividiendo al campo popular.
En esta lucha ciertos segmentos de los asalariados tienden a jugar un rol más
gravitante por el lugar que ocupan en ramas vitales de la economía (minería, fábricas,
bancos). Los capitalistas lucran con las privaciones de todos los desposeídos, pero sus
ganancias dependen específicamente del esfuerzo laboral directo de los explotados.
72
Esta centralidad se verifica en la actual la coyuntura de reactivación económica
que tiende a recrear la significación de los asalariados. En Argentina las organizaciones
sindicales recuperan preeminencia callejera, en comparación al papel cumplido por los
desempleados y la clase media durante la crisis del 2001. En Chile las huelgas de los
mineros ganan protagonismo, en México se afianza el rol de ciertos sindicatos y en Ve-
nezuela persiste la gravitación exhibida por los petroleros durante su batalla contra el
golpismo.
¿SUJETO AUSENTE?
Algunos teóricos estiman que actualmente «no existe un sujeto para encarar el
socialismo» en América Latina8. Pero no definen con claridad cuál es el conglomerado
ausente. La respuesta implícita es la debilidad de la clase obrera regional, que representa
una fracción reducida de la población como consecuencia del subdesarrollo capitalista.
Esta visión plantea posponer la concreción del socialismo hasta que surja un proletaria-
do más numeroso y extendido.
Pero el desarrollo del capitalismo contemporáneo es sinónimo de alta producti-
vidad, cambio tecnológico y consiguiente ampliación de la precarización o el desem-
pleo. Esta evolución pone en tela de juicio la tradicional asociación entre acumulación
creciente y engrosamiento masivo de la clase obrera industrial. Si la desocupación y la
informalidad imposibilitan por ahora la batalla por el socialismo, también lo impedirán
en el futuro. Es evidente que ambos flagelos continuarán reforzando el ejército de los
desempleados y la segmentación de los asalariados.
Conviene además tener presente, que nunca existió un proletariado enteramente
uniforme y homogéneo y que la actual expansión de la informalidad es un motivo adi-
cional para propiciar el socialismo. Los actores necesarios para iniciar esta transforma-
ción están ampliamente presentes en América Latina.
Es cierto que la clase obrera no ofrece el perfil ideal para este cambio, pero tam-
poco la burguesía detenta el formato perfecto para un desenvolvimiento capitalista. Por
eso los neo-desarrollistas discuten intensamente cuál es el grado de existencia de este
sector patronal nacional y cualquiera sea su conclusión nunca desechan el capitalismo.
En cambio las limitaciones cuantitativas de la clase obrera constituyen para algunos
teóricos de la izquierda, una razón para postular la dilación del socialismo.
Esta diferencia de actitud es aleccionadora. Mientras que las clases dominantes
exhiben enorme flexibilidad para afrontar adversidades con distintos remedios (por
ejemplo, una intervención más activa del estado), la respuesta de algunos socialistas es
timorata. Solo ven obstáculos para el proyecto popular cuando sus oponentes ensayan
un modelo tras otro de capitalismo.
Con miradas idealizadas de la clase obrera industrial ―como único artífice del
socialismo― siempre habrá dificultades para concebir un planteo anticapitalista en la
periferia. Pero si se abandona esa estrecha concepción, no existe ninguna razón para
cuestionar en términos de carencias clasistas la viabilidad de este proyecto.
La socialización de las tradiciones de lucha es más importante para un proceso
anticapitalista que la jerarquía de los sujetos participantes. Si las experiencias de resis-
tencia son compartidas, la potencialidad de un cambio revolucionario se acrecienta. Un
ejemplo de este intercambio fue la conversión de los ex obreros de Argentina en mili-
8
Dieterich, Heinz. Hugo Chávez y el socialismo del siglo XXI, Editorial Por los caminos de América,
Caracas, 2005 (capítulo 6).
73
tantes de un gran movimiento de desocupados. Otro caso fue la transformación de los ex
mineros de Bolivia en organizadores de los trabajadores informales.
El cambio de status (explotados a oprimidos y viceversa) no introduce transfor-
maciones significativas, si persiste el nivel de beligerancia y se reciclan las trayectorias
de la acción popular. Este segundo aspecto es más relevante para el proyecto socialista
que las mutaciones en la configuración social. Por eso el análisis sociológico no debe
reemplazar la caracterización política de un proceso revolucionario.
El cuestionamiento del socialismo por ausencia de sujetos ha sido formulado con
argumentos muy variados. En algunas naciones pequeñas como Bolivia, esta objeción
remarca que el proletariado es demográficamente escaso, ha sufrido severas derrotas
desde la privatización de la minería y su peso decreció frente a la agricultura familiar9.
Pero todas las revoluciones anticapitalistas del siglo XX se consumaron en na-
ciones atrasadas con segmentos obreros minoritarios. Las derrotas que sufrieron los mi-
neros del Altiplano han quedado ampliamente contrabalanceadas por la sucesión de
rebeliones populares y las comunidades agrarias son aliadas potenciales y no adversa-
rios del cambio socialista.
El problema del sujeto ausente tiende a generar debates estériles. Encontrar ca-
minos para garantizar la unidad de los oprimidos y explotados es mucho más importante
que dirimir cuál de ellos tendría mayor protagonismo en un salto al socialismo.
74
ta», que se traducen en niveles de mayor entusiasmo o decepción hacia el proyecto anti-
capitalista. Las victorias logradas en Rusia, China, Yugoslavia, Vietnam o Cuba favore-
cieron por ejemplo una percepción socialista positiva, que no fue disipada por las nume-
rosas derrotas que también se registraron en esos períodos.
La actual generación latinoamericana no creció como sus padres en un contexto
signado por triunfos revolucionarios. Esta ausencia de un referente anticapitalista exito-
so ―próximo a sus vivencias inmediatas― explica su mayor distanciamiento espontá-
neo hacia el proyecto socialista.
Las grandes diferencias entre el período actual y la etapa de 1960-80 se ubican
más en este plano de conciencia política, que en el terreno de las relaciones de fuerza o
en el cambio de los sujetos populares. No es la intensidad de los conflictos sociales, la
disposición de lucha de los oprimidos o la capacidad de control de los opresores lo que
ha cambiado sustancialmente, sino la visibilidad y confianza en un modelo socialista.
RUPTURAS Y CONTINUIDADES
El derrumbe de la URSS provocó una crisis de credibilidad internacional en el
proyecto socialista que ha condicionado la acción de la izquierda. América Latina no
fue la excepción a este efecto, pero algunos teóricos exageran su incidencia y tienden a
suponer que la perspectiva socialista quedó clausurada por un largo período. En esta
visión se apoya la distinción categórica entre un período revolucionario (hasta 1989) y
otro conservador (desde esa fecha en adelante).
Esta separación olvida que la izquierda latinoamericana había tomado distancia
del modelo soviético antes del colapso del «campo socialista». El desánimo de los años
90 obedeció más a la herencia dejada por las dictaduras, al fracaso del Sandinismo o el
bloqueo sufrido por la insurgencia centroamericana. En este plano ejerció además un
importante contrapeso la subsistencia de la revolución cubana.
En cualquier caso es evidente que el clima de decepción ha quedado sustituido
por un impulso a reconstruir el programa emancipatorio. Este empuje se verifica en la
actitud pro-socialista de varios movimientos populares. El gran interrogante a develar en
la actualidad es el grado de asimilación de este proyecto por parte de las nuevas genera-
ciones que encabezaron las rebeliones de la última década.
El avance de la conciencia antiliberal entre estos sectores se comprueba en su
contundente rechazo a las privatizaciones y desregulaciones (muy superior al observado
en otras regiones, como Europa Oriental). También se verifica el renacimiento de una
conciencia antiimperialista, sin los componentes regresivos en el plano étnico o religio-
so que prevalecen en el mundo árabe. En América Latina se ha creado un marco propi-
cio para renovar del pensamiento de izquierda porque no se registraron las fracturas con
esta tradición que se observan en varios países de Europa Occidental10.
Pero el nexo anticapitalista es el gran eslabón faltante en la región y esta caren-
cia ha frenado hasta ahora la radicalización de la conciencia popular. En este terreno el
debate abierto en torno al socialismo del siglo XXI puede cumplir un papel decisivo.
EL MARCO CONSTITUCIONAL
10
No existen las quiebras de identidad histórica de los asalariados con la izquierda que se notan en el
viejo continente. Consultar: Vercammen, Francois. «Europe: la gauche radicale est de retour», Critique
Communiste, número 167, otoño de 2002.
75
La izquierda latinoamericana enfrenta un problema estratégico relativamente
novedoso: la generalización de regímenes constitucionales. Por primera vez en la histo-
ria de la región, las clases dominantes gestionan sus gobiernos a través de instituciones
no dictatoriales, en casi todos los países y al cabo de un período significativo. Ni siquie-
ra los colapsos económicos, los desmoronamientos políticos o las insurrecciones popu-
lares modificaron este patrón de administración.
El retorno de los militares es una carta mayoritariamente desechada por las elites
del hemisferio. En las situaciones más críticas los presidentes son reemplazados por
otros mandatarios con algún interregno cívico-militar, pero esta sustitución no deriva en
la reinstalación de dictaduras para lidiar con la disgregación por arriba o la rebelión por
abajo.
En su gran mayoría los regímenes actuales son plutocracias al servicio de los ca-
pitalistas completamente alejadas de la democracia real. Las instituciones de estos sis-
temas han servido para consumar atropellos sociales que muchas dictaduras ni siquiera
se atrevieron a insinuar. Estas agresiones le quitaron legitimidad al sistema, pero no
condujeron a un rechazo popular al régimen constitucional semejante al padecido por
las viejas tiranías.
Este cambio en la norma de dominación capitalista tiene efectos contradictorios
sobre la acción de la izquierda latinoamericana. Por un lado, amplía las posibilidades de
acción en un contexto de libertades públicas. Por otra parte impone un marco signado la
confianza de los capitalistas en las instituciones de su sistema.
Un régimen que recorta y al mismo tiempo consolida el poder de los opresores
representa un gran desafío para la izquierda, especialmente cuando esta estructura es
mayoritariamente percibida como el mecanismo natural de funcionamiento de cualquier
sociedad moderna.
Esta última creencia es fomentada por la derecha ―que ha captado la conve-
niencia de desenvolver su acción dentro del contexto constitucional― y por la centro-
izquierda, que preserva el status quo con simulaciones progresistas. Ambas vertientes
fogonean falsas polarizaciones electorales para enmascarar la simple alternancia de fi-
guras en el manejo del poder.
El ejemplo actual de esta complementariedad es la «izquierda moderna y civili-
zada» que llegó al gobierno con Lula, Tabaré o Bachelet para perpetuar la supremacía
de los capitalistas. Pero otras situaciones son más problemáticas, porque se quebró la
continuidad institucional con el fraude (México) o la dimisión presidencial (Bolivia,
Ecuador, Argentina).
En ciertos desenlaces estas convulsiones concluyeron con la reconstrucción del
orden burgués (Kirchner), pero en otros países las crisis desembocaron en el imprevisto
acceso al gobierno de presidentes nacionalistas o reformistas, que son rechazados por el
establishment. Es el caso de Chávez, Morales y probablemente Correa. Este resultado
ha sido consecuencia del carácter no institucional que inicialmente asumieron las crisis
y las sublevaciones en estas naciones.
En estos procesos el terreno electoral se ha perfilado como un área de lucha con-
tra la reacción y un punto de apoyo para encarar transformaciones radicales. Esta con-
clusión es vital para la izquierda. No hay que olvidar que por ejemplo en Venezuela,
desde 1998 todos los comicios profundizaron la legitimidad del proceso bolivariano y
transfirieron a las urnas la derrota propinada a la derecha en las calles. En la esfera elec-
toral se complementaron las victorias de la movilización.
RESPUESTAS DE LA IZQUIERDA
76
El cuadro constitucional altera significativamente el contexto de actividad de la
izquierda que durante décadas confrontó con tiranías militares. La batalla dentro del
sistema actual no es sencilla porque el institucionalismo renueva la dominación burgue-
sa con múltiples disfraces.
Esta plasticidad desconcertó inicialmente a una generación de militantes prepa-
rada para luchar contra un enemigo dictatorial muy brutal, pero poco sinuoso. Algunos
activistas quedaron desmoralizados por estas dificultades y terminaron aceptando las
acusaciones de la derecha. Comenzaron a flagelarse por su anterior «subestimación de
la democracia», olvidando que las libertades públicas han sido un logro de la resistencia
popular (y no de la partidocracia burguesa cómplice del autoritarismo).
El marco constitucional indujo a otros militantes a proclamar el fin de la «utopía
revolucionaria» y el inicio de una nueva era de avance paulatino hacia un futuro post-
capitalista. Retomaron el esquema gradualista y propusieron iniciar el camino hacia el
socialismo a través de un consenso inicial con los opresores. Convocaron a gestar por
esta vía la hegemonía dirigente de los trabajadores.
Pero la vasta experiencia social-demócrata ha probado la falta de realismo de es-
ta opción. Las clases dominantes no renuncian al poder. Solo cooptan socios para re-
crear los pilares de una opresión, que se asienta en la propiedad privada de los grandes
bancos y empresas. Jamás permitirán que este control sea corroído por el peso político o
cultural de sus antagonistas.
Por esta razón cualquier política que posponga indefinidamente el propósito an-
ticapitalista termina afianzando la opresión. El socialismo requiere preparar y consumar
rupturas anticapitalistas. Si se olvida este principio la estrategia de la izquierda carece
de brújula.
Pero la confrontación con el constitucionalismo también generó en los últimos
años efectos positivos. Permitió por ejemplo debatir en la izquierda la forma que adop-
taría una democracia genuina bajo el socialismo. Esta reflexión introdujo un cambio
significativo en la forma de concebir la perspectiva anticapitalista. En los años 70 la
democracia era un tema omitido o apenas planteado por los críticos de la burocracia
soviética. En la actualidad casi nadie soslaya este problema. El socialismo ha dejado de
imaginarse como una prolongación de la tiranía que regía en la URSS y comienza ac-
tualmente a percibirse como un régimen de creciente participación, representación y
control popular.
Pero este futuro también depende de las respuestas inmediatas al constituciona-
lismo. En la izquierda predominan dos posturas: un enfoque propone ganar espacios
dentro de la estructura institucional y otro promueve organismos paralelos de poder po-
pular11.
El primer camino plantea avanzar en escalera desde el terreno local al ámbito
provincial para alcanzar posteriormente los gobiernos nacionales. Reivindica las expe-
riencias de administración comunal que desde principios de los 90 ensayaron el PT bra-
sileño y el Frente Amplio de Uruguay. Reconoce las amargas concesiones otorgadas al
establishment durante estas gestiones (compromisos de negocios y postergación de las
mejoras sociales), pero interpreta que el balance final es positivo.
Pero es innegable que este «socialismo municipal» condujo a viejos luchadores a
convertirse en hombres de confianza del capital. Debutaron en las Intendencias con
pruebas de hostilidad hacia el movimiento social y terminaron gobernando para las cla-
11
Ambas estrategias son analizadas por: Harnecker, Marta. La izquierda en el umbral del siglo XXI…
(tercera parte, capítulo 6); Petras, James y Veltmeyer, Henry. Movimientos sociales y poder estatal, Lu-
men, México, 2005 (capítulo 6).
77
ses dominantes. Primero moderaron los programas, luego convocaron a la responsabili-
dad y finalmente cambiaron de bando social.
El presupuesto participativo no contrarrestó esta involución. Discutir como se
distribuye un gasto local acotado por las restricciones de la política neoliberal conduce a
comprometer a la ciudadanía con el auto-ajuste. La democracia participativa solo des-
pierta la conciencia radical de la población cuando resiste y denuncia la tiranía del capi-
tal. Al renegar de este propósito se transforma en un instrumento de preservación del
orden vigente.
Existe una estrategia opuesta al camino institucionalista que alienta la moviliza-
ción social y rechaza la participación electoral. Denuncia la corrupción del PT o la pasi-
vidad del Frente Amplio y propicia el surgimiento de opciones directas de poder popu-
lar. También cuestiona las trampas electorales que condujeron en los países andinos a
encauzar la resistencia hacia los canales del sistema.
Esta visión omite la gravitación de la arena electoral y minimiza las consecuen-
cias negativas de abandonar este campo. La ciudadanía, el sufragio, los derechos electo-
rales no son sólo instrumentos de manipulación burguesa. También son conquistas po-
pulares logradas contra las dictaduras que en ciertas condiciones permiten confrontar
con la derecha. Si las elecciones fueran puras trampas, no habrían podido cumplir el
papel progresivo que han jugado por ejemplo en Venezuela.
Es vital denunciar el carácter restringido que tienen los derechos ciudadanos ba-
jo un sistema social regulado por el beneficio. Pero los avances democráticos deben ser
profundizados y no desvalorizados. Constituyen el basamento de un futuro régimen de
igualdad social que otorgará contenido sustancial a los mecanismos formales de la de-
mocracia.
La intervención en el marco constitucional permite una ejercitación de prácticas
políticas necesaria para la futura democracia socialista. Rechazar la intervención electo-
ral es tan pernicioso en el plano táctico (aislamiento), como en el terreno estratégico
(preparación de este porvenir socialista).
Frente al falso dilema de aceptar o ignorar las reglas del constitucionalismo hay
un tercer camino viable: combinar la acción directa con la participación electoral. Por
esta vía se compatibilizarían los tiempos de surgimiento del poder popular ―que re-
quiere todo proceso revolucionario― con la maduración de la conciencia socialista, que
en cierta medida se procesa a través de la arena constitucional.
¿SÓLO MOVIMIENTOS?
La conciencia popular se traduce en organización. El agrupamiento de los opri-
midos es indispensable para crear los instrumentos de una transformación anticapitalis-
ta, ya que sin organismos propios los explotados no pueden gestar otra sociedad.
Los movimientos y los partidos constituyen dos modalidades de organización
popular contemporánea. Ambas opciones cumplen un papel esencial para el desarrollo
de las convicciones socialistas. Afianzan la confianza en la auto-organización y proce-
san normas de funcionamiento colectivo del futuro poder popular.
Los movimientos sostienen la lucha social inmediata y los partidos alimentan
una actividad política más elaborada. Ambas instancias son necesarias para facilitar la
acción directa y la participación electoral. Pero esta complementariedad es frecuente-
mente cuestionada por los impulsores excluyentes del movimiento o del partido. Algu-
78
nos teóricos del movimentismo ―que adscriben a vertientes autonomistas― estiman
que la organización partidaria es obsoleta, inútil y perniciosa12.
Pero sus objeciones solo invalidan la acción de ciertos partidos y no la función
general de estas estructuras. Ningún proyecto emancipatorio puede desenvolverse ex-
clusivamente en el terreno social, ni puede prescindir de las plataformas específicas, los
enlaces entre reivindicaciones y las estrategias de poder que aportan los agrupamientos
partidarias. Estos aglutinamientos contribuyen a superar las limitaciones de una rebelión
espontánea. El partido facilita la maduración de una conciencia anticapitalista que no
emerge abruptamente de la acción reivindicativa y requiere de cierto procesamiento,
para transformar la batalla por mejoras inmediatas en una lucha por objetivos socialis-
tas.
Los críticos de los partidos se apoyan en el clima favorable a los movimientos
que imperó en los Foros Sociales Mundiales de los últimos años. Sin embargo desde
Seattle (1999) hasta Caracas-Bamako (2006) ha corrido mucha agua bajo el puente. La
confianza en la auto-suficiencia de los movimientos ha decaído, especialmente en el
escenario latinoamericano actual signado por derrotas electorales de la derecha. El
«momento utópico» fundacional de los Foros ha decrecido, despejando el terreno para
debatir estrategias que incluyen a los partidos. Este cambio obedece también al giro de
varios teóricos movimentistas, que continúan cuestionando con lenguaje contestatario a
las organizaciones de izquierda, pero ahora para defender a Lula o a Kirchner13.
El rechazo a los partidos persiste también entre los autores que postulan «cam-
biar el mundo sin tomar el poder». Disienten con las organizaciones políticas que de-
fienden la necesidad de conquistar las riendas del estado, pero sin aclaran nunca como
emergería una sociedad post-capitalista carente de formas estatales. Este tipo de institu-
ción es la referencia de todas las demandas sociales y su transformación es la condición
de cualquier transición anticapitalista. Ni siquiera los cambios democráticos más ele-
mentales que actualmente se avizoran en América Latina pueden concebirse sin el esta-
do. Se requiere este instrumento para implementar reformas sociales, asambleas consti-
tuyentes y nacionalizaciones de los recursos básicos. Quienes ignoran esta necesidad
han quedado desconcertados frente al nuevo escenario vigente en Venezuela o Bolivia14.
¿SÓLO UN PARTIDO?
La descalificación de los partidos es tan inadecuada como el vicio de superiori-
dad que exhiben algunas organizaciones de izquierda. Mantienen la concepción van-
guardista, actúan con férreo verticalismo y se gratifican con la auto-proclamación. Este
culto conduce a prácticas sectarias y a una búsqueda de hegemonía forzada en los mo-
vimientos sociales15.
Esta forma de acción política se alimenta de una tradición caudillista de pequeño
grupo. En algunos países este comportamiento también expresa los resabios de una cul-
12
En otro texto citamos a varios exponentes de esa visión: Katz, Claudio. «Crítica del autonomismo»,
Memoria, CEMOS, números 197 y 198, julio y agosto de 2005 respectivamente, México [en otras versio-
nes, el título del artículo es «Los problemas del autonomismo»].
13
Es el caso de: Negri, Toni y Cocco, Giuseppe. «América Latina está viviendo un momento de ruptura»,
Página 12, 14/08/06; Negri, Toni. «La derrota de EEUU es una derrota política», Página 12, 01/11/05;
Cocco, Giusseppe. «Los nuevos gobiernos no se entienden sin los movimientos sociales», Página 12,
20/30/06.
14
Es el caso de: Holloway, John. «Kirchner como resultado de los movimientos del 2001», Página 12,
30/10/06.
15
El catastrofismo es un soporte teórico de esta concepción. Ver: Rieznik, Pablo. «En defensa del catas-
trofismo»…
79
tura organizativa construida durante décadas de acción clandestina. Pero en el marco
actual de libertades públicas salta a la vista el carácter desubicado de estas conductas.
Quienes mantienen estas prácticas pueden prosperar, pero nunca liderarán una transfor-
mación socialista.
El verticalismo refleja la incapacidad para amoldar las formas organizativas al
cuadro político contemporáneo. Es tributario de un deslumbramiento con el modelo
bolchevique, que es visualizado como la llave maestra del éxito. Se atribuye a este es-
quema un falso grado de universalidad, olvidando el peculiar contexto autocrático que
justificó la organización leninista a principio del siglo XX. Los artífices de esta organi-
zación nunca tuvieron la pretensión de patentar un esquema único de agrupamiento so-
cialista.
La experiencia latinoamericana ha corroborado esta carencia de validez general.
Las grandes gestas populares fueron implementadas con formas de organización muy
diversas. Esta multiplicidad obedece a la vigencia de ritmos de maduración socialista
muy desiguales en cada país. Las modalidades de organización deben adecuarse a estas
diferencias para confrontar, además, con los retos creados por la dominación ideológica
contemporánea de la burguesía.
El verticalismo sectario nunca logra explicar el abismo que separa su proyecto
(tomar el poder) de su realidad (minoritaria). Abunda en descripciones de la crisis y en
virulentas críticas a sus concurrentes de izquierda, pero solo expone pocos comentarios
de sus propios problemas. Nunca se entiende cuáles son los obstáculos que impiden su
transformación en la organización masiva y dirigente que tanto anuncia.
Este problema es irresoluble con razonamientos que ignoren la variedad de com-
ponentes que contiene cualquier estrategia socialista. Quienes reducen esta política a
una relación univoca entre el sujeto revolucionario (la clase obrera) y el partido de van-
guardia, no pueden captar las mediaciones que separan a ambos planos. Suponen que el
partido es el único transmisor del esclarecimiento socialista e ignoran todas las manifes-
taciones informales de conciencia radical (popular, socialista, antiimperialista) que no
encuadran en su esquema de auto-desarrollo. Por eso solo ven inconvenientes pasajeros
de la propaganda partidaria donde existen obstáculos más serios para el desarrollo de un
planteo de la izquierda.
La distancia kilométrica que separa a las masas de este tipo de organizaciones no
obedece a causas coyunturales. Por eso se recrea a lo largo del tiempo y no se reduce
cualitativamente en las grandes crisis. Expresa obstáculos derivados de la combinación
específica que asumen en cada período los seis condicionantes de la estrategia socialis-
ta.
Algunos partidos auto-proclamatorios se forjaron navegando contra la corriente
y mantuvieron en soledad la bandera del socialismo. Habituados a la adversidad sostu-
vieron sin vacilaciones el proyecto anticapitalista. Pero esta voluntad solo alcanza para
repetir consignas y no para participar efectivamente en una transformación socialista.
REFORMA Y REVOLUCIÓN
Las condiciones materiales, la correlación de fuerzas, los sujetos sociales, la
conciencia popular, el marco político y la organización popular conforman el hexágono
de temas que rodea a la estrategia de la izquierda. Los programas postulados para enla-
zar acción, convicciones y propuestas en un sentido socialista dependen de estos seis
fundamentos.
Pero pocas veces la madurez de estos componentes coincide para permitir un
salto anticapitalista. A veces la plenitud de las condiciones materiales no converge con
80
la correlación de fuerzas, con el protagonismo de los sujetos sociales o con la aptitud del
contexto político. Más infrecuente aún es el empalme de estos elementos con el nivel de
organización, conciencia y liderazgo popular requeridos para un giro socialista. La es-
trategia de la izquierda es una búsqueda de caminos para superar estas discordancias.
La mayor dificultad radica en los nexos que enlazan a estos pilares. Los rumbos
a seguir son muy variados, ya que la universalidad del programa socialista no es sinó-
nimo de uniformidad. La experiencia del siglo XX ha ilustrado cómo los cimientos de
este proceso se conjugan en forma muy diferenciada en cada país. También se ha verifi-
cado que la temporalidad de un debut socialista difiere significativamente entre desenla-
ces insurrecciónales acelerados (Rusia) y prolongadas confrontaciones de doble poder
(China, Vietnam).
Frente a los dilemas creados por el desacople de componentes del cambio socia-
lista existe un planteo reformista que propone articular paulatinamente todos los ele-
mentos en juego, a través de una progresión de mejoras sociales. Plantea este curso para
reforzar las posiciones de los trabajadores, afianzar su gravitación política y fortalecer
su presencia organizativa.
Pero las reformas que son factibles bajo el capitalismo no se acumulan, ni son
irreversibles. Tarde o temprano su consolidación (o profundización) choca con la regla
del beneficio y sobrevienen atropellos patronales que provocan mayores conflictos. En
estas circunstancias, solo una respuesta popular anticapitalista drástica y consecuente
permite avanzar hacia el socialismo.
Las reformas son válidas como un eslabón de esta lucha y es equivocado divor-
ciarlas de un proyecto estratégico. Quienes convocan a «resolver primero los problemas
inmediatos» para «discutir posteriormente el socialismo», olvidan que este futuro sería
innecesario si el capitalismo pudiera satisfacer estructuralmente las necesidades peren-
torias.
Existe una segunda respuesta de tipo revolucionario para superar la desconexión
entre condiciones objetivas y subjetivas. Este planteo propone acciones para articular
los picos de la crisis del capitalismo con la disposición de lucha de las masas y las con-
vicciones socialistas. Pero la experiencia del siglo XX y las crisis sudamericanas de los
últimos años indican que este empalme no es tan sencillo, ni siquiera en las coyunturas
más convulsivas. No basta que la crisis de hegemonía o autoridad de las clases domi-
nantes converja con la revuelta de las clases oprimidas.
La maduración socialista requiere un proceso previo de preparación, que no se
improvisa en el expeditivo sendero hacia el poder. Esta gestación incluye logros socia-
les y conquistas democráticas que pueden obtenerse a través de reformas. Este último
término no es una mala palabra, ni se ubica en las antípodas de la revolución. Es un ins-
trumento útil para gestar el salto revolucionario, cuando permite tender puentes que
aproximen a los oprimidos a la meta socialista.
Las reformas son conquistas necesarias para preparar un giro anticapitalista y la
revolución es el paso indispensable para asegurar el alcance efectivo de estos logros. En
muchas circunstancias se requieren reformas para desbloquear la insoslayable dinámica
revolucionaria.
Registrar esta complementariedad es importante para superar la esquemática se-
paración entre períodos conservadores (exclusivamente propicios para mejoras míni-
mas) y etapas convulsivas (que solo permiten respuestas revolucionarias). La estrategia
socialista exige amalgamar iniciativas de reforma con un explícito horizonte revolucio-
nario. Este norte es vital para la estrategia socialista porque la revolución es la guía que
orienta los compromisos, las alianzas y las mediaciones legítimas o inaceptables para
alcanzar el socialismo.
81
OPTIMISMO Y RAZÓN
Las estrategias se inspiran en experiencias pasadas y en reflexiones coyunturales
abiertas a las nuevas circunstancias y vivencias. Son rumbos concebidos a partir de hi-
pótesis inéditas y no simples cálculos de modelos a repetir. Se procesan a través de dis-
cusiones que utilizan nociones importadas del arte militar (táctica, guerra de posición o
movimiento, ofensiva, contraofensiva), pero que asumen en la izquierda un contenido
muy específico: descubrir senderos para subvertir el orden capitalista. La meta es erra-
dicar la explotación y no arrebatar el poder a un grupo poderoso para transferírselo a su
rival.
Esta dimensión liberadora del proyecto socialista está complemente ausente en
las corrientes burguesas y su instrumentación exige adoptar una actitud de resistencia a
la desigualdad y rechazo a la injusticia. Esta postura es indispensable para transformar
la indignación en proyectos viables. Pero la elaboración pendiente también requiere
afrontar los problemas más espinosos. Si no hay disposición para abordar las dificulta-
des de la izquierda, los caminos al socialismo permanecerán invariablemente bloquea-
dos.
La actual coyuntura latinoamericana invita a clarificar todos los temas mediante
controversias francas, abiertas y respetuosas. Es el momento de asumir logros y balan-
cear limitaciones con una actitud de crítica y entusiasmo. El optimismo razonado siem-
pre fue un gran motor de la lucha socialista.
Diciembre de 2006
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83
― CAPÍTULO 5 ―
SOCIALISMO O NEODESARROLLISMO
La convocatoria a construir el socialismo del siglo XXI que formuló Chávez ha
replanteado los debates sobre caminos, tiempos y alianzas para forjar una sociedad no
capitalista. Esta discusión reaparece cuando el grueso del progresismo se había acos-
tumbrado a omitir cualquier referencia al socialismo. La recuperación de la credibilidad
popular en este proyecto no es aún visible, pero la meta emancipatoria se debate nue-
vamente en las organizaciones populares que buscan un norte estratégico para la lucha
de los oprimidos. ¿Cuál es el significado actual de un planteo socialista?
CINCO MOTIVACIONES
América Latina se ha convertido en un escenario privilegiado para esta reconsi-
deración por varias razones. En primer lugar, la región es el principal foco de resistencia
internacional al imperialismo y al neoliberalismo. Varias sublevaciones populares con-
dujeron en los últimos años a la caída de presidentes neoliberales (Bolivia, Ecuador y
Argentina) y afianzaron una contundente presencia de los movimientos sociales.
En un cuadro de luchas ―que incluye reveses o represión (Perú, Colombia) y
también reflujo o decepción (Brasil, Uruguay)― nuevos contingentes se han sumado a
la protesta popular. Estos sectores aportan un renovado basamento juvenil (Chile) y
modalidades muy combativas de autoorganización (Comuna de Oaxaca en México). El
socialismo ofrece un propósito estratégico para estas acciones y podría transformarse en
un tema de renovada reflexión.
En segundo término, el socialismo comienza a lograr cierta presencia callejera
en Venezuela. Esta difusión confirma una proximidad ideológica del proceso boliva-
riano con la izquierda que estuvo ausente en otras experiencias nacionalistas. En la épo-
ca de la Unión Soviética, algunos mandatarios del Tercer Mundo adoptaban la identidad
socialista con fines geopolíticos (contrarrestar las presiones norteamericanas) o econó-
micos (obtener subvenciones del gigante ruso). Como este interés ha desaparecido, el
rescate actual del proyecto tiene connotaciones más genuinas.
El resurgimiento del socialismo se comprueba también en Bolivia en los plan-
teos de varios funcionarios y está presente en Cuba, al cabo de 45 años de embargos,
sabotajes y agresiones imperialistas. Si el desmoronamiento que arrasó a la URSS y a
Europa Oriental se hubiera extendido a la isla, nadie postularía actualmente un horizon-
te anticapitalista para América Latina. El impacto político de esa regresión hubiera sido
devastador.
El socialismo constituye, en tercer lugar, una bandera retomada por la oposición
de izquierda a los presidentes socio-liberales, que abandonaron cualquier alusión al te-
ma para congraciarse con los capitalistas. Bachelet, Lula y Tabaré Vázquez desecharon
todas las referencias al socialismo en sus discursos, renunciaron a introducir reformas
sociales y se han ubicado en un terreno opuesto a las mayorías populares. Bachelet ni
recuerda el nombre de su partido cuando preside la Concertación que recicla el modelo
neoliberal. Lula se ha olvidado de su coqueteo juvenil con el socialismo para privilegiar
a los banqueros y Tabaré repite este mismo patrón, cuando tantea los acuerdos de libre
comercio con Estados Unidos. En los tres países el socialismo es un estandarte contra
esta deserción, que reaparece en un marco regional muy distinto al predominante en los
años 90.
84
La etapa de uniformidad derechista ha concluido y los personajes más emblemá-
ticos del neoliberalismo extremo salieron de la escena. El militarismo golpista ha perdi-
do viabilidad y a través de la movilización se han conquistado grandes espacios demo-
cráticos Por eso los mandatarios conservadores coexisten con presidentes de centroiz-
quierda y con gobiernos nacionalistas radicales.
En América Latina se insinúa, en cuarto lugar, un cambio de contexto económi-
co que favorece el debate de alternativas populares. En varios sectores de las clases do-
minantes tiende a despuntar un giro neo-desarrollista en desmedro de la ortodoxia neo-
liberal, luego de un traumático período de concurrencia extra-regional, desnacionaliza-
ción del aparato productivo y pérdida de competitividad internacional.
El viraje en curso es «neo» y no plenamente desarrollista porque preserva la res-
tricción monetaria, el ajuste fiscal, la prioridad exportadora y la concentración del ingre-
so. Solo apunta a incrementar los subsidios estatales a la industria para revertir las con-
secuencias del libre-comercio extremo. La vulnerabilidad financiera de la región y la
atadura a un patrón de crecimiento muy dependiente de los precios de las materias pri-
mas induce a ensayar este cambio. Pero este giro afecta a todos los dogmas económicos
que dominaron en la década pasada y abre grietas para contraponer alternativas socialis-
tas al modelo neo-desarrollista.
En América Latina se verifica, en quinto lugar, una generalizada tendencia a
concebir programas nacionales en términos regionales. Esta actitud predomina también
entre las organizaciones populares que perciben la necesidad de evaluar sus reivindica-
ciones a escala zonal. Este nuevo espíritu permite encarar el debate sobre el ALCA, el
MERCOSUR y el ALBA con reformulaciones regionalistas del socialismo. Los tres
proyectos de integración en danza incluyen propósitos estratégicos de relanzamiento del
neoliberalismo (ALCA), regulación del capitalismo regional (MERCOSUR) y gestación
de formas de cooperación solidaria compatibles con el socialismo (ALBA).
El contexto latinoamericano actual incita, por lo tanto, a retomar los programas
anticapitalistas en varios terrenos. Pero estas orientaciones se plasman en estrategias
diferentes. Una vía posible implicaría desenvolver la lucha popular, alentar reformas
sociales y radicalizar las transformaciones propiciadas por los gobiernos nacionalistas.
Este curso exigiría desenmascarar las duplicidades de los mandatarios de centroizquier-
da, cuestionar el proyecto neo-desarrollista y fomentar el ALBA como un eslabón hacia
la integración regional pos-capitalista. Hemos expuesto algunos lineamientos de esta
opción en un texto reciente1.
Otro rumbo plantea una secuencia diferente. Auspicia preceder la construcción
del socialismo por un largo un período capitalista previo. Promueve desarrollar esta fase
con políticas proteccionistas, a fin de mejorar la capacidad competitiva de la zona. Por
eso observa con simpatía el actual giro neo-desarrollista, alienta el MERCOSUR y avala
la expansión de una clase empresaria regional. Convoca a forjar un frente entre los mo-
vimientos sociales y los gobiernos de centroizquierda (Bloque Regional de Poder Popu-
lar) e imagina al socialismo como un estadio posterior al nuevo de capitalismo regula-
do2.
1
Katz, Claudio. El rediseño de América Latina, ALCA, MERCOSUR y ALBA, Ediciones Luxemburg,
Buenos Aires, 2006.
2
Este planteo desarrolla: Dieterich, Heinz. Hugo Chávez y el socialismo del siglo XXI, Editorial Por los
caminos de América, Caracas, 2005 (especialmente el capítulo 6).
85
En ningún aspecto del debate está en juego la instauración plena del socialismo.
Solo se discute el debut de este proyecto. Construir una sociedad de igualdad, justicia y
bienestar sería una ardua y prolongada tarea histórica, que requeriría eliminar progresi-
vamente las normas de la competencia, la explotación y el beneficio. No es una meta a
realizar en poco tiempo.
Especialmente en las regiones periféricas como América Latina, este proceso
presupondría la maduración de ciertas premisas económicas que permitan mejorar cuali-
tativamente el nivel de vida de la población. Estos logros se desarrollarían junto a la
expansión de la propiedad pública y la consolidación de la auto-administración popular.
Como esta evolución exigiría varias generaciones, el debate inmediato está únicamente
referido a la posibilidad de iniciar este proceso.
Comenzar la erección del socialismo implicaría sustituir la preeminencia de un
régimen sujeto a las reglas del beneficio por otro regulado por la satisfacción de las ne-
cesidades sociales. Desde el momento que un modelo económico y político ―guiado
por la voluntad mayoritaria de la población― asuma estas características, empezaría a
regir una forma embrionaria de socialismo3.
Este debut es la condición para cualquier avance posterior. Una sociedad post-
capitalista no emergerá nunca, si el giro socialista no se concreta en algún momento del
presente. Los opresivos mecanismos de la ganancia y la concurrencia deben quedar
drásticamente neutralizados, para que una nueva forma de civilización humana comien-
ce a despuntar.
El punto de partida de esta transición socialista sería completamente opuesto a la
gestación de un modelo neo-desarrollista. Ambas perspectivas son radicalmente contra-
rias y no pueden conciliarse, ni desenvolverse en forma simultánea. La competencia por
el beneficio impide la gestación paulatina de islotes colectivistas al interior del capita-
lismo, ya que la concurrencia distorsiona a mediano plazo todas las modalidades coope-
rativas de estos emprendimientos. Los dos proyectos de sociedad tampoco podrían con-
vivir pacíficamente entre sí, hasta que uno demostrara mayor eficiencia y aprobación
general. Solo erradicando el capitalismo podrán abrirse las puertas hacia una emancipa-
ción social. La gran pregunta es si en América Latina puede comenzar a desenvolver
este cambio.
¿ETAPA O PROCESO?
La tesis pro-desarrollista responde negativamente al interrogante clave del pe-
ríodo actual. Estima que en la región «no existen condiciones para una sociedad socia-
lista»4. Pero no aclara si estas insuficiencias se verifican en el plano económico, tecno-
lógico, cultural o educativo. ¿Qué le falta exactamente a la zona para inaugurar una
transformación anticapitalista?
América Latina ocupa un lugar periférico en la estructura global del capitalismo,
pero cuenta con sólidos recursos para comenzar un proceso socialista. Estos cimientos
son comprobables en distintos terrenos: tierras fértiles, yacimientos minerales, cuencas
hídricas, riquezas energéticas, basamentos industriales. El gran problema de la zona es
el desaprovechamiento de estas potencialidades.
3
Este criterio expone: Lebowitz, Michael. El socialismo no cae del cielo, Colección Ideas Claves, Cara-
cas, 2006. Hemos expuesto varios aspectos de este proceso en: Katz, Claudio. El porvenir del socialismo,
Herramienta - Imago Mundi, Buenos Aires, 2004.
4
Dieterich, Heinz. «Entrevista», Boletín informativo - Red solidaria de la izquierda radical, número
9268, 21/01/06.
86
Las formas retrógradas de acumulación que impuso la inserción dependiente en
el mercado mundial han deformado históricamente el desarrollo regional. No hay caren-
cia de ahorro local, sino exceso de transferencias hacia las economías centrales. El re-
traso agrario, la baja productividad industrial, la estrechez del poder adquisitivo han
sido efectos de esta depredación imperialista. El principal drama latinoamericano no es
la pobreza, sino la escandalosa desigualdad social, que el capitalismo recrea en todos los
países.
La hipótesis de la inmadurez económica está desmentida por la coyuntura actual,
que ha creado un gran dilema en torno a quién se beneficiará del crecimiento en curso.
Los neo-desarrollistas buscan canalizar esta mejora a favor de los industriales y los neo-
liberales tratan de preservar las ventajas de los bancos. En oposición a ambas opciones,
los socialistas deberían propugnar una redistribución radical de la riqueza, que mejore
inmediatamente el nivel de vida de los oprimidos y erradique la primacía de la rentabili-
dad. Los recursos están disponibles. Hay un amplio margen para instrumentar progra-
mas populares y no solo condiciones para implementar cursos capitalistas.
Es cierto que el marco objetivo que rodea a los distintos países es muy desigual.
Las ventajas que acumulan las economías medianas no son compartidas por las nacio-
nes más pequeñas y empobrecidas. La situación de Venezuela difiere de Bolivia y Brasil
no carga con las restricciones que agobian a Nicaragua. Pero ha perdido vigencia la eva-
luación de un cambio socialista en términos exclusivamente nacionales.
Si las clases dominantes conciben sus estrategias a nivel zonal, también cabe
imaginar un proyecto popular a escala regional. Los opresores diagraman su horizonte
en función de la tasa de beneficio y los socialistas podrían formular su opción en térmi-
nos de cooperación y complementariedad económica. Este es el sentido de contraponer
el ALBA con el ALCA o el MERCOSUR.
No existe ninguna limitación objetiva para desenvolver este curso igualitarista.
Es un error suponer que la región deberá atravesar por las mismas etapas del desarrollo
que recorrieron los países centrales. La historia siempre ha transitado por senderos ines-
perados, que mixturan diversas temporalidades. América Latina se desenvolvió con un
patrón discordante de crecimiento desigual y combinado, que tiende a determinar tam-
bién los desenlaces socialistas.
87
este marco podrían florecer procesos de acumulación perdurables en las regiones perifé-
ricas. Este presupuesto considera, además, que América Latina será un protagonista
ganador en ese escenario. ¿Pero quiénes serán entonces los perdedores? ¿Las grandes
potencias imperialistas? ¿Otras zonas dependientes? Los estrategas del capitalismo re-
gionalista eluden las respuestas. No auguran ―como los neoliberales― una prosperidad
generalizada, ni tampoco presagian un derrame de beneficios compartidos por todo el
planeta. Simplemente avizoran grandes éxitos para el capitalismo latinoamericano en un
marco global indefinido.
Este enfoque da por sentado que las clases dominantes sudamericanas abandona-
ran sus antecedentes centrífugo y trabajarán en común bajo la disciplina del MERCO-
SUR. De hecho, supone que se repetirá un curso semejante al seguido por la unificación
europea, a pesar de la evidente disparidad que existe entre ambas regiones. La desna-
cionalización que predomina en la economía latinoamericana tampoco es vista como un
gran obstáculo para la formación del empresariado regional. Ni siquiera la intensa aso-
ciación que mantiene cada grupo capitalista local con sus socios foráneos es percibida
como un impedimento para el neo-desarrollismo regional.
En realidad, la concreción de este proyecto no es totalmente imposible, pero es
altamente improbable. El capitalismo contemporáneo está suscitando ciertas sorpresas
(China), pero el ascenso conjunto y exitoso de un bloque periférico latinoamericano es
muy poco factible. Las especulaciones sobre esta posibilidad pueden ser infinitas, pero
las víctimas y beneficiarios de este proceso están a la vista. Cualquier desenvolvimiento
capitalista será costeado por las mayorías populares porque los banqueros e industriales
exigirían ganancias superiores a la media internacional para embarcarse en esa iniciati-
va. Como los explotados u oprimidos cargarían con todas las pérdidas, los socialistas
bregamos por un modelo anticapitalista.
En cualquiera de sus variantes el MERCOSUR neo-desarrollista sería un proyec-
to incompatible con reformas sociales significativas y con mejoras perdurables del nivel
de vida de la población. Se sostendría en una concurrencia por el beneficio que implica-
ría atropellos contra los trabajadores. Estas agresiones podrían ser atemperadas durante
cierto período, pero resurgirían con más brutalidad en la etapa subsiguiente. Ninguna
regulación estatal permitiría contrarrestar indefinidamente las presiones ofensivas del
capital.
Esta certeza debería conducir a todos los socialistas a preocuparse menos por la
factibilidad de uno u otro modelo burgués y a prestar más atención a las oportunidades
de un curso anticapitalista. Al posponer indefinidamente este rumbo, los teóricos favo-
rables al MERCOSUR neo-desarrollista no ofrecen ningún indicio del socialismo. Pre-
sagian la erección de un empresariado regional, sin aportar ninguna sugerencia sobre el
inicio del proyecto emancipatorio durante el siglo XXI.
El esquema pro-desarrollista es concebido con criterios gradualistas, etapas
preestablecidas y estrictas conexiones entre la madurez de las fuerzas productivas y las
transformaciones sociales. Por eso abre muchos espacios para hablar del capitalismo y
deja poco lugar para sugerir algo concreto sobre el socialismo.
88
etapa ulterior a la derrota de la reacción y conciben a esta victoria como una condición
insoslayable del socialismo del siglo XXI5.
¿Pero es tan contundente la división entre neo-desarrollistas y neoliberales? ¿No
existen innumerables vínculos entre los industriales y los financistas? Las conexiones
entre ambos sectores han sido muy estudiadas y sorprende su omisión, a la hora de
apostar a un choque entre los dos grupos. La amalgama es tan fuerte, que un líder natu-
ral del pelotón neo-desarrollista como Lula ha mostrado ―hasta ahora― mayor afini-
dad con el capital financiero, que con los sectores industriales.
Pero incluso aceptando un escenario de fuerte oposición entre ambas fracciones
capitalistas cabe otra pregunta: ¿En qué medida el apoyo a los neo-desarrollistas apro-
ximaría a los oprimidos a su meta socialista? Se podría argumentar que el modelo in-
dustrialista creará empleo, mejorará los salarios y fortalecerá la lucha de los trabajado-
res por su propio proyecto. Pero si el capitalismo fuera capaz de asegurar estos resulta-
dos, la batalla por el socialismo no tendría mucho sentido. Bajo el régimen actual, las
ganancias de los poderosos nunca se difunden hacia el conjunto de la sociedad. Solo
generan más competencia por la explotación y tormentosas crisis, que se descargan so-
bre los oprimidos.
Otra justificación del sostén neo-desarrollista podría destacar los efectos positi-
vos de este curso sobre la correlación de fuerzas que opone a los trabajadores con los
capitalistas. Pero si los explotados apuntalan un proyecto que no les pertenece pierden
capacidad de acción. Jamás podrían mejorar sus posiciones trabajando a favor del sis-
tema que los oprime. Por ese camino conspiran contra sus propios intereses.
La carencia de agenda propia es el principal obstáculo que afrontan los oprimi-
dos para luchar por el socialismo. La política pro-desarrollista acentúa esta falta de au-
tonomía, al subordinar las reivindicaciones de los asalariados a las necesidades de los
capitalistas. En lugar de aumentar la confianza de las masas en su propia acción, esta
orientación refuerza las expectativas en el paternalismo burgués.
Algunos teóricos igualmente afirman que el sostén al neo-desarrollismo será
transitorio. ¿Pero que lapso se le concede a ese período? ¿Varios años o varias décadas?
Un modelo industrialista no madura en poco tiempo. Para lograr cierto desenvolvimien-
to necesita transitar por una larga etapa de acumulación a costa de los explotados. Du-
rante esa fase el modelo solo se estabilizaría si los capitalistas avizoran un horizonte de
ganancias que los induzca a invertir. Y esta predisposición ―en el contexto competitivo
internacional― exigiría un grado de disciplina laboral incompatible con cualquier pers-
pectiva anticapitalista.
El socialismo solo avanzará por el camino opuesto de acciones reivindicativas y
conquistas sociales que tiendan a desbordar el marco capitalista. Y esta batalla solo será
exitosa si los oprimidos asimilan ideas revolucionarias a partir de una crítica radical al
sistema actual. Los elogios a la opción neo-desarrollistas van a contramano de esta ma-
duración política.
89
nado por la disputa entre Lula, Kirchner o Tabaré con sus contendientes derechistas, no
hay resquicio para imaginar qué sendero podría recorrer un proceso anticapitalista. Este
bloqueo es aún mayor, si ubica a Chávez y a Morales dentro del mismo bloque cen-
troizquierdista y se le asigna a la izquierda el silencioso rol de acompañar a esta alianza.
Esta estrategia presupone que las organizaciones populares y los gobiernos de
centroizquierda tienden a converger naturalmente, como si los intereses de las clases
dominantes y los movimientos sociales fueran espontáneamente coincidentes. Este em-
palme exigirá en realidad un arduo trabajo de ablandamiento previo de todas las reivin-
dicaciones mayoritarias.
Los frentes destinados a sostener modelos capitalistas presentan otro problema:
tienden invariablemente a girar hacia la derecha. Sus promotores siempre registran la
aparición de algún nuevo enemigo oligárquico, cuya derrota requiere mayores conce-
siones al establishment. Este corrimiento también obliga a revestir de virtudes progre-
sistas a muchos sectores que anteriormente eran identificados con la reacción. Las pro-
puestas de aproximar nuevos aliados al MERCOSUR para reforzar la batalla contra el
ALCA es un ejemplo típico de esta política. A veces incluso el «subimperialismo espa-
ñol» es visto como candidato a participar de esta coalición7. Por este camino pierden
relevancia todos los cuestionamientos al saqueo que realiza Repsol y se entierran en
pocos segundos las denuncias acumuladas durante años.
La estrategia de alianzas crecientes contra la oligarquía conduce a preservar el
status quo. Es el sendero que empujó a Lula, Tabaré y Bachelet hacia el social-
liberalismo y es el curso que actualmente tiende a recorrer Daniel Ortega. El nuevo pre-
sidente de Nicaragua ya no guarda ningún parecido con su viejo origen revolucionario.
Avala las privatizaciones, defiende la supervisión del FMI y acepta la continuidad del
tratado de libre comercio con Estados Unidos (Cafta)8.
Sobre estos pilares no puede erigirse ningún Bloque de Poder Regional que con-
tribuya al socialismo. El social-liberalismo y la centroizquierda no sólo impiden este
avance, sino que también obstruyen las tendencias antiimperialistas y las reformas so-
ciales que promueven los gobiernos nacionalistas radicales. Un gran objetivo de los
conservadores del MERCOSUR es justamente diluir el ALBA.
El neo-desarrollismo es el programa de Petrobrás para preservar la expoliación
del gas en el Altiplano. Es también la plataforma del convenio comercial con Israel que
Kirchner promovió mientras Chávez denunciaba las matanzas de los palestinos. Un mo-
delo capitalista regional exige atemperar todos los conflictos con el imperialismo para
crear un clima favorable a los negocios en la región. Por eso en Venezuela y Bolivia se
localizan las grandes disyuntivas del momento.
7
Dietrich, Heinz. «Triunfa el bloque regional de poder. Falta construir el bloque de poder popular», Re-
belión, 22/07/06.
8
Ortega llega a la presidencia con una mochila de actos de corrupción y despojos a la propiedad pública.
Se ha rodeado de hombres que actuaron en la «contra» y en la CIA, ha concertado pactos de impunidad
con presidentes que encubren narcotraficantes y acordó con la jerarquía eclesiástica la penalización del
aborto: Baltodano, Mónica. «¿Nicaragua sin izquierda?», Rebelión, 01/11/06; Cardenal, Ernesto. «Los
Sandinistas no deben confundirse», Rebelión, 27/01/06.
90
tentos secesionistas, provocaciones armadas, campañas internacionales), pero carece de
un plan viable para desplazar a Chávez.
Este triunfo popular se ha proyectado a escala internacional en la sucesión de
irreverencias que debió aceptar Bush en el frente diplomático (ONU, No Alineados),
petrolero (OPEP), geopolítico (Irán, Medio Oriente, provisión de armamento ruso) y
económico (acuerdos con China). Estados Unidos necesita el abastecimiento petrolero
de Venezuela y no puede embarcarse en otra aventura bélica, mientras afronte el desas-
tre de Irak. La figura de Chávez se ha potenciado y por eso muchos analistas evalúan el
ajedrez electoral de la región, en función de los aliados que logra o pierde el presidente
venezolano.
El dilema socialismo versus neo-desarrollismo se procesa en este país por medio
de una disputa entre tendencias a la radicalización y al congelamiento del proceso boli-
variano. Es el conflicto que han afrontado otros procesos nacionalistas y que tuvo un
desemboque positivo en la revolución cubana y desenlaces regresivos en muchos otros
casos. Este choque en Venezuela opone a los partidarios de profundizar las reformas
sociales con los defensores del orden capitalista. La población percibe este enfrenta-
miento como un conflicto entre el liderazgo progresista de Chávez y las presiones de los
grupos más conservadores de la burocracia estatal.
Profundizar el proceso bolivariano implicaría complementar las mejoras sociales
(reducción de la pobreza, aumento del consumo popular, gasto en misiones) con una
estrategia de utilización productiva de la renta petrolera. Esta política debería tender a
expandir la industrialización, crear empleo productivo y multiplicar las cooperativas.
Por esta vía se lograría erradicar la atrofia que padece una economía muy dependiente
de las importaciones y muy corroída por los subsidios que capturan las clases dominan-
tes.
La perspectiva socialista exigiría anular estas subvenciones, transformar las rela-
ciones de propiedad (especialmente en el campo) y generalizar formas de cogestión
obrera ya ensayadas en compañías estatales (Alcasa) y empresas recuperadas (Invepal).
El programa neo-desarrollista apunta hacia la dirección opuesta. Tiende puentes
con los grupos capitalistas que se aproximan al gobierno para desenvolver negocios
lucrativos (grupos Mendoza y Polar) y promueve un nuevo empresariado, que ya emer-
ge entre ciertos grupos del chavismo. Si este curso se afianza, tenderán a profundizarse
los desequilibrios que ha creado la administración de una floreciente coyuntura, sin es-
trategias de transformación radical (aumento de las importaciones, rebrote de la infla-
ción, ausencia de inversiones privadas, consumismo sin correlato productivo)9.
En esta perspectiva se inscriben proyectos tan cuestionables como el gasoducto,
controvertidos contratos petroleros (empresas mixtas, apertura al capital extranjero) y el
malgasto de los recursos públicos en cancelaciones de la deuda externa que favorecen a
los grandes bancos.
En Venezuela chocan los proyectos neo-desarrollistas de la burguesía con una
perspectiva socialista que debería sostenerse en la movilización. Esta presencia popular
se ha reforzado en los últimos años con el surgimiento de una nueva base militante en
los organismos juveniles, femeninos, campesinos y cooperativas. El intenso proceso de
afiliación a una nueva central sindical (UNT) con gran incidencia de la izquierda es un
9
Mieres presenta un diagnóstico de estos desajustes. Mieres, Francisco. «Notas para el simposio sobre
deuda», Primer Simposio Internacional sobre deuda pública, auditoria popular y alternativas de ahorro
e inversión para los pueblos de América Latina, Centro Internacional Miranda, 22 y 24 de septiembre
2006, Caracas.
91
aspecto central de este progreso10. Cuánto mayor sea la autonomía y solidez organizati-
va que logren los movimientos populares, más peso tendrán los sujetos que podrían pro-
tagonizar un avance hacia el socialismo.
10
Guerrero retrata esta irrupción: Guerrero, Modesto Emilio. «Constitución, dinámica y desafíos de las
vanguardias en la revolución bolivariana», Herramienta, número 33, octubre de 2006, Buenos Aires.
11
El análisis de la «alianza entre estados y movimientos sociales… como representación del socialismo
del siglo XXI» fue un tema de la reciente Cumbre social de Sucre. Ortiz, Pablo. «Cumbre social para ha-
blar del socialismo que viene», Página 12, 29/10/06, Buenos Aires.
12
Varios analistas describen este curso. Stefanoni, Pablo y Do Alto, Hervé. La revolución de Evo Mora-
les, Editorial Capital Intelectual, Buenos Aires, 2006; Aillon Orellana, Lorgio. «Hacia una caracterización
del gobierno de Evo Morales», OSAL, número 19, enero-abril 2006; Campione, Daniel. «O los caminos
se abren», RSIR, número 9276, 23/01/06.
13
Todavía falta la letra chica de los acuerdos, que definirá la duración de los contratos, los precios finales
y las normas de litigio internacional. Cualquiera sea el resultado de estas escaramuzas, las compañías
tienden a permanecer en el país porque avizoran un horizonte de rentabilidad. Ya no podrán mantener la
relación entre beneficios e inversiones que a escala internacional se situaba en tres a uno y en Bolivia
92
Hasta ahora solo ha concluido el primer round de una larga batalla que definirá
el monto de los recursos. Pero más importante aún será la asignación de estos fondos.
En un contexto económico favorable ―y exactamente inverso al endeudamiento e hi-
perinflación que carcomió a Siles Suazo en los años 80― el nuevo excedente puede
servir para ensayar un modelo neo-desarrollista o para solventar las mejoras populares.
El sendero capitalista exigiría canalizar la renta hacia la consolidación del lati-
fundio de la soja, la privatización de los yacimientos de metales y la ortodoxia moneta-
rista. Un rumbo socialista sostendría la reforma agraria, los aumentos de salarios, la re-
nacionalización de la minería y un proceso de industrialización sin subsidios al capital.
Como en el resto de la región, estas dos opciones son antagónicas.
alcanzaba diez a uno. Pero seguirán ganando y ejercitando la capacidad de presión que exhibieron recien-
temente al imponer la renuncia forzada del ministro Solíz Rada. Dos balances muy diferentes del proceso
de nacionalización presentan Montero y los redactores de Econoticias: Montero Soler, Alberto. «Bolivia y
la nacionalización de los hidrocarburos: tantas cosas que aprender», Rebelión, 03/11/06; Redacción Eco-
noticias. «Borrón y cuenta nueva», www.econoticiasbolivia.com, 29/10/06.
14
Algunos analistas como Farber combinan el pronóstico fatalista con la insólita expectativa de construir
un proyecto de izquierda luego del desplome de la revolución. Otros autores ―como Dilla― estiman que
el proyecto socialista ya quedó sepultado, cualquiera sea el curso que adopte la sucesión de Fidel: Farber,
Samuel. «Cuba: la probable transición y sus políticas», Herramienta, número 33, octubre de 2006; Dilla,
Alfonso Haroldo. «Hugo Chávez y Cuba: subsidiando posposiciones fatales», Nueva Sociedad, número
205, septiembre-octubre de 2006, Buenos Aires.
93
Si en América Latina se afirman los modelos neo-desarrollistas la presión capita-
lista persistirá aunque se afloje el bloqueo. El dinero ya no buscará penetrar en la isla
por medios militares, sino a través de los grandes negocios. La revolución ha debido
coexistir en los últimos años con las desigualdades sociales creadas por las remesas y la
implantación de un enclave dolarizado. Los neo-desarrollistas del MERCOSUR busca-
rán reforzar está fractura y promoverán a todos los aspirantes a conformar la nueva bur-
guesía de la isla. La resistencia social, el crecimiento de la izquierda y el despunte del
socialismo en América Latina operarían en la dirección opuesta.
Cuba no puede, ni debe, aislarse. El búnker norcoreano es la peor opción y es
por eso necesario recurrir a disposiciones mercantiles y asociaciones con inversores que
serían desechadas en otras circunstancias. Pero conviene explicitar cuál es el camino
posible de la restauración. Este curso no anida tanto en los pequeños mercados, el co-
mercio informal y el trabajo independiente, como en las conexiones internacionales de
las elites interesadas en comandar un modelo social-demócrata (concertado con Europa)
o un esquema autoritario (afín al precedente chino). El neo-desarrollismo latinoameri-
cano es un socio potencial de ambas alternativas.
Una etapa de acumulación empresaria regional también influiría sobre dos pro-
blemas recientemente subrayados por varios líderes de la revolución: el consumismo y
la corrupción. Cuánto más solidez presente el vecindario capitalista, mayor será la pre-
sión disolvente de los principios de solidaridad colectivista que se promueven en Cuba.
En lugar de facilitar la adopción de un patrón de consumo consensuado colectivamente
―en función del nivel de recursos y carencias― se estimularía un individualismo de-
vastador15.
La corrupción es un problema más grave porque conviene recordar el anteceden-
te de la URSS y Europa Oriental. Allí los grupos restauradores se nutrieron del maltrato,
el robo y la depredación de los recursos del Estado. La desidia frente a la propiedad
pública suele reflejar que un sector de la población visualiza a esos recursos como bie-
nes ajenos y esta actitud no se supera sólo con exhortaciones, especialmente si coexiste
con signos de apatía entre la juventud. El único antídoto efectivo es la participación
popular, en un sistema político crecientemente democratizado.
Conciliar la defensa de la revolución con debates más abiertos, alineamientos
políticos más diferenciados, libertades sindicales y medios de comunicación moderni-
zados es la gran asignatura pendiente para una renovación del socialismo en Cuba. El
neo-desarrollismo latinoamericano es un manifiesto enemigo de esta evolución.
DOS TRADICIONES
Todos los partidarios del socialismo del siglo XXI subrayan acertadamente que la
liberación latinoamericana no será una copia de esquemas ensayados en otras latitudes.
Destacan que la batalla por una sociedad igualitaria converge en la zona con tradiciones
antiimperialistas propias. Una línea histórica de nacionalismo radical ―que se expresó
en Martí, Zapata o Sandino― comparte los cimientos del proyecto emancipatorio con
varias corrientes del marxismo.
Este legado conjunto conforma un cuerpo de tradiciones muy distante del nacio-
nalismo conservador en el terreno patriótico y muy alejado del librecambismo social-
demócrata (que inauguró Juan B. Justo) en el plano socialista El nacionalismo antiimpe-
15
Dietrich plantea aquí importantes y acertadas observaciones: Dietrich, Heinz. «Cuba: tres premisas para
salvar la revolución», Herramienta, número 33, octubre de 2006.
94
rialista es opuesto al chauvinismo militarista y la izquierda radical es la antítesis del
social-liberalismo de la Tercera Vía.
Este empalme de dos pilares del socialismo se manifiesta en Latinoamérica en
un caudal de símbolos (rechazo a los yanquis), figuras (el Che) y realidades (la revolu-
ción cubana), que ejercen gran influencia sobre las nuevas generaciones. Por esta razón
el proyecto emancipatorio ha sido retratado como una síntesis de varias trayectorias
regionales16. Esta amalgama también incluye la rehabilitación de la cultura andina y la
reivindicación de tradiciones indigenistas que fueron silenciadas durante siglos de opre-
sión étnica y cultural.
El socialismo del siglo XXI es una fórmula universal con fundamentos zonales.
Propicia una mixtura que retoma el enriquecimiento y la diversificación del programa
comunista. Un ideal surgido a mitad del siglo XIX en Europa Occidental asumió otro
significado durante su intento de materialización en Rusia, Asia o Europa Oriental. Esta
asimilación regional también determinó las singularidades intelectuales que ha presen-
tado el marxismo en Oriente y Occidente17.
Reconocer esta variedad es importante para superar la visión simplificada de
muchos críticos de la izquierda latinoamericana, que observan a este sector como un
conglomerado corroído por el conflicto entre positivas tendencias autóctonas y negati-
vas influencias europeizantes. Esta caracterización omite que todas las vertientes son
tributarias de mixturas locales y extranjeras.
Las fuentes extra-regionales no son patrimonio exclusivo de los teóricos de la
izquierda más influidos por concepciones foráneas. También los pensadores que desen-
volvieron una teoría del socialismo nacional (o regional) ―como Jorge Abelardo Ra-
mos― se inspiraron en tesis concebidas en Europa y aplicadas en Asia o Estados Uni-
dos. Postularon que la nación (o la zona) constituye una entidad prioritaria de la vida
social, más gravitante que las clases y los antagonismos sociales.
El único aspecto latinoamericano de esta visión es el ámbito geográfico reivindi-
cado. Aborda todos los problemas con los mismos presupuestos esgrimidos por los teó-
ricos nacionalistas de otros rincones del planeta. Su universalismo solo difiere del pos-
tulado por los internacionalistas por el tipo de síntesis que propone entre fundamentos
nacionales y extranjeros de la lucha popular.
Esta divergencia presenta incontables matices y no define por sí misma ninguna
divisoria de aguas significativa en el plano político. Lo que determina, en cambio, una
separación contundente en la izquierda latinoamericana es el grado de consecuencia en
la lucha por el socialismo. La mayor o menor afinidad con el pensamiento europeo es un
problema secundario, en comparación a la propuesta de recrear o superar la opresión
capitalista.
Lo que distingue la herencia de Jorge Abelardo Ramos del legado de teóricos
marxistas como Mella o Mariátegui es la defensa y crítica respectiva de una etapa capi-
talista anticipatoria del socialismo. Esta polémica es el aspecto esencial del debate con-
temporáneo. El primer pensador buscó próceres desarrollistas entre las burguesías loca-
les y los segundos apostaron a la acción socialista de las masas. Ambos caminos reapa-
recen en el siglo XXI como dos opciones políticas contrapuestas18.
16
«Un socialismo latinoamericano y caribeño que recoja nuestras raíces históricas y nuestra espirituali-
dad»: Soto, Héctor. «Revolución bolivariana socialista: ¿un descubrimiento?», A Plena Voz, número 15,
agosto, 2005, Caracas.
17
El estudio clásico sobre este tema fue realizado por: Anderson, Perry. Consideraciones sobre el mar-
xismo occidental, Siglo XXI, México 1979.
18
Cuando se reivindican ambas trayectorias sin aclarar las divergencias en juego el proyecto socialista
pierde contenido. Es el error que comete: Bossi, Fernando Ramón. «Reflexiones sobre el socialismo del
siglo XXI», www.redbolivariana.com, 25/07/05.
95
La tradición de Mariátegui y Mella es particularmente contrapuesta a la herencia
de Haya de la Torre. Los socialistas que introdujeron el marxismo en Perú y Cuba pro-
movían una estrategia socialista ininterrumpida, mientras que el fundador del APRA
auspiciaba la unificación capitalista de la región, como peldaño insoslayable hacia cual-
quier futuro igualitario19. El debate en curso del socialismo como un proceso anticapita-
lista o como una etapa posterior del MERCOSUR actualiza esa vieja controversia.
DOS ACTITUDES
Postular que el socialismo puede ser iniciado en un período contemporáneo con-
duce a defender sin ocultamientos la identidad socialista. Favorecer en cambio una eta-
pa neo-desarrollista induce al titubeo en la lucha contra el capitalismo. Para transitar por
un camino en común con los industriales y los financistas hay que adoptar un compor-
tamiento moderado, demostrar responsabilidad frente a los inversores y colocar todas
las intenciones socialistas en un disimulado segundo plano.
El proyecto del socialismo del siglo XXI plantea también serios problemas a los
teóricos que gustan estudiar los desequilibrios del capitalismo, sin preocuparse por avi-
zorar algún camino hacia otra sociedad. El socialismo es un tema molesto para quienes
interpretan el mundo sin buscar cambiarlo, porque plantea problemas que sacuden su
contemplativa mirada del universo circundante.
La ausencia de proyectos socialistas en la izquierda es mucho más nociva que
cualquier desacierto en los diagnósticos del capitalismo contemporáneo. Por eso resulta
indispensable retomar el uso del término socialismo, sin prevenciones, ni sustituciones.
Este concepto no es un vago sinónimo de «lo social». Alude concretamente a un sistema
emancipado de la explotación y no a genéricos inconvenientes de cualquier agregación
humana. No bastan las difusas referencias al «post-capitalismo» para esclarecer cómo
debería construirse una sociedad futura. Hay que exponer programas alternativos.
Algunos analistas estiman que el socialismo no puede difundirse luego del co-
lapso sufrido por la URSS. Consideran que la noción cayó en desuso y perdió prestigio.
Pero el repentino resurgimiento del concepto en Latinoamérica debería inducirlos a re-
considerar el réquiem que ya han pronunciado.
Muchos términos sufrieron un manoseo semejante al padecido por el socialismo.
La democracia ha soportado por ejemplo distorsiones equivalentes. Fue el estandarte de
los peores atropellos imperialistas durante el último siglo y esta deformación no indujo
a su reemplazo por ninguna otra palabra. Nadie ha postulado otro término para definir la
soberanía popular, ya que para denotar ciertos fenómenos hay nociones irreemplazables.
La vigencia del socialismo debe ser evaluada con cierta perspectiva histórica
porque que ha estado sometida a un vaivén semejante al sufrido por la democracia. La
invención contemporánea de este último ideal se produjo en 1789, pero el principio de
igualdad política solo conquistó autoridad en el curso de un largo período posterior. Al
cabo de este tiempo fue aceptado como principio superador de las jerarquías medieva-
les, que en el pasado eran identificadas con la propia existencia humana.
Con la invención del socialismo ocurrirá algo parecido. El debut de 1917 queda-
rá como un gran precedente de la gesta humana por alcanzar la igualdad social y liberar
al individuo de las cadenas del mercado. El comienzo del siglo XXI permite empezar a
plasmar ambos objetivos.
19
Vitale, Kohan y Löwy presentan un detallado análisis de estas discusiones: Vitale, Luis. De Bolívar al
Che, Cucaña ediciones, Buenos Aires 2002 (capítulos 5, 6, 9 y 10); Kohan, Néstor. «La gobernabilidad
del capitalismo periférico y los desafíos de la izquierda revolucionaria», La Haine, 26/11/06; Löwy, Mi-
chael. El marxismo latinoamericano, ERA, México, 1980.
96
Noviembre de 2006
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97
― CAPÍTULO 6 ―
CENTROIZQUIERDA, NACIONALISMO
Y SOCIALISMO
Los nuevos gobiernos de Sudamérica comparten la crítica al neoliberalismo,
cuestionan las privatizaciones descontroladas, la apertura excesiva y la desigualdad so-
cial. También proponen erigir formas de capitalismo más productivas y autónomas con
mayores regulaciones del estado. Pero su llegada ha creado dos interrogantes: ¿Confor-
man un bloque común? ¿Facilitarán el acceso del pueblo al poder?
98
CARACTERIZACIÓN Y COMPORTAMIENTOS
Con Lula y Kirchner cambia el marco político del régimen que desde hace déca-
das manejan las clases dominantes. Los empresarios y banqueros que lucraron con la
desregulación ahora acompañan el giro intervencionista. Especialmente los sectores más
afectados por el fracaso de los 90 buscan acaparar los subsidios y frenar la concurrencia
foránea.
La alianza dominante de financistas, industriales y agroexportadores que maneja
el poder ya no conforma la clásica burguesía nacional de los años 60. Reforzaron su
integración al circuito financiero internacional (como tomadores de crédito y acreedores
de los estados), consolidaron su perfil exportador en desmedro de los mercados internos
y manejan fuertes inversiones fuera de sus países.
Pero esta mayor transnacionalización no ha extinguido sus raíces locales. Al pre-
servar sus principales actividades en la zona, las clases dominantes sudamericanas se
mantienen como sector diferenciado y rival de las corporaciones extra-regionales. Con-
forman el principal cimiento de los nuevos gobiernos y orientan el comportamiento cre-
cientemente conservador de sus funcionarios.
Lula y Kirchner evitan la demagogia populista y eluden conflictos con el Depar-
tamento de Estado, porque sintonizan con los grandes capitalistas de la región. Esta cau-
tela explica por qué negocian los mandatos de la OMC y las versiones aligeradas del
ALCA, renunciando a gestar un real bloque aduanero. Implementan el ajuste fiscal,
cumplen con las existencias del FMI y descartan un frente de deudores.
Los nuevos presidentes se han negado a participar en la ocupación imperialista
de Irak, pero muy pocos mandatarios del mundo acompañan a Bush en esta cruzada. En
cambio han enviado las tropas a Haití que el Pentágono necesitaba para liberar efectivos
del Caribe y afrontar la guerra en el mundo árabe. Lula, Kirchner y Tabaré colaboran
con la formación de un gobierno títere que legitime el golpe contra Aristide, regule el
tráfico de drogas y controle la emigración masiva hacia Miami. Que las tropas latinoa-
mericanas actúen bajo el disfraz de la ONU no modifica el servicio que prestan a los
Estados Unidos. Una contribución humanitaria no requería gendarmes, sino campañas
de solidaridad e iniciativas para anular la deuda de ese empobrecido país.
Los gobiernos de centroizquierda desarrollan un trabajo de ablande de los mo-
vimientos rebeldes en la región. Este papel cumplieron los emisarios de Lula y Kirchner
durante la debacle boliviana del 2003. Intervinieron en pleno alzamiento popular para
favorecer la constitución del gobierno continuista que asegura la privatización del petró-
leo. Otros presidentes de origen progresista han cumplido esta labor reaccionaria sin
necesidad de ayuda externa. Es el caso de Gutiérrez, en Ecuador, que prometió sobera-
nía y gobierna con represión y privatizaciones.
BRASIL Y ARGENTINA
Los nuevos presidentes emergieron en diferentes condiciones. Lula asumió en la
fase final de una crisis económica que acentuó la desigualdad urbana y la miseria rural
que padece Brasil. Kirchner llegó al gobierno cuando culminaba la mayor depresión de
la historia argentina. Este desplome incluyó el desmoronamiento del sistema financiero,
la confiscación de los depósitos y un nivel de pobreza, hambre y desempleo nunca vis-
tos.
Lula se ha ganado los elogios de Wall Street porque mantiene el modelo neolibe-
ral de F. H. Cardoso. Recurre a los mismos argumentos que su antecesor («ganar la con-
99
fianza de los mercados para atraer inversiones») para reforzar las atribuciones de los
financistas que manejan el Banco Central. También asegura los beneficios de los ban-
queros con un inédito superávit fiscal del 4,5% del PBI y la tasa de interés más elevada
de las últimas dos décadas. Con estos mecanismos garantiza pagos a los acreedores que
duplican los gastos sociales.
Kirchner evitó este continuismo puro porque debió reconstituir el maltrecho cir-
cuito de la acumulación. Adoptó políticas más heterodoxas para recomponer los benefi-
cios de todos los capitalistas, orientando la distribución de las pérdidas. Aprovechó el
rebote del ciclo económico para combinar el ajuste fiscal con múltiples subvenciones y
restableció el equilibrio entre los grupos ganadores (bancos y privatizadoras) y perdedo-
res (exportadores, industriales) de la convertibilidad.
Como afrontó un colapso muy superior al registrado en Brasil, Kirchner debió
seleccionar acreedores privilegiados y penalizados, dispuso compensaciones y punicio-
nes financieras y ahora negocia tarifas y regulaciones con las compañías privatizadas.
Se ha embarcado en un proceso de reconstitución del capital que Lula pudo soslayar.
Pero ambos gobiernos defienden la rentabilidad empresaria a costa de los trabajadores.
El presidente brasileño ya impuso una reforma previsional regresiva, mantiene
paralizada la reforma agraria y acentúa el deterioro del salario real. Su partido frena la
lucha de los sindicatos y logró reducir el nivel de movilización popular. En cambio Kir-
chner enfrenta un panorama social mucho más complejo, porque asumió en un clima de
rebelión popular. Ha buscado desactivar la protesta mediante la cooptación (conversión
de luchadores en funcionarios), el desgaste (hostilidad mediática y aislamiento de secto-
res más combativos) y la criminalización (decenas de presos, miles de procesados).
Kirchner logró diluir el ímpetu de las cacerolas y los piquetes, pero no eliminar
la presencia de las movilizaciones como telón de fondo de la política argentina. Desa-
rrolla una gestión conservadora, pero disimula mucho más que su colega brasileño los
nexos de continuidad con el pasado neoliberal.
Mientras que el ascenso de Lula se consumó sin fisuras institucionales, Kirchner
llegó sorpresivamente a la presidencia al cabo de una tormentosa secuencia de renuncias
y mandatos improvisados. Lo que en Brasil fue un recambio gubernamental sin sobre-
saltos, en Argentina ha sido un delicado operativo de restauración de la credibilidad del
estado frente al masivo cuestionamiento del régimen político («que se vayan todos»)
Lula está coronando la transformación del PT en un partido clásico del sistema
burgués. Se desprendió de su pasado izquierdista e incorporó a esa organización a la
alternancia bipartidista. Financia con la prebendas a un ejército de funcionarios que
convalidó la expulsión de los diputados opuestos a la reforma provisional.
Esta misma transformación de un movimiento popular en apéndice de la domi-
nación capitalista afectó al peronismo hace ya mucho tiempo. Por eso Kirchner renueva
por enésima vez al partido que garantiza la gobernabilidad de la clase dominante. Pero
recurre a una duplicidad infrecuente para encubrir el clientelismo con gestos favorables
a los derechos humanos, la independencia de la justicia y la depuración de la corrup-
ción.
URUGUAY Y BOLIVIA
Por la magnitud del descalabro económico, el caso uruguayo se asemeja a la Ar-
gentina. Pero la menor intensidad de la lucha social y la mayor estabilidad del sistema
político lo equiparan con Brasil.
Aunque el PBI y la inversión se desmoronaron, la crisis no se «argentinizó» en
la República Oriental. El Frente Amplio logró asegurar la continuidad institucional,
100
evitando los desbordes y el vacío político. Ahora los futuros ministros se aprestan a in-
troducir la orientación económica ortodoxa de Lula. Prometen mantener el pago de la
deuda, el sistema impositivo regresivo, los privilegios del paraíso bancario y el enorme
superávit fiscal impuesto para evitar el default de la deuda.
Esta evolución se explica en parte por el debilitamiento de la resistencia social
afectada por el desempleo, la emigración y el envejecimiento demográfico. Pero tam-
bién influye la tradición histórica de un país que no conoció insurrecciones populares, ni
rupturas institucionales significativas, bajo el gobierno de arraigados partidos.
El Frente Amplio llega ahora al gobierno con fuertes compromisos de manteni-
miento del status quo y un proyecto vaciado de contenido transformador. El mensaje
oficial propaga que un «país chico no puede actuar solo», como si los cambios progre-
sistas fueran patrimonio exclusivo de las grandes naciones. Este discurso justifica la
impotencia y chocará con la expectativa creada por el triunfo de la coalición. La implan-
tación social, la hegemonía cultural y la organización popular del FA no congenian fá-
cilmente con el falso realismo político que promueve la dirigencia.
En Bolivia la centroizquierda (Evo Morales) no gobierna directamente, pero sos-
tiene al tambaleante presidente Mesa y trabaja para sustituirlo en la elección del 2007.
Pero este cronograma no concuerda con el ritmo del mayor descalabro regional, ni con
la frágil gestión de una clase dominante que carece de recursos económicos, instrumen-
tos políticos y mediaciones institucionales para encarrilar la crisis.
El desplazamiento del eje productivo desde el Oriente minero hacia el Occidente
petrolero acentúa la debacle económica. Si el cierre de los socavones masificó el des-
empleo, el intento de erradicar la coca devastó al campesinado. Esta pauperización
acentúa la tendencia hacia la desintegración del país, que alientan los empresarios de
Santa Cruz para apropiarse la renta petrolea. Su ambición choca con la demanda popular
que provocó la caída de Lozada en el 2003: nacionalizar los hidrocarburos para indus-
trializarlos localmente.
En Bolivia permanece muy viva la extraordinaria tradición de alzamientos popu-
lares. Por eso Mesa ha recurrido a un plebiscito tramposo que buscó disfrazar la conti-
nuidad de la privatización energética con promesas de nacionalización. El sostén de Evo
Morales le permitió sugerir que se avanza hacia la estatización, cuando en realidad con-
templa mantener los contratos por varias décadas.
Para intentar gobernar como Lula la centroizquierda debería desactivar la rebe-
lión y conquistar la confianza de la clase dominante. Los proyectos moderados y los
candidatos digeribles que promueve el MAS apuntan hacia ese objetivo. Pero la integri-
dad territorial de Bolivia está amenazada por una tendencia balcanizadora, que coexiste
con la perspectiva siempre latente de una nueva insurrección popular. Es improbable
que en estas condiciones funcione la receta desmovilizadora que se aplica en el resto del
Cono Sur.
EL PROCESO BOLIVARIANO
¿Forma parte Chávez de la misma oleada centroizquierdista? La prensa interna-
cional habitualmente contrasta su «populismo» con el rumbo «modernizador» de los
restantes gobiernos, porque son muy significativas las diferencias que lo separan de
Lula y Kirchner.
Chávez no preservó la continuidad institucional que predominó en Brasil y Uru-
guay, ni recompuso los partidos tradicionales como en Argentina. Emergió de una su-
blevación popular (el «caracazo» de 1989) y de una revuelta militar (1992) que conduje-
ron a un gran éxito electoral (1998). Comenzó otorgando concesiones sociales y apro-
101
bando una constitución muy avanzada. Su gobierno se ha radicalizado junto a las movi-
lizaciones populares para enfrentar las conspiraciones de la derecha. Esta dinámica lo
distingue del resto de los gobiernos centroizquierdistas, porque reaccionó contra los
empresarios (diciembre 2001), los golpistas (abril 2002), el establishment petrolero (di-
ciembre 2002) y el desafío del referéndum (agosto 2004). Se pueden computar numero-
sas diferencias que separan el proceso venezolano del resto de Sudamérica.
Chávez concretó el desplazamiento de los viejos partidos de la clase dominante
que perdieron su tradicional control del estado. Se apoya en los sectores populares y no
es visto como socio o aliado por ningún sector capitalista. No se limita a prometer cam-
bios, sino que ha iniciado verdaderas reformas con la distribución de tierras, los créditos
a las cooperativas y la extensión de los servicios educativos y sanitarios al conjunto de
la población.
Chávez reedita un proceso nacionalista en la tradición de Cárdenas, Perón, Torri-
jos o Velazco Alvarado. Este curso es una excepción en el marco actual de amoldamien-
to centroizquierdista al imperialismo. Es probable que las peculiaridades del ejército
(escasa relación con el Pentágono, influencia de la izquierda guerrillera) y la gravitación
del petróleo estatal (fortaleza de la burocracia, conflictos latentes con el comprador nor-
teamericano, menor gravitación del sector privado) expliquen esta reaparición del na-
cionalismo. Su perfil antiimperialista lo sitúa en las antípodas de cualquier dictadura
latinoamericana. Chávez tiene muchos parecidos con Perón, pero ninguno con Videla.
Las semejanzas con el justicialismo de los años 50 se verifican también en las
conquistas sociales y el reciclaje con fines asistenciales de una renta natural. Recepta el
mismo tipo de apoyo popular y rechazo burgués que predominaba en la Argentina. Si
Perón se apoyaba en una clase obrera sindicalizada, Chávez se sostiene en la organiza-
ción barrial de los trabajadores precarios.
También la confrontación con la derecha distingue a Chávez de sus colegas sud-
americanos. Propinó varias derrotas a la oposición, que no cesará de conspirar mientras
perciba amenazas a sus privilegios. Buscan remover a Chávez o forzarlo a una involu-
ción conservadora (como tuvo el PRI mexicano) para restaurar la estratificación socio-
racial.
Estados Unidos maneja los hilos de cualquier golpe y de las provocaciones terro-
ristas que se preparan desde Colombia. Pero al Departamento de Estado le falta un Pi-
nochet y por eso recurre a los «amigos de la OEA» para socavar a Chávez. Mientras las
palomas de la Casa Blanca rodean al presidente, los halcones preparan una nueva arre-
metida.
Bush no puede actuar con mayor descaro mientras afronte el pantano militar de
Medio Oriente. No se atreve a equiparar a Chávez con Saddam, pero tampoco logra
domesticarlo como a Khadaffi. Estados Unidos necesita el petróleo venezolano y debe
lidiar con la estrategia bolivariana de intervenir activamente en la OPEP y reorientar las
ventas de crudo hacia China y Latinoamérica.
Las tensiones con el imperialismo se agravan, además, porque Chávez ha esta-
blecido vínculos muy estrechos con Cuba, que desafían el embargo y auxilian a la isla
con suministros petroleros y acciones diplomáticas. Venezuela no envió tropas a Haití,
ni se adapta a las exigencias comerciales de Washington. Además, el país está muy sen-
sibilizado por una presencia solidaria de los numerosos médicos y alfabetizadores cuba-
nos. Esta relación con Cuba distingue a Chávez de Perón, porque no se nutre de la ideo-
logía reaccionaria que absorbió el caudillo argentino, sino que parte de una interpreta-
ción del bolivarismo afín a la izquierda y abierta al socialismo.
Venezuela está políticamente fracturada en dos bandos separados por el ingreso,
la cultura y la tonalidad de la piel. La oligarquía busca contrarrestar la irrupción de los
102
excluidos con la manipulación de la clase media. La batalla se dirime cotidianamente en
las calles en una disputa por el poder de convocatoria, que no se observa en ningún otro
país de la región.
Chávez ha demostrado gran capacidad para sumar adeptos y despertar las ener-
gías de los militantes contra el manejo derechista de los medios de comunicación. El
clima del país presenta puntos de contacto con Nicaragua en los 80 o con la efervescen-
cia militar-popular que rodeó a la revolución de los claveles en Portugal.
Es cierto que el control estatal de una gran renta petrolera brinda a Venezuela un
espacio para reformas sociales que no existe en otros países. Utilizando este recurso el
gobierno actúa con cierto desahogo, elevando el gasto público del 24% del PBI (1999)
al 34% (2004) y afrontando con pocas dificultades el endeudamiento externo.
Las peculiaridades del proceso venezolano explican su vitalidad en comparación
a los gobiernos de centroizquierda. Pero estas mismas singularidades crean serios inte-
rrogantes sobre el alcance continental del proyecto bolivariano.
103
polis más negocios que con sus vecinos de Sudamérica. Las dificultades del MERCO-
SUR reflejan esta contradicción.
Dentro de esta asociación persisten las divergencias aduaneras y el arancel co-
mún continúa perforado por más de 800 excepciones. Mientas que en la Unión Europea
las exportaciones entre países miembros superan el 50% de las ventas totales, en el
MERCOSUR no llegan al 11%. Brasil no cumple el rol económico de Alemania y Ar-
gentina no juega el papel político que tiene Francia en el viejo continente.
La integración es vital para contrarrestar la tendencia hacia la fractura territorial
que corroe a varios países (Oriente de Bolivia, sur de Ecuador). Pero las clases capitalis-
tas tienen otras prioridades. No es cierto que «las burguesías nacionales sobrevivientes
del neoliberalismo de los 90 se orientan a conformar un bloque común»1. La mayor
transnacionalización de este sector ha reducido su inclinación integracionista y por eso
resisten el regionalismo de Chávez. Las cumbres presidenciales ―que se repiten junto a
nuevos llamados a forjar la Comunidad Sudamericana― carecen de correlato práctico.
Lo que sí prospera en la región son los negocios de las empresas transnacionales
que operan en varios países y buscan movilidad del capital para abaratar costos salaria-
les, racionalizar subsidios y maximizar los beneficios de las rebajas aduaneras. Este tipo
de integración no beneficia a ningún pueblo.
La expectativa chavista de contagiar el espíritu bolivariano a los gobiernos de
centroizquierda choca con un obstáculo estructural: las clases dominantes de la región
preservan la conformación centrípeta que históricamente bloqueó su asociación. Ningún
argumento oficial, ni presión popular contrapesa este condicionamiento. El sueño de
Bolívar y San Martín no podrá concretarse mientras estos grupos capitalistas manejen el
poder.
¿«GOBIERNOS EN DISPUTA»?
Ciertos analistas consideran que la alternativa regionalista podría igualmente
avanzar si convergen los procesos nacionalistas y de centroizquierda. Vinculan esta po-
sibilidad a que Lula y Kirchner se afiancen y luego radicalicen sus gestiones. Por eso
apoyan o participan en estas administraciones. Los argumentos que exponen para justi-
ficar esta actitud son muy semejantes en Brasil y Argentina2. Estos planteos abren el
debate sobre el segundo problema de la etapa: ¿Facilitan los gobiernos de centroizquier-
da el acceso del pueblo al poder?
Es común escuchar que Lula y Kirchner encabezan «gobiernos en disputa». Pero
esta caracterización confunde los choques entre grupos empresarios ―que afectan a
cualquier gobierno capitalista― con la presencia de intereses populares en esas confron-
taciones. Estas aspiraciones no figuran en los roces entre industriales y banqueros que
dividen al equipo de Lula (Mantega versus Palocci) o en los desacuerdos sobre los sub-
sidios que fracturan al gabinete de Kirchner (Lavagna contra De Vido).
1
Esta tesis sugiere: Mermet, Rolando. «Bolivarismo revolucionario y unidad suramericana», Questión,
septiembre de 2004, Caracas.
2
Algunos exponentes de estas posturas son en Brasil: Betto, Frei. «Ahora Lula intenta conquistar el po-
der», Página 12, 20/09/04; Pomar, Valter. «La gauche a l´heure du choix», Inprecor, número 497, sep-
tiembre 2004; Pont, Raul y Rosseto, Miguel. «Ideias», Agencia Carta Mayor, 03/05/04; Sader, Emir.
«Brasil y Lula desde un enfoque de izquierda», Propuesta, 10/06/04; Articulacao de Esquerda e Demo-
cracia Socialista. «Carta aos Petistas», Democracia Socialista, número 9, enero-febrero de 2005; «Edito-
rial», Correio da ciuadania; «Un nouveaux parti socialiste», Inprecor, número 497, septiembre de 2004.
En Argentina: Tumini, Humberto. «En marcha», 14/10/04 [este texto no ha podido hallarse en Internet];
Rudnik, Isaac. «¿Quién confronta con el FMI?», Desde los barrios, 12/12/04. En Uruguay: Fernández
Huidobro, Eleuterio. «O estamos fritos», Página 12, 25/01/05.
104
Esta variedad de choques es consecuencia del carácter competitivo del capita-
lismo y afecta a todos los gobiernos latinoamericanos. El caso de Lula es particularmen-
te revelador porque el presidente no es víctima de un entorno derechista, sino que él
mismo ha optado por seguir los pasos de Tony Blair y Felipe González. Su origen popu-
lar y la base obrera del PT no han contrarrestado esta involución. Ya no puede atribuir
su continuismo a la «herencia recibida», ni argumentar que comanda una «breve transi-
ción».
Algunos piensan que este conservadurismo es una táctica de Lula porque «llegó
al gobierno sin conquistar el poder». Pero esta distinción tendría sentido si el presidente
alentara, protagonizara o aunque sea proclamara su oposición a la clase dominante. El
control administrativo del estado podría ser un paso hacia el manejo efectivo de la eco-
nomía si existiera la intención de transformar el status quo. Pero Lula ya es un hombre
de confianza de los grupos capitalistas, que también guían la gestión de Kirchner.
OPCIONES FICTICIAS
Obviamente «Lula es diferente a F. H. Cardoso» y «Kirchner no es igual a Me-
nen o De la Rúa». Pero esta caracterización solo constata que ningún presidente repro-
duce al anterior. El régimen político burgués funciona con alternancias para que cada
gobierno se adapte a las necesidades cambiantes de la clase capitalista.
Ambos gobiernos refuerzan los mecanismos estatales de regulación. Pero lo im-
portante es dilucidar a quién beneficia esta injerencia. Los neoliberales, por ejemplo,
utilizaron el aparato del estado para apuntalar privatizaciones y rescatar bancos quebra-
dos. Y el intervencionismo actual de Lula bloquea aumentos salariales, garantiza altas
tasas de interés y asegura que los agroexportadores se embolsen los beneficios de la
reactivación. Estas acciones no son contradictorias con ensayar una «política exterior
autónoma», porque todos los presidentes de Brasil han buscado diversificar las transac-
ciones comerciales y China se ha convertido en un mercado apetecido por todos los em-
presarios.
Algunos analistas consideran que al menos se introdujo el plan de hambre cero.
Pero este programa nunca pudo arrancar efectivamente por falta de presupuesto. Tam-
bién se menciona la reforma agraria, sin notar como los terratenientes continúan intimi-
dando a los terratenientes contra los ocupantes de tierras. Mientras un puñado de 27.000
oligarcas controlan la mitad del terreno cultivable, los asentamientos que prometió el
gobierno se concretan a paso de tortuga.
La modesta recuperación económica reciente tampoco es un mérito de Lula,
porque reactivaciones semejantes se verifican en toda la periferia. Desconociendo este
dato ―resultante de la afluencia coyuntural de capitales externos― es frecuente tam-
bién atribuir el rebote de la economía argentina a la política de Kirchner. Algunos inclu-
so celebran el comienzo de una redistribución de los ingresos que no pueden verificar en
ninguna estadística. La explosión de pobreza se ha frenado por el cambio del ciclo. Este
giro repite lo ocurrido a principios de los 90, cuando el debut de la convertibilidad cortó
la inercia inflacionaria. Lo llamativo en la actualidad es cuán poco bajan los índices de
exclusión y desempleo en el contexto de enormes excedentes fiscales que acumula el
gobierno para pagar la deuda.
En Brasil los seguidores de Lula esperan que el PT «vuelva a sus orígenes». El
propio presidente alienta estas ilusiones para retener a sus críticos y preservar su decli-
nante legitimidad. En la Argentina los defensores de Kirchner prometen que transcurri-
do cierto lapso podrán vislumbrarse las ventajas del nuevo modelo. Pero todo indica que
105
sucederá lo contrario, porque si el mandatario se estabiliza también afianzará el modelo
patronal que aplicó durante su larga gestión en Santa Cruz.
La incansable reivindicación que hacen Lula y Kirchner del MERCOSUR es
considerada por sus partidarios como otra prueba del cambio en curso. Pero ambos líde-
res sólo defienden a las empresas radicadas en los dos países. Buscan además preservar
el equilibrio entre los grupos capitalistas favorecidos y afectados por la propia concu-
rrencia brasileño-argentina. Reformular el MERCOSUR como proyecto de integración
popular y resistencia al imperialismo no figura en sus planes.
3
Tumini, Humberto. «En marcha»…
106
Algunos autores sostienen que la «identidad original del PT» se mantiene a pesar
de la política de Lula. No registran que un partido al servicio de los banqueros ya borró
su origen en la clase obrera y su perfil político inicial. Aunque conserve una base electo-
ral popular se agotó como organización de izquierda.
EL PT jerarquiza los negocios, premia las carreras personales, destruye la mili-
tancia y exhibió su fidelidad al capital al expulsar a los legisladores contrarios a la re-
forma previsional. Esta regresión comenzó con compromisos neoliberales a escala mu-
nicipal y se manifiesta actualmente en la promoción de una legislación laboral regresi-
va. Las referencias programáticas al socialismo han quedado completamente enterradas
para aceitar las alianzas con los partidos de la derecha. El ejercicio del poder ha diluido
totalmente la originalidad contestataria del PT, repitiendo lo ocurrido hace muchos años
con el peronismo de Argentina.
Quienes convocan a «cerrar filas en torno a Kirchner» ignoran esta última invo-
lución. Esperan del actual presidente lo mismo que aguardaron los trabajadores de Pe-
rón. Pero significativas diferencias separan a ambos dirigentes. Kirchner no es un líder
popular derrocado, perseguido y exiliado por los militares. Ha sido un disciplinado fun-
cionario del justicialismo, que brindó numerosas pruebas de lealtad al establishment
durante su gestión como gobernador.
Muchos teóricos de la centroizquierda argentina y brasileña recurren al argu-
mento del «mal menor» para sostener a Lula frente a Cardoso o a Kirchner frente a Me-
nen. Pero este razonamiento conduce a una cadena de capitulaciones, porque la dimen-
sión del mal aumenta con el paso del tiempo. Si solo existieran dos niveles de una mis-
ma desgracia no cabría otra salida que la resignación.
Algunos militantes reconocen su propia desazón y bajan los brazos comentando
que «nuestro proyecto resultó más complejo». En el caso de Lula no se verifica esta
complicación, sino una descarada adaptación a la clase dominante. El devenir de Kirch-
ner ha sido más inesperado, porque llegó a la presidencia antes de lo calculado. Pero
desde el poder también persigue el objetivo de afianzar la supremacía capitalista con la
desmovilización popular.
Cualquiera sea la caracterización exacta del PT o del peronismo kirchnerista lo
que resulta inadmisible es la participación de militantes combativos en ambos gobier-
nos4. Ni la historia de un partido, ni lo que «piense la gente» o reclamen las organiza-
ciones sociales justifica este compromiso con la aplicación de medidas antipopulares.
Aceptar cargos implica asumir directamente la responsabilidad de ejecutar esas políti-
cas. Cuando se actúa como funcionario ya no existen los grises.
Tampoco cabe la expectativa de actuar como vocero del pueblo en un gabinete
dominado por los agentes del capital, porque la experiencia del siglo XX refutó ese mito
socialdemócrata. Los ministros progresistas siempre fueron impotentes para implemen-
tar sus propuestas y simplemente encubrieron con su prestigio a los que atropellan sin
pudor. Lula y Kirchner ha sabido usufructuar de estas contradicciones, colocando figu-
ras de prestigio en las áreas de Cultura, Justicia o Derechos Humanos para dejar la polí-
tica y la economía en manos del establishment.
JUSTIFICACIONES COMPARADAS
En Brasil se argumenta que Lula se inclinó hacia los conservadores por la ausen-
cia de empuje del movimiento popular. En cambio en Argentina se explica la modera-
4
Como ha sido el caso de la corriente «Democracia Socialista» en Brasil y de «Barrios de Pie» en Argen-
tina.
107
ción de Kirchner por la falta de acumulación política previa. En un país se alega la in-
conveniencia de rifar con medidas radicales el acervo del PT y en otro se explica que las
mismas decisiones no pueden aplicarse por la ausencia de una organización centroiz-
quierdista significativa.
Esta inversión de argumentos se extiende a todos los planos. Mientras que en
Brasil algunos intelectuales atribuyen la involución del PT al carácter despolitizado de
su país, sus colegas de Argentina admiran la «capacidad de gestión» de ese partido y la
interpretan como un reflejo de la madurez política brasileña. En ambos casos, la fasci-
nación por el ejercicio del poder anula la indignación frente a la miseria y el sufrimiento
popular.
Quienes permanecen dentro del PT afirman que en Brasil «no existen luchas su-
ficientes para gestar una opción socialista». En Argentina se argumenta que la «correla-
ción desfavorable de fuerzas» impone el apoyo a Kirchner. Pero en ambas situaciones
los gobiernos promueven activamente la desmovilización popular, apuntalando respec-
tivamente la transformación regresiva de la CUT y la reconstitución de la burocracia
sindical peronista. Por lo tanto no tiene sentido sostener a Lula o a Kirchner aduciendo
retrasos o reflujos de la lucha social. Estas adversidades no son datos objetivos ajenos a
la política de ambos gobiernos.
Atribuir el continuismo neoliberal en Brasil y la heterodoxia excluyente en Ar-
gentina a la evaluación que Lula y Kirchner hacen de las relaciones sociales de fuerza es
una ingenuidad, porque se presupone que ambos presidentes permanecen ubicados en el
terreno de los oprimidos. Esta caracterización simplemente omite que ya demostraron su
nítido interés por favorecer los negocios empresarios a costa de las reformas sociales.
Sostener a Lula obliga a justificar lo injustificable y a disuadir la radicalización
política para no debilitar al gobierno. El mismo tipo de apoyo a Kirchner empuja a des-
activar el legado del 20 de diciembre, abandonado las calles, renunciando a las exigen-
cias de los desocupados, aceptando pactos con los caciques del justicialismo y encu-
briendo el envío de tropas a Haití.
En Brasil algunos piensan que es precipitado edificar otra alternativa, pero no
aclaran cuándo será el momento oportuno para esa construcción. Las condiciones para
ese giro nunca están a la vista, ni llegan con un cartel avisando «que estamos presen-
tes». Se puede evaluar esa maduración simplemente registrando la involución social del
PT. El peligro no es la ruptura prematura, sino los efectos de una decepción popular
generalizada.
La resignación adopta en Argentina formas curiosas. A veces se afirma que co-
mo «Kirchner es capitalista, no se le pueden pedir peras al olmo». Pero partiendo de
este mismo reconocimiento también cabría una conclusión opuesta: resistir los atrope-
llos del gobierno, denunciar sus maniobras y construir un polo de izquierda.
Algunos creen que llegó el momento de repetir en Argentina el ejemplo del
Frente Amplio. Pero este agrupamiento acaba de llegar al gobierno y se encamina por el
rumbo de Lula. Se podría argumentar que el FA debe ser copiado en su «construcción
por abajo» y no en su inminente gestión del estado. ¿Pero se pueden separar ambas ins-
tancias? ¿La decisión actual de mantener el status quo no se prepara con años de adap-
tación a las instituciones capitalistas?
108
Las pujas entre grupos empresarios para ganar el favor gubernamental se diri-
men en un marco de confrontación de las clases dominantes con el proceso bolivariano.
Este choque ha generado hasta ahora cierta dinámica antiimperialista de radicalización
que opone a las clases opresoras y oprimidas.
Venezuela no es estructuralmente distinta al resto de Sudamérica. Padece el
mismo nivel de inequidad social, subdesarrollo agrario y raquitismo industrial. La po-
breza afecta al 80% de la población y el empleo informal abarca a tres cuartas partes de
los trabajadores. No es posible erradicar esta herencia sin remover los obstáculos que
bloquearon el desarrollo latinoamericano. Pero avanzar exige superar las limitaciones
que frustraron a otros ensayos nacionalistas.
El asistencialismo social, la distribución de tierras improductivas y los créditos
al cooperativismo permiten iniciar una redistribución progresiva del ingreso. Pero re-
montar la regresión social de los últimos años y revertir el desempleo estructural (resul-
tante de la escasa y deformada industrialización) presupone inversiones estatales de
grandes dimensiones. No alcanza con el «desarrollo endógeno» en las ciudades y la
erradicación de tierras improductivas en el campo. Se necesita un programa de planifi-
cación industrial que elimine los privilegios de los grandes grupos capitalistas y sus
socios de la burocracia oficial. Quienes despilfarraron la renta petrolera no se converti-
rán nunca en artífices del desarrollo.
Un gran paso se ha dado con la expulsión de la gerencia transnacionalizada que
controlaba PDVESA. También el incremento de las regalías y la decisión de reducir la
dependencia petrolera con Estados Unidos (50% de las exportaciones y 8 refinerías en
ese territorio) amplían la autonomía de la política energética. Pero existen por otra parte,
nuevos indicios de manejos tecnocráticos, acuerdos inconsultos de explotación y dudo-
sas inversiones.
Las ambiciosas reformas sociales que propugna Chávez requieren mayor radica-
lización política. Lula, Kirchner (o Zapatero) apuntan a neutralizar este proceso y por
eso aconsejan tender puentes con la oposición y reconstruir el viejo régimen. El mismo
trabajo realizan la OEA, Jimmy Carter y «Human Right Watch».
Pero el principal freno del proceso bolivariano se localiza dentro de la propia
administración chavista. Allí actúa una burocracia arribista e ineficiente que ofrecerá
sus servicios a la oposición si percibe que los vientos soplan en otra dirección. Para pre-
parar esa eventual emigración un sector del oficialismo (Comando Ayacucho) facilito el
referéndum, avalando la recaudación fraudulenta de firmas. Han presionado para nego-
ciar nuevamente con los empresarios conspiradores luego del triunfo de Chávez.
La experiencia demuestra que las conquistas congeladas se diluyen. Si el proce-
so bolivariano es frenado volverá a repetirse lo ocurrido con el PRI o el peronismo, que
involucionaron desde el poder hasta convertirse en opciones de las clases dominantes.
El camino opuesto siguió la revolución cubana. Chávez ha declarado varias veces su
admiración por ese segundo rumbo, pero no implementa las medidas de ruptura con el
capitalismo que se adoptaron en Cuba en los años 60.
En Venezuela se está procesando una transformación democrática radical de las
instituciones del estado. La estructura de este sistema no colapsó como en Nicaragua en
los 80, pero está muy presente la posibilidad de un giro revolucionario. Se equivocan
quienes piensan que «en Venezuela no pasa nada» o que Chávez repite el «libreto popu-
lista» al no comandar una revolución social. El volcán latinoamericano está en ebulli-
ción, en un país que articula la resistencia antiimperialista de la región. La formación de
nuevos sindicatos y la autoorganización popular en las misiones y los círculos boliva-
rianos indica que los protagonistas de un cambio radical ya están en movimiento.
109
GLOBALIZACIÓN Y UNIPOLARIDAD
El ascenso del nacionalismo y la centroizquierda han cambiado el clima intelec-
tual de Sudamérica. Ya no se discute solo cuánto avanzó el neoliberalismo, sino tam-
bién cómo puede ser enfrentado y derrotado. En este debate muchos reconocen que Lula
y Kirchner van por mal camino. Pero de esta constatación emerge otro interrogante: ¿Se
puede hacer otra cosa? ¿La globalización no obliga a la izquierda a replegarse? ¿La
ofensiva internacional del capital no limita las transformaciones posibles al marco anti-
liberal?5
Frecuentemente se argumenta que las transformaciones registradas en el capita-
lismo contemporáneo han trastocado por completo el escenario latinoamericano. Y son
evidentes los efectos de la revolución informática, la mundialización financiera, la in-
ternacionalización productiva o la transnacionalización del capital. Pero la pregunta
clave es cómo impactan estos cambios en la región. ¿Agravan o atenúan los problemas
históricos? ¿Potencian o disminuyen el subdesarrollo industrial, la dominación financie-
ra y la dependencia comercial?
La inusitada gravedad de las crisis padecidas en la última década ilustra en qué
lugar de la globalización ha quedado situada América Latina. El mismo proceso que
permitió la recuperación parcial de la tasa de ganancia en varios países desarrollados
precipitó una brutal polarización social de ingresos y una gran fractura entre economías
prósperas y devastadas. Ya es evidente que Latinoamérica sufre el triple impacto del
empobrecimiento, el desfinanciamiento y la primarización de sus exportaciones. ¿Pero
podría recuperar la región cierto margen de autonomía para revertir esta regresión?
Los teóricos de la centroizquierda y el nacionalismo responden positivamente y
proponen empujar el surgimiento de un modelo capitalista productivo, incluyente y re-
gionalmente integrado. Este proyecto solo computa los nichos que existen para gestar
nuevos negocios, sin registrar los desequilibrios que genera esa acumulación en la peri-
feria. Tampoco notan que el desenvolvimiento del capitalismo latinoamericano no es
suficiente para competir con los centros imperialistas, ni para repetir el curso seguido
por las grandes potencias.
Pero resulta además muy difícil dilucidar cuál es el espacio que efectivamente
existe para el modelo económico centroizquierdista, porque su implementación requeri-
ría ciertas decisiones antiimperialistas junto a la drástica ruptura con el patrón neolibe-
ral. Y como ninguno de esos gobiernos parece dispuesto a embarcarse por este rumbo,
el enigma del margen existente para erigir «otro capitalismo» permanece irresuelto. Los
nuevos presidentes simplemente debutan con proclamas antiliberales y luego perpetúan
el status quo. Por eso la radicalización anticapitalista y la perspectiva socialista consti-
tuyen la única certeza de bienestar y progreso. ¿Pero el aterrador poderío norteameri-
cano no descalifica esta opción?
Esta preponderancia estadounidense no es un dato nuevo en la zona que ha pa-
decido la carga histórica de conformar el «patio trasero» de la principal potencia. Todos
los intentos de emancipación nacional y social del siglo XX chocaron con esa domina-
ción. Y en más de una oportunidad se pudo doblegar a un enemigo que parecía invenci-
5
Estos temas se discuten entre otros textos en: Harnecker, Marta. «La izquierda latinoamericana y la
construcción de alternativas», Laberinto, número 6, junio de 2001; Harnecker, Marta. «Sobre la estrategia
de la izquierda en América Latina»; Harnecker, Marta. Venezuela. Una revolución sui generis, Conac,
Caracas, 2004; Petras, James. «Imperialismo y resistencia en Latinoamérica»; Petras, James. «La situa-
ción actual en América Latina»; Petras, James. Los intelectuales y la globalización, Abya-Yala, Quito,
2004; Ellner, Steve. «Leftist goals and debate in Latin America», Science and society, volumen 68,
número 1, verano de 2004.
110
ble. La permanencia de la revolución cubana al cabo de 40 años de invasiones, embar-
gos y conspiraciones ilustra este logro.
Es cierto que en la última década Estados Unidos reforzó su predominio militar
y recuperó su primacía económica o política. Pero no ejerce un liderazgo estable porque
sus rivales continúan actuando y los pueblos resisten su opresión. Lo sucedido en Irak
revela estos límites del poderío norteamericano. Los marines no han podido reducir al
país a un status colonial, ni tampoco lograron apropiarse del petróleo. Todavía habrá
que ver si Bush redobla la apuesta militar o recurre al auxilio europeo para negociar
algún compromiso en la región.
El alcance de las guerras preventivas que promueve Bush es terrorífico. Pero no
hay que aceptar la imagen victoriosa que los neoconservadores difunden de sí mismos.
Ese retrato oculta la gran brecha socio-cultural que genera la agresión derechista dentro
de Estados Unidos. La combinación de varios desequilibrios económicos (financiamien-
to internacional del déficit fiscal y comercial) y políticos (luchas nacionales contra los
atropellos imperialistas) desafía la unipolaridad estadounidense.
111
dictorio subrayar el repliegue de los oprimidos y presentar al mismo tiempo a esos re-
gímenes como ejemplos del avance popular. La primera afirmación no es coherente con
la segunda. En realidad correspondería señalar que Lula y Kirchner son variantes de una
dominación capitalista afectada por la pérdida de iniciativa patronal, que generó la crisis
del neoliberalismo.
EL GIRO LOCALISTA
Caracterizar que el ciclo revolucionario ha concluido conduce al apoyo de Lula
y Kirchner y al reforzamiento de una estrategia localista que jerarquiza la actividad mu-
nicipal. Algunos piensan que en este ámbito se puede prefigurar la democracia popular
que a escala nacional inhibe el sistema burgués. Esta visión apuntaló en Brasil y Uru-
guay los ensayos locales de la centroizquierda que precedieron al triunfo del PT y del
112
FA. Muchos supusieron que esas administraciones permitieron a la izquierda «superar
su horror a la gestión».
Pero la experiencia ha demostrado que esa aversión es un defecto menor frente a
la tentación de gobernar haciendo concesiones a los capitalistas. Desde la órbita muni-
cipal o estadual, el PT reforzó su integración al estado hasta convertirse en una burocra-
cia del establishment. El curso socioliberal de Lula fue preparado por esta asimilación.
Las recientes derrotas electorales de Sao Paulo y Porto Alegre confirman, además, que
al cabo de cierta frustración la ciudadanía sanciona a esas administraciones como a
cualquier otra.
Estos fracasos no invalidan la importancia de la lucha municipal, ni la conve-
niencia de conquistar intendencias. Al contrario, estos desafíos ocupan un gran lugar en
la construcción de la izquierda. Pero lo erróneo es suponer que en el municipio se reali-
zará lo que no se intenta a escala nacional. Conviene concebir a los avances locales co-
mo peldaños de la batalla por conquistar el estado para comenzar a erradicar el capita-
lismo.
La experiencia también indica que los obstáculos para introducir transformacio-
nes progresistas significativas son muy grandes a nivel municipal. Ninguna decisión
clave depende de las intendencias, porque los resortes del poder se manejan desde el
estado nacional. La burocracia central custodia los intereses de la clase dominante y
coloca límites muy rigurosos a cualquier iniciativa local que amenace esos privilegios.
En Latinoamérica los municipios se encuentran, además, agobiados por la falta de re-
cursos, los recortes presupuestarios y la estructura regresiva de los impuestos. Pero so-
bre todo es la propiedad capitalista lo que impone estrictas barreras al ejercicio de la
democracia municipal.
Para atenuar estas restricciones el PT introdujo el presupuesto participativo en
varias localidades. Estos mecanismos incentivaron el control popular y el aprendizaje
del autogobierno, pero no empalmaron con una práctica de lucha contra la clase domi-
nante. Por eso condujeron a la administración de la pobreza y no contuvieron la involu-
ción conservadora de Lula.
El reformismo municipal que se promueve en Latinoamérica fue aplicado por la
socialdemocracia en Europa durante décadas. Esta política completó la conversión de
luchadores en funcionarios y contribuyó a disolver las energías militantes de una gene-
ración. Los argumentos utilizados durante esas experiencias (en su variante original o
eurocomunista posterior) se repiten ahora sin grandes innovaciones: conquistar paulati-
namente reformas en el marco constitucional, crear consensos amplios, evitar choques
frontales con la burguesía y capturar posiciones dentro del estado para preparar una ba-
talla ulterior.
Pero este avance gradualista siempre chocó con dos obstáculos. Por un lado el
carácter convulsivo de la acumulación no brinda los respiros prolongados que se reque-
rirían para implementar esa estrategia. Por otra parte la irrupción periódica de las crisis
empuja a los capitalistas a resistir el otorgamiento de concesiones sociales. Estas barre-
ras sofocan la transformación reformista y agotan las expectativas populares. En esas
circunstancias los partidos tradicionales de la burguesía recuperan el gobierno si la
cooptación socialdemócrata no ha sido total, ni plenamente funcional al sistema.
ESCENARIOS Y DISYUNTIVAS
Cuando concluyan sus respectivos períodos de gracia, Lula y Kirchner deberán
afrontar las turbulencias de una región signada por la desigualdad social, el padrinazgo
imperialista y la vulnerabilidad económica.
113
Estas tensiones pueden agravarse si la presión comercial de las corporaciones
norteamericanas desemboca en menores aranceles y nuevas privatizaciones. La sustrac-
ción de recursos que genera el pago de la deuda externa agrega un componente de ma-
yor conmoción a este cuadro, porque cualquier malestar financiero internacional tiende
a resucitar la fuga de capitales y las conmociones cambiarias.
Pero el ingrediente más explosivo que amenaza la zona es la militarización que
promueve Bush, al multiplicar el número de bases y transferir poderes de intervención a
los comandos regionales. Que haya elegido inaugurar su segundo mandato con abrazos
a Uribe anticipa el protagonismo que mantendrá el Pentágono en Sudamérica. Los nue-
vos presidentes tratan de atemperar el impacto corrosivo de las presiones imperialistas
con declaraciones y maniobras. Pero les ha tocado actuar en un contexto dominado por
la derechización de la elite gobernante norteamericana.
Con distinto grado de intensidad las esperanzas que han despertado Lula, Kirch-
ner se mantienen vivas en amplios sectores de la población. Lidiar con estas ilusiones
exige adecuar las tácticas de la izquierda a circunstancias muy diversas. Pero acompañar
las expectativas populares no es lo mismo que propiciarlas. Decir la verdad ―aunque
duela― es un deber de todos los socialistas, incluso frente a la actitud de apoyo a los
presidentes de centroizquierda que expresan Chávez y Fidel.
Estos pronunciamientos carecen de contrapartida, porque Kirchner y Lula no
aplauden la revolución cubana, ni saludan la movilización contra la derecha en Vene-
zuela. Ninguno de los dos quiere enemistarse con el Departamento de Estado. En cam-
bio, Fidel y Chávez elogian a los nuevos gobiernos para evitar el aislamiento y contra-
rrestar las campañas imperialistas. Pero confunden la acción diplomática con un sostén
político innecesario y contraproducente para las organizaciones de Brasil y Argentina.
La izquierda no debe repetir los errores del pasado, subordinando su acción a compro-
misos interestatales de política exterior. Ya fueron muchas las capitulaciones que se
cometieron alegando la defensa de la Unión Soviética.
La izquierda sudamericana afronta serias disyuntivas. Lo central es reafirmar su
terreno de acción junto a los oprimidos, sin involucrarse en las preocupaciones de los
empresarios. El desafío es renovar el proyecto socialista y no discutir que tipo de capita-
lismo le conviene a cada país. Siguiendo esta segunda agenda varios líderes proponen
«democratizar el capital», «lograr rentabilidad en serio» e inducir a los «burgueses a
cumplir su función». Este mismo rumbo se enuncia a veces con fórmulas más vagas
(«gestar algo nuevo», «desarrollar políticas diferentes», «crear una sociedad para to-
dos»). Pero en ambos casos la izquierda abandona su identidad y renuncia a sus bande-
ras de igualdad y emancipación. Por este camino la izquierda sepulta su futuro.
No hay que perder de vista el cambio de etapa. Muchos jóvenes ingresan a la vi-
da política admirando el legado revolucionario de la generación precedente. Pero tam-
bién observan como parte de esa camada se asimiló al establishment y se resigna ante el
dominio de los poderosos. El rumbo para recuperar la herencia de los 70 es más firme-
za, convicción y valentía.
Febrero de 2005
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116
― CAPÍTULO 7 ―
EL LABORATORIO ARGENTINO
La sublevación popular del 2001-03 en Argentina fue una experiencia particu-
larmente relevante para los autonomistas porque interpretaron que su proyecto comen-
zaba a plasmarse en los organismos surgidos durante esa rebelión. Presentaron a las
asambleas barriales y a los piquetes como ejemplos de la nueva autoorganización eman-
cipatoria y extendieron esta valoración a los clubes de truque, las fábricas recuperadas y
los colectivos contraculturales4.
Pero la irrupción de estos ensayos de construcción popular no impidió que el
viejo sistema político se reconstituyera en tiempo récord. La recomposición burguesa
1
Zibechi, Raúl. Genealogía de la revuelta, Letra Libre, Buenos Aires, 2003.
2
Negri, Antonio y Hardt, Michael. Imperio, Paidós, Buenos Aires, 2002.
3
Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder, Herramienta - Universidad Autónoma de Puebla,
Buenos Aires, 2002.
4
«Del deseo a la realidad» (editorial), El Rodaballo, número 15, invierno de 2004, Buenos Aires.
117
debilitó a las asambleas y a los piquetes y atenuó la expectativa en un desenvolvimiento
imparable de la acción popular. Las clases dominantes desactivaron la demanda demo-
crática inmediata («Que se vayan todos») a través de un encauce institucional que la
revuelta no logró contrarrestar.
Los autonomistas no registran que los opresores aprovecharon las limitaciones
de una sublevación aguerrida, pero carente de organización, liderazgo y conciencia po-
pular. Más bien celebran estas dificultades como un signo de frescura del levantamiento
(«una fiesta sin programa, ni objetivos»).
Las asambleas surgieron cuando el agrietamiento de las instituciones transformó
la propaganda neoliberal contra los políticos y la representación, en una radicalizada
movilización contra todo el régimen. Canalizaron la participación popular en los mo-
mentos de mayor sublevación, pero decayeron cuando la clase dominante recuperó las
riendas del sistema. Muchos autonomistas omiten este balance, olvidando que los opri-
midos no pueden construir una alternativa emancipatoria si no desarrollan un proyecto
político propio. No le asignan relevancia a este obstáculo, porque consideran que los
movimientos sociales tienden a construir una nueva sociedad bajo el impulso espontá-
neo de la rebelión5.
Esta visión se extiende a la caracterización de los piqueteros como gestores de
formas paralelas de organización social. Muchos autonomistas los observan como cons-
tructores de circuitos políticos y económicos alternativos y por eso interpretan que los
piqueteros «no quieren ser obreros, ni ciudadanos»6.
Pero la experiencia de los últimos años no corrobora esta caracterización. Los
piqueteros siempre buscaron confluir con el resto de los oprimidos y generalizaron las
marchas a los centros de la ciudad para evitar su reclusión en localidades aisladas.
Es falso suponer que los piqueteros no quieren volver al trabajo formal o que
han construido su identidad en oposición a lo operarios. Esta creencia choca con el sen-
tido de las demandas y las acciones de los desempleados. Siempre reclamaron subsidios
de supervivencia y reinserción laboral. En sus movilizaciones demandan trabajo ge-
nuino y salarios dignos.
Durante la rebelión popular florecieron muchas variedades de la organización
económica propuesta por el autonomismo. De estas opciones, los clubes de trueque fue-
ron particularmente efímeros porque retrotraían el comercio a formas primitivas. El
trueque solo perduró bajo el impacto coyuntural de la devaluación y a la emisión de
monedas provinciales y se diluyó con la reconstitución de la circulación de las mercan-
cías.
El fervor que despertaron otros emprendimientos también tiende a disminuir ba-
jo el efecto de la reactivación económica. La presión competitiva del entorno capitalista
afecta especialmente a los talleres autogestionados. Algunos autonomistas perdieron de
vista el carácter defensivo de estos organismos, que emergieron con fines de supervi-
vencia en el cenit de la crisis. Como el principal objetivo de estas iniciativas era conser-
var alguna fuente de ingresos en medio de la catástrofe comenzaron a decaer al concluir
la depresión.
Pero muchas panaderías, comedores y huertas persisten porque fueron creacio-
nes de la lucha popular. Se gestaron sin apoyo oficial y con el sostén exclusivo de la
comunidad. Ya forman parte de la tradición de resistencia porque demostraron que los
desocupados no son holgazanes y seguramente podrían apuntalar el desarrollo de un
5
Un ejemplo de esta visión es: Adamovsky, Ezequiel. «El movimiento asambleario en la Argentina», El
Rodaballo, número 15, invierno de 2004.
6
Zibechi, Raúl. «¿Qué hay de común entre piqueteros y zapatistas?», Correspondencia de Prensa, 1015,
18/12/04
118
programa popular de recuperación económica. Pero no generan empleo en gran escala,
ni proveen ingresos al grueso de la población y esta limitación es ignorada por muchos
autonomistas.
Las empresas recuperadas constituyen otro logro mayor de la rebelión. Libraron
una dura batalla contra los jueces, gobiernos y ex propietarios que intentaron desalojar-
las o asfixiarlas económicamente. Sobrevivieron a la represión, a los atropellos judicia-
les y al ahogo financiero, ilustrando como se pueden gestionar las empresas sin la pre-
sencia de los patrones.
Pero ciertos autonomistas olvidan que estas compañías operan en un reducido
segmento del universo laboral y no deben ser idealizadas. Omiten las dificultades crea-
das por la presión del gobierno para convertirlas en pequeñas firmas capitalistas. Las
empresas recuperadas pueden desarrollarse y apuntalar un proyecto emancipatorio. Pero
es equivocado concebirlas como islotes libertarios dentro del universo capitalista.
EL IMAGINARIO REGIONAL
Los autonomistas extienden su visión romántica de la rebelión de Argentina al
conjunto de los movimientos sociales de Latinoamérica. Con esta proyección frecuen-
temente ignoran las dificultades de esas organizaciones para trasladar sus reivindicacio-
nes al plano político.
Los autonomistas eluden discutir porque los representantes de las clases domi-
nantes se apropian del esfuerzo de muchos movimientos populares. No asignan impor-
tancia a los escollos que afrontan los indigenistas de Ecuador, los asentados de Brasil o
los cocaleros de Bolivia frente a las traiciones, giros neoliberales y agresiones derechis-
tas de los gobiernos surgidos de sus revueltas. Difunden una imagen idílica de los mo-
vimientos sociales, suponiendo que estos agrupamientos avanzan saltando todos los
obstáculos.
Los autonomistas confían en la suficiencia de la lucha social y descalifican la
necesidad de un proyecto político socialista de los oprimidos. Consideran que la expe-
riencia acumulada en la acción popular conduce a la maduración espontánea de los sen-
timientos anticapitalistas de la población7.
Pero si fuera tan sencillo el MST de Brasil no se vería obligado a lidiar con la
decepción creada por Lula y los piqueteros no se habrían fracturado frente a las manio-
bras de cooptación que instrumenta Kirchner. Tampoco el zapatismo se vería obligado a
intervenir en la crisis desatada por el intento de proscripción de Lopez Obrador.
La imagen autonomista del zapatismo como un emergente espontáneo de la lu-
cha indigenista no toma en cuenta la intensa preparación de una fuerza, que tardó diez
años en salir a la superficie con acciones guerrilleras que exigían entrenamiento y traba-
jo político previo. Los zapatistas han reclamado el reconocimiento legal de los derechos
de los pueblos indígenas, enfrentando el cerco represivo y desenmascarando las trampas
del gobierno.
En ningún caso la experiencia o la identidad forjada en la lucha han bastado para
resolver dilemas políticos de Latinoamérica. Las repuestas no surgen de la dinámica
auto-generada por cada movimiento. Para hacer frente al aceitado dispositivo de domi-
nación que manejan los opresores, las organizaciones populares necesitan apuntalar la
conciencia antiliberal, antiimperialista y anticapitalista de los oprimidos. Los capitalis-
tas acumulan siglos de experiencia en engaños y represión y ese adiestramiento no pue-
de simplemente contrarrestado con la acción espontánea desde abajo.
7
Zibechi, Raúl. Genealogía de la revuelta… (capítulo 4).
119
IDENTIDADES, NACIONES Y CONCIENCIA
Al presentar a las Madres de Plaza de Mayo, los piqueteros, los asentados, los
indigenistas y los zapatistas como expresiones de un mismo proyecto, algunos autono-
mistas recurren a una homogenización forzada8. Olvidan que el contexto, las tradiciones
y las demandas en juego diferencian la acción de estos agrupamientos.
La presentación de los piqueteros como «zapatistas urbanos» es por ejemplo
equivocada, ya que reclamar trabajo genuino no es lo mismo que bregar por el recono-
cimiento de los derechos indígenas. Ambas reivindicaciones se distinguen a su vez de la
exigencia de justicia contra la impunidad o del pedido de tierras para el cultivo coopera-
tivo. En un sentido general todas las demandas populares presentan aspectos semejantes
y aristas convergentes, pero al mismo tiempo expresan la historia específica de cada
país y responden a condiciones políticas muy diferenciadas.
El autonomismo reivindica correctamente el uso de la acción directa como un
rasgo de los nuevos agrupamientos de lucha. Pero no observa que complementan la uti-
lización de este recurso con legítimas negociaciones y maniobras. Estos movimientos
valoran el sentido de comunidad y apuntalan los principios de solidaridad, pero esta
conducta se encuentra incorporada a todas las acciones colectivas de las clases oprimi-
das. Lo novedoso solamente radica en como se renueva esa tradición.
Todos los integrantes de los movimientos sociales detentan la misma condición
de explotados u oprimidos por el capitalismo. Pero no comparten una identidad común.
Esta pertenencia —que deriva de la forma en que se conciben a sí mismos— es un pro-
ducto singular de cada lucha y emerge de la resistencia contra determinados atropellos
(pérdida del empleo, carencia de tierra, humillación étnica). En estas movilizaciones se
generan articulaciones sociales también peculiares (desocupado, asentado, indio, vícti-
ma de la represión) que el autonomismo amalgama bajo un denominador común.
Cada movimiento social presenta una vinculación con tradiciones nacionales que
el autonomismo tiende también a soslayar. No logran reconocer estas peculiaridades
porque frecuentemente estiman que «la lucha anticapitalista no se puede abordar en
términos nacionales»9. Algunos incluso consideran que «el capitalismo aprendió a su-
perar las fronteras nacionales» o que es «estúpido» concebir la resistencia con los mol-
des de la «izquierda localista»10. Este enfoque conduce a al transnacionalismo abstracto.
Algunos teóricos incluso suponen que la expansión global del capital ha instaurado en-
laces mundiales entre los oprimidos y que las reivindicaciones nacionales de la periferia
son obsoletas11.
Esta visión choca con el sesgo antiimperialista que caracteriza a las demandas de
todos los movimientos de lucha en América Latina. Este cariz es particularmente visible
en una región que padece los dramáticos efectos de la dependencia comercial, las trans-
ferencias financieras hacia el exterior, el subdesarrollo industrial y la depredación de los
recursos naturales.
Al desconectar la resistencia popular de sus raíces nacionales se tiende a ver «lu-
chas horizontales» y uniformes donde predomina la heterogeneidad. Si las turbulencias
sociales de los últimos años han sido tan desiguales y discontinuas es porque se ajustan
8
Zibechi, Raúl. Genealogía de la revuelta… (capítulos 1, 2, 3, 4 y 6).
9
Holloway, John. «La renovada actualidad de la crítica», Herramienta, número 22, otoño de 2003.
10
Negri, Antonio y Hardt, Michael. Imperio… (capítulo 3); Negri, Antonio. «Entrevista», Revista Ñ (Cla-
rín), 28/08/04.
11
Hirsch, Joachim. «Adiós a la política», Viento del Sur, número 17, agosto de 2000, México.
120
a la historia singular de cada pueblo y reflejan la intensidad regional diferente de cada
crisis capitalista.
Esta diversidad realza la relevancia de las cuestiones políticas que muchos auto-
nomistas diluyen en la lucha social12. Olvidan que los proyectos de emancipación no
brotan espontáneamente, sino que requieren programas específicos, enlaces entre
reivindicaciones mínimas y máximas y estrategias de poder frente a las grandes crisis.
Esta necesidad volvió a verificarse en las rebeliones que condujeron a la caída de
los presidentes neoliberales en Argentina, Ecuador, Bolivia o Perú, sin generar un re-
emplazo popular. La construcción de esa alternativa exige conciencia política y madura-
ción ideológica de las clases dominadas, porque los valores de solidaridad que emergen
en la acción reivindicativa no alcanzan para derrotar a los opresores. Estos sentimientos
de cooperación quedan sujetos al vaivén de la lucha y coexisten con presiones opuestas
hacia la adaptación conformista.
Por eso los avances en la organización popular surgidos de la movilización so-
cial no perduran espontáneamente durante los reflujos. En esos períodos coexisten las
secuelas de la resistencia con su neutralización. Si los trabajadores no desarrollan una
política socialista ambos procesos perduran sin amenazar la supervivencia del capita-
lismo.
12
Zibechi, Raúl. Genealogía de la revuelta… (capítulos 2, 4 y 7).
13
Colectivo Contrapoder. «Somos autonomistas, pero somos más que eso», Herramienta, número 26,
julio 2004.
14
Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder… (capítulos 4 y 5).
121
Muchos autonomistas ponderan más los ensayos de vida comunitaria que la acti-
vidad política sistemática. Valoran las vivencias del presente y prestan poca atención a
las lecciones de cada lucha. Por eso desestiman la historia y hasta postulan la inutilidad
de la memoria popular.
Holloway15 teoriza esta hostilidad al identificar la historia con «discusiones in-
terminables y aburridas» o con una «coartada para no pensar». Incluso convoca a «es-
cupir la historia para pensar el presente» y propone «no hacer monumentos». Llama a
«destrozar los monstruos que hemos creado», argumentando que la «revolución nos
toca a nosotros y no a los muertos o a quienes no han nacido». ¿Pero «escupir la histo-
ria» no es contradictorio con reivindicar el emblema zapatista, que sintetiza un siglo de
luchas campesinas?
Holloway observa el pasado como una abyección sin notar que esa fobia condu-
ce a sepultar todas las tradiciones de los oprimidos. Si las clases populares pierden las
huellas de su resistencia quedan sin historia y son atrapadas por el universo ideológico
de los dominadores. Los explotados necesitan recordar sus victorias y derrotas porque el
presentismo absoluto conduce a eternizar al capitalismo. Si «escupen su historia» des-
truyen la herencia que los habilita para afrontar los desafíos actuales.
EXCLUIDOS E INCLUIDOS
La tajante separación entre incluidos y excluidos es otro ejemplo de una descali-
ficación de tradiciones de lucha, en este caso compartidas por ambos sectores. Muchos
autonomistas identifican al primer conglomerado con posturas conservadoras y al se-
gundo con actitudes liberadoras. En la Argentina este contraste apareció por ejemplo en
la descripción de los piqueteros como «indios de la sociedad industrial», que se rebelan
frente a la pasividad de los trabajadores ocupados.
Esta visión observa fracturas donde hay continuidades porque el método del pi-
quete (cortar la ruta, barricadas) proviene de las huelgas y fue aplicado por dirigentes de
los desocupados con gran experiencia sindical. Ese adiestramiento explica por qué sur-
gió un movimiento tan pujante de desempleados organizados y porque los sindicatos
retoman el piquete en su actual lucha salarial. Los desempleados, precarizados y obreros
industriales comparten una historia de movilización, que no desapareció con la pérdida
del empleo o la informalización.
Muchos autonomistas tienden a reivindicar a los excluidos de Latinoamérica
como sujeto social diferenciado de la clase trabajadora. Algunos realzan esta distinción
porque interpretan que la izquierda despreció a los campesinos y a los desocupados16.
Otros consideran que «la rebelión desde los márgenes» se desenvuelve con estilos muy
diferentes al movimiento obrero clásico17.
El punto de partida de esta evaluación es subrayar cómo la desindustrialización
modifica la configuración clasista de la región, desplazando los conflictos hacia áreas
rurales o urbano-marginales. Los autonomistas también resaltan el despertar de los pue-
blos indígenas y la irrupción de una nueva generación desplazada del trabajo formal.
Estas caracterizaciones registran adecuadamente los brutales cambios que pro-
vocó la apertura importadora, la capitalización del agro, la amputación de numerosas
industrias y el retroceso en el mercado mundial. Pero del reconocimiento de estas trans-
15
Holloway, John. «Eso no es democracia, sino revolución», Herramienta, número 23, invierno de 2003;
Holloway, John. «Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos», Herramienta, número
24, primavera-verano de 2003-2004.
16
Zibechi, Raúl. Genealogía de la revuelta… (capítulos 1 y 4).
17
Ouviña, Hernán. «Zapatistas, piqueteros y sin tierra», Cuadernos del Sur, número 37, mayo de 2004.
122
formaciones no se deduce la vigencia de un cambio radical de protagonistas en la batalla
social. Los autonomistas no observan que el mapa de la resistencia en Latinoamérica es
muy diverso y diferenciado. La gravitación rural en las regiones andinas coexiste con la
preeminencia de los asalariados urbanos en el Cono Sur y con la presencia relevante de
los empleados públicos en todos los países.
Lo más significativo de este proceso es la mixtura de tradiciones entre sujetos
sociales que comparten sus métodos de lucha. Al resaltar el papel de los excluidos en
desmedro de los trabajadores formales se diluye esta multiplicidad y convergencia.
Muchos autonomistas utilizan el término de excluido para describir la situación
de los desocupados y asalariados informales. Pero también recurren a esta denomina-
ción para clasificar a los precarizados fuera de la clase trabajadora. Esta visión implíci-
tamente reduce el proletariado a los obreros industriales. Olvida que los informales for-
man parte de una clase social explotada a la que pertenecen todos los asalariados que
viven de su trabajo. Al visualizar a los excluidos como sujetos sociales diferenciados se
tiende a minimizar sus afinidades con el conjunto de la población laboriosa.
Esa separación diluye además la gravitación que tienen los trabajadores ocupa-
dos en los sectores más estratégicos de la economía. Las acciones de este segmento gol-
pean más frontalmente los cimientos de la dominación, porque afectan directamente las
ganancias vitales de los capitalistas. En cambio otras resistencias populares que tienen
menor impacto sobre esos resortes pueden ser neutralizadas con mayor facilidad. Por
eso las huelgas en el transporte, los bancos o en ciertas fábricas tienen efectos superio-
res a las protestas de los desempleados o los trabajadores informales. Esta distinción
difiere en cada época y país, pero constituye un rasgo clave del capitalismo. Por eso la
derrota de las clases dominantes exige una participación decisiva de la clase trabajadora
ocupada.
Los autonomistas magnifican el papel de los excluidos en desmedro de los asala-
riados tradicionales, porque atribuyen mayor peso a las relaciones de dominación que a
las formas de explotación. Pierden de vista que el centro neurálgico de la reproducción
capitalista se ubica en la extracción de plusvalía. Por esta razón tienden a retomar cier-
tas nociones del posindustrialismo e interpretan el repliegue del movimiento obrero tra-
dicional como un síntoma de la declinación estructural del trabajo. Olvidan que cual-
quiera sea la deslocalización o los cambios en el proceso laboral, sin asalariados explo-
tados el capitalismo dejaría de existir y en ese escenario perderían sentido todos los de-
bates que ha planteado el autonomismo.
123
Es indudable que la autoorganización cumple un rol decisivo en cualquier irrup-
ción popular, pero la experiencia indica que esa intervención decae en los períodos de
reflujo. Por eso resulta necesaria la organización popular estable, continua y apuntalada
por formas de representación indirecta. Solo a pequeña escala local pueden soslayarse
esas mediaciones.
El funcionamiento de la economía contemporánea y la complejidad de las dis-
yuntivas políticas que afronta la sociedad actual exigen recurrir a la delegación y al uso
de instrumentos legislativos. Las distintas formas de la democracia directa que propone
el autonomismo solo podrían contribuir de manera complementaria a la organización de
la sociedad en un proceso de construcción socialista20.
El autonomismo contrapone la ampliación de las formas comunales a las institu-
ciones del régimen burgués. Por eso habitualmente se opone a participar en las eleccio-
nes, concurre a desgano a ciertos comicios y solo interviene explícitamente cuando per-
cibe una grave amenaza derechista21. Pero en estos casos no sostiene a los candidatos
del movimiento social, sino a los exponentes del «mal menor» del mismo régimen opre-
sor. Este antielectoralismo desconoce el rol que juegan los comicios en el adiestramien-
to para la creación futura de una verdadera democracia en un gobierno de los trabajado-
res.
Holloway22 tiene razón al denunciar que bajo el capitalismo la igualdad ciudada-
na formal encubre la desigualdad social real. Pero constatar esta contradicción constitu-
ye apenas un punto de partida. La dominación que ejercen los banqueros y empresarios
no desaparece, ni se debilita ignorando el impacto que tienen las elecciones sobre la
mayoría popular. En casi todos los países de Europa y América la población se encuen-
tra capturada por los mecanismos de la dominación burguesa. Por eso en lugar de igno-
rar este efecto conviene buscar caminos para emancipar a los oprimidos de esa influen-
cia.
Con su abstención los autonomistas permiten a las clases dominantes maniobrar
sin contrincantes. Esta deserción es particularmente contraproducente en Latinoamérica,
porque aquí los opresores se han desembarazado de las dictaduras ineptas y utilizan las
elecciones para encubrir la desigualdad social, descomprimir las rebeliones y reempla-
zar a los presidentes.
El impacto creado por los nuevos gobiernos nacionalistas y de centroizquierda
ilustra como el abandono de la arena electoral tiene significativas consecuencias dentro
de las propias filas autonomistas. El efecto de estas administraciones se verifica incluso
en las figuras más emblemáticas del autonomismo. Mientras que Holloway cuestiona a
los nuevos mandatarios, Negri elogia al presidente argentino y Hardt al brasileño 23 .
También en la Argentina los autonomistas se han dividido: algunos observan a Kirchner
como exponente de la rebelión del 2001 y otros como su enterrador.
HERMANDAD O MILITANCIA
20
Hemos discutido este problema en: Katz, Claudio. El porvenir del socialismo, Herramienta - Imago
Mundi, Buenos Aires, 2004 (capítulo 5).
21
La decisión de varios líderes autonomistas de apoyar a Kerry contra Bush es un ejemplo reciente de
esta actitud.
22
Holloway, John. «Eso no es democracia, sino revolución»…
23
«El gobierno de Kirchner corresponde a un pasaje positivo para la prosecución constituyente de la
situación argentina», en: Negri, Toni. «Con Kirchner y Lula el Cono Sur mejoró», Página 12, 19/10/03;
«El viaje de Lula a Davos ha sido positivo, y puede ayudar… Lula tiene poder para modificar la agenda»
de Davos, en: Hardt, Michael. «Lula tem poder para mudar a agenda», O Globo, 30/01/05.
124
Ciertos autores autonomistas contraponen la organización blanda y flexible de
los movimientos sociales con la estructura verticalista que observan en la izquierda ra-
dical. Establecen un contrapunto entre el rol integrador de las comunidades cristianas de
base y la despreocupación de la izquierda militante por los vínculos personales. Resca-
tan el papel de los afectos y atribuyen mayor relevancia a la hermandad entre los indivi-
duos que la solidaridad de clase entre los oprimidos24.
Pero este contraste describe una oposición entre dos esteriotipos: el militante au-
toritario versus el activista sensible. Ubica al dogmatismo en la izquierda y a la solidari-
dad en los movimientos sociales, situando las convicciones ideológicas en el primer
campo y los impulsos éticos en el segundo. Este esquema de tipos ideales no se verifi-
can en ningún lado. Ni los militantes de izquierda son tan calculadores, ni los autoges-
tionarios son tan amigables. Reflexiones racionales y motivaciones éticas se combinan
siempre en los dos grupos porque participan en la resistencia de los oprimidos.
Recuperar la dimensión afectiva de la lucha social constituye una preocupación
central de todos los autores autonomistas25. Abogan por retomar la preeminencia de la
mirada introspectiva, pero centrando la expectativa de esta transformación en el desarro-
llo de pequeñas comunidades independizadas del entorno capitalista. Los autonomistas
convocan acertadamente a cambiar la subjetividad de los individuos sin resignarse a
esperar la maduración del «hombre nuevo socialista». Pero no toman en cuenta las difi-
cultades para consumar esa mutación en colectividades insertas dentro del capitalismo.
Algunos autonomistas son particularmente críticos con la izquierda radical por-
que le atribuyen la pretensión de imponer forzosamente sus ideas a los movimientos
sociales. Objetan el autoritarismo que observan en muchas organizaciones. Pero tam-
bién suponen que sus propias ideas convergen naturalmente con la idiosincrasia popu-
lar. Olvidan que no existen concepciones instintivamente amoldadas a los habitantes de
cada comunidad. Lo que habitualmente emerge como el «sentido común» es solo una
ideología de la clase dominante, tan hostil al socialismo como al proyecto libertario.
Otros objetores de la izquierda radical cuestionan la concepción leninista de
construir sólidas organizaciones políticas orientadas a promover la conciencia socialista.
Consideran que esta estrategia desprecia la capacidad autoempancipatoria de los traba-
jadores y también conduce al totalitarismo stalinista26.
Esta apreciación distorsiona la tesis de Lenin que proponía construir organiza-
ciones estables para facilitar el salto de la lucha social hacia la acción política de los
trabajadores. El líder bolchevique también enfatizaba el rol de este agrupamiento para
confrontar con poderosos enemigos. En las condiciones de lucha clandestina contra el
zarismo promovía la organización rigurosa, pero nunca auspició un modelo universal de
acción revolucionaria. Siempre alentó la adaptación de las formas de organización a la
realidad política cambiante (profesionalidad en ciertos períodos y flexibilidad en otros).
Presentar a Lenin como un precursor de masacres es una caricatura liberal. Si se
interpreta que cualquier disciplina desemboca en el terror habría que objetar toda forma
de estructuración colectiva, incluyendo las que adoptan los movimientos sociales que
aprueban los autonomistas.
Reconocer esta importancia de la organización no implica ignorar que la auto-
proclamación y el culto al partido son deformaciones aún vigentes de muchos agrupa-
24
Zibechi, Raúl. Genealogía de la revuelta… (capítulos 2, 3, 4 y 5).
25
Este es el sentido por ejemplo de la convocatoria de Holloway a realizar el «hacer humano basado en la
amistad y el amor», en Holloway, John. «Nunca fue tan obvio que el capitalismo es un desastre», Conver-
gencia socialista, número 16, junio-julio 2002; Holloway, John. «Entrevista», Página 12, 29/09/02.
26
Bonefeld, Werner. «Estado, revolución y autodeterminación», Cuadernos del Sur, número 34, noviem-
bre de 2002.
125
mientos de izquierda. Este vanguardismo sustituye con recetas preconcebidas el proceso
de construcción de una alternativa socialista. Pero el paternalismo no es un defecto ex-
clusivo de la izquierda, sino un rasgo habitual en formaciones políticas de distinta ex-
tracción. La peculiaridad de los militantes socialistas es su compromiso con la lucha por
construir una sociedad sin explotadores, ni explotados. La hostilidad hacia la izquierda
radical de los autonomistas que comparten este objetivo emancipatorio carece de justifi-
cación27.
27
En el caso argentino el hostigamiento a la izquierda alcanza niveles asombrosos. Algunos desconocen
que a esta corriente se le puede objetar incapacidad para convertirse en una alternativa popular mayorita-
ria, pero no culpabilidad por la catástrofe que soporta el país. Aquí radica una distinción con el resto del
espectro político que los críticos ―como Tarcus― suelen desconocer. Es falso comparar a la izquierda
con las sectas religiosas, porque la expectativa en salvaciones celestiales es la antítesis de la batalla coti-
diana por los derechos de los trabajadores. Este compromiso distingue a la izquierda militante de cual-
quier secta, incluso cuando adoptan políticas sectarias: Tarcus, Horacio. «La lenta agonía de la vieja iz-
quierda», El Rodaballo, número 15, invierno de 2004.
28
«Hay que cambiar el mundo sin tomar el poder. ¿Cómo hacerlo? No lo sabemos… Al final de este libro
no se responde… (porque)… no saber es parte del proceso revolucionario», en: Holloway, John. Cambiar
el mundo sin tomar el poder… (capítulos 3 y 11).
29
Holloway, John. «El árbol de la vida», Herramienta, número 24, primavera-verano de 2003-2004.
126
para extinguirlo progresivamente al cabo de un proceso de transición socialista y esta
transformación necesariamente debería comenzar por el establecimiento de un nuevo
estado administrado por la mayoría popular.
La propuesta de cambiar el mundo sin tomar el poder descalifica un camino sin
indicar otro. Por eso transmite una amarga sensación de impotencia. Reivindica la insu-
bordinación y la rebeldía, pero nunca sugiere cómo triunfar en la dura batalla contra la
opresión.
REFORMISTAS Y REVOLUCIONARIOS
Prescindir del estado para transformar la sociedad es un proyecto particularmen-
te irrealizable en Latinoamérica. Sin la mediación estatal no habría forma de suspender
los pagos de la deuda externa, aumentar los gastos sociales, redistribuir los ingresos,
introducir impuestos progresivos, modificar los convenios arancelarios o recuperar la
propiedad pública de las empresas estratégicas.
Los autonomistas eluden esta conclusión y también soslayan el rol central que
cumple el estado en la organización de la dominación capitalista y en la desorganización
de la resistencia popular. Las clases opresoras son plenamente concientes de la centrali-
dad del estado y no conciben resignar su control de ese aparato, porque saben que sus
privilegios dependen de ese manejo. Jamás lo entregarán a quienes postulan olvidarse
de esa institución. Incluso los neoliberales coinciden con este acérrimo estatismo. Nun-
ca desguazaron a esa institución, sino que modificaron sus funciones para multiplicar
los subsidios a los empresarios en desmedro de los gastos sociales.
Holloway30 descalifica cualquier estrategia de transformación social que incluya
al estado y por eso considera equivalentes los más variados programas de cambio, re-
forma, reemplazo o destrucción de esa institución. No observa ninguna diferencia entre
la estrategia postulada por los reformistas (Bernstein) y el proyecto planteado por los
revolucionarios (Luxemburgo). ¿Pero es lo mismo convalidar que desafiar al sistema
burgués? ¿Es equivalente perpetuar a ese régimen que promover su erradicación?
Durante un siglo la socialdemocracia ha reforzado el estado capitalista, mientras
que los revolucionarios lucharon contra ese organismo (Luxemburgo, Gramsci) y logra-
ron sustituirlo (Lenin) aunque sin poder avanzar en su disolución (Trotsky). Si estas
diferencias son irrelevantes: ¿Cuáles son las discrepancias significativas en la acción
política?
Los dos bandos que Holloway considera idénticamente estatistas jamás coinci-
dieron en el rumbo elegido para obtener las reformas que inaugurarían un sendero de
mayores conquistas. Mientras que los reformistas postulan la negociación institucional,
los revolucionarios apuestan a la movilización popular. Las consecuencias de estas di-
vergencias son abismales.
Los revolucionarios impulsan las demandas populares con métodos anticapitalis-
tas para enlazar las reivindicaciones sociales básicas con un proyecto socialista, que
podría comenzar a aplicarse bajo el impacto de grandes crisis. Esta alternativa, que no
figura en ningún proyecto reformista (y tampoco en el horizonte autonomista), es la
brújula de cualquier intento serio de cambiar la sociedad.
30
Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder… (capítulo 2).
127
Los autonomistas rechazan tomar el poder, pero no objetan acechar paulatina-
mente al estado a través de ciertos organismos de autoorganización popular que definen
de forma muy vaga. Proponen forjar «contrapoderes territoriales» para comenzar a eri-
gir una nueva sociedad, a fin de estimular un «antipoder» opuesto a las estructurales
estatales31.
Pero cualquiera sea la modalidad concreta que adopten esas organizaciones
siempre actuarían dentro del sistema capitalista y se verían obligadas a negociar con los
funcionarios que tanto cuestionan. Y en ese momento trastabillaría la expectativa de
eludir al estado.
Lo que nunca aclaran los autonomistas es cómo convalidarían las conquistas que
se materializan en leyes, decretos o disposiciones oficiales. Todos los militantes involu-
crados en la lucha conocen por experiencia la inconveniencia de despreciar estos logros
que la clase dominante otorga concesiones bajo la presión popular.
El autonomismo radical cuestiona con acertada severidad la adaptación de la
centroizquierda al status quo. Objeta los compromisos de Lula, Kirchner o Tabaré con
el establishment. Pero no registra que su propuesta de gestar contrapoderes enfrentaría
los mismos problemas. Tarde o temprano, la autogestión y los bolsones de resistencia
territorial deberían definir si preservan o derrocan al capitalismo. La centroizquierda no
considera esa posibilidad y el autonomismo evita abordarla. Si se mantiene fiel a su
principio de no tomar el poder, dejará al estado en manos de los opresores y su proyecto
encontrará un techo infranqueable.
Esta disyuntiva es muy conocida por todos los movimientos revolucionarios que
alguna vez desafiaron seriamente a la clase dominante. Su dilema nunca fue conquistar
o no el estado sino encontrar la vía para concretar ese objetivo. Muchas veces el debate
sobre las ventajas y desventajas de tomar el poder disimula la persistencia de esa difi-
cultad.
Al declarar la inexistencia del problema muchos autonomistas tienden a repro-
ducir la práctica reformista con lenguaje contestatario. Por renunciar a un proyecto de
poder terminan cooptados por las instituciones del régimen.
Los socialdemócratas proponen modificar paulatinamente el capitalismo sin re-
mover los pilares económicos (propiedad) y políticos (estado) de ese régimen social.
Los autonomistas auspician desenvolver este mismo cambio fuera de esas instituciones.
Pero en ambos casos se concibe —dentro o fuera del estado— un largo proceso de mu-
tación del capitalismo.
Cambiar el mundo sin tomar el poder presupone que el rodeo de las instituciones
estatales permitirá construir de a poco una sociedad alternativa. ¿Pero cómo se evitaría
en ese tránsito la contaminación con el medio ambiente capitalista? ¿Cómo se neutrali-
zarían los efectos corrosivos del dinero, la competencia y el individualismo?
El proyecto autonomista tiene puntos de contacto con el programa liberal de
apuntalar la sociedad civil frente al estado. Pero su planteo va más allá de una segmen-
tación entre ambas esferas porque incluye la posibilidad de construir universos separa-
dos. Lo que no se explica es de qué manera podría desenvolverse dentro del capitalismo
una sociedad civil sin policías, jueces, recaudadores o legisladores. Al prescindir de una
propuesta de transición socialista el modelo autonomista carece de viabilidad.
LA ECONOMÍA PARALELA
31
Holloway John. «La renovada actualidad de la crítica»…
128
¿Cómo se avanzaría en el plano económico hacia la construcción de la nueva so-
ciedad sin tomar el poder? Quienes no rehúyen esta indagación refugiándose en consi-
deraciones filosóficas sugieren tres posibilidades: consejos autogestionados, cooperati-
vas y autoproducción.
El primer camino plantea sustituir simultáneamente al capitalismo y al mercado.
Pero los defensores de este proyecto no indican la forma de concretar este salto hacia las
comunidades libertarias. Es evidente que un cambio histórico de ese alcance exigiría
eslabones intermedios.
Especialmente la extinción del mercado requeriría un curso previo de progresiva
socialización, porque eliminar la propiedad privada de los medios de producción y los
mecanismos de contratación-despido de la fuerza de trabajo, no implica sepultar abrup-
tamente toda forma de compra-venta. A diferencia del capitalismo (y al igual que el
estado) el mercado no puede abolirse. Solo cabe crear las condiciones para su paulatina
desaparición.
La segunda propuesta autonomista es la expansión de las cooperativas32. Pero el
desarrollo de estas entidades enfrenta el serio obstáculo de la competencia con las gran-
des empresas. Esta concurrencia empuja a las cooperativas a aceptar los criterios finan-
cieros de los acreedores, las normas laborales de los gobiernos y las formas gerenciales
del neoliberalismo. ¿Cómo evitar ese sometimiento a las reglas de la explotación y el
beneficio? Los teóricos autonomistas no ofrecen respuestas, porque desconocen que las
cooperativas sólo podrían florecer en un cuadro de protección de la rivalidad devastado-
ra que imponen las grandes empresas. Y ese escenario solo podría gestarse en una so-
ciedad poscapitalista.
El proyecto de expandir islotes económicos colectivistas dentro del universo ca-
pitalista nunca prosperó. Desde los falansterios hasta los kibutzim y las comunidades
rurales contestatarias, todos los experimentos de economía solidaria han aportado ideas
sobre la organización futura de la sociedad, pero no soluciones al desempleo, la explo-
tación y la miseria.
La tercera alternativa autonomista es gestar modelos de autoproducción y auto-
abastecimiento local. Se plantea superar la escisión entre productores y consumidores
recurriendo a formas de gestión «antieconómicas» que reduzcan el ritmo del desarrollo,
adaptando ciertos patrones de funcionamiento precapitalistas33.
Esta visión idealiza el atraso y disocia el subdesarrollo industrial de la miseria.
Por eso postula el trueque en lugar de la expansión fabril, la pequeña producción en
reemplazo de la obra pública y el autoconsumo en sustitución del poder adquisitivo cre-
ciente. Esta opción autonomista afianzaría el subconsumo de la población rural y la re-
gresión de los trabajadores urbanos a formas perimidas de economía natural.
El programa de autoproducción olvida que el desequilibrio ecológico y la aliena-
ción del consumo son consecuencias del capitalismo y no del crecimiento excesivo.
Estos flagelos podrían corregirse racionalizando la producción con mecanismos de pla-
nificación democrática. Lo que necesita la sociedad es progreso racional y no una «anti-
economía» precapitalista que sumergiría a los pueblos en el sopor medieval. Ya algunas
experiencias de «regreso a la naturaleza» (Camboya) provocaron traumas que perdura-
rán durante décadas en la memoria de sus víctimas.
DIAGNÓSTICO ESTANCACIONISTA
32
Algunas de estas ideas de este proyecto plantea: Palomino, Hector. «La Argentina hoy. Los movimien-
tos sociales», Herramienta, número 27, octubre de 2004, Buenos Aires.
33
Zibechi, Raúl. Genealogía de la revuelta (capítulo 4).
129
La expectativa de gestar comunidades autogobernadas en el curso de una larga
coexistencia con el capital se inspira en ciertos diagnósticos estancacionistas. Algunos
autores34 estiman que el capitalismo no podrá neutralizar la expansión de la autogestión
porque atraviesa una mutación semejante a la registrada durante la transición de la An-
tiguedad al Feudalismo. Este proceso se caracterizó por una prolongada decadencia del
mundo clásico y abrió múltiples rumbos de evolución. El proyecto de construir bolsones
de contrapoder se apoya en esta analogía e identifica al capitalismo actual con la regre-
sión desindustrializadora («ya no se volverán a instalar fábricas») y la degradación ab-
soluta del trabajo («solo acepta el trabajo esclavo de las maquilas»).
Pero esta imagen contradice el convulsivo dinamismo que caracteriza al capita-
lismo. La comparación con la Antiguedad es inadecuada porque la expansión territorial
desbordada, el estancamiento agrario, la baja productividad del trabajo y el derroche de
una casta dominante no son rasgos predominantes de la economía contemporánea. A
diferencia del modo de producción esclavista, el capitalismo soporta crisis cíclicas y
desarrollos descontrolados, pero no la paralización absoluta de las fuerzas productivas.
Enfrenta complejas contradicciones y no un agónico deterioro. El estancacionismo con-
funde paralización con polarización productiva y equipara las desigualdades con el
freno de la acumulación.
Esta visión difiere del típico catastrofismo porque presupone el languidecimiento
y no el simple estallido del capitalismo. En lugar de subrayar el impacto terminal de una
crisis financiera terminal o de guerras interimperialistas diagnostica una declinante quie-
tud. Resalta la decadencia sin pronosticar la explosión del modo de producción actual.
Por eso sugiere que esta regresión abre espacios para la germinación de la autogestión y
las cooperativas.
Pero esta imagen de parálisis comparte con la teoría del derrumbe la caracteriza-
ción del capitalismo actual como un sistema que diluye el crecimiento y la innovación.
No observa que la sobreproducción persiste como forma predominante de la crisis por-
que junto a la polarización de los ingresos se expanden la productividad y los mercados.
Ni siquiera la «fuga del capital hacia las finanzas» que subrayan varios autono-
mistas implica depresión lineal, ya que la lógica de la competencia obliga a recrear for-
mas cambiantes de expropiación y acumulación de plusvalía. Por eso una regresión in-
dustrial absoluta es poco concebible bajo el capitalismo.
La tesis del languidecimiento explica las dificultades del autonomismo para in-
tervenir en la vida política, porque cualquier estrategia o táctica debe tomar en cuenta la
variabilidad de las coyunturas económicas. Si en lugar de registrar estas alteraciones
periódicas del ciclo se percibe la vigencia de un inmutable estancamiento, no hay forma
de actuar en el escenario de cada país. Esa visión empuja hacia el mesianismo y aleja a
los autonomistas de un proyecto anticapitalista efectivo.
EL ANTECEDENTE ANARQUISTA
Muchos autonomistas reconocen su afinidad con el anarquismo, reivindican esa
tradición y consideran obsoletas las viejas diferencias con el marxismo35. Pero como no
trazan un balance de esa corriente tampoco registran los errores de sus precursores.
Los anarquistas no pudieron sostener en forma consecuente durante los siglos
XIX y XX su rechazo a cualquier contacto con el estado. Por eso terminaron negociando
—especialmente en el terreno sindical— con la principal institución de la clase domi-
34
Zibechi, Raúl. Genealogía de la revuelta (capítulos 4 y 7).
35
Mattini, Luis. «Autogestión productiva y asambleísmo», Cuadernos del Sur, número 36, noviembre de
2003; Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder… (capítulo 2).
130
nante. Tampoco lograron explicar cómo se podría eliminar abruptamente la opresión
estatal y sus experimentos comunitarios no fueron exitosos. Este fracaso fue muy noto-
rio en los ensayos colectivistas de España durante los años 30.
El autonomismo no reflexiona sobre estas dificultades y también retoma el abs-
tencionismo electoral que los anarquistas debieron suspender en los momentos críticos.
En esas circunstancias asumieron responsabilidades directas de gobierno (Frente Popu-
lar español) y justificaron el desvío del proyecto antiestatalista por la excepcionalidad
de la amenaza fascista. Pero omitieron que justamente en las coyunturas anormales se
verifica la coherencia de un principio.
El anarquismo objetaba el liderazgo y alentaba la organización horizontal. Sin
embargo recurrió a la aceptación pragmática de estructuras sindicales y políticas sólidas
(anarco-sindicalistas) y forjó agrupaciones jerarquizadas y secretas (Bakunin). El auto-
nomismo reproduce esta contradicción. Por un lado prescinde formalmente de la dele-
gación, pero por otra parte aprueba la conducción carismática que ejercen los dirigentes
de muchos movimientos sociales.
Otro punto de contacto es la reivindicación indiferenciada de la acción de los
oprimidos. Ambas corrientes desconocen la gravitación estratégica de los sectores asala-
riados ocupados en actividades neurálgicas. Entre 1864 y 1937 el anarquismo se identi-
ficó con el proletariado, pero nunca reconoció la centralidad de la batalla contra los
grandes bancos y empresas.
En el siglo XIX el anarquismo se nutría de artesanos y campesinos y en la prime-
ra mitad del siglo pasado se apoyó en la clase obrera. En las últimas décadas logró cier-
to predicamento entre los estudiantes y los desocupados. A este último sector se dirigen
actualmente los autonomistas como Negri que alaban el éxodo, el nomadismo y el mes-
tizaje, apostando al desarrollo de nuevas identidades creadas fuera del mundo del traba-
jo asalariado.
Los autonomistas comparten la diferenciación interna entre vertientes radicales y
conservadoras que signó la evolución teórica de sus precursores. En su madurez estos
antecesores terminaron fracturados entre pensadores anarco-capitalistas próximos al
liberalismo y social-anarquistas vinculados a la resistencia popular. Ciertos rasgos de
esta misma distinción se observa actualmente en el autonomismo que es una corriente
de libertarios comprometidos con la lucha social, pero que cuenta también expresiones
divorciadas de esta raíz y asociadas a pensadores cercanos al liberalismo antiestatistas36.
Las principales corrientes actuales del autonomismo recogen la herencia coope-
rativista del anarquismo. Se encuentran muy distanciados de la tradición insurrecciona-
lista de sus precursores, porque especialmente en Latinoamérica el ocaso del foquismo
ha provocado una declinación general de las tendencias putchistas.
Los autonomistas suelen referirse con mucha frecuencia al «fracaso del socia-
lismo estatalista», pero hablan muy poco del balance del anarquismo. Se olvidan que
esta corriente no logró participar en un proceso revolucionario clave (nacimiento de la
URSS), careció de viabilidad como proyecto (España en 1930-40) y tampoco pudo re-
construir su movimiento (entre 1968 y el ascenso neoliberal).
El autonomismo contemporáneo no retoma a Prohudon o Bakunin. Su indefini-
ción teórica dificulta evaluar cuáles serían los puntos de convergencia actuales con el
marxismo. Es muy aventurado caracterizar que las viejas diferencias perdieron sentido.
Existen terrenos de coincidencia en la acción y también afinidad de objetivos emancipa-
36
Los integrantes de esta tendencia se consideran no solo independientes del capital, del estado y de los
partidos políticos, sino también de los opresores y los oprimidos. Este tipo de autonomismo absoluto es
una quimera y solo alimenta actitudes escépticas o transgresoras afines al anarco-capitalismo.
131
torios. Pero lo importante es registrar que tipo de aproximación se verifica en la práctica
política. Y en el caso latinoamericano las divergencias no son menores.
37
Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder… (capítulos 3, 8, 9 y 10).
38
Negri, Toni. «Entrevista», Herramienta, número 15, otoño de 2001; Negri, Antonio y Hardt, Michael.
Imperio… (capítulos 11 y 12).
39
Holloway, John. «La osa mayor», Cuadernos del Sur, número 21, mayo de 1996, Buenos Aires; Ho-
lloway, John. «Valor, crisis y lucha de clases», Herramienta, 15, otoño de 2001; Holloway, John y Bo-
nefeld, Werner. «Dinero y lucha de clases. Globalización y estados-nación», Cuadernos del Sur, 1995.
Hemos discutido esta tesis en: Katz, Claudio. «Enigmas contemporáneos de las finanzas y la moneda»,
Revista Ciclos, número 23, primer semestre de 2002, FCE-UBA, Buenos Aires.
132
patorias solo se verifica en situaciones excepcionalmente caóticas o revolucionarias.
Ninguna transformación financiera contemporánea —desregulación, globalización o
gestión accionaria— ha sido producto de sublevaciones populares. Estos cambios se
concretaron en condiciones de ofensiva neoliberal y no bajo la presión del «poder del
trabajo».
La huida sostenida del capital hacia las finanzas ni siquiera puede concebirse en
términos hipotéticos, porque en esa eventualidad se agotaría la extracción de plusvalía
que sostiene al sistema. La fuga del capital es una noción vaga y exenta de fechas. Su-
giere, además, una escapatoria que es inmune a las fluctuaciones cíclicas de la acumula-
ción y por lo tanto alude a situaciones inexistentes e improbables.
MULTIPODER Y DERIVACIÓN
Ciertas vertientes del autonomismo se nutrieron de la crítica al estatismo social-
demócrata. En oposición a la confianza en la plasticidad del estado para favorecer el
progreso y la igualdad remarcaron que esta institución se encuentra «inmersa en rela-
ciones sociales capitalistas» que impiden esa deseable evolución40. También demostra-
ron la inconsistencia de las expectativas keyensianas en un retorno al estado de bienes-
tar y la incoherencia de venerar un estado social europeo, que atraviesa una significativa
mutación hacia el neoliberalismo.
Pero en su afán por resaltar los límites de la autonomía estatal, Holloway se des-
liza hacia el otro extremo y desconoce que las clases dominantes controlan la sociedad,
porque cuentan con una institución que les permite no solo someter a los oprimidos,
sino también cohesionarse, ordenar la reproducción y acotar sus rivalidades.
El estado no se limita a operar dentro de ciertas relaciones sociales. También ac-
túa separándose parcialmente de ese universo a través del manejo cotidiano del poder
por parte de una burocracia, cuya expansión consagra la fractura estable del estado con
el conjunto de la sociedad.
Los teóricos autonomistas proponen cambiar la sociedad sin tomar el poder por-
que desconocen que el dominio burgués se concentra en ciertas áreas que aseguran la
reproducción del capital. Consideran que el poder se encuentra diseminado en múltiples
geografías, imprecisos espacios y lugares no identificables41. Esta ausencia de localiza-
ción conduce a otros teóricos a invalidar la teoría del imperialismo42.
Pero si el poder se encuentra tan fragmentado: ¿Por qué predomina un ordena-
miento geopolítico jerarquizado a escala global? Es evidente que las fuerzas miliares
que sostienen a este edificio se condensan en estructuras centralizadas. No es muy com-
patible suponer, por un lado, que el «poder está en todas partes y en ninguna» y recono-
cer, por otra parte, la presencia mundial dominante del Pentágono. Es evidente que las
clases explotadoras gobiernan a través de estados gigantescos y no mediante dispersos
micropoderes.
La visión autonomista del estado que postula Holloway recoge también ciertas
tesis de la concepción derivacionista que utilizaron algunos marxistas en los años 70
para refutar al reformismo. Se proponían extender al estado el patrón de estudio que se
aplica al análisis de la acumulación, recurriendo a una investigación basada en la lógica
del capital43.
40
Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder… (capítulo 2).
41
Holloway reconoce aquí la inspiración de Foucault. En: Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar
el poder… (capítulo 2).
42
Negri, Antonio y Hardt, Michael. Imperio… (capítulos 2 y 11).
43
Holloway, John. Marxismo, estado y capital, Cuadernos del Sur, 1994, Buenos Aires.
133
Esta concepción contribuyó a esclarecer ciertas especificidades capitalistas del
estado, pero olvidó que el nivel de abstracción utilizado por Marx para indagar el capital
en general, no puede proyectarse directamente al estudio del estado. Esta institución fue
la premisa histórica del modo de producción vigente, permitió desenvolver la acumula-
ción primitiva y su origen se remonta —al igual que la propiedad privada— a la esci-
sión clasista de la sociedad. El estado surgió como aparato administrativo para monopo-
lizar el ejercicio de la violencia dentro de ciertas fronteras y se consolidó en la compe-
tencia militar por el dominio de esos territorios. La visión derivacionista no toma en
cuenta este origen estatal previo al afianzamiento del capitalismo y por eso no logra
esclarecer las funciones concretas de esa institución. Al identificarla con el capital, ase-
meja dos objetos de análisis que no comparten el mismo nivel de abstracción.
Holloway se apoya en teorías del multipoder y la derivación para ilustrar la im-
posibilidad de cualquier transformación social centrada en el estado. Sugiere que la só-
lida imbricación entre esta institución y la sociedad inviabiliza el proyecto de transfor-
mar inicialmente al primer organismo para revolucionar luego al segundo. Propugna en
cambio desenvolver el antipoder desde la sociedad para anular las potestades del estado.
Pero optar por una u otra secuencia no es indistinto. Un proceso anticapitalista
exige controlar al estado para eliminar, renovar y crear las instituciones que permitan
una transformación socialista. Este proyecto no puede iniciarse desde cualquier lado. La
centralidad que tiene el estado para la dominación de la burguesía obliga a desactivar
primero esa fuente de opresión. Sin reemplazar un estado por otro no hay forma de
cambiar la sociedad.
Es por otra parte falso que esta estrategia conduzca a perpetuar al estado. La me-
ta socialista es justamente la opuesta: disolver esa estructura opresiva a medida que se
construye la nueva sociedad. Ciertos anticipos de este proyecto tienden a aparecer du-
rante los períodos revolucionarios en las formas de autoadministración popular. En estas
etapas se quiebra la distancia que separa al conjunto de la sociedad movilizada de un
aparato históricamente elitista y hostil a la participación popular.
Este rumbo emancipatorio requiere prioridades y etapas que son desconocidas
por quienes declaran que «cualquier estado reproduce la opresión capitalista». Es cierto
que la triple secuencia del proyecto socialista —destruir el viejo estado y construir otro
para comenzar a disolverlo— no pudo hasta ahora ponerse en práctica. Pero esta limita-
ción también afecta al planteo autonomista y no invalida el proyecto de una sociedad
poscapitalista.
REGULACIÓN Y SUBJETIVISMO
Los autores autonomistas comparten ciertos fundamentos teóricos pero no coin-
ciden en definiciones filosóficas o políticas. Especialmente en los últimos años se ob-
serva una significativa escisión entre el radicalismo subjetivo de Holloway y el regula-
cionismo posindustrialista de Negri. El primer autor cuestiona la evolución teórica del
segundo y objeta el abandono del principio de insubordinación, la introducción de crite-
rios de clasificación y el deslizamiento hacia una visión antihumanista, que etiqueta el
pensamiento y renuncia al análisis crítico44.
Efectivamente Negri dejó de lado el énfasis en la lucha de clases, pero este
abandono derivó de su intento de clarificar ciertas transformaciones del capitalismo
contemporáneo (globalización, transnacionalización, informatización). Los errores de
44
Holloway John. «Tiempo de revuelta», Cuadernos del Sur, número 35, mayo de 2003; Holloway, John.
Cambiar el mundo sin tomar el poder… (capítulo 9). El mismo tipo de objeciones plantea: Bonefeld, Wer-
ner. «El principio de la esperanza en la emancipación humana», Herramienta, número 25, abril de 2004.
134
esta investigación no provienen de una despreocupación por el conflicto entre el capital
y el trabajo, sino de la adopción de conceptos posindustrialistas. En lugar de criticar
estos fundamentos Holloway arremete contra los criterios de clasificación, olvidando
que estos criterios son indispensables para cualquier estudio del capitalismo actual.
Holloway extrema la defensa de las tesis operaístas y convoca a fijar la mirada
en los ámbitos de la insubordinación popular. Pero cuánto más se compenetra en esta
esfera, más inconvenientes encuentra para explicar la realidad económica, social y polí-
tica contemporánea. Proclama que «los oprimidos son todopoderosos» pero no aclara
las causas de semejante ímpetu. Para esclarecer la realidad actual hay que recorrer un
camino inverso de análisis del funcionamiento y las crisis del capitalismo.
Frente al giro conservador que induce el regulacionismo de Negri, Holloway se
mantiene en un campo radical. Pero sus planteos son políticamente nebulosos y teóri-
camente vagos. No logra clarificar los problemas que aborda porque rechaza categóri-
camente cualquier separación conceptual entre la esfera objetiva y subjetiva. No capta
que esta delimitación tiene propósitos analíticos y no conduce a diluir la gravitación del
sujeto. Al contrario, permite estudiar el desenvolvimiento de los individuos desde ángu-
los diversos. La distinción entre las dimensiones objetivas y subjetivas es metodológica
y cumple el mismo papel que separar las indagaciones abstractas de las concretas o las
investigaciones empíricas de las lógicas.
Es cierto que la lucha de clases ocupa un lugar central en el análisis social, pero
es equivocado obviar el marco de esa confrontación. La batalla entre opresores y opri-
midos no se auto-explica. Para comprenderla hay que desentrañar —con el auxilio de
criterios objetivos— las peculiaridades de cada contexto capitalista. Si Marx considera-
ba que la plusvalía y no la lucha de clases constituía su principal descubrimiento es por-
que asignaba gran relevancia a esta forma de indagación.
La mirada centrada en el grito no alcanza para ilustrar en qué condiciones se
desenvuelven las rebeliones. Esa clarificación exige considerar la coyuntura económica,
la fuerza social de los trabajadores, el grado de militancia y el nivel conciencia de los
explotados. Analizando la totalidad de estos procesos se explica por qué la lucha de
clases adopta mayor o menor intensidad en cada circunstancia. Como el subjetivismo
extremo no registra estos vaivenes, tiende a quedar petrificado por la impresión de crisis
perpetuas y sublevaciones inagotables.
Aceptar la introducción de componentes objetivos en el análisis social no impli-
ca recrear el cientificismo o el funcionalismo. Holloway asocia la utilización de esos
criterios con el «encarcelamiento del sujeto» y el «eclipse de la acción humana», sin
notar como contribuyen a evaluar el papel de las estructuras que condicionan la práctica
humana. Cuando se desconoce estos determinantes, el desarrollo de los acontecimientos
parece signado por la contingencia y las explicaciones pierden sentido histórico.
Holloway acierta al recordar que la investigación en las ciencias sociales no se
desenvuelve en entornos artificiales y que en esta área el sujeto se encuentra directa-
mente involucrado con su objeto de estudio. Pero aunque la sociedad no sea un labora-
torio experimental conforma un marco que limita las posibilidades de acción de los in-
dividuos. Si se ignora este condicionamiento histórico-social resurge la ilusión en el
libre albedrío.
NEGATIVIDAD Y ESCAPE
135
Holloway45 defiende el cuestionamiento negativo como único criterio válido pa-
ra analizar la resistencia a la dominación. Considera que cualquier enunciación positiva
malogra la carga crítica de esa indagación. Pero esta postura le impide notar que un
planteo positivo se encuentra potencialmente presente en toda reflexión. La autogestión
es un ejemplo de estas alternativas dentro del propio enfoque autonomista. Aquí se evi-
dencia como la crítica no es incompatible con la enunciación de cursos de acción.
Holloway identifica el criterio de negatividad con la rebelión. Por eso postula
que el pensamiento revolucionario nace de la ira y percibe correctamente que en la reac-
ción contra la injusticia fermentan los proyectos emancipatorios. Pero confunde el punto
de partida con la maduración de esa opción. El grito solo inaugura la posibilidad de una
alternativa. No asegura su desenvolvimiento, ni su realización.
El temor a que una formulación positiva diluya la indignación contra la opresión
fue históricamente desmentido por todos los pensadores revolucionarios, que partiendo
de una experiencia rebelde desarrollaron una praxis complementaria de teoría y acción.
No es cierto que «cuánto más estudiamos más disipa nuestra negatividad»46. Al
contrario una práctica sin correlato reflexivo tiende a desgastar las energías críticas,
porque el grito en sí mismo no alumbra una concepción renovadora, ni orienta un curso
anticapitalista.
La imagen que presenta Holloway de «la revolución como una fuga» no es solo
una figura poética. Representa una forma de encarar las encrucijadas sociales soslayan-
do la política. Este escape conduce a sustituir los dilemas tácticos o estratégicos por
reflexiones filosóficas. Holloway argumenta que su aporte es teórico, pero extrema tan-
to el divorcio de esa reflexión con la aplicación política y la verificación histórica, que
termina exponiendo un pensamiento completamente abstracto.
La figura de la huida es celebrada por muchos autonomistas. Esa reivindicación
coincide con la fascinación por los marginados, que son frecuentemente vistos como
artífices de la nueva sociedad. Para Negri47 los desertores, los refugiados y los nómades
conforman una multitud que reemplaza al proletariado, al pueblo y a los explotados co-
mo sujeto social transformador. Pero al sugerir que la emancipación emergerá de ese
exilio su peregrinación liberadora termina excluyendo al grueso de la sociedad.
PREGUNTAS Y RESPUESTAS
Entre los autonomistas es muy corriente reivindicar la duda como un gesto vir-
tuoso y presentar el interrogante eterno como un mérito. Olvidan que nadie está obliga-
do a salir del anonimato si estima que sus ideas no maduraron y también omiten que los
interlocutores de cualquier intervención siempre esperan escuchar algo relevante, in-
comprendido o ignorado.
De esa forma progresa el pensamiento desde hace varios siglos y si los autono-
mistas ocupan cierto espacio en el debate social contemporáneo es porque también ofre-
cen caracterizaciones y propuestas. No se limitan a «preguntar caminando». Difunden
un proyecto de autogestión, construcción de cooperativas y organización horizontal.
La enfática defensa de la incertidumbre es una reacción contra el dogmatismo
que caracterizó (y aún predomina) en varias corrientes de la izquierda. Esta rigidez es
contraproducente y conduce a la mera repetición de modelos preestablecidos. Pero este
escollo que no se supera anunciando la total ignorancia de rumbos emancipatorios. Con
45
Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder… (capítulo 6).
46
Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder… (capítulo 1).
47
Negri, Antonio y Hardt, Michael. Imperio… (capítulo 9).
136
ese tipo de mensajes se avala la creencia neoliberal en la ausencia de alternativas al ré-
gimen actual.
Es cierto que las respuestas sin preguntas de los doctrinarios generan simples
reiteraciones. Pero las preguntas sin respuestas sólo crean nuevos enigmas. De la pura
incógnita no emerge el diálogo, ni el cruce de argumentos. La falta total de certezas
impide desarrollar conceptos y en lugar de estimular la creatividad o el espíritu rebelde
conduce al descreimiento agnóstico.
Las definiciones no son etiquetas, ni obstruyen la rebelión48. Son instrumentos
para esclarecer ideas y ordenar nociones. La fobia contra esta organización del pensa-
miento es tan nociva como el reduccionismo que cuestiona Holloway. El conocimiento
científico y el uso de criterios analíticos objetivos no son resabios del «ultra-
racionalismo de la izquierda»49. Son instrumentos para comprender la realidad y permi-
ten dilucidar ciertas verdades que no surgen de la experiencia inmediata.
Reconocer la importancia de ciertas respuestas no implica aceptar un destino te-
leológico. Este fantasma preocupa a muchos autonomistas que equiparan la defensa de
un proyecto emancipatorio con la confianza en un devenir predeterminado de la historia.
No registran que ambas posturas son completamente diferentes, porque la primera resal-
ta y la segunda desconoce el protagonismo de los sujetos.
El temor a las actitudes teleológicas conduce a otros autonomistas a rechazar los
criterios de reflexión histórica y observar el curso de los acontecimientos como una su-
cesión de contingencias. Semejante indeterminismo contradice incluso la percepción de
las cooperativas o la democracia directa como organizaciones adaptadas al mundo ac-
tual. Si el desenvolvimiento histórico fuera un caos dominado por el azar no tendría
sentido empeñarse en la lucha por ningún proyecto.
Los autonomistas que buscan cambiar el mundo y erradicar la explotación po-
drían comenzar a observar con más atención las propuestas renovadoras del socialismo.
En la elaboración de estos proyectos se procesan las respuestas que necesitan los opri-
midos para triunfar.
Mayo de 2005
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140
― CAPÍTULO 8 ―
VERTIENTES CONSERVADORAS
1
Hemos desarrollado nuestro enfoque sobre este tema en: Katz, Claudio. «Tres concepciones sobre el
ingreso básico», Rebelión, 22/09/05.
2
Hemos expuesto nuestra visión en: Katz, Claudio. «Programas Alterglobales», net-
forsys.com/claudiokatz, noviembre de 2005.
141
Del viejo tronco reformista han emergido varias tendencias contemporáneas. La
derivación conservadora incluye tres vertientes: el abandono socio-liberal de cualquier
reforma, la continuidad del gradualismo postulada por los herederos de la socialdemo-
cracia o el eurocomunismo y las nuevas corrientes de liberalismo igualitario. Por otra
parte, también han surgido diversas expresiones del reformismo radical.
El socio-liberalismo reúne a todos los ex reformistas que adoptaron el programa
neoliberal. Este giro conservador ha caracterizado a varios gobiernos socialdemócratas
de Europa (T. Blair, F. González, Schroeder) y de Latinoamérica (R. Lagos, F.H. Car-
doso). Su amoldamiento al status quo es tan definitivo como su ruptura con cualquier
tradición reformista. Aunque enarbolen un discurso político crítico del thatcherismo
preservan la política económica desreguladora que introdujo la derecha.
El social-liberalismo abjura de proyectos populares colectivos, aprueba el indi-
vidualismo extremo y promueve la competencia despiadada. Sus exponentes de la Ter-
cera Vía afirman que las conquistas sociales están perimidas y aceptan el agravamiento
de las desigualdades sociales como un hecho inexorable. Al igual que todo el espectro
conservador presentan a las mejoras sociales como un efecto espontáneo de la expan-
sión capitalista.
Sus principales teóricos proclaman el fin de la ideología, la extinción de la era
industrial, la desaparición de la izquierda y la obsolescencia de la lucha de clases3. Repi-
ten el discurso triunfalista del neoliberalismo, como si el progreso social fuera la tónica
dominante de las últimas dos décadas. Ni siquiera registran la degradación social, los
desequilibrios económicos o los desastres ecológicos que han provocado la desregula-
ción y las privatizaciones. Simplemente propagan los mitos que difunde la derecha para
encubrir los nefastos resultados de su gestión.
El anti-reformismo social-liberal defiende el proyecto conservador por convic-
ción y no por cálculos circunstanciales. Por eso enaltece el beneficio patronal (Prodi,
Schoreder), asimila todos los hábitos de la corrupción (B. Craxi, F. González) y se ha
comprometido abiertamente con las agresiones imperialistas (T. Blair). De una celebra-
ción retórica inicial del capitalismo neoliberal ha pasado a la justificación de las matan-
zas y las invasiones4.
La socialdemocracia tradicional y los sucesores del eurocomunismo se diferen-
cian de esta regresión derechista, pero han moderado sus propuestas reformistas. Su
máxima aspiración es reforzar la regulación del capitalismo contra los excesos privatis-
tas (Jospin). Reivindican el modelo keynesiano porque consideran que su aplicación es
naturalmente compatible con el progreso social. Algunos sectores concilian esta timidez
reformista con cierta adhesión conmemorativa al socialismo. Pero mencionan este hori-
zonte de manera borrosa, alusiva u ocasional, porque estiman que «para hablar de socia-
lismo se debe primero resolver los problemas inmediatos»5.
La tradicional justificación socialdemócrata de la lucha reformista ―como una
secuencia de logros populares tendientes a erradicar paulatinamente al capitalismo― ha
desaparecido por completo. Ya no plantean el camino clásico de esta estrategia (ensan-
char el espacio electoral fortaleciendo a las clases medias), ni tampoco la variante de
posguerra (ampliar el estado de bienestar como alternativa al modelo soviético). Los
3
Giddens, Anthony. La tercera vía, Taurus, Buenos Aires, 2000 (capítulos 2, 3 y 4).
4
Una descripción de esta involución presentan: Denitch, Bogdan. «Alternativas a la tercera vía»; Faux,
Jeff. «La Tercera vía hacia ninguna parte»; Monereo, Manuel. «Neoliberalismo y tercera vía». Todos en:
Saxe-Fernández, John (comp.). Tercera vía y neoliberalismo, Siglo XXI, México, 2004.
5
Un análisis de la evolución de la socialdemocracia aparece en: Przeworski, Adam. Capitalismo y social-
democracia, Alianza, Madrid, 1988. Una acertada crítica a su a involución presenta: Petras, James. «The
third way», Monthly Review, volumen 51, número 10, marzo de 2000.
142
últimos mensajes de esa orientación se diluyeron junto al ocaso del último progresismo
socialdemócrata (Willy Brant, Olf Palme). Y este retroceso de proyectos reformistas
asociados a alguna meta de socialismo futuro se acentuó con la declinación del euroco-
munismo.
La tercera corriente de reformismo conservador actual presenta un perfil liberal-
igualitarista. Propone mejoras sociales basadas en criterios éticos o reglas de justicia y
promueve regular el capitalismo para garantizar su funcionamiento con normas equitati-
vas. Postula reducir las desigualdades sociales para gestar «empresas justas» en un
«mundo justo». Considera que el capitalismo con redistribución es preferible al socia-
lismo y por eso rechaza explícitamente esta segunda perspectiva6.
DERECHOS Y JUSTICIA
El igualitarismo liberal constituye el sector de reformismo conservador más in-
fluyente en la actualidad. Su gravitación ha crecido en desmedro de la tradición social-
demócrata y carece de cualquier vestigio de crítica al capitalismo. Sus teóricos conside-
ran que las mejoras populares se introducirán crecientemente dentro de este sistema, ya
que no observa ningún impedimento para erigir una sociedad justa dentro del capitalis-
mo.
El liberalismo igualitario supone que junto a la ampliación de las reformas socia-
les se expandirá un nuevo sentido de solidaridad que permitirá atenuar los sufrimientos
populares. Por eso concentra sus críticas en la antropología reaccionaria del neolibera-
lismo (reivindicación del egoísmo) y no en los atropellos de la burguesía. Promueve la
cooperación contra la codicia, reivindica el acceso general a las necesidades básicas
frente a la irrestricta defensa de los derechos de propiedad privada y en oposición al
autoritarismo elitista propone democratizar la vida política7.
¿Pero es posible luchar por estos objetivos sin cuestionar al capitalismo? ¿Cómo
se compatibiliza el logro de la equidad con la tendencia de este sistema a la polarización
social? ¿De qué forma se armoniza la presión patronal por mayor rentabilidad con la
atenuación de la explotación? El liberalismo igualitario elude estos interrogantes. Evita
analizar cómo la dinámica intrínseca de la acumulación contemporánea socava las me-
tas de equidad. Desconoce que este proceso no solo amplía las desigualdades entre paí-
ses avanzados y periféricos, sino que profundiza también la segmentación social al inte-
rior de todas las naciones.
El liberalismo igualitarista concibe un porvenir de justicia ignorando que el capi-
talismo es un régimen estructuralmente inequitativo. Busca compatibilizar lo inconci-
liable, ya que por un lado realza la justicia social y por otra parte rechaza un horizonte
anticapitalista. Esta contradicción ―que la socialdemocracia atenuaba auspiciando al-
guna forma de lejanía socialista― ha sido reflotada por la visión liberal.
Este enfoque propone una justificación exclusivamente ética del programa re-
formista. La relativa importancia que la socialdemocracia clásica le asignaba a esta ar-
gumentación se ha tornado completamente dominante. El igualitarismo liberal resalta la
6
Una defensa de este enfoque postula: Van Parijis, Philippe. «¿Qué es una nación justa, un mundo justo,
una empresa justa?», en AA. VV. Contrastes sobre lo justo: debates en justicia comunitaria, IPC, Mede-
llín, 2003.
7
Un detallado enfoque de esta tesis y de sus problemas exponen: Gargarella, Roberto y Ovejero, Félix.
«El socialismo todavía», en Gargarella, R. y Ovejero, F. (comp.). Razones para el socialismo, Paidós,
Barcelona, 2002 (introducción); Gargarella, Roberto. «Liberalismo frente a socialismo», en Borón, A.
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143
consistencia jurídica de cada demanda y deduce su legitimidad de esos fundamentos.
Por eso denuncia los atropellos neoliberales como crímenes contra la humanidad, jerar-
quiza el basamento legal de los reclamos populares y subraya su compatibilidad con las
reglas del derecho.
El aspecto positivo de este abordaje es la justificación que aporta a las batallas
por distintos reclamos sociales. Demuestra como estas reivindicaciones se apoyan en
derechos universales de los individuos a compartir los recursos de la sociedad. Este en-
foque apunta a empalmar la lucha por reformas con valores comunitarios y aspiraciones
democráticas, mediante una dinámica interactiva que estimule a ambos procesos a reba-
sarse recíprocamente.
Pero el liberalismo igualitarista ignora que el capitalismo frustra estos objetivos
al oponer rigurosos límites a las reformas. Su visión desconoce estas fronteras e incluye
más anhelos que metas realizables, porque identifica al capitalismo con un universo
irrestricto de posibilidades.
MERCADO Y DEMOCRACIA
La predominante dimensión ética que el liberalismo igualitarista le asigna a las
demandas sociales sintoniza con la creciente crítica popular a la criminalidad y la co-
rrupción. También sus cuestionamientos contra la aterradora ampliación de las de-
sigualdades sociales convergen con la sensibilidad popular contemporánea.
Pero al situar primordialmente estas objeciones en el terreno moral, el igualita-
rismo liberal elude el basamento capitalista de la degradación social que rechaza. No
observa que las normas, valores y conductas de cada sociedad siempre están condicio-
nados por la estructura clasista del régimen social. Al omitir ese cimiento tiende a visua-
lizar a las normas éticas como un reino autónomo. Presupone que gobiernan el devenir
de los seres humanos más allá de cualquier contingencia material. A diferencia de la
crítica marxista de la opresión ―que también se apoya en principios de justicia― recu-
rre a conceptos exclusivamente normativos y omite la gravitación dominante del con-
texto capitalista8.
El liberalismo igualitarista considera que el capitalismo es afín ―o por lo menos
ampliamente compatible― con un proceso creciente de redistribución del ingreso9. Pero
con esta evaluación desconoce que las conquistas sociales chocan con la acumulación y
afectan al beneficio patronal. No observa que los derechos obtenidos por los asalariados
obstaculizan el manejo empresario de los recursos económicos.
La omisión de esta contradicción proviene de una idealización del mercado muy
afín al pensamiento económico neoclásico. El liberalismo igualitarista considera que la
competencia y la escasez constituyen datos inamovibles y plenamente compatibles con
las reformas sociales. No registra cómo estas conquistas chocan con la dinámica mer-
cantil, cuando despiertan entre los explotados la conciencia de su condición oprimida.
La acción popular solidaria y cooperativa se contrapone con la rivalidad mercantil, en la
misma medida que competencia por el beneficio choca con la ampliación de los dere-
chos sociales.
El igualitarismo liberal ubica en la esfera política todos los obstáculos para el lo-
gro de mejoras sociales. Supone que extendiendo la igualdad ciudadana a otros planos
de la sociedad se podrá alcanzar la equidad social plena.
8
Estas observaciones plantean: Callinicos, Alex. Igualdad, Siglo XXI, Madrid, 2003 (capítulo 2); y Bran-
dist, Craig. «El marxismo y el nuevo giro ético», Herramienta, número 14, primavera-verano de 2000.
9
Van der Veen, Robert y Van Parijs, Phipippe «A capitalist road to communism», Theory and Society,
volumen 15, número 5, 1987.
144
¿Pero cómo podría introducirse esta dinámica igualitarista en la órbita económi-
ca del capitalismo? Los avances de la ciudadanía política sólo pueden incidir limitada-
mente en una esfera integralmente gobernada por la propiedad privada de los medios de
producción y la tiranía patronal del mercado de trabajo.
El liberalismo igualitario también desvaloriza la tensión que opone al mercado
con la democracia. Desconoce que el afán de justicia que anima a este segundo meca-
nismo choca con el objetivo del lucro que guía al primer procedimiento. La expectativa
liberal de amalgamar ambas instituciones bajo un nuevo contrato instituyente olvida que
la desigualdad es la característica del capitalismo. Esta inequidad impide a los indivi-
duos definir libremente (y en común) cuáles son las normas rectoras de su vida social.
En un sistema dominado por la explotación, no hay forma de compatibilizar los dere-
chos de los desposeídos con los privilegios de los opresores10.
10
La idea de un contrato instituyente que guía el pensamiento liberal remite a un momento utópico inicial
de libre definición de las normas de convivencia social que jamás existió. El bautismo del capitalismo
bajo las normas del pillaje y la expropiación que signó a la acumulación primitiva desmiente esta leyenda.
Este problema analiza: Borón, Atilio. «Justicia sin capitalismo, capitalismo sin justicia», en Borón, A.
(comp.). Teoría y filosofía política. La recuperación de los clásicos en el debate latinoamericano,
CLACSO, Buenos Aires, marzo de 2002.
145
sino al efecto de contradicciones crecientes. Actualmente la mundialización acentúa
estos desequilibrios al erosionar las regulaciones estatales que introdujo el keynesianis-
mo.
Al aislar las contradicciones del neoliberalismo de su raíz capitalista, el refor-
mismo conservador desconoce el carácter convulsivo de las crisis. Esta misma omisión
le impidió a la socialdemocracia presagiar primero los horrores de la depresión, las gue-
rras mundiales y el fascismo y anticipar posteriormente el derechismo neoliberal de las
últimas dos décadas. Al suponer que las reformas logradas eran definitivas y estables,
esta corriente ignoró las tendencias regresivas del capitalismo11.
El liberalismo igualitario contemporáneo soslaya este precedente y al objetar ex-
plícitamente al socialismo, acepta al capitalismo como el único sistema posible. Aunque
rechaza las tesis socio-liberales (obsolescencia de antagonismos entre derecha e izquier-
da, inutilidad de las confrontaciones de clases) avala la proclamada inexistencia de al-
ternativas a este régimen opresivo. Pero estas opciones sólo habrían perdido sentido si
el capitalismo fuera capaz de absorber una sucesión de reformas sociales crecientes. Y
esta perspectiva que perpetuaría el sistema actual no se apoya en evidencia comproba-
bles, ni en razonamientos lógicos consistentes.
EXPECTATIVAS Y REALIDADES
Algunos analistas consideran que el giro socio-liberal le ha quitado relevancia a
la discusión sobre el reformismo, sin tomar en cuenta como los propios mecanismos de
reproducción ideológicos, políticos y culturales del capitalismo tienden a renovar las
expectativas de mejoras.
Estas creencias habitualmente acompañan cualquier lucha inicial de un grupo
oprimido. Como la población ha sido educada en las normas de la sociedad existente
plantea normalmente sus demandas en términos de continuidad y no de ruptura con el
orden vigente. No conciben a primera vista la posibilidad de un sistema diferente.
Si la conciencia popular anticapitalista no progresa, las ideas reformistas se reci-
clan a pesar de las palpables dificultades que existen para conseguir mejoras. Esta ad-
versidad incluso puede resucitar las variantes más moderadas del reformismo. Por otra
parte, no hay que olvidar que la posibilidad de logros sociales nunca queda clausurada,
porque estas mejoras constituyen un recurso de las clases dominantes para disolver las
amenazas revolucionarias12.
Las expectativas reformistas que tradicionalmente propagó la socialdemocracia
se basaban en la impresión que las crisis capitalistas tenderían a moderarse. De este
diagnóstico surgió la esperanza de transformar paulatinamente al sistema, desmantelan-
do gradualmente el poder de los opresores. Pero esta caracterización olvida que el modo
de producción prevaleciente no genera solo desajustes periódicos, sino también etapas
de abrupta y caótica depresión. Estas conmociones tornan inviable una captura popular
progresiva del estado, mediante la paulatina sustracción de porciones de control estatal a
las clases dominantes.
Los reformistas conservadores continúan apostando a la preeminencia de con-
ductas contemporizadoras de los capitalistas. Esperan mayor conciliación patronal fren-
te a las demandas populares, sin registrar que el neoliberalismo ha ilustrado cuán estruc-
tural es la resistencia de la burguesía a convivir con los explotados concediendo a sus
11
Esta crítica planteó a principio del siglo XX: Luxemburgo, Rosa. «Reforma o revolución», Obras esco-
gidas, tomo 1, Ediciones Pluma, Buenos Aires, 1976.
12
Esta caracterización desarrolla: Harman, Chris. «Reformismo sin reformas», Desde los Cuatro P, nú-
mero 53, 2003, México.
146
reclamos. La competencia por el beneficio recrea permanentemente las tendencias re-
gresivas de este sistema.
Los reformistas consideran que las mejoras sociales debilitan a los patrones. Pe-
ro no toman en cuenta que estos logros también permiten a los capitalistas afrontar si-
tuaciones adversas y preparar una reacción defensiva. Los empresarios siempre tienden
a restaurar los privilegios retaceados por las conquistas sociales. Lo que imposibilita la
paulatina abolición de la dominación que ejercen los explotadores es esta compulsión al
atropello social que permanentemente renueva la propia acumulación.
LA VERSIÓN EUROCOMUNISTA
La vertiente eurocomunista del reformismo postuló suavizar las normas coerciti-
vas del estado y la preeminencia mercantil en la sociedad a través de dos vías: el con-
senso de largo plazo con la burguesía y una hegemonía cultural creciente de los trabaja-
dores.
Pero el primer tipo de alianza nunca funcionó porque las clases dominantes no
comparten el poder. Sólo asimilan a su régimen a ciertas capas privilegiadas de origen
popular. Esta cooptación alimenta burocracias integradas por funcionarios que dependen
de las prebendas estatales. El punto culminante de esta absorción ha sido la consolida-
ción de grupos políticos y sindicales provenientes de la izquierda, que son directamente
financiados por grandes industriales y banqueros.
Ningún gobierno de coalición con la burguesía prepara un salto hacia el socia-
lismo. Al contrario cumplen la función opuesta de consolidar el status quo. Refuerzan el
poder de los capitalistas sin atenuar su rechazo a las conquistas sociales. Estas experien-
cias anulan el ímpetu transformador de los reformistas, que al amoldarse al sistema
tienden a renunciar a las mejoras sociales. La búsqueda de consensos con la burguesía
provoca, además, fuertes divisiones en el campo popular, ya que afianza el bloque de
los opresores y fractura el bando de los oprimidos.
La experiencia también ha demostrado que la política de expansión de espacios
culturales gestionados por los trabajadores no reemplaza la conquista del poder. A dife-
rencia de la burguesía, los asalariados no pueden obtener una capacidad transformadora
sin contar con los recursos económicos que brinda el manejo del estado. La idea de re-
petir el paulatino ascenso que realizaron los capitalistas bajo el feudalismo choca con la
ausencia de poder efectivo por parte de los asalariados bajo el sistema actual. Los traba-
jadores no acumulan riquezas, no controlan empresas, ni administran bancos. Por eso no
pueden convertir a estas entidades en un poder paralelo que desplace a su adversario
burgués. Los asalariados no repiten el camino de los capitalistas que desarrollaron una
acumulación primitiva, se convirtieron en acreedores de los gobernantes y en dueños
efectivos de la sociedad antes de asumir el control del estado13.
Todas las justificaciones eurocomunistas basadas en el pensamiento de Gramsci
eludieron estos problemas. Desvirtuaron las categorías del revolucionario italiano de su
sentido original, omitiendo que Gramsci buscaba diseñar una estrategia socialista que
permitiera adaptar el éxito del precedente soviético a las condiciones de Europa Occi-
dental. Con esa finalidad habló de Oriente y Occidente, reintrodujo la contraposición
entre sociedad civil y estado y con ese objetivo distinguió la toma del poder por parte de
los trabajadores («guerra de movimientos») de la conquista previa de su hegemonía po-
lítica, mediante una alianza con toda la población oprimida («guerra de posición»).
13
Estas caracterizaciones desarrolló: Mandel, Ernest. Crítica al eurcomunismo, Fontamara, Madrid,
1978; Mandel, Ernest. «La social-démocratie désemparée», Inprecor, números 507-508, julio-agosto de
2005, París.
147
Al soslayar estas finalidades, el eurocomunismo difundió una interpretación
inofensiva del pensamiento de Gramsci. Ignoró especialmente los cinco propósitos cen-
trales de su elaboración: la meta estratégica comunista, el proyecto anticapitalista pre-
vio, la preparación de la toma del poder, la necesidad de forjar una alianza de trabajado-
res y el pueblo y la distinción entre países centrales y periféricos14.
La concepción de Gramsci se sitúa en las antípodas de la visión reformista en la
medida que convoca a los oprimidos a construir su propio poder, mediante una ruptura
radical con el sistema burgués. Este corte es incompatible con la ilusión de sustraer pau-
latinamente el poder a las clases dominantes.
ESTRATEGIAS SOCIALISTAS
Para superar los defectos de la estrategia socialdemócrata y liberal-igualitarista
hay que promover la lucha por reformas junto al proyecto de erigir una sociedad posca-
pitalista. Solo este horizonte garantiza la consistencia de estos avances. Mientras preva-
lezcan los principios del beneficio, la competencia y la explotación no habrá conquistas
sólidas y perdurables para los trabajadores. Por eso la batalla por reivindicaciones mí-
nimas debe enlazar con el programa de construir el socialismo. Mejorar la situación
inmediata de los oprimidos y difundir los pilares de un programa emancipatorio consti-
tuyen dos caras de un mismo proceso de lucha popular. Y encontrar las mediaciones
entre ambas metas es la clave de una estrategia socialista.
Esta política incluye una dimensión pedagógica tendiente a esclarecer por qué el
capitalismo es un obstáculo estructural para el logro de reformas sociales consistentes.
Las reivindicaciones no deben concebirse solo como demandas en sí mismas, sino como
instrumentos de crítica al sistema vigente y puntos de partida de lo que podría obtenerse
en una sociedad liberada de la opresión burguesa.
Las reformas constituyen un pilar del proyecto anticapitalista en la medida que
su logro contribuiría a consolidar la confianza de los oprimidos en su rol protagónico de
la transformación social. Por eso las mejoras deben conquistarse desde abajo y no obte-
nerse como concesiones administradas desde arriba. A través del primer camino cum-
plen una función impulsora de nuevas luchas, pero mediante la segunda modalidad los
avances pueden ser utilizados para descomprimir la protesta y reforzar la autoridad de
los opresores.
Las clases dominantes otorgan concesiones para recuperar la iniciativa política y
preparar nuevos atropellos. Esta acción no es patrimonio de los gobiernos progresistas.
Puede ser también implementada por el establishment para anticiparse a la acción popu-
lar y disciplinar a los movimientos de protesta.
Las reformas pueden conquistarse en secuencias temporales muy variadas. Pero
nunca siguen las etapas rigurosamente preestablecidas que imaginan los reformistas
conservadores. Es particularmente erróneo promoverlas como peldaños de períodos
disociados: primero derrotar al neoliberalismo, luego afianzar un modelo keynesiano,
posteriormente introducir cambios redistributivos y finalmente iniciar el rumbo hacia la
nueva sociedad.
Este cronograma de compartimentos estancos no se amolda a la realidad del ca-
pitalismo. La competencia por la ganancia impide esta evolución porque el pasaje de
una etapa a otra tiende a frustrarse con los atropellos patronales a las conquistas socia-
14
Anderson describe ese proyecto y Borón critica la distorsión eurocomunista: Anderson, Perry. Las
antinomias de Antonio Gramsci, Fontamara, Barcelona, 1981; Borón Atilio y Cuellar, Oscar. «Apuntes
críticos sobre la concepción idealista de la hegemonía», Revista Mexicana de Sociología (México), Año
XLV, Vol. XLV, número 4.
148
les. Además, las crisis irrumpen imprevistamente y rompen todos los equilibrios alcan-
zados en cada fase. La dinámica del capital siempre vulnera las pautas del desarrollo
conciliado, que imaginan los reformistas.
Por eso la perspectiva socialista debe permanecer siempre abierta. Las reformas
y el socialismo conforman dos universos mutuamente conectados e interdependientes.
Para que las reformas sean significativas su concreción debe enlazarse con el debut de
una transición anticapitalista. De lo contrario se frustran conjuntamente el proyecto de
una sociedad igualitaria y la vigencia o extensión de las reformas.
149
muy difundido para justificar la rendición pasiva («la correlación de fuerzas es desfavo-
rable»)15.
La actitud de Luxemburgo es muy aleccionadora. Valoró la revolución como
acontecimiento emancipador y sobre todo aplaudió el coraje de los bolcheviques para
tomar el poder. A pesar de sus reservas frente a varias políticas adoptadas en la naciente
URSS, no dudó en apoyar la gesta de octubre. Luxemburgo comprendió que las revolu-
ciones son procesos colectivos de maduración política. No responden a la decisión
adoptada por un grupo minoritario, ni constituyen actos de obediencia a un líder.
Estos antecedentes permiten concebir el perfil de la revolución como un momen-
to clave de la acción popular que desembocaría en el socialismo. Se puede imaginar a
este curso con distintos ritmos: eslabones ascendentes de una dinámica secuencial o
períodos de conquistas cronológica y geográficamente más separados. Pero sin una rup-
tura con el capitalismo este desenvolvimiento nunca podrá despegar. Esta conclusión
continúa singularizando al enfoque revolucionario.
El sesgo de un proceso anticapitalista presentaría en la actualidad formas mucho
más variadas. Hay que tomar en cuenta que las nuevas generaciones no acceden a la
acción política bajo el impacto de grandes revoluciones triunfantes (rusa, china, yugos-
lava, vietnamita, cubana), ni frustraciones equivalentes (Chile, Portugal, Nicaragua). La
resonancia épica de estas experiencias ha perdido el eco que tuvo durante el siglo XX.
Sólo nuevos episodios de esta envergadura recrearían el impacto que tuvieron esas epo-
peyas. Pero esta pérdida de nitidez del escenario revolucionario no anula los impulsos
hacia la emancipación. En la búsqueda de metas igualitarias aflora la revolución como
perspectiva para erradicar la opresión.
La revolución puede ser actualmente interpretada como el episodio central de
una ruptura anticapitalista. Constituye el momento clave del conflicto entre la lógica
opresiva del capitalismo y la dinámica liberadora de la acción popular. Conforma un
punto de giro en el antagonismo que opone a la explotación con la igualdad y al benefi-
cio con la satisfacción de las necesidades sociales.
En esta perspectiva deben encuadrarse los viejos debates sobre la revolución. No
existe un modelo de validez general para el acceso al poder (guerra de posición o de
movimiento), ni métodos invariablemente superiores para derrotar al enemigo (huelga,
insurrección, guerra popular prolongada, dualidad de poderes). Estas modalidades solo
tienen relevancia específica en cada coyuntura, en función de la historia política y el
grado de organización popular prevaleciente en cada país.
EL REFORMISMO RADICAL
En la actualidad muy pocos reformistas logran reformas. Sin embargo, la crítica
del socialismo revolucionario tampoco mantiene los adeptos del pasado. La crisis de la
socialdemocracia y la fragilidad del liberalismo igualitarista coexisten con el debilita-
miento de la prédica izquierda socialista. Por eso han surgido distintas tendencias re-
formistas radicales que rechazan la adaptación al status quo sin adoptar un horizonte
anticapitalista. Esta nueva variedad de reformismo no tiene exponentes teóricos defini-
dos, pero aglutina a los defensores de proyectos redistributivos diferenciados del keyne-
sianismo y críticos de la regulación capitalista favorable a las clases dominantes. Estas
corrientes ejercen gran influencia en los movimientos sociales y en los foros altergloba-
listas.
15
Luxemburgo, Rosa. «La revolución rusa», Obras escogidas, tomo 2, Ediciones Pluma, Buenos Aires.
150
El principal problema político que enfrentan estas tendencias contrarias al re-
formismo conservador es el dilema de la consecuencia. En los momentos de crisis, mo-
vilización social o resistencia patronal aparecen las disyuntivas que obligan al refor-
mismo radical a sincerar sus alineamientos. En esas circunstancias se transparenta la
verdadera disposición que tiene cada reformista para afrontar la batalla por las reformas.
Cuando el margen para conciliar las exigencias populares con las tendencias re-
gresivas del sistema se estrecha abruptamente, los reformistas enfrentan dos opciones:
confrontar con los capitalistas o renunciar a las demandas. El verdadero cariz conserva-
dor o radical de cada corriente se clarifica en estas disyuntivas. Mientras que la primer
tendencia busca el compromiso a costa de los reclamos sociales, la segunda sostiene la
acción popular. Los reformistas conciliadores se adaptan a los atropellos reaccionarios y
los reformistas consecuentes mantienen su decisión de luchar por las conquistas.
Lo que diferencia ambas actitudes no es sólo la evaluación de lo que puede o no
conquistarse en cada circunstancia, sino también el método utilizado para alcanzar esos
objetivos. Los reformistas conservadores jerarquizan la negociación y los consecuentes
privilegian la acción directa. Los primeros eligen la presión por arriba y los segundos la
movilización por abajo. Son dos formas distintas de enfrentar la movilización por mejo-
ras y aunque a veces ambas modalidades tienden a combinarse, un método siempre pre-
valece sobre el otro.
La aversión por la movilización empuja al reformismo conciliador a ubicarse en
el campo de los opresores. Al condenar las sublevaciones populares que cruzan cierta
frontera de radicalidad, estrechan relaciones con las clases dominantes. Habitualmente
justifican su rechazo de la lucha con argumentos favorables al logro gradual de las de-
mandas. Pero esta opción no es una elección libre de condicionamientos. Lo que no se
conquista en el momento propicio se pierde definitivamente o es concedido por las cla-
ses opresoras, cuando pueden encarrilar el movimiento social hacia la aceptación del
orden capitalista.
Lo que diferencia a los reformistas consecuentes de los inconsecuentes es lo que
se postula en cada plataforma y sobre todo la disposición real hacia la lucha. Esta diver-
gencia se localiza en el terreno de las conductas. Mientras que los radicales se solidari-
zan instantáneamente con todas las sublevaciones populares, los conservadores selec-
cionan cuál merece su aprobación, cuál será tratada con indiferencia y cuál requiere su
explícito repudio.
Los reformistas conservadores siempre advierten contra la utilización derechista
de una protesta popular. Nunca registran el potencial transformador de esa acción por-
que temen el veto de las clases dominantes. Esta censura es la referencia de su compor-
tamiento y por eso invariablemente encuentran desaciertos en cualquier forma de la lu-
cha social. O es muy violenta, o es muy desprolija o es muy inoportuna. Siempre alertan
contra el inexorable fracaso de una movilización, huelga o sublevación y anticipan que
sus efectos serán regresivos. Presagian que la extensión de un levantamiento desembo-
cará en el caos, la anomia o la despolitización.
El reformismo radical tiende, por el contrario, a ubicarse en el campo de los
oprimidos y a adoptar posiciones favorables a su movilización contra las clases domi-
nantes. Cuando esta postura se afianza también emergen las implicancias anticapitalistas
de esta actitud, porque sostener la lucha popular conduce en última instancia a desbor-
dar al propio sistema. Los reformistas consecuentes que no aceptan la deserción social-
demócrata, ni las vacilaciones del liberalismo igualitarista tienden a converger con los
socialistas revolucionarios.
REFORMA Y REVOLUCIÓN
151
Un empalme entre corrientes radicales y socialistas podría contribuir a dilucidar
la relación contemporánea que existe entre la reforma y la revolución. Ambos caminos
forman parte de un mismo proceso de lucha contra la opresión capitalista. No son sen-
deros completamente ajenos, ni totalmente divergentes. Lo importante es saber distin-
guir los momentos de primacía de cada metodología. Este predominio depende de con-
diciones históricas que no pueden elegirse a voluntad, porque el logro de reformas y el
éxito de la revolución corresponden a circunstancias diferentes. Lo que puede conciliar-
se en ciertas coyunturas económicas, etapas políticas y niveles de conciencia popular se
torna excluyente en otros momentos. Pero esta combinación exige no despreciar las
reformas, ni descartar las rupturas revolucionarias.
Los reformistas que abjuran de la revolución y revolucionarios que objetan las
reformas frecuentemente equivocan las áreas de oposición y convergencia de ambos
cursos en el escenario contemporáneo. Las políticas de reforma y revolución constitu-
yen respuestas a la obstrucción estructural que impone el capitalismo al bienestar popu-
lar. Este sistema tiende a atropellar los derechos conquistados y a crear situaciones in-
soportables para la mayoría popular. Según la forma que asume esta agresión y el nivel
de la resistencia popular se crean períodos más propicios para la reforma o la revolu-
ción. Captar esta diversidad exige evitar una oposición abstracta o maniquea entre am-
bos cursos16.
La síntesis que propuso Rosa Luxembrgo hace un siglo constituye un buen
ejemplo de este ensamble. Polemizó con el reformismo aburguesado de la socialdemo-
cracia, objetando el abandono de la perspectiva revolucionaria y demostrando que la
lucha consecuente por mejoras exige tener presente ese horizonte. Luxemburgo no plan-
teó una dicotomía entre ambos rumbos, sino ligazones entre la batalla por mejoras so-
ciales con el desemboque revolucionario.
Luxemburgo resaltó cómo ambos procedimientos están indisociablemente vincu-
lados («la reforma es el medio, la revolución es el fin») a través de mutuos condiciona-
mientos y complementaciones. Demostró que la ambición anticapitalista se alimenta de
la voluntad por conquistar reformas. Por eso la opción revolucionaria permite el acceso
a estos logros, mientras se concibe simultáneamente su superación mediante un proyec-
to socialista17.
En toda la historia contemporánea la reforma y la revolución estuvieron directa-
mente conectadas. Todas las mejoras fueron conquistadas bajo el impacto de turbulentas
conmociones. Algunas revoluciones fracasadas indujeron a los capitalistas a otorgar
concesiones (Europa a fines del siglo XIX) y otras exitosas (URSS, China, Yugoslavia)
empujaron a las clases dominantes a extender el estado de bienestar. La toma del poder
por los socialistas revolucionarios eliminó a su vez en varios países, los impedimentos
para implementar reformas significativas.
En todos los casos la revolución sobrevoló a las reformas. Creó las condiciones
políticas para su concreción, generalizó la conciencia de su necesidad o asustó a los
dominadores. Las reformas siempre fueron consecuencia directa o indirecta de un gran
levantamiento popular previo, interior o exterior al propio país. Esta conexión entre re-
forma y revolución no desaparecerá en el futuro.
16
Este enfoque desarrolla: Samary, Catherine. «De la citoyenneté au dépérissement de l´etat», Contre-
temps, número 3, febrero de 2002.
17
Luxemburgo, Rosa. «Reforma o revolución»…
152
El contenido de las reformas y el método requerido para alcanzarlas constituyen
los puntos de encuentro entre el reformismo radical y el socialismo revolucionario. Es
más importante la decisión de luchar por un programa de mejoras que la predicción abs-
tracta sobre el grado de factibilidad que presenta la obtención de cada logro. Como lo
prueba lo ocurrido con el estado de bienestar ―que se desenvolvió sin que nadie pro-
nosticara su aparición― estos avances dependen de circunstancias poco previsibles.
Lo que el capitalismo puede conceder en cada coyuntura difiere en cada país en
función de condicionamientos económicos (coyuntura, nivel de productividad, lugar en
la división internacional del trabajo), político-sociales de las clases dominantes (expe-
riencia, tradición y conducta de las clases dominantes) y de las clases populares (inten-
sidad de la lucha, grado de conciencia y organización de los oprimidos). Dentro de este
marco rigen ciertos límites infranqueables y un margen incierto de posibilidades refor-
mistas.
Lo que sí puede anticiparse es que la lógica del capitalismo tenderá a revertir o
neutralizar todo lo que se ha logrado. Y por eso se necesita aunar la lucha inmediata con
una estrategia de transformación socialista, combinando la crítica a las ilusiones refor-
mistas con la acción consecuente por el logro de mejoras. Si se mantiene este horizonte,
la propia experiencia permitirá dilucidar cuáles son las reformas compatibles e incom-
patibles con el capitalismo contemporáneo en cada situación nacional.
¿Pero cómo se podría combinar concretamente la lucha por reivindicaciones in-
mediatas con proyectos emancipatorios? El Programa de Transición que Trotsky planteó
en la entreguerra aporta cierto modelo para reflexionar sobre esta conjunción. Es una
plataforma muy útil si se recoge su metodología y se adapta su contenido a las circuns-
tancias actuales, que son sustancialmente diferentes a las vigentes cuando se elaboró esa
plataforma. Lo sustancial es registrar cómo ese planteo sintetiza demandas básicas y
aspiraciones máximas con ideas, propuestas y consignas tendientes a facilitar la madu-
ración política socialista de los oprimidos18.
Pero esta articulación exige valorar las conquistas mínimas. Este tipo de logros
es indispensable para preparar un salto anticapitalista porque permite afirmar la con-
fianza popular en la construcción de una opción socialista. Por eso es vital reconocer la
legitimidad y conveniencia de esas conquistas. Cuando los oprimidos mejoran su situa-
ción a costa de los beneficios, los movimientos sociales ganan cohesión, conciencia y
capacidad de lucha para afrontar desafíos más ambiciosos.
Es muy pernicioso descalificar estas mejoras presentándolas como dádivas que
convalidan la explotación. Este cuestionamiento desconoce que las demandas mínimas
concentran la expectativa popular e impulsan la lucha social. Pero, además, ignora la
función primordial que tienen las victorias populares en los procesos de radicalización
que preceden a una transformación anticapitalista.
Para aplicar adecuadamente Programas de Transición hay que registrar también
la gran variedad de situaciones objetivas y subjetivas que prevalecen en cada caso na-
cional. Este reconocimiento es clave porque las crisis económicas contemporáneas han
producido efectos muy desiguales en los países centrales y periféricos, creando marcos
de inestabilidad política y resistencia popular muy diferenciados. Si no se reconoce, por
ejemplo, que el colapso observado en Latinoamérica difiere de las recesiones cíclicas
registradas en Europa o Estados Unidos, no hay forma de plantear una estrategia socia-
18
Trotsky, León. El programa de transición, Ediciones El Yunque, Buenos Aires, 1973.
153
lista acertada. Y el problema es mucho mayor si no se distingue el tipo de resistencias
sociales que predominan en una u otra región19.
LA CONVICCIÓN SOCIALISTA
19
Quiénes hablan de la «argentinización» de la economía alemana o norteamericana e interpretan que el
combate por demandas inmediatas plantea en la mayor parte de los países la cuestión del poder incurren
ambos errores.
20
Este error comete: Altamira, Jorge. «La cuestión del poder, los luchadores y la izquierda», Prensa
Obrera, número 865, agosto de 2004.
21
El catastrofismo constituye también un legado de la entreguerra por su afinidad con las expectativas
mesiánicas que afloraron en ese período. Su gusto por las profecías lo sitúa más cerca de los mitos mile-
naristas que de la herencia científica del marxismo. Hemos sintetizado nuestra visión en: Katz, Claudio.
«Capitalismo contemporáneo: etapa, fase y crisis», AA. VV. Ensayos de Economía, Medellín, Septiembre
2003, Colombia.
22
Oviedo, Luis. «La crisis capitalista y la política social de la burguesía», En defensa del marxismo, nú-
mero 20, mayo de 1998, Buenos Aires.
154
Para renovar una estrategia anticapitalista resulta indispensable hablar del socia-
lismo. Hay que poner fin a la proscripción que se han auto-impuesto muchos izquierdis-
tas. Al ocultar su fisonomía socialista abandonan el campo de batalla antes del combate
y su timidez, inhibición y autocensura los condena a perder la partida de antemano.
Mientras que los neoliberales reivindican a sus antecesores neoclásicos y los he-
terodoxos rescatan su trayectoria keynesiana, muchos socialistas han renunciado a su
propia herencia. Archivan el lenguaje, las consignas y los ideales para disimular sus
convicciones. Esta actitud les impide transmitir un programa socialista y defenderlo con
énfasis y coraje.
Por supuesto que es legítimo dudar de la conveniencia o viabilidad del socialis-
mo. Estos interrogantes permiten revisar el sentido de un proyecto. Pero actualmente no
faltan las preguntas, sino las respuestas positivas a estos cuestionamientos, porque los
defensores del socialismo han optado por el silencio. Esta conducta permite que el cen-
tro de la escena política sea ocupado por las diversas vertientes del reformismo, el anti-
liberalismo burgués y los escépticos de cualquier proyecto.
El socialismo debe ser renovado como alternativa emancipatoria. Este replanteo
permitirá superar el legado de tiranías burocráticas que gobernaron en su nombre duran-
te el siglo XX. El socialismo es inconcebible al margen de la construcción de una genui-
na democracia. Pero sobre todo representa un planteo de oposición sin concesiones al
capitalismo.
Aunque este sistema presenta varios rostros se rige por invariables mecanismos
de opresión. Es un régimen de miseria, humillación y sufrimientos, que se desenvuelve
atormentando a los pueblos para asegurar los privilegios de los explotadores. No puede
ser regulado porque la competencia corroe este control, no puede ser humanizado por-
que se fundamenta en la sujeción de los asalariados, no puede ser pacificado porque se
reproduce con guerras y conquistas. El socialismo es necesario para que otro mundo sea
posible.
Noviembre de 2005
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res.
156
― CAPÍTULO 9 ―
1
Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria de la economía de izquierda», En defensa del
marxismo, número 34, diciembre de 2006.
157
La percepción de una catástrofe se insinuó ya en las últimas crisis del siglo XIX,
pero se tornó corriente durante la depresión del 30 y la entre-guerra. Por eso el término
derrumbe fue adoptado por los socialistas revolucionarios de esa época. Algunos histo-
riadores han utilizado el mismo concepto para caracterizar el período 1915-45 como una
«era de las catástrofes», diferenciada de la fase de previa de «optimismo» y de la «edad
de oro» posterior2.
Esta clasificación resalta el sentido temporal de la noción en debate, al referirla a
un período acotado. En cambio los catastrofistas extienden ilimitadamente su vigencia,
como si la historia se hubiera detenido luego de la Primera Guerra mundial. Diluyen el
sentido de esa etapa de colapso al ensanchar su duración. Repiten una deformación que
afecta al concepto de crisis y que tiende a transformar lo excepcional en cotidiano. No-
ciones surgidas para explicar lo anormal quedan identificadas con lo habitual y pierden
toda utilidad. Si la catástrofe gobierna al planeta en forma invariable desde hace 90
años, resulta imposible distinguir en qué se diferencia de una situación corriente.
Este vaciamiento del concepto contrasta con el significado preciso que presenta-
ba a principio del siglo XX. En ese período, el teórico revisionista alemán Bernstein re-
chazó la asociación de la teoría marxista con alguna forma de derrumbe económico.
Argumentó que la expansión de la clase media y la atenuación de los ciclos morigeraban
los traumas del capitalismo, convirtiendo al ideal de justicia en la única justificación del
proyecto socialista. Los dogmáticos estiman que cualquier crítica a su catastrofismo
equivale a reproducir ese enfoque y recuerdan que esa discusión determinó la división
entre revolucionarios y reformistas3.
Pero la acusación choca un severo escollo: el principal oponente de Bernstein
fue Kaustky, otro social-demócrata que siguió el camino pro-capitalista inaugurado por
su adversario. Se consideraba ortodoxo y recurrió al mismo arsenal de citas que actual-
mente utilizan los dogmáticos. Argumentó que el derrumbe era inevitable, pero postuló
su regulación a través de la acción estatal. Esta postura demuestra que la afinidad con el
catastrofismo no otorga patente de revolucionario.
La teoría del derrumbe se mantuvo como doctrina oficial de la II Internacional, a
pesar del giro gradualista de esa organización. Algunos teóricos como Cunow desen-
volvieron incluso una concepción totalmente evolucionista, sin renegar de la tesis del
derrumbe. Esta compatibilidad quedó posteriormente confirmada con la incorporación
de la teoría del colapso al programa oficial del stalinismo, bajo la inspiración del eco-
nomista Yevgueni Varga.
Esa concepción fue adaptaba a las necesidades políticas del momento y en fun-
ción de estos compromisos, el desmoronamiento del capitalismo podía ser ubicado en
un punto próximo o lejano. Este multiuso del catastrofismo persiste hasta la actualidad.
Como es una teoría abstracta e inconsistente puede ser acomodada a cualquier requeri-
miento.
2
Hobsbawm, Eric. Historia del siglo XX, Crítica, Buenos Aires, 1998 (introducción y capítulo 7).
3
«Katz repite de un modo casi literal a Eduard Bernstein, (pero) no tiene agallas para presentar sus dis-
quisiciones en el marco de la tradición bernsteiniana… Haría el ridículo, (ya que) ningún sociólogo de la
pseudo-izquierda se atreve en la actualidad a pretender una actualización de (esa) teoría». En: Rieznik,
Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria de la economía de izquierda»…
158
cesado de crecer». Este diagnóstico no es actualmente explicitado por sus dogmáticos
sucesores. Resaltan la «destrucción» o el «bloqueo» de estos recursos, sin definir si el
concepto original perdió o no validez4.
Esta confusión es importante porque tanto el bloqueo de las fuerzas productivas
como su conversión en instrumentos destructivos forman parte de la naturaleza intrínse-
ca de un sistema, basado en la explotación, la concurrencia y el beneficio. En cambio la
tercera noción de freno alude a una coyuntura específica de depresión y no al funciona-
miento corriente del capitalismo.
Trotsky diagnosticó esa parálisis en el clima legado por el crack del 29 y en las
vísperas de la segunda guerra. Cometió el error de presentar ese dato como un rasgo
incorporado a la lógica del capitalismo, en contradicción con su postura distante del
catastrofismo. La tesis que elaboró en torno al desarrollo desigual y combinado presu-
pone el funcionamiento dinámico del sistema, ya que observa la mixtura de modernidad
y atraso en los países periféricos como resultado de una intensa competencia internacio-
nal por el beneficio. Esa coexistencia emerge porque la acumulación sucede periódica-
mente al estancamiento, en un marco de fluida integración de las economías dependien-
tes al mercado mundial.
También el análisis que presentó Trotsky de la internacionalización creciente del
capitalismo se apoyaba en un reconocimiento del dinamismo de este sistema. Su especí-
fica interpretación de las curvas del desarrollo de largo plazo —resultantes del desenla-
ce de grandes guerras y revoluciones— es particularmente incompatible con cualquier
esquema estancacionista.
Pero las observaciones sobre la parálisis de las fuerzas productivas que expuso
sobre el final de su vida fueron transformadas en un estandarte del catastrofismo. Esta
interpretación fue desarrollada en 1960-70 por los teóricos trotskistas ortodoxos afines a
la corriente de Pierre Lambert, en oposición a las acertadas críticas que formuló Ernest
Mandel5.
Los defensores del catastrofismo presentaban el freno de las fuerzas productivas
como un dato invariable desde 1914. Omitían que la destrucción y desvalorización de
esos recursos —como resultado de la depresión y las guerras— había recreado su ex-
pansión cíclica, junto a la recomposición de la tasa de ganancia y la ampliación de los
mercados. Como todos los indicadores desmentían las tesis estancacionistas modifica-
ron el significado del concepto fuerzas productivas. En lugar de expresar niveles de
productividad, PBI, tecnología o consumo, esa noción quedó identificada con el «desa-
rrollo del hombre». De esta forma desplazaron hacia campo filosófico el tratamiento de
un tema nítidamente económico6.
Pero con este equivocado planteo intentaron al menos nutrir de algún fundamen-
to, a la tesis que los dogmáticos actuales simplemente enuncian. Los catastrofistas del
siglo XXI omiten cualquier referencia a ese argumento, dando a entender que nadie ha
4
«El capitalismo está condenado a descomponerse… cuando tiende a convertir el desarrollo de las fuer-
zas productivas en fuerzas destructivas». En: Rieznik, Pablo. «Trabajo productivo, trabajo improductivo y
descomposición capitalista», En defensa del marxismo, número 21, agosto-octubre de 1998. «El viejo
régimen no desaparece si no se ha transformado en un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas produc-
tivas». En: Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria de la economía de izquierda»… Las
«fuerzas productivas ALCAnzaron tal grado de desarrollo, que ya no pueden coexistir con el capitalismo,
sin producir una catástrofe permanente». En: Oviedo, Luis. «Socialismo o barbarie: la guerra imperialista
y la crisis mundial», En defensa del marxismo, número 30, abril de 2003.
5
Hemos expuesto nuestra visión de esa discusión en: Katz, Claudio. «Ernest Mandel y la teoría de las
ondas largas». Razón y Revolución, número 7, verano de 2001, Buenos Aires.
6
Esta visión presentó: Fougeyrollas, Pierre. Ciencias sociales y marxismo, Fondo de Cultura Económica,
México, 1981 (capítulos 15 a 18).
159
opinando sobre el tema desde 1940. Esta alergia a cualquier reflexión impide entender
en qué se apoya su enfoque. Por un lado se resisten a reconocer que en los períodos de
reactivación las fuerzas productivas se expanden, pero por otra parte tampoco reivindi-
can la caracterización humanista de estos recursos como un parámetro de realización del
individuo. No aceptan el curso fluctuante que adopta la evolución de las fuerzas produc-
tivas en función del ciclo económico y se limitan a ilustrar lo obvio: el carácter nefasto
del capitalismo en cualquier terreno. Qué relación guarda esta conclusión con el augurio
de catástrofe es una incógnita sin respuesta.
7
A fines del siglo XX rigió «la etapa culminante de la civilización capitalista… Fue el período en que el
sistema consumó… el apogeo de su misión histórica… Posteriormente se afianzó un momento histórico
totalmente diferente… de catástrofes sociales y económicas e… inversión completa de la curva de los
progresos de las masas». En: Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria de la economía de
izquierda»…
160
ces sociales se registró durante el estado de bienestar (1950-70) y otra escalada de atro-
pellos patronales se ha consumado desde el ascenso del neoliberalismo (1980-90).
Esta reiteración confirma que el capitalismo continúa incluyendo etapas de pre-
eminencia de las mejoras populares y de las agresiones burguesas. Quienes desconocen
esta fluctuación —porque han decretado que en el «capitalismo decadente ya no hay
reformas sociales»— no pueden reconocer el alcance de las conquistas sociales de post-
guerra, ni comprender la reacción thatcherista posterior. Suponen que el capitalismo
arremete sin pausa desde hace 90 años contra logros obtenidos a fines del siglo XIX.
Los catastrofistas demuestran poco interés por estudiar la dinámica del capita-
lismo contemporáneo, porque tienden a atribuir más relevancia a la esfera político-
militar del sistema que a sus fundamentos económicos. Presentan descripciones que
diluyen la lógica objetiva del capital y que contradicen sus propios augurios de catástro-
fe. Pero lo más común es la identificación de la decadencia con una «crisis mundial»,
que observan en todas las esferas del capitalismo8.
Esta imagen de disfunción permanente, sin fecha de inicio, puntos de agrava-
miento o momentos de distensión resulta particularmente indescifrable. Realza las ten-
siones contemporáneas, olvidando que la armonía nunca rigió la existencia del género
humano. La crisis es siempre un momento de disrupción y nunca una fase perdurable.
No puede constituir una «categoría del capitalismo en descomposición», porque solo
existe en función de su par simétrico que es la estabilidad. Los catastrofistas dan rienda
suelta a su imaginación para encontrar algún sostén conceptual de sus afirmaciones. En
esta búsqueda, la invención nunca empalma con el rigor.
8
«La situación internacional (está) dominada por la crisis mundial, que es una categoría histórica especí-
fica, referida al momento en que la descomposición del capitalismo como sistema mundial adquiere la
forma de crisis políticas (y) de crisis revolucionarias… que engloban un proceso único». En: Oviedo,
Luis. «El carácter de la situación mundial», En defensa del marxismo, número 15, septiembre de 1996.
Varios ejemplos de estos impactos presenta: Rieznik, Pablo. El mundo no empezó en el 4004 antes de
Cristo, Biblos, Buenos Aires, 2005 (pp. 66-67).
161
ción exige compensaciones del esfuerzo laboral creciente. La propia reproducción del
capital requiere, además, una expansión significativa del consumo.
En los países centrales el salario no decae en términos absolutos en el largo pla-
zo, aunque retroceda en comparación a las ganancias o al ingreso total. Únicamente
sobre los informales recae el tipo de exclusión, que podría asemejarse a la miseria cre-
ciente. Este rasgo se verifica también en la acumulación primitiva que procesan las eco-
nomías periféricos y en todos los picos de las grandes depresiones. Pero la reproducción
corriente genera —junto a la desigualdad de los ingresos— formas solo relativas de
pauperización. Si la miseria creciente fuera una tendencia dominante convertiría a todos
los asalariados en mendigos, imposibilitando el socialismo. Este colapso conduciría a la
disgregación de los trabajadores como sujetos de la transformación anticapitalista9.
El catastrofista no vierte ninguna opinión sobre este tema y tampoco explica
cuáles son las conexiones que establece entre la supremacía de los bancos y el derrum-
be. Solo enfatiza la existencia de una gran autonomía de las finanzas, propagando la
imagen fantasmal del capitalismo, que suscriben todos los encandilados por el universo
del dinero. Estas miradas pierden de vista el basamento productivo de la acumulación,
que ha sido siempre subrayada por los marxistas para explicar como funciona el siste-
ma, a partir de la expropiación de plusvalía. Esta centralidad explica porque rigen leyes
del capital en el ámbito productivo y no en la esfera monetaria. La especulación finan-
ciera es un proceso derivado y dependiente del valor generado por los asalariados y
apropiado por los patrones.
El catastrofista desconoce estos principios básicos porque está deslumbrado con
los vaivenes de la Bolsa. Sigue con atención todas las transacciones con bonos, acciones
o títulos públicos, olvidando que estas operaciones son regidas en última instancia por
expectativas de ganancias asentadas en la explotación de la fuerza de trabajo. Su des-
lumbramiento por el corto plazo financiero es congruente con su búsqueda de explosio-
nes, pero no facilita ninguna comprensión de las contradicciones que caracterizan al
capitalismo actual10.
En medio de un laberinto de tecnicismos financieros el catastrofista suele argu-
mentar que la hipertrofia bancaria deriva de la «crisis de sobreproducción». Supone que
con una escueta afirmación y algunas cifras de excedentes invendibles han dejado esta-
blecida la conexión productiva, que le permite cumplir con el credo marxista. Pero una
frase al pasar no zanja ningún problema. La sobreproducción es tan solo una expresión
de cualquier tipo de crisis capitalista. No define la intensidad de esa turbulencia, ni ilus-
tra los mecanismos de su expansión. El dogmático constata como la producción ha des-
bordado al consumo en tal o cual sector, pero no explica causas o alcances de esa des-
proporción y tampoco aclara su relación con el derrumbe11.
Finalmente los teóricos del colapso mencionan con grandilocuentes calificativos
otro cimiento posible de su concepción: la tendencia decreciente de la tasa de ganan-
cia12. Pero mantienen invariable su costumbre de ignorar medio de siglo de discusiones
9
Hemos expuesto este problema en: Katz, Claudio. «Sweezy: los problemas del estancacionismo», Ta-
ller. Revista de sociedad, cultura y política, volumen 5, número 15, abril de 2001, Buenos Aires.
10
Hemos desarrollado este tema en: Katz, Claudio. «Enigmas contemporáneos de las finanzas y la mone-
da», Revista Ciclos, número 23, primer semestre de 2002, Buenos Aires.
11
Hemos analizado los problemas de la teoría marxista de la sobreproducción en: Katz, Claudio. «La
teoría de la crisis en el nuevo debate Brenner», Cuadernos del Sur, año 17, número 31, abril de 2001,
Buenos Aires.
12
«La ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia es la prueba de la tendencia al derrumbe, al
colapso y a la descomposición capitalista… Es una demostración práctica del retroceso civilizatorio. de
una época de crisis terminal...Este es el significado profundo de la ley». En: Rieznik, Pablo. Las formas
del trabajo y la historia, Biblios, Buenos Aires, 2003 (pp 98-99). «La base de la crisis mundial es la inca-
162
sobre el tema. En esos debates, varios autores intentaron correlacionar esa tendencia con
un desemboque catastrófico.
Esa búsqueda incluyó definir en qué momento la continuidad de la acumulación
quedaría imposibilitada, por extracciones de plusvalía menores a las requeridas para
asegurar la reproducción del capital. Estos ensayos fallaron lógicamente y chocaron con
evidencias de funcionamiento cíclico de la acumulación. El capitalismo no se degrada
en picada hacia un desmoronamiento final, sino que subsiste a través de espirales de
crecimiento y crisis convulsivas13. El dogmático no aprueba estas tesis en debate, ni
rechaza las críticas. Simplemente se abstiene de opinar.
FATALISMO Y NATURALISMO
Los catastrofistas no aportan ninguna idea frente a controversias de varias déca-
das, en torno a la pauperización, las finanzas, la sobreproducción y la tendencia decre-
ciente de la tasa de ganancia. Sustituyen esta contribución por una catarata de calificati-
vos, que le asignan al propio término de catástrofe infinitos significados. Utilizan esta
palabra como sinónimo de recesión, sobre-inversión o burbuja financiera, como si fue-
ran conceptos equivalentes14. Consideran que el significado de cada término tiene tan
poca importancia como la preeminencia de una reactivación sobre la depresión. ¿Para
qué detenerse en estas minucias, si todo puede resumirse en la sencilla enunciación de
un colapso?
El uso de alguna categoría que permita evaluar etapas o coyunturas del sistema,
le parece al dogmático propia de un reformista que actúa como «agrimensor del capi-
tal»15. Pero olvida que ese tipo de mediciones son indispensables para comprender el
funcionamiento y la crisis del capitalismo. En todo caso, de esas estimaciones siempre
pueden surgir hipótesis más incitante que el simple gusto por el oscurantismo.
La discusión que suscitó la teoría del derrumbe durante la entre-guerra no se re-
dujo a temas económicos. Incluyó también un aspecto metodológico que cortó en forma
transversal a todos los participantes de ese debate. Al definir el curso del capitalismo
(teoría de la crisis) y su proyección política (reforma o revolución), varios autores expu-
sieron su visión sobre la conexión entre los procesos objetivos y subjetivos que caracte-
rizarían a una transformación anticapitalista.
Kaustky interpretaba este curso como un sendero inexorable, en gran medida in-
dependiente de la acción humana. Equiparaba las leyes del capitalismo con las fuerzas
de la naturaleza y entendía que ese impulso conducía por sí mismo al socialismo. En
frontal oposición a ese enfoque, Luxemburg resaltó la gravitación de la subjetividad, el
papel de la huelga de masas y la importancia de la espontaneidad en la acción popular.
Asignó un papel decisivo a la intervención revolucionaria de los oprimidos, contra la
expectativa en un devenir socialista resultante de la auto-disolución del capital.
pacidad del capitalismo para contrarrestar la tendencia declinante de la tasa de beneficio». En: Oviedo,
Luis. «El carácter de la situación mundial»…
13
Hemos expuesto este tema en: Katz, Claudio «Una interpretación contemporánea de la ley de la ten-
dencia decreciente de la tasa de ganancia», Herramienta, número 13, invierno de 2000, Buenos Aires.
14
«A Katz… el catastrofismo se le ha metido por la ventana… en sus pronósticos puramente empíricos de
aterrizaje fuerte (recesión)… burbuja de financiera… sobre-inversiones». En: Oviedo, Luís. «Bienvenido
al catastrofismo», Prensa Obrera, número 1009, septiembre de 2007.
15
«Katz se preocupa por mensurar las crisis, como un especie de contador que estima cuánto falta para el
siempre inALCAnzable porvenir del socialismo. (Está)… preocupado por explicar siempre por qué el
capitalismo se mantiene en pie». En: Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria de la econo-
mía de izquierda»…
163
El trasfondo de esta diferencia era la reivindicación o crítica del naturalismo po-
sitivista que prevalecía en todos los esquemas analíticos de la II Internacional. Al revi-
sar este debate surgen inmediatamente preguntas sobre la ubicación de los catastrofistas
contemporáneos. ¿Son más afines al universo fatalista de Kaustky o están más próximos
al determinismo histórico-social de Luxemburg?
Basta observar las caracterizaciones de los dogmáticos sobre la «naturaleza ter-
minal del metabolismo capitalista» o sus pronósticos sobre la «marcha inevitable de la
sociedad burguesa al desmoronamiento», para despejar cualquier duda sobre esta ubica-
ción. Los catastrofistas actuales reproducen el enfoque objetivista de Kaustky, con una
adición de elementos voluntaristas. Combinan el naturalismo de la vieja social-
democracia con exaltaciones de la acción. El individuo es visto como una fuerza muy
activa, pero solo en la materialización de un curso inexorable de la historia.
Los dogmáticos comparten la misma incapacidad positivista de su precursor, pa-
ra distinguir las formas de la investigación que separan a las ciencias sociales de las
ciencias naturales16. Desconocen que en el primer campo no existe una distancia cualita-
tiva entre el sujeto y el objeto de análisis y que por esta razón el cientista social se en-
cuentra directamente involucrado en las conclusiones que postula y en las recomenda-
ciones que propone17. El dogmático ignora por completo esta diferencia.
EXAGERADOS Y MODERADOS
El apego de los catastrofistas por la exageración es muy conocido. Suelen identi-
ficar las tensiones del capitalismo con la implosión del sistema y asemejan cualquier
recesión, desplome bursátil o quiebra bancaria con un inminente colapso. En sus carac-
terizaciones de la «crisis mundial» tratan las tensiones económicas de Argentina y No-
ruega o Ecuador y Suiza, como si fueran equivalentes. Siempre pronostican la inminen-
cia de una explosión, sin detenerse a explicar porque falló su previsión anterior. Han
diagnosticado tantas veces semejanzas con la depresión del 30, que ya no se sabe de qué
acontecimiento están hablando18.
Estos exabruptos han desatado la crítica de autores que comparten muchas con-
clusiones del dogmatismo. Estos analistas rechazan la reivindicación del catastrofismo y
ponen distancia con todos los excesos de una concepción, que no reúne requisitos mí-
nimos de seriedad19. Estiman que el colapso coexiste con la estabilidad y retoman en
16
«El conocimiento científico como tal… vale para las ciencias duras como para la propia ciencia so-
cial… Contra lo que pretenden muchos metodólogos no revisten diferencia alguna» En: Rieznik, Pablo.
Marxismo y sociedad, Eudeba, Buenos Airees, 2000 (p. 40). «Quien dice que en el ámbito de la sociedad
y de las ciencias sociales… no puede regir las leyes exactas, perfectas y armoniosas del mundo natural es
porque no sabe nada de la ciencia exacta y natural… Cómo va a estar mal naturalizar la ciencia social si
de carne somos, si venimos de las ratas… Afirmar que no se debe naturalizar la ciencia social… es sim-
plemente una tontería desde el punto de vista conceptual». En: Rieznik, Pablo. El mundo no empezó en el
4004 antes de Cristo… (pp. 54-55). Esta visión explica, también, por qué condimenta su visión del de-
rrumbe económico-social con tantas referencias a «la ciencia moderna de la catástrofe» o la «matemática
de la calidad». En: Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria de la economía de izquier-
da»…
17
Analizamos este tema en: Katz, Claudio. «El desafío crítico a los economistas ortodoxos», Kabái, nú-
mero 10, junio de 2002, Universidad Nacional de Colombia, Medellín.
18
Un ejemplo de este tipo análisis ofrece: Rieznik, Pablo. «Bancarrota económica, disolución social y
rebelión popular», Razón y Revolución, número 9, otoño de 2002.
19
Estos cuestionamientos plantean: Mercadante, Esteban y Noda, Martín. «Entre el escepticismo y la
catástrofe inminente», Lucha de clases, número 7, 2007, Buenos Aires.
164
parte la visión autocrítica de otro dirigente trotskista (Nahuel Moreno), que intentó sus-
tituir el catastrofismo por una teoría del capitalismo decadente20.
Este enfoque se ubica en un punto intermedio. Reconoce la existencia de varios
problemas, pero no encuentra la vía para resolverlos. Aunque percibe que el catastro-
fismo impide comprender la realidad, mantiene su fidelidad a los fundamentos de esta
concepción. En los hechos, intenta erigir una teoría del capitalismo en declinación se-
mejante a la postulada por los autores que cuestiona. Comparte el rígido criterio de divi-
sión del capitalismo en dos épocas y avala todos los esquematismos que surgen de esa
separación.
Los teóricos del capitalismo decadente suelen argumentar que en esta etapa se
afianza la «incapacidad del sistema para resolver los problemas que ha generado su re-
gresión»21. Pero es evidente que esta impotencia no es un dato novedoso del siglo XX,
sino una contradicción generalizada de este modo de producción, en cualquiera de sus
estadios. Este tipo de incapacidad se manifestaba especialmente en el pasado, en la in-
capacidad para atenuar el impacto de la competencia privada y se verifica en la actuali-
dad, en la impotencia para contrarrestar los efectos de la intervención estatal.
Este enfoque busca también una opción intermedia en el plano teórico, entre el
estancacionismo ortodoxo (Lambert) y su crítica (Mandel). Pero como ese lugar equi-
distante no existe, el resultado es una permanente indefinición frente a las grandes dis-
yuntivas. Postulan un «ni» constante, ante cada problema significativo22.
Como temen deslizarse hacia un reformismo pecaminoso si cuestionan abierta-
mente las tesis del derrumbe, evitan tomar partido en todos los debates sobre los meca-
nismos de la crisis o la lógica del ciclo. Emiten un invariable mensaje a favor de «no
exagerar» pero tampoco «capitular», sin notar que la economía es un terreno poco pro-
pio para tantas vacilaciones.
Esta indefinición les impide avanzar en su intento de la evaluación del capita-
lismo actual. En este terreno la consistencia de sus diagnósticos está socavada por la
ausencia de nítidos criterios de análisis. Por un lado rechazan la imagen de crisis per-
manente que postula el catastrofismo, pero por otra parte tampoco aceptan las categorías
de ciclos cortos, etapas cualitativamente diferenciadas, fases de crecimiento y depre-
sión, que proponemos los críticos del dogmatismo.
Esta indefinición conduce al titubeo permanente. Las advertencias de cautela se
suceden al momento de evaluar la coyuntura actual, con llamados a «no sobre-estimar»
y no «subestimar» la crisis o la consistencia de la recuperación. Este punto medio cons-
tituye una ilusión. Sin adoptar una teoría marxista de la crisis resulta imposible avanzar
en esa indagación23.
20
«Hemos tenido una concepción catastrofista… la idea era que el capitalismo se dirigía a una crisis sin
salida por sus leyes intrínsecas. Hemos compartido esta concepción hasta el punto de caer en un criterio
milenarista y esta concepción siguió vigente hasta hace poco entre nosotros…pero el tiempo ha demos-
trado que no existe una ley por la cual llega inexorablemente la catástrofe. Lo que existe es un dilema de
socialismo o barbarie (que)… ya se anuncia con esclavitud en campos de concentración nazis. Hace vein-
te años en todos los países aumenta el hambre y la miseria». En: Moreno, Nahuel. Conversaciones, Antí-
doto, Buenos Aires, 1986.
21
Ticktin, Hillel. «Trotsky: el más dialéctico de los pensadores», Estrategia Internacional, número 16,
invierno de 2000, Buenos Aires.
22
Esa equidistancia teórica intentan: ALBAmontem Emilio y Romando, Manolo. «Trotsky y Gramsci».
Estrategia Internacional, número 19, enero de 2002.
23
En nuestro enfoque partimos de una teoría multi-causal de las crisis para distinguir las etapas de fun-
cionamiento diferenciado del capitalismo y fases de prosperidad o depresión de largo plazo. En: Katz,
Claudio. «Capitalismo contemporáneo: etapa, fase y crisis». Ensayos de Economía, número 22, septiem-
bre de 2003, Medellín.
165
Esta indeterminación se refleja también en la suscripción de las acusaciones que
propagan los teóricos del derrumbe24. Este aval confirma que no se puede ir muy lejos
cuestionando formas y aceptando contenidos del catastrofismo.
24
«Katz propone un socialismo sin revolución… desarrolla concepciones gradualistas… propicia un
enfoque reformista (a lo Sombart) y… reflexiona como agrimensor del capital». En: Mercadante, Esteban
y Noda, Martín. «Entre el escepticismo y la catástrofe inminente»…
25
Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria de la economía de izquierda»…
166
prosperidad general de post-guerra. Pero el doctrinario no puede registrar esta indepen-
dencia relativa porque le ha quitado significado concreto a todos los problemas que
enuncia.
SIMPLIFICACIONES Y EXTRAPOLACIONES
La revolución ha constituido en la última centuria un acontecimiento tan factible
como excepcional. Nunca fue un dato cotidiano. Irrumpió en pocas oportunidades y no
abarcó a todos los países. Cuando Lenin caracterizó su época como un «período de gue-
rras y revoluciones» se refería estrictamente a la etapa que describía (1914-22). Los
dogmáticos convirtieron esta caracterización en un diagnóstico aplicable a cualquier
momento y lugar de los ochenta años subsiguientes. También en esta extrapolación, la
fe ha reemplazado a la reflexión.
El dirigente bolchevique nunca concibió a la revolución como un encuentro dia-
rio «a la vuelta de la esquina». Introdujo muchas categorías para evaluar la posibilidad,
factibilidad o proximidad de ese acontecimiento. Jamás atribuyó el estallido a un gené-
rico bloqueo de las fuerzas productivas. Desarrolló numerosos conceptos sobre etapas,
situaciones, crisis y coyunturas revolucionarias. El contraste entre este rigor y el verba-
lismo catastrofista salta a la vista. El líder de octubre no abrumaba a sus lectores con la
presentación de escenarios explosivos, ni con invariables retratos de la «crisis de po-
der», cuyo significado es tan cristalino como la «crisis mundial»26.
Los dogmáticos estiman que todas las luchas parciales se desenvuelven en un
marco de catástrofes y guerras, que desembocan en disyuntiva de poder. Dónde, cómo,
cuándo y de qué forma se desarrolla este tipo de secuencias es un misterio. Pero como la
revolución está esperando a la «vuelta de la esquina», simplemente basta con poner ma-
nos a la obra para asegurar el fin del capitalismo. Al catastrofista no le provoca gran
inquietud que jamás haya podido materializar sus creencias. Solo le preocupa arremeter
contra los «pasatistas desmoralizados», que cuestionan su diagnóstico de incendios sin
calendario, ni localización.
Con la misma liviandad que registran colapsos de regímenes políticos en cual-
quier rincón del planeta, los dogmáticos resaltan la presencia de «situaciones revolucio-
narias», a veces atemperadas con alguna sub-clasificación («pre-revolucionaria») o in-
cluidas en «etapas» más genéricas pero del mismo signo.
En cualquier caso postulan que el estallido es más o menos inminente, sin tomar
en cuenta el sentido que asignaban Lenin o Trotsky a todas las categorías vinculadas
con la revolución. Inicialmente desarrollaron esos conceptos para resaltar la gravitación
de la acción subjetiva contra el naturalismo fatalista de la II Internacional. Posterior-
mente adaptaron estas nociones al marco creado por la revolución rusa en el convulsivo
contexto de entre-guerra. Siempre aludían a coyunturas específicas y no a decenios, ni
geografías planetarias.
El abuso dogmático más común afecta a la noción de «situación revolucionaria»,
que Lenin originalmente asoció a tres rasgos: crisis de las clases dominantes, agrava-
miento de la miseria de las masas e intensificación de la resistencia popular. Posterior-
mente sintetizó esta idea en la conocida fórmula de «los de abajo ya no quieren y los de
arriba ya no pueden» seguir viviendo como en el pasado. Estas caracterizaciones alu-
26
El catastrofista describe siempre colapsos simultáneos con imágenes variadas. Un ejemplo entre tantos:
«La guerra contra Irak tiene lugar en un marco de crisis histórica de la dominación social del capitalis-
mo...crisis financieras… bancarrotas capitalistas (y)… quiebra de regímenes políticos. En: Oviedo, Luis.
«Socialismo o barbarie: la guerra imperialista y la crisis mundial», En defensa del marxismo, número 30,
abril 2003.
167
dían a momentos nacionales concretos, tomaban en cuenta la correlación de las fuerzas
y no pretendían ilustrar el estado general del capitalismo. Guardan muy poca afinidad
con las generalizaciones doctrinarias sobre la impotencia de los dominadores y la insur-
gencia de los dominados.
También Trotsky le asignaba al concepto «situación revolucionaria» un alcance
específico, referido al desenvolvimiento potencial de la crisis en ciertos países (Gran
Bretaña en 1931) o al papel decisivo que podrían jugar los partidos proletarios en gran-
des confrontaciones (1940). Mantenía una cautela, que no han heredado sus ortodoxos
seguidores a la hora de aplicar a ese concepto a variadas coyuntura.
Los dogmáticos transmiten un grado irritación verbal que contrasta con la mode-
ración de caracterizaciones, que predominó entre los líderes que condujeron revolucio-
nes en las últimas décadas. Los dirigentes chinos, vietnamitas o cubanos de estos triun-
fos no se excedieron en la evaluación de la coyuntura capitalista y habitualmente evita-
ron las proclamas de colapso. Quizás por esta razón pudieron ajustar sus definiciones al
curso de una lucha real. Por el contrario el catastrofismo conduce a un divorcio constan-
te entre proclamas majestuosas y prácticas cautelosas.
REFORMAS Y CONQUISTAS
Quien espera una revolución inminente precipitada por catástrofes financieras no
debe lógicamente apostar mucho a la obtención de reformas sociales significativas. Es
obvio que si el capitalismo afronta una agonía final, no está en condiciones de otorgar
ese tipo de concesiones. Los catastrofistas no asumen esta consecuencia de su enfoque.
Eluden el problema con frases ambiguas, que resaltan la creciente necesidad de logros
mínimos, pero sin no aclarar si resulta posible obtenerlos27.
Interpretan que su amalgama de escenarios terminales y planteos mínimos cons-
tituye una aplicación del Programa de Transición que desarrolló Trotsky en 1938 28. En
ese texto el líder soviético buscaba establecer mediaciones entre las demandas mínimas,
el nivel de conciencia de los oprimidos y el desenvolvimiento ininterrumpido de la re-
volución. Con estos puentes intentaba a favorecer la maduración política socialista de
los trabajadores.
Los dogmáticos recitan literalmente esas mismas fórmulas, olvidando que fueron
escritas hace 80 años en condiciones económicas (secuela de la depresión), militares
(preparación de la conflagración mundial) y políticas (autoridad entre las masas de la
Unión Soviética), muy diferentes al contexto actual. En lugar de recoger la metodología
de esa plataforma —basada en buscar puentes entre las expectativas de los explotados y
el proyecto socialista— reiteran los planteos expuestos a mitad del siglo pasado. Pres-
cinden de lo perdurable y resaltan lo coyuntural.
La concepción dogmática conduce a desvalorizar las conquistas mínimas. Supo-
ne que estas mejoras pueden lograrse pero no preservarse. Es evidente que si se identifi-
ca el escenario actual con el vigente en la pre-guerra, el espacio para mantener los avan-
ces populares es muy reducido.
27
«Esas reivindicaciones no están determinadas, como ocurre con Katz, por la posibilidad del capital,
sino por las necesidades de las masas. La catástrofe del capital no cancela la lucha reivindicativa, sino que
la potencia y en última instancia la convierte en revolucionaria». En: Rieznik, Pablo. «En defensa del
catastrofismo. Miseria de la economía de izquierda»…
28
«El Programa de Transición… Este es el camino de la historia, el de la catástrofe a la revolución, el
camino inverso es el de Katz y sus amigos». En: Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria
de la economía de izquierda»…
168
Esta descalificación es también consecuencia de la atadura al principio de dos
etapas invariables del capitalismo. Si se supone que las reformas sociales fueron un ras-
go excluyente del siglo XIX —y han quedado por lo tanto vedadas desde 1914— es lógi-
co descartar su viabilidad contemporánea.
Los catastrofistas se irritan frente al señalamiento de esta contradicción que
apuntamos en un texto anterior29. Resaltan su defensa de las reivindicaciones básicas e
ilustran como su acción militante contribuyó al logro de varias demandas (reducción de
la jornada laboral, aumento de salarios, etc.). Pero como ese compromiso nunca estuvo
en debate, esas menciones están fuera de lugar.
Lo que se discute no es la voluntad de lucha, sino la incongruencia de la tesis del
derrumbe con la factibilidad de sostener logros mínimos. Son dos problemas completa-
mente distintos y la polémica gira en torno al contrasentido de postular en forma conse-
cuente la inminencia del colapso, aceptando al mismo tiempo la viabilidad de las refor-
mas. Con la mirada catastrofista se debe suponer que estos avances constituirían a lo
sumo, un episodio irrelevante de la disyuntiva que opone a la revolución socialista con
la barbarie capitalista.
Nadie puede sostener con sensatez que la «era de las reformas está agotada» y
que la obtención de las mejoras sociales es factible. Ambas tesis son inconciliables y
resulta necesario optar por una u otra. Si se elude esta definición, el resultado es la típica
fractura entre el discurso y la práctica. Con la acción sindical se consiguen, por un lado,
las conquistas mínimas (totalmente plausibles). Y con la retórica dogmática se afirma,
por otra parte, que esas victorias forman parte de una lucha más o menos próxima por el
poder.
El resultado de esta inconsistencia es la presencia conjunta de discursos catastro-
fistas y prácticas reivindicativas. Las alusiones al colapso conviven con la cotidianeidad
reformista, sin causarle al dogmático ninguna molestia. Con frases altisonantes se de-
fiende una lucha básica, imaginando que en estas batallas se juega la insurrección co-
munista. Bastaría con aceptar que estas acciones constituyen experiencias preparatorias
de futuras confrontaciones más significativas con el capital, para evitar tantos contrasen-
tidos. Pero este reconocimiento afectaría un dogma tan inútil, como venerado.
Octubre de 2007
B) ESQUEMATISMOS
El dogmatismo presenta una faceta económica catastrofista y un perfil político
pleno de esquematismos. Sigue un guión preestablecido en sus caracterizaciones y pro-
puestas para América Latina y postula una estricta recreación de la estrategia soviética
de 1917, al propugnar una dictadura del proletariado asentada en el partido que constru-
yen.
SIMULTANEÍSMO CONTINENTAL
Los dogmáticos estiman que solo existe una consigna congruente con la política
revolucionaria a escala regional: los Estados Unidos Socialistas de América Latina. In-
terpretan que cualquier otro mensaje constituye una concesión a la burguesía. No dedu-
29
«Katz naturalmente miente… en el texto en cuestión». [Se refiere a] Katz, Claudio. «Pasado y presente
del reformismo», Herramienta, número 32, Buenos Aires, junio de 2006. [La cita de Rieznik se encuentra
en: Rieznik, Pablo. « En defensa del catastrofismo. Miseria de la economía de izquierda »…]
169
cen la conveniencia de ese lema de algún indicio de la realidad contemporánea, sino de
su inclusión en los programas de la III y IV Internacional. Estiman que esa inscripción
alcanza y sobra para preservar la consigna, cualquiera haya sido la recepción, interés o
utilidad que demostró en los últimos 80 años.
¿Pero cómo se llegaría a los Estados Unidos Socialistas de América Latina?
¿Cuál sería el camino para alcanzar una meta tan ambiciosa? Este tipo de preguntas no
preocupan mucho al doctrinario, pero cualquier sugerencia de mediaciones para llegar a
ese objetivo provoca su inmediato furor. Por ejemplo, la eventual utilidad del ALBA
para avanzar hacia esa dirección le parece una «divagación», ya que asocia esta iniciati-
va con la pasividad política, la mera funcionalidad comercial y la inviabilidad práctica30.
El dogmático no detecta ningún rasgo progresivo en una idea que inicialmente el
gobierno venezolano lanzó en contraposición al ALCA y al MERCOSUR, para gestar
una alianza defensiva (acuerdos con Cuba) y proyectar medidas antiimperialistas a esca-
la regional. Es evidente que el avance o frustración de esta iniciativa dependerá de mu-
chas circunstancias. Pero al declarar de antemano su inutilidad se renuncia a cualquier
batalla política por radicalizar su contenido. El doctrinario se equivoca en tres planos31.
En primer lugar olvida que la búsqueda de oxígeno fuera de las fronteras ha sido
un rasgo de todos los gobiernos que chocaron con Estados Unidos, combinando siempre
la diplomacia con los actos de fuerza. La oposición que establece entre ambos recursos
ilustra cuán lejos se ha encontrado siempre de la utilización de uno u otro medio. El
propio Trotsky alternó la jefatura del ejército rojo con el diseño del tratado de Brest, que
incluyó fuertes concesiones a Alemania para resguardar al naciente estado soviético.
Esta compatibilidad era congruente con su concepción de la revolución, como una gue-
rra combinada de posiciones y maniobras. Esta mixtura resulta indispensable para gestar
un proceso socialista, que no se reduce a la permanente ofensiva imaginada (pero no
ensayada) por el dogmático.
Si se considera, en segundo término, al ALBA como una propuesta meramente
comercial correspondería también medir con esa misma vara al ALCA y al MERCO-
SUR. Pero en este caso no se entendería, porque el proyecto de dominación norteameri-
cano presupone más bases militares que tratados de libre-comercio. Tampoco se com-
prendería por qué los cancilleres de Sudamérica complementan los convenios arancela-
rios con la intervención militar en Haití. La capacidad analítica de quienes reducen el
ALCA, el MERCOSUR o el ALBA a organismos comerciales no es muy sobresaliente.
Siguiendo ese criterio deberían también considerar que la nacionalización de la energía
es un tema petrolero o tratar la suspensión del pago de la deuda externa como una cues-
tión contable.
Quizás no han notado que los temas comerciales y financieros constituyen solo
un aspecto del problema político de la integración. Con un poco más de visión para en-
tender lo que ocurría, Trotsky siempre evaluaba el sentido general de cualquier medida
formalmente económica. Captó, por ejemplo, el enorme significado de la nacionaliza-
ción petrolera que introdujo el presidente mexicano Cárdenas en los años 30 y reivindi-
có sin vacilaciones esa decisión. Sus sucesores doctrinarios todavía no han logrado
adoptar una postura equivalente frente a Chávez o Evo Morales.
30
Un colega de Rieznik y Oviedo estima que con su visión del ALBA, «Katz convierte una tarea de la
revolución social (en una acción) de la diplomacia… a la que se puede llegar conversando… Convierte a
la emancipación nacional y social en un problema de acuerdos de orden comercial y financiero… En su
libro prolifera la especulación y… una expresión de deseos». En: Labastida, Pedro. «Divagaciones sobre
el ALBA», Prensa Obrera, número 980, 08/02/07.
31
Exponemos nuestra opinión sobre las tensiones del ALBA en: Katz, Claudio. El rediseño de América
Latina. ALCA, MERCOSUR y ALBA, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2006.
170
Objetan, en tercer lugar, la viabilidad del ALBA por estimar que esta iniciativa
perderá su forma autónoma inicial, diluyéndose en el MERCOSUR. Este curso consti-
tuye efectivamente una posibilidad, frente a la alternativa opuesta de conformación de
un alineamiento antiimperialista diferenciado. El dogmático considera que esta segunda
variante (y su eventual utilidad para un resurgimiento del socialismo) constituye «una
expresión de deseos». Pero quizás le convendría comparar esa eventualidad con la má-
gica irrupción que proyecta de los Estados Unidos Socialistas de América Latina. Si
establece este contraste le resultará por lo menos incomodo objetar al ALBA con argu-
mentos de realismo.
Es obvio que la integración socialista regional constituiría el desemboque y nun-
ca un punto de partida de un proceso revolucionario a escala zonal. Por eso importa
concebir cuáles serían los puentes que podrían vincular a ambos cursos. Si se rechazan
estas mediaciones, la única forma de imaginar el socialismo continental es a través de
contagios inmediatos o apariciones simultáneas. Esta visión se aleja tanto del socialismo
internacional que proyectaba Lenin, como de la concepción sostenida por Trotsky al
criticar la «construcción del socialismo en un solo país». Ambos teóricos jamás pensa-
ron la nueva sociedad anticapitalista como un resultado directo de revoluciones sincro-
nizadas. Apostaron al socialismo internacional, pero no a un choque planetario dirimido
en un solo round.
Los acontecimientos del siglo XX confirmaron esta complejidad. En Cuba, por
ejemplo, se planteó siempre una dolorosa disyuntiva entre subsistencia y expansión de
la revolución. La hazaña histórica lograda en la isla ha sido combinar dos políticas: la
resistencia a un coloso ubicado a 90 millas, con la promoción de la revolución en Amé-
rica Latina. Estos intentos incluyeron desde la gesta del Che hasta el apoyo político,
militar, moral y material de numerosos movimientos revolucionarios.
Como los dogmáticos vislumbran el socialismo regional como un acto simultá-
neo, nunca valoraron esa política cubana. Se encarnizaron, en cambio, con los numero-
sos errores cometidos por la dirección castrista (por ejemplo el apoyo político actual a
Lula, Kirchner y Tabaré), denunciando incluso a «esa burocracia pro-capitalista». Los
dogmáticos desconocen la necesidad de compromisos geopolíticos, alianzas indeseadas
o concesiones al enemigo, porque jamás han estado obligados a lidiar con esas adversi-
dades. Pero quizás debería observar con más respeto, a quienes sí confrontaron en los
hechos con el imperialismo.
El dogmático suele justificar su visión simultaneista en la «imposibilidad de
construir el socialismo en un solo país». Pero transforma una restricción real en un ulti-
mátum que impide hacer algo. Es cierto que el socialismo no puede realizarse dentro de
las fronteras nacionales, pero puede iniciarse en ese marco. Ese debut implica avanzar
hacia la gestación de una sociedad igualitaria, en el marco de las limitaciones objetivas
vigentes en cada caso nacional. Como el dogmático desconoce este tránsito, su mensaje
es: socialismo en todas partes y ahora o nada. De esa forma vislumbra la llegada de los
Estados Unidos Socialistas de América Latina, como un maná que irrumpirá repentina-
mente bajo su conducción.
171
revolución32. Suponen que la fidelidad a estos mismos criterios, les permitirá repetir esa
gesta en cualquier punto del planeta. Por eso buscan analogías con esa experiencia en
todos levantamientos contemporáneos. Imaginan Soviets, Palacios de Invierno, Febreros
y Octubres, en los más diversos escenarios.
Durante las primeras décadas del siglo XX esta manía era un resultado natural del
impacto provocado por la primera revolución socialista de la historia. Pero con el paso
del tiempo el deslumbramiento dio lugar a evaluaciones maduras, que constataron la
especificidad de esa gesta. La mitología del 17 —que era patrimonio de los partidos
comunistas— fue cuestionada por quienes destacaron el carácter inimitable de ese mo-
delo. Objetaron las leyendas y demostraron que todas las revoluciones posteriores fue-
ron procesos originales muy diferenciados de ese antecedente33.
El dogmatismo es totalmente ajeno a esta reflexión. Mantiene la vieja tentación
de la copia, sin notar que la revolución bolchevique incluyó características específica-
mente derivadas de la primera guerra mundial. Ese contexto bélico permitió resolver de
manera relativamente sencilla el gran problema del armamento popular. Las masas insu-
rreccionadas contra el zar se encontraban bajo bandera y los soviets fueron conforma-
dos, en gran parte, por los propios soldados. Esa fulminante desintegración de un ejérci-
to de conscriptos fue un rasgo peculiar, que el imaginario de la mistificación del 17 ig-
nora.
En otros alzamientos anticapitalistas —como la Comuna de París al calor de la
guerra franco-prusiana— este tipo de sublevación de tropas tuvo un alcance mucho más
acotado. Las revoluciones exitosas (Yugoslavia, China) o fracasadas (Francia, Italia,
Grecia) de post-guerra se desenvolvieron en el marco de disputas militares entre dos
bandos. No hubo soviets, ni insurrecciones semejantes al 17. Pero en todos los casos
influyó un contexto bélico que el dogmático no evalúa.
Su obsesión por el calco le impide notar que ninguna de las cuatro grandes revo-
luciones latinoamericanas —México en 1910, Bolivia en 1952, Cuba en 1959 y Nicara-
gua en 1979— se consumó en ese marco guerrero. Las grandes conflagraciones interna-
cionales constituyeron a lo sumo, un condicionante indirecto de esas sublevaciones.
Esta diferencia explica, por ejemplo, la preeminencia de acciones guerrilleras en Cuba o
Nicaragua, tan diferentes de la insurrección soviética. Ninguna revolución latinoameri-
cana estalló por los compromisos de las clases dominantes con una guerra mundial, ni
generó las reacciones antibelicistas e internacionalistas que predominó en el contexto
ruso. El dogmático no logra registrar esa diferencia.
Tampoco puede notar que el éxito de Lenin obedeció a una estrategia de largo
plazo, mucho más compleja que el simple augurio de catástrofes y «revoluciones a la
vuelta de la esquina». Esta política incluyó varias líneas de acción antes del período
soviético. El doctrinario solo presta atención al episodio final de 1917, sin recordar los
decenios previos de batalla contra el zarismo, bajo estandartes democrático-radicales
anticipatorios de ese desenlace anticapitalista (forjar una «dictadura democrática de los
obreros y campesinos»). Lenin no llegó a ese éxito solo rechazando la política pro-
capitalista de los mencheviques. Sostuvo durante años varias estrategias para gestar
alianzas con los campesinos, apuntalar las relaciones de fuerzas y desarrollar la con-
ciencia de los trabajadores.
32
Esta actitud «explica la conducta de Lenin… en octubre de 1917… (cuando) los mencheviques aconse-
jaban dejar pasar el momento para cuando el capitalismo volviera a ponerse en pie». En: Rieznik, Pablo.
«En defensa del catastrofismo. Miseria de la economía de izquierda»…
33
Una síntesis de esta visión retoma: Rousset, Pierre. «Sur la strategie et la democratie», Inprecor, núme-
ro 511-12, noviembre-diciembre de 2005.
172
El catastrofista no toma en cuenta esta política. Simplemente observa los sucesos
de febrero-octubre del 17, como un resultado al alcance de la mano en cualquier cir-
cunstancia explosiva. Olvida que a este desemboque se arriba si previamente prosperó
una estrategia adecuada. El acierto de Lenin radicó en esta orientación precedente, que
incluyó batallas contra la simplificación anticapitalista del populismo, alientos del ca-
mino agrario americano y radicalización de una revolución democrática ininterrumpida.
Como estos aspectos son poco atendidos, la imitación del camino soviético parece una
obra sencilla y extensible a cualquier país.
ESQUEMATISMO DE DIRECCIÓN
El dogmático ve la revolución a la vuelta de la esquina pero siempre en otro ba-
rrio, ya que nunca le ha tocado protagonizar ese acontecimiento. Semejante exterioridad
lo obliga a evaluar la sucesión de revoluciones socialistas que se desenvolvieron no solo
fuera de su alcance, sino vulnerando también el precedente bolchevique. ¿Como pudo
haber ocurrido algo así? Los doctrinarios le han dado muchas vueltas a este interrogan-
te, pero nunca lograron exponer una explicación de los sucesos que pusieron en entredi-
cho la primacía de 1917.
La interpretación dogmática de la revolución yugoslava, china, vietnamita o cu-
bana se reduce a proclamar que «las leyes de la historia son más fuertes que los apara-
tos» 34 . Las organizaciones dirigentes de esas sublevaciones intentaron contener «la
fuerza inmanente de la transformación socialista», pero no tuvieron éxito. Esta interpre-
tación es congruente con la visión positivista del desenvolvimiento social. Supone que
una compulsión natural obligó a los protagonistas de esos procesos a realizar actos que
no buscaban. Solo los bolcheviques ambicionaban el socialismo y el resto debió seguir
un camino parecido por la simple fuerza de los hechos.
Pero el caso cubano es particularmente problemático para esta forma razona-
miento, ya que no resulta fácil ilustrar como Fidel tomó el poder bajo el acicate de una
fuerza misteriosa. El dogmático reconoce que el líder guerrillero adoptó valientes deci-
siones frente al imperialismo e impulsó una «transformación social profunda». Pero si
actuó de esta forma, la voluntad revolucionaria primó sobre la compulsión natural. Y
esta constatación pone en serios aprietos todos los cuestionamientos doctrinarios a «que
un pequeño-burgués no bolchevique pueda hacer la revolución»35.
La solución más corriente frente a tantos intríngulis ha sido atribuirle a esta va-
riedad de episodios un carácter «excepcional». Pero como las revoluciones de pos-
guerra fueron más numerosas que las anteriores a ese conflicto, esta calificación no tie-
ne mucho sentido. ¿Por qué razón 1917 habría marcado la norma y el resto violado ese
patrón?
Otras explicaciones del mismo tipo resaltan la dinámica de «contragolpe» que
caracterizó a la revolución cubana (radicalización del proceso frente a cada conspira-
ción). Pero este rasgo determinó también el surgimiento de la Unión Soviética (captura
del poder en octubre del 17, expropiaciones del capital un año más tarde y creación pos-
terior de un nuevo sistema político-militar como resultado de la guerra civil). Todas las
revoluciones prosperaron por ese camino.
La creencia que todas las victorias socialistas posteriores a Lenin y Trotsky fue-
ron imposiciones de las masas a direcciones reticentes carece de verificación. Supone la
existencia de «presiones desbordantes desde abajo» en cualquier fecha y lugar, como si
34
Rieznik, Pablo. Las formas del trabajo y la historia…
35
Esta tesis plantea: Oviedo, Luís. «La cuestión del programa», En defensa del marxismo, número 16,
marzo de 1997.
173
las masas estuvieron siempre ubicadas a la izquierda de sus conducciones, bregando por
metas más radicales. Es muy difícil encontrar corroboraciones de esta idealización36.
Es bastante absurdo imaginar que «las masas presionaron» a Castro para embar-
carse en el Gramma y subir a la Sierra Maestra. Si con un poco de sensatez se acepta
que esa acción se originó en su voluntad revolucionaria: ¿Por qué atribuir a otra motiva-
ción la expropiación posterior de los capitalistas? La teoría que explica la historia por un
principio invariable de presión de los pueblos sobre sus dirigentes enfrenta, además,
otro problema: ¿Por qué se exceptúa a los bolcheviques de esa norma? ¿Por qué suponer
que Fidel fue dirigido y Lenin actúo como dirigente? Las arbitrariedades de este esque-
ma chocan frontalmente con lo sucedido en Cuba.
Cualquier análisis elemental de la revolución en eses país confirma que su tra-
yectoria siempre estuvo definida por las decisiones de sus líderes. Estas resoluciones
determinaron un resultado socialista opuesto al observado en México (1910) o Bolivia
(1952). La nacionalización de los ingenios azucareros, la reforma agraria o la conforma-
ción de las milicias, no irrumpieron espontáneamente como actos de las masas. Fueron
impulsados por una dirección de origen jacobino, que adhirió mayoritariamente al pro-
yecto socialista. Ha transcurrido medio siglo de este hecho y los dogmáticos todavía no
han podido reconciliarse con estos datos básicos de la realidad.
Su resistencia a reconocer lo que cualquier mortal percibe es consecuencia de un
modelo esquemático sobre las direcciones, que descarta cualquier liderazgo revolucio-
nario ajeno al propio y desviado del bolchevismo. Por eso supone, que si alguna revolu-
ción triunfó olvidando solicitar su conducción debe obedecer a extrañas causas. El
dogmático razona al revés. Si los hechos no se adaptan a su esquema previo hay que
corregir la realidad. Pero su fantasía de monopolio revolucionario es un rasgo de omni-
potencia tan infantil, que solo puede suscitar sonrisas entre quienes observan con cierta
distancia este tipo de elucubraciones.
La incapacidad para aceptar direcciones socialistas revolucionarias ajenas al
propio ombligo es también consecuencia de un modelo rígido sobre la forma de gesta-
ción de la conciencia socialista. Siguiendo el precedente del 17 el dogmático supone que
estas convicciones constituyen primero un patrimonio del partido, luego un atributo
compartido por la vanguardia y finalmente un bien difundido a toda la sociedad como
resultado de la toma del poder. Pero la historia ha demostrado que esta estricta cronolo-
gía puede alterarse. En el caso cubano la conciencia socialista no fue anticipada por una
organización, sino que se desenvolvió junto a experiencias de radicalización política.
Por esta razón, el carácter socialista de la revolución cubana fue recién proclamado en
1961 y no en 1953 o 1959. Acompañó el curso de un proceso, sin respetar el estricto
premoldeado que exige el doctrinario.
36
Las tesis dogmáticas de la excepcionalidad, el contragolpe y la presión por abajo son postuladas por los
críticos moderados del catastrofismo: Mercadante, Esteban y Noda, Martín. «Entre el escepticismo y la
catástrofe inminente»…
37
Por ejemplo: Rieznik, Pablo. «Crítica a los Economistas de Izquierda. Una variante del Plan Fénix»,
Prensa Obrera, número 763, 18/07/02.
174
Pero este altisonante mensaje no define quienes integran actualmente el proleta-
riado. Da por sentado que esa composición, sin notar que algo evidente en la época de
Marx o Lenin ya no resulta tan nítido a principio del siglo XXI. Mientras que el protago-
nismo de los obreros era indiscutible en la Comuna de París, en la acción bolchevique y
en revoluciones europeas de entre-guerra, este liderazgo perdió peso en los triunfos so-
cialistas posteriores.
La clase obrera industrial no tuvo un papel conductor frente a los campesinos en
China o Vietnam y con excepción de caso boliviano, este liderazgo tampoco se observó
en las grandes revoluciones de América Latina. La población agraria protagonizó el
alzamiento mexicano y una variedad de segmentos oprimidos —comandados por orga-
nizaciones provenientes de la clase media— consumaron la revolución cubana y nicara-
guense. El doctrinario suele afirmar que «la pequeño-burguesía ejecutó en este caso la
misión histórica de la clase obrera». Pero si esta mutación fue posible, el rol dirigente
del proletariado ya no es tan insustituible.
El dogmático tampoco registra que la clase obrera industrial ha jugado un rol se-
cundario en el ciclo reciente de rebeliones en la región. Estas sublevaciones fueron lide-
radas por los desocupados y la clase media (Argentina), los indígenas y profesionales
urbanos (Ecuador), los informales y campesinos (Bolivia) o los precarios junto a secto-
res sindicalizados (Venezuela). De este variado panorama no extrae ninguna conclusión.
Podría simplemente constatar que en batallas protagonizadas por todas las víctimas de
la sujeción capitalista (oprimidos), los generadores directos del beneficio empresario
(explotados) tienden a jugar un rol más estratégico.
La vieja denominación de proletariado podría ser aplicada a este último segmen-
to o a todo el conglomerado de resistentes. La diferencia radica en el alcance asignado
al concepto. Si se entiende por proletariado a la clase que vive de su trabajo quedan en-
globados todos los oprimidos, pero si se alude solo a los asalariados el término tiende a
identificarse con los explotados. Como el dogmático no aclara sus caracterizaciones,
nadie sabe bien cuál es la dimensión le otorga al proletariado.
Utiliza el término para reafirmar la vigencia de la ortodoxia, pero curiosamente
nunca lo difunde en su propaganda corriente. En ese caso necesitaría el auxilio de un
traductor, ya que la palabra proletariado ha perdido presencia habitual. Estuvo tradicio-
nalmente asociada con los obreros industriales, que constituían el pilar de todos asala-
riados. Pero este sector no mantiene la gravitación del pasado, como consecuencia de
varias transformaciones sociales (reorganización neoliberal regresiva del proceso de
trabajo) y políticas (crisis de los sindicatos, dificultades de la izquierda).
Como los dogmáticos se acostumbraron a discutir la dinámica de la revolución
en código sociológico (supremacía de la clase obrera frente a los campesinos y peque-
ño-burgueses) rechazan cualquier actualización de su propia doctrina. Su mirada del
capitalismo congelado desde 1914 los induce además a pensar, que nada ha cambiado
en la estructura social del sistema.
Los teóricos oficiales del Partido Comunista recurrían a una sencilla solución pa-
ra lidiar con este problema: se auto-erigían en representantes del proletariado e ilustra-
ban con su presencia la tónica obrera de cualquier proceso. Los dogmáticos ensayan una
solución parecida, cuando utilizan rigurosos términos clasistas para tipificar a las fuer-
zas en juego. Resaltan el sustrato social que expresa cada grupo político y describen
especialmente a sus adversarios de izquierda como exponentes de la clase media. Pero
el presupuesto de este diagrama es situarse a sí mismos como voceros la clase obrera. El
175
único inconveniente radica en que la inmensa masa de los trabajadores no ha tomado
nota de esa representación38.
Es bastante absurdo pontificar quién es quién en la sociedad desde un sitial ima-
ginario. La clarificación de la estructura social-clasista tiene sentido en la batalla ideo-
lógica contra los capitalistas, pero no en la delimitación interna del universo de la iz-
quierda. La extrapolación del primer criterio al segundo ámbito transforma un recurso
de esclarecimiento, en un instrumento de ridícula pugna por definir que grupo represen-
ta más adecuadamente los «intereses de la clase obrera». Es absurdo dirimir este manda-
to en una reyerta ideológica entre organizaciones marxistas.
De todo este enredo se podría salir reconociendo simplemente que la revolución
socialista será una obra de los oprimidos y explotados. Pero esta constatación requiere
tomar en cuenta las importantes oscilaciones sociales que acompañan al desenvolvi-
miento del capitalismo. Estos cambios modificaron el invariable conservatismo de los
campesinos, alteraron las actitudes de los pequeños propietarios urbanos hacia los asala-
riados y convirtieron al estudiantado en una fuerza popular masiva. No resulta posible
definir, por ahora, si la clase obrera industrial volverá o no a ocupar el rol que tuvo en el
pasado. Su expansión numérica a escala mundial coexiste con la precarización laboral y
con fuertes segmentaciones en su interior. Resulta indispensable reconocer estos cam-
bios para abordar con mayor realismo la estrategia política de la izquierda.
Pero el dogmático está inmerso en una larga siesta, que le impide caracterizar
adecuadamente la naturaleza de la revolución socialista. No registra la gravitación pri-
mordial del contenido social de este proceso, en comparación a los sujetos que lo reali-
zan. El carácter socialista común de 1917 (Rusia), 1949 (China) y 1960 (Cuba) estuvo
dado por ese carácter anticapitalista y no por el rol determinante o secundario, que juga-
ron en cada caso los obreros.
Como lo esencial son las tareas, Lenin hablaba de «revolución proletaria» para
referirse a la fuerza dirigente y de «revolución socialista» para aludir al sentido de este
proceso. Mientras que Trotsky jerarquizó alternativamente uno u otro aspecto,
Preobrazhensky defendió la primacía del segundo rasgo. Este criterio tuvo mayor corro-
boración histórica y evita los dilemas sin solución que acosan a los dogmáticos39.
38
Esta asunción como representante de la clase obrera puede observarse por ejemplo en: Oviedo, Luis.
«La cuestión del programa»… y en: Oviedo, Luis. «Respuesta a Chris Edwards». En defensa del marxis-
mo, número 16, marzo 1997.
39
En la discusión sobre la revolución china de 1927, Trotsky subrayó primero el rol de la clase dirigente,
pero luego no adoptó ningún criterio a priori y privilegió una combinación que jerarquizaba el perfil
internacional de este proceso. En cambio Preobrazensky recordó que 1789 fue una revolución burguesa, a
pesar del papel activo jugado por la pequeña-burguesía. En: Trostky, León. «Correspondencia con
Preobrazhenski», en AA. VV. Teoría y práctica de la revolución permanente, Siglo XXI, México, 1983, y
en: Preobrazhenski, Eugeni. «Correspondencia con Trotsky», en AA. VV. Teoría y práctica de la revolu-
ción permanente, Siglo XXI, México, 1983.
40
Esta presentación de la dictadura del proletariado como divisoria de aguas en la izquierda expone:
Oviedo, Luis. «La cuestión del programa»…
176
Este rumbo es propiciado con justificaciones de todo tipo. La dictadura del pro-
letariado es vista como un recurso de violencia contra los capitalistas y como un acto de
amor. El dogmático compatibiliza curiosamente ambas versiones41. Pero lo que resulta
más sorprendente es la total ausencia de este término en la actividad corriente de sus
cultores. Jamás pronuncian esta palabra en ese ámbito. Allí solo hablan del «gobierno
de los trabajadores», porque saben que dictadura es un concepto impronunciable y que
proletariado es una noción desconocida. Por eso archivan frente al gran público los tér-
minos que utilizan en las rencillas con la izquierda.
Esta dualidad no suscita interrogantes a los doctrinarios, que conciben su prego-
nada meta como un sistema opuesto a la democracia socialista. Consideran totalmente
inadmisible esta conjunción y se burlan de sus promotores42. Pero esa articulación fue
explícitamente propuesta por los marxistas de entre-guerra (varias veces Lenin y con
gran frecuencia Rosa Luxemburg).
Los revolucionarios de ese período reivindicaban a la democracia socialista co-
mo un sistema equivalente a la dictadura del proletariado. Consideraban que los rasgos
inevitablemente coercitivos de cualquier régimen anticapitalista debían coexistir con el
debut de una democracia real basada en la creciente igualdad. Quienes por el contrario
estiman que «el socialismo con democracia es una contradicción» han asimilado muy
poco del legado teórico que ensalzan. Subrayan esa incompatibilidad, estimando que la
democracia es una forma de estado que desaparece bajo el socialismo43.
Pero en este retrato del futuro confunden conceptos y temporalidades. Por un la-
do, olvidan que Marx concibió la disolución del estado como proceso paulatino del por-
venir comunista y no como un acto inicial del socialismo. Por otra parte, desconocen
que la democracia sin algún aditamento (burguesa, formal, real, popular) no significa
nada. Los propios dogmáticos reconocen la polisemia de este término, cuando por
ejemplo reivindican con entusiasmo la democracia para el ámbito universitario44.
En otros textos hemos demostrado que la contraposición entre socialismo y de-
mocracia conduce a embellecer al capitalismo, porque identifica la soberanía popular
con ese sistema. Ese enfoque le quita al movimiento revolucionario una bandera ac-
tualmente necesaria para reaproximar a la izquierda con las masas45.
Inspirado en el antecedente de la URSS el dogmático espera forjar la dictadura
del proletariado a partir de los soviets. Por eso vislumbra embriones de ese doble poder
en todas las revueltas, sin notar que esta modalidad de consejos no ha estado muy pre-
sente en la historia latinoamericana. Tampoco nota esta ausencia en el ciclo reciente de
rebeliones regionales. Algunos esbozos de estas formas despuntaron en Bolivia (2003),
pero las efímeras asambleas barriales argentinas del 2001-02 no constituyeron embrio-
nes de ese tipo. En Venezuela o Ecuador tampoco estuvieron a la vista variedades de
esos consejos.
41
Las dos opciones en: Rieznik, Pablo. «La dictadura del proletariado y la prehistoria bárbara de la hu-
manidad», Prensa Obrera, número 830, 18/12/03, y en: Rieznik, Pablo. «La dictadura del proletariado
como acto de cordura (y una referencia al amor)», En defensa del marxismo, número 20, mayo de 1998.
42
«La receta de Katz tiene un lado si se quiere simpático cuando su democracia, que se le ocurre socialis-
ta, adquiere la forma de un producto de cotillón… como esos disfraces que se componen… con fantasías
y oropeles a elección del consumidor». En: Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria de la
economía de izquierda»…
43
«Donde hay democracia no puede haber socialismo y donde hay socialismo ya no existe la democra-
cia». En: Oviedo, Luis. «La cuestión del programa»…
44
Rieznik, Pablo: «La FUBA es la democracia», Página 12, 24/11/06.
45
Katz, Claudio. «La democracia socialista del siglo XXI» (próxima aparición en revista Ruth), y: Katz,
Claudio. El porvenir del socialismo, Herramienta - Imago Mundi, Buenos Aires, 2004 (capítulo 5).
177
Si se admite acertadamente que el doble poder constituiría un aspecto clave de
los desenlaces revolucionarios, su carencia actual confirma el carácter preparatorio de la
etapa. Pero como el dogmático no puede distinguir estos períodos, espera la llegada de
los soviets donde apenas se vislumbraron modalidades iniciales de construcción del
poder popular. Como está acostumbrado a exaltar lo inexistente, no puede calibrar estas
manifestaciones.
Esta falta de ubicación proviene de su desconocimiento de las situaciones inter-
medias que podrían pavimentar el debut del socialismo. Estos eslabones no son períodos
de «capitalismo progresista» —como suponen los teóricos de la revolución por etapas—
sino momentos anticipatorios del triunfo revolucionario. Conforman cursos probables
de una progresión anticapitalista, que fueron avizorados por Lenin en su defensa de la
dictadura democrática del proletariado y los campesinos. El dogmático descarta por
completo estas opciones identificándolas erróneamente con el menchevismo46.
No recuerda que estas opciones fueron debatidas como variantes del «gobierno
obrero y campesino» en los cuatro primeros congresos de la III Internacional. Estas mo-
dalidades eran identificadas, a veces, con la dictadura del proletariado y en otras ocasio-
nes con instancias previas a esa administración revolucionaria. Lenin las concibió de
esta última forma, cuando propuso —después de febrero y antes de octubre del 17— la
formación de un gobierno soviético dirigido por mencheviques y social-revolucionarios.
Este mismo planteo volvió a escena durante la revolución alemana de 1918 y se
convirtió durante décadas en el lema de la izquierda radical, que propiciaba la ruptura
de los partidos socialistas y comunistas con la burguesía. Esta convocatoria implicaba
erigir gobiernos obrero-populares sin representantes de las clases dominantes. Trotsky
mantuvo una actitud ambivalente frente a esta alternativa. Promovió su concreción en
algunas ocasiones, pero la descartó en otras. En sus últimos años tendió a presentar el
gobierno obrero y campesino como una «acepción popular» de la dictadura del proleta-
riado. Los dogmáticos recogen exclusivamente esta última versión y no aceptan aquí
ninguna otra opción47.
Pero las modalidades que descartan se observaron por ejemplo en China en 1949
y en Cuba en 1960, durante las breves coaliciones gubernamentales que precedieron a la
expropiación de los capitalistas. El carácter efímero de estos interludios no elimina su
existencia. Más controvertido sería definir si rigió alguna variante del gobierno obrero-
campesino, en las administraciones que involucionaron hacia la recomposición del or-
den burgués (Argelia en los 60, Nicaragua en los 80). Al dogmático no le preocupan
este tipo de eventualidades (ni tampoco la posible radicalización de un gobierno antiim-
perialista radical actual), porque su universo solo contempla dos situaciones: régimen
burgués o dictadura del proletariado. De esta excluyente disyuntiva solo quedan expul-
sadas las molestas variantes de la realidad.
46
«La revolución democrática es la caracterización menchevique… El ascenso demócrata es la contrarre-
volución», en: Oviedo, Luis. «El triunfo popular es la mascara de la contrarrevolución», En defensa del
marxismo, número 32, diciembre 2003.
47
«Si el gobierno obrero y campesino no es sinónimo de dictadura del proletariado… es equivalente a
gobierno burgués», en: Oviedo, Luis. «La cuestión del programa»…
178
ble incendio y fracaso del imperialismo, las clases dominantes, los gobiernos y los opo-
sitores, bajo el empuje de las masas48.
Lo más curioso de estos encuadres no es el reciclaje ilimitado de las crisis por
arriba, sino la ausencia de victorias populares. No se comprende cuál es la fuente de
energía que incita a las masas a volver una y otra vez al ruedo, sin lograr nunca nada.
Aparentemente han desarrollado un gusto por la batalla que se ha vuelto indiferente a
los resultados.
La inconsistencia de esta descripción es obvia. Si América Latina constituye un
gran foco de rebeliones populares es porque el neoliberalismo ha sufrido importantes
derrotas políticas (caída de presidentes), sociales (frenos del atropello), gubernamenta-
les (desplazamiento de derechistas) e ideológicas (desprestigio del fanatismo mercantil).
Los dogmáticos no reconocen estos cambios, porque tampoco caracterizan al
neoliberalismo como un programa particular. Colocan ese término entre comillas para
burlarse de su existencia, sugiriendo que el uso de ese concepto constituye una capitula-
ción frente al pensamiento dominante. Suponen que únicamente corresponde hablar de
capitalismo a secas y en forma indistinta. Por esta misma razón, no atribuyen gran signi-
ficación al desplazamiento popular de mandatarios neoliberales en Venezuela, Bolivia o
Ecuador. Como el capitalismo se mantiene en los tres países, nada ha cambiado49.
Pero este razonamiento ignora logros populares evidentes e incluso sugiere que
con Chávez o Evo Morales la burguesía evitó la revolución socialista y logró instalar
presidentes «potencialmente contrarrevolucionarios»50. El dogmático no logra reconci-
liarse con la realidad. En lugar de constatar la presencia de gobiernos nacionalistas radi-
cales que movilizan a las masas, chocan con el imperialismo y contrarían al establish-
ment, especula sobre el rol regresivo que jugarían frente a una insurrección proletaria.
Por ese camino intentan dilucidar lo que podría suceder, sin atender demasiado a lo que
efectivamente ocurre.
Ni siquiera computan como triunfos populares las conquistas democráticas de
las últimas décadas. Omiten señalar este aspecto, al evaluar que la sustitución de las
dictaduras latinoamericanas por regímenes constitucionales fue un logro del imperialis-
mo. Como estiman que el Departamento de Estado recurrió a «desvíos democratizantes»
para frenar el desarrollo de verdaderas revoluciones, le quitan trascendencia a las liber-
tades públicas obtenidas en ese período. Esta forma de negar un éxito por la pérdida
eventual de un avance mayor (socialismo) es muy afín al pensamiento fantástico.
Con el mismo barómetro de lo que hubiera sucedido, desconocen el aspecto pro-
gresivo de las nacionalizaciones que implementan Chávez o Morales. Afirman que estas
mismas medidas adoptan actualmente otros gobiernos de países petroleros (especial-
mente Arabia Saudita o los emiratos árabes)51.
48
Algunos ejemplos: «A fines del 2005, la Cumbre de presidentes latinoamericanos en Mar del Plata
demostró las tendencias revolucionarias que se agitan en la región, la crisis de un conjunto de regímenes
políticos… la crisis del régimen norteamericano… Solo hubo chisporroteos verbales y nada cambió… (Se
corroboró nuevamente)… las limitaciones insalvables del nacionalismo burgués». En: Oviedo, Luis.
«Mar del Plata. Crisis cumbre», El Obrero Internacionalista, diciembre de 2005. [La versión que hemos
podido cotejar de Internet, publicada en la página web de la Coordinadora por la Refundación de la IV
Internacional, no es exactamente igual]. Otra descripción equivalente de «agudización de la lucha de
clases», «crisis políticas de fondo» y «febril intervención del imperialismo» aparece en: Oviedo, Luis.
«América Latina: cuadro de situación», En defensa del marxismo, número 28, Buenos Aires, octubre de
2000.
49
Un ejemplo de esta visión para el caso boliviano expone: Oviedo, Luis. «El triunfo popular es la masca-
ra de la contrarrevolución»…
50
Oviedo, Luis. «Bienvenido al catastrofismo», Prensa Obrera, número 1009, septiembre de 2007.
51
Oviedo, Luis. «Bienvenido al catastrofismo»…
179
Pero olvidan que el carácter de estas iniciativas no está exclusivamente determi-
nado por las cláusulas de los contratos y los porcentajes de las regalías. Un sheik que
sostiene la invasión norteamericana a Irak no es muy parecido al principal adversario
que enfrenta Bush en Latinoamérica, aunque ambos coincidan en cierto manejo de los
hidrocarburos. Establecer identidades entre ellos equivale a suponer que las estatizacio-
nes implementadas por Perón y Hitler eran análogas. Si algo debería distinguir a un
marxista de un analista convencional es la capacidad para diferenciar contenidos políti-
co-sociales, en medidas formalmente semejantes. Pero este atributo exige primero algún
grado de sensatez.
El dogmático interpreta que Chávez avanza poco sobre la gran propiedad capita-
lista. Estima que sus nacionalizaciones se ubican por debajo del nivel alcanzado por
Allende en Chile (1970-73) o Velazco Alvarado en Perú (1968-75). Pero se olvida que
el principal recurso de Venezuela se encuentra bajo jurisdicción estatal desde hace mu-
cho tiempo y que el eterno problema de ese país ha sido el manejo de esa renta petrole-
ra. Con el dinero proveniente de esta fuente hay recursos más que suficientes, para
desenvolver la industria y mejorar el nivel de vida popular. La dificultad radica en el
uso de los fondos ya existentes y no en su recaudación adicional. El dogmático ignora
que en Venezuela no urge la expropiación de la burguesía extrapetrolera para desenvol-
ver un proceso revolucionario. Está desconcertado porque su manual no contempla nin-
guna receta para avanzar al socialismo en una economía de renta petrolera.
Solo atina a denunciar «limitaciones», «capitulaciones» y «concesiones» de
Chávez pronosticando con total certeza su involución derechista, mientras arremete con-
tra quienes consideramos factible otras hipótesis52. Pero en una escala de probabilidades
cabría preguntar: ¿Qué resultaría más posible? ¿La radicalización del proceso boliva-
riano o la concreción del modelo de los dogmáticos? Si los antecedentes de las últimas
décadas sirven de base para un dictamen, la respuesta es contundente.
52
«El libro reciente de Claudio Katz está destinado a celebrar las iniciativas del gobierno de Venezuela».
En: Labastida, Pedro. «Divagaciones sobre el ALBA»…
180
sucesivas, cuando asocia la acción prolongada con la preparación del desenlace repen-
tino.
Este cortoplacismo lo induce a observar cualquier situación convulsiva del pla-
neta con el prisma del febrero-octubre ruso, imaginando coyunturas «kerenskistas» que
deben dirimirse rápidamente hacia la derecha o el socialismo. La aplicación de este es-
quema al gobierno de Chávez o Evo Morales conduce a una confrontación permanente
con presidentes hostilizados por el establishment.
El dogmático interpreta la teoría de la revolución permanente con esta compul-
sión a la urgencia53. Olvida que Marx concibió esa tesis, para que la clase obrera intro-
dujera sus metas socialistas en las sublevaciones democráticas que abandonaba la bur-
guesía. Cuestionó la prescindencia de esta lucha y convocó a una participación proleta-
ria autónoma. Pero diseñó una estrategia de intervención y no un procedimiento repen-
tino para disyuntivas inmediatas. Lenin le asignó a esta política el mismo sentido, luego
de constatar el pasaje burgués del jacobinismo (transformaciones anti-feudales desde
abajo) al bismarkismo (compromiso con la nobleza para gestar el capitalismo desde
arriba). Señaló varios cursos posibles de radicalización de una revolución democrática,
sin restringir estas opciones a desenlaces inmediatos.
Ni siquiera Trotsky asoció la revolución permanente con la urgencia. Auguró la
posibilidad de un triunfo socialista en Rusia —como anticipo de la revolución en Euro-
pa Occidental— frente a la deserción burguesa, la falta de independencia política de los
campesinos y la resistencia de los obreros a auto-limitar su acción al marco capitalista.
Batalló contra los mencheviques (y luego stalinistas) que postulaban separar una prime-
ra etapa de liderazgo burgués de la fase socialista posterior. Pero siempre concibió una
estrategia y no un ultimátum.
Esta visión de la revolución permanente no debe ser tomada como la última pa-
labra de la política socialista. Define acertadamente la mecánica social de la transforma-
ción anticapitalista, pero no establece cuáles son las alianzas, las correlaciones de fuer-
zas y los niveles conciencia u organización requeridos para lograr esa victoria. Si el
planteo hecho por Trotsky fuera suficiente, no habría suscitado tantas interpretaciones
entre sus seguidores y diferencias tan marcadas en la aplicación de sus postulados.
El dogmático desconoce esta limitación. Repite a libro cerrado esas tesis, sin re-
visar como se adecuan por ejemplo a las naciones capitalistas desarrolladas. No percibe
que los problemas indagados por la teoría de la revolución permanente son poco rele-
vantes para los países con mayoría abrumadora de asalariados urbanos o con tareas de-
mocráticas, nacionales y agrarias concluidas hace tiempo. El ortodoxo ni siquiera sabe
que Gramsci cubre gran parte de las lagunas que Trotsky dejó en este campo.
Tampoco se preocupa por adaptar las tesis de la revolución permanente a los
cambios registrados en la periferia. Como razona en términos de puro estancamiento
supone que las tareas incumplidas a principio del siglo XX se mantienen igualmente
pendientes en la actualidad54. No toma nota en cuenta como la reforma agraria, la desco-
lonización o el desarrollo industrial transformaron a los países atrasados. Ninguno de
estos cambios convirtió a estas naciones en potencias centrales, pero implicaron muta-
ciones por arriba —denominadas por Gramsci «revoluciones pasivas»— que alteraron
el status dependiente o el grado de retraso predominante en cada país. El universo de
colonias y semicolonias que observaba Trotsky ha cambiado significativamente, a me-
53
«El catastrofismo de Marx se despliega a partir de la conciencia sobre la inminencia de la revolución
(con esta concepción plantea que)… nuestros intereses y tareas consisten en hacer la revolución perma-
nente». En: Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria de la economía de izquierda»…
54
Esta visión aparece por ejemplo en: Rieznik, Pablo. Las formas del trabajo y la historia…
181
dida que el subdesarrollo perdió uniformidad y se consolidó una sub-estratificación den-
tro de la propia periferia55.
El catastrofista no percibe estas modificaciones, ni sus consecuencias programá-
ticas. Tampoco estima necesario actualizar el sujeto revolucionario concebido por
Trotsky. El líder de los soviets consideraba que las tareas democrático burguesas pen-
dientes serían implementadas en el poder por la clase obrera. Pero atribuía ese papel a
un proletariado equiparable al existente en Rusia principio del siglo XX. Este segmento
social no impera ni siquiera en la actualidad en toda la periferia. Tiene gran presencia en
Brasil o Argentina, pero no en Haití. Es significativo en Sudáfrica, pero no Ruanda.
Para este segundo tipo de países, la teoría no rige en los términos que fue expuesta.
Las tesis de la revolución permanente no tienen la universalidad que imagina el
dogmático. Confirman la continuidad de la brecha entre el centro y la periferia, pero sin
implicar un congelamiento de este mapa, ni consagrar una simple perpetuación de la
regresión económica. La concepción de Trotsky aporta una guía de razonamiento para
la estrategia socialista, pero no ofrece un diagnóstico imperturbable de la realidad. Cier-
tas dificultades de ese enfoque comenzaron a vislumbrarse incluso durante su formula-
ción inicial56.
El dogmático no puede incursionar en estos terrenos porque su mundo se detuvo
en el 1940 y sigue amarrado a la batalla de Trotsky contra Stalin, como si hubiera sido
la única pugna de la historia socialista. Esta atadura le impide notar cómo gran parte de
los conceptos de la revolución permanente fueron asimilados por tendencias ajenas a la
tradición trotskista. Esta fusión se produjo en los hechos, entre corrientes comunistas
que se alejaron de la teoría de las etapas y abandonaron el elogio de las burguesías na-
cionales. Muchos documentos del PC cubano o de la guerrilla salvadoreña de los años
80 ejemplifican esta evolución.
Quizás el mayor punto de encuentro fue concretado por el Che, cuando planteó
la disyuntiva entre «revolución socialista o caricatura de revolución». Su proyecto con-
tinental de enlazar demandas democráticas y antiimperialistas con procesos socialistas,
adversos a cualquier alianza con la burguesía ilustra su proximidad con Trotsky. Pero el
dogmático no puede aceptar un empalme que choca con su escaso reconocimiento de la
revolución cubana.
AUTO-PROCLAMACIÓN Y VANGUARDISMO
La concepción dogmática incentiva la formación de partidos cerrados, que se au-
toasumen como vanguardia de la clase obrera, sin que ningún sector relevante de los
oprimidos reconozca ese status. Si bastara con afirmar que el propio grupo encarna la
revolución, no serían tan escasas las organizaciones que lograron consumar este objeti-
vo. No alcanza con exclamar que «nosotros somos los bolcheviques». Alguien debe
corroborar desde afuera y con datos objetivos esa creencia. Al desconocer este paráme-
tro básico, el dogmático pierde contacto con la realidad57.
55
Hemos ilustrado varios aspectos de este cambio en: Katz, Claudio. «Las nuevas turbulencias de la eco-
nomía latinoamericana», Socialismo o Barbarie, número 12, julio de 2002, Buenos Aires.
56
Trotsky evitó al principio convertir sus tesis sobre Rusia en un patrón para toda la periferia y decidió
esta generalización a partir de la revolución China (1927). Luego de confirmar el pasaje de la burguesía a
la reacción y el rol potencialmente dirigente de la clase obrera, expuso su concepción en polémica con la
teoría de las etapas de Stalin. Pero a veces postuló que su enfoque también superaba la estrategia general
de Lenin. En este punto chocó con sus propios aliados de la oposición de izquierda, que resaltaron el
acierto del líder bolchevique para permitir el triunfo soviético.
57
Este despiste incluye la denigración del resto de la izquierda y hasta la anticipada proclamación como
futuro partido único. Esta postura asumen: Rieznik, Pablo. «Propiedad, poder y economía. Primer balance
182
El origen histórico de esta conducta fue la tentación de reproducir la revolución
rusa, imitando la organización de sus artífices. Pero varias décadas de experiencias de-
mostraron que no alcanza con forjar partidos disciplinados para erradicar el capitalismo.
Mientras que la mayoría de los socialistas han tomado nota de esta complejidad, el van-
guardista continúa aferrado a la ilusión del superpoder partidario.
Pero no percibe que al actuar en nombre del proletariado sin representarlo se aís-
la de los oprimidos y repite un defecto reiteradamente objetado por Marx: situar la ac-
ción de los comunistas en un terreno diferente al conjunto de los explotados. En vez de
trabajar, aprender (y eventualmente dirigir) a las masas, el auto-proclamado se conside-
ra depositario de una sabiduría mayor y busca imponer esa superioridad mediante esca-
ramuzas por la hegemonía. Imagina que detenta la línea justa y que está dotado de una
pericia suprema para actuar en todas las circunstancias.
El dogmático ignora la diferencia que separa la etapa inicial de formación de un
partido (corrientes, agrupamientos, tendencias) del surgimiento efectivo de esa organi-
zación (audiencia significativa entre el sector que pretende representar). Nada impide
utilizar la misma denominación en los dos estadios, si se reconoce que el primer mo-
mento de intenciones es cualitativamente distinto al segundo período de concreciones.
El auto-proclamado declara vigente desde el debut, lo que recién debería edificarse. Por
eso imagina que solo falta incrementar el número de integrantes del agrupamiento que
ya ha forjado.
Su intento de construcción socialista reconoce acertadamente la necesidad de
una organización para luchar por el poder. Es evidente que la calidad de sujeto político
no se improvisa en medio de la convulsión. Se requiere experimentación, preparación
militante, acción coordinada e intervención colectiva. Pero estos requisitos no implican
gestar un tipo de partido universalmente válido, para cualquier época o país. Como des-
conoce esta diversidad, el dogmático recrea el culto al aparato que signó durante déca-
das el perfil de la izquierda.
La veneración por el modelo bolchevique olvida las circunstancias específica-
mente rusas de constitución de esa organización (zarismo y clandestinidad). Estas con-
diciones ya diferían de la legalidad y acción pública vigentes durante ese período en
Europa Occidental y son radicalmente opuestas a las prevalecientes en la actualidad.
El dogmático también omite que Lenin osciló entre periodos de rigor y apertura
del bolchevismo. Esta flexibilidad quedó sepultada, a partir del endiosamiento stalinista
del partido y la introducción del verticalismo en todas organizaciones comunistas. Ese
funcionamiento monolítico les permitió justificar en la propia existencia de una estruc-
tura formalmente portadora del ideal socialista, la implementación de orientaciones tan
cambiantes como inexplicables. Esa tradición ha quedado prácticamente enterrada en el
universo comunista luego del colapso de la URSS, pero perdura entre los seguidores
ortodoxos de Trotsky.
Este sector olvida que su inspirador modificó cinco veces la visión del partido.
En 1904 defendió la dinámica de los soviets en oposición al partido clandestino y en
1908-1914 convergió con los mencheviques en el rechazo a la organización bolchevi-
que. Entre 1917 y 1919 optó en cambio por la aceptación de ese modelo y en 1920-21
extremó este sostén, avalando el partido único y la anulación de las fracciones. Final-
mente en 1930-40 propugnó una nueva modalidad de multipartidismo socialista.
Estos cambios ilustran la distancia que separa al cambiante Trotsky de sus culto-
res ortodoxos, que han optado solo por la variante más desprestigiada de puro vertica-
de una polémica», Prensa Obrera, número 783, 05/12/02; Rieznik, Pablo. «El gobierno capitalista de
Lula. La etapa superior del PT», En defensa del marxismo, número 30, abril de 2003; y Oviedo, Luis. «La
cuestión del programa»…
183
lismo. Repiten el esquema de los viejos partidos comunistas, con la diferencia que esas
organizaciones eran frecuentemente vistas como herederas de una revolución. En esta
credibilidad sostenían los vicios de la auto-proclamación. Los dogmáticos actuales pro-
vienen de una tradición antistalinista, pero practican el mismo estilo de infalibilidad de
sus viejos adversarios. Como nadie los asocia con alguna revolución contemporánea, su
auto-proclamación es percibida como una curiosa extravagancia.
Cuando el dogmático repite que la «crisis de la humanidad se reduce a la crisis
de dirección del proletariado», no percibe cuán lejos ha llegado su despiste. Trotsky
formuló esta idea a fines de los años 30, para describir el efecto simultáneo de la conso-
lidación stalinista y del impasse de la revolución. Cualquiera sea la evaluación de ese
diagnóstico es indudable que emanaba de una voz con la autoridad y de un líder proba-
do en la batalla contra el capitalismo.
El ortodoxo repite la misma sentencia en una coyuntura histórica completamente
diferente, sin notar que no tiene la presencia política suficiente para emitir semejante
afirmación. Nunca es irrelevante el lugar de emisión de una declaración. Tomar con-
ciencia de la ubicación que cada uno tiene es indispensable para ganar peso en cualquier
proyecto político.
La herencia de bolchevismo requiere actualizar también la reevaluación de los
episodios más controvertidos de esa tradición. Un ejemplo de esta reconsideración po-
lémica afecta, por ejemplo, el trasplante del modelo ruso a todos los partidos afiliados a
III Internacional a principios de los años 20 («21 condiciones de admisión»). Pero el
dogmático no revisa nada. Se mantiene apegado a las formalidades del verticalismo, sin
recordar que los marxistas construyeron históricamente partidos para promover la con-
ciencia socialista.
Como el ortodoxo se considera predestinado a encabezar la revolución, no reto-
ma estas preocupaciones de los clásicos. Supone que las convicciones socialistas emer-
gerán simplemente con el engrosamiento de su partido. Esta visión mantiene muchos
puntos en común con el objetivismo socialdemócrata, pero guarda pocas conexiones
con las estrategias de construcción que incentivaban los revolucionarios de principio del
siglo XX.
Lenin priorizaba el desarrollo de la conciencia socialista para superar la estre-
chez sindicalista y la influencia ideológica burguesa entre los trabajadores. Luxemburg
propiciaba mayor confianza en la espontaneidad de las masas y menor apego a formas
de organización a priori. Gramsci intentaba gestar un «intelectual colectivo», que actua-
ra como «príncipe moderno» junto a los trabajadores.
El dogmático no registra esta variedad, ni comprende por qué se ensayaron pro-
cedimientos distintos para un mismo propósito en Rusia, Alemania e Italia. Pero sobre
todo ignora el carácter problemático de esta tarea en la actualidad. No percibe la exis-
tencia de una regresión de los niveles medios de conciencia socialista, en comparación a
la entre-guerra o a 1960-70. Por eso también desconoce la necesidad de nuevas media-
ciones para afrontar esta dificultad.
Su auto-proclamación constituye, también, un evidente obstáculo para avanzar
en la unidad de las organizaciones revolucionarias. Obstruye este objetivo al declarar la
supremacía de su partido y al negarse a lidiar con formas de edificación intermedia.
Pero, además, bloquea la superación del verticalismo, que tradicionalmente ha imperado
en la izquierda. El dogmático se acostumbró a sobrevivir en el universo cerrado de los
pequeños grupos y ya no visualiza otra opción.
184
El doctrinario transmite mensajes mesiánicos a través de actitudes proféticas.
Como estima que puede vislumbrar el futuro difunde pronósticos de estallido del capita-
lismo, descomposición de los regímenes políticos y fracasos del resto de la izquierda.
La seguridad con que propaga estas previsiones genera una atmósfera mística entre sus
partidarios58.
Pero olvida que la previsión constituye tan solo un ingrediente menor del análi-
sis político. Lo que importa es la consistencia de una caracterización o el acierto de una
línea de intervención. Resulta imposible anticipar qué sucederá en el futuro. A lo sumo
se pueden exponer algunas estimaciones, dentro de cierto rango de probabilidades. El
dogmático desconoce esta restricción y aprovecha el impacto que provocan sus augu-
rios, en una sociedad mediática que incentiva amnesias sobre cualquier afirmación del
día anterior. En este clima de memoria borrada, el ortodoxo recuerda sus aciertos y ol-
vida sus fallidos, entre el aplauso de sus seguidores a tanta clarividencia.
La manía por la predicción formó parte de la tradición trotskista hasta que sus
teóricos más abiertos se desembarazaron de ese designio. Este abandono les permitió
también emanciparse del clima milenarista, que transmitían muchos textos de entre-
guerra. Gran parte de esos escritos no escapaban al clima de la pesadumbre y pesimismo
que acompañó al ascenso del nazismo. Pero como el doctrinario no logró distanciarse de
ese universo mantiene su gusto por la previsión apocalíptica. Se considera un iluminado
que cuenta con una hoja de ruta segura para llegar al socialismo. Pero ignora que los
mejores cerebros del siglo XX tuvieron a lo sumo una brújula para conocer el norte de
esa travesía.
El dogmatismo conduce a sobrevivir en los márgenes de la vida política. Esta
condición minoritaria es evidente para cualquiera menos para el propio ortodoxo, que
jamás emite comentarios sobre su propia situación. Describe cómo el resto de la iz-
quierda fracasa, sin mencionar nunca su propia falta de resultados. Abunda en retratos
de la «impotencia», la «esterilidad» o la «incapacidad» de sus adversarios, pero no re-
conoce nunca sus dificultades. Esta ceguera se afianza con el uso de dos parámetros
distintos para medir realidades propias y ajenas. Habitualmente resalta los fracasos prác-
ticos de sus competidores, ponderando sus éxitos políticos y al cabo de esta compara-
ción subraya que «tuvimos razón».
Tampoco reflexiona sobre las razones de varias décadas de estancamiento de sus
proyectos en otros países (refundación de la IV Internacional), ni explica su puntual
ausencia en cualquier lugar de éxito revolucionario. En todos los casos prefiere recurrir
a consideraciones contra-fácticas. Estima que «si se hubiera aplicado tal política», o «si
se hubiera logrado tal presencia militante» se habrían corroborado sus tesis. Pero como
nadie puede verificar tantas especulaciones, solo quedan flotando las preguntas sobre lo
realmente ocurrido.
La única explicación que siempre ofrece el dogmático es la capitulación de sus
adversarios, como si la conducta de otro aclarara sus propias fallas. El doctrinario se
deleita computando la falta de firmeza de otras corrientes ante las fuerzas dominantes
del momento (nacionalismo, stalinismo, socialdemocracia). Utiliza un extenso código
de términos para tipificar al culpable específico de cada tibieza (pablismo, posadismo,
morenismo, mandelismo)59. Pero es obvio que este retrato no explica por qué también
ha fracasado su opción de inmaculada fidelidad al dogma. Se podría argüir que pagó el
precio de una defensa ortodoxa de los principios («no avanzamos porque mantuvimos
58
Esta centralidad del pronóstico es exaltada por: Rieznik, Pablo. Marxismo y sociedad… (p. 38).
59
Un experto fiscal de esta actividad es: Oviedo, Luis. «La posición contrarrevolucionaria de Socialist
Appeal», En defensa del marxismo, número 32, diciembre de 2003, y: Oviedo, Luis. «La cuestión del
programa»…
185
nuestras ideas»). ¿Pero qué sentido tiene una lucha socialista sin resultados? ¿Se inter-
viene para preservar un pergamino o para erradicar al capitalismo?
Algunos autores suelen recordar que esta condición minoritaria afectó a todos
los revolucionarios que remaron contra la corriente. Marx, Engels, Luxemburg, Gramsci
no lograron ver nunca el fruto de su acción y Trotsky padeció la amarga experiencia de
una expropiación de su obra. Pero ninguno de estos luchadores escapaba al análisis de la
adversidad, que por otra parte nunca constituyó el denominador común y permanente de
sus vidas.
Es indudable que la receptividad popular de un mensaje socialista depende de
muchas circunstancias. Ciertos revolucionarios actúan en condiciones propicias, mien-
tras que otros deben aguantar el contexto desfavorable. Pero lo que separa a cualquier
militante abierto de un dogmático no es la suerte del escenario, sino la disposición a
corregir sus propios problemas. Esta actitud marca la verdadera divisoria de aguas entre
los dos campos.
El ortodoxo se enfada con cualquier intento de reflexión. Ataca a todos los auto-
res que ensayaron alguna interpretación de su escasa implantación. Algunos señalaron
dos causas de este aislamiento: la decreciente gravitación de la clase obrera y la signifi-
cativa autoridad de los partidos comunistas60. El primer argumento incurre en un erró-
neo determinismo sociológico y supone que la condena al aislamiento es inexorable,
mientras no renazca el viejo proletariado industrial. La segunda afirmación es menos
convincente, ya que el desplome de la URSS arrastró el grueso de los partidos comunis-
tas del mundo, sin modificar el carácter minoritario de los trotskistas. Pero con sus
equivocaciones, estas tesis permiten por lo menos discutir un problema, que los dogmá-
ticos ni siquiera registran.
El principal obstáculo que afronta la ortodoxia se ubica en un terreno repetida-
mente señalado por todos los críticos: el sectarismo. Esta conducta alude a un tipo de
intervención política y no al escaso número de adherentes. El sectario exhibe un gusto
por la separación del resto y un placer por la diferenciación, que lo ubica en el polo
opuesto a la pluralidad de revolucionarios que requiere el momento actual.
El sectario no percibe cómo dilapida esfuerzos en reyertas irrelevantes. Se acos-
tumbró a disputas grupusculares, que se auto-alimentan con el canibalismo político. Los
más extremistas recurren a un arsenal de insultos de calibre ilimitado, para confrontar
con sus adversarios de izquierda, ya que identifican la firmeza de ideas con la agresión
verbal61.
Pero esta adicción al insulto solo refleja subdesarrollo político y carencia de ar-
gumentos. En las escaramuzas de los pequeños grupos este uso de la calumnia carece de
efectos, pero ilustra al resto cómo tendería a comportarse el incontinente verbal si llega-
ra a ocupar algún cargo en el área de educación o de seguridad. Es sabido que la agre-
60
Moreno, Nahuel. Conversaciones…
61
Un ejemplo: «Katz no lee los diarios, ni mira los noticieros… no domina la economía, ni tiene cualida-
des como economista… Utiliza un tono pretendidamente académico para desarrollar una producción
copiosa e insustancial, destinada a cuidar su propio jardín… Desarrolla una literatura pasatista y sin rigor
con… especulaciones vanas, vacías de contenido e informaciones, que reúnen libros y artículos sin ton ni
son… Es un trotamundos económico de cualquiera que lo busque… Actúa como seguidista de los hechos
consumados… en forma irresponsable… Está guiado por una desmoralización política irreversible… y se
asemeja a un pastor socialista… Pregona un socialismo fashion… luego de hacer un ajuste de cuentas con
el marxismo… ya que forma parte de la clase media intelectual, cebada en el dominio de una teoría vaci-
lante». En: Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo. Miseria de la economía de izquierda»… Más
observaciones del mismo tono pueden consultarse en: Rieznik, Pablo. «Propiedad, poder y economía.
Primer balance de una polémica»… y en: Rieznik, Pablo. «Nuestra crítica es ciertamente nociva», Prensa
Obrera, número 769, 29/08/02.
186
sión de palabra incentiva el atropello físico, cuando existe algún grado de consecuencia
entre lo que se dice y hace.
La incapacidad para diferenciar al enemigo (los capitalistas y la derecha) de los
compañeros (otros militantes de izquierda) es parte de la ceguera estructural que afecta
al sectario. Esta oscuridad le impide registrar la distancia que separa una lucha política
(imponerse al adversario) de una confrontación ideológica (refutar argumentos a partir
de su reconocimiento y asimilación). Esta distinción no cabe en la cultura sectaria que
utiliza la supremacía verbal, para legitimar internamente a los pequeños caudillos que
gobiernan a los pequeños grupos.
El sectarismo político es heredero del sectarismo religioso. Las analogías entre
el dogmático y el devoto han sido frecuentemente expuestas, dado el carácter abruma-
dor de estas similitudes. Las consignas se repiten como un ritual, la acción política
adopta formas evangélicas y cada postura se justifica con alguna referencia bíblica a los
textos consagrados. A medida que las polémicas se fanatizan se afianza la argumenta-
ción teológica y los razonamientos son sustituidos por sermones. Algunos líderes son
santificados por los militantes que actúan como sacerdotes.
Pero el rasgo más cultivado por el dogmático en cuestión es la fidelidad a la or-
todoxia62. Asume un rol de cruzado en la defensa de Trotsky contra las herejías hetero-
doxas de todos los traidores. En el pasado esta custodia desembocaba en nuevos cismas,
ya que la política sectaria reproduce en forma infinita la fragmentación.
Pero el sectarismo sobrevive porque incluye conductas valerosas y actitudes mi-
litantes. No hay que olvidar que el socialismo moderno se nutrió a principios del siglo
XIX de pequeños grupos de comunistas, procedentes de núcleos protestantes y masóni-
cos muy sacrificados. La postura sectaria ejerce una fuerte atracción sobre los espíritus
exigentes, que aprecian la disciplina y la decisión, en un marco de absoluta hermandad.
Es ingenuo suponer que esta variedad de la acción política desaparecerá bajo el
simple impacto de argumentos o refutaciones. En la medida que también expresa cierto
gusto por vivir dentro del gueto y cultivar el narcisismo de las pequeñas diferencias se
reproducirá sustituyendo las deserciones con nuevos adhesiones. Siempre han existido
este tipo de organizaciones y seguramente subsistirán en el futuro. Pero allí no hay lugar
para una batalla seria por el socialismo.
En el caso específico de los trotskistas la superación real del sectarismo exige
reconocer el agotamiento de las viejas delimitaciones. Una denominación que Stalin
utilizó en forma peyorativa para crucificar a sus opositores de izquierda, ya no tiene
cabida en la época actual. Durante décadas este término sintetizaba una opción revolu-
cionaria y democrática frente a las burocracias del «campo socialista». Pero los motivos
que condujeron a esta diferenciación han desaparecido con el fin de la Unión Soviética.
Con esta extinción ha perdido sentido la auto-identificación como trotskista.
Asumir este agotamiento no implica olvidar la extraordinaria obra de León Trotsky. Al
contrario, contribuiría a reforzar la recuperación que ya se verifica de este legado en
múltiples planos. La reivindicación del creador del ejército rojo por parte de Chávez
constituye tan solo un ejemplo de esa reconsideración63. Por ese camino se repara una
injusticia historiográfica y se enriquecen los debates sobre la estrategia socialista.
Pero esta reevaluación debe enfocarse desde el marxismo y no desde el trotskis-
mo, porque solo el primer concepto engloba una batalla perdurable contra el capitalis-
mo. Al igual que el leninismo, el luxemburgismo, el gramscismo o el guevarismo, el
62
«La ortodoxia debe interpretarse como fidelidad consciente a los principios, signo de pertenencia a una
causa que concierne a lo mejor del ser humano». En: Rieznik, Pablo. Marxismo y sociedad… (p. 13).
63
Chávez reivindicó varias veces al creador del Ejército Rojo y subrayó especialmente la importancia
estratégica actual del Programa de Transición. En: Aporrea, «Chávez invita a estudiar a Trotsky».
187
segundo término involucra tan solo una de las tradiciones que nutren al socialismo. La
reconstrucción de este proyecto se alimentará de muchas influencias, en un proceso que
debe actualizar legados y enterrar fantasmas.
Octubre de 2007
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190
― CAPÍTULO 10 ―
INTERPRETACIONES DE LA DEMOCRACIA
EN AMÉRICA LATINA
Tres visiones diferentes de la democracia han predominado en América Latina
en las últimas décadas. Durante los 80 prevaleció el institucionalismo, que reivindica las
cualidades formales del régimen constitucional y su capacidad para expandir los dere-
chos civiles, estabilizar el sistema político y mejorar el nivel de vida de la población.
Este enfoque perdió relevancia a medida que las grandes crisis económicas socavaron la
autoridad de los presidentes, empobrecieron a los pueblos y generalizaron el desengaño
con los gobiernos postdictatoriales.
De esta decepción emergieron las concepciones elitistas que acompañaron el as-
censo neoliberal de los 90. Estas tesis conciben a la democracia como un mecanismo de
selección de gobernantes que administran el sistema político con criterios de mercado,
aprovechando el sostén pasivo de la ciudadanía. Presentan este tipo de gestión como un
destino inexorable de la globalización y afirman que el ensanchamiento de la desigual-
dad social es el precio del progreso.
Este enfoque quedó seriamente afectado por las movilizaciones sociales que en
los últimos años favorecieron el desarrollo de una visión participativa de la democracia.
Esta concepción asocia la soberanía popular con la reducción de la inequidad, promueve
la intervención activa de la población, el control de los funcionarios y la implementa-
ción de formas de gestión directa.
El correlato político de estos enfoques no es unívoco, pero las tres posturas tien-
den a sustentar respectivamente los planteos moderados, derechistas y progresistas. Es-
tas fronteras son menos nítidas a nivel teórico, especialmente entre los autores que com-
binan distintas visiones o han pasado de una postura a otra. Analizar las tesis institucio-
nalistas, elitistas y progresistas facilita la comprensión de los cambios políticos registra-
dos en Latinoamérica y esclarece, además, qué tipo de democracia rige actualmente en
la región.
1
O’Donnell, Guillermo y Schmitter, Philippe. Transiciones desde un gobierno autoritario. Conclusiones
tentativas, volumen 4, Paidós, Buenos Aires, 1988 (capítulo 2).
2
Marshall, T. H. Ciudadanía y clase social, Alianza, Madrid, 1998.
191
capitalismo. Bajo este sistema la competencia por beneficios surgidos de la explotación
impide el progreso colectivo, como un simple contagio de una esfera hacia otra. La riva-
lidad por las ganancias obliga a recortar periódicamente los derechos sociales y el in-
centivo al enriquecimiento individual obstruye la disminución perdurable de la inequi-
dad. Por esta razón la igualdad política no se extiende a las distintas áreas de la vida
social y los derechos formales se distancian de los reales.
El capitalismo permite a los trabajadores sufragar libremente, pero no cuestionar
su condición de asalariados sojuzgados por los industriales. Este sometimiento es in-
compatible con la humanización del sistema que proponen los tres estadios marshallia-
nos. En un régimen asentado en la compra-venta de la fuerza de trabajo, los capitalistas
gozan de un atributo de contratar y despedir empleados, que es incompatible con la de-
mocratización de la sociedad. Mientras el sustento del grueso de la población continué
dependiendo de la lógica despótica que impone el mercado laboral, el avance evolutivo
de mejoras cívicas a progresos políticos y sociales será una ilusión.
Los derechos populares siempre surgen de conquistas de los oprimidos. Estos
logros chocan con la lógica competitiva, que induce guía a los empresarios a implemen-
tar atropellos periódicos contra los trabajadores. Las tesis marshallianas ignoran esta
compulsión porque se apoyan en una mirada angelical del capitalismo. Repiten la vieja
propuesta de mejorar lentamente a este sistema, olvidando las frustraciones populares
que siempre ha generado esta expectativa.
El institucionalismo presenta las agresiones neoliberales de las últimas décadas
como una excepción y desconoce los cimientos de estas acciones en dinámica regresiva
del capitalismo. Desconecta los padecimientos que soportan los asalariados de las ten-
dencias de un sistema estructuralmente opuesto a las mejoras populares.
LA APLICACIÓN REGIONAL
La tesis marshalliana fue utilizada por numerosos institucionalistas para justifi-
car los pactos concertados con los militares durante los años 80. Presentaron esos
acuerdos como un requisito para gestar los regímenes constitucionales que permitirían
recorrer en Latinoamérica las tres etapas de la democracia plena. Pero los compromisos
con las dictaduras solo generaron sistemas maniatados y con muy poco margen para
transitar los avances hacia la liberalización, la democratización y la mejora social.
Esta secuencia tampoco despuntó posteriormente, cuando la crisis económica, la
resistencia popular y la inestabilidad política demolieron los pactos con los gendarmes.
En ningún país se alcanzaron las metas socialdemócratas y los propios promotores de
estos objetivos registraron este fracaso. Reconocieron que los derechos civiles apenas
despuntan, los políticos son muy limitados y los sociales han quedado seriamente dete-
riorados3. En lugar de contagiosas mejoras de un campo hacia otro, la vía constituciona-
lista desembocó en una arremetida general contra el nivel de vida de los oprimidos.
Este resultado demostró cuán ilusoria es la creencia de erigir un régimen político
con legitimidad popular, en un escenario de miseria y concertación con las viejas dicta-
duras. El empobrecimiento de la mayoría y las concesiones al autoritarismo militar dete-
rioraron la estabilidad del constitucionalismo y bloquearon cualquier evolución ulterior
en la dirección marshalliana.
La universalización de derechos que propone este esquema de segmentar choca
la tendencia a la fragmentación que impera en el capitalismo contemporáneo. Como
3
O’Donnell, Guillermo. «Sobre los tipos y calidades de democracia», Página 12, 27/02/06, Buenos Ai-
res.
192
resultado de esta fractura, una minoría goza parcialmente de los tres atributos, otro sec-
tor intermedio recibe por goteo algunas porciones de esos logros y la mayoría queda
excluida de cualquier beneficio significativo.
Esta polarización presenta en Latinoamérica un alcance dramático. La región li-
dera un ranking de mundial de inequidad que fue acentuado en las últimas décadas por
las «democracias excluyentes». Este resultado ha corroborado que la ciudadanía integral
no puede construirse a costa de las conquistas inmediatas. Postergar las mejoras sociales
—esperando asegurar primero la vigencia de derechos civiles o políticos— impide
avances significativos en todos los terrenos4.
«PROFUNDIZAR LA DEMOCRACIA»
Los marshallianos de la región pretendieron medir el progreso de los tres esta-
dios evaluando la «consolidación de la democracia». Pero esta noción indica grados de
estabilidad constitucional y no escalones de genuina democratización. Solo ilustra el
afianzamiento o deterioró de la supremacía política que ejercen las clases dominantes.
Al desconocer esta función, los institucionalistas presentaron la estabilidad como un
valor supremo de la comunidad, omitiendo cómo benefició a los poderosos.
Pero todas las reflexiones sobre la «consolidación de la democracia» condujeron
a enredos irresolubles. Nadie pudo entender lo que se debatía, ni tampoco exhibir algún
barómetro consistente para medir ese afianzamiento. Solo florecieron las ingenuas com-
paraciones con los modelos políticos de Europa o Estados Unidos que fueron tomados
como referencia para esa evaluación5.
El deslumbramiento con estos esquemas se apoyó en la expectativa de repetir el
camino transitado por los países avanzados durante la post-guerra. Pero esta imitación
quedó frustrada por las adversas condiciones imperantes en América Latina durante los
años 80 y 90. El endeudamiento externo, la preeminencia del neoliberalismo y la fuerte
ofensiva del capital sobre el trabajo impidieron esbozar alguna reproducción del «estado
de bienestar».
Esta frustración no obedeció solo a causas coyunturales. También expresó el
obstáculo que afronta una región atrasada para reproducir el curso de los países centra-
les. El capitalismo latinoamericano no tolera una escala de reformas sociales equipara-
ble a los países avanzados. La inserción dependiente en el mercado mundial ha tornado
difícil repetir incluso el desarrollo observado en la periferia de la Unión Europea.
Los institucionalistas omitieron estos problemas y optaron por un análisis pura-
mente formalista. Se limitaron a desenvolver estudios comparativos, investigaciones
sobre liderazgos y evaluaciones de elecciones, parlamentos y partidos. Intentaron expli-
car la crisis pos-dictatorial por la fragilidad de estos mecanismos, sin indagar nunca las
raíces estructurales de la crisis regional.
FALSOS DILEMAS
Al desechar los términos capitalismo o dependencia, los institucionalistas han
navegado por la superficie de los regímenes constitucionales. Atribuyeron las tensiones
4
Mientras que en Suecia, Noruega y Finlandia la diferencia entre el 10% más rico y el 10% más pobre es
de cuatro veces, esta relación alcanza 157 veces en Bolivia, 57 en Brasil, 31 en Argentina, 76 en Para-
guay, 67 en Colombia y 46 en Ecuador. En: Zaiat, Alfredo. «Wal-Martinización», Página 12, 31/03/07,
Buenos Aires.
5
Un activo participante de estos debates reconoció el callejón sin salida que genera esa discusión. En:
O’Donnell, Guillermo. Contrapuntos, Paidós, Buenos Aires, 1997 (prefacio y capítulo 11).
193
de estos sistemas a su juventud y estimaron que esta inmadurez condujo a la decepción
de una población impaciente, que exigió soluciones inmediatas para problemas de largo
aliento. Enfatizaron la precocidad de los nuevos regímenes olvidando su favoritismo
hacia los poderosos.
Otros teóricos consideraron que los sistemas políticos quedaron desbordados por
las «demandas excesivas de la población». Estimaron que estas exigencias provocaron
la parálisis de los «gobiernos sobrecargados», que no pudieron cumplir con las prome-
sas enunciadas desde el llano. Observaron esta fractura como una escisión inevitable
entre lo deseado y lo posible6.
Pero esta cisura se ha tornado un rasgo corriente de la política burguesa contem-
poránea, que potencia el divorcio entre los anuncios y las realidades. El engaño es nece-
sario para sostener la credibilidad de la ciudadanía en sistema que favorece a los acau-
dalados.
La crisis que arrasó a las economías latinoamericanas potenció esta dualidad. Pe-
ro la pérdida de legitimidad popular de los regímenes post-dictatoriales no condujo al
temido retorno de las dictaduras. Al contrario se mantuvo la continuidad de los regíme-
nes constitucionales en un marco de miseria, descontento popular y desgarramiento gu-
bernamental que desconcertó a los institucionalistas. Siempre habían considerado que la
pobreza, la indignación social y la fragilidad de los mandatarios eran incompatibles con
la perdurabilidad del sistema. La nueva coexistencia aumentó su perplejidad y los indu-
jo a preguntarse si estos regímenes podrían subsistir.
Algunos autores contestaron afirmativamente, otros negativamente y la mayoría
recurrió a fórmulas intermedias del tipo: «el sistema puede persistir, pero no consolidar-
se»7. Pero a medida que transcurrió el tiempo se tornó evidente que el propio interro-
gante institucionalista estaba mal planteado. Los regímenes post-dictatoriales fueron
artífices y no víctimas del empobrecimiento popular y por eso han perdurado junto a la
expansión de la tragedia social. Lejos de afectar los intereses de los opresores, el consti-
tucionalismo brindó el marco de seguridad jurídica para los negocios que las dictaduras
ya no aportaban. Este sistema evitó incluso las perturbaciones que genera el totalitaris-
mo, cuando reduce el espacio de flexibilidad requerido por el capital para invertir, com-
petir o acumular.
Los institucionalistas presentaron el gran dilema regional como una disyuntiva
entre «democracia y dictadura». Difundieron esta oposición como una polaridad absolu-
ta entre proyectos progresistas o regresivos, sin notar que el constitucionalismo burgués
ha sido compatible en América Latina con una amplía variedad de modelos semi-
despóticos. Al utilizar en forma indiscriminada el término democracia —sin diferenciar
modalidades formales y sustanciales de este régimen— se alejaron de cualquier com-
prensión de los temas en debate.
El institucionalismo eludió problemas y solo introdujo adjetivos para ilustrar las
insuficiencias del régimen político. Jamás explicó la raíz capitalista de esa limitación.
Propagó calificativos para aludir a la fragilidad de las estructuras constitucionales (de-
mocracias precarias, inciertas, no consolidadas), a sus limitaciones (democracias res-
tringidas, delegativas, tuteladas) o a su mal funcionamiento (democracias truncas, falli-
das, de baja intensidad).
6
La teoría de los «gobiernos sobrecargados» constituyó un debate clásico de las ciencias políticas de los
años 70. Un resumen de estas discusiones presenta: Held, David. Modelos de democracia, Alianza, Ma-
drid, 1991 (capítulo 7).
7
Por ejemplo: Weffort, Francisco. «Nuevas democracias. ¿Qué democracias?», Sociedad, número 4,
1994, Buenos Aires.
194
Algunas caracterizaciones resaltaron los incumplimientos de las expectativas
iniciales y otras subrayaron los contrastes con sus equivalentes de los países desarrolla-
dos. Todos aceptaron el divorcio entre la ciudadanía política y la des-ciudadanía social,
pero muy pocos hablaron de imperialismo y dependencia. Durante esta etapa predominó
una gran reacción intelectual contra las concepciones, que en los años 70 explicaban las
raíces de la crisis latinoamericana por la inserción periférica de la región en el mercado
mundial. Los institucionalistas atribuyeron esa inestabilidad a la fragilidad histórica del
constitucionalismo.
Con esta mirada florecieron las caracterizaciones que retrataron a los gobiernos
«sin política» (por su alineamiento con una sola opción), «sin inclusión» (por la explo-
sión de pobreza), «sin cohesión social» (por el aumento de la desigualdad), «sin autori-
dad» (por la crisis de la dirigencia) o «sin legitimidad interior» (por su dependencia de
una bendición externa)8.
Pero estas descripciones no aportaron explicaciones. Por un lado omitieron la
fragilidad estructural de América Latina y por otra parte ignoraron el vaciamiento polí-
tico que produce la hostilidad del constitucionalismo contemporáneo a los derechos
sociales. Este sistema acentúa la tendencia capitalista a disociar la esfera económica de
cualquier avatar político relacionado con demandas populares. Por esta razón gran parte
de los negocios son sustraídos de cualquier debate en el parlamento, los partidos o los
comicios. Los capitalistas buscan proteger sus intereses de resultados electorales impre-
vistos, candidatos conflictivos o demandas sociales repentinas. Pero este blindaje torna
intrascendente al sufragio y diluye los elementos democráticos del sistema constitucio-
nal.
«¿DEMOCRACIA DELIBERATIVA?»
El gradualismo institucionalista levantó la bandera del diálogo como un recurso
clave para consolidar los regímenes post-dictatoriales. Asoció este afianzamiento con la
calidad de la comunicación ciudadana y ponderó la convivencia. Promovió la construc-
ción de «democracias dialogantes», que debían armonizar los intereses de todos los ac-
tores de la sociedad.
Pero estos llamados no convocaron a construir la soberanía popular, sino a gestar
un sistema permeable al autoritarismo militar y al neoliberalismo. Bajo la cobertura de
un inocente intercambio de opiniones se disuadió la lucha por la democracia plena, que
exige acción consecuente de los oprimidos y no consensos pasivos con los opresores9.
El enfoque deliberativo omite registrar la desigualdad de fuerzas que rodea al
diálogo entre opresores y oprimidos. Basta solo comparar la influencia que tienen am-
bos sectores sobre los medios masivos de comunicación, para notar el alcance de esa
inequidad. El acto de conversar no tiene, por otra parte, efectos mágicos, ni resuelve las
tensiones de una sociedad asentada en la explotación. Ningún intercambio verbal disipa
el antagonismo que opone al capital con el trabajo. Por esta razón, el diálogo es un ins-
trumento de clarificación pero también de engaño y no reemplaza a la acción directa
para el logro de conquistas populares.
Los teóricos institucionalistas ignoraron estos condicionamientos y supusieron
que todas las desinteligencias podrían zanjarse con razonamientos. Olvidaron que los
8
Fleury, Sonia. «Ciudadanías, exclusión y democracia», Nueva Sociedad, número 193, septiembre-
octubre de 2004, Caracas.
9
«Todos dialogan porque no hay intereses en choque. Los participantes se han convertido en almas puras
bajo la magia armonizadora del mercado»: Franz Hinkelamert, citado en: Lander, Edgardo. La democra-
cia en las ciencias sociales latinoamericanas contemporáneas, Faces UCV, Caracas, 1997.
195
debates expresan variedad de opiniones, pero también intereses sociales divergentes,
que no se disuelven en coincidencias verbales. El universo de la comunicación no anula,
ni reduce estos conflictos. Solo permite traducirlos a un lenguaje compartido.
Algunos promotores de la armonía argumentativa conciben esta acción como un
paso hacia un ideal de entendimiento. Consideran que esa meta podría alcanzarse exten-
diendo la racionalidad comunicativa frente a la racionalidad instrumental, que impone la
primacía de los intereses materiales, la producción y el consumo. Estiman que este pro-
greso permitiría coronar el avance de la modernidad hacia formas más plenas de civili-
zación10.
Pero en esta visión del diálogo como determinante de la evolución humana, el
lenguaje asume una preeminencia arrolladora sobre cualquier otra esfera de la vida so-
cial. Esta supremacía desconoce el rol determinante que tienen las fuerzas sociales en el
desenvolvimiento de la sociedad y en las transformaciones históricas. Las funciones
comunicativas son dotadas de una inexplicable capacidad para definir este devenir.
Esta idealización del diálogo es coherente con la inocencia que transmite el pro-
yecto institucionalista. Su mirada contemporizadora del capitalismo es muy acorde con
el papel que otorga al lenguaje en la construcción de la sociabilidad. Las tensiones so-
ciales y los sufrimientos populares quedan completamente relegados en un esquema tan
amigable, como divorciado de la realidad.
EL GIRO DE LOS 90
La decepción con los regímenes post-dictatoriales indujo a muchos instituciona-
listas a un viraje elitista, afín al rumbo neoliberal que prevaleció en América Latina du-
rante la década pasada. Este curso fue abiertamente promovido por algunos intelectuales
—como F.H. Cardoso o Jorge Castañeda— que sustituyeron el reformismo por el so-
cial-liberalismo. Adoptaron el discurso de la Tercera Vía y afirmaron que la globaliza-
ción obliga a promover a los capitalistas, en desmedro de cualquier mejora colectiva11.
Este viraje se consumó en una coyuntura signada por el generalizado deterioro
de los regímenes constitucionales. La población observó como la alternancia de distin-
tos presidentes, ministros o legisladores mantenía inalterable el manejo del poder en
manos de las clases dominantes. Experimentó también como funcionan los comicios, el
parlamento y la competencia de partidos al servicio de los mismos intereses capitalistas
y observó como las reglas institucionales facilitan la perpetuación de esta supremacía.
Notó que los banqueros e industriales gobiernan desde la trastienda del poder, sin nece-
sidad de recurrir a una figura suprema (autocracia), a un grupo selecto (oligarquía) o a
una minoría influyente (poliarquía).
Este control se tornó más desembozado durante los tormentosos períodos de cri-
sis económica. En los picos de estas turbulencias, los poderosos recurrieron al chantaje
financiero y a la desestabilización de las monedas para hacer valer sus exigencias. Im-
pusieron el voto calificado que transmiten los «mensajes de los mercados», los desplo-
mes de la Bolsa o las abruptas salidas de capitales. El efecto de estas advertencias fue
más contundente que cualquier discusión parlamentaria o propuesta electoral. En esas
circunstancias las normas formales de la igualdad ciudadana quedaron sometidas a las
reglas brutales del costo-beneficio.
10
Estas tesis retoman el pensamiento de: Habermas, Jürgen. Ensayos políticos, Península, Barcelona,
1988.
11
El inspirador de esta postura fue: Giddens, Anthony. La tercera vía, Taurus, Buenos Aires, 2000 (capí-
tulos 2, 3 y 4).
196
La desilusión con el constitucionalismo se amplió en un contexto de apatía polí-
tica y descreimiento electoral. Las expectativas socialdemócratas se diluyeron y muchos
institucionalistas pasaron del tibio cuestionamiento a la resignada aceptación de la do-
minación capitalista. Compartieron el desencanto de la población y avalaron la indife-
rencia ciudadana, interpretando el distanciamiento con el sistema político como una
manifestación de madurez institucional. Las caracterizaciones valorativas perdieron
peso, en favor de las observaciones meramente descriptivas del vaciamiento político
regional.
Este marco incentivó la preeminencia de la teoría schumpeteriana, que presenta
el gobierno de las elites como un rasgo inexorable de la sociedad moderna. Esta pre-
eminencia es atribuida a la expansión de la burocracia, al liderazgo carismático o la de-
cadencia de los procedimientos electivos12. Los mismos autores que apostaban a una
evolución marshalliana de Latinoamérica reforzaron la tónica elitista de su «teoría con-
temporánea de la democracia», que combina institucionalismo con fuerte descreimiento
y manifiesta hostilidad a la presencia popular en los procesos políticos13.
12
Schumpeter, Joseph. Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, Folio, 1984 (capítulos 20, 21,
22 y 23).
13
O’Donnell, Guillermo y Schmitter, Philippe. Transiciones desde un gobierno autoritario. Conclusiones
tentativas… (capítulo 6).
14
O’Donnell, Guillermo y Schmitter, Philippe. Transiciones desde un gobierno autoritario. Conclusiones
tentativas… (capítulos 3, 5 y 6).
197
Los fanáticos del mercado van más allá de esta interpretación y explican el re-
pliegue ciudadano a el deslumbramiento que generan el consumo y el entretenimiento.
Estiman que la política es una actividad menor frente a este tipo de satisfacciones.
Afirman que las cualidades del individuo —como inversor inteligente, ahorrista activo o
consumidor soberano— nunca encuentran paralelo en el campo institucional.
Por eso suponen que la transferencia de la gestión política a un grupo especiali-
zado permitiría a la población usufructuar plenamente de las gratificaciones del merca-
do. Pero es obvio que este razonamiento proyecta a toda la sociedad el modelo del capi-
talista exitoso. Transforma la excepcionalidad del éxito empresario en un patrón de rea-
lización colectiva, que carece de sentido fuera del imaginario neoliberal.
Esta postura también avala la despolitización que generó en América Latina el
desmoronamiento de los partidos tradicionales. Aprueba la profesionalización de estas
estructuras y justifica su copamiento por una minoría de expertos muy permeable a los
negocios particulares. Observa este desplazamiento de los afiliados por los recaudadores
de dinero, como un efecto natural de la especialización laboral contemporánea.
La declinación del individuo-elector es aceptada con la misma resignación que
se pondera el diseño de los candidatos por las encuestas, en la nueva «democracia de
opinión». La raíz capitalista de este vaciamiento del sistema político es invariablemente
omitida.
ARISTOCRATISMO DESPECHADO
Bajo el impacto de revueltas populares —que a fines de los 90 sacudieron al
neoliberalismo— los teóricos elitistas afianzaron el giro a la derecha. Acentuaron su
oposición a los movimientos sociales, a la izquierda y a los nuevos gobiernos naciona-
listas radicales. Se sumaron a la gran campaña contra el «populismo» que el establish-
ment promueve para relanzar los Tratados de Libre Comercio, la apertura comercial y
las privatizaciones15.
Este viraje selló un definitivo pasaje del optimismo marshalliano al cinismo
schumpeteriano, que intensificó su despechada crítica a las mayorías populares. Algu-
nos autores han reprobado con especial contundencia la subordinación de los «estratos
sociales bajos al trueque clientelar» y objetan este «intercambio de prebendas por legi-
timación del poder»16.
Pero nunca explican las causas del sometimiento que denuncian. Un individuo
puede aceptar esa sujeción por muchas razones: obediencia, coerción, consentimiento
pragmático, acuerdo normativo o atadura a cierta tradición. Los teóricos elitistas desco-
nocen estos impulsos, evitan discriminarlos y no aclaran cuál de ellos ha prevalecido en
América Latina. Tampoco formulan interpretaciones de la manipulación que objetan. A
lo sumo aluden a la tradición paternalista de la región o a la idiosincrasia autoritaria de
la población.
Tampoco se detienen a indagar los cambios de alineamiento popular que se han
registrado en la región en rechazo al neoliberalismo. Este giro no es un efecto de discur-
sos, poses o demagogia. Es una reacción frente a los fracasos económicos y las frustra-
ciones institucionales de la década pasada.
Los teóricos elitistas ignoran estas condiciones y nunca relacionan las inclina-
ciones populares con experiencias políticas concretas. Olvidan la decepción acumulativa
15
Hemos analizado este tema en: Katz, Claudio. «Gobiernos y regímenes en América Latina», en Katz,
C. Los 90. Fin de ciclo. Retorno de la contradicción, Buenos Aires, Editorial Final Abierto (en prensa).
16
Dirmoser, Dietmar. «Democracia sin demócratas. Sobre la crisis de la democracia en América Latina»,
Nueva Sociedad, número 197, junio de 2005, Caracas.
198
provocada por los regímenes institucionalistas y neoliberales que atropellaron a los
oprimidos. Omiten que estos gobiernos demolieron conquistas sociales, generalizaron la
miseria y crearon un fuerte resentimiento contra el formalismo constitucional. En lugar
de analizar las consecuencias de esta agresión, arremeten contra las víctimas del atrope-
llo capitalista.
Pero esta violenta crítica al caudillismo es contradictoria con su promoción del
elitismo. En los hechos no les molesta la supremacía de un líder o el predominio de pe-
queños grupos en el poder, sino la pérdida de influencia de las clases dominantes.
Todos sus planteos están orientados a justificar a los gobiernos conservadores
embarcados en desterrar cualquier presencia popular en la vida política. Ya no avalan el
gobierno de los más capacitados (Michels), la primacía de los elegidos sobre los electo-
res (Mosca, Pareto), las ventajas de los especialistas (Weber) o la irrelevancia de la so-
beranía popular (Schumpeter). Pero retoman el fantasma hobbessiano de enfrentamien-
tos sociales queobliga a los individuos a transferir sus derechos a los funcionarios, para
asegurar un mínimo de orden social.
En última instancia el cuestionamiento a los «estratos bajos» se apoya en una
mirada elitista, que observa al pueblo como un segmento inmaduro para gestionar su
propio futuro17.
17
Las raíces teóricas del elitismo son expuestas por: Greblo, Edoardo. Democracia, Editorial Nueva Vi-
sión, Buenos Aires, 2002 (capítulo 7).
199
Pero esta analogía carece de validez porque la democracia genuina y el mercado
tienden a guiarse por principios opuestos. La primera institución apunta a conectar a los
integrantes de una comunidad por medio de la participación y la igualdad inclusiva y la
segunda relaciona a compradores y vendedores en intercambios competitivos que ampli-
fican la desigualdad y la selectividad. El afán de justicia que anima a la democracia es
contrario a la búsqueda de réditos que caracteriza al mercado. Lo ocurrido con los regí-
menes latinoamericanos durante los años 90 es un ejemplo contundente de esta oposi-
ción.
Pero hay que reconocer, además, que el sistema político constitucional es más
afín a las reglas del oligopolio que a las normas de la competencia. Las rivalidades no se
dirimen entre infinitos agentes, sino entre pocos aparatos que manejan recursos multi-
millonarios. Especialmente en la pugna electoral no participa una multitud de pequeños
agentes, sino el puñado de poderosos que tiene acceso privilegiado a los medios de co-
municación.
El modelo elitista es descarnado y evita la duplicidad del formalismo institucio-
nalista. Como ha renegado de la hipocresía moral que afecta a la tradición constitucio-
nalista, ofrece a veces retratos acertados del sistema político contemporáneo. Reconoce
la preeminencia de la alta burocracia, la pérdida de gravitación de los electores y descri-
be como actúan los distintos lobbys a espalda de la ciudadanía. Estos grupos definen el
rumbo de cada administración, al margen del sufragio y la deliberación parlamentaria18.
Pero lo que se describe acertadamente es un manejo despótico del sistema políti-
co a favor de los grandes bancos y empresas. No se presenta ningún argumento que de-
muestre el carácter conveniente o inevitable de este funcionamiento. Como toda apolo-
gía del status quo, esta forma de realismo tampoco percibe las contradicciones del esce-
nario que retrata. Por eso no ha podido registrar su propio fracaso, al calor del gran des-
crédito que ha padecido el neoliberalismo latinoamericano durante la última década.
LA VISIÓN PROGRESISTA
La decepción institucionalista y las inconsistencias del elitismo ampliaron la in-
fluencia de una tercera visión proclive a la democracia participativa. Este enfoque con-
sidera que la intervención ciudadana es imprescindible para revitalizar el sistema consti-
tucional y permitir una incidencia creciente de la población en la toma de decisiones.
Es una visión enfáticamente opuesta al modelo schumpeteriano. Rechaza la
identificación mercantil del elector con el consumidor y desaprueba la equiparación del
voto con una alternativa de compra. Pero también crítica la idílica mirada instituciona-
lista del acto comicial como una ceremonia sagrada.
El enfoque participativo estima que el sufragio es un momento de la acción polí-
tica y remarca que el acto rutinario de votar no tiene gran significado, si el sufragante
carece de poder real. Contrasta la debilidad del ciudadano corriente con el peso de las
grandes empresas y estima que la intervención activa de la comunidad es indispensable
para imprimirle al régimen político perfiles progresistas19.
Esta concepción propone transformar al ciudadano en un actor real del proceso
político, mediante la introducción de mecanismos de control sobre los elegidos. Auspi-
cia incrementar el alcance de las competencias legislativas en desmedro de las ejecuti-
18
Las teorías más contemporáneas del pluralismo y del corporatismo dan cuenta de esta gravitación de
sectores intermedios en el control de los regímenes políticos. En: Held, David. Modelos de democracia…
(capítulo 6).
19
Un resumen y defensa de estas tesis plantea: Macpherson, C. B. La democracia liberal y su época,
Alianza, 1981, Madrid (capítulos 3 y 5).
200
vas, promueve la proporcionalidad de la representación y también la implementación de
formas acotadas de democracia directa, junto a la rendición de cuentas de los gobernan-
tes. Estima que estos cambios facilitarán la reducción de las desigualdades sociales y
permitirían extender los principios democráticos a todos los ámbitos de la sociedad20.
Ciertos autores han analizado los efectos positivos de esa intervención en varias
experiencias nacionales. Presentan estos ejemplos como indicios de la disposición popu-
lar a un mayor compromiso con los asuntos públicos. También subrayan la convenien-
cia de generalizar las consultas masivas y periódicas21.
El fundamento teórico de esta teoría se remonta a las concepciones reformistas,
que desde mediados del siglo XIX postularon numerosos autores anglosajones. En opo-
sición a las tesis utilitarias, la democracia es reivindicada con argumentos de tono moral
que ponderan el auto-desarrollo de las capacidades humanas. Al igual que los institu-
cionalistas se promueven mejoras sociales compatibles con el capitalismo, pero desde
una óptica más crítica de este sistema que además rechaza la pasividad ciudadana.
EL EJE DISTRIBUCIONISTA
La visión progresista comparte el desconocimiento marshalliano de los límites
que interpone el capitalismo al logro de una ciudadanía plena. Ignora que este sistema
solo tolera reformas compatibles con la supremacía de las clases dominantes y acota la
participación popular dentro de rigurosas fronteras. Este veto al protagonismo ciuda-
dano es particularmente estricto en las áreas económicas estratégicas para el capital
(empresas, bancos, servicios esenciales) y en los sectores relevantes de la estructura
estatal (ejército, justicia, administración central).
Estas restricciones no impiden conquistar iniciativas de referéndum, revocación
de mandatos o supervisión de cuentas públicas. Pero el uso de estos instrumentos para
obtener mejoras populares crecientes plantea batallas con mayores connotaciones anti-
capitalistas. La tesis participativa desconoce (o minimiza) este alcance. No reconoce la
intensidad que presentan estos conflictos, ni su desemboque en grandes choques socia-
les. Tampoco registra que la ausencia de perspectivas socialistas diluye el contenido de
las demandas populares y conduce a su absorción por parte del régimen burgués.
Algunos autores soslayan estas tensiones. Consideran que «el contenido de la
democracia está dotado por los agentes que intervienen en el ordenamiento constitucio-
nal»22. Con esta visión conciben a los sistemas políticos flotando en el aire y al margen
de sus condicionamientos sociales. Suponen que estos regímenes pueden ser amoldados
a las exigencias populares, a través de una mera alteración de las relaciones de fuerza,
como si fueran estructuras plásticas que se ensanchan y reducen por simple presión. No
perciben que este sistema se asienta en la propiedad capitalista y el manejo burocrático
del estado, es decir en dos cimientos que no se remueven con pequeños cambios políti-
cos.
El enfoque progresista supone que la participación ciudadana alcanza para avan-
zar hacia la igualdad social, si se impulsan transferencias de recursos que mejoren la
distribución del ingreso. Pero no toma en cuenta que esta inequidad tiene raíces capita-
listas, que hacen prevalecer una presión competitiva por la explotación de los trabajado-
20
En este terreno retoma las propuestas que planteó: Bobbio, Norberto. El futuro de la democracia, Fon-
do de Cultura Económica, México, 1984 (capítulo 2).
21
Dahl, Robert. «Los sistemas políticos democráticos en los países avanzados: éxito y desafíos», en AA.
VV., Nueva hegemonía mundial, CLACSO, Buenos Aires, 2004.
22
Lozano Claudio y Grabivker, Mario José. «Prologo», en Benevides, M. V. y Dutra, O. Presupuesto
participativo y socialismo, El Farol, Buenos Aires, 2002.
201
res. Por esta razón, los logros populares enfrentan límites tan severos como la propia
participación ciudadana. Ambas restricciones solo pueden superarse mediante la gesta-
ción de un proyecto para avanzar hacia el socialismo.
LA REHABILITACIÓN DE LA POLÍTICA
El planteo progresista es promovido por dos corrientes significativas: el republi-
canismo social y el liberalismo igualitarista. El primer enfoque resalta la dimensión cí-
vica de la participación popular y reivindica el compromiso ciudadano, los deberes pú-
blicos y las responsabilidades colectivas, como actividades que abonan la realización
del individuo. En oposición al elitismo liberal y a la idolatría del mercado remarca la
gratificación que genera la dedicación a la comunidad23.
Pero estos ideales republicanos no contribuyen por sí mismos a los intereses de
las mayorías populares. Frecuentemente amplifican la ilusoria imagen del capitalismo,
como un sistema favorable al bien común. Estas visiones ocultan que la división de po-
deres, la acción de la justicia y los mecanismos electivos operan al servicio de los acau-
dalados. El republicanismo social contiene una dimensión igualitaria que recoge las
tradiciones humanistas, resiste la privatización neoliberal y enfrenta las tendencias auto-
ritarias del presidencialismo contemporáneo. Pero solo converge con el proyecto de una
democracia plena, cuando confronta con los mitos capitalistas que difunde el republica-
nismo conservador24.
El mismo dilema enfrenta el liberalismo igualitarista con su par derechista. Esta
corriente plantea una defensa de los derechos positivos (necesidades básicas universa-
les) en oposición a los derechos negativos (no interferencia en la propiedad), que sostie-
nen los conservadores y propone transformar específicamente el sistema jurídico sobre
estos pilares25. Pero estos cambios no son factibles sin acciones tendientes a erradicar
un sistema dominado por las grandes empresas y bancos.
Tanto el republicanismo social como el liberalismo igualitarista enfatizan la ne-
cesidad de rehabilitar la política. Destacan el rol de esta acción para dirimir las grandes
alternativas de la sociedad y rechazan la denigración neoliberal de la política, como ac-
tividad asociada con la corrupción, las prebendas o el enriquecimiento personal. Pro-
mueven revitalizarla con prácticas comunitarias e ideales cívicos.
Pero la participación ciudadana y la honestidad no alcanzan para romper círculo
vicioso de impotencia e indiferencia que genera el constitucionalismo contemporáneo.
Al margen de un proyecto de transformación social, que reduzca la desigualdad y erra-
dique la explotación, la rehabilitación ética pierde consistencia. Solo este contenido
podría reavivar en forma perdurable el interés popular por una actividad esencial, para
23
Vitullo ofrece una síntesis de esta concepción: Vitullo, Gabriel. Teorías alternativas da democracia.
Un analise comparada, Universidad Federal do Rio Grande Do Sul, Porto Alegre, 1999 (capítulo 3, punto
1).
24
El legado del republicanismo varía significativamente en cada país y difiere sustancialmente por ejem-
plo en Francia o Irlanda, en comparación a Estados Unidos. En América Latina tiene pocas raíces por su
conexión histórica con la dominación oligárquica. Un interesante debate sobre las relaciones contemporá-
neas entre republicanismo y socialismo desarrollan: Picquet, Christian. «Derangeant Republique», Criti-
que Communiste, número 174, invierno de 2004; Artous, Antoine. «La republique dans la tourmente»,
Critque Communiste, número 171, invierno de 2004; Joshua, Isaac. «Commentaires sur La Republique»,
Critique Communiste, número 172, primavera de 2004.
25
Es la visión de: Gargarella, Roberto y Ovejero, Félix. «El socialismo todavía», en Gargarella, R. y
Ovejero, F. (comp.). Razones para el socialismo, Paidós, Barcelona, 2002; Gargarella, Roberto «Libera-
lismo frente a socialismo», en Borón, A. Teoría y filosofía política. La recuperación de los clásicos en el
debate latinoamericano, CLACSO, Buenos Aires, marzo de 2002.
202
que los oprimidos generen un proyecto propio. Si los ideales cívicos son recreados en
una práctica convergente con los explotadores, la política se perpetúa como un ámbito
de engaño, desilusión y desprestigio.
«DEMOCRATIZAR EL ESTADO»
Algunos teóricos progresistas proponen encarrilar la participación ciudadana ha-
cia la «democratización del estado». Promueven modificar las normas y cambiar las
instituciones para promulgar nuevas leyes que permitan consumar los objetivos igualita-
ristas.
Pero estas iniciativas nunca pueden transformar cualitativamente a un estado
burgués, que jamás operó como arena neutral de disputa entre proyectos diferenciados.
Esta institución conforma una estructura que favorece a las clases dominantes, a través
de su control de los mecanismos coercitivos y administrativos de la sociedad. Si se re-
fuerzan estos cimientos capitalistas, ningún aumento de la participación cívica democra-
tizará ese enjambre. Más de un siglo de intentos socialdemócratas confirman esta con-
clusión26.
Ciertos autores promueven «democratizar el estado» para reconstruir los orga-
nismos que el neoliberalismo ha socavado. Proponen contrarrestar la tendencia espontá-
nea de los mercados a ensanchar la desigualdad con la acción de un «estado fuerte», que
revierta la desintegración económica y la fractura social registradas en las últimas dos
décadas27.
Pero el fortalecimiento del estado como instrumento de la acumulación es mani-
fiestamente opuesto a la participación popular. Si se favorece a los capitalistas con sub-
sidios industriales, auxilios financieros, impuestos regresivos o normas de competitivi-
dad contra los rivales extranjeros, la presencia ciudadana tiende a decrecer o cumple una
función adversa a los intereses populares.
Por otra parte, el reforzamiento del estado a favor de los capitalistas siempre es
complementado con mayores poderes para los funcionarios privilegiados de la alta bu-
rocracia. Esta consolidación es opuesta a cualquier avance hacia la democratización de
la vida social. Es un contrasentido promover el fortalecimiento del estado al servicio de
los poderosos e imaginar la conversión de esta institución en un ámbito de soberanía y
deliberación popular. Si se afianza el peso de las elites que controlan las instituciones
oficiales, no hay forma de expandir la participación popular genuina.
Las visiones «estatalistas» han recuperado predicamento al cabo de una década
de desarreglos neoliberales. Pero este resurgimiento solo es afín a un proyecto de mayor
participación real, si confronta con las estructuras que manejan las clases dominantes.
No basta con forjar un «estado presente» con funcionarios eficientes para cambiar la
sociedad.
Es cierto que bajo el capitalismo este grupo de administradores puede asumir un
perfil de cierta independencia y embarcarse en conflicto con los propietarios de los me-
dios de producción. Pero esta acción no desborda la relación de asociación que mantie-
nen con los dueños de las tierras, las empresas y los bancos. Un planteo participativo,
democrático e igualitario exige apuntar hacia otra dirección.
26
Algunos partidarios de este rumbo no desconocen este resultado. Es el caso de: Przeworski, Adam.
Capitalismo y socialdemocracia, Alianza, Madrid, 1988 (post-scriptum).
27
En esta visión se apoya también las concepciones que convocan a recuperar la función explicativa del
estado en la interpretación de procesos sociales: Skocpol, Theda. «Bringing the state back», en Evans, P.
Bringing the state back, Cambridge University Press, Nueva York, 1985.
203
«EXPANDIR LA SOCIEDAD CIVIL»
Una vertiente del progresismo propicia avanzar hacia la democratización desde
la sociedad civil. Estima que la burocratización, el desprestigio de la política y la deca-
dencia de los partidos impiden comenzar el proyecto participativo desde la órbita esta-
tal. Considera que el debilitamiento de esta estructura por efecto de las políticas neolibe-
rales ha potenciado la vía «societalista». Postula «reinventar la democracia», reconstitu-
yendo el contrato social que socavó la globalización neoliberal.
Pero la remodelación de ese contrato exigiría que los ciudadanos establezcan li-
bremente las reglas de este convenio a partir de un consenso democrático. Esa libertad
de opción nunca ha existido en la sociedad de clases y se encuentra estructuralmente
bloqueada en un régimen social dominado por los acaudalados. El esquema contractua-
lista imagina un acuerdo de partes para consensuar reglas de funcionamiento comunita-
rio, que resulta inviable en el universo capitalista.
Los defensores de la sociedad civil habitualmente eluden definir el contenido es-
ta entidad. Olvidan que en cualquiera de sus acepciones —esfera de las actividades eco-
nómicas o ámbito de las instituciones del orden social— este campo se encuentra some-
tido a la dominación capitalista. Lejos de reunir los ingredientes de un futuro libertario,
incluye todos los pilares de la opresión. Allí se localizan los industriales que extraen
plusvalía y acumulan capital. La coerción estatal que ejercen los policías, los jueces y
los burócratas solo complementa la sujeción que imponen los capitalistas en el área de
la producción.
La idealización de la sociedad civil como una esfera benigna es un viejo mito de
los liberales que identifican a esa órbita con el mercado. Suponen que en este campo se
consuma la realización del individuo que vende y compra sin ninguna interferencia esta-
tal. El paradójico deslumbramiento con la sociedad civil que exhiben los críticos de esta
concepción es un efecto del clima anti-estatatista, que ha florecido en las últimas déca-
das.
El «societalismo» participativo e igualitario es muy hostil a su equivalente elitis-
ta y mercantil. No elogia a la sociedad civil por su incentivo del mercado, sino por sus
potencialidades democratizadoras. Pero ambas visiones se remiten a una raíz común y
comparten pretensiones igualmente imaginarias.
La contraposición liberal entre sociedad civil (auspiciada) y estado (denigrado)
ha sido transformada por el «societalismo» participativo en un choque entre esferas de-
mocratizadoras y opresivas. De este contraste surgen las difundidas oposiciones de li-
bertad versus coerción, opinión pública ante información manipulada, ONGs frente a
gobiernos o consensos contra reglamentaciones.
Pero el mismo listado de virtudes y defectos podría presentarse de manera inver-
tida, ya que la sociedad civil y el estado conforman dos mitades de una misma estructu-
ra capitalista. La primera entidad no orbita en una galaxia distanciada de la segunda
institución. Ambas esferas conforman polos complementarios de un mismo régimen
social, cuya democratización enfrenta los mismos obstáculos capitalistas. Suponer que
la sociedad civil es un ámbito de «todos» y que el estado un reducto de «pocos» consti-
tuye una simplificación de la realidad clasista presente en ambas esferas.
Entre la sociedad civil y el estado existen importantes diferencias, pero no una
oposición de desenvolvimientos. El capitalismo se asienta en ambos cimientos y la do-
minación económica que las clases opresoras ejercen en la sociedad civil requiere una
dominación política equivalente en el área estatal.
Para desenvolver una batalla por la democracia plena es indispensable percibir al
capitalismo como totalidad. La lógica de este sistema se esfuma, si su análisis es frag-
204
mentado en componentes que aíslan la dimensión privada del radio estatal. Superar este
divorcio es importante para encarar un proyecto democratizador antagónico al elitismo,
opuesto al institucionalismo y diferenciado del participacionismo. Este programa se
plasma en la democracia socialista, que analizamos en el texto siguiente.
Mayo de 2007
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206
― CAPÍTULO 11 ―
PROYECTOS Y OBJETIVOS
El socialismo apunta a construir una sociedad igualitaria a partir de la erradica-
ción del capitalismo y la expansión de la propiedad colectiva de los medios de produc-
ción. Este proceso exige desenvolver la autodeterminación popular, bajo una modalidad
que debería contener las características de una democracia socialista. Este sistema polí-
tico sustituirá el régimen actualmente dominado por los banqueros, los industriales y los
burócratas por un gobierno soberano del pueblo, que pondrá en práctica una democracia
real1.
Al sustraer los derechos esenciales (educación, salud, alimentación, ingreso bá-
sico) de las reglas de mercado, una transformación socialista permitirá mejorar el nivel
de vida y reducir drásticamente la desigualdad. La paulatina socialización del proceso
productivo aportará a la población los recursos, el tiempo y las calificaciones necesarias
para participar, deliberar y decidir los destinos de la sociedad.
Estos cambios favorecerán la expansión de la democracia a todas las áreas de la
vida social. Formas de gestión mayoritarias serían introducidas en la economía (fábri-
cas, bancos, servicios), el estado (administración, ejército, justicia) y la actividad públi-
ca (educación, salud, medios de comunicación). La mera rotación de funcionarios al
servicio de las clases dominantes quedará sustituida por una efectiva presencia de los
exponentes de la opinión popular. De esta forma cesaría la separación entre esferas polí-
ticas -formalmente sometidas al voto ciudadano- y áreas económicas exceptuadas de ese
principio. Desaparecería la fractura que ha permitido a los capitalistas dominar, sin
transparentar la supremacía que ejercen en la sociedad actual.
La democracia socialista generalizará todas las iniciativas que favorecen la in-
tervención masiva. La deliberación popular, las audiencias públicas y las consultas pe-
riódicas ya no serán episodios pasajeros. Conformarán la norma usual de un sistema
regido por la autoadministración y sostenido en mecanismos de participación, represen-
tación y control colectivo.
Las principales decisiones quedarán sometidas al dictamen del voto, que expre-
sará el poder real de los sufragantes. Los comicios actualmente consensuados por las
clases opresoras se transformarán en desenlaces reales de la voluntad colectiva. Estos
actos dilucidarán encrucijadas relevantes, zanjarán conflictos y brindarán aval a las ini-
ciativas más apreciadas.
La democracia socialista ensancharía el alcance del sufragio, que los capitalistas
han integrado a su gestión del orden vigente. Esta absorción ha implicado la conversión
de conquistas populares en instrumentos de legitimación del status quo. Desde media-
1
Hemos expuesto los fundamentos teóricos y económicos de esta transformación en un libro reciente. En
este artículo profundizamos el análisis del régimen político de este proceso. Véase: Katz, Claudio. El
porvenir del socialismo, Herramienta - Imago Mundi, Buenos Aires, 2004.
207
dos del siglo XIX, cada ampliación geográfica del constitucionalismo ha desembocado
en este reforzamiento de la supremacía capitalista2.
Al convertir los derechos formales en atributos sustanciales, la democracia so-
cialista modificará el carácter de la ciudadanía. Los derechos políticos que todos los
miembros de la sociedad ya detentan con independencia de su status social, raza o reli-
gión, quedarán transformados en derechos plenos de individuos emancipados. Este salto
histórico sentará las bases para gestar la democracia real del siglo XXI. Se afianzará la
remodelación de los sistemas políticos a escala regional, continental y mundial, pero al
servicio de la población y no de un puñado de bancos o empresas transnacionales.
ANTECEDENTES Y PRECURSORES
El colapso registrado en la Unión Soviética y Europa Oriental confirma que el
socialismo no puede construirse sin democracia. Las tiranías se hundieron en esos paí-
ses en medio de la hostilidad y la indiferencia popular, porque habían sofocado los ele-
mentos de socialismo que contenían en su origen. Actuaban como dictaduras manejadas
por una capa de burócratas divorciados de la población. Para reconstruir un programa
socialista hay que exponer con nitidez esta incompatibilidad del totalitarismo con un
proyecto anticapitalista.
La democracia y el socialismo transitan por el mismo carril. Es imposible erigir
una nueva sociedad sin crear condiciones de creciente libertad. La democracia socialista
reuniría ambas metas y actualizaría el objetivo de Marx de avanzar conjuntamente hacia
la «emancipación política y humana».
Este proyecto se inspira especialmente en la síntesis que promovió Rosa Luxem-
burg al rechazar la identificación convencional de la democracia con el capitalismo. No
solo resaltó el antagonismo que opone la soberanía popular con los privilegios clasistas,
sino que promovió la ampliación de las libertades públicas conquistadas bajo el orden
burgués. Remarcó especialmente el rol que tienen los derechos electorales en la prepa-
ración de un gobierno postcapitalista.
Luxemburg contrapuso la democracia superflua que pregona la burguesía con la
democracia integral que necesitan los trabajadores. No le asignó a este mecanismo una
finalidad puramente instrumental, a utilizar o desechar en función de cada coyuntura
política. Subrayó la gravitación de la democracia genuina para la maduración política de
las masas y la gestación del socialismo. Esta confianza en la acción popular y el rechazo
a cualquier sustitución de ese protagonismo constituyen el cimiento de la democracia
socialista3.
La democracia plena es un viejo ideal de los oprimidos gestado en confrontación
con el elitismo. El constitucionalismo contemporáneo mantiene este desprecio hacia las
masas, bajo la pantalla del formalismo republicano. Ya no identifica directamente la
democracia con el desorden, la muchedumbre y la degeneración de gobiernos sometidos
a multitudes incultas. Pero acepta únicamente el régimen político que preserva el poder
de los capitalistas.
2
Las clases dominantes arribaron empíricamente a esta compatibilidad en Gran Bretaña, al cabo de suce-
sivas reformas electorales (1832, 1859, 1884). En Estados Unidos se alcanzó la misma síntesis mediante
mecanismos de representatividad indirecta, que neutralizaron la voluntad de la mayoría. En Europa Occi-
dental se consumó este propósito a través de alternancias bipartidistas, variedades multipartidistas o coa-
liciones parlamentarias, que aseguran a los capitalistas el control del régimen político.
3
Luxemburg, Rosa. «Reforma o revolución», en Luxemburg, R. Obras escogidas, tomo 1, Ediciones
Pluma, Buenos Aires, 1976
208
Por el contrario, la democracia socialista se basa en un principio igualitario que
reivindica el gobierno de las mayorías. Retoma las metas concebidas por los utopistas
del siglo XVI, por los teóricos roussonianos y por los rebeldes, que en el siglo XIX busca-
ron gestar una «democracia social» fusionando los derechos ciudadanos con las mejoras
populares. Este proyecto se contraponía a la «democracia colonial» (erigidas en áreas
expropiadas a la población nativa), a la «democracia imperialista» (instrumentada por
las grandes potencias) y a la «democracia liberal» (que surgió asentada en la proscrip-
ción del grueso de la población)4.
Esta misma tradición se expresó en América Latina en los programas radicales
esbozados por los sectores revolucionarios que intentaron ensamblar las formas republi-
canas con la emancipación de los esclavos y los siervos. La «democracia social» siem-
pre fue en esta región una batalla por la reforma agraria, la independencia nacional y la
eliminación del elitismo oligárquico.
Estas herencias son tan significativas como el antecedente ateniense, que otorga-
ba preeminencia al ciudadano. A diferencia del constitucionalismo burgués, en la Polis
de la Antigüedad no existían áreas protegidas del voto. La sociedad se asentaba en níti-
das estratificaciones (los esclavos, mujeres y extranjeros carecían de derechos), pero
quienes gozaban del atributo de la ciudadanía influían realmente en el destino de la ciu-
dad.
La democracia socialista adaptaría estos precedentes al nuevo contexto del siglo
XXI. Tomaría en cuenta las lecciones que han dejado la expansión del constitucionalis-
mo, el desplome del «socialismo real» y las acotadas experiencias de la democracia par-
ticipativa. Pero la mejor forma de clarificar el contenido concreto de este proyecto es
confrontando sus afinidades y divergencias con otros programas próximos.
«RADICALIZAR LA DEMOCRACIA»
Una tesis que proclama cercanía con la democracia socialista postula extender la
igualdad a todos los ámbitos de la sociedad, para completar el proceso inaugurado en
1789. Considera que la democracia es un concepto que provee los impulsos suficientes
para consumar esta ampliación. Estima que facilita los avances progresistas porque pro-
paga un imaginario de equidad y supone que con la guía de este principio se pueden
encarar «nuevas revoluciones» que «radicalicen la democracia»5.
Pero este impulso nunca ha bastado para implementar transformaciones signifi-
cativas. El potencial igualitario que efectivamente contiene el concepto de democracia,
no permite remover los obstáculos que interpone el capitalismo a la realización plena de
ese proyecto. Sus ideales implícitos solo aportan un componente, al arsenal de recursos
necesario para lograr ese objetivo.
Pero existe otro problema. La democracia arrastra múltiples significados. En su
acepción formal o constitucionalista no socava al capitalismo, sino que refuerza a ese
sistema. Por eso conviene aclarar siempre que la democracia socialista y burguesa son
dos proyectos antagónicos y no escalones de concreción de una misma meta.
La propuesta de «radicalizar la democracia» desconoce esta oposición y concibe
al socialismo como un estadio, que en algún momento emergerá del perfeccionamiento
de las instituciones liberales. Propone alcanzar este objetivo transitando el camino so-
cial-demócrata de mejoras paulatinas del capitalismo, sin explicar por qué ese recorrido
4
Rosenberg, Arthur. Democracia y socialismo, México, 1981 (capítulos 2 y 3).
5
Laclau, Ernesto. Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia, Fondo
de Cultura Económica, 1987, Buenos Aires (prefacio y capítulo 4).
209
falló tantas veces. Además, utiliza el término «revolución democrática» en un sentido
desconcertante, como antónimo de cualquier subversión del orden vigente.
Lo que habitualmente se cataloga como gradualismo, conservatismo o refor-
mismo aquí se denomina revolución. La confusión es mayúscula, porque con ese tér-
mino se alude un acontecimiento explícitamente opuesto a la tradición jacobina o mar-
xista. La revolución democrática no implica en este caso rupturas con el régimen capita-
lista, sino tan solo irradiaciones de un imaginario de igualdad, libertad y fraternidad.
Esta expansión se asemeja más bien a un consenso de creencias, que al ejercicio
efectivo de la soberanía popular. Alienta una revolución democrática destinada a trans-
formar las esperanzas, los discursos o las narraciones, pero no la dura realidad de la vida
social. Como este cambio es postulado, además, en convivencia con la ideología liberal,
carece de cualquier punto de contacto con un programa socialista genuino.
Las revoluciones democráticas del pasado no se redujeron a modificar el imagi-
nario de la población. Sacudieron al régimen opresor, a través de sublevaciones masivas
que arrasaron con las instituciones de las clases dominantes. Estas conmociones impu-
sieron una escala de libertades públicas que siempre desbordó su localización inicial. La
revolución francesa inauguró este efecto de contagio, que se repitió en todos los conti-
nentes durante los últimos dos siglos.
Las conquistas democráticas siempre han requerido revoluciones palpables y no
solo imágenes de sus resultados potenciales. Estos logros se obtuvieron en forma directa
por el temor de las clases dominantes a un estallido, en una dinámica que persistirá en el
futuro. Por esta razón la democracia plena emergerá de procesos revolucionarios y no de
la «radicalización» de instituciones liberales.
El antecedente jacobino o marxista no ha perdido vigencia. Se han tornado obso-
letas las revoluciones burguesas, pero no sus equivalentes democráticas. Mientras que el
primer tipo de convulsiones apuntaba a despejar el desarrollo del capitalismo, la segun-
da variante apuntó a expandir los derechos de organización y expresión de los oprimi-
dos. Ambos acontecimientos irrumpieron frecuentemente en forma combinada, pero las
revoluciones burguesas fueron siempre hostiles a la intervención de las masas y transita-
ron un pasivo recorrido desde arriba. Las revoluciones democráticas se desarrollaron, en
cambio, desde abajo y con gran sustento popular. La brecha entre ambos procesos –que
era muy reducida en los albores del capitalismo se ha transformado en la actualidad en
un abismo.
Por esta razón, la revolución democrática tiene un alcance potencialmente socia-
lista y su logro exige reformas, rupturas radicales y revoluciones. Impugnar este vínculo
es la antesala de la deserción socio-liberal, que comienza acotando las mejoras al marco
institucionalista y termina abandonando cualquier acción para obtener esas conquistas.
Un proceso real de revolución democrática desata la resistencia de los poderosos
y tiene implicancias socialistas. Una vez traspasada cierta frontera de concesiones, los
capitalistas defienden encarnizadamente sus privilegios y generan conflictos que con-
vulsionan el orden vigente. La revolución constituye un momento esencial -aunque no
único, ni mágico- de gestación de la democracia socialista. Es un acontecimiento extra-
ordinario que debe ser analizado con seriedad, sin abusar del término, ni deformar su
contenido.
LA OMISIÓN CLASISTA
Los partidarios de radicalizar la democracia conciben su propuesta en oposición
a cualquier razonamiento de clase. Atribuyen a este fundamento un sentido «esencialis-
ta» que obstaculiza la caracterización de los sistemas políticos. Propician en cambio un
210
enfoque «posmarxista», que permita identificar a todos los participantes de la batalla
por expandir la democracia6.
¿Pero es posible analizar esta lucha ignorando su dimensión clasista? Cualquier
observación histórica desmiente esta pretensión. Durante siglos las distintas interpreta-
ciones de la democracia estuvieron asociadas con regímenes fundados en la superación
de las clases, la generalización de una sola clase o la dominación de un grupo social
sobre otro.
El primer planteo fue vislumbrado por los utopistas del Medioevo, retomado por
los pensadores comunistas y conceptualizado por Marx. La segunda visión fue plantea-
da por Rousseau, que imaginó un sistema donde nadie acumulara riquezas suficientes
para convertirse en explotador. Al igual que Jefferson pregonaba un régimen político
sostenido en pequeños productores independientes. El tercer enfoque fue planteado por
el liberalismo clásico, que desde la mitad del siglo XIX promovió el sufragio censitario.
Esta variante nunca ocultó su marcado carácter de clase y su propósito de garantizar los
privilegios de las clases opresoras
El fundamento clasista se encuentra, por lo tanto, presente en las tesis igualitaris-
tas y en los proyectos de perpetuación de la desigualdad. Discutir el sistema político
omitiendo este sustento conduce al ilusorio terreno de la neutralidad social, que transi-
tan todas las variantes del constitucionalismo. Estos enfoques desconocen la distinción
entre democracia formal y sustancial y difunden el mito de regímenes políticos supra-
clasistas favorables al bien común.
Con esa mirada resulta imposible reconocer cómo la estratificación social condi-
ciona la vida política de cualquier sociedad de clases y de qué forma el constituciona-
lismo actual opera como un sistema de dominación de los privilegiados. Para clarificar
este carácter de clase los marxistas utilizan distintas denominaciones, como «democra-
cia burguesa» o «capitalismo democrático».
El condicionamiento clasista explica la brecha que separa al constitucionalismo
actual de la democracia real. Si se omite este sustento pierde sentido la convocatoria a
expandir la igualdad a todos los ámbitos de la sociedad, porque no se especifica cuál es
el cimiento de la inequidad a corregir.
El análisis de clase es también indispensable para explicar las relaciones que
vinculan a los distintos sectores capitalistas (financiero, industrial, de los servicios o el
agro) con la elite burocrática que maneja el estado. Esta brújula es vital, porque aporta
la jerarquía analítica necesaria para comprender el rol de todos los actores del sistema
político contemporáneo.
Lejos de introducir un estorbo «reduccionista», el enfoque de clase es la llave
maestra de esta indagación. Permite capturar cómo se posicionan objetivamente los dis-
tintos grupos dominadores y dominados en el escenario social. Este retrato es también
indispensable para explicar por qué los trabajadores son periódicamente impulsados a
chocar con un régimen político que los oprime.
El gran nubarrón de ambigüedades que rodea el proyecto de «radicalizar la de-
mocracia» deriva de su indefinición clasista. Ese planteo promueve la igualdad pero
olvida la explotación y auspicia la participación ciudadana, sin definir qué rol juega
cada sector popular. En su presentación más audaz sugiere algún desemboque socialista,
pero rechaza cualquier ruptura con el capitalismo. En síntesis: es un enfoque que ha
perdido cualquier punto de contacto con la democracia socialista.
6
Laclau, Ernesto. Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia… (pre-
facio y capítulo 4).
211
REGULAR LOS MERCADOS
Dentro del multifacético universo de corrientes que propugnan la democracia
participativa se pueden distinguir dos grandes variantes. Un primer grupo radical pro-
mueve la intervención popular y adopta una perspectiva anticapitalista. Otro enfoque es
afín a la socialdemocracia o al keyenesianismo y limita el activismo ciudadano a los
marcos preestablecidos por las clases dominantes7.
El proyecto de la democracia socialista mantiene afinidades con la primera va-
riante y fuertes discrepancias con la segunda. Pero como todos los planteos se entrecru-
zan, comparten escenarios y demandas comunes, no es sencillo distinguir las compatibi-
lidades y las divergencias. Estos posicionamientos se definen en la práctica política y
también pueden ser aclarados en ciertos debates conceptuales. Esas discusiones actual-
mente involucran tres áreas: la regulación estatal, el espacio público y la acción en los
municipios8.
La propuesta de regular los mercados apunta en todas las iniciativas a reducir las
desigualdades sociales y gestar una democracia real. En la perspectiva del socialismo y
de las corrientes participativas radicales este control debe facilitar conquistas populares,
desvinculando los derechos sociales (y porciones crecientes del salario) de las exigen-
cias de inversión o rentabilidad. La función de esta desconexión es reforzar la cohesión
de los trabajadores en su lucha contra el capital.
Por el contrario el enfoque socialdemócrata o keynesiano propicia la regulación
de los mercados para estabilizar el funcionamiento del capitalismo. Busca reducir la
intensidad de los ciclos, disminuir el impacto de las recesiones y limitar el poder de los
financistas. Las mejoras sociales son concebidas como un correlato de estos objetivos
empresarios.
El trasfondo de esta divergencia son objetivos históricos completamente opues-
tos. El programa socialista busca reducir la gravitación de los mercados para facilitar su
progresiva extinción en una sociedad sin clases. El planteo keynesiano pretende, en
cambio, eternizar la presencia de estos organismos con el auxilio de la supervisión esta-
tal.
Como el mercado es el mecanismo de intercambio a través del cual las empresas
realizan el plusvalor creado por los trabajadores en el proceso de producción, la regula-
ción de esa entidad puede servir para limitar esta explotación o para consolidarla. Los
socialistas promueven el primer camino y los socialdemócratas el segundo.
Muchas propuestas de la democracia participativa navegan entre ambas perspec-
tivas sin definir una meta clara. Por esta razón concentran sus demandas en el control de
los mercados, eludiendo toda referencia al capitalismo y al socialismo. Pero esta omi-
sión conduce a múltiples confusiones, porque el mercado no es idéntico al capitalismo.
Es uno de los cimientos de este modo de producción, que se sostiene también en el tra-
bajo asalariado y la propiedad privada de los medios de producción.
A diferencia del capitalismo, el mercado no es un obstáculo absoluto para el
desarrollo de una democracia genuina. Precedió durante siglos al régimen social actual
7
Hemos analizado las características de esta segunda corriente en nuestro texto precedente: Katz, Clau-
dio. «Interpretaciones de la democracia en América Latina» (disponible en La Haine, Rebelión, Aporrea).
8
Estos temas son abordados por: Borón, Atilio. Estado, capitalismo y democracia en América Latina,
UBA-CBC, 1997 (capítulo 5); Borón, Atilio. Tras el búho de Minerva, Fondo de Cultura Económica,
Buenos Aires, 2000 (capítulo 6); Sader, Emir. «Hacia otras democracias», en Lander, E. (comp.). Desa-
rrollo, eurocentrismo y economía popular, Minep, Caracas, 2006; Harnecker Marta. La izquierda en el
umbral del siglo XXI, Siglo XXI, Madrid, 2000 (tercera parte, capítulo 5); Harnecker, Marta. «La izquierda
latinoamericana y la construcción de alternativas», Laberinto, número 6, junio 2001, Málaga.
212
y lo sucederá durante un período significativo de transición socialista, que combinará
formas económicas mercantiles y planificadas. Esta coexistencia perdurará el tiempo
requerido para gestar una sociedad plenamente igualitaria. Durante esa fase el mercado
no será un impedimento total, sino un complemento posible de la soberanía popular.
El obstáculo inmediato para la concreción de una democracia real no es por lo
tanto el mercado sino el capitalismo. Si se aspira a conquistar la soberanía popular hay
que enmarcar la exigencia de regular estos organismos en la perspectiva de erradicar el
sistema de opresión que padece el grueso de la población.
213
ciales en perspectivas anticapitalistas. Pero el localismo también puede conducir a com-
primir la visión de los problemas sociales con miradas parroquiales y preocupaciones de
corto alcance, que despolitizan la acción reivindicativa. Este estrechamiento termina
convalidando el orden capitalista.
Es importante reconocer el doble filo del localismo, frente al deslumbramiento
que generó esta acción en sectores de la izquierda latinoamericana durante los últimos
años. Con el argumento de «delegar el poder en la gente» se justificó en distintos países
la suscripción de compromisos con sectores conservadores, que reforzaron el poder ca-
pitalista en varias intendencias.
La regulación de los mercados, el ensanchamiento de la esfera pública y la ac-
ción local son problemas que clarifican la inclinación de las distintas corrientes de la
democracia participativa hacia proyectos social-demócratas o socialistas. Una experien-
cia práctica de estas disyuntivas se ha podido verificar en Porto Alegre.
La elaboración colectiva del presupuesto municipal en esta localidad brasileña
fue presentada como el debut de un proceso general de democratización de la sociedad.
Se concibió a este proceso como el primer paso hacia el control social del estado y del
mercado por parte de la mayoría popular10.
10
Estos objetivos están expuestos en: «Democracia Socialista. Thesis. Dossier Brasil: Le parti des travai-
llerurs et le projet socialiste», Inprecor, números 443-444, enero-febrero de 2000, París.
11
Dutra, Olivio. Presupuesto participativo y socialismo, El Farol, Buenos Aires, 2002; Dutra, Olivio.
Entrevista, Wainwright Hilary, Brandford Sue, Sin Editorial.
12
Divés, Jean Philippe. «Budget participatif: réalités et théorisations d'une expérience réformiste», Carré
Rouge, número 20, enero de 2002.
214
Estimaron que por esa vía se podrían lograr conquistas populares, extender los princi-
pios democráticos a la economía y edificar la hegemonía cultural de los trabajadores 13.
Pero ningún esbozo de este rumbo se verificó en Porto Alegre. La iniciativa no
alteró el manejo capitalista de los bancos, las empresas, los medios de comunicación,
las instituciones militares o los organismos educativos y sanitarios. Tampoco permitió
gestar un polo progresista, porque fue absorbido por el régimen político de los domina-
dores. Este desenlace confirma, que un rumbo emancipador no se abre paso sin rupturas
con los capitalistas.
La idealización del presupuesto participativo se tornó más negativa cuando em-
palmó con el continuismo neoliberal de Lula. Esta coexistencia coincidió con el giro
autoritario del PT, que se transformó en un cuerpo de administradores al servicio de los
negocios empresarios. Porto Alegre y el gobierno de Lula forman parte de una misma
frustración.
Ambas experiencias corroboraron la imposibilidad de avanzar en un proyecto
anticapitalista, a través de una escalera de logros que debute en las municipalidades, se
afirme en las provincias y concluya en el gobierno nacional. Por ese camino se fortale-
cen las burocracias que empiezan hostilizando al movimiento social a nivel local y ter-
minan administrando el país a favor del establishment.
13
Benevides, María Victoria. Presupuesto participativo y socialismo, El Farol, Buenos Aires, 2002.
215
Algunos enfoques socialistas asignan poca relevancia a la democracia en el pro-
yecto anticapitalista. Casi nadie rechaza el uso de este término con algún adjetivo pro-
gresista (popular, antiimperialista, anticapitalista), pero ciertos autores objetan la repre-
sentación, el pluralismo o la variedad de partidos. Estas visiones se apoyan en tres justi-
ficaciones teóricas: la dictadura del proletariado, el partido único y el consejismo.
La dictadura del proletariado es un lema con pocos defensores contemporáneos.
Fue utilizado por los marxistas revolucionarios para resaltar la necesidad de enfrentar
con mecanismos coercitivos la resistencia de los capitalistas a perder sus privilegios. Se
promovía quebrar estas conspiraciones mediante un vigoroso ejercicio del poder popu-
lar.
Esta acepción genérica de la dictadura del proletariado -que Marx recogió del ja-
cobino Blanquí- no ha perdido vigencia. La experiencia demuestra que para revertir el
despotismo del capital resultará indispensable recurrir a respuestas populares contun-
dentes. Pero esta constatación no esclarece el modelo político de una transición socialis-
ta.
Al igual que el variado régimen burgués ((monarquía, autocracia, fascismo, bo-
napartismo, constitucionalismo), un proceso post-capitalista podría asumir múltiples
formas. Y a este nivel del análisis el uso del término dictadura del proletariado pierde
relevancia. Solo define un sustento de clase del estado, sin clarificar mucho las formas
de gobierno.
Algunas versiones presentaron en el pasado la dictadura del proletariado como
una administración exenta de leyes. Pero esta caracterización contradice el propósito
socialista de transparentar el sistema político. La ausencia (o vaguedad) de reglas solo
abre el camino hacia el despotismo. Para evitar este peligro se necesita compatibilizar el
ejercicio fuerte y controlado del poder, con procedimientos que expresen consenso en
torno a las metas igualitarias de la nueva sociedad.
Pero existen otras razones para sustituir el estandarte de la dictadura del proleta-
riado por la bandera de la democracia socialista. El primer término ha perdido la conno-
tación positiva que presentaba en la época de Marx o Lenin, como opción frente a la
autocracia y ha quedado en cambio asociado, con el totalitarismo que prevaleció en la
URSS.
Como en las últimas dos décadas se han registrado, además, grandes victorias
democráticas en Latinoamérica y Europa del Sur existe una generalizada identificación
del término dictadura con cualquier tiranía militar. Esta asociación es tan fuerte, que
muy pocos socialistas mencionan la dictadura del proletariado en su actividad política
cotidiana. A lo sumo preservan el concepto para las discusiones en los pequeños ámbi-
tos de la izquierda, pero frente el gran público soslayan esta consigna14.
Otros autores consideran necesario preservar la consigna de la dictadura del pro-
letariado para evitar la involución política de la socialdemocracia o del eurocomunis-
mo15. Pero olvidan que no es el mantenimiento o abandono de cierta fórmula lo que
determina la fidelidad a una estrategia socialista. Por ejemplo, los tiranos stalinistas
reivindicaban la dictadura del proletariado implementando una práctica nefasta para la
lucha emancipatoria.
14
Un ejemplo de esta dualidad ―entre reivindicación genérica de la democracia en ciertos ámbitos y
sostén de la dictadura del proletariado en otros― son los textos de: Rieznik, Pablo. «La FUBA es la de-
mocracia», Página 12, 24/11/06; Rieznik, Pablo. «En defensa del catastrofismo», En defensa del marxis-
mo, número 34, Buenos Aires, 19/10/06.
15
Cinatti, Claudia y Albamonte, Emilio. «Más allá de la democracia liberal y el totalitarismo», Estrategia
Internacional, número 21, septiembre de 2004, Buenos Aires.
216
Tampoco la sustitución de la dictadura del proletariado por alguna noción más
digerible -como «gobierno obrero o de los trabajadores»- resuelve los problemas. En
lugar de ofrecer una «acepción popular» del controvertido término, esa sustitución con-
duce a jugar con las palabras. En la tradición de la III Internacional los dos conceptos en
debate perseguían objetivos específicos. Mientras que la dictadura del proletariado alu-
día a procesos revolucionarios en curso, el llamado a formar gobiernos de los trabajado-
res convocaba a forjar coaliciones obreras para desplazar a los partidos burgueses del
gobierno. Sugerían opciones políticas distintas para promover rupturas con el régimen
capitalista.
El énfasis de la dictadura del proletariado -como un régimen transitorio de fuer-
zapresenta erróneamente un proyecto liberador en función de sus potenciales adversida-
des. Olvida que el uso de la coerción para sostener una transformación social no es una
peculiaridad del socialismo. Ha sido la norma de todas las revoluciones y es un princi-
pio que las constituciones burguesas lateralmente aceptan, al autorizar recortes de las
libertades públicas en circunstancias de conmoción o guerra.
Acentuar la importancia de la democracia en un proyecto socialista no es una ar-
bitrariedad, ya que obedece a la profunda expansión del sentimiento democrático con-
temporáneo. Reconocer esta ampliación no es una capitulación, sino un índice de rea-
lismo. El estandarte de la democracia plena no solo es vital para el socialismo, sino que
además goza de gran consenso actual y por esta razón el establishment lo manipula. La
mejor respuesta frente a esta digitación es desenmascarar los engaños y no renegar de la
democracia.
217
mo en una democracia soviética. En esta revisión también cuestionó el principio de ho-
mogeneidad política de las clases populares en una sociedad post-capitalista. Reivindicó
la conveniencia de canalizar la variedad de opiniones en partidos diferenciados16.
El multipartidismo es un principio esencial de la democracia socialista, aunque
su aplicación resulte muy compleja durante los períodos de enfrentamiento más duros
con las clases opresoras. La historia demuestra cuán brutal es la resistencia que oponen
estas minorías. Pero también indica que el éxito de la respuesta popular depende de la
capacidad de los revolucionarios para mantener el aval mayoritario de la población. Este
sostén no puede preservarse en el mediano plazo con regímenes dictatoriales. El gran
desafío de una transformación anticapitalista es afrontar las conspiraciones capitalistas,
perfeccionando al mismo tiempo la democracia socialista.
CUBA Y VENEZUELA
Estas observaciones son importantes para el porvenir de Cuba porque este futuro
se dirime en torno a tres opciones: mantener el sistema actual, introducir el constitucio-
nalismo burgués o gestar el pluripartidismo socialista. El trasfondo de esta reorganiza-
ción será la restauración capitalista -que imposibilitaría la democracia sustancial- o la
renovación socialista que facilitaría esa meta.
El contexto de estas opciones ha variado significativamente en comparación a la
década pasada. La gran adversidad para profundizar el rumbo socialista ya no es el co-
lapso económico, el aislamiento internacional, el auge del neoliberalismo o el derrumbe
de la URSS. Las dificultades se concentran en la potencial apatía de la población. Esta
indiferencia alimenta las tendencias a la corrupción y a los privilegios, que acumulan los
interesados en una involución capitalista.
Pero lo importante es registrar que estas tensiones ya no se inscriben en el marco
internacional adverso de los años 90. Se procesan en el auspicioso contexto que han
creado las rebeliones populares en América Latina y el ascenso de nuevos gobiernos
nacionalistas radicales. El retroceso de imperialismo, el desprestigio del neoliberalismo
y los nefastos resultados de la restauración en Rusia o Europa Oriental afianzan este
favorable contexto.
Cualquier reflexión sobre la renovación socialista exige reconocer primero, la
excepcional hazaña de supervivencia que ha logrado la revolución cubana durante la
última década. Sin comprender las raíces de este extraordinario mérito, no es posible
entender las enormes diferencias cualitativas que siempre distinguieron a Cuba de la
URSS. Esta incomprensión conduce a visiones sombrías o carentes de opción, que no
sugieren caminos para gestar el pluralismo socialista17. En este análisis, nunca se debe
olvidar la situación que enfrenta una pequeña isla asediada por el coloso imperialista.
Este acoso determina que los ritmos y las formas de liberalización política sean compa-
tibles con las restricciones que imponen las conspiraciones del Pentágono.
El debate sobre el partido único ha sido también actualizado por la convocatoria
de Chávez, a conformar una organización política que encabece el proceso bolivariano.
No es un llamado a reproducir el modelo mono-partidario de la URSS, ni a eliminar la
16
Estas dos posturas están expuestas en: Trotsky, León. Terrorismo y comunismo, Ediciones Política
Obrera, Buenos Aires, 1965; y en: Trotsky, León. La revolución traicionada, Ediciones del Sol, México,
1969 (capítulo 10).
17
El primer enfoque exhibe Castillo y el segundo Paz Ortega frente a una evaluación más positiva y rea-
lista de Konrad: Castillo, Jean. «La sucesión a la tete de la revolution»; Paz Ortega, Maneul. «Battaille
des idees»; Konrad, J. «La societé cubaine». Todos en: Inprecor, números 523-524, diciembre de 2006 -
enero de 2007.
218
presencia de múltiples organizaciones. Propone aglutinar bajo un mando único a los
partidarios del proceso actual y no cierra el camino hacia el pluralismo socialista del
futuro. En la coyuntura actual, esta iniciativa se ubica en el centro de la gran disputa
entre avanzar hacia un curso anticapitalista o congelar las transformaciones a favor de
un modelo capitalista18.
En el campo de la izquierda existen legítimas prevenciones contra este esquema.
Hay serios interrogantes sobre la vida política interna de esa organización, en un marco
de manejos desde arriba y exigencias de sometimiento al rumbo oficial19. Pero también
han aparecido cuestionamientos equivocados. Algunos autores sostienen que el partido
único forma parte de una ideología estatal, opuesta a la tradición libertaria de los movi-
mientos sociales. Otros identifican la época de los partidos con el siglo XX y la nueva
centuria con los movimientos sociales. También afirman que el primer tipo de organiza-
ciones conduce a la profesionalización de los políticos y genera intermediaciones inne-
cesarias20.
Estos enfoques no toman en cuenta la complementariedad entre movimientos y
partidos y tampoco desentrañan los intereses sociales en juego. Hay tantos movimientos
reaccionarios como partidos progresistas y viceversa, ya que los defensores del capita-
lismo y los promotores de su erradicación actúan en ambas modalidades de agrupamien-
tos.
El partido no es una estructura perimida. Conforma un tipo de organización ne-
cesaria para la lucha por el poder, que no puede ser reemplazada por articulaciones que
canalicen reivindicaciones parciales o sectoriales de los oprimidos (desocupados, indí-
genas, campesinos, mujeres). Esas diferencias cualitativas se diluyen, cuando ciertos
movimientos se convierten en partidos, manteniendo su denominación original. Tam-
bién en los episodios electorales decisivos se corrobora que los movimientos no sustitu-
yen a los partidos. Estos acontecimientos han sido decisivos en el surgimiento de varios
gobiernos nacionalistas-radicales.
La relevancia de los partidos no desmiente su desprestigio, ni supone reivindicar
el vanguardismo o la auto-proclamación sectaria, que caracteriza a muchas organizacio-
nes pequeñas de izquierda. Los partidos son útiles en la medida que contribuyan al desa-
rrollo de la conciencia socialista y al procesamiento colectivo de las experiencias de
lucha. Son organizaciones que aportan cimientos para un futuro régimen político socia-
lista. Objetar su existencia equivale a postular en los hechos alguna forma de unanimi-
dad forzada, contraria al objetivo de la democracia plena.
18
Esas opciones son expuestas por: Bernabé, Rafael. «Partido, Estado y Socialismo», Red Solidaria de la
Izquierda Radical, Dossier 34, febrero de 2007.
19
Lander, Edgardo. «¿Aborto del debate sobre el socialismo del siglo XXI?», Aporrea, 25/12/06; López
Maya, Margarita. «Cada quién con sus anteojos», Aporrea, 11/02/07.
20
Dávalos, Pablo. «Socialismo del siglo XXI, un discurso de estado», eutsi.org, 06/02/07; López Sánchez,
Roberto. «Puede ocurrir una profunda crisis política dentro del chavismo», Aporrea, 21/12/06.
219
nía stalinista. La escasa duración de este experimento -reivindicado actualmente por
varias corrientes de la izquierda- torna muy difícil su evaluación. Al igual que la demo-
cracia socialista esta propuesta constituye tan solo una hipótesis, que debe analizada en
función de su congruencia con el propósito de erigir una sociedad emancipada.
Las dificultades que genera la conversión de organismos populares -creados para
derrocar a un régimen opresor- en estructuras estatales se vislumbraron antes del copa-
miento stalinista. Estos problemas quedaron ensombrecidos por el extraordinario impac-
to de la revolución rusa, que también diluyó las diferencias de los soviets con la Comu-
na de París. Este precedente se inspiró en la tradición federalista prouhdoniana de orga-
nización comunal e incluía el principio republicano del sufragio universal. En cambio su
equivalente soviético se forjó en los lugares de trabajo de la clase obrera y se extendió
por la guerra a los soldados y campesinos. El pilar de este sistema no fue el territorio,
sino las fábricas y el ejército.
Lenin intentó gestar un sistema político a partir de los organismos que consuma-
ron el éxito de la revolución. Parecía lógico continuar la transición socialista institucio-
nalizando el funcionamiento de estas estructuras. Pero este proyecto presuponía un ace-
lerado proceso de extinción del estado, que convertiría a los soviets en los precedentes
inmediatos de la sociedad comunista.
El líder bolchevique esperaba concretar esta vertiginosa transición socialista con
el sostén de la democracia directa. No descartó el pluralismo y la representación indirec-
ta por su «predisposición tiránica», sino por su entusiasta expectativa en esa evolución.
Su apuesta chocó con el atraso, el aislamiento y la devastación que enfrentó la naciente
Unión Soviética. A la luz de lo sucedido, cabe suponer que en un escenario más favora-
ble, tampoco sería factible esa acelerada disolución de la estructura clasista.
Los consejos enfrentan todas las dificultades de funcionamiento que afectan a la
democracia directa en sociedades extendidas, complejas y numerosas. El esquema can-
tonal -que prescinde de la delegación- es poco viable en cualquier conglomerado urbano
del siglo XXI.
Pero, además, resulta inconveniente eludir la representación indirecta. La susti-
tución del sufragio por esquemas piramidales de delegados no transparenta la acción
política, sino que genera fuertes tendencias a la centralización, la burocracia y la prima-
cía de grupos de interés, en los niveles intermedios de esa estructura. La idealización de
los soviets como realización de la democracia auténtica omite estos obstáculos21.
220
una eventual anticipación de esta tendencia en ciertas sublevaciones populares recientes
(como El Alto en Bolivia)22.
Pero de estos acontecimientos no surge ningún indicio de viabilidad de los con-
sejos como pilares de un sistema político socialista. La historia solo ha corroborado la
necesidad de estos organismos para concretar un giro anticapitalista, pero no hay indi-
cios de sus ventajas para erigir una sociedad socialista.
Algunos autores estiman que la instauración de formas parlamentarias constitui-
ría una regresión, frente al poder popular surgido en un proceso revolucionario23. Pero
omiten que las estructuras políticas requeridas para consumar esta sublevación, no son
idénticas a las requeridas para edificar el nuevo sistema. Distinguir entre ambas funcio-
nes es importante, porque algunos organismos que son vitales para etapas convulsivas
pierden utilidad en los períodos de mayor estabilidad.
El protagonismo popular es muy diferente en ambas situaciones porque la pre-
disposición de las masas para actuar vigorosamente se modifica y la finalidad originaria
de los soviets, consejos o comunas se altera. Reconocer esta dinámica no implica postu-
lar ningún tránsito legislativo, pacífico o socialdemócrata al socialismo. Este salto anti-
capitalista requerirá un camino de rupturas revolucionarias. Pero el debate no gira en
torno a este curso, sino a la naturaleza del sistema político socialista. Son dos temas
enlazados, pero no idénticos y en la actualidad es tan importante definir estrategias de
poder, como esclarecer proyectos de funcionamiento del régimen anhelado.
Otros enfoques señalan que el modelo soviético es irreemplazable para permitir
el rol dirigente del proletariado en una transformación socialista. Destacan que en el
antecedente ruso, los consejos situaron a la clase obrera en ese lugar24. Pero olvidan que
las circunstancias específicas de 1917 no crearon un principio inamovible de estrategia
socialista. La revolución bolchevique exigía la hegemonía de la clase obrera frente a una
voluble masa campesina, en un país imperial atrasado, convulsionado por la guerra y
desintegrado por siglos de autocracia. Otros procesos revolucionarios asumieron formas
muy diferentes, con intervenciones más activas de los campesinos (China), prolongadas
guerras populares (Vietnam) o epicentros en la resistencia antiimperialista (Cuba).
Esta variedad confirma que existen múltiples caminos hacia la transformación
anticapitalista y también que en su desenvolvimiento los explotados ocupan un papel
estratégico dentro de la masa de los oprimidos. Pero esta centralidad no queda resumida
en la restrictiva consigna que plantea la «conducción de la revolución por parte de la
clase obrera». El mayor problema no es proclamar este liderazgo, sino identificarlo con
la sobre-representación del proletariado y un recorte de los derechos políticos que co-
rresponden al resto de los oprimidos. En este caso se postula una modalidad de voto
calificado, que es totalmente incompatible con las alianzas populares y los principios
igualitarios que exige el socialismo.
22
Callinicos, Alex. «Alternativas al neoliberalismo», Memoria, número 211, septiembre de 2006, Méxi-
co; Callinicos Alex. «El doble poder en nuestras manos», Socialist Worker, 06/01/07, Londres.
23
Este cuestionamiento formula contra nuestra tesis: Harman, Chris. «Making sense of socialism today»,
International Socialism, número 108, 17/10/05, Londres.
24
Gutiérrez, Gastón. «Sobre la actualidad de la ‘apuesta leninista’. Una polémica con Daniel Bensaïd»,
Lucha de Clases, número 6, junio de 2006, Buenos Aires.
221
de la lucha por el sufragio universal (Inglaterra) y la acción parlamentaria (Alemania).
Se guiaron por el curso real de los acontecimientos y mantuvieron un estrecho contacto
con los movimientos sociales existentes (cartistas, comuneros, socialdemócratas). Estas
actitudes indican criterios para actuar en el siglo XXI.
También Luxemburgo mantuvo varias posiciones frente al dilema sovietsparla-
mento. Postuló un enfoque consejista, pero también resaltó el significado de las con-
quistas democráticas logradas por los socialistas. Esta postura explica su crítica a la
prescindencia bolchevique de una asamblea constituyente para legitimar el régimen
creado en 1917. También determinó su cuestionamiento a las restricciones impuestas
durante esa gesta a los partidos y a las libertades públicas25.
Desde una apasionada actitud de defensa de la revolución, Luxemburg objetó la
descalificación de la representación electoral y el uso del terror. Distinguió este deplo-
rable recurso -que desmoraliza e impide el crecimiento político de las masas- de la ne-
cesaria violencia que acompaña a toda transformación anticapitalista. Pero no vaciló en
denunciar también el alineamiento contrarrevolucionario de la socialdemocracia y su
violenta represión de los embrionarios consejos creados durante la revolución alemana
de 1918. No estuvo atada al dogmatismo soviético, pero tampoco se ubicó en el polo
opuesto de la conciliación reformista.
Luxemburg aporta la mejor síntesis entre acción revolucionaria y promoción de
la soberanía popular que necesita un proyecto contemporáneo de democracia socialista.
Pero conviene recordar que también Lenin defendió distintos cursos para un régimen
socialista antes de octubre. Después de ese desenlace enfrentó la dura arremetida, que la
socialdemocracia perpetró contra la revolución con el estandarte de la democracia.
En ese duro contexto Lenin desplegó una crítica indiscriminada contra el consti-
tucionalismo y minimizó las conquistas democráticas contenidas en este sistema. Este
aspecto salió a flote en su propia polémica posterior contra la «enfermedad infantil» de
los izquierdistas, que rechazaban toda intervención parlamentaria. La adecuación a las
circunstancias cambiantes fue un rasgo de los líderes bolcheviques, que se observó tam-
bién en el giro de Trotsky desde el partido único al pluripartidismo.
El debate sobre la democracia socialista quedó polarizado durante varias décadas
entre el consejismo (asociado con la revolución) y la representación indirecta (identifi-
cada con la capitulación socialdemócrata). Esta antinomia comenzó a superarse a fines
de los 70, bajo el impulso de varios teóricos marxistas -como Miliband, Poulantzas o
Mandel- que desde posturas muy diferentes aportaron nuevas bases para un proyecto de
democracia socialista. Realzaron el carácter sustancial, representativo, participativo,
pluralista y multipartidario de este sistema26. Esta propuesta perdió interés durante el
ascenso del neoliberalismo y el desplome de la URSS, pero tiende actualmente a recu-
perar influencia, especialmente en América Latina.
SENTIDOS Y DIFICULTADES
La construcción de una democracia socialista tendrá que integrar aspectos par-
ciales de varias experiencias contemporáneas. Absorberá elementos del constituciona-
lismo, de los esbozos de la democracia participativa, de los intentos de democracia di-
25
Luxemburgo, Rosa. «La revolución rusa», en Luxemburgo, R. Obras escogidas, tomo 2, Ediciones
Pluma, Buenos Aires, 1976.
26
Poulantzas, Nicos. Estado, poder y socialismo, Siglo XXI, México, 1979; Miliband, Ralph. Socialismo
para una época de escépticos, Siglo XXI, México, 1997; Mandel, Ernest. El poder y el dinero, Siglo XXI,
México, 1994.
222
recta y de las dificultades del consejismo. Pero nunca deberá perder de vista que los
oprimidos son los artífices de un proyecto centrado en la erradicación del capitalismo.
Confiar en la acción de las masas es la condición para gestar un sistema político
no elitista. Esa intervención no sigue una línea recta e incluye múltiples deformaciones
(divisiones, enconos, despolitización), pero es la única vía de experimentación hacia el
auto-gobierno. Si se temen los efectos de esta irrupción -que siempre adopta formas
sorpresivas y desprolijas- el proyecto socialista no saldrá a la superficie.
Este programa es irrealizable bajo el capitalismo, pero no se consumará automá-
ticamente con la superación de ese sistema. Tampoco surgirá del entierro del pasado, ni
de la expectativa romántica de gestar un mundo mágico desde el vacío. El nuevo régi-
men deberá conjugar innovaciones con herencias y enlazará los distintos mecanismos de
la democracia directa e indirecta.
Es importante reconocer también que la futura democracia socialista será un sis-
tema contradictorio y pleno de tensiones. No materializará la armónica estación final del
progreso humano que se imaginó en el pasado. El gran cambio se verificará en el proce-
samiento y no en la inexistencia de esos conflictos
La propia participación popular es un tema controvertido. Esta presencia aumen-
taría cualitativamente con la reducción de las desigualdades sociales, la mejora del nivel
de vida y la existencia de mayor tiempo disponible para los asuntos de la colectividad.
Pero no será sencillo asegurar una participación perdurable, que exprese siempre impul-
sos voluntarios ajenos a las presiones de los dirigentes.
En la tradición republicana se reconoce la existencia de un conflicto entre el
ideal cívico (heroísmo militar, trabajo voluntario, compromiso ciudadano) y el desarro-
llo personal. En el universo socialista esta misma tensión opone la acción militante con
el repliegue a la vida privada.
Este dilema expresa la compleja individualidad contemporánea y obliga a con-
cebir simultáneamente mecanismos de participación y delegación. Incidir sobre los pro-
cesos políticos -con el derecho a no actuar- debería constituir un rasgo de la democracia
socialista. Esta norma se asentaría en el nuevo consenso creado en torno a los principios
de igualdad. En lugar de intentar alcanzar el ideal de perfectibilidad humana que legó la
Ilustración se promovería un individualismo socializado, es decir desarrollos de sujetos
muy diferenciados, pero asociados en un proyecto común de cooperación, equidad y
solidaridad.
La democracia plena es realizable bajo el socialismo y debe ser reivindicada sin
prevenciones, ni reservas. La construcción de la nueva sociedad ya no enfrenta limita-
ciones de recursos materiales. El obstáculo actual es la vigencia de un régimen de ex-
plotación, competencia y beneficio, que no tolera la igualdad. La democracia socialista
es una opción frente a este sistema y su discusión actual en América Latina concentra
las polémicas más fructíferas y apasionantes de nuestra época.
Junio de 2007
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225
― CAPÍTULO 12 ―
226
ble, que el capitalismo perdurará hasta la eternidad y que los oprimidos se resignarán a
padecer la injusticia. Fundamentaron estas tesis con argumentos antropológicos, consi-
deraciones religiosas y creencias vulgares.
Pero esa mirada no sólo imposibilita el socialismo sino cualquier propuesta de
cambio, ya que presupone la inmutabilidad del orden vigente. Semejante freno de la
historia es tan ilusorio como el reciclaje interminable del capitalismo. Es mucho más
utópico suponer que un régimen social puede auto-recrearse indefinidamente, que ima-
ginar su reemplazo por algún otro sistema.
OBJECIONES PRIMITIVAS
La crítica derechista a la revolución se inspira en viejas teorías conspirativas.
Los villanos de la guerra fría (agitadores comunistas y soviéticos infiltrados) han sido
reemplazados por terroristas y fundamentalistas, pero el libreto no ha cambiado. Los
conservadores siempre perciben la mano de algún extremista en el estallido de cualquier
convulsión, que contraponen con el espíritu moderado de los trabajadores.
Su paranoia se basa en un supuesto de estabilidad, normalidad y equilibrio del
capitalismo. Suponen que este sistema es sólo perturbado por la acción de alguna fuerza
exterior a la dinámica de este régimen y consideran que las sublevaciones son aberra-
ciones ocasionales. Es evidente que esta mirada no puede aportar ninguna idea relevante
al análisis de la revolución.
Otros autores derechistas atribuyen el descontento revolucionario al malestar que
acumulan los individuos frente a una pesada carga de frustraciones. Recurren a un mo-
delo volcánico de tensión creciente, para describir cómo el agravamiento de las desven-
turas personales genera rebeliones masivas3.
Pero esta atención a las motivaciones individuales deja de lado las causas socia-
les que determinan la insubordinación popular. Las concepciones elitistas no indagan
cómo la opresión de una minoría adinerada desata resistencias del grueso de la pobla-
ción, sino que reducen estas reacciones a una sumatoria de irritaciones particulares. Las
contradicciones, los conflictos y las tensiones sociales son vistos a través de un micros-
copio que investiga el desamparo, la angustia o la desilusión personal.
Por ese camino la dinámica de la revolución resulta inexplicable, ya que los
grandes acontecimientos sociales siguen un patrón de acción colectiva muy distinto al
malestar o al despecho personal. La revolución es un enigma irresoluble para quienes
desconocen causas políticas y contextos históricos. Al ignorar estos determinantes esta-
blecen falsas analogías con el vandalismo o la violencia irracional. Nunca registran que
cualquier revolución pone siempre en juego la legitimación de derechos y demandas
populares.
Esta omisión de las motivaciones políticas impide explicar el liderazgo social de
estos acontecimientos. Ese protagonismo no es habitualmente asumido por las principa-
les víctimas de una injusticia, sino por los sectores con mayor capacidad de intervención
política. El padecimiento extremo frecuentemente origina un grado de desesperación
que conduce a la impotencia. Por esta razón los sectores explotados que encabezan las
sublevaciones, no soportan habitualmente situaciones tan oprobiosas. La proporcionali-
dad entre sufrimiento y rebelión que imaginan los elitistas no se ha verificado nunca.
Las caracterizaciones derechistas más compasivas resaltan ciertas conexiones de
las revoluciones con la pobreza. Pero suelen omitir que el rechazo de la desigualdad
3
Una revisión crítica de estos planteos expone: Aya, Rod. «Theories of Revolution Reconsidered», Theo-
ry and Society, número 8, julio de 1979.
227
tiene una gravitación equivalente o superior en el desencadenamiento de esos estallidos.
Estos levantamientos frecuentemente irrumpen cuando se vulneran derechos ya con-
quistados, o se afianza la injusta distribución de los recursos existentes, es decir que
estallan con antelación al agravamiento de la miseria. Las masas reaccionan contra una
situación intolerable en función de su propia escala de valores. No existe un patrón que
determine a priori, cuáles son las agresiones que desencadenan esa insubordinación4.
Las revoluciones sólo pueden explicarse con criterios políticos. Las generaliza-
ciones sociológicas que atribuyen su estallido al desconcierto provocado por la moder-
nización o a la erosión de los valores tradicionales, no aclaran por qué razón estos alza-
mientos se verifican en ciertos lugares, países y coyunturas. Estos estallidos se consu-
man cuando las transformaciones sociales socavan la autoridad de las clases dominan-
tes, quiebran la hegemonía política de los poderosos, desatan crisis económicas de en-
vergadura o acrecientan la organización de los explotados. Indagar estas condiciones
histórico-políticas es la única forma de aproximarse al problema.
CUESTIONAMIENTOS GRADUALISTAS
Algunos ideólogos conservadores estiman que las revoluciones son reminiscen-
cias de un pasado preconstitucional, que han perdido vigencia con el fin de muchas mo-
narquías y dictaduras. Pero las revueltas populares no han respetado —especialmente en
América Latina— esta estricta separación entre formas tiránicas y republicanas. Los
alzamientos registrados en la región confirman que las sublevaciones constituyen no
sólo reacciones frente a regímenes políticos opresores. También son levantamientos
contra los atropellos sociales, que genera el capitalismo y agravó el neoliberalismo.
Los teóricos del social-liberalismo ignoran estas tendencias y proclaman que la
«revolución ha desparecido sin dejar rastros», en la nueva era de la globalización. Atri-
buyen esta declinación a la atenuación de los conflictos sociales y a la disipación de las
enemistades políticas5.
Pero cualquier vistazo a lo ocurrido en las últimas décadas desmiente esa per-
cepción. Si se acepta que la revolución depende de contradicciones económicas irresuel-
tas y de tensiones sociales acentuadas, es muy difícil cuestionar su vigencia bajo el capi-
talismo actual. Presenta nuevos ritmos, formas y localizaciones, pero no es sensato des-
cartarla con argumentos de creciente convivencia entre adversarios.
Algunos pensadores también relativizan la importancia de la revolución en el pa-
sado monárquico. Afirman que esos acontecimientos coronaron modificaciones ya per-
petradas con antelación en forma pausada. Resaltan la continuidad de los procesos his-
tóricos y quitan trascendencia a los grandes giros históricos6.
Pero si estos acontecimientos se limitaran a concluir una obra ya realizada care-
cerían de relevancia y serían olvidados. Perduran en la historia porque introducen fuer-
tes virajes en evoluciones históricas incompletas u obstruidas. Las revoluciones estallan
para resolver estas carencias. Son episodios traumáticos que aparecen frente a la subsis-
tencia de problemas irresueltos. Su estallido nunca es arbitrario, puesto que irrumpen
para suturar desarrollos inacabados.
La presentación de la revolución como un acontecimiento secundario de proce-
sos ya consumados se apoya en criterios fatalistas. Supone que el desenvolvimiento
4
Esta tesis desarrolla: Arcary, Valério. «A epoca das revolucoes está encerrada?», en Arcary, V. O
encontro da revolucao com a historia, Xama, Sao Paulo, 2006.
5
Giddens, Anthony. «La izquierda post-socialista», Revista Ñ (Clarín), 10/02/07. También: Giddens,
Anthony. La tercera vía, Taurus, Buenos Aires, 2000 (capítulos 2, 3 y 4).
6
Furet, Francois. Pensar la revolución francesa, Petrell, Barcelona, 1978 (capítulo 1).
228
histórico mantiene un patrón semejante en ausencia o presencia de esas irrupciones,
desconociendo cómo estas eclosiones modifican el curso de los hechos. Las revolucio-
nes no son inofensivas. Lejos de colocar un simple sello a configuraciones sociales ya
definidas revierten ciertas tendencias y definen el resultado de grandes encrucijadas
históricas.
Algunos autores estiman que la gravitación de las revoluciones ha sido exagera-
da, con su mistificación como momentos de iluminación del futuro. Partiendo de esta
caracterización convocan a abandonar el «modelo jacobino» y la «centralidad ontológi-
ca», que tradicionalmente se le asignó a la revolución como instancia fundacional de la
sociedad7.
Pero con esta visión olvidan que el impacto legado por 1789 y 1917 no es arbi-
trario. Estos episodios condujeron respectivamente al predominio de la burguesía y al
primer ensayo de construcción socialista. Por estas consecuencias de gran alcance im-
pactaron en la memoria de muchas generaciones, mediante tradiciones que han resistido
el paso del tiempo. Las figuras, héroes y conmemoraciones que generaron estos aconte-
cimientos no son caprichos de la imaginación. Recuerdan hechos que trastocaron el des-
tino de millones de individuos.
La alergia a la revolución impide comprender este impacto. Conduce a suponer
que la influencia de estos episodios ha sido magnificada, como si la historia de las so-
ciedades fuera un relato fraguado. Esta visión ignora a que algunos mitos persisten en la
imaginación colectiva por su contacto con la realidad contemporánea. Frecuentemente
las viejas revoluciones son conmemoradas por su relación con encrucijadas actuales.
El rechazo a la revolución se inspira en concepciones gradualistas, que resaltan
la preeminencia de patrones de cambio histórico pausado. Este evolucionismo observa a
esas convulsiones como momentos de obstrucción transitoria, que tienden a disiparse
junto al reestablecimiento del equilibrio natural de la sociedad. La metáfora de la fiebre
o de la tormenta es frecuentemente utilizada para describir estos desajustes temporarios.
Pero estas comparaciones olvidan que las enfermedades y los cataclismos climá-
ticos no son equivalentes a las conmociones sociales. La acción humana racional tiene
un papel mucho más significativo en este último tipo de irrupciones. Los derechistas no
distinguen esas diferencias porque presuponen la salubridad natural del capitalismo. Por
eso identifican a la revolución con un estado enfermizo. Más adecuado sería invertir la
metáfora y observar a ese acontecimiento como un doloroso tratamiento que tiende a
extirpar los padecimientos generados por la competencia, el beneficio y la explotación.
El gradualismo ignora la existencia de periódicas disrupciones en el desarrollo
de las sociedades. Confunde el carácter infrecuente de las revoluciones con su invalidez
y desconoce la función históricamente progresiva que han cumplido los sacudimientos,
que allanaron el camino para remover regímenes políticos y sistemas sociales opresores.
MARXISTAS Y ESTRUCTURALISTAS
Tanto el marxismo como el estructuralismo estiman que las revoluciones son
procesos histórico-sociales. Pero el primer enfoque atribuye ese estallido a la confluen-
cia de contradicciones objetivas del capitalismo con intervenciones subjetivas de las
masas, en ciertas condiciones, países y circunstancias. Considera que el resultado de
esos episodios se dirime en un choque por el control del estado, que opone a las clases
7
Laclau, Ernesto. Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia, Fondo
de Cultura Económica, 1987, Buenos Aires.
229
sociales en disputa por el poder. La revolución es un momento decisivo de procesos más
prolongados, que definen quién orientará el desenvolvimiento de la sociedad8.
La concepción estructuralista indaga la relación de las grandes revoluciones clá-
sicas (Francia 1789, Rusia 1917, China 1949) con crisis políticas precipitadas por con-
vulsiones externas y revueltas campesinas. Al igual que el marxismo polemiza con la
descalificación derechista de estos episodios y objeta su reducción a motivaciones indi-
viduales9.
Pero varias diferencias significativas separan a ambas concepciones. El estructu-
ralismo focaliza la indagación en los aspectos objetivos e impersonales de las subleva-
ciones, en desmedro del rol jugado por los sujetos. Cuestiona el voluntarismo y la inge-
nuidad de los seguidores de Marx, que a su juicio dispensan excesiva atención al rol de
los participantes en cada cambio revolucionario10.
Pero esta objeción conduce a diluir la relevancia de estos actores, que se ha po-
tenciado a medida que las revoluciones se transformaron en grandes acontecimientos de
masas. Esta gravitación de los oprimidos se incrementó especialmente en el siglo XX,
junto a irrupciones que expresaron proyectos políticos populares y formas de liderazgo
u organización de los explotados.
El marco objetivo —que indaga el estructuralismo— sólo condiciona la posibili-
dad de las revoluciones. No define la concreción de estos acontecimientos, ni determina
sus resultados. La voluntad, decisión, inclinación política o ideología de los sujetos ac-
tuantes imponen desenlaces muy diversos a esos episodios. El marxismo resalta esta
centralidad, en su análisis de la revolución como un producto de la lucha de clases.
Este enfoque evita las limitaciones de la visión objetivista, que tiende a presentar
a los artífices de las grandes convulsiones como ejecutantes pasivos de procesos ya pre-
determinados. La mirada estructural impide especialmente evaluar las luchas y los con-
flictos políticos de las revoluciones contemporáneas, que buscaron crear una sociedad
liberada de la explotación y la desigualdad11.
La visión marxista considera que la revolución es un alzamiento desde abajo,
que se generaliza con la adopción de diversos métodos de lucha. Este tipo de levanta-
mientos se ubica en las antípodas de los cambios administrados por los opresores desde
la cúpula del estado, que frecuentemente han sido denominados «revoluciones por arri-
ba». Este concepto alude a procesos de modernización política, desplazamiento de oli-
garquías o desarrollos industriales, que están sujetos a dinámicas muy distintas a cual-
quier revolución genuina.
Los marxistas identifican la revolución con el ingreso masivo de los explotados
a la acción política directa. En cambio los estructuralistas indagan el origen de esos es-
tallidos, en rivalidades militares que oponen a las grandes potencias. Estiman que la
8
Dos presentaciones clásicas de este enfoque son: Lenin, Vladimir. El estado y la revolución, Editorial
Anteo, Buenos Aires, 1974; Trotsky, León. Resultados y perspectivas, Editorial Cepe. Buenos Aires,
1972.
9
Juliá resume las tesis de esta escuela y Tilly sintetiza los conceptos historiográficos de esta corriente,
que encabeza Theda Skocpol: Juliá, Santos. «Sociología de la revolución», en AA. VV. Revueltas y revo-
luciones en la historia, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 1994; Tilly, Charles. Grandes
estructuras, procesos amplios, comparaciones enormes. Alianza, Madrid, 1984 (capítulo 6).
10
Skocpol, Theda. «La explicación de las revoluciones sociales: otras teorías», en Skocpol, T. Los esta-
dos y las revoluciones sociales: un análisis comparativo de Francia, Rusia y China. México, Fondo de
Cultura Económica, 1984.
11
Una crítica a este enfoque desarrollan: Himmelstein, Jerome y Kimmel, Michel «Review essay: States
and revolutions: the implications of Skockpol's structural model», American Journal of Sociology, volu-
men 88, número 5, 1981.
230
concurrencia de las elites nacionales por el dominio del planeta precipitaron esas con-
vulsiones, al generar crisis, devastaciones o guerras.
Esta causalidad puede rastrearse en numerosas trayectorias, pero no ofrece una
explicación general de las revoluciones. Ignora la especificidad de estos acontecimien-
tos como extensiones de la protesta por abajo. En lugar de valorar esta acción, la visión
estructural indaga el comportamiento de las elites y pierde de vista el sentido principal
de estos episodios.
El marxismo subraya también el basamento de las revoluciones en crisis del ca-
pitalismo, que se dirimen en enfrentamientos entre clases sociales. Destaca que la trans-
formación revolucionaria que acompañó al surgimiento de este sistema dejó atrás un
patrón precedente de evolución más continua. Esa dinámica menos disruptiva marcó por
ejemplo el paso de la esclavitud al feudalismo, que se consumó sin cortes históricos
nítidos a través de la prolongada conversión de los dueños de esclavos en dominadores
de siervos. Las invasiones, guerras y conflictos externos determinan en gran medida el
resultado de los procesos precapitalistas, que no incluían revoluciones en el sentido con-
temporáneo del término.
La visión estructuralista comparte muchos aspectos de este enfoque, pero enfati-
za otros rasgos. Destaca especialmente cómo las revoluciones se consumaron bajo el
acicate de burocracias nacionales, que han rivalizado por la supremacía internacional. El
rol de este segmento es realzado siguiendo una caracterización weberiana, que asocia la
gravitación de estos funcionarios con la expansión de sus normas de gestión a todos los
ámbitos y espacios de la sociedad12.
Este enfoque divorcia el rol de la burocracia del comportamiento general de las
clases dominantes. Ilustra acertadamente cómo la ambición de poder de los generales,
administradores y gerentes desata conflictos internacionales que pueden desembocar en
revoluciones. Pero omite considerar que estos procesos se desarrollan en concordancia
con los objetivos de los industriales, terratenientes o banqueros que manejan los resortes
económicos de cada país. Es cierto que las elites gobiernan con autonomía de los gran-
des propietarios de los medios de producción, pero siempre actúan en sintonía con sus
intereses. Incluso los choques entre ambos sectores se desenvuelven en un marco de
opresión común sobre los explotados.
La óptica estructuralista observa con detenimiento las tensiones por arriba, sin
percibir las reacciones por abajo. Este abordaje deriva de una visión del estado como
ámbito de competencia entre las elites, que no toma en cuenta la función opresiva de
este organismo al servicio todos los dominadores. Al ignorar este contenido de clase,
tampoco registra de qué forma la acción coercitiva de esta institución para beneficiar a
los capitalistas, determina el estallido de las revoluciones sociales.
12
Skocpol, Theda. «Bringing the state back», en Evans, Peter. Bringing the state back, Cambridge Uni-
versity Press, Nueva york, 1985.
231
en la forma de explotación, pero sus equivalentes socialistas buscaron erradicar la opre-
sión social. En este plano esencial 1789 difiere de 1917.
Los proyectos anticapitalistas exigen niveles más elevados de conciencia política
y tienden a desenvolverse en un radio más vasto de acción geográfica. Mientras que las
revoluciones burguesas tuvieron primacía nacional, sus pares socialistas presentan un
alcance histórico mundial. En el primer caso se amoldaron a la formación de estados en
países controlados por clases capitalistas y en la segunda variante han tendido a favore-
cer los intereses internacionales convergentes de todos los explotados13.
Los estructuralistas objetan esta diferenciación entre revoluciones burguesas y
socialistas, afirmando que no esclarece la especificidad de estos acontecimientos. Re-
chazan esa clasificación y propugnan el uso de otras categorías analíticas14.
Pero al omitir esta distinción diluyen los propósitos históricos básicos de cada
alzamiento. Ignoran que las revoluciones burguesas apuntaron a erigir el capitalismo y
que sus contrapartes socialistas aspiraron a erradicar este sistema. Más allá del resultado
de ambos procesos, esta diferencia constituye un punto de partida esencial para com-
prender las metas, los programas y los sujetos sociales que participan en cada revolu-
ción.
Algunos autores resaltan otras clasificaciones de la revolución para distinguir las
formas de la acción colectiva, los contextos económicos de largo plazo, los patrones de
acumulación o los marcos institucionales singulares15.
Pero las precisiones que aportan estos elementos dependen de su incorporación a
una diferenciación básica entre revoluciones burguesas y socialistas. Se puede recurrir a
muchos criterios complementarios para ilustrar situaciones, comparar acontecimientos y
explicar peculiaridades. Pero estos parámetros no aclaran cuáles son las fuerzas sociales
que impulsan cada revolución, ni indican qué tipo de regímenes surgen de esas conmo-
ciones.
Esta carencia tampoco se supera con estudios detallados de las frecuencias o
modalidades que asumieron las revoluciones. La exposición minuciosa de estos hechos
acrecienta el conocimiento de los acontecimientos, pero no resuelve los dilemas concep-
tuales. Distinguir las revoluciones burguesas de las socialistas es la base de esta indaga-
ción. Ambos conceptos definen si la acumulación capitalista o la igualdad social real
serán las metas de un alzamiento y si los dominadores o dominados serán los sujetos
protagónicos de estos procesos.
El enfoque estructuralista tiende, por otra parte, a observar a las revoluciones
como acontecimientos del pasado. Divide a la historia en un período de convulsiones
clásicas (tres siglos) y otra fase contemporánea de levantamientos más inciertos. Como
las explicaciones que aplica a la primera etapa no son proyectadas a la segunda, la con-
sistencia general de toda la explicación queda muy resentida. Una interpretación de las
revoluciones que congela la historia en dos bloques separados presenta evidentes lagu-
nas16.
Esa visión considera, además, que la revolución ha perdido actualidad como re-
sultado de la autonomía creciente del estado frente a las convulsiones sociales. Remarca
la capacidad de este organismo para amortiguar esos conflictos y estima que las elites
13
Estas diferencias establece: Davidson, Neil. «How revolutionary were the bourgeois revolutions?»,
Historical Materialism, volumen 13, Issue 3, 2005 (parte 1); volumen 13, Issue 4, 2005 (parte 2).
14
Skocpol, Theda. «La explicación de las revoluciones sociales: otras teorías»…
15
Ansaldi, Waldo. «Quedarse afuera, ladrando como perros a los muros», Anuario, Facultad de Humani-
dades, UNR, Rosario, 2006.
16
Esta crítica desarrolla: Burawoy, Michael. Dos métodos en pos de la ciencia: Skocpol versus Trotsky,
Prometeo, Buenos Aires, 2003.
232
contemporáneas han atenuado el peligro revolucionario, al acotar sus rivalidades milita-
res. Pero olvida que esa eventual convivencia no elimina la causa perdurable de la revo-
lución, que es la insatisfacción popular con el orden vigente.
Los marxistas analizan todas las revoluciones con la vista puesta en el futuro.
Por esta razón prestan tanta atención a los éxitos, como a los fracasos, derrotas u opor-
tunidades perdidas. El propósito es discutir siempre caminos hacia la emancipación so-
cial17.
En cambio el enfoque estructuralista sólo contrasta las grandes revoluciones exi-
tosas y fallidas, en función de su impacto sobre el desarrollo de las elites. Con esta in-
tención compara las victorias (Francia 1789, Rusia 1917, China 1949), con los fracasos
(Inglaterra, Japón, Alemania entre los siglos XVII y XIX). Realza, además, este contraste
considerando un espectro fijo de causas y condicionamientos objetivos, sin notar cómo
las revoluciones modifican estos contextos. Al identificar a las revoluciones con la des-
conexión funcional de un sistema sustrae a estos acontecimientos de la historia real.
Pero las debilidades del enfoque estructuralista también provienen de una postu-
ra metodológica, que sitúa al analista de la revolución como un observador imparcial y
no comprometido con los sucesos que investiga. Desde ese sitial no se puede detectar lo
que buscan, quieren o demandan los artífices populares de una gran convulsión social.
El historiador siempre está involucrado con las implicancias políticas de los procesos
que analiza y conviene plenamente asumir esas consecuencias.
EL EJEMPLO LATINOAMERICANO
Las revoluciones burguesas y socialistas corresponden a épocas distintas y pre-
sentan peculiaridades regionales muy marcadas en el caso latinoamericano. El primer
tipo de eclosiones surgió en esta región junto al movimiento independentista. Fue im-
pulsada por una lucha contra el enemigo monárquico externo y no por batallas internas
contra la nobleza. Este proceso comenzó con las guerras que doblegaron al colonialismo
francés (1790-1824), español (1809-1824) y portugués (1817-1822) y continúo durante
un siglo de enfrentamientos entre sectores conservadores y liberales. Esta segunda pug-
na concluyó a principio del siglo XX con la revolución mexicana.
La revolución burguesa no logró consumar —al cabo de esa prolongada etapa—
las transformaciones políticas y sociales que caracterizaron a los procesos clásicos de
Francia o Estados Unidos. El éxito temprano de la independencia permitió a Latinoamé-
rica liberarse de la opresión colonial, cuando el resto de periferia recién comenzaba a
soportar esa sujeción. Pero esta conquista no alcanzó para impedir el sometimiento eco-
nómico de la región a las grandes potencias.
Esta dependencia se afianzó con la generalización de los enclaves exportadores,
que manejaron los terratenientes criollos en asociación con el capital extranjero. Con la
consolidación de las haciendas, el despilfarro de las riquezas naturales, la sujeción fi-
nanciera y la importación de manufacturas quedó sofocada la acumulación endógena, la
industrialización y el desarrollo de los mercados internos. Estos bloqueos frustraron la
concreción de las principales metas de la revolución burguesa.
Las guerras civiles post-coloniales reforzaron la configuración clasista oligár-
quica de toda la región. Especialmente el triunfo de las elites aristocráticas frente a los
grupos liberales acentuó el poder de los terratenientes librecambistas hostiles al protec-
cionismo industrial. La revolución burguesa quedó a mitad de camino a partir de ese
17
Este enfoque postula: Arcary, Válerio. As equinas peligrosas da História. Situacoes revolucionárias em
perspectiva marxista, Xama Editora, 2004, Sao Paulo.
233
desenlace. Los sectores que promovían la distribución de las tierras, el uso productivo
de la renta minera y el desarrollo manufacturero perdieron la partida. También fueron
aplastados los movimientos localistas (Artigas, Gaspar Francia) opuestos a las sub-
metrópolis regionales y las vertientes jacobinas (Moreno, Monteagudo, Sucre), que apa-
recieron en numerosas localidades.
Este ahogo obedeció en gran medida al pánico que exhibieron las elites criollas
frente a la irrupción popular. Fue un temor muy visible desde el estallido de las prime-
ras sublevaciones indígenas con demandas sociales (Tupac Amaru) y las grandes levan-
tamientos autónomos de los oprimidos (como la insurrección de los esclavos en Haití).
El conservatismo de las elites se acrecentó en proporción a estas experiencias plebeyas
radicales18.
La revolución burguesa desembocó durante el siglo XIX en dos procesos contra-
dictorios de independencia nacional y atropello a los indígenas, negros y pobres. Junto a
la revolución política se desenvolvió una contrarrevolución social, que colocó a las ma-
sas populares en una doble situación de protagonistas y víctimas de la lucha anticolo-
nial.
Los esbozos de expansión capitalista competitiva y pujante quedaron obstruidos
primero por la preeminencia oligárquica y posteriormente por la recolonización imperia-
lista de Estados Unidos en Centroamérica y Gran Bretaña en el Cono Sur. Desde la se-
gunda mitad del siglo XIX se consumó un importante avance de la apropiación foránea
de los recursos naturales, que recortó drásticamente los márgenes de la independencia
política.
La reocupación de territorios (Puerto Rico, Nicaragua, Haití, Panamá), captura
de aduanas (Santo Domingo), manejo del petróleo (México), dominio de las minas (Pe-
rú, Bolivia, Chile), control de los ferrocarriles (Argentina, Uruguay) y subordinación
financiera (Brasil) introdujeron nuevos impedimentos al desarrollo autónomo de Améri-
ca Latina. Esta sujeción externa no anuló la independencia formal de la zona, pero redu-
jo significativamente su alcance real.
El período de la revolución burguesa quedó cerrado a principio del siglo XX, sin
haber logrado gestar el ruralismo competitivo y la industrialización intensiva, que hu-
bieran permitido un desarrollo acelerado y semejante al observado en Estados Unidos.
Este curso no impidió, ni disuadió el avance del capitalismo, pero condujo a un desen-
volvimiento desde arriba, basado en latifundios improductivos, crecimiento extensivo y
escaso poder adquisitivo del grueso de la población. Por es vía se afianzó el encasilla-
miento de América Latina dentro del gran pelotón internacional de zonas periféricas.
Los pobres resultados de la revolución burguesa en América Latina explican esa
inserción y la traumática modalidad que asumieron todas las crisis posteriores. Si el
concepto de revolución burguesa es ignorado resulta muy difícil comprender este curso
que ha seguido la región.
18
Mires describe los principales episodios populares que condujeron a esta actitud de las elites: Mires,
Fernando. La rebelión permanente: las revoluciones sociales en América Latina, Siglo XXI, México, 1988
(capítulos 1 y 2).
234
tes, los aristócratas y los monarcas, a fin de asegurar la estabilidad de la acumulación.
La revolución burguesa perdió aplicación contemporánea19.
Esta obsolescencia implica que el establecimiento del capitalismo —a partir de
una ruptura radical con los regímenes precedentes— se transformó en un hecho del pa-
sado. Con el afianzamiento de ese modo de producción se acrecentó la hostilidad de la
burguesía hacia cualquier alteración abrupta del status quo. El temor al descontrol de las
luchas sociales se convirtió en la preocupación central de todos los dominadores.
Este fin de la era burguesa revolucionaria coincidió en América Latina con la
asociación de grupos industriales y terratenientes en la gestión de un nuevo modelo de
dominación. Este giro no fue sin embargo percibido por los autores que continuaron
postulando la vigencia de «revoluciones democrático-burguesas». Convocaron reitera-
damente a consumar este tipo de levantamientos, sin registrar el carácter inadecuado de
ese concepto para retratar a las revoluciones de la nueva centuria. Ignoraron el perfil ya
hegemónico de los sistemas capitalistas vigentes en la región y la oposición frontal de la
burguesía frente a cualquier levantamiento social.
Tanto la revolución mexicana (1910) como la boliviana (1952) se ubicaron fuera
de la órbita burguesa. Las demandas sociales de los campesinos (México) o los obreros
(Bolivia) y las banderas anti-oligárquicas y antiimperialistas planteadas en esos levan-
tamientos estuvieron completamente alejadas del ciclo burgués20.
La vieja revolución de las luces perdió sentido como peldaño del desarrollo capi-
talista y las clases dominantes optaron por distintas variantes de modernización basadas
en la regimentación o el atropello de las demandas populares. Aprovecharon el reflujo o
agotamiento de cualquier irrupción social para relanzar la acumulación y buscaron
arremeter contra las masas, antes de inaugurar una etapa de inversión y crecimiento.
La primera variante se observó durante los distintos ensayos de desarrollistas de
postguerra y la segunda opción ha primado bajo el neoliberalismo. Es muy significativo
lo ocurrido con Pinochet, ya que Chile ha sido el país latinoamericano que registró ma-
yores transformaciones capitalistas en el último cuarto de siglo. En este caso el relan-
zamiento de la acumulación estuvo nítidamente asociado con una embestida reacciona-
ria. Todas las variantes de desarrollo capitalista actual excluyen a la revolución burgue-
sa.
VARIEDAD DE REVOLUCIONES
El fin del primer ciclo histórico burgués no abrió una automática sucesión de
convulsiones socialistas. Ninguna revolución estalló en el siglo XX persiguiendo objeti-
vos inmediatos anticapitalistas.
Algunas sublevaciones apuntaron a eliminar la opresión colonial o imperialista y
otras confrontaron con dictadores, para obtener libertades públicas y derechos constitu-
cionales. Los levantamientos nacionales y políticos que empalmaron con exigencias
agrarias de los campesinos, planteos laborales de los obreros o demandas reivindicativas
de los oprimidos se transformaron en revoluciones sociales. En estos casos desbordaron
la batalla contra el opresor extranjero o el tirano local y desafiaron potencialmente la
propiedad de sectores capitalistas.
19
Una descripción de este agotamiento presenta: Hobsbawm, Eric. «La revolución», Comunicación al
XIV Congreso de Ciencias Históricas (traducido como Documento de Trabajo número 58, Carrera de
Sociología de la UBA, Buenos Aires 1995.
20
Kinght se equivoca al situarlas en ese campo: Knight, Alan. «Social Revolution: a Latin American
Perspective», Bulletin Latin American Research, volume 11, número 2, 1990.
235
Los propósitos de todas las revoluciones contemporáneas han sido nacionales,
políticos, democráticos, agrarios y sociales y en la batalla por imponer esas metas apa-
reció la posibilidad de un tránsito al socialismo. Cuando este avance quedó obturado se
reinició la acumulación capitalista.
Todos los levantamientos en América Latina desde el comienzo de la centuria
pasada irrumpieron desde abajo, con objetivos y demandas muy diversos. En su desa-
rrollo tendieron a desembocar en cursos capitalistas o socialistas, en función del conge-
lamiento o radicalización de esos planteos. En México y Bolivia predominó el primer
camino y en Cuba el segundo.
En 1910-11 los campesinos mexicanos derrotaron a los latifundistas, pero no lo-
graron imponer sus exigencias. En los años 30 reiniciaron la lucha con grandes victorias
en el campo (y también en las ciudades), pero posteriormente sufrieron las consecuen-
cias de una reversión conservadora. También en Bolivia se pasó de una gran victoria
(1952) a un terrible desengaño, cuando los nuevos gobernantes arremetieron contra las
conquistas populares.
En Cuba prevaleció un curso opuesto y se iniciaron transformaciones anticapita-
listas. Este rumbo apuntó a superar el atraso periférico, a través de una construcción
pos-capitalista. Indicó que estas metas pueden ser encaradas en naciones económica-
mente subdesarrolladas, políticamente dependientes y militarmente custodiadas por el
imperialismo norteamericano.
El dilema de optar por uno u otro curso se ha verificado no sólo en las grandes
revoluciones exitosas (México, Bolivia, Cuba, y Nicaragua), sino también en los nume-
rosos levantamientos derrotados, abortados o zanjados con empates y compromisos in-
termedios. Algunas insurrecciones populares fueron sofocadas en forma sangrienta (El
Salvador en 1932, Guatemala en 1982-83) y otros alzamientos quedaron frustrados por
la adversidad de las condiciones externas (Granada en los 80). Ciertas revoluciones fre-
naron al enemigo sin alcanzar la victoria (El Salvador en 1980-90) y otras incluyeron
desenlaces cambiantes al cabo de prolongados períodos. En estos resultados siempre
influyó la gravitación de estrategias políticas conservadoras o radicales, que alentaron
rumbos de renovación capitalista o transformación socialista.
Esta variedad de resultados indica que las revoluciones contemporáneas presen-
tan un perfil intermedio. Ya no son burguesas y tampoco se caracterizan por un debut
socialista. El cariz nítidamente anticapitalista no se ha verificado en América Latina, ni
ha sido visible en ninguna otra parte del planeta. Revoluciones socialista transparente-
mente puras no hubo en el pasado y es poco probable que se verifiquen en el futuro. El
molde democrático, social, político, agrario y nacional constituye una marca dominante
que tiende a persistir. La gran incógnita radica en su devenir, como desarrollos socialis-
tas o cursos de reconstitución del capitalismo.
236
desenlace final de cada convulsión, sino también de las relaciones internas entre las cla-
ses y del lugar que ocupa cada país en el mercado mundial.
En todos los casos se ha confirmado que la ausencia de resultados socialistas no
implica parálisis económica, puesto que ese inmovilismo es incompatible con la diná-
mica competitiva de la acumulación. Lo que está en juego en cada revolución no es el
crecimiento o la regresión económica posterior, sino quiénes serán los beneficiaros de
uno u otro resultado. La permanencia del capitalismo asegura que estas ventajas serán
acaparadas por viejos o nuevos acaudalados. Un sistema basado en la explotación siem-
pre augura sufrimientos para los trabajadores y los oprimidos.
La segunda oleada popular que cerró la centuria pasada fueron los alzamientos
que sacudieron a la URSS y Europa Oriental entre 1989 y 1991. También estas subleva-
ciones demostraron variedad de resultados pero en otro plano, ya que concluyeron en
victorias democráticas y derrotas sociales. Las libertades constitucionales y los derechos
políticos obtenidos por la población fueron acompañados por la apropiación privada de
las grandes empresas.
Al frustrarse la renovación socialista, los viejos burócratas totalitarios se convir-
tieron en capitalistas y los nuevos sistemas políticos quedaron en manos de esos plutó-
cratas. Se demostró que los objetivos políticos y el contenido social de las grandes
irrupciones no transitan necesariamente por el mismo carril y pueden incluso recorrer
senderos manifiestamente opuestos.
En el debut del siglo XXI América Latina se ha convertido en el nuevo foco de
rebeliones contra el neoliberalismo y el imperialismo. Ya se verifican importantes de-
rrotas políticas de la derecha que coexisten con demandas sociales y metas populares
pendientes. La conversión de estos levantamientos en revoluciones y su desarrollo en un
sentido socialista constituyen posibilidades abiertas, que pueden analizarse estudiando
varias alternativas. Esbozaremos algunas líneas de este problema en el próximo artículo.
Diciembre de 2007
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238
― CAPÍTULO 13 ―
HIPÓTESIS REVOLUCIONARIAS
La construcción de una sociedad igualitaria en requiere desplazar a las clases
dominantes del poder y consumar una reversión integral del orden vigente. Pero esta
acción constituirá sólo el punto culminante de un complejo proceso preparatorio. El
análisis de esta anticipación exige discutir varios problemas de la revolución social.
LA NUEVA ETAPA
Los caminos socialistas para capturar el control del estado durante el siglo XX
incluyeron insurrecciones, guerras y huelgas generales. Se plasmaron mediante la con-
quista de territorios o la irrupción de consejos obreros. Estas experiencias condujeron a
los militantes revolucionarios a considerar dos grandes cursos estratégicos: el modelo
insurreccional que inspiraron los soviets (1917) y el esquema de la guerra popular pro-
longada, instrumentado exitosamente en China (1949) y Vietnam (1975)1.
La primera opción inspiró en América Latina el surgimiento de las principales
corrientes de izquierda. El espectro soviético sobrevoló muchos alzamientos de la re-
gión desde la revolución mexicana, que se asemejó a su equivalente rusa en la gravita-
ción de los campesinos, el desmoronamiento del ejército y el poder de las milicias. Pero
la clase obrera jugó en este caso un papel menor y no aparecieron organizaciones socia-
listas capaces de introducir un rumbo anticapitalista.
El modelo soviético de liderazgo del proletariado y dualidad de poderes estuvo
también presente en el triunfo de las milicias mineras frente al ejército, durante la revo-
lución boliviana de 1952. Este esquema influyó, además, sobre numerosos levantamien-
tos que no triunfaron (como El Salvador en 1932). Pero a diferencia de lo ocurrido en
Europa, los alzamientos latinoamericanos no estuvieron articulados por el efecto común
de una guerra imperialista y presentaron un nivel inferior de asociación intra-regional.
La victoria de la revolución cubana inauguró en los años 60 otro camino que
combinó revueltas rurales con insurrecciones urbanas. Este sendero fue reiterado tam-
bién con éxito en Nicaragua. Pero la modalidad guerrillera enfrentó numerosas adversi-
dades y derrotas en distintos países. No logró vencer en El Salvador durante los años 80,
ni romper el empate histórico que predomina desde hace varias décadas en Colombia. El
reinicio de la acción militar que afloró en Chiapas a mitad de los 90 se desplazó rápida-
mente hacia la arena política.
A partir del colapso de la Unión Soviética y la caída del Sandinismo, el contexto
para desenvolver la revolución cambió significativamente en toda la región. Ambos
procesos provocaron inicialmente un congelamiento de cualquier reflexión sobre el te-
ma. Se abandonó el viejo contrapunto entre insurrección y guerra popular y la propia
idea de la revolución fue explícitamente desechada o implícitamente ignorada.
Las rebeliones populares, la crisis del neoliberalismo y la pérdida de iniciativa
del imperialismo norteamericano modificaron este adverso panorama en la última déca-
da. Pero el nuevo contexto está signado por la generalizada sustitución de las viejas dic-
taduras por regímenes constitucionales. Este marco reduce significativamente la viabili-
dad inmediata del modelo soviético o del esquema cubano para acceder al poder. Mien-
tras que estos cursos se implementaron en batallas contra monarquías y dictaduras de
1
Una revisión de estos debates presenta: Sabado, Francois. «Strategie revolutionaire. Quelques elements
cles», Critique Communiste, número 179, marzo de 2006.
239
larga data, no existe ningún precedente de victorias equivalentes frente a regímenes
asentados en elecciones periódicas o en décadas de funcionamiento parlamentario.
Los sistemas post-dictatoriales cuentan con un gran arsenal de mecanismos para
neutralizar o disolver las protestas populares. Recurren a la cooptación, a la adaptación
parlamentaria o la domesticación institucional. Utilizan el recambio de autoridades para
atenuar las tensiones políticas y se apoyan en la falsa identificación de los dispositivos
republicanos con la soberanía popular.
Ajustar la política de la izquierda a este contexto es un complejo desafío, ya que
si bien la revolución es un paso insustituible para erradicar el capitalismo, su prepara-
ción ha variado sustancialmente. Los tiempos, las formas y el tipo de organizaciones
exigidos para dirimir esa confrontación son mucho más sinuosos, que los requeridos
para transitar el camino insurreccional o guerrillero.
CONTROVERSIAS ELECTORALES
Frecuentemente se presenta a la revolución como una acción contrapuesta a las
elecciones, olvidando los múltiples vínculos que han enlazado históricamente a ambos
acontecimientos. Particularmente el constitucionalismo magnifica esta oposición, des-
conociendo que los comicios, los partidos y los parlamentos surgieron de revoluciones
burguesas contra las monarquías. Estas sublevaciones continuaron durante una centuria
de levantamientos democráticos contra dictaduras y no se agotaron con el fin de las tira-
nías. La reciente oleada de levantamientos sudamericanos demostró que ningún meca-
nismo electoral anula la protesta popular. La revolución sólo perderá sentido cuando
desaparezca la opresión social.
El republicanismo rechaza esta conclusión en el nuevo escenario regulado de las
elecciones periódicas. Desenvolver una batalla ideológica contra esta mistificación es
una prioridad de la política socialista. Pero esta lucha tendrá pocos resultados si no se
reconocen los inconvenientes creados por el marco pos-dictatorial. Estos problemas son
particularmente espinosos para las organizaciones forjadas durante luchas clandestinas
de varias décadas contra las tiranías militares.
En las nuevas condiciones políticas la arena electoral es un campo central de
confrontación contra las clases dominantes. Existe un inédito cuadro de libertades pú-
blicas y la mayoría de la población visualiza a ese terreno, como un área propicia para
lograr transformaciones progresistas. Esta percepción se refleja en los triunfos electora-
les de corrientes radicales y en la expansión de las Asambleas Constituyentes.
Algunos teóricos censuran desde la izquierda la participación en los comicios,
interpretando que esta presencia genera corrupción, adaptación al orden vigente y diso-
lución de la identidad contestataria. Estiman que trabajar dentro de las instituciones del
sistema es incompatible con apostar a su derrocamiento2.
Pero esta posición induce a una falsa antinomia. Si se interviene adecuadamente,
el terreno electoral puede abonar la acción revolucionaria en vez de ahogarla. La suce-
sión de victorias contra la derecha en Venezuela, Bolivia o Ecuador ilustran la función
positiva de esta participación.
Es importante registrar este hecho sin deducir una receta de concurrencia perma-
nente a cualquier acto electoral. En muchas circunstancias el boicot o el voto en blanco
son legítimos y convenientes. Estas definiciones tácticas dependen de numerosas cir-
2
Estas tesis son discutidas en: Petras, James y Veltmeyer, Henry. Movimientos sociales y poder estatal,
Lumen, México, 2005 (capítulo 4).
240
cunstancias y deben adoptarse sin santificar a los comicios, ni repudiarlos con argumen-
tos incomprensibles para la población.
La participación con propósitos revolucionarios en las elecciones tampoco debe
limitarse a un ritual propagandístico. Es completamente inútil concurrir a los comicios
en forma deportiva, para dejar flotando un mensaje de principios que nadie escucha y
jamás se traduce en votos. Hay muchas variantes de compromisos para superar esa irre-
levancia y facilitar al mismo tiempo, progresos verificables en el nivel de conciencia y
organización de los oprimidos.
Lo importante es proyectar al terreno electoral una presencia habitualmente su-
perior de la izquierda en la lucha social. Hay dos peligros permanentes en esta acción: el
riesgo de la marginalidad (si se ignora la institucionalidad burguesa) y la adaptación al
constitucionalismo (si incorpora la rutina que imponen sus normas).
Este sistema de dominación burguesa expurga y coopta. Por un lado bloquea la
acción de los rebeldes, desalienta la movilización y neutraliza muchas demandas popu-
lares. Por otra parte, difunde prebendas y agota a los contestatarios en improductivas
actividades parlamentarias.
Para avanzar en una estrategia revolucionaria hay que superar los obstáculos que
genera este terreno minado por el constitucionalismo. La clave radica en intervenir en el
parlamento, mientras se desenvuelve el poder popular extra-institucional en que se sos-
tendría el giro anticapitalista. La construcción de organismos de acción autónoma, co-
nectados con procesos electorales es el eje de esta política revolucionaria.
EL PROBLEMA DE LA VIOLENCIA
La revolución es usualmente identificada con la violencia. Esta asimilación olvi-
da que el uso de la fuerza no es una peculiaridad de las acciones populares, sino un ras-
go estructural de la dominación capitalista. Esta opresión se asienta en la coerción eco-
nómico-social que ejercen las clases dominantes, especialmente a través del poder del
estado. Al igualar la violencia con la insubordinación popular se invierte esta realidad.
Los responsables de la represión cotidiana son exculpados y las víctimas quedan conde-
nadas. Con este criterio se oculta, además, que la conservación del status quo tiene cos-
tos humanos muy superiores a los intentos de revertir el orden opresivo.
En América Latina la violencia de los dominadores ya no se ejerce a través de
dictaduras sanguinarias, sino por medio del constitucionalismo. Las reglas de este sis-
tema limitan el uso de la fuerza, pero no reducen la agresión social que sufren los opri-
midos. En varios países persisten formas de terrorismo estatal (Colombia) y represión
permanentes (Perú, México). Nuevas modalidades de coerción cotidiana se ha expandi-
do brutalmente junto a la pobreza en varias zonas (Centroamérica, Brasil)3.
La presencia de la violencia en un proceso revolucionario es un resultado de la
gravitación que tienen los mecanismos represivos bajo el régimen actual. El único pro-
yecto real de eliminación paulatina de estos dispositivos es el socialismo, en la medida
que este proyecto apunta a disolver los antagonismos de clase que alimentan el uso de la
fuerza.
3
En México los desaparecidos se cuentan por decenas, mientras el gobierno avanza en la instrumentación
de un plan de militarización acordado con el Pentágono. Desde el ascenso de Uribe a la presidencia en el
2002 se han agregado en Colombia un millón de desplazados a los dos millones ya existentes. En Cen-
troamérica la protesta social es abiertamente criminalizada y en Guatemala el número de asesinatos anua-
les es pavoroso. Alan García enfrenta en Perú la lucha social con el uso de tropas, mientras negocia con el
Departamento de Estado la instalación de una base militar.
241
La caracterización que planteó Marx de la violencia como «partera de la histo-
ria» no ha perdido vigencia. Mientras subsista la opresión de clase permanecerá blo-
queada la gestión no violenta de las tensiones sociales. Los capitalistas no resignarán
pacíficamente sus privilegios, ni mantendrán la primacía del consenso sobre la coerción
cuando perciban una amenaza real a su dominación.
Tal como ocurrió con todas las revoluciones del pasado el desenlace socialista
incluirá el uso popular y mayoritario de la fuerza. Esta norma histórica persistirá porque
el capitalismo ha potenciado hasta una escala inédita el ejercicio corriente de la violen-
cia. Basta observar el número de muertos que han ocasionado las guerras contemporá-
neas para dimensionar la magnitud de esta barbarie.
Más de una centuria de experiencias políticas confirma la inviabilidad del «ca-
mino parlamentario al socialismo». Cuando este curso se intentó en situaciones críticas,
los resultados fueron trágicas victorias de la derecha. Cualquier ingenuidad o inocencia
en este terreno tiene efectos funestos.
A la luz de estos procesos es importante recordar, que la primacía de la arena
parlamentaria frente a la acción directa constituye sólo una opción de la estrategia socia-
lista. No implica abandonar la estrategia de poder. Las comentadas observaciones del
último Engels a favor de la acción electoral frente a la lucha de barricadas se ubican en
este plano coyuntural. Fueron referencias adaptadas a la situación alemana de la época,
sin ninguna implicancia general. Cualquier socialista consecuente sabe que la erradica-
ción del capitalismo requiere desenlaces revolucionarios.
La ilusión de transformar a este sistema evitando el uso de la fuerza ha reapare-
cido últimamente, entre pensadores que convocan a retomar el tipo de resistencia pacífi-
ca que inauguró Gandhi4. La reactivación de estas propuestas se consuma en un contex-
to de horripilantes enfrentamientos étnicos y terribles derramamientos de sangre en
Ruanda, los Balcanes y Medio Oriente.
Pero ese tipo de acciones pacifistas constituyen tan sólo una forma de lucha con-
tra el enemigo. Al igual que las huelgas de hambre son recursos que permiten éxitos
populares en ciertas condiciones políticas. Pero su insuficiencia salta a la vista para con-
frontar con el Pentágono y sus marines.
La experiencia histórica también indica que la violencia fue siempre un producto
de medidas reaccionarias y no de sublevaciones populares. En la gesta soviética de 1917
prácticamente no se registraron bajas, pero durante la guerra civil posterior el país que-
dó devastado. El debut de la revolución no ocasionó bajas, ya que el ejército estaba di-
suelto en los soviets de soldados. Este desarrollo ilustró cómo el sostén masivo de una
revolución disminuye radicalmente las pérdidas humanas que entraña ese proceso.
LEGITIMIDAD Y OPORTUNIDAD
El fin de las dictaduras ha modificado el lugar de la violencia en la estrategia so-
cialista latinoamericana. La legitimidad de este recurso ya no deriva de la brutalidad
ejercida por las tiranías, sino que emerge de la propia dinámica que asumen las luchas
sociales. El uso popular de la fuerza se ha tornado, además, más problemático por el
temor que legó el despotismo militar. Mientras que la revolución comienza a recuperar
aceptación —junto al proyecto de gestar otro mundo alternativo a la opresión neolibe-
ral— el papel de la violencia en esta trasformación suscita fuertes controversias.
4
Estas tesis son postuladas por: Balibar, Etienne. «Identité conflictuelles et violences identitaires», Con-
tretemps, número 7, mayo de 2003, París.
242
En este contexto la estrategia socialista debe confrontar no sólo con la ingenui-
dad pacifista, sino también con la tradición de putchismo aventurero, que Marx situaba
en el blanquismo, Lenin en el bakuninismo y la izquierda latinoamericana en el foquis-
mo. Esta herencia incluye una larga historia de errores que deben ser reconocidos sin
ninguna vacilación. En la oleada guerrillera que inspiró la revolución cubana se registra-
ron numerosos casos de acciones armadas inoportunas e inadecuadas. Una generación
de heroicos militantes cometió estos desaciertos, al confundir la verificable radicaliza-
ción política de la juventud con la disposición revolucionaria aún inmadura de la mayo-
ría popular.
El balance crítico de estas experiencias no ensombrece la reivindicación de sus
propósitos, ni la extraordinaria herencia revolucionaria, que por ejemplo dejó la acción
continental del Che. Pero lo ocurrido debe permitir comprender que el uso de la violen-
cia debe asentarse —en cada circunstancia— en las experiencias de lucha que desen-
vuelven las masas. De lo contrario, no sólo se multiplica el peligro de aislamiento y
exterminio a manos de la reacción, sino también la posibilidad de una degeneración
hacia el puro terror.
Las formas aberrantes que alcanzó la guerrilla de Sendero Luminoso en Perú du-
rante los años 80 constituyen un ejemplo regional de esa degradación, que alcanzó un
pico internacional de oprobio con los Khmer Rojos de Camboya. Estos episodios deben
recordarse como advertencia de los peligros que afronta toda revolución.
Este proceso incluye violencia y se debe afrontar esta triste realidad sin ningún
titubeo. Pero resulta necesario registrar los terribles peligros que entraña esa necesidad.
Sólo el carácter mayoritario, oportuno y preparado de su instrumentación reduce estas
amenazas.
La violencia tiene legitimidad cuando emerge de las experiencias populares ha-
bitualmente gestadas frente a invasiones externas, represiones o provocaciones fascistas.
Esta instrumentación se encuentra asociada con la conformación de embriones del poder
popular. La violencia constituye un aspecto subordinado, indeseado y acotado —aunque
inevitable— de la estrategia política socialista.
UNIDAD Y OPCIONES
Ningún proyecto socialista puede prosperar sin lograr la unión de las mayorías
explotadas contra la minoría de explotadores. Este objetivo no es sencillo desde el mo-
mento que los opresores dominan creando divisiones entre las masas. Estas fracturas
son por ejemplo propiciadas en la actualidad por la derecha venezolana, que irrita a la
clase media contra los trabajadores. La misma tensión incentiva la oligarquía boliviana,
al potenciar disputas regionales que pueden desembocar en la desintegración del país.
Los conservadores tratan de enemistar en Ecuador a los indígenas con las clases popula-
res urbanas y en Argentina intentan romper el puente de entendimiento que forjó la re-
belión del 2001 entre la clase media y los desocupados organizados.
Sólo la lucha social conjunta permite contrarrestar estas fracturas y establecer el
vínculo unitario que los oprimidos necesitan para viabilizar un proyecto anticapitalista.
El logro de esta unidad entre obreros y campesinos constituía el pilar de la política pro-
movida por Lenin y Gramsci y el sustento del frente único contra el fascismo que propi-
ciaba Trotsky.
El principal obstáculo que enfrenta esta convergencia popular es la búsqueda de
consensos con las clases dominantes. Para acordar con los capitalistas industriales con-
tra sus rivales agrarios y financieros o con los empresarios nacionales contra sus compe-
tidores extranjeros se abandonan las reivindicaciones sociales que unen a las masas. Los
243
socialdemócratas y partidarios de la estrategia por etapas suelen provocar esta fractura,
cuando rechazan la movilización social en pos de alianzas con la denominada burguesía
progresista.
Todas las revoluciones que triunfaron en el pasado lograron revertir las divisio-
nes entre los oprimidos. Este ensamble no fue incompatible en Cuba y Nicaragua con
distinto tipo de compromisos parciales con los capitalistas. Pero estos acuerdos nunca
anularon la lucha consecuente que condujo a la victoria.
La ausencia de unidad permite a los capitalistas reconstruir una y otra vez los
mecanismos de dominación, al cabo de grandes crisis económicas o catástrofes sociales.
Pero no es sencillo superar las divisiones, aplicando al mismo tiempo una política anti-
capitalista.
Esta estrategia exige considerar varias hipótesis y actuar con flexibilidad. Impli-
ca recurrir a una amplia variedad de tácticas en el estricto sentido de estas acciones, es
decir como operaciones parciales destinadas al logro del objetivo socialista. Esto pasos
se encuentran sujetos a fuertes modificaciones, que invalidan en ciertas circunstancias lo
que se implementó acertadamente en otras situaciones. El sentido de estas acciones es
desenvolver procesos revolucionarios, reforzando las conquistas democráticas, impo-
niendo reformas sociales y desarrollando la conciencia y la organización de los oprimi-
dos.
Para describir esta política ha sido muy común el uso de términos y categorías
originalmente concebidos para la acción militar. La estrategia para ganar la guerra fue
transformada en el arte de llegar al poder y la táctica para doblegar al enemigo fue tra-
ducida en compromisos para alcanzar ese objetivo. La estrategia exigió considerar el
curso de la lucha de clases y la táctica requirió establecer diferencias entre enemigos
principales y secundarios.
Ambos conceptos fueron utilizados para evitar la inoperancia (un despliegue de
estrategia sin tácticas) y el oportunismo (acciones tácticas carentes de guía estratégica).
Pero el parentesco del arte militar con la estrategia socialista es acotado. La revolución
exige un nivel de intervención colectiva y maduración de la conciencia popular, que
resulta incompatible con los patrones jerárquicos de obediencia5.
La revolución social ordena la estrategia anticapitalista y brinda un criterio de
evaluación de iniciativas válidas para avanzar hacia el socialismo en cada coyuntura. No
es el único componente de una estrategia anticapitalista, ni tampoco el más importante
en todas las circunstancias. Pero aporta una norma orientadora de esa lucha.
PROCESO REVOLUCIONARIO
En las nuevas condiciones políticas de América Latina la acción insurreccional o
guerrillera formaría parte de un proceso revolucionario, pero al cabo de una secuencia
previa de gestación del planteo anticapitalista. Estos anticipos implicarían protagonismo
de las masas, conquistas sociales, radicalización ideológica y construcción del poder
popular.
La revolución constituiría el momento definitorio de esa acumulación de expe-
riencias en un marco de intensas confrontaciones sociales, que generarían las condicio-
nes para esa batalla decisiva. La revolución es un acontecimiento necesario, pero no
único, ni excluyente de esta sucesión de hitos populares, que forjan la totalidad del pro-
ceso revolucionario. Cada batalla de esta secuencia contribuye al desenlace final.
5
Las analogías de estrategia militar y política fueron analizadas por: Dos Santos, Theotonio y Bambirra,
Vania. La estrategia y la táctica socialistas de Marx y Engels a Lenin, Era, México, 1980 (introducción).
244
La estrategia de proceso revolucionario es importante para Venezuela, donde
podrían gestarse condiciones para un curso socialista si prospera la maduración de los
conflictos de clase y se gestan organismos de poder popular. Lo mismo ocurre en Boli-
via, donde los tiempos de la revolución tienden a acortarse en forma dramática, obli-
gando a definir senderos de poder.
Pero una estrategia de actualización de la revolución no es una receta uniforme
para toda la región. Constituye una sugerencia de caminos para superar las insuficien-
cias de los modelos clásicos, mediante rumbos muy variados en cada marco nacional.
No es lo mismo instrumentarlo frente a gobiernos adscriptos al terrorismo de estado
(Colombia), que ante presidentes apegados al institucionalismo (Uruguay, Costa Rica).
Un marco para el desarrollo de procesos revolucionarios sería la emergencia de
gobiernos de izquierda, reformistas o nacionalistas radicales. En este caso la batalla an-
ticapitalista coexistiría con administraciones surgidas del voto popular y en conflicto
con las clases dominantes.
La presencia de gobiernos de este tipo constituye una eventualidad y no una eta-
pa inexorable de preparación del socialismo. Pero es una alternativa probable en el es-
cenario actual, ya que los mecanismos constitucionales tienden a potenciar la incidencia
de las urnas, en experiencias que anticipan el desenlace revolucionario.
Una estrategia socialista en estas situaciones debería confrontar con dos proble-
mas: traspasar los límites del constitucionalismo y evitar el retorno de la derecha. Esta
combinación exige consolidar reformas, mientras se avanza en la erosión de la domina-
ción capitalista, por medio de la acción directa y la conformación de un poder extra-
parlamentario.
6
Una descripción de estas controversias resume: Anderson, Perry. Las antinomias de Antonio Gramsci,
Fontamara, Barcelona, 1981.
245
pos y los alcances de ambos procesos, lo importante es reconocer su complementarie-
dad.
Las reformas y las revoluciones no transitan por universos separados, ni pertene-
cen a etapas históricas excluyentes. Ambos cursos se han verificado en distintos mo-
mentos del capitalismo. Hubo mejoras sociales a fin del siglo XIX y a mitad de la centu-
ria posterior y se concretaron grandes revoluciones durante la Comuna de París, la en-
tre-guerra, la posguerra y el fin del siglo XX. Las reformas y las revoluciones forman
parte del escenario capitalista desde la maduración de este sistema y perdurarán hasta su
extinción.
Marx describió cómo la conciencia revolucionaria madura en la batalla por re-
formas en sus polémicas con los anarquistas y Luxemburg retomó esta conexión. Expli-
có que ambos cursos no son opciones morales contrapuestas, sino métodos complemen-
tarios con pertinencia diferenciada en cada coyuntura7.
Esta caracterización mantiene plena vigencia. Aporta una alternativa a las falsas
expectativas socialdemócratas en la permeabilidad del capitalismo. Pero ofrece, además,
una respuesta superadora de las impugnaciones dogmáticas al logro de mejoras.
VARIANTES PROBLEMÁTICAS
La estrategia de preparar la revolución con reformas plantea un camino adecua-
do para el contexto actual y fue sugerida por algunos autores durante los años 80, para
los países avanzados. Estos modelos contemplaban la hipótesis de gobiernos de izquier-
da, que coexistirían con un proceso de radicalización dirimido en términos revoluciona-
rios8. La versión más reciente de esta propuesta se inclina por ideas más próximas a la
tesis reformista. Contempla tres posibilidades de salto socialista, aplicables a distintas
coyunturas y países. Un camino «rupturista» de cambios radicales a través de la toma
del poder, un sendero «intersticial» de difusión del cooperativismo y un curso «simbió-
tico» de mejoras sociales y democratización del estado9.
Aunque las tres alternativas son aceptadas para diversos contextos se postula la
conveniencia del rumbo simbiótico. Este rumbo evitaría el estatismo y la burocratiza-
ción observados en el primer curso y la escasa viabilidad que se percibe en la segunda
orientación. Este enfoque reconoce que los resultados socialdemócratas del tercer ca-
mino han sido poco favorables para la mayoría popular, pero estima que sus aciertos
han sido superiores a las opciones alternativas. Estos logros son ilustrados con ejemplos
democráticos (presupuesto participativo de Porto Alegre), sindicales (convenios de pro-
tección sanitaria en Alemania), de previsión social (controles sobre Fondos de Pensión
en algunas empresas de Canadá) y acción asociativa (atención de los ancianos por orga-
nizaciones comunales en Québec).
La elección de estos casos indica que el curso simbiótico es imaginado para los
países desarrollados y no para la periferia latinoamericana, que tiene pendiente la con-
creción de mejoras sociales más elementales. Pero lo que no se aclara en ningún mo-
mento es cómo se concretarían estos logros anticipatorios de la sociedad post-
capitalista. De hecho sólo se postula una política de regulación estatal frente al neolibe-
ralismo.
7
Un desarrollo de esta visión en las distintas etapas de la revolucionaria alemana presenta: Loureiro,
Isabel María. Rosa Luxemburg: os dilemas da acao revolucionária, Fundaçao Editoria da UNESP, 2004
8
Wright, Erik Olin. Clase, crisis y estado. Siglo XXI, Madrid, 1983 (capítulo 5).
9
Wright Erik, Olin. «Los puntos de la brújula», New Left Review, número 41, noviembre-diciembre de
2006.
246
Este enfoque olvida que cualquier conquista social afronta bajo el capitalismo un
ambiente hostil. Supone que existe un amplio espacio para concretar reformas, descono-
ciendo los límites que impone el régimen burgués a los logros populares. Estos obstácu-
los han sido muy visibles en la experiencia neoliberal de las últimas décadas no sólo en
la periferia, sino también en los propios centros del capitalismo. En todas las latitudes
han predominado los atropellos contra los trabajadores.
En realidad el grado de concesiones que puede otorgar el capitalismo —en cada
época— es un dato conocido a posteriori. Nadie imaginaba antes de 1950 la magnitud
de las mejoras que se verificarían con el estado de bienestar, pero tampoco se pensaba
que la reversión de estas reformas sería tan brutal con el neoliberalismo. Lo único que
puede anticiparse con certeza es el trágico efecto que tienen las crisis capitalistas y las
terribles reacciones que adoptan los opresores frente a amenazas significativas a su do-
minación.
Por ambas razones la revolución es el componente clave de una estrategia socia-
lista y requiere batallar sin ninguna especulación sobre el alcance de las mejoras facti-
bles. En cualquier camino «simbiótico» consecuente aparecería la necesidad de adoptar
un giro «rupturista» para imponer las aspiraciones de los oprimidos10.
COSTOS Y POSTURAS
Los defensores del rumbo «simbiótico» estiman que las dificultades contempo-
ráneas del proyecto socialista provienen de su «elevado costo de transición». Conside-
ran que los trabajadores podrían coincidir con esta propuesta, pero no están dispuestos a
solventar los sacrificios requeridos para concretarla11.
Pero este argumento presupone que los individuos dirimen racionalmente las al-
ternativas del futuro, conociendo todos sus beneficios e inconvenientes. Con este crite-
rio suelen razonar los teóricos neoclásicos de la economía, cuando presentan escenarios
de consumidores soberanos, inversores con plena información y agentes dotados de pre-
ferencias conocidas. Este universo imaginario es inútil para considerar las opciones po-
líticas que enfrentan los trabajadores como clase social explotada.
Bajo las presiones y los sufrimientos impuestos por el capitalismo las mayorías
populares actúan en función de sus experiencias políticas. No suelen concebir la mejor
alternativa, ni se guían por predilecciones abstractas. Las dificultades que por ejemplo
enfrenta en la actualidad el socialismo, obedecen al desplome de la URSS y a las derro-
tas propinadas por neoliberalismo. No son producto de una opción por el capitalismo
como alternativa sustituta de una meta superior («el segundo mejor»). El resurgimiento
del socialismo depende de la superación de estas frustraciones políticas y no de acerta-
das elecciones individuales.
La conquista de reformas que preparen la revolución exige abandonar la expec-
tativa en la capacidad del capitalismo para otorgar concesiones de todo tipo. Si este
amoldamiento fuera posible, no habría necesidad de luchar por el socialismo preparando
una revolución. La tesis «simbiótica» diluye esta exigencia y no permite desenvolver
una conciencia popular adecuada, para actuar frente a la repentina irrupción de ese
acontecimiento.
La preparación frente a este escenario exige también asimilar el componente
ofensivo de la estrategia socialista, que legó el leninismo. Este aspecto es importante
10
Esta caracterización desarrolla: Callinicos, Alex. «Egalitarism and anticapitalism. A reply», Historical
Materialism, número 11 (2), 2003.
11
Wright, Erik Olin y Brighouse Harry. «Reviews Equality», Callinicos, Alex, Historical Materialism,
volumen 10, issu 1, 2002.
247
para confrontar con el conservatismo socialdemócrata y para superar la historia de vaci-
laciones, que arrastra el intento de combinar la reforma con la revolución. La trayectoria
del austro-marxismo brinda un ejemplo de esos titubeos.
Esta corriente tuvo eminentes pensadores (Bruno Bauer,Victor Adler) y alcanzó
su plenitud a comienzos de los veinte con la administración socialista de varios munici-
pios (especialmente «Viena Roja»). Los austromarxistas defendieron la revolución bol-
chevique, rechazaron las capitulaciones de Bernstein y Kautsky, se opusieron a partici-
par en gobiernos de coalición con la burguesía y desenvolvieron concepciones teóricas
originales en numerosos terrenos12.
Pero postulaban una actitud meramente defensiva frente las conspiraciones reac-
cionarias y esta forma de actuar determinó su incapacidad para frenar el fascismo. Al
carecer de una estrategia política ofensiva para alcanzar el poder permitieron que los
derechistas tomaran la iniciativa. La revolución como desemboque de reformas conse-
cuentes es inviable, sin la cuota de decisión que permite actuar primero para debilitar al
enemigo. Sólo con esta postura se puede intervenir, cuando maduran las condiciones
para el momento de la revolución.
SENTIDOS Y SIGNIFICADOS
Una caracterización reciente destaca tres sentidos diferenciados de la revolución,
como principio genérico, desenlace de prolongados conflictos sociales y método de
conquista del poder13.
La primera acepción presenta escasas connotaciones políticas inmediatas y se
manifiesta a nivel subjetivo como un anhelo de liberación. Esta aspiración se ha verifi-
cado en todas las sociedades desde tiempos inmemoriales. La expresión objetiva de este
sentido genérico de la revolución son las contradicciones del capitalismo, que Marx
sintetizó cómo un choque entre fuerzas productivas pujantes y relaciones de producción
obsoletas14.
Estas caracterizaciones se refieren a la revolución en términos históricos, indi-
cando la posibilidad de su estallido en un momento de madurez del capitalismo. No
especifican las formas de ese acontecimiento, ni tampoco plantean sugerencias sobre la
política requerida para concretar esa acción.
La segunda acepción de la revolución propone una aproximación más concreta.
Presenta a este acontecimiento como un momento culminante de la confrontación entre
dos tendencias en pugna bajo el capitalismo: la primacía del beneficio patronal y las
necesidades sociales populares. Estas dos fuerzas se encuentran en permanente conflicto
y se expresan a través del choque que opone el curso de valorización (que propician los
capitalistas) con la dinámica de cooperación (que promueven los trabajadores).
En esta batalla la lógica cooperativa confronta con la lógica competitiva para
sentar las bases de una construcción socialista de mediano plazo. A través de su resis-
tencia social los oprimidos pueden ir generando un escenario con relaciones de fuerzas
favorables, que permitan legitimar su proyecto. Al cabo de una prolongada tensión so-
12
Los logros y desaciertos del austro-marxismo son expuestos por: Merhav, Perez. «Social democracia e
austromarxismo», en Historia do Marxismo, volumen 5, Paz e Terra 1986; Marramao, Giacomo. «Entre
bolchevismo e social-democracia: Otto Bauer e a cultura do austromarxismo», en Historia do Marxismo,
volumen 5, Paz e Terra 1986.
13
Esta distinción establecen: Bensaïd, Daniel, Crémiex, Duval Francois, Sabado, Francois. «Reagrupa-
miento. Carta de la LCR al SWP», elmundoalreves.org, 11/02/06.
14
Marx, Karl. Introducción general a la crítica de la economía política, Cuadernos de pasado y presente,
Buenos Aires, 1974.
248
cial tiende a irrumpir la revolución, que los dominados necesitan para triunfar sobre los
dominadores15.
Este esquema supera la simple enunciación de deseos o condiciones objetivas
requeridas para gestar una sociedad post-capitalista, pero se mantiene en un plano gené-
rico. Indica una línea de desarrollo global del proyecto socialista, que es compatible con
múltiples instrumentaciones políticas.
Finalmente, el tercer sentido de la revolución se refiere concretamente a los mé-
todos utilizados para tomar el poder, a partir de experiencias de insurrección y guerra
popular prolongada.
La noción contemporánea de proceso revolucionario combina la segunda y ter-
cera acepción, en un enfoque de mediano y corto plazo de la revolución. Explica cómo
la oposición creciente entre las lógicas cooperativa y competitiva desembocaría en una
situación crítica, que pondría a la orden del día la toma del poder.
El desenvolvimiento de esta hipótesis exige colocar nuevamente a la revolución
en la agenda socialista. Antes de evaluar cuándo, cómo o en qué circunstancias se
desenvolvería ese proceso, resulta vital reconocer la necesidad y centralidad de la revo-
lución. La renuncia a este objetivo implica una auto-inmolación de la izquierda. Algu-
nas veces se explicita esta dimisión, pero con mayor frecuencia se elude el tema, bus-
cando reemplazar el propio término de revolución por algún sustituto menos irritante. El
lenguaje se modera, los razonamientos se tornan enigmáticos, las propuestas se formu-
lan de manera elíptica y junto al olvido de la revolución desaparece el objetivo básico
de la lucha socialista, que es la erradicación del capitalismo.
En ciertas oportunidades se recurre al concepto de ruptura, sin aclarar su dife-
rencia con la revolución. Ambos conceptos son válidos, pero corresponden a momentos
diferentes del proceso revolucionario. Con el primer paso se quebranta un orden liberal
o imperialista, sin plantear un desafío abierto a la dominación burguesa. Con el segundo
se apunta a reemplazar el viejo estado de las clases dominantes por un nuevo poder po-
pular. La revolución introduce un cambio histórico, que altera las relaciones sociales y
trastoca todos los valores, instituciones y liderazgos de la sociedad.
Reconocer la trascendencia de esta acción es tan importante como aceptar la
complejidad de su concreción. Cierto silencio actual sobre el tema, obedece a las difi-
cultades que efectivamente existen para concebir las formas que asumiría este hito en el
siglo XXI. Pero ese estallido ha sido siempre imprevisible e inesperado.
En la actualidad predomina la impresión que las revoluciones del futuro serán
episodios sustancialmente diferentes a los precedentes clásicos. Transformar estas intui-
ciones en reflexiones sobre la estrategia contemporánea es el gran desafío del momento.
Caracterizaciones acertadas, audacia y originalidad han sido ingredientes decisivos de
todas las revoluciones y estos componentes que volverán a imperar en el futuro.
Diciembre de 2007
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15
Esta tesis expone: Amin, Samir. «He sido y sigo siendo comunista», La Haine, 27/09/03; Amin, Samir.
«El duro mundo capitalista después del capitalismo», Página 12, 10/08/03; Amin, Samir. «Estados Uni-
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