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Los últimos días de Roberto Haebig

Claudio Rodríguez Morales

A pesar de que se trata de una narración transparente, donde las palabras no se detienen -salvo por
uno que otro ripio de imprenta- sino que alientan al lector a pasar las páginas a toda velocidad hasta
el último párrafo, y de contener anécdotas de corte cinematográfico –falaces en su mayoría,
suponemos-, el libro Los últimos días de Roberto Haebig. Los crímenes de Dardignac 81 (Editorial
Royal, Impresos Servicio de Prisiones, 1974, 268 páginas) alcanza una gran intensidad en su parte
final. Tal vez porque sean las palabras más sinceras dichas por este personaje que asesinó a
quemarropa, a fines de los años cincuenta, a dos hombres, los sepultó en el patio de su casa del
barrio Bellavista y los desenterró al poco tiempo montando una burda puesta en escena que
simulaba el hallazgo de un cementerio indígena.

Lo anterior sin considerar el cúmulo de aventuras que conforman su azarosa vida –que, según su
versión, lo convierten en héroe de guerra, doble de películas, marino, ingeniero naval, coleccionista
de monedas, anticuario, escritor, poeta, bailarín profesional, ahijado de una luminaria de Hollywood
y ex reo de Sing Sing-, siempre relatadas con un dejo de autocompasión y unilateralidad, propio de
su cuadro clínico esquizoide, entre otras patologías que, de seguro, conformaban su particular
personalidad.

Tras salir de la cárcel por buena conducta y fracasar en su segundo matrimonio de manera
estruendosa, en medio de acusaciones de homosexualidad y brujería, Roberto Haebig intentó pasar
sus últimos días en paz, buscando algún empleo y un techo donde vivir, cosa que, hasta donde
registra el libro, jamás logró.

Sin dinero, amigos ni una parte dónde cobijarse, convertido en paria para el resto de su familia
(hasta ese momento considerada de buen nombre), pasó la noche en el interior de un quiosco
abandonado y sobre restos de basura del Parque O’Higgins, en compañía de perros vagos, gatos
pulguientos y ratones. Se alimentó con cáscaras de naranjas, maní y pan duro.

Convertido en una caricatura del hombre que llegó a ser en el pasado, aquel que se ufanaba de
sapiencia y estilo ante vecinos de Dardignac (calle donde aún se ubica su casa – cementerio),
periodistas y fotógrafos y que, por si fuera poco, felicitaba a la policía civil por haberlo superado en
inteligencia al descubrir sus asesinatos, Roberto Haebig dio con una vieja casa de adobe en Santa
Rosa 1675, ocupada como asilo de ancianos. A partir de ese momento, se hospedó en ese lugar
gracias al dinero que le enviaba, todos los meses y de manera discreta, una de sus hermanas.

Haebig juntaba unos pocos pesos fabricando lámparas de bronce con la ayuda de Irma, una no
vidente de 42 años que, además, lo acompañaba en sus horas de soledad. Ése fue el momento en
que el periodista Free Lancer -seudónimo del escritor Raúl Arteaga- logró ubicarlo y proponerle la
escritura del libro donde relatara toda su vida, incluyendo, por cierto, los crímenes de Dardignac 81.

Memorias
Durante un buen tiempo, Roberto Haebig alardeó que dedicaría los años de encierro a escribir sus
memorias que titularía La torre del silencio, nombre rescatado de su paso como marino mercante
por Bombay, ocasión en que presenció la costumbre hindú de poner en canastos cadáveres de
huérfanos, enfermos y ancianos para que fuesen devorados por buitres liberados desde unas jaulas
elevadas. A estas construcciones se las llamaba Torre del silencio.
Tal fue la expectación que generó en los años sesenta el anuncio de esta publicación, que aún hoy
hay quienes piensan que este libro existe; sin embargo, lo más semejante que encontraremos en el
mundo de las letras corresponde, precisamente, a Los últimos días de Roberto Haebig y cuyas
antiguas ediciones de 1974 se pueden encontrar dispersas en librerías de viejo de San Diego y
Franklin.

Las razones que frustraron la publicación de La torre del silencio se debieron al arrepentimiento del
propio autor tras culminar su trabajo y revisar el manuscrito. Haebig se dio cuenta de su
incapacidad para narrar literariamente y, dado que mientras lo hacía se llevaba adelante el juicio en
su contra, omitió detalles importantes de los asesinatos, de manera de no perjudicarse más de la
cuenta. Esto hizo que las editoriales y las productoras cinematográficas dejaran de interesarse por el
enterrador de Dardignac, su truculenta historia y su versión escrita de los hechos.

Insalubre
Tras la conversación sostenida con el octogenario Roberto Haebig Torrealba en el asilo de Santa
Rosa, Free Lancer se entrevistó con personas cercanas a él -entre ellas su segunda esposa- y revisó
el voluminoso expediente del Tercer Juzgado del Crimen.

Posteriormente, Free Lancer se esmeró en transcribir, en el menor tiempo posible, las palabras de su
entrevistado en un formato narrativo ágil que comentábamos al principio. Durante un par de meses,
este relato se publicó a través de entregas en el diario Las Últimas Noticias. Luego de aquello, vino
el proyecto de convertirlo en un libro editado por Royal en 1974.

El último recuerdo que guardaba Free Lancer de Roberto Haebig, una vez concluido el repaso de su
vida, era más auspicioso que al inicio: superada la enfermedad que lo tenía postrado en cama, logró
consolidar su negocio de lámparas de bronce como cliente de una fundición del paradero 21 de
Santa Rosa, de un taller moldeador y de diferentes ferreterías. Utilizó estas herramientas para
construir con tablas, palos y fonolas una habitación aparte que denominó Villa El Marino y así tener
algo de intimidad.

Una vez que contaba con el libro impreso, Free Lancer intentó ubicar al anciano para ofrecerle que
el mismo vendiera ejemplares para ganar unos pesos. Sin embargo, cuando fue en su búsqueda,
descubrió que el asilo de Santa Rosa había sido declarado insalubre y sus moradores trasladados a
diferentes lugares de Santiago. Publicó un dramático aviso en el diario La Segunda el 13 de
septiembre de 1974 para dar con su nuevo paradero.

Semejante a mis intentos de estos años por ubicar a Free Lancer.

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