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Una traducción al Carver de Zulaika

Nicolás Munévar Miranda

Le cuento a Carlos, frente al televisor, de aquel hombre gordo que fue a parar a una de las
mesas del restaurante. Le cuento que es el hombre más grande que había visto y que todas
sus partes, todo lo que lo conformaba, era igualmente grande: le hablo con énfasis de sus
dedos y no olvido decirle que fue un miércoles. Ese miércoles fue aburrido, es verdad. Ese
miércoles a la tarde todo había sido aburrido. Le describo a las personas que estaban en el
restaurante: la pareja de viejos y los cuatro hombres de negocios (ya sabe que es gente con
la que no se juega). Le cuento cómo me seguí fijando en sus dedos mientras atendía a los
cuatro hombres de negocios y la pareja de ancianos. Le cuento que sus dedos eran
realmente grandes, largos y cremosos. Le cuento que esperé un buen rato, después de que
Álvaro le dejara el vaso con agua, para asegurarme de que estuviese del todo seguro de qué
iba a pedir, y le vuelvo a decir, para que crea lo grande que era, lo grande que era en verdad
ese hombre. Le cuento que tiene una forma de hablar extraña, resoplando cada tanto, y le
cuento cómo pidió, entre resoplidos y un horrible plural, lo que iba a comer: creo que
empezaremos con una ensalada César y luego una sopa y más pan con mantequilla, le digo
imitándolo; tomaremos las chuletas de cerdo, creo, y las papas fritas con crema agria y ya
veremos el postre, muchas gracias, termino de imitarlo sin olvidar los resoplidos. Me
devolvió la carta y me volví a fijar en sus dedos. Eran unos dedos gigantes, le digo a
Carlos.
También le cuento cómo, al ir de prisa a la cocina, Belquis hizo una mueca cuando le
entregué la nota, como él bien sabe que hace Belquis cuando trabaja. De la cocina los
vapores calentaban la piel y cansaban el olfato: esto último no se lo cuento a Carlos, pues
no le importa. Le pregunto si se acuerda de Juana, que siempre va detrás de Belquis, y hago
una imitación de su voz chillona diciendo lo que me dijo cuando salí de la cocina. ¿Quién
ese ese amigo tuyo de la mesa de allá? ¿Quién es ese auténtico gordo?, le digo con una
malograda voz, imitando a Juana.
Le digo que tiene que ver con eso. Que estoy segura que en algo tiene que ver con eso.
También le cuento cómo le preparé la ensalada en la mesa mientras sus ojos indescifrables
seguían alienados cada uno de mis movimientos, mientras sus manos gigantes, gordas y
cremosas untaban de mantequilla las rodajas de pan que iba dejando a un lado; mientras
dejaba en el aire sus sistemáticos resoplidos que me pusieron nerviosa. Le cuento también
cómo terminé regándole el vaso de agua de los nervios. Perdón, le digo que le dije, pasa
siempre cuando se hacen las cosas con más afán del necesario, ¿está bien, señor? No es
nada, le digo imitándolo con resoplidos, todo está bien. Mandé al chico a limpiar y le
cuento cómo ya se habían desaparecido todos los panes con mantequilla de la mesa cuando
volví a servirle la ensalada: así que vuelvo a la cocina para traerle más pan, y cuando
vuelvo con el pan y la mantequilla, el gordo ya ha desaparecido la ensalada. Esa ensalada
César es grande como un verraco, le digo a Carlos. Está muy rico el pan, muchas gracias, le
digo que me dice sonriendo el hombre. Gracias, le respondí. No es por nada pero está bien
bueno, me dice, nosotros casi nunca podemos comer un pan así. Le cuento a Carlos que le
pregunté de dónde era, que tenía curiosidad, pero que no le pregunté nada más. De
Valledupar, me dijo.
Le digo a Carlos que le dije que ya le traía la sopa, pero que antes fui a ver cómo iban los
cuatro hombres de la otra mesa, que es gente con la que uno sabe que no se juega. Le
cuento también que cuando le serví la sopa ya se había comido todo ese pan, que se estaba
comiendo el último tajo y que por esa ventana el sol entraba rojo y picante. Yo creo que
usted no se puede imaginar lo raro que es para nosotros comernos un pan tan bueno, me
dijo resoplando, discúlpenos. Al contrario: da gusto verlo comer, le contesté. Ah no, pero
un hombre así no se olvida es pero nunca, me dice Carlos. Le cuento cómo se puso la
servilleta, que le quedaba chiquitica en ese cuerpo, y cómo se llevaba las cucharadas a la
boca. Cómo Álvaro se burló de él y cómo yo le dije que se callara, hombre, que no era su
culpa ser así de gordo.
Le cuento que le llevé otra de esas cestas de mimbre cargada con pan y mantequilla, y le
pregunté cómo iba la sopa. Muy buena, le dije a Carlos imitándolo, de verdad muy buena.
Luego le cuento a Carlos que el hombre me preguntó si hacía calor ahí o si era él. Está
haciendo bastante calor, le dije. Si, y eso que somos de tierra bien caliente, dijo el hombre,
mejor nos quitamos la chaqueta. Hombre, póngase cómodo, le dije. Ah, pero qué bien, qué
bien ¡Qué bien!, me dijo contento. Le cuento a Carlos que al rato ya se habían vaciado las
mesas del grupo de hombres con los que uno sabe que no se juega y la pareja de ancianos, y
que ese hombre seguía con la chaqueta puesta en ese calor, sudando manteca. Por la
ventana la larga sombra de la gente caminando a su casa en el atardecer cansaba la mirada.
Eso tampoco se lo digo a Carlos, pues no le importa. Pero le cuento cómo le llevé, con ese
cansancio de tarde en la mirada, las chuletas de cerdo y las papas con crema agria al gordo:
cómo le echó a las papas montañas de la crema esa y trozos y trozos de tocino y cebollín
encima, y cómo después fui y le traje más pan y mantequilla que desapareció al rato. Que
disfrute, le dije mientras miraba el azucarero. Le cuento a Carlos que él que asiente y yo
que me acuerdo mirando el azucarero mientras el gordo me mira esperando a que me vaya,
y yo que me acuerdo y él que asiente y me mira, hasta que cierro el azucarero y me voy a la
cocina. Te va a desgastar las piernas esa bola de cebo, me dijo adentro Álvaro. Le digo a
Carlos que Álvaro olía fuerte a cigarrillo y aguardiente, pero no que me agarró el culo
mientras me estiraba para alcanzar bien arriba de la alacena la última bolsa de pan y la
mantequilla para ponérsela en una cesta de mimbre y llevársela al gordo que comía ya solo
en el restaurante, pues a esa hora ya todos están en su casa y no va nadie, pues eso ni a él ni
a nadie le importa. Eso es asunto de Álvaro y yo.
Le cuento a Carlos que le llevé la canasta de mimbre con pan y mantequilla a la mesa y le
pregunté que qué postres quería, mientras recogía la otra cesta de mimbre ya vacía. Hay
refresco de piña, fresa con crema, y el bizcocho especial de Belquis, que es leche asada
pero más rica, le dije. ¿Ya van a cerrar? ¿No los atrasamos?, me dijo preocupado y
resoplando. Qué va, le cuento a Carlos que le contesté, usted coma tranquilo y más bien le
traigo un tinto mientras se decide. Bueno, entonces le decimos la verdad, le digo a Carlos
imitando sus resoplidos preocupados, queremos el bizcocho ese y las fresas con crema,
pero bien grande y con arequipe encima, si se puede por favor. Le dijimos que teníamos
apetito ¿No? Me dijo riéndose y resoplando y ahogándose en su risa y sus resoplidos. Le
cuento a Carlos que fui a la cocina a hacerle yo misma las fresas con arequipe y le cuento
que mientras tanto Álvaro empieza a hacer chistes diciendo que ese gordo es de circo y que
debería armar un show con el gordo. Le cuento a Carlos que Belquis salió del baño y me
dijo que saliera pero que no llevara el delantal y el gorro, para que el gordo se fuera
avispando. Le dije a Álvaro que el hombre solo era gordo y ya. Le cuento a Carlos que
Álvaro solo se rió, y que luego Mabel dijo que era que a mí me gustaba el gordo ese.
Le pongo al hombre al frente el bizcocho de Belquis y el platado fresas con crema y
arequipe y otro plato con más arequipe por si se le antojaba echarle otro poco a las fresas.
Usted de verdad no se imagina lo poco que nosotros podemos comer así, me dijo el
hombre. Yo por más que como no engordo, le cuento a Carlos que le dije. Ah no, si
nosotros pudiéramos decidir, diríamos que no, que no más, le cuento que me respondió.
¿Y luego qué pasó? Me pregunta Carlos. Nada, le contesto, se acabó los dos postres y se
fue y nosotros nos fuimos para la casa. Debía ser bien gordo, dice Carlos estirándose como
hace cuando está cansado y se va al cuarto riéndose, sin apagar el televisor. Yo me levanto
y voy a la cocina a preparar un tinto. Pongo el agua a hervir y voy sacando una caja de
cigarrillos y los dejo en la bandejita. Miro el agua hervir y me toco la barriga. Me pregunto
qué pasaría si tuviera un niño, y si el niño saliera así de gordo. Voy y me baño con ese
pensamiento. Sirvo el tinto tibio en dos pocillos y llevo la bandeja con el azucarero y los
cigarrillos al cuarto. Carlos debió haberse quedado pensando en eso: me dice que en la
escuela había conocido también un gordo de verdad. Pero un gordo bien gordo, dice, un par
de gordos, primero a uno, que era mi vecino, luego al otro que llegó como al año. No tenían
nombre, eran Gordo y El Gordo, me dice. Así le decían todos, menos los profesores. Gordo
y El Gordo. Si tuviera fotos te las mostraba, me dice, dos bolitas de manteca, pues. No sé
qué decirle, así que me apuro el tinto. A fuera, entre los cafetales, suenan las cigarras y las
ranas. Me levanto para irme a mi cuarto pero Carlos se levanta y le pone el cerrojo a la
llave, apaga el televisor y empieza a desabrocharse los botones de la camisa. Yo me tiró en
la cama y el apaga la luz. Carlos empieza y yo me pongo boca arriba y me relajo, aunque es
contra mi voluntad. Pero luego pasa algo. Me siento gorda. Me siento tan gorda que Carlos
parece un ser diminuto perdido en mi cuerpo inmenso. No se lo cuento, porque ya le he
contado demasiado, pero me deprimo.
Es agosto.
Mi vida va a cambiar. Lo presiento.

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