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Hay un consenso sobre el fracaso del Sistema Penal Oral Acusatorio (SPOA)

establecido en el país mediante el Acto Legislativo 03 del 2002 y la posterior Ley


906 del 2004.
 
Nadie se cuestiona si fracasó. La pregunta clave es cuáles fueron las causas de
semejante desengaño.
 
Varias razones de peso explican el fiasco. Hoy me centro en una que he llamado el
fetichismo carcelario, entendido este como la fascinación, el culto excesivo a que
cualquier infracción, por pequeña que sea, sin importar quién la comete y sin
considerar el daño que causa, sea pagada con largos años de cárcel.
 

La sociedad colombiana ve en la pena de prisión prolongada la única expresión de


la justicia. Por alguna razón, las penas bajas, la renuncia a la persecución penal o
los mecanismos alternativos de resolución de conflictos hacen que la gente piense,
inmediatamente, en ausencia de justicia.
 
Concepción de justicia
 
La percepción de justicia está dada por la longitud de la pena de prisión. Esta
concepción, generalizada y hondamente arraigada, ha llevado a que cuando se han
concedido los beneficios producto de la aplicación de los preacuerdos, el principio
de oportunidad y la aceptación de cargos, lluevan críticas inclementes en contra de
tales figuras.
 
Hay que recordar que estas figuras (principio de oportunidad, preacuerdos y la
terminación anticipada por aceptación de cargos) son elementos de la esencia
misma de cualquier sistema acusatorio y su existencia se justifica por varias
razones. Una de ellas es la eficiencia, pues se parte de un supuesto elemental: es
literalmente imposible llevar el 100 % de los casos a juicio.
 
Así, pues, la intención inicial era que la etapa procesal final, es decir, el juicio,
quedaba reservada para menos del 5 % de los casos. ¿Qué se hacía con el otro 95 %?
Se evacuaría por medio de estas tres figuras, que fueron creadas como válvulas de
escape que permitirían descongestionar el grueso de los procesos sin tener que
agotar de manera exhaustiva todos los estancos del procedimiento penal por tres
razones: (i) la larguísima duración del proceso, (ii) los elevados costos para el
Estado y la defensa y (iii) el reconocimiento de que ninguna cantidad de jueces,
fiscales e investigadores serán suficientes para que todos los casos recorran la
totalidad del procedimiento, desde la imputación hasta la casación.  
 
La aplicación de cualquiera de ellas, insisto, supone aceptar que habrá una forma
de sanción menos severa, bien porque hay descuentos significativos –es el caso de
la aceptación de cargos o de los preacuerdos–, o bien porque, por razones de
política criminal, se decide no acusar –que es el caso de una de las modalidades del
principio de oportunidad–.
 
Sin embargo, nos ganó el fetichismo carcelario y, luego de presenciar cientos de
casos de personas que obtenían importantes descuentos punitivos, vinieron
algunas reformas legales y varias decisiones jurisprudenciales que limitaron la
aplicación de estas figuras de forma considerable, con el argumento de que tales
circunstancias “no eran justicia”.
 
Y así nos quedamos con lo peor de dos mundos: un sistema adversarial con
mentalidad inquisitiva, lo que es una absoluta disonancia en términos dogmáticos,
con terribles efectos prácticos, tal como lo muestran las tenebrosas cifras de
congestión de la justicia penal, que hoy ronda una demora de casi 10 años en los
procesos.
 
La realidad
 
Acá están las pruebas de lo afirmado:
 
(i) El entonces ministro de Justicia Germán Vargas Lleras vio en el descuento del
50 % que se otorgaba por aceptación de cargos en la imputación de cargos uno de
los factores de la inseguridad ciudadana. Mediante la Ley 1453 del 2011 eliminó tal
beneficio. Así, pues, las personas ya no tienen incentivos en acabar el proceso de
manera expedita cuando son capturados en flagrancia.
 
(ii) El sistema de preacuerdos ha sido duramente golpeado por cuenta de
interpretaciones judiciales que llegaron a afirmar que las rebajas
“desproporcionadas” eran una burla a la justicia, como dijo la Sala de Casación
Civil de la Corte Suprema de Justicia en el fallo de tutela STC7735-2018. Véase,
nuevamente, cómo se utiliza la concepción de que una pena de prisión baja es
sinónimo de injustica, aun cuando la misma sea producto de una de las figuras más
importantes del sistema acusatorio (los preacuerdos) y que era la que prometía ser
una de las válvulas más eficientes para descongestionar la justicia. Varias
sentencias replican esta mentalidad, incluso emitidas de la Sala de Casación Penal
de la Corte Suprema.
 
(iii) El principio de oportunidad es letra muerta. Según las proyecciones iniciales,
un 30 % de los casos se evacuaría por esta vía. La aplicación de esta figura supone
que la Fiscalía podría, incluso, renunciar a la persecución penal. Gran idea en el
papel, pero de imposible ejecución en el país, en donde cárcel y justicia son
equivalentes. Las cifras no mienten: entre los años 2005 y 2018 entraron un total
de 13 millones de noticias criminales, de las cuales 37.000 fueron evacuadas por la
vía del principio de oportunidad. Menos del 0,4 %. ¿La razón? A juicio de los
fiscales, que son quienes deciden a quién se le concede dicho beneficio, el principio
de oportunidad no es más que impunidad disfrazada. 
 
La explicación que ofrezco es que la implantación del SPOA es el típico caso de
imitación de normativas, situación en la que, ingenuamente, se integra en el
ordenamiento nacional una institución foránea, creyendo que, de manera
instantánea, llegarán los beneficios que esa figura ha mostrado en su lugar de
origen.
 
La adopción del SPOA se hizo con las mejores intenciones, pero no se consultó
nuestra idiosincrasia, de la cual hace parte el fetichismo judicial, con lo que se
cumple, de forma profética, lo que alguna vez dijo el profesor Enrique Tascón:  “…
nuestros estadistas [han] pretendido constituir el Estado ‘a través de los libros’, en
desarrollo de teorías exóticas que estaban en boga en otras latitudes, o por espíritu
de imitación de otros pueblos cuyo progreso, bienestar y poderío queríamos
atribuir a sus instituciones políticas, reconociéndoles a estas virtudes mágicas, en
una convicción  que yo incluiría entre las supersticiones políticas de nuestra
democracia”.
 

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