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Muchos contestarán: “Porque, económicamente, nos conviene”.

Y no cabe
duda. Sin embargo, a mi me gustaría abordar la necesidad de una Europa
unida echando la vista atrás para afirmar que, en los últimos dos mil
quinientos años, sólo desde que la Unión Europea existe como ente político
supranacional hemos disfrutado de un alto nivel de bienestar y, sobre todo,
de paz.
La expansión de los griegos por el Mediterráneo llevando su cultura y
concepto de civilización a colonias en Italia, Francia, España, Macedonia o
Bulgaria se convirtió en el preludio de una Europa como la que conocemos
hoy. Pero fue Roma y la unión política, militar, lingüística, jurídica y cultural al
oeste del Rhin, lo que, realmente, dio origen al continente.
Desde entonces, los pueblos europeos entre los Urales y Finisterre, pese a
haber proporcionado a la humanidad importantes aportes dentro de la
política, las ciencias, la filosofía, el arte o la tecnología, han estado guerreando
sin parar. No ha habido un siglo –ni siquiera un año, me atrevería a decir– en
el que una ciudad, país o región europea no haya estado enfrentada a otra o
vivido bajo el yugo de la dictadura, hasta alcanzar el cenit de la barbarie en el
siglo XX, cuando el desarrollo tecnológico permitió que más de cien millones
de europeos –soldados y civiles– murieran violentamente. Dos guerras
mundiales, la Guerra Civil Española y la posterior dictadura, el genocidio de
los Balcanes o la dictadura soviética son el terrible currículum que posee el
Viejo Continente en relaciones bilaterales y multilarerales.
Esta traumática historia del “continente de las luces” se debe a varias razones
y, aunque el análisis es complicado, hay un aspecto que ha tenido un gran
peso en la creación de conflictos: los nacionalismos exacerbados.
Tras la caída del Imperio Romano de Occidente en el siglo V, la formación de
la Europa medieval y la emergencia de las protonaciones que en la Edad
Moderna configuraron un mapa político similar al que tenemos hoy, se forjó a
espada y por actitud defensiva de unos ante otros.
España, por ejemplo, consiguió su unidad con el pretexto de acabar con Al-
Andalus. No se creó un país unido por la vía democrática y el consenso, sino
por la vía de los pactos para conseguir más poder que el enemigo.
Este periodo de luchas, desconfianzas y endebles tratados consiguió crear en
Europa un fuerte sentimiento de nacionalismo, que se radicalizó a partir del
descubrimiento de América y el desarrollo de grandes imperios por parte de
las diminutas naciones europeas. Todos conocemos los enfrentamientos entre
España e Inglaterra; o entre Francia y España; o entre Francia e Inglaterra.
Detrás de aquellas largas guerras en los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX siempre
estaba la bandera, el patriotismo y la supremacía en riqueza o poderío militar
de una nación sobre otra. En fechas más tempranas, estos principios
negativos e irracionales se pusieron en práctica de forma brutal y asesina por
dictadores ególatras como Hitler, Mussolini, Franco o Stalin; y todos
conocemos también las consecuencias de esos nacionalismos enajenados y
sus métodos de represión para mantener una idea determinada de nación.
Pese a este dramatismo, en la segunda mitad del siglo XX, Europa parece dar
salida a todo el aporte reflexivo que ha creado desde Grecia en un proyecto
común: la Unión Europea. Una asociación libre de pueblos que se
comprometen a respectar: la democracia; la Vida, la Libertad y el Derecho a la
Hacienda; los valores de la Ilustración; los servicios públicos, o la Carta de los
Derechos Humanos.
No creo que sea casualidad que cuando Europa apostó por el equilibro entre
sentimiento nacionalista y unión de naciones, después de dos mil quinientos
años de guerras, el continente encontró la fórmula correcta para avanzar en
los principios que lo definen sin enfrascarse en una nueva contienda.
Llegados a este punto, alguien puede preguntarse: “¿qué ocurre con la
hegemonía de países como Alemania sobre el resto? ¿Esa es la Europa que
queremos?”. Precisamente, el ímpetu de los líderes conservadores teutones
con la germanófila Angela Merkel a la cabeza, es un retroceso a la Europa de
los nacionalismos exacerbados donde un país cree poseer la sociedad más
viable, y siente la necesidad de imponerla a los demás. Tanto daño hace al
proyecto europeo la salida del Reino Unido como la uniformidad que quieren
imponer las superestructuras política y económica de los alemanes
conservadores.
Pero no seamos ingenuos, al día de hoy, es obvio que un sector de la
población europea –en gran parte manipulada por algunos de sus políticos–
se apropian de la palabra “libertad” para justificar su salida de Europa, cuando
detrás, lo que hay, indefectiblemente, es una vuelta a los viejos valores del
patriotismo europeo.
Bien, si los valores fundamentan a una sociedad, ¿qué impide que si volvemos
a ese nacionalismo rancio, a esa desconfianza entre naciones no volvamos a
ver a una Europa enfrentada?
Hemos publicado un artículo anterior sobre las frases filosóficas más famosas
de la historia y, ahora, dada la trascendencia del mensaje de Jesús de Nazaret
y de la Biblia en general, con varias fuentes como estadospara.com/frases-
cristianas/, vamos a recoger frases cristianas, mensajes, reflexiones e
imágenes extraídas de los Evangelios y otras tantas que se inspiran en ellos.
También, decir que dada la universalidad de muchos aspectos de la Biblia
(tanto en el terreno ético como espiritual), estas frases también pueden servir
para personas de otras religiones e, incluso, personas que no profesen
ninguna religión.
Con este artículo comenzamos una serie de textos académicos orientados a
los más pequeños. En este post, como reza el artículo, ofrecemos una
explicación de la fotosíntesis para niños. Así, el texto puede servir para padres
y profesores que quieran utilizarlo para explicar este concepto a los más
pequeños.
Todos los seres vivos del planeta tienen que alimentarse, y las plantas, los
árboles, las algas y las bacterias también son seres vivos.
Sin embargo, la forma en la que las plantas y algunas bacterias marinas se
alimentan es algo distinta a la del resto de los animales: mientras mamíferos,
peces, aves y demás seres vivos consiguen su alimento del entorno que le
rodea y realizar directamente su digestión, las plantas producen su propio
alimento a partir de la fotosíntesis el cual luego digieren.
Esto no significa que, especialmente las plantas, algas, etc, no necesiten
nutrientes externos. De hecho, sus raíces absorben agua, minerales y otros
nutrientes de la tierra para precisamente realizar la fotosíntesis de forma
correcta.
Lo que sí es importante recordar es que el alimento que permite a la planta
crecer se produce mediante la fotosíntesis.
Para que se produzca la fotosíntesis, la plantas necesitan de:
Dióxido de Carbono (CO2) de la atmósfera. Este gas lo producimos los
animales al respirar: inspiramos oxígeno y expiramos Dióxido de Carbono.
También lo producen los vehículos y otro tipo de transportes, las
calefacciones o el plástico cuando se disuelve con los años.
Energía de la luz solar.
Agua y nutrientes que consiguen a través de sus raíces.
Con estos elementos, las plantas ya pueden realizar la fotosíntesis. Este se
produce en cuatro etapas principales:
Absorción
Las plantas poseen también células. Estas se llaman cloroplastos y se
encuentran mayormente en las hojas de árboles y plantas. Los cloroplastos, a
su vez, tienen dentro moléculas. Entre las más importantes está la molécula
de la clorofila, que es la que absorbe desde las hojas la energía de la luz del
sol.
Además, las plantas tienen raíces para absorber agua y nutrientes.
Por último, también desde las hojas, las plantas absorben CO2 de a la
atmósfera para poder empezar la fotosíntesis.
Circulación
Con el CO2 y la energía de la luz solar que absorben la hoja no es todavía
posible realizar la fotosíntesis. Hacen falta los nutrientes. Estos pasan de las
raíces al sistema circulatorio de la planta o el árbol en forma de savia bruta. Es
decir, savia que todavía no alimenta a la planta.

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