-"Solo que tengas ojos, no quiere decir que puedas ver"
Peter Greenaway
Esta frase que resulta, objetivamente hablando, una de las más
aplicables al ambiguo mundo del arte, puede decirse con propiedad que posee una profunda connotación alegórica y metafísica; sin embargo su propia fundamentación puede encontrarse fuertemente cimentada en otro ámbito completamente distinto al filosófico, hallándose ingenuamente presente en el estudio de la biología. Rezan entonces los entendidos en el ámbito que el ojo del hombre, no posee la facultad de permitirnos ver, sino que ésta se la arroga nuestro cerebro, quien capturando la luz que se filtra por la retina y que llega a los nervios ópticos, transforma dichos impulsos en imágenes completas, dotadas de pleno sentido y materialidad. La visión es, por lo tanto, una facultad intelectual y como tal el alcance de su poder se encuentra restringido por la dimensión del intelecto; es simple, aquel que porta mayores conocimientos se verá invariablemente apremiado por una visión más amplia, y su condición más elevada le permitirá ver más alla de lo que se permite aquel con menos luces.
Acatando este dictamen, la razón de que Greenaway (locutor del
documental) dote de especial importancia la buena formación en el proceso de interpretación de la comunicación no verbal, no es una mera coincidencia; pues es precisamente en las deficiencias de ésta facultad que,bajo la óptica de su tesis, surge todo el palpable problema de la evaluación de la obra de arte y la falta de unanimidad a la hora de la extracción de su significado. Este hecho que, a título personal, me resulta bastante manifiesto y aqueja a gran parte de la sociedad, no constituye un obstáculo para su persona, pues envidiablemente formado en la lengua de la forma, y fluente en su discurso; Greenaway querrá mostrarnos todas las profundas implicaciones de uno de los mayores exponentes de la hermenéutica pictórica, del simbólico y misterioso personaje que fue Rembrandt, y su obra más referencial, La ronda de noche.
Como el pequeño bribón que gusta de las artes que soy,
naturalmente el teatro es uno de mis preferidos pasatiempos y desde que me percatese que uno de mis libros favoritos, "Los Miserables" de Victor Hugo, tuviese una contraparte musical y teatral, creo que no ha habido vuelta atrás para mí. La Traviatta, Hamlet y el musical del cascanueces, por solo nombrar algunos, son obras de anual visita, y que jamás pierden su atractivo de cara a mi humilde apreciación.
No será entonces una sorpresa que cuando me dedicase a analizar
la escena compositiva que se plasma en "El caso de la ronda de noche", una familiar sensación comenzase a embargarme, y que cuando mi atenta mirada cruzase el plano de la escena, no viese en las figuras presentes la convicción y expresión propia de un sentimiento puro y genuino, sino la evidente artificialidad moderada que resulta inseparable de la expresión teatral; sus roles, aunque ampliamente creibles siguen pareciendo en cierto modo faltos de naturalidad y soltura, y se advierte desde lejos una leve, pero presente falta de legitimidad en la totalidad de la expresión del conjunto. Frans Banninck Cocq, teniente y eje central de la composición es el que mejor personifica su papel, y con la mano tendida trata de quebrar la cuarta pared, invitándo a sumarnos a la obra y a pasar a formar parte de ella; más sin embargo sigue siendo solo un figurativo Cocq, más no su persona propiamente dicha.
Desde la propia vestimenta, que pese a ser la acorde con el tema
del cuadro, y fiel a la indumentaria de los cuerpos de la milicia flamenca; sigue pareciendo demasiado perfecta y algo entumecida; como si hubiese sido recien puesta por los actores, y cuidadosamente dispuesta; hasta la propia iluminación, que resulta confusa, sin advertir los focos de donde se origina; generando una especie de halo misterioso que ilumina a determinados personajes en mayor o menor grado, pero sin darnos indicios de su fuente de procedencia (algo así como un foco escondido en el andamiaje del techo de una ópera), lo que logra acrecentar el dramatismo; y permite la aparición de personajes extraños y que parecen no compartir el resto del lenguaje de la obra, como es el caso de la extraña niña bañada en fulgurante luz, que más semeja a un espectro que a un ser humano; o los rostros al fondo, que se aprecian cortados y oscuros, denotando facciones parciales de hombres que desprenden una poderosa aureola siniestra y conspirativa. Ésto, aunado a una evidente limitación del espacio, que se da por la gran proximidad del fondo del escenario con respecto a los personajes, semejando la propia tarima de un teatro; es otro factor que otorga aún mayor validez a la concepción de la obra como una representación teatral de un suceso, tal como lo planteado por el propio Greenaway.
Estos factores, que bien podría considerarse que van en detrimento
de la obra, por sembrar en ella una cierta falta de claridad y el anhelo de intentar ser algo más que una simple pintura; no hacen otra cosa que potenciarle en originalidad y audacia, pues apelan a comunicarse con nosotros por medio del lenguaje visual y la depurada metáfora; pero con el matíz de evocar otro medio que opera de forma diferente, el teatro,y covirtiéndole en ente a representar; solo que el hecho de que aún siga la obra perteneciendo al reino de las artes plásticas, ocasiona que el diálogo de éste último se vea sustituido por la expresión; y el movimiento escénico, por la quietud del óleo; pero logrando preservar el espíritu del melodrama.
Si algo resulta claro en medio de tan peculiar obra, es la manifiesta
libertad de interpretación, y la posibilidad de emplear el criterio propio para dotar de sentido al conjunto. ¿Es una representación teatral, una pintura histórica o tal vez una escena mitológica?, solo nuestra razón será capaz de aducirle sentido, y dotarle de un marco lógico de justificación. A mi juicio es una excelente captación de una representación escenográfica propia de una obra de teatro; hipótesis que cobraría aún más sentido cuando se evalua el auge que tuvo la figura del dramaturgo en la plenitud del siglo XVII, con exponentes como Shakespeare o el castellano Cervantes.