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AVENTURAS Y DESVENTURAS DE UN OBJETO MUSEOLÓGICO

Dra. Silvia E. Giraudo


segiraudo@hotmail.com

Resumen

Todos los objetos están dotados de agencia, es decir, de capacidad de actuar sobre el otro, sea éste sujeto u
objeto. También el objeto museológico, foco de nuestro análisis. Confluyen en la caja de herramientas
conceptuales y metodológicas pertinentes tanto la semiótica peirceana como la sociología bourdesiana, a las
que se suman, más específicamente, la Teoría del Actor-red (Latour 2007) y la Teoría del Compromiso Material
(Renfrew 2001, 2004). En ese marco, entendemos que tanto los objetos –incluidos los museológicos- como los
sujetos constituyen nodos simétricos en una red social de relaciones en la que la agencia está ampliamente
distribuida e implica todos los vínculos existentes entre todas las entidades que configuran un campo de
acción, cuyo dinamismo radica en las tensiones existentes entre los actantes.

Palabras clave
Objeto – agencia – red – semiosis
Keywords
Object – agency – net - semeiosis

Las políticas culturales han recibido, en los últimos años, una nueva y más intensa atención por
parte de los organismos gubernamentales pertinentes, tanto a nivel continental como nacional, en
base a que los nuevos paradigmas políticos, económicos y sociales que se están sustanciando en la
región no sólo no pueden estar desvinculados de aquellas, sino que configuran un sólido entramado
que opera como soporte de un desarrollo humano más justo e inclusivo. Si a ello se le suman los
planteos más recientes de la Nueva Museología y de la museología crítica, resulta evidente la
imperiosa necesidad de repensar y reformular nuestros museos que, en muchos casos, continúan
siendo “depósitos de cosas viejas”, tarea que bien podríamos comenzar preguntándonos qué son
esas “cosas viejas” o, dicho de otro modo, qué es un objeto de museo, cuándo un objeto deviene
museable, qué función cumple en la exposición, qué razones justificarían su contemplación por parte
de un visitante o su preservación por parte de una comunidad, cómo analizarlo.
Antes aún, será necesario indagar sobre qué son los objetos en general y cuál es la relación que
tienen con nuestras vidas: ¿son meras herramientas auxiliares en la ejecución de determinadas
acciones? ¿O estamos involucrados con ellos –y ellos con nosotros- de alguna manera mucho más
profunda de lo que habríamos estado dispuestos a admitir hasta ahora?

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El paradigma de la Modernidad y la Teoría del Actor-red

La Modernidad –cuya manera de ser y estar en el mundo continúa influyendo aún hoy en el
pensamiento occidental- puede ser caracterizada por múltiples oposiciones que, por otra parte,
sirvieron de sustento filosófico a la dominación colonial en todo el planeta: Dios/mundo,
espíritu/cuerpo, cultura/naturaleza, ciencia/ideología, civilización/barbarie, Nosotros/Otros,
mente/materia.
Nos interesa especialmente ésta última, de la que se desprenden, en cierto sentido, todas las
demás. Ella está en la base de una episteme descorporeizada y descontextualizada, pretendidamente
objetiva y universal, que Occidente impuso como la única válida y a la que las ciencias sociales vienen
cuestionando de manera casi permanente en los últimos años: disciplinas distintas, como la
neurociencia, la neurología, la ciencia cognitiva, la antropología, la sociología y la semiótica,
coinciden en afirmar hoy que mente y materia conviven en una relación de indisoluble unidad y
codependencia, por lo que es posible postular que la mente está corporeizada y extendida al mundo
material: los seres humanos nos instalamos en el mundo, lo conocemos y actuamos en él en sistemas
abiertos que incluyen cerebros “esencialmente situados en su propio nicho corporal, cultural y
medioambiental” (A. Clark, en Knappett y Malafouris 2008:1), recursos sociales y objetos y que son
verdaderas redes interactivas de carácter social, político, económico, ideológico y cultural. En ellas,
sujetos y objetos actúan como nodos simétricos, lo que le permite a Bruno Latour (2012) postular
una antropología a la que califica como “simétrica” con respecto a agentes humanos y no humanos y
dentro de la cual tanto unos como otros son esencialmente el producto o efecto de las redes 1.
El mismo autor apunta (op.cit.: 18) que el concepto de “red” resulta más flexible que “sistema”,
más histórico que “estructura” y más empírico que “complejidad”. Las redes son, al mismo tiempo,
reales, colectivas y discursivas (es decir, confluyen en ellas naturaleza, sociedad y discurso).
El concepto de cultura, señala Bruno Latour (op.cit.: 153 ss) , es un artefacto creado por nuestra
puesta entre paréntesis de la Naturaleza: no hay una naturaleza única y universal –puesto que en ella
confluyen tanto el actor material real como el objeto socialmente construido, en una geografía
híbrida que permite desmantelar la lógica binaria naturaleza/sociedad- y tampoco hay culturas
diferentes o universales. Sólo hay naturalezas-culturas, y son ellas las que ofrecen la única base
posible de comparación. En la propuesta de antropología simétrica que plantea el sociólogo francés,
todas las naturalezas-culturas –del planeta y de la historia- tienen en común el hecho de que
construyen, a la vez, a los humanos, a los divinos y a los no-humanos.
Es esta definición la que le permite a Latour formular su Teoría del Actor-red, en la que la
agencia, entendida como la capacidad de actuar y producir efectos pragmáticos sobre otros, no es

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una cualidad exclusiva de los seres humanos, sino más bien de los vínculos existentes entre sujetos y
objetos. De este modo, la agencia resulta ubicua e interminablemente extendida a través de redes de
relaciones materializadas; la agencia no es humana ni no humana: es relacional.
Para Latour y otros autores resulta más preciso, para referirse a cada una de las entidades que
funcionan como nodos de una red, el término “actante” que “actor” (en un sentido greimasiano: no
se trata de un individuo desempeñando un papel, sino de una función actancial), a menos que éste
último sea entendido como “un momento de indeterminación que genera hechos y situaciones. (…)
Un actor es el sitio donde colocamos lo que nos sorprendió post hoc cuando relatamos historias
sobre eventos y situaciones”. (John Law, en: Knappett y Malafouris op.cit.: 74).
Los actantes actúan sobre otros que, a su vez, lo hacen sobre ellos: por lo tanto, son múltiples y
mutuamente constituyentes. En este punto, aparece inevitablemente la cuestión de la
intencionalidad (y, por consiguiente, de la reflexividad), que el pensamiento moderno, fuertemente
antropocéntrico, asocia a la de agencia y que transforma la separación sujeto/objeto en una tensión
insuperable: para que una entidad actúe sobre otra, ¿es o no necesario que tenga, conciente o
inconcientemente, la intención de hacerlo? Si así fuera, se plantearían al menos dos problemas: en
primer lugar, la causa de cualquier agencia sería siempre mental y se estaría confundiéndola con
voluntad; en segundo lugar, deberíamos considerar el que Lambros Malafouris, un arqueólogo inglés
de origen griego, denomina el “problema de la atribución”: ¿quién derriba el árbol: el hacha, o la
persona que la empuña? A ambas cuestiones responde el mismo investigador: “El problema de la
agencia no es tanto el producto de la ilusión humana u otro error de atribución (…) sino un cierto
desequilibrio adquirido entre causalidad física y causalidad mental que desestabiliza la ecuación
cognitiva humana.” (En Knappett y Malafouris op.cit.: 22). Es decir, se trata de diferenciar la
“intención a priori”, consistente en una representación mental previa al acto, de la “intención en
acción”, como efecto pragmático, que constituye y es constituida tanto por las personas como por las
cosas, y por lo tanto no puede ser usada como criterio para adscribir la agencia sólo al componente
humano de la red. Malafouris suscribe la llamada Teoría del Compromiso Material formulada por
Colin Renfrew (2001, 2004)2: es en el acople dinámico entre mente y materia –ambas definidas como
entidades relacionales- donde radica la agencia. Por lo tanto, “la intencionalidad debe ser entendida
como un fenómeno distribuido, emergente e interactivo más que como un estado mental
subjetivo”(op.cit.: 33) y siempre está precedida por el compromiso material, al que, en otro texto, el
mismo investigador describe como “el territorio existencial más familiar y, al mismo tiempo, más
desconocido” (2005: 53). En esa tensión, a veces el objeto es una extensión de la persona y otras, la
persona una extensión del objeto. Pensamos a través de las cosas, en acción, incluso sin necesidad

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de una representación mental previa: con frecuencia, una acción se inicia microsegundos antes de
una decisión conciente.
Si el concepto de agencia no está ligado al de intencionalidad, tampoco lo está al de propósito ni
al de inteligencia; ésta última conlleva las capacidades de juicio crítico y de responsabilidad moral
que, evidentemente, no son atributos de los objetos, como sí lo es la capacidad de producir efectos
sobre otros entes, sean estos sujetos u objetos. La Teoría del Compromiso Material confluye así con
la Teoría del Actor-red propuesta por Latour: ambas enfatizan la no-humanidad de la agencia y
acentúan tanto el aspecto relacional como la multiplicidad de actantes.

El papel de los objetos

Pusimos en duda, en la introducción, que los objetos tuvieran sólo el carácter de simples
herramientas de las capacidades cognitivas y las conductas humanas. Vamos ahora aún más lejos: los
objetos que nos rodean, a lo largo de nuestras vidas, no sólo nos sirven como instrumentos,
soportes de memoria y refugios emocionales: nos configuran y nos definen. Tanto la vida de un
individuo como la de un grupo social puede ser narrada a través de los objetos, porque el acceso
directo a una parte de los nodos de la red nos permite recuperar la otra parte.
Conocemos a través de los objetos, porque ellos son el nexo entre los sujetos y el mundo. No
hay categoría, valor, condición, jerarquía, significado o relación que no tenga su correlato material.
Este es, además, el argumento central para sostener que no existe una “esencia” individual o
colectiva de los seres humanos, sino un proceso identitario que se construye a través de prácticas
sociales, las cuales, a su vez, necesariamente se traducen en objetos cuyas propiedades estéticas y
materiales no están separadas de los significados que pueden adquirir y los efectos que puedan
producir. Tanto la materialidad de las cosas como las propiedades del cuerpo y de la mente humanos
están involucrados en la creación de sentidos, en un proceso dialógico.
Los sistemas de memorias, valores y creencias que se configuran como ideologías están
anclados en auténticos artefactos materiales: objetos, prácticas rituales, monumentos, vestimentas,
paisajes, enterratorios, fiestas, etc., que entretejen creativamente el pasado con el presente y que
son resignificados permanentemente.
“Si la cognición está así distribuida, entonces es también histórica y heterogénea y debe
asimismo ser analizada diacrónica y diferencialmente”, propone John Sutton (en Knappett y
Malafouris op.cit.:37); es decir, un análisis de la cultura material conlleva la consideración de dos
categorías culturalmente construidas como propiedades de los cuerpos: el espacio y el tiempo.

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El espacio es un hecho existencial elemental y condición ineludible de nuestra corporeidad;
reúne sujetos, objetos, memorias, estructuras, historias, en entramados significativos. La función,
uso, propósito y agencia de un objeto están estrechamente ligados con la ecología del espacio que
habita, que es tanto un sistema físico como social, en el que circulan significados socialmente
inteligibles y en el cual las entidades –paisajes, casas, cuerpos, objetos- intercambian libremente
propiedades en forma de atributos conceptuales y asociaciones simbólicas. Dicho de otro modo, el
espacio opera como marco interpretativo para la puesta en escena de los objetos que se encuentran
en él y, semióticamente, puede ser entendido como un interpretante de un modo de ser y de estar
en el mundo por parte de un sujeto social.
Igualmente, una investigación sobre los objetos debe tener en cuenta el flujo temporal, sea que
los efectos de éste se traduzcan como ciclo o decadencia, como destrucción o inestabilidad, como
recuperación o presencia continuada: percibimos el tiempo como agente de cambios cuya evidencia
son los objetos.
Las personas, las cosas, los lugares, son entidades temporales; no son entidades estáticas, sino
que están constantemente cambiando o alterando su naturaleza. Otro tanto podemos decir de la
experiencia, que está conformada temporalmente: la memoria de lugares, personas y objetos que
conocimos antes tiñe nuestras percepciones presentes y cómo reaccionamos ante lo nuevo. El
pasado influye en el presente y el presente rearticula el pasado.
En consecuencia, la definición de cualquier objeto es histórica, no innata (inscripta en o desde la
mente/cerebro) ni sustancial (inherente a los entes o fenómenos); siempre proviene de cómo actúe
o sea usado en los distintos contextos en los que participe.
Disponer de definiciones, sin que cada nueva generación tenga que recrearlas, es una de las
condiciones mínimas para que exista una cultura. Pero ello no debe empujarnos a suponer su
necesariedad apodíctica y sí a encuadrarlas en la productividad convencional y contingente de los
correspondientes procesos de contextualización.
De lo dicho se desprende que es inevitable tener en cuenta la dimensión diacrónica en el análisis
de cualquier objeto: las funciones utilitarias, sociales y simbólicas de un objeto se definen por su
performance en actividades a lo largo de la cadena operatoria que es su “historia de vida”, primero
de los cuatro componentes de cualquier artefacto. Los otros tres son: las elecciones técnicas para su
manufactura, sus características y compromisos performativos y las actividades e interacciones en
los que interviene.

La semiótica peirceana en el análisis de los objetos

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Si asumimos que los seres humanos convivimos con los objetos en redes dinámicas en las que la
agencia está simétricamente distribuida, advertiremos que esas conexiones son –como hemos
venido apuntando hasta aquí- esencialmente semióticas. En ese sentido, es la línea peirceana la que
ofrece el mayor potencial para su análisis; entre otras razones, porque contiene una teoría de las
relaciones entre sentido, objetos y conducta, independiza la semiosis del lenguaje y la conciencia
humanas y porque desengancha agencia de humanidad, por cuanto entiende que el signo se
distingue por los contornos de su efecto significante -que consiste básicamente en su capacidad de
generar otros signos- y a la semiosis como una propiedad relativa y relacional que no está sujeta al
lenguaje ni depende de la conciencia, sino de contextos concretos e identificables. Los signos no sólo
representan la realidad social, sino que la crean y la modifican en un proceso inherentemente
inestable, ya que la semiosis está ligada a situaciones experienciales particulares.
Por otra parte, y a diferencia de la semiología saussureana, el marco formulado por el semiótico
estadounidense permite reconocer que, en la cultura material, los sistemas de significación pocas
veces se apoyan en la convencionalidad: con frecuencia se trata de articulaciones semióticas
-icónicas o indiciales- que involucran procesos de mediación mucho más complejos y éstos sólo
pueden ser analizados pragmáticamente. En consecuencia, la reducción de “semiótico” a “simbólico”
(y el uso abusivo, además de errado, que las ciencias sociales hacen de este último calificativo) no le
hace justicia al complicado sistema por el cual los signos objetuales contienen y constituyen sentidos
socioculturales; sobre todo, si se tiene en cuenta que la recurrencia de íconos e índices en la cultura
material es mucho más alta que la de los símbolos. Éste es el argumento que convalida la afirmación
de Malafouris: “La relación entre el mundo y la cognición humana no es la de una representación
abstracta o alguna otra forma de acción a distancia, sino una de inseparabilidad ontológica ” (2005:
58).
Todo lo que existe es susceptible de ser leído como signo, todos los signos despliegan una
agencia de varias clases y, por lo tanto, agencia y significado son, en cierto sentido, equiparables. Es
posible entonces hablar de una “semiótica de la materialidad”, al interior de la cual actantes
humanos y no humanos se enlazan dialécticamente, como lo propone la Teoría del Actor-red, en
entramados de significación donde las cosas actúan delimitando y determinando el funcionamiento
del signo: si la significación no puede ser desprendida de sus contextos experienciales, la agencia
material está inmersa tanto en la actividad semiótica como en la cognitiva. Malafouris (2005:58)
argumenta que la cultura material le posibilita al ser humano pensar en acción, a través de los
objetos, sin necesidad de remitir a la representación mental abstracta. Luego, una de la implicaciones
más sustantivas de la semiótica peirceana es que las personas y las cosas confluyen en la mediación

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semiótica, en la que los signos no funcionan simplemente como vehículos que transportan
información, sino que actúan como interlocutores.
De la caja de herramientas peirceanas, para esta semiótica de la materialidad también resulta
útil el concepto de interpretante, al que Peirce define como “aquello que el Signo produce en la Casi-
mente que es el Intérprete determinando a éste último a un sentimiento, una acción o un Signo, cuya
determinación es el Interpretante” (Charles Peirce. Collected Papers 4.536. Cit. en: Knappett y
Malafouris op.cit., 190). El interpretante no tiene, necesariamente, una base antropocéntrica o
cognitiva, y por eso mismo estrecha y consolida la relación signo-objeto. El interpretante genera una
semiosis infinita, que remite inevitablemente a otras semiosis vigentes 3 en el grupo social y a las que
el intérprete acude, de manera más o menos conciente, en el momento de formular una hipótesis
interpretativa.

El objeto de museo

El ICOM4 define el museo como “toda institución permanente, sin finalidad lucrativa, al servicio
de la comunidad y de su desarrollo, abierto al público, que adquiere, conserva, investiga, comunica y
exhibe para fines de estudio, educación y deleite, testimonios materiales del hombre y su entorno”
(XI Asamblea General, Copenhague 1974). En años recientes, se ha incorporado además la noción de
patrimonio intangible, para referirse a aquellos bienes inmateriales que merecen, igualmente, ser
preservados y comunicados al interior de la institución museística.
Es decir que aquello que un museo alberga en su interior forma parte del patrimonio de una
comunidad. El mismo ICOM apunta que la noción de patrimonio remite al “conjunto de todos los
bienes o valores naturales o creados por el hombre, materiales o inmateriales, sin límite de tiempo ni
lugar, heredados de generaciones anteriores o reunidos y conservados para ser transmitidos a las
futuras generaciones” (2010:67).
Los bienes materiales son en general objetos muebles, separados del flujo de la vida cotidiana,
seleccionados en función de su potencial de testimonio activo de relaciones, rutinas e interacciones
de las que formaron parte –y para las cuales constituyen la evidencia empírica- e integrados a un
discurso expositivo dentro del cual adquieren y aportan significación 5.
Materia prima del museo, el objeto es el centro de interés en torno al cual se organiza una
multitud de contenidos en una progresión de círculos concéntricos cada vez más complejos y cuyo
poder radica fundamentalmente en que actúa como correlato material de una teoría, una narración,
una ideología, un pensamiento filosófico o religioso. Bien puede decirse que la selección y la
exhibición de un objeto museal son exitosas en la medida en que desencadenan, más allá de la

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emoción primera –interpretante inmediato-, reflexiones de tipo lógico –interpretante final. De allí la
función didáctica que cumple un objeto de museo: no sólo permite fijar la atención, provocando
situaciones empáticas y transformándose en un elemento de referencia, sino que actúa como
soporte de la memoria –atractor mnemónico- y activa la cadena de conceptos relacionados (en
términos peirceanos, la cadena de semiosis infinita) al interior del mensaje que el museo intenta
transmitir y cuya dimensión ideológica resulta innegable.
Suele enmarcarse a los museos y a los objetos que contienen en el campo de la cultura (o, en
términos frankfurtianos, de las industrias culturales), como si ésta pudiera operar
independientemente de las circunstancias económicas, políticas y sociales en medio de las cuales se
constituye. La separación entre cultura y política es una más de las oposiciones asimétricas
reforzadas por la Modernidad, que pone a la primera varios escalones por encima de la segunda –con
frecuencia vista como un “mal necesario”-, dándole carácter disciplinario de educación y
perfeccionamiento moral.
El análisis del objeto de museo puede ser abordado desde diferentes enfoques: morfológico,
estético, funcional, técnico, económico, sociológico, histórico; sin embargo, la elección tendrá
siempre una arista político-ideológica que no puede ser soslayada. Las decisiones sobre la
construcción, preservación y difusión de los museos y los objetos que albergan son eminentemente
políticas: ignorar esto llevaría a interpretaciones probablemente equivocadas; sobre todo, si se tiene
en cuenta que una de las funciones del museo es la de reforzar los discursos identitarios o de los
grupos hegemónicos.
A nuestro juicio, es el semiótico el que integra, de un modo lógico y coherente, a todos los otros
enfoques: el pragmatismo peirceano obliga a considerar el conjunto de los factores contextuales que
deben ser contemplados en orden a formular una hipótesis interpretativa que admita luego ser
contrastada con el texto en cuestión; en este caso, el museológico. En esa formulación intervienen
varios mundos semióticos posibles6, que se ponen en juego dialécticamente: el del objeto
representado, el del curador, el del visitante y el de la situación comunicativa configurada en el curso
de la visita concreta, que remite a su dimensión pragmática.
Exhibido en un museo, el objeto deja de ser un objeto semiótico y asume el carácter de semiosis
sustituyente de otros objetos o comportamientos, por efecto mismo de su “puesta en escena”; por
eso su calidad es ya metasemiótica, dado que se lo presenta como un discurso sobre el mismo
objeto. Si, como dijimos antes, los objetos funcionan sobre todo como íconos o índices, convendrá
detenernos brevemente en la definición del segundo de los tipos mencionados de signo, a fin de
poder demostrar que ésta es la función que primordialmente cumple dicho objeto.

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De acuerdo a la propuesta peirceana, un índice es un existente que, mediante ciertas relaciones
físicas de contigüidad, causalidad o factorialidad establecidas con su objeto, actualiza otro existente
para un intérprete. En el caso de los objetos, esas relaciones son físicas y no-arbitrarias. La
contigüidad puede ser física, social, espacial, temporal; la causalidad refiere al contexto histórico en
el cual el objeto fue necesario y consecuentemente producido; la factorialidad permite integrar al
objeto como parte de esa red contextual a la que está representando. Luego, podemos afirmar que
la indexicalidad es el más importante de los procesos semióticos en lo que concierne a los objetos de
museo; en esos procesos las conexiones se multiplican a través de redes y los artefactos (y técnicas)
adquieren significado.
Magariños de Morentín distingue, entre los objetos de museo, tres grandes grupos: a) el objeto
único, es decir, aquel que se representa a sí mismo, por lo que deja de ser un objeto para convertirse
en un representamen (relación de contigüidad); b) el objeto ejemplar o prototipo, o sea, un signo
indicial que además es un legisigno (relación de causalidad); c) el objeto réplica: un existente que
actualiza una serie de rasgos y relaciones propios de un conjunto (relación de factorialidad)
(2008:373).
Al mismo tiempo que su única posibilidad representativa es la de representarse a sí mismo, el
objeto de museo refiere a una ausencia, la de aquel que originalmente fue y que ahora,
precisamente por su cualidad museística, dejó de ser 7. En relación a esa ausencia, tiene una
dimensión metafórica (como término presente de una comparación donde el otro no está) y una
metonímica (como parte de un todo). Luego, la exhibición debe ser tal que el espectador perciba esa
ausencia e intente cubrirla desde las otras semiosis vigentes en su comunidad y que integran su
gramática de reconocimiento: “Ninguna semiosis se basta a sí misma, sino que su interpretación
necesita de otra u otras semiosis (y/o de más elementos de la propia semiosis) para que signifique”
(op.cit.:334). De ahí que la eficacia comunicativa que el objeto de museo puede alcanzar depende de
que el intérprete conozca esas semiosis.

Un estudio de caso: el Acta de la Independencia Argentina

El 9 de julio de 1816, en la ciudad de San Miguel de Tucumán, los 29 diputados del Congreso
reunido en representación de las Provincias Unidas del Río de la Plata 8 firmaron el Acta de
Declaración de la Independencia, texto fundacional de nuestra existencia como nación libre y
soberana.
El documento original, redactado por José Mariano Serrano 9, se perdió. Al respecto hay por lo
menos dos versiones: la primera, indica que el acta habría sido llevada a Buenos Aires por el diputado

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Bustamante. En 1910 fue retirada de la Legislatura, junto con todas las actas del Congreso de 1816 a
1820, por Agustín Piaggio, diputado provincial, además de monseñor y vicario de la Armada, quien
estaba escribiendo un libro. A su muerte, su biblioteca y archivo pasaron a manos de monseñor
Dionisio Napal, asesor espiritual de una encumbrada familia, los Uballes, quienes a su vez los
cedieron a la comunidad religiosa del colegio San Francisco de Sales. En 1966, en ocasión del
Sesquicentenario de la Independencia, el entonces Presidente de la Nación Arturo Illia ordenó su
búsqueda. Jorge Uballes de Oliveira Cézar acompañó al salesiano José Clemente el 4 de mayo de ese
año para dejar frente al presidente Illia los paquetes de 3100 fojas del Congreso que declaró la
Independencia. Entre todas ellas, la primera auténtica Acta de la Independencia no fue encontrada.
La segunda versión –no necesariamente del todo divergente de la primera- indica que el
Congreso reunido en Tucumán comisionó al oficial porteño Cayetano Grimau y Gálvez para llevar los
documentos a Buenos Aires. Grimau y Gálvez partió a caballo, y en Córdoba fue asaltado por un
soldado de Artigas, José “el Inglés” García, quien le ordenó que le entregara los papeles. Éstos
habrían ido a parar a manos del líder oriental o a las de Miguel Calixto del Corro, sacerdote y
diputado por Córdoba en el Congreso de Tucumán, quien tenía muy buenas relaciones con los
aliados de Artigas.
Lo cierto es que el más importante documento de la historia de nuestro país no existe en su
forma original.
Felizmente, a los pocos días de aquella histórica reunión, los congresales le habían solicitado al
Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón la impresión de 1500 copias en castellano y 1500
bilingües: 1000 en quechua-castellano, y 500 en aymara-castellano 10. Una de las copias en castellano
se conserva en el Área de Documentación y Registro del hoy Museo Casa Histórica de la
Independencia, donada por Horacio Descole 11 en 1973. Consta de tres folios independientes, escritos
a mano en ambas caras con tinta negra, devenida en color sepia. En el Folio 1 en su anverso se lee a
modo de carátula: “Acta de la Jura de la Independencia a 9 de julio de 1816”; en el Folio 2 se
encuentra la Fórmula del Juramento, con firmas autógrafas; en el Folio 3 se observa el texto
completo del Acta y la declaración con firma autógrafa de Serapión José Arteaga. El documento no
está disponible al visitante; lo que se exhibe es un facsímil.
Conviene detenernos brevemente en la ubicación espacial: la Casa, tal como puede ser visitada
en la actualidad, es una reconstrucción hecha para acoger el Museo de la Independencia e
inaugurada en 1943. Antes de esa fecha, había sufrido distintas intervenciones y
refuncionalizaciones, incluida su demolición casi total ( salvo el Salón de la Jura, el único sector
preservado a lo largo de estos casi doscientos años). Hoy, recuperada la distribución original, consta
de dos patios, en torno de los cuales están las habitaciones. El visitante accede al Museo, desde un

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zaguán de entrada, al ala izquierda del primer patio (el ala derecha está destinada a oficinas), para
iniciar un recorrido cronológico que va de la Colonia hasta la historia, sobre todo fotográfica, de la
Casa, a lo largo de siete salas. La puerta que comunica la última con el zaguán que obra como puente
entre el primer patio y el segundo tiene al frente la de la Sala de la Jura, donde se realizaron las
sesiones del Congreso y que alberga hoy réplicas de parte de los muebles usados en ellas 12 y retratos
de los diputados. El visitante sólo puede adentrarse en esta sala un par de metros; luego encuentra
un límite consistente en una barra horizontal colocada a un metro y medio del suelo, sobre la que se
apoya, centralmente, la vitrina que contiene el facsímil de la copia. A ambos lados hay sendas
infografías, una sobre el Congreso y otra sobre los diputados.
De este modo, el itinerario museístico, en el que la ubicación del documento que estamos
analizando lo pone en el lugar de meta, resulta un signo icónico de una parte fundamental de nuestra
historia, la que va de la Colonia a la Independencia, período durante el cual adquirimos el carácter de
nación libre y soberana, tal como lo atestigua el Acta de Independencia. Esta dimensión testimonial
es la que la convierte en parte del patrimonio argentino y, en consecuencia, en un objeto museable.
Según la clasificación de los objetos de museo propuesta por Magariños de Morentín a la que
nos referimos antes, el Acta es un objeto único; exhibido en el museo, deja de ser lo que fue para
convertirse en un representamen de un objeto que, al devenir museológico, resulta ausente, lo que
le da al signo carácter metafórico. El aspecto metonímico consiste en ser parte de un relato mayor,
evocado por el conjunto de la Sala. También es un objeto ejemplar o prototipo, o sea, un legisigno,
actualizado en el sinsigno que es el facsímil. Tratándose de un facsímil de una copia, adquiere
doblemente el carácter de réplica, lo cual subraya su dimensión icónica.
En consecuencia, la eficacia del nuestro objeto de estudio es, ante todo, designativa, por cuanto
le proporciona al interpretante un sustituto, en el marco de la operación metafórica ya señalada;
pero asimismo es indicativa, en la medida en que el objeto museístico tiene con el original una
conexión dinámica de recuperación y es indicio de los sucesos ocurridos en julio de 1816.
Profundizando aún más el análisis, diremos que el objeto exhibido es, en la clasificación
peirceana, un índice, porque: a) tiene con el objeto original una relación de contigüidad social, ya que
reproduce, en materia y estilo, los documentos de la época; de contigüidad espacial, porque se ubica
en la misma sala en que el documento fue firmado; de contigüidad temporal, porque representa un
cierto momento histórico, el mismo en el cual fue producido. b) La relación de factorialidad –segunda
posibilidad en el caso de los índices- se basa en que el objeto representa, repetimos, una parte de un
todo, entendido éste como la consecución del carácter soberano por parte de las Provincias Unidas
del Río de la Plata. c) La relación de causalidad está dada no sólo por que en éste, como en cualquier
otro objeto, las elecciones técnicas en los procesos de fabricación son también socioculturales, sino

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fundamentalmente porque hechos políticos de la envergadura de una Declaración de Independencia
producen, en nuestra civilización occidental, y desde hace siglos, documentos probatorios.
Es, precisamente, en esta cualidad probatoria donde radica la agencia del Acta de la
Independencia: es el mejor testigo posible, para las futuras generaciones, de la decisión
trascendental tomada, de quiénes la tomaron, porqué y para qué. Por eso mismo, como nodo
fundamental de una compleja red cuyos hilos comenzaron a tejerse hace casi doscientos años,
interpela al visitante, particularmente al argentino, y lo coloca en el centro de una historia que es la
suya. El hecho de que se trate del facsímil de una copia de un original perdido –dato que podría
debilitar su carácter documental- queda relegado a segundo plano.
Aunque pocos son los visitantes que se detienen a leer el texto (lectura difícil si se tiene en
cuenta el deterioro sufrido por el papel y un estilo caligráfico que hoy nos resulta arduo), basta su
presencia para que se recuperen atractores mnemónicos que datan, en gran medida, de la escuela
primaria. Pero además, cabe recordar que una interpretación es siempre un texto que emerge de
una gramática de reconocimiento devenida de producción –doble juego entre poder e ideología- y
que es la resultante de un contexto histórico. Hoy, forma parte de nuestra gramática de
reconocimiento una suerte de “revisionismo” histórico que ha llevado a amplios sectores de la
población a releer y repensar nuestra historia con una mirada mucho más crítica de lo que lo hicieron
generaciones anteriores.

A modo de conclusión

La comunicación del patrimonio es el eje vertebrador y el propósito final de un museo, tarea que
puede y debe hacerse contemplando, al mismo tiempo, sus necesidades vitales presentes. A partir de
las funciones de investigación, conservación y transmisión cultural, el museo toma la de ser un
instrumento de desarrollo social y cultural al servicio de la comunidad, por cuanto la salvaguardia del
patrimonio contribuye al proceso de identificación y socialización de un grupo humano.

Repensar nuestros museos, a fin de que cumplan con la mayor eficacia posible el papel cultural y
social que les corresponde, implica volver a considerar la función que desempeña el objeto
museístico en ellos. Por lo general, éste actúa como ícono o índice, tiene como referente a una
cultura, actividad o hecho pasados y su significado es siempre renegociado en el presente, desde la
gramática social de reconocimiento vigente.
Si recordamos que cualquier objeto forma parte de una red dinámica en la que interactúan
sujetos y objetos, comprenderemos porqué, al analizar una de las partes –en este caso los objetos-

12
estamos asimismo remitiéndonos a la otra, es decir, a las personas que también formaron parte de
esa red. Es en este sentido que podemos decir que el objeto museístico tiene una dimensión
profundamente antropológica.

13
1
Siguiendo a Michel Serres, Latour utiliza la noción de “cuasi objetos”, esos híbridos que no son enteramente humanos ni
tampoco exclusivamente no humanos y a los que califica como “reales como la naturaleza, narrados como el discurso,
colectivos como la sociedad, existenciales como el Ser” (op.cit.: 133). Ellos son el terreno de todos los estudios empíricos
efectuados sobre las redes.
2
La propuesta de Renfrew pretende unir los aspectos físicos y conceptuales de la materialidad, en contraste con las
oposiciones clásicas entre mente y materia, signo y referente, significante y significado. Para Renfrew, la cultura material
de cualquier sociedad es un vasto compromiso continuo que define la vida de esa sociedad. A ello añade Malafouris que
“agencia e intencionalidad pueden no ser propiedades de las cosas, pero tampoco son propiedades humanas: son las
propiedades del compromiso material, es decir, de la “zona gris” donde confluyen cerebro, cuerpo y cultura.”
3
Magariños de Morentín denomina a esas semiosis vigentes “atractores mnemónicos”, a los que define como “imágenes
(experiencias figurativas, cualitativas y/o normativas) conservadas en la memoria, que reconducen lo que se está
percibiendo a otras percepciones ya dotadas de sentido (o dotadas de un significado histórico), atribuyéndoselo,
contraponiéndolo, transfiriéndolo o proponiéndolo como el sentido (o como la búsqueda de significado) de la nueva
propuesta perceptual”(2008: 333).
4
International Council of Museums, organización dependiente de la UNESCO, creada en 1946 como foro diplomático,
compuesta por cerca de 30.000 museos y profesionales de museos que representan a la comunidad museística
internacional. Tiene estatus consultivo en el Consejo económico y social de las Naciones Unidas.

5
“La forma en que las cosas son puestas en exposición y cómo son vistas, su régimen de curiosidad, no pueden ser
separadas de la distribución espacial, las técnicas de exposición, los recorridos de los visitantes, la distinción entre salas de
exposición, almacenes y áreas de estudio, el sentido de autenticidad y el naturalismo en la exhibición de los objetos ”
(Estévez 2011: 45).
6
Según Magariños, un Mundo Semiótico Posible es “una representación que muestra las características relacionales según
las cuales determinada entidad se vincula con otras, en el conjunto de contextos en los que efectivamente se registra su
presencia. (…) Cada MSP está constituido por múltiples definiciones contextuales y/o configuracionales y/o
disposicionales, todo ello referido a una única entidad.” (2008: 392-3).
7
Artificios como la vitrina o el cimacio, separadores entre el mundo real y el mundo imaginario del museo, no son otra
cosa que rótulos de objetividad que sirven para garantizar la distancia (crear una distanciación, como decía Bertolt Brecht
del teatro) y señalar que lo que se presenta no pertenece más a la vida, sino al mundo cerrado de los objetos (ICOM
2010:63).
8
Las ciudades representadas fueron: Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, Santiago del Estero, La Rioja, San Juan, Mendoza,
San Luis, Córdoba y Buenos Aires. También se incorporaron a las sesiones diputados provenientes del Alto Perú (Charcas,
Chichas, La Plata, Mizque y Cochabamba), regiones que posteriormente quedarían fuera del actual territorio nacional. Las
provincias del Litoral y la Banda Oriental, bajo la influencia de José Gervasio de Artigas, al igual que los territorios del
Paraguay, no estuvieron representados.
9
(1788-1852) Abogado nacido en Chuquisaca y representante por Charcas ante la Asamblea del año XIII y en el Congreso.
Fue ministro de los gobernadores tucumanos Aráoz y González. Participó en la Asamblea que declaró la Independencia de
Bolivia. En 1841, llegó a ejercer la primera magistratura de su país.

10
El Acta en quichua-castellano lleva como título “versión parafrástica” ya que el documento contiene el texto en ambos
idiomas separados por una columna, conforme al objetivo de difundir el Acta entre los hablantes de ese idioma. Contiene
notas sobre ortografía y pronunciación del quichua. Fue publicado en la imprenta de M. J. Gandarillas (Buenos Aires,
1816). Consta de dos hojas sin foliar, a dos colores y fue cedida en préstamo por el Museo Mitre, Biblioteca Americana,
Sección Lenguas Americanas. La copia parafrástica en idioma aymara cuenta con dos folios, publicados por la misma
imprenta de M. J. Gandarillas (Buenos Aires, 1816). Fue cedida en comodato por el Complejo Museográfico Provincial
“Enrique Udaondo”, de Luján, provincia de Buenos Aires, donde había sido hallada merced a un trabajo de relevamiento
histórico del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI).
Cabe preguntarse el porqué de la elección de estas dos lenguas indígenas y no de otras que aún hoy continúan hablándose
en nuestro país. La respuesta radica en la propuesta de adoptar como forma de gobierno una monarquía parlamentaria, al
estilo inglés, presentada al Congreso por Manuel Belgrano y secundada por José de San Martín y Miguel de Güemes. Las
Provincias Unidas tendrían su capital en Cuzco y la corona sería entregada a un descendiente de la casa de los Incas,
posiblemente a Juan Bautista Tupac Amaru. En ese marco, cobra sentido la elección de las dos lenguas andinas, por su
potente evocación de lo incaico.
11
Rector de la Universidad Nacional de Tucumán entre 1946 y 1951, su gestión fue una de las más memorables en esa
casa de altos estudios: diseñó una nueva estructura, organizada por institutos, y aumentó de 5 a 40 las carreras que se
cursaban; expandió la Universidad en la región, creando el Instituto de Geología y Minería, el Instituto de Biología de
Altura y el Instituto de Medicina Popular, en Jujuy; la Escuela Técnica de Vespucio y el Instituto de Humanidades, en Salta;
la Escuela de Agricultura en El Zanjón, en Santiago del Estero, por ejemplo. Incorporó a la UNT la Universidad Salesiana del
Trabajo y creó el Servicio Médico.
12
Los originales se conservan en la Iglesia de San Francisco.

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