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Pierre Bourdieu

E l baile
de los solteros
La crisis de la sociedad campesina
en el Bearne

Traducción de Thomas Kauf

EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
i i t u lo a e la e d ic ió n o r ig in a l:
Le bal des céiibataires
© Éditions du Seuil
París, 2002

Publicado con la ayuda del Ministerio francés


de Cultura-Centro Nacional del Libro

Diseño de la colección:
Julio Vivas
Ilustración: Photo D R

© KDITOR.IAL .AIMAGRANIA, S, A., 2004


Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona

ISBN: 84-339-6212-4
Depósito Legal: B. 42708-2004

Printed in Spain

Liberduplex, S. L., Constkució, 19, 08014 Barcelona


El baile de Navidad, se celebra en el salón in­
terior de un café. En ei centro de la pista, brillan­
temente iluminada, bailan una docena de parejas,
al son de unas canciones de moda. Son, principal­
mente, «estudiantes», alumnos de secundaria o de
los institutos de las ciudades vecinas, en su mayo­
ría hijos del lugar. Y también hay algunos solda­
dos, muchachos de la ciudad, obreros o emplea­
dos, que visten pantalón vaquero y cazadora de
cuero negro y llevan la cabeza descubierta o som­
brero tirolés. Entre las bailarinas hay varias mu­
chachas procedentes de los caseríos más alejados,
que nada diferencia de las demás nativas de Les-
quire que trabajan en Pau como costureras, cria­
das o dependientas. Varias adolescentes y niñas de
diez o doce años bailan entre sí, mientras los cha­
vales se persiguen y se zarandean entre las parejas.
Plantados al borde de la pista, formando una
masa oscura, un grupo de hombres algo mayores
observan en silencio; todos rondan los treinta
años, llevan boina y visten traje oscuro, pasado de
moda. Como impulsados por la tentación de par­
ticipar en el baile, avanzan a veces y estrechan el
espacio reservado a las parejas que bailan. No ha
faltado ni uno de los solteros, todos están allí- Los
hom bres de su edad que ya están casados han de­
jad o de ir al baile. O sólo van por la Fiesta M ayor
o por la feria: ese día todo el m u n d o acude al Pa­
seo y todo el m u ndo baila, hasta los «viejos». Los
solteros no bailan nun ca, y ese día n o es una ex­
cepción . Pero entonces llam an m enos la atención,
porque todos los h om bres y las m ujeres dei pueblo
han acudido, ellos para tom arse unas copas con
los am igos y ellas para espiar, cotillear y hacer co n ­
jeturas sobre las posibles bodas.
E n los bailes de ese tipo, co m o el de N avidad
o el de A ño N uevo, los solteros n o tien en nada
que hacer. S o n bailes «para los jóvenes», es decir,
para los que no están casados; los solteros ya han
superado la edad núbil, pero son , y lo saben, «in­
casables». S o n bailes a los que se va a bailar, pero
ellos no bailarán. D e vez en cu and o, com o para
disim ular su m alestar, brom ean o alb orotan un
poco.
T o c a n una m archa: una m u ch ach a se acerca
al rin có n de los solteros y le pide a u no que baile
co n ella. Se resiste u n p oco, avergonzado y encan­
tado. D a una vuelta por la pista de baile subrayan­
do deliberadam ente su torpeza y falta de agilidad,
un poco co m o hacen los viejos el día del baile de
la asociación de agricultores y ganaderos, y hacien­
do guiños a sus am igos. C u an d o acaba la canción,
va a sentarse y ya no bailará más. «Ése», m e dicen,
«es el h ijo de A n ... [un propietario im portante].
L a chica que lo ha invitado a bailar es una vecina.
Lo ha sacado a dar una vuelta p or la pista para que
esté con ten to.» T o d o vuelve a la norm alidad. Se­
guirán allí hasta la m edianoche, casi sin hablar, en
m edio del ruido y las luces del baile, con tem plan ­
do a las inaccesibles m uchachas. L uego irán a la
sala de la fonda, donde se pondrán a beber senta­
dos unos frente a otros. C antarán a voz en grito
antiguas canciones bearnesas prolongando hasta
quedar afónicos unos acordes discordantes, m ien ­
tras, al lado, la orquesta to ca twists y chachachás.
Y , en grupos de dos o de tres, se alejarán lenta­
m ente, cuando acabe la n oche, cam ino de sus re­
cónditas granjas.
F ie r r e B o u r d ie u 5

1. Véase «Reproducción interdite. La dimensión symbolique de la


domination économique», en Etudes rurales, 113-114, enero-junio de 1989,
pág. 9.
IN T R O D U C C IÓ N

Los artículos recopilados aquí remiten en tres ocasiones ai


mismo problema, pero cada vez con un bagaje teórico más pro­
fundo porque es más general y, no obstante, tiene mayor base
empírica.1 Y, por ello, pueden resultar interesantes para aquellos
que deseen seguir una investigación de acuerdo con la lógica de
su desarrollo y llevarlos al convencimiento, que yo siempre he
tenido, de que cuanto más profundiza el análisis teórico, más
cerca está de los datos de la observación. Creo, en efecto, que,
cuando se trata de ciencias sociales, la trayectoria heurística tie­
ne siempre algo de viaje iniclático. Y tal vez no sea del todo ab­
surdo ni esté del todo desplazado considerar una especie de BU-
dungsroman, es decir, de novela de form ación intelectual, la
historia de esta investigación que, tomando como objeto los pa­
decimientos y los dramas asociados a las relaciones entre los se­
xos —así rezaba, más o menos, el título que había puesto, mucho
antes de la emergencia de los gender studies, al artículo de Les
Temps modemes dedicado a este problema—, ha posibilitado o ha
obrado una auténtica conversión. El término conversión no es,
a m i parecer, exagerado para designar la transformación, a la vez

1 . Fierre Bourdieu, «Célibat et condition paysanne», en Études rurales,


5-6, abril-septiembre de 1962, págs, 32-135; «Les stratégies matrimoniales
dans le systeme de reproduction», en Armales, 4-5, julio-octubre de 1972,
págs. 1105-1127; «Reproduction interdite. La dimensión symbolique de la
dominación économique», op, c i t págs. 15-36.
intelectual y afectiva, que me ha llevado de la fenomenología de
la vida afectiva (fruto también, tal vez, de los afectos y de las
aflicciones de la vida, que se trataba de negar sabiamente), a una
visión del mundo social y de la práctica a la vez más distanciada
y realista, y ello gracias a un auténtico dispositivo experimental
para propiciar la transformación del Erlebnis en Erfahrung, es
decir, del saber en experiencia. Esta mudanza intelectual conlle­
vaba muchas implicaciones sociales puesto que se efectuaba me­
diante el paso de la filosofía a la etnología y a la sociología y,
dentro dé ésta, a la sociología rural, situada en el peldaño infe­
rior dentro de la jerarquía social de las disciplinas, y que la re­
nuncia electiva que implicaba ese desplazamiento negativo en el
espacio universitario tenía como contrapartida el sueño confuso
de una reintegración en el mundo natal.
E n el primer texto, escrito a principio de los años sesenta,
en un momento en el que la etnografía de las sociedades euro­
peas es casi inexistente y en el que la sociología rural se mantie­
ne a una distancia considerable del «terreno», me propongo, en
un artículo acogido entusiásticamente en Études rurales por
Isaac Chiva (¿quién pondría hoy a disposición de un joven in­
vestigador desconocido casi medio número de una revista?), re­
solver ese enigma social que es el celibato de los primogénitos
en una sociedad conocida por su apego furibundo al derecho
de primogenitura. Todavía muy cercano de la visión ingenua,
de la que, sin embargo, pretendo disociarme, me lanzo a una
especie de descripción total, algo desenfrenada, dé un mundo
social que conozco sin conocerlo, como ocurre con todos los
universos familiares. Nada escapa a la furia cientificista de
quien descubre con una especie de enajenamiento el placer de
objetivar tal como enseña la G uide pratique d ’é tude directe des
comportements culturéisy de Marcel Maget, espléndido antídoto
hiperempirista contra la fascinación que ejercen entonces las
elaboraciones estructuralistas de Claude Lévi-Strauss (y de la
que da fe suficiente mi artículo sobre la casa cabileña, que escri­
bo más o menos en esa época). El signo más manifiesto de la
transformación dei punto de vista que implica la adopción de
la postura del observador es el uso intensivo al que recurro en­
tonces de la fotografía, del mapa, del plano y de la estadística;
todo tiene cabida allí: aquella puerta esculpida ante la que ha­
bía pasado mil veces o los juegos de la fiesta del pueblo, la edad
y la marca de los automóviles y la pirámide de las edades, y en­
trego al lector el plano anónimo de una casa familiar en la que
jugué durante toda mi infancia. El ingente trabajo, infinitamen­
te ingrato, que requiere la elaboración estadística de numero­
sísimos cuadros de gran complejidad sobre poblaciones reía"
tivamente importantes sin la ayuda de la calculadora o del
ordenador participa, como las no menos numerosas entrevistas
asociadas a amplias y profundas observaciones que llevo a cabo
entonces, de una ascesis de aire iniciático.
A través de la inmersión total se realiza una reconciliación
con cosas y personas de las que el ingreso en otra vida me había
alejado insensiblemente y cuyo respeto impone la postura etno­
gráfica con la máxima naturalidad. El regreso a los orígenes va
parejo con un regreso, pero controlado, de lo reprimido. D e
todo ello apenas quedan huellas en el texto. Si algunos comen­
tarios finales, imprecisos y discursivos, sobre la distancia que
media entre la visión primera y la visión erudita permiten adi­
vinar el propósito de reflexividad que presidía inicialmente
toda la empresa (para m í se trataba de «hacer un Tristes trópicos
al revés»), nada, salvo tal vez la ternura contenida de la descrip­
ción del baile, evoca el clima emocional en el que se llevó a
cabo mi investigación. Pienso, por ejemplo, en el punto de par­
tida de la investigación: la foto de (mi) curso, que uno de mis
condiscípulos, empleado en la ciudad vecina, comenta con un
escueto y despiadado «incasable» referido a aproximadamente
la mitad de los que salen en ella; pienso en todas las entrevistas,
a menudo muy dolorosas, que he mantenido con viejos solteros
de la generación de mi padre, que me acompañaba con fre­
cuencia y que me ayudaba, con su presencia y sus discretas in­
tervenciones, a despertar la confianza y la confidencia; pienso
en aquel antiguo compañero de escuela, al que apreciaba mu­
cho por su finura y su delicadeza casi femeninas, y que, retirado
con su madre en una casa espléndidamente cuidada, había ins­
crito en la puerta del establo las fechas de nacimiento de sus
terneras y los nombres de mujer que les había puesto. Y la con-
tención objetivista de mi propósito se debe, sin duda, en parte
al hecho de que tengo la sensación de cometer una especie de
traición, lo que me ha llevado a rechazar hasta la fecha cual"
quier reedición de textos que la publicación en revistas eruditas
de escasa difusión protegía contra las lecturas malintencionadas
o voyeuristas.
N o tengo gran cosa que añadir sobre los artículos ulteriores
que no haya sido dicho ya. Sin duda, porque los progresos que
reflejan se sitúan dentro del orden de la reflexividad entendida
como objetivación científica del sujeto de la objetivación y por­
que la conciencia de los cambios de punto de vista teórico del
que son consecuencia se expresa en ellos con bastante claridad.
El segundo, que marca de forma harto manifiesta la ruptura
con el paradigma estructuralista, a través del paso de la regla a
la estrategia, de la estructura al habitus y del sistema al agente
socializado, a su vez animado o influido por la estructura de las
relaciones sociales de las que es fruto, se publicó en una revista
de historia, Les Armales, como para señalar m ejor la distancia
respecto al sincronismo estructuralista; preparado por la larga
posdata histórica, escrita en colaboración con Marie-Claire
Bourdieu, del primer artículo, contribuye considerablemente a
una comprensión justa, es decir, historizada, de un mundo que
se desvanece. El último texto, que se inscribe en el modelo más
general, es también el que permite comprender de forma más
directa lo que se desvelaba y se ocultaba a la vez en el escenario
inicial: el pequeño baile que yo había observado y descrito y
que, con la despiadada obligatoriedad implícita en la palabra
«incasable», me había hecho intuir que estaba ante un hecho
social muy significativo, era, en efecto, una realización concreta
y perceptible del mercado de bienes simbólicos que, al unificar­
se a escala nacional (como hoy en día, con efectos homólogos,
a escala mundial), había condenado a una repentina y brutal
devaluación a quienes tenían que ver con el mercado protegido
de los antiguos intercambios matrimoniales controlados por las
familias. T odo, en cierto sentido, estaba, pues, presente, de en­
trada, en la descripción primera, pero de una forma tal que,
como dirían los filósofos, la verdad sólo se manifestaba ocul­
tándose.
No es baladí lo que se perdería obviando, lisa y llanamente,
el apéndice del primer artículo, que pude elaborar con la cola­
boración de Claude Seibel y gracias a los recursos del Instituto
bretón de Estadística: lleno de gráficos y de cifras, plantea una
comprobación y una generalización puramente empíricas apli­
cadas al conjunto de los departamentos bretones de los resulta­
dos obtenidos a escala de un municipio bearnés (y ya compro­
bados a nivel del cantón, a requerimiento meramente rutinario
e ingenuamente castrador de un cátedro sorbonero al que tuve
que consultar). Especie de impecable callejón sin salida, limita
la investigación a una comprobación positivista que fácilmente
podría haberse coronado con una conformación y una formula­
ción matemáticas. El empeño de investigación teórica y empíri­
ca podría, sin duda, haberse limitado a eso, para satisfacción
general: ¿no descubrí, acaso, al albur de unas lecturas que te­
nían que servir para preparar un viaje al Japón, que los campesi­
nos japoneses conocían una forma de celibato muy similar al de
los campesinos bearneses? En realidad, sólo el establecimiento
de un modelo general de intercambios simbólicos (cuya robus­
tez he podido comprobar en múltiples ocasiones, en ámbitos
tan diversos como la dominación masculina y la economía do­
méstica o la magia del Estado) permite dar cuenta a la vez de
las regularidades observadas en las prácticas y de la experiencia
parcial y deformada que tienen de ellas los que las padecen y las
viven.
El recorrido, cuyas etapas señalan los tres artículos recopi­
lados aquí, me parece adecuado para dar una idea bastante
exacta de la lógica específica de la investigación en ciencias so­
ciales, Tengo, en efecto, la impresión, que se fundamenta, tai
vez, en las particularidades de un habitus, pero que la experien­
cia, al cabo de tantos años de investigación no ha dejado de co­
rroborar, que sólo la atención prestada a los datos más triviales,
que otras ciencias sociales, que también hablan de mercado, se
sienten legitimadas a obviar, en nombre de un derecho a la abs­
tracción que sería constitutivo del proceder científico, puede
llevar a la elaboración de modelos comprobados de modo em­
pírico y susceptibles de ser formalizados. Y ello, en especial,
porque, cuando se trata de cuestiones humanas, los progresos
en el conocimiento del objeto son inseparablemente progre­
sos en el conocimiento del sujeto del conocimiento que pasan,
quiérase o no, sépase o no, por el conjunto de los trabajos hu­
mildes y oscuros a través de los cuales el sujeto cognosciente se
desprende de su pasado impensado y se impregna de las lógicas
inmanentes al objeto cognoscible. Que el sociólogo que escribe
el tercer artículo poco tenga en común con el que escribió el
primero tal vez se deba, en primer término, a que se ha cons­
truido a través de una labor de investigación que le ha permiti­
do reapropiarse intelectual y afectivamente de la parte, sin
duda, más oscura y más arcaica de sí mismo. Y también a que,
gracias a ese trabajo de objetivación anamnéstica, ha podido
reinvertir en un retorno sobre el objeto inicial de su Investiga­
ción los recursos irreemplazables adquiridos a lo largo de una
investigación que tomaba como objeto, indirectamente, al me­
nos, el sujeto de la investigación, así como en los estudios ulte­
riores que la reconciliación inicial con un pasado que represen­
taba un lastre le facilitó llevar a cabo.
París, ju lio ele 2001
Prim era parte

Celibato y condición campesina


¿Por qué paradoja el celibato masculino puede representar
para los propios solteros y para su entorno el síntoma más rele­
vante de la crisis de una sociedad que, por tradición, condena­
ba a sus segundones a la emigración o al celibato? N o hay na­
die, en efecto, que no insista en la condición y la gravedad
excepcionales del fenómeno. «Aquí», me dice un informador,
«veo primogénitos de 45 años y ninguno está casado. He esta­
do en el departamento de Altos Pirineos y allí pasa lo mismo.
Hay barrios enteros de solteros». 0 .-P . A., 85 años). Y otro in­
formador comenta: «Tienes montones de tíos de 25 a 30 años
que son “incasables”. Por mucho que se empeñen, y poco em­
peño le ponen, ¡pobres!, no se casarán»1 (P. C „ 32 años).
Sin embargo, el mero examen de las estadísticas basta para
convencerse de que la situación actual, por grave que sea, no
carece de precedentes: entre 1870 y 1959, es decir, en casi no­
venta años, constan, en el registro civil, 1.022 matrimonios, o
sea, una media de 10,75 matrimonios anuales. Entre 1870 y
1914, en cuarenta y cinco años, se celebraron 592 matrimo­
nios, una media de 13,15 matrimonios anuales. Entre 1915 y

1 . Este estudio es el resultado de investigaciones efectuadas en 1959 y


1960 en el pueblo que llamaremos Lesquire y que está situado en el Bearne,
en el centro de la zona de colinas, entre ios ríos Gave de Pau y Gave de O lo­
tón.
1939, en veinticinco años, 3 0 7 matrimonios, 12,80 de media.
Por último, entre 1940 y 1959, en veinte años, se contrajeron
173 matrimonios, una media de 8,54. No obstante, debido a la
merma paralela de la población global, la caída del índice de
nupcialidad se mantiene relativamente baja, como muestra el
cuadro siguiente:1

Evolución del número de m atrim onios e índice de nupcialidad

A ñ o de P oblación N ú m ero de In dice de


censo global m atrim onios nu p cia lid a d
(2 M /P X 1 .0 0 0 )
1881 2 .4 6 8 11 8 ,9 2 %
1891 2 .0 7 3 11 1 0 ,6 0 %
1896 2 .0 3 9 15 1 4 ,6 0 %
1901 1 .9 7 8 11 1 1 ,6 6 %
1906 1 .9 5 2 18 1 8 ,4 4 %
1 911 1 .8 9 4 16 1 6 ,8 8 %
1921 1 .6 6 7 ■15 1 7 ,9 8 %
1931 1 .6 3 3 7 8 ,5 6 %
1936 1.621 7 8 ,6 2 %
1946 1 .5 8 0 15 1 8 ,9 8 %
1954 1 .351 10 1 4 ,8 0 %

A la vista de estas cifras, uno tiende a concluir que todos los


informadores caen en el engaño o en la inconsecuencia. El mis­
mo que afirmaba: «[...] veo primogénitos [...] y ninguno está ca­
sado», añade: «Había antes segundones viejos y los hay ahora.
[...] Había muchos que no estaban casados.» ¿Cómo explicar, en
estas condiciones, que el celibato masculino sea percibido como
algo excepcionalmente dramático y absolutamente insólito?

1. El índice de nupcialidad (entendido como el número de matrimo­


nios en un año por mil habitantes) se sitúa alrededor del 15 % todos los años
en Francia. Ha y que introducir algunas correcciones a los índices que se pre­
sentan aquí. Así, en 1946 y en 1954 el número de matrimonios fue anormal­
mente alto. En 1960 el índice de nupcialidad sólo alcanzó el 2,94.
1. EL SIST E M A D E L O S IN T E R C A M B IO S
M A T R IM O N IA L E S EN LA SO C IE D A D D E A N TA Ñ O

A los que prefieren perm anecer en el hogar pa­


terno [este régim en sucesorio], p roporciona la
tranquilidad del celibato con las dichas y alegrías
de la fam ilia.

F r é d é r jc L e P l a y ,
L ’O rganisation de la fa m ille , pág. 3 6

Antes de 1914 el matrimonio se regía por unas reglas muy


estrictas. Porque comprometía todo el futuro de la explotación
familiar, porque era ocasión de una transacción económica de
la máxima importancia, porque contribuía a reafirmar la jerar­
quía social y la posición de la familia dentro de esa jerarquía,
era un asunto que competía a todo el grupo más que al indivi­
duo. La familia era la que casaba y uno se casaba con una fa­
milia.
La investigación previa que se lleva a cabo en el momento
del matrimonio abarca a toda la familia. Porque llevan el mis­
mo apellido, los primos lejanos que viven en otros pueblos
tampoco se libran: «Ba. es muy rico, pero sus parientes de Au.
[pueblo vecino] son muy pobres.» El conocimiento profundo
de los otros que requiere el carácter permanente de la coexis­
tencia se basa en la observación de ios hechos y gestos ajenos
—se hace broma a costa de esas mujeres del lugar que se pasan la
vida, ocultas tras los postigos entornados de sus ventanas, es­
piando la calle—, en la confrontación constante de los juicios re­
feridos a los demás —lo que constituye una de las funciones de
los «cotilleos»—, en la memoria de las biografías y de las genea­
logías. En el momento de tomar una decisión tan seria como la
de escoger una esposa para el hijo o un esposo para la hija, es
normal que se movilice todo el arsenal de esos instrumentos y
esas técnicas de conocimiento, que se utilizan de forma menos
sistemática en el transcurso de la vida cotidiana. 1 Éste es el con­
texto en que hay que comprender la costumbre, vigente hasta
1955, de «quemar los pantalones» del hombre que, habiendo
tenido relaciones con una mujer, se casa con otra.
La primera función del matrimonio consiste en asegurar la
continuidad del linaje sin comprometer la integridad del patri­
monio. En efecto, la familia es, ante todo, un apellido, índice
de la situación del individuo dentro de la jerarquía social y, a
este respecto, manifestación de su preeminencia o recordatorio
de su humilde condición: «Cabe decir que cada individuo, en
el campo, tiene una aureola que procede de su familia, de sus
títulos de propiedad, de su educación. D e la grandeza y de la
proyección de esa aureola depende todo su futuro. Hasta los
cretinos de buena familia, de familias cotizadas, se casan con fa­
cilidad» (A, B.). Pero el linaje consiste, ante todo, en una serie
de derechos sobre el patrimonio. D e todas las amenazas que se
ciernen sobre él y que la costumbre tiende a alejar, la más gra­
ve, sin lugar a dudas, es la que se plantea con el matrimonio. Se
comprende, pues, que el acuerdo entre ambas familias se pre­
sente en forma de una transacción regida por las reglas más ri­
gurosas.

«Cuando tenía 26 años [1901], me puse en relaciones con


una muchacha que se llamaba M .-F. Lou., mi vecina, de 21.
M i padre había fallecido, así que se lo comuniqué a mi madre.
Había que solicitar la autorización paterna y materna y, hasta
los 21 años, había que firmar una “notificación” que se presen­
taba al alcalde. Y la chica igual. En caso de oposición, se reque­
rían tres «notificaciones». Com o yo era el segundón, m i herma­
no mayor, el primogénito, que estaba casado, vivía en casa. M i
novia era heredera. Normalmente, tendría que haberme instala­
do en casa de mis suegros. Yo tenía 4 .0 0 0 francos de dote, en

1. Véase Marcel Maget, «Remarques sor le village comme cadre de re-


cherches anthropologiques», Bulletín de fsychologie du groupe des ítudiants de
psycbologie de l ’université de Parts VIII, n.° 7-8, abril de 1955, págs. 375-382.
metálico. Por supuesto, la costumbre mandaba que me dieran
un ajuar, que no se consideraba dote. ¡Eso hacía que por fuerza
se me abriera alguna puerta (que hesé urbi ue porté)\ M i novia
tenía una hermana. En estos casos, la primogénita obtiene el
tercio de todos los bienes con el acuerdo de los padres. Según
es costumbre, mí dote de 4 .0 0 0 francos debía ser reconocida
mediante capitulaciones. En el supuesto de que se vendiera la
finca dos años después de la boda por un importe total de
16.0 0 0 francos, el reparto habría sido el siguiente, una vez res­
tituida la dote (toum edot): primogénita, 1/3 + 1/3 = 8.0 0 0
francos; segundona, 1/4 = 4 .0 0 0 francos. Las capitulaciones
instituyen que el reparto definitivo no se hará hasta el falleci­
miento de los padres. Llegamos a un acuerdo mi futuro suegro
y yo- Otorgará un tercio a su hija mayor mediante capitulacio­
nes. O cho días después, en el momento de firmar las capitula­
ciones ante notario, se echa atrás. D a su consentimiento al ma­
trimonio, pero se niega a conceder el tercio, aunque “reconoce
la dote”. En este caso, el yerno tiene los poderes limitados. M e­
diante el reintegro de la dote, pueden obligarle a irse. Es un
caso más bien raro, porque las mejoras suelen otorgarse de una
vez y para siempre con las capitulaciones. El padre de mi novia
fue víctima de la mala influencia de una tercera persona allega­
da de la casa que pensaba que mi presencia en el hogar men­
guaría la influencia en la familia de su “amigo”. “La tierra es
mala, y tu yerno tendrá que buscarse algún empleo; irá de un
lado para otro, y tú serás su criado.” La negativa en el último
momento a concedernos el tercio por contrato nos hirió en
nuestro amor propio, a mi novia y a mí. Ella dijo: “Vamos a es­
perar... Vamos a buscarnos una casa (ue case). N o vamos a ser
aparceros ni criados... Tengo dos tíos que viven en París, los
hermanos de mi madre, me encontrarán un empleo [en bear-
nés].” Yo le dije: “Estoy de acuerdo. No podemos aceptar ese
rechazo. Además, siempre nos sentiríamos resentidos.” Ella:
“Pues me marcho a París. Nos escribiremos.” Fue a hablar con
el alcalde y con el cura y se marchó. Yo proseguí mi aprendizaje
de capador en B. [un pueblo cercano].
»Yo intentaba colocarme en algún lado. Com o era segun­
dón menor, y no había podido casarme, tenía que encontrar un
empleo, una tienda. Fui a las Landas y a los departamentos pró­
ximos. Encontré la casa de la viuda H o., y se la quise comprar.
Estaba a punto de firmar los papeles (passapapes) con otra per­
sona. M onté una tienda, un café, y seguí con m i oficio de capa­
dor, y, en cuanto pude, me casé con mi novia, que regresó de
París. M Í suegro venía todos los domingos a casa. La “calderilla”
que su hija rechazaba, se la daba a los niños. Cuando falleció,
mi mujer cobró su parte de la herencia sin m ejora legal. N o ha­
bía tenido ajuar ni dote. Se había ido de su casa y se había libe­
rado de la autoridad paterna. Su hermana, más dócil y cinco
años más joven, había obtenido el tercio al casarse con un cria­
do de la comarca. “Éste está acostumbrado a que le manden”,
dijo mí suegro. Pero se equivocaba, porque tuvo que alquilar la
finca a su yerno, y marcharse de la granja» (J.-P. A.).

Este caso, por sí solo, ya plantea los problemas principales.


En primer lugar, el derecho de primogenitura integral, que tan­
to podía favorecer a las hembras como a los varones, sólo puede
comprenderse relacionado con el imperativo fundamental, es
decir, la salvaguarda del patrimonio, indisoluble de la conrinui-
dad de la estirpe: el sistema bilateral de sucesión y de herencia
conduce a confundir el linaje y la «casa» como conjunto de las
personas poseedoras de derechos permanentes sobre el patrimo­
nio, aunque la responsabilidad y la dirección de la hacienda in­
cumban a una única persona en cada generación, lou meste, el
amo, o la daune, el ama de la casa. Que el derecho de primoge­
nitura y la condición de heredera (heretére) puedan recaer en
una hembra no significa, en absoluto, que el uso sucesorio se
rija por la igualdad entre los sexos, lo que contradiría los valo­
res fundamentales de una sociedad qué otorga la primacía a los
varones. E n la realidad, el heredero no es el primogénito, hem­
bra o varón, sino el primer varón, aunque llegue en séptimo ln-
gar. Sólo cuando hay únicamente hembras, para desespero de
los padres, o bien cuando el primogénito se ha marchado, se
instituye a una hembra como heredera. Si se prefiere que el he­
redero sea un varón, es porque así se asegura la continuación
del apellido y porque se considera que un hombre está mejor
capacitado para dirigir la explotación agrícola. La continuidad
del linaje, valor supremo, puede quedar garantizada indistinta­
mente por un hombre o por una mujer, puesto que el matri­
monio entre un segundón y una heredera cumple esa función
exactamente igual que el matrimonio entre un primogénito y
una segundona. En ambos casos, en efecto, las reglas que rigen
los intercambios matrimoniales cumplen su función primera, o
sea, la de garantizar que el patrimonio se va a mantener y a
transmitir en su integridad. Encontramos una prueba suple­
mentaria de ello en el hecho de que cuando el heredero o la he­
redera abandonan la casa y la tierra, pierden su derecho de pri-
mogenitura porque éste es inseparable de su ejercicio, es decir,
de la dirección efectiva de la hacienda. Se pone así de manifies­
to que este derecho no está vinculado a una persona concreta,
hombre o mujer, primogénito o segundón, sino a una función
socialmente definida; el derecho de primogenitura no es tanto
un derecho de propiedad como el derecho, o mejor, el deber de
actuar como propietario.
Asimismo era necesario que el primogénito fuera no sólo
capaz de ejercer su derecho, sino de garantizar su transmisión.
Com o si se tratara de una fábula, resulta significativo que se
pueda contar hoy en día que a veces, en ios casos en que el pri­
mogénito no tenía hijos o fallecía sin descendencia, se le pidiera
a un segundón ya mayor, que permanecía soltero, que se casa­
ra para asegurar la continuidad de la estirpe (j.-P . A.). Sin tra­
tarse de una verdadera institución sancionada por el uso, el ma­
trimonio de un segundón con la viuda del primogénito, al que
heredaba, era relativamente frecuente. Después de la guerra de
1 9 1 4 -1 9 1 8 los matrimonios de este tipo fueron bastante nume­
rosos: «Se arreglaban las bodas. En general, los padres presiona­
ban en ese sentido, en interés de la familia, para que tuviera des­
cendencia. Y los jóvenes aceptaban. Los sentimientos no
contaban» (A. B .).
La regla imponía que el título de heredero recayera auto-
máticamente en el mayor de los hijos; sin embargo, el cabeza
de familia podía modificar el uso establecido en aras del interés
de la casa: así sucedía cuando el hijo mayor no era digno de su
rango o cuando existía una ventaja real en que uno de los otros
hijos heredase. Aunque el derecho de modificar el orden de la
sucesión no le perteneciera, el cabeza de familia poseía una au­
toridad moral tan grande, y aceptada de modo tan absoluto por
todo el grupo, que el heredero según el uso no tenía más re­
medio que acatar una decisión dictada por el afán de garantizar
la continuidad de la casa y de dotarla de la m ejor dirección po­
sible.
A la vez linaje y patrimonio, la «casa» (la maysou), perma­
nece, mientras pasan las generaciones que la personifican; es
ella la que lleva entonces un apellido mientras que los que la
encarnan a menudo sólo se distinguen por un nombre de pila:
no es infrecuente que llamen «Yan dou Tinou», es decir, Jean
de Tinou, de la casa T inou , a un hombre que figura en el regis­
tro civil, por ejemplo, con el nombre de Jean Cazenave; puede
ocurrir a veces que el apellido siga unido a la casa incluso cuan­
do ha quedado deshabitada, y que se les dé a los nuevos ocu­
pantes. En tanto que es la encarnación de la casa, el capmay-
soue> el jefe de la casa, es el depositario del apellido, y de los
intereses del grupo, así como del buen nombre de éste. Así,
todo concurría a favorecer al primogénito (el aynat, o el hérete
o el capmaysoué). Sin embargo, los segundones también tenían
derechos sobre el patrimonio. Virtuales, estos derechos sólo se
volvían reales, las más de las veces, cuando se concertaba su
boda, que siempre era objeto de capitulaciones: «Los ricos
siempre hacían capitulaciones, y los pobres también, a partir de
500 francos, para “invertir” la dote (coulouca l ’a dotj.» 0 .-P . A.).
Por ende, l ’a dot designaba a la vez la parte de la herencia co­
rrespondiente a cada hijo, varón o hembra, y la donación efec­
tuada en el momento de la boda, casi siempre en efectivo, para
evitar la fragmentación del patrimonio, y sólo excepcionalmen­
te en tierras. En este último caso, se consideraba que la tierra
estaba empeñada, y el cabeza de familia podía rescatarla me­
diante una cantidad fijada previamente. Cuando una familia
sólo tenía dos hijos, como en el caso analizado aquí, el uso local
establecía que en las capitulaciones se otorgara un tercio del va­
lor de la finca al hijo.m enor. Cuando había n hijos (n > 2 ), la
parte de cada segundón era (P — P/4)/ n, y la del primogénito,
P/4 + (P — P/4)/ n, donde P designa el valor atribuido a la ha­
cienda. La dote se calculaba de la manera siguiente: se hacía
una valoración estimada lo más precisa posible de la finca, oca­
sionalmente recurriendo a peritos locales, para lo que cada par­
te aportaba el suyo. Com o base de la valoración se tomaba el
precio de venta de una finca del barrio o del pueblo vecino.
Luego se estimaban a tanto el «jornal» (joum ade) los campos,
los bosques o los helechales. Eran unos cálculos bastante exac­
tos, y por ello todos los aceptaban. «Por ejemplo, para la finca
T r., la valoración estimada fue de unos 3 0 .0 0 0 francos fhacia el
año 1900]. Eran el padre, la madre y seis hijos, un varón y cin­
co hembras. Ai primogénito le dan el cuarto, o sea, 7 .5 0 0 fran­
cos. Quedan 2 2 .5 0 0 francos que hay que dividir en cinco par­
tes. La parte de las segundonas es de 3-750 francos, que puede
convertirse en 3 .0 0 0 francos en efectivo y 7 5 0 francos en ropas,
sábanas, toallas, camisones y edredones, es decir, en ajuar, lou
cabinet (el armario), que siempre aporta la novia» (J.-P. A.).
Resumiendo, el importe de la dote era siempre una función de­
terminada del valor del patrimonio y del número de hijos. N o
obstante, las normas consuetudinarias no sólo parecían variar
con el tiempo y según los pueblos, sino que nunca se aplicaban
con un rigor matemático, en primer lugar porque el cabeza de
familia siempre conservaba la potestad de incrementar o de re­
ducir la parte del primogénito y los segundones, y después por­
que la parte de los solteros no dejaba de ser virtual y, por lo
tanto, permanecía integrada en el patrimonio. La observación
de la realidad recuerda que no hay que caer en la tentación de
establecer modelos demasiado sencillos.
El «reparto» solía llevarse a cabo de forma amistosa, en el
momento del matrimonio de alguno de los hijos. Entonces se
«instituía» al primogénito en su función de capmaysoue, de ca­
beza de la casa y de sucesor del padre. A veces, la «institución
del heredero» se efectuaba por testamento. Así obraron muchos
cabezas de familia en el momento de marchar al frente, en
1914. Tras la valoración de la hacienda, el cabeza de familia en­
tregaba a aquel de los segundones que se iba a casar un importe
equivalente a su parte de patrimonio, y definía al mismo tiem­
po la parte de los demás, parte que recibían bien en el momen­
to de casarse, bien tras el fallecimiento de los padres. Dejarse
engañar por la palabra reparto constituiría una grave equivoca­
ción. D e hecho, la función de todo el sistema consiste en reser­
var la totalidad del patrimonio para el primogénito, pues las
«partes» o las dotes de los segundones tan sólo son una compen­
sación que se les concede a cambio de su renuncia a los dere­
chos sobre la tierra.1
Buena prueba de ello es que el reparto efectivo era conside­
rado una calamidad. El uso sucesorio se basaba, en efecto, en la
primacía del interés del grupo, al que los segundones tenían
que someter sus intereses personales, bien contentándose con
una dote, bien renunciando a ella cuando emigraban en busca
de empleo, bien, si se quedaban solteros, viviendo en la casa del
primogénito y trabajando las tierras de sus antepasados. Por
ello, sólo en última instancia se lleva realmente a cabo el repar­
to, o bien cuando, debido a desavenencias familiares, o a la in­
troducción de nuevos valores, se acaba tomando lo que no es
más que una compensación por un derecho verdadero sobre
una parte de la herencia. Así, hacia 1830, las tierras y la casa de
Bo. (casona de dos plantas, de dus soules) acabaron repartidas
entre los herederos, que habían sido incapaces de llegar a un
acuerdo amistoso; desde entonces está «toda surcada por zanjas
y setos» (toute croutzade de barats y de plechs).2 Com o el sistema

1. El carácter gracioso que debía de tener la dote antiguamente se refle­


ja en el hecho de que el padre era muy líbre de fijar su importe según sus
preferencias, pues ninguna regla estricta establecía sus proporciones.
2. Había unos especialistas, llamados barades (de barat, zanja), que ve­
nían de las Landas y cavaban las zanjas que dividían las fincas.
estaba dominado por la escasez del dinero líquido, a pesar de la
posibilidad, prevista por la costumbre, de escalonar los pagos a
lo largo de varios años, y que a veces podía alargarse hasta el fa­
llecimiento de los padres, ocurría en ocasiones que resultara
imposible efectuar el pago de una compensación y que no que­
dara más remedio que proceder al reparto cuando se casaba
unos de los segundones, cuya dote tenía que pagarse entonces
con tierras- Así se llegó a la liquidación de muchas haciendas.
«Tras los repartos, dos o tres familias vivían a veces en la misma
casa, y cada cual disponía de su rincón y de su parte de las tie­
rras. La habitación con chimenea siempre revertía, en estos ca­
sos, al primogénito. Así ocurrió con las haciendas de H i., Q u.,
D i. En el caso de An., hay trozos de tierra que nunca se han
reintegrado. Algunos pudieron recomprarse después, pero no
todos. El reparto creaba unas dificultades terribles. En el caso
de la finca Q u ., que se repartieron los tres hijos, uno de los se­
gundones tenía que rodear todo el barrio para poder llevar sus
caballos a un campo alejado que le había correspondido» (P.
L .). «Había primogénitos que, para ser dueños, tenían que ven-,
der propiedades y también se dio el caso de que vendieran la
casa y luego no la pudieran recuperar»1 (J.-P.A.).
O sea, la lógica de los matrimonios está dominada por un
propósito esencial: la salvaguarda del patrimonio; actúa en una
situación económica particular, cuyo rasgo principal estriba en
la escasez de dinero, y está sometida a dos principios fundamen­
tales, como son la oposición entre el primogénito y el segundón,
por una parte, y, por otra, la oposición entre matrimonio de aba­
jo arriba y matrimonio de arriba abajo, punto de encuentro don­

1. En aplicación del principio según el cual los bienes de abolengo per­


tenecen más al linaje que al individuo, el retracto de sangre, o gentilicio,
ororgaba a cualquier miembro de un linaje la posibilidad de recuperar la po­
sesión de bienes que hubieran sido alienados. La «casa madre» (la maysou
mayrane) conservaba «derechos de retracto» (bus drets de retour) sobre las tie­
rras cedidas como dote o vendidas. Por ello, «cuando se vendían esas tierras,
y como se sabía que tales casas tenían derechos sobre ellas, el vendedor se las
ofrecía en primer lugar a sus propietarios» (J.-P. A.).
de se cruzan, por una parte, la lógica del sistema económ ico, que
tiende a clasificar las casas en grandes y pequeñas, según el tama­
ño de las haciendas, y, por otra parte, la lógica de las relaciones
entre los sexos, según la cual la primacía y la supremacía pertene­
cen a los hombres, particularmente, en la gestión de los asuntos
familiares. D e lo que resulta que todo matrimonio es función,
por una parte, del lugar que ocupa cada uno de los contrayentes
en la línea sucesoria de su respectiva familia y del tamaño de ésta,
y, por otra, de la posición relativa de ambas familias en la jerar­
quía social, a su vez función del valor de su hacienda.
Debido a la equivalencia entre la parte del patrimonio here­
dada y la dote {l’adot; del verbo adouta, dotar), el importe de
ésta queda definido de forma casi m atemática1 al mismo tiempo
que las pretensiones del beneficiario; de igual m odo, las preten­
siones de la familia del futuro cónyuge respecto a la dote que
calcula recibir se rigen de forma estricta por el tamaño de la ha­
cienda. En consecuencia, los matrimonios tienden a celebrarse
entre familias equivalentes desde el punto de vista económico.
Sin duda, una gran hacienda no basta para que una familia sea
considerada grande. Nunca se otorgará carta de nobleza a las ca­
sas que sólo deben su elevada posición o su riqueza a su codicia,
a su empecinada laboriosidad o a su falta de escrúpulos, y que
no saben poner de manifiesto las virtudes que legítimamente
cabe esperar de los poderosos, particularmente, la dignidad en el
comportamiento y el sentido del honor, la generosidad y la hos­
pitalidad. Y, a la inversa, la calidad de gran familia puede sobre"
vivir ai empobrecimiento. Por mucho que en la vida cotidiana
la riqueza represente sólo un aspecto más en la consideración
que merece una familia, cuando se trata de matrimonio la situa­
ción económica se impone como factor primordial. La transac­
ción económica a la que el matrimonio da pie es demasiado im­
portante para que la lógica del sistema de valores no ceda el paso

1. Así estaban las cosas hacia 1900 en el pueblo de Lesquire, pero el sis­
tema no funcionaba, en un pasado más lejano, de una forma tan rígida, pues
la libertad del cabeza de familia era mayor.
a la estricta lógica de la economía. Por mediación de la dote la
lógica de los intercambios matrimoniales depende estrechamen­
te de las bases económicas de la sociedad.
En efecto, los imperativos económicos se imponen al pri­
mogénito con un rigor muy particular porque ha de conseguir,
en el momento de su matrimonio, una dote suficiente para po­
der pagar la dote de sus hermanos y hermanas menores sin tener
que recurrir al reparto ni a la amputación de la hacienda. Esta
necesidad es igual para todas las «casas», ricas o pobres, porque
la dote de los segundones crece proporcionalmente con el valor
del patrimonio, y también porque la riqueza consiste esencial­
mente en bienes raíces y el dinero en efectivo es escaso. La elec­
ción dé la esposa o del esposo, del heredero o de la heredera, tie­
ne una importancia capital, puesto que contribuye a determinar
el importe de la dote que podrán recibir los segundones, el tipo
de matrimonio que podrán contraer e incluso si les será fácil
contraerlo; a cambio, el número de hermanas y, sobre todo, de
hermanos menores por casar influye de forma considerable en
esa elección. En cada generación se plantea al primogénito la
amenaza del reparto, que ha de conjurar a toda costa, bien ca­
sándose con una segundona provista de una buena dote, bien
hipotecando la tierra para conseguir dinero, bien obteniendo
prórrogas y aplazamientos. Se comprende que, en circunstan­
cias semejantes, el nacimiento de una hija no sea recibido con
entusiasmo: «Cuando nace una hija en una casa», reza el prover­
bio, «se desploma una viga maestra» (Cuan bett ue hilhe hens ue
maysou, que cat u pluterau). N o sólo la hija constituye una ame­
naza de deshonor, además hay que dotarla: encima de que «no
se gana el sustento» y no trabaja fuera de casa como un hombre,
se marcha una vez casada. Durante el tiempo que permanece
soltera constituye una carga, mientras que un hijo aporta una
valiosísima ayuda, pues evita tener que contratar criados. Por
ello casar a las hijas se convierte en una prioridad.
Los análisis anteriores permiten hacerse una idea de lo es­
trecho que es el margen de libertad.
«He visto renunciar a una boda por cien francos. El primo­
génito deseaba casarse. “¿Cómo vas a pagar a tus hermanos me­
nores? Si quieres casarte, vete.” E n la casa de T r. había cinco se-
gundonas, los padres trataban al primogénito de un modo
especial. Le reservaban los mejores bocados y lo colmaban de
atenciones. Su madre no dejó de mimarlo hasta que empezó a
hablar de casarse... Para las hijas no había carne ni bocados ex­
quisitos. Cuando llegó el momento de casar al primogénito,
tres de sus hermanas ya estaban casadas. Quería a una joven de
La. que no tenía un céntimo. Su padre le dijo: “¿Quieres casar­
te? He pagado [por] las hijas menores, tienes que traer cuartos
para pagar [por] las otras dos. La mujer no está hecha para que
la pongan en el aparador1 [es decir, para ser expuesta]. N o tiene
nada. ¿Qué va a aportar?” El chico se casó con una chica de E.
y recibió una dote de 5 .000 francos. El matrimonio no funcio­
nó bien. El primogénito empezó a beber y desmejoró. Murió
sin descendencia. Tras una serie de conflictos, hubo que devol­
ver la totalidad de la dote a la viuda, que se volvió a su casa.
Poco después de la boda del primogénito, hacia 1910, una de
las hijas menores se casó en La., con una dote de 2.0 0 0 francos.
Cuando estalló la guerra, hicieron volver a la hija que se había
casado en S. [la finca colindante] para que ocupara el lugar del
primogénito. Las otras hijas, que vivían más lejos, en Sa., La. y
Es., se disgustaron mucho ante esa decisión. Pero el padre ha­
bía escogido a una hija casada con un vecino para incrementar
su patrimonio»2 (J.-P. A., 85 años).

La autoridad de los padres, custodios del patrimonio que


hay que salvaguardar y aumentar, se ejerce de forma absoluta
cada vez que hay que imponer el sacrificio del sentimiento al

1. Lou bacbere, mueble que solía colocarse frente a la puerta de la habi­


tación noble (¡oh salou) o, más a menudo, en la cocina, y en el que se expo­
nía la mejor vajilla.
2. Los T r. poseen la mayor hacienda de Lesquire (76 ha). Varias casas
antaño habitadas (Ho., Ha., Ca., SÍ., Si.) fueron agregándose progresiva­
mente a su patrimonio.
Interés. N o es Infrecuente que los padres se encarguen de hacer
fracasar los proyectos de matrimonio. Podían desheredar (des-
hereta) al primogénito que se casara en contra de su voluntad.
«Eugéne Ba. quería casarse con una chica, guapa pero pobre.
Su madre le dijo: “Si te casas con ésa, hay dos puertas; ella en­
trará por ésta y yo saldré por aquélla, o tú.” La chica se enteró,
no quiso esperar a que él la dejara y se marchó a América. Eu­
géne vino a nuestra casa, lloraba. M i mujer le dijo: “Si le haces
caso a m am á...” “¡Pues me casaré, a pesar de todo!” Pero la
chica se había ido sin despedirse»1 (J.-P. A.) La madre desem­
peñaba un papel capital en la elección de la esposa. Y se com­
prende, teniendo en cuenta que ella es la daune, el ama de la
casa, y que la mujer de su hijo tendrá que someterse a su auto­
ridad. Solía decirse de las mujeres autoritarias: «No quiere sol­
tar el cucharón» ( nou boou pas decha la gahe), símbolo de la au­
toridad en el gobierno de la casa.2
Que los matrimonios eran mucho más asunto de las familias
que de los individuos es algo que evidencia todavía el hecho de
que la dote, por lo general, se entregaba al padre o a la madre del
cónyuge y sólo excepcionalmente, es decir, sólo en el caso de que
sus padres ya no vivieran, al propio heredero. Algunas capitula­

1. El mismo informador cuenta un montón de casos similares, entre


los cuales destaca el siguiente: «B. tenía novia en su barrio. El no contaba
gran cosa. Su madre le dijo: «¿Te vas a casar con ésa, qué aporta? Si entra por
esta puerta, yo saldré por aquélla con mi hija [la hermana pequeña]”. Vino a
verme y me dijo: “Perdiou/ (¡Válgame Dios!) T ú , tú estás casado; quiero ca­
sarme, ¿Dónde tengo que ir?” La chica se marchó a América. Volvió muy re­
finada y bien vestida, y ni siquiera se dignó a mirar a B. ¡Ya ves...!»
2. El manejo del cucharón es prerrogativa de la dueña de la casa. A la
hora de sentarse en la mesa, mientras el puchero hierve, es ella quien echa las
sopas de pan a la sopera. Ella es quien sirve el cocido y las legumbres; cuan­
do todo el mundo se ha sentado, coloca la sopera encima de la mesa, remue­
ve la sopa con el cucharón, para que se enfríe un poco, y luego deja el man­
do en dirección al cabeza de familia (abuelo, padre o tío), que se sirve en
primer lugar. Mientras tanto la nuera se ocupa en otros menesteres. Para re­
cordar a la nuera quien manda y ponerla en su lugar, la suegra le dice: «To­
davía no suelto el cucharón.»
ciones prevén que en caso de separación el suegro puede limitar­
se a pagar los intereses de la dote; la hacienda no sufre merma y
el yerno puede volver a casa si hay reconciliación. Toda dote lle­
va inherente un derecho de devolución ( tournedot) en el caso de
que se extinguiera la descendencia del matrimonio en vista del
cual se había constituido, y ello durante varias generaciones. Por
regla general, si ei primogénito fallece sin hijos, su esposa puede
quedarse y conservar la propiedad de la dote; también puede re­
clamar la propiedad de la dote y marcharse. Si la esposa fallece
sin hijos, también hay que devolver la dote. El toum edot repre­
sentaba una seria amenaza para las familias, especialmente para
las que habían recibido una dote muy elevada. Lo que significa­
ba una razón de más para evitar los matrimonios demasiado des­
iguales: «Supongamos que un hombre desea casarse con la hija
de una familia rica. Ella le aporta una dote de 2 0 .0 0 0 francos.
Sus padres le dicen: “Tom as 2 0 .0 0 0 francos, convencido de ha­
cer un buen negocio. D e hecho, vas a labrar tu ruina. Has recibi­
do la dote por capitulaciones. Vas a gastar una parte. Si te ocurre
un accidente, ¿cómo vas a devolverla si tienes que hacerlo? No
podrás.5’ Los matrimonios salen caros, hay que hacer frente a los
gastos del banquete, mandar arreglar la casa, etcétera» (P. L.).
U n gran alarde de protecciones consuetudinarias tiende a garan­
tizar el carácter inalienable, imprescriptible e intocable de la
dote: la costumbre autorizaba al padre a exigir una garantía para
la salvaguarda de la dote; la mayoría de las capitulaciones incluían
unas condiciones de «colocación» del importe total de modo que
estuviera seguro y conservara su valor. En cualquier caso, la nue­
va familia no tocaba la dote por temor a que uno u otro cónyuge
pudiera fallecer antes de que nacieran los hijos. La esposa conser­
vaba la propiedad de la dote y el marido sólo tenía el usufructo.
En realidad, el derecho de usufructo sobre los bienes muebles, el
dinero, por ejemplo, equivalía a un derecho de propiedad, pues
el marido sólo estaba obligado a devolver el equivalente en canti­
dad y en valor. Tanto es así, que un primogénito podía utilizarlo
para dotar a sus hermanos menores. En cuanto a los bienes in­
muebles, sobre todo, la tierra, el marido sólo tenía el usufructo y
la gestión. La esposa tenía sobre los bienes dótales aportados por
su marido derechos idénticos a los de un hombre sobre la dote de
su esposa. Más exactamente, eran sus padres quienes, mientras vi­
vieran, disponían de las rentas producidas por los bienes aportados
por su yerno y los administraban.
D e modo que la dote tenía una triple función. En primer
lugar, confiada a la custodia de la familia del heredero, o de la
heredera, que se encargaba de su gestión, tenía que integrarse en
el patrimonio de la familia fruto de ese matrimonio; en caso de
disolución de la unión, com o consecuencia de la separación de
los cónyuges, un supuesto harto infrecuente, o del fallecimiento
de uno de ellos, si había hijos, iba a parar a éstos, pero el cónyu­
ge supérstite conservaba el usufructo, y si no los había, volvía a
la familia de quien la hubiera aportado. En segundo lugar, por
la dote aportada, la familia garantizaba los derechos de uno de
los suyos en el nuevo hogar; cuanto más elevada era la dote, en
efecto, más asegurada quedaba la posición del cónyuge sobreve­
nido. Aquel o aquella que aporta una dote considerable «entra
como “amo” o com o “ama” (dctune) en el nuevo hogar».1 Lo
que explica la renuencia a aceptar una dote demasiado elevada.
Por último, por muy cierto que fuera, como se ha dicho más
arriba, que el matrimonio es un asunto demasiado serio para ex­
cluir o relegar a un segundo plano las consideraciones económi­
cas, también es preciso implicar unos intereses económicos im ­
portantes para que el matrimonio se convierta de verdad en un
asunto serio. En el momento de crear un nuevo «hogar» la
transacción económica sancionada mediante capitulaciones asu­
me a la vez el papel de compromiso y de símbolo del carácter sa­
grado de las relaciones humanas instauradas por el matrimonio.
D e todo lo que antecede se desprende que el primogénito
no podía casarse «demasiado arriba», por temor a tener que de­
volver algún día la dote y perder toda autoridad sobre el hogar,

1. El importe de la dote adquiere una relevancia especial cuando se tra­


ta de un hombre, por ejemplo, un segundón que entra en el hogar de una
heredera.
ni «demasiado abajo», por temor a deshonrarse con una unión
matrimonial desacertada y encontrarse eñ la imposibilidad de
dotar a sus hermanos y hermanas más jóvenes. Pero si, cuando se
habla de «matrimonio de abajo arriba» (maridad]e de bach ta
haut) o de «matrimonio de arriba abajo» (de h a u t ta bach), se
toma siempre la perspectiva del varón (como muestra la selec­
ción de ejemplos), ello se debe a que la oposición no tiene el mis­
mo sentido según se trate de un hombre o de una mujer. Com o
el sistema de valores confiere una preeminencia absoluta a los va­
rones, tanto en la vida social como en la gestión de los asuntos
domésticos, resulta que el matrimonio de un hombre con una
mujer de condición más elevada es visto con m u y malos ojos;
por el contrario, el matrimonio inverso cumple con los valores
profundos de la sociedad. Mientras la mera lógica de la econo­
mía tiende, por la mediación de la dote, a propiciar el matrimo­
nio entre familias de riqueza sensiblemente equivalente, ya que
los matrimonios aprobados se sitúan entre dos umbrales, la apli­
cación del sistema que se acaba de definir introduce una disime­
tría en el sistema según se trate de hombres o de mujeres. Para
un varón la distancia que media entre su condición y la de su es­
posa puede ser relativamente grande cuando juega a su favor,
pero ha de ser muy reducida cuando juega en su contra. Para
una mujer el esquema es simétrico e invertido.
D e lo que resulta que el heredero ha de evitar a toda costa
tomar por esposa a una mujer de condición superior a la suya;
en primer lugar, como se ha mencionado, porque la importan­
cia de la dote recibida constituye una amenaza para la hacienda,
pero también porque todo el equilibrio de las relaciones domés­
ticas resulta amenazado. No es infrecuente que la familia y, muy
especialmente, la madre, principal interesada, se oponga a seme­
jante matrimonio. Las razones son evidentes: una mujer de ex­
tracción humilde se somete m ejor a la autoridad de la suegra.
Siempre se le recordará, si falta hace, su origen: «Con lo que has
aportado...» (Dap go q u i as pourtat...). Sólo cuando fallezca su
suegra podrá decirse de ella, como suele hacerse, «ahora la nuera
es daune». La hija de familia acomodada, por el contrarío, «es
d a u n e desde que pone los pies en la casa gracias a su dote (q u ’ey
entrade daune), es respetada desde el principio» (P. L.). Pero, en
consecuencia, la autoridad del marido queda en entredicho, y es
sabido que nada hay peor, desde el punto de vista campesino
que una explotación agrícola dirigida por una mujer.
El respeto de este principio adquiere una importancia deci­
siva cuando se trata de un matrimonio entre un segundón y
una heredera. E n el caso de Eugéne Ba., analizado anterior­
mente (pág, 33), la autoridad absoluta de la madre procedía del
hecho de que era la heredera de la casa y de que su marido era
de origen más humilde. «Ella era la daune. Era la heredera. Ella
lo era todo en aquella casa. Cuando un segundón se instala en
el hogar de una gran heredera, ella sigue siendo la dueña» (J.-P.
A.). El caso límite es el del hombre de origen humilde, el cria­
do, por. ejemplo, que se casa con una heredera. Así, «una hija
de buena familia se casó con uno de sus criados. Ella tocaba el
piano, y el armonio en la iglesia. Su madre estaba muy bien re­
lacionada y recibía a gente de la ciudad. Tras diferentes inten­
tos de matrimonio, finalmente, se casó con su criado, Pa. Éste
siempre fue considerado de casa de Pa., nunca de la de su espo­
sa. Le decían: “Tendrías que haberte casado con una buena
campesinita; habría significado otra ayuda para ti.” Vivía dis­
gustado consigo mismo; lo consideraban como el último mono
de la casa. No podía relacionarse con las amistades de su mujer.
N o pertenecía al mismo mundo. Quien trabajaba era él, mien­
tras ella dirigía y se lo pasaba bien. Siempre se sentía molesto y
cohibido, y también resultaba molesto para la familia. N i si­
quiera tenía suficiente autoridad para imponerle la fidelidad a
su mujer»1 0 .-P . A.). D e aquel que se casa con una mujer de
rango más elevado se dice que se coloca como «criado sin suel­
do» (baylet chens soutade).

1. P. L. cuenta otro caso: «H., criado en una casa, estaba enamorado de


las tierras que cultivaba. Sufría (pasabe m au) cuando ia lluvia no llegaba. ¡Y el
granizo! ¡y todo lo demás! Acabó casándose con la dueña. Todos esos tíos
que hacen “matrimonios de abajo arriba” están marcados de por vida. Se
sienten molestos y cohibidos.»
Si, tratándose de una mujer, se desaprueba el matrimonio
de arriba abajo, sólo es en nombre de la moral masculina, moral
del pundonor, que prohíbe al hombre casarse con una mujer de
condición superior. D el mismo modo, obstáculos económicos
aparte, nada se opone a que la primogénita de una familia mo­
desta se case con un segundón de una familia acomodada,
mientras que un primogénito de familia modesta no puede ca­
sarse con una segundona de familia acomodada. Resulta mani­
fiesto, pues, que si los imperativos económicos se aplican con el
mismo rigor cuando se trata de hombres o de mujeres, la lógica
de los intercambios matrimoniales no es exactamente idéntica
para los hombres que para las mujeres y posee una autonomía
relativa porque se presenta como el punto donde se cruzan la
necesidad económica e imperativos ajenos al orden de la eco­
nomía, concretamente, aquellos que resultan de la primacía
otorgada a los varones por el sistema de valores. Las diferencias
económicas determinan imposibilidades de hecho, y los impera­
tivos culturales, incompatibilidades de derecho.
Así pues, como el matrimonio entre herederos quedaba
prácticamente excluido, debido, sobre todo, a que implicaba la
desaparición de un nombre y de un linaje, 1 y también, por razo­
nes económicas, el marrimonio entre segundones, el conjunto
del sistema tendía a propiciar dos tipos de matrimonio, concre ­
tamente, el matrimonio entre primogénito y segundona y el ma­
trimonio entre segundón y primogénita. E n estos dos casos el
mecanismo de los intercambios matrimoniales funciona con el
grado m áxim o de rigor y de simplicidad: los padres del heredero
(o de la heredera) instituyen a éste (o a ésta) como tal, los padres
del hijo menor (o de la hija menor) le constituyen una dote. El
matrimonio entre el primogénito y la hija m enor cumple perfec­
tamente los imperativos fundamentales, tanto económicos como

I. Exceptuando, tal vez, el caso en el que ambos herederos sean hijos


únicos y sus fincas estén próximas, este tipo de matrimonio está mal conside­
rado. «Es e) caso de T í., que se casó con la hija de Da. Se pasa el día yendo y
viniendo de una finca a otra. Siempre está en camino, siempre en todas par­
tes, nunca en su casa. La presencia del amo es necesaria» (P. L.).
culturales: gracias a él, la familia conserva la integridad de su pa­
trimonio y perpetúa su nombre. Para comprobar que el matri­
monio entre una heredera y un segundón, por el contrario, corre
siempre el riesgo de contradecir los imperativos culturales, basta­
rá con analizar la situación familiar resultante de ello. Para em­
pezar, ese matrimonio determina una ruptura definitiva y clara
en el ámbito de los intereses económicos, entre el segundón y su
familia de procedencia; mediante una compensación, hecha
efectiva en forma de dote, el segundón renuncia a todos sus de­
rechos sobre el patrimonio. La familia de la heredera, a cambio,
se enriquece con aquello que la otra familia acaba de perder. El
yerno se desprende, en efecto, de todo lo que aporta en beneficio
de su suegro quien, a título de aval, puede otorgarle una hipote­
ca sobre todos sus bienes. Si ha aportado una dote considerable y
se ha impuesto por su trabajo y por su personalidad, se le honra
y se le trata como al verdadero amo; en el caso contrario, tiene que
sacrificar su dote, su trabajo y, a veces, incluso su apellido en bene­
ficio del nuevo hogar, sobre el cual sus suegros piensan seguir
manteniendo su autoridad. No es infrecuente que el yerno pierda,
de hecho, su apellido y sea designado por el nombre de la casa. 1

1. Así, en la familia Jasses (nombre ficticio), a ios yernos sucesivos


siempre se les ha llamado, hasta la fecha, por su nombre de pila seguido por
el apellido de un antepasado, cabeza de familia de importante proyección,
hasta e¡ punto de dar nombre a la casa: «Aunque era un hombre honrado y
bueno, el nombre de Jan de Jasses, procedente de Ar„ poco comunicativo,
apenas se mencionaba (mentabut). Del yerno actual se habla algo más, pero
se le conoce como Lucíen de Jasses» (J.-P. A.).

JASSES

O = Jacq u e s d e J a SSES
(apellido en el registro civil: Lasserre)
fallecido joven ¿ A = O Geneviéve de JASSES

fallecido en 1918 Z\ O y Z \ Jan de JASSES (Lacoste)


O Lucien de JASSES (Laplume)
Además, como hemos visto, por poco que fuera su familia más
humilde que la de su mujer, por poco que tuviera una personali­
dad más bien discreta, el segundón acababa asumiendo un papel
subalterno en un hogar que nunca era del todo verdaderamente
el suyo. Para aquellos segundones que no conseguían casarse con
una heredera gracias a la dote, a veces incrementada con un pe­
queño peculio (lou cabau) laboriosamente amasado, no había
más salida que la de marcharse a buscar oficio y empleo en una
empresa, en la ciudad o en América.1 Era muy poco frecuente,
en efecto, que se arriesgaran a arrastrar las incertidumbres de una
boda con una segundona, el «matrimonio del hambre con las ga­
nas de comer»; algunos de los que contraían semejante enlace «se
colocaban con su esposa como criados a pensión completa» (bay-
lets apensiou) en las explotaciones agrícolas o en la ciudad, y re­
solvían así el problema más difícil, el de encontrar vivienda (ue
case) y empleo. Para los demás, y sobre todo los más pobres, tan­
to si eran criados o empleados por cuenta ajena o en su propia fa­
milia, sólo quedaba el celibato, puesto que estaba excluido que
pudieran fundar un hogar permaneciendo en la casa: paterna.2
Ese era un privilegio reservado al primogénito. En cuanto a las
segundonas, parece que su situación siempre fue más llevadera
que la de los segundones. Debido, principalmente, a que repre­
sentaban un lastre, había prisa por casarlas, y sus dotes, en gene­
ral, solían ser mayores que las de los varones, lo que incrementa­
ba considerablemente sus posibilidades de matrimonio.
Pese a la rigidez y al rigor con el que impone su lógica, particu­
larmente a los varones, sometidos a las necesidades económicas y a
los imperativos del honor, ese sistema no funciona nunca como un
mecanismo. Tiene siempre suficiente «juego» para que el afecto o el

1. En el barrio de Ho., hacia 1900, sólo había una casa que no contara
con un emigrado a América, por lo menos. Había en Olorón reclutadores
que animaban a los jóvenes a marcharse: hubo muchos que se fueron duran­
te los malos años entre 1884 y 1892.
2. Hasta cierto punto, los imperativos propiamente culturales, concreta
y principalmente la prohibición del matrimonio de abajo arriba, se impo­
nían a los segundones con menos rigor.
interés personal puedan inmiscuirse. Así, y a pesar de que, por lo
demás, eran ellos los árbitros encargados de hacer respetar las reglas
de juego, de prohibir los matrimonios desacertados y de imponer,
prescindiendo de los sentimientos, las uniones conformes a las re­
gías, «los padres, para favorecer a un segundón o una segundo na
predilectos, les permitían amasar un pequeño peculio (lou cabau);
Ies concedían, por ejemplo, un par de cabezas de ganado que, en­
tregadas en gasalhes,1 reportaban sus buenos beneficios».
Así pues, los individuos se mueven dentro de los límites de
las reglas, de tal modo que el modelo que se puede construir no
representa lo que se ha de hacer, ni tampoco lo que se hace,
sino lo que se tendería a hacer al límite, si estuviera excluida
cualquier intervención de principios ajenos a la lógica del siste­
ma, tales como los sentimientos.
Que los elementos de las diagonales principales de la ma­
triz que figura a continuación sean nulos, salvo dos (probabili­
dad 1/2), se debe a que los matrimonios entre dos herederos o
entre dos segundones están excluidos en cualquier caso, y más
aún cuando a ello se suma la desigualdad de fortuna y de rango
social; la disimetría que introduce el matrimonio entre una pri­
mogénita de familia humilde y un primogénito de familia
acaudalada se explica por el hecho de que las barreras sociales
no se imponen con el mismo rigor a las mujeres y a los hom ­
bres, pues aquéllas pueden casarse de abajo arriba.

F am ilia acattdalada Fam ilia hum ilde


Prim ogénito Segundón Prim ogénito Segundón
Familia Primogénita 0 1 0 0
acaudalada Segundona 1 0 0 0

Familia (Primogénita 0 1/2 0 1


hum ilde [Segundona 1/2 0 1 0

1. Contrato amistoso mediante el cual se entrega a un amigo de confian­


za, tras haber hecho una valoración, una o varias cabezas de ganado; los pro­
ductos se comparten, así como los beneficios y las pérdidas que da la carne.
Si se adopta el principio de diferenciación utilizado por los
propios habitantes de Lesquire, uno se ve abocado a oponer las
«casas relevantes» y las «casas humildes», o también los «campe­
sinos relevantes» y los «campesinos humildes» (lous paysantots).
¿Se corresponde esta distinción con una oposición manifiesta
en el ámbito económico? D e hecho, aunque la distribución de
los bienes raíces permita diferenciar tres grupos, las fincas de
menos de 15 hectáreas, que alcanzan la cifra de 175, las fincas
de 15 a 30 hectáreas, que suman la cifra de 9 6 , y las fincas de
más de 30 hectáreas, que llegan a la cifra de 3 1 , las separaciones
no son demasiado insalvables entre las tres categorías. Los apar­
ceros y los granjeros son poco numerosos; las fincas diminutas
(menos de 5 ha) y los latifundios (más de 30 ha) constituyen
una proporción ínfima dentro del conjunto, respectivamente,
12,3 % y el 10,9 % . D e lo que se desprende que el criterio eco­
nómico no tiene entidad suficiente para determinar por sí solo
diferenciaciones sensibles. Sin embargo, la existencia de la je­
rarquía social es algo que se siente y se afirma de forma mani­
fiesta. La familia relevante no sólo es reconocible por la exten­
sión de sus tierras, sino también por determinados signos
externos, tales como la importancia de la casa: se distinguen las
casas de dos plantas (maysous de dus soules) o «casas de amo»
(maysous de meste) y las casas de una sola planta, residencia de
granjeros, de aparceros y de campesinos humildes. La «casona»
se define por el gran portón que da acceso al patio. «Las muje­
res», afirma un soltero, «miraban más el portón (lou pourtalé)
que el hombre.» La familia importante también se distingue
por un estilo de vida,- objeto de la estima colectiva y honrada
por todos, tiene el deber de manifestar en grado máximo el res­
peto por los valores socialmente reconocidos, si no por respeto
del honor, al menos por miedo de la vergüenza (per hounte ou
per aunou). El primogénito de una familia relevante (loa gran
aynat) ha de mostrarse digno de su nombre y del renombre de
su casa; y para ello, más que cualquier otro, tiene que encarnar
las virtudes del hombre de honor (hom i d ’a unou), es decir, la
generosidad, la hospitalidad y el sentimiento de la dignidad.
Las «familias relevantes», que no son necesariamente las más ri­
cas del momento, son percibidas y se perciben a sí mismas
como formando parte de una auténtica nobleza. D e lo que se
desprende que la opinión pública tarda en otorgar su reconoci­
miento a los «nuevos ricos», al margen de su riqueza, estilo de
vida o éxito.
Resulta de todo ello que las jerarquías sociales que la con­
ciencia común distingue no son ni totalmente dependientes ni
totalmente independientes de sus bases económicas. Ello es pa­
tente cuando se trata de contraer matrimonio. Nunca falta, sin
duda, en el. rechazo de las uniones que se tienen por desacerta­
das la consideración del interés económico, debido a que en el
matrimonio se produce una transacción de gran relevancia. Sin
embargo, de igual modo que una familia de poco renombre
puede hacer grandes sacrificios para casar a uno de sus hijos en
una familia relevante, el primogénito de una casa relevante
puede rechazar un partido más ventajoso desde una perspectiva
económica para casarse según su rango.
Com o más bien distingue jerarquías sociales que clases es­
trictamente determinadas por la economía, la oposición entre
casas relevantes y humildes se sitúa en el orden social y es relati­
vamente independiente de las bases económicas de la sociedad.
Aunque no sean nunca del todo independientes, hay que dis­
tinguir las desigualdades de rango y las desigualdades de fortu­
na, porque inciden de manera muy diferente sobre la lógica de
los intercambios matrimoniales.
La oposición basada en la desigualdad de rango separa de la
masa campesina a una aristocracia rural distinta no sólo por sus
propiedades, sino, sobre todo, por la «nobleza» de su origen, por
su estilo de vida y por la consideración social de la que es objeto;
implica la imposibilidad (en derecho) de determinados matri­
monios considerados desacertados, en nombre de unas razones
primero sociales y luego económicas. Pero, por otra parte, las
desigualdades de fortuna se manifiestan con cada matrimonio
particular, incluso dentro del grupo al que se pertenece por la
jerarquía social y a pesar de la homogeneidad de las extensiones
de tierras poseídas. La oposición entre una familia más rica y
una familia menos rica no es nunca el equivalente de la oposi­
ción entre los «relevantes» y los «humildes». Aun así, debido al
rigor con el que la necesidad económica domina los intercam­
bios matrimoniales, el margen de disparidad admisible perma­
nece siempre restringido de tal modo que, más allá de un um­
bral determinado, las diferencias económicas hacen que resurja
la barrera, e impiden, de hecho, los enlaces. Así, junto a la línea
de separación que separa dos grupos jerárquicos dotados de
cierta permanencia debido a la estabilidad relativa de sus bases
económicas, las desigualdades de fortuna tienden a determinar
puntos de segmentación particulares, y ello muy especialmente
cuando se trata de contraer matrimonio. La complejidad que re­
sulta de estos dos tipo de oposición se duplica debido ai hecho
de que las reglas generales nunca se salen de la casuística espon­
tánea; ello es así porque el matrimonio no se sitúa nunca plena­
mente en la lógica de las alianzas o de la lógica de los negocios.
Conjunto de bienes muebles e inmuebles que forman la
base económica de la familia, patrimonio que ha de mantenerse
indiviso a lo largo de las generaciones, entidad colectiva a la
que cada miembro de la familia ha de subordinar sus intereses y
sus sentimientos, la «casa» es el valor de los valores, respecto al
cual todo el sistema se organiza. Bodas tardías que contribuyen
a limitar la natalidad, reducción del número de hijos (dos por
pareja como media), reglas que regulan ía herencia de ios bie­
nes, celibato de los más jóvenes, todo contribuye a asegurar la
permanencia de la casa. Ignorar que ésa es también la función
primera de los intercambios matrimoniales significaría vedarse
la comprensión de su estructura.

Con semejante lógica, ¿quiénes eran los célibes? Sobre todo,


los segundones, especialmente, en las familias numerosas y en las
familias pobres. El celibato de los primogénitos, raro y excepcio­
nal, se presenta como ligado a un funcionamiento demasiado rí­
gido del sistema y a la aplicación mecánica de ciertos imperati­
vos. Como el caso, por ejemplo, de los primogénitos víctimas de la
autoridad excesiva de los padres. «P. L.-M . (artesano del pueblo,
de 86 años de edad] nunca disponía de dinero para salir; no salía
nunca. Otros se habrían rebelado contra el padre, habrían tratado
de ganarse un poco de dinero fuera de casa; él se dejó dominar.
Tenía una madre y una hermana que estaban al tanto de todo lo
que sucedía en el pueblo, fuera cierto o falso (a tor ou a dret), sin
salir nunca. Dominaban la casa. Cuando él habló de casarse, se
aliaron con el padre. “¿Para qué quieres una mujer? Ya hay dos en
casa.” Hacía novillos en la escuela. Nunca le decían nada. Se lo to­
maban a broma. La culpa de todo la tiene la educación» (J.-P. A).

Nada más ilustrativo que este testimonio de un viejo soltero


(I. A.) nacido en 1885, artesano domiciliado en el pueblo:
«Nada más acabar la escuela, me puse a trabajar con mi padre
en el taller. Fui al servicio en 1905, serví en el X III Regimiento
de cazadores alpinos, en Chambéry. Conservo muy buen re­
cuerdo de mis escaladas en los Alpes. Entonces no había esquís.
Nos atábamos a las botas unas tablas redondas, lo que nos per­
mitía subir hasta la cima de los puertos. Al cabo de dos años de
servicio militar, volví a casa. Tuve relaciones con una muchacha
de Ré. Habíamos decidido casarnos en 1909. Ella aportaba una
dote de 1 0 .0 0 0 francos y el ajuar. Era un buen partido (u bou
partit). M i padre se opuso formalmente. En aquel entonces, el
consentimiento del padre y de la madre era imprescindible.1
“N o, no debes casarte.” N o me dijo sus motivos, pero me los
dio a entender. “N o necesitamos a ninguna mujer aquí.” No
éramos ricos. Había que alimentar una boca más, cuando ya te­
níamos a mi madre y a mi hermana. M i hermana sólo estuvo
fuera de casa seis meses, después de casarse. Volvió en cuanto
enviudó y sigue viviendo conmigo. Por supuesto, podía haber­
me marchado. Pero, en aquel entonces, el primogénito que se
1. A la vez «jurídicamente» y materialmente. Sólo la familia podía ga­
rantizar un «hogar equipado» (lou ménadje gam it), es decir, el mobiliario do­
méstico: el “aparador”, el armario; la caja de la cama (rarcaillieyt), el somier,
etcétera.
instalaba con su esposa en una casa independiente era una ver­
güenza [u escarní,1 es decir una vergüenza que desacredita y ridi­
culiza tanto al autor como a la víctima]. La gente habría dado
por supuesto que se había producido una pelea grave. N o había
que mostrar ante los demás los conflictos familiares. Por su­
puesto, habría tenido que irse lejos, alejarse del avispero (tiras de
la baille: literalmente, “zafarse del brasero”). Pero era difícil. M e
afectó mucho. D ejé de bailar. Las chicas de m i edad estaban to­
das casadas. Las otras ya no me atraían. Ya no me interesaban
las chicas para casarme; antes, sin embargo, me gustaba mucho
bailar, sobre todo, los bailes antiguos, la polca, la mazurca, el
vals... Pero la quiebra de mis proyectos de boda había roto algo:
se me habían pasado las ganas de bailar, de tener relaciones con
otras chicas. Cuando salía, los domingos, era para ir a jugar a las
cartas; a veces echaba un vistazo al baile. Trasnochábamos, en­
tre chicos, jugábamos a las cartas, luego regresaba a casa hacia
medianoche.» (Entrevista realizada en bearnés.)

Pero, sobre todo, era entre los capmaysoues, los primogénitos


de las familias campesinas relevantes, donde los imperativos eco­
nómicos se ejercían con más fuerza, donde más abundaban los ca­
sos de ese tipo. Quienes querían casarse en contra de la voluntad
de los padres no tenían más remedio que marcharse, exponiéndo­
se a ser desheredados en beneficio de otro hermano o hermana.
Pero marcharse le resultaba mucho menos fácil al primogénito de
una familia campesina relevante que a un segundón. «El primogé­
nito de la familia Ba. [cuya historia se relata en la página 33, el ma­
yor de Lesquire, no podía irse. Había sido el primero en el pueblo
que llevó chaqueta. Era un hombre importante, concejal del ayun­
tamiento. No se podía ir. Y, además, tampoco era capaz de mar­
charse para ganarse la vida. Estaba demasiado enmoussurit ( “ense-
ñoritado ”de moussu, señor)» (J.-P. A.). Obligado a mostrarse a la
altura de su circunstancia, el primogénito era víctima, más que
cualquier otro, de los imperativos sociales y de la autoridad fami­

1. Ei verbo escarní significa «imitar burlonamente, caricaturizar».


liar. Además, mientras ios padres viviesen, sus derechos a la pro­
piedad no pasaban de virtuales. «Los padres soltaban el dinero con
cuentagotas... Los jóvenes a menudo no tenían ni para salir. Ellos
trabajaban y los viejos se quedaban el dinero. Algunos salían a ga­
narse unos dinerillos para sus gastos fuera; se colocaban durante
una temporada como cocheros o jornaleros. Así, hacían algún di­
nero, del que podían disponer a su antojo. A veces, cuando tenía
que ir a hacer el servicio militar, daban al hijo menor algún pecu­
lio (u cabau): o bien un rinconcito de bosque que podía explotar,
o bien uri par de ovejas, o una vaca, lo que le permitía ganar un
poco de dinero. Por ejemplo, me dieron una vaca que le dejé a un
amigo en gasahles. Los primogénitos, muy a menudo, no tenían
nada y no podían salir. “T ú te quedarás con todo” (qu’a t aberas
to u t) decían los padres1 y, mientras, no soltaban nada. Muchos,
antes, se pasaban toda la vida sin salir de casa. No podían salir por­
que no tenían ni un céntimo que fuera suyo, para invitar a unas
copas. Y eso que entonces con cuatro perras te pegabas una buena
juerga con tres o cuatro amigos. Había familias así donde siempre
habían tenido solteros. Los jóvenes no tenían personalidad; esta­
ban acogotados por un padre demasiado duro» (J.-P .-A ).
Que algunos primogénitos estuvieran condenados al celiba­
to, debido a la autoridad excesiva de los padres, no quita que,
normalmente, hicieran buenas bodas. «El capmaysoue tiene don­
de escoger» (P. L.). Pero las posibilidades de matrimonio se re­
ducen paralelamente con el nivel social. Sin duda, al contrario
que a los primogénitos de las familias relevantes, los segundones
de origen más humilde, ajenos a las preocupaciones de los enla­
ces desacertados y a las trabas suscitadas por el pundonor o el
orgullo, tenían, en ese aspecto, una libertad de elección mayor.
Sin embargo, y a pesar de la sentencia que reza que más vale
gente que dinero (que bou mey gen qu argén), también tenían,
más por necesidad que por orgullo, que tomar en consideración
la importancia de la dote que la esposa aportaría.

1. Una sentencia que se pronuncia a menudo irónicamente, porque se


presenta como el símbolo de la arbitrariedad y de Ja tiranía de los ancianos.
Junto al segundón que huye de la casa familiar y se marcha
a la ciudad, en busca de algún empleo modesto, o a América
para hacer fortuna, 1 también existe el que se queda junto al pri-
mogénito por apego a la patria chica, al patrimonio familiar, a
la casa, a la tierra que siempre ha trabajado y que considera
suya. Entregado absolutamente, no piensa en el matrimonio.
Su familia tampoco tiene prisa en verlo casado y trata a menu­
do de retenerlo, durante un tiempo, por lo menos, al servicio
de la casa; algunos condicionaban la entrega de la dote a la con­
dición de que el segundón se aviniera a trabajar junto al primo­
génito durante un número determinado de años; otros se limi­
taban a prometer un aumento de la parte. En ocasiones, se
llegaban a firmar auténticos contratos de trabajo entre el cttp-
m aysouey el segundón cuya situación era la de un criado.

«Yo era el último de una familia de cinco hermanos. Antes


de la guerra de 1914 (nació en 1894), estuve de criado en casa
de M „ y luego en casa de L. Guardo muy buen recuerdo de esa
época. Después hice la guerra. Cuando volví, me encontré una
familia mermada: un hermano muerto, el primogénito, el ter­
cero amputado de una pierna, el cuarto un poco atontado por
la guerra. Estaba contento de haber vuelto a casa. M is herma­
nos me mimaban, los tres eran pensionistas, mutilados de gue­
rra. M e daban dinero. El que estaba enfermo de los pulmones
no podía valerse solo, yo le ayudaba, le acompañaba a las ferias
y a los mercados. Tras su muerte, en 1929, pasé a depender de
la familia del segundo de mis hermanos, que se había converti­
do en el primogénito. N o tardé en darme cuenta de lo aislado
que estaba en esa familia, sin mi otro hermano ni mi madre,
que tanto me mimaban. Por ejemplo, un día que me tomé la li­
bertad de ir Pau, mi hermano me echó en cara que se perdieran

1, Cadettou, el segundón, es un personaje de la tradición popular en el


que a los bearneses Ies gusta reconocerse. Vivo, astuto, malicioso, se las arre­
gla siempre para hacer que el derecho le favorezca y salir airoso de las adver­
sidades gracias a su ingenio.
unas cuantas pacas de heno, que habían quedado al raso a mer­
ced de la tormenta, y que habría recogido si hubiese estado allí.
Ya se me había pasado la edad de casarme. Las chicas de mi
edad se habían marchado o estaban casadas; con frecuencia me
sentía triste en mis momentos de asueto; me los pasaba bebien­
do con los amigos, que, en la mayoría de casos, estaban en la
misma situación que yo. Le aseguro que, si pudiera volver atrás,
dejaría a mi familia sin pensármelo dos veces y me colocaría en
algún sitio,.y tal vez me casaría. La vida sería más agradable
para mí. Para empezar, tendría una familia independiente, sólo
mía. Y, además, el segundón, en una casa, nunca trabaja lo su­
ficiente. Siempre tiene que estar en la brecha. Se le echan cosas
en cara que un patrón jamás se atrevería a reprochar a sus cria­
dos. MÍ único refugio, para tener un poco de tranquilidad, es
encerrarme en casa de Es.;1 en el único rincón habitable he ins­
talado un catre» (testimonio recogido en bearnés).
Por sendas opuestas, el segundón que se marchaba a la ciu­
dad para ganarse la vida y el hijo menor soltero que se quedaba
en la casa garantizaban la salvaguarda del patrimonio campesi­
no.2 «Había unos segundones ancianos en unas casas que esta­
ban a unas dos horas de camino (unos 7 u 8 kilómetros), en
casa de Sa„ en casa de C h., en el barrio Le., que venían a misa
al pueblo, sólo los días de fiesta y que, a sus setenta años, nunca
habían estado en Pau o en Oloron. Cuanto menos salen, me­
nos ganas de salir tenían. Claro, tenían que ir caminando. Y
para ir caminando a Pau, hay que tener ganas. Si no tenían
nada que hacer allí, pues, sencillamente, no iban. Y no tenían
nada que hacer allí. El primogénito era el que salía. Ellos eran
los pilares de la casa. Aún quedan algunos» (J.-P. A.).
La situación del criado agrícola se parecía bastante a la del
segundón que se quedaba en casa. A diferencia del obrero agrí­

1. Ejemplo de casa que ha conservado su nombre, a pesar de haber te­


nido diversos propietarios y de estar abandonada en la actualidad.
2. El segundón tenía, en principio, el usufructo vitalicio de su parte.
Cuando moría, si se había quedado soltero, ésta revertía al heredero.
cola jornalero, que sólo consigue «jornales» (journaus) en vera­
no y se queda a menudo sin trabajo durante todo el invierno y
los días de lluvia, que con frecuencia no tiene más remedio que
aceptar trabajos a destajo (a preys-heyt) para llegar a final de
mes (ta ju n ta ), y que gasta prácticamente todo lo que gana
(«cinco céntimos al día, y la comida, hasta 1914») para com­
prar pan o harina, el criado (lou baylet) goza de mayor seguri­
dad.1 Contratado para todo el año, no tiene que temer la llega­
da del invierno ni los días de lluvia, pues tiene comida y techo
y le lavan la ropa. Con su salario, puede comprarse tabaco e ir a
«tomar una copa» los domingos. Pero, a cambio, el viejo criado
tenía que resignarse al celibato las más de las veces, ora por ape­
go a la casa y devoción por sus patrones, ora porque no dispo­
nía de suficiente dinero para establecerse y casarse. Para el cria­
do, casi siempre un segundón de familia modesta, como para el
obrero, el matrimonio era muy difícil, y en estas dos categorías
sociales es donde más abundaban antes los solteros.2

«Como era segundón, me colocaron muy temprano, a los


diez años, como criado en Es. Allí tuve relaciones con una chi­
ca. Si nos hubiéramos casado, habríamos hecho, como dicen,
“el matrimonio del hambre con las ganas de comer” (lou m ari­
daje de la ham i dap la set). Éramos tan pobres el uno como la
otra. El primogénito, claro está, ya tenía la “casa con todo” (lou

1. Se distinguía antes entre lous mestes o capmaysoues, es decir, los


«amos», relevantes o modestos; lous bourdes-mieytades, los aparceros; íoiís
bourdis en aferrne, los granjeros; lous oubres, ios obreros, y lous baylets, los cria-
dos. Un criado m u y bien colocado ganaba de 250 a 3 0 0 francos anuales antes
de 1914. Si ahorraba mucho, podía esperar poder comprar una casa con unos
diez o doce años de salario y, con la dote de alguna muchacha y un poco de
dinero prestado, comprar una granja y algo de cierra. El jornalero, por el con­
trario, no tenía prácticamente ninguna esperanza de prosperar. En cuanto ha­
bían hecho la primera comunión, a los niños y a las niñas los colocaban como
criados o sirvientas (gotiye).
2. La diferencia de edad entre los cónyuges era, como media, mayor
antes que ahora. N o era infrecuente que hombres maduros, pero ricos y de
familia relevante, se casaran con muchachas de 20 a 25 años.
m enadje g a m it) de nuestros padres, es decir los rebaños, el co­
rral, la casa, las herramientas agrícolas, etcétera, lo que le facili­
taba las cosas para casarse. La chica con la que yo tenía relacio­
nes se marchó a la ciudad; suele ocurrir, las chicas no esperan.
Lo tienen más fácil para irse, para “colocarse” en la ciudad
como criadas, deslumbradas por alguna amiga. Yo, mientras,
me divertía a mi manera, con otros chicos que estaban en el
mismo caso que 7 0 . Nos pasábamos noches enteras (noueyteya,
literalmente: “pasarse de juerga” toda la noche», noueyt) en el
café; jugando a las cartas hasta el amanecer, haciendo pequeñas
“comilonas”. Casi siempre hablábamos de mujeres, las dejába­
mos muy mal, por supuesto. Y al día siguiente poníamos verdes
a los compañeros de la juerga de la noche anterior» (N., criado
agrícola, nacido en 1898; entrevista realizada en bearnés).

E n las relaciones entre los sexos y en las bodas era donde


más se ponía de manifiesto la conciencia de la jerarquía social.

«En el baile, ningún segundón de familia humilde (u caddet


de p etite garbure) se acercaba demasiado a la hija menor de Gu.
[un campesino importante]. Los otros segundones en seguida
hubieran dicho: ¡Menudo pretencioso! ¡Pretende camelársela
por su dote! Los criados que tenían buena planta sacaban a ve­
ces a bailar a las herederas, pero no solía ocurrir. Había un cria­
do bien parecido que era aceptado por la buena sociedad; iba
detrás de la heredera de Es. Y se casó con ella. Todo el mundo
“puso el grito en cielo” al ver que se casaba con ella. Era algo ex­
traordinario. Todo el mundo estaba convencido de que sería su
esclavo. D e hecho, no fue ni remotamente así: adoptó el com ­
portamiento de los padres de su mujer, que acababan de volver
de América y vivían de renta, se convirtió en un señor y no vol ­
vió a trabajar. Todos los viernes iban a Olorón» (J.-P. A.).

La lógica de los intercambios matrimoniales tiende a salva­


guardar y a perpetuar la jerarquía social. Pero, más profunda­
mente, el celibato de determinadas personas se encuentra inte-
grado en la coherencia del sistema social y, por ello, tiene una
función social evidente. Por mucho que constituyera una espe­
cie de fallo del sistema, eí celibato de los primogénitos no era,
en el fondo, más que el efecto lamentable de una afirmación ex­
cesiva de la autoridad de los padres, piedra angular de la socie­
dad. En lo que a los demás se refiere, segundones e individuos
de origen humilde (de petite garbure), granjeros, aparceros,
obreros agrícolas y, sobre todo, criados, su celibato se inscribe
en la lógica de un sistema que rodea profusamente de protec­
ciones al patrimonio, valor supremo. En esa sociedad en la que
el dinero es escaso y caro,1 donde lo esencial del patrimonio lo
constituyen los bienes raíces, el derecho de primogenitura, cuya
función estriba en garantizar las tierras trasmitidas por los ante­
pasados, es inseparable de la dote, compensación otorgada a los
segundones para que renuncien a sus derechos sobre las tierras
y la casa. Pero, a su vez, la dote conlleva una amenaza: por ello
se hace todo lo posible para evitar un reparto que arruinaría a la
familia. La autoridad de los padres, la fuerza de las tradiciones,
el apego a la tierra, a la familia y al apellido determinan al se­
gundón a sacrificarse, ora marchándose a la ciudad o emigrando
a América, ora permaneciendo en la finca, sin esposa ni salario.2
Basta, para explicar que el matrimonio constituye un asun­
to que pertenece más a la familia que al individuo, y que se lle­
va a cabo según los modelos estrictamente definidos por la tra­
dición, mencionar su función económica y social. Lo que no es

1. Todos los informadores suelen insistir en la escasez del dinero líqui­


do: «No había dinero, ni para las salidas de los domingos. Se gastaba poco.
Una tortilla y una'chuleta o un pollo era todo io que pedíamos que nos hi­
cieran [en la fonda]» (A. A.). (Ahora hay una abundancia de dinero que en­
tonces no había. La gente no es más rica, pero circula más dinero; quien po­
día vivir en su casa y ahorrar unos céntimos era feliz, pero no quien tenía
que comprarlo todo, el obrero, por ejemplo. Ése era el más desdichado de
todos» (F. L,).
2. A la inversa de otras regiones rurales, Lesquire ignoraba las bromas
rituales que suelen hacerse a los solteros, varones o hembras, durante los car­
navales, por ejemplo. (Véase. A. Van Gennep, M anuel de folklore frangais,
tomo I, 1 y 2, París, Éditions Auguste Picard, 1943-1946.)
óbice para que también se practique, en la sociedad de antaño y
aún en la actual, una segregación de los sexos brutal. Desde la
infancia, chicos y chicas están separados en ios bancos de la es­
cuela y en el catecismo. D e igual modo, en la iglesia, los hom­
bres se agrupan en el coro o en el fondo de la lila central de
bancos, cerca de la puerta, mientras las mujeres se acomodan
en los bancos laterales y los primeros de la fila central. El café
es un lugar reservado a los hombres, y cuando las mujeres de­
sean decirles algo a sus maridos no van ellas personalmente,
sino que mandan a sus hijos. T odo el aprendizaje cultural y el
conjunto del sistema de valores tienden a desarrollar en los
miembros de uno y otro sexo actitudes de exclusión recíprocas
y a crear una distancia que no puede cruzarse sin turbación. 1
D e tal modo que la intervención de las familias era, en cierto
modo, impuesta por la lógica del sistema, y también la del «ca­
samentero» o «casamentera», llamado trachur (o talame , en el
valle del Gave de Pau). «Hacía falta un intermediario para ha­
cer que se encontraran. U na vez se han hablado, ya marcha.
Hay muchos que no tienen oportunidad de conocer a chicas o
que no se atreven a ir a su encuentro. El anciano cura ha arre­
glado muchos matrimonios entre familias relevantes de biem-
pensantes. Por ejemplo, B. no salía, era tímido, apenas iba al
baile; el viejo cura va verle: “T e has de casar.” La madre: “H a­
bría que casarlo, pero no encuentra con quien, es difícil.” “N o
hay que mirar la dote”, dice el cura: “hay una chica que será para
usted [la madre] un tesoro.” Lo casa con una chica pobre, con
la hija de unos aparceros a los que conocía a través de una tía
muy devota. El cura también ha arreglado el matrimonio de L.
En muchos casos ha conseguido que antiguas familias que no
estaban dispuestas a rebajarse aceptaran una boda con hijas de
familias pobres. M uy a menudo, el vendedor ambulante ( crou-
fetayre) hacía las veces de trachur. La madre le decía: “Quiero

1. 'El lenguaje es revelador: las expresiones ha bistes (literalmente: «lan­


zar miradas») y parla ue gouyate (literalmente: «hablar a una chica») signifi­
can «cortejar».
casar a mi hijo.” Él lo hablaba con gentes que tenían hijas casa-
deras en Ar., Ga., Og., y los demás lugares por los que él pasa­
ba. M uchos matrimonios se arreglaban así. Otras veces, el que
hacía de intermediario era un pariente o algún amigo. Se habla­
ba el asunto con los padres de la chica y luego se le decía al
mozo: “Vente conmigo, vamos a pasear, te voy a presentar.”»
(P. L., 88 años). Era costumbre, una vez el trato concluido,
ofrecer algún obsequio al trachur y convidarlo al banquete de
boda. D e quien había arreglado el matrimonio solía decirse:
«Se ha ganado un par de botas» (que sa gagnat u p a de bottines).
En este contexto ha de comprenderse el tipo de matrimo­
nio llamado barate en la llanura del Gave y crouhou en Lesqui­
re, por el que se unen dos hijos de una familia (dos hermanos o
dos hermanas, o un hermano y una hermana) con dos hijos de
otra. «La boda de uno de los hijos proporciona a los demás la
ocasión de conocerse, y se saca buen provecho de ella» (P. L.).
Nótese que, en este caso, salvo si una de las familias tiene más
de dos hijos, no hay entrega de dote.
La restricción de la libertad de elección tiene, pues, tam­
bién su lado positivo. La intervención directa o mediata de la
familia, sobre todo de la madre, hace que se vuelva innecesaria
la búsqueda de una esposa. Se puede ser bruto, patoso, tosco y
grosero sin perder todas las posibilidades de llegar a casarse. El
más joven de la familia Ba., «celoso, arisco, cascarrabias (roug-
nayre), desagradable con las mujeres, malo», ¿no fue novio de la
hija de An., la heredera más guapa y rica de la comarca? Y tal
vez no sea una exageración pensar que, gracias a ese mecanis­
mo, la sociedad garantiza la salvaguarda de sus valores funda­
mentales, en concreto, las «virtudes campesinas». ¿Acaso no
opone la conciencia tradicional el «campesino» (lou paysk) al
«señor» (lou moussit)? Sin duda, de igual modo que se oponía al
campesino enmoussurit, «aseñoritingado», el buen campesino se
oponía al campesino empaysanit, «acampesinado», al hucou,1 al

1. Este término tiende a designar en la actualidad al soltero, literalmen­


te, al «gato que maúlla».
hombre rudo, y tenía que saber comportarse como «hombre
sociable»; lo que no quita que siempre se insistiera en las cuali­
dades de campesino. Sobre todo, hablando de matrimonio, lo
esperado era que un hombre fuera trabajador y supiera trabajar,
y que fuera capaz de dirigir su explotación, tanto por su com ­
petencia com o por su autoridad. Que no supiera trabar amistad
' (am igailha’s) con las mujeres y que pusiera tanto empeño en el
trabajo que descuidara sus deberes sociales no solía tenérsele
demasiado en cuenta. El juicio colectivo era inmisericorde, por
el contrario, con quien se atreviera a «dárselas de señor» (tnous-
sureya) en detrimento de sus tareas de campesino. «Era dema­
siado señorito (moussu); no era bastante campesino. Muy buen
mozo para salir a pasear, pero sin autoridad» (F. L., 88 años).
Toda la educación básica preparaba a las muchachas a percibir
y a considerar a los pretendientes en función de las normas ad­
mitidas por la comunidad.1 «Al “señorito” que le hiciera la cor­
te, la joven campesina le habría contestado como la pastora de
la canción: " Yon q ’a ym i mey u bet hilh depaysa (Yo prefiero un
buen hijo de campesino).»2

1. D e igual modo, el varón sólo podía admitir y adoptar el ideal co­


lectivo, según el cual la esposa ideal era una buena campesina, apegada a la
tierra, laboriosa, «apta para trabajar dentro de la casa y fuera, en el campo,
sin miedo a que le salgan callos en las manos y capaz de conducir el ganado»
(F. L.).
2. «¿Quieres, hermosa pastora, darme tu amor?
T e seré fiel hasta el final de mis días.
You q ’aym i mey u bet hilh de paysa...
¿Por qué, pastora, eres tan cruel?
E t bous mowsii ta qu ’e t tan amourous?
(¿Y usted, señor, por qué está tan enamorado?)
No m e gustan todas esas señoritas...
E yo u moussu q u ’em foutis de bous... (y yo, señor, me río de usted)» (re­
copilado en Lescquire en 1959).

Existe una retahila de canciones que, como ésta, presentan a una pasto­
ra que, astuta y sin pelos en la lengua, dialoga con un franchimctn de la ciu­
dad (nombre peyorativo aplicado a quien se esfuerza en hablar francés, fra n-
chimandeya).
2. C O N T R A D IC C IO N E S IN T E R N A S Y A N O M IA

Las m anos que aplauden en los teatros y los cir­


cos dejan descansar los cam pos y tos viñedos.

COLUM ELA

A todas las familias campesinas se les plantean fines contra­


dictorios: la salvaguarda de la integridad del patrimonio y el
respeto de la igualdad de derechos entre los hijos. La importan­
cia relativa que se otorga a cada uno de estos dos fines varía se­
gún las sociedades, así como los métodos empleados para alcan­
zarlos. El sistema bearnés se sitúa entre ios dos extremos: la
herencia de uno solo, habitualmente el primogénito, y el repar­
to equitativo entre todos los hijos. N o obstante, la compensa­
ción otorgada a los segundones no es más que una concesión
debida al principio de la equidad; la costumbre sucesoria privi­
legia abiertamente la salvaguarda del patrimonio, otorgado al
primogénito, sin que lleguen a sacrificarse totalmente, como
antiguamente en Inglaterra, los derechos de los segundones.
C on el celibato de los segundones y la renuncia a la herencia el
sistema se cumpliría en toda su lógica y alcanzaría el extremo
hacia el que tiende, pero que nunca alcanza, porque eso equi­
valdría a exigir de toda una categoría social un sacrificio absolu­
to e imposible.
Q ue el mismo fenómeno que, antiguamente, parecía caer
por su propio peso sea percibido ahora como algo anormal sig­
nifica que el celibato de ciertas personas, que se aceptaba y con­
tribuía a salvaguardar el orden social, representa ahora una
amenaza para los fundamentos mismos de este orden. El celiba­
to de ios segundones no hacía más que cumplir la lógica del sis­
tema hasta en sus consecuencias más extremas, y por ello podía
ser percibido com o el sacrificio natural del individuo al interés
colectivo; en la actualidad, el celibato se padece como un des­
tino absurdo e inútil. E n un caso, acatamiento de la regla, es
decir, anomalía normal; en el otro caso, desajuste del sistema,
es decir, anomia.

LOS NUEVOS SO LTERO S

El celibato se presenta como el signo más manifiesto de la


crisis que aqueja al orden social. Mientras en la antigua socie­
dad el celibato iba estrechamente ligado a la situación del indi­
viduo en la jerarquía social, fiel reflejo, a su vez, del reparto de
los bienes raíces, aparece hoy en día como ligado, ante todo, a
la distribución en el espacio geográfico.
Sin duda, la eficacia de los factores que tendían a propiciar
el celibato antiguamente no ha quedado en suspenso. La lógica
de los intercambios matrimoniales sigue dominada por la jerar­
quía social. U n cuadro que diferencia a los solteros nativos de
los pueblos1 según la categoría socioprofesional, la edad, el sexo
y la cuna evidencia a las claras que las posibilidades de matri­
m onio menguan paralelamente con la situación socioeconómi­
ca ( véanse páginas siguientes).

El porcentaje de solteros crece regularmente a medida que


se va hacia las categorías sociales inferiores: el 0,4 7 % de los sol­
teros son grandes hacendados, el 2 ,8 1 % son hacendados media­
nos, el 8 ,4 5 % son hacendados pequeños (es decir, el 11,7 3 % en
el conjunto de los propietarios de tierras), el 4 ,2 2 % son obreros
agrícolas, el 2 ,8 1 % son aparceros y granjeros, el 11,7 3 % son
criados y el 6 9 ,5 0 % son ayudantes familiares. Hay que ponde­

1. La población aglomerada (que se designará de ahora en adelante


bajo el nombre de pueblo) es de 2 64 personas; la población dispersa (case­
ríos) es de 1.090 personas.
rar estas cifras teniendo en cuenta ia importancia numérica de las
diferentes categorías.1 Entre aparceros y granjeros, el porcentaje
de solteros llega al 2 8 ,5 7 % ; entre obreros agrícolas al 8 1 ,8 1 % ;
entre criados al 100% .2 Aunque, como antiguamente, las posibi­
lidades de matrimonio son mucho menores para los individuos
que pertenecen a las categorías más desfavorecidas, obreros agrí­
colas y criados en particular, resulta que el índice de solteros es
relativamente elevado entre los propietarios de fincas. Los 28 ca­
bezas de explotación solteros y ios 22 primogénitos que, con los
padres vivos, han sido incluidos entre los ayudantes familiares,
representan al 2 2 ,3 2 % del conjunto de propietarios agrícolas de
los caseríos.

1. Véase apéndice III: «Taille des familles selen la catégorie socioprofe-


sionnelle des chefs de famiile», cuadros II IA y B, en P. Bourdieu, «Célibat et
condition paysanne», op., cit. págs. 123-124.
2. A pesar de haberse convertido en algo muy escaso (y por ello muy
valioso), los criados no gozan de una situación mucho mejor de la que goza­
ban hace cincuenta años. Totalmente sometidos a unos amos a menudo au­
toritarios que procuran denigrarlos en público para depreciarlos y evitar así que
se los quiten, ni siquiera pueden pensar en casarse. Es posible hacerse una
idea más cabal de su condición gracias al testimonio de uno de ellos, nacido
en 1928: «Fui a la escuela hasta los once años, en el barrio de Rey. M i padre
tenia una pequeña finca de ocho hectáreas, de heléchos y bosque, viñedos,
algunos prados y tres fanegas de maíz. Yo tenía un hermano mayor y una
hermana retrasada; me pusieron a trabajar en casa de L., como criado. Es un
puesto arduo, los patrones son exigentes. Estuve allí como un esclavo duran­
te seis años. Estaba molido, física y moralmente. M e quedé deshecho. Había
que reírle todas las gracias al amo, como un cretino. Con el consentimiento
de mis padres conseguí liberarme del amo e ir a casa de R., un pariente, du­
rante ocho meses antes de marchar al servicio militar- Cuando me licencia­
ron, trabajé de obrero agrícola. Es duro, pero no es una esclavitud como ha­
cer de criado. Después, trabajé en varias empresas de los alrededores. Trabajé
para el grupo escolar, para la traída de aguas. Ahora estoy en la fábrica de la-
drilios. ¿Casarme? ¡Ay, si fuera poli, encontraría veinte novias! ¡Mire qué gor­
das están las mujeres de los gendarmes! No dan golpe.»
R ango p o r el nacim iento y sexo
C ondición social y ed a d V H Totales
P rim o- Según P rim o- Segun-
génito dón g én ita dona

G randes hacendados
(m ás de 3 0 ha)
1. 2 1 a 2 5 años
2 . 2 6 a 3 0 años 1 1
3 . 31 a 3 5 años
4 . 3 6 a 4 0 años
5. 41 años y m ás

H acendados m edianos
(1 5 a 3 0 ha)
1. 21 a 2 5 años
2 . 2 6 a 3 0 años 1 1
3 . 31 a 3 5 años
4 . 3 6 a 4 0 años
5. 41 años y m ás 4 1 5
H acendados pequeños
(m enos de 15 ha)
1. 21 a 2 5 años 1 1 2
2 . 2 6 a 3 0 años 1 1
3 . 31 a 3 5 años 1 1
4 . 3 6 a 4 0 años 1 1 2
5 . 4 1 años y más 12 12

A pareceros y granjeros
1. 21 a 2 5 años
2 . 2 6 a 3 0 años 2 2
3- 31 a 3 5 años
4 . 3 6 a 4 0 años
5. 4 1 años y más 3 1 4
Rango por e l nacim iento y sexo
C ondición social y edad V H Totales
P rim o­ Segun­ P rim o - Segun­
g énito dón g én ita dona

O breros agrícolas
1 . 2 1 a 2 5 años 1 1
2 . 2 6 a 3 0 años 1 1
3. 31 a 3 5 años 1 1
4 . 3 6 a 4 0 años 1 1
5 . 41 años y más 3 1 1 5

C riados
1. 21 a 2 5 años 1 1 2
2 . 26 a 3 0 años 6 6
3 . 31 a 3 5 años
4. 36 a 4 0 años 1 1 2
5. 4 i años y más 3 12 15

Ayudantes fam iliares


1 . 2 1 a 2 5 años 15 14 3 13 45
2 . 2 6 a 3 0 años 14 9 1 9 33
3 . 31 a 3 5 años 12 6 3 21
4 . 3 6 a 4 0 años 4 3 3 10
5. 41 años y más 10 14 2 13 39

T ótales 89 71 8 45 213

Hay que observar, por otra parte, que se cuentan 89 pri­


mogénitos solteros (o sea, el 5 5 >6 % ), entre los cuales hay 49 de
menos de 35 años, contra 71 segundones (o sea, el 4 4 ,4 % ), en­
tre los cuales hay 38 de menos de 35 años. En cuanto a las chi­
cas, la relación se invierte, pues las primogénitas sólo represen-
tan el 15 % de las solteras, contra el 8 4 % de las segundonas. De
lo que cabe extraer unas primera conclusión: las posibilidades
de matrimonio dependen menos de la situación socioeconómi­
ca que antiguamente. El privilegio del propietario y del primo­
génito corre peligro. Aunque, evidentemente, el caprnaysou'e se
casa más fácilmente que el criado o el obrero agrícola, no es in­
frecuente que se quede soltero, a pesar de todo, mientras el se­
gundón de familia modesta encuentra esposa.
Pero lo esencial es que la oposición entre los primogénitos
por un lado, y los segundones, los obreros y ios criados, por el
otro, queda relegada a un segundo piano, sin quedar abolida,
sin embargo, por la oposición entre el ciudadano del pueblo y
el campesino del caserío.

Estado civil de los habitantes de Lesquíre


en función de la edad, del sexo y de la residencia

P ueblo Caseríos

E dad Totales
Solteros Casados Solteros Casados
V H 1/ H v H V H
N acidos entre:
1933 y 1929 4 2 4 4 30 14 5* 13 76
( 2 1 a 2 5 años)

1928 y 1924 1 1 6 4 36 15 14 20 97
(2 6 a 3 0 años)

1923 y 1919 1 4 6 20 3 13 24* 71


(31 a 3 5 años)

1918 a 1914 1 7 5 14 3 14 14 58
(3 6 a 4 0 años)
antes de 1 9 1 4 9 9 54 67 63 15 204*257** 678
T ótales 15 13 75 86 163 50 250 328 980

* Entre ellos un viudo.


** Entre ellas una viuda.
*** Entre ellos 16 viudos.
**** Entre ellos 95 viudas.
P oblación de Lesquire R esidente en R esidente en Totales
en 1 9 5 4 e l pueblo los caseríos
M enores de 2 1 años 75 299 374

M ayores de 2 1 años 189 791 980


T ótales 264 1 .0 9 0 1 .3 5 4

Mientras los solteros varones mayores de 21 años represen­


tan sólo ei 16,44 % de ia población masculina dei pueblo, for­
man el 3 9 ,7 6 % de la población masculina de los caseríos (es
decir, 2 ,4 veces más), cuando el porcentaje para el conjunto de
la población alcanza el 3 5 ,3 8 % . E n el grupo que tiene entre 31
y 40 años las diferencias son más notorias.1 Los solteros forman
el 8 ,3 5 % de la población masculina del pueblo y el 5 5 ,7 3 % de
la población masculina de los caseríos, y ei hecho esencial con­
siste en que el índice de solteros ha pasado del 2 3 ,6 % para ios
varones de los caseríos de más de cuarenta años, es decir, la vie­
ja generación, a 5 5 ,7 3 % para los hombres entre 31 y 4 0 años,
es decir, la joven generación, o sea, un crecimiento dei simple
al doble.
Entre las mujeres el fenómeno presenta un aspecto muy dife­
rente. Partiendo de que el número de mujeres que emigra del mu­
nicipio, para trabajar en la ciudad o para casarse, es mucho mayor
que el número correspondiente de hombres, la comparación en­
tre el índice de solteros de los varones y el índice correspondiente
de las mujeres no se justifica. N o sucede lo mismo con la compa­
ración entre el índice de mujeres solteras del pueblo y de mujeres
de los caseríos. Las mujeres solteras representan ei 1 3 ,1 3 % de la
población femenina del pueblo mayores de 21 años, contra el
1 3 ,2 2 % en los caseríos; partiendo de que el porcentaje para el
conjunto del municipio es del 13,20 % , la diferencia es desprecia­
ble. En el pueblo las solteras constituyen el 17,39 % de la pobla­
ción femenina entre 21 y 4 0 años de edad, contra el 3 3 % en los

1. La edad media en el momento del matrimonio es de 29 años para


los hombres y de 2 4 para las mujeres.
caseríos (es decir, una relación de 1 a 1,9). Así, mientras la oposi­
ción entre el pueblo y los caseríos está muy marcada en lo que a los
hombres se refiere, resulta igual a cero si consideramos el conjunto
de la población femenina adulta, aunque, con todo, las mujeres de
los caseríos de la joven generación están desfavorecidas respecto a
sus mayores, pero infinitamente menos que los hombres.1
Si establecemos un balance de los resultados obtenidos has­
ta el momento, patece manifiesto, en primer lugar, que las po­
sibilidades de matrimonio son siete veces mayores para un
hombre de la joven generación (de 31 a 40 años) residente en
el pueblo que para uno de la misma generación nacido en los
caseríos; y, en segundo lugar, que la disparidad entre las mu­
chachas de los caseríos y las del pueblo es mucho menos impor­
tante que entre los mozos, pues las chicas del pueblo sólo tie­
nen dos veces menos de posibilidades de quedarse solteras que
las chicas de los caseríos.2

1 . Si consideramos la población femenina residente en Lesquire (pres­


cindiendo de las mujeres nacidas en Lesquire y casadas o domiciliadas en la
ciudad), queda patente que, en el pueblo, una mujer de más de 2 1 años de
cada siete es soltera, y el índice sube a dos de cada 11 para las mujeres de 2 1
a 4 0 años. En los caseríos la proporción es la misma para las mujeres de más
de 21 años: alcanza I /3 para las mujeres de 21 a 4 0 años. La influencia de la
residencia sobre las posibilidades de matrimonio también afecta, pues, a las
mujeres que permanecen en Lesquire.
2 . Consideremos sólo la distribución marginal de los datos siguientes:

Hombres Mujeres
Solteros Casados Total Solteras Casadas Total
Pueblo 15 75 90 13 86 99
Caseríos 163 250 413 50 328 378
Total 178 325 503 63 414 477

La residencia y el estilo de vida correlativo influyen (de forma muy sig­


nificativa, x2 = 16,70) en el estado civil: hay cinco veces más hombres casa­
dos que solteros en el pueblo y sólo dos veces más (1,99) en los caseríos. Por
el contrario, la residencia no influye de forma significativa (x2 = 0,67) en el
estado civil de las mujeres.
LOS FACTORES Q U E HAN TRANSFORM ADO EL SISTEM A
DE LOS IN TERCAM BIOS MATRIMONIALES

La aparición de esos fenómenos anormales revela que el sis­


tema de intercambios matrimoniales, en su conjunto, ha sufrido
una profunda transformación cuyas causas esenciales hay que
conocer antes de analizar la situación actual. Ese sistema empe­
zó a tambalearse cuando se resquebrajó la institución de la dote,
que era su clave de bóveda. E n efecto, con la inflación que si­
guió al final de la Primera Guerra Mundial, la equivalencia en­
tre la dote como parte del patrimonio y la dote como donación
otorgada al que se casa no pudo seguir manteniéndose. «Des­
pués de la guerra pensábamos que aquellos “precios de locura”
bajarían. Hacia 1921 la vida empezó a bajar, y los cerdos y las
terneras bajaron; pero sólo fue un movimiento aislado que no
tuvo continuidad en el tiempo. Pocos meses después, los precios
volvieron a dispararse. Y eso significó una verdadera revolución:
los ahorradores quedaron arruinados; ¡cuántos pleitos y peleas
entre propietarios y aparceros, entre granjeros y amos! Pasó lo
mismo con los repartos: las segundonas, casadas desde hacía
tiempo, pretendían una revisión al alza de la herencia de acuer­
do con los valores del momento. Para los matrimonios, las dotes

Reagrupemos ahora los datos marginales referidos a los solteros:

Solteros Casados Total


Pueblo 15 13 28
Caseríos 163 50 213
Total 178 63 241

De lo que cabe concluir que la residencia no ejerce la misma influencia


sobre los hombres que sobre las mujeres, ni sobre los hombres del pueblo
que sobre los hombres de los caseríos. Como ya quedó establecido que la di­
vergencia no depende de la diferencia de situación entre las mujeres del pue­
blo y las mujeres de los caseríos, ni entre los hombres del pueblo y las muje­
res del pueblo, sólo puede deberse a la situación particular de los hombres de
los caseríos.
cada vez contaron menos. H oy día casi nadie les concede im­
portancia. ¿Qué valor tiene el dinero? Habría que pedir mucho.
Una hacienda que valía 2 0 .0 0 0 francos antes de 1914 vale ahora
cinco millones. Nadie podría pagar unas dotes en proporción.
¿Qué representa ahora una dote de 15-000 francos? Así que a
nadie le importa» (P. L .-M .). Por todo ello, la dependencia de
los intercambios matrimoniales respecto a la economía mengua
o, mejor dicho, cambia de forma; en vez de la posición en la je-
rarquía social definida por el patrimonio agropecuario, es ahora
mucho más la condición social —y el estilo de vida que lleva apa­
rejado—lo que determina el matrimonio.
Pero no sólo se tambalea la base económica del sistema:
también ha habido una profunda transformación de los valores.
E n primer lugar, la autoridad de los mayores,-que se basaba, en
última instancia, en el poder de desheredar, se debilita, en parte
por razones económicas, en parte debido a la influencia de la
educación y de las ideas nuevas. 1 Los padres que han pretendido
manifestar su autoridad amenazando a los hijos con desheredar­
los han provocado la dispersión de su familia, pues los jóvenes
emigran a la ciudad. Y eso es cierto, sobre todo por lo que refie­
re a las chicas, que antes estaban encerradas en casa y se veían
obligadas a aceptar las decisiones de sus padres, «¿Cuántas chi­
cas hay hoy día que se queden en casa? N i una. Com o tienen
instrucción, todas tienen empleo. Prefieren casarse con un em­
pleado, les da igual. Trae un “salario” todos los días. D e lo con­
trario, hay que trabajar todos los días en la incertidumbre. ¿An­
tes? ¿Y adonde había que marcharse? Ahora pueden, saben
escribir...» 0 .-P . A.). «Las chicas salen tanto como los chicos; y
son a menudo mucho más espabiladas... Eso es por la instruc-

1 . Hay familias en las que la autoridad de los padres sigue siendo abso­
luta. «Recientemente, a una de las chicas Bo„ la raayor, aún la casaron con
un chico de la montaña; el muchacho vino a vivir a Lesquire. La madre ur­
dió la boda de su hija pequeña, que tenía 1 6 años, con el hermano mayor del
marido de su hija mayor. Solía decir: “Hay que casarlas jóvenes, luego quie­
ren elegir ellas”» (J.-P. A ). A este tipo de boda se lo llama barate (ha ue ba­
rate).
ción. Antes había chicas colocadas en la ciudad, por supuesto.
Ahora tienen un empleo; incluso estudian formación profesio­
nal y todo eso... Antes muchas chicas se colocaban para ganarse
algún dinero para el ajuar, y luego volvían. ¿Por qué iban a vol­
ver ahora? Ya no hay costureras. C on la instrucción, se marchan
cuando quieren» (P. L .-M .).
El debilitamiento de la autoridad paterna y la apertura de
los jóvenes a nuevos valores han privado a la familia de su papel
de intermediario activo en la conclusión de los matrimonios.
Paralélamente, la intervención del casamentero (lou trachur) se
ha vuelto mucho más infrecuente. 1 Así, la búsqueda de un
compañero es algo que depende ahora de la libre iniciativa de
cada cual. C on el sistema antiguo se podía prescindir de «corte­
jar» y se podía ignorarlo todo del arte de hacer la corte. H oy
todo ha cambiado. La separación entre los sexos no ha hecho
más que ampliarse con la relajación de los vínculos sociales,
particularmente en los caseríos,2 y con el espaciamiento de las
ocasiones de coincidir y conocerse. Más que nunca, los «inter­
mediarios» serían ahora imprescindibles; pero «los jóvenes son
más “orgullosos” que antes; se sentirían de lo más ridículos si
los casaran» 0 .-P . A .). La generación joven, en general, ha deja­
do de comprender los modelos culturales antiguos. U n sistema
de intercambios matrimoniales dominado por la regla colectiva
ha dado paso a un sistema regido por la lógica de la competi­
ción individual. En este contexto el campesino de los caseríos
está especialmente indefenso.
A la vez porque son infrecuentes y porque todo el aprendi­
zaje tiende a separar y a enfrentar las sociedades masculina y fe­
menina, las relaciones entre los sexos carecen de naturalidad y
de libertad. «Para seducir a las chicas, el campesino promete el
matrimonio, o deja que lo supongan; el compañerismo y la ca­

1. Un hecho significativo: las jóvenes generaciones no conocen el tér­


mino trachur, ni las costumbres de antaño. Todavía hay personas que pre­
tenden arreglar matrimonios. Pero se las considera con cierta ironía.
2. Véanse págs. 93 y siguientes.
maradería son inexistentes. No hay relaciones constantes entre
los chicos y las chicas. El matrimonio cumple la función de se­
ñuelo. Antes tal vez funcionara, pero ahora no. El matrimonio
con un campesino está desvalorizado. Se han quedado sin argu­
mentos de seducción» (P. C ., 32 años, aldeano). El mero hecho
de acercarse a una chica y dirigirle la palabra es todo un proble­
ma. Aunque ~ y tal vez por ello— se conocen desde la infancia,
el más insignificante acercamiento adquiere la máxima impor­
tancia porque quiebra bruscamente la relación de mutua igno­
rancia y de mutuo retraimiento que caracteriza el trato entre los
jóvenes de uno y otro sexo.1 A la timidez y a la torpeza del chi­
co se suman las sonrisas bobas y la actitud avergonzada de la
chica. No disponen del conjunto de modelos gestuales y verba­
les que podrían propiciar el diálogo: estrecharse la mano, son­
reír, bromear, todo resulta problemático. Y, además, está la opi­
nión que observa y juzga, que otorga al encuentro más trivial el
valor de un compromiso irreversible. Si se dice de dos jóvenes
que «se hablan», lo que se quiere, realmente, decir es que van a
casarse... N o existen, no pueden existir, las relaciones neutras.
Además, todo tendía antes a favorecer al buen campesino,
pues el valor del dueño de una hacienda dependía del valor de
ésta, y viceversa. Las normas que regían la selección de la pareja
eran válidas, por lo menos a grandes rasgos, para el conjunto de
la comunidad: el hombre cabal había de reunir las cualidades

1. «Carecen de confianza en sí mismos. N o se atreven, después de ha­


berla estado contemplando durante quince años, a acercarse a una chica.
“No es para mí”, se dicen para sus adentros. Van a la escuela. Trabajan des­
apasionadamente. Tienen el certificado de estudios o el nivel elemental. Si
los padres no los empujan, es la norma (las cosas están cambiando, desde
hace unos años), se vuelven a ía finca y poco a poco se van amodorrando.
Llevan una vida tranquila, disponen de un poco de dinero de bolsillo los do­
mingos. Se van al servicio militar, se hunden un poco más, se conforman.
Regresan, van pasando los años y no se casan» (A. B.). «Hay que verlos. Se
muestran tensos en presencia de las chicas. No saben expresar sus sentimien­
tos. Están avergonzados. Y no les falta razón. Tienen la oportunidad de ha­
blar durante cinco minutos cada quince días con una chicas en las que tal
vez no han parado de pensar durante esos quince días» (P. C.).
que le convertían en un buen campesino y en un «hombre so­
ciable» y alcanzar un justo equilibrio entre lou moussü y lou hu-
cou, entre el patán, y el hombre de ciudad, a fin de cuentas. La
sociedad actual está dominada por sistemas de valores divergen­
tes: además de los valores propiamente rurales, como los que
acabamos de definir, hay ahora otros procedentes del entorno
urbano y adoptados principalmente por las mujeres; dentro de
esta lógica, quienes salen privilegiados son el «señor» y el ideal
de sociabilidad urbana, totalmente distinto del ideal antiguo,
que teñía que ver, sobre todo, con las relaciones entre los hom­
bres; juzgado según estos criterios, el campesino se convierte en
el hucou.
Pero el hecho esencial es, sin duda, que esta sociedad, anta­
ño relativamente cerrada sobre sí misma, se ha abierto de forma
clara hacia el exterior. D e lo que resulta, en primer lugar, que
los primogénitos, atados a un patrimonio que no pueden aban­
donar sin deshonor, tienen a menudo más dificultades para ca­
sarse —sobre todo, cuando se trata de pequeños hacendados—
que sus hermanos menores que han abandonado la tierra y se
han marchado a la ciudad o a las aglomeraciones próximas. Pero
el éxodo es, esencialmente, algo femenino, porque las mujeres,
como hemos visto, están mucho m ejor pertrechadas que antaño
para enfrentarse a la vida urbana y siempre aspiran, y cada vez
más, a alejarse de la servidumbre de la vida campesina. «Las chi­
cas ya no quieren ser campesinas. N o les resulta fácil encontrar
mujer a muchos jóvenes, hijos de granjeros, de aparceros e in­
cluso de hacendados, sobre todo, cuando la hacienda está en un
lugar perdido en el campo, lejos de la escuela y de la iglesia, de
las tiendas, de un lugar de paso, y más aún si el sitio es agreste,
la tierra escasa y dura de trabajar. T odo empezó después de
1919. Cuando los hijos de campesino que no llevaban el amor a
la tierra en la sangre empezaron a marcharse en busca de em­
pleo, las chicas pudieron encontrar partidos que les garantiza­
ban una vida de ocio y más acomodada, una casa donde podían
ser “dueñas” (daunes) desde el primer día. Antaño, antes de la
inflación, los padres de las chicas casaderas ( maridaderes) les da­
ban unas buenas dotes para “colocarlas” en las casas de los cam­
pesinos; saben que, con el dinero de ahora, esa dote, que tantos
sacrificios les ha costado, ya no vale nada. Prefieren mandar
afuera a sus hijas con un pequeño ajuar y cuatro chavos en el
bolsillo; así saben que después no se les quejarán de que traba­
jan como una esclava a la que siempre tratan igual que a una ex­
traña» (P.--L. M .). (Véase también apéndice V .)
Menos vinculadas a la tierra que los varones (que los primogé­
nitos, en cualquier caso), pertrechadas con la instrucción mínima
imprescindible para adaptarse al mundo urbano, parcialmente li­
beradas de las obligaciones familiares gracias al debilitamiento de
las tradiciones, más rápidas a la hora de adoptar los modelos
de comportamiento urbanos, las chicas pueden emigrar a las ciu­
dades o a los pueblos más fácilmente que los chicos. Para calibrar
la importancia relativa de la migración de los hombres y de las
mujeres, basta comparar el número de chicos y de chicas nacidos
en Lesquire durante un periodo determinado y que fueron censa­
dos en 1954, con el número de chicos y de chicas cuyo nacimiento
fue inscrito en el registro civil durante el mismo periodo.

C om paración de los nativos y de los censados

A ño s de nacim iento
1923 1928 1 93 3 1938
a a a a T o ta l
1927 1932 1937 1942
1. C h ico s
N acid os en Lesquire 88 80 65 40 273
Residentes en Lesquire en 1 9 5 4 67 49 44 33 193
Em igrados 21 31 21 7 80
P orcentaje de em igrados 24% 38% 32% 17% 29%
2 . C h icas
N acidas en Lesquire 86 65 71 47 269
Residentes eñ Lesquire en 1 9 5 4 40 41 40 35 156
Em igradas 46 24 31 12 113
P orcentaje de emigradas 53% 27% 43% 29% 42%
Este cuadro no sólo evidencia un importante descenso de la
natalidad (es decir, superior al 5 0 % entre 1923 y 1942), sino
que pone de manifiesto que las mujeres emigran de Lesquire mu­
cho más que los hombres: entre las personas de 27 a 31 años en
1954, emigraron 2,2 2 veces m ás mujeres que hombres (y 1,4 ve­
ces en lo que se refiere a los años 1923 a 1942). A grandes rasgos,
seis mujeres y cuatro hombres abandonan el pueblo cada año.
Las mujeres se marchan pronto, desde ía adolescencia. Los hom­
bres tardan más; sobre todo entre los 22 y los 2 6 años, es decir,
después del servicio militar. La magnitud del éxodo femenino
(42 % , es decir, casi una de cada dos mujeres) no ha de ocultar la
emigración masculina (2 9 % , o sea, casi uno de cada tres hom­
bres), pues si no resultaría incomprensible el crecimiento relativo
del celibato femenino de la joven generación que ha permane­
cido en los caseríos, y cabría la tentación de explicar el índice pa­
tológico de celibato masculino por una penuria de mujeres.1
C on todo, los habitantes de Lesquire tienen una percep­
ción correcta de la situación objetiva: no hay informador que
no invoque ei éxodo de las mujeres, sobreestimándolo las más
de las veces. D e lo que resulta que las mujeres tienen la espe­
ranza de marchar de Lesquire, mientras que la mayoría de los
hombres se sienten condenados a quedarse allí (y ello tanto más
cuanto que se tiende a minimizar, en términos relativos, el éxo­

1. Las causas del celibato de las mujeres no son exactamente las mismas
que las del celibato de los hombres. No hay duda de que algunas mujeres si­
guen sometidas a determinismos parecidos a los que propician el celibato de
los hombres. Es el caso de algunas muchachas empaysanides, rústicas, mal ves­
tidas, torpes; como sus compañeros de infortunio, se quedan comiendo pavo
en el baile y para vestir santos. Es el caso de algunas herederas que se quedan
en casa para no abandonar a sus padres, o el de las mujeres que se que­
dan junto a un hermano condenado al celibato; hay parejas de solteros de esta
índole en una treintena de casas. También están las chicas que tienen mala
fama y a las que los jóvenes, por miedo al ridículo y al qué dirán, no se atre­
ven a cortejar. Por último, para algunas muchachas del pueblo, el celibato se
debe a Ja imposibilidad de encontrar un partido que corresponda a sus aspira­
ciones y a su estilo de vida, de modo que prefieren permanecer solteras antes
que casarse con un campesino de los caseríos.
do masculino). Así pues, las mujeres están motivadas para pre­
pararse para la marcha desde las postrimerías de la adolescencia
7 a apartarse de los hombres del pueblo, mientras que los hom­
bres tratan de establecer su porvenir en la comarca natal.
U n análisis de la ratio por sexos de las diferentes categorías
de edad (según el censo de 1954) confirma estas observaciones.

R atio por sexos y distribución según la residencia

Pueblo Caseríos C onjunto


Categoría Ratio Ratio Ratio
de edad p . sex. p . sex. p . sex.
V H V H V H
Anees de 1893 24 41 6 1 ,5 3 105. 125 8 6 ,0 6 129 166 8 0 ,1 2
1 8 9 3 -1 9 0 2 16 18 8 8 ,8 8 7 0 52 134,61 86 70 1 2 2 ,8 5
1 9 0 3 -1 9 1 2 19 19 1 0 0 87 7 4 1 1 7 ,5 6 106 93 1 1 3 ,9 7
1 9 1 3 -1 9 2 2 13 14 9 2 ,8 2 63 4 2 150 76 56 135,71
1 9 2 3 -1 9 3 2 19 13 1 4 6 ,1 5 9 7 67 1 4 4 ,7 7 116 80 145
1 9 3 2 -1 9 5 4 32 36 88,41 157 151 103,98 189 187 9 6 ,2 5
T otal 123 141 8 8 ,4 8 5 79 511 1 1 3 ,9 7 702 652 1 0 8 ,5 3
1 .3 5 4

Si recordamos que, para el conjunto de Francia, es en 1954


de 9 2 , vemos que la ratio por sexos de la población de Lesquire
es anormalmente elevada; baja para las personas de más de 60
años y para las de menos de 2 2 , demasiado jóvenes para emigrar,
es muy alta para todas las categorías intermedias, lo que permite
concluir que el índice de emigración es más importante para las
mujeres que para los hombres, y, sobre todo, en los caseríos,
pues la ratio por sexos de la población que vive en el pueblo es
siempre inferior a 100, excepto los años 1923 a 1932.

C O N TRA D IC CIO N ES INTERNAS

Así, por la acción de diversas causas, una auténtica reestruc­


turación se ha llevado a cabo. Sin embargo, aunque sus condi-
clones de ejercicio sean del todo distintas, el principio funda­
mental que domina la lógica de los intercambios matrimoniales,
es decir, la oposición entre los matrimonios de abajo arriba y los
matrimonios de arriba abajo, se ha conservado. Y ello porque
ese principio está estrechamente vinculado a los valores funda­
mentales del sistema cultural. En efecto, por mucho que la
igualdad sea absoluta entre los hombres y las mujeres en lo refe­
rente a la herencia, todo el sistema cultural sigue dominado por
la primacía conferida a los hombres y a los valores masculinos. 1
En la sociedad de antaño, la lógica de los intercambios ma­
trimoniales dependía estrechamente de la jerarquía social, que,
en sí misma, constituía un reflejo de la distribución de ios bienes
raíces; más aún, su función social estribaba en salvaguardar esa
jerarquía y, a través de ella, el bien más valioso, el patrimonio.
De lo que resulta que los imperativos de orden económico eran
al mismo tiempo imperativos sociales, imperativos de honor.
Casarse de arriba abajo no sólo significaba poner en peligro la
herencia de los antepasados, sino también, y sobre todo, rebajar­
se, poner en entredicho un apellido y una casa y, con ello, poner
en peligro todo el orden social. El mecanismo de ios intercam­
bios matrimoniales era el resultado de la conciliación armoniosa
de un principio propio de la lógica específica de los intercambios
matrimoniales (e independiente de la economía) y de principios
pertenecientes a la lógica de la economía, es decir, las diferentes
normas impuestas por el afán de salvaguardar el patrimonio, ta­
les com o el derecho de los primogénitos o la regla de la equiva­
lencia de las fortunas. Sin duda, la influencia de las desigualda­
des económicas sigue siendo perceptible. No obstante, mientras
que antaño, porque se integraba en la coherencia del sistema,
este principio sólo impedía unos matrimonios para propiciar
otros, todo sucede hoy en día como si la necesidad económica se
ejerciera sólo de forma negativa, impidiendo sin propiciar. Y,
porque sigue funcionando, mientras que el sistema dentro del

1 . La existencia de una diferencia de edad importante (cinco años, co­


mo media) a favor del marido constituye otro índice.
cual tenía una función esencial se ha desmoronado, io ánico que
hace este principio es incrementar la anomia. «Ahora la necesi­
dad de una mujer es mayor. N i se plantea ahora rechazar un ma­
trimonio, como antes, por una cuestión de dote» 0 .-P . A.). Y,
así y todo, aunque la necesidad incite a transgredir los principios
antiguos, éstos actúan todavía, en cierto modo, como un freno y
una remora. Las madres, por ejemplo, se preocupan mas de «ca­
sar» a las hijas que a los hijos, Id que ahora debería ser prioritario
para ellas. Las normas antiguas (convertidas en «prejuicios») si­
guen obstaculizando más de una boda entre el primogénito de
una familia relevante y una muchacha de baja cuna. 1 Por ello,
entre los hombres de los caseríos, globalmente desfavorecidos,
algunos lo están por partida doble; aquellos que ya lo estaban
con el sistema antiguo, los segundones que se quedan en casa y
los más pobres, aparceros, granjeros, criados.
La exagerada preocupación por el importe de la dote, el te­
mor a los gastos que acarrean los fastos de la boda, el banquete
en la casa, que es de tradición en el momento del casorio, la
compra del ajuar, que se expone ante los invitados, la renuencia
de las muchachas ante la perspectiva de soportar la autoridad
excesiva de los suegros, que conservan el control del presupues­
to de gastos y de la explotación agrícola, son obstáculos o im­
pedimentos que a menudo hacen fracasar los proyectos de ma­

1. Toda una categoría de solteros (sobre todo entre los hombres de 40


a 50 años) surge como «producto» de este desfase entre las normas antiguas y
la nueva situación. «Algunos jóvenes de familias relevantes que no quieren
rebajarse y que no se habían dado cuenta del cambio de situación se han
quedado así, solteros. Es, por ejemplo, el caso de Lo., uno de esos campesi­
nos de Lesquire que, después de la guerra, tuvieron el viento en popa. Hijo
de una familia acomodada, con dinero en eí bolsillo, siempre bien vestido,
ha frecuentado el baile durante bastante tiempo. Forma parte de esos campe­
sinos, hijos de buena familia, adinerados, que tenían cierto éxito por todas
esas' razones y que todavía no habían tenido “fracasos” por ser campesinos.
Es indudable que alguna de las muchas chicas a las que "miró por encima del
hombro” no le vendría mal ahora. Sin embargo, no parece lamentar haber
dejado pasar la ocasión. Se consuela, todas las semanas, con un pintou (jarra
de medio litro de vino) con sus compañeros de desgracia...» (P. C.).
trimonio. Va pasando el tiempo; la chica, entre tanto, ha «pes­
cado» al gendarme o al cartero. C on ellos todo es sencillo: no
hay problema de dote, de ajuar, de ceremonias ni de despilfa-
rros en fiestas, ni, sobre todo, de cohabitación con la suegra.
Aunque sigue ejerciendo una influencia determinante so­
bre el mecanismo de los intercambios matrimoniales, la opo­
sición entre los primogénitos y los segundones tiene hoy un
significado funcional muy diferente. El estudio de cien matri­
monios inscritos en el registro civil entre 1949 y 1960 es escla-
recedor: se cuentan, en efecto, 4 3 matrimonios entre un here­
dero y una segundona, 13 entre un segundón y una heredera,
4 0 entre dos segundones y sólo 4 entre dos herederos. Así, los
matrimonios entre segundones, excepcionales antaño, se han
vuelto ahora casi tan numerosos como los matrimonios entre
herederos y segundonas. Resulta comprensible sí se observa,
por una parte, que los segundones casados con segundonas sue­
len estar empleados en sectores no agrícolas, y, por la otra, que,
para la gente del pueblo, la oposición entre el primogénito y el
segundón tiene una función muy secundaria en los intercam­
bios matrimoniales, pues los diferentes tipos de matrimonio se
distribuyen al azar. M ucho menos dependientes que antaño de
la «casa» porque se han garantizado otras fuentes de ingresos
que les permiten instalarse en otro lugar, mucho menos pen­
dientes del importe de la dote, los segundones no dudan en ca­
sarse con segundonas sin bienes.
La escasez relativa de matrimonios entre herederas y segun­
dones se debe, esencialmente, a que, por el mero hecho de mar­
charse de casa, muchas herederas que se casan fuera del pueblo
o en el propio Lesquire renuncian al derecho de primogenitura,
que recae las más de las veces en un hermano menor. Es el
caso, principalmente, de las primogénitas de familias numero­
sas que no pueden esperar para casarse a que sus hermanos me­
nores hayan alcanzado la mayoría de edad y que prefieren mar­
charse a la ciudad. Tam bién es el caso, muy frecuentemente, de
las «herederas modestas», que ceden la primogenitura a un her­
mano m enor. Por todo ello las herederas, que desde siempre
han sido menos numerosas que los herederos, tienden a esca­
sear aún más.
Mientras que para los aldeanos, y más generalmente para
los asalariados de los sectores no agrícolas, la mayor parte de los
impedimentos antiguos han desaparecido, éstos siguen vigentes
para los campesinos de los caseríos, como pone de manifiesto la
extraordinaria escasez de uniones entre dos herederos (4 % ).
Los matrimonios entre herederos y segundonas y, menos fre­
cuentemente, entre herederas y segundones, siguen siendo la
regla. Pero la existencia de un índice de solteros elevado, inclu­
so entre los herederos, evidencia, una vez más, que el sistema
antiguo ha conservado suficiente vigencia para imponer la ob­
servancia de los principios fundamentales, pero no para propi­
ciar de forma efectiva aquello que esos principios pretendían
garantizar. En efecto, la lógica del sistema tendía a hacer que,
por una parte, el patrimonio no pudiera ser alienado, parcelado
o abandonado y que, por otra parte, el linaje se perpetuase; con
este fin casaban siempre al heredero o a la heredera, quienes,
cuando no tenían hijos, cedían sus derechos a un segundón.
Si, de estas dos funciones, la primera se cumple —más eficaz­
mente, tal vez, que nunca, porque la marcha de los segundones
y de las mujeres aleja la amenaza del reparto y deja la tierra al
primogénito o a quien ocupa su lugar—,1 el celibato del primo­
génito anticipa el final del linaje. D el antiguo sistema sólo que­
dan para los campesinos de los caseríos los determinismos ne­
gativos.
Así pues, aunque el índice de solteros haya crecido percep­
tiblemente en los últimos años, la transformación de los inter­

1 . Los segundones que han emigrado a la ciudad están mucho menos


apegados a sus derechos sobre la cierra. «¿Qué quieres que haga con la tierra
el segundón que se ha marchado a la ciudad, que tiene un empleo de obrero
o de funcionario? D e todos modos, lo ánico que puede hacer es venderla.
Muchos prefieren una compensación en dinero, pero también los hay que
tienen que conformarse con promesas» (A. B.). Otros factores tienden a
afianzar la posición del primogénito, como la reducción del tamaño medio
de las familias en los caseríos (Véanse págs. 98-99).
cambios matrimoniales no puede describirse como una mera
modificación cuantitativa de la distribución de los distintos ti­
pos de matrimonio. Lo que se observa, en efecto, no es la de­
sagregación de un sistema de modelos de comportamiento que
se verían sustituidos por meras reglas estadísticas, sino una ver­
dadera reestructuración. Un sistema nuevo, basado en la oposi­
ción entre el aldeano y el campesino de los caseríos* tiende a
ocupar el lugar del sistema antiguo, basado en las oposiciones
entre el primogénito y los segundones por una parte, y entre el
grande y el pequeño hacendado (o el no hacendado), por otra.
Considerado aisladamente, eí sistema de los intercambios ma­
trimoniales de los campesinos de los caseríos parece contener
dentro de sí mismo su propia negación, tal vez porque sigue
funcionando en tanto que sistema dotado de reglas propias, las
de tiempos pretéritos, cuando se encuentra sumido en un siste­
ma estructurado según principios diferentes. ¿No será precisa­
mente porque continúa constituyendo un sistema por lo que
este sistema resulta autodestructivo?

CAMPESINOS Y ALDEANOS

Para definir la función de la oposición recientemente surgi­


da entre aldeanos y campesinos de ios caseríos bastará con ana­
lizar, por un lado, los intercambios matrimoniales entre unos y
otros, y, por otro lado, sus áreas de matrimonio respectivas.1
Entre 1871 y 1884 los matrimonios entre nativos del munici­
pio representaban el 4 7 ,9 5 % del número total de matrimo­
nios. E n el período de 1941 a 1960, sólo representaban el
3 9 ,8 7 % . Los intercambios matrimoniales entre el pueblo y los
caseríos han disminuido considerablemente; si antes represen-
taban el 1 3 ,7 7 % de los matrimonios, sólo representan ahora el
2 ,9 7 % . Paralelamente, el índice de matrimonios con el exterior

1. Véase la pirámide de edad de los habitantes de Lesquire, suprimida en


esta edición, en P. Bourdieu, «Célibat et condition paysanne», op. cit. pág. 73.
crece sensiblemente (un 8 ,0 8 % ). Si se distribuyen los matri­
monios con un cónyuge de fuera del municipio según la dis­
tancia que media entre el lugar de procedencia de éste y Les-
quirre, se constata que el área principal de los intercambios
coincide, hoy como antaño, con el círculo de 15 kilómetros de
radio dentro del cual se llevaban a cabo el 9 1 ,3 3 % de los ma­
trimonios, contra solo el 8 0 ,3 1 % hoy, 1 y, por otra parte, que la
proporción de matrimonios ¡dentro de un radio superior a 30
kilómetros (área V II), desde siempre relativamente elevada, ha
crecido de manera considerable en el transcurso del período re­
ciente (véase el cuadro siguiente)

Variación del área m atrim onial según la residencia

cf S Am ­ Am ­ 0-5 5,1 10,1 15,1 20,1 25,1 30,1 Total


Pue- Case- bos bos km -10 -15 -20 -25 -30 ■y
blo- río- del del km km km km km más
case- fu e - case­ pue­
río 9 blo y río blo
1871-1884 15 12 56 11 39 21 25 3 2 2 10 196
En % del
número
total de
matrimo­
nios 7,65 6,12 28,57 5,61 19,89 10,71 12,75 1,53 1,02 1,02 5,10 100

1941-1960 4 1 54 8 25 21 22 2 3 3 25 168
En % del
número
total de
matrimo­
nios 2,38 0,59 32,14 4,76 14,94 12,50 13,09 1.19 1,78 1,78 14,94 100

Para explicar la extensión del área de los matrimonios, y


también la práctica desaparición de ios intercambios entre el
pueblo y los caseríos, hay que estudiar la proporción de los ma-
1. El número de matrimonios consanguíneos es mínimo: sólo nueve
dispensas fueron concedidas por la Iglesia entre 1908 y 1961, ambos inclusi­
ve, para matrimonios entre primos de primero y segundo grado.
trimonios de cada tipo en función del número total de matri­
monios de cada una de las cuatro categorías, lo que evidenciará
el crecimiento relativo de las áreas respectivas de matrimonio y
al mismo tiempo la estructura de la distribución de los diferen­
tes tipos de matrimonio para cada categoría (véase el cuadro si­
guiente).

H o m b res d e ó Caserío- cí Caserío- S Caserío-


los caseríos 9 Pueblo 9 Caserío 9 E xterio r
1 8 7 1 -1 8 8 4 (n = 1 2 ) (n = 56) (n = 3 8 )
(n = 106) 1 1 ,2 % 5 2 ,8 % 3 5 ,8 %
1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 1 ) (n = 54) (n = 4 3 )
(n = 98 ) 1% 5 5 ,1 % 4 3 ,8 %
ó P ueblo- <$P ueblo- <$P ueblo -
H o m b res d e l p u e b lo
9 Caserío 9 Pueblo 9 E xterior
1 8 7 1 -1 8 8 4 (n = 15) (n = 1 1 ) (n = 7)
(n = 33 ) 4 5 ,5 % 3 3 ,3 % 2 1 ,2 %
1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 4) (n = 8 ) (n = 17)
(n = 19) 2 1 ,2 % 4 2 ,1 % 3 6 ,7 %
o P ueblo- <5P ueblo- S P ueblo-
M u jeres d e l p u e b lo
9 Caserío 9 Pueblo 9 E xterior
1 8 7 1 -1 8 8 4 (ix = 1 2 ) (n = 1 1 ) (n = 14)
ín = 3 7 ) 3 2 ,4 % 2 9 ,7 % 3 7 ,8 %
1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 1) (n = 8 ) (n = 1 0 )
(n = 9) 5% 4 2 ,6 % 5 3 ,2 %
M u jeres d e S ' Caserío- J 1Caserío- S Caserío-
los caseríos 9 P ueblo 9 Caserío 9 E xterior
1 8 7 1 -1 8 8 4 (n = 15) (n = 5 6 ) (n = 4 3 )
(n ■* 114) 1 3 ,1 % 4 9 ,1 % 3 7 ,7 %
1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 4) (n = 54) (n = 4 1 )
(n . 9 9 ) 4 ,1 % 5 4 ,5 % 4 1 ,3 %

La comparación entre ambos períodos pone de manifiesto


que la distinción entre el pueblo y los caseríos influía muy poco
en el antiguo sistema de intercambios matrimoniales. Los cam­
pesinos de los caseríos tomaban el 11,2 % de sus esposas en el
pueblo, y los aldeanos el 4 5 ,5 % de sus esposas en los caseríos
(pues la población del pueblo representa el 2 4 % de la pobla­
ción de los caseríos); en función del número total de matrimo­
nios, las uniones entre un hombre del pueblo y una mujer de
los caseríos representaban el 7 ,6 5 % y las uniones entre un
mozo de los caseríos y una mujer del pueblo, el 6 , 1 2 %.
Aunque, en el período reciente, los aldeanos sigan tomando
al 2 1 ,2 % de sus esposas en los caseríos, contra el 4 5 ,5 % de anta­
ño, los matrimonios entre hombres de los caseríos y mujeres de
los pueblos son excepcionales, ya que la última boda de este tipo
hay que buscarla en el año 1 9 4 6 .1 U n mozo de los caseríos no
tiene, pues, prácticamente ninguna posibilidad de casarse con
una aldeana, pues ésta considera este tipo de matrimonio como
algo inconcebible, incluso aunque tuviera que quedarse soltera.
Pero la persistencia de un flujo de intercambios en una única di­
rección no debe ocultar que la masa global de los intercambios
entre el pueblo y los caseríos experimenta una caída brutal; res­
pecto a los años anteriores a 1900, los matrimonios entre el pue­
blo y los caseríos representaban el 1 3 ,7 7 % del número total de
matrimonios, contra el 2 ,9 7 % en el período reciente. Paralela­
mente, se observa, por una parte, una intensificación de los in­
tercambios dentro del pueblo y dentro de los caseríos, es decir, la
formación de dos núcleos de relaciones matrimoniales, y, por
otra parte, un crecimiento de los intercambios con el exterior.
Este crecimiento de la proporción de matrimonios exterio­
res no adquiere el mismo significado para las diferentes catego­
rías, aunque se manifieste en grados distintos en cada una de
ellas. La existencia de un doble marco de referencia, de dos sis­
temas de valores contrastados, urbano y rural, implica que
comportamientos o regularidades similares puedan ocultar sig-

1. Obsérvese que, por mucho que los intercambios matrimoniales en­


tre el pueblo y los caseríos fueran antaño bastante más importantes y equili­
brados que en la actualidad, los hombres del pueblo siempre han tomado
por esposas a más mujeres de los caseríos que los hombres de los caseríos a
mujeres del pueblo, tendencia que no ha hecho más que afianzarse en el de­
curso de los últimos años.
niñeados totalmente diferentes. Así, por ejemplo, la extensión
del área matrimonial de las mujeres, tanto en el pueblo como
en los caseríos, se debe a que les resulta relativamente fácil ha­
cerse adoptar por un habitante de fe ciudad y adaptarse a la
vida ciudadana, mientras que cuesta imaginarse a un campesi­
no de los caseríos, en el supuesto de que consiga tener un as­
pecto suficientemente ciudadano para resultar seductor, que sea
capaz de hacer que una ciudadana acepte y adopte la vida de la
granja.1
D e lo que resulta que la extensión del área matrimonial
puede ser imputable a razones opuestas según se trate de las mu­
jeres y de los hombres y, en otro sentido, de los campesinos y de
los aldeanos. Puede ocurrir que uno se case más lejos porque
quiere y puede, porque el matrimonio en un pueblo alejado y,
más aún, en la ciudad, es anhelado como una liberación; puede
ocurrir, exactamente a la inversa, que uno esté obligado a tomar
mujer en un lugar alejado porque no la encuentra más cerca.
Basta con analizar el área matrimonial de los hombres de los
caseríos para convencerse de la importancia de esa oposición,
¿No resulta evidente que la proporción de los matrimonios en
un radio de 5 kilómetros se ha reducido de forma considerable
(del 1 6 ,9 % al 9,1 %)? Debería ser suficiente para evidenciar la
dificultad que la gente de los caseríos tiene para encontrar espo­
sa, suponiendo que se ignorara la existencia de un índice de sol­
teros elevado. Se constata, paralelamente, un crecimiento, distri­
buido de forma muy homogénea, de los matrimonios en las

1. En lo que a las mujeres respecta, Jas cifras no son plenamente signifi­


cativas porque una importante proporción de ios matrimonios (difícil de va­
lorar con precisión) se celebra fuera del municipio y, por lo tanto, no figura
en el registro civil. Cabe sin embargo, a título indicativo, comparar los datos
estadísticos referidos a las mujeres del pueblo y a las mujeres de los caseríos:
la proporción de matrimonios fuera del municipio es claramente más elevada
en aquéllas (53,2% ) que en éstas (4 1 ,3 % ), mientras que en el pasado las ci­
fras eran prácticamente idénticas (3 7 ,8 % contra 3 7 ,7 % ). Se comprende fá­
cilmente, puesto que las chicas del pueblo están, por ío general, más «urbani­
zadas» que las de los caseríos {es sabido, por otra parte, que el índice de
mujeres solteras es más elevado en los caseríos que en el pueblo).
áreas más alejadas, habida cuenta de que el aumento principal se
refiere a los matrimonios en un radio superior a 30 kilómetros.
En el pasado, los matrimonios fuera del municipio representa-
ban siempre una proporción elevada del total; en efecto, en la ló­
gica del sistema antiguo, sólo el primogénito y, generalmente,
uno de los segundones se casaban dentro del municipio o en los
caseríos colindantes. Los segundones que no querían quedarse
solteros no tenían más remedió que buscar mujer lejos. U na vez
casados, trabajaban a veces en pueblos más o menos lejanos,
pero conservaban unos vínculos estrechos con su casa y por ello
seguían siendo ciudadanos de Lesquire. Ahora, dado que mu-
chos primogénitos se quedan solteros mientras que los matrimo­
nios entre segundones se multiplican, es normal que la propor­
ción de matrimonios en un radio superior a 5 kilómetros haya
crecido considerablemente (del 1 8 ,7 % al 3 4 ,5 % ). Buscando pa­
reja lejos, preferentemente en un caserío remoto o «atrasado», el
campesino de los caseríos espera escapar al yugo de las reglas tra­
dicionales (véase cuadro siguiente).
Para los hombres del pueblo el fenómeno presenta un as­
pecto absolutamente diferente. Que el 7 3 ,8 % de ellos se casen
en un radio de 5 kilómetros basta para evidenciar que no tienen
problema a la hora de tomar esposa, incluso en el interior de
una área restringida; y es conocido que el índice de solteros es,
por lo demás, muy bajo. El incremento de la proporción de ma­
trimonios exteriores, correlativo con la caída (1/2) de los inter­
cambios con los caseríos, pone de manifiesto que el pueblo se ha
ido apartando progresivamente de sus caseríos y abriéndose ha­
cia otros pueblos o hacia las ciudades. En efecto, aunque el
círculo de 15 kilómetros de radio, dentro del cual se realizaba
antaño la totalidad de los matrimonios, siga constituyendo el
área principal de los intercambios, se constata una importante
proporción de matrimonios que supera los 30 kilómetros el
(1 0 ,5 % ). Prueba ello que el aldeano, cuyo espacio social es mu­
cho más amplio que el de los caseríos, tiene la posibilidad de to­
mar esposa lejos e incluso a veces en las ciudades.
D e hecho, una definición geográfica de los matrimonios tal
D istrib u c ió n p o r categ o ría de m a trim o n io s exteriores

Á rea I Á rea 11 Á rea I I I


0 -5 km 5 ,1 -1 0 km 1 0 ,1 -1 5 km
H o m b res de 1 8 7 1 -1 8 8 4 (n ¡= 18) (n = 7) (n = 6 )
Los caseríos (n = 1 0 6 ) 1 6 ,9 % 6 ,6 % 9 ,4 %
1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 9) (n = 1 1 ) (n = 1 2 )
(n = 9 8 ) 9,1 % 1 1 ,2 % 1 2 ,2 %

H o m b res del 1 8 7 1 - 1 8 8 4 (n = 4) (n = 1 ) (n = 2 )
p u eblo (n = 33) 12,1% 3% 6 ,2 %
1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 2 ) (n = 2 ) (n = 1 )
(n = 19) 1 0 ,5 % 1 0 ,5 % 5 ,2 %

M u jeres del 1 8 7 1 -1 8 8 4 (n = 4 ) (n = 2 ) (n = 2 )
p u eblo (n = 3 7 ) 1 0 ,8 % 5 ,4 % 5 ,4 %
1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 2 ) (n = 3)
(n = 19) 1 0 ,5 % 1 5 ,7 %

M u jeres de 1 8 7 1 -1 8 8 4 (n = 13) (n = 1 1 ) (n =* 1 1 )
tos caseríos (n = 114) 1 1 ,4 % 9 ,6 % 9 ,6 %
1 9 4 1 -1 9 6 0 (n = 1 2 ) (n = 5) (n = 9)
(n = 99 ) 12% 5% 9%

vez no dé cuenta de lo esencial. El matrimonio de una mujer de


un caserío de Lesquire con un hombre de otro caserío, por muy
alejado que se encuentre en el mapa, debería colocarse en la mis­
ma categoría que un matrimonio con un hombre de otro caserío
de Lesquire, y claramente diferenciado del matrimonio con un
hombre de la ciudad vecina. Las áreas geográficas no coinciden
con las áreas sociales. Para el campesino de los caseríos el área de
los matrimonios se extendía antes hasta las regiones de colinas
entre los dos Gaves, donde abundan los municipios compuestos
por un pequeño pueblo y una población dispersa m u y numero­
sa, distribuida en granjas construidas en las laderas y en las mon­
tañas bajas. Hay varias razones para ello: en primer lugar, los
modelos implícitos que orientan la elección de una esposa inci­
taban a buscar una buena campesina, acostumbrada al trabajo
duro y dispuesta a aceptar la vida difícil que le espera; es evidente
Á rea T V Á rea V Á rea V I Á rea V II
1 5 ,1 -2 0 k m 2 0 ,1 -2 5 k m 2 5 ,1 -3 0 km 3 0 km y m ás T o tal
(n = 1) (n = 1) (n = 1) (n = 38)
0,9 % 0 ,9 % 0 ,9 % 3 5 ,8 %
(n = 2) (n = 2) (n = 7) (n = 43)
2% 2% , 7 ,1 % 4 3 ,8 %
<n = 7)
2 1 ,2
(n = 2) (n = 7)
1 0 ,5 % 3 6 ,7 %
(n = 1) (n —2) (n = 3) (n = 14)
2 ,6 % 5 ,4 % 8 ,1 % 3 7 ,8 %
(n = 2) (n = 3) ( n - 10)
1 0 ,5 % 1 5 ,7 % 5 3 ,2 %
(n = 2) (n = 6) (n = 43)
1,8% 5 ,2 % 3 7 ,7 %
(n = 1) (n = 1) (n = 13) (n = 41)
1% 1% 13% 4 1 ,3 %

que a una mujer, por muy campesina que sea, acostumbrada al


trabajo fácil,de la llanura del Gave, le va a costar acostumbrarse a
la condición que le tocaría en suerte en una remota granja perdi­
da entre los caseríos y, a mayor abundamiento, a una chica de la
ciudad; habituadas ya a una existencia análoga, las muchachas de
los caseríos vecinos o de los pueblos de la zona de las colínas eran
más propensas a aceptar esta vida y a conformarse con ella. N aci­
das y criadas en una región relátivamente cerrada a las influen­
cias exteriores, eran menos exigentes y valoraban a sus parejas
eventuales según unos criterios que a ellos les resultaban menos
desfavorables. Además, el área de los matrimonios coincidía con
la zona en la que no se sentían demasiado desplazados. 1 Allí se

1. Paxa los habitantes de la llanura del Gave, la gente de la región de las


colínas son motttagnoous, es decir, «rústicos», «bastos». Son motivo de burla
celebran bailes a los que se atreven a ir, y que contribuyen a de­
finir las relaciones de «camaradería» de las que se siguen los in­
tercambios matrimoniales. Por ello las ciudades que se frecuen­
tan con mayor asiduidad, sobre todo, por los mercados, no son,
en absoluto, aquellas con las que esos intercambios son más in­
tensos.
Pero, desde hace unos años, ese mundo cerrado en el que
uno se sentía entre los suyos y en su casa se ha abierto. En los
caseríos del área principal de los matrimonios, como en los ca­
seríos de Lesquire, las mujeres vuelven la mirada mucho más
hacia la ciudad que hacia su caserío o hacia los caseríos vecinos,
que sólo les prometen más de lo mismo, de eso de lo que precisa­
mente quieren escapar.1 Los modelos y los ideales urbanos han
invadido el ámbito reservado del campesino. D e lo que resulta,
en primer lugar, que las muchachas se muestran renuentes a ca­
sarse con un campesino que sólo puede proponerles una vida
que ellas conocen demasiado bien. Además, cada vez aceptan
con mayor dificultad la idea de someterse a la autoridad de los
padres de su marido, que «no están dispuestos a dimitir» (nous
bolín pos desmete), y, en particular, se niegan a renunciar ante
notario a sus derechos a la propiedad. Tem en a menudo la tira­
nía de la anciana daune, que pretende conservar ei mando en la
casa, particularmente cuando el padre carece de autoridad por­
que ha hecho un matrimonio de abajo arriba (véase apéndice
V I: caso de la familia S.). D e lo que resulta, en segundo lugar,
que la movilidad espacial y social de las mujeres, más dispues­
tas, en general, a adoptar los modelos y los ideales urbanos, ha
aumentado mucho más que la de los hombres. T ienen muchas
más posibilidades de encontrar un partido fuera del mundo

su facha, su habla ruda y gangosa (ia gente del llano dice you (yo), los de los
cerros dicen jou),
1. Todos los fenómenos constatados en los caseríos pueden observarse
también en los demás pueblos del cantón, que están, en relación con el pue­
blo de Lesquire, en la misma situación que los caseríos. Así, la población del
cantón pasó de 5-260 habitantes en 1836 a 2 .8 8 0 en 1936. El éxodo feme­
nino es en codas partes muy importante.
campesino, para empezar, porque, según la lógica misma del
sistema, son ellas las que circulan, después porque asimilan con
mayor rapidez que los hombres algunos aspectos de la cultura
urbana (cosa que habrá que explicar), y, por último, porque la
regla implícita que prohíbe a los hombres el matrimonio de
arriba abajo sólo puede favorecerlas.
D e lo que se deduce que los intercambios matrimoniales
entre los caseríos campesinos y la ciudad tienen que efectuarse,
por fuerza, en una sola dirección. Por ejemplo, así como a un
nativo de los caseríos ni se le ocurriría, salvo excepciones, ir al
baile en una ciudad próxima, los ciudadanos acuden a menudo
en grupo a los bailes campesinos, donde su aspecto ciudadano
les proporciona una ventaja considerable sobre los campesinos.
Por ende, aun en el supuesto de que su área de bailes fuera tan
reducida como la de los mozos, de todos modos las chicas de
los caseríos podrían conocer a ios chicos de la ciudad. M uy es­
casas son, por el contrario, las chicas de la ciudad que, salvo
cuando se celebra la fiesta mayor del pueblo, acuden a los bailes
campesinos, aunque, llegado el caso, hay grandes probabilida­
des para que desprecien a los campesinos. Simplificando, po­
dría decirse que cada hombre se encuentra situado en una área
social de matrimonio, y la regla establece que puede tomar es­
posa fácilmente en su área y en las áreas inferiores. D e lo que
cabría deducir que mientras ei habitante de la ciudad puede, teó­
ricamente, casarse con una chica de la ciudad, del pueblo o de
los caseríos, el campesino de los caseríos está limitado a su área.
U n nativo de Lesquire tenía antes más del 9 0 % de posibili­
dades de escoger esposa en un radio de 15 kilómetros alrededor
de su residencia. Cabría, por lo tanto, esperar que la amplia­
ción reciente de esta área vaya pareja con un incremento de las
posibilidades de matrimonio. D e hecho, no es eso lo que ocu­
rre. La distancia social impone unas limitaciones mucho más
rigurosas que la distancia espacial. Los circuitos de los inter­
cambios matrimoniales se desgajan de su base geográfica y se
organizan en torno a nuevas unidades sociales, definidas por el
hecho de compartir algunas condiciones de existencia y un esti­
lo de vida determinado. El campesino de los caseríos de Lesqui­
re tiene hoy tan pocas posibilidades de casarse con una chica de
Pau. de O lorón o incluso del pueblo vecino com o las que tenía
antaño de casarse con una chica de cualquier caserío remoto del
País Vasco o de Gascuña.

I ni
Posibi­ Prestí- Posibi- Presti­
lidad de gio lidad de gio
m atri- m atri­
monto monio
3 Cas.- 9 Cas, + + $ Pueb.- 2 Cas. +
9 O tro caserío + + 9 O tro caserío +
9 Pueblo + 9 Pueblo + +
9 O tro pueblo - + 9 O tro pueblo + +
9 Gran ciudad - + 9 Gran ciudad ± +
II IV
Posibi­ Prestí- Posibi- Presti­
lidad de gio lidad de gio
m atri­ m atri­
monio monio
? C as.- S C as. 9 P u eb .- cfC as. + —

£ O tro caserío + 6 O tro caserío +


<? Pueblo +• + cf Pueblo +
ó O tro pueblo 4- Ó O tro pueblo + +
ó Gran ciudad + ó Gran ciudad + +
3. LA O P O S IC IÓ N E N T R E E L P U E B L O
Y LO S C A SER ÍO S

C o m o antañ o, el alm a del cam pesino está en la


idea alodial. O d ia por instinto al h om b re de la
ciudad, al h om bre de las corporaciones, de los gre­
m ios y cofradías, co m o odiaba al señor, al h om bre
de los derechos feudales. Su gran preocupación, de
acuerdo co n u na expresión del antiguo derecho
qu e no ha olvidado, consiste en expulsar al foras­
tero. Q u iere reinar en solitario sobre la tierra y,
gracias a esa d om inación, hacerse el am o de las
ciudades e im ponerles su ley.

PROUDHON, La C apa citépo litiqu e


des classes m uñeres, pág. 18.

Esta reestructuración del sistema de intercambios matrimo­


niales podría ser correlativa de una reestructuración de la socie­
dad global en torno a la oposición entre el pueblo y los caseríos
que sería a su vez, el producto de un proceso de diferenciación
que tendería a conferir al pueblo el monopolio de las funciones
urbanas. Así, pues, antes de analizar el papel que representa *esa
oposición en la experiencia de los habitantes de Lesquire y, al
mismo tiempo, en sus comportamientos, hay que describir, a
partir de los datos objetivos, sus génesis y su forma.
En una pequeña depresión, donde confluyen los valles de
los ríos Bai'se y Báfsole, las casas del pueblo se aprietan forman­
do una línea de fachadas continua a lo largo de la calle mayor,
a ambos lados de la iglesia y de la plaza central donde se agru­
pan los organismos principales de la vida del pueblo: ayunta­
miento, estafeta de correos, oficina de la caja de ahorros, escue­
la, comercios y cafés. Situado en el límite de la ladera y de la
depresión húmeda, el pueblo parece haber surgido a causa del
atractivo de los prados que bordean el río y de los viñedos que
cubren las colinas circundantes.
A su alrededor, sobre las laderas de las colinas, cuya altitud
varía entre 200 y 4 0 0 metros, se; esparcen las granjas de los ca­
seríos, situados a distancias que oscilan entre 20 0 metros y un
kilómetro. Construidas casi siempre en la cumbre de las colinas
y en las laderas más altas, están rodeadas de viñedos, de cam­
pos, de huertos y de bosques. Aunque así evita la humedad, las
nieblas y, sobre todo, las heladas del fondo de los valles, la elec­
ción de este emplazamiento dificulta, a menudo, el acceso y
obliga a buscar agua excavando pozos que superan a veces los
15 o 20 metros de profundidad. Caminos vecinales, asfaltados
parcialmente en 1955, unen las casas al pueblo, pero las más
alejadas sólo disponen de pistas forestales en m ejor o peor esta­
do, a veces impracticables en invierno porque, con frecuencia,
bordean los barrancos (arrees) excavados por los arroyos que
descienden hacia el Ba'íse. Se trata del arquetipo del paisaje ru­
ral, en el que cada finca está cuidadosamente delimitada por
frondosos setos. Cada finca constituye un pequeño ámbito ais­
lado, con sus campos generalmente dispuestos en lo alto dei ce­
rro o en los rellanos, sus viñedos en la ladera expuesta al sol, sus
bosques en las pendientes empinadas y en los valles encajona­
dos, sus prados en las hondonadas húmedas. La homogeneidad
de las condiciones físicas, consecuencia de una tierra demasiado
compartimentada para facilitar la formación de fincas extensas,
permite a cada granja aislada disponer de diversos elementos
del paisaje agrario, de modo que, en distancias reducidas, coe­
xisten los cultivos más variados. Muchas fincas antaño cultiva­
das son ahora yermas, y los matorrales invaden los campos que
rodean las granjas abandonadas. Incluso el viñedo, orgullo del
campesino, ha retrocedido mucho tras las crisis filoxéricas de
1880 y de 1917, y debido a la penuria de mano de obra como
consecuencia de la Primera Guerra Mundial.
En un radio de 6 a 7 kilómetros alrededor del pueblo, el há­
bitat se distribuye de forma muy homogénea. N o obstante, se
distinguen algunos caseríos o barrios que, a grandes rasgos, co­
rresponden a unidades morfológicas, por ejemplo, una zona de
colinas delimitada por dos depresiones (barrio Rey) o un pe­
queño valle (Labagnére). Extendido a lo largo de varios kilóme­
tros por las colinas, el barrio constituía en el pasado una unidad
vecinal muy concurrida.
Aunque, por el mero hecho de su situación, el pueblo
siempre ha desempeñado un papel de centro administrativo,
artesanal y comercial, la oposición que domina hoy toda la vida
pueblerina ha ido adquiriendo su forma actual progresivamen­
te, sobre todo, desde 1918.

D istribución de los cabezas de fam ilia por categorías


socioprofesionaies

Categorías 1881 _________ 1 9 U _________ 1954


socioprofesionaies Caseríos Pueblos Caseríos Pueblos Caseríos Pueblos
H acendados 345 13 280 15 224 6
Aparceros,
granjeros 18 - 25 - 21 1
Peones agrícolas 20 1 22 10 11 4
O breros 17 30 4 3 5 6
C om erciantes 2 20 3 13 — 12
Profesiones liberales 8 — 9 ..... 3
Artesanos 31 36 27 29 11 23
Cuadros y
funcionarios 4 13 6 14 8 10
E jército , policía - - - 5 - 5
Inactivos — 3 2 15 2 6
J ubilados 5 8 2 3 6 17
T o ta l 442 132 371 116 288 95

En 1911 el 7 8 ,4 % de los cabezas de familia residentes en el


pueblo viven de ingresos no agrícolas, contra el 8 8 ,4 % en
1954. D e hecho, las cifras minimizan la amplitud del proceso
de urbanización. En realidad, sólo el 7,3 % de los cabezas de fa­
milia residentes en el pueblo se dedican efectivamente a profe­
siones agrícolas (cuatro de los seis hacendados no explotan por
sí mismos sus tierras), contra el 2 1 ,5 % en 1911. Además, antes
de 1914, exceptuando los funcionarios, los habitantes del pue-
blo eran «rodos un poco campesinos» 0 .-P . A.). Todos los arte­
sanos y tenderos del pueblo tenían tierra y ganado; hoy día,
aunque el comercio haya conservado su carácter indiferenciado,
pues las tiendas de ultramarinos también pueden ser carnicerías
o panaderías, o cafés, o bazares, todos los comerciantes, así
com o los artesanos, 1 han renunciado a sus actividades agrícolas.
Los prados junto a la orilla del río, muy codiciados porque el
heno es escaso y caro, y también porque se pueden arrendar
durante el invierno para los rebaños que bajan de la montaña,
pertenecían en su práctica totalidad a seis familias del pueblo.2
Casi todas las familias tenían vacas. No había casa en el pueblo
que no tuviera su viñedo (donde siempre crecían algunos árbo­
les frutales, melocotoneros, cerezos y manzanos) en las laderas
vecinas. En cuanto un habitante del pueblo alcanzaba cierta
holgura económica, compraba un viñedo o, m ejor aún, un pra­
do; siguiendo un sistema de valores típicamente campesino, no
relacionaba el prestigio, como el aldeano de hoy, con la acumu­
lación o la ostentación de bienes de consumo, tales como el au­
tomóvil o la televisión, sino la extensión de su patrimonio agrí­
cola. Y todo el mundo, así en el pueblo com o en los caseríos, se
enorgullecía de no servir en su mesa más que el vino de su vi­
ñedo, o supuestamente tal...
Las casas conservan todavía hoy la huella de ese pasado,-
casi todas han mantenido el gran portón con arco de medio
punto que se abría para dar paso a los carros cargados de heno.

1 . Se cuentan seis cafés, a saber: un café propiamente dicho, un café


vinculado a la tienda de ultramarinos, otro a la carnicería, otro a la tienda de
ultramarinos y a la carnicería, y dos, por último, a la posada. Dos tiendas de
ultramarinos hacen a la vez de panadería. Algunas formas de artesanía han
desaparecido o experimentan una crisis profunda; por ejemplo, por orden,
los tejedores (dos en 1881), los zapateros y los almadraberos ( 1 2 en 1881
contra siete en 1911 y dos, sin trabajo, en 1954); entre los herradores y los
herreros, los hay que han podido adaptarse dedicándose a la forja artística o a
la planchistería del automóvil.
2. Los prados han permanecido hasta hoy (salvo una excepción) en po­
sesión de esas seis familias relevantes de las que, desde hace un siglo, han sali­
do la mayoría de alcaldes y de concejales.
Preferían amputar la superficie reservada a la vivienda restán­
dole el ancho del pasillo que daba acceso desde la calle hasta el
granero, situado en la parte trasera de la casa, antes que muti­
lar el huerto, ya muy estrecho, restándole el ancho de un cami­
no. En el patio interior, a veces en la parte trasera de la casa,
estaban la pocilga y el gallinero; más allá, el granero, con el es­
tablo, el lagar y el henil; después, el huerto, lengua de tierra
del ancho de la casa y de un centenar de metros de longitud,
delimitado a ambos lados por una hilera de parras.1 Pese a las
transformaciones, el interior de las casas sigue organizado en
función de los imperativos técnicos de la agricultura, ya que la
preocupación por el confort no es, ni mucho menos, priorita­
ria. Por ello, las fachadas ciudadanas ocultan el pasado campe­
sino2 (véase fig. 1).
En 1911, el 1 3 ,1 % de los cabezas de familia de los caseríos
viven de ingresos no agrícolas, contra el 1 1 ,5 % en 1954.-' Pero
las mutaciones acaecidas en los últimos veinte años son más
profundas de lo que expresan los números. Antes, hacia 1900,
había de seis a diez «posadas» por barrio; el de Lembaeye, por
ejemplo, donde hoy no queda ninguna, contaba con una dece­
na; cada una tenía su quillier , su bolera.4 La gente también acu­
día para jugar las cartas. Se celebraban bailes. A lo largo de la
carretera de Pau a O lorón había una veintena de posadas don-

1. La mayoría de huertos conservan algunas vides aunque, debido a las


heladas y a la edad de los pies, la cosecha es prácticamente inexistente.
2 . Podría considerarse otro indicio de una mayor interpenetración entre
ei pueblo y los caseríos el hecho de que catorce casas del pueblo pertenecían,
hacia 1900, a campesinos de los caseríos. O nce de ellas carecían de puerta co­
chera, cosa que se comprende porque sólo hacían las veces de vivienda ocasio­
nal o se alquilaban a peones agrícolas o a pequeños artesanos; cuatro de ellas
las ocupaban sus propietarios, que hablan abandonado los caseríos. A falta de
casa, muchos campesinos de los caseríos tenían una familia amiga que podía
alojarlos (para calzarse, almorzar, etcétera) ios domingos y los días de fiesta.
3. El número de peones agrícolas se ha reducido aproximadamente un
5 0 % entre 1881 y 1954.
4 . Ei quillier, la bolera, es el lugar techado colindante con la posada don­
de está dibujado el espacio cuadrado en el que se disponen los nueve bolos.
de paraban los carreteros y la gente que acudía al mercado. T o ­
das han desaparecido. Hasta 1914, y ello a pesar de que había
cuatro panaderías en el pueblo, todas las casas (en eí mismo
pueblo) tenían su horno y hacían su pan, cada ocho días, para
toda la semana;1 sólo en las fiestas o las ocasiones excepcionales
se iba a buscar pan a la panadería. Eran numerosos los campesi­
nos que siguieron haciendo su propio pan durante mucho
tiempo después de 1914. Hasta 1920 los panaderos no empe­
zaron a repartir el pan por el campo, con una carreta tirada por
un caballo. D e igual modo, tampoco se compraba carne en la
carnicería, salvo en las grandes ocasiones; eí «cocido» de buey
era el plato de los días de fiesta y de las bodas.2 El resto del
tiempo la gente se alimentaba con lo que producía la granja,
particularmente conservas de tocino, de oca y de pato, pues la
carne se consideraba un lujo, y a mayor abundamiento, por su­
puesto, la de la carnicería. El café se conocía desde 1880, pero
sólo se bebía los días de fiesta. El consumo de azúcar (que se
compraba en terrones) era mucho más reducido que hoy día.
En pocas palabras, la aparición de nuevas necesidades y la faci­
lidad de los transportes han ido incrementando progresivamen­
te la dependencia económica respecto al pueblo de los barrios
aislados. A cambio, la dependencia de una parte de la pobla­
ción del pueblo respecto a su clientela campesina también se ha
incrementado. Por lo tanto, desde una perspectiva económica,
la urbanización del pueblo ha ido pareja con una «campesiniza-
ción» de los caseríos.
Y así sucede en todos los ámbitos de la existencia. El barrio
era antes una unidad muy viva. Constituía, en primer lugar, un
grupo de vecindad que se reunía para llevar a cabo labores co­
munes durante las celebraciones familiares y las fiestas. En los

1. La mesture, un pan basco de maíz, se consumía hasta 1880-1890.


Fue sustituida por la biaude, un pan a base de trigo y de maíz.
2. En 1881 había en Lesquire dos carniceros. Vendían, como media,
de una a dos terneras cada domingo. Para Navidad, antes de 1900, macaban
una docena de vacas. La costumbre exigía que se hiciera una daube, un esto­
fado que se comía al salir de la misa del gallo.
encierros, por ejemplo, los «primeros vecinos» iban casa por casa
invitando al conjunto de las familias del barrio. «Había una “se­
ñal” del barrio [es decir, unas referencias que indicaban sus lí­
mites]. Los ancianos se la decían a los jóvenes. Ello representaba
mucha gente, porque el barrio era muy grande. Hacían falta
bastantes hombres para llevar el cuerpo, lo que era muy pesado;
el cadáver iba envuelto en un sudario de lino tejido en la casa
(lou lingou dou lans), y ese sudario, a su vez, iba envuelto en una
sábana que llevaban seis hombres, sujetándola por los nudos de
las esquinas. A partir de 1880 empieza a conocerse el ataúd (lou
bahut), hecho con cuatro tablones de madera. Su utilizaban dos
barras bien pulidas que se pasaban por las “dos asas de mimbre”
que había acopladas en cada lateral deí ataúd. Los portadores,
que eran cuatro, se turnaban hasta haber completado el camino
que llevaba al cementerio. El ataúd no se cerraba hasta el último
momento, para que todos pudieran ver al finado. N o se podía
cerrar el ataúd antes de que toda la gente del barrio hubiera lle­
gado. Uno llegaba, decía las oraciones, echaba agua bendita con
el laurel y luego estrechaba la mano a todo el mundo»1 (J.-P.
A.). La solidaridad entre los miembros del mismo barrio tam­
bién se manifestaba en el m omento de las labores colectivas:
boudjere (de houdja , binar) y liguere, binado y «ligado» de la vid,
labores en el transcurso de las cuales los grupos de trabajadores
se respondían con sus cantos de una ladera a otra, pelere o pe le­
pare, batiere, trilla, esperouquere, deshojado del maíz (de
peroques, las hojas ásperas que envuelven la mazorca). Las es-
perouquéres, por ejemplo, duraban tres semanas o un mes en
otoño. Todo el barrio, es decir, entre cuarenta y cincuenta mo­
zos y mozas, se juntaba para deshojar el maíz. Iban de casa en
casa, todas las tardes, hasta el D ía de Difuntos. Cuando se fina­
lizaba el trabajo en una casa, un sábado habitualmente, se hacía
una fiesta (las acabíailhes, de acaba, concluir). Se jugaba y baila­
1. En el pueblo dos vecinas iban casa por casa, cada una por una acera
de la calie, para convidar al entierro. Esta costumbre se conservó hasta 1950,
más o menos. «Muchas mujeres no querían hacerlo. Lo encontraban ridícu­
lo» (A. B.).
ba hasta el amanecer. «La esperouquére era la fiesta de la juven­
tud. Se comía poco: castañas, pimientos. Ahora hay que servir
café, queso... Pero se hacían batallas a golpe d e peroques. Nos re­
íamos. A veces hacíamos la “mascarade”. Cogíamos una calabaza
vacía y encendíamos una vela. ¡Lo que nos reíamos!» 0 .-P . A).
Las labores colectivas no eran el único motivo de alegría.
«Había muchos menos bailes en el pueblo que ahora. Pero se ha­
cían muchos bailes en el campo. Entre los 17 y los 30 años bailé
mucho, el mounchicou, la crabe (la cabra). Nos reuníamos cuatro
o cinco vecinos en una granja o en una esquina de un prado.
Casi cada semana. Había músicos (lous baldéis) que tocaban el
baile, o alguien que cantaba, y marcaba el compás con el timbal.
Los jóvenes se frecuentaban mucho más que ahora. La gente se
conocía más por barrios. Se trababa conocimiento aprovechan­
do las fiestas. La gente vivía más junta (lou m ounde que biben mey
amasse), barrio por barrio. Ahora cada cual vive más encerrado
en sí mismo. Ahora todo el mundo se queja, a pesar de que hay
dinero... Antes, la gente vivía mucho más feliz. Las “peleas” (lous
patacs), el trabajo, las fiestas... Todo eso se acabó. La gente ya no
vive feliz como antes. Tam poco hay juventud ahora. Vivíamos
más felices, nos creíamos felices» (J. -P. A.).
Así pues, debido a que los vínculos de vecindad (lou besiat,
conjunto de los vecinos, besis) y de barrio eran muy fuertes, la
densidad social era muy grande en esos caseríos donde hoy la
gente se siente perdida y aislada. 1 Desde 1918 el barrio ha deja­
do de constituir una verdadera unidad. Muchas labores colecti­
vas han desaparecido, ora debido a la introducción de maquina­
ria, ora porque las fiestas a las que daban lugar resultaban
demasiado caras. ¿No es acaso corriente hoy día que los campe­
sinos más ricos y más conocidos por su sentido del honor y su
hospitalidad manden matar a su cerdo por el carnicero del pue­
blo? Organizadas por los jóvenes del pueblo, las grandes fiestas,
1. El primer vecino, «aquel al que se llama en primer lugar en caso de
defunción, es el de la casa de enfrente. Con ese primer vecino se puede co­
municar mediante señales, signos. El segundo vecino (lou contrebesi) es el de
la casa de al lado» (J.-P. A).
baile de la asociación de agricultores ganaderos, de Navidad y
de Año Nuevo, de la Virgen de Agosto, etcétera, se celebran en
el pueblo.
En la sociedad de antaño la dispersión en el espacio no era
percibida como tal, debido a la fuerte densidad social vinculada
a la intensidad de la vida colectiva. H oy día, como las labores
comunes y las fiestas de barrio han desaparecido, las familias
campesinas perciben más concretamente su aislamiento. Es in­
dudable que el automóvil ha acortado las distancias, sobre todo
desde que se han asfaltado los caminos vecinales principales;
pero el alejamiento «psicológico» sigue tan grande como siem­
pre, y ello se manifiesta a través de la función otorgada al auto-
móvil. A un campesino, salvo en contadas excepciones, no se le
ocurriría coger el coche para asistir a una reunión del club de­
portivo o del comité de fiestas, ni tampoco para ir al cine el do­
mingo por la tarde. Es significativo que las reuniones que ante­
ceden a las elecciones municipales y cantonales se celebran en
el pueblo, pero también en los diferentes caseríos. A la ciudad
se va en coche, como antes se iba en carro; más deprisa, pero
no más a menudo ni por razones nuevas. ¿Acaso no se ha con­
vertido el coche en el heredero de las funciones del carro? Se
utiliza en primer lugar para el transporte de los productos de la
tierra y para los desplazamientos puramente utilitarios. M ien­
tras que el 4 1 ,4 % de los coches de los aldeanos tienen menos
de cinco años y están destinados al transporte de personas (con­
tra el 1 4 ,6 % en los caseríos), el 6 3 ,4 % de los coches pertene­
cientes a los campesinos tienen más de veinte años (según datos
del impuesto municipal de circulación de 1 9 5 6 ).1

La concentración del hábitat mantiene una fuerte cohesión


social a pesar de que las técnicas tradicionales de ocio colectivo
hayan desaparecido: el pueblo es el campo del chismorreo; las
noches de verano, los vecinos se reúnen, en grupos de dos o de

1 . Véase cuadro, suprimido en esca edición, en P. Bourdieu, «Célibat


et condition paysanne», op. cit., pág. 8 7 .
tres, para charlar sentados en los bancos de madera dispuestos
en la acera, delante de la mayoría de casas. E n estos bancos se
sientan también lous carrérens (los habitantes de la calle, carrere)
los domingos por la mañana para conversar, mientras miran
pasar a los campesinos «endomingados». Para éstos, los bancos
son el símbolo de la mala idea y de la ociosidad de la «gente de
ciudad». Muchos campesinos, para no tener que desfilar bajo la
mirada irónica de los aldeanos, prefieren pasar por los estrechos
caminos que llevan a la plaza principal dando un rodeo, tras
haber bordeado los huertos situados detrás de las casas. Por li­
mitado que sea el horizonte, por amortiguado que llegue el fra­
gor de la ciudad y de la vida moderna, la población aglomerada
alrededor del campanario conforma una sociedad abierta a las
influencias exteriores. Debido a su aislamiento, los campesinos
sólo cuentan, las más de las veces, con las ocasiones que el pue­
blo les ofrece, es decir, la misa de los domingos y las fiestas. Su
única fuente de información sobre el acontecer municipal pro­
viene de los aldeanos.1
Así, la barrera entre la ciudad y el campo, entre el campesi­
no y el ciudadano, que pasaba antes entre las gentes de Pau y
de O lorón y las gentes de Lesquire sin distinción, separa ahora
a los aldeanos, lous carrérens, y a los campesinos de los caseríos.
La oposición entre el campesino y el ciudadano se inicia en lo
más hondo de la comunidad aldeana.
N o estará de más, antes de describir las formas más mani­
fiestas que reviste hoy esa oposición, mostrar cómo se traduce a
un nivel más profundo, el de la demografía por ejemplo. M ien-

1. A propósito de una área rural dividida en doce distritos escolares


que tienen un nombre tradicional y que forman una comunidad consciente
de sí misma, J . M . WHÜams evidencia la disolución de estas unidades de ve­
cindad (neighbourhoods), que tienden a fundirse en la comunidad aldeana.
Entre los fenómenos correlativos del cambio de estructura y de función de
esas unidades, observa la emigración de ios artesanos de los distritos rurales
hacia el centro de la aldea, la concentración de las actividades «culturales» en
el pueblo, y la diferenciación social de la población (véase A n American
Town, Nueva York, 1906).
tras la diferencia de tamaño entre la familia media del pueblo y
la del caserío era sólo de 0 ,9 4 en 1881, en 1911 era de 1,79 y
de 1,13 en 1954. La diferencia decreciente entre 1911 y 1954
es imputable, por una parte, a un ligero incremento (desde
1945) del tamaño de la familia del pueblo y, por otra, a la
mengua regular de la familia del caserío.1

T am añ o medio de la familia

1881 1911 1954


Pueblo 3 ,5 6 2 ,5 2 2 ,7 1
C aserío 4 ,5 1 4 ,3 1 3 ,8 4

En general, la familia del caserío es sensiblemente mayor


que la del pueblo, ya que un número más elevado de personas
vive bajo el m ism o techo.

A ños N úm ero Población N ú m ero de


d e casas to ta l habitantes
habitadas p o r casa
P ueblo Caseríos P ueblo Caseríos P ueblo Caseríos
1881 97 418 471 2 .4 6 8 4 ,8 4 ,8
1901 92 367 322 1 .6 5 6 3 ,5 4 ,2
1911 92 293 355 1 .6 0 1 3,1 4 ,5
1921 83 339 259 1 .4 0 8 3 ,1 4 ,1
1954 94 273 258 1 .0 9 6 2 ,7 4

La diferenciación entre pueblo y caserío data de los últimos


cincuenta años. Antes, tanto en el pueblo com o en el caserío,
dominaba la familia grande. Al «ciudadanizarse», el pueblo ha
adquirido los caracteres demográficos de la ciudad: disminuye
el número de hijos, la pareja tiende a ocupar ei lugar de la gran
1. Véanse Jos cuadros que representan el tamaño de ias familias de
acuerdo con la categoría socioprofesional del cabeza de familia y la residencia
(pueblo o caseríos) según los censos de 1881, 1911 y 1954, suprimidos en
esta edición, en P. Bourdieu, op. ctt., págs. 119-124.
familia, que agrupaba a varios matrimonios y a los criados; el
numero de personas que viven solas no para de crecer, sobre
todo, en la categoría de jubilados e inactivos.
E l fenómeno es manifiesto cuando se considera la propor­
ción de familias compuestas por cuatro personas y más (inclui­
dos los criados) en las diferentes épocas.
Ligeramente superior en 1881 (1 a 1,7), la proporción de las
familias grandes es, en 1954, tres veces mayor entre los propieta­
rios de tierras que entre los habitantes del pueblo. Ya en 1911 la
familia del pueblo tomó su forma actual, pues la proporción de
familias de cuatro personas y más era más de seis veces inferior a
la proporción correspondiente entre los propietarios de tierras
de los caseríos. Las consecuencias de esas diferencias morfológi­
cas son considerables, en especial, en lo que se refiere al m atri­
monio. E n efecto, además de constituir, para la joven pareja, y
muy especialmente para la flamante esposa, un fardo considera­
ble, la gran familia ejerce un control e impone unas obligaciones
que cada vez resultan menos llevaderas para las mujeres de la jo ­
ven generación. «Los jóvenes, sobre todo las mujeres, ya no pue­
den soportar la gran familia. Por ejemplo, en mi casa, la mujer,
tiene que aguantar a la abuela del marido, el padre y la madre del
marido, la hermana del marido y las tías del marido, que vienen
de vez en cuando. ¡Menuda carga!» (P. C.)-

Propietarios de C onjunto de fa m ilia s C onjunto de fa m ilia s


tierras de los caseríos d e los caseríos ¿leí pueblo
1881 53% 47% 31%
1911 46% 43% 8 %
1954 36% 32% 10%

Para comprender, desde otro punto de vista, la oposición


entre el pueblo y los caseríos se ha distribuido la totalidad de
los individuos censados en Lesquire en 1954 según la distancia
en relación con su lugar de nacimiento.
Se ve que el 7 3 ,2 % de los hombres y el 6 5 ,9 % de las m uje­
res del municipio han nacido en un radío inferior a cinco kiló­
metros, es decir, en el territorio del término municipal o de los
municipios colindantes. Mientras estos índices, entre los aldea­
nos, son sólo del 5 8 ,5 % para los hombres y del 5 2 ,6 % para las
mujeres, resultan manifiestamente más elevados para la pobla­
ción de los caseríos, esencialmente rural y sedentaria: el 7 3 ,6 %
para los hombres y el 6 9 ,6 % para las mujeres. En el pueblo, en
cambio, los hombres y las mujeres nacidos a una distancia supe­
rior a treinta kilómetros representan, respectivamente, el 1 6 ,2 %
y el 2 0 ,5 % de su categoría, contra el 6 ,3 % y el 4 ,3 % para las
categorías correspondientes de los caseríos. Por lo tanto, encon­
tramos en el pueblo una población mucho más mezclada que,
por esta misma razón, puede estar mucho más abierta al mundo
exterior.

Sexo y lugar de residencia

Zonas Lugar de Pueblo Caseríos Conjunto


nacimiento
V H Total V H Total V H Total
1 0 a 5 km:
—Lesquire 64 61 125 402 317 ' 719 466 378 844
—Otros
municipios 8 13 21 40 39 79 48 52 100

2 5,1 a 10 km 10 11 21 24 42 66 34 53 87
3 1 0 ,1 a 15 11 16 27 52 73 125 63 89 152
4 15,1 a 20 3 4 7 11 11 22 14 15 29
5 20,1 a 25 3 2 5 9 2 11 12 4 16
6 25,1 a 30 4 5 9 4 2 16 8 17 15
7 30 km y más 20 29 49 37 25 62 57 54 111
8 Total 123 141 264 579 511 1.090 702 652 1.354

Donde puede verse la manifestación más clara y significativa


de esta oposición es en el ámbito lingüístico. Antes de 1914 el
bearnés era la lengua utilizada por el conjunto de los habitantes
del municipio, tanto dentro de la familia como en las relaciones
sociales. La escuela era prácticamente el único lugar donde se ha­
blaba exclusivamente francés. Los funcionarios, los miembros de
las profesiones liberales, las más de las veces oriundos del mismo
pueblo o de la región, utilizaban casi siempre el bearnés en sus
relaciones con la población campesina. La gente hablaba francés
con dificultad, un poco como una lengua extranjera, y codo el
mundo era consciente de ello. Se experimentaba una especie de
pudor al hablarlo, por miedo al ridículo, al que se expone lou
franchim an, que se esfuerza en intentar hablar francés. Después
de 1919, debido a las mezclas habidas durante la guerra, debido
a la presencia de refugiados ante los cuales no se puede hablar
bearnés, el empleo dei francés se expande, sobre todo en el pue­
blo. Desde 1939 es muy frecuente que los niños hablen francés
en casa y que los adultos recurran al francés para dirigirse a ellos.
Por mucho que, exceptuando a algunos adolescentes y a los
forasteros que no son de la región, casi todos los habitantes del
pueblo sepan hablar bearnés, es para ellos una cuestión de or­
gullo expresarse sólo en francés y consideran el «patois», el idio­
ma vernáculo, una lengua inferior y vulgar; se burlan de los pa­
letos toscos cuyo bearnés afrancesado produce efectos cómicos,
que destrozan el francés aunque no cejan en su empeño, por
pretensión o inconsciencia (franchimandeya). Para el campesi­
no, por el contrario, el bearnés es el modo de expresión espon­
táneo, íntimamente vinculado con las preocupaciones de la
existencia cotidiana; es la lengua de la imprecación y del insul­
to, de la broma y del retruécano, del dicho y del proverbio; la
lengua de la vida familiar, del trabajo de la tierra y del merca­
do. Dos campesinos serían incapaces, sin sentirse ridículos, de
departir sobre su cosecha o sobre el ganado en una lengua que
no fuera el bearnés. Debido a los vocablos franceses dialectali-
zados que paulatinamente tienden a ocupar el lugar del antiguo
término bearnés, y también a los cada vez más numerosos prés­
tamos importados del francés, sobre todo en el ámbito de las
técnicas y de las instituciones modernas, esa habla está induda­
blemente cada vez más adulterada; no obstante, conserva su
gracia y su fuerza, su genio, en resumidas cuentas. El francés,
en el polo opuesto, es la lengua de ias relaciones con el mundo
urbano y, al mismo tiempo, la lengua en la que uno se siente
incómodo, como cuando se pone el traje de los domingos para
ir a la carrh'e; es como el mundo de las oficinas, donde uno se
siente inerme y vulnerable.1
«Muchos ahora quieren hablar francés. D el servicio militar,
de la guerra, lo que han aprendido es que a los jefes hay que
hablarles en francés» (A. B.). El uso de la lengua francesa es el
homenaje, a menudo forzado y renuente, que el campesino tri­
buta al moussü de la ciudad y a sus papeles; y, por más que a
menudo sea capaz de expresarse en un francés absolutamente
correcto, valora que se opte por dirigirse a él en bearnés, mani­
festación, en cierto de modo, de una voluntad de establecer una
relación más directa, más familiar y más igualitaria.
Entre las últimas casas del pueblo donde se habla francés y
las primeras granjas aisladas, separadas a veces por un centenar
escaso de metros, donde se habla bearnés, pasa la frontera entre
lo cabe llamar, permítanme los neologismos, la «ciudadanidad»
y la «campesinídad».2 Así pues, en el epicentro mismo de su
propio mundo, el campesino descubre un mundo en el que ha
dejado de estar en su casa.
Objetivamente, el pueblo sólo existe gracias a los caseríos,
debido a que vive, casi exclusivamente, de actividades del sector
terciario; sin embargo, esta relación de dependencia permanece
abstracta, de modo que no aflora a la conciencia. El campesino,
por el contrario, experimenta concretamente su dependencia,
no respecto al pueblo, en tanto que colectividad, sino respec­
to a determinadas personas de las que tiene una necesidad con­
creta. La relación de dependencia es inmediata y personal, y

1. Los campesinos de los caseríos suelen hablar francés con un acenco


muy marcado. La pronunciación de la r, muy fuerte, que constituye su rasgo
más característico, se conserva entre los habitantes de la aldea que han tenido
el bearnés como lengua materna, aunque desaparece entre los jóvenes. KJ
acento de las muchachas de los caseríos suele ser menos marcado que el de los
chicos. Algunos «semiciudadanos» del pueblo tratan de corregir su acento.
2. Existen, evidentemente, excepciones. En particular, el uso del bear­
nés se ha conservado entre los artesanos (en contacto más estrecho con el
ámbito rural) y entre los trabajadores agrícolas.
por ello se comprende que pueda adquirir la forma de un ho­
menaje.
El funcionario suscita actitudes ambivalentes. 1 Por un lado,
en tanto que encarnación concreta del Estado, es la víctima por
sustitución del resentimiento dirigido contra los «amos de París»
(lous mestes ou lous commandans de Paris) y contra el Estado, «el
mayor ladrón». Se le considera «el gandul del pueblo» (lou fenian
de la carrete)?- el «rentista», el hombre de las manos blancas, que
siempre está a la sombra, aquel al que le cae un buen sueldo to­
dos los meses, por mucho que granice o hiele, y sin cansarse,
mientras que los campesinos trabajan duro, sin garantía de futu­
ro, para producir los bienes que él consume. «¡Diablos!», dicen.
¡Qué vidorra se da! (que s’a t bire bet!) Puede llevar camisas blan­
cas. Claro, como no suda a menudo. La pluma no produce callos
en las manos. ¡Vaya enchufe que han encontrado! El trabajo de
un gendarme... ¡El sudor de un peón caminero! Y el cartero...
bien temprano acaba su horario [de trabajo]. Pueden jugar su
partida de cartas. ¡Qué sí, que eso sí que son buenos empleos,
vaya chollo!» (P.L .-M .). Así pues, para los nativos de los caseríos,
el hombre del pueblo es realmente el burgués, el que ha deserta­
do de la tierra y ha roto los vínculos que lo relacionaban con su
medio o ha renegado de ellos.
Pero, por otra parte, el habitante del pueblo, administrador
local o funcionario, cumple la función de mediador entre el cam­
pesino y el Estado. A título de representante de la Administración
central, en tanto que depositario de la autoridad gubernamental,
el funcionario es la encarnación concreta del Estado. A medida
que se incrementa la intervención del Estado en la vida diaria del
campesino y, paralelamente, el poder de la Administración, los
funcionarios van siendo más respetados y considerados. ¿Acaso

1 . La actitud del campesino respecto al funcionario parece conformarse


a un modelo más general, concretamente, el que rige Las relaciones entre el
campesino y la persona culta en muchas civilizaciones no industriales.
2. El respeto que suscita la persona culta no excluye nunca la ironía,
incluso cierto desprecio; aunque sea percibida, en determinados aspectos,
como imprescindible, nunca deja de ser considerada un parásito.
no está el campesino, las más de ias veces, en la posición del solici­
tante? Bien porque no sabe rellenar él mismo sus documentos,
bien porque no se aclara con las formalidades o porque tiene repa­
ros para llamar él mismo al veterinario, el caso es que tiene que re­
currir a los escribans de la carrére, es decir, más o menos, a los
«chupatintas de la ciudad». El término peyorativo que emplea
para nombrarlos basta para mostrar que nunca reconoce plena­
mente su superioridad. Sin embargo, no se le ocurriría ir a cobrar
su pensión, a rellenar un formulario en el ayuntamiento o a la
consulta del médico sin llevar una docena de huevos o un litro de
vino. Lo que representa, sin duda, una manera de reconocer un
servicio prestado, pero también una forma de rendir homenaje.
«¡No basta con leer todo ese papelamen! No se entiende
nada o se entiende todo al revés!» (P.L .-M .). Para el campesino
la relación entre el individuo y la Administración no puede es­
tablecerse, como en la sociedad urbana, a través de unos inter­
mediarios impersonales e intercambiables, gendarme o funcio­
nario, depositarios anónimos de una autoridad anónima y sin
rostro que se manifiesta a través de ellos y permanece irreducti­
ble a esta manifestación, pues el Estado no es más que un hori­
zonte siempre inalcanzable de una serie indefinida de términos
medios. El campesino sustituye el desconcertante contacto con
la impersonalidad masiva de la Administración por una rela­
ción de persona a persona, con tanta más disposición a fiarse y
a ponerse entre sus manos cuanto más inerme está, identifica la
función con el funcionario y sólo reconoce a la Administración
a través de quienes la representan. La estafeta de correos es el
cartero, y si éste está de vacaciones no queda más remedio que
volverse para casa sin haber realizado la gestión que lo había lle­
vado a ella. 1
Pero sería un error atribuir exclusivamente al interés la reve­
rencia que el campesino siente hacia el «burgués». «La gente de
1. Hoy día los campesinos tratan de dar a sus hijos la instrucción míni­
ma imprescindible para la vida moderna. «Todo campesino avispado quiere
tener un hijo inteligente para hacer que estudie... ¡Es necesario poder com­
prender las cosas!» 0 . L.).
los caseríos está muy contenta de poder “conversar en el café”
( debisa au café) con un “señor” del pueblo: alcalde, concejal,
funcionario, cartero, gendarme, etcétera; en resumidas cuentas,
con todos los que ostentan una parcela de la autoridad central.
Aún siguen un poco “impresionados” por esa “élite” bien situa­
da en el pueblo, por todas esas personas que están “bien coloca­
das”. No hay que olvidar que hace cincuenta años un gendarme
exigía una dote de 3 .0 0 0 francos y podía aspirar a casarse con
cualquier segundona de una familia importante.1 Y desde en­
tonces la cosa ha ido a más. Cada muchacho era “sopesado” y
“clasificado”. Cuando obtenía un empleo, era todo un aconteci­
miento. Se convertía en un “señor”. Por todo ello los campesi­
nos siguen estableciendo una respetuosa reserva en sus relacio­
nes con lou carreren. Se sienten felices de invitarlo en el café. El
“ciudadano” es quien lleva la voz cantante; comenta y discute
las noticias con desparpajo y seguridad. Lous branes (los habi­
tantes de la landa [ brane\, los paletos) del rincón más alejado del
barrio de Laring o de Lembeye se guardarán muy mucho de in­
terrumpir, pero no pierden una sílaba, para poder contarlo todo
y divertir a la familia, una vez en casa. ¿Dónde se entera uno de
ios “secretos de Estado” si no es en el pueblo? D e vuelta al ho­
gar, analizan sus relaciones con los carrérens. Suelen valorarlos
con claridad y buen criterio, sobre todo después de haber paga­
do ellos la cuenta en el café» (A. B.).
No es extraño, en esas condiciones, que los «ciudadanos»
siempre hayan monopolizado el poder político. Los sucesivos
alcaldes y diputados a las asambleas departamentales son siem­
pre maestros, médicos, secretarios de ayuntamiento o hacen­
dados del pueblo, mientras que los campesinos no pasan de te­
nientes de alcalde o de concejales. Y eso que, al ser una amplia

1 , «En mi época, para casarse con un gendarme, había que tener una
buena dote: 3 .000 francos. En G. había una chica que se casó con uno. La
familia pasó muchas dificultades. Estuvo largo tiempo endeudada. Se exigía
esa dote porque la mujer de un gendarme no tenía que trabajar, no tenía que
tener relaciones con el público» (J.-P. A.).
mayoría, los campesinos de los caseríos habrían podido elegir a
uno de los suyos. 1 Lo que pasa es que el campesino suele ser
tan crítico y ambivalente consigo mismo como lo es con el
«ciudadano» o el funcionario. El orgullo de sí mismo, unido
al desprecio por el «ciudadano», coexiste en él, si no con la ver­
güenza de sí, al menos con una conciencia aguda de sus defi­
ciencias y límites. Por mucho que el «ciudadano» se convierta
en el blanco de su ironía siempre que puede, es decir cuando
está en grupo o entre campesinos, se siente incómodo, torpe y
respetuoso cuando tiene que tratar con él de tú a tú. ¿No resul­
ta significativo que los-mejores chistes, los más graciosos, traten
de lo torpe y de lo ridículo que es un campesino y, muy espe­
cialmente, cuando se encuentra entre «ciudadanos»? Así pues,
cuando se trata de dirigir los intereses municipales y, a mayor
abundamiento, de establecer relaciones con las autoridades de
la ciudad, al campesino ni se le pasa por la cabeza delegar en un
campesino. Porque está al tanto de las reglas administrativas y
de las sutilezas de la vida política nacional, porque forma parte,
por su función, del mundo de las oficinas y de las administra­
ciones, porque dispone de tiempo para ello y, sobre todo, por­
que «sabe hablar», el aldeano del pueblo, y, en especial, el fun­
cionario, le parece al campesino predestinado para asumir el
papel de mediador entre él y la ciudad.
Por su parte, sobre todo cuando tiene un barniz de instruc­
ción y ha adquirido el aspecto de un hombre de la ciudad, el
aldeano se muestra a veces despecdvo con los oriundos de los
caseríos. No cabe establecer mayor distanciamiento de ios cam-

1. También puede conjeturarse que, debido a sus rivalidades, los cam­


pesinos, en definitiva, prefieren designar a un carreren antes que distinguir a
uno de los suyos. «Claro que no son más amables entre sí [que respecto a un
“ciudadano”] . De un campo a otro se vigilan, y se espían: “jean , hay que pre­
parar el arado, fulano ha empezado a arar o a podar la vid.” Hay quienes tie­
nen fama de ser siempre los primeros a la hora de iniciar los diversos ciclos
de ias labores agrícolas. Otros, siempre a 3a zaga. Los hay que son el eterno
objeto de todos los sarcasmos. Asimismo, hay familias que tienen fama de
poco hospitalarias, ¡Nadie escatima las críticas hacia ellas!» (A. B,).
pcsinos que algunos de esos «notables», funcionarios o miem­
bros de las profesiones liberales, que adoptan complacidos una
actitud paternalista o protectora respecto a los salvajes de los
campos y de los bosques, entre los cuales se sienten exiliados y
cuyos intereses y preocupaciones no comparten; puesto que
forman una pequeña sociedad cerrada, pretenden presentarse
como una aristocracia intelectual, por oposición a los paletos y
«destripaterrones» que los rodean. Tam bién, las más de las ve­
ces, en las capas más bajas de la sociedad «ciudadana», las más
cercanas a los campesinos por su cultura, su lenguaje y su m en­
talidad, es donde suelen esmerarse más en distinguirse del pay-
sanás, el campesinote ridículo. En la mayoría se percibe, más o
menos explícito, el sentimiento de estar en posesión de «dere­
chos de burguesía», de pertenecer a un mundo más civilizado,
más educado y más culto.
Sin duda, el campesino da pie a menudo a la ironía o a la
caricatura. Desde tiempos inmemoriales, por ejemplo, debido
al desfase en el atuendo, ha sido objeto de burla. Mientras que
lous moussits de la carrere ya vestían chaqueta en 1885, los cam­
pesinos seguían llevando sus blusones de lino, tejidos, cosidos y
bordados en casa. Cuando el uso de la chaqueta ya estaba gene­
ralizado, hacia 1895, los hombres casados salían «con la cha­
queta de la boda» (dap la beste d ’espouscit), si todavía estaba en
buen estado, mientras los solteros aún llevaban el blusón.
«¡Vaya, qué facha tenían! ¡Llevaban unas boinas enormes! Para
que parecieran más grandes y se aguantaran tiesas, íes ponían
un armazón de mimbre. Había que verlos pasar, un día de tor­
menta, cuando el viento les hinchaba y les levantaba el blusón,
poniendo al descubierto su faja roja. A veces la boina salía vo­
lando y rodaba como un aro, y ellos, torpemente, trataban de
recuperarla» (P. L .-M ., 88 años, habitante del pueblo). Todavía
hoy, y eso que se visten lo m ejor que pueden para no llamar la
atención, se reconoce a los campesinos endomingados por sus
trajes mal cortados, comprados a precio de saldo en una tienda
de confección. C on la enorme boina en la cabeza, los calcetines
gruesos y chillones asomando por debajo del pantalón mal
planchado y demasiado corto, los zapatos pasados de moda, 1
esconden las manos en los bolsillos de la chaqueta, completa-
mente arrugada en la espalda. Acostumbrados a caminar con
toscos zuecos por terreno difícil y desigual y cargando con pesa­
dos fardos, tienen una caminar lento y patoso: branasses (o b ra -
nes), moradores de la landa, a u b isc o u s (nombre de una gramí­
nea), bouscassés (hombre del bosque, boscqj, escanoulhes (especie
de cebolla), la p a ro u s o lagos (garrapata^, son ejemplos de motes
peyorativos aplicados al paysanhs d e S o u b o le , al «carapesinote de
Saoubole»,2 palurdo, torpe, sucio, malcarado y mal vestido.
Esa superioridad que el aldeano se arroga, el campesino
nunca se la reconoce plenamente. El aldeano no es un ciuda­
dano, pero pretende serlo. Y eso lo sabe hasta el más palurdo,
como también sabe que el aldeano del pueblo del que él es
campesino también tiene su ciudadano. A los aires de ciuda­
dano nuevo rico que el «aldeano aburguesado» adopta a menu­
do para con él, el campesino sabe responder con silenciosa iro­
nía o aludiendo a su origen común: «¡Sabemos de dónde sale!»
O bien: «Su padre llevaba zuecos...»
El campesino sólo se percibe com o campesino en presencia
del «ciudadano»; pero el ciudadano, por su parte, sólo existe
como tal por oposición al campesino. D e una forma más gene­
ral, la aldea sólo es ciudadana por oposición a sus caseríos
campesinos. Por la mentalidad y el estilo de vida de sus habi­
tantes, el pueblo podría parecer una ciudad si no fuera porque
no cumple las funciones más importantes de ésta. Como ha
perdido la casi totalidad de sus grandes hacendados, sólo cuen­
ta con notables «terciarios», que pueden aportar ejemplos de
innovación en el ámbito del consumo, pero no de la produc­
ción. Residencia de funcionarios y de miembros de las profe­
siones liberales, de artesanos y comerciantes, de jubilados y de

1. En el campo los zapatos apenas se desgastan, porque sólo se usan


una vez por semana, para ir a3 pueblo. Muchos campesinos llevan zuecos y
no se ponen los zapatos hasta llegar al pueblo.
2. Nombre de lugar imaginario cuya pesadez evoca un país silvestre y
retrasado.
rentistas, 1 esta ciudad de mentirijillas es incapaz de asumir el
papel de foco de incitación económica, y ello, muy especial­
mente, en el ámbito agrícola. La historia de los últimos años es
una buena prueba de ello. Las capas media y baja del campesi­
nado de los caseríos son las que han producido la nueva élite
rural, mientras que los notables del pueblo conservaban los po­
deres tradicionales. Hogar del Campesino, C U M A (Cooperati­
va de Utilización de Maquinaria Agrícola, creada en 1956),
Centro de Estudios Técnicos y Agrícolas (fundado en 1960):
todas estas instituciones nuevas son fruto de la iniciativa de jó ­
venes agricultores; son ajenas tanto a la antigua aristocracia
campesina, a los campesinos importantes, como a los notables
de la aldea, más preocupados por garantizarse la dirección de
los asuntos locales mediante medidas más o menos demagógi­
cas que por trabajar en pos de una renovación en profundidad
de la economía rural.1 Debido a que monopoliza las funciones
urbanas, a que concentra los comercios, las posadas, las admi­
nistraciones, el pueblo está suficientemente «urbanizado» para
que los caseríos puedan parecer, a ojos propios y ajenos, por
contraste, campesinos. Pero está lejos de estarlo lo suficiente
para arrastrarlos, ni por sus iniciativas, ni por su ejemplo.

1. En 1958, 28 de los 95 cabezas de familia que había en el pueblo vi­


vían de una jubilación civil (administración de correos, enseñanza) o militar
(policía, ejército) contra sólo dos en los caseríos.
2. La CU M A cuenta en 1958 con veinticinco miembros. Todos son ex
miembros del Círculo de Jóvenes, una organización católica. Se trata de pe­
queños y medianos propietarios; los grandes propietarios tienen medios para
adquirir un tractor y disponen de superficies cultivables suficientes. Según
diferentes informadores, se necesitan de 15 a 20 hectáreas arables, es decir,
una finca de 30 a 4 0 hectáreas, para que el tractor sea rentable.
4. EL C A M PESIN O Y SU C U E R P O

P latón, en sus Leyes, considera que n o hay plaga,


en el m u n d o más perjud icial para su ciudad que la
de perm itir que la ju ven tu d se tom e la libertad de
cam biar en el vestir, en los m odales, en los bailes,
en los ejercicios y canciones de una form a a otra.

MONTAIGNE, Ensayos, I, X L III

Por mucho que los datos de la estadística y de la observa­


ción permitan establecer una estrecha correlación entre la voca­
ción por el celibato y la residencia en los caseríos, por mucho
que la perspectiva histórica autorice la interpretación de la rees­
tructuración del sistema de los intercambios matrimoniales so­
bre la base de la oposición entre el pueblo y los caseríos como
una manifestación de la transformación global de la sociedad,
aún queda por determinar si se trata de un aspecto de esa opo­
sición que esté en una correlación más estrecha con la vocación
al celibato; a través de qué mediaciones el hecho de residir en el
pueblo o en los caseríos, y las características económicas, socia­
les y psicológicas inherentes a ello, pueden actuar sobre el me­
canismo de los intercambios matrimoniales; por qué la influen­
cia de la residencia no se ejerce de la misma manera sobre los
hombres y sobre las mujeres; si existen diferencias significativas
entre la gente de los caseríos que se casa y la que está condena­
da al celibato; en resumen, si el hecho de haber nacido en el
pueblo o en un caserío constituye una «condición forzosa» o
«condición aceptada tácitamente» del celibato.
Mientras que en la sociedad de antaño el matrimonio era,
ante todo, un asunto de la familia, ahora la búsqueda de la pa­
reja es algo que, como es sabido, pertenece a la iniciativa del in­
teresado. Lo que se trata de comprender m ejor es por qué el
campesino de los caseríos está intrínsecamente desfavorecido en
esta competición; y, con mayor exactitud, por qué se muestra
tan poco adaptado, tan desconcertado, en las ocasiones institu­
cionalizadas de encuentro entre los sexos.
Dada la separación marcada y clara que media entre la so­
ciedad masculina y la sociedad femenina, y dadas la desapari­
ción de los intermediarios y el relajamiento de los vínculos so­
ciales tradicionales, los bailes que se celebran periódicamente
en el pueblo o en las aldeas vecinas se han convertido en la úni­
ca ocasión de encuentro aprobada socialmente. Por ende, re­
presentan una ocasión privilegiada para poder aprehender la
raíz de las tensiones y de los conflictos.
El baile de Navidad se celebra en la trastienda de un- café.
En el centro de la pista, una docena de parejas baila con mucha
soltura los bailes de moda. Son, ante todo, «estudiantes» (lous
estudians), es decir, los alumnos de los institutos o de los cole­
gios privados de las ciudades próximas, en su mayoría oriundos
del pueblo. Tam bién hay algunos paracaidistas, muy seguros de
sí mismos, y unos pocos ciudadanos, obreros o empleados; un
par o tres de ellos llevan sombrero tirolés, pantalón vaquero y
cazadora de cuero de color negro. Entre las chicas que bailan
hay varias procedentes de los caseríos más remotos y alejados,
vestidas y peinadas con elegancia, incluso con originalidad al­
gunas, y también hay nativas de Lesquire que trabajan en Pau o
en París, modistas, criadas o dependientas. Todas tienen aspec­
to de ciudadanas. Algunas muchachas, varías chiquillas de diez
a doce años, bailan entre sí, mientras los chicos se persiguen y
se dan empujones entre las parejas que bailan.
D e pie, al borde de la pista, formando una masa oscura, un
grupo de espectadores, de más edad, observa en silencio. Com o
impulsados por la tentación de participar en el baile, de vez en
cuando avanzan, con lo que reducen cada vez más el espacio
adjudicado a las parejas que bailan. Son los solteros. Están to­
dos, no falta ninguno. Los varones de su misma edad que ya es­
tán casados no van al baile. Sólo acuden cuando se celebra la
fiesta mayor del pueblo, la de la asociación de agricultores y ga­
naderos. Ese día no falta nadie, todos están en el Paseo y todo
el mundo baila, hasta los «viejos». Pero los solteros no bailan
nunca y ese día no es una excepción. Durante las noches de
fiesta mayor llaman menos la atención, porque todos los hom­
bres y todas las mujeres del pueblo hacen acto de presencia,
ellos para charlar con los amigos y ellas para espiar, chismorrear
y hacer mil conjeturas sobre las bodas posibles. Pero en los bai­
les menores, como el de Navidad o el de Año Nuevo, a los sol­
teros no se les ha perdido nada. Son bailes a los que se va para
bailar y ellos no bailarán, y lo saben. Son bailes para los jóve­
nes, es decir los que no están casados, y aunque ellos ya han su­
perado la edad nubil, son, y lo saben «incasables». A ratos,
como para ocultar su embarazo, alborotan un poco. U na baile
nuevo, una «marcha»: una muchacha se dirige al rincón de los
solteros y trata de arrastrar a uno de ellos hacia la pista. Este se
resiste, avergonzado y encantado a la vez. D a unos pasos por la
pista, acentuando deliberadamente su torpeza, un poco como
hacen los viejos cuando bailan el día de la fiesta mayor, y mira
riendo a sus amigotes. En cuanto el baile acaba, vuelve a sentar­
se y ya no bailará más. «Ese» me dicen, «es el hijo de An. [un
importante hacendado]; la chica que lo ha ido a buscar es una
vecina. Lo ha sacado a bailar para complacerlo.» Las cosas vuel­
ven a su cauce. Allí seguirán, hasta medianoche, sin hablar ape­
nas, inmersos en el estruendo y la luminosidad del baile, con­
templando a las chicas inaccesibles. Luego irán a la sala de la
posada y beberán sentados frente a frente. Algunos se desgañi-
tarán cantando viejas canciones bearnesas, prolongando hasta
quedarse sin voz unos acordes disonantes, mientras al lado la
orquesta toca twists y chachachás. Y luego, en grupitos reduci­
dos, emprenderán lentamente el camino de regreso hacia sus
granjas aisladas.
En la sala del café tres solteros, sentados a una mesa, beben
mientras charlan. «¿No bailáis?» «No, eso, para nosotros, perte­
nece al pasado...» M i compañero, un habitante del pueblo, me
dice disimuladamente: «¡Menudo embustero! ¡No ha bailado
en su vida!» Otro: «Yo espero a que den las doce. Eché un vis­
tazo hace un rato, sólo hay jóvenes. No es para mí. Esas jóvenes
podrían ser mis hijas... V oy a comer un bocado y luego volveré.
Y además soy demasiado viejo para bailar. U n buen vals, eso sí
que lo bailaría, pero no tocan valses. Y los jóvenes tampoco sa­
ben bailar el vals.» «¿Y tú crees que esta noche habrá chicas de
más edad?» «Sí; bueno, veremos.» «Y tú, ¿por qué no bailas tú?
M ira yo, te lo prometo, sí tuviera mujer, bailaría.» D ice el habi­
tante del pueblo: «Sí, y si bailaran, tendrían mujer. No tienen
remedio.» O tro: «¡Bueno, mira, por nosotros no te preocupes,
que no lo pasamos mal!» Cuando acaba el baile, dos solteros se
van lentamente. U n coche arranca; se detienen. ¿Ves? M iran el
coche igual como miraban a las chicas hace un rato. Y no tie­
nen ninguna prisa, de verdad... Van a estar vagando, demorán­
dose todo lo que puedan.»
Este modesto baile campestre es, pues, el escenario de un ver­
dadero choque de civilizaciones. A través de él irrumpe en la vida
campesina todo el mundo de la ciudad, con sus modelos cultura­
les, su música, sus bailes, sus técnicas corporales. Los modelos tra­
dicionales de los comportamientos festivos se han perdido, o bien
han sido sustituidos por modelos urbanos. En este ámbito, como
en los demás, la iniciativa pertenece a la gente que vive en el pue­
blo. El lugar de los bailes de antaño, que llevaban el marchamo
campesino en el nombre (la crabe [la cabra], lou branlou, lou
mounchicou, etcétera), en sus ritmos, en su música y en su letra lo
ocupan ahora los bailes importados de la ciudad. Y hay que reco­
nocer que las técnicas corporales constituyen auténticos sistemas,
solidarios de todo un contexto cultural. No es éste el lugar para
analizar los hábitos motrices propios del campesino bearnés, ese
habitus que deja al descubierto al paysanás, al campesino pesadote
y torpón. La observación popular ha sabido captar a la perfección
esa hexis en la que se basan los estereotipos. «Los campesinos de
antaño», explicaba un anciano residente en el pueblo, «solían ca­
minar con las piernas enarcadas, como si fueran patizambos, y
con los brazos arqueados» (P. L.-M .). Para explicar esa actitud
aludían a la postura del segador. La observación crítica del ciuda­
dano, hábil a la hora de percibir el babitus del campesino como
una verdadera unidad sintética, privilegia la lentitud y la pesadez
del gesto al andar; el hombre de la brane es, para el habitante del
pueblo, aquel que, aun cuando pise el firme alquitranado de la ca-
rrere, sigue caminando por un terreno desigual, dificultoso y em­
barrado, aquel que arrastra sus pesados zuecos o sus recias botas
aun cuando lleva puestos sus zapatos de los domingos, aquel que
siempre camina a grandes y lentas zancadas, igual que cuando
avanza con la aguijada apoyada en el hombro y se gira de vez en
cuando para llamar a los bueyes que le siguen. Indudablemente,
no se trata de una descripción antropológica1 de verdad; pero, por
un lado, la etnografía espontánea del ciudadano aprehende las
técnicas del cuerpo como un elemento de un sistema y postula
implícitamente la existencia de una correlación, al nivel del signi­
ficado, entre la pesadez en el andar, la confección barata de la ropa
o la torpeza de la expresión; y, por otro lado, Índica que es, sin
duda, en el nivel de los ritmos donde podríamos encontrar el
principio unificador (confusamente intuido) del sistema de las ac­
titudes corporales características del campesino. Si recordamos la
anécdota de Mauss sobre las desventuras de un regimiento britá­
nico al que se le asignó una banda militar francesa, es manifiesto
que el campesino empaysanit, es decir, «acampesinado», no está en
su elemento cuando va al baile.2 En efecto, de igual modo que los
bailes de antaño eran solidarios de toda la civilización campesina,3

1. Véase J.'L . Pelosse, «Comxiburion á Tetude des usages tradition-


nels», Revue Internationale d ’ethnopsychologte nórmale et pathologtque, Édi-
tions internacionales, Tánger, vol. I, n.° 2.
2. Mauss, Sociologie et Anthropologie, pág. 366.
3. El deporte nos brinda una espléndida ocasión para comprobar una vez
más estos análisis. En el equipo de rugby, deporte ciudadano, figuran casi ex­
clusivamente «ciudadanos» del pueblo. De nuevo, como en el baile, ios «estu­
diantes» y los carrerens están preparados, gracias a su aprendizaje cultural, para
mostrarse diestros en un juego que exige habilidad, astucia y elegancia tanto
como fuerza. Como han presenciado partidos de rugby desde la infancia, po­
seen, antes incluso de empezar a jugar, el sentido del juego. Los juegos que se
practicaban antiguamente los días de fiesta (lou die de Nouste-Damet el 15 de
agosto, fiesta patronal del pueblo), lous sauts (los saltos de longitud), lou jete-
barres (tirar a ia barra), las carreras, ios bolos, exigían, ante todo, cualidades
atléticas y permitían a los campesinos hacer gala de su fuerza.
los bailes modernos lo son de la civilización urbana; al exigir la
adopción de nuevos usos corporales, reclaman un auténtico cam­
bio de «naturaleza», pues los habitus corporales son lo que se per­
cibe como más natural, sobre lo que la acción consciente no tiene
asidero. Piénsese en bailes como el charlestón o el chachachá, en
los que los dos miembros de la pareja se sitúan frente a frente y
van dando saltitos y pasitos cortos, sin cogerse nunca. 1 ¿Hay algo
más ajeno al campesino? ¿Y en qué ocupar esas manazas siempre
abiertas, con los dedos bien separados? Además, la mera observa­
ción y las declaraciones dan fe de ello, al campesino le cuesta
adoptar los ritmos del baile moderno. «Ba. ha bailado unos cuan­
tos pasodobíes y unas javas; solía cogerle una buena delantera a la
orquesta. Para él, nada de compases del dos por cuatro ni del tres
por cuatro. Ai ataque, y ya está a pisar los pies, o lo que fuera, lo
importante era la velocidad. No tardó en verse relegado al papel
de mero espectador. Nunca ha ocultado su contrariedad por no
haber aprendido a bailar mínimamente bien» (P. C.). El 6 6 % de
los solteros no sabe bailar (contra el 20 % de los casados); pero por
lo menos un tercio de ellos suele acudir al baile.
Además, los modales y la indumentaria son algo que los de­
más, y en particular las mujeres, perciben inmediatamente
como símbolo de la condición económica y social. E n efecto, la
hexis corporal es, ante todo, signum social.2 Esto resulta especial-
mente cierto, tal vez, para el campesino. Lo que se llama «aspec­
to campesino» es, sin duda, el residuo irreductible del que los
más abiertos al mundo moderno, los más dinámicos y los más

1. Curt Sachs (Weltgeschichte des T anza , Berlín, 1933, citado por


Mauss, Sociologie et A ntbropologie, pág. 380) opone las sociedades mamlinea-
les en las que se baila más bien sin moverse de sitio, contoneándose, a las so­
ciedades patrilineaies en las que, al parecer, la fuente del placer se situaría en
el desplazamiento. Tal vez quepa aventurar la sugerencia de que la renuencia
que manifiestan muchos jóvenes campesinos a bailar podría explicarse por la
reticencia ante esa especie de «feminización» de una imagen profundamente
arraigada de sí mismos y del propio cuerpo.
2. Por este motivo, antes que esbozar un análisis metódico de las técni­
cas corporales, nos ha parecido preferible exponer ia imagen que de él se forma
el ciudadano y que el campesino tiende a interiorizar, de mejor o peor grado.
innovadores en su actividad, profesional, no consiguen despren­
derse.1
Pero, en las relaciones entre los sexos, es la hexis corporal lo
que constituye el objeto primero de la percepción, a la vez en sí
misma y a título de signum social. SÍ es un poco torpe, y va mal
afeitado y mal vestido, el campesino es percibido de inmediato
como el hucou (el búho), poco sociable y hosco, «malcarado
(escu), patoso (desestruc), gruñón (arrebouhiec), a veces grosero
(a cops groussé), poco amable con las mujeres (chic amistous dap
las hennes)» (P. L .-M .j. Se dice de él que n ’ey pos de here, es de­
cir, literalmente, que «no es de feria» (para ir a la feria la gente
solía vestirse con sus mejores galas), que no es presentable. Así
pues, particularmente atentas y sensibles, debido a su forma­
ción cultural, a los gestos y a las actitudes, a la vestimenta y a
los modales en general, propensas a sacar conclusiones de la
apariencia física acerca de la personalidad profunda, las m uje­
res, más abiertas a los ideales ciudadanos, juzgan a los hombres
en función de unos criterios ajenos: calibrados con ese patrón,
carecen de valor.
Al verse en semejante situación, al campesino no le queda
más remedio que interiorizar la imagen de sí mismo que se for­
man los demás, por mucho que se trate de un estereotipo. Acaba
percibiendo su cuerpo como cuerpo marcado por la impronta
social, como cuerpo empaysanit> acampesinado, que lleva el cuño
de las actitudes y de las actividades asociadas a la vida campesina.
Por ende, se siente incómodo con él y lo percibe como un estor­

1. Toda una categoría de solteros responde a esa descripción. «Ba. es


un chico inteligente, de aspecto muy agradable, que ha sabido modernizar su
granja y que tiene una hermosa finca. Pero nunca ha sabido bailar mínima­
mente bien (véase el texto citado en la pág. anterior). Siempre se ha quedado
mirando a los demás, como la otra noche, hasta las dos de la madrugada. Es
el caso típico del chico que no ha tenido oportunidades de acercarse a las
chicas. Nada, ni su inteligencia, ni su situación, ni su físico, habría debido
significar un impedimento a la hora de encontrar mujer» (P. C.). «Co. baila­
ba correctamente, pero sin llegar a poder pretender nunca, a causa de su cla­
se, sacar a bailar a chicas que fueran aigo más que “campesinas”» (P. C-).
Véase también el texto citado en la pág. 118, referente al caso de Pi.
bo. Porque lo concibe como cuerpo de campesino tiene una per­
cepción negativa. Porque lo concibe como «acampesinado» tiene
conciencia de ser un campesino «acampesinado». No es exagera­
do afirmar que la toma de conciencia de su cuerpo es para él la
ocasión privilegiada de la toma de conciencia de su condición
campesina.
Esta conciencia negativa de cuerpo, que le impulsa a desoli-
darizarse de él (a diferencia del ciudadano), que le inclina a una
actitud introvertida, fundamento de la timidez y de la torpeza, le
prohíbe el baile, así como las actitudes sencillas 7 naturales en
presencia de las chicas. E n efecto, incómodo con su cuerpo, se
muestra tímido y torpe en todas las situaciones que requieren sa­
lir del propio ser u ofrecer el propio cuerpo como espectáculo.
Ofrecer el cuerpo como espectáculo, en el baile, por ejemplo,
presupone que uno acepta exteriorizarse y que tiene una con­
ciencia satisfecha de la propia imagen que se entrega a los demás.
El temor al ridículo y la timidez, por el contrario, están relacio­
nados con una conciencia aguda del propio ser y del propio
cuerpo, con una conciencia fascinada por su corporeidad. Así
pues, la renuencia a bailar no es más que una manifestación de
esa conciencia aguda de la campesínidad que se expresa asimis­
mo, como hemos visto, mediante la burla y la ironía acerca de sí
mismo; particularmente, en los chistes, cuyo desdichado prota­
gonista es siempre el campesino enfrentado ai mundo ciudadano.
Así, la condición económica y social influye sobre la voca­
ción al matrimonio, principalmente, a través de la mediación de
la conciencia que los hombres adquieren de esa situación. En
efecto, el campesino que toma conciencia de sí mismo tiene mu­
chas posibilidades de concebirse como campesino en el sentido
peyorativo. Valga como prueba de ello el hecho de que quienes
descuellan entre los solteros son o bien los campesinos más «acam-
pesinados», o bien los campesinos más conscientes y mayor con­
ciencia de lo que pervive en ellos de campesino.1

1. Muchos hombres que residen en el pueblo son, objetivamente, tan pale­


tos como algunos campesinos de los caseríos, pero no tienen conciencia de serlo
Es natural que el hecho de conocer a una chica lleve el ma­
lestar al paroxismo. Es, en primer lugar, para el campesino la
ocasión de sentir, con más fuerza que nunca, la zozobra que
le produce su cuerpo. Además, debido a la separación entre los
sexos, la chica es todo un misterio. «Pi. participó en tres excur­
siones organizadas por el cura. Poca playa, por los bañadores
provocativos. Excursiones mixtas con chicas del mismo movi­
miento, la Juventud Agraria Católica. Esas salidas, harto infre­
cuentes, una o dos al año, se hacen antes del servicio militar.
Las chicas permanecen en círculos cerrados durante esas salidas.
Por mucho que canten juntos, y se produzca algún tímido es­
carceo, uno tiene la sensación de que allí nada puede nacer en­
tre los participantes de uno y otro sexo. El compañerismo entre
chicos y chicas no existe en el campo. Para poder tener una re­
lación de compañerismo con una chica hay que saber qué es el
compañerismo y saberla comprender. Para la mayoría de chicos
una chica es una chica, con todo lo que las chicas tienen de
misterio, con esa gran diferencia que hay entre ambos sexos, y
un foso muy difícil de franquear. U na de los mejores medios
para codearse con mujeres [el único que existe en el campo] es
el baile. Tras unos tímidos intentos y un aprendizaje que no
llegó más allá de la java, Pi. no insistió. Se saca a bailar a una
vecina que no se atreve a decir que no; por lo menos un baile.
Bailar una o dos veces por baile, es decir cada quince días o
cada mes, es poco, muy poco. En cualquier caso, demasiado
poco para poder andar recorriendo los bailes fuera del pueblo
con alguna posibilidad de éxito. Así se convierte uno en un es­
pectador de los que miran cómo bailan los demás. Que los
mira hasta las dos de la madrugada y que luego se vuelve a casa
pensando que los que bailan se lo pasan la mar de bien; así se
va ahondando el foso. Si uno tiene ganas de casarse, la cosa se
pone seria; ¿cómo acercarte a una chica que te gusta? ¿Cómo
pillar la ocasión al vuelo, sobre todo cuando no eres un “lanza­
do”? Pues sólo queda el baile. Fuera del baile no hay salva­
ción... ¿Cómo empezar a charlar y llevar la conversación hacia
un tema que le hace sentirse violento? M il veces m ejor bailando
un tango... Nada m ejor que la falta de relaciones y de contactos
con personas del sexo opuesto para acomplejar al más pintado.
Y la cosa se pone mucho más seria si el individuo es algo tím i­
do por naturaleza; se puede vencer la timidez cuando se está en
contacto permanente con mujeres, pero también puede agra­
varse en el caso contrario. El miedo al ridículo, que es una for­
ma de orgullo, también puede frenar. La timidez, a veces un
poco de falso orgullo, el hecho de proceder de un caserío perdi­
do en las colinas, todo eso levanta una barrera entre una chica y
un chico lleno de cualidades» (P. C.).
Las normas culturales que regulan la expresión de los senti­
mientos contribuyen a dificultar el diálogo. Por ejemplo, el
afecto entre los padres y los hijos se expresa mucho más con ac­
titudes y gestos concretos que con palabras. «Antaño, cuando
aún se cosechaba manualmente con la hoz, los segadores avan­
zaban en una hilera. M i padre, que trabajaba a mi lado, si me
veía cansado, cortaba en mi hilera, sin decir nada, para que pu­
diera tomarme un respiro» (A. B .). No hace mucho, el padre y
el hijo se sentían incómodos si coincidían en el café, sin duda,
porque podía suceder que alguien contara en su presencia chis­
tes verdes o tuviera unas palabras subidas de tono, lo que ha­
bría provocado, en ambos, un malestar insoportable. El mismo
pudor domina las relaciones entre los hermanos y las hermanas.
Todo lo que pertenece al ámbito de la intimidad, de la «natura­
leza», está proscrito en las conversaciones. Aunque le gusta par­
ticipar, com o protagonista o como mero oyente, en las conver­
saciones salaces, el campesino es de una discreción total en lo
que se refiere a su propia vida sexual y, sobre todo, afectíva.
En general, los sentimientos no constituyen un tema del
que esté bien visto hablar. La torpeza verbal, que se suma a la
torpeza corporal, es fuente de malestar, tanto para los chicos
como para las chicas; sobre todo, cuando éstas han aprendido,
en las revistas femeninas y en las novelas sentimentales, el len­
guaje estereotipado de la sentimentalidad urbana. «Para bailar,
no basta con saber marcar el paso, con poner un pie delante del
otro. Y eso, para algunos, ya no resulta tan fácil. Tam bién hay
que saber conversar un poco con las chicas, después de haber
bailado y durante el baile. Hay que saber hablar de algo más,
mientras se está bailando, que de labores agrícolas y del tiempo
que hace. Y no hay muchos que sean capaces de ello» (R. L.).
Que las mujeres sean mucho más capaces y más rápidas
que los hombres a la hora de adoptar los modelos culturales ur­
banos, tanto corporales como indumentarios, se debe a diferen­
tes razones convergentes. En primer lugar, están mucho más
motivadas que los hombres, porque la ciudad representa para
ellas la esperanza de la emancipación. Consecuentemente, las
mujeres ofrecen un ejemplo privilegiado de esta «imitación
prestigiosa» de la que hablaba Mauss. 1 El atractivo y el influjo
que ejercen los nuevos productos o las técnicas nuevas de con-
fortabilidad hogareña, los modelos de urbanidad y cortesía o las
diversiones y entretenimientos ciudadanos resultan en gran me­
dida de que se reconoce en ellos el distintivo de la civilización
urbana, identificada, con razón o sin ella, con la civilización a
secas. La moda viene de París, de la ciudad, el modelo se impo­
ne desde arriba. Las mujeres aspiran con fervor a la vida ciuda­
dana, y esta aspiración no es disparatada, porque, según la lógi­
ca misma de los intercambios matrimoniales, ellas se mueven
de abajo arriba. Por lo tanto, y en primer lugar, es del matri­
monio de lo que esperan el cumplimiento de sus aspiraciones.
Com o depositan todas sus esperanzas en él, están muy motiva­
das para adaptarse adoptando los modales y el aspecto de la
mujer de la ciudad.
Pero hay más: las mujeres, por su formación cultural, están
preparadas para fijarse en los detalles externos de la persona y,
más particularmente, en todo lo que se refiere al «aspecto» en las
diferentes acepciones del término. Se da por sentado que poseen
el monopolio del criterio de gusto. Todo el sistema cultural pro­
picia y favorece esa actitud. N o es extraño ver a una chiquilla de
diez años discutiendo con su madre o con sus compañeras del
corte de una falda o de una blusa. Es un tipo de conducta que los

1. Loe. cit. pág. 369.


chicos rechazan porque está mal visto socialmente. En una socie­
dad dominada por los valores masculinos todo contribuye, por el
contrario, a favorecer la actitud hosca y burda, tosca y batallado­
ra. U n hombre demasiado pendiente de su indumentaria, de su
aspecto, sería considerado excesivamente <¿enmonsieuré>, «señori­
to», o, lo que es lo mismo, afeminado. En consecuencia, mientras
los hombres, debido a las normas dominantes en su primera edu­
cación, padecen una especie de ceguera cultural (en el sentido en
el que los lingüistas hablan de «sordera cultural»)1 en lo tocante al
«aspecto» en su conjunto, desde la hexis corporal hasta la cosméti­
ca, las mujeres están mucho mejor preparadas para percibir e in­
tegrar en su comportamiento los modelos ciudadanos, tanto en
lo tocante al vestir como a las técnicas del cuerpo.2 La campesina
habla bien la lengua de la moda de la ciudad porque la entiende
bien y la entiende bien porque la «estructura» de su lengua cultu­
ral la predispone para ello. Lo que los campesinos y las campesi­
nas perciben, tanto en el ciudadano y en el mundo ciudadano
como en los demás campesinos, depende, pues, de su sistema cul­
tural respectivo. En consecuencia, mientras que las mujeres
adoptan primero los signos externos de la vida urbana, los hom­
bres asumen modelos culturales más profundos, en particular en
los ámbitos técnico y económico. Y es comprensible que así sea.
La ciudad es para la campesina, en primer lugar, los grandes al­

1. Ernst Pulgram (In tro du aio n to the Spectography o f Speech, Mouton et


Cié, 195 9 J habla de cultu ra l deaf-muteness> es decir, de «sordomudez cultural».
Véase también N. S. Troubetzkoy, P rincipes dephonologiet págs. 55-56 y 66-67.
2. La indumentaria constituye una faceta relevante de la apariencia glo­
bal. En ese ámbito es donde mejor se manifiesta la «ceguera cultural» de los
hombres respecto a determinados aspectos de ía civilización ciudadana. La
mayoría de los solteros viste un terno confeccionado por el sastre del pueblo.
«Algunos tratan de lucir un atuendo raás informal. Pero combinan unos co­
lores que no pegan ni con cola. Sólo en las familias donde la madre está al
día, o, mejor aún, cuando las hermanas —mucho más al tanto de lo que se
lleva—se ocupan del asunto, se ve a campesinos bien vestidos» (P. C.). En ge­
neral, para un chico, el hecho de tener hermanas redunda en un aumento de
sus posibilidades de casarse. Gracias a ellas puede conocer a otras chicas;
también ocurre a veces que con ellas aprende a bailar.
macenes. Aunque algunos, de hecho, estén reservados para unos
pocos, la mayoría de comercios se dirige a todas las clases. «En lo
que a la indumentaria se refiere», comenta Halbwachs, «todo el
mundo la luce en la calle y los individuos de las diferentes clases
se confrontan, se observan, de modo que tiende a instaurarse
cierta uniformidad a este respecto. Existe una unidad de mercado
para los alimentos y, en cierta medida, para la indumentaria.»1
Partiendo del carácter unilateral y superficial de su percepción de
la ciudad, es normal que la joven campesina asocie la vida urbana
a un tipo determinado de indumentaria y de peinados, signos
manifiestos, en su opinión, de la liberación; en pocas palabras,
que sólo vea, como suele decirse, su lado bueno; por ello se com­
prende, por una parte, que la ciudad ejerza sobre ella una auténti­
ca fascinación que, a través de ella, se hace extensible a todo lo
ciudadano, y, por otra parte, que copie de la ciudadana los signos
externos de su condición, es decir, lo que sabe de ella.
Desde tiempos inmemoriales, con el fin de prepararlas me­
jo r para el matrimonio, y también porque no eran tan impres­
cindibles en la granja como los chicos, muchas familias, por
ejemplo, mandaban a sus hijas como aprendizas, al acabar la
enseñanza primaria, con una costurera, por ejemplo. Desde la
implantación del bachillerato elemental es menos gravoso para
las familias que lo acaben las hijas que los hijos, cosa que sólo
puede redundar en un incremento de la atracción ejercida por
la ciudad y del desfase entre los sexos.2 En la ciudad, a través de

1. Halbwachs, Esquisse d'une psychologie des classes sociales,, París, 1955,


pág. 174.
2. Distribución de los alumnos de bachillerato elemental de Lesquire
según el sexo y la categoría socioprofesional de los padres en 1962:

Categoría socioprofesional de los padres


Sexo Agricul­ Asala­ Comer­ Arte­ Cuadros Obreros Otros Total
tores riados ciantes sanos medios
agrie.
Masculino 9 2 2 1 1 4 2 21
Femenino 17 - 5 2 2 3 2 31
Total 26 2 7 3 3 7 4 52
las revistas femeninas, de los folletines, del cine, de las cancio­
nes de moda emitidas por la radio, 1 las chicas adoptan también
unos modelos de relación entre los sexos y un tipo de hombre
ideal que es el polo opuesto del campesino «acampesinado». Así
se fue constituyendo todo un sistema de expectativas que en
modo alguno el campesino podía cumplir. M ucho ha llovido
desde los tiempos de las pastorcillas cuya única ambición con­
sistía en casarse con un «buen hijo de campesino». Asistimos
ahora al desquite del señorito.
Debido a la dualidad de marcos de referencia, consecuencia
de la penetración diferencial, según los sexos, de los modeles
culturales urbanos, las mujeres valoran a sus compañeros cam­
pesinos aplicando unos criterios que no les dejan ninguna posi­
bilidad. Se comprende entonces que muchos agricultores diná­
micos se queden solteros. Así, entre las explotaciones agrícolas
donde hay solteros, el 1 4 % , pertenecientes todas ellas a campe­
sinos de posición económica desahogada, están modernizadas.
En la nueva élite rural, en particular entre los miembros de la
Juventud Agrícola Católica y de la Cooperativa de Utilización
de Material Agrícola, hay muchos que no están casados. Por
mucho que contribuya a otorgar algún prestigio, la moderni­
dad en el ámbito técnico no propicia necesariamente el matri­
monio. «A chicos como La., Pi., Po., sin duda, de los más in­
teligentes y más dinámicos de la comarca, hay que meterlos
en el apartado de los '‘incasables”. Y eso que se visten bien y sa­
len mucho. H an introducido métodos nuevos, cultivos nue­
vos. Algunos han arreglado sus casas. D a la sensación de que,
en este ámbito, los idiotas se espabilan m ejor que los otros»
(P. C .). Antiguamente el soltero nunca acababa de ser conside­
rado un adulto por la sociedad, que distinguía con claridad las
responsabilidades encomendadas a ios jóvenes, es decir, a los
solteros, por ejemplo, la preparación de las fiestas, y las respon­
sabilidades reservadas a los adultos, tales como el consejo muni­

1 . Como las mujeres se quedan más en casa que los hombres, también
escuchan más la radio.
cipal; 1 hoy en día el celibato es considerado cada vez más una
fatalidad, de modo que deja de parecer algo imputable a los in­
dividuos, a sus defectos y a sus imperfecciones. «Cuando perte­
necen a una familia importante, se los disculpa; sobre todo,
cuando a la relevancia de la familia hay que sumar la relevancia
de una personalidad fuerte. La gente dice: “Es una pena, con la
finca magnífica que tiene, y lo inteligente que es, etc.” Si tiene
una personalidad fuerte, acaba imponiéndose a pesar de todo,
si no, queda mermado» (A. B.). El relato de una mujer que, en
calidad de vecina, fue a ayudar en el momento de la matanza
del cerdo a la casa de dos solteros, de 40 y de 37 años, todavía
resulta más esclarecedor: «Les dijimos: “¡Anda que no hay des­
orden!” ¡Menudos pájaros (aquets piocs)! ¡Y sólo con tocar sus
platos! ¡Estaban tan sucios! N o sabíamos dónde mirar. Los
echamos fuera. Les dijimos: “¿No os da vergüenza?” “¡En vez
de casaros...!” “¡Que eso lo tengamos que hacer nosotras...!”
“¡Necesitaríais una mujer que se ocupara de eso!” Ellos, cabiz­
bajos, se alejaban. Cuando hay una daune, las mujeres, vecinas
o parientas, vienen para echar una mano. Pero cuando no hay
mujeres, han de decidirlo todo» (M. P .-B .).
Que el 4 2 % de las granjas en las que hay solteros (de las
cuales el 3 8 % pertenecen a campesinos pobres) estén en declive
contra el 1 6 % , solamente, de las explotaciones pertenecientes a
individuos casados pone de manifiesto la existencia de una co­
rrelación evidente entre el estado de la explotación y el celibato;
pero el declive de la finca puede ser tanto efecto como causa del
celibato. Percibido como una mutilación social, el celibato de­
termina en muchos casos una actitud de dimisión y de renun­

1 . El matrimonio marca una ruptura en la existencia. D e la noche a ía


mañana se acabaron los bailes, las salidas nocturnas. Es frecuente que jóvenes
que tenían mala fama cambíen de repente de comportamiento y, como suele
decirse, «vuelvan al redil». «Ca. no se perdía ni un baile. Se ha casado con
una chica más joven que no había salido nunca. Le ha hecho tres hijos en
tres años. Ella no sale, por mucho que se muera de ganas. A él ni se le pasa
por la cabeza llevarla al baile o al cine , aunque sólo sea de vez en cuando.
Todo eso se acabó. Se ponen cualquier cosa, ni se fijan» (P. C.).
cia, consecuencia de la falta de expectativas de futuro a largo
plazo. Cosa que, una vez más, un testimonio pone de manifies­
to: «Fui a casa de M i., en el barrio de Houratate. T iene una casa
bien cuidada, rodeada de abetos. Perdió a su padre y a su madre
hacia 1954 y tiene ahora unos cincuenta años. Vive solo. “M e
avergüenzo de que me vea usted vestido así.” Estaba avivando la
llama de un fuego encendido en el patio para hacer la colada.
“M e habría gustado hacerle pasar y hacerle los honores. No ha­
bía venido usted nunca. Pero, sabe usted, tengo mucho desor­
den. Cuando se vive solo... Las chicas ya no quieren venir al
campo. Estoy desesperado, sabe usted. M e habría gustado fun­
dar una familia. Habría hecho algunos arreglos, por este lado de
la casa [es costumbre hacer algo en la casa cuando se casa el ma­
yor]. Pero ahora la tierra no tiene remedio. N o quedará nadie.
Ya no tengo ánimo para trabajar la tierra. Por supuesto, ha veni­
do mi hermana, viene de vez en cuando. Está casada con un fe­
rroviario- Viene con su marido y con su hijita. Pero no puede
quedarse aquí”»1 (A. B .). Al drama del soltero hay que sumar a
menudo la presión de la familia, que se desespera al ver que su
estado se prolonga indefinidamente. «Los abronco», decía una
madre cuyos dos hijos ya mayores siguen solteros, «les digo:
“¡Menudo miedo le tenéis a las mujeres! ¡Os pasáis la vida be­
biendo! ¿Qué haréis cuando falte yo? ¡Es cosa vuestra, yo no
puedo hacerlo por vosotros!”» (viuda A., 84 años). Y otra, diri­
giéndose a un compañero de su hijo: «Vas a tener que decirle
que se busque mujer, tendría que haberse casado al mismo
tiempo que tú. Es terrible, te lo aseguro. Estamos aquí los dos
solos, como perdidos» (referido por P. C.). Cada cual, sin duda,
tiene su orgullo y su pundonor y trata de ocultar lo lamentable
de la situación, extrayendo tal vez de una larga tradición de celi­
bato los recursos de resignación que le resultan imprescindibles
para soportar una existencia sin perspectivas de presente ni de
1 . Las consideraciones de la gente suelen ser severas, pero coinciden
con las conclusiones de los propios solteros. «Ya no tienen ganas de trabajar.
Hay cincuenta así que no se casan. Son odres de vino. Sólo los quieren para
beber en la carrere... La cierra está jodida» (B. P.).
futuro. Sin embargo, el celibato es una oportunidad privilegiada
para experimentar la calamidad de la condición campesina.
Que, para expresar su desamparo, el soltero diga que «la tierra
está jodida», se debe a que no puede no aprehender su condi­
ción como determinada por una necesidad que pesa como una
losa sobre la clase campesina en su conjunto. El celibato de los
hombres es algo que todos viven como el indicio de la crisis
mortal de una sociedad incapaz de garantizar a los más innova­
dores y a los más intrépidos de sus primogénitos, depositarios
del patrimonio, la posibilidad de perpetuar el linaje, o en pocas
palabras, incapaz de salvaguardar sus propios cimientos y de dar
paso a la adaptación innovadora al mismo tiempo.
C O N C L U SIÓ N

«Las chicas ya no quieren venir al campo...» Los juicios emi­


tidos por la sociología espontánea son, por esencia, partidistas y
unilaterales. Sin duda, la constitución del objeto de investigación
como tal presupone también la selección de una faceta determi­
nada. Pero, dado que el hecho social, cualquiera que sea éste, se
plantea como pluralidad infinita de facetas, ya que se presenta
como un entramado de relaciones que hay que desmadejar una
por una, esa selección no puede aprehenderse como tal, conside­
rarse provisional y superarse mediante el análisis de otras facetas.
La primera tarea de la sociología consiste, tal vez, en reconstituir
la totalidad a partir de la cual cabe descubrir la unidad de la con-
ciencia subjetiva que el individuo tiene del sistema social y de la
estructura objetiva de éste. El sociólogo trata, por una parte, de rea-
prehender y de comprender la conciencia espontánea del hecho
social, una conciencia que, por esencia, no se replantea, y, por
otra parte, de aprehender el hecho en su propia naturaleza, gra­
cias el privilegio que le proporciona su situación de observador
que renuncia a «actuar lo social» para pensarlo. Así pues, ha de
reconciliar la verdad del dato objetivo que su análisis le ha permi­
tido descubrir y la certeza subjetiva de quienes lo viven. Cuando,
por ejemplo, describe las contradicciones internas del sistema de
intercambios matrimoniales, precisamente cuando esas contra­
dicciones no afloran como tales en la conciencia de quienes las
padecen en tanto que víctimas, sólo está temadzando la expe­
rienda vivida de esos hombres que experimentan concretamente
esas contradicciones en forma de la imposibilidad de casarse.
Aunque no se permita otorgar ningún crédito a ia conciencia que
los sujetos conforman de su situación, ni tomar al pie de la letra
la explicación que de la misma facilitan, toma lo suficientemente
en serio esa conciencia para tratar de descubrir su fundamento
auténtico, y no se da por satisfecho hasta que consigue abarcar en
la unidad de una comprensión la verdad inmediatamente perci­
bida por la conciencia vivida y la verdad laboriosamente adquiri­
da por la reflexión científica. La sociología no merecería tal vez
ni una hora de dedicación y esfuerzo si limitara sus aspiraciones
al único fin de descubrir los hilos que mueven a los individuos a
los que observa, si olvidara que está ocupándose de los hombres,
aun cuando éstos, a imagen de los títeres, estén jugando a un jue­
go cuyas reglas ignoran, en pocas palabras, si no se impusiera la
tarea de devolver a esos hombres el sentido de sus actos.

LOS IN FORM ADORES

J.-P . A., 85 años, nacido en Lesquire; domiciliado en el


pueblo, pero vivió toda su juventud en un caserío; viudo; nivel
de escolaridad básico (C E P); entrevistado alternativamente en
francés y en bearnés.
P. C ., 32 años, nacido en Lesquire; domiciliado en el pue­
blo; nivel de escolaridad elemental; cuadro medio; entrevistado
en francés.
A. B ., 60 años, nacido en Lesquire; domiciliado en el pue­
blo; casado; nivel de escolaridad elemental; mando medio; en­
trevistado en francés, con breves incursiones en bearnés.
P. L„ 88 años, nacido en Lesquire; domiciliado en un pue­
blo; viudo; nivel de escolaridad básico (C EP); campesino; en­
trevistado en bearnés.
P. L.-M ., 88 años, nacido en Lesquire; domiciliado en el
pueblo; soltero; nivel de escolaridad básico (C E P); artesano;
entrevistado alternativamente en bearnés y en francés.
A. A.j 81 años, nacido en Lesquire; domiciliado en un ca­
serío; viudo; sabe leer y escribir; campesino; entrevistado en
bearnés.
F. L., 88 años, nacida en Lesquire; domiciliada en un case­
río; casada; sabe leer y escribir; campesina; entrevistada en bear­
nés.
J, L„ 65 años, nacida en Lesquire; domiciliada en un case­
río; casada; sabe leer y escribir; campesina; entrevistada en bear­
nés.
R. L., 35 años, nacido en Lesquire; domiciliado en el pue­
blo; casado; sabe leer y escribir; comerciante; entrevistado en
francés.
Vda. A ., 84 años, nacida en Lesquire; domiciliada en un
caserío; sabe leer y escribir; campesina; entrevistada en bearnés.
B. P., 45 años, nacido en un pueblo vecino; domiciliado en
un caserío; casado; nivel de escolaridad básico (C EP); campesi­
no; entrevistado en bearnés.
L. C ., 42 años, nacido en un pueblo vecino; domiciliado en
el pueblo; casado; nivel de escolaridad básico (C EP); comer­
ciante; entrevistado en francés.
El lector encontrará, en otro apartado, en las declaraciones
de los solteros, los principales datos referidos a ellos.
En vez de hacer una transcripción fonética, hemos preferi­
do optar, para transcribir las declaraciones en el habla local, la
ortografía tradicionalmente empleada en la literatura en lengua
bearnesa.
A P É N D IC E I
Apuntes bibliográficos*

La supervivencia en las provincias pirenaicas, Bigorra, Lave-


dán, Bearne y País Vasco, de un derecho consuetudinario origi­
nal cuyas normas sólo podían conservarse contraviniendo de
manera flagrante ios principios y la legislación del Código C i­
vil, no podía menos que suscitar la curiosidad de historiado­
res y de juristas. «El derecho bearnés [...]», escribe Pierre Luc,
«se presenta como un derecho esencialmente consuetudinario,
muy escasamente influido por el derecho romano, y ofrece el
gran interés de ser un derecho testimonial. Así, por ejemplo, la
prestación del juramento probatorio con los cojuramentados,
la constitución de rehenes en materia de fianza, la deuda no
amortizabíe, la facultad de pago en especie de las obligacio­
nes estipuladas en dinero efectivo son, en los siglos X IV y XV,
de uso corriente, cuando estas prácticas ya habían caído en de­
suso, en algunas regiones, desde hacía dos siglos e incluso más»
[12, págs. 3 -4]. Que el Bearne haya suscitado el interés de ju ­
ristas y de historiadores se debe a que los usos locales, a diferen­
cia de lo que ocurría en la mayor parte de las provincias me­
ridionales de Francia, se mantuvieron pese al contacto con el
derecho romano.
Durante mucho tiempo los estudios jurídicos o históricos
se basaron únicamente en los fueros locales, es decir los Fors de

* Redactados en colaboración con M .-C . Bourdieu.


Béam . Así, ya en el siglo X V III, los juristas bearneses de Maria
[1 y 2], Labourt [3] y M ourot [4 y 5] escribieron glosas y co­
mentarios de los Fors de Béam , en particular sobre las cuestio­
nes de dote y de usos sucesorios. Pero la única edición de los
Fors, absolutamente mediocre [6], recopila lecciones, a menudo
muy adulteradas, de textos de épocas diversas que deberían ser
objeto de una labor crítica previa, como observaba Rogé [7 y
8], antes de proceder a su análisis. A falta de una edición de
esas características, los autores modernos se han volcado, prin­
cipalmente, en el estudio del Fuero reformado de 1551, de los
documentos de jurisprudencia que abundan a partir del siglo
XV I y, con más ahínco todavía, de los comentarios que los juris­
consultos de los siglos XV II y X V III han proporcionado de todos
esos textos. Pese a basarse en el Fuero reformado y en la juris­
prudencia de los últimos siglos de la monarquía, el estudio de
Laborde sobre la dote en el Bearne [9] y el de D upont [10] so­
bre el régimen sucesorio bearnés presentan un gran interés.
La voluminosa tesis de A. Fougéres [11] se limita, en lo que al
Bearne se refiere, a préstamos de las obras anteriores.
Los historiadores del derecho han llegado a la conclusión
de que los textos consuetudinarios deberían ser utilizados con
prudencia porque presentan un derecho relativamente teórico,
que contiene unas reglas obsoletas y omite disposiciones vigen­
tes. Las actas notariales les han merecido la consideración de
fuente capaz de proporcionar informaciones sobre la práctica
real. El modelo de este tipo de investigación lo aporta P. Luc
[12]. Partiendo de los registros de los notarios, estudia primero
las condiciones de vida de las poblaciones rurales y el régimen
de las tierras, la estructura de la familia bearnesa y las reglas que
rigen la conservación y la transmisión de su patrimonio; y, en
una segunda parte, los procesos técnicos y jurídicos de la explo­
tación del suelo, en el ámbito de la familia y en el ámbito de la
comunidad, y diversos problemas de economía rural tales como
el crédito y la actividad de intercambio.
La comparación entre las informaciones que se han podido
obtener mediante la mera investigación etnográfica sobre el pa­
sado de la sociedad bearnesa y los datos que los historiadores y
juristas han podido extraer de los documentos (consuetudina­
rios y actas notariales) podrá servir de base para una reflexión
metodológica sobre las relaciones entre la etnología, la historia
y, más precisamente, la historia del derecho.
Asimismo, en las montañas del Bearne y de la Bigorra es
donde eí adversario más famoso del Código de Napoleón, Fré-
déric Le Play, situó el modelo de la familia troncal, ideal, en su
opinión, de la institución familiar que él oponía al tipo inesta­
ble surgido de la aplicación del Código civil [13]. Tras haber
definido tres tipos de familia, a saber, la familia patriarcal, la fa­
milia inestable, característica de la sociedad moderna, y la fami­
lia troncal, Frédéric Le Play trata de describir esta última (pág. 29
y siguientes) y de poner de manifiesto las ventajas que propor­
ciona a cada uno de sus miembros: «Al heredero, en compensa­
ción de pesadas obligaciones [este régimen sucesorio], le confie­
re la consideración que se otorga al hogar y al taller de los
antepasados; a los miembros que se casan fuera de la familia, les
garantiza el apoyo de la casa troncal con las gracias de la inde­
pendencia; a los que prefieren permanecer en el hogar paterno,
les concede la tranquilidad del celibato con las alegrías de la fa­
milia; a todos les salvaguarda, hasta la vejez más extrema, la di­
cha de recuperar en el hogar paterno los recuerdos de la prime­
ra infancia» (págs. 36-37). «Al instituir en cada generación un
heredero, la familia troncal agrícola no sacrifica el interés de los
segundones al del primogénito. Al contrario, condena a éste a
renunciar durante toda su vida, a favor de sus hermanos, y lue­
go de sus hijos, al fruto de su trabajo. La familia obtiene el sa­
crificio del interés material a través de una compensación de
orden moral: la de la consideración vinculada a la posesión del
hogar paterno» (pág. 114). E n una segunda parte, Le Play pre­
senta una monografía de la familia Melouga, prototipo de la fa­
milia troncal del Lavedán en 1856; un epílogo de E. Cheysson
describe la desaparición de esa familia, por el influjo de la ley y
de las costumbres: «La familia Melouga se mantuvo, hasta estos
últimos tiempos, como una muestra tardía de una poderosa y
fecunda organización social; pero a su vez tuvo que padecer la
influencia de la ley y de las costumbres, que hasta entonces no
le habían afectado gracias a una excepcional conjunción de cir­
cunstancias favorables. El Código va obrando; la equiparación
progresa: la familia troncal agoniza, la familia troncal ha muer­
to» (pág. 298).
A los teóricos de la escuela de Le Play cabe objetar, además
de los datos de la investigación etnográfica, los trabajos de
Saínt-Macary [14], quien, basándose en actas notariales de los
siglos X V III y X IX , ha mostrado la pervivencia de los usos suce­
sorios y de las reglas matrimoniales a pesar del Código civil.
Los diferentes autores atribuyen a causas muy diversas la
permanencia de la institución familiar y de los usos sucesorios
que le son inseparables. Para J. Bonnecaze, por ejemplo, «el
mantenimiento de la concepción orgánica de la familia en las
poblaciones rurales del Bearne tiene un único origen, a saber: la
propia alma bearnesa de la que es el reflejo». [15] Esta «alma» se
caracterizaría por un profundo misticismo que se expresa en el
culto a la casa y en el espíritu de sacrificio a los valores del gru­
po, unido a un concepto muy realista de las ventajas económi­
cas y sociales vinculadas a la organización de la familia troncal.
Otros han basado la explicación de la persistencia de los
modos de vida y de los usos en la incidencia de los factores geo­
gráficos e históricos. El Bearne fue el único Estado feudal que se
liberó totalmente de la autoridad del rey de Francia, y el vizcon­
de de Bearne el único que se arrogó totalmente sus derechos.
Ahí radica la explicación de que, de todas las antiguas provin­
cias, el Bearne fuera la que más vivió al margen del reino de
Francia; el talante independiente y el rechazo a integrarse en la
comunidad se mantendrán hasta la Revolución. Al cabo de un
siglo de la unión a Francia, los intendentes, empeñados en im­
poner las leyes y los usos de la monarquía centralizadora, se­
guían topándose con la desconfianza y la hostilidad de los órga­
nos representativos de la comunidad bearnesa, el Parlamento de
Pau y los Estados de Bearne. La pervivencia de esa resistencia
nacional presuponía una poderosa cohesión interna. Y, en efec­
to, los dos grupos que conformaban la población bearnesa, los
pastores de los valles de la monraña y los campesinos de la lla­
nura, presentaban organizaciones sociales distintas, pero carac­
terizadas ambas por un importante grado de integración.
Todo induce a pensar, pues, que es en una historia original
donde hay que buscar la razón de la permanencia de modelos
culturales profundamente originales. La historia del Bearne
nunca se ha estudiado desde esa perspectiva, por lo que nos ha
parecido necesario buscar en las investigaciones ya publicadas
los elementos de un estudio de esas características, a falta de
poder presentar, a la vista de las carencias de la documentación,
una verdadera síntesis.
En lo referido a la Edad Media, los autores se han dedicado
principalmente al estudio de la vida rural y de la organización
social de las poblaciones pirenaicas. Hay abundante documen­
tación en la primera parte de los estudios de Théodore Lefebvre
[17] y Henry Cavaillés [18], así como buenas bibliografías. La
historia de las poblaciones rurales de las llanuras es mucho me­
nos conocida. Sin embargo, la obra de Pierre Luc, anterior­
mente citado [ 12], presenta un cuadro detallado de la vida ru­
ral, de las técnicas agrícolas y de la condición de las poblaciones
rurales en los siglos XIV y XV. Aunque la obra habría mejorado
si se hubiera planteado en un contexto histórico y hubiera recu­
rrido al método comparativo. Así, por m ucho que la notable
estabilidad del ámbito rural bearnés parezca ligada a los usos
sucesorios y matrimoniales, sólo se puede dar razón de la per­
manencia de esos usos recurriendo al estudio del señorío y de ía
comunidad de besis (lou besiat o besiau). Aunque, como pensa­
ba M arc Bloch, «esos dos tipo de vínculos no sean antinómi­
cos, sino más bien todo lo contrario, se refuercen mutuamen­
te», ¿no habría que buscar en la investigación del señorío rural
caracterizado por sus modestas dimensiones y por una organi­
zación simplificada (pues el entramado de derechos feudales
parece haber estado aquí menos enmarañado que en otros luga­
res) una de las razones de la cohesión interna de las pequeñas
comunidades campesinas?
Pese a estar principalmente dedicada a la historia política e
institucional, la obra de P. Tucoo-Chalaa [19] aporta una con­
tribución capital a la historia de la sociedad bearnesa de entonces
y muy particularmente a la historia de las clases rurales integrada
en la historia general del vizcondado. Sin pretender presentar un
estudio exhaustivo del señorío rural, P. Tucoo-Chalaa destaca su
originalidad; pone de manifiesto que la oposición de tipos de
vida y de intereses que separa a los habitantes de las montañas y
de las llanuras domina toda la historia del Bearne y explica, des­
de muchos aspectos, la evolución de la sociedad bearnesa hasta la
Revolución francesa. La necesidad de proteger el ámbito de los
bienes raíces de la segregación se debe en gran parte al hecho de
que las poblaciones montañeras impusieron a los campesinos de
las llanuras severas servidumbres sobre las tierras incultas que
podrían haber permitido la extensión del patrimonio a través de
la roturación.
Sobre determinados aspectos particulares de la historia de
las clases rurales, se pueden consultar las obras de J.-B . Laborde
[20 y 2 1 ], autor de un manual de historia del Bearne bien do­
cumentado y ampliado con los resultados de diversas investiga­
ciones personales [16]. Entre el campesinado de la llanura figu­
raba todavía una importante proporción de siervos en la Edad
Media, como evidencian las obras de Paul Raymond [22 y 23].
Sólo dentro del marco del movimiento de las bastides (plazas
fuertes), que no cobró amplitud hasta época tardía, a principios
del siglo X IV , les llegó la liberación.
La historia de las instituciones de la Edad Media constituye
una fuente de valiosas informaciones sobre el nacimiento de la
nación bearnesa. Permite seguir, a través de la extensión de los
fueros y de los privilegios y a través del progreso de las libertades
municipales, la formación de ese pequeño Estado independien­
te, dotado de una legislación notable que garantizaba a los bear-
neses la posibilidad de una amplia participación en los asuntos
públicos. Instituciones como los Estados de Bearne, o, a escala
municipal, las asambleas de besis y sus ju ra ts surgen a la vez
com o una fuerza de integración de la sociedad, aunque sólo fue­
ra por su papel en el mantenimiento de la lengua bearnesa y de
los usos locales, y como la expresión de una sociedad fuerte­
mente integrada. Los datos de base sobre la historia de las insti­
tuciones están recopilados por P. Tucoo-Chalaa en el capítulo
X III de la H istoire des insútutions au M oyen Age con el título
«Les institutions de la vícomté de Béarn (X-XV® siécles)» [25].
Más antigua, discutida en algunos puntos por P. Tucoo-
Chalaa, la obra de Léon Cadier [26] sigue, no obstante, siendo la
obra de referencia para todo el período de establecimiento de las
instituciones. Saca a la luz el doble origen feudal y «democráti­
co» de los Estados. Aunque procedan, en efecto, de la antigua
corte feudal, que era a su vez una institución particularmente
poderosa e influyente gracias a la independencia de los vasallos
nobles respecto al señor feudal, el dilatado proceso de transfor­
mación de esa corte en una asamblea representativa de los tres
estados de la provincia sólo puede comprenderse en relación con
el desarrollo de las libertades municipales y burguesas; pero ¿aca­
so no habían hallado éstas un suelo fértil en el espíritu de inde­
pendencia que animaba a las comunidades debido a los privile­
gios y a las libertades diversas de las que los vizcondes de Bearne
las habían dotado a partir de los siglos X II y XIII?
El vigor de las antiguas instituciones feudales, el liberalis­
mo del señor feudal y la importancia de los derechos y las liber­
tades adquiridos por las comunidades y los pueblos contribuye­
ron al establecimiento de esa institución liberal que otorgaba
—ya desde las postrimerías de la Edad Media— un lugar igual a
los nobles y los plebeyos, que iba a asumir un papel tan pre­
ponderante en el gobierno y la administración del país y que
iba a ejercer una influencia tan importante sobre la legislación
y a estimular la resistencia a la asimilación al reino de Francia.
«Pocas son las provincias de la antigua Francia», concluye L.
Cadier, «que tuvieran unas instituciones tan liberales como el
pequeño estado independiente del Bearne.»
No existe ningún estudio de conjunto sobre la evolución de
la sociedad y de la economía rural bearnesas en los últimos siglos
del Antiguo Régimen y durante la Revolución. Las investigacio­
nes más recientes y más sintéticas sobre dicho período son las de
Maurice Bordes [27, 2 8 y 29]. Al parecer, fue durante ese perío­
do cuando m ejor se manifestó la estabilidad de la sociedad bear-
nesa. En efecto, mientras que en otras regiones la economía y la
sociedad rurales experimentaron un vuelco con los inicios de la
revolución agrícola, en el Bearne las transformaciones técnicas y
económicas parecen haber contribuido a robustecer la cohesión
interna de la sociedad y a reforzar las bases económicas.
El hecho que domina la historia rural del siglo XV III es la
expansión demográfica. Tras largos siglos de estabilidad demo­
gráfica (sólo había padecido una hemorragia de población a re­
sultas de la Guerra de los Cien Años), el Bearne experimentó
también un crecimiento de la población en la segunda mitad del
siglo X V III, pero, si nos referimos a las cifras aducidas por J.-B .
Lafond, en una proporción menor que otras regiones [31]. El
problema estriba en averiguar si ese crecimiento fue lo suficien­
temente importante para acarrear, como en otras provincias, la
formación de una clase de braceros. Todo induce, más bien, a
pensar lo contrario, puesto que se sabe que se tradujo en un m o­
vimiento de emigración hacia el extranjero, hacia España en
particular, y que resulta, por otra parte, que esa sociedad, dada
su estructura, podía integrar este leve excedente: incluso cuando
la finca familiar ya no podía alimentar a toda la familia, los hijos
que se marchaban para ganarse el sustento como empleados
conservaban vínculos estrechos con la casa y la hacienda fami­
liar. D e este modo los segundones que conformaban la gente
humilde de criados y braceros, seguían unidos a la organización
social tradicional. La lentitud del crecimiento de población con­
tribuye a explicar también el escaso desarrollo de las ciudades y,
a la vez, de la industria y del comercio, como evidencia el abate
Roubaud en su cuadro de la economía bearnesa en 1774 [32].
Debido a que siempre se mantuvo poco numerosa, la clase bur­
guesa nunca se apoderó de una parte significativa del patrimo­
nio campesino, sino todo lo contrario, pues, tras haber inverti­
do durante mucho tiempo sus ingresos en la adquisición de
ganado, se dedicó, sobre todo, a la adquisición de las tierras de
los nobles, por razones de prestigio. Se comprende que, en esas
condiciones, los diversos modos de aprovechamiento indirecto,
el arrendamiento rústico en particular, nunca hayan alcanzado
una relevancia especial.
Dueño de sus tierras, eí campesino puede cercarlas relativa­
mente pronto, gracias a la estructura del territorio. «En el Bear­
ne [...] cada municipio, o casi, poseía, junto a su “llano”, de
tierra arable en su totalidad, sus “laderas” cubiertas de helechos,
de aulagas enanas, de gramíneas, donde cada año los campesi­
nos desbrozaban la superficie de unos campos condenados a
una pronta desaparición» [33]. Esos carrascales constituían
grandes pastos naturales cuya existencia posibilitó la supresión
de la dula y con ello de los barbechos en las tierras labradas.
Además, los usos sucesorios y matrimoniales habían preservado
los bienes raíces de la segregación parcelaria que pudo, en otros
lugares, obstaculizar el movimiento de los cercados [30].
La comparación entre los cuadros de la economía bearnesa
presentados por el intendente Lebret en 1703 [34] y por el pre­
fecto Serviez [35] a finales de siglo evidencia la importancia de
la transformación de las técnicas y de los cultivos resultantes de
este movimiento. Paralelamente, se acometen trabajos de rotu­
ración de tierras sin cultivar, favorecidos por los edictos de Clos,
y a veces incluso de los ejidos, obras que estimulaban los inten­
dentes y las autoridades locales (d’Étigny, en particular). M arc
Bloch ha mostrado con qué egoísmo los señores bearneses lu­
charon contra las servidumbres colectivas; pero ningún estudio
indica cuál fue la actitud de los municipios en ese asunto [36 y
37]. La supresión de los barbechos, la introducción de las plan­
tas forrajeras, y, sobre todo, del maíz, mencionado ya en 1644
por L. Godefroy, contribuyeron a mejorar considerablemente el
nivel de vida, y ello de modo tanto más notable cuanto que el
crecimiento demográfico había sido relativamente escaso [17].
Se comprende así que Arthur Young pudiera, en 1787, encon­
trarse en Bearne con el espectáculo de una prosperidad única en
el reino de Francia. «He tomado por ei camino de M oneng
[Monein, a diez kilómetros de Lesquire] y he visto un espec-
ráculo que, en Francia, era tan nuevo para m í que a duras pe­
nas creía lo que veían mis ojos. U na sucesión de gran número
de casas de campesinos bien construidas, limpias y confortables,
todas de piedra, con cubiertas de tejas, con su huertecito cada
una, cercado por setos de espinos bien recortados, con muchos
melocotoneros y otros árboles frutales, preciosos robles disper­
sos entre los setos y árboles jóvenes cuidados con el delicioso es­
mero especial que sólo cabe esperar de quien es su propietario.
D e cada casa depende una explotación, perfectamente cercada,
con bordes de césped, bien cortados y cuidados, alrededor de
los campos de trigo, con barreras que permiten pasar de un cer­
cado a otro. Los hombres van bien vestidos y llevan boinas ro­
jas. Toda la comarca está enteramente en manos de pequeños
propietarios, pero evitando que las granjas resulten demasiado
pequeñas de modo que sus moradores estén abocados a una
mala vida de estrecheces. T odo desprende un aire de aseo, ani­
mación y bienestar. Es manifiesto en sus casas y en sus establos,
de reciente construcción, en sus pequeños huertos, en sus setos,
en los patíos que se extienden delante de sus puertas, incluso en
sus gallineros y en los tejados que cubren sus pocilgas. U n cam­
pesino no puede pensar en el bienestar de sus cerdos si su pro­
pia felicidad depende de un contrato de alquiler de nueve años.
Nos encontramos, efectivamente, en el Bearne, a pocas millas
de la cuna de Enrique IV. ¿Deben los campesinos todos esos be­
neficios a ese buen príncipe? El espíritu bondadoso de ese buen
monarca aún parece reinar sobre el país; cada campesino tiene
una gallina para su caldo» [38, tom o II, págs. 146 y 147].
Así pues, la mejora de las condiciones de vida parece haber
fortalecido las bases económicas de la sociedad campesina y ha­
ber contribuido a la pervivencia de una clase de propietarios mo­
destos en la que existe, sin duda, una jerarquía, pero no los en­
frentamientos brutales que se observan en otras regiones. Que la
sociedad bearnesa haya sido capaz de salvaguardar su originali­
dad tal vez se deba a que ha permanecido ajena a los grandes mo­
vimientos contemporáneos, debidos al desarrollo de las ciudades,
y, más generalmente, a su situación marginal. Pero, por encima
de todo, esa sociedad siempre ha manifestado una conciencia cla­
ra de sus valores y un firme propósito de defender los fundamen­
tos de su orden económico y social. No abundan, en efecto, las
sociedades donde esa voluntad se haya expresado de un modo tan
consciente y tan institucionalizado. El municipio era un besiau,
es decir, «un conjunto de vecinos que poseían el derecho de ve­
cindad». Cada besi tenía derecho de pasto, de montanera, de tala,
de recogida de leña y de aprovechamiento de los helechos en los
bienes comunales. Tenía el privilegio de participar en las asam­
bleas del municipio y de ser sólo él elegible para las funciones de
responsabilidad. El derecho de vecindad, derecho personal en las
ciudades, era en el campo un derecho real vinculado a la posesión
por herencia de una casa y con ello de una extensión de tierras; el
municipio, preocupado por mantener un número constante de
besis y de fincas, regulaba muy estrictamente el acceso al título
de besi. U n recién llegado (el poublan) sólo podía adquirir el dere­
cho de vecindad con el consentimiento de la asamblea munici­
pal, tras prestar juramento y abonar una cantidad de dinero [39
y 31]. Esas asambleas, sin duda, constituían un fiel reflejo de
la jerarquía social; los magistrados municipales, que solían perte­
necer a las «familias relevantes» campesinas, tenían obligaciones
y cargos adecuados a sus derechos y a la consideración que el
municipio les otorgaba. Manifestaciones todas ellas de una gran
integración social. Se comprende, pues, que una sociedad tan po­
derosamente organizada para la defensa de sus propios funda­
mentos haya podido conservar prácticamente intacto su acervo
de reglas de usos y costumbres pese a los cambios profundos in­
troducidos por la Revolución y por el Código civil [ 14].

I. OBRAS CONSAGRADAS A LOS USOS Y C O STU M BRES


BEARNESES

[1] D e Maria, M émoires sur les dots de Béam, y su apéndice:


«Mémoires sur les coutumes et observances non écrítes de Béarn»
(obra manuscrita, Archives départementales des Basses-Pyrénées).
[2] D e María, M émoires et Eclaircissem.ents sur le fo r et can­
turrie de Béam (obra manuscrita, Archives departamentales des
Basses-Pyrénées).

[3] Labourt, Les fors et Coutumes de Béarn (obra manuscri­


ta, Bibliothéque municipale de Pau).

[4] M ourot (J.-K ), Traité des dots suivani les principes du


droit romain, conferé aves les coutumes de Béam , de Navarre, de
Soule et la jurisprudence de Parlem ent (citado por L. Laborde,
L a D o t dans lesfors et coutumes de Béam , pág. 15).

[5] M ourot (J.-F .), Traité des biens paraphem aux, des aug-
m ents et des institutions contractuelles, avec celui de Tavitinage
(citado por L. Laborde, ibid .).

[6] Mazure (A.) y Hatoulet 0 .) . Fors de Béam , législation


inédite du X T au X ÍIT siécle, con traducción en la página opues­
ta, notas e introducción, Pau, Vignancour, París, Bellin-M an-
dar, Joubert, s. £ (1 8 4 1 -1 8 4 3 ).

[7] Rogé (P.), Les AnciensFors de Béam, Toiosa, París, 1908.

[8] Brissaud 0 .) y Rogé (P.), «Textes addirionneis aux anciens


Fors de Béam», Toiosa, 1905 (Bulletin de l ’université de Touhuse,
mémoires originaux des facultés de droit et de lettres, serie B, n.° III).

[9] Laborde (L.), L a D ot dans les fors et coutumes du Béam ,


Burdeos, 1909.

[10] D upont (G .), «Du régime successoral dans les coutu­


mes du Béarn», tesis, París, 1914.

[11] Fougéres (A.), «Les droits de famille et Ies successions


au Pays basque et en Béarn, d’aprés les anciens textes», tesis,
París, 1938.
[12] Luc (P.), «Vie rurale et pratique juridique en Béarn
au X IV e et X V Csiécles», tesis de derecho, Tolosa, 1943.

[13] Le Play (F.), L ’Organisation de la fa m ille selon le vrai


modele signalépar l ’h istoire de toutes les races et de tous les temps,
con un epílogo y tres apéndices por los señores E . Cheysson, F.
Le Play y C. Cannet, 3 .a ed. completada con documentos nuc-
vos por A. Fociilon, A. Le Play y Delaire, París, 1884.

[14] Saint Macary 0 ,) , «Les régimes matrimoniaux en Bé­


arn avant et aprés le Code civil», tesis, Burdeos, 1942; «La dé-
sertion de la terre en Béarn et dans le Pays basque», tesis, Bur­
deos, 1942.

[15] Bonnecaze 0 .) , La Philosophie du Code Napoléon ap~


p liq u é au droit de la fam ille. Ses destinées dans le droit civil con-
temporain, 2 .a ed., París, 1928.

I I . ESTU D IO S D E H ISTORIA DEL BEARNE Y D E LA REG IÓ N


PIRENAICA

[16] Laborde (J.-B .), Précis d ’histoire du Béarn , Pau, 1941,


3 43 págs.

[17] Lefebvre (T h .), Les M odes de vie dans les Pyrénées


atlantiques orientales, A. Colín, 1933, en 8 .°, 7 7 8 págs, 158
ilustraciones.

[18] Cavaillés (H .), La Vie pastorale et agricole dans les


Pyrénées des Gaves, de l ’A dour et des Nesles, París, A. Colín,
1931, en 8 .°, 4 1 4 págs., X III grabados.

[19] Tucoo-Chalaa (P.), Gastón Phébus et Ut Vicomté de


Béarn (1343-1391).
[20] Laborde (J.-B.) y Lorber (í\), «Affranchissement des
bestiaux, fondarion des bastides en Béarn aux X IIF , XIV e sié-
cles», en Revue d ’h istoire et d'archéologie du Béarn et du Pays bas­
que, 1927.

[21] Laborde (J.-B .), «La fondarion de la bastide de Bruges


en Béarn», en Revue d ’histoire et d ’archéologie du Béam et du
Pays basque, 1923*1924, y separata, Pau, 1924,

[22] Raymond (P.), «Enquéte sur Íes serfs en Béarn sous


Gastón Phébus», en B ulletin de la Société des Sciencesdes lettres
et des arts de Pau, 2 .a serie, t. V II, 1 8 7 7 -1 8 7 8 ; separata, Pau,
1878.

[23] Raymond (P.), Le Béarn sous Gastón Phébus, dénorn-


brem ent des maisons de la vicom té de Béam , extracto del tomo
V I del inventario sumario de los Archives des Basses-Pyrénées,
Pau, 1873, en 4.°

[24] Fay (D r. H .), H istoire de la lepre en France, tomo I:


Lépreux et cagots du Sud-O uest, París, 1909.

[25] Tucoo-Chalaa (P.), «Les institutions de la vicomté de


Béarn (X e-X V e siécles)», en H istoire des institutions au M oyen Age,
publicada bajo la dirección de Lot (F.) y Fawtier (R.), t. I: Les Ins~
titutions seigneuriales, cap. X III, París, PU F, 1957, en 8.° X II.

[26] Cadier (L.), Les États de Béam depuis leur origine ju s-


q u ’a u com m encem entduXIV* siecle, París, Cadier, 1888.

[27] Bordes (M .), Contribution a l ’étude de Tenseignement


et de la vie intellectuelle dans les pays de Vintendance d.A.uch au
XVIIF siécle, Auch, Impr. Cochevaux, 1958, en 8 .°, 83 págs.

[28] Bordes (M .), D ’É úgny et lA dm inistration de l ’inten-


’ uch (1751-1767), Auch, Cochevaux, 1957, 1034
dance d A
págs., 2 vols., VTI grabs., despl. en carpeta, tesis de letras, París,
1955.

[29] Bordes (M .), «Recueil de lettres de I’intendant d’É-


tigny», en 4.°, 691 págs., tesis complementaria de letras, París,
1956.

[30] Habakkuk (H. J.), «Family structure and economic


change in nineteenth century Europe», en The Journal o f Eco­
nom ic History, Londres, X V , 1955 (contiene una importante
bibliografía).

[31] Lafond (J.-B .), «Essai sur le Béarn pendant Padminis-


tration de d’Étigny», en B ulleún de la Société des Sciences, des
lettres et des arts de Pau, tomo X X X V II, 1909, págs. 1-263.

[32] Roubaud (Abate), «L’agriculture, le commerce et Pin-


dustrie en Béarn en 1774» (extracto del Journal de l ’agriculture, du
commerce, des arts et desjinances), en Bulletin de la Société des Scien­
ces, des lettres et des arts de Pau, tomo X X X IX , 1911, págs. 207-226.

[33] Bloch (M .), Les Caracteres originaux de Phistoire rurale


Jran^aise, París, A. Colín, 2 .a ed., 1955, 2 vols.

[34] Bloch (M .), memoria publicada por Soulice en el B u­


lletin de la Société des Sciences, des lettres et des arts de Pau, 2.a se­
rie, tomo X X X III, 1905, págs. 55-1 5 0 .

[35] Serviez, Statistiques du départem ent des Basses-Pyrénées,


París, año X , 140 págs.

[36] Durand (H .), H istoire des biens com m unaux en Béarn


et dans le Pays basque, Pau, 1909.

[37] D e Boilisle, Correspondance des contróleurs généraux des


finances avec les intendants desprovinces, París, 3 vols. (s. f.).
[38] Young (A.), Voyages en France en 1787, 1788 et 1789,
traducido y editado por Herir i Sée, París, A, Colin, 1931, 3
vols.

[39] T ucat (J.), Espoey, village béamaís, sa vie passée et pré­


sente, Pau, 1947.
E v o lu ció n de la p o b la ció n en tre 1 8 3 6 y 1 9 5 4

Año Pueblo Caseríos % Pueblo/ Total D ism i­


Caseríos nución (% )
1836 499 2 .3 3 0 21 2 .8 2 9
1866 2 .5 4 1 1 0 ,1
1881 471 1 .9 9 7 24 2 .4 6 8 2 ,8
1891 407 1 .6 6 6 24 2 .0 7 3 16
1896 374 1 .6 6 5 23 2 .0 3 9 1 ,7
1901 322 1 .0 5 6 19 1 .9 7 8 2 ,9
1906 328 1 .6 2 4 20 1 .9 5 2 ' 1 ,6
1911 293 1.601 18 1 .8 9 4 2 ,9
1921 259 1 .4 0 8 18 1 .6 6 7 1 1 ,4
1931 262 1.371 19 1 .6 3 3 2
1936 258 1 .3 6 3 19 1 .6 2 1 0 ,7
1946 303 1 .2 7 7 19 1 .5 8 0 2 ,5
1954 258 1 .0 9 3 18 1 .3 5 1 1 4 ,4

Entre 1836 y 1954 la población del municipio se redujo a


la mitad. El éxodo rural está en relación directa con la crisis de
la agricultura. Así, la reducción de la población global llega al
16 % entre 1881 y 1891. Ahora bien, sabemos que hubo, entre
1881 y 1891, varios años sucesivos de malas cosechas, lo que
acarreó un importante movimiento de éxodo rural: «Sembraba-
mos trigo y no recuperábamos ni la simiente. Había heladas,
lluvias, malas herramientas, arados sin juego delantero (aret) y
no teníamos abonos. Muchos se vieron obligados a pedir pres­
tado. Los campesinos estaban en manos de los acreedores, “los
devoradores de pobres” (lous m injurs de pratibes) que obligaron
a más de uno a vender. Bo. tenía una deuda de 500 francos
pendiente de cobro. Se enfada con su deudor, así que le manda
un requerimiento para que le pague. Luego una orden de em­
bargo. La d-atme ya tenía una deuda de 1.800 francos contraída
con otro acreedor. Resumiendo, a Bo. ni le pagaron. En 1892,
un año pésimo, La. [importante hacendado del pueblo] coge a
algunos empleados, sin comida: los hombres, 1 franco diario,
las mujeres, 12 perras chicas [60 céntimos]. Había que trabajar
en cadena para ir subiendo la tierra de los viñedos en cestos.
Los hombres cargaban los cestos y las mujeres los pasaban de
mano en mano. Tuvo treinta obreros. N o reclutó a más. Tenía
demasiada gente» 0 .-P . A.). Entre 1881 y 1896 la disminución
de población experimenta una importante reducción (1,7 % ).
1893 todavía fue un año pésimo. Durante mucho tiempo se
habló de la «sequía de 1893» (la séquere de 93). «1894 y 1895
fueron años estupendos, el trigo estaba magnífico, con la llega­
da de los abonos. Llovió el primero de mayo. Mientras duró la
cosecha del maíz no llovió. El maíz estaba precioso.» Hasta
1914 el índice de disminución permanece prácticamente cons­
tante. «Alrededor de 1905 hubo años muy buenos. Las huelgas
de los vendimiadores del M idi significaron un verdadero vuel­
co, un nuevo éxodo. Desde entonces, todo va mejor. El vino
no ha dejado de subir. El vino del M idi de segunda cosecha,
que parecía agua, llegaba a Oiorón a 5 céntimos el litro. Los
campesinos hacen huelga contra los traficantes. Aquí no se po­
día vender el vino. Antes de 1905 un buen tonel de vino se
vendía a 25 o 30 francos el litro. A partir de 1905, a 100 fran­
cos el litro. El vino del M idi se pagaba a 20 céntimos el litro y
el vino de aquí había subido. La gente vivía bien» (J.-P. A.) La
guerra de 191 4 -1 9 1 8 significa una nueva caída brutal de la po­
blación (1 1 ,4 % ). En el conjunto del municipio se producen
94 muertes en la guerra. Entre 1926 y 1946 el éxodo rural ex-
perimenta otro período de reducción. Durante esos años, salvo
1932, las cosechas son buenas. Después de 1945 el movimiento
de éxodo rural se reanuda, y es comparable en importancia al
de los años 1881-1891 (14,4 % ), pero imputable a causas muy
diferentes. Antiguamente el campesino abandonaba el campo
huyendo de la miseria, ahora lo hace atraído por la ciudad. El
factor esencial de la sangría demográfica es el éxodo hacia la
ciudad, aunque la caída de la natalidad también influye (véanse
los cuadros sobre ei tamaño de las familias). El Bearne siempre
ha sido un país de emigración para ios segundones desde tiem­
pos inmemoriales. Antes, sin embargo, se iban por la falta de
tierras; ahora, en cambio, lo que falta son brazos. «Ya casi no
quedan aparceros, ni empleados, ni obreros agrícolas. Los hijos
e hijas de truque-tarrots ans cams donr, autes (los que rompen te­
rrones en los campos de otros) han emigrado en busca de una
vida más fácil o, por lo menos, de un sueldo más seguro» (P,
L.-M .). E l fenómeno más reciente es el éxodo de las mucha­
chas, que ya no quieren trabajar en oficios de campesinas.
La disminución que se constata en Lesquire es un fenóme­
no general en el conjunto de los cantones rurales del Bearne.
Entre 1946 y 1954 el departamento de Basses-Pyrénées ha au­
mentado su población en 4 .2 0 0 habitantes mientras que las
ciudades han crecido el doble, lo que permite calibrar la merma
de población global del campo. Los cantones que no se solapan
con una zona urbana o que no poseen un centro industrial acti­
vo han perdido habitantes. El municipio de Lesquire es uno de
los más afectados por la emigración, puesto que la disminución
es del 14 % , contra el 11 % en Accous, el 10 % en Araraits, el
9 % en Lembeye.
A P É N D IC E III
Diálogo entre un habitante del pueblo y un soltero

Aparece en la plaza de la iglesia poco después de mediodía.


V a empujando una bicicleta manchada de barro y descolorida,
con las alforjas llenas de comestibles (ultramarinos, etcétera), y
una voluminosa choyne [hogaza de pan de dos kilos] atravesada en
el manillar. Pesadote de aspecto, viste un viejo terno raído, de uso
prolongado en muchos domingos y días de mercado, una boina
deformada por las inclemencias meteorológicas, unos pantalones
de rayas deshilacliados en los bajos, que dejan al descubierto unos
calcetines descoloridos enfundados en unos chanclos de goma.
«—¿Hoy no va a almorzar temprano?
—Desde luego que no... Pero desayuné bien antes de sa­
lir... Solemos comer un buen bocado por la mañana, a eso de
las nueve.
—¿Usted es el que se encarga de hacer la compra?
—Pues sí..., mamá tiene ochenta años. M e ha dicho: “T ú
puedes montar en bici y de un salto ir a por el pan y pasar por
la tienda de comestibles.”1
—¿No hay ningún tendero ambulante que pase por donde
viven?
—Vivimos demasiado lejos, el panadero, que también lleva
comestibles, llega hasta la granja de Pé.; por poco, pero hasta
donde nosotros no llega. Ya me fastidiaba tenerme que mudar

1. Tu quépots courre en bicyclete, ben mé coueille b u pa é las épiceries.


de ropa y venir hasta aquí... Hay como unos seis kilómetros de
casa a la carrere.1
—¿No tiene algún vecino que venga al pueblo?
—Imagínese..., vivo solo con mi madre. M i vecino Ja. viene
a trabajar a mi casa. Ha abandonado su pequeña propiedad que
heredó en régimen de indiviso con Ja... ¿Qué quiere usted que
haga solo en esa casa desde que murió su tío? Con cuarenta
años, cómo va a encontrar o a tomar mujer. El otro vecino,
Rémi, vive solo con su madre de ochenta años. Su casa se está
cayendo a trozos y dentro de poco no tendrá ni una habitación
habitable.
—¡Anda! ¡Qué barrio más desolado!
—¡Ni que lo diga! La granja D i. estaba ocupada hasta marte-
rou [Todos los Santos] por el hijo El.
—¿También él ha abandonado la tierra?
—Le gustaba mucho: el lugar es alegre (gauyous), aunque
muy pendiente. Se había organizado. Su hermana del molino
venía a ocuparse de la colada.2 Ja. iba a vigilar el establo cuando
él venía al pueblo a comprar o a la partida de cartas los sábados
por la tarde. N o podía aguantar indefinidamente ahí a solas y
encontrar una mujer se había vuelto una necesidad...
—M e pregunto cómo un hombre solo podía aguantar en un
rincón remoto y tan aislado.
—Tenía una voluntad de hierro, y era muy mañoso y traba­
jador; ¡lloraba cuando el alguacil le trajo el desahucio!
—¿Le daba miedo el cambio?
—Le dolía separarse de sus animales. Las tierras estaban
bien preparadas y prometían buenas cosechas. T en ía la sensa­
ción que las razones que le daban para echarle (lou counyet) no
eran «válidas».
—¿No recurrió al consejo paritario?

1 . Mes que se l ’abem m anquat per prim... Oh que m ’enbestiabe d ’em


chanya et de ha lou cami... q u y a.pres de <5kilométres de nouste h la carrere.
1. L ’endret que y guyous bien qué here en pénen. Que s ’ere organisat. —La
so déu M ouli queou biene ha la bougade.
—¡Es orgulloso y tozudo com o los vascos! Lo vendió todo y
se marchó a trabajar a Pau, com o empleado en una empresa .1
—¿En el barrio ya no queda nadie?2
—Desde que la familia de Ju ., el primer vecino, se marchó,
ya no tenemos a nadie que pueda hacernos la compra.3
—Claro, los Ju ., una familia numerosa que hacía bulto en
ese rincón remoto.
—Y santamente que han hecho marchándose. Los jóvenes,
cuatro hermanos y una hermana, tenían bicicletas y motocicle­
tas, incluso un coche viejo, al final. ¡Cómo quería usted que fue­
ran ai pueblo! Tenem os ochocientos metros de pésimo camino,
casi impracticable. U n camiasse (mal camino) destrozado por las
aguas. Les ha costado pagar las máquinas y todo lo demás... Les
han hecho un buen favor obligándolos a vender su pequeña ex­
plotación por un bocado de pan. Además ahora todos esos jóve­
nes ganan buenos sueldos y se han casado en Pau, en Toiosa.
—El camino ése, ¿no se podría ponerlo en condiciones?
—Pensé hacerlo yo cuando volví del campo de concentra­
ción alemán. U n kilómetro de camino no es moco de pavo, y
sólo tengo a Ja., a P. y a M o. para echarme una mano... Si fue­
ra más joven... pero la guerra nos ha hecho perder mucho tiem­
po... Y además estoy solo. ¿Tanto trabajo, para quién?4
—Tendría que haber encontrado una compañera...
—Sí, tiene usted razón.5 Pero esta guerra, y el cautiverio en
el campo de concentración... ¡Sí, así tendría que haber sido! M i
padre trabajaba más a gusto.6 U n hombre solo... solo, está per­
dido en la tierra. Hacer la comida, ocuparse de la colada, sacar
el ganado a pastar y vigilarlo. Encender la lumbre, ir al merca­

1 . Quey trop fier et cabourrut count u basqou! Qua d ’a benut tout et quey
partit ta Pau tribailha dern ue entreprese.
2. Dens lou quartie n ’y sourtpos arres mey?
3. Despuch qué la fam ille déou Ju, —lou purm é besi— e soun partits, n 'a-
bempos arres mey t ’as ha las coumissious.
4. Et puch que souy tout soul — Ta qui ha tout acó...
5 . Qu abet raisou.
6 . Lou m épay que tribailhabe dap mey de gous.
do, mantener la puerta abierta. ¡Hoy en día, de los campesinos,
las mujeres no quieren saber nada!1
—¿Y eso por qué? No iban a ser desdichadas con mozos se­
rios como usted...2
—La cosa viene de antiguo. ¡Ellas saben lo que son las cosas
en una granja! Oyen las quejas de sus padres. Hay que recono­
cer que no siempre se cosecha lo que se ha sembrado. Nunca
hay nada seguro. Hace falta mucha paciencia con los viejos que
siguen guardando la llave de los dineros. ¡Y el dinero es necesa­
rio para poder modernizarse! Tuve que comprar una máquina
segadora y trabajo donde sea, por mucha pendiente que haya,
pero hay que caminar bien derechito para salir adelante.3
—Pero ¿tienen ayudas?4
—Sí, la Caja de Crédito Agrícola, el Departamento de Obras
Rurales.5 Pero hay que hacer que rente, hay que reintegrar bas­
tante rápido el capital. T odo eso, las chicas lo oyen en casa. Se
discute y a menudo se acaba peleando: “El vecino se ha compra­
do el tractor.”6 Así que todas las chicas abandonan la casa y no
tardan en irse a la ciudad por un salario de 2 0 .0 0 0 francos, y
buena comida y buen alojamiento. Ya no se les llenan los chan­
clos de barro y pueden ir al cine.7
—¿Nunca ha salido con chicas?
—Había muchas chicas, antes, en mi barrio, ¡una hermosa
juventud! M i hermana se casó bastante joven con un buen pri­
mogénito del barrio de Rey. Le gustaba bailar y lo pasaba muy

1 . Guida e guarda lou bestia. Ha luts dens la maysou. H a lous -marquats,


tiene la porta uberte. Ouey ne bolín pos mey d'upaysa la bennes.
2. Mes perqué?... pourtan ne seren pos malerouses dap gargons serious
coum bous...
3. Lou semia ríey pas toustemt lou recoltat; arré dé fix e — que cau hb-e de
patience dat lous bieilhs qui toustem tienen lous sos. S ’en y a abans des poude
equipa! Qu ’ey poudm croumpam ue «faucheuse mécanique» et que coupi pertout
per tan penen quésie (300.000) mes que cau tira de dret ta s ’en sourti.
4. Mes quet aydats?
5. Oui, lou Crédit agricole, km génie rural.
6. Lou besi qu ’a croumpat lou tractur.
7. N ’a n pas mey «la hangue» aus esclops et quepodin ana tau cinema.
bien en el baile. Para nosotros, los hombres de mi edad, esta
guerra, y luego el cautiverio, ha sido un gran estorbo para fun­
dar un hogar. Mientras todas las mujeres de nuestra edad se
han instalado en la ciudad, y algunas en el campo. Las que que­
daban, miraban la “posición”, el “portón” [símbolo de la im­
portancia de la casa] tanto o más que al hombre.1
—Comprendo que el gusto por el trabajo se pierda en estas
condiciones.2
—“Tienes que casarte”, dice la gente.3 Com o usted com ­
prenderá, los que pueden encontrar algo mejor, incluso sin
buscarlo, se van, es el caso de la familia Ju . y de muchas joven-
citas. En otro lugar, cobra un sueldo, por exiguo que sea... y
además, con razón o sin ella, el oficio de campesino está muy
desprestigiado,4
—¡Es una pena, claro!
—Sí, es una pena tener que oír cómo se dicen algunas cosas
que desaniman. Seguiré mientras pueda, pero ¿y después? M e
voy corriendo. Le he entretenido... Usted también tiene cosas
que hacer. Venga a verme, si le apetece, pero cuando el tiempo
mejore. M am á debe de pensar que me he demorado bebiendo5
[apintoua ’s, de pintou, medio litro de vino].
—Adiós, señor.»
Desaparece por el callejón detrás de la casa La., donde la
costumbre manda que los de su barrio se cambien de zapatos y
equilibren la carga en sus motos o en sus bicicletas antes de en­
frentarse al largo trayecto que les separa de sus casas.

1. Quéspiaben la pousissiou, lou portau autan coum l ’homi.


2. Que coumpreni que lou gous deu tribail ques per hens aqueros coundi-
tions.
3 . Q uet cau m aridat, se disen lou mounde.
4. Ailhous que toque «u mes» per tan p e tit que sie... E tp u ch ¿ tor ou a
raisou lou mestié de paysa quey here descridat.
5- Que tirerey tan quipousqui, mes apres? Q ué m ’escapi... Je vous faisper-
dre votre temps — vous avez du travail vous ausst... venez me voir sip h ip la sé
mes cuan lou tems sie mey beroy. M am a qué bapensa quém souy apintouat...
A P É N D IC E IV
O tro diálogo entre un habitante del pueblo y un campesino

«Mira, el otro día fui a casa de Ra., uno de los más ríeos de
la comarca. Le dije: “T ú te crees que eres el amo de tu granja
¿verdad? Crees que todos esos campos y esos viñedos te perte­
necen. T e crees rico. Pues mira lo que te digo, tú eres el esclavo
de tu tractor. ¿Qué es lo que tienes con todas esas tierras? Sí,
tienes millones de bienes al sol, 4 o 5 millones. ¿Y luego qué?
Calcula lo que ganas; sí, tom a papel y lápiz. A ver si te enteras,
los métodos de antes se han acabado; ahora el campesino que
no hace números, que no se pasa el día con la libreta y el lápiz
en la mano, no va a ninguna parte. Calcula lo que le das por
hora de trabajo a tu padre, a tu madre, a tu hermana que te
echan una mano, calcula lo que ganas tú. Ya verás que acabarás
cogiendo la cartera y tirándola a la basura. Supon que quieres a
una chica: ¿tú crees que querrá venir aquí, para pasarse el día
currando y volver por la noche a casa y tener que ordeñar las
vacas, molida (harte de m au)í Las hijas de campesino conocen
la vida de campesino: la conocen demasiado para querer a un
campesino. ¿Y levantarse todas las mañanas a las cinco? Aunque
te quiera, preferiría casarse con un funcionario de correos, ¿te
enteras? Sí, un cartero o un gendarme incluso. Cuando la vida
es demasiado dura, no se tiene ni tiempo para el amor. Se pasa
uno el día currando. ¿Dónde está el amor? ¿Qué significa el
amor? Vuelves a casa molido. ¿A eso le llamas tú vida? N o hay
chica que la quiera, una vida así. N o hay sentimiento ni afecto
que valga. Y además están los viejos. Nadie quiere provocarles
dolor. A todo el mundo le gustaría mimarlos, acariciarlos. Pero
se pasa uno la vida peleando porque tiene demasiadas preocu­
paciones, porque está demasiado cansado. Las chicas quieren
tener su independencia, poder comprarse algo que les guste sin
tener que rendir cuentas. N o, ninguna va a querer venir a vivir
aquí”» (L. C .).
A P É N D IC E V
La historia ejemplar de un segundón de familia humilde

Nacido en 1885, Lo. es el primer segundón de una familia


de siete hijos que vive en una pequeña finca (20 ha. aprox.). Ha
ido a la escuela hasta los 12 años. En 1916 trabaja en las minas
Essen hasta 1918 en calidad de prisionero de guerra. 1 «Cuando
regresé, mi hermano mayor se había casado. Pasé dos años con
la familia, trabajando. Fuimos mucho de juerga después de la
guerra. Yo no bailaba, pero jugábamos partidas de cartas inter­
minables y hacíamos “verbenas” en los cafés. E n 1923 me mar­
ché de casa. ¿Por qué? M e sentía incómodo teniendo que pactar
un sueldo con mis padres o con la nueva familia de mi herma­
no. M e marché para emplearme como criado en casa de un pa­
riente, en la del hermano mayor del marido de la hermana; te­
nía mi edad y él solo tenía que llevar toda la finca, que era
grande. Había vuelto enfermo de la guerra y tenía una familia
numerosa. Murió en 1960. La viuda y los hijos —ya son mayores
ahora—me consideran como el jefe de la explotación.
—¿Por qué no se casó?
—Tendría que haber encontrado a una heredera. Yo no te­
nía dinero para instalarme por mi cuenta. Y, además, me sentía
feliz así. M e sentía apegado a esta casa, a los hijos, a la “terre

1. Sólo consignamos aquí los pormenores más significativos. Las auto­


biografías otorgan una importancia más que considerable al servicio militar y
a la guerra.
m ayrané ’ [la tierra de los antepasados], al barrio. ¿Irme a otra
parte, y para qué? Cobro la pensión como ex combatiente y
desde que tengo sesenta y cinco años el retiro de los trabajado­
res jubilados. Estoy bien de salud y me siento muy feliz de po­
der ocuparme, sin que me moleste nadie, de las labores del
campo. Quiero mucho a esos campos, llevo cuarenta años tra­
bajándolos, mientras que los de las fincas vecinas están abando­
nados.»

O T R O SEG U N D Ó N D E FAMILIA H U M ILDE


(CONVERSACIÓN EN BEARNÉS)

J. Lou., nacido el 16 de noviembre de 1896 en Sa.: «En


mis tiempos la vida era muy dura. Yo era el penúltimo de una
familia de seis hijos. Mis padres no eran muy espabilados y se
ganaban la vida con dificultad. Eran aparceros en casa de Ha.,
donde tenían unas pocas tierras que tuvieron que vender para
pagar una deuda. Así que, desde muy joven, me “colocaron”
como a mis hermanos. M e llegó el turno cuando tenía siete
años y me vine a ganarme el sustento a casa de Ba. Guardaba el
ganado en los bosques. Las vi de todos los colores y pasé ham­
bre y miedo (de bets bentes de pou y de ham i). ¿La escuela? ¡La
mayor parte del tiempo las mujeres de la casa o las vecinas me
llamaban para que llevara las vacas a pastar o me ocupara de ir
a comprar! ¡El sueldo, de diez francos anuales, a menudo ya lo
habían cobrado por adelantado (crubat d ’abctnce)! El plato fuer­
te era la media sardina salada, a veces con una patata hervida.
¡Ay, los jóvenes de hoy no saben la suerte que tienen! ,-Cuánto
más tienen, más se quejan (mey e an mey es plagnen)! Al rededor
de los 12 años hice la primera comunión en esa casa. Cuando
me hicieron la revisión médica, me declararon inútil para el
servicio militar por estrecho de pecho. No me gustaba bailar.
¡Cuánta miseria había! H e conocido a mujeres, madres de fa­
milia numerosa, que se “entregaban” por dos perras chicas.
C on eso compraban el pan. Cuando habría podido salir, ¡no te-
nía dinero para vestirme! La pequeña finca donde vivo desde
hace tiempo la tengo gracias a mis abuelos. Le habían dado a
mi madre 2 .0 0 0 francos de dote con la condición de que los
empleara con el fin exclusivo de comprar tierras que no podría
venderse mientras viviese. M is hermanos y hermanas me acosa­
ban para conseguir su parte. Tuvieron que esperar a que nues­
tra madre muriera en 1929. En ese m omento, les tuve que dar
su parte mientras que yo había sudado sangre trabajando esa
tierra.
»¿E1 matrimonio? N o había dinero. ¿Cómo casarse? (Q uin
se cate marida?) Ibamos a pasar las noches en las posadas de
Lesquire ( qu ’a nabem, noueyteyh en las auberyes), a veces a Pau.
Yo fui uno de los famosos cupeles. Llamaban así a los mozos
que habían sido declarados inútiles para el servicio militar, pero
que fueron llamados a filas en 1916. A la vuelta, exploté mi pe­
queña finca con la ayuda de unas cuantas empleadas. Nos he­
mos corrido algunas noches de juerga de espanto, con algunos
compinches del barrio, solteros como yo o mal casados.»
a p é n d ic e vt
Autoridad excesiva de la madre y celibato

FAMILIA SÉ

«El padre pertenecía a una familia relevante. Discreto, muy


bien educado, un poco bebedor. Se casa con una mujer más jo ­
ven (en parte gracias a su pensión de guerra) y de una familia muy
importante, guapa y algo pretenciosa. Ella le da cuatro hijos.
N o se atrevía a oponerse a los deseos de su mujer. Com o
había dinero [la pensión], ella llevaba un tren de vida un poco
disparatado. Acudía al mercado los lunes y los jueves para man­
tenerse al corriente de los chismes locales y para hacer valer el
relumbrón de la familia en Pau.
A los crios los atan corto. Les hacían sentir que eran de
familia relevante. Estaban hechizados por la madre, que toma­
ba todas las decisiones. En los asuntos importantes, los hijos
siempre respaldan la opinión de la madre. La hija salía con un
gendarme. C on el pretexto de que estaba enferma, la tuvieron
como quien dice secuestrada durante dos años. La madre se
oponía a la boda porque el gendarme era de una familia dema­
siado humilde. A partir de ahí, la autoridad de la madre se afir­
ma. Normalmente, un hombre ha de pensar más en la granja
que en la casa. El ganado es sagrado. A menudo el establo y la
granja están m ejor cuidados y son de mayor tamaño que la casa;
pero resulta que las granjas han ido cayendo una tras otra. U na
casa dirigida por una mujer no tarda en irse al suelo. Hay deci­
siones que una mujer no puede ni sabe tomar. La hija acabó ca­
sándose. Uno de los chicos consiguió casarse en G . Había teni­
do que marcharse, pues la pensión del padre se acabó cuando
murió (1954). Los hijos, recurriendo a un albañil, reconstruye­
ron una parte de su granja. Ahora el matrimonio para ellos ni se
plantea. N o tienen ni asomo de personalidad. No salen. N i ha­
blar de plantearse una modernización de la maquinaria. Acaban
de comprar una segadora. Los pastos están descuidados y llenos
de aulagas. Y los árboles sin podar. Los vi, el otro día, ja trancas
y barrancas estaban reparando un rastrillo de madera! La casa
está descuidada. La madre sigue firme, empeñada en defender ei
prestigio de la familia relevante, un propósito desproporcionado
con el estado actual de la finca» (A. B.).

FAMILIA JA

«El padre estaba jubilado y era muy buena persona, y oca­


sionalmente un bebedor considerable. N o tenía salud y estaba
muy gordo. Pero, sobre todo, había vuelto “sonado” de la gue­
rra y no mostraba nada de carácter en casa. Su mujer se impuso
a toda la gente de la casa. M uy autoritaria. Iba con mucha fre­
cuencia al mercado, los lunes y los jueves, para estar al tanto de
las noticias, cuidar las relaciones, mantener su influencia, dárse­
las de daune (dauneya). C on la consiguiente pérdida de tiempo,
y los gastos y las compras; y, además, cuando la mujer sale, la
casa queda vacía. El follón. Cotilleos, fotonovelas, las mujeres
así introducen en la casa preocupaciones de otra naturaleza. La
casa por dentro está descuidada y dejada. La granja no está en
condiciones. La mujer sigue acudiendo al mercado a vender al­
gunas docenas de huevos y tener un pretexto para poder ir a
Pau. Los hombres empiezan a acostumbrarse a cocinar un
poco. Es una deshonra para un hombre y se sale de las normas
establecidas. Poco a poco se van desanimando; cada vez acuden
más tarde al trabajo. La mujer es quien lleva la granja. Ella se
preocupa de la comida, de que los hombres estén presentables.
Los conflictos siempre vienen de las mujeres. Las nueras
virtuales tienen miedo de los conflictos con las suegras. Las ma­
dres viejas dicen: “Tendrían que casarse.” Pero es una manera
de hacerse valer. Tam bién hay muchos solteros que dicen:
“¡Mientras esté mamá!” La madre vieja adquiere una importan­
cia exagerada. La presencia de la madre reduce la urgencia del
matrimonio. Tam bién puede ocurrir a veces que sea un freno...
En condiciones así todo va a peor. El utillaje es rudimenta­
rio y las ganancias insignificantes. El mantenimiento del utilla­
je es muy importante. Las máquinas van por delante de la casa.
U na mujer no puede estar al tanto ni hacerse cargo de esas co­
sas, un eje que gira mal, etcétera. La casa, tan importante antes,
está ahora descuidada, hay goteras en el tejado. Tienen miedo
de recurrir al Crédit Agricoíe [caja de ahorros agrícola] porque
ya están endeudados y, además, mama ne bou pas (mamá no
quiere). La madre gestiona, más o menos, el presupuesto. Ellos
no pueden comprar prácticamente nada. Tienen dificultades
para pagar el entierro de la madre (1959).
Son víctimas de la educación. El tiempo parece consumirlo
todo. Los tres hermanos son más conscientes cada día que pasa
de su incapacidad para reaccionar pese a contar con ayuda ex­
terna. Producen una sensación de fatalidad. Están aplastados
por el peso de las ruinas. En condiciones semejantes el matri­
m onio ni se plantea. La situación financiera es difícil, la reputa­
ción dudosa, la boda de uno u otro de los tres hermanos se
vuelve imposible. Se habló de la boda posible del mayor (48
años) con una muchacha del barrio, de origen vasco, veintidós
años más joven que él. Es un buen chico, ¡pero demasiado pa­
rado y demasiado torpe para esa muchachita vasca tan vivara­
cha y explosiva! Y eso que tienen una finca preciosa junto al
lindero del bosque. Actualmente, ellos mismos se ocupan de la
colada, además de las labores del campo» (A. B.).
Nacido en 1922, el mayor, que se convirtió, a la muerte de
su madre, en 1959, en el jefe de una explotación de 30 hectá­
reas de las cuales hay 10 de bosques y helechos, fiie a la escuela
municipal hasta los 13 años, luego trabajó en la explotación fa­
miliar hasta el servido militar, ayudado por sus dos hermanos
menores. Reclutado en los campos de trabajo juvenil en 1942,
fue enviado a Alemania como S T O [Servicio del Trabajo O bli­
gatorio] en 1943, donde estuvo empleado como tornero en una
fabrica de Sajonia. «El trabajo allí es mucho más duro que en el
campo.» Fue liberado en 1945-
«Cuando murió la madre, nos encontramos los tres solos.
¿Y cómo casarse? Nunca hemos bailado. Ibamos a veces al baile
para mirar. La vida no es muy risueña. Tenem os preocupacio­
nes muy serias, los gastos de reparación del tejado. N o somos
ricos. Yo hago la comida, arreglo la ropa y me ocupo de lavar
los platos. Cuando matamos el cerdo, vienen los vecinos y nos
echan una mano. N o es un día muy divertido. A los vecinos, y
sobre todo a las vecinas, no Ies faltan pretextos para meter el
dedo en la llaga.»
Un intento de generalización: el celibato en dieciséis cantones
rurales de Bretaña

C on el propósito de comprobar si los fenómenos constata­


dos en el Bearne presentan un carácter de generalidad, hemos
optado por estudiar dieciséis cantones del centro de Bretaña (es
decir, 135-433 habitantes) cuya población se ha reducido en
más de un 10% entre el censo de 1948 y el de 1 9 5 4 .1 Esta inves­
tigación (efectuada en colaboración con el señor Claude Seibeí,
administrador del Instituto Nacional de Estadística) ha puesto
de manifiesto una marcada subnupciaüdad de los hombres en el
conjunto de la zona estudiada. A falta de poder diferenciar con
mayor precisión la población aglomerada de la población disper­
sa, hemos separado, dentro de cada zona seleccionada, los muni­
cipios con más de m il habitantes aglomerados en la cabecera.
Por último, se ha dividido la fracción rural de la zona estudiada
en función de la categoría socioprofesional del cabeza de familia
(véase cuadro en páginas siguientes)
1. Los cancones escogidos son los siguientes: en Cótes-du-Nord, Bour-
briac, Callac, Corlay, Gouerec, Maei-Carharx, Rostrenen, Saint>Nicholas-du-
Pelem; en Finistére, Carhaíx, Cháceauneuf-du-Faou, Huelgoat, Pleyben, Sá-
zun; en Morbihan, Cleguercc, La Faouet, Gourin, Guéméné-sur-ScorfF. Los
municipios siguientes, que cuentan con más de mil habitantes aglomerados en
la cabecera, han. quedado excluidos del estudio; en Cótes-du-Nord, Callac,
Rostrenen; en Finistére, Carhaix, Cháceauneuf-du-Faou, Huelgoat, Pieyben;
en Morbihan, Le Faouet, Gourin, Guéméné-sur-Scorff, D e los 123 munici­
pios de la zona estudiada hemos conservado 114, todos rurales y caracteriza­
dos por su baja densidad (45 habitantes por kilómetro cuadro como media).
—-------------------- -—..... ....................... ........
Z o n a de estudio (16 cantones
CSP del cabeza agrícolas CSP del cabeza
Sexo mase. Sexo fem . Sexo mase.
Población total 4 6 .1 2 2 4 1 .9 3 6 2 1 .1 3 1
Porcentaje 100 100 100

Solteros 5 3 ,4 % 4 4 ,4 % 4 5 ,3 %
D e los cuales: hijos 4 3 ,6 3 9 ,2 3 8 ,6
Cabeza familia 3 ,7 1 ,1 3,9
O tros parientes 3,1 2 ,9 1,4
Pensionistas y criados 3 1 ,2 1,4

Casados 1 9.8 6 5 1 9 .8 3 8 1 0 .0 9 6
43,1 % 4 7 ,3 % 47 ,8 %

D e los cuales: Cabeza familia 3 8 ,7 0,3 4 4 ,8


Esposa - 4 2 ,1 -
H ijos 2 ,9 3 ,4 2 ,4
Ascendientes 0 ,9 1 ,1 0 ,2
O tros 0 ,6 0 ,4 0 ,4
Viudos y divorciados 3 ,5 % 8 ,3 % 6 ,9 %
D e los cuales: Cabeza familia 1,9 4 ,6 5,7
Ascendientes 1,3 3 ,3 0 ,7
Otros 0 ,3 0 ,4 0,5
Población de 18 a 4 7 años 2 0 .6 3 7 1 7 .5 0 0 7 .8 3 6
Porcentaje del totai 4 4 ,8 4 1 ,7 37,1

100 100 100


Solteros 52 % 3 2 ,7 % 3 8 ,9 %
D e los cuales: H ijos 3 8 ,9 2 7 ,8 2 9 ,9
Cabeza familia 4 ,3 0 ,7 4 ,2
O tros parientes 3 ,8 2 ,4 1,9
Pensionistas y criados 5 ,0 1 ,8 2,9

Casados 4 7 ,3 % 6 5 ,5 % 5 9 ,9 %
Cabeza familia
D e los cuales: 4 0 ,2 0 ,3 5 3 ,3
Esposa — 5 6 ,4 -
H ijos 6 ,3 7 ,4 6
O tros 0 ,8 0 ,8 0,5
Viudos y divorciados 0 ,7 % 1 ,8 % 1 ,1 %
en tre la B re ta ñ a cen tral y la ciudad d e R en n es

de la B retaña interior)__________ C iudad de Rennes


no agrícolas____________ conjunto __________________ conjunto
' Sexo fem. Sexo mase. Sexo fem . Sexo mase. Sexo fem .
‘ 2 6 .2 4 4 6 7 .2 5 3 6 8 .1 8 0 51 .2 0 3 6 1 .5 1 4
100 100 100 100 100

3 5 ,8 % 5 0 ,9 % 4 1,1 % 4 5 ,2 % 4 3 ,4 %
2 7 ,4 42 3 4 ,6 3 8 ,7 3 3 ,7
5,4 3 ,8 2 ,8 2 ,7 4 ,5
1.7 2 ,6 2 ,5 0 ,6 1 ,2
1,3 2 ,5 1 ,2 3 ,2 4

1 0.3 9 0 2 9 .9 6 1 3 0 .2 2 8 2 6 .7 0 2
3 9 ,7 % 4 4 ,5 % 4 4 ,3 % 5 1 ,4 % 4 3 ,4 %

1,4 4 0 ,6 0 ,7 4 8 ,6 1 ,1
35 ,6 39 ,6 0 ,1 40
2 ,2 2 ,7 2 ,9 1 ,8 1,7
0,3 0 ,7 0 ,8 0 ,2 0 ,2
0 ,2 0,5 0 ,3 0,7 0,4
2 4 ,5 % 4 ,6 % 14 ,6 % 3,4 % 13,2 %
2 1 ,8 3,1 1 1 ,2 2 ,6 10,7
1,9 1 ,1 2 ,8 0 ,3 1 ,8
0 ,8 0 ,4 0 ,6 0 ,4 0,7
8 .1 3 4 2 8 .4 7 3 2 5 .6 3 4 2 2 .0 8 6 2 6 .7 3 0
31 4 2 ,4 3 7 ,6 43,1 4 3 ,5

100 100 100 100 100


26% 4 8 ,4 % 3 0 ,5 % 2 9 ,2 % 3 1 ,6 %
18,5 3 6 ,4 2 4 ,8 17 17,6
3 ,5 4 ,3 1,5 4 ,7 5 ,2
1 ,6 3,3 2 ,2 1 ,1 1,4
2 ,4 4 ,4 2 6,5 7 ,4

6 9 ,8 % 5 0 ,8 % 6 6 ,9 % 6 9 ,3 % 6 4 ,5 %
2 4 3 ,8 0 ,8 64,1 1 ,6
6 0 ,7 — 57,8 - 58,5
6 ,7 6 ,2 7,6 4,1 3 ,8
0,4 0 ,7 0 ,7 1 ,1 0 ,6

4 ,2 % 0 ,8 % 2 ,6 % 1,5 % 3 ,9 %
Se ve que, en la población agrícola, el porcentaje de solte­
ros de sexo masculino de 18 a 47 años de edad alcanza el 52 %
—de los cuales el 38 ,9 % de hijos del cabeza de familia y 5 % de
criados— contra el 38 ,9 % entre la población no agrícola y el
2 9 ,2 % en la ciudad de Rennes. Para la franja de edad de 29 a
38 años, el porcentaje de solteros declarados como hijos del ca­
beza de familia es particularmente elevado entre la población
agrícola, o sea el 2 8 ,3 % (sobre el 41 % ) contra el 5 >7 % (sobre
el 11,8 % ) en Rennes para la misma franja de edad.
Siempre menor que entre los hombres, o sea el 3 2 ,7 %
contra el. 52 % en las categorías agrícolas, el 2 6 ,0 % contra
3 8 ,9 % en las categorías no agrícolas, el índice de soltería de las
mujeres no parece independiente (relativamente, al menos) de
la residencia y de la categoría socioprofesional. Las curvas de la
gráfica derecha ponen de manifiesto una concordancia notable
entre los índices de las diferentes categorías, mientras que la
comparación entre las dos gráficas evidencia hasta qué punto
difiere la situación de los hombres y de las mujeres. 1
Así, a mayor escala y en una región diferente, se observan
hechos idénticos a los constatados en Lesquire: los hombres que
viven de la agricultura y residen en regiones remotas tienen una
posibilidad sobre dos de quedarse solteros; las mujeres, por su
parte, no son tributarias de los determinismos vinculados al lu­
gar de residencia o a la profesión. Que las explicaciones pro­
puestas para Lesquire, muy probablemente, sirvan para dar ra­
zón del fenómeno global no quita que no se puede deducir de la
identidad de los efectos una identidad de las causas y que un
análisis sociológico de las condiciones particulares resulta im­
prescindible.

1. Para la comparación con los daros válidos para toda Francia, véase la
revista Population, n.° 2, 1962, págs. 2 32 y siguientes.
Las mujeres no sólo se ocupan del corral y, en especial, del ganado: también par­
ticipan de manera activa en las labores del campo, como la siega del heno y los
cereales y la vendimia. Asimismo, les coca guiar la yunta durante la labranza, una
tarea particularmente cansada porque hay que obligar a los bueyes a arar recto.

Foto 2: Vista aérea de la parte oeste delpueblo de Lesquire.


Las casas del pueblo se aprietan, formando una línea de fechadas continua, a
lo largo de la calle Mayor. Casi todas han conservado la puerta de arco de
medio punto que servía para dar paso a las carretas cargadas de heno. En el
patio interior, situado en la parte trasera de la casa, están la pocilga, el galli­
nero y las conejeras. Más allá, el granero, con el establo, el lagar y el henil.
Luego, el huerto, una lengua de tierra del ancho de la casa y de un centenar
de metros de longitud delimitada a ambos lados por una hilera de parras.
La casa y los graneros forman un patío cerra-
do por los cuatro lados, lo que confiere al con­
junto la apariencia de una fortaleza.

Foto 6: Una casona abandonada.


Foto 9: E l baile de la asociación de agricultores y ganaderos.
Plantados al borde de la pista, un grupo de hombres mayores observan en si­
lencio. Como impulsados por la tentación de participar en el baile, avanzan a
veces y estrechan el espacio reservado a las parejas que bailan. No ha faltado
ni uno de los solteros, todos están allí. El día del baile de la asociación de agri­
cultores y ganaderos todo el mundo acude al Paseo, y todo el mundo baila,
hasta los «viejos». Los solteros no bailan nunca, y ese día no es una excepción.
Pero entonces llaman menos la atención, porque todos los hombres y las mu­
jeres del pueblo han acudido, ellos para tomarse unas copas con los amigos y
ellas para espiar, cotillear y hacer conjeturas sobre las posibles bodas.
Segunda parte

Las estrategias matrimoniales en el sistema


de las estrategias de reproducción
El beneficiario del mayorazgo, el hijo primogé­
nito, pertenece a la tierra. Ella lo hereda.
K. M arx,
Esbozo de un a crítica d e la econom ía p o lítica

El hecho de que las prácticas a través de las cuales los cam­


pesinos bearneses trataban de garantizar la reproducción de su
linaje al mismo tiempo que la reproducción de sus derechos
sobre sus instrumentos de producción presenten unas regulari­
dades evidentes no permite considerarlas el producto de la obe­
diencia a unas reglas. Hay que romper, en efecto, con el jurldi-
cismo que impregna todavía la tradición etnológica y que
tiende a tratar cualquier práctica como ejecución: ejecución de
una orden o de un plan en el caso del juridicismo ingenuo, que
actúa como si las prácticas fueran directamente deducibles de
reglas jurídicas expresamente constituidas y legalmente sancio-
nadas o de prescripciones consuetudinarias en las que se inclu­
yen sanciones morales o religiosas;1 ejecución de un modelo in-

1. Entre las innumerables pruebas de que la etnología no sólo ha toma­


do prestados de la tradición jurídica conceptos, herramientas y problemas,
sino también una teoría de la práctica que nunca resulta tan manifiesta como
en la relación que establece entre los «nombres de parentesco» y las «actitudes
de parentesco», bastará con citar el empleo eufemístico que hace Radcliffe-
Brown (que aún decía father-right y mother-right, «derecho del padre» y «de­
recho de la madre», para referirse al patriarcado y al matriarcado) del término
inglés jural: «El término», comenta Louis Dumont, «es difícil de traducir. Ve­
remos que no sólo quiere decir “legal” o “jurídico". Se trata de las relaciones
que "pueden definirse hablando de deberes y de derechos”, de deberes y de
derechos consuetudinarios, exista sanción legal o sólo sanción moral even­
tualmente complementada mediante una sanción religiosa. Se trata, en suma,
consciente, en el caso del estructuralismo, que restaura, bajo el
velo de lo inconsciente, la teoría de la práctica del juridicismo
ingenuo al representar la relación entre la lengua y la palabra, o
entre la estructura y la práctica, sobre el modelo de la relación

de las relaciones que son objeto de prescripciones precisas, formales, trátese


de personas o de cosas» (L. Dumont, Introd-uction a deux tbéories d ’a ntbropo-
logie sociale, París, M outon, 1971, pág. 40). Ni que decir tiene que una teoría
de ia práctica semejante no habría sobrevivido en una tradición etnológica
que más bien habla el lenguaje de la regla que el de la estrategia, si no tuviera
afinidad-con los presupuestos inscritos en la relación entre el observador y su
objeto y que se imponen en la construcción misma del objeto mientras no
sean explícitamente tomados como objeto. A diferencia del observador, ca­
rente del dominio práctico de las reglas que trata de aprehender en las prácti­
cas y en los discursos, el indígena sólo consigue aprehender el sistema de las
relaciones objetivas —del que sus prácticas o sus discursos representan otras
tantas actualizaciones parciales—mediante secciones, es decir, en forma de rela­
ciones que sólo se presentan de una en una, o sea, sucesivamente, en las situa­
ciones de urgencia de la vida cotidiana. Con lo que, impulsado por la interro­
gación del etnólogo a efectuar una reconsideración reflexiva y casi teórica
sobre su práctica con, en la mejor de las hipótesis, la asistencia del etnólogo,
el informador mejor informado produce un discurso que aúna dos sistemas
opuestos de lagunas: en tanto que discurso de la fam iliaridad, silencia todo lo
que no hace falta expresar porque es de cajón; en tanto que discurso para elfo ­
rastero, sólo puede seguir siendo completamente inteligible siempre y cuando
excluya todas las referencias directas a casos particulares (es decir, a grandes
rasgos, todas las informaciones directamente vinculadas a nombres propios
que evocan y resumen todo un sistema de informaciones previas). Como el
indígena se siente tanto menos propenso a recurrir confiadamente al empleo
del lenguaje de la familiaridad cuanto menos familiarizado le parece estar
quien le interroga con el universo de referencia de su discurso (lo que trasluce
en la forma de las preguntas planteadas, particulares o generales, ignorantes o
informadas), se comprende que sean tan pocos los etnólogos capaces de intuir
la distancia entre la reconstrucción científica del mundo indígena y la expe­
riencia indígena de ese mundo, que únicamente se revela en los silencios, las
elipsis y las lagunas del lenguaje de la familiaridad, abocado a una circulación
restringida a un universo de conocimiento mutuo casi perfecta donde todos
los individuos son nombres propios y todas las situaciones «lugares comu­
nes». Las condiciones mismas que conducen ai etnólogo a una aprehensión
objetivante del mundo social (y, en particular, la situación de forastero, que
implica la realización real de codas las rupturas que el sociólogo atento a no
encerrarse en las ilusiones de la familiaridad está obligado a ejecutar decisoria-
entre la partitura musical y su ejecución. 1 D e hecho, el sistema
de las disposiciones inculcadas por las condiciones materiales
de existencia y por la educación familiar (por ejemplo, el habi­
tas) que constituye el principio generador y unificador de las
prácticas es fruto de las estructuras que esas prácticas tienden a
reproducir, de modo que los agentes sólo pueden reproducir, es
decir, reínventar inconscientemente o imitar conscientemente,
como a todas luces evidentes, o como las más convenientes o,
sencillamente, más cómodas, las estrategias ya comprobadas
que, porque han regido las prácticas desde siempre (o, como
dicen los antiguos expertos de ios usos consuetudinarios, «des­
de tiempos inmemoriales»), parecen inscritas en Ja naturaleza
de las cosas. Y com o todas esas estrategias, tanto si se trata de
las que pretenden garantizar la transmisión del patrimonio en
su integridad y la conservación de la familia en la jerarquía eco­
nómica y social como de las que pretenden garantizar la conti­
nuidad biológica del linaje y la reproducción de la fuerza de
trabajo, distan mucho de ser automáticamente compatibles, a
pesar de la coincidencia de sus funciones, sólo el habitus, en
cuanto sistema de esquemas que orientan todas las opciones sin
conseguir la explicación completa y sistemática, puede funda­
mentar la casuística imprescindible para salvaguardar, en cada
caso, lo esencial, aun a costa de un quebrantamiento de las
«normas» que sólo existen com o tales para el juridicismo de los
etnólogos.

mente) tienden a impedirle alcanzar la verdad objetiva de esa aprehensión ob­


jetivante: el acceso a ese conocimiento del tercer género presupone» en efecto,
que uno se dote del medio de percibir lo que hace que el conocimiento obje­
tivo del mundo social sea radicalmente irreductible a la experiencia primera
de ese mundo que construye la verdad de cualquier experiencia indígena del
mundo social.
1. Citando sólo a Saussure: «La parte psíquica tampoco está entera­
mente en juego: el lado ejecutivo no está implicado, pues la ejecución nunca
es obra de la masa; siempre es individual y el individuo siempre la domina;
la llamaremos la palabra» (F. de Saussure, Cours de linguistique genérale, Pa­
rís, Payat, 1960, págs, 37-38).
Así pues, la transgresión del principio de la preeminencia
masculina que constituye la cesión a las mujeres de no sólo una
parte de la herencia, sino de la condición de heredero (hére-
te, masculino y héretére, femenino) es la óptima para llamar la
atención del observador atento, es decir, prevenido, a todas las
estrategias desplegadas para defender los intereses (socialmente
definidos) del linaje o, lo que es equivalente, la integridad del
patrimonio. D e igual modo que los etnólogos han reducido al
matrimonio con la prima de filiación paralela el sistema matri­
monial de las sociedades bereberes y árabes porque ese tipo de
matrimonio, que no representa más que una estrategia matri­
monial entre muchas, y no la más frecuente, forzosamente de­
bía parecerles el rasgo distintivo de ese sistema por referencia a
las taxonomías de la tradición etnológica, de igual modo la ma­
yoría de analistas han caracterizado el sistema sucesorio bearnés
por el «derecho de primogenitura integral», que tanto podía fa­
vorecer a la hembra como al varón, porque la sujeción a los
constreñimientos de su cultura jurídica los condenaba a apre­
hender como un rasgo distintivo de ese sistema lo que no es
más que una transgresión de los principios en los que se mani­
fiesta todavía la fuerza de los principios. En efecto, sólo la nece­
sidad de conservar a toda costa el patrimonio dentro del linaje
puede llevar a la solución desesperada que consiste en enco­
mendar a una mujer la tarea de asegurar la transmisión del pa­
trimonio, fundamento de la continuidad del linaje, en el caso
de fuerza mayor constituido por la ausencia de descendiente
varón y sólo en este caso: es sabido que la condición de herede­
ro no recae en el primer vástago nacido, sino en el primer hijo
varón, incluso cuando ocupa el último lugar en el orden crono­
lógico de los nacimientos. Este trastrocamiento de la represen­
tación tradicionalmente admitida se impone de manera indis­
cutible en cuanto se deja de considerar las reglas sucesorias o
matrimoniales como normas jurídicas, al contrario de lo que
hacen los historiadores del derecho que, incluso, y sobre todo,
cuando se basan en el estudio de actas notariales, meros regis­
tros de los fallos del sistema (actuales o potenciales), se mantie­
nen a una distancia considerable de la realidad de las prácticas,
o los antropólogos que, mediante sus estáticas taxonomías, he­
rencia las más de las veces del derecho romano, plantean falsos
problemas tales como los que engendraría aquí la distinción ca­
nónica entre los sistemas de sucesión monolineales y los siste­
mas bilaterales o de cognación.1
Todo obliga, por el contrario, a plantearse que el matrimo­
nio no es fruto de la obediencia a una regia ideal, sino el pro­
ducto de una estrategia que, como echa mano de los principios
profundamente interiorizados de una tradición particular, pue­
de reproducir, más inconsciente que conscientemente, ésta o
aquélla de las soluciones típicas que distingue explícitamente esa
tradición. El matrimonio de cada uno de sus vástagos, prim ogé­
nito o segundón, varón o hembra, plantea a la familia un pro­
blema particular que sólo puede resolver recurriendo a todas las
posibilidades ofrecidas por las tradiciones sucesorias o matrimo­
niales para garantizar la perpetuación del patrimonio. Com o si
todos los medios fueran buenos para cumplir esa función supre­
ma, puede recurrirse a estrategias que las taxonomías del juridi-
cismo antropológico inducirían a considerar incompatibles,
tanto cuando se transgrede el «principio de la predominancia
del linaje», tan estimado por Fortes, para dejar en manos de las
mujeres la perpetuación del patrimonio como cuando se tiende
a minimizar o incluso a anular, mediante artificios jurídicos si es
necesario, las consecuencias nefastas para el patrimonio de las
concesiones inevitables al régimen bilateral de sucesión o cuan­
do, más generalmente, se somete a las relaciones objetivamente

1 . Los errores inherentes al juridicismo nunca se presentan de modo


tan manifiesto como en los trabajos de los historiadores del derecho y de los
usos, a los que su formación, y también la naturaleza de los documentos que
utilizaban (tales como, en particular, las actas notariales, amalgama de caute­
las jurídicas producidas por los notarios profesionales, conservadores de una
tradición erudita, y de procedimientos efectivamente propuestos por los uti-
lizadores de sus servicios) inducían, a canonizar en forma de reglas formales
las estrategias sucesorias y matrimoniales (véanse las notas bibliográficas, en
particular, las números 9, 10, 12 y 14, págs. 209-10).
inscritas en el árbol genealógico a todas las manipulaciones ne­
cesarias para justificar ex ante o ex post los paralelismos o las
alianzas más conformes con el interés del linaje, es decir, con la
salvaguarda o el incremento de su capital material o simbólico.
«Resulta que han descubierto que son parientes muy cercanos
de los X.», decía un informador, «desde que éstos se han conver­
tido en “importantes”, con la boda de su hija con el hijo de Y.»
Se suele olvidar que los árboles genealógicos sólo existen como
tales, sobre todo, en las sociedades que carecen de escritura, gra­
cias a la labor de construcción del etnólogo, el único capaz de
hacer existir tota sim ul, o sea, en su totalidad en la simultanei­
dad, en forma de un esquema espacial capaz de ser aprehendido
uno in tu itu y recorrido indistintamente en cualquier dirección,
a partir de cualquier punto, la red completa de las relaciones de
parentesco a varias generaciones, de la que el conjunto de rela­
ciones entre parientes contemporáneos, que es un sistema de rela­
ciones de uso alternativo, no representa en sí mismo más que una
parte.1 Las relaciones de parentesco efectiva y actualmente co­
nocidas, reconocidas, practicadas y, como suele decirse, «culti­
vadas», son, para la genealogía construida, lo que la red de cami­
nos realmente mantenidos, frecuentados y recorridos, y, por lo

1. Los cabileños distinguen explícitamente entre los dos puntos de visca


que se pueden adoptar sobre las relaciones de parentesco según la situación,
o sea, según la función asignada a esas relaciones, es decir, thaymath, el con­
junto de los hermanos, y thadjadith, el conjunto de los descendientes de un
mismo antepasado, real o mítico. Se invoca ei thaymath cuando se trata de
oponerse a otro grupo; por ejemplo, si el clan es atacado: es una solidaridad
actual y activa entre individuos unidos por vínculos de parentesco reales, que
pueden remontarse hasta la tercera o cuarta generación; el grupo que une el
thaymath representa sólo una sección, más o menos amplia, segán las cir­
cunstancias, de la unidad total de solidaridad teórica que designa el thadja­
dith en cuanto conjunto de relaciones de parentesco genealógicamente fun­
dadas. « Thaymath es de ahora, thadjadith es de ayer», se dice, y con ello se
manifiesta que la «fraternidad» (thaymath) representa un papel infinitamente
más real que la referencia al origen común, con la que más bien se expresa el
esfuerzo para justificar ideológicamente una unidad amenazada que el senti­
miento de una solidaridad viva.
tanto, fáciles de tomar o, m ejor aún, lo que el espacio hodológi-
co, es decir, físico, de los recorridos y de los itinerarios realmen­
te efectuados es para el espacia geométrico de un mapa como
representación imaginaria de todos los caminos y todos los iti­
nerarios teóricamente posibles; y, ampliando la metáfora, las re­
laciones genealógicas no tardarían en borrarse, cual caminos
abandonados, si no fueran objeto de un mantenimiento conti­
nuo, aun cuando sólo sean utilizadas de forma discontinua. Se
menciona a menudo lo difícil que resulta restablecer una rela­
ción que no se ha mantenido en buen estado mediante inter­
cambios regulares de visitas, de cartas, de obsequios, etcétera.
(«No podemos dar la impresión de que sólo vamos para pedirles
un favor»): del mismo modo que el intercambio de obsequios
oculta su verdad objetiva espaciando en el tiempo unos actos
cuyo «toma y daca» revela de forma cínica su reversibilidad por
el mero hecho de yuxtaponerlos en la sincronía, la continuidad
de las relaciones mantenidas en el decurso del tiempo como si
sólo interesaran por sí mismas oculta la función objetiva de las
relaciones que con toda claridad pondría de manifiesto una uti­
lización discontinua de los beneficios que son susceptibles de
conllevar en cada caso. Com o el mantenimiento de las relacio­
nes incumbe, evidentemente, a aquellos que, al ser los que más
beneficio esperan de ellas, no pueden a la vez mantenerlas en es­
tado de funcionamiento y ocultar su función más que «cultiván­
dolas» continuamente, la parte de los parientes «útiles» entre los
«parientes teóricos» detallados en la genealogía no para de cre­
cer, sin que haga falta hacer nada para ello, a medida que uno se
eleva en las jerarquías reconocidas por el grupo: en resumen,
son los sobrinos los que hacen el nepotismo. Basta, en efecto,
con preguntarse por qué y cómo acuden a los poderosos todos
esos sobrinos, sobrinos nietos y sobrinos bisnietos para darse
cuenta de que si los más importantes son también los que tie­
nen las familias más importantes, mientras que los «parientes
pobres» son también los más pobres en parentela, es porque, en
ese ámbito como en cualquier otro, el capital va al capital, pues
la memoria de la parentela y la propensión a cuidarla es función
de los beneficios materiales o simbólicos que se pueden conse­
guir «cultivando» los lazos familiares.1

Admitiendo que el matrimonio de cada uno de los hijos re­


presente para una familia el equivalente de una jugada en una
partida de cartas, se ve que el valor de esa jugada (calibrado se­
gún los criterios del sistema) depende de la calidad del juego,
en el doble sentido, es decir, de la mano como conjunto de car­
tas recibidas, cuya fuerza es definida por las reglas del juego, y
de la forma, más o menos hábil, de utilizar las cartas. En otras
palabras, dado que las estrategias matrimoniales siempre se pro­
ponen, por lo menos en las familias más favorecidas, hacer un
«buen matrimonio» y no sólo un matrimonio, es decir, optimi­
zar los beneficios y /o minimizar los costes económicos o simbó­
licos del matrimonio en tanto que transacción de un tipo muy
particular, esas estrategias se rigen en cada caso por el valor del
patrimonio material y simbólico que puede ser invertido en la
transacción y por el modo de transmisión del patrimonio que
define los sistemas de intereses propios de los diferentes pre­
tendientes a la propiedad del patrimonio asignándoles derechos
diferentes sobre el patrimonio según su sexo y su rango de nací"
miento. Resumiendo, el modo de sucesión especifica, en función
de criterios tales como el rango de nacimiento, las posibilidades
matrimoniales genéricamente vinculadas a los descendientes de
una misma familia en función de la posición de esa familia en la
jerarquía social, identificada, de manera principal, pero no ex­
clusiva, con el valor económico de su patrimonio.
Por mucho que su función primera y directa consista en pro­
porcionar los medios de garantizar la reproducción del linaje, y,
por lo tanto, la reproducción de su fuerza de trabajo, la estrategia

1. O sea, que la utilización de las-genealogías como ideología tendente


a justificar las estructuras políticas vigentes (en el caso de la tribu árabe, por
ejemplo) no es más que un caso particular y particularmente significativo de
las funciones que pueden asignarse a las estructuras de parentesco.
matrimonial también ha de garantizar la salvaguarda del patri­
monio, y ello en un universo económico dominado por la esca­
sez del dinero.1 Com o la parte dei patrimonio tradicionalmente
heredada y la compensación pagada en el momento del matri­
m onio son, de hecho, lo mismo, es el valor de la finca lo que fija
el importe del adot (de adouta, hacer una donación, dotar), el
cual determina, a su vez, las ambiciones matrimoniales de quien
tiene derecho a él, del mismo modo que el importe del adot exi­
gido por la familia del futuro cónyuge depende de la importan­
cia de los bienes de quien aspira a entrar en ella. D e lo que resulta
que, por la mediación deí adot, la economía reguía los intercam­
bios matrimoniales, habida cuenta de que los matrimonios tien­
den a celebrarse entre familias de posiciones parecidas desde una
perspectiva económica. Indudablemente, no basta poseer una
gran hacienda para ser una familia relevante: jamás serán consi"
deradas tales las casas que sólo deben su rango o su riqueza a su
codicia, a su tesón en el trabajo o a su falta de escrúpulos, y que
son incapaces de manifestar las virtudes que cabe esperar de los
grandes, en particular, la dignidad en el porte y el sentido del ho­
nor, la generosidad y la hospitalidad; y, a la inversa, la cualidad
de familia relevante puede sobrevivir al empobrecimiento.2 La

1. La investigación que ha servido de base a estos análisis se efectuó en


1959 y en 1960, y. se retomó luego, en 1970 y en 1971, en el pueblo al que
llamaremos Lesquire y que está situado en el Bearne, en el corazón de la co­
marca de colinas situadas entre el Gave de Pau y el Gave de Olorón.
2. En las relaciones entre los sexos, era con ocasión de la celebración de
una boda cuando se afirmaba con mayor rotundidad la conciencia de la jerar­
quía social: «En el baile, un segundón de medio pelo (u caddet de peúte garbu-
re) no se acercaría demasiado a la segundona de los Gu. [campesino importan­
te]. Los demás no habrían tardado en decir: “Es un pretencioso. Quiere sacar a
bailar a la primogénita de esa casa importante.” Algunos criados bien parecidos
sacaban a bailar a veces a las herederas, pero no era frecuente» (J.-P. A.). ¿Co­
rresponde a una oposición clara en el ámbito económico la fuerte distinción
establecida entre las «casas relevantes» y los «pequeños campesinos» (lou pay-
santots)? D e hecho, aunque el historiograma que representa la distribución de
Sos bienes raíces permita distinguir tres grupos, en concreto, las haciendas de
menos de 15 hectáreas (175), las haciendas entre 15 y 30 hectáreas (9 6 ) y las
oposición que aleja de la masa de los campesinos a una «aristo­
cracia» distinta no sólo por su capital material, sino también por
su capital simbólico, calibrado en función del valor del conjunto
de la parentela, en ambos linajes y a lo largo de varias generacio­
nes, 1 por su estilo de vida, que ha de poner de manifiesto su res­

haciendas de más de 30 hectáreas (31), las líneas de división entre esas tres cate­
gorías nunca son muy marcadas. Los aparceros (bouretes-mieytadis) y los granje­
ros (bcrurdes en afferme) son muy poco numerosos; las haciendas diminutas
(menos de 5 hectáreas) y las grandes haciendas (más de 3 0 hectáreas) repre­
sentan una proporción ínfima en el conjunto, el 12,3 % y el 1 0,9 % , respec­
tivamente. D e lo que resulta que el criterio económico no tiene entidad para
determinar por sí solo unas discontinuidades importantes. Sin embargo, la per­
cepción que se tiene de las diferencias de condición que marcan la oposición
enere los dos grupos de familias es intensa. La familia relevante no sólo es reco­
nocible por la extensión de su hacienda, sino también por todo un conjunto de
signos, tales como el aspecto exterior de la casa: se distinguen casas de dos plan­
tas (maysous de dus sanies) o «casonas» (maysous de meste) y las casas de una sola
planta, vivienda de los granjeros, aparceros y campesinos humildes; la «casona»
se designa también por el portón monumental que da paso al patio. «Las chi­
cas», afirma un soltero, «miraban más el portón (loupourtalé) que el hombre.»
1. Así calculaba un informador cuando se le pidió que explicara por qué
consideraba que una boda reciente era un «buen matrimonio»: «El padre de
la chica que fue [a casarse] a casa de Po. era un segundón de La. de Abos que
vino a Saint-Faust para casarse en una buena casa. El primogénito de la fami­
lia, hermano de éste, había conservado la casa en Abos; era maestro, pero lue­
go se marchó a la SN C F [ferrocarriles nacionales franceses] a París. Se casó
con la hija de La.-Si., un comerciante importante de Pardies. Todo eso lo sé
porque se lo oí decir a mi madre. D e sus dos hijos, uno es médico en París
[médico interno residente de un hospital], ei otro es inspector de la SN C F. El
padre de la chica que fue a casa de Po. es el hermano de ese personaje.» Se ha
podido comprobar en muchos otros casos que los agentes poseen una infor­
mación genealógica total a escala del ámbito de matrimonio (io que presupo­
ne una movilización y una actualización permanentes de la competencia): de
lo que resulta que un engañoso farol es prácticamente imposible («Ba. es muy
importante, pero su familia, cerca de Au., es insignificante»), pues cualquier
individuo puede ser devuelto en cualquier momento a su verdad objetiva, es
decir, al valor social (segán los criterios indígenas) del conjunto de sus parien­
tes a lo largo de varias generaciones. No ocurre lo mismo cuando se trata de
un matrimonio lejano: «Quien se casa lejos», dice el proverbio, «o engaña o es
engañado [sobre el valor del producto].»
peto por los valores del honor (aunou), y por la consideración so­
cial de la que es objeto, implica la imposibilidad (de derecho) de
determinados matrimonios considerados uniones desacertadas.
Esos grupos de condición ni son del todo dependientes ni del
todo independientes de sus bases económicas, y, aunque nunca
falte la consideración del interés económico en el rechazo de la
unión desacertada, una «casa humilde» puede hacer grandes sa­
crificios económicos para casar a una de sus hijas con un «primo­
génito de familia relevante» («¡Lo que he tenido que hacer para
colocarla donde está! Con las otras no voy a poder hacerlo»),
mientras que un primogénito de «familia relevante» puede re­
chazar un partido más ventajoso desde el punto de vista econó­
mico para casarse de acuerdo con su rango. Pero el margen de
disparidad admisible sigue siendo restringido, y, más allá de un
umbral determinado, las diferencias económicas impiden, de
hecho, las uniones. E n resumen, las desigualdades de fortuna
tienden a determinar puntos de segmentación particulares, en el
interior del campo de las parejas posibles, es decir, legítimas, que
la posición de su familia en la jerarquía de los grupos de condi­
ción social asigna objetivamente a cada individuo («Madeleine,
la pequeña de ios P., tendría que haber ido a parar a casa de los
M .,LoF.»).
Los principios que, mediante el adot, tienden a excluir los
matrimonios entre familias demasiado desiguales, consecuencia
de una especie de cálculo implícito de óptimos con el propósito
de optim izar el beneficio m aterial y simbólico susceptible de ser
proporcionado por la transacción matrimonial dentro de los lí­
mites de la independencia económica de la familia, se com bi­
nan con los principios que otorgan la supremacía a los hombres
y la primacía a los primogénitos para definir las estrategias ma­
trimoniales. El privilegio otorgado al primogénito, mera retra­
ducción genealógica de la primacía absoluta conferida al man­
tenimiento de la integridad del patrimonio, y la preeminencia
reconocida a los miembros varones del linaje, concurren, como
se verá, para propiciar una homogamia estricta al prohibir a los
hombres los «matrimonios de abajo arriba» que podría suscitar
el afán de optimización del beneficio material y simbólico: el
primogénito no puede casarse demasiado arriba, no sólo por te­
mor a tener que devolver algún día el adot, sino también, y,
sobre todo, porque su posición en la estructura de las relacio­
nes de poder doméstico resultaría amenazada, ni demasiado
abajo, por temor a deshonrarse con una unión desacertada y
encontrarse así ante la imposibilidad de poder dotar a los se­
gundones; en cuanto al segundón, que puede menos aún que el
primogénito afrontar los riesgos y los costes materiales y simbó­
licos de la unión desacertada, tampoco puede, sin exponerse a
una condición dominada y humillante, caer en la tentación de
contraer un matrimonio manifiestamente muy por encima de
su condición. En la medida en que representaba para las fami­
lias campesinas una de las ocasiones más importantes de llevar
a cabo intercambios monetarios y, al mismo tiempo, intercam­
bios simbólicos idóneos para afianzar la posición de las familias
aliadas en la jerarquía social y para reafirmar al mismo tiempo
esa jerarquía,, el matrimonio, que podía determinar el aumento,
la conservación o la dilapidación del capital material y simbóli­
co, constituía, sin duda, la base de la dinámica y de la estática
de toda la estructura social, evidentemente, dentro de los lími­
tes de la permanencia del modo de producción.
El discurso jurídico, al que los informadores suelen recurrir
para describir la norma ideal o para dar cuenta de algún caso
singular tratado y reinterpretado por el notario, reduce a reglas
formales, a su vez reductibies a fórmulas casi matemáticas, las
complejas y sutiles estrategias mediante las cuales las familias,
que son las únicas que tienen competencia (en el doble sentido
del término) en esas materias, tratan de navegar sorteando los
peligros contrarios: cada segundón tiene derecho a una parte
determinada del patrim onio,1 el adot, que, porque, en general,

1. Igual al tercio de la hacienda cuando la familia cuenta con dos hijos,


la parte del hijo menor es de ( P~P/A)/n, siendo entonces la parte del primo­
génito PIA + {P—P/A)/n, donde P designa el valor atribuido a la hacienda y n
el número total de hijos. Se procedía a la estimación lo más precisa po­
se liquida en el momento de la boda, casi siempre en metálico
para evitar el fraccionamiento de la hacienda, y, excepcional­
mente, en forma de parcela de tierra (mera fianza, entonces,
siempre susceptible de ser rescatada mediante pago de un im ­
porte fijado de antemano), a menudo se identifica equivocada­
mente con una dote, por mucho que no sea más que la contra­
partida otorgada a los segundones a cambio de su renuncia a la
tierra. Pero es necesario, aquí también, no caer en el juridicismo
que, sustituyendo las genealogías por la matriz catastral, presen­
taría como las normas de aplicación universal de un «régimen
sucesorio» tan irreal como ios modelos mecánicos de los inter­
cambios matrimoniales, un procedimiento que sólo ofrecería un
recurso últim o al cabeza de familia preocupado por la salvaguar­
da de la integridad del patrim onio.1 La escasez extrema de dine­
ro líquido (debida, al menos en parte, a que la riqueza y la con­
dición social se calibraban en primer lugar en función del
tamaño de la hacienda) hace que, a pesar de la posibilidad pro­

sible de la hacienda recurriendo, en caso de litigio, a experros locales, escogi­


dos por las diferentes parres. Se llegaba a un acuerdo sobre el precio del «jor­
nal» (joumade) de campos, bosques o helechales comando como base de la
valoración el precio de venta de alguna finca del barrio o del pueblo vecino.
Esos cálculos eran bastante exactos y, por ello, aceptados por todos. «Por
ejemplo, para la finca T r. la estimación fue de 30.000 francos [hacia 1900].
Vivían allí el padre, la madre y seis hijos, un chico y cinco chicas. Al primo­
génito le dan el cuarto, o sea, 7 .500 francos. Quedan 2 2 .5 0 0 francos que hay
que dividir en seis partes. La parte de las segundonas es de 3.750 francos,
que puede convertirse en 3 .000 francos pagados en metálico y 750 francos
de ajuar, como sábanas, toallas, trapos de cocina, camisas, edredones, Lou ca-
binet (el armario), que siempre aportaba la novia» (J.-P. A.).
1. Todo parece indicar que es la transformación de las actitudes econó­
micas y la introducción de nuevos valores lo que, presentando lo que no era
más que una compensación de la equidad como un derecho verdadero sobre
el patrimonio, ha llevado a los campesinos bearneses a recurrir cada vez más
al empleo de las armas ofrecidas por el sistema jurídico y a los servicios de los
juristas que, conscientemente o no, tendían a producir la necesidad de sus
propios servicios por el mero hecho de formular Jas estrategias matrimoniales
o sucesorias en el lenguaje y la lógica del derecho erudito y de cargarlas así de
virtualidades contrarias a su principio.
porcionada por la costumbre de escalonar los pagos a lo largo de
varios años, e incluso posponerlo, a veces, hasta el fallecimiento
de los padres, el pago de la compensación, resultaba a veces im­
posible: no quedaba más remedio entonces que recurrir al re­
parto en el momento de la boda de uno de los segundones o de
la muerte de los padres, es decir, saldar los adots en forma de tie­
rras, con la esperanza de restaurar algún día la unidad del patri­
m onio reuniendo el dinero necesario para recomprar unas tie­
rras vendidas para pagar los adots o dadas en forma de adots.1
Pero la finca familiar habría estado muy mal protegida si el
a d o ty, por ende, el matrimonio hubieran dependido totalmen­
te y en todos los casos del valor del patrimonio y del número
de herederos legítimos, y si no se hubieran conocido otros me­
dios para alejar la amenaza de la segregación, unánimemente
considerada una calamidad.2 D e hecho, son los padres quienes,

1. En aplicación del principio según el cual los bienes de abolengo no


pertenecen tanto al individuo como al linaje, el retracto de sangre, o gentili­
cio, concedía a cualquier miembro del linaje la posibilidad de recuperar la po­
sesión de cualesquiera bienes que hubieran sido alienados. «La “casa madre”
(la maysou mayrane) conservaba “derechos de retracto” (lous drets de retour)
sobre las tierras entregadas como dote o vendidas.» Es decir, «cuando se ven­
dían esas tierras, se sabía que tal o cual casa tenía derechos sobte ellas y se le
ofrecían en primer lugar» 0 .-P . A.).
2 . Aunque no se haya pensado, en el momento de la investigación, en
proceder a una interrogación sistemática para tratar de determinar con qué
frecuencia se producían las segregaciones en el decurso de un período deter­
minado, parece que ios ejemplos son escasos, incluso excepcionales y, debido
a ello, fielmente conservados por la memoria colectiva. Se cuenta así que, ha­
cia 1830, las tierras y la casa de Bo. [una gran casona a dus soles\ fueron segre­
gadas entre los herederos que no habían sido capaces de entenderse amistosa­
mente: desde ese día, está toda «cruzada por zanjas y setos» (toute croutzade de
barats y de plechs). (Había especialistas que venían de las Landas y que cava­
ban zanjas para dividir las propiedades.) «A resultas de las segregaciones, ocu­
rría a veces que dos o tres matrimonios convivían en la misma casa, cada uno
con sus habitaciones y con su parte de las tierras. Es el caso de las haciendas
de H i., Qu., Di. En casa de An. hay pedazos de tierra que nunca se ha podido
reintegrar. Algunos se han podido recomprar después, pero no todos. La se­
gregación creaba unas dificultades terribles. En el caso de la hacienda de Qu.,
como sueie decirse, «hacen al primogénito», y diferentes infor­
madores afirman que en tiempos pasados el padre era libre de
decidir según su santa voluntad el importe de la compensación
otorgada a los segundones, pues ninguna regla fijaba las pro­
porciones; en cualquier caso, sabiendo que en numerosas fami­
lias los jóvenes matrimonios carecían, hasta el fallecimiento de
los «viejos», de toda información y, a mayor abundamiento, de
cualquier control sobre las finanzas familiares (ya que el fruto
de todas las transacciones importantes, como las ventas de ga­
nado, quedaba bajo la custodia de la anciana dueña de la casa y
«a buen recaudo» guardado en el armario —b u cabineP ~), cabe
la duda acerca de la aplicación literal de las reglas jurídicas, al
margen de los casos que el derecho .y sus notarios tienen que
conocer, es decir, los casos patológicos, o los que produce por
anticipación el pesim ism o jurídico y que, siempre previstos en las
capitulaciones, son estadísticamente excepcionales:1 en efecto,
el cabeza de familia siempre tiene la libertad de hacer de más y
de menos con las «reglas» (empezando con las del Código C i­
vil) para favorecer, más o menos secretamente, a uno u otro de
sus hijos, con donaciones en metálico o con ventas ficticias (ha
bente, «hacer venta»). Nada sería más ingenuo que llamarse a
engaño con el término de «reparto» que se emplea a veces para
designar los «apaños» de familia que tratan de evitar la segrega­
ción de la hacienda, o sea, «la institución del heredero», efec­

segregada entre tres hijos, uno de los segundones tenía que dar la vuelta al ba­
rrio para llevar los caballos a un campo alejado que le había sido atribuido»
(P. L.). «A veces, para seguir siendo ios amos, había primogénitos que ponían
sus tierras en venta [para presentarse ellos mismos como compradores]. Pero
también pasaba a veces que no conseguían recomprar la casa» (J.-P. A.).
1 . Todo hace suponer que las innumerables cautelas con las que las ca­
pitulaciones protegen el adot, y que tratan de garantizar su «inalienabilidad,
su imprescriptibiiidad y su carácter de no embargable» (garantías y avales,
«colocación», etcétera), son fruto de la imaginación jurídica. Así, la separa­
ción de los cónyuges, es decir, la disolución de la unión, circunstancia que,
según las capitulaciones, implicaría la restitución de la dote, es algo descono­
cido en la sociedad campesina.
tuada las más de las veces amistosamente (lo que no excluye
que se selle mediante una capitulación firmada ante notario),
en el momento de la boda de uno de los hijos, y otras veces
mediante testamento (muchos procedieron así, en 1914, al par­
tir al frente): tras valoración previa de la hacienda, el cabeza de
familia definía los derechos de cada cual, del heredero, que p o ­
día no ser el prim ogénito,1 y de los segundones, que aprobaban
a menudo de buen grado disposiciones más ventajosas para el
heredero que las del Código Civil e incluso que las de los usos
y costumbres y que, cuando su boda daba píe a un procedi­
m iento de ese tipo, se les daba una compensación cuyo equiva­
lente recibirían los demás segundones bien en el momento de
su boda, bien al fallecer los padres.
Pero, una vez más, también sería llamarse a engaño y caer
en la trampa del juridicismo ir multiplicando los ejemplos de
transgresiones anómicas o reguladas de las supuestas reglas suce­
sorias: aunque no sea seguro que, com o afirmaban los antiguos
gramáticos, «la excepción confirme la regla», tiende en cualquier
caso, en tanto que tal, a acreditar la existencia de la regla. D e he­
cho, hay que tomar en serio las prácticas que evidencian que to­
dos los medios son buenos para proteger la integridad del patri­

1. El cabeza de familia podía sacrificar, en aras del interés del patrimo­


nio, ia norma consuetudinaria que exigía que el título de heredero recayera
normalmente en el primogénito varón: así ocurría cuando el mayor era in­
digno de su rango o existía alguna ventaja real si heredaba otro hijo (por
ejemplo, en el caso de que un segundón pudiera fácilmente propiciar por su
matrimonio la unión de dos fincas colindantes). El cabeza de familia poseía
una autoridad moral tan grande y tan unánimente aprobada por todo el gru­
po que el heredero, según los usos y costumbres, no tenía más remedio que
acatar una decisión impuesta por el anhelo de garantizar la continuidad de la
casa y dotarla de la mejor dirección posible. El primogénito perdía automáti­
camente su título si abandonaba la casa, pues el heredero era siempre, como
vemos ahora con claridad meridiana, aquel de los hijos que se quedaba en el
terruño, en casa. E incluso vemos ahora a ancianos cabezas de familia sin hi­
jos que buscan, no siempre con éxito, a un verdadero heredero, es decir a un
pariente, por lejano que sea —un sobrino, por ejemplo—, que acepte quedarse
en la finca y cultivar la tierra.
m onio y para evitar las virtualidades de división de la hacienda
familiar com o conjunto de relaciones concurrentes de apropia­
ción del patrimonio que representa cada matrimonio. T odo su­
cede como si todas las estrategias se engendraran a partir de un
número reducido de principio implícitos. El primero, la prima­
cía de los hombres sobre las mujeres, hace que, aunque los dere­
chos de propiedad puedan transmitirse a veces por mediación
de las mujeres y, en abstracto, se pueda identificar la familia (la
«casa»), grupo monopolista definido por la apropiación de un
conjunto determinado de bienes, con el conjunto de quienes os­
tentan derechos de propiedad sobre ese patrimonio, indepen­
dientemente de su sexo, la condición de heredera sólo puede re­
caer en una mujer, como hemos visto, en última instancia, es
decir, en ausencia de herederos varones, ya que las hijas están
condenadas a la condición de segundonas, independientemente
de su orden de nacimiento, por la mera existencia de un único
chico, aun siendo el más joven; cosa que se comprende cuando
se sabe que la condición de «cabeza de la casa» (capmaysoue), de­
positario y garante del apellido, del buen nombre y de los inte­
reses del grupo, implica no sólo derechos sobre la hacienda, sino
también el derecho propiamente político de ejercer la autoridad
dentro del grupo, y, sobre todo, de representar y de implicar a la
familia en sus relaciones con los otros grupos.1 Dentro de la ló­
gica del sistema, ese derecho sólo puede corresponder (a la
muerte de los padres) a un hombre, o sea, al mayor de los agna­
dos, o, en su defecto, al marido de la heredera, heredero a través
de las mujeres que, al convertirse en el representante del linaje,
tiene que sacrificar en algunos casos incluso hasta su apellido en

1. El jefe de la «casa» tenía el monopolio de las relaciones exteriores y,


en particular, de las transacciones importantes, las que se trataban en el mer­
cado, con lo que se veía investido de la autoridad sobre los recursos moneta­
rios de la familia y, con ello, sobre toda la vida económica. Confinado en la
casa las más de las veces (lo que contribuía a reducir sus posibilidades de ma­
trimonio), ei segundón sólo podía adquirir cierta independencia económica
acumulando (por ejemplo, con el fruto de una pensión de guerra) un peque­
ño peculio envidiado y respetado.
aras de la «casa» que se lo ha apropiado al poner entre sus manos
sus tierras.1 El segundo principio, la primacía del primogénito
sobre los segundones, tiende a hacer del patrimonio el verdade­
ro objeto de las decisiones económicas y políticas de la familia.2
Al identificar los intereses del cabeza de familia designado con
los intereses del patrimonio se tienen más posibilidades de de­
terminar su identificación con el patrimonio que con cualquier
otra norma expresa y explícita. Afirmar la indivisibilidad del po­
der sobre la tierra, otorgado ai primogénito, equivale a afirmar
la indivisibilidad de la tierra y a determinar al primogénito a
convertirse en su defensor y garante.3 En resumen, basta con
plantear la ecuación fundamental que hace que la tierra perte-

1. Para convencerse de la autonomía relativa de los derechos políticos en


relación con los derechos de propiedad, basca considerar las formas que adopta
la gestión del adot. Por mucho que la mujer siguiera conservando teóricamen­
te la propiedad del adot (pues la obligación de restituir el equivalente en canti­
dad y en valor siempre podía llegar a volverse efecdva), el marido ostentaba la
facultad de hacer uso de él y , una vez asegurada la descendencia, podía utili­
zarlo para dotar a los segundones (las limitaciones a su derecho de usufructo
eran, evidentemente, más estrictas, ya que se trataba de bienes inmuebles, y,
en particular, de derras). Por su lado, como la mujer tenía sobre los bienes
aportados por su marido idénticos derechos a ios de un hombre sobre la dote
de su esposa, los padres de la esposa disponían de las rentas producidas por los
bienes aportados por su yerno, los cuales administraban mientras vivían.
2 . Cada vez que se ponen, como sujeto de la frase, nombres colectivos ta­
les como la sociedad, la familia, etcétera, habría que preguntarse si, como re­
queriría un empleo riguroso de esa clase de conceptos, el grupo en cuestión
constituye realmente una unidad, por lo menos en el planteamiento directa­
mente considerado, y, en caso de respuesta positiva, a través de qué medios
se alcanza esa unificación de las representaciones de las prácticas o de los in­
tereses. El problema se plantea aquí con especial agudeza, puesto que la su­
pervivencia de la casa y de su patrimonio depende; de su aptitud para conser­
var la integración del grupo.
3. Prueba de que el «derecho de primogenitura» no es más que la afir­
mación transfigurada de los derechos del patrimonio sobre el primogénito, la
oposición entre primogénito y segundones sólo es pertinente en las familias
dotadas de patrimonio y carece de significado para los pobres, minifundistas,
obreros agrícolas o criados («No hay primogénito ni segundón», dice un in­
formador, «cuando el comedero está vacío»).
nezea al primogénito y que el primogénito pertenezca a la tierra,
que la tierra herede, pues, de quien la hereda, para establecer
una estructura generadora de prácticas conformes con el impe­
rativo fundamental del grupo, es decir, la perpetuación de la in­
tegridad del patrimonio.
Pero sería una ingenuidad creer que, a pesar de la labor de
inculcación ejercida por la familia y continuamente reiterada
por todo el grupo, que recuerda machaconamente al primogéni­
to, sobre todo, de casa relevante, los privilegios y los deberes
vinculados a su rango, la identificación se lleva siempre a cabo y
siempre sin conflictos ni dramas. Los fracasos de la labor de in­
culcación y de reproducción cultural hacen que el sistema nun­
ca funcione com o un mecanismo y que no ignore las contradic­
ciones entre las disposiciones y las estructuras que pueden ser
percibidas como conflictos entre el deber y el sentimiento, ni
los ardides tramados para asegurar la satisfacción de los intereses
individuales dentro de los límites de las conveniencias sociales.
Por ello los padres, que, en otros casos, podían modificar libre­
mente los usos y costumbres para satisfacer sus inclinaciones
(permitiendo, por ejemplo, que su hijo predilecto amasara un
modesto peculio),1 se sentían obligados a prohibir las uniones
desacertadas y a imponer, pasando por encima del sentimiento,
las uniones más idóneas para ía salvaguarda de la estructura so­
cial salvaguardando la posición del linaje dentro de esta estruc­
tura; o, dicho de otro modo, a conseguir del primogénito que
pagara el precio de su privilegio subordinando sus propios inte­
reses a los del linaje: «Yo he visto renunciar a una boda por cien
francos. El primogénito quería casarse. “¿Cómo vas a pagar a
tus hermanos menores? ¡Si quieres casarte con ésa, vete!” En
casa de T r. había cinco segundonas; los padres habían estableci­

1. De los muchos subterfugios para favorecer a un hijo, uno de los más


corrientes consistía en otorgarle, bastante antes de que se casara, dos o tres ca­
bezas de ganado que, entregadas en gasalhes (contrato amistoso mediante el
cual se entregan a un amigo de toda confianza, tras haber evaluado su valor,
una o varias cabezas de ganado, se reparten los productos entre las partes, así
como los beneficios y las pérdidas sobre la carne), producían buenas ganancias.
do un régimen de favor para el primogénito. Siempre le daban
eí m ejor bocado, y lo trataban a cuerpo de rey. A menudo las
madres miman a sus primogénitos hasta que empiezan a hablar
de casarse... Para las hijas, ni carne ni nada. Cuando llegó el
momento de casar al primogénito, tres hijas ya estaban casadas.
El chico quería a una muchacha de La. que no tenía un cénti­
mo. El padre le dijo: “¿Quieres casarte? H e pagado [por] tres de
tus hermanas, has de traer dineros para pagar [por] las dos que
quedan. La mujer no está hecha para ser puesta en el aparador
(lou bacheré), (es decir para lucirla). Ella no tiene nada. ¿Qué
puede aportar? ¿Su sexo?” El muchacho se casó con una hija de
E. Y recibió una dote de 5 .0 0 0 francos. El matrimonio no fun­
cionó. El empezó a beber y se embruteció. Murió sin hijos.»1
Los que querían casarse en contra de la voluntad de los padres
no tenían más remedio que abandonar la casa y correr el riesgo
de verse desheredados en beneficio de otro hermano o hermana.
Pero, obligado a mostrarse a la altura de su rango, el primogéni­
to de casa relevante, más que cualquier otro, en ningún caso po­
día recurrir a semejante extremo, en flagrante ruptura con todas
las normas del grupo: «El primogénito de Ba., el más relevante
de Lesquire, no se podía marchar. Fue el primero del pueblo
que llevó chaqueta. Era un hombre importante, concejal del
ayuntamiento. N o podía emigrar. Y, además, tampoco era ca­
paz de ganarse la vida. Estaba demasiado “ensefioritingado” (en-
moussurit, de moussü, señor)» 0 .-P . A.). Por otra parte, mientras
los padres viviesen, los derechos del heredero sobre la finca per­
manecían virtuales, de modo que no siempre disponía de los

1. La continuación de la historia no es menos edificante: «Tras una se­


rie de peleas, hubo que devolver la dote a la viuda, que regresó a su casa.
Poco después de la boda del primogénito, hacia 1910, una de las segundonas
se casó en La., también con una dote de 2 .00 0 francos. Cuando estalló la
guerra, hicieron volver a la segundona que estaba casada en casa de S. [una
finca colindante] para que ocupara el puesto del primogénito. Las otras se­
gundonas, que vivían más lejos, se enfadaron mucho por esa elección. Pero
el padre había optado por una hija casada con un vecino para incrementar el
patrimonio» (J.-P. A., 85 años en 1960).
medios necesarios para mantener su rango, y tenía menos liber­
tad que los segundones de su familia, o que los primogénitos de
rango inferior: «El padre “soltaba” los cuartos con mucha parsi­
monia... A menudo, no tenían ni para salir. Los jóvenes trabaja­
ban y los viejos se quedaban los cuartos. Los había (segundones)
que se ganaban algún dinero de bolsillo fuera de casa: se coloca­
ban durante una temporada como cocheros o como jornaleros.
Así tenían un poco de dinero, del que podían disponer a su an­
tojo. A veces, cuando se iba al servicio militar, al segundón le
daban un pequeño peculio (u cabau): un rinconcito de bosque
que podía explotar, o dos corderos, o una vaca, lo que le permi­
tía ganarse algún dinero. A mí me dieron una vaca, que entre­
gué a un amigo en gasalhes. Los prim ogénitos, m u y a menudo,
no tenían nada y no podían salir. “Lo tendrás todo” (q u a t abe-
ras tout), decían los padres, y, mientras, no soltaban ni un cénti­
mo.»1 Así pues, la autoridad de los padres, que constituía el ins­
trumento principal de la perpetuación del linaje cuando los
intereses de los padres coincidían con los del linaje, el caso más
frecuente, podía volverse en contra de su fin legítimo y obligar
al celibato, único medio de oponerse a un matrimonio rechaza­
do, a los primogénitos que no podían rebelarse contra la impo­
sición de sus padres ni renunciar a sus sentimientos.2

1. Esta fórmula, a menudo expresada irónicamente porque viene a ser


el símbolo de la arbitrariedad y de la tiranía de los «viejos», conduce al prin­
cipio de las tensiones específicas engendradas por todo modo de transmisión
del poder y de los privilegios que, como éste, hace pasar sin transición de ia
clase de ios herederos que no tienen nada a la de propietarios legítimos: se
trata en efecto de conseguir que los herederos acepten las servidumbres y los
sacrificios de un estado de minoría de edad prolongado en nombre de las
gratificaciones lejanas relacionadas con el mayorazgo.
2, Toda la crueldad de esta situación teratológica, desde el punto de vis­
ta de las normas mismas del sistema que erige la continuidad del linaje en el
valor supremo, está presente en este testimonio, recogido en beamés, de un
viejo soltero (I. A.), nacido en 1885, artesano y domiciliado en el pueblo:
«Empecé a trabajar en el taller justo al acabar el colegio, con mi padre. Fui
llamado a filas en 1905 y serví en el X III regimiento de cazadores alpinos, en
Chambéry [...], Al cabo de ios dos años de servicio militar, volví a casa. Era-
Pero el estudio de estos casos patológicos, siempre excepcio­
nales, en los que la autoridad ha de afirmarse expresamente para
reprimir los sentimientos individuales, no ha de hacer olvidar to­
dos los casos en los que la norma puede permanecer tácita por­
que las disposiciones de los agentes se ajustan objetivamente a las
estructuras objetivas, pues esta «conveniencia» espontánea obvia
cualquier recordatorio de las conveniencias. ¿Cómo obtener de
los segundones, los sacrificados por la ley de la tierra, lo que no
siempre se consigue sin esfuerzo del heredero, el privilegiado del
sistema? Indudablemente, no hay que olvidar, como incitaría a
hacerlo la autonomización de las estrategias matrimoniales, que
las estrategias de fecundidad también pueden contribuir a resol­

pecé a salir con una chica de Ré... Habíamos decidido casarnos en 1909. Ella
aportaba una dote de 10.000 francos con el ajuar. Era un buen partido (u bou
partit). M i padre se opuso formalmente. En aquel entonces, el consentimien­
to del padre y de la madre era imprescindible [a la vez «jurídicamente» y ma­
terialmente; sólo la familia podía garantizar «el menaje completo» —lou mé-
nadje es decir, los enseres domésticos: el aparador, el armario, la caja
de la cama —el arcalhéyt—, el somier, etcétera]. “No, no debes casarte. ” No me
dijo sus razones, pero me las dio a entender; “No necesitamos a una mujer
aquí.” N o éramos ricos. Habría sido una boca más que alimentar, y ya esta­
ban mi madre y mi hermana. M i hermana sólo se marchó de casa durante seis
meses, después de su boda. En cuanto enviudó, regresó y sigue viviendo con­
migo. Por supuesto, podría haberme marchado. Pero antes que el primogéni­
to se instalara con su mujer en una casa independiente era una vergüenza [u
escarní, es decir una afrenta que cubre de oprobio tanto al autor como a la
víctima]. La gente habría supuesto que nos habíamos peleado. N o había que
exponer en público los conflictos familiares [...]. Quedé muy tocado. D ejé de
ir a bailar. Todas las chicas de mi edad estaban casadas. Y las otras ya no me
atraían [...]. Cuando salía los domingos, era para jugar a las cartas; a veces
echaba un vistazo al baile. Pasábamos las veladas entre hombres, jugábamos a
las cartas y luego regresaba a casa hacia media noche.» El testimonio del in­
formador coincide con el del interesado: «P.-L. M . [artesano del pueblo, 8 6
años en 1960] nunca tenía cuartos para salir: no salía nunca. Otros se habrían
rebelado contra el padre, habrían tratado de ganar algún dinero fuera de casa;
él se dejó dominar. Tenía una hermana y una madre que sabían todo lo que
pasaba en el pueblo, fuera cierto o falso, sin salir nunca. Ellas dominaban la
casa. Cuando él habló de casarse, ellas hicieron piña con el padre. “¿Para qué
una mujer? ¡Si ya hay dos en casa!”» (J.-P. A.).
ver la dificultad, haciéndola desaparecer, cuando, con la compli­
cidad del azar biológico que hace que el primogénito sea un va­
rón, se puede dejar la sucesión en manos de un hijo único. En
efecto, los padres pueden ejercer una acción sobre la mano lim i­
tando el número de cartas cuando están satisfechos con las que
han recibido: de ahí la importancia capital del orden de apari­
ción de las cartas, es decir del azar biológico que hace que el pri­
mogénito sea un chico o una chica. La relación que vincula las
diferentes estrategias de reproducción que son las estrategias de
fecundidad y las estrategias matrimoniales hace que, en el primer
caso, se pueda limitar a éste el número de hijos y no en el otro
caso. Si la llegada al mundo de una hija nunca es recibida con en­
tusiasmo («Cuando nace una hija en una casa», dice el proverbio,
«cae una viga maestra»), es porque representa, en todos los casos,
una carta mala, por mucho que, puesto que se mueve de abajo
arriba, ignore los obstáculos sociales que se imponen al varón y
pueda, de hecho y de derecho, casarse por encima de su condi­
ción: heredera, es decir, hija única (un caso nada frecuente, pues­
to que siempre se espera tener un «heredero»), o hermana mayor
de una o varias hermanas, sólo puede garantizar la conservación
y la transmisión del patrimonio exponiendo el linaje, puesto
que, en caso de matrimonio con un primogénito, la «casa» resul­
ta, en cierto modo, anexada a otra y que, en caso de matrimonio
con un segundón, el poder doméstico queda en manos (después
de la muerte de los padres al menos) de un forastero; a la hija me­
nor sólo se la puede casar, y, por lo tanto, dotar, porque no es de­
seable, como en el caso de un chico, que se vaya lejos ni que se
quede en la casa, soltera, debido a que la fuerza de trabajo que
puede prestar no está en consonancia con la carga que im pone.1

1. Podía ocurrir, en las familias relevantes que contaban con los medios
para permitirse ese gasto adicional, que los padres se las arreglaran para que
una de las hijas se quedara en la casa. «En casa de L., de D-, Marie era la pri­
mogénita, podría haberse casado. Acabó convertida en la segundona y, como
todas ellas, se pasó la vida haciendo de criada sin cobrar. La embrutecieron.
N o hicieron gran cosa para que se casara. Así la doce quedaba en casa, todo
quedaba en casa. Cuida de ios padres ahora.»
S u p o n g a m o s ahora el caso en el que en la descendencia
hay, por lo menos, un varón, independientemente de su rango:
el heredero puede ser hijo único o no, y en este último caso
puede haber un hermano (o varios) o una hermana (o varias) o
un hermano y una hermana (o varios hermanos y/o hermanas
en proporciones variables). Cada uno de estos juegos que pre­
senta, por sí mismo, unas posibilidades muy desiguales de éxi­
to con una estrategia equivalente, autoriza diferentes estrate­
gias, desigualmente fáciles y desigualmente rentables. Cuando
el heredero es hijo único,1 el único juego, desde la perspectiva
de la estrategia matrimonial, estribaría en la obtención, me­
diante el matrimonio con una rica segundona, de un adot lo
más abultado posible, es decir, en una entrada de dinero sin
contrapartida (tan sólo un déficit de alianzas), si la búsqueda
de la optimización del beneficio material o simbólico que cabe
esperar de la boda, recurriendo incluso a estrategias de engaño
mediante el farol (siempre muy difíciles y arriesgadas en un
universo de conocimiento mutuo casi perfecto), no estuviera
limitada por los riesgos económicos y políticos implícitos en
un matrimonio desproporcionado o, com o suele decirse, de
abajo arriba. El riesgo económico lo representa el toum adot, el
reintegro o devolución de la dote que puede exigirse si el mari­
do o la esposa fallecen antes del nacimiento de un hijo, el cual
provoca unos temores desproporcionados con su probabilidad:
«Supongamos que un hombre se casa con la hija de una fami­
lia relevante, que le aporta una dote de 2 0 .0 0 0 francos. Los
padres del marido le dicen: “Coges los 2 0 .0 0 0 francos, con­
vencido de hacer un buen negocio. D e hecho, estás labrando
tu ruina. Has recibido una dote mediante capitulaciones. U na
parte te la vas a gastar. Supon que sufres un accidente. ¿Cómo
vas a devolver el dinero si tienes que hacerlo? N o podrás.” Es
que casarse cuesta muy caro, hay que cubrir los gastos de la
fiesta, arreglar la casa, etcétera» (P. L.). Por regla general, se

1. El peligro de que desaparezca el linaje debido al celibato del primo­


génito es prácticamente nulo en el período orgánico del sistema.
evitaba tocar el adot, por temor a que uno u otro de los cónyu­
ges pudiera fallecer antes de que nacieran los hijos.5 El riesgo
que se puede llamar político está, sin duda, tomado más direc­
tamente en consideración en las estrategias, porque incide en
uno de los principios fundamentales de todas las prácticas: la
disimetría que la tradición cultural establece a favor del varón
y que obliga a adoptar un punto de vista masculino para valo­
rar un matrimonio («de arriba abajo» significa siempre, implí­
citamente entre un varón de rango inferior y una mujer de
rango superior) hace que, exceptuando los obstáculos econó­
micos, nada se oponga a que una primogénita de familia hu­
milde se case con un segundón de familia relevante, mientras
que un primogénito de familia humilde no puede casarse con
una segundona de familia relevante; y también hace que, de
todos los matrimonios que la necesidad económica impone,
sólo cuenten con reconocimiento pleno las uniones en las que
a la disimetría que la arbitrariedad cultural establece en favor
del varón se suma una disimetría de mismo sentido entre las
situaciones económicas y sociales de los esposos. Cuanto más
elevado es el importe del adot, en efecto, tanto más reforzada
resulta la posición del cónyuge adventicio. Por mucho que,
como hemos visto, el poder doméstico sea relativamente inde­
pendiente del poder económ ico, el importe del adot constituye
uno de los fundamentos de la distribución de la autoridad en
el seno de la familia y, en particular, de la fuerza de la que dis­
ponen la suegra y la nuera en el conflicto estructural que las

1. Pagado normalmente al padre o a la madre del cónyuge, y sólo ex-


cepcíonalmente, es decir, sólo en el caso de que ya no tuviera padres, al pro­
pio heredero, el adot tenía que integrarse en el patrimonio de la familia resul­
tante del matrimonio; en caso de disolución de la unión, o de fallecimiento
de uno de los cónyuges, pasaba a manos de los hijos, cuando los había, y el
cónyuge superviviente conservaba el usufructo o, en el caso contrario, volvía
a la familia de quien lo había aportado. Algunas capitulaciones prevén que,
en caso de separación, el suegro puede limitarse a pagar los intereses del adot
aportado por el yerno, que puede esperar reincorporarse a la familia en un
caso de reconciliación.
enfrenta.1 Por ello, en tanto que dueña y señora del hogar, la
madre que, en otros casos, podía utilizar todos los medios a su
alcance para impedir una boda «de arriba abajo», era la prime­
ra en oponerse a la boda de su hijo con una mujer de condi­
ción demasiado elevada (relativamente), consciente de que so­
metería más fácilmente a su autoridad a una muchacha de
origen humilde que a una de esas jovencitas de familia impor­
tante de las que se dice que «entran [como] dueñas de la casa»
(q u ’ey entrade daune) en su nueva familia.2 El «matrimonio de
abajo arriba» representa una amenaza para la preeminencia que
el grupo reconoce a los miembros varones, tanto en la vida so­
cial como en el trabajo y en los asuntos domésticos y, al defen­
der su autoridad, es decir, sus intereses de dueña y señora de la
casa, la suegra no hace más que defender los intereses de su li­
naje de las usurpaciones exteriores.3
N unca es un importante el riesgo de disimetría que cuando

1. Se solía decir de una mujer autoritaria: «No quiere soltar el cucha­


rón», símbolo de la autoridad sobre el hogar. El manejo del cucharón es el
atributo de la dueña de la casa: en el momento de sentarse a la mesa, mien­
tras la olla hierve, ella echa las rebanadas de pan en la sopera, y vierte en ella
el potaje y las legumbres; cuando todo el mundo está sentado, lleva la sopera
a la mesa, remueve la sopa con el cucharón, y luego coloca el mango en di­
rección al cabeza de familia (abuelo, padre o tío), que se sirve en primer lu­
gar. Mientras, la nuera hace otra cosa. Para recordar a la nuera cuál es su lu­
gar, la suegra le dice: «Todavía no te doy el cucharón.»
2. La evocación de la transacción matrimonial es el argumento último
en los conflictos por el poder doméstico: «Cuando se aporta lo que has apor­
tado tú...» (dap (o qui aspourtaí). Y, de hecho, el desequilibrio inicial es a ve­
ces de tal calibre que sólo tras el fallecimiento de la suegra podrá decirse de la
joven nuera: «Ahora la nuera es daune.»
3. De hecho, el peso relativo de los cónyuges en la estructura del poder
doméstico es el fundamento de las estrategias matrimoniales de la familia,
pues la madre está tanto más en disposición de seguir la senda abierta por su
matrimonio, es decir, de casar a su hijo en su pueblo o en su barrio de ori­
gen, y, por lo tanto, de reforzar con ello su posición dentro de la familia,
cuanto más importante es la dote que ha aportado. Lo cual equivale a decir
—y veremos otras pruebas más adelante—que en cada boda se implica toda la
historia matrimonial del linaje.
su primogénito se casa con una segundona de familia numerosa:
en vista de la equivalencia aproximativa (que pone de manifies­
to la anfibología de la palabra adot) entre el adot abonado en el
momento de la boda y la parte del patrimonio correspondiente,
estando todo a la par entre los patrimonios que tienen posibili­
dades de aparejarse, el adot de una muchacha de familia muy
rica, pero muy numerosa, puede no ser superior al de una se­
gundona única de familia media. El equilibrio que se establece
entonces, aparentemente, entre el valor del adot aportado y el
valor del patrimonio de la familia puede ocultar una discordan­
cia generadora de conflictos en la medida en que la autoridad y
la pretensión a la autoridad dependen tanto del capital material
y simbólico de la familia de origen como del importe de la dote.
La boda de un primogénito con una primogénita plantea con la
máxima agudeza el problema de la autoridad política en la fami­
lia, sobre todo, cuando existe una disimetría a favor de la here­
dera. Salvo en los casos en que, asociando a dos vecinos reúne
dos fincas, este tipo de matrimonio tiende a instalar a los cón­
yuges en la inestabilidad entre los dos hogares, cuando no es en
la separación pura y simple de las residencias. En el conflicto
abierto o larvado a propósito de la residencia, lo que se dirime,
aquí como en todas partes, es la dominación de uno u otro lina­
je, es la desaparición de una «casa» y del apellido vinculado a
ella.1 T al vez porque la cuestión de los fundamentos económi-

1 . N o deja de ser significativo que, en iodos los casos referidos, las fincas
momentáneamente reunidas se separen a menudo a partir de la generación si­
guiente, pues cada uno de los hijos recibe una de ellas como herencia. Así, dos
de las familias más relevantes de Lesquire habían acabado uniéndose gracias
a la boda de dos herederos que seguían viviendo cada uno en su casa («no se
sabe cuándo se juntaban para hacer a sus'hijos»): el mayor de sus hijos (nacido
hacia 1890) recibió la finca del padre, el primer hermano menor la de la ma­
dre, ia primera segundona, una finca heredada de un tío sacerdote, otras dos
segundonas, sendas casas en el pueblo. Cuando se pregunta acerca de los ma­
trimonios entre primogénitos, la reprobación que suscitan es siempre la mis­
ma y se expresa en los mismos términos: «Es el caso de T r., que se casó con la
hija de Da. Se pasa ia vida yendo de una finca a 1a otra. Siempre está de cami­
no, nunca está donde debería estar. La presencia del amo es necesaria» (P. L.).
eos del poder doméstico se aborda en este caso con más rea­
lismo que en otros,1 y porque, con ello, las representaciones y
las estrategias están más cerca de la verdad objetiva, la socie­
dad bearnesa sugiere que la sociología de la familia, tan fre­
cuentemente pasto de los buenos sentimientos, podría no ser
más que un caso particular de la sociología política: la posi­
ción de los cónyuges en las relaciones de fuerza domésticas
y, hablando como M ax W eber, sus posibilidades de éxito en la
rivalidad por la autoridad familiar, es decir, por el monopolio
del ejercicio legítimo del poder en los asuntos domésticos, nun­
ca es independiente del capital material y simbólico (cuya natu­
raleza puede variar según las épocas y las sociedades) que han
aportado.
Pero el heredero único sigue siendo, pese a todo, algo relati­
vamente insólito. En los otros casos, de la boda del heredero de­
pende en buena medida el importe del adot que podrá ser entre­
gado a los segundones, y, por lo tanto, también el matrimonio
que podrán hacer e incluso si conseguirán casarse: es decir, que
la estrategia buena consiste, en este caso, en obtener de la familia
de la esposa un adot suficiente para pagar el adot de los segundo­
nes y/o de las segundonas sin verse obligado a recurrir al reparto
o a la hipoteca de la finca y sin por ello gravar el patrimonio con
la amenaza de una restitución de dote excesiva o imposible. Lo
que, dicho sea de pasada, en contra de la tradición antropológica
que trata cada boda como una unidad autónoma, equivale a que
cada transacción matrimonial sólo puede ser comprendida en
tanto que momento en una serie de intercambios materiales y
simbólicos, pues el capital económico y simbólico que una fami­
lia puede implicar en la boda de uno de sus hijos depende en
buena medida de la posición que ese intercambio ocupa en la

1. Se cuenta que, para afianzar su autoridad sobre la pareja, el recién


casado (lou nobi) tenía que poner el pie sobre el vestido de la novia, a ser po­
sible en el momento de la bendición nupcial, mientras que la novia tenía que
doblar el dedo de modo que impidiera que el novio le introdujera hasta el
fondo la alianza.
historia m atrim onial de la familia. 1 A pesar de las apariencias, el
caso del primogénito que tiene una hermana (o varias hermanas)
es muy diferente de aquel que tiene un hermano (o varios her­
manos): si, com o indican espontáneamente todos los informa­
dores, el adot de las chicas es casi siempre superior al de los chi­
cos, lo que tiende a aumentar sus posibilidades de matrimonio,
es porque no hay más remedio, como hemos visto, que casar esas
bocas inútiles, y cuanto antes mejor. E n el caso de los segundo­
nes, la estrategia puede ser más compleja, en la medida, para em­
pezar, en que la abundancia, o incluso la superabundancia de
mano de obra, suscita un apetito de tierra que sólo puede redun­
dar en beneficio del patrimonio. Consecuentemente, hay menos
prisa por casar al segundón (salvo, tal vez, en las familias relevan­
tes, al primero de los segundones) que por casar a la segundona o
incluso al primogénito. Se puede, y es el caso más normal, y el
más conforme con sus intereses, o, por lo menos, el más confor­
me con los intereses del linaje, casarlo con una heredera: si se
casa en una familia de rango igual (es el caso más frecuente), su­
poniendo que aporte un buen adot y se imponga por su fecundi­
dad y su trabajo, se le acaba honrando y tratando como auténti­
co dueño;2 en el caso contrario, es decir, cuando se casa «de
abajo arriba», tiene que sacrificarlo todo a la nueva casa de la que
sus suegros pretenden «seguir siendo dueños»: su adot, su trabajo
y a veces su apellido {Jean Casenave pasa a ser, por ejemplo,
«Yan dou Tinou», Jean de la casa Tinou).3 Dado que, por una

1. El rango de la boda en el conjunto de las bodas de los hijos de una


misma familia puede también tener un peso determinante. Así ocurre cuando
el primero que se casa absorbe todos los recursos de la familia. O bien si la
hija menor se casa antes que la mayor, que a partir de entonces se vuelve más
difícil de «colocam en el mercado matrimonial, porque se recela que tenga al­
gún defecto oculto; en ese caso, se decía del padre: «Le ha puesto el yugo a la
ternera más joven (l’a nouille) antes que a la mayor (la bime)>
2. El proverbio describe con mucho realismo la situación del segundón
en el seno de su nueva familia: «Si es un capón, nos lo comeremos; si es un
gallo, nos lo quedaremos.»
3. Aunque concebido para garantizar la continuidad del linaje y la
transmisión del patrimonio, al igual que el matrimonio entre primogénito y
parte, muy pocos eran los que no se echaban atrás ante las incer-
tidumbres del matrimonio con una segundona, llamado a veces
esterlou, estéril, y también «matrimonio del hambre con las ga­
nas de comer» (del que los más pobres sólo se podían librar colo­
cándose con su esposa como «criados con derecho a comida y te­
cho», baylets a pensión), y, por otra parte, que la posibilidad de
fundar un hogar permaneciendo en la casa paterna era un privi­
legio reservado al primogénito, a aquellos segundones que no
conseguían casarse con una heredera gracias a su adot, incremen­
tado con un pequeño peculio laboriosamente amasado (lou ca-
bau), no Ies quedaba más remedio que la emigración a la ciudad
o a América y la esperanza de aprender un oficio y de establecer­
se, o el celibato y la condición de criado, en casa propia o ajena
(para los más pobres).1 Se comprende que, desde el punto de vis-

segundona, el matrimonio entre segundón y primogénita sólo es plenamente


admitido cuando, por su situación económica, el «yerno» ostenta una autori­
dad que lo coloca en situación de imponerse como cabeza de su nueva fami­
lia. En todos los demás casos —el del matrimonio entre el criado y la «dueña»
no representa más que un ejemplo lím ite-, se transgreden los imperativos
culturales fundamentales: «Cuando un segundón de familia humilde se ins­
tala en casa de una heredera de familia relevante, ella sigue siendo la dueña.»
(J.-P. A.). «Una chica de familia relevante se casó con uno de sus criados.
Ella tocaba el piano, se encargaba del armonio en la iglesia. Su madre estaba
muy bien relacionada y recibía a gente de la ciudad. Tras varios intentos de
matrimonio, acabó decidiéndose por su criado Pa. Éste siempre ha seguido
siendo considerado un hombre de la casa Pa. Le decían: "Tendrías que ha­
berte casado con una buena muchachita del campo, te habría sido bastante
más útil.” Él vivía en una situación incómoda. Lo consideraban el último
mono. No podía relacionarse con las antiguas amistades de su mujer. No era
del mismo mundo. Él era el que trabajaba, y ella la que dirigía y se lo pasaba
bien. Siempre se sentía incómodo y también resultaba embarazoso para la fa­
milia. Ni siquiera tenía bastante autoridad para imponerle la fidelidad a su
mujer» (J.-P.. A.). «H., criado en una casa, era un enamorado de la tierra que
trabajaba. Sufría cuando 1a lluvia no llegaba. ¡Y el pedrisco! ¡Y todo lo demás!
Acabó casándose con la dueña. Todos esos tíos que se casan de abajo arriba
acaban marcados para toda 3a vida» (P. L.).
1. Contrariamente al obrero jornalero, que sólo encuentra «jornales»
(joumans) durante el verano y se queda a menudo todo el invierno y los días
de lluvia sin trabajar, que está a menudo obligado a aceptar los trabajos a
ra de la familia, el segundón sea infinitamente preferible a la se-
gundona, puesto que su matrimonio suele resultar menos costo­
so que el de ésta y su celibato incomparablemente más útil. La
ventaja que representan los mozos es tanto más importante, por
supuesto, cuanto más extensa sea la familia: la boda de tres o
cuatro hijas crea, en efecto, incluso en las familias más relevan­
tes, una serie de dificultades casi insuperables, que pueden inclu­
so significar la fragmentación de la hacienda. Es decir, que todo
el sistema se basa, en última instancia, en las estrategias de fecun­
didad: 1 considérese como prueba, negativa, de lo que antecede el

destajo (a pres-heyt) para llegar a final de mes (ta junta), que gasta práctica­
mente todo lo que gana («hasta 1914, cinco céntimos diarios y la comida»)
para comprar pan o harina, el criado (lou baylet) con contrato anual tiene la
manutención (mesa, techo y ropa) asegurada. Un muy buen criado ganaba
entre 250 y 300 francos anuales antes de 1914. Si era muy ahorrador podía
tener la esperanza de llegar a comprarse una casa con 1 0 ó 1 2 años de sueldo
y, con la dote de una muchacha y un pequeño préstamo, adquirir una granja
y tierras. Pero estaba a menudo condenado al celibato: «Como era segundón,
muy pronto, a los diez años, me colocaron como criado en Es. Allí tuve rela­
ciones con una chica. Si nos hubiéramos casado, habría sido, com o dicen,
«las bodas del hambre con las ganas de comer». Éramos tan pobres uno
como la otra. El primogénito, por supuesto, podía disponer de todos los en­
seres de la casa (lou menadje gam it) de los padres, o sea, el ganado, el corral,
la casa, la maquinaria agrícola, etcétera, lo que facilitaba las cosas a la hora de
pasar por la vicaría. La chica con la que yo tenía relaciones emigró a la ciu­
dad; pasa a menudo, la chica no espera. Lo tiene más fácil para marcharse,
para colocarse como criada en la ciudad, siguiendo los pasos de alguna ami­
ga. Yo, mientras, me divertía a mi manera, con otros mozos que estaban en
el mismo caso que yo» (N., criado, nacido en 1888); (entrevista realizada en
bearnés). La condición de jornalero, antaño más mísera que la del criado, ha
mejorado, por lo menor en valor relativo, con la generalización de los inter­
cambios monetarios y la mejora de la situación del mercado de la mano de
obra agrícola como consecuencia del éxodo rural y de la creación de algunos
empleos no agrícolas. Con ello, la situación del criado y las relaciones de de­
pendencia que ésta implica tienden a parecer insoportables.
1. Entre otras, el matrimonio tardío, que tiende a limitar la fecundidad:
así, durante el período de 1871 a 1884, la edad media en el momento de ca­
sarse es de 31 años y medio para los hombres y de 25 años para las mujeres,
contra, respectivamente, 29 y 24 años para el período 1941-1960.
hecho de que los más pobres, todos propietarios de fincas modes­
tas, criados y jornaleros, en cualquier caso excluidos del juego, se
excluyan ellos mismos por el tamaño excesivo de sus familias.
En resumen, nos quedamos cortos si decimos que nadie tie­
ne prisa por casar a los segundones; poco empeño le ponen y, en
un universo de dirigismo matrimonial, este descuido es suficien­
te para mermar considerablemente sus posibilidades de matri­
m onio. Puede llegarse a veces al extremo de subordinar la entre­
ga de la dote a la condición de que el segundón consienta a
trabajar junto al primogénito cierto numero de años, o a estable­
cer con él auténticos contratos de trabajo o incluso a darle espe­
ranzas de que su parte se verá aumentada. Había, sin duda, un
sinfín de formas más de convertir a un segundón en un solterón,
desde el matrimonio fallido hasta la actitud acomodaticia que
hacía que «se le pasara sin darse cuenta» la edad del matrimonio,
con la complicidad de las familias, consciente o inconsciente­
m ente propensas a retener al servicio de la casa, por lo menos
durante una temporada, a «aquel criado sin sueldo».1 Por vías

1. Bastará como prueba un testimonio bastante típico: «Yo era el menor


de una familia de cinco hermanos. Antes de la guerra de 1914 [nació en
1894], estuve de criado en casa de M ., y más tarde en la de L. Guardo muy
buen recuerdo de aquella época. Luego hice la guerra. A mi regreso, rae en­
contré con una familia mermada: un hermano, el primogénito, muerto en el
frente, el tercero, amputado de una pierna, el cuarto un poco alelado por la
guerra. [...] Mis hermanos me mimaban, los tres cobraban una pensión, por la
invalidez. Me daban dinero. El que estaba enfermo de los pulmones no podía
valerse solo, yo le ayudaba, le acompañaba a las ferias y a los mercados. Tras su
muerte, en 1929, pasé a depender de la familia del hermano de más edad que
me quedaba, el segundo, ahora primoge'nito. Entonces fue cuando tomé con­
ciencia de mi aislamiento en el seno de esa familia, sin mi hermano y sin mi
madre, que tanto me mimaban. Por ejemplo, un día que me tomé la libertad
de ir a Pau, mi hermano me reprochó que se perdieran unas pacas de heno que
había empapado la tormenta y que habría podido poner a buen recaudo si me
hubiera quedado. Se me había pasado la edad de casarme. Las chicas de mi
edad se habían marchado o estaban casadas; me sentía triste a menudo y mis
momentos de libertad me los pasaba bebiendo con los amigotes, que, en la
mayoría de los casos, estaban en la misma situación que yo. Le aseguro que, si
pudiera volver atrás, dejaría a mi familia cuanto antes para colocarme, y tal vez
opuestas, quien se marchaba a la ciudad para ganarse la vida, o a
América buscando fortuna, y quien se quedaba en casa, a la que
aportaba su fuerza de trabajo sin incrementar los gastos familia­
res y sin menoscabar la hacienda, contribuía a la salvaguarda del
patrimonio.1 La adhesión a los valores tradicionales y a la divi­
sión consuetudinaria de las tareas y de los poderes entre los her­
manos inculcada desde la infancia, el apego al patrimonio fami­
liar, a la casa, a la tierra, a ia familia y, sobre todo, tal vez, a los
hijos del primogénito, podían inducir a muchos segundones a
aceptar esa vida que, según la formulación espléndidamente fun-
cíonalista de Le Play, «permite a un tiempo la quietud del celiba­
to y las alegrías de la familia».2 Com o todo le incita a invertir, e
incluso a invertir en exceso, en una familia y en un patrimonio
que tiene todas las razones del mundo para considerar como su­
yos, el segundón que se queda en casa representa (desde el punto
de vista de la familia, es decir, del sistema) el caso extremo «ideal»
del criado que, a menudo tratado com o «miembro de la familia»,
acaba viendo su vida privada invadida y, en cierto modo, anexa­
da por la vida familiar de su patrón, y que, consciente o incons­
cientemente, es estimulado a invertir una parte importante de su
tiempo y de sus afectos privados en su familia de prestado, y, en
particular, en los hijos, y que tiene que pagar las más de las veces
con la renuncia al matrimonio la seguridad económica y afectiva

casarme. La vida sería más agradable para mí. Primero, tendría una familia in­
dependiente, sólo mía. Y luego, un segundón, en una casa, aunque se deslo­
me, nunca trabaja bastante. Siempre ha de estar en la brecha. Se le hacen unos
reproches que un parrón jamás se atrevería a hacer a sus criados.»
1 . El segundón tenía, en principio, el usufructo vitalicio de su parte.
Cuando moría, si seguía soltero, revertía ai heredero.
2. «Había dos ancianos, segundones, que vivían en casas situadas a dos
horas de camino (unos siete u ocho kilómetros) del pueblo, en casa de Sa.,
en casa de Ch-, en el barrio Le., y que acudían a misa al pueblo, aunque sólo
los días de las fiestas y que, a los setenta años, jamás habían estado en Pau o
en Olorón. Cuanto menos salen, menos ganas de salir tienen [...]. El que sa­
lía era el primogénito. Ellos eran los pilares de la casa. Todavía quedan algu­
nos» (J.-P. A.).
que le garantiza su participación en la vida de la familia.1 O sea
que el hijo menor es, permítaseme la expresión, la víctim a estruc­
tural\ es decir, socialmente designada, y, por lo tanto, resignada,
de un sistema que, haciendo alarde de un auténtico lujo protec­
cionista, despliega toda una retahila de cautelas alrededor de la
«casa», entidad colectiva y unidad económica, entidad colectiva
definida por su unidad económica.

T odo sucede como si las estrategias matrimoniales preten­


dieran corregir los fallos de las estrategias de fecundidad: hay,
sin embargo, juegos con los cuales o contra los cuales, el mejor
jugador nada puede hacer, como, por ejemplo, en el caso parti­
cular de las descendencias demasiado numerosas y demasiado
cargadas de hijas. La pericia que se manifiesta en el arte de las
estrategias matrimoniales no se refleja en el orden del discurso
porque, salvo accidente, tiende a excluir los conflictos entre el
deber y el sentimiento, la razón y la pasión, el interés colectivo y
el interés individual, que, igual que la norma para resolverlos o
para superarlos, proceden de los «fallos» de ese tipo de instinto
socialmente producido que es el habitus inculcado por las con­
diciones de existencia, a su vez transcritas y transfiguradas en los
consejos y en los preceptos del discurso ético y pedagógico. Se
comprende lo artificial y sencillamente extrínseco que resulta
interrogarse sobre las relaciones entre las estructuras y los senti­
mientos: los individuos, y hasta las familias, sólo son capaces de
reconocer los criterios más abiertamente confesables, com o la

1. Se cuenta que, a veces, cuando el primogénito no tenía hijos o moría


sin descendencia, se pedía a un viejo segundón que hubiera permanecido sol­
tero que se casara para asegurar la continuidad del linaje (J.-P. A.). Sin tra­
tarse de una auténtica institución, la boda del segundón con la viuda del pri­
mogénito, al que hereda (levirató), era relativamente frecuente. Después de la
guerra de 1914-1918 los matrimonios de este tipo fueron bastante numero­
sos: «Se hacían arreglos, los padres, en general, incitaban a ello, en interés de
la familia, por los hijos. Y los jóvenes aceptaban. No se andaban con senti­
mentalismos» (A. B.).
virtud, la salud y la hermosura de las chicas, la dignidad y el ar­
dor en el trabajo de los mozos, sin por ello dejar de identificar,
bajo esos disfraces, los criterios realmente pertinentes en la lógi­
ca del sistema, es decir, el valor del patrimonio y el importe del
adot. Si el sistema puede funcionar, en la gran mayoría de los
casos, basándose en los criterios menos pertinentes desde el
punto de vista de los principios reales de su funcionamiento, es,
en primer lugar, porque la educación familiar tiende a garanti­
zar una estrechísima correlación entre los sistemas primarios
desde el punto de vista del sistema y las características primor­
diales desde la perspectiva de los agentes: de igual modo que el
primogénito de familia relevante tiene que encarnar más que
cualquier otro las virtudes que adornan al «hombre de honor»
(hom i d ’a unou) y al «buen campesino», la «heredera de familia
relevante» o la «buena segundona» no pueden permitirse ios
deslices que les están permitidos a las hijas de familia humilde.
Y ello también es así porque la educación recibida desde que na­
cen, reforzada por todas las experiencias sociales, tiende a impo­
ner unos esquemas de percepción y de valoración, en una pala­
bra, unos gustos que se aplican, entre otros, a las parejas sexuales
y que, al margen incluso de todo cálculo propiamente económi­
co o social, tienden a rehuir la unión desacertada: como en to­
das partes, el amor feliz, es decir, el amor socialmente aprobado,
por lo tanto predispuesto al éxito, no es más que esa especie de
am orfati, ese amor del propio destino social, que une a las pare­
jas socialmente predestinadas por las vías en apariencia azarosas
y arbitrarias de una elección libre. Y todo sucede como si las dis­
cordancias más manifiestas, las que hacen que se considere es­
candaloso eí matrimonio entre un hombre pobre y una heredera
rica, pero fea, o mucho mayor que él, representaran la incerti-
dumbre mínima necesaria para posibilitar el disimulo y el des­
conocimiento de la armonía preestablecida y la transfiguración
del destino en übre elección.

Las imposiciones que inciden sobre cada elección matrimo­


nial son tan numerosas, y forman parte de unas combinaciones
tan complejas, que superan en cualquier caso la conciencia de
los agentes —incluso aunque se las domine en otro ámbito—,
con lo que no hay manera de contenerlas en el marco de las re­
glas mecánicas que la representación im plícita de la práctica
como ejecución de normas explícitas y expresas o de modelos
inconscientes obliga a inventar de la nada y en número infinito
para dar razón de la diversidad infinita de las prácticas y, en
particular, de las estrategias que permiten conciliar, equilibrar
y, a veces, anular dichas imposiciones. A todos los peligros con
los que el matrimonio amenaza la propiedad y, a través de ella,
a la familia que aquél tiene la función de perpetuar —ya que las
compensaciones concedidas a los segundones siempre amena­
zan con determinar la fragmentación del patrimonio que el pri­
vilegio otorgado al primogénito tiene la función de evitar a
toda costa—se opone todo un sistema de paradas y de «golpes»,
como los de la esgrima o del ajedrez. Lejos de ser meros proce"
dimientos, análogos a los que la imaginación jurídica inventa
para torcer el derecho, y reducibles a reglas formales y explíci­
tas, esas estrategias son el fruto del habitus , como dominio
práctico del reducido número de principios implícitos a partir
de los cuales se engendran una infinidad de prácticas que pue­
den regularse sin ser fruto de la obediencia a unas reglas que,
«espontáneamente» reguladas, dispensan de la explicación, de la
invocación y de la imposición de la regla. Porque es fruto de las
estructuras que tiende a reproducir y porque, más precisamen­
te, implica el sometimiento «espontáneo» al orden establecido y
a las órdenes de los guardianes de ese orden, es decir los ancia­
nos, ese babitus contiene el principio de soluciones, fenoméni­
camente muy diferentes, tales com o, por ejemplo, la limitación
de los nacimientos, la emigración o el celibato de los segundo-
nes, que, en función de su posición en la jerarquía social, de su
rango en la familia, de su sexo, etcétera, los diferentes agentes
aportan a las antinomias prácticas engendradas por unos siste­
mas de exigencias que no son automáticamente compatibles.
Así pues, las estrategias propiamente matrimoniales no debe­
rían disociarse sin hacer abstracción de las estrategias sucesorias,
ni tampoco de las estrategias de fecundidad, ni tan sólo de las
estrategias pedagógicas, es decir, del conjunto de las estrategias
de reproducción biológica, cultural y social, que todo grupo des­
pliega para trasmitir a la generación siguiente, mantenidos o
aumentados, los poderes y los privilegios que él mismo ha here­
dado.
A PU N T ES B IB L IO G R Á F IC O S*

La supervivencia en las provincias pirenaicas, Bigorra, Lave-


dán, Bearne y País Vasco, de un derecho consuetudinario origi­
nal que, contrariamente a lo ocurrido en la mayoría de las pro­
vincias meridionales de Francia, ha resistido al contacto con el
derecho romano, no ha dejado de suscitar la curiosidad de his­
toriadores y juristas. «El derecho bearnés [...]», escribe P. Luc,
«se presenta como un derecho esencialmente consuetudinario,
muy escasamente influido por el derecho romano, y por ello
presenta el gran interés de ser un derecho testimonial. Así, por
ejemplo, la prestación del juramento probatorio con los cojura-
mentados, la constitución de garantes en materia de fianzas, la
fianza rescatable, la facultad de pago en especie de las obligacio­
nes estipuladas en metálico son, en los siglos XIV y X V , de uso
corriente, cuando esas prácticas ya habían caído en desuso, en
algunas regiones, desde hacía dos siglos y más» [12, págs. 3-4].
Durante mucho tiempo los estudios jurídicos o históricos se
han basado únicamente en los documentos consuetudinarios, es
decir, en Les Fors de Béam . Por ello, ya desde el siglo XV III, juris­
tas bearneses, como de M aría [1 y 2], Labourt [3] y M ourot [4 y
5], redactaron comentarios y glosas de los Fors de Béarn, en par­
ticular, sobre las cuestiones de la dote y de las costumbres suce­
sorias. Pero la única edición existente de los fueros, absoluta­

* Redactados en colaboración con M .-C . Bourdieu.


mente mediocre [6], agrupa lecciones a menudo muy corruptas
de textos de épocas diversas que deberían ser objeto de una la­
bor crítica, como observaba Rogé [7 y 8], antes de ser analiza­
dos. A falta de una edición de esas características, los autores
modernos se han volcado, principalmente, en el estudio del fue­
ro reformado de 1551, de los documentos de jurisprudencia,
que abundan a partir del siglo X V I, y, más a menudo aún, de los
comentarios que los jurisconsultos de los siglos XV III y X V III han
proporcionado de esos diferentes textos. Aunque se basen en el
fuero reformado y la jurisprudencia de los últimos siglos de la
monarquía, eí trabajo de Laborde sobre la dote en el Bearne [9]
y el de D upont [10] sobre el régimen sucesorio bearnés presen­
tan un gran interés. La voluminosa tesis de A. Fougéres [11] se
limita, en lo que al Bearne se refiere, a préstamos de las obras
anteriores.
Los historiadores del derecho han llegado al descubrimien­
to de que los textos consuetudinarios deberían utilizarse con
prudencia porque presentan un derecho relativamente teórico,
que contiene reglas obsoletas y omite disposiciones vigentes.
Las actas notariales les han merecido la consideración de fuente
capaz de suministrar informaciones sobre la práctica real. El
modelo de este tipo de investigación nos lo proporciona P. Luc
[12]. A partir de los registros de los notarios, estudia primero
las condiciones de vida de las poblaciones rurales y el régimen
de tenencia de la tierra, la estructura de la familia bearnesa y las
reglas que rigen para la conservación y ía transmisión de su pa­
trimonio; y, en una segunda parte, los procedimientos técnicos
y jurídicos de la explotación del suelo, en el ámbito de ia fami­
lia y en el ámbito del municipio, y diferentes problemas de eco­
nomía rural tales como el crédito y los intercambios.
En las montañas del Bearne y de Bigorra es donde el adver­
sario más famoso del Código de Napoleón, Frédéric Le Play, si­
tuó el modelo de la familia troncal, ideal, en su opinión, de la
institución familiar que él oponía al tipo inestable surgido de la
aplicación del Código Civil [13]. Tras haber definido tres tipos
de familia, o sea, la familia patriarcal, la familia inestable, carac­
terística de la sociedad moderna, y la familia troncal, Frédéric
Le Play describe esta última (págs. 29 y siguientes) y muestra las
ventajas que proporciona a cada uno de sus miembros: «Al he­
redero, en compensación de pesadas obligaciones, este [régimen
sucesorio] confiere la consideración inherente al hogar y al taller
de ios antepasados; a los miembros que se casan fuera, les ga­
rantiza el apoyo de la casa troncal con las gracias de 1a indepen­
dencia; a los que prefieren permanecer en el hogar paterno, les
permite a un tiempo la quietud del celibato y las alegrías de la fa­
milia; a todos les salvaguarda, hasta la vejez más extrema, la di­
cha de recuperar en el hogar paterno los recuerdos de la primera
infancia» (págs. 36-37). «Al instituir en cada generación un he­
redero, la familia troncal agrícola no sacrifica el interés de los
segundones al del primogénito. Al contrario, condena a éste a
renunciar durante toda su vida, a favor de sus hermanos, y lue­
go de sus hijos, al fruto de su trabajo. La familia obtiene el sa­
crificio del interés material a través de una compensación de or­
den moral: la de la consideración vinculada a la posesión del
hogar paterno» (pág. 114). En una segunda parte, Le Play pre­
senta una monografía de la familia Melouga, prototipo de la fa­
milia troncal del Lavedán en 1856; un epílogo de E . Cheysson
describe la desaparición de esa familia, por el influjo de la ley y
de las costumbres: «La familia Melouga se mantuvo, hasta estos
últimos tiempos, como una muestra tardía de una poderosa y
fecunda organización social; pero, a su vez, tuvo que padecer la
influencia de la ley y de las costumbres que hasta entonces no
la habían afectado gracias a una excepcional conjunción de cir­
cunstancias favorables. El Código va obrando; la equiparación
progresa: la familia troncal agoniza, la familia troncal ha muer­
to» (pág. 2 9 8 ). A los teóricos de la escuela de Le Play cabe ob­
jetar, además de los datos de la investigación etnográfica, los
trabajos de Saint-Macary [14], quien, basándose en actas nota­
riales de los siglos XVIII y X IX , ha mostrado la pervivencia de los
usos sucesorios y de las reglas matrimoniales a pesar del Código
Civil. [15].
[1] D e María, M émoires sur les dots de Béam , y su apéndi­
ce: «Mémoires sur les couturaes et observances non écrites de
Béam» (obra manuscrita, Archives départementales des Basses-
Pyrénées).
[2] D e María, M émoires et Eclaircissements sur le fo r et cou-
tum e de Béam (obra manuscrita, Archives départementales des
Basses-Pyrénées) *
[3] Labourt, Les fors et Coutumes de Béam (obra manuscri­
ta, Biblioteca Municipal de Pau).
[4] M ourot (J.-F.), Traité des dots suivant les principes du
droit romain, conféré aves les coutumes de Béam , de Navarre, de
Soule et la jurisprudence du Parlem ent (citado por L. Laborde,
L a D o t dans lesfors et coutumes de B éam , pág. 15).
[5] M ourot (J.-F .), Traité des biens paraphem aux, des aug-
ments et des institutions contractuelles, avec celui de l ’a viúnage
(citado por L. Laborde, infra).
[6] Mazure (A.) y Hatoulet (j.), Fors de Béam , législation
inédite du XF au XIIF siécle, con traducción al lado, notas e in­
troducción, Pau, Vignancour, París, Bellin-Mandar, Joubert, s.
a. (184 1 -1 8 4 3 ).
[7] Rogé (P.), Les Anciens Fors de Béarn, Tolosa, París,
1908.
[8] Brissaud 0 .) y Rogé (P.), «Textes additionnels aux an­
ciens Fors de Béam», Tolosa, 1905 (Bulletin de runiversité de
Toulouse, mémoires originaux des facultés de droit et de lettres, se­
rie B, n.° III).
[9] Laborde (L .); La D o t dans les fors et coutumes du Béam ,
Burdeos, 1909-
[10] D upont (G.)- «Du régime successoral dans les coutu­
mes du Béarn», tesis, París, 1914,
[11] Fougéres (A.), «Les droits de familie et íes successions
au Pays basque et en Béam , d’aprés les anciens textes», tesis,
París, 1938.
[12] Luc (P.), «Vie rurale et pratique juridique en Béarn
aux X IV e et X V e siécles», tesis de derecho, Tolosa, 1943.
[13] Le Play (F.), L ’Organisation de la fa m ilie selon le vrai
modele signalé p a r l ’h istoire de toutes les races et de tous les temps,
con un epílogo y tres apéndices por los señores E. Cheysson, F.
Le Play y C. Cannet, 3 .a ed. completada con documentos nue­
vos por A. Focillon, A. Le Play y Delaire, París, 1884.
[14] Saínt-M acaiy (J.), «Les régimes matrimoniaux en Bé­
arn avant et aprés le Code civil», tesis, Burdeos, 1942; «La dé-
sertion de la terre en Béarn et dans le Pays basque», tesis, Bur­
deos, 1942.
[15] Bonnecaze (J.), La Pbilosophie du Code Napoléon ap-
p liq u é aú droit de la fam ille. Ses destinées dans le droit civil con-
temporain , 2 .a ed., París, 1928.
T ercera parte

Prohibida la reproducción
La dim ensión sim bólica de la dom inación económ ica
E l cam pesino sólo se vuelve «estúpido» allí d on ­
de se encuentra aprisionado entre los engranajes
de un gran im perio cuyo m ecanism o bu rocrático
o litú rgico le resulta ajeno.

MAX W EBER, E l ju d a ism o antiguo

La propuesta que me han hecho de volver, tanto tiempo


después, sobre el problema del celibato me llena de gozo y rae
perturba a la vez. Pues siento un afecto muy especial por ese
antiguo trabajo1 que, aunque tributario de todas las incerti-
dumbres de los primeros pasos, me parece contener el principio
de varios desarrollos de primera magnitud de mi investigación
posterior: pienso, por ejemplo, en nociones como h a b itu s > es­
trategia o dominación simbólica, que, sin culminar siempre en
la explicación completa, orientan todo el texto, o en el esfuerzo
de reflexividad que lo inspira de principio a fin y que se expre­
sa, no sin cierta ingenuidad, en su conclusión. Y si no me lo
impidiera el temor de dar la impresión de que me dejo llevar
por la complacencia, podría mostrar cómo la reapropiación de
una experiencia social más o menos reprimida que ese trabajo
propició probablemente facilitó, a título de socioanálisis previo,
la instauración de una relación con la cultura, culta o «popu­
lar», a la vez menos tortuosa y torturada que la que los intelec­
tuales de cualquier procedencia suelen mantener con todo lo
que se refiere al pueblo o a la cultura. Pero no puedo evitar
cierto malestar en el momento de reabrir, sin contar con la dis­
posición y el tiempo necesarios para sumergirme en ellos a fon­

I. P, Boúrdieu, «Célibat et condition paysanne», Études rurales, 5-6,


abril-septiembre de 1962, págs. 32-135.
do, los archivos donde han dormido durante tanto tiempo los
documentos y las notas que escribí a principios de los anos se­
tenta para la publicación en inglés (a raíz de la amable iniciati­
va de Julián Pitt-Rivers) de una versión corregida y aumentada
del artículo de Études rurales: ¿cómo determinar, en el fárrago
de esa obra abandonada, lo que sigue vigente, tras tantos traba­
jos importantes, y, en primer lugar, los reunidos aquí? ¿De qué
manera, sin reescribir de arriba abajo el artículo inicial, como
me había propuesto, podría transmitir los principios funda­
mentales de las correcciones y de los añadidos que me habría
gustado introducir?
1. A D D E N D A E T C O R R IG E N D A

N o volveré sobre la primera parte, donde,traté de describir


la lógica de los intercambios matrimoniales en la sociedad de
antaño, pues el artículo titulado «Les stratégies matrimoniales
dans le systéme des stratégies de reproduction» [«Las estrategias
matrimoniales en el sistema de las estrategias de reproducción»]
(Annales, 4-5, julio-octubre de 1972, págs. 1105-1127) había
sido concebido para ocupar el lugar de la antigua descripción de
la lógica de los intercambios matrimoniales tal como se presen­
taba antes de la crisis cuya manifestación más visible la constitu­
ye el celibato de los herederos: por mucho que hubiese sido
pensada contra la manera, dominante entonces, de concebir las
relaciones entre las estructuras del parentesco y las estructuras
económicas, ese análisis, en efecto, no daba cuenta de la lógica
práctica de las estrategias mediante las cuales los agentes trata­
ban de sacar el mayor partido posible de sus «triunfos» específi­
cos (tamaño de la haciendo, orden de nacimiento, etcétera). La
comparación entre el propósito inicial de expresar mediante una
formulación de aspecto formal la relación, materializada por el
adot, entre las estructuras económicas (establecidas de acuerdo
con la distribución de las haciendas según su tamaño) y las es­
tructuras matrimoniales, y la reconstrucción fmal del conjunto
de las imposiciones (o de los factores determinantes) que orien­
tan las estrategias matrimoniales representa una buena ocasión
para observar, en los pormenores concretos de la investigación,
la ruptura con la visión estructuralista que ha sido necesario lle­
var a cabo, particularmente en los procesos de interrogación y
de observación y en el lenguaje empleado, para estar en disposi­
ción de elaborar una teoría adecuada de la práctica y de com ­
prender las «elecciones» matrimoniales de los agentes en tanto
que fruto de las estrategias, sensatas, pero no deseadas, de un
habitus objetivamente ajustado a las estructuras.5 El progreso teó­
rico y metodológico es a su vez, inseparable de una conversión
de la relación subjetiva del investigador con su objeto, pues la
exterioridad un poco altiva del observador objetivista es susti­
tuida por la proximidad (teórica o práctica) que facilita la rea­
propiación teórica de la relación indígena con la práctica. N o es
casual, en efecto, que la introducción de un punto de vista que
coloca a los agentes, y sus estrategias, en posición central, ocu­
pando el lugar de las estrategias sacralizadas por la visión estruc­
turalista, haya acabado imponiéndose a propósito de sociedades
que, como las comunidades campesinas del ámbito europeo,

1. Los descubrimientos científicos denen a menudo el ambiguo privile­


gio, en antropología, de volverse evidentes en cuanto han sido adquiridos, y,
salvo invocando la experiencia, a fin de cuentas meramente subjetiva, del es­
fuerzo que han requerido, no hay mejor prueba, por lo menos para fines pe­
dagógicos, del trecho recorrido, que los sucesivos estados de la investigación
que ha sido necesaria para alcanzarlos o las correcciones o los añadidos, apa­
rentemente mínimos, que, mejor que las autocríticas estrepitosas, permiten
ver la lenta progresión de la conversión intelectual. También cabe dar una
idea del movimiento de la investigación evocando el estado histórico de la
problemática en relación con la cual se ha constituido (véase P. Bourdieu,
«De la régle aux stratégies», in Chases dites, París, Éditíons de Minuit, 1987).
Llama la atención que, en una puntualización a propósito de un artículo que
describía la emergencia y la reciente difusión del concepto de estrategia limi­
tándose, as usual, a la producción anglosajona {G. Crow, «The use o f the
concept o f “strategy” in recent sociological litterature», Soáology, 23 [1], fe­
brero de 1989, págs. 1-24), David H. Morgan, que también investiga en este
ámbito, recuerde que los primeros usuarios de ese concepto, así como el nue­
vo «paradigma» que introducen en etnología y en sociología, aparecieron en
la esfera de la sociología de la historia de la familia y del personal doméstico
(véase D . H. J . Morgan, «Strategies and sociologists: a comment on Crow»,
Sociology, 23 [1], febrero 1989, págs, 25-29).
durante mucho tiempo excluidas de hecho de la gran tradición
etnológica, resultan lo suficientemente próximas para permitir,
una vez superada la distancia social, una relación de proximidad
teórica con la práctica que se opone tanto a la participación fú-
sional en la experiencia vivida por los agentes que persigue de­
terminada mística populista como a la objetivación distante que
cierta tradición antropológica, haciendo de necesidad virtud,
constituye en partido metodologico.
En cuanto al análisis estadístico de las posibilidades diferen­
ciales de matrimonio o de celibato, hemos tenido, para mayor
rigurosidad, que rehacer los cálculos tomando como población
madre ya no (como en el artículo de 1962) el conjunto de las
personas residentes en Lesquire en el momento de la investiga-
cxón, sino el conjunto de cohortes afectadas (véase cuadro en el
anexo). Lo que significaba dotarse del medio para establecer los
índices de emigración diferenciales según diferentes variables
(sexo, año de nacimiento, categoría socioprofesional del padre,
orden de nacimiento y localización -e n la población o en los ca­
seríos—del domicilio) al mismo tiempo que las posibilidades de
matrimonio de los emigrantes y de los sedentarios según esas
mismas variables. D e hecho, esas estadísticas, muy largas y difí­
ciles de establecer (pues las informaciones sobre los emigrantes
han de recogerse oralmente entrevistando a toda una serie de in­
formadores), confirman, precisándolas, las conclusiones ya al­
canzadas: cabe, en efecto, dar por sentado (con la prudencia que
requiere la exigüidad de los efectivos) que las posibilidades de
marcharse son mucho mayores para las mujeres que para los
hombres, sobre todo, en los caseríos, donde el excedente de hom­
bres llega a proporciones impresionantes; que, para los hombres,
las posibilidades de quedarse en el terruño aumentan con el ta­
maño del patrimonio; y que aunque, en conjunto, la posibili­
dad de emigrar sea claramente menor para los primogénitos que
para los segundones (61 % contra 4 2 % ), los efectos del derecho
de primogenitura ya no son perceptibles para los propietarios
modestos. Por lo que hace a las mujeres, no se observa relación
significativa entre la emigración y el tamaño de la hacienda o el
orden de nacimiento, pues la proporción de mujeres de familia
relevante que abandonan el terruño es incluso ligeramente supe­
rior a la de las otras. En cuanto a las posibilidades de matrimo­
nio son, en igualdad de circunstancias, claramente superiores para
los que se van que para los que se quedan,1 y, entre éstos, más
elevadas para los habitantes del pueblo que para los habitantes
de los caseríos.2 Pero el hecho más importante, y que hiere pro-
fundamente a los interesados, es que, para los que se quedan en
los caseríos, las probabilidades de matrimonio prácticamente no
varían, en función del tamaño de la hacienda o del orden de na­
cimiento, por lo que los «primogénitos relevantes» o, en cual­
quier caso, herederos de patrimonio relevantes pueden verse
condenados al celibato.3
D e hecho, la emigración y el celibato están estrechamente
interrelacionados (en particular, en la medida en que las posibili-

1. No ocurre lo mismo con las mujeres —pues las que se han quedado
en el municipio tienen un índice de celibato ligeramente inferior (el 18%
globalmente, o sea el 2 2 % en el pueblo y el 17 ,5 % en los caseríos) que el de
las que se han marchado (24% ), lo que restdta comprensible, puesto que se
enfrentan a un mercado menos difícil,
2. D e una serie de cuadros estadísticos, establecidos a partir de los pa­
drones de los años 1954, 1962 y 1968 para los diferentes municipios del
cantón de Lesquire, se desprende que en todas partes se observan las regula­
ridades ya advertidas en Lesquire, pues la intensidad del celibato masculino
alcanza índices muy elevados, análogos a los de los caseríos de Lesquire, en
los pequeños municipios aislados y remotos, y muy parecidos en ios caseríos
de éstos, debido a su alejamiento de cualquier centro urbano, su hábitat dis­
perso y su estructura socioprofesional, mientras que disminuye en el único
municipio que está cerca de una ciudad obrera (Olorón), y posee una frac­
ción relativamente significativa de obreros.
3. La noción de primogénito o de heredero ha de interpretarse de
acuerdo con su significado social y no con el biológico. En la situación
tradicional, ia arbitrariedad de la definición social podía quedar ocultar ca­
si inevitablemente, era el primogénito biológico quien era tratado y actua­
ba como primogénito social, es decir, como heredero. Hoy día, a causa
de la marcha de los primogénitos, un segundón puede ser investido de ia
condición de heredero. El heredero ya no es sólo el que se queda porque es
el primogénito, sino también el que es el primogénito porque se ha que­
dado.
dades de quedarse soltero aumentan muchísimo con el hecho de
no emigrar, sobre todo, en los caseríos) y estrechamente vincula­
dos al mismo sistema de factores (el sexo, la categoría socioprofe-
sional de origen y, para los agricultores, el tamaño de la hacienda,
el orden de nacimiento y, por último, el domicilio, en el pue­
blo o en los caseríos). Lo que la estadística de las relaciones entre
ese sistema de factores más o menos estrechamente in terconecta-
dos y las posibilidades de emigrar o de contraer (más o menos jo ­
ven) matrimonio capta es el efecto de las transformaciones globa­
les del espacio social y, más precisamente, de la unificación del
mercado de los bienes simbólicos tal como se ha ejercido diferen­
cial.mente sobre los diferentes agentes según su apego objetivo
(máximo entre los primogénitos de las familias relevantes) y sub­
jetivo (es decir, inscrito en los habitus y las hexis corporales) al
modo de existencia campesino de antaño. En ambos casos se ca­
libra, en cierto modo, la resultante tangible de la fuerza de atrac­
ción ejercida por el campo social de ahora en adelante unificado
en torno a unas realidades urbanas dominantes, que ha conlleva­
do la apertura de los núcleos aislados, y de la fuerza de inercia que
los diferentes agentes le contraponen en función de las categorías
de percepción, de valoración y de acción constitutivas de su habi­
tus. La unificación del campo social, cuya unificación del merca­
do de los bienes simbólicos y, por ende, del mercado matrimo­
nial representa una faceta, se efectúa a la vez en la objetividad
—por efecto de todo un conjunto de factores tan diferentes como
la amplificación de los desplazamientos impulsada por la mejora
de los medios de transporte, la generalización del acceso a alguna
forma de enseñanza secundaria, etc.—y en las representaciones.
Cabe la tentación de decir que sólo se efectúa en la objetivi­
dad —lo que acarrea unos fenómenos de eliminación diferencial
de los que el celibato de los herederos constituye el ejemplo más
significativo—porque se efectúa en la subjetividad de los agentes
que otorgan un reconocimiento a la vez arrebatado y aceptado a
unos procesos orientados hacia su propia sumisión y mediante
esa misma subjetividad.
Porcentaje de residentes en el m unicipio y, de éstos, de solteros,
según el dom icilio, el sexo y el tam año de la hacienda, de las
personas nacidas en Lesquire antes de 1 9 3 5 !

Pueblo Caseríos
Residentes Residentes Residentes Residentes
solteros solteros
Propietarios m odestos
(+ criados) V *
2 8 ,5 * 43 57
H 50* * 1 5 ,2
3 3 ,5
M ed ios V 75* 7 0 ,5 6 1 ,5
*
H 100 * 50 22
*
G randes V 100 * 82 5 5 ,5
*
H 40* 43 3 3 ,5
*
O tras profesiones V 5 8 ,5 14 3 3 ,5
*
H 2 3 ,5 50 3 6 ,5
C o n ju n to V 54 15,5 4 9 ,5 5 6 ,5
H 3 3 ,5 22 37 1 7,5
* Cifras nulas o demasiado pequeñas (y dadas a título indicativo).

1. Adoptando (en 1970) 1935 como límite superior de las cohortes con­
sideradas, nos situábamos por encima de la edad media de matrimonio de los
hombres (29 años) y de las mujeres (24 años) y cerca del límite superior de la
edad en la que el matrimonio resulta cada vez más difícil (sólo se cuentan 4 6 5
casos de matrimonio pasados los 35 años).
2. «DEL M U N D O C E R R A D O AL U N IV E R SO IN FIN IT O »

Al retomar el título de la famosa obra de Alexandre Koyré,


sólo se pretende evocar el conjunto de procesos que, en el orden
económico, pero también, y, sobre todo, en el simbólico, han
corrido paralelos con la apertura objetiva y subjetiva del mundo
campesino (y, más generalmente, rural) y han neutralizado pro­
gresivamente la eficacia de los factores que tendían a afianzar la
autonomía relativa de ese mundo y a posibilitar una forma par­
ticular de resistencia a los valores centrales: o sea, mencionando
sólo los más importantes, la escasa dependencia respecto al mer­
cado, sobre todo, en materia de consumo, gracias al privilegio
otorgado a la ascesis del autoconsumo (de ia que la homogamia
constituye un aspecto) y el aislamiento geográfico, acentuado
por la precariedad de los medios de transporte (vías y vehícu­
los), que tendría a reducir el ámbito de los desplazamientos y a
propiciar el confinamiento en un mundo social de base local e
imponía a la vez la interdependencia y el interconocimiento
más allá de las diferencias económicas o culturales. Ese confina­
miento objetivo y subjetivo posibilitaba una forma de particula­
rismo cultural basado en la resistencia, más o menos asegurada,
frente a las normas ciudadanas, especialmente en materia de
lengua, y una especie de localcentrismo, en materia de religión y
de política: por ejemplo, las elecciones políticas corrientes se
efectuaban en gran parte por referencia al contexto inmediato,
es decir, en función de la posición ocupada en la jerarquía en el
seno del microcosmos cerrado que tendía a velar como una p a n ­
talla el macrocosmos social y la posición relativa que el micro­
cosmos, globalmente, ocupaba (así, a partir de un nivel deter­
minado de la jerarquía local, había que ser, en cierto modo,
practicante y conservador, y, para un campesino «relevante»,
asistir de manera habitual a las ceremonias religiosas y llevarle al
cura vino de misa era una cuestión de pourtalé [puerta principal
de la casa], es decir, de rango social). En otras palabras, la posi­
ción ocupada en el espacio social por ese microcosmos dotado
de sus jerarquías sociales propias, de sus dominantes y de sus
dominados, así como de sus conflictos de «clases», no tenía efec­
to práctico en la idea que los campesinos se hacían de su mundo
y de la posición que ocupaban en él.1
La unificación del mercado de los bienes económicos y sim­
bólicos tiene como primer efecto el de hacer desaparecer las con­
diciones de existencia de valores campesinos capaces de plantear-

1. Las categorías de derecha e izquierda, propias dei campo político


central, no tienen, en absoluto, el mismo sentido en el macrocosmos y en el
microcosmos local (en el supuesto de que tengan algún sentido en este con­
texto). A la allodóxia estructural, que resulta de la autonomía relativa, al me­
nos subjetiva, de las unidades de base local, y no a la dispersión espacial,
como sugiere Marx, con la metáfora del saco de patatas, es imputable la sin­
gularidad constante de las tomas de posición políticas de los campesinos y,
más generalmente, de los rurales. Para explicar totalmente esa aílodóxia, cu­
yos efectos distan mucho de haber desaparecido, hay que tomar en considera­
ción todo un conjunto de rasgos característicos de la condición campesina y
rural, que sólo podemos mencionar aquí: el hecho de que las imposiciones in­
herentes a la producción se presenten en forma de relaciones naturales más
que a través de relaciones sociales (pues los horarios y ios ritmos de la produc­
ción parecen determinados exclusivamente por los ritmos de la naturaleza, e
independientemente de cualquier voluntad humana; y el éxito de la empresa
parece depender de las condiciones climáticas más que de las estructuras de la
propiedad o del mercado, etcétera); el hecho de que la dependencia universal
respecto a la opinión de los demás adopte una forma muy particular en esos
mundos cerrados donde cada cual está siempre expuesto a la mirada de los
demás y condenado a coexistir con ellos de por vida (es el argumento «:Bien
hay que vivir!» invocado para justificar el sometimiento prudente a los vere­
dictos colectivos y la resignación al conformismo), etcétera.
se frente a valores dominantes en tanto que antagonistas, ai menos
subjetivamente, y no sólo en tanto que otros (invocando la vieja
oposición platónica del enantíony del héteron, que bastaría para es­
clarecer muchas discusiones confusas sobre la «cultura popular»).
La dependencia limitada y velada va dando progresivamente paso
a una dependencia profunda y vislumbrada, incluso reconocida.
Se ha descrito a menudo la lógica y los efectos del reforzamiento
de la dominación de la economía de mercado sobre la pequeña
agricultura (en la que se incluyen los campesinos más «grandes» de
Lesquire). Para la producción, la explotación agrícola depende
cada vez más del mercado de los bienes industriales (maquinaria,
abonos, etcétera) y sólo puede hacer frente a las inversiones necesa­
rias para modernizar el equipo productivo y optimizar los rendi­
mientos recurriendo a préstamos que, en tanto que tales, compro­
meten el equilibrio financiero de la empresa agrícola y la abocan a
un tipo determinado de productos y de mercados. Para la comer­
cialización también depende cada vez más estrechamente del mer­
cado de productos agrícolas y, más precisamente, de la industria
alimentaria (en el caso particular, la que se encarga de la recogida
de la leche). Debido a que sus gastos de explotación dependen de
la evolución general de los precios, particularmente industriales,
sobre los que no tienen influencia alguna, y, sobre todo, a que los
beneficios dependen cada vez más de precios garantizados (como
los de la leche o del tabaco), los avatares de la coyuntura de los pre­
cios tienden a ocupar, en la realidad y en su visión del mundo, el
lugar que correspondía antaño a los avatares de la naturaleza: a tra­
vés de la intervención económica de los poderes públicos —y, en
particular, del índice de precios—, es una acción política, adecuada
para suscitar reacciones políticas, lo que ha hecho su aparición en
el mundo casi natural de la economía campesina.1 Cosa que tiene

1. Por mucho que siempre se oculte, ante los propios ojos de quienes
son responsables de ella, aduciendo justificaciones técnicas, la política de pre­
cios depende fundamentalmente del peso del campesinado en la relación de
fuerzas políticas y del interés que represente para los dominantes el manteni­
miento de la existencia de una agricultura precapkaüsta cara, pero política­
mente segura, es decir rentable en otro sentido (y necesaria, como se ha descu­
el efecto de inclinar hacia una visión más politizada del mundo
social, pero cuya tendencia antiestatal procede todavía en gran
parte de la ilusión de la autonomía, que es la base de la autoexplo-
tación. La representación desdoblada, incluso contradictoria, que
estos pequeños propietarios convertidos en casi asalariados se ha­
cen de su condición, y que se expresa a menudo en unas tomas de
posición políticas a la vez indignadas y conservadoras, tiene su ra-
zón de ser en las ambigüedades objetivas de una condición pro­
fundamente contradictoria. Todavía dueños, al menos en apa­
riencia, de la organización de su actividad (a diferencia del
obrero, que aporta al mercado su fuerza de trabajo, ellos venden
productos), propietarios de medios de producción (edificios y ma­
quinaria) que pueden representar un capital invertido muy consi­
derable (pero, de hecho, imposible de realizar en dinero líquido),
no consiguen sacar de un trabajo a menudo duro, sacrificado y
poco gratificante simbólicamente, aunque cada vez más califica­
do, más que unos ingresos inferiores a los de un obrero calificado.
Debido a un efecto no deseado de la política tecnocrática, en par­
ticular en materia de subvenciones y de crédito, se han visto abo­
cados a contribuir, por sus inversiones de todo tipo, a la instaura­
ción de una producción tan poderosamente socializada, de hecho,
como la de las economías llamadas socialistas, especialmente a tra­
vés de las imposiciones que se ejercen sobre los precios y sobre el
propio proceso de producción, pero conservando la titularidad
nominal y también la responsabilidad de! aparato de producción,
con todas las incitaciones a la autoexplotación que ello conlleva.

bierto en los años 1980, para que el campo conserve sus atractivos estéticos).
¿Se afirmaría con idéntica brutalidad la voluntad tecnocrática de intensificar
el éxodo rural para reducir el despilfarro e introducir en el mercado del em­
pleo industrial a los trabajadores y los capitales actualmente «desviados» por
la pequeña agricultura, si la pequeña burguesía ciudadana, ávida de ascenso y
deseosa de respetabilidad, no hubiera ocupado el lugar, en el sistema de las
alianzas políticas, de un campesinado que se ve así abocado hacia unas formas
de manifestación a la vez violentas y localizadas (debido, particularmente, a
su aislamiento respecto a las demás fuerzas sociales) en las que se expresan to­
das sus contradicciones?
La subordinación creciente de la economía campesina a la
lógica del mercado no habría bastado, por sí sola, para determi­
nar las profundas transformaciones ocurridas en el mundo ru­
ral, empezando por la emigración masiva, si ese proceso no hu­
biera estado vinculado en sí mismo, por una relación de
causalidad circular, a una unificación del mercado de los bienes
simbólicos idónea para determinar el declive de la autonomía
ética de los campesinos y, con ello, la debilitación de sus capa­
cidades de resistencia y de rechazo. Se suele admitir que, de for­
ma muy generala la emigración fuera del sector agrícola es fun­
ción de ía relación entre los salarios en la agricultura y en los
sectores no agrícolas y de la oferta de empleo en esos sectores
(establecida en función del índice de no empleo industrial).
Cabría así plantear un modelo mecánico sencillo de los flujos
migratorios presuponiendo, por una parte, que existe un campo
de atracción con diferencias de potencial tanto mayores cuanto
mayor es el desfase de las situaciones económicas (nivel de in­
gresos, índice de empleo), y, por otra, que los agentes oponen a
las fuerzas del campo una inercia o una resistencia que varía se­
gún diferentes factores.
Pero ese modelo sólo resulta del todo satisfactorio si se ol­
vidan las condiciones previas de su funcionamiento, que nada
tienen de mecánicas: así, por ejemplo, el efecto del desfase en­
tre los ingresos en la agricultura y fuera de ella sólo puede ejer­
cerse en la medida en que la comparación, como acto consciente
o inconsciente de puesta en relación, se vuelve posible y social­
mente aceptable y representa una ventaja para el modo de vida
ciudadano, del que el salario no es más que una dimensión en­
tre muchas otras; es decir en la medida en que el mundo cerra­
do y finito se abre y empiezan a caer progresivamente los velos
subjetivos que volvían impensable cualquier especie de acerca­
miento entre ambos universos. D icho de otro modo, las venta­
jas asociadas a la existencia urbana sólo existen y actúan si se
vuelven ventajas percibidas y valoradas, si, por consiguiente,
son aprehendidas en función de categorías de percepción y de
valoración que hacen que, dejando de pasar inadvertidas, de ser
ignoradas (pasiva o activamente), se vuelvan perceptibles y va~
lorables, visibles y deseables. Y, de hecho, la atracción del
modo de vida urbano sólo puede ejercerse sobre mentes previa­
mente convertidas a sus atractivos: la conversión colectiva de la
visión del mundo es lo que confiere al campo social inmerso en'
un proceso objetivo de unificación un poder simbólico basado
en el reconocimiento unánimemente otorgado a los valores do­
minantes.
La revolución simbólica es el producto acumulado de innu­
merables conversiones individuales que, a partir de un umbral
determinado, se implican mutuamente en una carrera cada vez
más precipitada. La trivialización que experimenta todo aquello
a lo que acabamos por acostumbrarnos induce, en efecto, a olvi­
dar la extraordinaria labor psicológica que presupone, muy es­
pecialmente en la fase inicial del proceso, cada uno de los aleja­
mientos de la tierra y de la casa; y habría que invocar el esfuerzo
de preparación, las ocasiones propicias para favorecer o desenca­
denar la decisión, las etapas de un alejamiento psíquico siempre
difícil de llevar a cabo (la ocupación profesional a media jorna­
da en el pueblo, como cartero o como chófer, proporciona, por
ejemplo, el trampolín para dar el salto a la ciudad) y, a veces,
nunca completado (como prueban los esfuerzos, que duran
toda una vida, de los emigrantes a la fuerza para «acercarse» a la
región natal).
Cada uno de los agentes concernidos pasa, simultánea o su-
cesivamente, por fases de confianza en sí mismo, de ansiedad
más o menos agresiva y de crisis de autoestima (que se expresa en
el lamento ritual del ocaso de los campesinos y de la «tierra»: «la
tierra está jodida»). La propensión a recorrer más o menos depri­
sa la trayectoria psicológica que conduce al vuelco de la tabla de
los valores campesinos depende de la posición ocupada en la an­
tigua jerarquía, a través de los intereses y de las disposiciones aso­
ciados a esa posición. Los agentes que oponen la resistencia más
débil a las fuerzas de atracción externas, que perciben antes y
m ejor que los demás las ventajas asociadas a la emigración, son
aquellos que sienten menos apego objetiva y subjetivamente por
la tierra y por la casa, porque son mujeres, segundones o pobres.
Así pues, sigue siendo el orden antiguo lo que define el orden en
el que uno se aleja de él. Las mujeres, que, en tanto que objetos
simbólicos de intercambio, circulaban de abajo arriba, y por ello
eran espontáneamente propensas a mostrarse diligentes y dóciles
respecto a las conminaciones o a los atractivos ciudadanos, son,
con los segundones, el caballo de Troya del mundo urbano. M e­
nos apegadas que los hombres (e incluso que los segundones) a la
condición campesina, y menos comprometidas con el trabajo y
con las responsabilidades de poder, o sea, por ende, menos pen­
dientes de la preocupación por el patrimonio que hay que «con­
servar», m ejor dispuestas respecto a la educación y a las promesas
de movilidad que ésta contiene, introducen en el centro del
mundo campesino la mirada ciudadana que devalúa y descalifica
las «virtudes campesinas».
Así, la reestructuración de la percepción del mundo social
que es crucial en la conversión individual y colectiva es indisocia-
ble del fin de la autarquía psicológica, colectivamente mantenida,
que convertía el mundo hermético y cerrado de la existencia fa­
miliar en una referencia absoluta. Referencia tan absolutamente
indiscutida que el alejamiento selectivo de aquellos que, segun­
dones o segundonas pobres, tenían que abandonar la tierra, por y
mediante el trabajo o el matrimonio, constituía aun así un home­
naje tributado a los valores centrales y reconocido como tal.1 La
conversión colectiva que ha abocado a emigraciones cada vez más
numerosas y que acabará afectando a los mismísimos supervi­
vientes es inseparable de lo que no queda .más remedio que calífi-

1. El desmoronamiento simbólico de los valores campesinos es hoy tan


absoluto, que hay que recordar algunos ejemplos típicos de su afirmación
triunfante. Por ejemplo, esta denuncia de su degradación expresada justo an­
tes de la Segunda Guerra Mundial por la esposa de un «heredero relevante»
de Denguin a propósito de otro «gran heredero»; «¡X. casa a su hija con un
obrero!» (en realidad, un pequeño propietario de Saint-Faust que trabajaba
como empleado en la Casa del Campesino). O esta exclamación ofendida a
propósito de una familia relevante de Arbus cuya hija Cínica se había casado
con un funcionario: «Dap u empiegatf» («¡Con un empleado!»).
car de revolución copernicana: el lugar central, inmutable, sede
de una jerarquía también inmutable y única, no es más que un
punto cualquiera en un espacio más amplio, o, peor aún, un pun­
to bajo, inferior, dominado. E l municipio, con sus jerarquías (la
oposición, por ejemplo, entre los campesinos «grandes» y los «pe­
queños»), acaba resituado en un espacio social más amplio dentro
del cual los campesinos, en su conjunto, ocupan una posición do­
minada. Y aquellos mismos que copaban las posiciones más ele­
vadas en ese mundo de repente relegado acabarán, a falta de llevar
a cabo a tiempo las conversiones y las reconversiones necesarias,
por pagar todos los platos rotos de la revolución simbólica que
afecta al orden antiguo en un punto estratégico: el mercado ma­
trimonial; como la explotación agrícola se sitúa en un entorno
económico y en un mercado del trabajo que la condena a no te­
ner más mano de obra que la doméstica, ese mercado condiciona,
en efecto, muy directamente, la reproducción de la mano de obra
agrícola y, con ello, de la empresa campesina.
3. LA U N IF IC A C IÓ N D E L M E R C A D O M A T R IM O N IA L

En tanto que mercado absolutamente particular donde es a


las personas, con todas sus propiedades sociales, a lo que concre­
tamente se pone precio, el mercado matrimonial constituye para
los campesinos una ocasión particularmente dramática de descu­
brir la transformación del sistema de valores y el hundimiento
del precio social que se les atribuye. Eso es lo que revelaba, de
forma especialmente dramática, el modesto baile de Navidad,
punto de partida de toda la investigación, que se manifiesta, al
cabo de un prolongado trabajo de construcción teórica, amplia­
do sobre la marcha a objetos empíricos fenom énicam ente del
todo distintos, como la realización paradigmática de todo el pro­
ceso que ha abocado a la crisis del orden campesino del pasado.1
El baile es, en efecto, la forma visible de la nueva lógica
del mercado matrimonial. Resultado de un proceso por medio del
cual los mecanismos autónomos y autorregulados de un merca­

1. Habría que tratar, a propósito de este ejemplo, de aclarar lo que suele


llamarse intuición. La escena concreta mediante la cual se representa ei pro­
blema es un auténtico paradigma cond.uctual que condensa, en forma sensible,
toda la lógica de un proceso complejo. Y no es indiferente que el carácter alta­
mente significativo de la escena sólo se revele al principio a una percepción
interesada, incluso profundamente sesgada, como dicen los tratados de «me­
todología», porque contiene la carga de todas las resonancias afectivas y de to­
das las colaboraciones emocionales que implica la participación simpática en
la situación y en el punto de vista, doloroso, de las víctimas.
do matrimonial cuyos límites se extienden mucho más allá del
mundo campesino tienden a ocupar el lugar de los intercambios
regulados del pequeño mercado local, subordinado a las normas
y a los intereses del grupo, permite ver, concretamente, el efecto
más específico —y más dramático—de la unificación del mercado
de los intercambios simbólicos y la transformación que, en este
ámbito como en otros, corre pareja con el paso del mercado local
a la economía de mercado.1 Según la formulación de Engels, los
agentes «han perdido el control de sus propias interrelaciones so­
ciales»; las leyes de la competencia se imponen «a pesar de la
anarquía, en y por la anarquía».2 Los herederos de familia rele­
vante condenados al celibato son las víctimas de la competencia
que domina de ahora en adelante un mercado matrimonial hasta
la fecha protegido por las imposiciones y los controles, a menu­
do mal tolerados, de la tradición. Al determinar una devaluación
brutal de todos los productos del modo de producción y de re­
producción campesino, de todo lo que las familias campesinas
pueden ofrecer, como la tierra y la vida en el campo o el ser del
campesino, su lenguaje, su atuendo, sus modales, su comporta­

1. Los informadores oponen explícitamente los dos modos de instaura-


ción de las relaciones que conducen al matrimonio; la negociación enere las
familias, a menudo sobre la base de vínculos anteriores, y el contacto directo,
cuya ocasión, prácticamente, siempre se presenta en el baile. La libertad que
da la interacción directa entre los interesados, así liberados de las presiones
familiares y de todas las consideraciones económicas o éticas (por ejemplo, la
«fama» de la muchacha), tiene como contrapartida el sometimiento a las le­
yes del mercado de los individuos abandonados a su libre albedrío.
2. La distinción que establece K. Polanyi entre «ios mercados aislados»
(isolated markets) y «la economía de mercado» (market ecanomy), es decir,
más precisamente, enere los «mercados regulados» (regulated markets) y el
«mercado autorregulado» (self-regulating market) (véase K. Polanyi, The Great
Transformation, the Political a nd Economic Origine o fo ur Time, Boston, Bea-
con Press, 1974, págs. 56-57, 7.a reed., 1967), aporta una importante pre­
cisión al análisis marxista de la «anarquía» de la «producción socializada»
(socializadproduction) en la que «el producto gobierna a los productores» (the
product govems the producers): la existencia de un mercado no basta para
crear la economía de mercado mientras el grupo conserve el dominio de los
mecanismos de intercambio.
miento y hasta su «físico», la unificación del mercado neutraliza
los mecanismos sociales que garantizaban a ese campesino, den­
tro de los límites de un mercado restringido, un monopolio de
hecho, muy propio para proporcionarle todas las mujeres nece­
sarias para la reproducción social del grupo, y sólo éstas.
En materia de matrimonio, como en cualquier otra especie
de intercambio, la existencia de un mercado no implica, en modo
alguno, que las transacciones sólo obedezcan a las leyes mecáni­
cas de la competencia. Numerosos mecanismos institucionales
tienden, en efecto, a garantizar al grupo el dominio de los inter­
cambios y a protegerlo contra los efectos de la «anarquía» a la
que se refería Engels, y que se suele olvidar, a causa de la espon­
tánea simpatía que inspira el modelo «liberal», que, como en el
teatro clásico, libera a los enamorados de los imperativos de la
tazón de Estado doméstica. Así, en el antiguo régimen matrimo­
nial, como ia iniciativa del matrimonio no pertenecía a los inte­
resados, sino a las familias, los valores y los intereses de la «casa»
y de su patrimonio tenían más posibilidades de imponerse en
contra de las fantasías o los azares del sentimiento.1 Y ello tanto
más cuanto que toda la educación familiar predisponía a los jó ­
venes a someterse a las conminaciones parentales y a aprehender
a los pretendientes según las categorías de percepción propia­
mente campesinas: ya que el «buen campesino» se reconocía por
el rango de su casa, vinculado, inseparablemente, al tamaño de
su hacienda y a la dignidad de su familia, y también por unas vir­
tudes personales como la autoridad, la competencia y el ardor en
el trabajo, mientras que la buena esposa era, ante todo, la «buena

1. La institución más típica del antiguo régimen matrimonial era, evi­


dentemente, el casamentero —o la casamentera— (llamado trnchur o talamé),
prácticamente institucionalizado o espontáneo. En un universo donde la se­
paración entre los sexos, siempre muy nítida, sin duda no ha dejado de au­
mentar debido al debilitamiento de los vínculos sociales tradicionales, parti­
cularmente en ios caseríos, y al espaciamiento de las ocasiones tradicionales
de encuentro —como las labores del campo colectivas—, la laxitud del nuevo
régimen matrimonial sólo puede redundar en un reforzamíento de la ventaja
de ios ciudadanos.
campesina», resistente y trabajadora, y preparada para aceptar la
condición que se le ofrecía. Com o nunca habían conocido «otra
cosa», las muchachas de los caseríos vecinos y de toda la zona de
colinas estaban más dispuestas a conformarse con la existencia
que el matrimonio les prometía; nacidas y criadas en una área re­
lativamente cerrada a las influencias exteriores, tenían menos
posibilidades también de valorar a sus eventuales parejas según
criterios heterodoxos. Así, antes de 1914, el mercado m atrim o­
nial de los campesinos de los caseríos de Lesquire se extendía a
toda la región comprendida entre el Gave de Pau y el Gave de
O lorón, conjunto económica y socialmente muy homogéneo de
municipios compuestos, como Lesquire, de un pequeño núcleo
todavía muy campesino y de granjas dispersas por las laderas y
las colinas.1 El dominio del grupo sobre los intercambios se afir­
maba en la restricción del tamaño del mercado matrimonial me­
dido en distancia geográfica y, sobre todo, en distancia social.
Por más que, en ese ámbito, como en otros, el mundo campesino
jamás haya conocido la autonomía y la autarquía totales que los
etnólogos a menudo le atribuyen, aunque sólo fuera limitándose
al ámbito del pueblo, sí había sabido conservar el control de su
reproducción asegurando casi la totalidad de sus intercambios
matrimoniales dentro de un «mercado pertinente» extremada­
mente reducido y socialmente homogéneo: la homogeneidad de
las condiciones materiales de existencia y, por consiguiente, de los
babitus, es, en efecto, la mejor garantía de perpetuación de los va­
lores fundamentales del grupo.
Ese mundo hermético en el que uno se sentía en casa y entre
los suyos paulatinamente se ha ido abriendo. E n los caseríos del
área principal de los matrimonios, así como en los caseríos de Les­
quire, las mujeres vuelven cada vez más la mirada hacia la ciudad
antes que hacia su caserío o los caseríos vecinos. Más dispuestas

1. Los diferentes barrios de Lesquire tenían, dentro del área común,


sectores propios, definidos por la asistencia privilegiada a los mismos merca­
dos y a las mismas fiestas o, más precisamente, por la utilización de los mis­
mos autocares (que conducían a la población de los distintos barrios en di­
recciones diferentes y posibilitaban contactos entre los usuarios).
que los hombres a adoptar los modelos y los ideales urbanos, son
renuentes a casarse con un campesino que les promete aquello
mismo de lo que quieren huir (entre otras cosas, la autoridad de
los suegros, que «no están dispuestos a renunciar», y, muy espe­
cialmente la tiranía tradicional de la anciana daune, que pretende
conservar el mando en la casa, particularmente cuando él padre
carece de autoridad porque hizo un matrimonio de abajo arriba).
Por último, y, sobre todo, tienen más posibilidades de encontrar
un partido fuera del mundo campesino, para empezar, porque,
según la lógica misma del sistema, son ellas las que circulan, y de
abajo arriba. D e lo que resulta que los intercambios matrimonia­
les entre los caseríos campesinos y los pueblos y las ciudades sólo
pueden efectuarse en un único sentido. Como prueba la presen­
cia, en los modestos bailes campesinos, de jóvenes ciudadanos a
los que su desenvoltura y su aspecto proporcionan una ventaja in­
estimable sobre los campesinos, el mercado matrimonial antigua­
mente controlado y prácticamente reservado está ahora abierto a
la competencia más brutal y más desigual. Mientras que el ciuda­
dano puede escoger entre diferentes mercados matrimoniales je ­
rarquizados (ciudades, pueblos, caseríos), el campesino de los ca­
seríos está confinado a su área y sometido a la competencia,
incluso dentro de ésta, de rivales mejor pertrechados, por lo me­
nos simbólicamente. La extensión reciente del área matrimonial
de los campesinos de los caseríos, lejos de indicar el acceso a un
grado de libertad superior y de conducir, con el crecimiento de los
espacios de matrimonios posibles, a un aumento de las posibilida­
des de matrimonio, expresa, por el contrario, sencillamente, la ne­
cesidad en la que se encuentran los más desfavorecidos de exten­
der el área geográfica de prospección, pero dentro de los límites de
la homogeneidad social (o, mejor aún, para mantener esa hom o­
geneidad), y de dirigir sus expectativas, a la inversa de sus herma­
nas, hacia los caseríos más remotos del País Vasco o de Gascuña.1

1. Sin pretender establecer aquí una teoría general de los intercambios


matrimoniales en las sociedades socialmente diferenciadas, quisiéramos, tan
sólo, indicar que ia descripción de los procesos de unificación del merca­
Com o suele ocurrir cuando un orden social empieza a bas­
cular, sobre todo, de forma imperceptible, los antiguos domi­
nantes contribuyen a su propio declive. Por ejemplo, porque se
someten al sentido de su cota de condición social, lo que les im­
pide rebajarse y llevar a cabo a tiempo las revisiones necesarias e
incluso recurrir a las estrategias de la desesperanza que la dureza
de los tiempos impone a los más desfavorecidos. Es el caso de los
herederos de buena familia que se enclaustran en el celibato tras
varios intentos infructuosos con muchachas de su rango o de

do matrimonia] no implica, en modo alguno, la adhesión al modelo del mer­


cado matrimonial unificado que actúa, en estado implícito, en las teorías co­
munes de la «elección del cónyuge» y que, postulando la homogeneidad de
las funciones de la homogamia (sin ver que puede tener sentidos opuestos se­
gún afecte a privilegiados o a desposeídos), erige la atracción del semejante
por su semejante, según la intuición del sentido común («cada oveja con su
pareja»), es decir, la búsqueda de la homogamia, en principio universal, pero
sin contenido, de la homogamia. Sin embargo, no se trata tanto de caer en la
ilusión opuesta, que consistiría en tratar los diferentes mercados matrimonia­
les (por ejemplo, el mercado «campesino», que sigue funcionando, a trancas
y barrancas) como otros tantos universos separados, libres de cualquier de­
pendencia. De igual modo que sólo se puede dar razón de las variaciones de
salarios según las regiones, los sectores o las profesiones, siempre y cuando se
abandone la hipótesis de un mercado del trabajo único y unificado y se re-
nuncie a agregar artificialmente datos heteróclitos buscando las leyes estruc­
turales de funcionamiento propias de los diferentes mercados, sólo se pueden
comprender las variaciones que se observan en las posibilidades de matrimo­
nio de las diferentes categorías sociales, es decir, del precio que reciben los
productos de su educación, teniendo en cuenta que existen diferentes merca­
dos jerarquizados y que los precios que las diferentes categorías de los «casa­
deros» pueden recibir dependen de las posibilidades que tengan de acceder a
los diferentes mercados y de su escasez en esos mercados, es decir, del valor,
que tengan en ellos (y que puede calibrarse a partir del valor material o sim­
bólico del bien matrimonial contra el que han sido intercambiados). M ien­
tras que los más favorecidos pueden extender el área geográfica y el área so­
cial de los matrimonios (dentro de los límites de la unión desacertada), los
más desfavorecidos pueden verse condenados a ampliar el área geográfica
para compensar la restricción social del área social en la que pueden encon­
trar pareja. Las «ferias de solteros», la primera de las cuales se organizó en Es­
partos, en las Baronías, en 1966, sólo se pueden comprender dentro de esa
lógica, la de las estrategias de la desesperanza.
aquellos que, bien relacionados y cortejados, desperdician su
momento, el filo de los años 1950, cuando el matrimonio toda­
vía es algo fácil para los campesinos «grandes» («Muchas chicas
que no le parecieron un bocado digno de su paladar delicado le
vendrían ahora como anillo ai dedo», dícese de uno de ellos). O ,
por ejemplo, porque aplican a la nueva situación principios anti­
guos que los inducen a actuar a destiempo. Com o esas madres
que se preocupan de buscar un partido para su hija cuando me­
jor harían pensando en el chico o las que, más numerosas toda-
vía, rechazan en tanto que uniones desacertadas matrimonios
que tendrían que haber recibido como milagros. Las respuestas
del habitus que, cuando coincide con el mundo, pueden hacer
pensar en un cálculo racional, pueden, por el contrario, venir a
contrapelo cuando, enfrentado a un mundo diferente del que lo
ha producido, el habitus gira, en cierto modo, loco y proyecta so­
bre un mundo del que han desaparecido las estructuras objetivas
del que es fruto la expectativa de esas estructuras.
Indudablemente, el desfase entre los habitus y las estructuras,
y los fallos de comportamiento consiguientes, son motivo de re­
consideraciones críticas y de conversiones. Pero la crisis no en­
gendra automáticamente la toma de conciencia; y el dempo nece­
sario para comprender el nuevo curso de las cosas es, sin duda,
tanto más dilatado cuanto mayores son el apego objetivo y subje­
tivo al antiguo mundo, así como los intereses y las inversiones en
los retos que plantea. Por este motivo, se invierte el privilegio con
tanta frecuencia. D e hecho, los diferentes agentes recorren, a ve­
locidades diferentes segán los intereses invertidos en el antiguo y
en el nuevo sistema, con avances y retrocesos, la trayectoria que
conduce del antiguo régimen matrimonial al nuevo, a costa de
una revisión de los valores y de las representaciones asociadas a
uno y a otro. Y el efecto más característico de la crisis revolucio­
naria, que se expresa en profecías profilácticas, en previsiones que
hacen las veces de exorcismo —del tipo «la tierra está jodida»—, es
esa especie de desdoblamiento de la conciencia y del comporta­
miento que induce a actuar sucesiva o simultáneamente segán los
principios contradictorios de ambos sistemas antagonistas.
La estadística establece, así, que los hijos de campesinos,
cuando consiguen casarse, se casan con hijas de campesinos,
mientras que las hijas de campesinos se unen a menudo a no
campesinos. Esas estrategias matrimoniales manifiestan, en su
antagonismo mismo, que el grupo no quiere para sus hijas lo
que quiere para sus hijos o, peor aún, que no quiere, en el fon­
do, a sus hijos para sus hijas, aunque sí quiera a sus hijas para
sus hijos. Recurriendo a estrategias estrictamente inversas se­
gún tengan mujeres que colocar o que tomar, las familias cam­
pesinas revelan que, por efecto de la violencia simbólica, esa
violencia de la que uno es a la vez objeto y sujeto, cada una de
ellas está escindida en contra de sí misma: mientras la endoga-
mia ponía de manifiesto la unicidad de los criterios de evalua­
ción, o sea, el acuerdo del grupo consigo mismo, la dualidad
de las estrategias matrimoniales evidencia la dualidad de los
criterios que el grupo utiliza para calibrar el valor de un indivi­
duo, o sea su propio valor en tanto que clase de individuos.
Según una lógica análoga a la que rige ios procesos de infla­
ción (o, en un grado de intensidad superior, los fenómenos de
pánico), cada familia o cada agente contribuye a la deprecia­
ción dei grupo en su conjunto, pues esa depreciación es la base
de sus estrategias matrimoniales. Todo sucede como si el gru­
po simbólicamente dominado conspirara contra sí mismo. Ac­
tuando como si su mano derecha ignorara lo que hace la iz­
quierda, contribuye a instaurar ias condiciones del celibato de
los herederos, y del éxodo rural, que por lo demás lamenta
como una calamidad social. Dando a sus hijas, a las que solía
casar de abajo arriba, a ciudadanos, manifiesta que asume,
consciente o inconscientemente, la representación ciudadana
del valor actual y rebajado del campesino. Siempre presente,
pero reprimida, la imagen ciudadana dei campesino se impone
incluso en la conciencia del campesino. El desplome de la cer-
titudo sui que los campesinos habían conseguido defender con­
tra viento y marea de todas las agresiones simbólicas, incluidas
las de la escuela integradora, multiplica ios efectos del replan­
teamiento que lo provoca. La crisis de los «valores campesi­
nos», que se expresa en la anarquía de los intercambios del
mercado matrimonial, multiplica la crisis del valor del campe­
sino, de sus bienes, de sus productos, y de todo su ser, en el
mercado de los bienes materiales y simbólicos. La derrota inte­
rior, experimentada a escala individual, origen de esas traicio­
nes aisladas, cometidas al amparo de la soledad anónima del
mercado, desemboca en ese resultado colectivo y no deseado,
la huida de las mujeres y el celibato de los hombres.
El mismo mecanismo es lo que lo que origina el cambio de
actitud de los campesinos respecto al sistema de enseñanza, ins­
trumento principal de la dominación simbólica del mundo ciu­
dadano. Porque la escuela es lo que se presenta como lo único
capaz de enseñar las aptitudes que el mercado económico y
el mercado simbólico exigen con una urgencia cada vez ma­
yor, com o la utilización de la lengua francesa o el dominio del
cálculo económico, la resistencia opuesta hasta la fecha a la es-
colarización y a los valores escolares se desvanece.1 La sumisión
a los valores de la escuela impulsa y acelera el renunciamiento a
los valores tradicionales. C on ello, la escuela cumple su función
de instrumento de dominación simbólica, y contribuye a la
conquista de un nuevo mercado para los productos simbólicos
ciudadanos: precisamente allí donde en efecto no consigue pro­
porcionar los medios para apropiarse de la cultura dominante
es donde logra, al menos, inculcar el reconocimiento de la legi­
timidad de esa cultura y de aquellos que poseen los medios de
apropiársela.

1. El declive progresivo del valor de las lenguas vernáculas en el mer­


cado de los intercambios simbólicos constituye tan sólo un caso particular
de la devaluación que sufren todos los productos de la educación campesi­
na: la unificación de ese mercado ha resultado nefasta para todos esos pro­
ductos, modales, objetos, atuendos, relegados al orden de lo caduco y vul­
gar o artificialmente conservados por los eruditos locales, en el estado
fosilizado de folclore. Los campesinos entran en los museos de artes y tradi­
ciones populares, o en esas especies de reservas de paletos disecados que son
¡os ecomuseos, en el momento en el que salen de la realidad de la acción
histórica.
La correlación que une los índices de escolarización y ios
índices de celibato de los agricultores (establecidos a escala re-
gional) no ha de leerse como una relación causal. Eso signifi­
caría olvidar que ambos términos de la relación son fruto del
mismo principio, aun cuando la educación pueda contribuir,
a su vez, a reforzar la eficacia de los mecanismos que produ­
cen el celibato de los hombres.5 La unificación de los mer­
cados económico y simbólico (del que la generalización del
recurso al sistema de enseñanza constituye sólo una faceta)
tiende, com o hemos visto, a transformar el sistema de referen­
cia respecto al cual los campesinos sitúan su posición dentro
de la estructura social; uno de los factores de 1a desmoraliza­
ción campesina, que se manifiesta tanto en la escolarización
de los hijos como en la emigración o en el abandono de las
lenguas locales, reside en el paulatino deterioro del velo de las
relaciones sociales de base local que contribuía a ocultarles la
verdad de su posición en el espacio social: el campesino apre­
hende su condición por comparación con la del funcionario
subalterno o del obrero. La comparación ya no es abstracta o
imaginaria, como antes. Se lleva a cabo en las confrontaciones
concretas en el seno mismo de la familia, con los emigrantes y
sobre todo, probablemente, en las relaciones de competencia
real en las que los campesinos se las tienen que ver con los no
campesinos, cuando se produce una boda. Otorgando en la
práctica la preferencia a los ciudadanos, las mujeres recuerdan
los criterios dominantes de la jerarquización social. Con esta

1 . Resulta prácticamente imposible restablecer, a escala regional, el sis­


tema de factores explicativos que determinan las estrategias matrimoniales de
los agricultores. Vista la heterogeneidad de las explotaciones agrícolas, en el
seno mismo de ia región, habría que poder tomar en consideración a ia vez el
tamaño de la explotación, el ciclo de vida de la familia, el número de hijos,
su distribución por sexo, su éxito escolar respectivo, etcétera. Así, un explota­
dor agrícola que tuviera un hijo de veinticinco años y una finca de veinte
hectáreas no podía jubilarse a los sesenta años y dejar la granja a su hijo, que
gustosamente se habría hecho cargo de ella. Si tuviera una explotación algo
mayor, podría segregaría provisionalmente en dos; si la diferencia de edad
entre su hijo y él fuera mayor, podría dejársela al cumplir los sesenta.
vara de medir, los productos de, la educación campesina, y, en
particular, los modales campesinos de comportamiento con las
mujeres, poco valor tienen: el campesino se vuelve «campesi­
no», en el sentido que el insulto ciudadano otorga a este adje­
tivo. Según la lógica del racismo que se observa también entre
las clases, el campesino está constantemente obligado a contar
en su práctica con la representación de sí mismo que los ciu­
dadanos le devuelven; y a reconocer también en los desmenti­
dos que él le contrapone la devaluación a la que le somete el
ciudadano.
Se percibe de inmediato la aceleración que el sistema de
enseñanza puede introducir en el proceso circular de devalua­
ción. En primer lugar, no hay duda de que posee por sí mis­
mo un poder de apartamiento que puede bastar para desbara­
tar las estrategias de afianzamiento mediante las cuales las
familias tratan de dirigir las inversiones de los hijos de prefe­
rencia hacia la tierra antes que hacia la escuela —cuando la
propia escuela no ha bastado para desanimarlos mediante sus
sanciones negativas—. Ese efecto de deculturización no se ejerce
tanto por la virtud del propio mensaje pedagógico como por
la mediación de la experiencia de los estudios y de la condi­
ción de cuasiestudiante. La prolongación de la escolaridad
obligatoria y el alargamiento de la duración de los estudios co­
locan, en efecto, a los hijos de los agricultores en situación de
«colegiales», incluso de «estudiantes», aislados de la sociedad

1 . Cuanto más han permanecido dentro del sistema de enseñanza, más


posibilidades tienen los hijos de los campesinos de abandonar la explotación
agrícola. Entre los hijos de agricultores, los que han cursado una enseñanza
técnica o general, secundaria o superior, son ios más proclives a apartarse de
la agricultura por oposición a los que sólo han recibido una formación pri­
maria o una enseñanza agrícola. Además de haber sido preparados explícita o
implícitamente para ejercer un oficio no agrícola o pata vivir en el entorno
urbano, se ven afectados por un lucro cesante tanto más considerable, si se
dedican a la agricultura, cuanto que determinados umbrales de superficie de
explotación y de capital no llegan a alcanzarse. Por último, son los más aptos
para tener un buen conocimiento de la oferta de empleos no agrícolas y para
desplazarse hacia las zonas donde las perspectivas de ingresos son mayores
campesina por todo su estilo de vida y, en particular, por sus
ritmos temporales.1 Esta nueva experiencia tiende a desreali­
zar prácticamente los valores transmitidos por la familia y a
orientar las inversiones afectivas y económicas no ya hacia la
reproducción del linaje, sino hacia la reproducción, a través
del individuo singular, de la posición ocupada por el linaje en
la estructura social. En este caso, una vez más, es, sobre todo,
a través de la acción que ejerce sobre las chicas como la escue­
la llega a los hijos de agricultores destinados a reproducir la
familia y la propiedad campesina: la acción de deculturizacíón
encuentra un terreno particularmente propicio entre las chi­
cas, cuyas aspiraciones tienden siempre a organizarse en fun­
ción del matrimonio, y que por ello están más atentas y son
más sensibles a los modos y a los modales urbanos y al con­
junto de indicadores sociales que definen el valor de las pare­
jas potenciales en el mercado de los bienes simbólicos; por lo
tanto, son también más propensas a retener de la enseñanza
escolar, sobre todo, los signos externos de la urbanidad ciuda­
dana. Y resulta significativo que, como si, una vez más, se hi­
cieran cómplices de su destino objetivo, los campesinos escola-
ricen más y durante más tiempo a sus hijas.1
N o sólo esos mecanismos tienen el efecto de separar a los
agricultores de sus medios de reproducción biológica y social,

(véase P. Daucé, G. Jegouzo, Y. Latnbert, La Formation des enfants d ’agrícui-


teurs et leur orientation hors de l'agriculture. Résultats d ’u ne enquete expbratoi-
re en Ille-et-Villaine, Rennes, INRA, 1971).
1. En 1962, ei 4 1 ,1 % de las hijas de explotadores agrícolas entre 15
y 19 años estaban escolarizadas contra sólo el 3 2 % sólo de los chicos (véa­
se M . Praderie, «Héritage social et chances d’ascension», en Darras, Le
Partage des bénéfices, Édkions de Minuic, 1966, pág. 348). Aunque los ín­
dices de escolarización de chicos y de chicas sean similares entre ios
10-14 años y los 20-24 años, llama la atención que las chicas de 15 a 19
años, y especialmente aquellas cuyo padre dirige una explotación de más
de diez hectáreas, estén mucho más escolarizadas que los chicos (Véase
«Environnement économique des exploitations agricoles fran$aises», Statis-
tiques agricoles, 8 6 , octubre de 1971, págs. 1 5 6 -166 [suplemento, serie
«Études»]).
sino que también tienden a propiciar la aparición, en la con­
ciencia de ios campesinos, de una imagen catastrófica de su
futuro colectivo. Y la profecía tecnocrática que anuncia la de­
saparición de los campesinos sólo puede afianzar esa represen­
tación confiriendo sentido y coherencia a los múltiples indi­
cios parcelarios que deducen de ia experiencia cotidiana. El
efecto de desmoralización que ejerce una representación pesi­
mista dei futuro de la ciase contribuye al ocaso de la clase que
lo determina. D e lo que resulta que la competencia económi­
ca y política entre las clases también se lleva a cabo a través de
la m anipulación simbólica, del porvenir: la previsión, esta forma
racional de la profecía, resulta idónea para favorecer ei adveni­
miento del porvenir que profetiza. N o hay duda de que la in­
formación económica, cuando se lim ita a poner de manifiesto
y a divulgar ampliamente, hasta a los propios «interesados»,
las leyes de la economía de mercado que condenan a los pe­
queños agricultores, a los pequeños artesanos y a los pequeños
comerciantes, contribuye, debido al efecto de la dialéctica de
lo objetivo y de lo subjetivo, al cumplimiento de los fenóme­
nos que describe. La desmoralización es siempre una forma
particular de self-fulfilling profecy, de profecía que se cumple a
sí misma. El campesinado representa un caso límite y, a este
título, particularmente significativo, de la relación entre los
determinismos objetivos y la anticipación de sus efectos. Por­
que han interiorizado su porvenir objetivo, y la representación
que de él tienen los dominantes, que tienen el poder de con­
tribuir a hacerlo mediante sus decisiones, los campesinos em­
prenden acciones que tienden a poner en peligro su reproduc­
ción.
El reto del conflicto sobre las representaciones del porvenir
no es más que ia actitud de las clases en declive frente a este
declive: o bien la desmoralización, que conduce a la desbanda­
da, como suma de huidas individuales, o bien la movilización,
que conduce a la búsqueda colectiva de una solución colectiva
de la crisis. La diferencia puede estribar fundamentalmente en
la posesión de los instrumentos simbólicos que permitan ál
grujió hacerse con el control de la crisis y organizarse con el
fin de atajarla mediante una respuesta colectiva en vez de huir
de la degradación, real o temida, sumido en el resentimiento
reaccionario y la representación de la historia como com plot.1

1 . D e forma general, la alienación económica que conduce a la violen-


cía reaccionaria de la sublevación conservadora es al mismo tiempo una alie­
nación logicopolítica: los agentes en declive recurren al racismo o, más gene­
ralmente, a la falsa concretización que ubica en un grupo tratado como chivo
expiatorio (judíos, jesuítas, masones, comunistas, etcétera.) el principio de
sus dificultades actuales y potenciales porque no disponen de los esquemas de
explicación que les permitirían comprender la situación y movilizarse colecti­
vamente para modificarla en vez de refugiarse en el pánico de los subterfugios
individuales. En el caso particular, es indudable que la reivindicación regio-
nalista o nacionalista constituye una réplica específica y sensata a la domina­
ción simbólica resultante de la unificación del mercado, y ello contra las dife­
rentes formas de econoraicismo que, en nombre de una definición restringida
de 1a economía y de la racionalidad, y a falta de comprender como tal la eco­
nomía de los bienes simbólicos, reducen las reivindicaciones propiamente sim­
bólicas, que siempre se introducen de una forma más o menos confusa en los
movimientos lingüísticos, regionalistas o nacionalistas, al absurdo de la pa­
sión o del sentimiento (véase, por ejemplo, esta declaración típica de Ray-
mond Cartier en París-Match del 21 de agosto de 1971 a propósito de las rei­
vindicaciones de los católicos irlandeses: «Nada hay más absurdo, la
emigración de unos o de otros significará un desastre económico. Pero no es
el interés, ¡lamentablemente!, lo que rige el mundo, el mundo se rige por la
pasión»). D e hecho, lo que resulta absurdo, y que reduce al absurdo las tres
cuartas partes de los comportamientos humanos, es la distinción clásica entre
las pasiones y los intereses, que hace olvidar 1a existencia de intereses simbóli­
cos absolutamente tangibles y adecuados para fundam entar en razón (simbóli­
ca) comportamientos a primera vista tan perfectamente «pasionales» como las
luchas lingüísticas, algunas reivindicaciones feministas (como e¡ vaivén entre
he y she del nuevo discurso universitario anglosajón) o determinadas formas
de reivindicaciones regionalistas.
4. O P IN IO N E S D E L P U E B L O «SANAS»

Com o ya he reiterado hasta la saciedad el poco crédito que


merece la sociología espontánea, y estoy más decidido que nun­
ca a recusar todas las formas de «chachara cotidiana» sobre lo
cotidiano que vuelven a imperar hoy, al cabo de un ciclo de la
moda intelectual, me siento legitimado para recordar que las la­
mentaciones o las indignaciones de los prim eros interesados de­
signan a menudo problemas que la investigación científica con
frecuencia ignora o esquiva. Es lo que ocurre con el celibato de
los herederos que, alrededor de la década de los sesenta, en un
momento en el que un discurso populista determinado ensalza­
ba la emergencia de una nueva élite campesina, parecía concen­
trar toda la angustia de las familias rurales. D e hecho, si se
acepta la teoría según la cual la reproducción biológica de la fa­
milia agrícola forma parte de las condiciones de funcionamien­
to de la empresa agrícola en su forma tradicional,1 se compren­
de que la crisis que afecta a la institución matrimonial, piedra
angular de todo el sistema de estrategias de reproducción, ame­

1 . Véase A . V. Cha.ya.nov on the Theory ofPeasant Economy, D. Thor-


ner, B. Kerbiay, R. E. F. Smith, eds., Homewood, Illinois, Richard D . Irwin
Co,, 1966 (y, en particular, la introducción de B. Kerbiay, publicada tam­
bién en Cahiers du M onde russe et soviétique V [4] octubre-diciembre de
1964, págs. 411-460); D . Thorner, «Une théorie néo-populiste de l’écono-
mie paysanne: L’École de A. V . Chayanov», Anuales, 6 , noviembre-diciem­
bre de 1966, págs. 1232-1244.
naza la existencia misma de ia «casa» campesina, unidad indiso-
ciabie de un patrimonio y de coda la gente que compone la
casa: muchos propietarios medios que, según las estadísticas na­
cionales, han sido los grandes beneficiarios de la leve concen­
tración de tierras que el declive de las pequeñas fincas posibilitó
y que se han mostrado más modernizadores, tanto en el aspecto
técnico como en el ámbito de las asociaciones o de los sindica­
tos, se han visto afectados por el celibato: al dejar tantas tierras
sin herederos, el celibato de los primogénitos ha llevado a cabo
lo que los meros efectos de la dominación económica y de la
degradación, al menos relativa, de los ingresos agrícolas, no ha­
brían podido lograr.1
Por mucho que, tras la lectura de esos análisis, se llegue al
convencimiento de que la dominación simbólica que se ejerce
impelida por la unificación del mercado matrimonial ha repre­
sentado un papel determinante en la crisis específica de la re-
producción de la familia campesina, hay que reconocer que la
atención prestada a la dimensión simbólica de las prácticas, le­
jos de representar una huida idealista hacia las etéreas esferas de
la superestructura, constituye la condición sine qua non y no
sólo en este caso, de una verdadera comprensión (que cabe cali­
ficar, si se desea, de materialista) de los fenómenos de domina­
ción. Pero la oposición entre la infraestructura y la superestruc­
tura o entre lo económico y lo simbólico no es más que la más
zafia de las oposiciones que, al encerrar el pensamiento de los

1 . Al cabo de un estudio sobre los factores de desaparición de las explo­


taciones agrícolas, Andró Brun concluye que «las “bajas” de agricultores ex­
plotadores son, esencialmente, resultado de la mortalidad y de las jubilacio­
nes» (véase «Perspectives sur le remplacement des chefs d’exploitation
agricole d’aprés l’enquéte au 1 /1 0- de 1963», en Statínique agricole, suple­
mento 28, julio de 1967). En 1968, en Lesquire, el 5 0 % de los agricultores
tenía más de 45 años, de los cuales más de la mitad eran solteros, y la pobla­
ción campesina mostraba un neto retroceso, debido al déficit de nacimientos
consecuencia del celibato y de la tardanza matrimonial. En 1989 la genera­
ción directamente afectada por la crisis de los años sesenta concluye su ciclo,
y una parte muy importante de las haciendas va a desaparecer con su propie­
tario.
poderes en alternativas ficticias, imposición o acatamiento vo­
luntario, manipulación centralista o autoengaño espontaneísta,
impiden comprender totalmente la lógica infinitamente sutil
de la violencia simbólica que se instaura en la relación oscura
para s í misma entre los cuerpos socializados y los juegos sociales
en los que se hallan inmersos.1

1. Aunque no me gusta demasiado el ejercicio, típicamente escolar, que


consiste en pasar revista, para diferenciarse de ellas, a todas las teorías concu­
rrentes del análisis presentado —entre otras razones, porque puede hacer creer
que responde únicamente a un afán de diferenciarse—, quisiera hacer hinca­
pié en la gran diferencia que media entre la teoría y la violencia simbólica en
tanto que desconocimiento basado en el ajuste inconsciente de las estructu­
ras subjetivas a las estructuras objetivas de la teoría foucaldiana de la domi­
nación como disciplina y adiestramiento; o también, en otro orden de co­
sas, entre las metáforas de la red abierta y capilar y un concepto como el de
campo.
D istrib u ció n d e las personas n acid as en los caseríos
(en Lesquire o en o tro lu gar), su sexo, la p ro fesió n de su padre
su ord en de n a cim ie n to

A g ri .
Profesión d el p a d re Pequeño (< 15 ha)_M edio
NR P rim o­ Segun­ T o ta l NR P rim o­
génito dón génito
V arones solteros 3 14 18 35 5
R
E V arones casados 1 12 14 27 6
i
I T o cal varones 4 26 32 62 11
D
E M u jeres solteras 1 6 7
N
M u jeres casadas 3 7 26 36 2
£ T o ta l m ujeres 32
S 3 5 45 2

T o ta l 7 34 64 105 13
V arones solteros 2 4 8 14
E
M V arones casados 5 12 51 38 1
i
G T o ta l varones 7 16 59 82 1
R
A M u jeres solteras 4 1 11 16
ü
O M ujeres casadas 12 9 51 72 8
i
T o ta l m ujeres 16 10 62 88 8

T o ta l 23 26 121 170 9
R esid en tes + em igrados 3 0 60 185 275 22
F ;
A V arones
L 14 1 12 27 1 1
E
I M ujeres
C 8 3 10 21
O
5 T o ta l 22 4 22 48 1 1
* Los datos referidos a los criados y obreros agrícolas, artesanos y comerciantes
y empleados (carteros, gendarmes, etcétera) no han podido detallarse aquí.
de L esquire antes de 1 9 3 5 según su resid en cia en 1 9 7 0
(y para los ag ricu lto res, el tam añ o de su haciend a),
y su estado civil

cuitares
(1 5 -3 0 h a ) G rande (> 30 ha) O tros* T otal
Segun­ T ota l NR P rim o ­ Segun­ T otal
dón g énito dón
44 16 3 2 5 2 58
4 10 3 1 4 5 46
15 26 6 3 9 7 104
4 4 2 2 13
12 14 1 3 4 8 62
16 18 1 5 6 8 75
31 4:4 7 8 15 15 179
1 1 3 18
9 10 1 1 2 10 90
10 11 1 1 2 13 108
2 18
10 18 2 6 8 10 108
10 18 2 6 8 12 126
20 29 3 7 10 25 234
51 73 10 15 25 40 413
2 4 1 1 2 8 41
2 2 2 2 10 35
4 6 1 3 4 18 76
P O S T -S C R IP T U M
U na clase objeto

«PAGUE, PAYSÁ!»* (¡PAGA, CAMPESINO!)

SÍ una cosa es verdad, es que la verdad del mundo social es


un entramado de luchas: porque el mundo social es, por una
parte, representación y voluntad; porque la representación que
los grupos tienen de sí mismos y de los otros grupos contribuye
en gran medida a hacer que los grupos sean lo que son y hagan
lo que hacen. La representación del mundo social no es un
dato o, lo que es equivalente, una grabación, un reflejo, sino el
fruto de innumerables acciones de construcción que están siem­
pre ya hechas y que siempre hay que rehacer. Está depositada
en las palabras comunes, términos perlocucionarios que tanto
contribuyen a hacer el sentido del mundo social como a grabar­
lo, consignas que contribuyen a producir el orden social infor­
mando el pensamiento de ese grupo y produciendo los grupos
a los que designan y movilizan. E n pocas palabras, la construc­
ción social de la realidad social se lleva a cabo en y a través de
innumerables actos de construcción antagonista que los agentes

* Expresión bearnesa que se utiliza en contextos muy diferentes para


decir, sencillamente, que hay que pagar los platos rotos o, en un sentido más
específico, que siempre es el débil, el pobre, el campesino, el que paga, el que
apechuga, el timado, el que está equivocado. Según la etimología popular,
sin duda fundada en e¡ caso particular, podría tratarse de la exclamación que
se profiere cuando el Estado impone nuevos gravámenes.
efectúan, en cada momento, en sus luchas, individuales o co­
lectivas, espontáneas u organizadas, para imponer la representa­
ción del mundo social más conforme con sus intereses; se trata,
por supuesto, de unas luchas muy desiguales, ya que los agentes
poseen un dominio muy variable de los instrumentos de pro­
ducción de la representación del mundo social (y, más aún, de
los instrumentos de producción de esos mismos instrumentos),
y también porque los instrumentos que tienen a su disposición
inmediata, listos para su empleo, y en particular el lenguaje co­
rriente, son, por la filosofía social que vehiculan en estado im­
plícito, muy desigualmente favorables para sus intereses según
la posición que ocupen en la estructura social.
Por ello la historia social de las representaciones sociales del
mundo social forma parte de las críticas previas de la ciencia del
mundo social que vehicula, en particular en las oposiciones a las
que recurre, (Gemeinschaft/Gesellschaft, folk/urban, etcétera) para
pensar el mundo social, o en las divisiones según las cuales se or­
ganiza (sociología rural y sociología urbana, etc.) toda la filosofía
social que se halla inscrita en las oposiciones más com entes de
la experiencia corriente del mundo social (ciudad/campo, ru­
ral/urbano, etcétera). El inconsciente, decía más o menos Dur-
kheim, es la historia: el único medio de apropiarse del todo el
propio pensamiento del mundo social consiste en reconstituir la
génesis social de los conceptos, productos históricos de las luchas
históricas que la amnesia de la génesis eterniza y convierte en
algo estático. La historia social o la sociología (tal vez) no sería
digna de una hora de esfuerzo si no la animara ese propósito de
reapropiación del pensamiento científico por sí mismo que es
constitutivo del propósito científico más actual y activo.1
Esa sociología histórica de los esquemas de pensamiento y
de percepción del mundo social se opone, tanto en sus propósi-

-1. Lo que, en concreto, significa que, cuando se transforma en una


acumulación positivista de informaciones más o menos anecdóticas sobre los
especialistas de tiempos remotos, al margen de cualquier referencia a las
obras que hayan producido, la historia social de las ciencias sociales carece
prácticamente de interés.
tos como en sus métodos, a las diferentes variantes adaptadas a
las corrientes actualizadas de la historia de las ideas, y, en parti­
cular, a la que, dándose ínfulas de radicalismo crítico, se dedica
a derrotar a adversarios ya muertos y enterrados. «No cuesta
gran cosa», afirmaba Engels, «atacar con argumentos generales
la esclavitud y otras cosas por el estilo, y descargar sobre seme­
jante infamia una indignación moral superior. Lamentablemen­
te, no se hace con ello más que enunciar lo que todo el mundo
ya sabe, a saber, que esas instituciones antiguas ya no correspon­
den a nuestras condiciones actuales ni a los sentimientos que
determinan en nuestro fuero interno esas condiciones. Pero eso
no nos enseña nada nuevo sobre el modo en que esas institucio­
nes surgieron, ni sobre las causas por las que subsistieron, ni so­
bre el papel que han representado en la historia.»1 A falta de ser
capaz de volver a aprehender las necesidades que confieren a las
instituciones y a los comportamientos su necesidad histórica, la
«investigación» histórica, que debería facilitar los medios de per­
seguir y revelar el inconsciente de clase, le facilita un velo que se
vuelve, por lo demás bastante transparente cuando, por ejem ­
plo, se pretende demostrar que la Escuela, ese invento de curas y
pastores, pergeñado por pequeñoburgueses, funciona gracias a
pequeñoburgueses represivos para transformar a los obreros en
burgueses más burgueses que los propios burgueses.2 Lo que, en
este caso como en otros, posibilita y, pese a los reparos, vuelve
necesaria, la indignación burguesa contra los pequeñoburgueses

1. F. Engels, A nti-D ühring, París, Édkions sociales, 1971, págs, 213-


214. También podríamos haber citado a Antonio Gramsci, CEeuvres choisies,
París, Éditions sociales, 1959, págs. 153-155-
2. Véase A. Querrien, Génialógie. des équipements collectifi, les équipe-
ments de normaltsation , l ’école prim aire, París, CERF1, 1975. Quienes en­
cuentren- el «resumen» sumario (o «primario»...) pueden leer las páginas 1 1 1
y 135, para el retrato del maestro de escuela en tanto que plumífero atonta­
do por la labor de rellenar formularios y registros o en ¡raneo que pequeño-
burgués onanista o sadomasoquista, y las páginas 140 y 145 para la lección
de mundología burguesa para maestros de escuela pequeñoburgueses y para
sus sueños de poder.
y contra los proletarios a los que aburguesan con sus escuelas o
sus sindicatos, es, además de las disposiciones del babitus bur­
gués, la ignorancia de las condiciones sociales de producción de
los agentes y de las instituciones que ellos hacen funcionar o,
con mayor precisión, la indiferencia a las formas específicas que
adopta la explotación en las diferentes categorías de explotados,
y, muy especialmente, entre los pequeñoburgueses, cuya aliena­
ción específica reside en el hecho de que a menudo se encuen­
tran en la tesitura de hacerse cómplices obligados y consintien-
tes de la explotación de los demás y de sí mismos.1
D e este modo los cuentos para no dormir de las abuelas bur­
guesas se convierten en el cuento chino de las muchachitas con
veleidades rebeldes (sin causa) de la burguesía. Pero no acaba ahí
la cosa: la indignación retrospectiva también es una forma de
justificar el presente. E n efecto, al denunciar, como el que más,2
el empleo de métodos firmes en la época de los métodos suaves,
o a las damas caritativas que leían al barón de Gerando en la épo­
ca de la asistenta social que cita a Lacan, ese cuento liberado (del
esfuerzo de investigación histórica) contribuye a legitimar el úl­
timo estado de las instituciones de dominación que deben la
parte más específica de su eficacia al hecho de que siguen perma­
neciendo absolutamente irreconocibles, entre otras razones, por­
que se definen precisamente contra la retaguardia «superada».3

1 . El propósito mismo de aprehender las razones de ser, además de estar


excluido por el desprecio de clase, presupone algo absolutamente distinto de
la mera consulta de unos textos pintorescos surgidos al azar hojeando los re­
gistros de la Biblioteca Nacional. Basta saber a costa de qué ingente esfuerzo
los historiadores (véase J . Ozouf, Nous les maitres d ’éceles., París, Galiimard/
Juíliard, 1967, y F. F u re ty J. Ozouf, Lire et Écrire> 2 vols., París, Éditions de
Minuit, 1978) han podido responder a semejante cuestión zanjada de pasada
(pág. 151) para convencerse de que, como en Jean-Baptiste de la Salle y Frei-
net según Anne Quemen, la innovación es, en Anne Q uem en y en todos los
autores de la misma cuerda, «fruto de la voluntad de no cansarse» (pág. 145).
2 . J. Donzeíot, La Pólice desfamilles, París, Éditions de Minuit, 1977.
3. «Y naturalmente■, como antaño , es entre las familias obreras, las fami­
lias “necesitadas”, donde van a. ejercer su labor misionera propagando esas
normas nuevas que tan bien les permiten vivir. La “libertad sexual", el control
Para que la historia social merezca la consideración de psico­
análisis del espíritu científico y de la conciencia social tiene que
reconstruir completamente, es decir, mediante una tarea propia­
mente interminable, las condiciones sociales de producción de
las categorías sociales de percepción y de representación del
mundo natural o social en las que puede fundamentarse la reali­
dad misma de este mundo cuando, transformada en lienzo artís­
ticamente construido y en paisaje arquitectónicamente acondi­
cionado, la naturaleza misma impone las normas de su propia
percepción, de su propia apropiación y cuando la perspectiva
deja de ser un punto de vista ordenador sobre el mundo y pasa a

de los nacimientos, la exigencia relaciona!, ia psicopedagogía, se difundirán


siguiendo las mismas modalidades, según el mismo intervencionismo tecnocráti-
co que se emplearon antaño para vender las cajas de ahorros y la escolariza-
ciónr la incitación promocional y la cutpabiiización consiguiente de las fa­
milias que, por su oposición y renuencia, echan a perder las oportunidades
de sus miembros. En el lanzamiento de la planificación familiar resuenan
los ecos de un discurso que tiene más de dos siglos de antigüedad [...]» (la cur­
siva es mía) Q. Donzelot, op. cit.> págs. 199-200). Esa historia de pocos
vuelos aúna todas las condiciones de un elevado rendimiento simbólico en
el mercado de los productos culturales: el vaivén incesante entre las alusio­
nes cómplices al presente —ideales para producir el efecto de una «gran crí­
tica»—, y las referencias inconexas y descontextualizadas al pasado —óptimas
para conferir una apariencia de «gran cultura»— y el batiburrillo de exigen­
cias resultante obvian a la vez la necesidad de cualquier investigación siste­
mática sobre el presente —que no haría más que restar altura filosófica al
discurso— y de cualquier investigación en profundidad sobre eí pasado
—que, reskuando las instituciones y las prácticas en el sistema que les otorga
su sentido y su necesidad sociológica, constituiría el pasado en tanto que
pasado y anularía el objeto de indignación retrospectiva—. Y, para funda­
mentar esos pocos vuelos, superficiales y obj envistas, que obvian absoluta­
mente el estudio de los agentes y las investigaciones a veces interminables
que ¿ste impone, basta con remitirse a esa especie de finalismo de lo peor
que reduce la historia al devenir casi mecánico de instancias intemporales e
impersonales de nombres alegóricos: «En pocas palabras, tratar de compren­
der el efecto socialmente decisivo del trabajo social [llamado en otro lugar «lo
asistencia!»] a p a rtir de la combinación estratégica de las tres instancias que lo
componen: lo judicial, lo psiquiátrico y lo educativo.» (J. Donzelot, op, cit,,
págs. 93-94).
ser el orden mismo del mundo. El mérito del espléndido libro de
Raymond Williams, The Country a n d the City,1 estriba en recor­
dar no sólo que la percepción dei propio mundo natural no tiene
nada de natural —cosa que sabíamos desde hace mucho, en parti­
cular gracias a la auténtica genealogía social de las categorías de
percepción del mundo natural obra de Erwin Panofsky—,2 sino
también que es indísociable de una relación con el mundo social;
que el punto de vista sobre el mundo natural y, afortiori, sobre el
mundo social depende de la altura social desde el que se toma.
Así, la representación burguesa del mundo, trátese del «paisaje na­
tural» del landscape gardening o de la psicología aparentemente
ahistórica de las novelas de Jane Austen y de George Eliot tales
como las analiza Raymond Williams, revela en una forma objeti­
vada la verdad de la relación burguesa con el mundo natural y so­
cial que, como la mirada distante del paseante o del turista, pro­
duce el paisaje como paisaje, es decir, como decorado, paisaje sin
campesinos, cultura sin cultivadores, estructura estructurada sin
labor estructurante, finalidad sin fin, obra de arte. El misterio del
«hechizo eterno» del arte burgués se desvanece cuando se ve todo
lo que, en la literatura o en la pintura (por no hablar de la músi­
ca) , funciona como denegación (en el sentido freudiano) de las re­
laciones sociales, predispone a la obra de arte para ser reactivada,
si no indefinidamente, cuanto menos mientras no se le pida nada
más que lo que originariamente está dispuesta a ofrecer, es decir,
una evocación neutralizada del mundo social que habla de ese
mundo de tal modo que todo sucede como si no hablara de él.
Dominadas incluso en la producción de su imagen del
mundo social y, por consiguiente, de su identidad social, las
dases dominadas no hablan, son habladas. Los dominantes
poseen, entre otros privilegios, el de controlar su propia objeti­
vación y la producción de su propia imagen: no sólo porque
poseen un poder más o menos absoluto sobre- quienes contri-
1. R. Williams, The Country and the City, Londres, Ghatto and W in-
dus, 1973,
2. E, Panofsky, La Perspectiva comme form e symbolique, París, Éditions
de Minuit, 1975.
buyen directamente a esa labor de objetivación (pintores, escri­
tores, periodistas, etcétera), sino también porque tienen los me­
dios de prefigurar su propia objetivación mediante toda una la­
bor de representación, como se decía antes, es decir, mediante
una teatralización y una estetización de su persona y de su
comportamiento con el objetivo de poner de manifiesto su
condición social y, sobre todo, de imponer su representación.
E n resumen, el dominante es aquel que consigue imponer las
normas de su propia percepción, ser percibido como se percibe
él mismo, apropiarse de su propia objetivación reduciendo su
verdad objetiva a su propósito subjetivo. Por el contrario, una
de las dimensiones fundamentales de la alienación estriba en el
hecho de que los dominados han de contar con una verdad ob­
jetiva de su clase que no es obra de ellos, con esa clase-para-otro
que se Ies impone como una esencia, un destino, un fa tu m , es
decir, con la fuerza de lo que se expresa con autoridad: como
siempre están solicitados para asumir el punto de vista de los
demás, una mirada y un juicio ajenos, siempre están expuestos
a volverse extraños para sus propios ojos, a dejar de ser los suje­
tos del juicio que poseen sobre sí mismos, el centro de perspec­
tiva de la mirada que echan sobre sí mismos. D e todos los gru­
pos dominados, la clase campesina, sin duda porque nunca se
ha dotado, o porque nunca la han dotado, del contradiscurso
capaz de constituirla en sujeto de su propia verdad, es el ejem­
plo por antonomasia de la clase objeto, obligada a formar su
propia subjetividad a partir de su objetivación (y está muy cer­
ca en este aspecto de las víctimas del racismo). D e esos miem­
bros de una clase desposeída del poder de definir su propia
identidad ni siquiera se puede decir que son lo que son, puesto
que el término más corriente para designarlos puede funcionar,
ante sus propios ojos, como un insulto: el recurso al eufemis­
mo, agricultor, hacendado, así lo pone de manifiesto. Enfrenta­
dos a una objetivación que les revela lo que son o lo que han de
ser, no tienen más alternativa que la de asumir la definición (en
su versión menos desfavorable) que les es impuesta o que la de
definirse reaccionando en contra de ella; resulta significativo
que la representación, dominante escé presente en el seno mis­
mo del discurso dominado, en la propia lengua en la que se ex­
presa y- se piensa a sí mismo: el «palurdo», el «patán», el «pale­
to», el «destripaterrones», el «rústico» que habla con «acento del
terruño» tiene su equivalente prácticamente idéntico (en bear­
nés) en la expresión paysanas empaysanit, el campesinote «acam-
pesinado», cuyos esfuerzos para chapurrear en mal francés
(francimandeja) son motivo de burla y que por su torpeza e in­
habilidad, por su ignorancia y su inadaptación al mundo ur­
bano se convierte en el protagonista predilecto de los chistes
más típicamente campesinos.
La formación de una identidad fundamentalmente heteró-
noma, reaccional y, por lo tanto, a veces reaccionaria, se torna
tanto más difícil cuanto que las imágenes con las que ha de
contar son en sí mismas contradictorias con las funciones para
las que quienes las producen las utilizan. Es indudable que
prácticamente nunca se piensa en los campesinos en sí mismos
y para sí mismos, y que hasta los discursos que exaltan sus vir­
tudes o las del campo no son más que una forma eufemizada o
disimulada de hablar de los vicios de los obreros y de la ciudad.
M ero pretexto para prejuicios favorables o desfavorables, el
campesino es objeto de expectativas por definición contradicto­
rias, puesto que sólo debe su existencia en el discurso a los con­
flictos que se resuelven referidos a él. Así, en la actualidad, los
diferentes sectores del campo de producción ideológica le pre­
sentan al mismo tiempo las imágenes de sí mismo más incom ­
patibles. Paradoja particularmente llamativa en el orden de la
cultura, y, sobre todo, de la lengua, donde algunas fracciones
de intelectuales, impulsados por la lógica de sus intereses espe­
cíficos, les exigen, por ejemplo, que recuperen sus lenguas ver­
náculas en el momento en el que las exigencias tácitas de los
mercados económico, matrimonial y escolar les imponen, más
brutalmente que nunca, su abandono. Pero puede que la con­
tradicción sea más aparente que real, puesto que las divisiones
más irreductibles subjetivamente pueden organizarse objetiva­
mente en una división de la labor de dominación: la folcloriza-
ción, que remite el campesinado al museo y que convierte a los
últimos campesinos en guardianes de una naturaleza transfor­
mada en paisaje para ciudadanos, constituye el complemento
necesario de la desposesión y de la expulsión. Son, en efecto, las
leyes del beneficio diferencial, la forma fundamental del bene­
ficio de distinción, las que asignan a los campesinos sus reser­
vas, donde podrán bailar y cantar a placer sus canciones cam­
pesinas, para mayor satisfacción de etnólogos y de turistas
urbanos, mientras su existencia sea económica y simbólicamen­
te rentable.
Se comprende que sean, evidentemente, pocos los grupos
que mantienen unas relaciones menos sencillas con su propia
identidad, que, en una palabra, estén más condenados a la «in-
autenticidad» que esos «simples» en los que todas las tradiciones
conservadoras buscan el modelo de la existencia «auténtica». N o
es nuevo que los campesinos, siempre enfrentados a la domina­
ción inseparablemente económica y simbólica de la burguesía
urbana, no tengan más alternativa que la de representar, para
los urbanitas y también para sí mismos, los diversos papeles de
campesino: el del campesino respetuoso, que cae en el populis­
mo popular, y habla de su tierra, de su casa y de sus animales
con expresiones que remiten a las redacciones de la escuela pri­
maria, o el del campesino heideggeriano, que piensa ecológica­
mente, que sabe tomarse su tiempo y cultivar el silencio y que
asombra a los residentes de fin de semana con su sabiduría pro­
funda, sacada de quién sabe dónde, o, también, el del campesi­
no «acampesinado» que asume, con un deje de ironía y de des­
precio, el papel de «simple», de «destripaterrones», de buen
salvaje o incluso de cazador furtivo, a veces un poco brujo, que
asombra sobremanera a los urbanitas tanto por su habilidad
para encontrar setas o para poner trampas como por sus dotes
de ensalmador o sus creencias de tiempos remotos.
Y la constitución de la identidad colectiva plantea a los
campesinos (y a la ciencia social) unos problemas que no son
más sencillos que los de la identidad individual. Es conocida la
historia ejemplar de los campesinos Bocage, que, impulsores de
las reivindicaciones más radicales en 1789, proporcionaron
unos pocos años más tarde a la contrarrevolución vandeana sus
partidarios más encarnizados.1 Obligados a constituirse contra,
primero contra el clero y sus propiedades, y luego contra la
burguesía urbana, gran acaparadora de tierras y de revolucio­
nes, los campesinos (a los que hay que sumar las fracciones del
mundo rural que representan, en cierto modo, su límite, como
los trabajadores de los bosques, antítesis absoluta de los habi­
tantes del pueblo) parecen condenados a esos combates de reta­
guardia contra las revoluciones a las que a veces han servido,
porque la forma específica de la dominación que padecen hace
que estén desposeídos también de ios medios de apropiarse el
sentido y los beneficios de su rebelión: sin pretender conside­
rarlos invariantes de una condición campesina de la que sólo la
ceguera ciudadana ignora la inmensa diversidad, el caso es que
la estrechez del campo de las relaciones sociales, que, propician­
do la falsa contextualización, orienta a menudo equivocada­
mente la rebelión, la estrechez del horizonte cultural, la igno­
rancia de todas las formas de organización y de disciplina
colectiva, las exigencias de la lucha individual contra la natura­
leza y de la competencia por la posesión del suelo, y tantos
otros rasgos de sus condiciones de existencia predisponen a los
campesinos a esta especie de individualism o anarquista que les
impide concebirse a sí mismos com o miembros de una clase ca­
paz de movilizarse para imponer una transformación sistemáti­
ca de las relaciones sociales. Por este motivo, incluso cuando re­
presentan su papel de j fuerza de revolución, como en tantas
revoluciones recientes, tienen todos los números para parecer,
pronto o tarde, reaccionarios, por no haber podido imponerse
como j fuerza revolucionaria.2

1. P. Boís, Paysans de l'Ouest, des structures iconomiques et sociales atix


opinions politiques depuis l ’époque révolutionnaire, París-La Haya, Mouton,
1960.
2. Véase P, Bourdieu, «Une classe objec», Actes de la recherche en scien-
ces sociales, 17-18, noviembre de 1977, págs. 2-5.

f a c u í ?sá tís R!o¡5C?Fí .& s - imc.


Pt v ’n'?rni f í PT.'3s ■. ^ Y\ • t f t t
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In d ic e d e c o n c e p t o s *

Anomia, 56-57, 72-73, 183- — familiar, 46-47, 195-196.


184. — moral, 26, 184 n.
Apellido, 52.
continuación del —, 26, 38- Baile, 7-9, 13, 14, 46, 51, 53,
39 70n, 73n, 83-84, 85, 91,
Véase también linaje. 95-96, 111-15, 117, 118,
Arca matrimonial, 76-77, 80- 120, 124n, 153, 162, 177a,
84, 178 n, 232-233, 234n. 229, 230n, 233.
— de las mujeres, 80, 84-85- Beneficio, 176, 179-180, 192.
— de los hombres, 80-82,
85-86. Capital, 175, 226.
véase también intercambios — material y simbólico, 174,
matrimoniales; endogamia. 180, 195-196.
Aristocracia campesina, 43, Celibato, 70n, 123-126, 218-
107, 109, 178. 219.
Autoridad — de los segundones, 19,
— de los antepasados, 52, 65- 28, 40, 44, 49, 52, 56,
— del marido, 37, 196n, 198-200, 204.
197. .. de los segundones y salva­
— de los padres, 24, 32, 39, guarda del patrimonio,
45-47, 52, 65, 66, 73, 84, 44, 48-49, 201.
189- — de los primogénitos, 44,

* Este índice, así como el onomástico que viene a continuación, son


obra de Valerle Janicot.
47, 52, 60, 75, 81, 189- — de primogenitura integral,
190n, 192 n, 244 172.
— de los herederos, 215, — de propiedad, 25, 34,
218, 230, 232, 241 185, 186n, 188.
— y distribución en el espa­ — de retracto ( tournedot),
cio geográfico, 57, 62-63, 29n, 34, 192.
110,2 1 8 -2 1 9 . — de usufructo, 34.
función social del —, 51-52. — romano, 130, 1 7 3 ,2 0 6 .
índice de —, 57-58, 62-63, — sobre el patrimonio, 22-25,
70, 75, 80, 81, 166, 39,176.
218n, 238. — sobre la tierra, 28, 52.
Casa (maysou), 23, 26, 29n, 73, transmisión del —, 185.
74, 244. Desheredación, 33, 65.
— como entidad colectiva y Dominación
unidad económica, 44, — económica, 223-225, 244,
185, 202. 257.
continuidad de la —, 26. — masculina, 72, 121, 172,
cabeza de la — (capmaysoue), 179, 185.
' 24, 26, 28, 61, 185. — simbólica, 213, 233, 236-
dueña de la — (daune), 24, 237, 242n, 244, 257.
33, 35, 68, 84. Dote (adot), 33-34, 38-39, 47-
Véase también familia. 48, 54, 64, 73-74, 131, 179-
Caserío, 61-63, 66, 70n, 71, 180, 186n, 191-193, 196-
73, 75-76, 78-85, 87-91, 197, 203, 215.
98-106, 108-111, 232-233. determinación del importe
Véase también pueblo. de la - , 26-27, 30, 177,
Cultura urbana, 85, 120-121, 180-181n, 194-195.
237. funciones de la —, 27-30, 35,
Véase también modelos urba­ 52, 177, 180-181, 196.
nos. salvaguarda de la 33-34,
182, 183n.
Densidad social, 95. Véase también herencia.
Derecho
— consuetudinario, 34, 130- Educación, 65-66, 227.
131, 206. — familiar, 171,2 0 0 -2 0 1 .
— de primogenitura, 12, 24, — campesina, 55, 237n, 238-
52, 74, 172, 186n, 217; 239.
— escolar, 104n, 122; Véase 238; véase también jerar­
también enseñanza. quía social.
Emigración, 48, 52, 198-201, Éxodo rural, 48, 52, 65-66,
20 4 ,2 1 8 -2 1 9 ,2 2 5 -2 2 7 ,2 3 8 . 68-69, 70, 84n, 146-148,
índice de —, 71, 217; —entre 199, 201, 224n, 236.
los hombres, 69, 70, 217;
— entre las mujeres, 69-70, Familia
217. división de la —, 185.
Endogamia, 36, 79-30, 236. — pequeña, 38, 4 l , 193;
Véase también área matrimo­ gran - , 30, 35-36, 41-42,
nial. 46, 73, 177-179, 19in ,
Enseñanza, 219, 236-240. Véa­ 193-194.
se también educación escolar. modelo de la —troncal, 132-
Estirpe, 24, 25, 185, 191, 133, 208.
intereses de la —, 172, 174, — patriarcal, 132, 207-
187, 189, 194, 197. esplendor de una —,2 1 -22.
reproducción de la —, 169, Véase también casa.
178, 240; véase también
genealogía; relaciones de Genealogía, 21, 174-176,
parentesco. 178n, 179, 181, 254.
Estrategias, 213, 2 l6 n ; véase Véase también linaje; relacio­
también regla. nes de parentesco.
— de fecundidad, 190, 191,
199, 202, 205; véase tam­ Habitas, 14, 15, 113, 115,
bién índices de nupciali­ 171, 202, 204, 213, 216,
dad. 219, 232, 235, 252.
.. de reproducción, lln , 171, Heredera, 36-37, 74, 185, 191.
1 9 1 ,2 0 5 ,2 1 5 ,2 3 2 ,2 4 3 . condición de la —, 24-25,
— matrimoniales, l l n , 172, 172, 185.
173n, 176-177, 179, Heredero
181n, 185, 190-192, derecho del —, 183-184.
194n, 202, 215, 236, condición del —, 172, 218n
238n institución del —, 27-28,
Véase también matrimonio. 132, 183-185, 207.
Estructuras matrimonio entre — , 38-39,
— económicas, 215. 40-41, 74-75, 195n
— sociales, 14, 180, 185, Véase también régimen suce­
sorio; sistemas de suce­ Jerarquía social, 21, 30, 57, 72,
sión. 140, 176, 180, 204, 220,
Herencia, 26-27, 56, 72. 238.
Véase también dote. existencia de la —, 42-43.
Hexis, 113. — y reparto de los bienes raí­
— corporal, 115-116, 121, ces, 57, 65, 72.
219. conciencia de la —, 51, 177n
— como signum social, 116. Véase también estructuras so­
Homogamia, 36, 54, 177, 179, ciales.
188, 1 9 7 ,2 2 1 , 234n
Honor Linaje, 22, 26, 29n, 38, 182n,
imperativos de —>40, 72. continuidad del —, 22, 25,
valores de —, 38, 42, 177, 75.
178-179, 203. principio de la predominan­
cia del 173.
índices de nupcialidad, 19-20. Véase también casa; patrimo­
Véase también estrategias de nio.
fecundidad.
Indivisibilidad Matrimonio
— de la tierra, 186. como transacción económi­
Intercambios matrimoniales, ca, 21, 35, 43.
15, 8 3 -8 4 ,8 5 -8 6 , 233n. — «de abajo arriba», 29, 36,
— y economía, 177. 37n, 40n, 4 l , 72, 84,
función de los —, 25, 47. 120, 191, 192, 194, 197,
lógica de los —, 29-31, 38, 198n, 227, 233, 236.
40, 4 3 ,5 1 ,5 7 , 6 4 ,7 1 -7 2 , — «de arriba abajo», 29, 36,
75, 120, 215; véase tam­ 38, 72, 85, 193-194,
bién estrategia matrimo­ 214.
nial. — exterior, 77-78, 79-81.
reestructuración de los —, función económica y social
76, 78-87, 110. d e l-, 21-22, 38-39, 180.
revolución de los —, 64-65, Véase también estrategia ma­
75-76. trimonial.
sistema de los 66, 127- Mercado
Véase también mercado ma­ — de los bienes simbólicos,
trimonial; modelos de los 14, 219, 222, 223, 225,
intercambios simbólicos. 237, 240.
economía de —, 223, 230, Primogénito (aynat), 24-25,
241. 28, 31, 33, 34, 38, 42-44,
— matrimonial, 196-197, 46-47, 56, 59, 69, 75n, 179,
2 1 8n, 221, 228-233, 1 84n, 186-188, 195, 203-
237, 244, 256; véase tam­ 205, 217-218.
bién intercambios matri­ oposición entre el — y el se­
moniales. gundón, 29, 47, 60, 74,
— escolar, 256- 186n.
Modelos urbanos, 68-69, 84, Véase también rango de naci­
1 1 3 ,1 2 0 ,1 2 1 ,1 2 3 ,2 2 5 ,2 3 3 . miento.
Pueblo, 61-63, 69, 70n, 71, 74,
Normas, 55, 67, 72, 73, 119, 77-82, 86, 87, 88-94, 95-
171, 181, 188, 204, 221, 106, 108-111, 112-113, 232.
230, 253. oposición entre el — y el ca­
serío, 87-89, 97-106,
Objetivación, 12, 14, 16, 217, 108-110, 217-218.
254-255. Véase también caserío.
Orden social, 140, 249.
crisis del —, 57, 234-235- Rango, 46-47.
peligros que amenazan el —, — de nacimiento, 24-25, 30,
72. 57, 176, 179, 185, 1 91 -
192, 215, 219; Véase tam­
Patrimonio, 28, 34-35. bién primogénito; régi­
desmenuzamiento del —, 26. men sucesorio.
apego al —, 48, 201. desigualdades de —, 43.
integridad del —, 22, 25, 39, Véase también homogamia.
56, 171, 172, 179, 181, Reflexividad, 213.
184-185, 187. — como objetivación cientí­
— material y simbólico, 176. fica, 14.
salvaguarda del —, 24, 29, propósito de —, 13.
32, 49, 56, 72, 177, 201. Régimen sucesorio, 131, 207.
valor d e l-, 27, 52, 176-177, Véase también rango de naci­
182, 195, 203. miento; sistemas de suce­
Véase también linaje. sión.
Poder Regla, 26, 57, 85, 130, 170n,
— doméstico, 180, 191, 193- 171-172, 180-182, 203-204,
196. 207-208.
Véase también estrategia. Véase también estrategias de
Relaciones de parentesco, 174- fecundidad.
176.
Véase también genealogía; es­ Unión [matrimonial] desacer­
tirpe. tada, 41, 43, 47, 179, 180,
187, 203, 234n, 235.
Sexo costes materiales y simbóli­
relaciones entre los —, 11, cos de la — [matrimonial]
24, 30, 51, 36, 67, 116, desacertada, 180.
123,, 177n. Urbanización, 89, 93, 109.
separación de ios —, 53, 66,
111, 118, 23 ln . Vida urbana, imitación de los
Sistemas de sucesión, 24-26, estilos de —, 121-122, 240.
27-28, 44-45, 56, 172-174, Véase también cultura urba­
183-184. na.
Bloch, M „ 134, 138, 144. Fay, H„ 143.
Bois, P., 258n. Fortes, 173-
Bonnecaze, J., 133, 142, 210. Fougeres, A., 131, 1■41,2 0 7 , 2 0 9 .
Bordes, M ., 137, 143.
Brissaud, J„ 141, 209. Godefroy, L., 138n.
Brun, A., 244n. Gramsci, A., 251n.

Cadier, L., 136, 143. Habakkuk, H. J., 144.


Cavaillés, H., 134, 142. Halbwachs, M., 122.
Cheysson, E-, 132, 142, 208, Hatoulet, J., 141, 209n.
210 .
Chiva, I., 12. jegouzo, G „ 240n.
Columela, 56.
Crow, G., 2 l6 n . Kerblay, B., 243n.
Koyré, A., 221.
Daucé, P., 240n.
De Mana, 131, 140, 141, 206, Laborde, J.-B ., 131, 135, 141,
209. 142, 143, 207, 209.
Donzelot, J., 2 5 ln , 253n. Labourt, 131, 141, 206, 209.
Dumont, L., I69n , 170n. Lafond, J.-B ., 137, 144.
Dupont, G„ 10, 141, 207, Lambert, Y., 240n.
209. Lebret, 138.
Durand, H., 144. Lefebvre, T h., 134, 142.
Le Play, F., 19, 132-133, 142,
Engels, F., 230-231, 251. 201, 207, 208, 209, 210.
Lévi-Strauss, C., 12. Rogé, P„ 131, 141, 207, 209.
Luc, P., 130, 131, 134, 142, Roubaud (abate), 137, 144.
206, 207, 209.
Sachs, C., 1 15n.
Maget, M .j 12, 22n. Saint-Macary, J., 133, 142,
Marx, K., 169, 222n. 208, 210.
Mauss, M ., 114, 115n. 120. Saussure, F., 17ln .
Mazure, A., l 4 l , 209. Seibel, C., 15, 163.
Montaigne, M. de, 110. Serviez, 138, 145.
Morgan, D . H .J., 2 l6 n .
Mourot, J.-F., 131, 141, 206, Thorner, D., 243n.
209. Troubetzkoy, N. S., 121n.
Tucat, J., 145.
Panofsky, E„ 254. Tucoo-Chalaa, P., 135, 136,
Pelossc, J.-L ., 114n. 142, 143.
Polanyi, K., 230n.
Praderie, M ., 240n. Van Gennep, a., 52n.
Proudhon, 87.
Puigram, E., 121n. Weber, M ., 196, 213.
Williams, J. M ., 97n.
Querrien, A., 2 5 ln , 252n. Williams, R„ 254.

Radclifife-Brown, I69n. Young, A , 138, 145-


Raymond, P-, 135, 143.
ÍN D IC E

E xerg o ............................* ................... ............................................ 7


Introducción .............................. .............................................. .. . 11
Primera parte
CELIBATO Y C O N D IC IÓ N C A M P E S IN A ................................... 17
1. El sistema de intercambios matrimoniales
en la sociedad de antaño ............... ............................... 21
2. Contradicciones internas y anomia .......................... 56
3. La oposición entre el pueblo y los caseríos .......... .... 87
4. Eí campesino y su cu erp o ............................................... 110
C o n clu sió n ............................................................................... 127
Apéndice I
Apuntes bibliográficos................................................................. 130
Bibliografía temática .................................................................... 140
Apéndice I I
Evolución de la población entre 1836 y 1954 .................... 146
Apéndice I I I
Diálogo entre un habitante del pueblo y un s o lte ro .......... 149
Apéndice I V
Otro diálogo entre un habitante del pueblo
y un cam p esin o......................... ......................................... 154
Apéndice V
La historia ejemplar de un segundón
de familia humilde ....................................................... 156
Otro segundón de familia h u m ild e ........................................ 157
Apéndice V I
Autoridad excesiva de la madre y c e lib a to ............... .. 159
Apéndice V II
Un intento de generalización: el celibato en dieciséis
cantones rurales de B retañ a .................................................. 163
Segunda parte
LAS ESTRATEGIAS MATRIMONIALES EN EL SISTEMA
DE LAS ESTRATEGIAS DE REPRODUCCIÓN....................... 167
Apuntes bibliográficos....................................................... 206
Lista bibliográfica ......................................................................... 209
Tercera parte
PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN. LA DIMENSIÓN
SIMBÓLICA D E LA DOM IN ACIÓN E C O N Ó M IC A ............... 211
1. Addenda et corrigenda ..................................................... 215
2. «Del mundo cerrado al universo infinito» ............... 221
3. La unificación del mercado m atrim o n ial.................. 229
4. Opiniones del pueblo «sanas» .................... ................... 243
A n e x o ........................................................................... ................... 246
Post-scriptum, Una clase objeto ............................................. 249
índice de conceptos . .................................................. ................... 259
Indice onom ástico ........................................................................... 265

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