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“Dicen que se debe leer para buscar la verdad. Si es para eso, se debe leer para
perder el tiempo. La lectura debe mirarse como un medio para acostumbrar
nuestra vista a ver mayor número de matices en la vida”.
Fernando González
Antes de comenzar, quisiera pedir disculpas a los ensayistas en general, más que
todo a aquellos que puedan encontrar en este pobre intento algo de utilidad; a los
otros, se las pido por reafirmarles lo que ya saben hasta el cansancio: cómo no
escribir un ensayo.
Hace poco cayó en mis manos un buen libro de ensayos que versaban acerca de
la lectura y su papel en la vida cotidiana de los hombres. Todos ellos, escritos por
reconocidos hombres de letras, tenían en común la trascendencia que, después
del renacimiento, se les ha otorgado a los libros y al contenido de los mismos,
como si verdaderamente se tratasen de códigos sagrados o encriptaciones
ingeniosas que cargan en su interior el contenido del alma humana. Mientras los
leía, al principio consternado por las románticas visiones que estos escritores
tienen acerca de aquellos objetos tan cotidianos, no tardó en aparecer el sinsabor,
producto de mi disímil visión acerca de los mismos. Más allá de los sutiles
ornamentos prosaicos, comunes a los literatos que se dedican a ciertos géneros
literarios, me consternaba la capacidad de los buenos escritores para recordar sus
primeros acercamientos al hecho literario, con tal exactitud de detalles que se
podría plantear la superación de todos los artificios de la memoria que retocan
todo lo que se recuerda. A este propósito, también me llamó la atención el hecho
de que cada uno de estos autores propusiera que la literatura ocupa el más alto
lugar en el panteón artístico, incluso por encima de artes con técnicas
radicalmente diferentes como el teatro, el cine o la música. Sin pretender pasar
por cientificista, me consta, por mi propia naturaleza humana y como descendiente
directo de los primates, que nosotros, los seres humanos, somos animales
eminentemente visuales, y que por lo mismo el niño prefiere las representaciones
del cine y del teatro a los grafemas monótonos, que algunos leen como si juntos
constituyeran el diario íntimo de Dios; lo opuesto, en palabras propias – o tal vez
prestadas, no sabría decirlo- podría denominarse como la enfermedad literaria,
sobre lo que profundizaré después de ciertas banales confesiones.
Ciertamente, y me avergüenzo al admitirlo, no recuerdo el momento exacto en el
que aprendí a leer, así como tampoco puedo recordar, con la exactitud de detalles
que convierten a un simple hombre en escritor, los primeros cuentos que me narró
mi madre, ni mucho menos aquellos que leí en mi infancia. Recuerdo, eso sí, leer
ávidamente los letreros de las tiendas que se cruzaban en mi camino hacia la
escuela, así como también el nombre de los productos comerciales que, desde mi
punto de vista, agitan a los niños de todas las épocas: los programas de televisión
favoritos, ciertos derivados lácteos, el nombre de los juguetes de moda, los chistes
del libro mal diagramado con los que mis primos y yo nos desternillábamos. No sé
si echarle la culpa de tan embarazosa situación a la repetida polémica de la
educación latinoamericana versus la europea; a la baratísima cartilla de Nacho lee
en la que no figuraban los nombres de Cervantes, ni de Kafka, ni de Quevedo; o si
es que nací –y conmigo todos los de mi generación-, privado de la niñez y arrojado
de lleno a la adolescencia, pues creo haber leído algo al respecto de la
vertiginosidad de los tiempos y de la eminente desaparición de ciertas etapas que
normalmente se transitan en el proceso de maduración. Tal vez sea simplemente
que no nací para escritor, ni mucho menos para lector contemporáneo, pero lo
cierto es que, al leer, quizá mal, aquellos buenos ensayistas, me asombró la
inmensa memoria de la que son capaces; sentí, como puede ser que lo haya
mencionado ya antes, toda la literariedad del mundo encima de mí y esa
sensación de extrañamiento frente a lo que pensaba como mi realidad.
Esta infiltración de todo lo literario en la realidad más simple y cotidiana,
embrollándola, complicándola hasta lo inefable, es la consecuencia de la afanosa
propedéutica que se hace de la lectura, sin llegar a considerar todo el daño que se
le hace al arte cuando a sus adeptos se suman aquellos que no la conciben como
producto de la voluntad humana en su forma más pura, sino como producto de la
más vil imposición social. Sin embargo, puedo entender esa actitud romántico-
nostálgica frente al libro y la lectura –pues el sufrimiento y la superación del mismo
es un tópico romántico por excelencia-, más aún cuando paulatinamente aquel se
ha convertido en otro objeto de la industria cultural, lo que en palabras de Jaime
Alberto Vélez se denomina “el libro sin lector”, haciendo alusión a aquellos que se
consiguen como ornamentos para los hogares en los que sus habitantes desean
pasar por cultos. Debo admitir, otra vez con un poco de vergüenza, que en mi
propia casa hay unos cuantos, sobre todo de aquellos libros con temática medio
ambiental que nadie lee, y que reposan sobre la mesa de la sala esperando a no
ser leídos, pues para eso fueron creados. Sin embargo, encuentro la definición de
Vélez un poco parcializada, pues lo mismo sucede con las obras de literatura
universal (como si existiera tal cosa), que por ser tan ampliamente difundidas
como arquetipo de lo culto no necesitan leerse para hablar con total naturalidad
acerca de las mismas, haciendo la farsa más creíble cuando se encuentran
fácilmente, como ejemplares originales o como copias baratas, hasta en la
biblioteca personal más paupérrima.
Es esta la enfermedad literaria, esa infiltración de la literatura en la realidad, pues
lo natural, desde mi punto de vista, es que suceda todo lo contrario, es decir, que
la realidad se infiltre en la literatura, a fin de hacer a esta última comprensible. Al
respecto recuerdo, y no podría ser diferente, dos obras de la literatura universal.
La primera de ellas, Don Quijote, nos revela el doble juego de literatura y la
realidad, y cómo la infiltración de aquella en esta última solo trae consigo
consecuencias nefastas.
Por otra parte, en su novela Auto de fe, Elías Canetti muestra el estado más grave
de la denominada enfermedad literaria, pues a diferencia de Don Quijote, Peter
Kien se encuentra en un estado de contemplación absoluta de la realidad
circundante. Ambos personajes, eso sí, comparten la visión de la realidad a través
del hecho literario. La diferencia tajante es que Peter Kien no logra nunca curar su
propia enfermedad, y por lo mismo termina inmolándose junto con sus libros. La
lectura consciente de ambas novelas, además de lo repetido cantidad de veces
por los críticos literarios, nos revela la actitud desconfiada que se debe tener ante
la lectura, pues en sí misma encarna el peligro de ser capaz de silenciar las
voluntades de los hombres, como alguna vez expresó Rousseau: en los libros se
encuentra lo que el hombre ha querido hacer de sí mismo, no lo que
verdaderamente es.
Exhorto pues al buen lector a que realice su auto de fe y se deshaga de su
afanosa voluntad literaria.