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La fecundidad del silencio

“Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar”


Eclesiastés 3,7

“El amor es, en primer lugar, ejercicio de la plegaria y la plegaria ejercicios del silencio”
Saint-Exupéry

“El lenguaje solo puede ocuparse significativamente de un segmento de la realidad particular y restringido.
El resto y, presumiblemente, la mayor parte, es silencio”.
George Steiner
Encaminados hacia la nueva normalidad, la conciencia nos dice que no podemos volver al punto
de partida, no podremos vivir como vivíamos. Son muchas las cosas que hemos dejado atrás y
otras tantas las que tenemos que cambiar para vivir un futuro mejor para todos. Supondrá la
adopción de nuevas herramientas tecnológicas para trabajar, dar clase, organizar el ocio, pero
también, para la vigilancia y control. Las cámaras térmicas se desplegarán por el espacio urbano,
las empresas, los lugares de ocio, para prevenir cualquier el despliegue del virus u otras
epidemias en el futuro.
Por otro lado, vivimos en un exceso de información, de intercomunicación, pero no quiere decir
que estemos más cerca unos de otros. Está suponiendo un aumento de la soledad, ya que el
aislamiento es proporcional al aumento del ego, al culto y a la adoración del yo. Una realidad que
supone una rutinización de la existencia y un profundo vacío. El mundo virtual, es el espacio
donde todo es posible, nada es verdad ni mentira, sino interpretación. Ese exceso de
información anula el pensamiento, se produce una glorificación de los simulacros y de los
reflejos. Ante esta realidad, debemos despojarnos de tanta ideología, que nos permita
despertar el otro lado del ser, y podamos ver el verdadero pensar, el sosiego y la paz.
El pensamiento y la palabra nacen del silencio. Como comentaba Heráclito, la verdadera
naturaleza gusta de ocultarse. Mientras no se viva en silencio, el ser permanecerá oculto. Solo en
la experiencia del silencio se desvelará el ser. En el silencio se apagan los ecos y se puede
escuchar la voz que los provoca, la verdad se desnuda y se desvela. El pensamiento necesita
ampliar los horizontes de sí mismo, no puede objetivarse, necesita de la experiencia, del humus
del humanismo y a su vez del Ethos, al servicio de la dignidad humana. El requisito
fundamental para reflexionar es guardar silencio, desplegar la lentitud. Lo que queremos decir, es
que debemos priorizar la dignidad humana sobre una sociedad del consumismo que nos
proporciona un falso bienestar.
Es un tiempo para la fecundidad del silencio, para la escucha, para reconocer nuestra limitación
y fragilidad, y también, para encomendarnos a Dios. Un silencio para confiar al Dios de la
vida todos nuestros difuntos; un silencio para la solidaridad; un silencio para la oración. Si
nuestros difuntos están unidos a Dios, que es amor, orar por ellos no es intentar que el Padre
sea más benévolo, sino pensar en ellos con amor. Estamos unidos a todos los hombres en Dios,
que es amor y ama a todos, muertos y vivos. Orar y pensar la muerte nos abre al sentido de la
existencia y poder compartir la alegría con los que no están, ya que nuestro anhelo va más allá,
transciende el mundo.
En estos días de COVID-19, muchos seres humanos han respondido con una fuerte determinación
y con nuevos gestos de solidaridad, demostrando que en nuestras manos está cambiar esa
realidad de las cosas que no crean justicia y dignidad. La gramática del silencio nos ha lanzado
a una original primavera, abandonando los caminos trillados del egoísmo y lanzarnos a la
projimidad, a la solidaridad con todo lo humano, asumiendo el ser de cada persona. Hacer
silencio es no acostumbrarse a vivir en ese mundo que nos atiborra de cosas innecesarias, de
necesidades inventadas y superfluos consumismos que nos encierran en nosotros mismos. Hacer
silencio, ante todo, es una invitación a la vida, es volverse próximo, a la plenitud del ser, a la
comunión.
El silencio y el clamor de los necesitados son un camino que conduce al corazón del hombre
habitado por el amor, habitado por Dios. Estamos en la dimensión más misteriosa y oscura de la
plegaria, allí donde la oración se vuelve silencio contemplativo, confianza filial, anticipación del
reino. Existen silencios que nos maduran, que nos hacen brotar las palabras más tiernas y más
hondas, que nos permiten escuchar los susurros más finos. Necesitamos tener el valor de
quedarnos a solas, de acercarnos a la hondura de nuestro corazón, y es aquí, en esta realidad
profunda, donde se manifiesta Dios. Es en esa soledad silenciosa donde se produce un encuentro
con Alguien, no para encerrarnos en nuestro yo, sino para un diálogo de amor.
El silencio es esa realidad que solo puede ser palpada en la noche oscura del alma, de la que
procede todo ser y a la que retornan todas las cosas. Es la esencia de lo simple, es el fenómeno
de lo diferente, que va más allá de las cosas, palabras, acontecimientos, relaciones,
identidades. Es en esa soledad abierta al Otro y al otro, la que ha forjado los mayores hombres
de acción, a los pensadores más creativos y a los santos más audaces. Solo el silencio habitado es
compatible con la vocación humana. Es imposible amar el silencio y vivir cierta soledad, si creer
en esa dimensión interior que nos abre a la transcendencia.
El gran drama del hombre actual es que, habiendo abandonado su corazón, ignora que posee
una vida interior, confundiendo el silencio con el vacío. Es preciso encontrar un camino para
volver a ese lugar, para morar en el silencio, para vivir en el corazón. Hacer silencio es una forma
de inteligencia, de ir más allá de lo externo, más allá de la emoción y del pensamiento. Es una
forma de preparar nuestro corazón para recibir la intención del Espíritu en nosotros. La oración
del creyente brota del silencio no por necesidad o miedo, sino por una llamada interior del
Espíritu. La oración está penetrada por la iniciativa de un Dios que ama y que desea colmarnos
con su presencia. Nos decía san Agustín: “No quieras ir fuera; en el interior del hombre habita la
verdad”.
Cuando nos vemos en manos del dolor, las dudas, los temores y sospechas, una vía libre
permanece siempre abierta: el silencio. En estos momentos de pandemia, la palabra debe
surgir del silencio para transitar por los vientos del clamor y del dolor. Una pedagogía que nos
lleva más allá del pensar, donde el amor ya no plantea preguntas, sino que se abre al misterio
liberando toda pregunta. El silencio es un regreso a las fuentes de la vida, a lo más bello y
esencial de cuanto nos habita. Es un retorno a nuestro ser, al ser de Dios que se encarna en
nosotros, que ahora más que nunca deberá ser fuente de una amor gratuito y solidario.

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