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POSMODERNIDAD: ¿UNA SOCIEDAD TRANSPARENTE?

1 Gianni Vattimo
Ante todo, hablamos de posmoderno porque consideramos que, en algún aspecto
suyo esencial, la modernidad ha concluido. El sentido en que puede decirse que la
modernidad ha concluido depende de lo que se entienda por modernidad
Con el paso de los siglos se hará cada vez más claro que el culto por lo nuevo y
por lo original en el arte se vincula a una perspectiva más general que, como
sucede en la época de la Ilustración, considera la historia humana como un
proceso progresivo de emancipación, como la realización cada vez más perfecta
del hombre ideal. Si la historia tiene este sentido progresivo, es evidente que
tendrá más valor lo que es más «avanzado» en el camino hacia la conclusión, lo
que está más cerca del final del proceso
Sólo si existe la historia se puede hablar de progreso.
Texto perteneciente al libro En torno a la posmodernidad
Pues bien, en la hipótesis que yo propongo, la modernidad deja de existir cuando
-por múltiples razones- desaparece la posibilidad de seguir hablando de la historia
como una entidad unitaria. Tal concepción de la historia, en efecto, implicaba la
existencia de un centro alrededor del cuál se reúnen y ordenan los
acontecimientos. Nosotros concebimos la historia como ordenada en torno al año
del nacimiento de Cristo, y más específicamente, como una concatenación de las
vicisitudes de las naciones situadas en la zona «central», del Occidente, que
representa el lugar propio de la civilización, fuera de la cual están los hombres
primitivos, las naciones «en vías de desarrollo», etc. La filosofía surgida entre los
siglos XIX y XX ha criticado radicalmente la idea de historia unitaria y ha puesto de
manifiesto cabalmente el carácter ideológico de estas
representaciones. Así, Walter Benjamin, en un breve escrito del año
1938, sostenía que la historia concebida como un decurso unitario es una
representación del pasado construida por los grupos y las clases sociales
dominantes.
 No existe una historia única, existen imágenes del pasado propuestas desde
diversos puntos de vista, y es ilusorio pensar que exista un punto de vista
supremo, comprehensivo, capaz de unificar todos los demás .
Por lo demás, el fin que la modernidad pensaba que dirigía el curso de los
acontecimientos era también una representación proyectada desde el punto de
vista de un cierto ideal del hombre.
Filósofos de la Ilustración, Hegel, Marx, positivistas, historicistas de todo tipo
pensaban más o menos todos ellos del mismo modo que el sentido de la historia
era la realización de la civilización, es decir, de la forma del hombre europeo
moderno. Como la historia se concibe unitariamente a partir sólo de un punto de
vista determinado que se pone en el centro , así también el progreso se concibe
sólo asumiendo como criterio un determinado ideal del hombre
Estos medios -prensa, radio/televisión, en general todo aquello que en italiano se
llama «telemática»- han sido la causa determinante de la disolución de los "puntos
de vista centrales" . Este efecto de los medios de comunicación es exactamente el
reverso de la imagen que se hacía de ellos todavía un filósofo como Theodor
Adorno
-como el «Gran Hermano» de George Qrwell en 1984- de ejercer un control
exhaustivo sobre los ciudadanos por medio de una distribución de slogans
publicitarios, propaganda, concepciones estereotipadas del mundo... Pero lo que
de hecho ha acontecido, a pesar de todos los esfuerzos de los monopolios y de
las grandes centrales capitalistas, ha sido más bien que radio, televisión, prensa
han venido a ser elementos de una explosión y multiplicación general de
Weltanschauungen, de concepciones del mundo.
Se puede objetar ciertamente que a esta toma de la palabra no ha correspondido
una verdadera emancipación política -el poder económico está todavía en manos
del gran capital, etc. Puede ser, no quiero alargar aquí demasiado la discusión
sobre esa materia.
Tal situación hace imposible concebir el mundo de la historia según puntos de
vista unitarios.
 Si tenemos una idea de la realidad, no puede entenderse ésta como el dato
objetivo que está por debajo o más allá de las imágenes que de ella nos dan los
medios de comunicación
 La realidad, para nosotros, es más bien el resultado de cruzarse y "contaminarse"
las múltiples imágenes, interpretaciones, re-construcciones que distribuyen los
medios de comunicación en competencia mutua y, desde luego, sin coordinación
"central" alguna.
 Toda la importancia de las enseñanzas filosóficas de autores como Nietzsche o
Heidegger está aquí, en el hecho de que estos autores nos ofrecen los
instrumentos para com 
Toda la importancia de las enseñanzas filosóficas de autores como Nietzsche o
Heidegger está aquí, en el hecho de que estos autores nos ofrecen los
instrumentos para comprender el sentido emancipante del final de la modernidad y
de su idea de historia. prender el sentido emancipante del final de la modernidad y
de su idea de historia. 
Por consiguiente, si con la multiplicación de las imágenes del mundo perdemos el
«sentido de la realidad», como se dice, no es en fin de cuentas una gran pérdida.
 Aquí, la emancipación consiste más bien en el desarraigo que es también, y al
mismo tiempo, liberación de las diferencias, de los elementos locales, de lo que
podríamos llamar en síntesis el dialecto.
 Si, en fin de cuentas, hablo mi dialecto en un mundo de dialectos, seré también
consciente de que no es la única lengua, sino cabalmente un dialecto más entre
otros muchos.
-religiosos, estéticos, políticos, étnicos- en este mundo de culturas plurales, tendré
también una conciencia aguda de la historicidad, contingencia, limitación de todos
estos sistemas, comenzando por el mío.
 La experiencia estética nos hace vivir otros mundos posibles, mostrándonos así
también la contingencia, relatividad, finitud del mundo dentro del cual estamos
encerrados.
Vivir en este mundo múltiple significa hacer experiencia de la libertad entendida
como oscilación continua entre pertenencia y desasimiento.
Nietzsche o Heidegger, mostrándonos que el ser no coincide necesariamente con
lo que es estable, fijo, permanente, que tiene algo que ver más bien con el
acontecimiento, el consenso, el diálogo, la interpretación, se esfuerzan por
hacernos capaces de captar esta experiencia de oscilación del mundo
posmoderno como oportunidad de un nuevo modo de ser humanos.

Marc Auge, Espacio y alteridad

. Así ocurre en la compleja cuestión de la heterofobia, el sentimiento de temor y


odio ante los otros, los distintos, los extraños, los forasteros, los que irrumpen
desde el exterior en nuestro círculo de identificación.
Para empezar, tengamos claro que la heterofobia no es un sentimiento inhumano
sino humanísimo. Y que ha debido prestar importantes servicios a la
intemalización de nuestra disposición social. 
La imitación permite la formación del grupo al hacer previsibles las conductas, al
homogeneizar colectivamente los juicios que las valoran y sobre todo al encauzar
los deseos. 
La proximidad física, los parecidos externos, el paralelismo de los apetitos y por
encima de todo la comunidad lingüística despiertan y mantienen vivo el instinto
imitador que nos capacita para la aglutinación social. 
 Pero enseguida es la imitación de los comportamientos humanos lo que adquiere
primacía destacada en la adaptación social del individuo. Nada puede llamarnos
tanto la atención como los otros hombres y nada nos gratifica tanto de inmediato
con el reconocimiento de nuestra imitación y la devolución reforzadora de nuestro
gesto
 El reconocimiento indiscutible de aquellos que forman nuestro grupo se consolida
por medio de la renuncia a asemejarnos con el resto de los seres que van
quedando fuera del círculo identificatorio.
La entrega social a la imitación de lo humano conlleva la expresa renuncia a otros
parecidos bestiales, que ya sólo serán asumidos por motivos estratégicos o
paródicos. 
La coherencia social así establecida siempre ha provocado también conflictos y no
sólo armonía. Quizá haya sido Spinoza el primer gran filósofo en señalar que la
voluntad de imitación que une a 1a.s comunidades humanas es también la causa
de muchos de los enfrentamientos que se dan en ellas.
Por otra parte, esta mímesis social generalizada también es conflictiva por su
tendencia a la uniformidad.

En el fondo, la tan blindada identidad colectiva y su asunción individual no


expresan la realización de ningún «ser» específico e irrenunciable, sino el
acatamiento común a un determinado juego de respuestas a los eternos
problemas vitales. 
Los primeros «extraños» que sufren las iras unanimistas dentro de cada grupo son
quienes tienen la suficiente flexibilidad como para intentar modificar las formas de
hacer que pasan por inmutables signos del ser gregario. El misoneismo, el odio y
la zozobra que se siente ante lo nuevo, debe ser sin duda la más antigua de las
manifestaciones de heterofobia.
 De igual modo que la semejanza en comportamientos y criterios pacifica
internamente el grupo a la par que ofrece tranquilidad moral a cada uno de sus
miembros, la convivencia con lo distinto introduce un factor de alarma y de
inestabilidad tanto en el conjunto como en la estructura psíquica de cada cual. 
En sus orígenes, las sociedades tienden a legitimar sus identidades de forma que
escapen al debate y a la revocación por parte de los socios. 
O bien nuestro grupo es el reflejo terrenal de una entidad sagrada que sería
blasfemo cuestionar o deshacer, o bien se trata de un ser colectivo
natural, alimentado de sangre, rasgos físicos comunes y preceptos o tabúes.
Con cualquiera de estos planteamientos lo que se trata de evitar es el
reconocimiento de la realidad convencional de todos los conjuntos sociales, su
carácter de acuerdo pactado a través de vicisitudes históricas y en respuesta a
desafíos o proyectos humanamente inteligibles. 
Basta con que reivindiquen la caprichosa biología antropológica como fundamento
de las instituciones sociales y que supongan que la posesión de derechos civiles
puede tener algo que ver, aunque sea remotamente, con la dotación genética de
los ciudadanos. Pero la búsqueda de una legitimidad
fatal, anticonvencionalista, para el propio grupo no siempre tiene que estar basada
en el determinismo biológico, fundamento cuya grosería y disparate científico se
hace sumamente inadecuado para los ilustrados tiempos actuales. Hay otro tipo
de determinismo, el culturalista, que traslada a la lengua y a la identidad cultural
del grupo el peso legitimador y discriminador que antes se atribuyó al
diferenciafismo racial. 
Pues precisamente lo característico de nuestras actuales sociedades es el
reconocimiento de la pluralidad de grupos y de la autonomía de los individuos. La
organización moderna de las sociedades ya no se considera como prolongación
institucional de una entidad colectiva «natural» anterior, llámese
«pueblo»,«nación» o como fuere, sino más bien como la armonización pactada de
grupos previos que deponen sus antagonismos por la fuerza del derecho o por el
derecho de la fuerza y se avienen al útil artificio de formar una unidad
superior. Hoy está de moda negar cualquier versión densa de la noción de
progreso y reducir la «modernidad» de los grupos sociales a meras ventajas
técnicas o militares
No todas las manifestaciones de heterofobia revisten la misma gravedad, aunque
todas sin excepción pueden ser consideradas hoy como «enfermedades» sociales
y, en muchos casos, morales.

 Los grupos humanos viven de autocelebrarse y es hábito social común exaltar la


manada propia y sus logros frente a las otras.
 Encuentra fundamentos antropológicos para determinar la obligatoria separación
entre los grupos humanos.
A fin de cuentas, la mayor parte de los conflictos de heterofobia que se han dado
en la historia han tenido como detonante principal las migraciones de los grupos
humanos.
Me parece indudable que la lucha contra esa enfermedad moral, la
heterofobia, pasa por respetar la originalidad de la identidad personal por encima
de la identidad colectiva y si llega el caso contra ella.

 Precisamente las únicas «identidades» rotundamente no respetables son las que


imponen la sumisión forzosa de la autonomía individual a las creencias y rituales
del grupo. Es importante recordarlo porque este reconocimiento de la autonomía
personal frente a la del colectivo también es un rasgo cultural nacido en una
determinada civilización, pero que sin embargo ha de ser defendido como
conquista potencialmente universal si queremos salir alguna vez de la heterofobia
impuesta por la mímesis unanimista originaria.
 Si esto parece etnocen- pecto a la identidad que nos suponemos y a las
fidelidades trismo-europeo-ilustrado, no por ello deja de ser irreprocha- que se nos
reclaman. Somos siempre forasteros para nosoble y valor necesario en la lucha
contra el sentimiento atávico tros mismos, almas recién llegadas e innovadoras
que pueden de heterofobia.

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