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MODERNIDAD Y AFRICANÍA:

WIFREDO LAM EN SU ISLA*


*

GERARDO MOSQUERA

A José Bedia
I
La última vez que vi La jungla —en1988, a un costado de la guardarropía del Museo de
Arte Moderno de Nueva York— me fijé en el rótulo. Tenía un texto muy interesante,
que ignoro si se mantendrá hoy. Daba los datos técnicos de la pieza y presentaba al
autor con los lugares y años de nacimiento y muerte. En línea aparte se había creído
necesario aclarar: «trabajó en Europa y Estados Unidos». Cuba quedaba así como
simple dato del lugar fortuito donde Lam vino al mundo, como pudiera serlo en Picabia
o Italo Calvino, también nacidos en la isla. Lo paradójico era que el cuadro mismo
contradecía la etiqueta que lo presentaba, al haber sido pintado en Marianao, un barrio
popular de La Habana, dato éste no consignado. La presentación, en primer lugar,
ignoraba el hecho de que Lam trabajó diez años en Cuba, entre 1942 y 1952, además de
haber estudiado en la Academia de Bellas Artes de La Habana. En segundo lugar,
introducía una información falsa, pues el artista nunca residió en Estados Unidos. Todo
esto pudiera no tener mayor importancia si no fuera porque los años de labor de
Wifredo en Cuba son los más importantes de su carrera, cuando produjo sus obras
mayores. Más aún: constituyeron el período decisivo en que se definió su arte, al calor
del reencuentro con su país. La etiqueta parecía connotar: a pesar de ser nativo de Cuba,
este hombre trabajó en Occidente y pudo hacer una obra valiosa. Breton, Carpentier,
Fouchet, Jouffroy, Leiris, Ortiz, entre muchos otros, han planteado la perspectiva
opuesta: gracias a ser cubano, este hombre pudo hacer una obra valiosa en Occidente.
Pero aún si Lam no hubiera trabajado en la isla, y la obra que lo caracteriza hubiera sido
pintada en París, lo nacional no sería en ella un simple dato, pues esta pintura sale de
una formación cultural, y su discurso se estructura también desde lo cultural.
Al regreso del museo comenté la etiqueta con varios amigos, y uno de ellos me puso
en contacto con John Yau, un poeta y crítico neoyorquino de origen asiático, quien me
mostró un mecanuscrito donde desmontaba la visión eurocéntrica del MOMA hacia La
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jungla. Su análisis confirmaba el subtexto del marbete. Lam era visto, en la perspectiva
del surrealismo, como un autor de importancia secundaria. Esta interpretación aparece
en libros y exposiciones generales sobre la historia del arte moderno (en el mejor de los
casos, pues con frecuencia es omitido, al igual que muchos latinoamericanos), y es
bastante frecuente en el medio académico norteamericano. No es que se niegue la
presencia evidente del factor «primitivo» o afroamericano, pero éste se lee en función
de la poética surrealista y, en general, desde y para Occidente.
Me he referido al asunto a propósito de los comentarios sobre el pintor cubano en el
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catálogo de la controvertida exposición del MOMA «Primitivism» in 20 Century Art.
Allí Evan Maurer concluye que «la gran síntesis de Lam como surrealista» consistió en
combinar «un contacto estrecho entre el rito tribal y la sofisticación cultural y artística
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del intelectual de Occidente». Sin discutir la rústica simplificación de este enunciado,

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* Gerardo Mosquera. «Modernidad y africanía: Wifredo Lam en su isla». Wifredo Lam. Madrid, Museo

Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1992, pp. 21-41.


tenemos que en una gran exposición acerca de las «afinidades de lo tribal y lo
moderno», uno de los escritores del catálogo apunta —sin darle mayor relevancia— un
caso único de esta afinidad, nada menos que un caso donde el artista moderno no toma
de las culturas «primitivas» ni coincide con ellas, sino que es «primitivo» él mismo a la
par que es también moderno. Y esta situación tan trascendentalmente diferente, que
ameritaría toda una sección de la muestra, sólo es señalada de pasada y como una
realización del surrealismo. Entre las muchas críticas que recibió aquella exposición que
pretendía mostrar los vínculos de la plástica contemporánea con la cultura de las
sociedades «primitivas», ninguna indicaba el defecto fundamental: su guión excluía la
producción artística no tradicional del Tercer Mundo, sector donde se puede hallar un
punto de verdadera síntesis entre vanguardia y «primitivismo», posible embrión de una
línea de desarrollo futuro del arte como resultado de la irrupción de las periferias en la
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cultura contemporánea. Pero no se trata sólo de la exclusión de una parte del arte
contemporáneo, sino de aquel que, lejos de inspirarse en el «primitivismo», es creado
desde él. Más que ante una omisión, estamos frente a una ceguera del discurso
eurocéntrico, incapaz de distinguir que en este arte no se trata ya de Occidente
asimilando en su interés formas y recursos de las culturas subalternas: en él se
vislumbra a No Occidente comenzando a expresarse mediante los mecanismos artísticos
internacionalizados por Occidente y capaces de acción efectiva en el mundo de hoy.
Es en ese sentido que se dirigen estas notas. Llaman a valorar la obra de Lam menos
como resultado del surrealismo o de la presencia de lo «primitivo», lo africano o lo
afroamericano en el arte moderno, y más como fruto de la cultura cubana y del Caribe y
como pionera de una acción del Tercer Mundo en la escena contemporánea. Se trata en
mayor medida de un cambio de punto de vista que de una lectura diferente. Porque las
fuentes culturales de Lam han sido ampliamente reconocidas, pero subordinadas al arte
occidental de vanguardia, nunca al revés, desde ellas mismas, analizando su acción
propia sobre ese arte, su construcción particular de cultura «culta» contemporánea. El
desplazamiento de perspectiva al que me refiero dejaría de enfatizar, por ejemplo, en la
intervención de estos elementos culturales en el surrealismo, para entender este movi-
miento como un espacio donde aquéllos se manifestaron fuera del campo tradicional,
convertidos en accionadores de la cultura de vanguardia desde ellos mismos. A éstos
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debe haberse referido el propio Lam al decir que era un «caballo de Troya».
Este salto no responde a un desplazamiento binario. A revés, conlleva el
reconocimiento de la cultura occidental como propia del orbe de hoy, al haber sido
impuesta por la expansión planetaria del capitalismo industrial, que integró por primera
vez al mundo en un sistema global centrado en Europa. Muchos elementos de esa
cultura dejan de ser «étnicos» para internacionalizarse como componentes intrínsecos de
un mundo moldeado por el desarrollo de Occidente. El arte mismo, en su concepción de
actividad autosuficiente fundamentada en lo estético, es también un producto de la
cultura occidental exportado al resto y generalizado. Su completa definición ocurrió
además recientemente, no más allá de finales del siglo XVIII. La plástica tradicional de
las demás culturas, al igual que la de Occidente en otras épocas, era una producción
diferente, determinada por funciones religiosas, representativas, conmemorativas, etc.
El arte actual de estas culturas no es fruto de una evolución de la plástica tradicional: su
concepto mismo fue recibido de Occidente por vía del colonialismo.
El giro en la manera de ver a Lam no conlleva dejar de reconocer su formación
académica, la influencia de Picasso y el surrealismo, ni dejar de considerarlo un
participante en el movimiento moderno. Él mismo me sorprendió una vez, durante una
entrevista, cuando, al mostrarme una lámina con un cuadro suyo de franca apariencia
africana, comentó: «¡Hay que haber visto mucho Poussin para hacer esto!» Aunque la
tensión del «¿quién come a quién?» está más o menos presente en toda relación
intercultural, sus procesos, aun bajo condiciones de dominio, resultan más bien un
«toma y daca», como decía Fernando Ortiz. El papel activo del receptor de elementos
ajenos, quien los escoge, adapta e innova, fue resaltado hace mucho tiempo en la
antropología por Boas, Lowie, Kroeber, Herskovits y otros. Es curioso que casi
simultáneamente los modernistas brasileños habían planteado como programa la
«antropofagia» selectiva de la diferencia. Programa difícil —y de anticipado
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«posmodernismo»—, pues no se lleva delante en un campo neutral sino de dominio, con


una praxis que asume tácticamente las contradicciones de la dependencia y las
deformaciones poscoloniales.
Las dificultades son numerosas. El reverso de la exclusión y el silencio es la
tokenización. Los centros poseen una gran capacidad para reificar la disidencia. Aún
cuando la posmodernidad introduce una diversificación heterogénea en las oposiciones
centro-periferia, hegemonía-subalternidad, ésta fue impuesta y es controlada desde el
centro, reproduciendo su dominio. El centro, disfrazado de relativismo, «amenaza con
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arrebatarle a la periferia su protagonismo de lo alterno», como dice Richard, y
embotarle su filo opositor, deglutiéndolo. El interés posmoderno por la alteridad es, una
vez más, eurocéntrico, un movimiento del dominante hacia el dominado: el Otro somos
siempre nosotros. Se introduce el peligro de que nos «otricemos» voluntariamente para
satisfacerle a Occidente el neoexotismo de la diferencia. En todo caso, las culturas
subordinadas tienen que aprovechar para sí las posibilidades que les brinda la nueva
situación y su retórica descentralizadora. Uno de sus desafíos ineludibles, más
poscolonial que posmoderno, es la transformación en beneficio de ellas de la cultura
dominante, deseurocentralizándola sin mella de su capacidad de acción contemporánea.
El viraje de punto de vista en la lectura de Lam intenta romper los dualismos y
reconocer las hibridaciones, complejidades e «inautenticidades» propias de la dinámica
poscolonial, al tomar conciencia de la acción cultural del orbe periférico en los procesos
contemporáneos, del modernismo a la posmodernidad. Porque a pesar de las estructuras
de dominio prevalecientes, la ruptura de las totalizaciones que esta última conlleva
pudieran ser, como sugiere Kapur, consecuencia y no descripción «de un universo
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realineado» por la praxis de sociedades antes desplazadas por completo. Esta praxis no
consiste en una vuelta al pasado anterior a la globalización traída por la expansión
occidental, sino en la construcción de cultura contemporánea —capacitada para actuar
hic et nunc— desde una pluralidad de perspectivas.
El diálogo intercultural implícito en la obra de Lam ejemplifica un empleo ventajoso
de la diversidad «ontológica» en la etnogénesis de las nuevas nacionalidades
latinoamericanas, de la cual el Caribe resalta como paradigma. Nacidas de procesos de
acriollamiento e hibridación, integran el tronco cultural de Occidente, pero son
moduladas desde dentro por ingredientes no occidentales muy activos. La cultura
europea está en sus orígenes, no resulta ajena en la manera en que puede serlo para los
africanos o los asiáticos, divididos entre su viejo acervo tradicional y el impuesto por el
colonialismo. Lam pintaba academia, cubismo o surrealismo dentro de una tradición
familiar, así fuera como segundón. Su valor estuvo en hacer un giro cualitativo y
fundamentar su arte en aquellos componentes de origen africanos vivos en la cultura
cubana. En cierto modo su obra reproduce la pluralidad propia del Caribe –que después
discutiremos–, centrándola en el componente de origen africano, que da el perfil de la
región. Construye identidad asumiendo lo diverso desde lo No Occidental, una
respuesta fecunda a los problemas crónicos del Yo en América Latina, tan a menudo
extraviada entre el mimetismo euronorteamericano, el repudio a Occidente, la utopía de
la «raza cósmica» o el nihilismo de sentirse en medio de un caos.
El viraje en la interpretación de Lam responde a una nueva orientación de los
discursos correspondiente a la acción que se está produciendo de la periferia hacia el
centro, en la cual aquélla deja de ser un reservorio de tradición para actuar hacia una
descentralización polifocal, multiética, de la cultura «internacional», junto con un
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fortalecimiento de los desarrollos locales. Representa además una contribución al tan
necesario desmantelamiento de la Historia del Arte como relato totalizador y teleológico
desde el paradigma del arte occidental. Esta Historia ha sido en gran medida una cons-
trucción Made in the West que ha excluido, disminuido, descontextualizado o puesto en
bantustanes a buena parte de la producción estético-simbólica hecha en el mundo.
Resulta urgente un deconstrucción de la Historia del Arte en beneficio de discursos más
descentralizados, dialógicos, integrativos, contextualizadores y multidisciplinarios, ba -
sados en la hibridación y la transformación, abiertos hacia una comprensión
intercultural de las funciones, significados y estéticas de aquella producción y sus
procesos. Hace tiempo Etiemble descalificaba «toda teoría que se elabore
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exclusivamente a partir de los fenómenos europeos», y su advertencia es alarmante en
nuestro campo.
Asombra que la crítica y la investigación del arte no hayan valorado a Wifredo Lam
como el primer artista que presentó una visión desde lo africano en América en toda la
historia de la plástica de galería. Este acontecimiento marca un hito indiscutible en el
devenir del arte, y es el logro crucial del pintor, mucho más allá de lo que pueda haber
contribuido a la renovación americana del surrealismo, el cubismo, el expresionismo
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abstracto o el modernismo en general. Además, porque lo que hizo por ellos fue
resultado del enriquecimiento que aportó al brindarles una carga de significados nuevos,
al multiplicar sus alcances, al emplearlos para introducir el vuelco de perspectiva dentro
de ellos mismos, no contradiciéndolos sino apropiándolos, reciclándolos, adaptándolos,
resemantizándolos. En este sentido era también heraldo de ese desafío heterodoxo
contra el monismo occidental, mediante el reajuste en vez del rechazo, que se extiende
hoy espontáneamente en la periferia.

II
Para comprender mejor a Lam desde África en América sería conveniente precisar
algunas cuestiones con respecto a la presencia cultural de origen africano en el centro y
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el sur del Continente. Se vuelve incluso necesario por el desconocimiento acerca de
este contexto, la mirada exotista y los numerosos errores acerca de los complejos
religioso-culturales de raíz africana que aparecen casi siempre en los comentarios sobre
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el artista, aun en los más serios.
Si lo africano y lo indígena se hermanan en América en calidad de culturas
dominadas, existe entre ellos una divergencia fundamental: los africanos fueron, en
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palabras de Lipschütz, «aborígenes importados» como mano de obra para las grandes
plantaciones de América. Desarraigados, reducidos a la esclavitud, homogenizada su
diversidad cultural y étnica bajo una construcción racista («negro»), los africanos eran
empujados a un ámbito geográfico, social y cultural diverso, en calidad de medios de
producción. A diferencia de los indoamericanos, su aculturación implicó la pérdida
misma de sus comunidades, estructuras de parentesco e instituciones sociales y
culturales, y el amalgamamiento que unía a hombres y mujeres de culturas diversas, a
menudo separadas en África por miles de kilómetros.
Este desarraigo propició una intervención más activa de los africanos y sus
descendientes en la integración de las nuevas nacionalidades latinoamericanas, en las
zonas donde aquéllos poseían gran peso demográfico. Más que de una voluntad
integrativa se trataba de una respuesta condicionada por la imposibilidad de constituir
comunidades africanas en América, sólo vencida en el caso de los bush negroes de las
Guayanas, sociedades de cimarrones con fusión multiétnica que llegaron hasta hoy
protegidos por la selva. La emancipación y la mezcla racial, bastante frecuentes en las
colonias ibéricas, facilitaron el proceso. Es cierto que el tan llevado y traído mestizaje
cultural está lejos de significar una fusión equitativa y armónica, sino el desarrollo en
América de nuevas culturas occidentales con pequeñas dosis de componentes no
occidentales, mediante procesos de separación de los etnos originales y mixación. Pero
esto resulta más marcado en los países de fuerte presencia indígena, multiétnicos, donde
la diversidad pretende igualarse tras un discurso nacionalista integrador. En los lugares
de fuerte presencia africana, los elementos culturales e idiosincrásicos de este origen
modulan las culturas nacionales de tipo occidental «mestizo» al extremo de fraguarles
en buena medida su acento particular.
Sucede en el Caribe, término que, más allá de lo geográfico, se ha forzado en la
práctica hacia el Sur (por ejemplo, Porto Alegre) y hasta el Pacífico (Guayaquil), para
nombrar la presencia interna en la cultura de rasgos definitorios de origen africano. En
esta acepción denomina a una etnocultura general que abarca numerosas agrupaciones
étnicas americanas, algunas constituidas en nación (Haití), otras en grupos con
particularidades propias dentro de la nación (la costa de Colombia), y otras más como
nacionalidades (Martinica). Resulta elocuente que el adjetivo «caribeño» ha comenzado
a usarse en la teoría etnológica para referir a un paradigma opuesto a la narrativa
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monocultural.
La cuestión de lo multinacional, enmascarada por los proyectos integrativos de las
burguesías criollas latinoamericanas, no existe con respecto a la presencia subsahariana
en América, simplemente porque al africano se le privó de su nación al trasplantársele.
Pero hay otros problemas. Extendamos a todo el Caribe la famosa metáfora en que
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Fernando Ortiz definió la cultura cubana como un ajiaco, es decir, un sopón de in-
gredientes muy diversos donde el caldo que queda en el fondo representa la
nacionalidad integrada, de síntesis.
Habría que ver qué parte de los ingredientes pone cada quien, y a quién toca después
la cucharada mayor. De cualquier modo, este ajiaco no es una fórmula idílica, como
tanto se la sigue usando hoy, convertida en mito fundacional de la identidad cubana. Y
sería necesario hacer notar además que, aparte del caldo de síntesis, quedan huesos y
carnes duros que nunca llegan a disolverse del todo, aunque aporten su sustancia al
caldo.
Éstos son tanto las supervivencias y recreaciones de la tradición africana alrededor de
complejos religioso-culturales, como ciertas características propias de los negros como
subgrupos dentro de los etnos «mestizos» creadores de las naciones latinoamericanas,
determinadas aquellas características más por la situación social histórica que por lo
etnocultural. La polémica Frazier-Herskovits en los años cuarenta se basaba en buena
medida en la polarización de estos dos aspectos. Franklin Frazier, sociólogo, veía al ne-
gro como resultado de su deculturación por la esclavitud y su marginación social;
Melvillo J. Herskovits, antropólogo, enfocaba la reinterpretación desde su antigua
cultura. Y ambos tenían razón.
Si bien el negro se integró activamente en las nacionalidades caribeñas, pudo
desarrollar complejos religioso-culturales de franca raíz africana, gracias a que algunas
etnias de presencia cuantiosa consiguieron mantener disimuladamente sus religiones
tradicionales, que se adaptaban a las nuevas circunstancias. Con ellas se conservaron sus
sistemas de música, danza, cantos, literatura oral y expresiones visuales. Fueron el
vehículo principal para mantener elementos etnoculturales en un estado próximo al de
su origen. Si bien estas religiones han experimentado acriollamientos, transformaciones,
préstamos entre sí y del catolicismo popular y el espiritismo, su esencia, filosofía,
estructura y liturgia permanecen muy cercanos a las fuentes africanas específicas. Más
que un fenómeno de sincretismo —como se ha enfatizado en los discursos centrados en
el mestizaje como solución equilibrada y totalizadora de la nacionalidad— constituyen
un paradigma de adecuación dinámica a un contexto histórico, cultural y social
diferente, y bajo estrictas condiciones de dominación. Aunque conservan su carácter
popular, estas religiones y sociedades religioso-fraternales se han abierto desde hace
tiempo a todas las razas y en ellas participan las distintas capas sociales. Las
emigraciones cubana y brasileña incluso las están internacionalizando por toda América
y España.
Sin embargo, más allá del terreno especializado, existe un asombroso
desconocimiento acerca de ellas, aún en textos que abordan temas próximos. Con
frecuencia se emplea el término vodú —nombre de una de ellas—para identificarlas a
todas, no sin connotaciones de sangre, sexo y brujería bastante a lo Hollywood, unidas a
una ramplona ignorancia de su diversidad. Así, Maurer se refiere a que la abuela de
Lam era una «hechicera profesional del culto vodú, popular en Cuba», cuando en
realidad era una sacerdotisa de la santería, y el vodú sólo existe en Cuba en pequeños
grupos de inmigrantes haitianos. Lo grueso de este error resalta por aparecer en una
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publicación tan especializada y erudita. No menos sorprende encontrar, dentro del
texto dedicado a Lam por un estudioso del arte africano de la talla de Leiris, la foto de
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un íreme abakuá identificado como «sacerdote vodú afrocubano», algo equiparable a
confundir a un masón con un cura. Basta una simple enumeración de los complejos
religioso-culturales afroamericanos para advertir su variedad y cuantía. Los principales
son el palo monte (Cuba) y la macumba (Brasil), de origen congo; el Shango (Trinidad-
Tobago), la santería o regla de ocha (Cuba), el candomblé, el batuque y el Xangô
(Brasil), derivados del culto a los orichas yoruba; la regla arará (Cuba), la casa de minas
(Brasil) y la casa de Rada (Trinidad-Tobago), proveniente de la religión de los ewe-fon;
la Sociedad Secreta Abakuá (Cuba), única reconstitución de una sociedad secreta
masculina en toda la diáspora, la de los hombres-leopardo ejagham, efik, efut y de otras
etnias del Calabar; el vodú (Haití), sistema sincrético con fuerte intervención ewe-fon y
congo; las religiones de los bush negroes (Guayanas), también sincréticas, con mayor
peso fanti-ashanti y ewe-fon; la umbanda (Brasil) y el culto de María Lionza
(Venezuela), religiones nuevas, criollas, de inspiración y estructura africana a pesar de
su sincretismo abierto. El grado de «africanidad» varía según el caso.
Los hombres y mujeres que desarrollan estas tradiciones se sienten brasileños,
cubanos o trinitarios y como tales actúan. Pero mantienen vivos acervos africanos no
disueltos en la nueva cultura «mestiza», como ejes de prácticas, creencias, costumbres y
visiones de la realidad. Son los núcleos culturales que pudiéramos llamar
afroamericanos en general y afrobrasileños, afrocubanos, etc., en particular, para
diferenciarlos de lo que he esquematizado como culturas caribeñas. El término reconoce
la supervivencia africana con cierta autonomía dentro de la pertenencia a las nuevas
nacionalidades americanas.
La presencia cultural de África en América puede esquematizarse así en tres
manifestaciones principales. Una, como acción interna, constitutiva, sintetizada en los
etnos o subetnos caribeños. En este caso modula la identidad occidental de estas
culturas con componentes no occidentales de notable peso en la formación de la
idiosincrasia, la cosmovisión, las costumbres y las prácticas artísticas, más allá de la
clase social o el color de la piel. Otra, más externa, como características socioculturales
de los distintos grupos de negros y mulatos en la estamentación de la sociedad. Y otra,
aún más externa, en los acervos de origen africano no disueltos, plenamente
identificables. Por supuesto, hay superposiciones e intercambios continuos entre las tres
manifestaciones. Es preciso recordar además que en el Caribe, en general, la
comunicación entre los estratos sociales y culturales es bastante desembarazada.
Dentro de la cultura popular la raíz africana ha resultado menos activa en las
manifestaciones plásticas que en la música y la danza, sus máximas expresiones
artísticas desde temprano. Su acción ha sido sobre todo como partícipe en creaciones
nuevas, criollas, a menudo de carácter urbano. La deslumbrante parafernalia del
carnaval constituye el caso más notable, con sus trajes, máscaras, decoraciones y
carrozas, tal vez la producción visual más rica y de más exuberante originalidad del
Caribe. La plástica religiosa de los complejos afroamericanos, que pudiera haber sido
una rica evolución en América del arte tradicional africano, resultó muy afectada por el
catolicismo colonial, atento a reprimir toda confección de «fetiches». Los objetos
rituales debían disimularse, y la imaginería católica era adoptada sincretizando sus
representaciones de santos y vírgenes con los panteones yoruba y ewe-fon, algo bien
coherente con el politeísmo encubierto en la devoción mariana y a los santos, originado
en la expansión del cristianismo primitivo entre los «bárbaros». Si Santa Bárbara vestía
de rojo, sostenía un arma y para colmo se asociaba al rayo, esto bastaba para
identificarla con Changó, el viril dios yoruba del trueno. Y la contradicción en el sexo
se explicaba a lo Derrida, diciendo que Changó era «Santa Bárbara macho».
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A pesar de todas las dificultades, pudo hacerse una plástica afroamericana, pobre si
la comparamos con sus antecedentes en África, pero muy feraz en invenciones criollas.
Su carácter está en adaptar los cánones de origen, recreándolos de acuerdo con las
nuevas condiciones y materiales a veces en un despliegue barroco típico del «Nuevo
Mundo». Los objetos rituales van de una relación formal bastante estricta con sus
antecesores de África —como la imagen del dios Elegguá, tan usada por Lam como
inadvertida para los críticos no cubanos que han estudiado su obra— a una reinvención
que conserva sólo los significados y funciones, a menudo también reacondicionados a la
nueva situación que deben servir, y llegan hasta la pura invención criolla, sobre todo en
las religiones sincréticas como la umbanda. La imaginería de raigambre africana ha
experimentado un relajamiento de las normas originales, ha asimilado elementos y
técnicas diferentes, se ha abierto a la fantasía personal, y ha tendido más bien a
convertirse en escultura y pintura ingenua, como la hecha por los artistas populares.
Muchos de estos objetos participan en la espectacular escenografía de los altares, quizá
la máxima expresión estético-ritual afroamericana en la plástica. Constituyen verdaderas
instalaciones «posmodernas» de los objetos más diversos, algunos confeccionados al
efecto y otros apropiados como «ready mades», resemantizados con gran desembarazo
para estructurar un discurso simbólico y estético muy complejo, donde los cánones
religiosos no impiden una nueva creación vernácula que integra lo tradicional y lo
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contemporáneo.
III
Si los africanos participaron en la integración de las culturas caribeñas, muchas
manifestaciones de estas culturas, aunque no estén vinculadas con tradiciones o temas
africanos, ni en directo con las capas populares donde predominan los negros y sus
costumbres, pueden tener algún cromosoma del África que plasme rasgos y gustos
particulares, modelando la identidad peculiar de lo caribeño. En la plástica «culta»
podemos ver, a partir del arte moderno, ciertos ritmos, colores, líneas, acentos y
estructuras frecuentes en aquellas obras en cuyo carácter caribeño más se insiste. Es
muy posible que en el surgimiento de estos rasgos haya tenido un papel activo la raíz
africana. Más que por una acción estilística, por la presencia sustancial de componentes
culturales de origen africano en lo profundo de su conformación. Menos por el
desarrollo de una tradición de manifestaciones materiales de estas culturas y más por la
intervención prometeica de su conciencia. Esto es, por la gestión directa de la cultura
espiritual de África —con sus cosmovisiones, valores, orientaciones, modos de pensa-
miento, costumbres— en la etnogénesis del Caribe y, por consiguiente, en las formas en
las cuales se identifica y reconoce la nueva cultura.
Pero Wifredo Lam es el primero donde la presencia de África aparece de cuerpo
entero, como factor decisivo de la expresión. Este acontecimiento responde a un proceso
complejo. Hijo de un chino inmigrante y una mulata, en su ambiente de formación en
Sagua la Grande deben de haber tenido gran peso la familia materna, oriunda del lugar,
y su medio. Su madrina fue una sacerdotisa ligada al cabildo de Santa Bárbara
(Changó), que todavía existe en el pueblo, ubicado en una región de fuerte tradición
afrocubana. Aunque Lam no se inició en la santería, sí se formó en contacto con ella y
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en un contexto donde participaban las tradiciones de ancestro africano. Aún si no
hubiera sido así, insisto en que lo africano, en mayor o menor medida, está presente en
todo caribeño, por ser un factor constitutivo de su cultura, y los acervos afrocubanos
resultan familiares para todos.
Cuando el artista sale de Cuba en 1923 no busca el París de las vanguardias, sino la
España académica. Allí adquiere un oficio clásico y, salvo algunas obras fantasiosas y
alguna incursión tardía en cierta síntesis geometrizante y libertad colorística, se
mantiene hasta época muy avanzada como un aplicado pintor académico. Es en París
donde se transforma de golpe en moderno —llega en 1938 a causa de la guerra—,
metamorfosis en la que sin duda fue crucial su relación con Picasso. La pintura de 1938
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a 1940, aunque se basa mucho en la máscara y el geometrismo africanos, lo hace a la
manera del malagueño, y, en general, de la Escuela de París: como recurso formal en
primera instancia, dentro de una «cocina» ya acuñada por éste, un lenguaje epigonal
constituido por una combinación de ingredientes (cubismo sintético, Matisse, Klee, etc.)
generalizada. En este momento comienza también su pasión por la plástica tradicional
africana y de otros pueblos «primitivos», aunque se dice que ya en España le había
interesado, a pesar de no haber tenido entonces el menor influjo sobre su labor. Resultó
un descubrimiento tan sensible que Lam devino un coleccionista permanente de estas
piezas. París fue como una explosión: Picasso, el arte moderno, las obras «primitivas»,
el surrealismo. Descubría todo al mismo tiempo y entraba allí con naturalidad
sorprendente.
Al señalarse la intertextualidad Picasso-Lam se subraya el Picasso «negro» de
principios de siglo, y se olvidan los cuadros de la playa de Dinard (muy diferentes,
considerados los más surrealistas del español) y numerosos óleos y dibujos de
1937-1938, es decir, una de las líneas en que estaba pintando en el momento cuando
conoció al cubano. Es sintomático que los aspectos que más atraen a esto en la obra del
maestro serán después, mezclados, decisivos en su propia pintura: lo africano y la
deformación como fabulación. A Picasso le interesaba la plástica de África como
geometrización, como síntesis constructiva de la imagen humana. Sus obras más
expresionistas o fabuladoras se apoyan menos directamente en el geometrismo africano,
más frío, más abstractizante. En Lam se va produciendo una especie de conexión de
ambos costados, proceso que va fraguando al unísono su expresión personal. Tiene lu -
gar en Francia, en obras de 1940 como Portrait, Hommefemme y Symbiose —los dos
últimos títulos son significativos de lo que ya intenta comunicar: la unidad de lo
existente, según veremos—, y en 1941, como sus dibujos para ilustrar Fata Morgana,
de Bretón. Esta evolución tiene que ver sin duda con su vínculo con los surrealistas y la
fascinación de éstos por las culturas tribales, aunque Lam, un solitario en virtud de su
biografía heterodoxa, desplazada entre varios mundos y poéticas, nunca se afilió al
movimiento. Pero comienza a emplear recursos caros al imaginario visual surrealista,
como los ojos dobles, y adopta la figuración pictórica de Julio González, que será la
base de la suya propia. Se inclina a figurar seres mitológicos, fantásticos y a la vez más
carnales que sus personajes anteriores, esquematizados por elgeometrismo africano-
cubista. La máscara del África va interesando menos por su lección de síntesis —
enseñanza morfológica—, en beneficio de su hazaña inventiva por modelar lo
sobrenatural —enseñanza mitopoiética y expresiva—, basada en la anterior. A
diferencia de otras representaciones religiosas, la máscara no se limita a dar rostro a lo
sagrado: debe personificarlo, volverlo una presencia en movimiento, una entidad física
que podemos ver y sentir a nuestro lado. Decía Lezama Lima que «la máscara es la
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permanencia del orden sobrenatural en los efímeros». Con ella se representa lo
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sobrenatural como natural, se hace real lo maravilloso. Su diseño ha exigido derroches
de imaginación para personificar este fantástico actuante.
Al momento de su llegada a Cuba, Lam parece haber ido orientándose hacia su
poética definitiva en medio de tantos y tan rápidos desplazamientos. La atmósfera cultu -
ral introducida por el surrealismo había propiciado que su propio mundo, el de su
cultura, fuera manifestándose en un ejercicio de modernidad. La llegada a Cuba fue el
encuentro con ese mundo en la realidad, y su desbordamiento en la pintura. El arribo no
produce el deslumbramiento ante el trópico, sino ante la pertenencia. Viene a ser la con-
firmación y el hallazgo final de su espacio. Es un «retorno al país natal» en el sentido
del largo poema de Aimé Césaire, y toda la obra que hará a partir de aquí puede ser
leída como los testimonios —los cuadernos— de este retorno. En la isla el pintor
redescubre su universo cultural en cuanto universo artístico personal. Es el regreso en el
momento oportuno, cuando venía preparado para hacerlo en virtud de la propia
evolución de sus intereses. Ocurre una conexión fecunda, en el instante preciso.
Fascinado por lo africano y lo «primitivo» gracias al arte moderno, había ido dando
salida a lo «africano» y lo «primitivo» que llevaba por dentro. Este proceso se define al
contacto en caliente con las tradiciones afrocubanas, en las cuales el «surrealismo» era
cosa normal, de todos los días. En Cuba, dice Ortiz, «lo afroide está en él mismo, en
25
Lam y también en todo su contorno», no es un sentimiento difuso ni un sueño, una
añoranza, o algo que está en el museo. La folclorista cubana Lydia Cabrera resultó clave
para este acercamiento, al introducir al pintor en aquellos medios e instruirlo acerca de
sus mitos, liturgias y representaciones. También queda impactado por la luz y la
naturaleza. Había transitado, como dice Carpentier, de un mundo «fijado» a otro de
«simbiosis, de metamorfosis, de confusiones, de transformaciones vegetales y
26
telúricas». Pero, insisto, la clave de todo este descubrimiento está en que era la
anagnóresis, hombre del Caribe, de alguien formado como modernista en Europa, sin
contradicciones, energizando los diversos costados implícitos en la nueva experiencia.
Las obras de 1942 —año de su regreso a la isla— en adelante constituyen la
expresión propia y definitiva de Lam, primera visión desde lo africano en América
dentro del arte moderno. En ellas tienen lugar cambios formales donde triunfa una
figuración que, aunque salida del cubismo, se aleja de la descomposición analítica de las
formas, y de su reducción sintética, en pos de su invención, con el fin de comunicar,
más que de representar en estricto, una mitología viva del Caribe. Hay un barroquismo
de elementos naturales y fantásticos que se interpenetran en un tejido visual y sígnico
27
decodificado por Navarro, cuyo mensaje es la unidad de la vida, visión propia de las
tradiciones afrocubanas, donde todo aparece interconectado porque todo —dioses,
energías, seres humanos, animales, plantas, minerales— está cargado de fuerza mística
y depende y actúa sobre todo. En esta dirección muchos cuadros de Lam pudieran ser
comparados a las ngangas del palo monte, recipientes de poder donde se estructuran
palos, hojas, tierras, restos humanos y de animales, hierros, piedras, signos, objetos,
espíritus y deidades, en una especie de resumen del cosmos.
Conjuntamente con la visión integral e implícito en ella, el arte de Lam, con sus
mezclas de lo terrible y lo bello, lo fecundante y lo maligno, lo vital y lo destructivo,
comunica un universo no regido por la polaridad bien-mal, luz-tinieblas, cielo-infierno,
dios-diablo de la tradición cristiana, originada en el Oriente. Corresponde con la
pluralidad del politeísmo sudanés y de las religiones tradicionales bantú, ajenas a la
concepción dual, tan cara a Occidente.
Su pintura es una cosmogonía «primitivo»-moderna, una recreación del mundo
centrada en el Caribe, apropiando los medios del arte occidental y en el espacio por él
abierto. Es un relato de génesis, de proliferación de la vida, de acné, energía universal.
28
Ortiz habla de «naturaleza viva», y la frase alude a un género establecido en la
tradición pictórica occidental, que Lam emplea como referente o estructura plástica y al
mismo tiempo transfigura, porque en la cosmovisión implícita en su arte nada es muerte
sino metamorfosis, porque todo está lleno de enérgica presencia espiritual. Así, llegó a
pintar El despertar de la naturaleza muerta en 1944.
Percibo también una relación con Elegguá en su discurso. Este dios, el Exu brasileño,
el Eshu-Elegbara yoruba, el Legba ewe-fon, es el único cuya imagen-fundamento Lam
adopta, descrita casi literalmente, como elemento presente en la gran mayoría de sus
cuadros. Elegguá es el trickster, el principio de incertidumbre, diacrónico, de cambio,
por contraposición a Orula-Ifá, el principio estructurador, el saber acumulado. Elegguá
es el dueño de las puertas y los cruces de caminos, abre y cierra todo, pero resulta
29
imprevisible, travieso, azaroso. El sentido mutante de la pintura de Lam, donde todo
parece transformarse en otra cosa inesperada, pudiera relacionarse con el dios. Su arte
es también una metamorfosis, un «canto de ósmosis», como el autor tituló una de sus
pinturas. Igualmente se afilia con Elegguá el desplazamiento de visión traído por este
arte, en cuanto cambio fundamental en sí y por la encrucijada cultural que representa.
La gran transformación que tiene lugar en la pintura de Lam no es formal: el artista
siempre continuará en deuda con Picasso, González, Matisse, el geometrismo africano y
la tradición clásica del arte de Occidente. Lo trascendental que ocurre es un cambio de
sentido. La dación de nuevo sentido proviene de un objetivo diferente y su metodología,
que introducen giros significativos en un lenguaje propicio, sin determinar la radical
invención de otro. Picasso y muchos modernos se inspiraron en la máscara y la
estatuaria africanas para conseguir una renovación principalmente formal del arte de
Occidente, en total desconocimiento del contexto de estos objetos tanto como de sus
significados y funciones. Lam descubre la plástica africana y «primitiva» en Picasso, y
comienza a emplearla a la manera de éste. Pero bajo el impulso del surrealismo va
activando su mundo personal de un modo en que éste determina un trabajo más
interiorizado con aquellas formas. El redescubrimiento en Cuba determina una eclosión
de lo africano dentro de su propia formación cultural, una salida de su Weltanschauung
caribeña y de la relación de ésta con su medio natural y social. En cuanto artista
moderno, deja de trabajar con las geometrizaciones africanas para, por primera vez de
manera coherente, natural y espontánea en el arte moderno, trabajar con su sentido.
Los contenidos «primitivos» de otras culturas penetran así en la pintura de Occidente,
revitalizándola pero a la vez inician el largo camino de su posible transformación
polifocal en la compleja contradicción de los procesos poscoloniales. Lam rellena el
cubismo de los significados que éste había ignorado en su uso morfológico de la
plástica africana, nacida para satisfacer funciones religiosas. Si comparamos un
personaje «africano» de Picasso u otro semejante del Lam picassiano de 1938-1940 con
cualquier figura, todavía parecida a aquéllas, del Lam «cubano», veremos que los
primeros son seres humanos geometrizados, y los segundos entidades mitológicas casi
nunca individualizadas del todo. No es que el pintor realice una resemantización de las
máscaras africanas, volviendo a dotarlas de sus significados de origen. No hay cita en
estricto de tipos específicos de máscaras, dado el grado de descomposición, mezcla y
reelaboración de las fuentes, aunque alguna, como la gbon de los senufo, pueda aún
reconocerse. La intertextualidad es aquí más bien genética y de sentido. Lam se inspira
en la imaginación semiótica de las máscaras, para conseguir por cuenta propia y dentro
de un imaginario más personal lo que aquéllas procuraban: la construcción de lo
fantástico-natural, vinculado con un medio y una concepción del mundo. Procura una
aproximación abstracta al sentido místico que las máscaras intentaban expresar en sus
contextos, mediante los recursos y funciones, necesariamente diferentes, de la pintura de
caballete y el arte a la manera occidental actual, como actividad autónoma,
autosuficiente, «desinteresada», como lenguaje imaginal ligado a lo estético. Esta
aproximación le sirve para expresar su visión desde sí misma y desde lo africano en
América.
No existe tampoco una simbólica precisa en Lam, a pesar de lo mucho que se
describe su pintura como conjunto de símbolos. Sus referencias a los complejos
religioso-culturales afrocubanos son muy indirectas. Muy pocos elementos resultan
identificables, excepto la efigie de Elegguá, ya comentada. Pero ni aun en este caso
aparece en vínculo explícito con los poderes, mitos, ritos o espacios ceremoniales de
esta deidad, como no sea en un plano muy general. Lo anterior persiste aun cuando los
títulos refieran a dioses y sus altares específicos, que permanecerían irreconocibles para
cualquier creyente, al prevalecer la reinvención a la descripción. Únicamente aparece
una codificación simbólica más estricta en algunos grandes óleos del segundo lustro de
30
los cuarenta, como Presente eterno, Las bodas, Belial, emperador de las moscas,
Anunciación, peculiarizados a la vez por un mayor naturalismo en la figuración y por su
agresividad expresionista. Lam sólo busca transmitir, por los medios tropológicos del
arte moderno, una cosmovisión condicionada por los factores africanos vivos en su
cultura de origen, un sentido místico general procedente de ella.
Todo este cambio de visión tiene que ver con la presencia interna en la cultura del
Caribe de caracteres generales propios de la conciencia africana: sus filosofías
religiosas, sus cosmovisiones, su pensamiento mitológico, sus etnopsicologías... Trazos
de esta conciencia africana interiorizados y disueltos participan en la conformación de la
sensibilidad y el imaginario caribeños, con su particular mundo simbólico. Por ejemplo,
se ha indicado la naturalidad con que el pensamiento mitológico actúa en el Caribe
dentro de la conciencia moderna, y sin contradicciones. La discusión va del principe de
31
coupure de Rober Bastide al «realismo mágico». No se refiere a una supervivencia de
mitos, sino a una naturalidad para la mitologización semejante a la de los «primitivos»,
pero en creadores «cultos» contemporáneos, capaces de enfocar el mundo a través de
estructuras propias del pensar mitológico, y de reflejar una realidad donde la magia y el
mito son muy activos dentro de la problemática contemporánea.
El desplazamiento que introduce Lam se proclama en ocasiones polémicamente. Su
pintura tiene mucho de agresión al buen gusto burgués, y él lo ha confirmado al declarar
su voluntad de crear «figuras alucinantes, capaces de sorprender, de turbar los sueños de
32
los explotadores». Este programa tan ingenuo sólo puede tomarse en sentido figurado,
como postura dentro de su propio arte, como poética. Hay una predilección por formas
agresivas, púas, cuernos, dientes, que en ocasiones llenan todo el cuadro, como en las
Escalopendras; por formas grotescas, de gros orteil, como los pies grandes y ciertas
deformaciones. Este épater le bourgeois a la manera del surrealismo se dirige en el
sentido de ofensiva tercermundista contra el gusto legitimado y, en última instancia,
contra la estética occidental «distinguida». Pero lo hace desde el interior de la moder-
nidad, y aun del clasicismo, que nunca abandona sino cambia de signo, en una
contraposición dialéctica. El corte anticolonial que proclaman las tijeras del personaje
de La jungla no busca una ruptura utópica, quiere un viraje y a la vez una síntesis capaz
de ser legitimadas por la modernidad, obteniendo un espacio no occidental dentro de
Occidente, descentralizando, transformando, deseuropeizando... Realmente, la pintura
de Lam, sobre todo en su «período cubano», tiene poco de decorativo a pesar de su
belleza. Todavía hoy sus cuadros chocan a muchos. La ironía de que los «explotadores»
cultos los hayan colgado bien pronto en las salas de sus casas puede verse, al igual que
el vaso mitad vacío o mitad lleno, como reificación o infiltración, pues tiene de ambos.
En tales ambivalencias y contradicciones se da el juego de la cultura poscolonial, sobre
todo aquella del inmigrante en los centros, que es absorbido a la vez que transforma
desde dentro.
La síntesis polémica se proclama en la concepción misma de algunas obras.
Podemos apreciarla en cuadros que aparecen desde 1949 hasta 1961 y representan muje-
res sentadas en poses propias de los retratos académicos, con las manos en gestos de
«buenas maneras» convencionales. Pero estas damas elegantes han sido pintadas con el
más «salvaje» revoltijo de máscaras, rabos, cuernos, crines, espinas y cuanta referencia
fito y zoomorfa le ha permitido crear sus figuraciones mitológicas. En ellas parece
explicitarse una oposición integrada entre el aristocratismo académico y un
«primitivismo» dionisíaco. Vuelven más clara esa suerte de crítica tercermundista a
Occidente que integra su programa artístico. Lo mismo ocurre en una Venus en pose y
en piezas sobre temas clásicos de la pintura occidental y el cristianismo, como
Anunciación y Maternidad. Ahora, su crítica es más bien una deconstrucción, en el
sentido de que se lleva a cabo, insisto, dentro de los medios y tradiciones occidentales
mismos, que son reelaborados con una óptica y morfología opuesta, pero capaces de
metamorfosearlos hacia una elegancia nueva, diferente. Estas piezas constituyen casi un
símbolo de la obra toda de Lam y de su proposición estética.

IV
Cuando Lam arribó a Cuba el arte moderno estaba totalmente consolidado en la isla,
tras quince años de desenvolvimiento. Dada la tónica de los años cuarenta una segunda
generación vanguardista que extendió una poética más subjetiva e interiorista, barroca,
motivada por la luz, el color, la orfebrería y arquitectura tradicionales, interesada por
expresar una identidad de esencias. Correspondía con la orientación cultural
predominante entonces, emanada del trascendentalismo, el poeticocentrismo y el
catolicismo agustiniano de la generación que después será conocida como de Orígenes
—por el nombre de una revista— nucleada alrededor de Lezama. René Portocarrero y
Mariano son los artistas más típicos. A la par continuaban trabajando los representantes
de la primera generación, como Víctor Manuel y Carlos Enríquez, caracterizados por un
enfoque más directo y social de lo cubano. Amelia Peláez, perteneciente a esta
generación, correspondía más con la poética de la segunda.
Lam llega con cuarenta años y no encaja en ningún lado. Su trayectoria había sido
fuera de la isla, apartado de los avatares del modernismo en Cuba. Al instante consolida
su expresión definitiva, que, según vimos, venía asomando por una evolución propia en
Francia. Su obra impacta, pero se la considera como una zona aparte, en buena medida
porque se separa de la línea criollista-blanca de la vanguardia cubana hasta entonces.
Cabrera y Ortiz lo consideraban un desterrado en su misma tierra, y la primera reclama
que se le exponga más, en el momento en que ya comenzaba a hacerlo con regularidad
33
en Nueva York.
No quiere decir que no haya sido acogido. Era más bien un Robinson en una
34
cuartería. El principal crítico de entonces lo legitima, no sin cierta extrañeza. Los
artistas se sienten muy atraídos. Portocarrero hace una interpretación aguda, profunda,
que a la par revela el acento criollo-blanco del grupo Orígenes en su modelo y
construcción de la identidad cubana. Dice que la pintura de Lam es «el delirio de lo
tropical. De lo antillano, sobre todo. Y más que Cuba, Guadalupe y Martinica. Como si
dijéramos, una Cuba en la que lo negro hubiera imperado decisivamente. En suma, algo
35
que llevamos dentro y que hasta ahora anduvo ahogado». Esta interpretación revela la
atracción y distancia del grupo Orígenes. Lam hasta ilustró alguna portada de la
influyente revista, pero ninguno de sus miembros consagró algún artículo a Lam. Lo
valoraban altamente, pero era como si lo sintieran un poco fuera de su sensibilidad y al
margen de su proyecto poético-cultural.
Lo que Lam estaba haciendo tenía coincidencias formales con la pintura cubana típica
de los cuarenta: el barroquismo como proliferación, enfatizado por Carpentier, el uso
libre del cubismo y el lenguaje epigonal de la Escuela de París, el colorismo dentro de
36
una estructura cubista, el interés en la luz... Pero la contradecía por la agresividad de
sus imágenes, por su grotesco (a pesar de ser un grotesco elegante), por su visión no
idílica, por su «salvajismo», que traían una ruptura violenta con esa alegría, viveza y
37
candor de la «Escuela de La Habana» caracterizada por Barr. A veces hasta parece
oponérseles, como en sus cuadros negros de 1947, que anticipan el gesto de Raúl
Martínez en los años cincuenta, cuando pintaba abstracciones acromáticas para
contradecir el estereotipo colorista y tropical de la pintura cubana. Además, era una
visión desde lo africano en Cuba y el Caribe, más próxima a la primera generación de
intelectuales de vanguardia y el ambiente cultural de finales de los años veinte y la
década de los treinta, con el interés por lo negro de escritores como Carpentier, Nicolás
Guillén o Ramón Güirao, y músicos como Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla.
En las artes plásticas este interés sólo se había manifestado en algún acercamiento
incidental, exterior y anecdótico.
Lam influyó de modo notable sobre varios pintores cubanos durante los años
cuarenta, y propició una atracción hacia los temas afrocubanos. En sus series Figuras
para una mitología imaginaria y, sobre todo, Brujos, Portocarrero mete a Lam dentro
de su poética personal y, en general, de la del grupo de Orígenes. Estas obras son como
Lams dulcificados, donde sus personajes mitológicos parecen disfrazarse para una fiesta
de carnaval. Pero la influencia de Lam, aunque extendida, fue superficial, momentánea,
y pasó sin establecer escuela ni en el caso de Roberto Diago, segundo artista en centrar
una parte de su obra en lo afrocubano. Este pintor y dibujante negro procesó de modo
38
personal el influjo, pero no se concentró en esta vía y murió joven.
Por su lado, Lam quería guardar ciertas distancias, sin mezclarse con la problemática
local. Desde el año mismo de su llegada comenzó a hacer muestras personales en la
galería Pierre Matisse de Nueva York, y era solicitado para otras exposiciones en el
extranjero a pesar de las dificultades traídas por la guerra. Pero se negó a participar en la
39
exposición de pintura moderna cubana curada por Barr en el MOMA en 1944,
probablemente para no ponerse apellidos locales que perjudicaran su personalidad
internacional naciente, y quizás por indicación de la galería con la cual estaba
comprometido. Además, su juicio sobre la plástica cubana era muy duro y hasta
40
despectivo, y al final de su vida lo expresó públicamente sin ambages, llegando a
41
afirmar: «la pintura cubana soy yo».
La nueva perspectiva abierta por Lam no congregaba continuadores en su momento,
indicando que era un adelantado. También estaba el escollo de haber exhibido muy poco
en América Latina, típico de la falta de circulación Sur-Sur de las culturas del Tercer
Mundo por problemas económicos, organizativos y de subvaloración, propios de las
deformaciones poscoloniales. Sus muestras de 1955 en el Museo de Bellas Artes de la
Caracas «petrolera» y de 1957 en Maracaibo provocaron un gran impacto en el arte
local, e influyeron decisivamente en numerosos pintores venezolanos, como Oswaldo
Vigas, Mario Abreu y Manuel Espinoza. Pero Lam fue asimilado más como un pa-
radigma formal y de imaginería y fabulación que como heraldo de una intuición más
esencial e introspectiva del Caribe.
Cuba, por sus peculiaridades culturales e históricas (muy «blanca», muy «negra» y
muy «mulata», abierta, dinámica, situada en un eje de comunicaciones...), estaba
destinada a continuar, en otros artistas plásticos, la comprensión más profunda de lo
africano en América como uno de los troncos constitutivos de la cultura activamente
contemporánea del continente. En los años cincuenta, sin influencia directa alguna de
Lam, Agustín Cárdenas inició su obra abstracta de sensibilidad africana, que lo sitúa
hasta hoy como el más importante escultor en la perspectiva descrita. En los sesenta
aparece Manuel Mendive, practicante desde niño de religiones afrocubanas, quien
centra en ellas sus pinturas, esculturas y obras interdisciplinarias. Sólo nombro a los de
mayor relevancia, y aprovecho para recordar que no porque se pinte una máscara o un
tambor se estará haciendo un arte donde lo africano en América constituye la espina
dorsal de la creación, si aquél no actúa desde dentro en la concepción de la obra. Por el
contrario, la plástica del Caribe se ha visto muy afectada por el caribeñismo superficial,
la africanería pintoresca al gusto de turistas y para satisfacer expectativas cliché.
Pero lo más importante está sucediendo hoy, como parte del nuevo arte cubano que
descongeló la cultura de la isla en la década de los ochenta. Un sistema gratuito de
enseñanza del arte ha hecho posible la formación completa de cualquier niño o joven
con aptitudes, sea cual fuera su extracción social o geográfica. Esto ha determinado que
la mayoría de los nuevos artistas procedan de estratos populares, en los cuales continúan
inmersos. Provistos de una formación a nivel superior, bien informados, y al unísono
portadores del folclor vivo de sus medios, ellos están generalizando una obra «culta» en
cuya constitución interviene, desde dentro, la cultura vernácula. Varios son practicantes
de religiones afrocubanas, proceden de familias con larga tradición en ellas, o crecieron
y viven en contextos donde poseen fuerza. Ellos hacen un arte muy «al día» en lo
formal y metodológico, pero conscientemente dentro de una cosmovisión basada en los
valores y el pensamiento de estas tradiciones, dinamizadas hacia una interpretación del
mundo de hoy. En José Bedia, Juan Francisco Elso (fallecido en 1988 a los treinta y dos
años), Luis Gómez, Marta María Pérez, Ricardo Rodríguez Brey y Santiago Rodríguez
Olazábal lo africano actúa por completo del interior hacia fuera, como presencia activa
dentro del arte contemporáneo, a veces sin «primitivismo». Sus obras son más
autocentradas, conceptuales, conocedores de causa, y abiertas en abanico a la reflexión
contemporánea desde los contenidos tradicionales. Lam permaneció más ingenuo y
unidireccional, estallante en su «primitivismo» pioneril. Desde el Caribe, desde lo
afrocubano, ellos estructuran discursos filosóficos, éticos y existenciales dentro de una
nueva espiritualidad artística, dando un paso más hacia una cultura occidental
transformada por valores e intereses no occidentales, hecha también desde el Sur. Están
profundizando, de manera natural, sin programa ni furias, la revolución de puntos de
vista y de sentidos inaugurada por Lam. Fue una suerte que el pintor no hiciera escuela,
y quedara más bien su posición artístico-cultural, su fundamento. Aunque nada formal
los identifica con él, esos jóvenes lo admiran como un Elegguá abridor de caminos,
maestro en los saberes de la encrucijada.

Notas
1
John Yau. «Please, wait by the coatroom. Wifredo Lam in the Museum of Modern Art». Arts Magazine,
New York, No. 4, diciembre de 1988, pp. 56-59.
2
Gerardo Mosquera.«Primitivismo y contemporaneidad en nuestros artistas jóvenes». La Revista del
Sur, Malmö, año II, Nos. 3-4, 1985, pp. 52-55.
3
th
Evan Maurer.«Dada and Surrealism».William Rubin (editor). «Primitivism» in 20 Century Art. Affinity
of the tribal and the modern. Nueva York, 1985, tomo II, p. 580.
4
Ni siquiera se señaló la ausencia del arte no tradicional del Tercer Mundo en la muestra. Sólo fue
indicada por James Clifford. «Histories of the Tribal and the Modern». Art in America, Nueva York,
vol. 73, No.4, abril de 1985, pp. 167 y 176.
5
Citado por Max-Pol Fouchet. Wifredo Lam. Barcelona, 1984, p. 31.
6
Primitive Art, de Franz Boas, es de 1927, y un año después se fundó la Revista de Antropofagia, en cuyo
primer número apareció el Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade. Para un enfoque crítico
de su programa, véase Zita Nunes. Os males do Brasil: antropofagia e aquestão da raçá. Río de
Janeiro, 1990.
7
Nelly Richard. «La centro-marginalidad postmoderna». Ponencia en el Simposio Identidad Artística y
Cultural de América Latina. Arts International y Memorial de América Latina, Sao Paulo, 1991,
mecanuscrito.
8
Geeta Kapur. «Tradición y contemporaneidad en las Bellas Artes del Tercer Mundo». Debate abierto:
Tradición y contemporaneidad en la plástica del Tercer Mundo de la III Bienal de La Habana, 1989,
Editorial Letras Cubanas, 1989, p. 12.
9
Gerardo Mosquera. «Tercer Mundo y cultura occidental». Lápiz, Madrid, año VI, No.58, abril de 1989,
pp. 24-25.
10
René Étiemble. Essais de littérature (vraiment) générale. París, 1974, p. 11.
11
Por vía de pintores como Gorky y Pollock, menos por el automatismo surrealista que por la sensibilidad
«primitiva». Gerardo Mosquera. «Algunos aportes de América Latina a la “plástica universal”». ICSAC,
Cahier 4, Bruselas, marzo de 1985, pp. 14-15.
12
El tema ha sido analizado con mayor amplitud en Gerardo Mosquera. «África dentro de la plástica
caribeña I». Arte en Colombia, Bogotá, No. 45, octubre de 1990, pp. 42-49, y Plástica del Caribe. La
Habana, 1989, pp. 137-164.
13
Nótese, por ejemplo, el total desconocimiento de Max-Pol Fouchet en su Ob. cit.
14
Alejandro Lipschutz. Perfil de Indoamérica de nuestro tiempo. La Habana, 1972, pp. 90-92.
15
James Clifford. The Predicament of Culture. Tweintieth-Century Ethnography, Literature and Art.
Cambridge y Londres, 1988, pp. 14-15.
16
Fernando Ortiz. «Los factores humanos de la cubanidad» (1939).Órbita de Fernando Ortiz. La Habana,
1973, pp. 154-157.
17
Evan Maurer. Ob. cit., p. 580.
18
Michel Leiris. Wifredo Lam, Nueva York, 1970, s.p.
19
La única presentación general de esta plástica ha sido efectuada por Robert Farris Thompson. Flash of
the Spirit. African and Afro-American Art and Philosophy. New York, 1983. Hay un estudio general
para el Brasil hecho por Mariano Carneiro da Cunha. «Arte afro-brasileira». Historia general da arte
do Brasil. Sao Paulo, 1983, pp. 974-1033.
20
Para una discusión más extensa, véase Gerardo Mosquera. «África en la plástica caribeña II». Arte en
Colombia. Bogotá, No.46, enero de 1991, pp. 72-77.
21
Sobre este aspecto crucial de su biografía, consúltese Antonio Núñez Jiménez. Wifredo Lam. La
Habana, Editorial Letras Cubanas, 1982, y Max-Pol Fouchet. Ob. cit.
22
Sobre la evolución de la pintura de Lam debe consultarse José Manuel Noceda y Roberto Cobas Amate.
«Wifredo Lam desconocido». Catálogo de la IV Bienal de La Habana, 1991, pp. 155-160.
23
José Lezama Lima. «Homenaje a René Portocarrero». La cantidad hechizada. La Habana, 1970, p. 380.
24
Diríamos así en alusión a Carpentier, quien usa a Lam como paradigma de su concepto de lo real-
maravilloso en el prólogo a El reino de este mundo (1949), donde lo enuncia por primera vez.
25
Fernando Ortiz. «Las visiones del cubano Lam». Revista Bimestre Cubana, La Habana, vol. I, No.1, 2 y 3,
julio-diciembre de 1950, p. 269. Este texto, publicado también como monografía con el título Wifredo
Lam y su obra vista a través de significados críticos. La Habana, 1950, constituye una de las
interpretaciones fundamentales del pintor, y un sabroso ejemplo del barroquismo en la prosa
cubana.
26
Alejo Carpentier. «Un pintor de América: el cubano Wifredo Lam». El Nacional, Caracas, 1947.
Reproducido en el catálogo de la Exposición antológica «Homenaje a Wifredo Lam» 1902-1982.
Museo de Arte Contemporáneo, Madrid, 1982, pp. 77-78.
27
Desiderio Navarro. «Lam y Guillén: mundos comunicantes». Sobre Wifredo Lam. La Habana, Editorial
Letras Cubanas, 1986; «Leer a Lam». Ejercicios del criterio. La Habana, 1988.
28
Fernando Ortiz. Ob.cit., p. 259.
29
Sobre Elegguá, consúltese: Roger Bastide. «Inmigration et métamorphoses d’un dieu». Cahiers
Internationaux de Sociologie. París, 1956; Lydia Cabrera. El monte. La Habana, 1954; Juana Elbein Dos
Santos. «Exu Bara, Principle of Individual Life in the Nago System». La notion de personne en Afrique
noire. París, 1973; Joan Wescott. «The Sculpture and Myths of Eshu-Elegba». África. Londres, año
XXXII, No. 4, octubre de 1962.
30
Véase la interpretación de esta obra realizada por Suzanne Garrigues. «Cultura y revolución en la
eterna presencia de Wifredo Lam». Plástica del Caribe. Ob. cit., pp. 183-192.
31
Roger Bastide. «Le principe de coupure et le comportement afrobrésilien». Anais do XXXI Congresso
Internacional de Americanistas. Sao Paulo, 1955, pp. 493-504.
32
Citado por Max-Pol Fouchet. Ob. cit., p. 31.
33
Lidia Cabrera. «Un gran pintor: Wifredo Lam». Diario de la Marina, La Habana, 17 de mayo de 1942,
p.2; Fernando Ortiz. Ob. cit., p. 269.
34
Guy Pérez Cisneros. Pintura y escultura en 1943, La Habana, 1944.
35
Citado por Mirta Aguirre. «Antillas en Wifredo Lam». Hoy, La Habana, 14 de abril de 1946, p. 10.
36
Desnoes ha resaltado su contraposición cromática con el cubismo clásico. Mientras éste empleaba «las
tierras y el ocre para aplacar los sentidos y apelar al intelecto», Lam se vale de «los colores sensuales
del impresionismo para revelar la luz y la sangre del trópico». Edmundo Desnoes: Lam: azul y negro.
La Habana, 1963, p. 8.
37
Alfred H. Barr Jr.: «Modern Cuban Painters». MOMA Bulletin. Nueva York, volumen XI, núm. 5, abril de
1944, p. 5.
38
Acerca de este interesante y poco conocido artista, quien se suicidó en Madrid en 1957, véase Orlando
Hernández: «Oscuridad de Roberto Diago». Catálogo de la III Bienal de La Habana. Ob. cit., pp.
222-226.
39
Véase Alfred H. Barr Jr. «Una carta». Gaceta del Caribe, La Habana, agosto de 1944, p. 5, y, sobre todo,
José Seoane Gallo: «Algunas aclaraciones sobre la muestra de pintura cubana en el Museo de Arte
Moderno de Nueva York en 1944», mecanuscrito, 1989, donde se reúnen elementos de juicio que
dilucidan definitivamente la cuestión.
40
Gerardo Mosquera. «Mi pintura es un acto de descolonización. Entre-vista con Wifredo Lam».
Exploraciones en la plástica cubana, La Habana, 1983, pp. 187-188, y José Seoane Gallo: Ob.cit., p. 14.
41
José Seoane Gallo. Ob. cit.

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