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El hijo de Loth

Book · October 2019

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Alexánder Hincapié García Juan David Piñeres Sus


Universidad de San Buenaventura Medellín - Universidad Católica de Oriente University of Antioquia
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El hijo de Loth

2
François-Paul Alibert

El hijo de Loth
François-Paul Alibert

El hijo de Loth

Seguido de un (pre)texto sobre la obra


Alexánder Hincapié García
843
A398
El hijo de Loth / Francois-Paul Alibert, Juan David Piñeres Sus, prefacio; Miguel Orlan-
do Betancourt Cardona, traductor
Medellín : Ediciones UNAULA, 2016
116 p. (Tierra Baldía)
Con: Un insurrecto amor por el padre : un (pre)texto en torno a El hijo de Loth de
Francois-Paul Alibert / Alexánder Hincapié García
ISBN: 978-958-8869-44-5
I. 1. NOVELA ERÓTICA
2. LITERATURA FRANCESA
3. Alibert, Francois-Paul, 1873-1953 – Crítica e interpretación
II. 1. Alibert, Francois-Paul, 1873-1953
2. Piñeres Sus, Juan David, prefacio
3. Betancourt Cardona, Miguel Orlando, traductor
4. Hincapié García, Alexánder
5. Escobar García, Bibiana, editora académica

El hijo de Loth
François-Paul Alibert

Ediciones UNAULA
Marca registrada del Fondo Editorial UNAULA
Serie: Tierra Baldía
ISBN: 978-958-8869-44-5

Primera edición en francés, La Musardine 2002.


Segunda edición en francés, La Musardine 2005.
Primera edición en español: Ediciones UNAULA 2016

© Emmanuel Pierrat
© Fondo Editorial Unaula, de la presente edición
© De la traducción: Miguel Betancourt Cardona

Edición académica a cargo de


Bibiana Escobar García / Alexánder Hincapié
Ilustraciones realizadas por
Miguel Ángel Escobar Lara
Edición general:
Jairo Osorio Gómez

Hechos todos los depósitos legales


Derechos reservados de autor
Diagramación e impresión
Editorial Artes y Letras s.a.s
Impreso y hecho en Medellín - Colombia
Universidad Autónoma Latinoamericana
Cra. 55 No. 49-51 Pbx: [57+4] 511 2199
www.unaula.edu.co
Mis amigos me repiten que este librito es de naturaleza tal,
que puede causarme un gran prejuicio. No creo que pueda
quitarme nada que me importe. O, mejor dicho: no creo que
me importe nada de lo que me quite. No he buscado jamás ni
aplausos, ni condecoraciones, ni honores, ni entrada en los sa-
lones de moda. Sólo me interesa la estimación de unos cuan-
tos espíritus excepcionales, y confío en que comprenderán
que nunca he merecido tanto esa estimación como al escribir
este libro y el atreverme a publicarlo.
André Gide, Corydon

El texto es ese trueno que después retumba largamente


Walter Benjamin, Obra de los pasajes
Nota del traductor

Desde la lógica del pensamiento del mestizaje, y en


cuanto a la traducción, Nouss y Laplantine (2008) sos-
tienen que espíritu y letra, antes que opuestos, se com-
plementan. La polisémica hace que la transformación
entre ambos sea continua. Un estar entre dos lenguas.
“No es una transposición sino una relación. La traduc-
ción es diálogo entre dos lenguas, es tanto diálogo como
encuentro y viaje: su valor se establece en la distancia
recorrida” (Nouss y Laplantine, 2008: 36)1.
Es a partir de este pensamiento, es en la realidad del
trayecto, del recorrido del mismo libro, que esta traduc-
ción se realiza. Es en el viaje de su propia traducción que
esta obra se mestiza en el encuentro con la cultura otra,
con la lengua otra, es este mismo libro quien nos ha di-
cho cómo traducirlo. Así escuchamos la lengua otra en
nuestra propia lengua, en su época.
En complementariedad con el trabajo de nuestra ter-
minóloga Xabina Garat hemos culminado la traducción
del libro Le fils de Loth, ahora, El hijo de Loth.

Nouss, Alexis y Laplantine, François. 2008. El pensamiento del


1

mestizaje. Trad. M. Betancourt. Popayán: Anthropos, Universidad


del Cauca.
El hijo de Loth

Presentamos entonces esta traducción que nos deja


ver, por primera vez en castellano, lo que nos cuenta este
hijo de Loth, entre lo bello y lo perturbador, cuya fuerza
hemos tratado de mantener entre una hermosa lengua
clásica y la serenidad de su escritura, a lo largo de una
extraña teoría de la jerarquía de las formas de amor aquí
expresadas.

Miguel Orlando Betancourt Cardona


Escuela de Idiomas Universidad de Antioquia

10
Prefacio

Juan David Piñeres Sus

I
Benjamin (2001) nos dice que la idea de la vida y de la
supervivencia de las obras debe ser entendida por fue-
ra de toda metáfora. Esto significa que, así como las
manifestaciones de la vida se encuentran íntimamente
relacionadas con todo ser vivo, aunque no representen
nada para él, también la traducción brota naturalmente
del original. Sobre todo de la supervivencia del original.
La relación entre original y traducción debe ser pues
comprendida como una relación vital; la traducción es
algo más que simple comunicación y surge cuando una
obra sobrevive y alcanza la época de su fama. En con-
secuencia, las traducciones no prestan un servicio a la
obra sino que deben a ella su existencia; pero no pue-
de olvidarse que “la vida del original alcanza en ellas
su expansión póstuma más vasta y siempre renovada”
(Benjamin, 2001: 79).
En La tarea del traductor, aunque Benjamin parte de
la decadencia actual (burguesa) del lenguaje —que ya
había planteado en Sobre el lenguaje en general y el len-
guaje de los humanos (Benjamin, 2011a), y que expresa
la corrupción de los seres humanos después de la caída
El hijo de Loth

del paraíso— quiere dejar esbozado un movimiento de


retorno a la perfección perdida. Si la fase descendente de
la historia —cuyo curso tiene lugar a partir del pecado
original— expresa la degradación del lenguaje a simple
comunicación entre los hombres, y adicionalmente una
pérdida de la relación transparente entre las palabras y
las cosas, por tanto una pérdida de la función poética,
su fase ascendente coincide con su progresiva purifica-
ción, en último término, con el proceso de restauración
del lenguaje adámico. Para ello, Benjamin (2001) asume
la diferencia entre el aspecto comunicativo del lenguaje
y su aspecto simbólico aunque, según informa Mòses
(1997), la combina con otra oposición, a saber: por un
lado está el acto de significar (das Meinen) y, por el otro,
la forma de significar (die Art des Meinens). El lengua-
je comunicativo supone el acto de significar en cuanto
intención del locutor, esto es, la intención del locutor
está centrada en el contenido del mensaje que quiere
transmitir; mientras que, en contraste, el uso simbóli-
co del lenguaje conlleva la “forma de significar”. De allí
que siempre que se cuide “[…] el discurso humano de
perseguir contenidos comunicables, más se concentrará
en la forma de significar, y más recuperará el lenguaje su
pureza original. Este proceso de purificación se opera, a
lo largo de toda la historia, gracias al trabajo de los poe-
tas, pero sobretodo —y es la tesis central de Benjamin—
gracias al de los traductores” (Mòses, 1997: 89).
La purificación del lenguaje, llevada a cabo por la
traducción, no está del lado de la transmisión fidedig-
na de un contenido, tal como podría pensar quien se
apegue al significado ordinario de la palabra, sino de la

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François-Paul Alibert

creación de un sistema de signos nuevo y no mimético


en relación con el original. Lejos de entenderla como
copia, esto sugiere la necesidad de ver en la traducción
la posibilidad de producir un sistema de signos com-
plementario respecto del sistema original, y a partir del
cual se contribuya a hacer avanzar el lenguaje en direc-
ción a su meta utópica. Indica Mòses que esta meta es el
lenguaje de la verdad o, dicho de otro modo, el lenguaje
de los orígenes. Aunque, valga la aclaración, el modelo
histórico–teológico de Benjamin no persigue la simple
restauración de los orígenes, no importa aquí tanto un
punto primero y paradisíaco, sino la realización de las
virtualidades utópicas que se hallan “[…] en el progra-
ma original de la aventura humana” (Mòses, 1997: 89),
ciertamente abocadas en el tiempo de los hombres. Por
este motivo, la restauración del lenguaje paradisíaco, en
cuanto retorno a los orígenes, solo puede llevarse a cabo
mediante la invención lingüística y, en suma, por medio
de la creación de lo nuevo.
Benjamin (2001) ha dicho que en todas las lenguas
queda algo imposible de ser transmitido. Algo que, se-
gún el contexto, es simbolizante o simbolizado. Es sim-
bolizante únicamente en las formas definitivas de las
lenguas, pero es simbolizado en el devenir de los idio-
mas mismos. Ahora bien, lo que se trata de representar
en el devenir de las lenguas es el núcleo de lo que nues-
tro autor denomina “lenguaje puro”. Aquí se halla preci-
samente la riqueza de la traducción: desligar las formas
del sentido para convertir lo simbolizante en simboli-
zado. A nuestro juicio, al verter Le fils de Loth al caste-
llano, Betancourt se ha dado a la tarea de reconvertir el

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El hijo de Loth

lenguaje puro en movimiento lingüístico. Ha entendido


que la misión del traductor es rescatar el lenguaje puro
para el idioma propio. Liberando el lenguaje preso en la
obra de arte original, y en contravía de quienes piensan
en una relación de exclusión entre libertad y fidelidad
al texto, ha logrado darle forma francesa al castellano,
incluida su sonoridad. En esta adaptación, el lector en-
contrará en su propia lengua un eco de la original.

II
Como bien se colige del muy sugerente (pre)texto es-
crito por Hincapié (2016) en torno a la traducción de El
hijo de Loth, la novela de Alibert socava los valores cul-
turalmente instaurados y, muy específicamente, interro-
ga la naturaleza misma del parentesco. En este sentido, y
más allá de los análisis formalistas, en ella se constata la
necesaria imbricación entre literatura y crítica cultural.
Hincapié se toma en serio esta posibilidad abierta por la
literatura: sabe que a partir de ella es posible cuestionar
los marcos culturales que prescriben la normalidad so-
bre los seres humanos mientras, a la vez y por lo mismo,
despojan a muchos de su experiencia. Glosando a Hin-
capié, el proyecto antropológico moderno, y su sueño
de formar lo humano, se obstinan en sacrificar tanto al
animal como a la criatura. Gracias a la destrucción de lo
sagrado por lo jurídico, el hombre es transformado en
persona. Aquí encontramos el fundamento de la ontolo-
gía liberal, si se quiere, de la máquina antropo-genética
que incansablemente produce al hombre a partir del
hombre y que, bajo el disfraz de palabras como libertad,

14
François-Paul Alibert

autonomía y derecho, cercena la posibilidad humana de


la experiencia. Por ello también debemos dudar de cual-
quier discurso que cite la diversidad y la libertad sexual.
Dicho llanamente, “[…] como corolario de la tosca soli-
citud de respeto por la diversidad, también como corola-
rio de toda esa libertad sexual, que el pensamiento libe-
ral bien ha aprovechado para hablar de secularización y
emancipación de la sociedad, se ha formado el hombre
domesticado por las libertades que le han sido atribui-
das a la persona” (Hincapié, 2016).
A contrapelo de esos contornos culturales que hacen
inteligible la vida de unos mientras niegan la de otros,
Hincapié opone las posibilidades abiertas por la litera-
tura. Con ella, según nos informa, los hombres encuen-
tran un rendimiento mayor: al margen de toda higiene
social, la literatura les dona una experiencia enriqueci-
da. Benjamin (2011b) ha enfatizado en que, gracias a la
pérdida de su comunicabilidad, cuyo correlato central
es la desaparición de los narradores tradicionales, los
seres humanos modernos nos hemos quedado sin la
posibilidad de hacer propia la experiencia (Erfahrung)
transmitida en los relatos narrados por otros. Sin duda,
comprendiendo que la literatura, en este caso la nove-
la, sin intención alguna de aleccionarlos, les entrega a
los lectores una diferencia absoluta y radical, Hincapié
nos ofrece una interpretación de El hijo de Loth que
bien podemos adjetivar de reparadora: en un relato que
estremece toda forma de conciencia moral (incluida la
psicoanalítica) y que, si se quiere, radicaliza la figura gi-
deana del inmoralista, nuestro autor ve una oportunidad
para la reparación de la experiencia humana. Existe ya
en su (pre)texto esa práctica redentora incubaba en el

15
El hijo de Loth

centro mismo del materialismo histórico por Benjamin,


a lo largo de su obra.
Solo un guiño final. Compartimos completamente
con Hincapié (2016) su concepción acerca de la fun-
ción de la crítica. Implícitamente resuena en sus pala-
bras aquello que Butler (2006: 59) denomina una “[…]
insurrección a nivel ontológico”. Con esta expresión se
nos dice que la crítica es aquella praxis por la cual en-
tendemos que no tenemos por qué ser aquello que se
nos dice que debemos ser. Por mor de la crítica, en con-
secuencia, sabemos que podemos ser de otro modo; es
más, el mundo mismo puede y debe ser de otro modo.
Su función negativa niega todos aquellos esfuerzos por
hacer entrar, por incluir a los “excluidos” dentro de una
ontología normativa previamente establecida.

bibliografía
Benjamin, Walter. 2001. La tarea del traductor. En Walter Benja-
min. Ensayos escogidos, pp. 77-88. México: Ediciones Coyoacán.
Benjamin, Walter. 2011a. Sobre el lenguaje en general y sobre
el lenguaje de los humanos. En Walter Benjamin. Iluminaciones IV.
Para una crítica de la violencia y otros ensayos, pp. 63-81 Uruguay:
Aguilar.
Benjamin, Walter. 2011b. El narrador. En Walter Benjamin. Ilu-
minaciones IV. Para una crítica de la violencia y otros ensayos, pp.
125-152. Uruguay: Aguilar.
Butler, Judith. 2006. Vida precaria. El poder del duelo y la violen-
cia. Buenos Aires: Paidós.
Hincapié, Alexander, 2016. Un insurrecto amor por el padre. Un
(pre)texto en torno a El hijo de Loth de François-Paul Alibert, pp. 83-
116. Medellín: Fondo Editorial UNAULA
Mòses, Stephane. 1997. El ángel de la historia. Rosenzweig, Benja-
min, Scholem. Madrid: Cátedra.

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François-Paul Alibert

Sin embargo, sé que sólo se avanza dejando atrás el pasado.


Cuentan que la mujer de Loth, por haber querido mirar atrás,
se convirtió en estatua de sal, es decir: lágrimas suspendidas.
Tornado hacia el futuro, Loth se acostó entonces con sus hijas.
Así sea

Gide, Los nuevos alimentos

A lo mejor habría que hacerse, en cuanto a este tema,


algunas preguntas.
Por ejemplo:
¿De cuál de las cinco ciudades escandalizantes salió
Loth, cuando el incendio celeste estalla? ¿No sería ese
punto precisamente Sodoma?
¿No habría tenido Loth las mismas confianzas exce-
sivas si sus hijas, en lugar de ser mujeres, hubiesen sido
hombres?
Por lo demás, ya que no se trataba de repoblar la tie-
rra, el gesto, propiamente hablando, de Loth es inclu-
so más reprensible ante los ojos de la Moral corriente,
la cual, como cada quien lo sabe, solo se preocupa de
la perpetuación de la especie. De estar, como se lo pre-
tende, en estado de embriaguez, cuando consumó ese

19
El hijo de Loth

susodicho delito, no sería, por el contrario, una excusa,


algunos actos que solo revisten su completa y plena sig-
nificación cuando se cometen con pleno conocimiento
de causa.
Se invoca, es verdad, como circunstancia atenuante
que eran sus hijas, por lo tanto mujeres. Es permitido,
por otra parte, reivindicar con altura lo mismo, si hu-
biesen sido sus hijos, por lo tanto hombres. Siendo cir-
cunstancia atenuante, no es aquí más que antífrasis; es
simplemente de independencia de lo que se trata.
Aparte de eso, las hijas de Loth eran, a lo mejor, sim-
plemente hombres.

20
François-Paul Alibert

E l alba que sucedía a una de las más bellas noches


de ese bello fin de verano se deslizaba apenas sobre la
persiana entreabierta, y Roland, el codo sobre la al-
mohada, volvía a saciar sus ojos con André a su lado
tendido y profundamente sepultado en los limbos que
flotaban al encuentro del medio-despertar. De pronto,
André se había dejado llevar por el sueño con el adora-
ble desorden que prolonga en los cuerpos adormecidos
de los adolescentes los movimientos, los más secretos
del amor. Cediendo al encanto egoísta de esta edad, se
había tendido lo más estrecho al costado de Roland y
había pasado uno de los brazos bajo su nuca; Roland,
que estaba algo incómodo, no había tenido cuidado con
molestar al niño. Después de haber caído por intermi-
tencia en una somnolencia confusa, había renunciado
a dormir, para compartir mejor su fatiga amorosa con
la languidez donde André se entregaba sobre su cora-
zón. ¿No tenía nada mejor que hacer, después de todo,
que contemplar hasta quedarse ciego, la joven maravilla
sinuosa y desnuda cuyas curvas se plegaban a los mean-
dros de su propio cuerpo, y que acababa una vez más de
degustar en sus más embriagantes delicias?

21
El hijo de Loth

André, que acababa de llegar y que Roland veía por


primera vez, avanzaba tranquilamente, como si nada,
salvo él mismo y sin que hubiera tenido la más mínima
afectación de orgullo, existiera, en el sendero de espu-
ma donde la ola expirante incesantemente se desplega-
ba del mar a la orilla. Sus pies descalzos se estampaban
con dejadez, como si, desdeñando de tanto meterse al
mar como de hundirse en la arena, no hubiera encon-
trado más que este límite ideal para asegurar a su paso
majestuoso, el único camino de un joven semi-dios del
cual fuera digno. Ceñido hasta desgarrar en un traje
de baño negro que resaltaba la espléndida masa de su
sexo con un indolente pudor, lo que quedaba descubier-
to de su torso, de sus brazos, y de la parte superior de
sus muslos, dejaba brillar suficiente carne relumbrante
para que la mirada, sin temor a equivocarse, se imagi-
nara fácilmente un cuerpo de una blancura tan perfecta
que hubiera rebasado, si hubiera estado desnudo, el des-
lumbramiento del cielo sobre el mar. Su cabellera no era
sino un montón salvaje de oro ondulado, que se volvía
más oscuro en algunas partes y que, desordenada por la
brisa marina, caía por todos lados. De vez en cuando, el
adolescente la cogía a manos llenas para echarla hacia
atrás; entonces, sus dos brazos levantados divisaban en
las axilas un oro más pálido, del color de las mazorcas de
maíz recién recolectadas en las cuales da gusto morder
la pulpa tierna desde arriba coposa como el vellón de un
joven sexo.
Ciertamente, Roland no dudaba de su propia belleza.
Tampoco que se sobreestimara, o al contrario. Por lo ge-
neral, el más hermoso muchacho del mundo es, en este

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François-Paul Alibert

caso, muy mal árbitro de sí mismo. No obstante, aunque


no mostrara ninguna vanidad sobre sus encantos, Ro-
land se había reconocido demasiadas veces y de manera
demasiado profunda, como por transparencia, a través
de algunas muestras de admiración mudas de parte del
género masculino, como para que dudara de su poder
de seducción.
Sin embargo y a pesar de su seguridad, no pudo evi-
tar ser humillado por la belleza resplandeciente del que
venía frente a él en la extrema franja del mar; estaba lejos
de imaginarse que provocaba, en el mismo instante, en la
otra franja, exactamente la misma impresión. Así, estos
dos maravillosos jóvenes, cuyo esplendor era deseme-
jante pero equivalente, se encontraban, por efecto de un
misterioso encuentro, en el punto exacto que se necesi-
taba para intercambiar el flechazo de la pasión naciente,
donde cada uno sentía el deseo orgulloso de dominar al
otro, solo para someterse a él en el instante. ¿No es esta
una de las condiciones más favorables al nacimiento del
amor? Porque, en lo que su estrecho bañador púrpura
dejaba ver de su cuerpo de color de corteza de grana-
da, los muslos musculosos y oscuramente floridos de un
imperceptible vello, los hombros anchos y rectos, desde
donde el torso aminoraba armoniosamente hasta la cin-
tura como una ánfora volcada que, en la plenitud de sus
curvas, se asienta sobre su base, de donde empezaría de
nuevo siguiendo la línea de otro doble costado; Roland,
quien, en todo su salvajismo, tenía únicamente de pálida
mate, debajo de su opulento cabello negro, su cara don-
de la sangre más rica y más caliente afluía por ondas, no
tenía nada que envidiar al magnífico niño, quien, por su

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El hijo de Loth

parte, se decía que nunca había visto nada tan hermoso


como Roland.
Llegaron frente a frente; no intercambiaron ninguna
palabra. ¿De qué sirve hablar cuando uno se reconoce
tan bien en el otro? Otros habrían pasado o se habrían
vuelto sobre sus pasos jugando a quién daría el primer
paso. Ellos, en un mismo movimiento, de común acuer-
do, se lanzaron silenciosamente al mar, como si no tu-
vieran, por el momento, otra forma de medir sus fuerzas
adolescentes, y mientras se desafiaban, para encontrarse
siempre en el mismo punto. Iban, uno al lado del otro,
en un alargamiento sucesivo cuyo estiramiento  estaba
tan bien pensado que no denotaba  el menor esfuerzo.
El mar se inclinaba hacia la orilla y al mismo tiempo,
deslizaba como un río de un borde al otro de la bahía.
Unas veces se emparejaban a uno de sus movimientos,
otras, se le oponían según la ondulación cambiante de
la ola que, trayéndolos luego hacia la orilla, los volvía a
arrastrar hacia el mar adentro; después, la hendían otra
vez en el sentido inverso para acercarse a la orilla de
donde cada uno desviaba en un semicírculo que cerra-
ban luego para singlar paralelamente hacia el horizonte
del espacio marino que arrastraban ligeramente detrás
de ellos. Bien sea que no le pusieran amor propio o que
su vigor fuera igual, ninguno de los dos, salvo algunas
emulaciones de velocidad que a veces lucharan contra
la corriente del mar, nunca sobrepasaba al otro, como si
dieran especial importancia a manifestar cuánto desea-
ban solamente no rivalizar entre ellos la distancia. De
vez en cuando, con una agilidad inimaginable, esqui-
vaban y rodeaban las redes que los pescadores habían

24
François-Paul Alibert

tendido bajo el agua y aún más atentos a los delfines


que acudían para devorar el botín prisionero, que por
momento surgían de improviso. Y volvían a empezar
riéndose, tanto que al final, a más no poder, encallaron
y se acostaron en el hueco de la arena tibia, un poco an-
helantes y, de ahí en adelante, sin nada que aprender del
deseo que les consumía.
Cuando regresaron ya era de noche; esa vez se baña-
ron desnudos. Una divina ingenuidad mandaba todos
sus gestos. El aire, en este final de septiembre se refresca-
ba; pero el mar les envolvía de una deliciosa tibieza. No
se metieron muy adentro. No por temor; le bastaba a su
felicidad estar juntos, no abandonarse, sentir lánguida-
mente el contacto mutuo de su costado al cual la calma
de aceite del mar prestaba una suavidad de terciopelo,
nadando con un solo brazo que partía la pesadez de las
aguas, el otro encerrando el cuello, y su sexo de antema-
no endurecido que abría la onda perezosamente dibuja-
da ante ellos. De vez en cuando, volteaban boca arriba
y remaban imperceptiblemente para sostenerse apenas
de la mano, se daban como sin hacerse caso, una con-
fidencia impúdica de sus cuerpos, hasta que dieran la
vuelta una vez más al revés; y, subían el luminoso valle-
cillo que la luna dibujaba en el mar. De repente sus bo-
cas se juntaron; su voluptuosidad fue tan fuerte que casi
desfallecieron. Ya era hora de que regresaran a la orilla.
Pero tenían tanta impaciencia que, tan pronto el agua
les llegara a la cintura, no pudieron contenerse e incluso
antes de regresar hasta la orilla, no hubieran contentado
de pie este deseo sino por tanto que lo habían aplazado:
Endimión, los gemelos volteados, para proponerle las

25
El hijo de Loth

primicias de su amor, a la Febe nocturna humedecida


con ellos en los raudales.  
Estaban ebrios el uno del otro hasta no sentir, al salir
del mar, la frescura de la noche y la humedad pérfida de
la arena con la cual se mezclaron más profundamente
esta vez para aliviar el ardor devorante de sus costados.
El esplendor oscuro del cielo, la tranquilidad de la ola,
el susurro de seda arrugada que zumbaba a sus pies, el
aroma salino que les secaba los labios, todo incrementa-
ba su deseo, acrecentaba su belleza, redoblaba sus arre-
batos. Terminaron la noche en la habitación de Roland,
que ya André compartía, regresando a la suya solo hasta
el amanecer y terminando incluso sin tomar ya esta pre-
caución. Como eran casi los únicos en T…, y que la sua-
vidad de la temporada seguía ahí de manera insólita, de-
cidieron prolongar lo más posible su estadía en aquellos
bellos lugares testigos de sus encantamientos cotidianos.
Hasta el momento no habían compartido las confi-
dencias no obstante tan naturales entre amantes; segu-
ramente no sentían la necesidad, o cedían a este pudor
que vacila en el umbral de ciertas confesiones, por poco
importantes que lo imaginemos, como si el más mínimo
velo descubierto ante la cara del alma debiera asestar un
golpe mortal a la fragilidad del amor. Sin embargo, Ro-
land, en diversas ocasiones, había presentido en André
un yo no sé qué que irritaba su curiosidad. Ni palabras
ni actitudes, Roland no había dejado salir nada que hu-
biera podido haberle dado descrédito; todo lo que decía
o hacía el niño brillaba de un resplandor de sinceridad
tal que Roland no tenía sino que hablar para que el otro
le revelara su secreto, en caso tal de que tuviera algún

26
François-Paul Alibert

secreto que guardar. Por eso es que, más allá de su dis-


creción natural, Roland atrasaba cada día el momento
de hacerle preguntas a su amigo, así solamente hubie-
ra sido por el valor que le daba a adivinar los entresijos
más escasos de un alma que le era más preciada que el
cuerpo que se la revelaba. Me equivoco, pensaba. Y, una
palabra, un tono, un acento, una de esas inversiones de
atención o ausencias repentinas, seguidas de endereza-
mientos no menos bruscos en la conversación o en el
placer, advertían a Roland que en el adolescente algo ex-
cedía la humanidad común y corriente, que no lograba
discernir. Lo anterior no impide que quisiera a André;
pero había algo en él que ya no era exclusivamente su
amor y que estaba ansioso por descubrir.
Una noche, una de aquellas noches densas con un
fondo de tormenta, como las hay en las últimas semanas
de septiembre, que su piel casi espiritualizada de tanta
voluptuosidad les impedía sucumbir al sueño, Roland,
de repente, mientras se desenlazaban, trajo a André
contra él, y, en un suspiro, le preguntó:
—¿Quién te inició, André, en el amor?
Entonces André, volteando hacia Roland sus hermo-
sos ojos aguamarina en donde no se leía ninguna inten-
ción de orgullo o ironía, y aún menos de vergüenza o
de perversidad, respondió, como si hubiera proferido la
cosa más sencilla del mundo:
—¡Mi padre!
Sin duda, aunque guardó silencio, Roland no dejó de
mostrar cierta estupefacción, ya que André prosiguió:
—Te sorprendes, Roland, y añado sin amor propio,
que no debe ser común recibir confidencias de esta na-

27
El hijo de Loth

turaleza. Había adivinado que llegaría el día en que me


harías preguntas; no ignoraba tampoco que no me esca-
paría, sin preocuparme por la acogida que le darías a mi
respuesta. Porque disimulabas cada vez menos, aunque
no lo reconocerías, ¿la inquietud que se espesaba a tu
alrededor no era ya la sombra de unos celos retrospec-
tivos? Que por mi parte, quién sabe, quizás no estoy tan
lejos de sentir con respecto a ti. Ya que me compete a
mí, el más joven, tomar la iniciativa, el momento no ha
llegado todavía de hacerte la misma pregunta. Quisiera
que supieras que, por lo demás, por nada en el mundo,
habría espontáneamente disipado tus dudas. Además de
que nada me es más fácil que guardar un secreto, ha-
bría temido darte la impresión de que cediera ante tus
ojos a una aparente fanfarronada, o de provocar de tu
lado confidencias que no tenías porqué compartirme
primero. Pero me había prometido, a mí mismo, que,
en cuanto fuera necesario, te diría la verdad sin amba-
ges ni reticencia. Ahora ya está dicho y puse al principio
lo que otros hubieran reservado para el final. ¿Para qué
poner tanta malicia para moderar sus confesiones? Qui-
siera que, además, estuvieras convencido de que, en una
aventura de la cual no te dejaré ignorar nada, no hay
nada que se parezca, así sea de lejos, a una sorpresa ni a
una violencia, pero al contrario, a un consentimiento re-
cíproco, un camino a mitad del recorrido de una y otra
parte hasta el encuentro final, por último un cúmulo de
circunstancias y de inclinaciones tan escasas que dudo
que lo mismo se reproduzca algún día. Te amo, Roland,
y te debo toda la verdad. Si acaso no lo desees, no iré
más allá.

28
François-Paul Alibert

Como única respuesta, Roland estrechó su abrazo,


bebió el aliento de este fruto nuevo que exhalaba esa
boca entreabierta, y miró apasionadamente hasta lo más
profundo de los hermosos ojos aguamarina que se es-
quivaban más que nunca. André solo leyó en los ojos
de su amigo la más grande ternura y la fe más viva; los
suyos, al verlos, se llenaron de encanto. Recayó cerca de
Roland, y se sumió en un silencio que el muchacho no
juzgó oportuno interrumpir; la felicidad que les oprimía
a los dos les impedía hablar. Sin embargo, pronto, en voz
baja, brumosa, un poco lejana, la cabeza todavía lángui-
damente apoyada en el brazo replegado de Roland, y sin
que se preocuparan del tiempo que transcurría, André
comenzó:
“No siempre he sido, ni mi familia, como me ves hoy;
hace sólo tres meses, no había ninguna posibilidad de
que me encontraras o que, encontrándome, me presta-
ras atención; éramos pobres, y a veces desprovistos de
todo. Sin embargo, a fuerza de tenacidad y de valor, mis
padres de quienes soy hijo único, superaban la adversi-
dad. Yo era entonces el pequeño animal salvaje obstina-
do y terco que, mientras daba la razón a todo el mun-
do, y a pesar de mi aparente ternura, hacía lo que se me
antojara. Quisiera que supieras también desde ya que,
mientras mis compañeros solo tenían ojos para las niñas
de nuestra edad, a pesar del culto silencioso que profería
con respecto a ellos, hacía lo posible para alejarme de
ellas; ya entonces, seguramente, no me inspiraban nin-
gún deseo.
“Previamente, Roland, no te asombres si, para más
sinceridad y claridad, llamo, de vez en cuando, las cosas

29
El hijo de Loth

por su nombre, hasta el más fuerte. Y si, hasta ahora,


salvo para compartir nuestros cuerpos, no he concedido
el más extremo pudor, es porque la reserva en el len-
guaje me parece indispensable entre amantes, sea cual
fuere su sexo respectivo, todas las veces y las más escasas
posibles, que ceden a la necesidad de pintar su amor de
otro modo que por el abandono donde la voluptuosidad
les lleva. No hay hipocresía en este velo a través del cual
no ignoran que se ven por completo, pero más bien no
sé cuál persuasión que esta discreción en sus palabras es,
con respecto al silencio más perfecto, la dignidad más
grande y la más alta conciencia de su amor. Ya no es lo
mismo cuando se trata de proyectar la mayor luz posible
sobre estados de conciencia tan oscuros que no se sabría
hacer uso de suficiente precisión para describirlos. Sería
entonces absurdo avergonzarse de eso; sobre todo ante
ti, Roland, quien debe aprender por qué camino he pa-
sado hasta que nos encontráramos. A partir de ahora, ya
no soy yo quien habla sino alguien que no conocías to-
davía, que está incluido en mí y que arroja toda su ropa
vieja para presentarse desnudo ante tu mirada.
“Entonces, no tenía ojos sino para los muchachos;
aunque a veces me sucedía gustarles a las niñas del
barrio, a su sociedad, a sus juegos, no era para tomar
mi porción de las familiaridades que mis compañeros
se permitían con ellas. Entre nosotros, les parecía torpe;
me ignoraba tanto a mí mismo, y a ellas también, que las
tomaba por criaturas con las cuales no se podía disfru-
tar, desprovistas de un sexo que empezaba a notar en mí,
pero que no sabía si correspondía o no al de ellas. Cuan-
do encontraba una pareja, que, en comparación conmi-

30
François-Paul Alibert

go, me parecía ya formada, es decir once o doce años,


yo que tenía tres o cuatro menos, cómo te describiría la
melancolía y la envidia que me devoraban de no poder
estar en su lugar, en el de él. En realidad, hoy que lo miro
de lejos, mis celos no reflejaban sino el imposible deseo
que me consumía, de estar en su lugar, en el de ella, y de
hacer del otro mi compañero. Sin embargo, si a veces,
uno de ellos, como es común entre muchachos, tenía
conmigo la más mínima libertad, lo rechazaba en segui-
da, a riesgo de atormentarme en interminables arrepen-
timientos. No obstante, había algo de sinceridad en estas
actitudes ariscas, ya que, repetidas veces, encontrándo-
me con uno de ellos que se estiraba el sexo, volteaba con
asco, a pesar de que me invitara a compartir su placer
del cual no entendía mucho, para forjar aparte con él
abrazos imaginarios que no irían más allá de una simple
caricia o un simple beso, y aún menos con estas niñas
que creía de buena fe inaccesibles a tentaciones oscuras
que rondaban solapadamente debajo de mi piel. Cómo
decirte mi desilusión, mi repulsión, cuando, un día que
estaba jugando, sin pensar mal, en un rincón oscuro de
la casa, con una de mis amigas, ella, arqueándose de re-
pente, y yo estando atrás, me cogió la mano y la intro-
dujo entre sus piernas; tuve la impresión, perdóname,
de entrar vivo en un relleno de gras-double2. Entendí ese
día todo lo que hay de baja animalidad en la naturale-

Gras-double: es un plato típico de Francia a base de tripas. Cercano


2

a lo que en Hispanoamérica se conoce como ‘guiso de callos’ o


mondongo.

31
El hijo de Loth

za femenina; y que los hombres, a pesar de sus imper-


fecciones y sus excesos, son mucho más idealistas que
las mujeres. No vayas a pensar que sea esta experiencia
la que, por lo menos hasta ahora, me haya desviado de
ellas; no había esperado hasta entonces para dedicarme
cada vez más al gusto exclusivo que me llevaba hacia mi
propio sexo, y que, como nos pasa a muchos, había na-
cido al mismo tiempo que yo.
“Ya te conté que éramos muy pobres y que no era
sino a fuerza de privaciones que lográbamos subsistir.
Vivíamos, mis padres y yo, en un pequeño apartamento
en una gran barraca obrera; por supuesto, como todas
esas pobres familias, no teníamos sino una habitación
para tres. De mis padres, es de lejos mi padre a quien
prefería. Mi madre era buena mujer pero chillona, des-
apacible, marchitada antes de tiempo por los trabajos a
los cuales se entregaba, amargada además por las fre-
cuentes tonterías de mi padre que se había a veces hasta
fugado; nada, a pesar de que la quería mucho, me atraía
tiernamente hacia ella. En cambio, mi padre resumía
en mi opinión todo lo que había de más hermoso y
de mejor en el mundo. Era un espléndido coloso que
ninguna prueba, ningún golpe por más duro que fuera,
hubiera derrumbado. Su inmensa bondad también era
su debilidad; inquebrantable a todo, tenía, me di cuenta
de eso después, un temperamento cuya inagotable exi-
gencia nunca lo cogía ni lo dejaba desprevenido; es este
resplandor sexual que consistía, pienso, en la atracción
que ejercía sobre mí, y que no podía por supuesto, de-
finir, pero de la cual iba a tener pronto la fulminante
revelación.

32
François-Paul Alibert

“Mi madre se había ausentado, por no sé qué motivo,


dos o tres días, mi padre, la primera noche, me acostó en
su cama. Más allá de que tenía para mí un cariño sin lí-
mites, es, creo, que necesitaba, como lo es beber, comer,
respirar y el resto, tener siempre una presencia carnal,
una respiración humana, el contacto con el cuerpo, fue-
re lo que fuere, a su lado, incluso cuando dormía. Esta-
ba lejos de sospechar, tanto como yo, las repercusiones
singulares que debía tener sobre nosotros dos esa noche
que íbamos a pasar juntos. Era al principio del verano,
ya estaba haciendo calor. Tuve una emoción extraordi-
naria pensando en la idea de que iba a dormir junto a mi
padre, pero que no me impedía hacer que retardara to-
dos mis movimientos sobre los suyos con una precisión
que un infalible instinto me inspiraba. Tardé demasiado
en quitarme la ropa, mientras que, al mismo tiempo que
rondaba por la habitación, él se desnudaba al galope, y,
en su indiferencia habitual, solo tomaba la molestia de
disimular lo que se necesitaba, según su simple juicio,
para proteger su pudor y el mío.
“Cuando se cambió la camisa, tuvo que desnudarse;
divisé en todo su esplendor, esa espalda soberbiamente
marcada, esos muslos altos, musculosos, rectos, redon-
dos y lisos como columnas, esas caderas hinchadas, que
tenían a la vista, la dureza del mármol, esos brazos que,
abiertos de par en par, dejaban ver la negrura espesa de
las axilas. Todo lo que detallaba de un rápido vistazo in-
crementó mi confusión, no tuve el estado de ánimo de
esperar, para quitarme las medias, que mi padre pasara
por encima del borde de la cama. Me puse en cuclillas

33
El hijo de Loth

y miré por debajo de la camisita que apenas lo tapaba;


en algún momento repentino, clavé la mirada en ese
abismo frondoso que vertía hacia mí un sexo cuyo vo-
lumen, descubriéndose por primera vez ante mis ojos,
me pareció magnífico. Cuando, a mi turno, me metí en
la cama, castañeteaba los dientes. Mi padre, no entendía
nada, me tomó en sus brazos para recalentarme; pen-
saba que me había enfermado. Pero temblaba con más
fuerza, hasta apretarme contra él donde terminé por
derretirme, en una bocanada de insoportable calor que,
tan pronto como me dormí, duró toda la noche, me dijo
mi padre al día siguiente, con un sueño agitado por todo
tipo de incoherencias. Es esa noche, me lo recuerda, que
tuve mi primer aborto; apenas tenía siete años, quizás
un poco menos. Soñaba que estaba en el campo, sen-
tado en el suelo, un día caluroso de verano, al lado de
una muchacha de cabello castaño, quien, por muy mujer
que fuera, llevaba en ella, con más moderación, en su
generosa belleza, las fuerzas herculinas de mi padre. Ahí
reconoces, es cierto, la indiferencia con la cual el espíritu
que vela en el cuerpo dormido, cambia el uno en el otro
cualquier sexo que lleva a sus funciones originales, que
entran en comunión con el ser primitivo que encuentra
a través del abismo negro y dorado del sueño. De repen-
te, la muchacha se paró con presteza, como si alguien la
fuera a perseguir, y, arrodillada a medias, antes de huir,
volvió a ponerse (todavía recuerdo su gesto) sus pen-
dientes con una prisa compulsiva que tuvo como conse-
cuencia inmediata producir desde mi verga hasta todo
mi cuerpo, una fulguración tan desgarradora, por ser

34
François-Paul Alibert

tan deliciosa, que me desperté ahí mismo pegando un


grito fuerte. Era de día. Tendido sobre toda la superficie
de la cama tan destrozada como su camisa que le subía
hasta las axilas, por el desorden de mi sueño, mi padre
todavía estaba dormido, sin sentir ninguna molestia por
la carga que le imponía; efectivamente, estaba extendido
sobre él, y mi sexo justo en la intersección del suyo que,
a esa hora matinal cuando, después del descanso de la
noche, todas las fuerzas viriles se juntan y se empalman;
apuntaba un bauprés que me hacía cabalgar hacia pa-
raísos desconocidos y repentinamente descubiertos. Era
más de lo que podía soportar. Perdí el conocimiento y
me despertaba en los brazos de mi padre quien, todo
conmocionado, sin que se preocupara por reacomodar-
se, y sin entender nada de mi desfallecimiento que, por
supuesto, no había dejado huellas, me apretaba y me
abrazaba, y no estaba lejos de perder la cabeza. Yo, no
sabía sino acurrucarme apasionadamente en este pecho
olímpico, besar esas mejillas, ese mentón, ese cuello, pe-
garme contra ese seno a la vez duro e hinchado, y, sin
fingir, buscar rodillas, pies, debajo de su vientre que me
ofrecía, para hundirlo, el grosor de su espuma, una verga
siempre erigida, frente al cual me preguntaba si no pre-
fería, al tocarlos, en su opulenta redondez, los dos cojo-
nes blandos que le seguían, balbuceando sin fin: no me
abandones, no me abandones, llévame siempre contigo,
te amo más que a nada en el mundo’’.

La voz de André languideció un poco y se hundió,


como si los recuerdos que le pesaban el alma se apretu-

35
El hijo de Loth

jaban hasta ya no poder abrirse camino. Y, de repente,


sucumbió al sueño como aquellos niños que caen, la ca-
beza sobre la mesa, en el penúltimo bocado.
Tanta confianza e ingenuidad enternecieron, más allá
de cualquier expresión, a Roland quien miró largamente
a André durmiendo a su costado, apenas levantado con
un aire siempre igual, y en la misma posición que en el
momento en que daba rienda suelta en el corazón de
su amigo con confidencias que otros, sin conservar la
justeza y el tacto que se necesitaban, hubieran atenuado
o encarecido. No se cansaba de admirar ese cuerpo cuya
medida era tan perfecta que se salía de cualquier medida
conocida; esos encantos innumerables que se reducían a
uno solo que no hubiera podido definir y que los redis-
tribuía en nuevos planos, constantemente desplazados y
cada vez más armoniosamente definidos; esos párpados
opalinos cerrados sobre la mirada íntima de una car-
ne profunda que se encontraba toda completa a través
de su propia transparencia. El corazón de Roland des-
bordaba mansedumbre y amor. Por muy incómodo que
fuera, como cada noche, por el peso de André a su cos-
tado, se hubiera abstenido, como de la muerte, de per-
turbar el descanso del adolescente; quedaba tiempo to-
davía. Así es que pasaban las horas para Roland vencido
de voluptuosidad, de cansancio y de emoción, y quien,
en la mañana, a su vez, cayó dormido, para despertarse,
tal como André, cuando ya era de día. Sin decir nada, se
miraron; el uno al otro, además de su juventud, su amor
y su belleza, solo vio amanecer en los ojos del otro la
promesa de un día aún más bello, como si fuese posible,
que el anterior.

36
François-Paul Alibert

André, sin embargo, ya fuera por capricho, o porque


no estuviera dispuesto, tardaba en retomar su relato. Ro-
land se abstenía de incitarle. Nadar, secar sus cuerpos al
sol, mirar el mar ponerse de azul entre los pinos, conver-
sando de cualquier cosa que cobra valor solo por la boca
que lo pronuncia, no deseaban nada más que esa simple
felicidad. No es que Roland, mientras se contenía, no
tuviera ninguna impaciencia en retomar la conversación
en el punto en que André la había interrumpido. Pero
solo lo complacía para no desagradarle, y a tal punto que
André no le ponía coquetería, hacía lo que se le antojara,
como si hubiera dicho lo suficiente por el momento. Fue
solo en la tercera noche, todo su cuerpo entrelazado al
de Roland, como para persuadirle con más intimidad,
que prosiguió:
“¿Había mi padre comprendido? En todo caso, nunca
volvimos a hablar del asunto en adelante. Él no pensaba
sino por instinto; pero su instinto no debía haberlo en-
gañado, ya que desde el día siguiente, y hasta el regreso
de mi madre, ya no compartía su cama. Fue solo más
tarde que ya no tuve dudas sobre las huellas imborrables
que la escena que te conté la otra noche habían dejado en
su imaginación. En cuanto a mí, ahora sabía lo que era
el sexo viril, en toda su plenitud, bajo qué forma, y sobre
todo bajo la forma de quien, anhelaba ardientemente,
con todo mi juvenil deseo, entrar en comunión. Más aún
sentí que cuando dos seres, fuesen hombres o mujeres,
fuesen hombre y mujer (todavía no diría, añadió An-
dré con una sonrisa, hasta dos mujeres), pasan la noche
en una cama, no podía ser con otro propósito del cual

37
El hijo de Loth

había tenido la misteriosa revelación, sin que me fuera


posible por lo demás imaginarme los distintos modos.
Es entonces cuando otro tipo de suplicio comenzó.
“Teníamos únicamente, como te lo conté, una ha-
bitación para nosotros tres, y no era grande. Por muy
lejana que estuviera mi cama de la de mis padres, tenía
que llegar algún momento en el que no dejaría de per-
cibir, por muy rápido que fuera en dormirme, ciertos
movimientos o ruidos que provenían de la suya, y de
interpretar su naturaleza. Como yo seguía siendo tan jo-
ven, según ellos, no había que darle tanta importancia;
por lo demás, le ponían cierta discreción, acostándose
siempre después de mí, esperando que estuviera dormi-
do. En cuanto a eso no se equivocaron; pero estaba cre-
ciendo y mis oídos también; ellos se quedaban en el mis-
mo punto. Por más que no me inmiscuía en las prácticas
de mis jóvenes compañeros, cuyos hermanos mayores
ya habían conocido mujeres, sabían bastante para ha-
cerme entender, mal que bien, aunque les prestaba una
atención aparentemente indiferente, en qué consisten
el encuentro y el intercambio de los sexos opuestos. No
obstante, me faltaba la revelación directa: no la mía que
no me entraba en la cabeza que hubiera ocurrido, sino
la revelación cuya sola previsión me revolvía la sangre,
es decir, entre mi padre y mi madre.
“La tuve, en toda su brutalidad, una noche en la cual,
pensando que todavía yo estaba dormido, sus precau-
ciones se habían relajado hasta el punto que ni habían
apagado la luz. Entonces comprendí, en toda su exten-
sión, muchas cosas retrospectivas que nunca me había

38
François-Paul Alibert

preocupado por explicarme, al tener entonces tan poco


significado para mí. Solo fue un momento repentino,
y vi y oí lo suficiente como para ser penetrado por el
horror. Ese apareamiento, ese embalaje, ese vaivén en el
cual cada uno predominaba sobre el otro en una bestial
fealdad; asistía a un espectáculo donde tocaba el fon-
do de la animalidad humana. Me hundía en las sábanas
para no ver; me tapaba los oídos para no oír; para no
gritar de dolor, hacía sangrar mis labios con tanta cruel-
dad que habría desgarrado a los otros dos con mis dien-
tes. ¿Se dieron cuenta? Puede ser. Nada, en todo caso, se
repitió; pero era suficiente con una vez; el veneno que
me habían inyectado me había desecado las venas.
“Otro, sin embargo, es a su padre al que habría
odiado por haberlo visto cometer contra su madre ese
atentado que el niño transfiere posteriormente en pen-
samiento a todas las mujeres que desea desde ahora po-
seer, y que no puede imaginar que otro descosa; yo, es
a mi madre a quien no perdonaba por haber usurpado
a mi padre un acto que habría debido, me parecía, ser
reservado para mí solo. Un tercero habría acechado de
manera malsana todas las oportunidades para nutrir su
curiosidad, completar su aprendizaje; y, si hubiera sido
yo, para encender más su delirio y su odio. Dichas oca-
siones las evitaba al contrario, inventando todo tipo de
pretextos y de ardides, por muy joven que era, y a pesar
de sus amonestaciones, regresaba cada noche lo más tar-
de posible. De esta manera, me refunfuñaba a mí mis-
mo, cuando hayas regresado, habrán terminado su sucia
faena. Porque la escena abominable me perseguía y me

39
El hijo de Loth

corroía; las imágenes que había imprimido en mí como


al hierro candente no dejaban de devorarme.
“Cuando andaba por los trece años, mi padre (¿ya
te dije que su nombre es Édouard? Con el cual lo nom-
braré en adelante indiferentemente. Si no te he dicho
nada hasta ahora, no es por desconfianza, sino que no lo
había pensado; y eso que me causa tanta dulzura cuan-
do acaricia mis labios este nombre, como el tuyo, que
me sorprende haber tardado tanto) entonces, cuando
cumplí trece años, para incrementar un poco los pobres
ingresos de la casa, mi padre me puso de aprendiz. De
hecho, a pesar del gusto que le tenía al estudio, estaba
impaciente por dejar la escuela, por tener otros com-
pañeros, sin contar con un pretexto más para regresar
aún más tarde. Prácticamente en seguida, la mayoría de
ellos, incluso obreros, me presionaban con sus insinua-
ciones; me escapaba con más vehemencia que nunca sa-
biendo para quién me reservaba. Es apenas si, de vez en
cuando, me jalaba la verga a hurtadillas, mientras otros
exhibían sus obscenidades de jóvenes simios.
“Al mismo tiempo, me volvía audaz, turbulento, has-
ta insolente; era la desesperación de mi madre que me
reprendía constantemente, mientras que mi padre daba
muestras de una incomprensible debilidad hacia mí.
Empero, por una contradicción que no te sorprenderá,
es hacia mi madre que estaban dirigidas todas mis aten-
ciones; con respecto a mi padre, yo no era sino rebeldía
y maldad. ¿Será que quería engañar; dejarme creer que
me había engañado a mí mismo, disimular el sentimien-
to apasionado que me inspiraba? ¿O era al contrario, la

40
François-Paul Alibert

venganza del tormento que aguantaba, o más bien la ne-


cesidad oscura de hacer sufrir al ser que más amamos
en el mundo y de poder solo con el sufrimiento que le
infligimos engañar al amor que nos consume? Había de
todo un poco, y no discerníamos claramente ni el uno ni
el otro; salvo que en mi caso, después de haberlo insul-
tado en la cara, por nada, y, cuando la paciencia rara vez
se le escapaba, haber recibido a quemarropa una de esas
bofetadas que le ponen a uno la cabeza al revés si me la
hubiera dado a toda volea, pero que aguantaba sin pro-
testar desafiándolo más aún, nada era comparable con
el desespero que me cogía al verlo seguirme en silen-
cio con sus pobres ojos desolados, y al cual sólo ponía
fin yendo al primer rincón que encontrara a hacerme la
paja en su nombre, que invocaba en voz baja sin cesar,
hasta que yo hubiera convertido en un goce que se vol-
vía una cuchillada, la pena que no me perdonaba a mí
mismo haberle causado.
“Pasaron los meses y el frenesí de mi odio amoroso
ya no conocía límites. ¿Cómo se habría apaciguado? Por
cierto, hacía todo lo posible para que mi padre me de-
testara, yo que hubiera dado, gustosamente, aunque se
pretende que el amor filial no lo logra, toda mi sangre
por él. Me pregunto a mí mismo qué hubiera sido de
nosotros, él y yo, si, en el momento en que menos me lo
esperaba, la otra cara de la moneda no se hubiera vol-
teado de repente de mi lado. Un domingo por la maña-
na, efectivamente, nos estábamos relajando después de
nuestra difícil semana, alargando, mi padre y yo, cada
uno en su cama, las primeras horas del día. Mi madre,

41
El hijo de Loth

quien había salido temprano, había tardado más que de


costumbre en el mercado. Era, una vez más, durante el
verano. Yo fingía dormir, y aprovechaba, gracias al ca-
lor que estaba haciendo, para aumentar un desorden
que, finalmente, brazos colgantes y camisa subida, me
puso en un estado de casi desnudez a la cual se sumaban
descaradamente mis muslos por aquí y por allí, abiertos
no sin exageración, y mi verga que yo obligaba con un
supremo esfuerzo, a no empalmarse para más verosi-
militud, sólo hasta tres cuartos. Sobrepasaba los catorce
años, era entonces casi tan desarrollado como me ves
ahora. Tuve pronto la conciencia confusa de que en las
formas ya voluptuosamente plenas que le ofrecía a sus
miradas, mi padre, quien no dormía más que yo, pero
quien al menos no fingía, se reconocía, y que el orgullo
que sacaba era primero más apto que cualquier aguijón
para cambiarse en ese deseo que yo anhelaba desespera-
damente que respondiera al mío.
“Es de creer que basta con concentrar su voluntad
para lograr sus propósitos, a menos que mi padre estu-
viera exactamente en el punto en el que se ve resurgir de
lo más profundo de sí mismo algo desconocido pero tan
largamente y tan secretamente guardado que cuando se
revela, uno se sorprende por haber tardado tanto en re-
conocerlo. Y yo, había notado desde hacía algún tiempo
que a medida que crecía, mi padre, más de una vez me
había, a hurtadillas, mirado con una singular insistencia.
Vaya, ¡no me había equivocado! A mitad volteado sobre
el costado, lo miraba, bajo mis pestañas entrecerradas,
que me tragaba, no encuentro otras palabras, con los

42
François-Paul Alibert

ojos. Su cara tomaba poco a poco una expresión firme,


terca, suplicante, y luego imperiosa, casi despavorida al
fin; ya no era dueño de sí mismo. Lentamente, como un
ladrón, con gestos de terciopelo, abrió las sabanas; poco
faltaba para que se desnudara por completo. Pero yo
veía lo suficiente como para embriagarme de una fuerza
viril de la cual enumeraba por primera vez el múltiple
esplendor, que para mí se resumía a su centro, es decir
una incomparable verga, erigida hasta romper, hacia la
cual la mano de mi bien amado Édouard, después de
que hubiera, previamente a una toma de posesión para
la cual no se decidía todavía pero que yo estaba seguro
de que no tardaría en sucumbir, acariciado sus pectora-
les, rozado el contorno de sus costados, jugado con la
melena que rizaba debajo de su vientre como otros tan-
tos cuernos de la abundancia, bajó; invierto, acariciando
de vez en cuando, con una imponderable suavidad, con
enrollamientos sucesivos, los cojones que se endurecían,
y sobre los cuales por fin emprendió el movimiento as-
censional y a su turno descendiente que debía llevarle a
la voluptuosidad.
“A veces esta mano, que había marcado con mis dien-
tes, desgarrado con mis uñas, que me había magullado
la cara, y que ahora pendía a su ritmo el propio ritmo
de mi vida, se interrumpía, en señal de que el goce se
acercaba, y que quería, suspendiéndolo, para retomarlo
después, prolongar. Luego, volvía a empezar; mi cora-
zón, después de ella, latía nuevamente; la cubría a dis-
tancia, como si la hubiera tenido entre mis manos, de
besos apasionados. Poco a poco, la cara de mi padre se

43
El hijo de Loth

relajaba; sus ojos se cerraban y se volvían a abrir alter-


nativamente, cada vez más lejanos, más perdidos, y vol-
teados en sí mismos; su vientre ondulaba, se arqueaba
como el mar debajo de la quilla de un barco; sus riñones
se elevaban, ayudados por su muslo izquierdo, que se
abría cada vez más para ayudar a la expulsión de la carga
de felicidad de la cual se obstinaba en expedirse.
“Tenía ante mis ojos, por primer vez, el magnífico
espectáculo de un hombre, quien con toda su fuerza y
toda su plenitud, se ama verdaderamente a él mismo.
Édouard está tirado hacia atrás, una mano crispada so-
bre la sábana, trabajándose con la otra, presa en aparien-
cia de la más punzante, de la más refinada de las torturas.
¿Qué diferencia ves, en esta actitud, con la mujer parien-
do? Si bien, en vez de ese destripamiento por dentro,
de esos tormentos horrorosos, y de esas basuras tam-
bién, las cuales, lo reconozco, perpetúan la vida, pero
a qué precio, y al precio de semejantes horrores, él, es
su propio holocausto, pero también su mayor felicidad
que consume, es su propio sufrimiento, pero también
su más terrible alegría que expulsa, y no por las obras
de otro, sino por las suyas. Que equivocación pretender
que se quiere, como solemos decir, solitariamente. Sí, en
última instancia, solo busca aliviarse, como se desatasca
un sobrante, y que no tenga otra forma de satisfacer a
su verga. ¿Pero aquel a quién necesita, que reúne dos
sexos en uno solo; que es a la vez él y el otro, recorre,
en el espacio de un momento único, todos los círculos
de la Naturaleza? Que es toda la Naturaleza, bestial y
espiritual, ya que se ataca al propio centro de su vida y

44
François-Paul Alibert

de su espíritu, con la ayuda de su mano, esa cosa activa y


pensante, criminal y beneficiosa, creadora y devoradora,
y que hunde hasta el fondo de su ser, para extirparla de
sus fuentes más profundas, la imagen humana, invisible
y presente, en la cual se cambia por el pensamiento y la
carne.
“Mi padre retenía cada vez menos su placer; su cuer-
po siempre se hinchaba más. Su cabeza se inclinaba ha-
cia atrás; sus ojos se cerraban sobre este amante interior
que yo sabía que no era otro que yo mismo; sus rasgos
se tornasolaban de una onda inefable de felicidad; su pe-
cho daba un suspiro continuo, casi silencioso, que de ser
demasiado retenido, hacía más agudo su placer, como
todo lo que nos esforzamos por constreñir, su mano re-
movía cada vez con más furia su verga que desaparecía
hasta los cojones que la otra mano subía y amasaba sin
descanso, tanto que al final, solamente sostenido por
la nuca y los talones, hizo estallar, como un chorro de
agua, su semen que lo dejó recaer, dichosamente ago-
biado, cuan largo era, en un escalofrío que le recorría
totalmente hasta su boca donde yo adivinaba, por muy
muda que se quedara, con el solo movimiento de sus
labios: André, André, mi pequeño André…
“¿Cómo no me tiré en sus brazos; cómo no me uní
a aquel goce que yo le generaba a distancia y que solo
tenía a mí como objeto? ¿Será que me imaginé que solo
ponía cara de intruso en el alivio que venía después de
una felicidad tan perfecta? O, tan costosamente paga-
do de mis sufrimientos celosos, será que tuve bastante
con estar seguro de que no me quedaba sino extender la

45
El hijo de Loth

mano a partir de entonces para que nos devolviéramos


la voluptuosidad de la cual se acababa de satisfacer en
mi nombre. Quizás, también, simplemente no me atre-
ví; a menos que vencido por la alegría terrorífica que se
abatía sobre mí, ¡me sintiera incapaz de hacer el más mí-
nimo movimiento que pudiera disminuirla! Unos ins-
tantes después, mi padre se vistió y salió. No había oído
todavía su paso desaparecer en la escalera, que me pre-
cipitaba a su lugar. Me envolví en el hueco que su cuerpo
había imprimido ahí y cuya tibieza me era cien veces
más ardiente que el ardor de mis costados todo palpitan-
tes del furor de gozar; y ahí, sobre este lecho, ebrio del
olor espeso de sudor viril que esta carne furiosa había
impregnado, me convertía en él dos veces seguidas, lla-
mándole, invocándole en voz alta, indiferente a que me
oyeran, a que me sorprendieran, como de las huellas que
dejé tiradas y a quién se las iba a imputar. ¿Qué hubiera
pasado si hubiera regresado una hora después? ¿De qué
depende la ocasión? Habría tenido toda la valentía ya
que no tenía ninguna duda. Él habría regresado, de im-
proviso; apenas hubiera empujado la puerta, la cama es-
tando muy cerca, lo hubiera atraído hacia mí, se hubiera
dejado, y es él quien habría consumado mi goce, como
ahora, Roland, Roland…”

Nunca olvidarán el final de aquella noche, aquella


aurora naciente, cuando fueron más allá de ellos mis-
mos, más allá de su felicidad. Tendrán otras igual de be-
llas, de ardientes, más ardientes y bellas quizás, nunca
serán aquellas ni las mismas. La habitación solo está ilu-

46
François-Paul Alibert

minada por el esplendor lunar que entra a raudales. El


olor de los eucaliptos y de los pinos, mezclada con la fra-
gancia marina, es tan fuerte y tan penetrante que fuerza
las ventanas cerradas, y que les hace desfallecer al igual
que su voluptuosidad. Ellos dos no son sino un solo
cuerpo cuya blancura resplandeciente entrelazada de
salvaje iluminaría hasta las más profundas tinieblas; se
deshacen solo para unirse una vez más, constantemente
adheridos el uno al otro, por su piel, su sudor oloroso, su
goce, su inagotable y juvenil semilla que tienen en todas
partes, que dejan secar sobre ellos, y de la cual solo se
extirpan, dolorosamente a veces, para volver a empezar
en otros puntos, que siempre convergen hacia el mismo,
su placer no saben cuántas veces renovado…
En la tarde, estaban de nuevo en el mar que del resto
por lo general, habitaban prácticamente todo el día, de-
jándolo solamente por la arena caliente donde luchaban
y se revolcaban luego como dos divinidades marítimas,
y se volvían a sumergir en la buena amargura salada de
la ola primera que llevó al nacimiento de Afrodita, y que
forja en los adolescentes miembros robustos y un pecho
a la medida de todos los soplos del alta mar. No obstante
hoy, por muy acogedora y calmada, tibia y brillante que
fuera, no les invitaba a prolongar sus retozos; la langui-
dez que sigue las noches de gran voluptuosidad les des-
viaba hacia un descanso dichoso que les dejaba ágiles y
tranquilos a la vez, tan transparentes de cuerpo y alma
como la luz azulada que les atravesaba por todas partes,
y al prisma del cual se reverberaban sus más invisibles
pensamientos. Adosados a un barco de pescadores en-

47
El hijo de Loth

callado en la arena, se anonadan en la contemplación del


mar, en el calor todo opaco y cortante que pesaba sobre
ellos por todas partes y les partía sutilmente la piel en
la profundidad olorosa de ese perfume de alquitrán que
les arrullaba en la imaginación sobre aventurados abis-
mos arriesgados, sin embargo menos profundos que sus
almas en el interior de las cuales bajaban cada vez más,
para, en el fondo, no encontrar sino la serenidad de su
inconmensurable amor.
“A partir de ese momento, retomó André, hubo entre
mi padre y yo tales modificaciones en nuestras relacio-
nes cotidianas que mi madre, quien estaba por cierto a
cien leguas de sospechar algo, se sorprendió primero y
se alegró, esparciéndose en acciones de gracias al dios
beneficioso que había disipado los humos tempestuosos
por los cuales la casa se había vuelto antes irrespirable.
Salvo que yo regresaba siempre cada vez más tarde, to-
dos mis furores pasados habían caído como por arte de
magia; todos no debían sino aplaudir mi dulzura.
“Sin embargo, mi padre y yo no habíamos avanzado.
Ya sabía a qué atenerme sobre sus sentimientos hacia
mí; pero él, ¿qué podía sospechar de los míos? ¡Cuántas
veces estuve tentado en tomar la iniciativa! En realidad,
no es sino el último paso que cuesta: no depende de casi
nada, pero siempre es el más difícil de dar. ¡Cómo me
arrepiento hoy de tantas prórrogas, alternativas, tiempo
perdido! Sí, pero todo se arregla solo después; y reco-
nozco que, durante esas cuantas semanas, fui cobarde.
Te compete a ti empezar, me decía a mí mismo. Ahora

48
François-Paul Alibert

bien, ¿cómo proceder? En todo caso, nos arriesgábamos


a atascarnos indefinidamente, si el gran cambio que
ocurrió en esa época en mi existencia (no estaba lejos de
mis quince años) no lo hubiera precipitado todo.
“Mi padre, desde hacía algún tiempo, no sé cómo,
había conocido a un muchacho de su edad que se llama-
ba Michel. Habrás adivinado, estando ahora demasiado
advertido, que discerní rápidamente la naturaleza de sus
relaciones, que disimulaban, sobre todo mi padre, lo
mejor que podían, pero que habían terminado, de tanto
verlos juntos, incluso a intervalos irregulares, por trans-
pirar. Michel no se preocupaba mucho de la opinión pú-
blica como para darle importancia a eso; en cuanto a mi
padre, nadie lo hubiera atacado impunemente, ya sea de
frente, o por alusión. Entonces no era sino a sus espal-
das que el populacho cotilleaba; y me llegaban bastantes
ecos contra los cuales si eran demasiado directos, recha-
zaba con el puño, el pico y las uñas, para que conociera
otro tipo de celo menos devastador, es cierto, que el que
me había tenido en vilo algún tiempo antes, pero que, si
las cosas hubieran durado demasiado, me hubiera lleva-
do a nada menos que a alimentar hacia Michel un odio
irremediable. Es entonces, como te lo hacía presentir
hace un rato, que los acontecimientos se encargaron de
dar a mis sentimientos un giro inesperado.
“Me había encontrado varias veces con Michel, ya
sea en compañía de mi padre, o solo; tenía con respecto
a mí una familiaridad encantadora a través de la cual me
era imposible no descubrir nada equívoco. Tengo que

49
El hijo de Loth

añadir que Michel es uno de los hombres más seducto-


res que jamás haya encontrado. Tiene todo lo necesario
para que lo odiemos, pero aún más para que lo amemos.
Supe que había hecho sufrir mucho a mi padre quien,
habiendo frecuentado hasta entonces a nadie más que
salvajes gamberros o farsantes, se había entregado a él,
en cuerpo y alma, con la fidelidad de un esclavo al amo
que se liberta cuando menos se lo espera. Estoy seguro
que Michel tenía, por su parte, hacia mi padre, un afecto
muy fuerte, pero que no se podía comparar con la de-
voción recelosa que le manifestaba mi padre. ¡Cuántas
veces he visto regresar a mi pobre Édouard desanimado,
pensándose despreciado, deshonrado, abandonado, por
una agarrada o solo una palabra mal interpretada, una
distracción, la frialdad o la indiferencia de una mirada!
Soy la víctima y usted el victimario, le escribía un día en
una carta que me había confiado, sin sospechar que yo
sabía casi todo, para ser enviada a la dirección de Mi-
chel. Esta carta me había atrevido a abrirla para volverla
a sellar después; tampoco me molestaba, cuando encon-
traba una de Michel en nuestro buzón, para leerla por
transparencia, a la luz de la lámpara, a pesar del entre-
cruzamiento de las líneas que restituía con el genio que
nos inventa el amor celoso, y, además, teniendo Michel
una indiferencia increíble a que sus secretos fueran pe-
netrados. Y, con la más mínima señal, mi padre acudía,
recaía bajo el yugo, más orgulloso, más gozoso de su es-
clavitud, con tal de que su placer encontrara satisfacción,
que de su libertad, con la cual, por lo demás, no habría
sabido qué hacer, habiendo nacido para alienarse de los
demás y para encontrar ahí una alegría más grande.

50
François-Paul Alibert

“Lo quería aún más, al no poder compadecerle a gri-


tos, y sin embargo no podía odiar a Michel. Él, cierta-
mente, no hubiera pedido más que forzar la frialdad en
la cual me encerraba con respecto a él, y que no era sino
timidez sobre todo, inspirada por nuestra diferencia de
rango, sin contar con lo que había entre mi padre y él,
de lo cual sospechaba que lo adivinaba, pero ignorando
hasta qué punto. Me tardo un poco hablando del carác-
ter de Michel que no terminaría de pintarte, al igual que
de la situación moral respectiva donde nos encontrába-
mos los tres en esa época, es para explicarte mejor lo
que viene después, y que todo se deduzca tan bien que
nada, a pesar de lo inverosímil, no parezca sino natural.
Y todo, una vez más, se habría terminado con un re-
doblamiento de marañas y de escondite donde nadie se
habría reconocido, si, de repente, precipitando las cosas,
Michel no nos hubiera acogido un lindo día en su casa,
mi madre para ocuparse de la casa, mi padre de chofer,
y yo bajo el pretexto de retomar mis estudios, idea a la
cual asentía gustosamente, solo para cambiar de distrac-
ciones. Nada, por lo demás, se justificaba más, siendo
Michel soltero, rico, y sin tener que rendirle cuentas a
nadie. Nos instalamos en su casa. Yo trabajaba bajo su
dirección; su cultura es inmensa y ejercida en todos los
sentidos; pero no captaba todavía su magnitud, tampo-
co las inclinaciones secretas que la regían. A decir ver-
dad, por muy empeñado que estuviera en instruirme,
comenzaba de nuevo después de un largo intervalo, y
tenía, a pesar de mi buena voluntad, bastantes dificulta-
des, aunque, después de ciertos períodos de atonía, me

51
El hijo de Loth

desplegara a todo vuelo. En cuanto a Michel y a mi pa-


dre, tenían cada vez menos habilidades para disimular;
era como si ninguno de sus gestos correspondiera a su
naturaleza interior, y solo fueran directamente en con-
tracorriente de su intención; es un verdadero milagro
que mi madre no se haya dado cuenta de nada.
“Nos encontrábamos entonces los tres en un esta-
do de tensión nerviosa que pintas fácilmente, y que no
sé cómo se hubiera desenlazado, si, mi madre habién-
dose ido sola a pasar algunos días al lado de su padre
enfermo, no nos hubiéramos quedado, mi padre y yo,
con Michel, quien, desde el día siguiente, nos llevó a la
pequeña ciudad de M…, a orillas del mar, a algunas le-
guas de la frontera italiana, a donde llegamos con el más
hermoso crepúsculo del mundo. Tuve el presentimiento
de que era ahí donde nuestro destino esperaba. Había
gran afluencia y alborozo en la ciudad, con motivo de
alguna conmemoración que ya no recuerdo. En el pri-
mer hotel donde nos presentamos, el hotelero (siempre
sospeché que ya se había puesto de acuerdo con Michel)
nos dijo que no encontraríamos lugar en ninguna parte,
pero que por una casualidad que podríamos calificar de
providencial, tenía a nuestra disposición una habitación
única y con una sola cama, es cierto, pero tan ancha, que
estaríamos cómodos los tres. Del resto, así no hubiera
habido connivencia, cómo alguno de nosotros hubiera
protestado o buscado en otra parte, ya que parecía que
ahí eran nuestros deseos más secretos los que mandaban
el azar.

52
François-Paul Alibert

“Esta pequeña ciudad, ya te lo he dicho, desbordaba


de alegría; pero la voluptuosidad donde nadaba no era
para nosotros sino el presagio y la espera de otra de la
cual ya teníamos la boca seca, y que nos dejaba silencio-
sos, y de repente esparcidos en palabras y risas confu-
sas que iban a contracorriente de nuestra preocupación
constante. Regresamos; tuve más que nunca la certeza
de que Michel manejaba la situación, y, que mi padre,
quizás sin que hubiera habido entre ellos el más mínimo
acuerdo, de antemano consentía a su vez. Pondremos a
André en la mitad, dijo Michel. Le escuché decir, añadió
intrépidamente dirigiéndose a mi padre, que se mueve
mucho en la noche; de esta manera, no correrá el riesgo
de caerse. Esta disposición me encantó; por poco temía
que Michel, para estar más cómodo con mi padre, ocu-
para el lugar entre nosotros dos. Pensándolo bien, no
había apariencia, ya que era como contradecir todo lo
que me imaginaba; pero ¡a qué no tememos cuando to-
camos de cerca la felicidad más grande de la vida! Me
tensaba para no temblar de alegría; y luego ardía de fie-
bre, y sentía latir hasta en mis sienes el mar que se rom-
pía casi en nuestras ventanas mismas.
“Está haciendo un calor sofocante, dijo Michel, una
vez ya acostados y la luz apagada. Me pongo cómodo;
hagan lo mismo si su corazón les manda”. Dicho y hecho;
no nos hicimos de rogar. Estaba desnudo, cerca de mi
padre desnudo, tan tensos el uno como el otro, entonces
ya lo sabía, de encanto, de pavor y de deseo. Tenía contra
mi costado, contra mi muslo, ese muslo, ese costado que
estaba impaciente por abrazar, apretar. Como de común

53
El hijo de Loth

acuerdo, y con un gesto que podía pasar por una pro-


tección amistosa, cada uno de ellos había colocado su
brazo debajo de mi cabeza, la cual se apoyaba como en
el hueco de una hamaca blanda y tibia. Por muy cercano
a mí que fuera Michel, estaba seguro que su deseo no se
dirigía más a mí que a mi padre, pero que gozaba por
anticipación del doble deseo de nosotros dos; ya no éra-
mos para él sino dos seres que se trataban de fundir en
un ser único, y bajo su sola impulsión, la más delicada
es cierto, a tentar, pero después de la cual no habría sino
que dejar que pase. Pronto efectivamente, por encima de
mí, la mano de Michel, lentamente, silenciosamente, se
fue a buscar la mano de mi padre ubicada a mi derecha y
la trajo poco a poco. Ninguno de nosotros se engañaba;
pero a Michel le gustaba la dificultad, y procedía de tal
manera que, a la vez que mientras cumplía el gesto de-
cisivo, le gustaba crear entre nosotros no sé cuál equívo-
co, o, si prefieres, de coartada, que no engañaba a nadie,
pero en favor de la cual ninguno estaba más particular-
mente apoderado a prestar a cualquiera de los otros dos
la iniciativa y el desenlace del acontecimiento que iba a
suceder.
“Era ahí una de las debilidades de Michel, y, simple-
mente después de todo, lo contrario de una gran virtud.
Cada vez más con una imperiosa suavidad solo compa-
rable con la docilidad de mi padre, traía la mano de-
recha de Édouard que ponía por fin por encima de mi
verga. Todo estaba consumado; ya no había en mí sino
una tranquilidad sobrenatural. Yo era la presa dichosa
de esta mano tan amada, de esta mano callosa y agrieta-

54
François-Paul Alibert

da por labores tan penosas, pero cuya rugosidad me era


tan suave; y que redoblaba los preparativos de mi goce
con las precauciones que tomaba para no lastimarme.
¿Quién hubiera creído, que fuera tan suave, y capaz de
rozamientos tan tiernos? ¡Cuánto me tenía que contener
para no sollozar de felicidad! Me pegaba ahora con todo
mi cuerpo a ese cuerpo soberbio que me empujaba on-
dulantemente para mantener el equilibrio con la presión
amorosa que ejercía contra él. Mi cabeza sólo llegaba a la
altura de su axila, pero justo lo suficiente para hundir mi
boca que se nutría de ese perfume agrio con una silen-
ciosa avidez. Estaba triunfando, me atrevía a todo ahora.
A mi vez, me adueñaba de la verga de mi padre quien no
se abstuvo en disimular. Por fin la tenía, esta gloriosa co-
lumna de carne que mis cinco dedos apenas rodeaban, y
de la cual durante tanto tiempo, incluso en el transcur-
so de mis fantasías más audaces, no esperaba que algún
día me convertiría en dueño. Era más de lo que podía
aguantar. Para acallar el grito que me subía a la gargan-
ta, mi boca bruscamente cambió de lugar y mordí tan
profundamente a mi padre en la mama izquierda que
tuve en seguida en mis labios el sabor delicioso de su
sangre. No se estremeció, no suspiró; pero, bajo el impe-
rio del dolor que le infligía, precipitó su suplicio inefable
sin preocuparse de la aspereza de su mano, mientras yo
apretaba más mi mordedura. ¡Hasta dónde hubiera ido
en mi barbarie, si no me hubiera relajado de repente en
un goce jadeante que me hizo aflojar los dientes para
cubrir, con boca de terciopelo, de besos apremiantes,
el punto de su pecho en donde lo había tan cruelmente

55
El hijo de Loth

lastimado! Y él, ¡cuánta ternura había en el silencioso


perdón que me otorgó al traerme con su único brazo
libre cada vez más hacia su vasto seno!
“Mi mano no había soltado su verga y le devolvía
ahora la alegría con la cual él me acababa de saciar. La
incomodidad de mi postura hacía mis movimientos más
torpes; no procedía sino por sacudimientos, pero esas
torpezas discontinuas, a veces aminorando, y secundan-
do la satisfacción de un deseo tan apasionadamente irri-
tado, a veces cerraban y abrían muy grandes las esclusas
de una voluptuosidad que tardó poco en derramar en un
río tibio y violento que me inundó por todas partes, y
que nos tenía indiferentes a todo, no sin embargo hasta
el punto en que a través de ese dichoso anonadamiento,
no escuchara revolotear en sordina, con los labios casi
cerrados, la risa irónica y voluptuosa, amistosa y demo-
niaca de Michel, que aplaudía su obra maestra.
“Al día siguiente, cuando, al amanecer, me desperta-
ba, no había nadie en la habitación. Admiré el tacto de
Michel, quien quizás temía que manifestáramos mi pa-
dre y yo, un poco de confusión, sin duda había pensado
que era mejor que a esa hora siempre un poco delicada
del levantarse entre varios, estuviera solo. Lo admiré una
vez más cuando, en la tarde, como si nada, nos anunció
que estaba de repente en la obligación de ausentarse al-
gunos días, de los cuales solo teníamos que disponer a
nuestra manera. Traduce si quieres: he dado, por decirlo
así, el impulso; les toca a ustedes el bamboleo. No tengo
nada mejor que hacer que dejarlos solos. No me gusta

56
François-Paul Alibert

jugar a ser el tercero y veremos muy pronto, cómo ha-


brán salido de esta. Le pongo, a posteriori, un toque de
cierto humor; ¡empezaba a conocer a Michel tan bien!
Además, nada me podía ser más agradable que ya no
tener a nadie entre mi padre y yo. ¡Qué era sin embargo
la prueba de la víspera en comparación con la que íba-
mos a enfrentar después! Por primera vez, nos íbamos
a encontrar frente a frente. Ignoro cómo él reaccionaba
a eso, hablaba tan poco. En cuanto a mí, estaba lleno de
una confianza y de una decisión que me sorprendían a
mí mismo. En el momento en que regresamos a casa:
quieres entrar primero, le dije a mi padre; quisiera se-
guir tomando aire a la orilla del mar. No era hipocresía
de parte mía; ya no temía el momento trivial y siempre
algo ridículo del desvestirse los dos, y ni siquiera tenía
que dar a mi corazón el tiempo de calmarse, ya que no
latía más fuerte que de costumbre. Solo quería represen-
tarme de antemano qué magnificencia y qué belleza me
esperaban, una vez hubiera atravesado la puerta.
“Efectivamente, en la habitación, inundada de luz, vi,
cuando entré, solo una cosa, la cama; y en esta cama, a
mi padre desnudo, mi padre obsceno, fijo y magnífico,
extendido, desparramado, ofrecido, quien, él también,
esperaba, esperaba incansablemente y, quien, sin mi-
rarme, igual me veía avanzando hacia él como alguien
que, mientras lo reconocía, hubiera visto en sí mismo
por primera vez en su vida. ¡Cuánto lo quería, por ha-
ber comprendido tan bien, en su milagroso instinto, que
solo lo había dejado subir primero para que se mostrara
ante mí tal cual deseaba verlo y porque él deseaba tam-

57
El hijo de Loth

bién ofrecerse ante mis ojos! ¿No será que esa adivina-
ción recíproca era una prueba más de que nos encon-
trábamos en nuestros pensamientos más íntimos? ¿Para
qué en adelante el más mínimo pudor entre nosotros?
Todo lo que hubiéramos intentado para inventarnos
uno más no habría sido sino una impudicia. Es por eso
que, decididamente, no apagué la luz; quería bañarme
en él con todos mis sentidos. Desnudo, yo también, en
menos tiempo del que se necesita para decirlo, me lancé
en los brazos que se abrían hacia mí. Es aquí, mi amado
Roland, que comienza lo inefable. Estábamos solos, él y
yo, yo y él. Por primera vez, de otro modo que por una
mirada fortuita o por un gesto clandestino, abrazaba
esas formas hercúleas, que me parecían remontarse al
origen del mundo. Yo parecía, entre esos brazos capaces
de ahogar leones, esa pequeña Andrómeda, dormitando
como un niño recién nacido, en el regazo del gigantesco
héroe que acaba de arrancarlo al monstruo; mi encanto
centuplicaba por mi desproporción con mi padre. Me
perdía en él, me hundía en él; nos revolcábamos el uno
en el otro como el mar en el mar, y solo renacía para
recorrerlo con mis manos, con mi boca, con todo mi
cuerpo que se fundía en su cuerpo, que habría querido,
al precio de las peores torturas, pasarle a través, incor-
porarse en él, para formar con nuestras dos materias el
ser único que queríamos ser, y que en realidad éramos,
ya que éramos él y yo una sola y misma substancia.
“A veces, por poco esfuerzo que hiciera, se acostaba
sobre mí, todo largo que era, y yo me sofocaba de feli-
cidad ante ese aplastamiento. Su gran cuerpo me repe-
tía entonces el mismo movimiento, y, casi enseguida, el

58
François-Paul Alibert

mismo desbordamiento generador que me había sacado


de la nada. Hubiéramos dicho que por la reproducción
de ese acto bestial y sublime, se obstinaba en darme de
nuevo la vida que me había dado una vez por todas, pero
esa vez sin intermediario, y bajo las más puras especies
quienes, por un acto de placer simple, puedan crear una
forma espiritual consumada. Me expreso muy mal, Ro-
land, y aun así solo lo puedo conseguir de lejos, gracias
a las reflexiones que no he parado de hacer sobre una
pasión compartida que el común de los mortales daría
por monstruosa, y que, por muy confusamente que fue-
ra, me parecía desde entonces el grado más alto de inte-
ligencia y de amor, y por consiguiente de virtud, donde
el hombre se pueda enaltecer. Un amor como el que nos
une, a ti y a mí, ya supera todos los amores ya que es en
sí mismo, su comienzo y su fin. Qué decir entonces de
aquello que se funde en la misma sangre, donde se nutre
y se renueva, sin temor a que se agote jamás, de su pro-
pia semilla, de su propia médula.
“Qué era yo a su lado, cuando, tirado en su pecho
formidable, no le pesaba más que un copo de espuma
nadando después de la tormenta. Cubría de besos des-
esperados ese seno izquierdo debajo del cual latía un
corazón tan magnánimo y misericordioso, que había
lastimado tan salvajemente el día anterior, y que per-
manecía tan doloroso ante la más mínima caricia. Pero
él, cogiéndome la cabeza, ponía su otro seno debajo de
mi boca, para dibujar ahí de antemano la huella de mis
dientes, diciéndome: ahora, le toca a él, está celoso del
otro.

59
El hijo de Loth

“Y yo, qué más habría hecho si no, de los labios y de


la mano, ir del uno al otro de ese pecho gemelo, tan pro-
minente y abombado como una doble mama femenina,
pero ¡más firme que el más resistente de los escudos de
bronce, y que contenía todo mi destino! Yo apoyaba ahí
mi cabeza y mis mejillas, llenaba lo que el hueco de mi
mano podía contener; la amasaba con todas mis fuerzas,
y procuraba, pero en vano, apiñarla; veía entonces en
mi padre una sonrisa incrédula, a prueba, rápidamente
abandonado, que hacía pasar mi verga a través, mien-
tras que la suya me habría perforado de lado a lado. Y,
rendido, mi boca volvía, y como decimos que el hombre
en cada mujer siempre busca el seno que lo cebó de su
primer alimento, bebía en los pectorales paternales la le-
che robusta del conocimiento viril, y sólo me desprendía
para exhalar con una voz moribunda, cuando su mano
insaciable me hubiera hecho desfallecer una vez más:
padre, padre, te pertenezco hasta la muerte.”
André guardó silencio, Roland hizo lo mismo; qué
habría opuesto a las palabras de su joven amigo; estaba,
él también, transportado por una de esas exaltaciones
en las cuales el ser se mueve por encima y más allá de sí
mismo, y cuya fuerza sólo se mide con el silencio que se
obstina por encontrar ahí su más bella música. Perma-
necían inmóviles más aún, por temor a que el más míni-
mo gesto deformara o traicionara en algo vulgar que no
podían identificar, lo sublime de donde intercambiaban
sus almas.
La más bella noche que jamás haya esparcido en tan-
tas partes sus teces zafirinas, declina en el mar que se las

60
François-Paul Alibert

devuelve con una indolencia divina. Todo invita al silen-


cio, a la placidez; la ola no tiene la fuerza de expirar so-
bre la arena; el aire ni siquiera refresca; el arenal es oro,
y también es de oro la cima de los acantilados vestidos
hasta la mitad de la pendiente de un tinte transparente
de oscura esmeralda. ¿Qué podría salir de este concier-
to universal que fuera otra cosa que su propia prolon-
gación, donde los dos jóvenes, siempre silenciosos, in-
móviles, están bañados, atónitos, asombrados, volando,
glorificados aún más en la ascensión de su luz íntima
que en el deslumbramiento reverberado por la tierra y el
mar hasta el cenit de su firmamento? La noche baja poco
a poco, ¿qué les importa? Es eternamente de día en ellos
mismos. No se tocan sino con la punta de sus dedos
apenas entrelazados, y ese contacto casi inmaterial les es
suficiente, gracias al cual sus almas se inter-penetran en
el lenguaje común de su verdad esencial.
“No sé, decía sin embargo André, al otro día, cómo
describirte las noches siguientes. No que tuviera escrú-
pulos o vergüenza; es solo que me faltan las palabras
para hacerte comprender lo que concierne a lo indeci-
ble. Siendo un escollo que, luego de voluptuosidades tan
perfectas que no parecía imposible superarlas, la sacie-
dad, por repetición llegara enseguida. Sí, a otros quizás,
que no estimo mucho, ya que no tienen más madera
para ello. Nosotros, hubiera sido conocernos muy mal,
y la perpetua renovación de mi padre, y la avidez de mis
descubrimientos; y que, por haberse contenido duran-
te más tiempo, nuestro deseo, a pesar de su impetuosa

61
El hijo de Loth

explosión, estaba lejos de gastarse; y que la concien-


cia en fin que teníamos de estar aparte del resto de los
hombres, forjaba a nuestro amor una armadura sin de-
fecto, al interior de la cual, adhiriendo de todas partes,
era fundamental como para que nada pudiera hacerle
mella. ¿Cómo me habría cansado de explorar en todos
los sentidos, en todos los modos ese cuerpo infernal y
sagrado que se doblegaba a todas mis satisfacciones, y
del cual siempre salía insatisfecho? Y él, ¿cómo se habría
cansado de ser tan furiosamente amado, y de devolver-
me mi amor con abandonos de todo tipo? A veces me
guiaba con una complacencia tierna de la cual adivinaba
enseguida el sentido y el camino, a no ser que yo ya me
le hubiera adelantado; otras veces era yo quien lo preve-
nía y lo sorprendía, pero todo o más, el tiempo que fuere
necesario, con una audacia a la cual respondía, sobrepa-
sándola enseguida.
“¿Quizás fue de parte suya indecisión, escrúpulo o
placer al dejarme la alegría de una invención, la cual,
en realidad, no tardó mucho? En todo caso, de los dos
yo fui el primero quien le chupó la verga. Renuncio a
hacerte comprender la emoción que me causó cuando
mi boca se adueñó de ese sexo el cual, antes de hacer-
me surgir de mi primer germen, me había amontonado
debajo de la cálida y tenebrosa espesura de sus cojones
abastecedores. Me dislocaba hasta engullir la redondez
soberbia, ingenuo sin embargo para absorberla hasta el
fondo, para volverla hasta la superficie que rozaba con
mi lengua leve, impalpable que se precisaba en el punto

62
François-Paul Alibert

en que ese glande tan bien nombrado porque es, como la


fruta del roble que la bautizó, toda fuerza y vigor, divide
su hinchazón, para hacerla bajar luego, arrastra de todo
su peso voluptuoso por mi boca, hacia la base de la verga
que supera y a lo largo de la cual la traía de nuevo hasta
el apogeo, y así sucesivamente e insistiendo, abandonán-
dola para volverla a coger, jugando a mi manera con el
goce que reunía de todos lados, y que sólo me tenía a mí
para que lo interrumpiera o lo desencadenara. Él, pal-
pitando y gimiendo, a veces con su mano cogiéndome
por la nuca para hundirme hasta el fondo de su deliciosa
tortura y exprimiéndome con ella, como un pescador de
perlas que trae su tesoro del fondo del mar; y se ofrecía
otra vez y no paraba de gemir, los muslos frenéticamen-
te divididos de una y otra parte de la boca aspiradora
que lo esculcaba, lo atenazaba, se hundía hasta el centro
de su cuerpo como el buitre de Prometeo sobre su vícti-
ma sacrificada en el Cáucaso.
“Pronto se erigió rugiendo como una isla volcánica
propulsada desde el fondo del mar, y recibí en mi boca,
en mi garganta, en mi pecho, un torrente de semilla
ardiente con sabor a azufre y a almendra amarga, que
mis manos crispadas en su fuente en una masa de carne
consentidora, donde ya no discernían corriente ni for-
ma, comprimían, reprimían, precipitaban, exprimían en
mí quien por nada del mundo hubiera dejado que algo
se perdiera de ese alimento sagrado, y quien, cuando
terminé de desalterarme de ello hasta perder el alien-
to, izándome hacia la boca adorada implorante todavía,

63
El hijo de Loth

para expirar ahí en un beso que hubiera querido cogerlo


hasta el último soplo: padre, padre, te bebí, me bebí a mí
mismo; ya te toca beberme y hasta que me muera.
“Ahora, estoy perdido sin pena, como los restos in-
conscientes de un barco gozando de acunarse, en esa
cama inmensa, que rueda, que ondula, que se amplía
más allá de los límites de la tierra; tal es ese monstruo
divino replegado como una gran serpiente entre mis
muslos que oprimo desesperadamente en su cuello y
que recaen impotentes, abiertas hasta reventarse para
poderse extender a plenitud. Me envuelve, me invade
por todas partes, mordiendo de la boca en el punto en
que todo mi ser resplandece; de vez en cuando, para se-
llar mejor, como si yo pudiera olvidar su dominación
amorosa, hace pender sobre mi vientre el sudor fresco
de su frente. Y redoblaba de empeño en abrirse la fuente
oscura donde, como yo en él un momento antes, aspira-
ba a largos tragos a su hijo quien, los ojos cerrados, los
dientes apretados, se sumía en su padre gota por gota,
de la cual imploraba que la última fuera el relámpago
dichoso de su muerte.
“Así, hora tras hora, noche tras noche, me prestaba
a todos los modos de voluptuosidad en los que me era
posible transformarme en él. Y él, con todo el cuidado
por complacerme, no venía ante todo lo que se imagina-
ba, según la ocurrencia, sino para revelarme un secreto
más.
“Lo recuerdo, en un apuro lleno de encanto que lo
disputaba al cinismo más tierno, voltearse, ofrecerme

64
François-Paul Alibert

sus caderas de dios Fauno entre las cuales un oscuro ca-


mino tupido se hundía, que él enseñaba indolentemente
para entreabrir mejor en el fondo la tenebrosa caverna
a la cual me invitaba con ese gesto simple a sobrepasar
la entrada. A decir verdad, no lo disfrutaba mucho. ¿No
tiene que haber, en esa exploración, cierto equilibrio de
proporciones y de formas, quiero decir que uno de los
dos no desborde al otro con la masividad de su cuerpo?
Ahora bien, ¿qué más era yo al lado de él sino una abe-
ja de la cual no hubiera sentido el aguijón? Quizás, ba-
jando hasta el fondo de mí mismo, me daba cuenta que
si no me preocupaba para nada de ello, significaba que
no le hacía sufrir lo suficiente; entonces era yo quien,
juntando mis jóvenes fuerzas, le obligaba a voltearse a
ponerse boca arriba, y, sentado a horcajadas, a que me
dominara. Porque yo no me hubiera prestado a eso por
mi propia voluntad, como las bestias, salvo si hubiera
tenido elección que, para complacerlo, habría comparti-
do, pero que le importaba poco, acomodándose del todo
y encontrando instantáneamente en todas las posturas
de su cuerpo la fuente de su placer más vivo. A mí lo que
más me agradaba era que el sufrimiento que aguantaba
se tornara en alegría contemplando su alegría, cuando él
sentía esa estaca voluptuosa entrar dentro de mí; y sobre
todo que hubiera para mí, en este otro suplicio, otro velo
abierto delante de esas regiones estrelladas de la muer-
te donde me volaba, levantado sobre el eje de esa verga
vertiginosa, como en un mango de escoba en que otrora
transportaba a las brujas a su cita con Satán. Una vez
más, el padre ponía toda su predilección en ofrecerse a
sí mismo su hijo en sacrificio.

65
El hijo de Loth

“Sin embargo, me atrevería a decir que no eran sino


intermedios. Sólo regresábamos él y yo a nuestra verda-
dera naturaleza, cuando nos sentábamos en la mesa el
uno frente al otro; cuando cada uno, alternativamente o
simultáneamente, expresando en él, el uno su padre, el
otro su hijo, reintegraba esa unidad primera de la cual
había salido, y donde llevaba con él aquello que había
traído al mundo y aquello a quien le debía la vida. Qué
libertina imaginación tenía; llegaba a un paroxismo
amoroso, del cual le arrancaba quejas sordas, pero a las
cuales él se sometía con esa sonrisa de martirio volun-
tario que acrecentaba mi furor, del cual, a veces, se es-
capaba violentamente para hacerme, a la vez, pedir cle-
mencia. Y no sé si mis goces más altos, más puros, no los
sentí, cuando, extendido cerca de él, pasando con una
caricia infantil mi brazo debajo de esa cabeza leonina
que me cedía débilmente, y mi mejilla contra su mejilla,
mi sola mano lo llevaba al goce. Quizás él prefería de
otras maneras; pero su buena gracia se extendía hasta
tan lejos que siempre me dejaba hacer y se sometía a
todo lo que exigía de él.
“Si le hacía la paja con una lentitud sabia de la cual yo
conocía muy bien encontrar la cadencia infalible, no era
solamente para reavivar el recuerdo de la primera no-
che que habíamos pasado, Michel a nuestro lado, el uno
cerca al otro, que de hecho, varios tipos de genes habían
reducido a amarse sólo de esa manera… Lo que más
bien aguijoneaba mi deseo, era la imagen siempre viva
y presente de mi primera gran felicidad, aquel domin-
go por la mañana cuando se había furiosamente hecho

66
François-Paul Alibert

la paja delante de mí, pues me creía dormido. Es, tanto


como eso o si no más aún, una aspiración al alivio en
el goce, la necesidad de poner freno a los movimientos
apasionados de ese gran cuerpo, de tenerlo pendiente en
un éxtasis inmóvil al solo ritmo de mi mano, esperando
que mi mano le desencadene todas las ondas de la tor-
menta voluptuosa. ¿Será que, en el momento en que su
ráfaga interior lo lleva, se va a arquear como antes, a la
manera de un arco que creeríamos indestructible y que
de repente se rompe en la mitad bajo el empuje de esa
subida de semen a la cual nada resiste? No, ya no bogas
ahora en un mar en furia que crece por doquier, sino en
un hermoso río tranquilo que te ofrece, para nadar ahí
débilmente, su corriente tranquila que esa mano de niño
regula y domina a su gusto, y que se eleva lentamente se-
gún esas inundaciones beneficiosas solo incrementadas
por ellas mismas y que retoman pronto, después, una
vez de regreso a la cama, su camino voluptuosamente
sinuoso.
“Por lo general, se pretende que el hombre es un ani-
mal, y que en todas las cosas, incluso en el amor, tiende
a repetir indefinidamente en el sendero que él se abrió
primero. Consiento en ello y sin embargo, ¡qué diferen-
cia hoy! Ya no había entre él y yo ni testigos ni distan-
cia. En vez de verlo, por muy presente que yo estuviera,
retorcido en el placer que él se daba, era yo quien se lo
hacía sentir, y ya no era por procuración. Sin importar
la alegría de la cual me embriagaba cuando se escurriría
en mí el torrente de su verga, nada era comparable con
la que me endurecía de los pies a la cabeza, llevando mi

67
El hijo de Loth

goce entre mis manos, siguiendo el progreso de su goce


en sus ojos. Clavaba los míos, forzaba su mirada hasta
el fondo. A veces, de no poder soportarlo, se desviaba
o dejaba recaer sus párpados, pero los volvía a levantar
enseguida, incapaz de escaparse de esta fascinación que
le arrancaba el alma. ¡Cómo es de terrible y grato ha-
cer gozar así hasta la muerte al ser que adoramos con
todo el corazón, y con la mano y con los ojos, es decir
con lo que hay de más inteligente y noble en el hombre!
Con mi solo toque, ese cuerpo adorado se esparcía en
todo el mío; estaba invadido, incluso espiritualmente
por esa verga turgente, toda fuerza y suavidad, a lo largo
de la cual envolvía una espiral de caricias agotadoras. Y
cuando, en el momento en que su deslizamiento en mi
mano se cambiaba en ese humor chorreante que la hacía
aún más suave y que propagaba indefinidamente para
prolongar su desfallecimiento gimiente, me atraía para
hundir sus labios en los míos, me apartaba con todas
mis fuerzas para ver mejor esos ojos que suplicaban, que
se perdían para volver hacia mí y clavarme su flecha que
recaía, y que significaban a su vez: eres tu mi dueño, que
me hace ahora morir más que cuando me hacías sufrir
hace un momento; me avasallo ante ti, eres el dueño de
mi amor como yo el esclavo de tu voluntad.
“Por fin, después de haber agotado tantas delicias,
no teníamos más perfecta felicidad que en el instante en
que, sobresaturados el uno del otro, me acurrucaba en
sus brazos que ni siquiera dejaba cuando dormía cual
él cerraba tiernamente su abrazo. Apenas seguía, de vez
en cuando, sobre sus hombros, sobre su costado, sobre

68
François-Paul Alibert

su vientre, sobre sus cojones relajados, con esas ligeras,


errantes, imponderables caricias, que insinuaban en su
carne un escalofrío casi insoportable de placer que sin
embargo soportaba, aunque estuviera a veces, de tanto
repetirse, en el límite del desfallecimiento, porque era
simplemente de amor por mí. Más que nunca, me apre-
tujaba contra esas axilas tupidas, a ese suave y sedoso pe-
laje de bestia que bajaba hasta el vientre donde florecía y
se abría en vellón aborregado y salvaje del cual me que-
daba a veces entre los dientes algún rizo violentamente
arrancado a su complaciente dolor… Con una ternura
infinita y cada vez más lenta, arrullaba a su querido ver-
dugo en su pecho en donde yo languidecía, donde su-
cumbía por fin al éxtasis del sueño, no sin escucharlo
susurrar, tal como le había soplado al oído, la primera
noche: yo también te pertenezco, hasta en la muerte”.

—Y cómo terminó todo eso, preguntó Roland, des-


pués de un momento de silencio.
—Con una bella meningitis, respondió André son-
riendo. La ausencia de Michel, que fuera o no volun-
taria, se había prolongado mucho más allá del tiempo
que había fijado para su regreso, y mi madre que tenía
una naturaleza de hermana de la caridad, seguía a la ca-
becera de su padre convaleciente. Los días ya no con-
taban para nosotros, pero a ese ritmo, no podía durar
más. Una mañana, sucumbí y desperté unas semanas
después, la cabeza vacía, los miembros rotos, todo pe-
sado y ligero como si navegara a través de los limbos;
había estado entre la vida y la muerte y más cercano de

69
El hijo de Loth

la muerte que de la vida. Afortunadamente, salí a mi


padre; mi constitución robusta había prevalecido. Mi
restablecimiento les sorprendió por su rapidez; salí diez
veces más fuerte y saludable. Sin embargo, se acabó, a
partir de entonces, lo que había entre mi padre y yo.
Será que se imaginó que los excesos de todo tipo, tanto
de espíritu como de cuerpo, y de una naturaleza tan ex-
cepcional, a los cuales nos habíamos entregado habían
determinado en mí ese terrible desfallecimiento, del
cual no creímos en un principio que me iba a escapar.
¿Por temor a que su responsabilidad compartida tuvie-
ra mucho que ver con eso, se habrá hecho la promesa,
si me restableciera, de no ser para mí, más que el más
casto de los amigos, de ahora en adelante? Podría ser y
no metería la mano al fuego por eso. Además de que en
materia de amor, él estaba lejos de preocuparse cuando
amaba, de tantos escrúpulos; en cuanto a mí, me hubiera
encargado gustoso, si él los hubiera tenido, de disipar-
los, siempre y cuando me hubiera tomado la molestia
de hacerlo; él era incapaz de resistir a la tentación del
placer viniera de donde viniera. Creo simplemente que
tuvo el instinto, como yo mismo me hice la observación,
de que el mal que nos había abatido era la señal que nos
hacía la Naturaleza, que no debíamos ir más lejos. No
que tuviéramos el más mínimo remordimiento por ha-
ber sobrepasado los límites que pretendemos que asigna
a las solas afecciones permitidas. Es lo suficiente grande
y alta para acomodarse de todas las diferencias y hacer-
las entrar todas en su seno, incluso a aquellas que a la
común manada le parecen contravenir a sus leyes que
confunden con supuestas reglas morales, y que son por

70
François-Paul Alibert

el contrario, por poco que reflexionemos, todavía más


fundamentales y verdaderas que se salen, a primera vis-
ta, de lo ordinario de los hombres.
“La advertencia que nos estaba dando, ella que otros
demasiado orgullosos de sí mismos pretenden ciega y
no se preocupaban de nada, entraba en las vías de su
sabiduría más inteligente; nos susurraba al oído, efecti-
vamente, que, en cualquier campo que sea, sobre todo
en el campo del amor y de la felicidad que el amor le
proporciona a uno, hay ciertos grados de perfección que
no se puede sobrepasar, en donde ni siquiera podemos
mantenernos demasiado tiempo so pena de perecer, o
de volver a bajar, es decir de reducirse. Nosotros que
tantas veces habíamos invocado la muerte vislumbrada
tantas veces cogidos del brazo, no se trata de morir de
nuestro amor sino de decaer prolongándolo, que nos
tenía ciegamente preocupados. No había ahí de parte
nuestra ni prudencia ni tampoco intenciones, sino la in-
falible presciencia de que nuestro amor iba a perecer de
su propia saciedad, y que es al repetirse que amenazaba
de caer en lo anormal del cual se había salvado sólo por
su sublime exceso.
“Me sumía en los estudios con una furia que los asus-
taba y de la cual me recriminaban; engañaba en un per-
petuo entusiasmo, el arrebato de mis sentidos. En ese
tiempo mi madre murió, habiendo conocido, al menos,
en los últimos años de su vida, un bienestar que, me
temo, precipitó su final, por no estar acostumbrada, y
de haber pasado de manera demasiado brusca. Fue una
pena muy grande para nosotros dos porque mi padre, a

71
El hijo de Loth

pesar de sus extravagancias y de las varias quejas y tris-


tezas de las cuales la había afligido demasiado, también
la había amado cariñosamente. Lo dejé junto a Michel
quien, estoy seguro, nunca lo abandonará. Viajé; los
vuelvo a ver de vez en cuando; y por fin te encontré, Ro-
land, sin haber otorgado nunca, desde entonces, entre
tú y él, la más mínima atención a quién quiera que sea”.

A medida que hablaba, la cara de Roland resplan-


decía de alegría. “No ves, le dice, cuando André hubo
terminado su relato, que teníamos que encontrarnos en
los puntos más extremos del tiempo y del espacio, y que
se juntaron en nosotros, a pesar de la distancia que nos
separaba, solo porque éramos tu y yo, y no otros dos,
con el fin de demostrar con nuestro ejemplo la eterna
predestinación del amor, y todo lo que un amor como el
de nosotros conlleva de verdaderamente predestinado y
naturalmente necesario. Pero también es lo que hay de
más escaso y más secreto en el amor, que a veces estalla
con la máxima evidencia, y que forzaría los ojos a los
más ciegos, en caso tal de que todavía hubiera ojos que
fueran capaces de abrirse.
Así, aquellos dos adolescentes admirables expresa-
ban naturalmente hasta lo grandioso y lo desmesurado,
hasta la menor palabra que el amor y la inteligencia del
amor, les inspiraba. Roland, a pesar de que se encontra-
ba al mismo nivel, tropezaba un poco a veces, tanto que
lo desconcertaba André con el genio abrupto con el cual
se implantaba en el corazón mismo de las cosas. Pero
quién más que André en el mundo podía valerse de una

72
François-Paul Alibert

experiencia tan rara. Es por eso que sin duda tenía que
pagar la recompensa porque, después de aproximada-
mente dos años de una vida inimitable en la cual, ni de
día ni de noche, se habían separado ni una sola hora,
Roland apenas tuvo tiempo de llevar a André, incons-
ciente, delirando de vez en cuando, cogido nuevamente
por su viejo mal, a la pequeña casa de campo que Mi-
chel ocupaba con Édouard. Es ahí donde aquel admira-
ble niño, demasiado marcado por el destino, para que
pudiera vivir más tiempo, exhaló casi enseguida, y sin
haber recobrado conciencia, el último suspiro; es ahí, en
el cementerio vecino que lo sepultaron.
Édouard permaneció un largo rato atónito, alelado
de dolor; Michel y Roland, olvidándose de sí mismos,
se gastaban, sin lograrlo, en distraerlo de su obsesión. Él
los miraba con una cara salvaje y desorientada, sin em-
bargo exento de odio, pero que parecía tomarlos como
testigos de la parte que habían tomado en la muerte de
su niño.
Los días pasaron; el tiempo, lentamente, paciente-
mente, tejió su obra. Ya el otoño alcanzaba la mitad de
su temporada. Una tarde, cuando el ocaso del ciclo es-
parcía por todas partes una atmósfera de felicidad, Mi-
chel y Roland iban y venían bajo la alameda de fresnos
que conducía a la casa. Aquellos árboles que empeza-
ban a dejar llover en el piso, golpeadas por las primeras
heladas, sus hojas en donde se entrecruzaban todas las
venas de la púrpura, del ámbar y del oro, los invitaban a
esa dulce melancolía que canta que si todo muere, es al
menos para revivir, salvo, se decía por dentro cada uno

73
El hijo de Loth

de ellos, el amor cuando sucumbe irremediablemente


herido.
En la mañana sin embargo, por primera vez desde
hace varias semanas, habían visto pasar en los rasgos de
Édouard una sombra fugitiva de sonrisa. Por primera
vez también, hablaban de André a corazón abierto, sin
reticencia ni segundas intenciones; lo que Roland había
confiado a Michel solo por fragmentos todavía, y como
por preterición, le retomaba hoy la continuación, feliz
por desahogarse en un corazón que se había vuelto para
él tan estimado y tan fiel.
—Sí, respondió Michel, tirando las hojas muertas
que crujían bajo sus pasos, sí soy yo quien adivinó todo,
quiso todo, hizo todo. No pretenderé que nada hubiera
pasado si no hubiera metido la mano. André no hacía
presentir sino ricas promesas; quién sabe si, como tan-
tas otras, no se habrían marchitado sobre sus gérmenes.
Édouard habría tenido aún menos audacias; aunque su
naturaleza esté en las antípodas de la moral, el prejuicio
paternal lo habría retenido quizás aún más tiempo. Creo
sin embargo que él hubiera terminado pasándolo por
alto; pero cuánto tiempo perdido para ellos dos si yo no
me hubiera metido. Tuve pronto la convicción de que
estaba todo obsesionado, todo poseído por André. ¿Para
qué, Roland, recordarte cuántas ocasiones se necesita-
ban para que él consumara su deseo? Solo admira con
qué precisión, con qué implacable exactitud, material y
moral, sucedió.
“André se acordaba, me dijiste, haberme escucha-
do riéndome en voz baja, en el minuto preciso en que

74
François-Paul Alibert

todo se consumaba entre su padre y él. Yo tampoco lo


he olvidado. No vayas a creer que era la risa irónica de
Mefistófeles, la risa del demonio negador, del espíritu de
destrucción. Puede ser que después de todo, no me de-
fendiera de cierto orgullo por haber atinado y por haber
llevado a cabo tan bien una obra de una naturaleza tan
engañosa que seríamos disculpados al punto de aplau-
dir. Era más bien, guardando las proporciones, la risa se-
rena y tierna de un demiurgo que mide de un vistazo su
creación, y a quien le parece buena ya que es necesaria
y que se contempla en el espejo de su más profunda ale-
gría. Porque lo propio del creador no es tanto modelar
a los demás según él mismo sino descubrir y desarrollar
en ellos, incluso antes de que se den cuenta, su genio do-
minante, con el fin de que se realicen en su más exquisita
eflorescencia.
“Será que es necesario decirte que, de los dos, es
Édouard quien me inspiraba el más vivo interés. No nos
sintamos mejores de lo que somos. Que André fuera
el hijo de Édouard no me hubiera impedido, por poco
que hubiera tenido ese capricho, de encariñarme con él,
a riesgo de estar con los dos al mismo tiempo; es ur-
diendo ese doble juego, ya que no amaba a André, que
hubiera dado muestras de mentira, por consiguiente de
perversidad. Además es hacia Édouard que iban todas
mis preferencias, es en el alma de Édouard, es en todo
su ser que escuchaba con la mayor pasión resonar el
desorden que desencadenaba el amor que acariciaba por
su hijo. André, después de todo, ¿qué sabía de él? ¡Ape-

75
El hijo de Loth

nas si lo presentía y con qué vacilación! Vislumbraba de


vez en cuando que el hecho de ser el hijo de Édouard
garantizaba que tuviera algo de la naturaleza generosa
de su padre; pero ¿qué precisiones podía tener? ¡En vez
de que Édouard tuviera ya todo adquirido, ya que había
bastado con una palabra para precipitar en él ese fenó-
meno de sobrefusión amorosa que no esperaba sino el
más mínimo choque! ¿Cualquiera que sea, me decía a
mí mismo, su precocidad, André está todavía en la edad
crucial donde uno se puede orientar hacia el sentido de
cualquier amor? Todo depende de la inclinación secreta,
del demonio dominante, y también del iniciador. Hay
que reconocer que, parezca lo que parezca, Édouard,
precisamente porque era el padre, apostó su destino
en un juego de dados, aventurado de otro modo que lo
que se agitaba en el alma de André. Édouard, es verdad,
desde hacía mucho tiempo, a pesar de cierta parte, la
menor desde luego, de sus gustos que lo llevaba hacia las
mujeres, había dejado de dudar en el cruce de esas rutas
contrarias; es en su propio sexo, no lo ignorabas, que en-
contraba sus más completas satisfacciones. Ahora bien,
el nuevo protagonista que entraba en escena, es decir
su hijo, no lo amenazaba de nada menos que con hacer
resurgir su drama interior hasta del otro lado del prólo-
go; Édouard cuestionaba toda su vida amorosa. André
apenas ponía en la balanza la fuerza de su pasión; no
tenía que elegir mientras Édouard estaba ubicado en esa
alternativa doblemente peligrosa: o renegarse a sí mis-
mo, o superar el obstáculo deliberadamente; en ambos
casos, podía morir. Es a partir de ahí que el problema del
sexo se vuelve verdaderamente una cosa de tragedia. Es

76
François-Paul Alibert

cierto, contribuí mucho en la elección de Édouard; sin


embargo, es André quien murió por ello. Ahora bien,
tu relato me confirma singularmente la certidumbre de
que Édouard y André eran dignos el uno del otro, y que
en virtud de esa gran ley de las compensaciones que pre-
side todas las cosas, era indiferente, ya que formaban un
solo ser tan profundamente inter-penetrado, que sería el
uno o el otro quien muriera.
“Me siento culpable, Roland, al razonar de este modo,
mientras me duele mucho el corazón, todo el peso de la
vida sobre los hombros me jala hacia atrás, y muchas
veces, sólo siento ganas de llorar. Es a mí sin embargo,
a quien le corresponde, a pesar de mi dolor, consolarlos
a los dos, Édouard y tú… La Naturaleza, te decía André
con su intuición maravillosa, nos indica la justa medi-
da que no podemos sobrepasar. ¿Viviría todavía si se
hubiera atenido en esa primera advertencia? ¿Cómo lo
sabríamos; y él cómo hubiera engañado a la suerte que
había nacido con él? En cuanto a ti, ¿vas a ir, como ese
pobre Édouard a reivindicar tu parte de responsabili-
dad? No Roland, no más que yo mismo. Es cierto que
es demasiado fácil atrincherarse detrás de la fatalidad.
Pero si consideras la sucesión de tantos eventos extraor-
dinarios, te dirías que nada, en cualquier vida, es sólo
accidente, y accidente necesario; y que, si somos la silla
y el teatro, no tenemos más influencia y poder que en el
curso de las estrellas que se mueven en la esfera eterna
de los cielos.
“Empero, Roland, cuando somos como tú el resulta-
do y el lugar de una fortuna tan extraordinaria, estamos
destinados a decirnos más que nunca que no hay nada

77
El hijo de Loth

aquí abajo que no caiga naturalmente desde el punto


de vista de la necesidad. Te puedes considerar sin or-
gullo, pero con firmeza como el heredero de una de las
más hermosas aventuras que nunca hayan juntado en la
sola cabeza de un hombre, y cuya vida apenas empie-
za, la mayor suma posible de belleza, de dolor y de vo-
luptuosidad. Lleva esta carga sin flaquear, e, impulsado
por tu propia luz, ve hacia delante. Nunca abandonaré
a Édouard; seguiremos juntos, apoyándonos el uno al
otro, el curso de nuestro final de otoño. Tú, Roland, no
te demores mucho en irte. Por muy melancólico y deca-
dente que sea el otoño, todavía nos tiene guardado más
de un bonito día. Los que nos quedan hasta las escarchas
nos parecerán menos difíciles de vivir sin ti, que si nos
dejaras una vez haya llegado el invierno. Vete, y por mu-
cho que te cueste, no vuelvas”.

78
François-Paul Alibert

A manera de prólogo

S e asegura que, cuando el fuego del cielo había


caído sobre las ciudades malditas que recubre el Mar
Muerto, Loth, su mujer habiendo sido metamorfoseada
en estatua de sal, por haberse, contrariamente a la pro-
hibición divina, volteado para ver lo que pasaba detrás
de ella, usa, no teniendo más que ponerse, si se lo puede
decir, entre dientes, a sus propias hijas.
A lo mejor habría que hacerse, en cuanto a este tema,
algunas preguntas.
Por ejemplo:
¿De cuál de las cinco ciudades escandalizantes salió
Loth, cuando el incendio celeste estalla? ¿No sería ese
punto precisamente Sodoma?
¿No habría tenido Loth las mismas confianzas exce-
sivas si sus hijas, en lugar de ser mujeres, hubiesen sido
hombres?
¿Por lo demás, ya que no se trataba de repoblar la tie-
rra, el gesto, propiamente hablando, de Loth es incluso
más reprehensible ante los ojos de la Moral corriente,
la cual, como cada quien lo sabe, solo se preocupa de
la perpetuación de la especie? De estar, como se lo pre-
tende, en estado de embriaguez, cuando consumó ese

79
El hijo de Loth

susodicho delito, no sería, por el contrario, una excusa,


algunos actos que solo revisten su completa y plena sig-
nificación cuando se cometen con pleno conocimiento
de causa.
Se invoca, es verdad, como circunstancia atenuante
que eran sus hijas, por lo tanto mujeres. Es permitido,
por otra parte, reivindicar con altura lo mismo, si hu-
biesen sido sus hijos, por lo tanto hombres. Siendo cir-
cunstancia atenuante, no es aquí más que antífrasis; es
simplemente de independencia de lo que se trata.
Aparte de eso, las hijas de Loth eran, a lo mejor, sim-
plemente hombres.

François-Paul Alibert

80
François-Paul Alibert

Un insurrecto amor por el padre


Un (pre)texto en torno a El hijo de Loth
de François-Paul Alibert

Alexánder Hincapié García*

[…] mi padre resumía en mi opinión todo lo que había de más


hermoso y de mejor en el mundo. Era un espléndido coloso que
ninguna prueba, ningún golpe por más duro que fuera, hubiera
derrumbado. Su inmensa bondad también era su debilidad;
inquebrantable a todo, tenía, me di cuenta de eso después, un
temperamento cuya inagotable exigencia nunca lo cogía ni lo
dejaba desprevenido; es este resplandor sexual que consistía, pienso,
en la atracción que ejercía sobre mí, y que no podía por supuesto,
definir, pero de la cual iba a tener pronto la fulminante revelación.

Y, rendido, mi boca volvía, y como decimos que el hombre en


cada mujer siempre busca el seno que lo cebó de su primer
alimento, (yo) bebía en los pectorales paternales la leche robusta
del conocimiento viril, y sólo me desprendía para exhalar con una
voz moribunda, cuando su mano insaciable me hubiera hecho
desfallecer una vez más: padre, padre, te pertenezco hasta la muerte

François-Paul Alibert, 2016

No puedo dejar de señalar el estímulo intelectual y personal


*

que Helena López, Richard Mangas, Sonia Quintero, Diego


Alejandro Muñoz, Bibiana Escobar y Juan David Piñeres Sus,
han representado en mi vida. Cada uno de ellos sabe cuánto pesa.
Agradezco al profesor Didier Eribon su ayuda para la publicación
de este libro.

83
El hijo de Loth

Hundir las leyes fundadoras del parentesco:


un acto de amor aberrante.
La distancia entre la palabra y el acto:
el espanto de lo que podría haber sido hermoso

Para Á de H (julio de 2014)

Introducción
En un pequeño ensayo de juventud, Walter Benja-
min (2010a) señala que la pedagogía debe desprenderse
de los pedagogos reformistas, y proclamar una nueva
educación que tenga más relación con Nietzsche que
con Winckelmann. Esto es, una educación que enseñe
a valorar de otra manera, poniéndonos en riesgo y, ante
todo, venerando la honestidad del pensamiento. En con-
junto, esta nueva educación no recurre a los griegos para
enseñar la armonía y la simetría de las formas, sino que
ha de advertir en ellos su aristocracia, su desprecio por
las mujeres, su fascinación por los hombres, la esclavi-
tud y los oscuros mitos que tienen por padre a Esquilo.
Se trata, pues, de abrir los ojos hacia todo aquello que
nuestro repulsivo y reaccionario pudor nos impide ver.
El hijo de Loth propone mucho más. No solo muestra
la imagen monstruosa del amor erótico entre un padre
y un hijo, sino que nos persuade de la belleza y la ne-
cesidad de ese amor, justo por su naturaleza singular e
irrepetible, como lo desbroza la misma obra.
El (pre)texto que a continuación se desarrolla, tiene
por propósito entablar un ligamen con la traducción, al
castellano, de la novela corta de François-Paul Alibert,

84
François-Paul Alibert

Le fils de Loth. Vale anotar que la novela es publicada en


francés, de manera póstuma, en el año 2002. Este (pre)
texto inicia con una glosa anticipada que enfatiza la ca-
pacidad de la novela de corroer los valores socialmente
instaurados y de forzar preguntas por la naturaleza del
parentesco. Continúa con unas notas sobre el giro afecti-
vo (the affective turn) y aquí se propone, de manera inci-
piente, la importancia de este giro dentro de los nuevos
recursos para la crítica literaria. Seguidamente, se pro-
cede a establecer una relación entre afectos y literatura
y la turbulencia que supone comprender la vida social
desde esa relación. Luego, se abre una problematización
a propósito del prefacio elaborado por Didier Eribon
para la edición francesa de Le fils de Loth. Para finalizar
con el planteamiento del desafío que afronta un insu-
rrecto amor por el padre.

Pequeña glosa anticipada


A propósito del padre embriagado y de las hijas que
de él abusan y a propósito de la falta atenuada, argu-
yendo el tema de la conservación de la especie cuando
nada la amenaza, el narrador de la novela El hijo de Loth
de François-Paul Alibert, se pregunta si el rechazo mo-
ral y la discusión, tan pobre como ha sido, sería igual
si Loth, en vez de hijas, hubiese tenido hijos varones y
fueran éstos los que haciendo uso de su padre, cedie-
ran al imperioso deseo de conocer varón3. Aceptémos-


3
Nos estamos refiriendo al relato bíblico sobre Sodoma y Gomorra,
dos míticas ciudades destruidas por la intervención divina. Él

85
El hijo de Loth

lo, nada en el relato bíblico de Sodoma y Gomorra y las


ciudades destruidas, conduce a suponer que la especie
humana estaba en peligro. De igual manera, nada en el
relato permite suponer que Él (‫ )לא‬habría querido conti-
nuar la especie, valiéndose de un hombre embriagado y
usado sexualmente por sus hijas. Más probable, las hijas
de Loth no habrían querido perecer sin conocer los en-
cantos del varón (¿quién quisiera hacerlo?), aun cuando
a éste solamente se pudiese conocer en la hombría del
padre. Tal vez, realizando otro giro interpretativo, Loth,
y no otro, era el varón que estas hijas querían conocer
corporalmente.
Alibert, en concreto, no habla de este relato en tér-
minos de delito o abuso, sino de confianzas entre padre


(‫ )לא‬anuncia la destrucción a Abraham. Este intercede por la
existencia de los posibles justos de estas ciudades y entabla un
diálogo con Él (‫)לא‬, esforzándose por revertir la decisión tomada.
Frente a la decisión divina, Abraham se sitúa contrario a la
destrucción. Llama la atención que este mismo Abraham jamás
va a cuestionar a Él (‫ )לא‬cuando este le pide, como muestra de
fidelidad, el sacrificio de su amado hijo Isaac. Cortés (2006), en
su Diccionario de árabe culto moderno, sostiene que Abraham es
el epíteto con el que se designa ‘el amigo de Dios’ o algo así como
el amigo más cercano a él. Es decir, esto puede resultar revelador
de la naturaleza de una relación en la que, si se verifican bien sus
pasajes, Abraham lucha por persuadir a Él (‫ )לא‬y, por su parte,
éste incluso puede llegar a exigir la máxima prueba de fidelidad:
el sacrificio de un hijo varón. Vale la pena anotar, en este punto,
que Abraham intercede por su sobrino Loth y su familia, esposa
y dos hijas. El relato bíblico narra que, una vez las ciudades son
destruidas, las hijas de Loth temieron la desaparición de la especie
y deciden embriagar, forzar un comercio carnal y salvar la especie,
cada una haciéndose a un hijo de su padre.

86
François-Paul Alibert

e hijas. Con ello duplica el marco de las interpretacio-


nes posibles del relato bíblico. Por un lado, interroga
la responsabilidad moral de Loth frente a las acciones
de sus hijas. Esto no necesariamente lo hace culpable,
pero sí lo llama a dar cuenta por lo sucedido: sus hijas
conocieron varón en su cuerpo, como padre y hombre.
Siguiendo a Levinas, Butler (2009) lo ha demostrado:
somos responsables por aquello en lo que se ha partici-
pado, a pesar de que no seamos los causantes. Por el otro
lado, Alibert, al deslizar que allí no hubo delito o abuso
sino, como es frecuente, confianzas, invoca hacer justi-
cia a una cuestión pendiente: ¿cómo pueden nombrarse
las relaciones carnales entre padres e hijos? Hablar de
confianzas es una manera de nombrar, en último térmi-
no, un consentimiento que, también como ocurre con
frecuencia, puede desmentirse. No es de extrañar. Nó-
tese bien: ¿de qué límites se dispone para darle nombre
a aquello que, deseado, no ha debido ocurrir, según la
abigarrada moral de la higiene social? Sencillamente, no
en los términos de un consentimiento4. No puede serlo,
porque entre padres e hijos, se ha pontificado, no puede
haberlo. Todo el espacio de una relación así, solamente
puede pensarse en los términos del error y, no obstante,
inaugura, de muchas maneras, la experiencia antropoló-
gica de los afectos5.

4
Para una reflexión detallada en torno a esta pregunta, se sugiere
el trabajo de Figari (2009): Más allá de las sexualidades posibles.
Dilemas de las prácticas incestuosas.
5
Permítasenos un apunte sobre la anterior afirmación. Elias (1998)
expone lo siguiente. Durante los siglos XVIII y XIX, ocurre un

87
El hijo de Loth

Ahora bien, a pesar del marco pobre y restrictivo de


interpretación que se nos ofrece socialmente, Alibert
hace un guiño a la posibilidad de que, curiosamente,
las hijas de Loth no fueran otra cosa que varones y con
eso el marco ofrecido es dinamitado. Alibert juega con
las interpretaciones, proponiendo, incluso un posible
comercio o alteración del género de las hijas de Loth.
Este juego muestra el tropo que hace posible que los hi-
jos varones puedan acceder corporalmente a su padre.
Después de todo, el relato bíblico poco se pronuncia en
términos morales sobre la falta que supone hacer uso
carnal del padre por parte de las hijas. Si se nota bien, el
juego interpretativo permite, entonces, imaginar que el
deseo que asiste a las hijas de poseer carnalmente a su
padre tiene su correlato en la necesidad del hijo de ex-
perimentar corporalmente la masculinidad en el padre6.


repliegue de la vida sexual hacia la esfera íntima. Una cierta reserva
comienza a imponerse y, con ella, la autocoacción. Por razones
que se deducirán, esto impone límites restrictivos en las relaciones
entre los padres y sus hijos y en la manera de interpretarlas. De
momento, resulta cómodo tratar de imaginar que los niños
son inocentes como los ángeles, lo cual no es empíricamente
demostrable, pero sí consolador frente a las dificultades que libran
los padres debido a los pobres recuerdos que tienen de su propia
infancia. Sin embargo, el mismo Elias sostiene que los niños
tienen fuertes necesidades afectivas y que éstas se manifiestan
mediante un tono corporal que, no pocas veces, resulta un signo
de alarma para los padres que no alcanzan, o no quieren, percibir
el elemento erótico que se desliza en la petición que los hijos hacen
de satisfacer sus necesidades. Es decir, el marco interpretativo que
imagina relaciones sociales liberadas de afectos eróticos es, por
principio, un marco pobre y restrictivo de interpretación.
6
Colodenco (2006), en dos capítulos que abordan el relato de
Abraham, Loth y las ciudades destruidas (cinco, en total, y no

88
François-Paul Alibert

Notas sobre el giro afectivo


(the affective turn)
Father, son
Locked as one
In this empty room
Spine against spine
Yours against mine
Till the warmth comes through
Peter Gabriel

El giro afectivo es una propuesta que tiene por pro-


pósito realzar la imposibilidad del dualismo interior/ex-
terior sobre el que se sostiene la política moderna y con-
temporánea. Berlant (2011) muestra que la expresión de
ese dualismo es la separación, todavía vigente, entre lo


dos como comúnmente se piensa), afirma que es en la tradición
cristiana, después de San Agustín (con La ciudad de Dios), donde
la interpretación de este relato está sobredeterminada como
un castigo por lo que, en el presente, se nombra sodomía u
homosexualidad. Colodenco (2006) va mostrando el carácter de
las interpretaciones judías y, en general, estas versan sobre la falta
de hospitalidad, el odio a los extranjeros, la soberbia y, en menor
medida, sobre la conducta sexual que no es la homosexualidad en
exclusiva lo que se censura, sino principalmente la promiscuidad.
Gillman, recuperando las interpretaciones judías de Heschel,
sostiene que Dios se encuentra por fuera de cualquier concepto
porque, adviértase, qué clase de Dios es aquel que se deja
interpretar por el entendimiento limitado del hombre. Esto trae
como consecuencia que para el judío el pecado es pretender saber,
sin recurso a la duda, qué es lo que Dios quiere. La literalidad
es uno de los pecados teológicos más graves (Gillman, 2008). En
este sentido, se puede imaginar que el judaísmo no puede estar

89
El hijo de Loth

privado y lo público. De modo que, curiosamente, los


afectos son imaginados como lo interior/privado y la
política lo exterior/público. Para Del Sarto (2012: 46),
“[…] en la academia estadounidense, el giro afectivo se
produce a mediados de los noventa, desde varios cam-
pos de investigación transdisciplinarios, como los pro-
gramas de estudios de las mujeres, los estudios queer y
los estudios culturales, aunque también desde ciertas
tendencias dentro de campos más institucionalizados,
como los estudios literarios, los estudios sociológicos,
la neurociencia”. Igualmente, el giro afectivo se entiende
como una respuesta al llamado feminismo de la ‘tercera
ola’ o feminismo postestructuralista. No obstante, es más


seguro de qué es lo que Dios quiere con la destrucción de Sodoma,
Gomorra y las otras ciudades. No puede saber, sin ninguna duda,
qué es lo que Él (‫ )לא‬quiere borrar. El judaísmo tan solo puede
interpretar y está obligado moralmente a cuestionar su propia
interpretación. Por lo mismo, no puede ofrecer una interpretación
unívoca, segura y definitiva. Igualmente, los trabajos de Boswell
(1996 y 1998), muestran una relación más compleja de lo que
se presume entre el cristianismo, las escrituras, las prácticas
religiosas y la homosexualidad. Ahora bien, si recurrimos a
un ejercicio filológico, Cortés (2006) por ejemplo, apunta que
Sodoma, la antigua ciudad palestina destruida, significa tristeza,
angustia y arrepentimiento. En este sentido, sodomita es un tropo
adecuado para expresar la condición antropológica del hombre
triste, angustiado y arrepentido. En otras palabras, la sodomía
vendría a ser una manifestación de la condición humana en tanto
que no es posible pensar al hombre ajeno a la tristeza, la angustia
y el arrepentimiento. Si queremos ir más allá, el recurso que nos
proporciona la filología, nos permite redimir la sodomía después
del oprobio descarado al que ha sido sometida durante largo
tiempo, bajo la imposición de una sola interpretación, interesada,
en los términos sexuales que imagina presentes en la destrucción.

90
François-Paul Alibert

preciso sostener que el giro afectivo avanza este feminis-


mo y le da un espesor radical incorporando el cuerpo,
las emociones y la vida sensible como aspectos consti-
tutivos de la política. Como lo entiende Macón (2013),
no se trata de deshabilitar la orientación discursiva de la
‘tercera ola’, sino de problematizar esta orientación con
una relectura en clave corporal y afectiva. El giro, enton-
ces, se puede concebir como una propuesta que busca
estilos y modalidades diferentes para reflexionar la vida
afectiva, pasional y emocional y su participación en la
esfera política. Nos basta, de momento, señalar que el
ejercicio de la política moderna y contemporánea, lejos
de regirse por los imperativos de la razón, invoca todo el
tiempo motivos sensibles para gestionar múltiples adhe-
siones. Adviértase, por ejemplo, las pasiones encendidas
que se producen toda vez que se citan cuestiones como
el ‘amor de patria’, la soberanía de la nación, los cuerpos
mutilados de los soldados, la pena de muerte, el maltra-
to a los niños y la violencia contra las mujeres. Cuestio-
nes que conservan su vigencia porque se les constituye
como los motivos para hacer política. Es decir, se les fa-
brica como la fuente de la que se quiere hacer emanar
razones que justifican la acción política.
Berlant (2011) nos diría con énfasis que es a través de
esas cuestiones que los miembros respetables de la socie-
dad, liberados de la raza, la clase social y el género, se en-
cuentran en una comunión afectiva de identificaciones.
En esa comunión la desigualdad social (raza, clase y gé-
nero), se disuelve. Más todavía: el lugar de su disolución
es ocupado con el consumo de identificaciones conver-

91
El hijo de Loth

tidas en mercancías, reclamadas como necesarias para


la democracia (Berlant, 2011). En otras palabras, todo
sueño de nación tiene que crear comunidades afectivas
y, a su vez, figuras monstruosas a combatir7.
Macón (2013), siguiendo a Ahmed, sostiene que los
afectos son la vinculación productiva entre ideas, valo-
res y objetos. Por lo mismo, lejos de imaginarlos como
‘capacidades psicológicas’, pueden entenderse como
prácticas que desbordan los límites entre lo individual y
lo social o lo interno y lo externo. En este sentido, pue-
de comprenderse por qué ciertas formas institucionali-
zadas de homofobia son sostenidas performativamente
por los afectos y por qué es posible, contra todo juicio
racional, celebrar que se les niegue derechos fundamen-
tales a los homosexuales. No son los juicios racionales
los que hacen posible la negación de derechos, son las
acaloradas vinculaciones productivas entre ideas, valo-
res y objetos, que tienen como condición de posibilidad
la vida afectiva, las que hacen posible convertir la homo-
sexualidad en algo monstruoso.
Hasta ahora, en una lectura estrecha, se supuso que
la teoría de la performatividad desarrollada por Judith
Butler se refería meramente a los actos de habla. Sin
embargo, con el giro afectivo queda aclarado que no
solo los actos de habla son performativos. Los afectos
también lo son, entre ellos, el amor por la heterosexua-
lidad de la Nación y la obstinada, pero fallida, decisión

Para discutir sobre cómo son producidas estas figuras a combatir,


7

se recomiendan los trabajos de Bersani (1995), Sedgwick (1998),


Giorgi (2000), Eribon (2001), Halperin (2005) y Preciado (2009).

92
François-Paul Alibert

de mantener la masculinidad alejada de las pasiones ho-


moeróticas8. Si nos remontamos a Spinoza, con él ten-
dríamos que asumir la necesidad de construir teorías de
los afectos que no partan de la individualidad o de las
meras relaciones interpersonales. Montag (2007) señala
que los afectos no pueden originarse en una suerte de
individualidad aislada, no pueden explicarse y reducirse
a ella. Más drástico todavía, los afectos son comunicados,
transmitidos y prolongados, incluso, dejando de lado el
conocimiento que intenta anexárselos. En otras pala-
bras, el conocimiento no logra adueñarse plenamente de
los afectos, lo cual no indica que sean pre-discursivos.
El giro afectivo, por lo menos hasta ahora, se abre en
dos direcciones. La primera invoca premisas recurren-

Para pensar un poco más este asunto, se recomienda el trabajo de


8

Aguiar (1998): ¡Ámame por ser bello! Aquí se sugiere que, durante
siglos, el cuerpo masculino no fue imaginado como un cuerpo
bello. Foucault bien lo señalaba: los griegos y nosotros no estamos
separados meramente por una distancia temporal. Entre ellos y
nosotros se interpone el sedimento de múltiples mutaciones his-
tóricas. No obstante, distintos movimientos estéticos y literarios,
asociados a la Modernidad, han iluminado su belleza. Igualmente,
no es pobre el papel productivo de los homosexuales en la recupe-
ración del cuerpo masculino como un cuerpo hermoso. Es decir,
no es la heterosexualidad la que produce dicha recuperación, al
menos no solo ella. Más bien, es a través de la fascinación homo-
sexual por el cuerpo masculino, lo que obliga a la esfera pública
a reparar en su belleza. Vinculando lo anterior a las propuestas
del giro afectivo, podemos colegir que el cuerpo masculino no se
recupera como un cuerpo bello por efecto de racionales tratados
sobre la belleza. Es a partir de distintas, y contradictorias, prác-
ticas culturales, sociales, sexuales y de consumo, que el cuerpo
puede ser imaginado con los atributos que la historia le señala.

93
El hijo de Loth

tes en Gilligan, Mouffe y Massumi (entre otros). Esta di-


rección vincula una extraña autenticidad que dimana de
los afectos y, por eso mismo, estos tendrían un carácter
superior en términos morales. No es la razón, al contra-
rio, son las emociones, los sentimientos y, en últimas,
los afectos, la reserva capaz de rehabilitar una alternati-
va diferente para el ejercicio de los mundos políticos. De
suerte que esta alternativa parece más cercana a una ver-
sión correcta y, en cierta medida, reconciliada con una
condición humana menos intervenida culturalmente. Si
nos movemos genealógicamente, esta vinculación esta-
ría muy presente en Rousseau, para quien la capacidad
moral del hombre procede de principios anteriores a la
razón y, primeramente, posibles por la vida sensible. Sin
embargo, la dirección que apunta a la superioridad de
los afectos tropieza con la incapacidad de explicar qué
impulsa las adhesiones sensibles a políticas homófobas
o por qué la respuesta social frente a la homosexualidad,
particularmente masculina, se establece con acalorados
debates y furibundos adjetivos que la descalifican, con
pocos argumentos racionales, siempre poniendo pre-
sente el peligro que ella supone para los hombres correc-
tos, los niños, el Estado y el vigor de la nación. Con res-
pecto a la homosexualidad, lo que es posible advertir es
el trauma cultural que amenaza a la sociedad, toda vez
que el sexo y el ‘amor marica’ se presentan públicamente
deseables. Así, es claro que Berlant (2011) sostenga que
los afectos, en rigor, pueden informar una política críti-
camente radical o, por el contrario, servir de plataforma
para una política reaccionaria y conservadora, como la
que imagina en los niños y en las mujeres las ‘eternas

94
François-Paul Alibert

víctimas inocentes’, demandando ser representadas por


una voz autorizada. Esta misma política, temerosa de la
homosexualidad, y su efecto contagioso y contaminan-
te, declara inviables los afectos homosexuales o, por lo
menos, imposibles como formas de organización social
y cultural.
La segunda dirección, a propósito de Berlant, “[…]
despliega sus armas críticas sobre los afectos con una
estrategia similar a la del giro lingüístico volcada aho-
ra sobre la dimensión corporal” (Macón, 2013: 17). En
otras palabras, esta dirección se afianza en la premisa del
carácter socialmente construido de los afectos. El punto
no es entonces, como sostienen Massumi (1995), Wat-
kins (2010) y López (2014), producir una ontología (y
tal vez una antropología), para la cual los afectos, por
principio, deben ser imaginados como pre-discursivos.
Incluso, López querrá ir más allá intentando rehabili-
tar la desacreditada noción de experiencia fenoménica
como recurso epistémico9. De paso, el recurrir a una ex-

Si seguimos a Benjamin (2010b), la experiencia (Erfahrung) es


9

aquello que la Modernidad ha hecho imposible y, por lo tanto,


esa imposibilidad funda una barbarie. Es decir, aquella en la cual
los hombres y la naturaleza no pueden encontrarse más. Resta,
entonces, crear las condiciones de posibilidad para una nueva
experiencia. No obstante, estamos seguros que ésta no provendrá
como respuesta de algunos feminismos, incapaces de resolver
el lugar privilegiado de enunciación que han alcanzado con la
complicidad del capitalismo y el pensamiento y la política liberal.
En sentido estricto, no estamos hablando de todas las formas del
feminismo sino, principalmente, de aquellas que han optado por
hacer carrera negociando inclusiones con la figura del Estado, por

95
El hijo de Loth

plicación pre-discursiva de los afectos, se desliza proble-


máticamente hacia la separación entre naturaleza y cul-
tura. Muy por el contrario, sostener que los afectos son
socialmente construidos, no implica imaginarlos ajenos
a la naturaleza sino que apunta hacia dos aspectos, a sa-
ber. El primero, rechazar la división entre naturaleza y
cultura. Es decir, separar naturaleza y cultura implica un
error ontológico de problemáticas consecuencias. El se-
gundo, supone profundizar radicalmente el giro lingüís-
tico al mostrar la inseparabilidad del lenguaje y los afec-
tos, sin que ello signifique que estos últimos no puedan
exceder los actos de habla. De este modo, ningún acto
de habla estaría liberado de encendidos impulsos afecti-
vos. Una idea que Butler (1997) ya habría explorado con
respecto a la vulnerabilidad lingüística por efecto de la


ejemplo, sin cuestionar la violencia que supone esa figura sostenida
por el derecho y la burocracia. Butler, en el lado extremo de esos
feminismos cómplices, propone a Antígona como una figura
clave para pensar una política diferente dentro del feminismo.
Concretamente, dirá que Antígona nos proporciona “[…]
una contra-figura frente a la tendencia defendida por algunas
feministas actuales que buscan el apoyo y la autoridad del estado
para poner en práctica objetivos políticos feministas” (Butler,
2001: 15). Estas últimas son esas figuras enquistadas, saturadas de
prácticas burócratas, como pueden ser las por decreto nombras
‘secretarías de las mujeres’. Dichas ‘secretarías’ son justamente
la expresión de esos feminismos agotados teóricamente, que
sustraen su fuerza de dividir y polarizar los distintos sujetos
históricos y que, además, rentabilizan problemas sociales que no
resuelven y que tampoco conviene resolver, porque se anularía la
base que hace posible perpetuar la seguridad de quienes viven de
usufructuar y pactar con el Estado.

96
François-Paul Alibert

capacidad de las palabras para herir el cuerpo y, a su vez,


con respecto el carácter ardiente del lenguaje ofensivo10.

Afectos y literatura
Los afectos, las pasiones y el enamoramiento, afirma
Del Sarto (2012), dan cuenta de los materiales de la sub-
jetividad. Es a través de ellos que, en un momento dado,
podemos aprehender algo de lo que sentimos y de nues-
tros sentimientos. Lo cual no quiere decir que los afectos
sean, por definición, la piedra filosofal del autoconoci-
miento o que, en sentido estricto, nos pertenezcan. Más
exacto, los afectos exceden al hombre particular. Más
importante, la cuestión de los afectos, y el auge que tie-
nen tanto en la academia de Estados Unidos como la
de Latinoamérica, con sus variaciones, estriba en los
recursos que permiten comprender, en otro registro, la
volatilidad de la política moderna y contemporánea y
en las posibilidades de pensar la capacidad de afectar
los cuerpos y las relaciones entre ellos (Spinoza). Así,
más que el servicio epistémico que puedan prestar, los
afectos nos interesan por su condición intempestiva y
no siempre predecible, como el cuerpo. Deleuze (1996),
a propósito de Lawrence de Arabia, lo destaca mejor:
“Lawrence hace suya la sentencia de Spinoza: ¡nadie
sabe de lo que es capaz un cuerpo! En plena sesión de
tortura, una erección”.
Sin embargo, para entender algo de los afectos ne-
cesitamos remitirnos a las formas de inscripción social

Para un estudio más detallado, se sugiere el texto de Pablo Pérez


10

Navarro (2008): Del texto al sexo. Judith Butler y la performatividad.

97
El hijo de Loth

y cultural. La socialización mediante la cual la ‘criatura’


humana es ingresada y reconocida dentro de los órdenes
de la cultura implica su formación en la culpa, el asco y
la vergüenza. Los tres diques morales que Freud (2006)
analizó en Tres ensayos para una teoría sexual. Estos tres
diques valen como el filtro que separa lo animal de lo
humano. Si Freud supuso que esos diques estaban en re-
lación con la organización psíquica (interna) del niño,
nosotros podemos suponer que, mejor aún, toda sepa-
ración entre lo interior y lo exterior en el hombre ex-
presa la organización social de los afectos. Aventuremos
una interpretación un tanto distinta a Freud. Aquí va-
mos a sostener que la ‘criatura’ es un topos temporal que
se sitúa entre el animal y lo humano. Con esto último,
ante la imposibilidad de dar una respuesta definitiva so-
bre qué es el hombre y cuál es su naturaleza, se formaliza
la figura jurídica de la persona. Así, en el sueño de for-
mar lo humano, el animal tanto como la criatura deben
sacrificarse. En otros términos, lo sagrado se destruye
por lo jurídico (Galende, 2009). A cambio, el hombre
recibe las libertades políticas que lo habilitan en tanto
que persona; por deducción lógica, trabajando contra el
mismo hombre o, al menos, en contra del resto de lo
animal o de la criatura que ha quedado plegado al cuer-
po11. Kant demuestra este punto como ninguno: la for-
mación debe vencer lo animal, esto es, lo salvaje; dicha
derrota constituye el inicio del proyecto antropológico.

El lamento por lo sagrado aquí insinuado tiene que ver por


11

aquello por lo que es reemplazado: la figura jurídica que entra en


relación directa con el derecho. Éste, lejos de imaginarse como

98
François-Paul Alibert

No obstante, refiere el mismo Kant (2003), la animali-


dad siempre amenaza con retornar y deshacer los logros
de la formación.
Nos interesa, como anunciamos en este apartado, la
relación entre afectos y literatura. Podría pensarse que
El hijo de Loth, por lo que puede convocar el propio
nombre de la novela, se inscribe en un ejercicio que ex-
presa diversidad y libertad sexual. En otras palabras, lo
que el pensamiento liberal gestiona para instaurar for-
mas de gobierno más eficientes porque, en principio, no
se presentan así mismas con dichas formas, sino como
respeto y autonomía. Ahora, si se quiere, como coro-
lario de la tosca solicitud de respeto por la diversidad,
también como corolario de toda esa libertad sexual, que
el pensamiento liberal bien ha aprovechado para hablar
de secularización y emancipación de la sociedad, se ha
formado el hombre domesticado por las libertades que
le han sido atribuidas a la persona. Lawrence (1999), un
poco más agudo, ha dicho: los hombres de hoy son pe-
rros amaestrados, a los cuales se les ha enseñado cómo
responder frente a sus instintos. A estos hombres se les
llama libres. En otras palabras, hombres formados para
reconocer los afectos que son posibles, esto es, aquellos


una interpretación desinteresada de la naturaleza humana o de
las mejores costumbres que nos representan, es en todo caso una
prolongación del poder (Montag, 2007). A su vez, si se supone que
el contrato neutraliza esa prolongación, es necesario recordar que
para el mismo Rousseau (2012) una característica del contrato
es la amnistía entendida como olvido de la expropiación que lo
precede. El contrato, por lo tanto, reelabora la relación de fuerzas
desiguales que lo reclaman.

99
El hijo de Loth

que normativamente deben experimentar en tanto que


realizan sus libertades que son, al mismo tiempo, deseos
culturales. Si bien estamos diciendo que los afectos no
se dejan normalizar plenamente, también es cierto que
por medio de los afectos se gestionan muchas formas de
identificación y de acción política. En otras palabras, el
intento de ‘captura de los afectos’ (Del Sarto, 2012) se
encuentra a la orden del día. A lo mejor, habría que re-
lacionar ese intento como una prolongación más de los
tentáculos de la biopolítica.
Insistimos, con la libertad sexual se actúa de manera
meditada el esfuerzo por normalizar aquello que des-
borda la normalización: los afectos. Irónicamente, esta
libertad declara que lo que no se desea públicamente, es
decir, lo que no es un deseo cultural, no existe o en su
existencia solamente se inscribe el error. Los hombres
libres, formados por la emancipación liberal, imagi-
nan poder distinguir, entre el ruido de sus emociones y
sentimientos, aquellos afectos que deben experimentar
como verdaderos y que, por ello mismo, no desafían los
deseos culturales. Paradójicamente, por Lawrence, sabe-
mos que los afectos verdaderos, entonces, son un fraude:
algo que, domesticado, se exhibe auténtico. El amor, si
hablamos de una de las más citadas, es la manifestación
afectiva más deformada. La biopolítica recurre a toda
una higiene social, particularmente, pontificada por la
psicología, la pedagogía, la sociología, la medicina y el
derecho, para prevenir sobre el amor, sus límites, es-
tragos y demonios. En la biopolítica, el espesor de una
desmesura pugna por capturar los afectos, depurarlos y
separar los que pueden o no ingresar como deseos cul-

100
François-Paul Alibert

turales. La emancipación liberal, entonces, niega que los


hombres somos afectados por deseos antagonistas. En
otras palabras, una higiene social que produce un nor-
mativo y verdadero sentido del amor que los hombres
deben experimentar. Expuesto así, el amor pontificado
por la higiene social, en últimas, no puede decir nada
del amor que no sea el esfuerzo por gobernar a los se-
res humanos educándoles sentimentalmente (Pedraza,
2000).
En busca de fines correctos, la higiene social propone
que el amor es una manifestación saludable de la vida
dañada por su propia intervención. La higiene social
niega que el amor no sirve a sus fines ni es el medio para
prolongar sus vulgares proyectos de sociedad. Como
lo entiende Benjamin (1996), en estas condiciones, el
amor solo puede ser la justificación de sí mismo y, por
lo tanto, más que en la vida se hallará en la muerte. Esto,
entre otras cosas, significa que por la obliteración que
las sociedades burguesas realizan en sus posibilidades,
el amor jamás podrá ser alcanzado si no es con el con-
curso de la muerte. Es con ella que el amor se alza no
concediendo lugar alguno a lo que de él ha reclamado
el liberalismo y la burguesía. Benjamin (1999 y 1996) ha
trabajado este tema, extensamente, en sus ensayos sobre
Baudelaire y Goethe12.

André y Édouard, recíprocamente, en el estremecimiento de


12

un derrame que no promete la vida, sino que se reafirma en el


carácter singular del amor, recuerdan que se pertenecen hasta
en la muerte. Uno y otro no son más que partes de una unidad
superior y necesaria que solo se concede entre un padre y un hijo.

101
El hijo de Loth

Se entiende, pues, nuestra necesidad de concebir lo


literario como un “[…] compromiso ético y, por consi-
guiente, como fenómeno radicalmente político” (López,
2004: 26). Reabsorbiendo este último aspecto, el com-
promiso ético y político que se desliza de lo literario nos
remite a una ética y a una política de lo ausente, y de
todo aquello a lo que no se le ha permitido manifestar-
se como culturalmente viable. Dicho con una imagen:
la ética y la política de un límite que, en el relámpago
imprevisto, se ilumina para enseñar, ocultando, lo que
no ha podido realizarse. Apropiándonos del Foucault
(1996: 128) de Prefacio a la transgresión, todo límite
abre con violencia la posibilidad de lo ilimitado, pues-
to que “[…] se encuentra arrastrado por el contenido
que rechaza y realizado por esa plenitud ajena que lo
invade hasta el corazón”. Radicalizando, de los límites se
retendrá la plenitud que se anuncia con la promesa de
su invasión.
La literatura, apoyándonos en los atributos que
Lawrence (1999: 81) concede a la relación entre la mo-
ralidad y la novela, es una “[…] temblorosa inestabili-
dad de la balanza”. La balanza, si se nos permite decirlo,
es el cuerpo donde luchan los diferentes aspectos que
forman la vida y los límites que le son señalados. Así,
la literatura puede versar sobre inusitadas e imprevisi-
bles relaciones que se revelan para los hombres, no por-
que se persigan fines educativos, sino por la necesidad
de salvar el aspecto prístino de toda relación. Por ello,
nuevamente citaremos a Lawrence (1999), la novela,
en general la literatura, les dona a los hombres la opor-
tunidad de elaborar su existencia, de un modo que

102
François-Paul Alibert

ninguna higiene social ha hecho posible. Les dona sin


aleccionarles, porque de la literatura no se desprenden
imperativos que reclamen la educación de todos; la lite-
ratura afirma, a su paso, la amenazante, absoluta y radi-
cal diferencia.
Acotando brevemente, el encuentro entre el giro
afectivo y la literatura inaugura para los estudios cultu-
rales, la posibilidad de leer y experimentar en los estilos
literarios los flujos afectivos que atraviesan y se produ-
cen en la escritura. Sin embargo, no se trata de retornar a
la búsqueda de la verdad de la obra, antes referida al sen-
tido que el autor quiso imprimir y ahora intentando di-
lucidarla en los afectos. Opuesto a todo esto, la relación
entre afectos y literatura se mueve entre la necesidad de
renovar la crítica literaria y estallar los modos de com-
prensión de la política y la vida social, siempre remitidos
a un imaginario intercambio de argumentos racionales,
cuando lo que se encuentra a su base es la hoguera de
los afectos invadiendo lo que decimos y lo que hacemos.

Problematización
Didier Eribon (2004), en Filiaciones13, extrae una
consecuencia de la lectura de la novela de François-Paul
Alibert, El Hijo de Loth. Según Eribon, Alibert se ríe de
la vulgata psicoanalítica que, con ceñudo gesto, interpre-
ta la homosexualidad masculina a partir de un pseudo
concepto científico, Edipo invertido14. No es nuestro pro-

13
Prefacio a la edición francesa de Le Fils de Loth.
14
Alibert se burla de un enemigo que jamás nombra: el psicoanálisis.
Éste es enfrentado a través de un relato que usa productivamente

103
El hijo de Loth

pósito aclarar aquí porqué el psicoanálisis, en dicho con-


cepto, manipula los criterios de cientificidad15. Más bien,
ateniéndonos a una de las interpretaciones con las que
Nietzsche (2001) elabora su idea de ciencia, diremos que
ciencia es el arte verdadero de la pregunta y de la crítica.
Es verdadero por cuanto no puede aspirar a sedimentar
sus hallazgos sino que, por el contrario, debe abando-
narlos si la honestidad del pensamiento así lo exige. La
pregunta, si es de precisarlo, va tras todo aquello a lo que
se ha dado por clausurado. La crítica, por su parte, no
intenta, en el sentido kantiano, establecer los límites del
conocimiento, sino que supone afirmar un no rotundo
frente a todos los límites que hemos aceptado. Nuestro
no despliega la espada que se enseñorea frente a lo que
un espíritu moribundo ha dicho que es bello, cierto y


un pasado imaginario, el de Loth y sus hijas. Aquí el uso
productivo tiene que ver con hacer explotar, en pedazos, el sentido
y la significación para elaborar, a través de ruinas, posibilidades
interpretativas inesperadas, tal cual se señaló en la glosa con la
que se inicia este (pre)texto. No está de más señalar que el recurso
al pasado es productivo, no solo porque el pasado siempre llama a
las puertas del presente, sino por su capacidad de inflamar distintas
constelaciones políticas, simbólicas, económicas y culturales
que ponen en juego las posibilidades de nuestra existencia
(López, 2004).
15
Para un tratamiento más amplio de lo que el psicoanálisis hace a
los homosexuales, se sugiere ampliamente los trabajos de Eribon
(2001, 2004b, 2005 y 2008). Igualmente, Historia de la sexualidad.
1- la voluntad de saber de Foucault (2002), puede leerse como
una máquina demoledora que se toma en serio acabar con el
psicoanálisis y su pretensión de descubrir la sexualidad, cuando
en realidad se trata de la producción de la misma a través de los
grilletes de la llamada cura por la palabra.

104
François-Paul Alibert

bueno. Pero, por ello, un no nunca será suficiente como


resistencia. Pues, más allá de la negación, toda resisten-
cia exige crear (Foucault, 1999).
Visto de esta manera, hablar de un Edipo inverti-
do no es un ejercicio obvio por parte del psicoanálisis,
como parece sugerir Eribon (2004), sino que, más laxo
todavía, supone el trabajo de sedimentar, con aires de
creación, lo que en últimas no es sino la cancioncilla re-
petida con la que se espera, injustamente, hacer justicia
a la pregunta por los motivos, los extravíos y las razones
por los que, raramente, un hombre puede experimentar
su fascinación por otros hombres. Como si tuviera que
haber motivo, extravío o razón que explicara tan acu-
sada pregunta por lo que produce los afectos o por el
deseo. Se me replicará: el deseo es esa cosa innombrable
que el psicoanálisis bien ha podido iluminar como fal-
ta. No obstante, nos atenemos a un Nietzsche señalando
que, lejos de ser la falta o la ausencia, el deseo es la po-
tencia creadora, es la fuerza viril capaz de crear a partir
de sus propios restos. Si la vulgata ha señalado lo que los
hombres, por error, han deseado, los Señores han dicho:
los hombres verdaderos desnudan sus instintos y dicen
sí a todo lo que el miedo ha dicho no.
Eribon (2004) fustiga, no sin argumentos, el inten-
to psicoanalítico de reducir el deseo de un hombre por
otros hombres, en un frustrado drama familiar en el que
el niño varón, incapaz de identificarse con el padre, lo
hace con la figura de la madre y, por lo mismo, el pa-
dre, que no es figura de identificación, se convierte en
el objeto de deseo. No obstante, para no dar más vueltas

105
El hijo de Loth

con Edipo, Foucault (2010) lo dejó claro en su confe-


rencia Edipo y la verdad. Aquí reconoce que Deleuze y
Guattari han mostrado que el supuesto triángulo que
forman el padre, la madre y el hijo, no desvela ningu-
na verdad atemporal o recuperable desde los confines
de la historia. Ese triángulo, más bien, es una garantía
que se reservan los técnicos del psicoanálisis, es la forma
violenta a través de la cual se intenta forzar la curación
de todo aquello que escapa a los grilletes del análisis.
Con lo cual, el complejo de Edipo lo único que podría
revelar, en parte, no es más que el drama de la familia
burguesa. Si del psicoanálisis hablamos, Eribon (2004)
advierte que no es necesario recurrir a las aparatosas ex-
plicaciones que nos ofrece. Si se sabe en el deseo por los
hombres, no es de extrañar que sea en la masculina e
insinuada desnudez, en últimas, en el cuerpo de su pa-
dre, donde el niño deposite sus primeras miradas: ¿por
qué no desear, más allá de los bordes permitidos, aquel
que ha sido capaz de donar la vida? ¿Acaso no es en ese
deseo donde se consuma, religiosamente, el amor más
noble en tanto de él nada se espera?, podría preguntar
todo hijo varón.

Desafío
En una perspectiva inaugurada por Foucault (2002),
y continuada por Rubin, Eribon, Butler y Halperin, se
sostiene que la sexualidad no se descubre sino que se
produce conforme a los límites discursivos y las posi-
bilidades de su insurrección. Más allá de esto, también
podemos decir con el mismo Foucault (1999): la sexua-

106
François-Paul Alibert

lidad es algo que creamos nosotros mismos, no es el


descubrimiento de un cerrojo interpuesto entre la ley y
el deseo. Entenderla en estos términos implica liberar el
deseo de la ley. Desde el psicoanálisis se dirá: ‘la ley es lo
que funda el deseo’/‘sin ley no hay deseo’. Sin embargo,
esto no deja de ser una perspectiva, un modo más de
interpretación que, como ha defendido Foucault (1991),
no está demasiado distante de las preocupaciones me-
dievales donde la problematización de la carne suponía
crear los marcos para el dominio del deseo a través de la
ley. Liberar el deseo de la ley, como podemos argüir si-
guiendo a Foucault lector de Nietzsche (1999), significa
comprender que es con el deseo, y a través de él, que los
hombres creamos otras formas de relación, otros place-
res y otros estilos de vida. Entendemos, pues, que la vida
no es algo que se tenga sino aquello que hay que crear
y darle forma, y es allí donde, liberado de la cárcel que
supone imaginarlo desde la falta y la carencia, el deseo
es fuerza e impulso creador.
Si el psicoanálisis parece decir que a través de la se-
xualidad se accede a la posición subjetiva, esto es, la ver-
dad del sujeto, nosotros diremos que con la sexualidad
se crean nuevos placeres y otras formas de existencia.
Solamente por una reducción harto problemática, la se-
xualidad ha llegado a reclamarse, más que aquello con lo
que inventamos relaciones y placeres, como el problema
epistemológico más serio que el sujeto debe acometer.
La sexualidad no está condenada a gravitar entre enun-
ciados que la encapsulan dentro de las retóricas de la
salud y la enfermedad. No tiene que ser la propiedad o el

107
El hijo de Loth

feudo que la reclama profiláctica. Tampoco es el descu-


brimiento que el psicoanálisis, con sus categorías, ilumi-
na para el mundo, ofreciendo su liberación cuando en el
ofrecimiento se desliza un modo insidioso de domesti-
cación por la palabra. Separándonos de esas perspecti-
vas, diremos que la sexualidad es la manifestación de lo
que el hombre es capaz de crear consigo mismo y con el
otro. Estamos señalando, entonces, que la sexualidad re-
clama la curiosidad y la imaginación. A juicio de Britz-
man (2000), es un viaje intemperante entre los cuerpos.
De este modo, más que representar un problema para
el conocimiento, podría ser la oportunidad de extender
el ‘espacio’ de posibilidades para la vida, el mundo y el
hombre.
Vayamos a la novela. El hijo de Loth es un esfuerzo
narrativo que encara una necesidad. Podría pensarse
que se trata de confesar. Didier Eribon (2004), de hecho,
inscribe esta novela en el género confesional. No obstan-
te, en la narración, si acaso, se recurre en dos momentos
al término confesión o confesiones. Básicamente, más
para señalar la prudencia que los amantes deben reser-
varse, si se trata de prolongar el amor e intensificar el
deseo, que por inscribir la experiencia de André en el
registro de lo indecible o de lo que solamente puede na-
rrarse como confesión. Antes bien, aquí no se confiesa
nada sino que se enarbola, sin vergüenza alguna, el culto
a la virilidad y el amor por la presencia del padre. Deten-
gámonos un momento en este punto. Hemos dicho que
la narración de André está exenta de  vergüenza, salvo
un guiño en la espera prudente para hablar a su aman-

108
François-Paul Alibert

te, Roland, sobre cómo fue iniciado en las artes amato-


rias del sexo. Pero, hay que decirlo, esa no vergüenza no
es la impudicia de un niño perverso que contempla las
formas corporales de su padre. Esa no vergüenza tam-
poco es la prueba de la mirada corrupta de la infancia.
Háblese claro, las formas que André observa y desea se
imponen por sí solas. Máxime cuando nos ha exclama-
do que su padre reúne para él todo lo más perfecto y
hermoso del mundo. El niño André no se expone por
su voluntad, de entrada está expuesto a los afectos que
luchan en su cuerpo por la imantación corporal que el
padre ejerce en él. Imantar significa la actividad de un
cuerpo que embebe con sus atributos a otro cuerpo.
Sedgwick (2003), en Touching feeling, ha dicho que no
hay una radical afirmación queer que no dependa de la
fuerza extraída por la aflicción, el miedo, la humillación
y la vergüenza, en últimas, los afectos experimentados
por los niños homosexuales. En su caso,  André narra la
lucha contra el magnetismo que su padre ejerce en él. La
lucha, tal vez en sus momentos más críticos, se expresa
en un intento de aproximarse a la madre y de desafiar
cualquier requerimiento del padre. Al punto que el mis-
mo André imagina la turbación de su padre al no poder
entender la distancia y el rechazo que su hijo le opone.
De este modo, podemos imaginar a André inundado
por afectos que lo acercan eróticamente a su padre y, al
tiempo, le señalan la (im)posibilidad de esa cercanía. En
este sentido, podemos especular que la no vergüenza de
André no es el comienzo de su vida como niño. Tam-
poco es el signo de su infancia. Más interesante todavía,

109
El hijo de Loth

la no vergüenza es aquello a lo que se le da forma a par-


tir de la relación corporal con el padre. En esta relación
carnal, en el cuerpo a cuerpo con el padre, contrario a
lo que la censura podría imaginar, André, orgulloso, se
conquista a sí mismo como hombre.   
La necesidad que se despliega no es la de confesar
culpa alguna sino la de afirmar, en el estilo de una es-
critura, la naturaleza de los afectos de un hijo varón. Su
protagonista André afirma el deseo por su padre y sabe
que, con ese deseo vuelto un placer, puede crearse rela-
ciones inusitadas con la vida, el mundo y los hombres.
Ahora, André, además del deseo, afirma el amor por su
padre a través de experiencias que, comúnmente, se san-
cionan. En otras palabras, estamos haciendo referencia
a un hombre joven que se forma en la hombría, citando
una relación con el padre que, al tiempo, muestra las po-
sibilidades de las relaciones con otros hombres. Después
de todo: ¿cuál podría ser la vergüenza en que, al amar a
un hombre, se ame al padre que ha sido el primero en la
vida de muchos hijos? Esta pregunta es necesaria si nos
atenemos a la siguiente aseveración: los hombres lloran,
y no saben qué es lo que lloran. A esto se le nombra me-
lancolía. Butler (2007), invirtiendo productivamente a
Freud, refiere que lloran los amores que no han podido
ser vividos. Si la vulgata psicoanalítica ha dicho que todo
hombre ha imaginado amar a su madre y, por ello, en
toda mujer lo que en verdad ama es a la madre que no se
ha podido amar plenamente; nosotros, como en otro lu-
gar se insinuó (Hincapié y Quintero, 2012), afirmamos
que todo hombre llora, en silencio, el no poder nombrar

110
François-Paul Alibert

la herida que se abre por el amor a un padre que no en-


cuentra los referentes para ser nombrado como un amor
de verdad.
No puede negarse, ese llanto, entendido como una
manifestación afectiva, muestra al cuerpo como la su-
perficie material donde la historia se sedimenta, esto es,
el cuerpo es el archivo de las elecciones abandonadas.
En este caso, la historia de los afectos (im)posibles. An-
dré, como bien lo delinea Alibert, respira el aire que el
padre inunda con su virilidad, observa las formas cor-
porales que exhibe, la verga descubierta y que, tímida
o abiertamente, se ofrece para ser deseada, doblega el
frustrado intento del hijo por adecuarse a los imperati-
vos que socialmente se esperan. El psicoanálisis parece
no percatarse lo suficiente de que allí donde la imagen
del padre es ofrecida como el referente para una iden-
tificación, no puede conjurarse la posibilidad de que se
penetre el deseo por aquello con lo que se ha creado la
identificación. ¿Cómo negar, por ejemplo, que en la ob-
servación curiosa de la desnudez del padre, desnudez
que es el preámbulo de la propia hombría, se cincele el
deseo por aquello que nombra el porvenir del observa-
dor? Se trata, pues, del hombre que André, y muchos
otros, advierte en el padre. Un hombre que en definitiva
no puede ser otra cosa que amado y venerado. En efecto,
todo aquel que se descubre deseando a otros hombres
sabe que tiene que encontrar la difícil respuesta que se le
impone al violar el altar que levanta para el padre y, no
obstante, la necesidad de mantener intacta e intachable
la imagen que se adora. “Padre, padre, te pertenezco has-

111
El hijo de Loth

ta la muerte”, exclama André, después de morder, hasta


la sangre, el erecto pecho de su padre, después de haber
respirado todo el olor a sexo insuflado por su padre, des-
pués de haber acariciado, torpe pero con vehemencia,
la verga henchida y orgullosa que funda la vida. No hay
vergüenza ni recato y ninguno de los dos ha admitido
delito o abuso alguno. En cierto sentido, padre e hijo,
en esta novela, se han prolongado a sí mismos, en una
relación en la que los límites, corporalmente impuestos,
han sido inundados por un flujo de afectos inconteni-
bles pero, en todo caso, abigarrados a un amor que no
se deja nombrar. Este amor insurrecto, este deseo singu-
lar, recurriendo a un giro spinoziano, se forma “[…] por
un encuentro entre cuerpos capaces de unirse y estar de
acuerdo simultáneamente” (Montag, 2007: 58).
Al final, a través de una complicidad extrañamente
comprensible, el narrador nos conduce a testimoniar
que no puede haber culpa donde el amor crea sus pro-
pios imperativos. ¡No puede haber error en el amor por
un padre!

112
François-Paul Alibert

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116
François-Paul Alibert

Contenido

Nota del traductor 9

Prefacio
Juan David Piñeres Sus 11

El hijo de Loth 19

A manera de prólogo
François-Paul Alibert 79

Un insurrecto amor por el padre


Alexánder Hincapié García 83

117
El hijo de Loth
se terminó de imprimir en mayo de 2016.
Para su elaboración se utilizó papel Propalibros beige 70 g
en páginas interiores y Propalcote 250 g en carátula.
Fuente tipográfica: Minion Pro 11 puntos
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