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«Si sabemos que él nos oye en cualquier cosa que pidamos, sabemos que
tenemos las peticiones que le hayamos hecho» (1 Juan 5: 15).
MIENTRAS CONDUCÍA una campaña de evangelismo en el sureste de
México, un joven de unos veinte años se presentó a la última conferencia, el
viernes por la noche. Mostró sumo interés en el mensaje acerca de la gracia
salvadora de Cristo Jesús. Cuando hice el llamado para que los interesados
aceptaran a Cristo y se bautizaran, aquel joven se puso en pie y pasó al frente.
Allí, cayó de rodillas y, con sus manos hacia el cielo, balbuceó esta oración:
«Oh, Dios, por favor, acéptame como tu hijo. Quiero ser salvo y estar contigo.
Dame esta oportunidad». Permaneció así, mientras yo hice la última oración.
Ese sábado por la tarde, aprobaron todos los nombres de los candidatos al
bautismo, menos el nombre de Juan, el joven que había llegado la noche
anterior. Recomendaron que esperara unos meses para que luego se
bautizara. Cuando se le comunicó la decisión, el joven lloró amargamente.
-Si se salva, que la gloria sea para Dios. Si se pierde, que su sangre sea sobre
mí.