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Evangelio según San Juan

"Llevaron a Jesús de la casa de Caifás al tribunal del gobernador romano. Los judíos no
entraron para no quedar impuros, pues ese era un lugar pagano, y querían participar en la
comida de la Pascua. Entonces Pilato salió fuera, donde estaban ellos, y les dijo: «¿De qué
acusan a este hombre?» Le contestaron: «Si éste no fuera un malhechor, no lo habríamos
traído ante ti.» Pilato les dijo: «Tómenlo y júzguenlo según su ley.» Los judíos contestaron:
«Nosotros no tenemos la facultad para aplicar la pena de muerte.» Con esto se iba a cumplir
la palabra de Jesús dando a entender qué tipo de muerte iba a sufrir. Pilato volvió a entrar
en el palacio, llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres tú el Rey de los judíos?» Jesús le
contestó: «¿Viene de ti esta pregunta o repites lo que te han dicho otros de mí?» Pilato
respondió: «¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los jefes de los sacerdotes te han entregado
a mí; ¿qué has hecho?» Jesús contestó: «Mi realeza no procede de este mundo. Si fuera
rey como los de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no cayera en manos
de los judíos. Pero mi reinado no es de acá.» Pilato le preguntó: «Entonces, ¿tú eres rey?»
Jesús respondió: «Tú lo has dicho: yo soy Rey. Yo doy testimonio de la verdad, y para esto
he nacido y he venido al mundo. Todo el que está del lado de la verdad escucha mi voz.»
Pilato dijo: «¿Y qué es la verdad?» Dicho esto, salió de nuevo donde estaban los judíos y
les dijo: «Yo no encuentro ningún motivo para condenar a este hombre. Pero aquí es
costumbre que en la Pascua yo les devuelva a un prisionero: ¿quieren ustedes que ponga
en libertad al Rey de los Judíos?» Ellos empezaron a gritar: «¡A ése no! Suelta a Barrabás.»
Barrabás era un bandido." "Entonces Pilato tomó a Jesús y ordenó que fuera azotado. Los
soldados hicieron una corona con espinas y se la pusieron en la cabeza, le echaron sobre
los hombros una capa de color rojo púrpura y, acercándose a él, le decían: «¡Viva el rey de
los judíos!» Y le golpeaban en la cara. Pilato volvió a salir y les dijo: «Miren, se lo traigo de
nuevo fuera; sepan que no encuentro ningún delito en él.» Entonces salió Jesús fuera
llevando la corona de espinos y el manto rojo. Pilato les dijo: «Aquí está el hombre.» Al
verlo, los jefes de los sacerdotes y los guardias del Templo comenzaron a gritar:
«¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» Pilato contestó: «Tómenlo ustedes y crucifíquenlo, pues yo no
encuentro motivo para condenarlo.» Los judíos contestaron: «Nosotros tenemos una Ley,
y según esa Ley debe morir, pues se ha proclamado Hijo de Dios.» Cuando Pilato escuchó
esto, tuvo más miedo. Volvió a entrar en el palacio y preguntó a Jesús: «¿De dónde eres
tú?» Pero Jesús no le contestó palabra. Entonces Pilato le dijo: «¿No me quieres hablar a
mí? ¿No sabes que tengo poder tanto para dejarte libre como para crucificarte?» Jesús
respondió: «No tendrías ningún poder sobre mí si no lo hubieras recibido de lo alto. Por esta
razón, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado que tú.» Pilato todavía buscaba la
manera de dejarlo en libertad. Pero los judíos gritaban: «Si lo dejas en libertad, no eres
amigo del César; el que se proclama rey se rebela contra el César.» Al oír Pilato estas
palabras, hizo salir a Jesús al lugar llamado el Enlosado, en hebreo Gábbata, y lo hizo
sentar en la sede del tribunal. Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía.
Pilato dijo a los judíos: «Aquí tienen a su rey.» Ellos gritaron: «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo!»
Pilato replicó: «¿He de crucificar a su Rey?» Los jefes de los sacerdotes contestaron: «No
tenemos más rey que el César.» Entonces Pilato les entregó a Jesús y para que fuera
puesto en cruz."

Palabra del Señor.

Sentencia que refleja la inocencia de muchos hombres y mujeres que a diario son
sentenciados como Jesús, que sin tener culpa alguna se pudren en la cárcel o llenan los
cementerios ante la palabra irresponsable de quienes no somos prudentes al hablar o
simplemente nos incomodan porque denuncian y anuncian la justicia y el dolor que
causamos a otros seres humanos. La sentencia refleja la mezquindad conque obramos los
seres humanos al creernos superiores al otro por un cargo o autoridad que desempeñamos
o simplemente por no ver en el otro el rostro del hermano, el rostro de Dios que se manifiesta
en el prójimo y que nos llama a ser prójimos del otro.

La sentencia de Jesús nos introduce a su reino y nos revela lo que es el reino de Dios y no
el que el ser humano considera que debe ser el reino de Dios. El Señor Jesús es Rey, pero
su reino no es de este mundo. Él no nos trata como a siervos, sino que nos ha llamado
amigos, dándonos a conocer cuánto ha escuchado de su Padre (ver Jn 15,15). En su reino
la justicia tiene entrañas de misericordia, no hay lugar a la violencia ni a la venganza y
cuando uno recibe una bofetada pone con mansedumbre la otra mejilla. Él, que es Rey, nos
dice que ha venido a nosotros no a ser servido sino a servir (ver Mt 20,28) y ha llegado al
extremo de dar su vida en rescate por la nuestra. La humildad, en el Reino de Cristo, es
una joya de altísimo valor engastada en su corona: «Aprendan de Mí que soy manso y
humilde de corazón» (Mt 11,28). Nuestro Rey ha sido exaltado en una Cruz y nos ha
enseñado que es obediente al Padre porque su amor es infinito y que lo ama infinitamente
obedeciendo a su encargo (ver Jn 14,31). En su Reino, en fin, la ley fundamental es el amor,
y un amor llevado al extremo (ver Jn 13,1). Y cuando hay amor, aunque haya pobreza se
puede ser feliz; aunque haya llanto y sufrimiento se puede ser dichoso, aunque se sufra
persecución por su Nombre se puede ser bienaventurado (ver Mt 5, 1-12). Solo somos
nosotros por nuestros actos e injusticias los que obstaculizamos ese reino de Dios, somos
nosotros los que condenamos a este mundo a vivir en la miseria y en la pobreza a sobre
explotar nuestros recursos naturales condenando nuestro futuro a la muerte, por nuestra
ambición y avaricia, que nublan la mente y el corazón y nos llevan a la perdición.

¿Cómo ser “ciudadano” de este reino? ¿Qué tenemos que hacer para ser contados entre
los amigos de este Rey? Ya lo somos pues antes que elegirlo nosotros a Él, Él nos ha
elegido a nosotros (ver Jn 15,16). En las aguas de nuestro Bautismo hemos sido hechos
partícipes de Cristo, hemos pasado a formar parte de su Cuerpo. Hemos sido recibidos
como ciudadanos de su reino al recibir el don de la fe. ¡Don gratuito que manifiesta el
inmenso amor de Dios por cada uno de nosotros! Pero amor que en ocasiones nos queda
grande replicar y trasmitir los unos a los otros, porque el amor se nos ha convertido en
interés en calcular el amor por el beneficio que el otro me pueda brindar, donde por un peso
no nos importa vender al otro, condenarlo a muerte. El valor de la vida se ha tornado en
monedas, nos hemos creído dueños de la vida del otro.

En nuestra vida cristiana ese don de la fe que hemos recibido tiene que ir creciendo,
desarrollándose, hasta engrandecer toda nuestra existencia. La fe ilumina nuestra mente
con la Verdad, nos hace “ser de la verdad” y escuchar la voz de nuestro Rey. La fe
transforma nuestro corazón y nos hace partícipes de los mismos sentimientos de Cristo (ver
Flp 2,5). La fe nos impulsa a poner por obra las enseñanzas de Jesús y colaborar así con
la extensión de su reino en el mundo. No otra cosa es lo que pedimos cada vez que
rezamos: “venga a nosotros tu Reino y hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo”.
En este sentido, ¿dónde encontraremos la realización más perfecta del reino de Cristo sino
en Santa María nuestra Madre? Ella, la más humilde, es la más grande en el reino de su
Hijo. La Mujer de la fe, de la obediencia, del amor, aquella que supo poner por obra las
palabras de su Hijo, está sentada a su lado como Reina y Señora intercediendo por
nosotros. Y que acompaña a su hijo desde que es sentenciado a muerte hasta su sepultura,
mujer que refleja la agonía y dolor de madres que ven a sus hijos morir o ir a una cárcel por
la inconciencia de quienes nos creemos dueños de la vida de los demás, de los que por ser
irresponsables en nuestras palabras y actos llevamos a la desgracia al prójimo ¿a cuantos
hemos condenado a la miseria, a la marginación y la pobreza por nuestra irresponsabilidad
en el hablar y en el obrar?

El reino de Cristo —reino de luz, de amor, de verdad y humildad— sufre violencia. “Mi reino
no es de este mundo” nos está diciendo de alguna manera que en este mundo está
establecido otro reino: el de las tinieblas, del odio, la mentira y la soberbia. Y el primer
campo de batalla donde se libra la guerra es nuestro propio corazón. Nuestra naturaleza,
es bueno recordarlo, está debilitada por las consecuencias del pecado y éstas nos llaman
a un combate espiritual (ver Catecismo de la Iglesia Católica, n. 405). Este combate lo
debemos luchar «juntamente con Jesús, sin orgullo ni presunción, sino más bien utilizando
las armas de la fe, es decir, la oración, la escucha de la Palabra de Dios y la penitencia»
(Benedicto XVI), y con la total confianza de saber que Jesús, el Señor y nuestro Rey, ya ha
vencido: «en el mundo tendrán tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo» (Jn
16,33).

Lejos de todo escapismo, nuestra condición de cristianos nos compromete en la misión de


cooperar con el Señor en la extensión de su reino en el mundo. Él nos mandó: «vayan por
todo el mundo y proclamen la Buena Nueva» (Mc 16,15). El apostolado, que empieza
siempre por la propia conversión, es llevar esa Buena Nueva de Jesús al corazón de
nuestros hermanos (pensemos especialmente en aquellos que se han alejado de la fe), es
iluminar y transformar toda la realidad humana con los valores del reino de Cristo, es poner
cuanto esté de nuestra parte para que el Señor Jesús reine en nuestra vida, en nuestra
familia y en todos los ámbitos de la sociedad. Y que esta sentencia a muerte sea para
darnos la vida que hemos perdido por nuestro mal obrar, que la sentencia de Jesús nos
anime a ser justos con el otro a hacernos responsables de lo que decimos y obramos, a ser
mas humanos, a entender que Dios no es cruel ni que el mundo es cruel, la crueldad esta
en quienes no somos conscientes de lo que hacemos.

Por eso iniciemos este vía cruces entendiendo que Jesús nos regala la mejor prende de su
amor, su propia vida, así que me invito y los invito a que carguemos nuestras propias cruces
y acompañemos a Jesús en este camino seguros de que su amor trasforma nuestras
miserias en dignidad y nuestras obras de muerte en vida.

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