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Surgimiento y consolidación

de otra poética de los setenta.


Sobre Tigres en el jardín, de Antonio Carvajal

por
Genara Pulido Tirado

En 1968 publicaba Ciencia Nueva, en su prestigiosa colección de poesía «El


Bardo», dirigida por José Batlló, Tigres en el jardín, de Antonio Carvajal, en
una edición de mil cien ejemplares. Era el primer libro del poeta de Gra-
nada que veía la luz pública, y lo hacía además en un momento decisivo
para la poesía española de la segunda mitad del siglo XX: el marcado por el
incuestionable agotamiento de la poesía social y la inminente necesidad de
renovación que ello encerraba. En esta dirección ya habían aparecido obras
enormemente significativas como Arde el mar, de Pere Gimferrer (1966),
y Dibujo de la muerte, de Guillermo Carnero (1967). Era el momento
también en que se estaba gestando desde Cataluña el lanzamiento de un
nuevo grupo generacional que se produciría sólo dos años después con la
controvertida antología de Josep Maria Castellet Nueve novísimos poetas
españoles (1970), que iba a monopolizar durante décadas la idea de lo que
debía ser la citada renovación, idea expuesta –al menos en sus rasgos
fundamentales– en el «Prólogo» de la citada antología, en la que no apare-
cía el autor de Tigres en el jardín.
Siempre citada y agotada desde hacía mucho tiempo, la antología de
Castellet ha sido reeditada recientemente, lo que pone de manifiesto que
no es éste un episodio cerrado de nuestra historiografía poética. La obra
primera de Antonio Carvajal también ha sido reeditada por lo que tiene de
interés en este mismo marco, aunque en un sentido distinto a la antología
castelletiana puesto que lo que demuestra Tigres en el jardín es que aquella
antología siempre fue parcial tanto por los autores que faltaban como por
la presentación realizada de los que sí estaban presentes. Aunque es verdad
que hoy nadie ignora estos hechos, procede recordar episodios importan-

© Revue Romane 39 · 2 2004 pp. 278-295


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tes que arrojan luz sobre ese permanente esfuerzo de englobar a los poetas
en generaciones o grupos generacionales porque, si bien es cierto que en
torno a los setenta se produce una gran renovación poética en España, ésta
se canaliza de distintas formas que no pueden ser en modo alguno atribui-
das únicamente a los llamados «novísimos». Si existe una generación de los
setenta, término más adecuado a mi juicio, tendremos que examinar todas
las poéticas implícitas en ella así como sus concretas propuestas renova-
doras, punto este en el que Antonio Carvajal ocupa un lugar destacado, y
el mismo poeta, crítico lúcido siempre, se ha encargado de realizar su
particular «ajuste de cuentas» con Castellet y su obra en una «Carta gratu-
latoria a José María Castellet» (2001).
Aunque fue publicado en 1968, Tigres en el jardín tuvo una larga gesta-
ción puesto que, como ha declarado el mismo poeta (Valls, 1995, p. 173),
ya en 1965 tenía escritos unos trescientos poemas, entre los que él mismo
hace una selección tras la que quedan cien, Carlos Villarreal, el maestro y
amigo, le deja setenta y cinco, Vicente Aleixandre le quitó otro. Tigres en el
jardín es, por tanto, un libro que sufre una larga y profunda depuración a
pesar de la juventud de su autor. De hecho, su primer libro, reeditado
ahora junto a Tigres en el jardín, si bien se dio a conocer públicamente en
1975, Casi una fantasía, es anterior a éste, de 1963, no publicado antes,
como ha confesado el propio Carvajal, porque el carácter peculiar de la
obra no hacía aconsejable darla a conocer en ese momento: «Éste era un
libro extravagante en relación con lo que era la poesía de aquel tiempo y
me aconsejaron que no lo publicara porque iba a significar, más que un
nacimiento, un aborto de poeta» (García, 1984, p. 20).
Al final, el libro aparece formado por cuarenta y un poemas distribuidos
en cuatro partes: «Retablo con imágenes de arcángeles», donde se expone
la anunciación, advenimiento y triunfo del amor; «Naturaleza ofrecida»,
reflexión a partir de un bodegón de Bernardo Olmedo sobre el placer de
vivir y lo cotidiano; «Poemas de Valparaíso», en los que ahonda en los
temas ya tratados e introduce la ironía; y «Oda sobre tres luces diferentes»,
formado por tres sonetos. En estos poemas domina el alejandrino –olvida-
do desde finales del modernismo hasta los años cuarenta– y el soneto (de
los treinta y cinco sonetos sólo cuatro están escritos en endecasílabos), con
alguna aparición del endecasílabo en sonetos y romances y un único poe-
ma en verso libre, «Clima». El tema incuestionable es el amor –los demás
elementos aparecen en función de éste– y la obra destaca claramente por
su carácter sensual, preciosista y jubiloso. Veremos a continuación la
recepción crítico-literaria que recibió Tigres en el jardín, pues el libro no
pasó inadvertido en modo alguno, y cómo pudo contribuir dicha recep-
ción a fijar una imagen del poeta parcial o errónea y determinar, a su vez,
la visión de sus libros futuros.
280 Genara Pulido Tirado

La crítica, desde el principio, empieza notando que esta poesía es di-


ferente tanto de la que en esos momentos empieza a emerger, y por ello
Rafael Morales la separa de los que llama «neocernudismo y neoeste-
ticismo culturalista» (1969), como de la del inmediato pasado: así, no cae,
aclara R. Morales (ibidem), ni en los «desbordamientos gritones del tre-
mendismo ni en los del existencialismo desaforado, entre prosaico y rea-
lista, ya decadente»; destaca, eso sí, como orientación «representativa de
un subjetivismo determinado que, originado o provocado generalmente
por el ámbito real e inmediato –el amor y la Naturaleza sobre todo-, se
carga de una intensa fuerza emocional que requiere frecuentemente la
desmesura imaginística para ser expresado» (ibidem). De «nuevo poeta
expresionista» y de «auténtico poeta» o «poeta muy auténtico» es califi-
cado Carvajal por este crítico que no pasa por alto su «rica y sugerente
imaginería», «la desmesura pasional e imaginística de tipo expresionista y
romántico que caracteriza a Carvajal» , «su atención a los temas humildes,
aunque a veces sean sugeridos por una obra artística» (ibidem). Frente a
ello un solo reparo: «Versos fluidos, nítidos, bellos, sugerentes estos de
Antonio Carvajal, aunque en alguna ocasión su barroquismo de buen
granadino y cálido neorromántico se le enrede más de la cuenta en estrofas
de escaso logro poético, como en su soneto «Luzbel» (ibidem). Reproduzco
aquí el citado soneto no sólo por presentar el barroquismo que señala este
crítico y algunos más, sino también por sus manifiestas sensualidad y
sexualidad (esta última, poco «ortodoxa», no debía ser grata para un
crítico conservador como Rafael Morales):
Me succiona tu flujo de bulla en resistero
y en brasas amarillas los bulbos del gladiolo
trocan su agria corteza para encender brasero
En la concha de nácar y soledad del polo.
Sorbo a sorbo me chupas como pluma al tintero
y me dejas vacío de esperanza y tan solo,
tan en luz peregrina, tan muchacho severo,
que a gritos la saliva y en brasa el llanto asolo.
Chisporrotea el ansia de saber hasta dónde
no podremos llegar para empujar un mismo
bulbo, tallo o incendio, hosco arcángel soberbio.
Y mientras Dios en lodo de antigüedad se esconde,
pendiente de tu boca, me tienes en abismo
suspendido del habla por el cordel del nervio.
(Carvajal, 1969, p. 23)

Francisco Umbral sabe ver también tempranamente la especificidad de la


poesía carvajaliana presente en su primer libro, y así lo expone claramente:
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De acuerdo con la vuelta a formalismos y preceptivas que hoy se observa en la


poesía más joven, Antonio Carvajal escribe unos alejandrinos que son lo más
singular de su libro. Carvajal retoma un lenguaje y unas imágenes que son ya
bellos tópicos en la poesía amorosa de todos los tiempos –amor es el tema el
libro-, pero se cuida de renovar todo eso con una vena de actualidad, con
palabras y expresiones de ahora mismo. Es muy grata la facilidad de Carvajal
para el alejandrino, la flexibilidad de su lenguaje, la gracia, armonía y novedad
de sus imágenes, siempre basculando entre un tradicionalismo sabiamente
escogido y unos toques de novedad nada escandalosa. (Umbral, 1969, p. 3)

Tras explicar la posición de los poetas que están surgiendo en ese mo-
mento por el mismo clima social y cultural que produce la aparición del
cansancio y el escepticismo que desemboca en el abandono por parte de
determinados grupos como los «hippies» de la sociedad industrial y de
consumo, Umbral no sólo señala la nota de barroquismo, sino que la
considera negativamente: «Hay, como se ve, un incipiente barroquismo
amenazando la estructura de estos sonetos» (ibidem, p. 4).
Emilio Miró, sin embargo, se ocupa de llamar la atención sobre el
sensualismo, «Poesía para los sentidos, donde pájaros y flores, árboles y
plantas, son verdaderos protagonistas» (1969, p. 6), y situar el libro en
relación a la tradición:
lo primero que atrae y es de destacar es la fusión de una factura tradicional o
eterna (la amorosa) con un rico lenguaje, una palabra ardorosa y sensual,
desbordada y pagana, que se relaciona con la última poesía sensorial, verbal,
y nos trae los ecos de esos magníficos poetas cordobeses que son Ricardo
Molina (muerto recientemente), Juan Bernier, Pablo García Baena, ese grupo
de Cántico... (ibidem)

Años después el crítico va a resaltar, como rasgos definitorios de la obra


del poeta granadino, el «clasicismo formal y pureza lírica» (Miró, 1986).
De Tigres en el jardín señala no sólo su relación con el Grupo Cántico, sino
también con el 27, el modernismo y la gran poesía barroca, hecho confir-
mado por las cuatro obras publicadas por Carvajal cuando Miró habla
ahora de él. El clasicismo formal es el elemento que destaca en todo mo-
mento y que alude a «la factura formal, sometida gustosamente al rigor y
la arquitectura de metros y estrofas clásicas. Voluntad de clasicismo que no
se detiene en la métrica, que se adentra por el lenguaje, desde el léxico
hasta la sintaxis, que se revela en los muchos préstamos literarios, poéti-
cos» (ibidem, p. 16).
Rafael Ballesteros alude a otra tradición que la crítica posterior citará con
cierta frecuencia, la arábigo-andaluza:
existe en Carvajal un detenimiento minucioso ante una realidad de la que se
ha hecho desaparecer, con anterioridad, todo lo antiestético y desagradable:
una valoración extrema de lo presente, eliminando el recuerdo y la adivina-
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ción: un apontocar la poesía sustancialmente en la sensación desgranada con


meticulosidad y, por último, un fondo erótico latente que surge con frecuen-
cia al primer plano, pero enmarcado siempre por el mismo rasgo caracteriza-
dor sensualista. (Ballesteros,1969)

Ahora bien, aunque esta calificación no sea peyorativa, Ballesteros avisa


del riesgo que conlleva tal tipo de poesía, que no sería otro que el él llama
«handicap» formalista, el cual sólo puede neutralizarse con el estableci-
miento de fuertes vínculos entre forma interior y forma exterior. Si en un
primer momento nota la preponderancia de la estructura externa sobre la
interna en Tigres en el jardín, pronto pasa a calificarlo de «Libro profunda-
mente impresionista», hecho que le sirve para explicar buena parte de sus
características formales como la gran preocupación por la sonoridad del
verso, la existencia de rima bien consonante o asonante, la sobrevaloración
de la imagen y la metáfora, la frecuencia del adjetivo antepuesto o el ajuste
del ritmo entre lo interior y lo exterior.
Talens, más que Umbral, se preocupa por situar históricamente la obra
en un claro deseo de justificar la que califica de
poesía vitalista, centrada temáticamente en la naturaleza, en una circunstancia
histórica de pesimismo general, en la que el Viet-Nam, Biadra o los proble-
mas raciales ocupan el setenta por ciento de la temática de los poetas menores
de 25 años [...]; o lo que es lo mismo, de la existencia de una poesía desarrai-
gada de los problemas de su tiempo. (Talens,1969, p. 8)

Pero el poeta y crítico sabe que toda poesía es social porque todo poeta es
un hombre inmerso en su tiempo, en una sociedad concreta de la que
recibe unas influencias específicas que le obligan a escribir de una manera
y no de otra; además, toda poesía se mide en función de su autenticidad.
La poesía de Carvajal no es para Talens, a pesar de su aspecto formalista y
su temática tradicional, una poesía escrita fuera de su época; como nota el
crítico, existe una «postura humana ante la realidad, lejos de todo idealis-
mo religioso» (ibidem), lo que demuestra la lectura «laica» de unos poemas
en los que el elemento religioso es frecuentísimo, pero éste se ofrece ínti-
mamente relacionado con el amor en unos poemas sensuales y optimistas
que sólo cambian de tono a medida que avanza la obra. Talens no deja de
señalar la presencia de la muerte o el dolor y el pesimismo que desprende
la «Oda sobre tres luces diferentes» en tanto que sólo se ofrecen tres posi-
bilidades de solución: el suicidio (oda 1), la indiferencia y la postración
(oda 2) o el inicio de otra vida sin esperanza pero con serenidad (oda 3: «Y
después de estar sucios y con la carne helada,/ ¡vamos al agua quieta donde
fulge el verano,/ vamos al mar sereno que nunca nos traiciona!»). A pesar
de todo hay que decir que este primer libro es el más alegre de nuestro
poeta, el dolor apenas si aparece, y está marcado por cierta ironía que nada
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tiene que ver con obras posteriores en las que el autor demuestra haber
conocido el lado más oscuro de la vida.
El tema abordado por Talens encerraba no poca importancia en la época,
de ahí que en alguna entrevista el compromiso del escritor vuelva a surgir
como tema fundamental y que el poeta exponga claramente su idea al
respecto, idea que encierra una concepción de la poesía que va a mantener
hasta la actualidad:
La auténtica misión del arte no es degradarse para que todos lo entiendan,
sino estar en una altura a la que todos podamos llegar. Soy partidario de la
superación social, de la posibilidad de llegar a lo que siempre ha estado veda-
do. Y no que el arte se rebaje al nivel de su impotencia o ignorancia. Creo que
es un error la demagogia de dar todo al hombre, ya que entonces desaparecen
todos los estímulos. Y hay que tener en cuenta que la poesía no es un artículo
de consumo. (Blanco, 1971, p. 10)

De esta manera, Antonio Carvajal establece diferencias en relación a los


poetas sociales, cuyo deseo de llegar al «pueblo», como es sabido, marcó su
estilo hasta conducir al cansancio y finalmente al agotamiento, y también
frente a los «novísimos», claramente desvinculados de todo tipo de com-
promiso justamente por la reacción / enfrentamiento con la poética social
que les precede; ni que decir tiene que ninguno de los poetas antologados
por Castellet se habría atrevido a afirmar en ese momento, como Carvajal:
«Creo sinceramente que el poeta no puede tomar una postura de evasión.
Tiene necesariamente que ejercer un compromiso ante la sociedad» (ibi-
dem, p. 10).
Otra de las constantes de la crítica carvajaliana consiste en señalar las
múltiples fuentes de una poesía deudora de toda la tradición anterior –y
por eso precisamente la cita de fuentes es una tarea interminable-. Algunas
de las conexiones más aparentes han sido expuestas ya, pero con pos-
terioridad se siguen mencionando otras no menos evidentes. Francisco
Castaño, por el verso predominante en esta obra primera, cita la tradición
modernista, a la que une «la jugosa mezcla léxico-sintáctica de términos y
estructuras pertenecientes a la tradición clásica y otros más actuales con
resonancias de nuestra contemporaneidad, que tienen su origen en el
grupo poético del 27» (Castaño, 1981, p. 52). Pero lo más importante aquí
es que el crítico intenta dilucidar el concreto carácter que tal tradición
desempeña en Tigres en el jardín ya que no se trata, aunque por desidia así
lo llamemos impropiamente, de fuentes en el sentido clásico del término,
es un fenómeno mucho más importante y conformador de todo un estilo
poético al que Carvajal dedicará el libro Servidumbre de paso (1982). Cas-
taño apunta algunas verdades incuestionables:
La perfección formal, clásica, de que hace gala Antonio Carvajal no es un
simple mimetismo (cuán lejos queda la opaca ramplonería de los garcila-
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sistas) o pastiche más o menos afortunado. La comedida e inteligente utiliza-


ción de los recursos de la retórica lo convierten, a nuestro modo de ver, en el
valor más firme, en la realidad más plena de nuestra mejor tradición, en el
momento actual. (Castaño, ibidem, pp. 53-54)

La puntualización de Carlos Villarreal es sumamente oportuna puesto que


habla de intertextualidad como rasgo dominante en unos textos en los que
«la reescritura de los temas ajenos apunta al gusto juanramoniano por la
variante más que a la minuciosa relaboración del Pierre Menard borge-
siano» (Villarreal, 1986). Y de variantes temáticas y formales está plagada
toda la obra de este poeta que sabe como pocos recoger la poesía de otros
para reelaborarla y darla de nuevo al lector con un tono propio e incon-
fundible. Pensemos en las variantes de los sonetos de Soto de Rojas y en la
profunda labor de (re)creación que conllevan hasta convertirse en plena-
mente carvajalianos y actuales en «Algunas mudanzas sobre temas del
Desengaño de amor de Don Pedro de Rojas», incluidas en Servidumbre de
paso. Ésta es la Mudanza Sexta, «Rigor de fénix. Un corazón de pedernal
labrado»:
El pedernal batido
con el hierro da fuego
y, además, se le imprime
la huella de ese duelo,
de manera que puedes
de sílex ceniciento
tallar el corazón
con llamas de silencio.
(Carvajal, 1982, p. 27)

Fernando Ortiz también ha sabido ver este hecho en toda su complejidad.


En principio, Carvajal es un riguroso conocedor de la tradición, después
un transgresor:
dialogar con los maestros y refutarlos. El primer paso para transgredir la
tradición consiste en conocerla. No existe destrucción –diríamos parafrasean-
do a Vicente Aleixandre– sin amor. Así, la transgresión de Carvajal supone en
primer lugar un homenaje [...] Por eso Carvajal sabe conjugar la tradición
clásica con la tradición de las vanguardias, sin caer en la mimesis. Por eso, su
poesía es una de las más personales escritas en castellano en el último cuarto
de siglo. (Ortiz, 1982, p. 40)
El mismo poeta, reacio como pocos a elaborar poéticas en prosa, es sin
duda el mejor crítico de su propia obra, y no sólo en poemas enorme-
mente reveladores, sino en las frecuentes entrevistas, que en este caso
adquieren una importancia destacada para el conocimiento de su poesía.
Ha sido Carvajal el que ha citado las tres fuentes fundamentales de Tigres
en el jardín: Rubén Darío, Paul Valéry y los poetas epicúreos; en otros
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momentos aludirá a García Lorca y sobre todo a su Libro de poemas (v.


Juárez y Enríquez, 1997, p. 4). Ha sido también Carvajal el que ha definido
su relación con la tradición; primero en la parte formal, en la que, frente al
clasicismo que se le atribuye con cierta frecuencia, destaca una realidad
incuestionable: «Lo mío no es tanto investigar nuevas formas como des-
truir y recomponer las pasadas, es decir, combinaciones estróficas que yo
haya inventado, «poquitas»; sin embargo, lo que sí he hecho ha sido des-
truir las antiguas e intentar darles un aire nuevo» (ibidem, p. 5); segundo,
de manera integral: «Algunos poetas creen que recoger un modelo es
copiarlo; copiar su vocabulario, copiar sus giros sintácticos. Pero no se
trata de eso, sino de concepción del mundo y de la palabra. La única he-
rencia posible es la concepción del poema» (Vellido, 1997, p. 3). Pensemos
en la silva como forma utilizada en «Corónica angélica», poema narrativo
en el que esa estrofa encaja con rigor:
Sepan que esta verdadera historia que a continuación ustedes se presenta es
sacada al pie de la letra de las crónicas francesas y de los romances españoles
que andan en boca de las gentes, y de los muchachos, por esas calles. Podría
comenzar así:
Oíd, señor leyendero,
lo que como amigo os hablo:
que los dones más de estima
suelen ser consejos sanos.
Dejad un poco de holganza
y escuchádme lo que entramos,
yo relatar, vos leer,
debemos como hijosdalgo.
La historia está en tierras claves;
vos, además descuidado;
vos ausente, ella versal...
Harto os he dicho; miradlo.
(Fragmento de «Corónica angélica», en Carvajal, 1979);
en la renovación de una forma típicamente renacentista y complicada
como pocas en Silvestra de sextinas:
Que las horas te den su melodía.
Que en el carmín celeste de la lluvia
descubras el placer de luces el placer de luces íntimas
más allá de las nieblas del sentido.
Que yo vea y oiga como música,
que yo te toque y huela como fruta,
que tú corones con tu luz mí vívido
afán de luz, aquí en la tierra, tuya,
mía, de todos:
Luz, sabor del paraíso.
(Final de la sextina «Secuencia del sentido», en Carvajal, 1992)1,
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o en el retablo en alejandrinos de Tigres en el jardín, del que reproduzco el


soneto «San Miguel» :
Tu espada de dos filos, amor, tiene una mella,
y si come la carne, deja completo el hueso.
Por más que coma en llanto, por más que coma el hueso,
el esqueleto intacto no padece tu huella.
Fosforece en la noche, gusano, espejo, estrella,
costilla, fémur, radio, tímpano, siempre ileso,
y el hierro de tu espada, avaricioso y preso,
llora y besa sin pausa por la mejilla bella.
Tu boca de dos labios, arcángel luminoso,
me sacude en mí mismo, los huesos me distiende,
me rinde desmayado de luz mientras me fresa.
Puede más que tu espada de filo caprichoso,
y me hiende la boca, y la carne me hiende,
y el hueso con un beso me hiende y atraviesa.
(Carvajal, 1969, p. 22)

La forma no es, pues, algo arbitrario desvinculado del contenido: «El


poema se presenta en bloque. No es cierta la distinción entre fondo y
forma. Cuando el poeta se pone a escribir un soneto, lo normal no es que
lo escriba por capricho, sino porque lo que dice lo tiene que decir exacta-
mente en esa forma, y no cabe en otra» (Vellido, ibidem). De ahí se deduce
fácilmente que «la perfección formal siempre está al servicio de algo. Yo
soy un autor de ideas, aunque éstas puedan ser malas, pero las tengo»
(Prieto, 1998, p. 64). El formalismo, por tanto, no es aquí vacío ejercicio
retórico o capricho de sabio trovador, sino necesario dominio de la técnica
poética en tanto que sin tal dominio no es posible una plena plasmación
de la idea. La calificación de poeta barroco necesita también matizaciones
ya que si el barroco es uno de los períodos poéticos hacia el que Carvajal
siente una mayor admiración, en ningún momento, como venimos dicien-
do, se limita a trasvasar formas, sino a reelaborarlas haciéndolas suyas. Por
esa razón él no se considera barroco y se ha autodefinido como «luisiano»,
esto es inmerso en la tradición de Luis de León, Luis de Camoes, Luis de
Granada y Luis de Góngora (v. Valls, 1995, p. 177).
Por otra parte, y situado frente a los localismos, Antonio Carvajal ha
negado contundentemente la existencia de una escuela granadina de
poesía porque cree firmemente que los poetas granadinos sólo han realiza-
do aportaciones de valor cuando se han incorporado a las corrientes ar-
tísticas nacionales como García Lorca (v. Moreno-Olmedo, 1970, p. 9),
hecho que en nada contradice su afición hacia estos poetas, sean barrocos
o no. Contra esta idea de poeta barroquizante y culturalista se manifiesta
también Martínez Fernández tras examinar recursos métricos que se dan
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en la tradición y aparecen igualmente en Antonio Carvajal alegando un


hecho de incuestionable importancia, que tales calificaciones se dan «tal
vez por no ver la tensión dramática o la intensidad significativa que anidan
bajo la sabia construcción del poema» (Martínez Fernández, 2001,
pp. 302-303). Pero es que, además, se impone otra matización que realizó
Ignacio Prat –quien sí creía en un resurgimiento de la escuela barroca
granadino-antequerana de poesía, en la que se inscribiría nuestro autor–
oportunamente en relación a un neobarroquismo que se ha dado en el
siglo XX y con el que se podía identificar erróneamente a Antonio Carva-
jal: «nada, absolutamente nada, tiene que ver la poesía del granadino con
revivalismos neogongorinos, «fundamentalistas», cubano-parisinos, etc.
Creo que Góngora y Carvajal se estrecharían en un gran abrazo, por enci-
ma de estos casos grotescos» (Prat, 1981, p. 203). Ignacio Prat, quien,
obligado es decirlo, realizó una labor importantísima, hasta su temprana
muerte, como crítico de Antonio Carvajal, labor que pudo desempeñar
por su sabiduría poética, pues él fue sin duda el primero en poner de
manifiesto muchos de los artificios métricos y formales de un poeta al que
se le acusaba de difícil abriendo el camino de esta manera a futuros investi-
gadores que, una vez superadas las primeras dificultades, pudieron centrar
su interés en otras cuestiones no menos importantes. Porque la forma, y
no importa repetirlo una vez más, no tiene valor en nuestro poeta por sí
misma, como ha puesto de manifiesto Antonio Chicharro (1999, p. 15):
«su poesía inicial es, más que el resultado de un virtuosismo preciosista,
consecuencia de la alegría de sentirse vivo y de descubrir juvenilmente el
mundo, sonriéndole así verbalmente al lector frente a tanto dolor social
escayolado que por entonces agonizaba en manos de acólitos prosaístas».
Tampoco la densidad simbólica de Tigres en el jardín ha pasado desaper-
cibida a la crítica, si bien ha sido años después de su publicación cuando se
ha centrado en este aspecto de la obra, pues, en un primer momento,
como venimos viendo, es la perfección formal y la temática predominante
las que llaman la atención. El mismo título del libro es fruto, como ha
señalado Carvajal, de una de esas «asociaciones mentales que surgen por
casualidad» (Valls, 1995, p. 174). El poeta vivía en una casa con jardín
interior en el que había gatos en celo, que son los «tigres en el jardín» :
tigres en tanto que seres libres, salvajes, no domésticos, jardín como
representación de lo sociable y «domesticado»; pero es que, además, ese
jardín y esos gatos llevan al poeta a pensar, como expone en el libro, que
«el mundo reducido que viven dos personas en su experiencia amorosa
también puede ser un resumen del cosmos» (ibidem, pp. 74-75).
Los ángeles son frecuentes y, como ha señalado Rafael Juárez, desempe-
ñan en la poesía de Antonio Carvajal la misma función semántica poética
que el agua en la poesía clásica siendo más que un símbolo un género; por
otra parte, el ángel es mediador, mensajero, como la poesía misma, y se
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sitúa entre el poema y el poeta. Además, Carvajal recoge en toda su


complejidad las funciones que el ángel venía desempeñando en la poesía
contemporánea: «Los ángeles de Carvajal participan del ángel caído y
polirrítmico de Alberti, del claro ángel de Altolaguirre, del contrario de
Cernuda, del portavoz de Otero; también del riguroso arcángel lorquiano,
pura expresión de estos seres que existen entre el culto, la cultura, la Cul-
tura y el inconsciente» (Juárez Ortiz, 1982, p. 1). Miguel Ángel Ordovás,
por su lado, ha visto el origen de este elemento en Antonio Carvajal que no
es otro que
la propia concepción del universo del poeta, en la que prima lo recurrente y
los círculos concéntricos. Es una manera de abolir el tiempo, como ya hemos
observado, a al par que la arquitectura que remite al sistema tolemaico, el cual
dividiría el cielo en once esferas, desde la Tierra, centro inmóvil del universo,
hasta el Empíreo, Habitaculum Dei, y cuyo modelo llega a Carvajal sin duda
a través de los clásicos, tan frecuentados por el autor granadino. (Ordovás,
1996, p. 4)
Los ángeles serían en este universo seres alados que se mueven de una
esfera a otra asistiendo a la divinidad y actuando como mensajeros de lo
sublime; en la poesía de Antonio Carvajal serían mediadores o enlaces
entre el poeta y algo exterior a él (v. Valverde, 1986). Los ángeles, que
tienen un lado oscuro, contrastan con los pájaros, que no lo tienen. El sol,
la luz o el rayo aparecen íntimamente ligados al amor –creación y vida casi
siempre, júbilo en esta primera obra-, aunque no siempre positivamente,
como el aire y los pájaros. Un buen ejemplo es «Naturaleza ofrecida» :
Desde la flor al pájaro hay un ala tendida,
ala dorada y cálida como un haz de centeno,
desde la aurora tibia suavemente cernida:
el horizonte claro la sostiene en su seno.
Todas las cosas hallan su imagen encendida
en esta luz alada: el blando barro, el heno
verde, el membrillo gualda, la realidad, la vida,
el gozo siempre intacto y el siempre amor sereno.
Todo vive en la luz y la luz vive en todo,
y todo es una sola naturaleza acorde
para el hombre y el pez, los pájaros y el lodo.
¡Y qué hermoso es saberse llamarada de río,
la sangre sin fronteras y el cuerpo sin un borde
que le impida ser agua si le anega el rocío!
(Carvajal, 1969, p. 34)

Y en el fondo de todo un deseo de ascensión señalado por Ordavás que


halla su justo lugar en una poesía en la que el amor mueve todo el univer-
so, y que presenta rasgos marcadamente neoplatónicos: «La búsqueda de
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la unión de los amantes que se complementa en la poesía de Antonio


Carvajal de forma natural con la idea de la elevación hacia las esferas
celestes donde habita la divinidad» (Ordavás, ibidem, p. 7), como neopla-
tónica es también su concepción de la naturaleza en muchos casos. Ni que
decir tiene que en los primeros libros el amor adquiere con frecuencia un
carácter místico patente en muchos puntos, lo que nos conduce de inme-
diato a San Juan de la Cruz, pero el amor es también marcadamente sen-
sual y «humano», y sobre todo, un sentimiento siempre diferenciado de la
amistad, aunque la amistad no sea en modo alguno inferior al amor-deseo
y vaya adquiriendo en la obra y en la vida de Antonio Carvajal cada vez
mayor importancia con el paso del tiempo. No debemos olvidar, en cual-
quier caso, que en Tigres en el jardín aparecen arcángeles, que son huma-
nos, y que entre los ángeles el poeta muestra sus preferencias por Luzbel,
al ángel caído (v. Almeda Moix, 1989).
El jardín ocupa, como el ángel, un lugar importante en esta poesía.
Sirvan estos versos de «Siesta en el mirador» (Carvajal, 1969, p. 70) de
ejemplo: «Mira que no hay jardines más allá de este muro,/ que es todo un
largo olvido. Y si mi amor te estrecha/ verás un cielo abierto detrás del
llanto oscuro». La conexión con el granadino Pedro Soto de Rojas y su
Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos es inevitable. Pero
las conexiones van más allá, así lo ha entendido Pilar Celma (1995, p. 457):
«Creo que el jardín de Carvajal es igualmente deudor del jardín moder-
nista, y muy especialmente, de Juan Ramón Jiménez». El jardín como
símbolo del paraíso personal del poeta. Pero esta misma autora ha sabido
ver que todo el libro Tigres en el jardín se caracteriza no sólo por la perfec-
ción estilística, sino por los símbolos que encierra y que serían los que, a su
juicio, cargarían los poemas de significado. Entre los muchos elementos
naturales –aire, aurora, sol...– las flores, y entre ellas los jazmines (« Huele
a jazmín, porque el jazmín no es vano/ cortado más allá de su maceta», de
«Poemas de Valparaíso», V, Carvajal, 1969, p. 45) que, como ha señalado
Castaño (1981, p. 63), es «flor emblemática en la poesía de Carvajal, con la
blancura de página donde la palabra es pétalo y es aroma inasible la ine-
fable belleza de su disposición en el cáliz del poema». Conviene recordar,
en este punto, que hay toda una simbología procedente de la literatura
medieval, renacentista o modernista, de la literatura religiosa o laica,
presente en toda su producción poética, simbología de la que no escapan
ni los títulos mismos de las obras2.
El balance que realiza Manuel Vilas de la recepción crítica del primer
Carvajal no va descaminada:
La recepción del poeta granadino concluyó, desde mi punto de vista, en una
vertiente neogongorina de la poesía novísima no representada por Carvajal
–con la que Prat se identificó porque la supuso próxima a sus ideas poéticas,
o la más próxima– y que Castellet no había tenido en cuenta –el celebérrimo
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antólogo no debe dar abasto entre lo que puso de más y lo que no puso–, o en
un renacer de «la escuela barroca granadina-antequerana», en palabras de
Prat. El neogongorismo de Carvajal, sobre todo el que el crítico guilleniano
también ironizó con razón, se convirtió en un tópico perverso de la crítica,
uno de esos juicios de que la historia literaria está llena y cuya razón es poco
menos que la pereza (Vilas, 1996, p. 129).

En suma, podemos concluir señalando que, tras la aparición de Tigres en el


jardín, la crítica empieza a situar a Antonio Carvajal como poeta dentro
del panorama general atendiendo a una serie de parámetros que, por ser
erróneos en muchos casos, han dificultado su pleno reconocimiento:
1º Antonio Carvajal no es un poeta novísimo, hecho absolutamente cierto
porque, aunque compartía con los poetas antologados por Castellet sus
deseos de renovación, en Carvajal había dos elementos ausentes en aque-
llos que son fundamentales en su poética: la presencia y gran importancia
de la vida y el compromiso social, todo ello ofrecido en un tono riguroso
que difería totalmente del de los poetas sociales. Cuando hablo de com-
promiso social en esta primera obra me refiero a compromiso con el
hombre y con la vida, no a compromiso o activismo político. En un libro
en el que prima la alegría, el siguiente cuarteto del soneto «Suicidio» es
significativo por presentar preocupaciones que no tardarán en surgir en la
obra posterior del poeta granadino:
Por los secretos picos y encorvados atajos,
allí donde la lumbre no permite sollozo,
encontré tus pupilas horadadas de grajos,
un silencio de pluma por tu naciente bozo.
(En Carvajal, 1969, p. 69)

O el poeta que huye de la mediocridad del ambiente de su niñez y decide


abrirse al mundo:
Cogí un órgano eléctrico, mis versos, mi sonrisa,
y me fui por los mundos, como un pobre diablo,
lejos de mis paisanos y su ambiente gazmoño.
(De Poema IV de «Poemas de Valparaíso», Carvajal, 1969, p. 44)

2º Por su dominio de la forma Antonio Carvajal es un poeta formalista,


barroco o neobarroco, ignorando que la forma es fruto de una necesidad
expresiva interior, no un vacío ejercicio retórico, idea ausente en la mayor
parte de las críticas hasta época relativamente reciente, la misma crítica
que ha ignorado que las formas clásicas aparecen en nuestro poeta «deshe-
chas» y «rehechas» en función de intereses expresivos propios de nuestra
época. Además, en lo que a la forma se refiere, se presta una atención
predominante a los aspectos métricos ignorando la compleja retórica que
encierra esta obra en la que no todo son imágenes o metáforas, pues hay
Surgimiento y consolidación de otra poética de los setenta 291

también otros recursos que se pueden considerar definitorios de su estilo


como, por poner un ejemplo muy significativo, las repeticiones y reitera-
ciones, de presencia abrumadora y función aún pendiente de determinar.
El soneto «Baile en el pueblo» retoma la maestría técnica junto al trata-
miento de un tema cotidiano y popular en un tono que difiere del consi-
derado habitualmente «clásico» :
Espasmos de guitarras electrónicas
riegan de semen el adiós del día,
todo, y cobalto el son de batería,
tandas de percusión roncas y afónicas.
Piernas, si leves en el ritmo, cónicas,
supuran son y cítrica alegría;
deja el beso a hurtadillas una orgía
de lágrimas hialinas y anacrónicas.
Un quiebro en el tobillo del zorongo,
un do menor verdoso en el garrote
del cuello duro y vil, blanco y oblongo.
Avinagra caderas la trompeta,
ocre la axila y nítrico el bigote:
¡Tienes la cara añil, cobre y violeta!
(Carvajal, 1969, p. 57)
3º Por su manifiesto aprecio hacia los poetas de esta época Antonio Carva-
jal es un poeta barroco o neobarroco, y además, en tanto que granadino,
enlaza con la escuela antequerano-granadina de poesía, juicio que conlleva
una simplificación grave puesto que en este poeta está presente toda la
tradición literaria anterior, no sólo la barroca, por lo que, según la obra,
podría ser calificado también de medieval, renacentista, romántico o
incluso modernista. Los alejandrinos de los sonetos, a la manera moder-
nista, que dominan en el libro son paradigmáticos en muchos sentidos:
Con estos mismos labios que ha de comer la tierra,
te beso limpiamente los mínimos cabellos
que hacen anillos de ébano, minúsculos y bellos,
en tu cuello, lo mismo que el pinar en la sierra.
(De «Pasión», en Carvajal, 1968, p. 50).
De carácter medieval es el «Retablo de imágenes con arcángeles» (en
Carvajal, 1969, pp. 17-26), romántica la pasión amorosa que aflora vehe-
mente con mucha frecuencia:
Luchando, cuerpo a cuerpo, nos queremos de veras
y es fuego de mi carne la flor de tu mejilla.
El beso en su volumen iguala la mejilla
que brota verdemente con dos hojas primeras.
(De «Paraíso final», en Carvajal, 1969, p. 24)
292 Genara Pulido Tirado

4º Los intentos de encontrar las fuentes de la poesía carvajaliana han sido


parciales justo por lo que acabamos de decir: sólo una labor enciclopédica
podría dar con la mayor parte de ellas –más difícil sería encontrarlas
todas–. Sin minusvalorar esa presencia que el poeta mismo señala constan-
temente, tras admitir este hecho como otra clave de su poética, ha de
procederse a su estudio en función de referencias intertextuales que tienen
significados múltiples y complejos, pero que siempre van más allá de la
mera fuente entendida como préstamo concreto y ocasional. Así, por
poner un caso, el alejandrino aludido es utilizado en sentido diferente al
que le otorgó el modernismo, o el elemento religioso como portador de un
intenso amor humano en los poemas dedicados a los arcángeles, la in-
fluencia de la pintura en su poesía –manifiesta claramente en «Naturaleza
ofrecida» (en Carvajal, 1969, p. 35), sección del libro escrita a partir de un
bodegón de Fernando de Olmedo-, la intertextualidad existente dentro de
la misma poesía carvajaliana –el soneto «Tigres en el jardín» da nombre a
todo el libro, el soneto «Siesta en el mirador», dará título a otro posterior-,
y un largo etcétera.
Como un ascua de odio te hemos visto en la aurora,
como un trigal de cielo derramado en la vega,
y hemos sorbido el agua que tu contacto dora
y ese aroma de rosas que nos cerca y anega.
En este huerto el lirio es feliz. Sólo implora
libertad nuestra sangre, mientras la nube llega,
se riza y, leve, pasa. Da el chamariz la hora,
y el gozo de la sombra, como un rencor, nos niega.
Solos entre las dalias, entre cedros y fuentes,
tanto nos asediamos que nos cala hasta el hueso
este amor sin futuro y esta luz de los dientes.
Tigres somos de un fuego siempre vivo e ileso,
y te odiamos por libre, recio sol, mientras puentes
de plata ha levantado la muerte a nuestro beso.
(« Tigres en el jardín», en Carvajal, 1969, p. 66)

5º Si en un primer momento se creyó que la comprensión de la poesía de


Carvajal requería un estudio de sus recursos formales, actualmente se
impone la necesidad de una interpretación global que pasa, lógicamente,
por la aprehensión del significado o significados que encierra. El estudio de
la simbología ha abierto una brecha en este sentido, pero su carácter inter-
textual, su afán de reelaboración continua, la inagotable sabiduría poética
que encierra, constituyen todo un reto que pocos quieren asumir. El amor
mismo se presenta polifacético y variado, bien como elemento de salva-
ción:
Surgimiento y consolidación de otra poética de los setenta 293

¡Qué triunfal entusiasmo de la boca que besa,


de la mano que mima la carne que alza el vuelo,
mientras la muerte, afuera, descuida nuestra presa!
(De poema XX de «Poemas de Valparaíso», en Carvajal, 1969, p. 62);

bien como particular manifestación de sexo oral:


Sorbo a sorbo me chupas como pluma al tintero
y me dejas vacío de esperanza y tan solo,
tan en luz peregrina, tan muchacho severo,
que a gritos la saliva y en brasa el llanto asolo.
(De «Luzbel», en Carvajal, 1969, p. 23)

o bien con claras resonancias de la tradición literaria:


Como carne apretada a nuestro huesos
nos envuelve el amor más solo y puro,
que, apartados del mundo y su conjuro,
vivimos un festín de fiebre y besos.
(De poema VII de «Poemas de Valparaíso», en Carvajal, 1969, p. 47).

De todo esto se deduce la oportunidad de la reedición de Tigres en el jardín


así como la necesidad de realizar una relectura rigurosa que supere las
limitaciones presentes en buena parte de la crítica que ha fijado su aten-
ción en ella aunque, como es lógico, sin menospreciar las aportaciones ya
realizadas por esa misma crítica, de las que hemos dado cuenta aquí.
Queda, pues, probada la existencia, frente a la «poética novísima», de otra
poética de los setenta, más sólida y definida, que con el paso del tiempo es
la que ha perdurado y ha adquirido plena legitimidad en la historiografía
poética española del la segunda mitad del siglo XX.
Genara Pulido Tirado
Universidad de Jaén, España
gpulido@ujaen.es

Notas
1. Sobre las características más destacadas de las sextinas carvajalianas, ver
Genara Pulido Tirado, «Silvestra de sextinas», en Antonio Chicharro (ed.),
Antología consultada de Antonio Carvajal, Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Granada, en prensa.
2. Sobre el valor simbólico y poético de los títulos de las obras carvajalianas, ver
Genara Pulido Tirado, «Sobre los títulos en la poesía de Antonio Carvajal:
inertextualidad y síntesis poética», Serta, en prensa

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294 Genara Pulido Tirado

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Resumen
En el año 2001 se reeditaron dos obras fundamentales para reconstruir la historio-
grafía poética española de la segunda mitad del siglo XX. La primera de ellas es
Nueve novísimos poetas españoles, la antología de Josep Maria Castellet que sirvió
para lanzar a los que durante décadas han sido considerados los protagonistas
principales de la poesía española de los años setenta. La segunda, Tigres en el
jardín, del poeta Antonio Carvajal, autor no incluido en aquella antología que,
desde su obra primera, presentaba un sólido proyecto poético que difería clara-
mente del de los «novísimos». En este trabajo hacemos un balance de la recepción
crítico-literaria que tuvo Tigres en el jardín así como una síntesis de sus carac-
terísticas más destacadas: las que ponen de manifiesto el surgimiento de una
poética nueva en el marco de la renovación que se imponía en esos momentos y
que, sin embargo, es muy distinta de la que propuso Castellet, poética que treinta
años después muestra claramente una valía que ha logrado superar con creces
modas efímeras y estéticas impuestas.

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